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Gondra.
5. El desarrollo de la personalidad
El carácter unificado del organismo del niño no va a durar mucho, ya que en el seno de su campo
perceptual va a ir diferenciándose progresivamente una nueva porción, llamada self que, en el
curso ordinario de los acontecimientos, no va a coincidir plenamente con todas las experiencias
del organismo. Veamos cómo surge el «sí mismo», y con él, la disociación y el alejamiento
fundamental de la persona humana.
La experiencia de sí mismo
A medida que el niño se desarrolla, «una parte del campo perceptual total se diferencia
gradualmente constituyendo el "sí mismo"» (54, pág. 421). El niño comienza a reconocer como
suya una parte de su mundo privado. En un «sí mismo consciente», que no necesariamente
coexiste con todo el organismo humano. Se trata de «una conciencia de ser, conciencia de
funcionar» (92, pág. 223), procedente probablemente del «gradiente de autonomía» o sensación
de control de ciertas experiencias. Como se dice en 1951:
«Si un objeto o una experiencia se consideran o no partes del «sí mismo», depende en grado
considerable de si se los percibe o no dentro del control del «sí mismo». Consideramos a aquellos
elementos que controlamos como parte de nuestro «sí mismo»… Quizás este «gradiente de
autonomía» es el primero en dar al infante conciencia de sí mismo, puesto que por primera vez es
consciente de una sensación de control sobre algunos aspectos de su mundo de experiencias» (54,
pág. 422).
Esta imagen o «concepto de sí mismo» es, como vimos anteriormente, una configuración de
percepciones conscientes de uno mismo, y se va a erigir poco a poco en criterio de la selección
perceptual del individuo, y en principio regulador de su conducta. A la evaluación organísmica de
los primeros momentos, le va a sustituir una evaluación más compleja que tiene como criterio al
«concepto del sí mismo». De modo que esta parte del campo fenoménico, conocida como
«concepto o idea de sí mismo» va a tener funciones importantes dentro de la vida psíquica.
Es decir, llega un momento en que los valores del niño no son calibrados conforme al criterio de su
tendencia actualizante, sino conforme a criterios de otras personas o grupos sociales. Al «es bueno
pegar a mi hermanito» sucede un «es malo pegarle», producto de una introyección de los criterios
de los padres, pero con la particularidad de que éstos son experimentados como si fueran propios.
Las valoraciones de los padres entran a formar parte del propio campo perceptual, con la
consiguiente negación de los propios valores y la distorsión de otras experiencias. Así se llega a
formar un proceso de evaluaciones extrínsecas caracterizado por un poner el «locus de
evaluación» fuera del organismo, por fundarse en criterios ajenos a uno mismo, pertenecientes al
grupo social o familiar, y no fundados en la evidencia de los propios sentidos, y por ser rígidos y
contradictorios.
De este modo, las actitudes de otras personas llegan a experimentarse como propias y fundadas
en el propio equipo sensorial y visceral. Como puede apreciarse, esto se hace a costa de
distorsiones. La expresión de cólera llega a experimentarse como algo malo, cuando más exacto
sería percibirla como algo gratificante para el organismo. Y no se permite a esta percepción entrar
en la conciencia. «En consecuencia, "quiero a mi hermanito" queda como la pauta que pertenece
al "concepto del sí mismo", porque es el concepto de la relación que se introyecta de los demás a
través de la distorsión de la simbolización, aún cuando la experiencia primaria contiene muchas
gradaciones de valor en la relación, desde "me gusta mi hermanito" hasta "¡lo odio!". De esta
manera los valores que el bebé vincula con la experiencia se divorcian de su propio
funcionamiento orgánico, y evalúa la experiencia en términos de las actitudes de sus padres…»
(54, pág. 424).
El «concepto del sí mismo» formado sobre esta distorsión de los datos sensoriales y viscerales, y
por tanto, extraño a la experiencia del organismo, se constituye en estructura que el niño ha de
preservar y defender de toda amenaza, comienza a erigirse en criterio regulador de la conducta.
Las experiencias, los valores, las conductas no se evalúan conforme al organismo, sino conforme a
su relación con este «concepto de sí mismo».
«El concepto del sí mismo» va forjándose por tanto, a partir de este doble sistema. Por un lado las
experiencias directas del individuo, y por otro aquellas simbolizaciones distorsionadas de
experiencias incompatibles con él que tienen como resultado la introyección de valores ajenos. De
ambas fuentes emerge la «estructura del sí mismo». Tal es el curso ordinario del desarrollo que
desemboca en el «concepto del sí mismo» adulto, y que en parte se compone de percepciones
relativas a uno mismo distorsionantes de la verdadera experiencia. Precisamente en esta
discrepancia entre lo que acontece a nivel orgánico y las percepciones conscientes de uno mismo,
es donde está el núcleo del conflicto psíquico.
