MAURICE BLANCHOT

La parte del fuego

La literatura yel derecho a la muerte

Traducción de
ISIDRO HERRERA

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Título original:
La part du feu

Obra publicada con la ayuda del Ministerio francés

de Cultura- Centro Nacional del Libro

© ÉDITIONS GALLIMARD, 1949

Conviene a los mortales
© ARENA LIBROS S.L. 2007 Hablar con reservas de los dioses.
C/ SANTA CLARA, 10, 4° Si, entre perro y lobo,
28013 - MADRID Una vez, se te debe aparecer una verdad,
TEL: 91 559 13 71 En una triple metamorfosis transcnoela
email: arenalibros@arenalibros.com No obstante siempre inexpresada, tal como es,
Oh inocente, tal como debe seguir siendo.
www .arenalibros.com
HóLDERLIN
DISEÑO DE LA COLECCIÓN Y DE LA PORTADA: EDUARDO ESTRADA
PORTADA: ARENA LIBROS
El nombre del arco es vida; su obra es muerte.
ISBN: 978-84-95897-57-2 c·Quién se sustraerá al fuego que no se oculta?

HERÁCLITO

DEPÓSITO LEGAL: M-55480-2007

IMPRESO EN INFOPRINT
TELS: 91 521 20 09
C/ Dos DE MAYO, 5 Y 7
28004 - MADRID

La edición de esta obra se beneficia del apoyo del Minis-

terio Francés de Asuntos Exteriores y del Servicio de Coo-
peración y de Acción Culmral de la Embajada de Francia
en España, en el marco del programa de Participación en
la Publicación (P.A. P. «García Lorca»)
 Uno puede con toda certeza escribir sin preguntarse por qué escribe. ¿Tiene
un escritor, que mira c6mo su pluma traza letras, el derecho de dejarla en sus-
penso para decirle: 1Detente! qué sabes de ti misma?, ¿con miras a qué avan-
zas?, ¿por qué no ves que tu tinta no deja huellas, que te adelantas libremen-
te, pero en el vacío, que si no encuentras obstáculo es porque nunca has aban-
donado tu punto de partida? Y sin embargo escribes: escribes sin descanso, des-
cubriéndome lo que te dicto y revelándome lo que sé; los demás, al leer, te enri-
quecen con lo que te adquieren y te dan lo que les enseñas. Ahora, lo que no has
hecho, lo has hecho; lo que no has escrito está escrito: estás condenada a lo
indeleble.
Admitamos que la literatura comienza en el momento en que se convierte
en una cuesti6n. Esta cuesti6n no se confunde con las dudas o los escrnpulos
del escritor. Si éste llega a interrogarse mientras escribe, es su competencia; que
esté absorto en lo que escribe y que sea indiferente a la posibilidad de escribir-
lo, que incluso no piense en nada, está en su derecho y será feliz. Pero queda
esto: una vez escrita la página, en dicha página está presente la cuesti6n que,
tal vez sin saberlo, no ha cesado de interrogar al escritor mientras escribía; y
ahora, en el seno de la obra, esperando que se acerque un lector -cualquier
lector, profundo o vanidoso-- reposa silenciosamente la misma interrogaci6n,
dirigida al lenguaje, tras el hombre que escribe y lee, por el lenguaje converti-
do en literatura.
Se puede condenar como un engreimiento esta preocupaci6n que la literatu-
ra mantiene sobre sí misma. Por mucho que esta preocupaci6n hable a la lite-
ratura de su nada, de su falta de seriedad, de su mala fe ésa es precisamente la

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 estafa que se le reprocha. Se las da de importante poniéndose en duda. Se con-
firma despreciándose. Ella se busca: hace más de lo que debe. Porque es qui-
zás de las cosas que merecen ser encontradas, pero no ser buscadas.
La literatura no tiene acaso el derecho de considerarse ilegítima. Pero la
cuestión que ella encierra no atañe, por hablar con propiedad, a su valor o a
su derecho. Si es tan difícil descubrir el sentido de esta cuestión es porque tien-
de a transformarse en un proceso contra el arte, sus poderes y sus fines. La lite-
ratura se edifica sobre sus ruinas: esta paradoja es un lugar común para nosO-
tros. Pero todavía sería necesario investigar si este poner al arte en tela de jui-
cio, que representa la parte más ilustre del arte desde hace treinta años, no
supone el deslizamiento, el desplazamiento de un poder que trabaja en el secre-
to de las obras, y al que le repugna salir a la luz del día, trabajo originalmen-
te muy distinto de cualquier menosprecio hacia la actividad o hacia la Cosa
literarias.
Observemos que la literatura, como negación de sí misma, no ha significa-
do la sencilla denuncia del arte o del artista como mistificación y engañifa.
Que la literatura sea ilegítima, que haya en ella un fondo de impostura, sí, sin
duda. Pero algunos han descubierto más: la literatura no es solamente ilegíti-
ma, sino nula, y esta nulidad constituye tal vez una fuerza extraordinaria,
maravillosa, a condición de que sea aislada en estado puro. Hacer de modo que
la literatura llegue a ser el descubrimiento de ese adentro vacío, que toda ella
se abra a su parte de nada, que realice su propia irrealidad, es una de las tare-
as que ha perseguido el surrealismo, de tal manera que es exacto reconocer en
él un poderoso movimiento negador, no siendo menos verdadero atribuirle la
mayor ambición creadora, porque cuando la literatura por un instante coinci-
de con la nada, e inmediatamente lo es todo, el todo comienza a existir: qué
maravilla.
No se trata de maltratar la literatura, sino de buscar comprenderla y de ver
por qué sólo se la comprende menospreciándola. Se ha comprobado con sor-
presa que la pregunta: «e' Qué es la literatura?» sólo había recibido respuestas
insignificantes. Pero he aquí lo más extraño: en la forma de una pregunta
semejante, aparece algo que le retira toda seriedad. Preguntar: ~·qué es la poe-
sía?, ~·qué es el arte? o incluso ~·qué es la novela? se puede hacer y se ha hecho.
Pero la literatura que es poema y novela parece el elemento de vacío, presente
en todas esas cosas graves, y a la cual la reflexión, con su propia gravedad, no
puede regresar sin perder su seriedad. Si la reflexión imponente se acerca a la
literatura, la literatura se convierte en una fuerza cáustica, capaz de destrUir
lo que en ella y en la reflexión podría imponer. Si la reflexión se aleja, enton-
ces la literatura se vuelve a convertir, en efecto, en algo importante, esencial,
más importante que la filosofía, la religión y la vida del mundo que ella abar-
ca. Pero cuando la reflexión asombrada por este imperio, regrese sobre ese poder
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y le pregunte qué es, penetrada en seguida por un elemento corrosivo, volátil,
no puede menos que despreciar una Cosa tan vana, tan vaga y tan impura, y
consumirse a su vez en esta vanidad y este desprecio, como bien lo ha mostra-
do la historia del Señor Teste.
Uno se engañaría haciendo a los poderosos movimientos negadores contem-
poráneos responsables de esa fuerza volatilizante y volátil en que parece haber-
se convertido la literatura. Hace alrededor de ciento cincuenta años, un hom-
bre tenía del arte la más alta idea que uno puede formarse de él -puesto que
veía cómo el arte puede convertirse en religión y la religión en arte-, este hom-
bre (llamado Hegel) describió todos los movimientos por los cuales quien esco-
ge ser literato se condena a pertenecer al «reino animal del espíritu». Desde su
primer paso, dice poco más o menos Hegel\ el individuo que quiere escribir está
detenido por una contradicción: para escribir, le hace falta el talento para escri-
bir. Pero en sí mismas, las dotes no son nada. Mientras, no habiéndose senta-
do en la mesa, no haya escrito una obra, el escritor no es escritor y no sabe si
tiene capacidades para llegar a serlo. Sólo tiene talento después de haber escri-
to, pero lo necesita para escribir.
Esta dificultad esclarece, desde el comienzo, la anomalía que es la esencia
de la actividad literaria y que el escritor debe y no debe superar. El escritor no
es un soñador idealista, no se contempla en la intimidad de su bella alma, no
se sumerge en la certeza interior de su talento. Pone en acción su talento, es
decir, tiene necesidad de la obra que produce para tener conciencia de aquél y
de sí mismo. El escritor no se halla, no se realiza más que por su obra; antes
de su obra, no sólo ignora quién es, sino que él no es nada. Sólo existe a partir
de su obra, pero, entonces, c'cómo puede existir la obra? «El individuo, dice
Hegel, no puede saber lo que es mientras no es llevado, a través de la opera-
ción, hasta la realidad efectiva; parece entonces no poder determinar la meta
de su operación antes de haber operado; y en todo caso, debe, siendo conscien-
te, tener primero ante sí la acción como íntegramente suya, es decir, como
meta.» Ahora bien, es igual para cada nueva obra, porque todo vuelve a
comenzar a partir de nada. Y es igual cuando realiza la obra parte por parte:
si no tiene ante sí su labor como un proyecto ya formado del todo, e' cómo puede
dárselo como objeto consciente de sus actos conscientes? Pero si la obra está ya
por completo presente en su espíritu y esta presencia es lo esencial de la obra
--------
Hegel en este desarrollo considera la obra humana en general. Se entiende que
las observaciones que siguen quedan muy lejos del texto de La Fenomenología y no
buscan aclararlo. Puede ser leído en la traducción de La Fenomenología que ha publi-
cado Jean Hippolite y seguir con su importante libro: Génesis y estructura de la Feno-
menología del espíritu de Hegel.
