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Selección de cuentos de la obra literaria “EL DECAMERÓN” de

Giovanni Boccaccio

EL VELO DE LA ABADESA

Existe en Lombardía un monasterio, famoso por su


santidad y la austera regla que en él se observa. Una
mujer, llamada Isabel, bella y de elevada estirpe, lo
habitaba algún tiempo hacía, cuando cierto día fue a
verla, desde la reja del locutorio, un pariente suyo,
acompañado de un amigo, joven y arrogante mozo. Al
verlo, la monjita se enamoró perdidamente de él,
sucediendo otro tanto al joven; mas durante mucho
tiempo no obtuvieron otro fruto de su mutuo amor que
los tormentos de la privación. No obstante, como ambos amantes sólo pensaban en el
modo de verse y estar juntos, el joven, más fecundo en inventiva, encontró un
expediente infalible para deslizarse furtivamente en la celda de su querida.
Contentísimos entrambos de tan afortunado descubrimiento, se resarcieron del pasado
ayuno, disfrutando largo tiempo de su felicidad, sin contratiempo. Al fin y al cabo, la
fortuna les volvió la espalda; muy grandes eran los encantos de Isabel, y demasiada la
gallardía de su amante, para que aquella no estuviese expuesta a los celos de las otras
religiosas. Varias espiaban todos sus actos, y, sospechando lo que había, apenas la
perdían de vista. Cierta noche, una de las religiosas vio salir a su amante de la celda, y
en el acto participa su descubrimiento a algunas de sus compañeras, las cuales
resolvieron poner el hecho en conocimiento de la abadesa, llamada Usimbalda, y que a
los ojos de sus monjas y de cuantos la conocían pasaba por las mismas bondad y
santidad. A fin de que se creyera su acusación y de que Isabel no pudiese negarla,
concertáronse de modo que la abadesa cogiese a la monja en brazos de su amante.
Adoptado el plan, todas se pusieron en acecho para sorprender a la pobre paloma, que
vivía enteramente descuidada. Una noche que había citado a su galán, las pérfidas
centinelas venle entrar en la celda, y convienen en que vale más dejarlo gozar de los
placeres del amor, antes de mover el alboroto; luego forman dos secciones, una de las
cuales vigila la celda, y la otra corre en busca de la abadesa. Llaman a la puerta de su
celda, y le dicen.

—Venid, señora; venid pronto: hermana Isabel está encerrada con un joven en su
dormitorio.

Al oír tal gritería, la abadesa, toda atemorizada, y para evitar que, en su precipitación,
las monjas echasen abajo la puerta y encontrasen en su lecho a un clérigo que con ella
le compartía, y que la buena señora introducía en el convento dentro de un cofre,
levántase apresuradamente, vístese lo mejor que puede, y, pensando cubrir su cabeza
con velo monjil, encasquétase los calzones del cura. En tan grotesco equipo, que en su
precipitación no notaron las monjas, y gritando la abadesa: “¿Dónde está esa hija
maldita de Dios?”, llegan a la celda de Isabel, derriban la puerta y encuentran a los dos
amantes acariciándose. Ante aquella invasión, la sorpresa y el encogimiento los deja
estáticos; pero las furiosas monjas se apoderan de su hermana y, por orden de la
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Giovanni Boccaccio

abadesa, la conducen al capítulo. El joven se quedó en la celda, se vistió y se propuso


aguardar el desenlace de la aventura, bien resuelto a vengarse sobre las monjas que
cayesen en sus manos de los malos tratamientos de que fuese víctima su querida, si no
se la respetaba, y hasta robarla y huir con ella.