Como puede verse, en sus orígenes hay una actitud de no aceptación total por parte de los padres.
Sus evaluaciones extrínsecas, y hechas desde su propio punto de vista, son las que han obligado al
niño a prescindir de sus experiencias orgánicas y crearse una imagen falsa de sí mismo. Pero, ¿qué
ocurriría en el caso ideal en que el padre o la madre aceptase genuinamente los sentimientos de
satisfacción orgánica del niño, tuviese una aceptación total de toda su persona y aceptase también
sus propios sentimientos? «El niño en esta relación no experimenta amenazas a su "concepto de sí
mismo" como persona amada. Puede vivenciar plenamente y aceptar como parte suya sus
sentimientos agresivos hacia su hermanito. Puede experimentar plenamente la percepción de que
a la persona que lo ama no le agrada su acción de pegar…» (54, pág. 426). Su conducta resultante
dependerá del conjunto de la situación, será la conducta adaptativa de un individuo único que se
autodirige. Será realista y tendrá en cuenta todos los elementos de la situación. Su «concepto de sí
mismo» no se ve amenazado, y, por tanto, no necesita distorsionar sus percepciones para
protegerlo. «En lugar de ello mantiene un yo seguro que puede servirle para orientar su conducta,
admitiendo libremente en la conciencia, con una exacta simbolización, todas las pruebas
relevantes de su experiencia en términos de sus satisfacciones orgánicas, tanto inmediatas como
de largo alcance. De esta manera, se desarrolla un yo profundamente estructurado en el que no
hay rechazo ni distorsión de la experiencia» (54, pág. 426).
Pero semejante situación es algo ideal, ya que la realidad es distinta, y en casi todo el conjunto de
los mortales el «concepto del sí mismo» se constituye a base de distorsiones de las experiencias e
introyecciones de valores ajenos.
Pero en 1959 Rogers pone el comienzo de la disociación psíquica en el desarrollo en el niño de una
necesidad de ser considerado positivamente por sus padres. Es una necesidad universal, insistente
y pervasiva, pero no innata»3.
El niño tiene necesidad de ser amado por sus padres y busca satisfacer esta necesidad buscando el
amor de sus padres. Debido al carácter absoluto de la misma, la necesidad de ser amado por los
padres puede convertirse en una necesidad más fuerte que incluso las necesidades biológicas de
conservación. Como dirá Rogers, «la expresión de consideración positiva por parte de una
persona-criterio puede llegar a ser más obligante que el proceso de evaluación organísmica, y el
individuo puede llegar a depender más de la consideración positiva de tales personas, que de las
experiencias positivas para la actualización del organismo» (92, pág. 224).
Ahora bien, ¿cómo puede llegarse a semejante situación? Esto sucede en el momento en que el
niño necesita considerarse positivamente a sí mismo, y cuando esta necesidad, debido al amor
condicional y no pleno de los padres, se convierte en una necesidad no incondicional, sino
condicional. El niño, después de desarrollar una necesidad de amor, desarrolla una necesidad de
amarse a sí mismo íntimamente ligada a la necesidad anterior. Llega a amarse a sí mismo del
mismo modo como cree ser amado por los padres, pero independientemente de los mismos.
De manera que si estos habían observado con respecto a su conducta una actitud no aceptativa, el
niño, en virtud de esta nueva necesidad de autoestima, no permitirá dentro de sí aquellas
experiencias que vayan en contra de la misma. Ya no vive pendiente de la aprobación de sus
padres, sino más bien vive pendiente de su propia aprobación.
De esta manera se llega a una situación parecida a la expuesta anteriormente. El niño introyecta
valores ajenos. El niño no busca ya la actualización de su organismo, sino la satisfacción de su
propia necesidad de autoestima. Actúa conforme a valores introyectados. «Ahora acepta o evita
determinadas conductas únicamente en virtud de estas condiciones introyectadas en la
consideración de si mismo, sin referirse para nada a las consecuencias organismicas de tales
conductas» (92, pág. 225).
El desarrollo de la incongruencia
Desde el mismo momento en que se establecen estas condiciones de valor con respecto a las
propias experiencias, el niño comienza a construir su concepto de sí mismo sobre una base distinta
de sus experiencias organísmicas. El yo comienza a disociarse del organismo. Lo cual supone una
disociación en el campo perceptual del individuo, una represión de ciertas experiencias, y una
nueva valoración de las experiencias dictada por el «concepto del sí mismo». En una palabra, se
desarrolla un self opuesto y contrario a las experiencias. Veamos algunos elementos de este
desarrollo.
