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“...... Qué sueño le habrá caído dentro de los sueños , qué balido de cordero
le habrá movido la sangre para convertirla tan de la noche a la mañana en
lo que fue: una reina?” pg. 12
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La metaficción es una de las características de la NNH más divertida de
todas pues como dice su nombre, va más allá de la ficción. Y es que al
mismo tiempo de ir leyendo la historia, el autor pone “al descubierto” su
forma de narrar, te lleva a profundizar junto con él, lo que está escribiendo,
te enseña tus sentimientos, sus temores y sus alegrías. Todo lo que pasó
mientras lo escribía.
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“EVITA Verb. Conjug. 3ª pers. Sing. pres. de evitar(de lat. Evitare vitare)
pg.131
En conclusión, la Novela Santa Evita de Tomás Eloy Martínez cuenta con los
6 rasgos característicos de la Nueva Novela Histórica, los cuales son,
subordinación, distorsión, ficcionalización, metaficción, intertextualidad, y
los conceptos bajtinianos.
Martínez, Tomás Eloy. “Santa Evita”. Joaquín Mortíz: México, D.F., 1995.
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Santa Evita, novela en la que Tomás Eloy Martínez (Tucumán 1934) trabajó
más de siete años, marca el momento de culminación de su obra y de su
intento de reconstruir una saga narrativa que abarca las grandes
experiencias políticas y sociales argentinas del último medio siglo.
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En los últimos tiempos prestigiosos (?) directores norteamericanos
pretenden filmar su vida, y el cine y la televisión argentina se han ocupado
del personaje con fortuna desigual. Sólo en este momento hay tres películas
en marcha y otros dos proyectos en duda, lo que hace que, a fines de 1996
y 1997, cuando se estrenen la mayoría de estas producciones, se
convertirán en el bienio de la gran batalla cinematográfica de Evita. No hay
que olvidar tampoco la avalancha bibliográfica que precede a todo esto:
libros aparecidos de José Pablo Feinmann, María Sáez Quesada, Marysa
Navarro, Abel Posse y Alicia Dujovne Ortiz, que describen desde distintas
perspectivas a la mujer que cambió la historia de la Argentina.
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de un ser muy especial que roturó hasta el paroxismo esa historia, y fue
además durante años la expresión fetichista de una situación política no
resuelta (sobre todo a posteriori de 1955). Pero este discurso narrativo
novela también tramos sustanciales de determinadas configuraciones de las
sociedades contemporáneas. Hasta el punto que Evita-Santa Evita está
investida de los atributos típico-épicos de las mitologías de nuestro tiempo,
lo cual podría llevar al error de descontextualizar al personaje; convierte al
mito en la expresión de un anhelo colectivo o de su neurosis, según como
se lo quiera-pueda interpretar.
Otra de las historias narra, hacia adelante, el larguísimo calvario que sufrió
el cadáver embalsamado de Eva Perón, sometido durante años a las intrigas
del poder, a la locura de unos y la devoción de otros por perderlo o
recuperarlo. La novela sigue el enloquecido peregrinaje del cuerpo desde un
cine hasta el altillo de un capitán, y el despacho del Jefe del Servicio de
Inteligencia del Ejército, las travesías hacia Bon y Géneva, y se detiene en
el momento en que el cuerpo es enterrado en Milán.
La columna vertebral que une esas dos vertientes narrativas son las
obsesiones, emociones y desconciertos que la figura de Evita va desatando
en la cultura y en la imaginación de los argentinos, y por supuesto, también
en el autor-narrador.
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ideología fascista promulgada por el ministro de Educación, Martínez Zuviría
(que escribía novelas con el seudónimo de Hugo Wast). Quería regresar a
México, y la Argentina era un compás de espera. En vez de estudiar, me
dediqué a leer a Borges, seguir a la orquesta de tangos de Aníbal Troilo, ir a
los cines de la calle Lavalle y oír novelas radiofónicas.
Realidad y ficción
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y yo a raíz de la increíble secuela de eventos recientes en México: había que
tirar los libros al mar, la realidad los había superado.
"El único deber que tenemos con la historia es reescribirla", dice Oscar
Wilde, citado por TEM. Y el propio autor argentino elabora: "Todo relato es,
por definición, infiel. La realidad... no se puede contar ni repetir. Lo único
que se puede hacer con la realidad es inventarla de nuevo". Y si la historia
es otro de los géneros literarios, "¿por qué privarla de la imaginación, el
desatino la exageración, la derrota, que son la materia prima de la
literatura?"
Es, por un momento, lo que pudo ser la vida irredenta de Eva Duarte,
nacida en el "pueblecito" de Los Toldos el 9 de mayo de 1919, hija natural,
muchacha prácticamente iletrada que nunca aprendió ortografía, que decia
"voy al dontólogo" cuando iba al odontólogo, obligada a aprender urbanidad
básica, Liza Doolitle de la Argentina profunda, esperando al profesor Higgins
que le enseñara a pronunciar las "erres". En vez, la llevó a Buenos Aires, a
los quince años, el director de una orquesta de tangos bufa, llamado Cariño,
quien acostumbraba disfrazarse de Chaplin.