La superiora llega al capítulo y ocupa su asiento; los ojos de todas las monjas están
fijos en la pobre Isabel. Empieza la madre abadesa su reprimenda, sazonándola con las
injurias más picantes; trata a la infeliz culpable como a una mujer que en sus actos
abominables ha manchado y empañado la reputación y santidad de que gozaba el
convento. Isabel, avergonzada y tímida, no osa hablar ni levantar los ojos, y su
conmovedor embarazo mueve a compasión hasta a sus mismas enemigas. La abadesa
prosigue sus invectivas, y la monja, cual si recobrara el ánimo ante las intemperancias
de la superiora, se atreve a levantar los ojos, fíjalos en la cabeza de aquella que le está
reprimiendo, y ve los calzones del cura, que le sirven de toca, lo cual la serena un tanto.

—Señora, que Dios os asista; libre sois de decirme cuánto queráis; pero, por favor,
componeos vuestro tocado.

La abadesa, que no entendió el significado de estas palabras.

—¿De qué tocado estás hablando, descaradilla? ¿Llega tu audacia al extremo de


querer chancearte conmigo? ¿Te parece que tus hechos son cosa de risa?

—Señora, os repito que sois libre de decirme cuanto queráis; pero, por favor, componed
vuestro tocado.

Tan extraña súplica, repetida con énfasis, atrajo todos los ojos sobre la superiora, al
propio tiempo que impelió a ésta a llevar la mano a su cabeza. Entonces se comprendió
por qué Isabel se había expresado de tal suerte. Desconcertada la abadesa, y
conociendo que era imposible disfrazar su aventura, cambió de tono, concluyendo por
demostrar cuán difícil era oponer continua resistencia al aguijón de la carne. Tan dulce
en aquellos momentos como severa pareciera a poco, permitió a sus ovejas que
siguieran divirtiéndose en secreto (lo cual no había dejado de hacerse ni un momento),
cuando se les presentara la ocasión, y, después de perdonar a Isabel, se volvió a su
celda. Se reunió la monjita con su amigo, y le introdujo otras veces en su habitación, sin
que la envidia la impidiera ser dichosa.
Selección de cuentos de la obra literaria “EL DECAMERÓN” de
Giovanni Boccaccio
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EL COCINERO CHICHIBIO

Currado Gianfiglazzi se distinguía en nuestra ciudad como hombre eminente, liberal y


espléndido, y viviendo vida hidalga, halló siempre placer en los perros y en los pájaros, por
no citar aquí otras de sus empresas de mayor monta. Pues bien; habiendo un día este
caballero cazado con un halcón suyo una grulla cerca de Perétola y hallando que era tierna y
bien cebada, se la mandó a su vecino, excelente cocinero, llamado Chichibio, con orden de
que se la asase y aderezase bien. Chichibio, que era tan atolondrado como parecía, una vez
aderezada la grulla, la puso al fuego y empezó a asarla con todo esmero.

Estaba ya casi a punto y despedía el más apetitoso olor el ave, cuando se presentó en la
cocina una aldeana llamada Brunetta, de la que el marmitón estaba perdidamente
enamorado; y percibiendo la intrusa el delicioso vaho y viendo la grulla, empezó a pedirle
con empeño a Chichibio que le diese un muslo de ella. Chichibio le contestó canturreando:

-No la esperéis de mí, Brunetta, no; no la esperéis de mí.

Con lo que Brunetta irritada, saltó, diciendo:

-Pues te juro por Dios que si no me lo das, de mí no has de conseguir nunca ni tanto así.

Cuanto más Chichibio se esforzaba por desagraviarla tanto más ella se encrespaba; así es
que, al fin, cediendo a su deseo de apaciguarla, separó un muslo del ave y se lo ofreció.

Luego, cuando les fue servida a Currado y a ciertos invitados, advirtió aquel la falta y
extrañándose de ello hizo llamar a Chichibio y le preguntó qué había sido del muslo de la
grulla. A lo que el trapacero del veneciano contestó en el acto, sin atascarse:

-Las grullas, señor, no tienen más que una pata y un muslo.


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Amoscado entonces Currado, opuso:

-¿Cómo diablos dices que no tienen más que un muslo? ¿Crees que no he visto más grullas
que ésta?