273
 y
~
encuentra, dice, en una clase de inspiración tal que esa frase ya es perfecta. Suce-
(teniéndose aquí por inesenciales las palabras), ¿por qué la realizaría de ahf e
adelante? O bien, como proyecto interior, ella es todo lo que será y el escrit::. de que él es su autor - o, más exactamente, gracias a ella es autor, es de ella de
donde saca su existencia, él/a ha hecho y ella lo hace, ella es él y él es entera-
desde ese instante, sabe de ella todo lo que de ella puede aprender, y la dejard
mente lo que ella es. De ahí su alegria, alegría sin mezcla, sin defecto. Escriba lo
pues, reposar en su crepúsculo, sin traducirla a palabras, sin escribirla, -Pero'
que escriba, «la frase ya es perfecta>>. Tal es la certeza profunda y extraña de la
entonces, no escribirá, no será escritor. O bien, tomando conciencia de que ~
cual el arte se hace objeto. Lo que está escrito no está bien ni mal escrito, no es ni
obra no puede ser proyectada, sino solamente realizada, que ella no tiene valor.
importante ni vano, ni memorable ni digno de olvido: es el movimiento perfecto
verdad y realidad sino merced a las palabras que la desarrollan en el tiempo;
por el cual eso que adentro no era nada ha llegado a la realidad monumental del
la inscriben en el espacio, se pondrá a escribir, pero a partir de nada y con miras
afuera como algo necesariamente verdadero, como una traducción necesaria-
a nada -y, según una expresión de Hegel, como una nada trabajando en la
nada. mente fiel, puesto que lo que traduce no existe sino por ella y en ella. Se puede
decir que esta certeza es como el paraíso interior del escritor y que la escritura
De hecho, este problema nunca podría ser rebasado, si el hombre que escribe automática no ha sido más que un medio para hacer real esa edad de oro, lo que
esperara de su solución el derecho de ponerse a escribir. «Es justamente por eso, Hegel/lama la pura felicidad de pasar de la noche de la posibilidad al día de la
observa Hegel, por lo que éste debe comenzar inmediatamente y pasar inmedia- presencia, o incluso la certeza de que lo que sale a la luz no es sino lo que dor-
tamente al acto, sean cuales fueren las circunstancias, y sin pensar más en el mía en la noche. Pero ¿con qué resultado? Al escritor que se concentra y que se
principio, en el medio o en el fin». Rompe así el círculo, porque las circunstan- encierra por completo en la frase «Él miraba por la ventana>>, en apariencia no
cias en las cuales se pone a escribir se convierten a sus ojos en la misma cosa que se le puede pedir ninguna justificación sobre esta frase, puesto que para él nada
su talento, y el interés que encuentra en ellas, el movimiento que le impulsa ade- existe sino ella. Pero, por lo menos, existe, y si existe hasta el punto de hacer de
lante, le incitan a reconocerlas como suyas, a ver en ellas su propia meta. Hzléry quien la ha escrito un escritor, es que no es solamente su frase sino la frase de otros
nos ha recordado a menudo que sus mejores obras nacían de un encargo fortui-
hombres, capaces de leerla, una frase universal.
to y no de una exigencia personal. Pero ¿que encontraba de notable en ello? Si
Comienza entonces una experiencia desconcertante. El autor ve a los demás
se puso a escribir Eupalinos de por sí, ¿por qué razones lo hubo hecho? ¿por
haber tenido en sus manos un fragmento de concha? é·o porque manejando un interesarse por su obra, pero el interés que ponen en ella es un interés distinto
del que la había convertido en la pura traducción de sí mismo, y este otro inte-
diccionario una mañana llegó a leer en La Gran Enciclopedia el nombre de
rés cambia la obra, la transforma en algo distinto donde él no reconoce la per-
Eupalinos? ¿O porque, deseando ensayar la forma del diálogo, por azar dispo-
fección primera. La obra ha desaparecido para él, se convierte en obra de los
ne de un papel que se pre~ta a esta forma? Se puede suponer en el punto de par-
demás, la obra donde ellos están y él no está, un libro que saca su valor de otros
tida de la obra más grande la circunstancia más fútil; esta futilidad no com-
promete en nada: el movimiento por el cual el autor hace de ello una circuns- libros, que es original si no se les parece, que se comprende porque es su refle-
jo. Ahora bien, el escritor no puede descuidar esta nueva etapa. Lo hemos visto,
tancia decisiva basta para incorporarla a su genio y a su obra. En este sentido,
él no existe sino en su obra, pero la obra no existe sino porque se convierte en
la publicación Arquitectures, que le encargó Eupalinos, es bien mirado la
esa realidad publica, ajena, hecha y deshecha por el entrechocar de realidades.
forma por la cual originalmente Valéry ha tenido el talento para escribirla: ese
De esta manera él se halla en la obra, pero la obra misma desaparece. Este
encargo ha sido el inicio de este talento, no otra cosa lo ha sido, pero hace falta
momento de la experiencia es particularmente crítico. Para superarlo, entran
añadir que el encargo no ha tomado forma real, no se ha convertido en un pro-
en juego toda clase de interpretaciones. El escritor, por ejemplo, querría prote-
yecto verdadero más que por la existencia, el talento de Valéry, sus conversacio-
ger la perfección de la Cosa escrita manteniéndola alejada lo más posible de la
nes en el mundo y el interés que ya había mostrado por tal tema. Toda obra es
vida exterior. La obra es lo que él ha hecho, no es ese libro comprado, leído, tri-
obra de circunstancias: esto quiere decir sencillamente que esa obra ha tenido un
turado, exaltado o aplastado por el correr del mundo. Pero, entonces, ¿dónde
inicio, que ha comenzado en el tiempo y que ese instante del tiempo forma parte
comienza y dónde termina la obra? ¿A partir de qué momento existe? ¿por qué
de la obra, puesto que, sin él, ella no habría sido más que un problema insupe-
hacerla pública? ¿Por qué, si es necesario preservar en ella el yo puro, hacer
rable, nada más que la imposibilidad de escribirla.
que pase al exterior, realizarla en palabras que son las de todos? ¿por qué no
Supongamos escrita la obra: con ella ha nacido el escritor. Antes, no había retirarse a una intimidad cerrada y secreta, sin producir otra cosa que un obje-
nadie para escribirla; a partir del libro existe un autor que se confunde con su to vacío y un eco moribundo? Otra so~ el escritor acepta suprimirse: en
libro. Cuando Kafka escribe al azar la frase: «Él miraba por la ventana>>, se
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274
j~
 la obra sólo cuenta quien la lee. El lector hace la obra; al leerla, la crea; es su
verdadero autor, es la conciencia y la sustancia viva de la cosa escrita: as(,
pues, el autor no tiene más que una meta, escribir para ese lector y confundir-
se con él. Tentativa sin esperanza. Porque el lector no quiere una obra escrita
para él, quiere una obra ajena donde descubra algo desconocido, una realidad
diferente, un espíritu separado que pueda transformarlo y que él pueda trans-
formar en sí. El autor que escribe precisamente para un público, a decir ver-
dad, no escribe: quien escribe es ese público y, por esta razón, ese público no
puede ya ser lector; la lectura no es más que en apariencia, en realidad no la
hay. De ahí, la insignificancia de las obras hechas para ser leídas, nadie las
lee. De ahí, el peligro de escribir para otros, para despertar el habla de los
demás y que se descubran a sí mismos: los demás no quieren oír su propia voz,
sino la voz de otro, una voz real, profunda, incómoda como la verdad.
El escritor no puede refugiarse en sí mismo, o ello le hace renunciar a escri-
bir. No puede, escribiendo, sacrificar la pura noche de sus posibilidades pro-
pias, puesto que la obra sólo está viva si esa noche -y ninguna otra- se con-
vierte en día, si lo que tiene de más singular y más alejado de la existencia ya
revelada se revela en la existencia común. El escritor puede, a decir verdad,
intentar justificarse, dándose como tarea de escribir: la sencilla tarea de escri-
bir, hecha consciente para sí misma independientemente de sus resultados. Tal
es, recordémoslo, el medio de salvación de Valéry. Admitámoslo. Admitamos
que el escritor se interesa por el arte como por una pura técnica, por la técnica
como por la búsqueda únicamente de los medios por los cuales está escrito eso
que hasta ese momento no estaba escrito. Pero, si quiere ser verdadera, la expe-
riencia no puede separar la operación de sus resultados, y los resultados no son
nunca estables ni definitivos, sino infinitamente variados y engranados a un
porvenir inasible. El escritor que sólo pretenda interesarse por la manera en que
la obra se hace ve que su interés se atasca en el mundo, que se pierde por com-
pleto en la historia; porque la obra se hace también en su afuera, y todo el rigor
que había puesto en la conciencia de sus operaciones meditadas, de su retórica
reflexionada, es pronto absorbido en el juego de una contingencia viva que él
no es capaz de dominar ni tampoco de observar. Sin embargo, su experiencia
no es nula: al escribir, se ha experimentado a sí mismo como una nada que tra-
baja y, después de haber escrito, ha experimentado su obra como algo que desa-
parece. La obra desaparece, pero el hecho de desaparecer se mantiene, aparece
como lo esencial, como el movimiento que le permite a la obra realizarse
entrando en el curso de la historia, realizarse desapareciendo. En esta expe-
riencia, el objeto propio del escritor no es la obra de un día, sino, más allá ~e
la obra, la verdad de esa obra, en donde parecen unirse el individuo que escrt-
be, poder de negación creadora, y la obra al compás de la cual se afirma ese
poder de negación y de superación.