La Cenicienta en el poder
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allá de la Argentina culta, parisiense, cartesiana, que las elites porteñas,con
Victoria Ocampo y la revista Sur a la cabeza, le ofrecían al mundo. ¿Pues no
vencía la ficción a la historia, la imaginación a la realidad, en un país donde
los soldados de un campamento perdido en la Patagonia ponían seis o siete
perros contra una pared, atados, formaban un pelotón y los fusilaban en
medio de tiros errados, aullidos y sangre? "Lo único que nos entretiene acá
son los fusilamientos." Tomás Eloy Martínez recuerda, y describe, la afición
de los militares argentinos por las sectas, los criptogramas y las ciencias
ocultas, culminando con el reino del "Brujo" López Rega, eminencia gris de
la siguiente señora Perón, Isabelita. Sólo a la fábula fantástica puede
pertenecer el plan de un coronel argentino para asesinar a Perón: cortarle la
lengua mientras duerme. Y Eva misma, cuando conoce a Perón, en 1944,
empezaba ya a practicar su vocación filantrópica manteniendo a una tribu
de albinos mudos escapados de los cottolengos. Se los presenta a Perón.
Están desnudos, nadando en un lago de mierda. Horrorizado, Perón los
despacha en un jeep. Los albinos se escapan, perdidos para siempre en los
maizales ¿Realidad o ficción? Respuesta: la realidad es ficción.
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también la amante de los descamisados, la madre de los grasitas, se hunde
fatalmente en la intolerable muerte temprana, la joven parca se la lleva... Y
la ficción que la rodea cada vez más se acentúa con la agonía. Su
mayordomo Renzi, retira los espejos de la recámara de la moribunda,
inmoviliza las básculas en 46 perpetuos kilos, descompone los aparatos de
radio para que ella no escuche el llanto de las multitudes: Evita se muere.
Pero muerta, Eva Perón va a iniciar su verdadera vida. Esta es la esencia de
la alucinante novela de Tomás Eloy Martínez, Santa Evita.
Un cadáver errante
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oficiales orinarse sobre el cadáver. Pero no soporta la ausencia de Evita
cuando otro oficial, el Loco Arancibia, la esconde en el ático de su casa y
desencadena la tragedia familiar: la mujer de Arancibia muere invadiendo el
sacro recinto de la muerta. Arancibia pierde la razón. Evita sobrevive a
todas las calamidades. Su muerte es su ficción y es su realidad. Adonde
quiera que es llevado, el cadáver amanece misteriosamente rodeado de
cirios y flores. La tarea de los guardianes se vuelve imposible. Deben luchar
con una muerte en cuya vida creen millones. Sus reapariciones son
múltiples e idénticas: sólo dice que los tiempos futuros serán sombríos y
como siempre lo son, Santa Evita es infalible.
El último enamorado
A todos ellos, sin embargo, los trascienden dos autores. Uno de ellos,
abiertamente, es Tomás Eloy Martínez. Es consciente de lo que está
haciendo. "Mito e historia se bifurcan y en el medio queda el reino
desafiante de la ficción." Quiere darle a su heroína una ficción porque la
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quiere, en cierto modo, salvar de la historia: "Si pudiéramos vernos dentro
de la historia -dice TEM-, sentiríamos terror. No habría historia porque nadie
querría moverse". Para superar ese terror, el novelista nos ofrece, no vida,
sólo relatos.
"A lo mejor la historia no se construía con realidades sino con sueños. Los
hombres soñaban hechos, y luego la escritura inventaba el pasado." El
novelista sabe que "la realidad no resucita, nace de otro modo, se
transforma, se reinventa a si misma en las novelas".
Redención de Benjamin
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verano bajo temperaturas saharianas acuda gente al teatro, a asarse viva,
oyendo conferencias sobre liberalismo. Lo sé porque yo era el demente que
las daba, bañado en sudor ácido, resistiendo la taquicardia y el vahído, en
Rosario, Buenos Aires, Tucumán y Mendoza, en el curso de una semana
irreal, mientras los diarios anunciaban con incomprensible aire de triunfo
que se batían las marcas de calor de todo el siglo (cuarenta y cinco grados
a la sombra).
Me acompañaba el infatigable Gerardo Bongiovanni un idealista rosarino
convencido de que, cuando se trata de propagar la cultura de la libertad,
todo sacrificio es poco, aun si ello supone el brasero, las parrillas o la pira,
similes insuficientes para retratar los fuegos de este verano austral. Además
de charlas, mesas redondas, seminarios, diálogos, se las arreglaba para
organizar desmedidos asados que hubieran desesperado a los vegetarianos,
pero que, a mi, carnívoro contumaz, desagraviaban de las ascuas solares y
resucitaban.