-Y, sin embargo, señor, así es, como yo os digo; y, si no, cuando gustéis os lo demostraré
con grullas vivas -arguyó Chichibio.

Currado no quiso enconar más la polémica, por consideración a los invitados que presentes
se hallaban, pero le dijo:

-Puesto que tan seguro estás de hacérmelo ver a lo vivo -cosa que yo jamás había reparado
ni oído a nadie- mañana mismo, yo dispuesto estoy. Pero por Cristo vivo te juro que si la
cosa no fuese como dices, te haré dar tal paliza que mientras vivas hayas de acordarte de
mi nombre.

Terminada con esto la plática por aquel día, al amanecer de la mañana siguiente, Currado, a
quien el descanso no había despejado el enfado, se levantó cejijunto, y ordenando que le
aparejasen los caballos, hizo montar a Chichibio en un jamelgo y se encaminó a la orilla de
una albufera, en la que solían verse siempre grullas al despuntar el día.

-Pronto vamos a ver quién de los dos ha mentido ayer, si tú o yo -le dijo al cocinero.

Chichibio, viendo que todavía le duraba el resentimiento al caballero y que le iba mucho a él
en probar que las grullas sólo tenían una pata, no sabiendo cómo salir del aprieto, cabalgaba
junto a Currado más muerto que vivo, y de buena gana hubiera puesto pies en polvorosa si
le hubiese sido posible; mas, como no podía, no hacía sino mirar a todos lados, y cosa que
divisaba, cosa que se le antojaba una grulla en dos pies.

Llegado que hubieron a la albufera, su ojo vigilante divisó antes que nadie una bandada de
lo menos doce grullas, todas sobre un pié, como suelen estar cuando duermen.
Contentísimo del hallazgo, asió la ocasión por los pelos y, dirigiéndose a Currado, le dijo:

-Bien claro podéis ver, señor, cuán verdad era lo que ayer os dije, cuando aseguré que las
grullas no tienen más que una pata: basta que miréis aquéllas.

-Espera que yo te haré ver que tienen dos -repuso Currado al verlas. Y, acercándoseles
algo más, gritó-: ¡Jojó!

Con lo que las grullas, alarmadas, sacando el otro pie, emprendieron la fuga. Entonces
Currado dijo, dirigiéndose a Chichibio:

-¿Y qué dices ahora, tragón? ¿Tienen, o no, dos patas las grullas?

Chichibio, despavorido, no sabiendo en dónde meterse ya, contestó:


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-Verdad es, señor, pero no me negaréis que a la grulla de ayer no le habéis gritado ¡Jojó!,
que si lo hubierais hecho, seguramente habría sacado la pata y el muslo como éstas han
hecho.

A Currado le hizo tanta gracia la respuesta que todo su resentimiento se le fue en risas, y
dijo:

-Tienes razón, Chichibio: eso es lo que debí haber hecho.

Y así fue como gracias a su viva y divertida respuesta, consiguió el cocinero salvarse de la
tormenta y hacer las paces con su señor.

GIANNI LOTTERINGHI Y EL FANTASMA

-Hubo en Florencia, en el barrio de San Brancazio, un vendedor de estambre que se llamó