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Esta nueva noción, que Hegel llama la Cosa misma, desempeña un papel
capital en la empresa literaria. No importa que ella cargue con las significa-
ciones más variadas: es el arte que está por encima de la obra, el ideal que ésta
busca representar, el Mundo tal como se esboza en ella, los valores en juego en
el esfuerzo creador, la autenticidad de ese esfuerzo; es todo lo que, por encima
de la obra, siempre disuelto en las cosas, mantiene el modelo, la esencia y la
verdad espiritual de esa obra tal como la libertad del escritor ha querido poner-
la de manifiesto y puede reconocerla como suya. La meta no es lo que el escri-
tor hace, sino la verdad de lo que hace. Por eso merece ser llamado conciencia
honrada, desinteresada: el hombre de bien. Pero, atención: desde que la probi-
dad entra en juego en la literatura, la impostura ya está ah!. La mala fe es aquí
verdad, y cuanto mayor es la pretensión de moralidad y de seriedad, más segu-
ramente prevalecen la mistificación y el engaño. Con certeza la literatura es el
mundo de los valores, ya que por encima de la mediocridad de las obras hechas
se eleva sin cesar, como su verdad, todo lo que les falta a esas obras. Pero üon
qué resultado? Un cebo perpetuo, un extraordinario juego del escondite donde,
so pretexto de que lo que tiene a la vista no es la obra de un día, sino el espíri-
tu de esa obra y de toda obra, cualquier cosa que haga, cualquier cosa que no
haya podido hacer, el escritor se lo acomoda y su conciencia honrada saca de
ello alarde y gloria. Escuchemos a esa honrada conciencia; la conocemos, vela
en cada uno de nosotros. La labor ha fracasado, no se inquieta: hela ahí ple-
namente cumplida, se dice ella, porque el fracaso es su esencia, su desaparición
hace que se realice, y ella es dichosa, la falta de éxito la colma. ¿Y si el libro
ni siquiera llega a nacer y permanece como una pura nada? Pues bien, toda-
vía mejor: el silencio, la nada, es la esencia de la literatura, cela Cosa misma».
Es verdad, el escritor aplica de buena gana el mayor valor al sentido que su
obra tiene para él solo. No importa por tanto que sea buena o mala, célebre u
olvidada. Que las circunstancias la descuidan, se felicita por ello, él que sólo
ha escrito para negar las circunstancias. Pero que de un libro nacido al azar,
producto de un momento de abandono y de lasitud, sin valor y sin significa-
ción, los acontecimientos hagan de pronto una obra maestra, iqué autor, en el
fondo de su espíritu, no se atribuirá la gloria, ni verá en esa gloria su mérito,
en ese regalo de la fortuna su propia labor, el trabajo de su espíritu providen-
cialmente de acuerdo con su tiempo?
El escritor es el primer engañado, se engaña en el momento preciso que enga-
ña a los demás. Escuchémosle otra vez: afirma ahora que su función es escribir
para otro, que escribiendo no ha tenido como fin más que el interés del lector. Lo
afirma y lo cree. Pero no hay nada de eso. Porque si no está atento primero a lo
que él hace, si no se interesa por la literatura como por una operación propia,
ni siquiera podría escribir: no sería él quien escribiera, sino nadie. Por esto es
por lo que por más que adquiera como garantía la seriedad de un ideal, por más
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que reclame para sí valores estables, esa seriedad no es su seriedad ni él puede
jamás fijarse definitivamente allí donde cree estar. Por ejemplo, escribe novelas
esas novelas implican ciertas afirmaciones políticas, de tal modo que parece'
tomar partido por aquella Causa. Los demás, los que directamente toman par-
tido por esa Causa, están tentados a reconocer en él a uno de los suyos, a ver en
su obra la prueba de la Causa es efectivamente su causa; pero, desde que ellos
la reivindican, desde que quieren ocuparse de aquella actividad y apropiársela,
se aperciben de que el escritor no ha tomado partido, que su partido no se juega
más que consigo mismo, que lo que le interesa en la Causa es su propia opera-
ción, -y helos ahí burlados. Se comprende la desconfianza que inspiran a los
hombres comprometidos con un partido los escritores que, habiendo tomado par-
tido, comparten su punto de vista; pues estos últimos igualmente han tomado
partido por la literatura, y la literatura, por su movimiento, niega a fin de cuen-
tas la sustancia de aquello que ella representa. Allí está su ley y su verdad. Si
renuncia a ellas para atarse definitivamente a una verdad exterior, cesa enton-
ces de ser literatura y el escritor, que pretende serlo todavía, entra en otra fase de
la mala fe. ¿Luego es preciso renunciar a tener interés en lo que aquello sea y
volverse hacia la pared? Y se hace, el equívoco no es menor. Por de pronto,
mirar hacia la pared es también volverse hacia el mundo, es hacer de ello el
mundo. Cuando un escritor se hunde en la intimidad pura de una obra que sólo
le interesa a él, les puede parecer a los demás --a los otros escritores o a los hom-
bres de otra actividad- que por lo menos les deja tranquilos en su Cosa y su
trabajo. Pero nada de eso. La obra creada por el solitario y encerrada en la sole-
dad lleva dentro de sí una visión que interesa a todo el mundo, lleva un juicio
implícito sobre las otras obras, sobre los problemas de su tiempo, se hace cóm-
plice de lo que descuida, enemiga de lo que abandona, y su indiferencia se mez-
cla hipócritamente con la pasión de todos.
Lo sorprendente es que, en la literatura, el engaño y la mistificación no sola-
mente son inevitables, sino que conforman la honradez del escritor, la parte de
esperanza y de verdad que hay en él. En estos días, se suele hablar de la enfer-
medad de las palabras, hay irritación incluso contra los que hablan de ella, se
les tiene por sospechosos de hacer que enfermen las palabras para poder hablar
de ello. Es posible. El fastidio es que esta enfermedad es también la salud de
las palabras. ¿El equívoco las desgarra? Dichoso equívoco sin el que no habría
diálogo. ¿El malentendido las falsea? Pero este malentendido es la posibilidad
de nuestro entendimiento. ¿El vacío las penetra? Ese vacío es su propio senti-
do. Naturalmente, un escritor puede proponerse como ideal llamar gato a un
gato. Pero lo que no puede obtener es creerse entonces en el camino de la cura-
ción y de la sinceridad. Es, por el contrario, más mistijicador que nunca, por-
que el gato no es un gato, y quien lo afirma no tiene en perspectiva otra cosa
que aquella hipócrita violencia: Rolet es un bribón.
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La impostura tiene varias causas. La primera, acabamos de verla: la litera-
tura se hace de momentos diferentes, que se distinguen y se oponen. La honra-
dez, que es analítica porque quiere ver claro, separa esos momentos. Ante su
mirada pasan sucesivamente el autor, la obra, el lector; sucesivamente el arte de
escribir, la cosa escrita, la verdad de esa cosa o la Cosa misma; sucesivamente
también el escritor sin nombre, pura ausencia de sí mismo, pura ociosidad; des-
pués el escritor que es trabajo, movimiento de una realización que es indiferen-
te a eso que ella realiza; después el escritor que es el resultado de ese trabajo y
vale por este resultado y no por aquel trabajo, real en tanto que es real la cosa
hecha; después el escritor, no afirmado, sino negado por ese resultado y salvan-
do la obra de un día, salvando de ella el ideal, la verdad de la obra, etc. El escri-
tor no es solamente uno de esos momentos por exclusión de los demás, ni tam-
poco el conjunto dado en su sucesión indiferente, sino el movimiento que los
reúne y los unifica. Resulta de ello que, cuando la conciencia honrada juzga al
escritor inmovilizándolo en una de aquellas formas y pretende, por ejemplo,
condenar la obra porque ésta es un fracaso, la otra honradez del escritor protes-
ta en nombre de otros momentos, en nombre de la pureza del arte, la cual ve en
el fracaso su triunfo -y por lo mismo, cada vez que el escritor es enjuiciado en
alguna de sus facetas, puede siempre reconocerse distinto e, interpelado como
autor de una bella obra, renegar de ella y, admirado como inspiración y genio,
no ver en sí más que ejercicio y trabajo y, leído por todos, decir: ~·quién puede
leerme? no he escrito nada. Este deslizamiento hace del escritor un perpetuo
ausente y un irresponsable sin conciencia, pero este deslizamiento produce tam-
bién la extensión de su presencia, de sus riesgos y de su responsabilidad.
La dificultad está en que el escritor no es solamente varios en uno solo, sino
en que cada momento de sí mismo niega a todos los demás, lo exige todo para
sí solo y no soporta ni conciliación ni compromiso. El escritor debe responder
al mismo tiempo a muchos preceptos absolutos y absolutamente diferentes, y su
moralidad se hace del encuentro y de la oposición de reglas implacablemente
hostiles.
Una le dice: No escribirás, seguirás siendo nada, guardarás silencio, igno-
rarás las palabras.
Otra: No conozcas sino las palabras.