El primer grupo lo constituyen las experiencias concordes con el concepto del sí mismo, o con las
condiciones de valor, las cuales tienen pleno acceso a la conciencia.
La represión. Rogers admite este fenómeno, aunque la explicación del mismo no coincida en
absoluto con la freudiana. «Hay un tipo de rechazo más significativo, que es el fenómeno que los
freudianos han tratado de explicar mediante el concepto de represión. En este caso parecería que
se produce la experiencia orgánica, pero no la simbolización de esta experiencia, o solo una
simbolización distorsionada» (54, pág. 428).
El hecho de la represión es admitido por Rogers desde sus comienzos. Al principio hablará
genéricamente de represión de impulsos y actitudes, y el «insight» se concebirá precisamente
como una comprensión de los mismos (13, pág. 162). El «insight» comporta un reconocer y
aceptar el «sí mismo» espontáneo, lo cual supone que el cliente «se ve sin defensas y
gradualmente reconoce y admite su sí mismo real con sus pautas infantiles, sus sentimientos
agresivos y sus ambivalencias». En terapia, se nos dirá en otra ocasión, el cliente «se hace capaz de
afrontar sin racionalización ni negación los diversos aspectos de sí mismo —sus gustos y disgustos,
sus actitudes hostiles, así como sus aspectos positivos, sus deseos de dependencia y también los
de independencia, sus conflictos y motivaciones no reconocidos, etc.» (21, pág. 71). En una
palabra, en la terapia el cliente llega a ver con realismo toda la realidad escondida tras su fachada.
Pero hasta 1950 no encontramos explicitados los dos mecanismos fundamentales de la represión,
a saber, el rechazo de ciertas experiencias, y la distorsión de la simbolización de otras (48, pág.
379): «Cuando la "estructura del sí mismo" llega de este modo a formarse en parte sobre una
distorsión o negación de la evidencia sensorial relevante, se hace también selectiva en su
percepción».
Como Rogers no especifica otra clase de mecanismos defensivos, vamos a ver con más detalle
estos dos por él propuestos. Veamos primero el caso en que existe una experiencia en el
organismo, pero cuya simbolización no llega a efectuarse. Los ejemplos aducidos por Rogers
suelen referirse a experiencias sensoriales y viscerales. Así, por ejemplo, pueden negarse la
existencia de fuertes impulsos sexuales, de sentimientos de hostilidad a los padres, en cuyo caso,
«orgánicamente experimenta los cambios fisiológicos concomitantes a la cólera, pero su yo
consciente puede impedir que esas experiencias sean simbolizadas, y, por lo tanto, percibidas
conscientemente» (54, pág. 428).
En otros casos, quizá en la mayoría (cfr. 92, pág. 205) las experiencias no son totalmente negadas,
y entran en la conciencia de modo muy distorsionado. Se trata del otro gran mecanismo defensivo
llamado distorsión de la experiencia. Así, por ejemplo, las sensaciones orgánicas de hostilidad
pueden transformarse en la percepción de un dolor de cabeza, o el antagonismo hacia otra
persona puede transformarse en un mareo, etc. Este es el caso de una mujer que sufre fuertes
mareos cuando está en compañía de otras personas. Rogers lo explica del siguiente modo:
«Si examinamos esta secuencia desde un punto de vista psicológico parecería claro que ella ha
experimentado visceralmente sentimientos de oposición hacia su esposo. El elemento crucial que
falta es la simbolización adecuada de estas experiencias» (54, pág. 136).
Ahora bien, ¿cuáles son los criterios conforme a los cuales se establece esta negación o distorsión?
¿Qué es lo que se reprime? La respuesta a esta cuestión es clara y tajante: el criterio de la
represión es impuesto por el «concepto del sí mismo». Se reprimen las experiencias en función de
su incompatibilidad con él. No se reprime necesariamente todo aquello que es malo, sino
únicamente aquello que se opone a nuestra imagen propia. El criterio de la represión lo suministra
la consistencia o no consistencia con el self. Al menos, esta es la experiencia clínica de Carl Rogers.