Una tarde que navegábamos por el ancho Paraná, me sugirió que en vez
de reincidir en mis conferencias en aquello de "coger al toro por los
cuernos" suprimiese al testado o al verbo, pues, en el contexto lingüístico
argentino, la alegoría resultaba técnicamente absurda y de un impudor
sangriento. Mi instinto me dice que el humor de Gerardo estuvo detrás de
esos caballeros que, a la hora de las preguntas, emergían de los auditorios
calurosos a inquirir, con aire cándido, si yo también pensaba, como el Pedro
Camacho de La tía Julia y el escribidor, "que los argentinos tenían una
predisposición irreprimible al infanticidio y el canibalismo".
Como todo puede ser novela, Santa Evita lo es también, pero siendo, al
mismo tiempo, una biografía, un mural sociopolítico, un reportaje, un
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documento histórico, una fantasía histérica, una carcajada surrealista y un
radioteatro tierno y conmovedor. Tiene la ambición deicida que impulsa los
grandes proyectos narrativos, y hay en ella, debajo de los alardes
imaginativos y ambatos líricos, un trabajo de hormiga, una pesquisa llevada
a cabo con tenacidad de sabueso y una destreza consumada para disponer
el riquísimo material en una estructura novelesca que aproveche hasta sus
últimos jugos las posibilidades de la anécdota. Como ocurre con las
ficciones logradas, el libro resulta distinto de lo que parece y, sin duda, de
lo que su autor se propuso que fuera.
Lo que el libro parece es una historia del cadáver de Eva Perón desde que
el ilustre viudo, apenas escapado el último suspiro del cuerpo de la esposa,
lo puso en manos de un embalsamador español -el doctor Ara- para que lo
eternizara, hasta que, luego de errar por dos continentes y varios países y
protagonizar peripatéticas, rocambolescas aventuras -fue copiado,
reverenciado, mutilado, divinizado, acariciado, profanado, escondido en
ambulancias, cines, buhardillas, refugios militares, sentinas de barcos hasta
que por fin, más de dos décadas después, alcanzó a ser sepultado, como un
personaje de Garcia Márquez, en el cementerio de la Recoleta, de Buenos
Aires, bajo más toneladas de acero y cemento armado que las que
compactan los refugios atómicos.
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No es la menor de las artimañas de Santa Evita hacernos creer que este
personaje existió, o, mejor dicho, que el Moori Koenig que existió era como
la novela lo pinta. Esto es tan falso, por supuesto, como imaginar que la
Eva Perón de carne y hueso, o la embalsamada o el sobreexcitado o
sobredeprimido escribidor que con el nombre de Tomás Eloy Martínez se
entromete en la historia para retratarse escribiéndola, son una
transcripción, un reflejo, una verdad. No: son un embauco una mentira, una
ficción. Han sido sutilmente despojados de su realidad, manipulados con la
destreza morbosa con que el doctor Ara -otra maravilla de invención- sacó
el cuerpo de Evita del tiempo impuro de la corrosión y lo trasladó al
impoluto de la fantasia, y transformados en personajes literarios, es decir,
en fantasmas, mitos, embelecos o hechizos que trascienden a sus modelos
reales y habitan ese universo soberano opuesto al de la historia, que es el
de la ficción.
La magia de las buenas novelas soborna a sus lectores, les hace tragar
gato por liebre y los corrompe a su capricho. Confieso que ésta lo consiguió
conmigo, que soy baqueano viejo en lo que se refiere a no sucumbir
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fácilmente a las trampas de la ficción. Santa Evita me derrotó desde la
primera página y creí me emocioné, sufrí, gocé y, en el curso de la lectura,
contraje vicios nefastos y traicioné mis más caros principios liberales, esos
mismos que iba explicando esta semana, entre las llamas y la lava del
verano, a los amigos rosarinos, porteños, tucumanos y mendocinos.
Yo, que detesto con toda mi alma a los caudillos y a los hombres fuertes
y, más que a ellos todavía, a sus séquitos y a las bovinas muchedumbres
que encandilan, me descubrí de pronto, en la madrugada ardiente de mi
cuarto con columnas dóricas -sí con columnas dóricas- del Gran Hotel
Tucumán, deseando que Evita resucitara y retornara a la Casa Rosada a
hacer la revolución peronista regalando casas, trajes de novia y dentaduras
postizas por doquier, y, en Mendoza, en las tinieblas de ese hotel Plaza con
semblante de templo masónico, fantaseando -¡horror de horrores!- que,
después de todo, ¿por qué un cadáver exquisito -luego de inmortalizado-,
embellecido y purificado por las artes de ese novio de la muerte, el doctor
Arano, podía ser deseable? Cuando una ficción es capaz de inducir a un
mortal de firmes principios y austeras costumbres a esos excesos, no hay la
menor duda: ella debe ser prohibida (como hizo la Inquisición con todas las
novelas en los siglos coloniales por considerar el genero de extremada
peligrosidad pública) o leída sin pérdida de tiempo.
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