- Escribe para no decir nada.
- Escribe para decir algo.
- Nada de obra, sino experiencia de ti, el conocimiento de aquello que te
es desconocido.
- iUna obra! Una obra real, reconocida por los demás e importante para
los demás.
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 - Borra al lector.
- Bórrate ante el lector.
- Escribe para ser veraz.
- Escribe en atención a la verdad.
-Entonces, sé mentira, porque escribir con miras a la verdad es escribir eso
que todavía no es verdadero y quizás no lo será nunca.
-No importa, escribe para actuar.
- Escribe, tú que tienes miedo de actuar.
- Deja que en ti hable la libertad.
- iOh! no dejes que en ti la libertad se convierta en una palabra.
¿Qué ley seguir? ~·A qué voz atender? Pero iél debe seguirlas todas! Qué
confusión, entonces; aa claridad no es su ley? Sí, la claridad también. Luego
debe oponerse a sí mismo, negarse afirmándose, encontrar en la facilidad del
día la profundidad de la noche, en las tinieblas que nunca comienzan la luz
cierta que no puede acabar. Debe salvar el mundo y ser el abismo, justificar la
existencia y darle la palabra a lo que no existe; debe estar al final del tiempo,
en la plenitud universal, y es el origen, el nacimiento de lo que no hace más que
nacer. ¿Es él todo esto? La literatura es todo eso en él. Pero ¿no es eso lo que
ella quisiera ser, lo que en realidad ella no es? Entonces, ella no es nada. Pero
¿no es nada?
La literatura no es nada. Los que la desprecian cometen la insensatez de
creer que la condenan al considerarla nada. «Todo eso no es más que literatu-
ra». Oponemos así la acción, que es intervención concreta en el mundo, y la
palabra escrita que sería manifestación pasiva en la superficie del mundo, y los
que están de parte de la acción repudian la literatura que no actúa, y los que
buscan la pasión se hacen escritores para no actuar. Pero eso es condenarla y
amarla abusando de ella. Si vemos en el trabajo el poder de la historia, lo que
transforma al hombre transformando el mundo, hay que reconocer en la acti-
vidad del escritor la forma por excelencia del trabajo. ¿Qué hace el hombre que
trabaja? Produce un objeto. Este objeto es la realización de un proyecto hasta
ahora irreal; es la afirmación de una realidad diferente de los elementos que la
constituyen y la promesa de nuevos objetos, en la medida en que se convertirá
en instrumento capaz de fabricar otros objetos. Por ejemplo, tengo el proyecto
de calentarme. En tanto que este proyecto no es más que un deseo, puedo vol-
verlo bajo todas sus caras que él no me calienta. Pero, he aquí que fabrico una
estufa: la estufa transforma en verdad el ideal vacío que era mi deseo; ella afir-
ma en el mundo la presencia de algo que no había, y lo afirma negando lo que
antes se hallaba en él; antes tenía delante de mí piedras, hierro colado; en el
presente no hay ni piedras ni hierro colado, sino el resultado de estos elementos
280
~
transformados, es decir, negados y destruidos por el trabajo. He aquí el mundo
cambiado con este objeto. Cambiado tanto más cuanto que la estufa va a per-
mitirme fabricar otros objetos que, a su vez, negarán el estado pasado del
mundo y prepararán su porvenir. Esos objetos que he producido cambiando el
estado de las cosas, a su vez van a cambiarme. La idea de calor no es nada,
pero el calor real va a hacer de mi existencia otra existencia, y todo lo que, en
lo sucesivo, gracias a ese calor pueda hacer como novedad, hará más aún de
mí alguien distinto. Así, dicen Hegel y Marx, se forma la historia, por el tra-
1
bajo que realiza el ser negándolo y lo revela al término de la negación •
Pero ¿qué hace el escritor que escribe? Todo lo que hace el hombre que tra-
baja, pero en un grado eminente. También él produce una cosa: es, por exce-
lencia, la obra. La produce modificando realidades naturales y humanas.
Escribe a partir de cierto estado del lenguaje, de cierta forma de cultura, de
ciertos libros, a partir también de elementos objetivos, tinta, papel, imprenta.
Para escribir le es preciso destruir el lenguaje tal como es y realizarlo bajo otra
forma, negar los libros haciendo un libro con lo que ellos no son. Con seguri-
dad, ese libro nuevo es una realidad: se ve, se toca, se puede incluso leerlo. De
cualquier manera, no es nada. Antes de escribirlo, yo tenía una idea de él, tenía
por lo menos el proyecto de escribirlo, pero entre esa idea y el volumen donde
ella se realiza, encuentro la misma diferencia que entre el deseo de calor y la
estufa que me calienta. El volumen escrito es para mí una innovación extraor-
dinaria, imprevisible, tanto que me es imposible, sin escribirlo, representarme
lo que pueda ser. Por eso es por lo que me parece algo así como una experien-
cia, cuyos efectos, por conscientemente que sean producidos, se me escapan,
frente a la cual no podría reconocerme el mismo, por esta razón: que en pre-
sencia de algo distinto me convierto en otro distinto, pero por esta razón aún
más decisiva: que esta cosa distinta -el libro-, de la cual no tenía más que
una idea y que nada me permitía conocerla desde antes, es justamente yo
mismo convertido en otro distinto.
El libro, cosa escrita, entra en el mundo donde realiza su obra de transfor-
mación y de negación. También él es el porvenir de muchas otras cosas, no sola-
mente libros, sino que, por los proyectos que pueden nacer de él, las empresas que
favorece, el conjunto del mundo, del cual es reflejo cambiado, es fuente infinita
de nuevas realidades, a partir de lo cual la existencia será lo que no era.
Así, pues, iellibro no es nada? ¿Por qué entonces la acción de fabricar una
estufa puede pasar por un trabajo que forma y arrastra la historia y por qué
1 Esta interpretación de Hegel está expuesta por Alexandre Kojeve en Introduc-
ción a la lectura de Hegel (Lecciones sobre La Fenomenología del espírim, reunidas
y publicadas por Raymond Queneau).
~L 281
 el acto de escribir aparece como una pura pasividad que permanece al mar-
gen de la historia y que la historia arrastra a su pesar? La pregunta no pare-
ce razonable y sin embargo pesa sobre el escritor como una carga abrumado-
ra. A primera vista, nos decimos que la potencia formadora de obras escritas
es incomparable; nos decimos también que el escritor es un hombre dotado de
más capacidad de acción que ningún otro, porque actúa sin medida, sin lími-
tes: lo sabemos (o nos gusta creerlo), una sola obra puede cambiar el curso del
mundo. Pero justamente allí está lo que nos da qué pensar. La influencia de
los autores es muy grande, sobrepasa infinitamente su acción, la sobrepasa
hasta tal punto que lo que hay de real en esa acción no pasa a aquella influen-
cia y ésta no encuentra en esa pizca de realidad la verdadera sustancia que
sería necesaria para su extensión. ¿Qué puede un autor? Todo, en principio
todo: está con grilletes, la esclavitud lo oprime, pero que encuentre, para escri-
bir, algún instante de libertad y helo ahí libre de crear un mundo sin escla-
vos, un mundo donde el esclavo, convertido en señor, funda una nueva ley;
así, escribiendo, el hombre encadenado obtiene inmediatamente la libertad
para él y para el mundo; niega todo lo que es para convertirse en todo lo que
no es. En este sentido, su obra es una acción prodigiosa, la más grande y la
más importante que exista. Pero observémoslo más de cerca. Por lo mismo que
se da inmediatamente la libertad que no tiene, descuida las verdaderas con-
diciones de su liberación, descuida lo que debe hacerse de real para que la idea
abstracta de libertad se realice. Su negación de ello es global. Ella no niega
solamente su situación de hombre encerrado, sino que pasa por alto el tiempo
que debe abrir las brechas en ese encierro, niega la negación del tiempo, niega
la negación de los límites. Por eso es por lo que, a fin de cuentas, ella no niega
nada y la obra en que se realiza no es una acción realmente negativa, des-
tructora y transformadora, sino que más bien realiza la impotencia de negar,
el rechazo a intervenir en el mundo, y transforma la libertad que tendría que
encarnar en las cosas según los designios del tiempo en un ideal por encima
del tiempo, vacío e inaccesible.
La influencia del escritor está vinculada a este privilegio de ser dueño de
todo. Pero él no es más que dueño de todo, no posee sino el infinito, lo finito le
falta, el límite se le escapa. Ahora bien, no se actúa en lo infinito, no se con-
suma nada en lo ilimitado, de tal modo que, si el escritor realmente actúa pro-
duciendo esa cosa real que se llama un libro, desacredita también, por su
acción, toda acción, sustituyendo el mundo de cosas determinadas y de traba-
jo definido por un mundo donde todo está dado al instante y no hay nada que
hacer que no sea disfrutar de él con la lectura.
En general, el escritor parece sometido a la inacción porque él es el señor de
lo imaginario, donde los que forman su séquito pierden de vista los problemas
de su vida verdadera. Pero el peligro que representa es aún más grave. La ver-
282
__.__
dad es que arruina la acción, no porque disponga de lo irreal, sino porque pone
a nuestra disposición toda la realidad. La irrealidad comienza con el todo. Lo
imaginario no es una extraña región situada más allá del mundo, es el mundo
mismo, pero el mundo como conjunto, como todo. Por eso es por lo que él no
está en el mundo, porque es el mundo, aprehendido y realizado en su conjun-
to mediante la negación global de todas las realidades particulares que se
hallan en él, mediante su puesta fuera del juego, su ausencia, mediante la pro-
pia realización de esa ausencia, con la cual comienza la creación literaria, que
se hace la ilusión, puesto que regresa sobre cada cosa y cada ser, de crearlos,
porque ahora los ve y los nombra a partir del todo, a partir de la ausencia de
todo, es decir, de nada.