«Nuestra experiencia clínica nos dio otro indicio del modo cómo funcionaba el "sí mismo". El
concepto convencional de la represión, considerada en relación con los impulsos prohibidos o
tabúes sociales, no se ajusta a los hechos. Frecuentemente los impulsos y sentimientos más
profundamente negados eran sentimientos positivos de amor o ternura o confianza en uno
mismo. ¿Cómo podía explicarse ese preocupante conglomerado de experiencias que, al parecer,
no eran permitidas en la conciencia? Gradualmente fue reconociéndose que el principio
importante era el de la consistencia con el self. Las experiencias que eran incongruentes con el
concepto que de sí mismo tenía el individuo tendían a ser rechazadas de la conciencia cualquiera
que fuese su carácter social. Comenzamos a considerar al self como criterio mediante el cual el
organismo arrojaba experiencias que no podían ser admitidas confortablemente en la conciencia.
El librito postumo de Lecky reforzó esta línea de pensamiento» (92, pág. 292).
Después de haber estudiado con detalle los diversos aspectos de la teoría, vamos a resumirla tan
brevemente como sea posible. Se trata de una teoría fundada en la experiencia clínica de Carl
Rogers, y que busca con ahínco una confirmación empírica conforme a los módulos de la ciencia
psicológica. Pero al adoptar un punto de vista fenomenológico, y por tanto subjetivista, lleva
dentro de sí una fuerte dosis de anticientifismo. Esto agudizará, como veremos en capítulos
posteriores, el conflicto entre lo científico y lo subjetivo presente en Rogers desde sus primeros
comienzos, y, en todo caso, será un signo de su carácter contradictorio.
Por otra parte, es una teoría eminentemente práctica: está orientada a describir y explicar lo
sucedido en la terapia de Carl Rogers. De ahí que sea incompleta, y no tenga pretensiones
estructuralistas ni tampoco pretenda ofrecer una visión totalizante de toda la personalidad. Se
concentra en los aspectos de la misma relacionados con el cambio terapéutico, y no en la
estructura de la personalidad. En este sentido, es una teoría dinámica.
La teoría está construida en torno a dos conceptos o nociones fundamentales: el «concepto del sí
mismo», o imagen subjetiva de nosotros mismos, y el «organismo», o totalidad organizada de la
psique y el soma. Estos dos conceptos claves sirven para situar a la teoría rogeriana dentro de dos
corrientes importantes de la psicología: la tradición fenomenológica importada a los Estados
Unidos por Snygg y Combs, y la tradición organísmica representada por Goldstein, Angyal y otros
psicólogos humanistas americanos. Rogers toma muchos elementos de estas teorías, así como
también de otras teorías menos importantes, y les da la impronta de su propia personalidad, es
decir, los combina con una gran simplicidad y optimismo. La teoría resultante, en consecuencia,
cae dentro de la tendencia humanística o «tercera fuerza» de la psicología americana. El
organismo humano es concebido por Rogers como una totalidad organizada de experiencias, las
cuales se constituyen en un campo fenoménico regido por las leyes de la Gestalt. El organismo es
dinamizado por una tendencia fundamental, el impulso hacia la actualización o autorrealización, y
al mismo tiempo está dotado de un sistema regulador mediante el cual dirige su conducta hacia la
satisfacción de las necesidades derivadas de ese impulso básico.
En consecuencia, la conducta ya no intenta satisfacer las necesidades del organismo, sino que se
hace defensiva, es decir, intenta preservar la rígida «estructura del sí mismo», y, en consecuencia,
la tendencia actualizante no puede llevar a cabo la actualización del organismo y es desviada hacia
direcciones perversas. Se produce entonces la inadaptación psíquica. La persona que vive en tal
estado de incongruencia o de disociación es una persona que vive en estado de tensión. Frente a
la amenaza que le proporcionan las numerosas experiencias expulsadas de su conciencia,
reaccionará con angustia y conductas defensivas. Necesitará de una psicoterapia, la cual intentará
restablecer la congruencia entre el organismo y el self, mediante una reorganización de este
último.
De esta manera, la terapia centrada en el cliente recibe una explicación coherente. El terapeuta,
con vistas a facilitar esta reorganización, tendrá que poner unas condiciones de aceptación y
comprensión que subsanen de algún modo la falta de las mismas durante las primeras
experiencias de la infancia del cliente. Creando una atmósfera de libertad y seguridad, facilitará al
cliente el liberarse de la amenaza y explorar sus propias experiencias. Comprendiendo al cliente,
podrá facilitar la reorganización de todas sus experiencias en torno a un self más amplio, dúctil y
maleable.
La teoría de la personalidad concluye, por tanto, con los resultados de la psicoterapia, resultados
que ya fueron estudiados en el capítulo anterior. Es una teoría al servicio de una psicoterapia, y no
hay que buscar en ella ninguna otra cosa ajena a la misma. Sus méritos y sus defectos, son los
mismos que los de la terapia del Carl Rogers.