Gianni Lotteringhi, hombre más afortunado en su arte que sabio en otras cosas, porque
teniendo algo de simple, era con mucha frecuencia capitán de los laudenses de Santa María
la Nueva, y tenía que ocuparse de su coro, y otras pequeñas ocupaciones semejantes
desempeñaba con mucha frecuencia, con lo que él se tenía en mucho; y aquello le ocurría
porque muy frecuentemente, como hombre muy acomodado, daba buenas pitanzas a los
frailes. Los cuales, porque el uno unas calzas, otro una capa y otro un escapulario le
sacaban con frecuencia, le enseñaban buenas oraciones y le daban el paternoste en vulgar
y la canción de San Alejo y el lamento de San Bernardo y las alabanzas de doña Matelda y
otras tonterías tales, que él tenía en gran aprecio y todas por la salvación de su alma las
decía muy diligentemente.
Ahora, tenía éste una mujer hermosísima y atrayente por esposa, la cual tenía por nombre
doña Tessa y era hija de Mannuccio de la Cuculía, muy sabia y previsora, la cual,
conociendo la simpleza del marido, estando enamorada de Federigo de los Neri Pegolotti, el
cual hermoso y lozano joven era, y él de ella, arregló con una criada suya que Federigo
viniese a hablarle a una tierra muy bella que el dicho Gianni tenía en Camerata, donde ella
estaba todo el verano; y Gianni alguna vez allí venía por la tarde a cenar y a dormir y por la
mañana se volvía a la tienda y a veces a sus laúdes. Federigo, que desmesuradamente lo
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deseaba, cogiendo la ocasión, un día que le fue ordenado, al anochecer allá se fue, y no
viniendo Gianni por la noche, con mucho placer y tiempo, cenó y durmió con la señora, y
ella, estando en sus brazos por la noche, le enseñó cerca de seis de los laúdes de su
marido. Pero no entendiendo que aquélla fuese la última vez como había sido la primera, ni
tampoco Federigo, para que la criada no tuviese que ir a buscarle a cada vez, arreglaron
juntos esta manera: que él todos los días, cuando fuera o volviera de una posesión suya que
un poco más abajo estaba, se fijase en una viña que había junto a la casa de ella, y vería
una calavera de burro sobre un palo de los de la vid, la cual, cuando con el hocico vuelto
hacia Florencia viese, seguramente y sin falta por la noche, viniese a ella, y si no encontraba
la puerta abierta, claramente llamase tres veces, y ella le abriría; y cuando viese el hocico de
la calavera vuelto hacia Fiésole no viniera porque Gianni estaría allí.
Y haciendo de esta manera, muchas veces juntos estuvieron; pero entre las otras veces
hubo una en que, debiendo Federigo cenar con doña Tessa, habiendo ella hecho asar dos
gordos capones, sucedió que Gianni, que no debía venir, muy tarde vino. De lo que la
señora mucho se apesadumbró, y él y ella cenaron un poco de carne salada que había
hecho salcochar aparte; y la criada hizo llevar, en un mantel blanco, los dos capones
guisados y muchos huevos frescos y una frasca de buen vino a un jardín suyo al cual podía
entrarse sin ir por la casa y donde ella acostumbraba a cenar con Federigo alguna vez, y le
dijo que al pie de un melocotonero que estaba junto a un pradecillo aquellas cosas pusiera; y
tanto fue el enojo que tuvo, que no se acordó de decirle a la criada que esperase hasta que
Federigo viniese y le dijera que Gianni estaba allí y que cogiera aquellas cosas del huerto.
Por lo que, yéndose a la cama Gianni y ella, y del mismo modo la criada, no pasó mucho sin
que Federigo llegase y llamase una vez claramente a la puerta, la cual estaba tan cerca de
la alcoba, que Gianni lo sintió incontinenti, y también la mujer; pero para que Gianni nada
pudiera sospechar de ella, hizo como que dormía.
Y, esperando un poco, Federigo llamó la segunda vez; de lo que maravillándose Gianni,
pellizcó un poco a la mujer y le dijo:
-Tessa, ¿oyes lo que yo? Parece que llaman a nuestra puerta.
La mujer, que mucho mejor que él lo había oído, hizo como que se despertaba, y dijo:
-¿Qué dices, eh?