La literatura, llamada de pura imaginación, tiene ciertamente sus peligros.
Primero, no es pura imaginación. Se cree al margen de las realidades coti-
dianas y los acontecimientos actuales, pero precisamente se ha apartado de
ellos, ella es ese apartamiento, ese retroceso ante lo cotidiano que necesaria-
mente lo incluye y lo describe como alejamiento, pura extrañeza. Por otro
lado, ese ponerse al margen ella lo convierte en un valor absoluto, y este ale-
jamiento parece entonces fuente de comprensión general, poder de aprehen-
derlo todo y alcanzarlo todo inmediatamente para los hombres que sufren su
encantamiento hasta el punto de salir no sólo de su vida, la cual no es más
que comprensión limitada, sino del tiempo que no es más que una perspectiva
estrangulada. Todo eso es la mentira de una ficción. Pero, en fin, una litera-
tura tal no ha de engañarnos: se las da de imaginaria y no adormece sino a
los que buscan dormir.
Aún más mistificadora es la literatura de acción. Ésta llama a los hombres
a hacer algo. Pero si todavía quiere ser literatura auténtica, les representa ese
algo que hacer, esa meta determinada y concreta, a partir de un mundo en que
una acción tal vuelve a enviar a la irrealidad de un valor abstracto y absolu-
to. El <<algo que hacer», tal como puede ser expresado en una obra literaria,
no es nunca otra cosa que un «todo está por hacen>, bien sea que se afirme
como ese todo, es decir, como valor absoluto, bien sea que para justificarse y
recomendarse tenga necesidad de ese todo en donde desaparece. El lenguaje
del escritor, incluso revolucionario, no es el lenguaje del mando. No manda,
presenta, y no presenta haciendo presente lo que muestra, sino mostrándolo
detrás de todo, como el sentido y la ausencia de ese todo. Resulta de ello que
o bien la llamada del autor al lector es una llamada vacía, no expresando más
que el esfuerzo de un hombre privado del mundo para regresar al mundo que-
dándose discretamente en la periferia - o bien que el «algo que hacer», no
pudiendo ser recuperado más que a partir de valores absolutos, aparece ante
el lector como lo que no puede hacerse o como lo que no pide para hacerse ni
trabajo ni acción.
283
 Es sabido que las principales tentaciones del escritor se llaman estoicismo,
escepticismo y conciencia desdichada. Son éstas actitudes de pensamiento que
el escritor adopta por razones que cree reflexionadas, pero que sólo la literatu-
ra reflexiona en él. Estoico: es el hombre del universo, el cual no existe más que
sobre el papel y, prisionero o miserable, soporta estoicamente su condición por-
que puede escribir, pues el minuto de libertad en que escribe es suficiente para
convertirle en libre y poderoso, para otorgarle, no su propia libertad de la que
se burla, sino la libertad universal. Nihilista, puesto que no niega solamente
esto y aquello por el trabajo metódico que transforma lentamente cada cosa,
sino que lo niega todo, a la vez, no puede menos que negarlo todo, porque no
tiene otra preocupación que el todo. iSentimiento de desdicha! A él se le ve
demasiado bien, esa desdicha es su talento más profundo; si no es escritor más
que por la conciencia desgarrada de momentos inconciliables que se llaman:
inspiración, - que niega cualquier trabajo; trabajo, - que niega la nada del
genio; obra efímera, - donde se colma negándose; obra como todo, - donde
se retira y retira a los demás todo lo que en apariencia se da y les da. Pero hay
otra tentación.
Reconozcamos en el escritor ese movimiento dispuesto sin freno y casi sin
intermediario de la nada al todo. Veamos en él esa negación que no se satisfa-
ce con la irrealidad en que se mueve, puesto que ella quiere realizarse y no lo
puede hacer sino negando algo real, más real que las palabras, más verdadero
que el individuo aislado de quien ella dispone: tampoco cesa de empujarlo
hacia la vida mundana y la existencia pública para llevarlo a concebir cómo,
nada más que escribiendo, puede llegar a tener esa precisa existencia. Es enton-
ces cuando encuentra en la historia los momentos decisivos en que todo parece
cuestionado, en que ley, fe, Estado, mundo de arriba, mundo de ayer, todo se
hunde sin esfuerzo, sin trabajo, en la nada. El hombre sabe que no ha aban-
donado la historia, pero la historia es ahora el vacío, es el vacío que se realiza,
la libertad absoluta convertida en acontecimiento. A tales épocas se las llama
Revolución. En aquel instante, la libertad pretende realizarse bajo la forma
inmediata del todo es posible, todo puede hacerse. Momento fabuloso del cual
quien lo ha conocido no puede regresar íntegramente, ya que ha conocido la
historia como su propia historia y su propia libertad como la libertad univer-
sal. Momentos fabulosos, en efecto: en ellos habla la fábula, en ellos el habla
de la fábula se convierte en acción. Que tienten al escritor, nada más justifica-
do. La acción revolucionaria es en todos sus puntos análoga a la acción tal
como la encarna la literatura: paso de la nada al todo, afirmación de lo abso-
luto como acontecimiento y de cada acontecimiento como absoluto. La acción
revolucionaria se desencadena con la misma potencia y la misma facilidad que
el escritor que para cambiar el mundo sólo necesita alinear algunas palabras.
Tiene también la misma exigencia de pureza y esa certidumbre de que todo lo
284
~
que hace vale absolutamente, de que no es cualquier acción orientándose hacia
algún fin deseable o estimable, sino que es el fin último, el Último Acto. Este
último acto es la libertad, y no hay más elección que entre la libertad y nada.
Por eso, entonces, la única palabra soportable es: la libertad o la muerte. Así
aparece el Terror. Cada hombre deja de ser un individuo trabajando en una
tarea determinada, actuando aquí y solamente ahora: él es la libertad univer-
sal que no conoce ni otra parte ni mañana, ni trabajo ni obra. En tales momen-
tos nadie tiene nada que hacer, porque todo está hecho. Nadie tiene derecho a
una vida privada, todo es público, y el hombre más culpable es el sospechoso,
aquel que tenga un secreto, el que guarde para sí solo un pensamiento, una inti-
midad. Y, en fin, nadie tiene derecho a su vida, a su existencia efectivamente
separada y físicamente distinta. Tal es el sentido del Terror. Cada ciudadano
tiene, por así decir, derecho a la muerte: la muerte no es su condena, es la esen-
cia de su derecho; él no es suprimido por ser culpable, sino que necesita la
muerte para afirmarse como ciudadano y la libertad le hace nacer en la desa-
parición de la muerte. En esto, la Revolución francesa tiene una significación
más manifiesta que todas las demás. La muerte del Terror no sólo es en ella el
castigo de los facciosos, sino que, convertida en vencimiento ineluctable, queri-
da por todos, parece el trabajo mismo de la libertad en los hombres libres.
Cuando la cuchilla cae sobre Saint-Just y Robespierre, en cierto modo no
alcanza a nadie. La virtud de Robespierre, el rigor de Saint-Just no son otra
cosa que su existencia ya suprimida, la presencia anticipada de su muerte, la
decisión de dejar que la libertad se afirme completamente en ellos y negar, por
su carácter universal, la realidad propia de su vida. Tal vez hicieron reinar el
Terror. Pero el Terror que encarnan no viene de la muerte que proporcionan,
sino de la muerte que se proporcionan. Llevan sus rasgos, piensan y deciden
con la muerte sobre los hombros, y es de ese modo como su pensamiento es frío,
implacable, tiene la libertad de una cabeza cortada. Los Terroristas son los que,
al querer la libertad absoluta, saben que quieren por ello igualmente su muer-
te, que son tan conscientes de esa libertad que afirman como de su muerte que
realizan, y que, por consiguiente, en vida, actúan, no como hombres vivos en
medio de hombres vivos, sino como seres privados del ser, pensamientos uni-
versales, puras abstracciones juzgando y decidiendo, más allá de la historia, en
el nombre de toda la historia.
El mismo acontecimiento de la muerte no tiene ya importancia. En el Terror,
los individuos mueren y eso es insignificante. «Es, dice Hegel en una frase céle-
bre, la muerte más fría, más trivial, sin otra significación que la de cortar una
col o beber un trago de agua». é"Por qué? é"No es la muerte la consumación de
la libertad, es decir, el momento de significación más rica? Pero también ella es
sólo el lugar vacío de esa libertad, la manifestación del hecho de que una liber-
tad así es todavía abstracta, ideal (literaria), indigencia y trivialidad. Cada
285
 cual muere, pero todo el mundo vive, y a decir verdad eso significa también que
todo el mundo está muerto. Pero el «está muerto» es el lado positivo de la liber-
tad hecha mundo: el ser se revela ahí como absoluto. Por el contrario, ((morin>
es una pura insignificancia, acontecimiento sin realidad concreta, que ha per-
dido todo el valor de drama personal e interior, puesto que no hay ya interior. Es
el momento en que Muero significa para mí que muero una banalidad que no
hay que tener en cuenta: en el mundo libre y en esos momentos en que la liber-
tad es aparición absoluta, morir no tiene importancia y la muerte no tiene pro-
fundidad. El Terror y la revolución -no la guerra- nos lo han enseñado.
El escritor se reconoce en la Revolución. Ella le atrae porque es el tiempo en
que la literatura se vuelve historia. Es su verdad. Todo escritor que, por el hecho
mismo de escribir, no se ve empujado a pensar: soy la revolución, sólo la liber-
tad me hace escribir, en realidad no escribe. En 1793 hay un hombre que se
identifica perfectamente con la revolución y el Terror. Es un aristócrata, ape-
gado a las almenas de su castillo medieval, hombre tolerante, más bien tímido
y de una cortesía obsequiosa: pero escribe, no hace más que escribir, y por más
que la libertad vuelva a encerrarle en la Bastilla de donde le había sacado, él
es quien mejor la comprende, comprendiendo que es el momento en que las
pasiones más aberrantes pueden convertirse en realidad política, tienen derecho
a salir a la luz del día y son la ley. Es también aquél para quien la muerte es
la pasión más grande y la última de las trivialidades, que corta las cabezas
como se corta una col, con una indiferencia tan grande que nada es más irreal
que la muerte que él otorga, y entretanto nadie ha sentido más vivamente que
la soberanía estaba en la muerte, que la libertad era muerte. Sade es el escritor
por excelencia, ha reunido todas sus contradicciones. Solo: de entre todos los
hombres es el más solitario, y sin embargo, personaje público y político impor-
tante. Perpetuamente encerrado y absolutamente libre, teórico y símbolo de la
libertad absoluta. Escribe una obra inmensa, y esa obra no existe para nadie.
Desconocido, pero lo que él representa tiene para todos una significación inme-
diata. Nada más que un escritor, y figura la vida elevada hasta la pasión, la
pasión convertida en crueldad y locura. Del sentimiento más singular, el más
oculto y el más privado de sentido común, hace una afirmación universal, la
realidad de un habla pública que, abierta a la historia, llega a ser una expli-
cación legítima de la condición del hombre en su conjunto. En fin, es la nega-
ción misma: su obra no es más que el trabajo de la negación, su experiencia el
movimiento de una negación encarnizada, empujada a la sangre, que niega a
los demás, niega a Dios,· niega la naturaleza y, en este círculo recorrido sin
interrupción, goza de sí misma como de la soberanía absoluta.
La literatura se mira en la Revolución, se justifica en ella, y, si se la ha lla-
mado Terror, es que tiene como ideal ese momento histórico en que (da vida
....
lleva consigo la muerte y se mantiene en la muerte misma>> para obtener de ella
286
~
la posibilidad y la verdad del habla. Ahí está la ((cuestión>> que busca realizarse
en la literatura y que es su ser. La literatura está vinculada al lenguaje. El len-
guaje es a la vez consolador e inquietante. Cuando hablamos nos adueñamos
de las cosas con una facilidad que nos satisface. Digo: esta mujer, e inmedia-
tamente dispongo de ella, la alejo, la acerco, es todo lo que deseo que sea, se
convierte en el lugar de las transformaciones y las acciones más sorprendentes:
el habla es la facilidad y la seguridad de la vida. Con un objeto sin nombre no
sabemos hacer nada. El ser primitivo sabe que la posesión de las palabras le da
el señorío de las cosas, pero para él entre las palabras y el mundo las relacio-
nes son tan completas que el manejo del lenguaje permanece tan difícil y peli-
groso como el contacto de los seres: el nombre no se extrae de la cosa, es su
adentro puesto peligrosamente a la luz del día y con todo resguardada la inti-
midad oculta de las cosas; ésta por tanto no se nombra aún. El hombre cuan-
to más se convierte en hombre de una civilización, más maneja las palabras
con inocencia y sangre fría. ~·Es que las palabras han perdido cualesquiera
relaciones con lo que designan? Pero esta ausencia de relaciones no es un defec-
to, y si lo es, sólo de él obtiene el lenguaje su valor, hasta el punto de que de
todos el más perfecto es el lenguaje matemático, que se habla rigurosamente y
al que no le corresponde ningún ser.
Digo: esta mujer. Holderlin, Mallarmé y, en general, todos aquellos para los
que la poesía tiene como tema la esencia de la poesía han visto en el acto de
nombrar una maravilla inquietante. La palabra me da lo que significa, pero
antes lo suprime. Para que pueda decir: esta mujer, hace falta que de una
manera u otra le retire su realidad de carne y hueso, la haga ausente y la ani-
quile. La palabra me da el ser, pero me lo da privado de ser. Ella es la ausen-
cia de este ser, su nada, lo que queda de él cuando ha perdido el ser, es decir, el
simple hecho de que no es. Desde este punto de vista, hablar es un extraño dere-
cho. Hegel, en esto amigo y pariente cercano de Holderlin, en un texto anterior
a La Fenomenología, ha escrito: ((El primer acto, por el que Adán se adue-
ñó de los animales, fue el de imponerles un nombre, es decir, los aniquiló en su
existencia (en cuanto existentes)>> 1 Hegel quiere decir que a partir de aquel ins-
tante el gato deja de ser un gato únicamente real para convertirse también en
una idea. Así pues, el sentido del habla, como prefacio a toda habla, exige una
especie de inmensa hecatombe, un diluvio previo, que sumerja en un mar com-
pleto toda la creación. Dios había creado los seres, pero el hombre debió ani-
quilarlos. Es entonces cuando adquirieron sentido para él, y él los creó a su vez
1 Ensayos reunidos bajo el tírulo de Sistema de 1803-1804. En Introducción a la lec-
tura de Hegel, A. Kojeve, interpretando un pasaje de La Fenomenología, muestra de
una manera notable cómo para Hegel la comprensión equivale a un asesinato.
287
 a partir de esa muerte en que habían desaparecido; en lugar de los seres y, como
se dice, de los existentes, sólo hubo el ser, y el hombre fue condenado a no poder
acercarse a nada y no vivir nada sino por el sentido que le fue preciso alum-
brar. Se vio encerrado en el día, y supo que ese día no podía acabar, porque el
propio fin era luz, puesto que es del fin de los seres de donde le llegaba su sig-
nificación, que es el ser.
Sin duda, mi lenguaje no mata a nadie. Sin embargo: cuando digo «esta
mujer», la muerte real está anunciada y ya presente en mi lenguaje; mi len-
guaje quiere decir que esta persona, que está aquí, ahora, puede ser separada
de sí misma, sustraída de su existencia y de su presencia y sumergida de pron-
to en una nada de existencia y de presencia; mi lenguaje significa esencial-
mente la posibilidad de esta destrucción; es, en todo momento, una alusión
decidida a semejante acontecimiento. Mi lenguaje no mata a nadie. Pero si esa
mujer realmente no fuera capaz de morir, si no estuviera en cada momento de
su vida amenazada de muerte, ligada y unida a ella por un vínculo de esen-
cia, no podría consumar yo esta negación ideal, este asesinato diferido que es
mi lenguaje.
Es, pues, precisamente exacto decir: cuando hablo, la muerte habla en mí.
Mi habla es la advertencia de que la muerte anda, en ese preciso instante, suel-
ta por el mundo, de que entre el yo que habla y el ser que interpelo ella ha sur-
gido bruscamente: está entre nosotros como la distancia que nos separa, pero
esta distancia es también lo que nos impide estar separados, porque es la con-
dición de todo entendimiento. Ella sola, la muerte, me permite asir lo que quie-
ro alcanzar; ella es en las palabras la única posibilidad de su sentido. Sin la
muerte, todo se hundiría en el absurdo y en la nada.
A partir de esta situación resultan diversas consecuencias. Está claro que en
mí el poder de hablar está vinculado también a mi ausencia de ser. Me nom-
bro, es como si pronunciara mi canto fúnebre: me separo de mí, no soy ya ni mi
presencia ni mi realidad, sino una presencia objetiva, impersonal, la de mi
nombre que me excede, cuya inmovilidad petrificada realiza para mí la fun-
ción de una losa funeraria pesando sobre el vacío. Cuando hablo, niego la exis-
tencia de lo que digo, pero también niego la existencia de quien lo dice: si mi
habla revela el ser en su inexistencia, de esa revelación afirma que se realiza a
partir de la inexistencia de quien la hace, de su poder de alejarse de sí, de ser
otro que su ser. Por eso, para que el verdadero lenguaje comience, hace falta
que la vida que va a llevar consigo ese lenguaje haya hecho la experiencia de
su nada, que haya ((temblado en las profundidades y que todo lo que en ella
fuera fijo y estable haya vacilado». El lenguaje no comienza sino con el vacío,
ninguna plenitud, ninguna certeza hablan; a quien se expresa le falta algo
esencial. La negación está vinculada al lenguaje. En un primer momento no
hablo para decir algo, sino que es una nada la que exige hablar, nada habla,
288
-A.._
nada encuentra su ser en el habla y el ser del habla no es nada. Esta fórmula
explica por qué el ideal de la literatura ha podido ser éste: no decir nada,
hablar para no decir nada. No hay aquí la ensoñación de un nihilismo de lujo.