-Digo -dijo Gianni- que parece que llaman a nuestra puerta.
-¿Llaman? ¡Ay, Gianni mío! ¿No sabes lo que es? Es el espantajo, de quien he tenido estas
noches el mayor miedo que nunca se tuvo, tal que, cuando lo he sentido, me he tapado la
cabeza y no me he atrevido a destapármela hasta que ha sido día claro.
Dijo entonces Gianni:
-Anda, mujer, no tengas miedo si es él, porque he dicho antes el Te lucis y la Intermerata y
muchas otras buenas oraciones cuando íbamos a acostarnos y también he persignado la
cama de esquina a esquina con el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y no hay
que tener miedo: que no puede, por mucho poder que tenga, hacernos daño.
La mujer, para que Federigo por acaso no sospechase otra cosa y se enojase con ella,
deliberó que tenía que levantarse y hacerle oír que Gianni estaba dentro, y dijo al marido:
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-Muy bien, tú di tus palabras; yo por mi parte no me tendré por salvada ni segura si no lo
conjuramos, ya que estás tú aquí.
Dijo Gianni:
-¿Pues cómo se le conjura?
Dijo la mujer:
-Yo bien lo sé, que antier, cuando fui a Fiésole a ganar las indulgencias, una de aquellas
ermitañas que es, Gianni mío, la cosa más santa que Dios te diga por mí, viéndome tan
medrosa me enseñó una santa y buena oración, y dijo que la había probado muchas veces
antes de ser ermitaña y siempre le había servido. Pero Dios sabe que sola nunca me habría
atrevido a ir a probarla; Pero ahora que estás tú, quiero que vayamos a conjurarlo.
Gianni dijo que muy bien le parecía; y levantándose, se fueron los dos calladamente a la
puerta, fuera de la cual todavía Federigo, ya sospechando, estaba; y llegados allí, dijo la
mujer a Gianni:
-Ahora escupe cuando yo te lo diga .
Dijo Gianni:
-Bien.
Y la mujer comenzó la oración, y dijo:
-Espantajo, espantajo, que por la noche vas, con la cola tiesa viniste, con la cola tiesa te
irás; vete al huerto junto al melocotonero, allí hay grasa tiznada y cien cagajones de mi
gallina; cata el frasco y vete deprisa, y no hagas daño ni a mí ni a mi Gianni.
Y dicho así, dijo al marido:
-¡Escupe, Gianni!
Y Gianni escupió; y Federigo, que fuera estaba y esto oído, ya desvanecidos los celos, con
toda su melancolía tenía tantas ganas de reír que estallaba, y en voz baja, cuando Gianni
escupía, decía:
-Los dientes.
La mujer, luego de que en esta guisa hubo conjurado tres veces al espantajo, a la cama
volvió con su marido. Federigo, que con ella esperaba cenar, no habiendo cenado y
habiendo bien las palabras de la oración entendido, se fue al huerto y junto al melocotonero
encontrando los dos capones y el vino y los huevos, se los llevó a casa y cenó con gran
gusto; y luego las otras veces que se encontró con la mujer mucho con ella rió de este
conjuro.
Es cierto que dicen algunos que sí había vuelto la mujer la calavera del burro hacia Fiésole,
pero que un labrador que pasaba por la viña le había dado con un bastón y le había hecho
dar vueltas, y se había quedado mirando a Florencia, y por ello Federigo, creyendo que le
llamaban, había venido, y que la mujer había dicho la oración de esta guisa: «Espantajo,
espantajo, vete con Dios, que la calavera del burro no la volví yo, que otro fue, que Dios le
dé castigo y yo estoy aquí con el Gianni mío»; por lo que, yéndose, sin albergue y sin cena
se había quedado. Pero una vecina mía, que es una mujer muy vieja, me dice que una y otra
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fueron verdad, según lo que ella de niña había oído, pero que la última no a Gianni
Lotteringhi había sucedido sino a uno que se llamó Gianni de Nello, que estaba en Porta San
Pietro no menos completo bobalicón que lo fue Gianni Lotteringhi. Y por ello, caras señoras
mías, a vuestra elección dejo tomar la que más os plazca de las dos, o si queréis las dos:
tienen muchísima virtud para tales cosas, como por experiencia habéis oído; aprendedlas y
ojalá os sirvan.

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