El lenguaje advierte que le debe su sentido, no a lo que existe, sino a su retro-
ceso ante la existencia, y sufre la tentación de mantenerse en este retroceso, de
querer alcanzar la negación en sí misma y hacer todo de nada. Si sólo se habla
de las cosas diciendo aquello por lo que no son nada, está bien, he ahí la única
esperanza de decirlo todo: no decir nada.
Esperanza naturalmente penosa. El lenguaje corriente llama gato a un gato,
como si el gato vivo y su nombre fueran idénticos, como si el hecho de nombrar-
lo no consistiera en otra cosa sino en retener de aquél su ausencia, lo que no es.
Con todo, el lenguaje corriente tiene momentáneamente razón en que si la pala-
bra excluye la existencia de lo que designa, todavía se relaciona con ella por la
inexistencia convertida en la esencia de esa cosa. Nombrar el gato es, si se quie-
re, hacer de él un no-gato, un gato que ha dejado de existir, de ser el gato vivo,
pero no es por lo mismo hacer de él un perro, ni tampoco un no-perro. Tal es la
primera diferencia entre lenguaje común y lenguaje literario. El primero admi-
te que, una vez que ha pasado a la palabra la no-existencia del gato, el propio
gato resucita cierta y plenamente como su idea (su ser), y como su sentido: la
palabra le restituye, en el plano del ser (la idea), toda la certidumbre que tenía
en el plano de la existencia. E incluso esta certidumbre es mucho mayor: como
máximo, las cosas pueden transformarse, les ocurre dejar de ser lo que son, per-
manecen hostiles, inutilizables, inaccesibles; pero el ser de las cosas, su idea, no
cambia: la idea es definitiva, segura, se la llama incluso eterna. Así pues, ten-
gamos las palabras sin regresar a las cosas, no las soltemos, no vayamos a creer
que están enfermas. Entonces, estaremos tranquilos.
El lenguaje común tiene sin duda razón, la tranquilidad vale ese precio.
Pero el lenguaje literario está hecho de inquietud, de contradicciones también.
Su posición es poco estable y poco sólida. Por un lado, de una cosa, no se inte-
resa sino por su sentido, por su ausencia, querría alcanzar esta ausencia abso-
lutamente en sí misma y para sí misma, queriendo alcanzar en su conjunto el
movimiento indefinido de la comprensión. Por otro, observa que la palabra
gato no es solamente la no-existencia del gato, sino la no-existencia converti-
da en palabra, es decir, en una realidad perfectamente determinada y objetiva.
lié en ello una dificultad e incluso una mentira. ~·cómo puede esperar haber
cumplido su misión, ya que ha transpuesto la irrealidad de la cosa a la reali-
dad del lenguaje? ¿cómo podría la ausencia infinita de comprensión aceptar
confundirse con la presencia limitada y restringida de una sola palabra? ~'Y no
se engañaría el lenguaje de cada día que nos quiere persuadir de ello? En efec-
to, se engaña y nos engaña. El habla no le es suficiente a la verdad que con-
tiene. Que uno se tome la molestia de escuchar una palabra: en ella la nada
289
 lucha y trabaja, excava sin descanso, se esfuerza, buscando una salida, anu-
lando lo que la encierra, inquietud infinita, vigilancia sin forma y sin nombre.
}á se ha roto el sello que cerraba esa nada en los límites de la palabra y bajo
las especies de su sentido; he aquí abierto el acceso de otros nombres, menos
fijos, indecisos aún, mas capaces de conciliarse con la libertad salvaje de la
esencia negativa, conjuntos inestables, nunca términos, sino su movimiento,
deslizamiento sin fin de <Ctorceduras>> que no conducen a ninguna parte. Así
nace la imagen que no designa directamente la cosa, sino lo que la cosa no es,
que habla del perro en lugar del gato. Así comienza esa persecución, por la que
todo el lenguaje, en movimiento, está llamado a hacer justicia a la exigencia
inquieta de una sola cosa privada de ser, la cual, después de haber oscilado
entre cada palabra, busca recobrarlas todas para negarlas todas a la vez, para
que designen, tragándoselo, el vacío que no pueden colmar ni representar.
La literatura, si se quedase allí, tendría ya una tarea extraña y embarazo-
sa. Pero no se queda allí. Mantiene el recuerdo del primer nombre que habría
sido el asesinato del que habla Hegel. <CEl existente>>, por medio de la palabra,
ha sido llamado fuera de su existencia y se ha convertido en ser. El Lazaro,
veni foras ha obligado a la oscura realidad cadavérica a salir de su fondo ori-
ginal y, a cambio, no le ha dado sino la vida del espíritu. El lenguaje sabe que
su reino es el día y no la intimidad de lo no revelado; sabe que para que el día
dé comienzo, para que se produzca ese Oriente que entrevió Holderlin, no la
luz convertida en el reposo del mediodía, sino la fuerza terrible por la que los
seres amanecen y se iluminan, algo debe ser excluido. La negación no puede
realizarse más que a partir de la realidad de lo que ella niega; el lenguaje
adquiere su valor y su orgullo de ser la consumación de esta negación; pero, en
primer lugar, r:."qué se ha perdido? El tormento del lenguaje está en eso que él
deja escapar por la necesidad que tiene de ser lo que se le escapa. Ni siquiera
puede nombrarlo.
Quien ve a Dios muere. En el habla muere lo que le da vida al habla; el
habla es la vida de esa muerte, es <Cla vida que lleva consigo la muerte y se
mantiene en ella>>. Admirable poder. Pero allí había algo que no está ya. Algo
ha desaparecido. ¿Como volver a encontrarlo, cómo regresar hacia lo que está
antes, si todo mi poder consiste en hacer de ello lo que viene después? El len-
guaje de la literatura es la búsqueda de ese momento que la precede. General-
mente, lo llama existencia; ella quiere el gato tal como existe, el guijarro en su
presunción de cosa, no al hombre, sino a este hombre y, en éste, lo que el hom-
bre rechaza para decirlo, eso que es el fundamento del habla y que el habla
excluye para hablar, el abismo, el Lázaro de la tumba y no el Lázaro de la luz
del día, el que ya huele mal, el que es el Mal, el Lázaro perdido y no el Láza-
ro salvado y resucitado. iDigo una flor! Pero, en la ausencia en que la cito,
por el olvido al que relego la imagen que me otorga, en el fondo de esa palabra
290
'~oÍíliíiiillii.
de peso, que surge como algo desconocido, convoco apasionadamente la oscu-
ridad de esa flor, ese perfume que me atraviesa y que no respiro, ese polvo que
me impregna pero que no veo, ese color que es rastro y no luz. r:."Dónde reside,
pues, mi esperanza de alcanzar lo que rechazo? En la materialidad del len-
guaje, en el hecho de que las palabras también son cosas, una naturaleza,
aquello que me ha sido dado y me da más de lo que comprendo de ello. Hace
poco, la realidad de las palabras era un obstáculo. Ahora es mi única oportu-
nidad. El nombre deja de ser el paso efímero de la no-existencia para conver-
tirse en una bola concreta, un bloque de existencia; el lenguaje, abandonando
aquel sentido que él quería ser únicamente, busca hacerse el loco. Todo lo que
es físico desempeña un papel primordial: el ritmo, el peso, la masa, la figura,
y después el papel sobre el que se escribe, la huella de la tinta, el libro. Sí, por
fortuna, el lenguaje es una cosa: es la cosa escrita, un trozo de corteza, una
esquirla de roca, un fragmento de arcilla donde subsiste la realidad de la tie-
rra. La palabra actúa, no como una fuerza ideal, sino como una potencia oscu-
ra, como un encantamiento que apremia a las cosas y las hace realmente pre-
sentes fuera de sí mismas. Es un elemento, una parte apenas desprendida del
mundo subterráneo: ya no un nombre, sino un instante del anonimato univer-
sal, una afirmación bruta, el estupor del cara a cara en el fondo de la oscuri-
dad. Y, por esa vía, el lenguaje exige jugar su juego sin el hombre que lo ha for-
mado. La literatura ahora prescinde del escritor: ya no es aquella inspiración
que trabaja, esa negación que se afirma, ese ideal que se inscribe en el mundo
como la perspectiva absoluta del mundo en su totalidad. Ella no está más allá
del mundo, pero no es el mundo sin más: es la presencia de las cosas, antes de
que el mundo sea, su perseverancia después de que el mundo ha desapareci-
do, la obstinación de lo que subsiste cuando todo se borra y el embotamiento de
lo que aparece cuando no hay nada. Por eso es por lo que no se confunde con
la conciencia que esclarece y decide; ella es mi conciencia sin mí, pasividad
radiante de las sustancias minerales, lucidez del fondo de la torpeza. Ella no
es la noche; es la obsesión de ella; no la noche, sino la conciencia de la noche
que vela sin descanso para sorprenderse y a causa de ello se disipa sin tregua.
Ella no es el día, es el lado del día que éste ha desechado para convertirse en
luz. Y no es tampoco la muerte, porque en ella se muestra la existencia sin el
ser, la existencia que reside bajo la existencia, como una afirmación inexora-
ble, sin comienzo y sin fin, la muerte como imposibilidad de morir.
La literatura, en la medida en que se vuelve impotencia de revelar, querría
llegar a ser revelación de lo que la revelación destruye. Trágico esfuerzo. Dice:
No represento más, soy; no significo, presento. Pero la voluntad de ser una
cosa, esta negativa a querer decir inmersa en palabras transformadas en sal,
este destino, en fin, que ella llega a ser, llegando a ser el lenguaje de nadie, el
escrito de ningún escritor, la luz de una conciencia privada de yo, este esfuer-
291
 zo insensato para esconderse en sí misma, para disimularse tras el hecho de que
ella hace su aparición, todo ello es lo que manifiesta y muestra en el presente.
c'Llegaría a ser tan muda como la lápida mortuoria, tan pasiva como el cadá-
ver encerrado tras esa losa? La decisión de perder el habla continuaría leyén-
dose sobre la lápida y sería suficiente para despertar a ese falso muerto.
La literatura enseña que no puede ir más allá de su propio fin: se escabulle,
no se traiciona. Sabe que es ese movimiento por el cual sin cesar lo que desa-
parece aparece. Cuando nombra, lo que designa se suprime; pero lo que se
suprime se mantiene, y la cosa ha encontrado (en el ser que es la palabra) más
bien un refugio que una amenaza. Cuando rehúsa nombrar, cuando del nom-
bre hace algo oscuro, insignificante, testigo de una oscuridad primordial, lo
que, aquí, ha desaparecido --el sentido del nombre- está indiscutiblemente
destruido, pero en su lugar ha surgido la significación en general, el sentido de
la insignificancia incrustada en la palabra como expresión de la oscuridad de
la existencia, de modo que, si el sentido preciso de los términos se ha extingui-
do, ahora se afirma la posibilidad misma de significar, el poder vacío de dar
un sentido, extraña luz impersonal.
Negando el día, la literatura reconstruye el día como fatalidad; afirmando
la noche, encuentra la noche como la imposibilidad de la noche. Ahí está su
descubrimiento. Cuando es luz del mundo, el día nos aclara lo que nos permi-
te ver: es poder de agarrar, de vivir, respuesta «comprendida» en cada pregun-
ta. Pero si le pedimos cuentas al día, si llegamos a repeler/o para saber qué hay
antes del día, por debajo del día, descubrimos entonces que él ya está presente
y que lo que hay antes del día es todavía el día, pero como impotencia de desa-
parecer y no como poder de hacer aparecer, oscura necesidad y no libertad
esclarecedora. Así, pues, la naturaleza de lo que hay antes del día, de la exis-
tencia prediurna, es la cara oscura del día, y esta cara oscura no es el misterio
no desvelado de su comienzo, es su presencia inevitable, un «No es de día» que
se confunde con un «Ya es de día», coincidiendo su aparición con el momento
en que todavía no ha aparecido. El día, durante el trascurso del día, nos per-
mite escapar de las cosas, nos las hace comprender y, al hacérnoslas compren-
der, las vuelve transparentes y como nulas, - pero el día es de lo que no se
escapa: en él somos libres, pero precisamente él es fatalidad, y el día como fata-
lidad es el ser de lo que hay antes del día, la existencia de la que hay que des-
viarse para hablar y para comprender.
Desde determinado punto de vista, la literatura se reparte entre dos vertien-
tes. Está vuelta hacia el movimiento de negación por el que a las cosas se las
separa de sí mismas y se las destruye para ser conocidas, sometidas y comuni-
cadas. No se contenta con amparar este movimiento de negación con sus resul-
tados fragmentarios y sucesivos: quiere captarlo en sí mismo y conseguir sus
resultados por entero. Si la negación ha supuesto haber tenido razón de todo,
292
~
todas las cosas, tomadas una a una, remiten a ese todo irreal que ellas en su
conjunto constituyen, al mundo que es su sentido como conjunto, y éste es el
punto de vista que la literatura tiene como propio, mirando las cosas desde el
punto de vista de ese todo aún imaginario que éstas constituirían realmente
si la negación se pudiera realizar. De ahí el irrealismo, sombra que es su presa.
De ahí su desconfianza hacia las palabras, su urgencia por aplicar al propio
lenguaje el movimiento de negación y agotarlo, a él también, realizándolo
como el todo, a partir del cual cada término no sería nada.
Pero hay una segunda vertiente. La literatura es entonces la inquietud por
la realidad de las cosas, por su existencia desconocida, libre y silenciosa; es su
inocencia y su presencia prohibida, el ser que se encabrita ante la revelación,
el reto de lo que no quiere producirse afuera. Por ahí simpatiza con la oscuri-
dad, con la pasión sin objeto, con la violencia sin derecho, con todo lo que, en
el mundo, parece perpetuar la negativa a venir al mundo. Por ahí también se
alía con la realidad de/lenguaje, hace de él una materia sin contorno, un con-
tenido sin forma, una fuerza caprichosa e impersonal que no dice nada ni reve-
la nada, y se contenta con anunciar, a través de su negativa a decir algo, que
viene de la noche y retorna a la noche. Esta metamorfosis no es desacertada en
sí misma. Es muy verdadero que las palabras se transforman. No significan
ya la sombra, la tierra, no representan ya la ausencia de la sombra y de la tie-
rra que es el sentido, la claridad de la sombra, la transparencia de la tierra: la
opacidad es su respuesta; su habla es el roce ligero de las alas que se cierran;
la pesadez material se presenta en ellas con la densidad asfixiante de un revol-
tijo de st1abas que ha perdido todo sentido. La metamorfosis ha tenido lugar.
Pero en esta metamorfosis reaparecen, más allá del cambio que ha solidifica-
do, petrificado y llenado las palabras de estupor, el sentido de esta metamorfo-
sis que las esclarece y el sentido que tienen de su aparición como cosa, o bien,
todavía, si eso se produce, como existencia vaga, indeterminada, inasible,
donde nada aparece, seno de la profundidad sin apariencia. La literatura ha
vencido de hecho sobre el sentido de las palabras, pero lo que ha encontrado en
las palabras tomadas fuera de su sentido es el sentido convertido en cosa: es, de
este modo, el sentido, desgajado de sus condiciones, separado de sus momentos,
errando como poder vacío, con el cual no se puede hacer nada, poder sin poder,
simple impotencia de dejar de ser, pero que, a causa de ello, hace aparecer la
determinación propia de la existencia indeterminada y privada de sentido. En
este esfuerzo, la literatura no se limita a volver a encontrar en el interior lo que
ha querido abandonar en el umbral. Puesto que lo que encuentra, como siendo
lo interior, es el afuera, que, de puerta de salida que era, se ha transformado en
la imposibilidad de salir-y, en cuanto oscuridad de la existencia, es el ser del
día que, de luz explicativa y creadora de sentido, se ha convertido en el hosti-
gamiento de lo que no podemos dejar de comprender y en la obsesión asfixian-
293
 te de una razón sin principio, sin comienzo, de la que no se puede dar razón.
La literatura es esa experiencia por la que la conciencia descubre su ser en su
impotencia de perder la conciencia, en el movimiento en que, desapareciendo,
arrancándose de la singularidad de un yo, se reconstruye, más allá de la
inconsciencia, en una espontaneidad impersonal, el encarnizamiento de un
saber huraño, que no sabe nada, que nadie sabe y que la ignorancia encuentra
siempre detrás de sí como su sombra transformada en mirada.
Se puede entonces acusar al lenguaje de haberse convertido en una matra-
ca interminable de hablas, en lugar de en el silencio que procuraba alcanzar.
Se le puede hacer todavía el reproche de hundirse en las convenciones de la
literatura, él que quería absorberse en la existencia. Eso es verdad. Pero esta
matraca sin fin de palabras sin contenido, esta continuidad del habla a lo
ancho de un inmenso saqueo de palabras, tal es justamente la naturaleza pro-
funda del silencio que habla hasta en el mutismo, que es el habla vacía de
hablas, eco siempre parlante en medio del silencio. Del mismo modo, la litera-
tura, vigilancia ciega que queriendo escapar de sí se hunde cada vez más en su
propia obsesión, es la única traducción de la obsesión de la existencia, si ésta
es la imposibilidad misma de salir de la existencia, el ser que siempre se arro-
ja al ser, eso que en la profundidad sin fondo está ya en el fondo, abismo que
es aún fundamento del abismo, recurso contra el que no hay recurso 1•
La literatura está repartida entre dos pendientes. La dificultad está en que
ellas dos, aunque en apariencia inconciliables, no conducen a obras ni objeti-
vos distintos y en que el arte que pretende seguir una vertiente está ya en el
otro lado. La primera vertiente es la de la prosa significativa. Su objeto es
expresar las cosas en un lenguaje que las designe por su sentido. Todo el
mundo habla así; muchos escriben como se habla. Pero, sin abandonar este
lado del lenguaje, llega un momento en que el arte advierte la falta de hon-
radez del habla corriente y se aparta de ella. é·Qué le reprocha? Dice que care-
ce de sentido: le parece una locura creer que una cosa esté perfectamente pre-
sente en cada palabra por medio de la ausencia que la determina, y se pone
en busca de un lenguaje en que sea recobrada esta misma ausencia y la com-
prensión representada en su movimiento sin fin. No volvamos sobre esta acti-
tud, la hemos descrito con largueza. Pero é·qué se puede decir de un arte así?
¿Que es búsqueda de una forma pura, una vana inquietud por palabras vací-
1 En su libro De la existencia al existente, Enmanuel Levinas, con el nombre de
hay, ha sacado a la "luz" esa corriente anónima e impersonal del ser que precede a
todo ser, el ser que ya está presente en el seno de la desaparición, que regresa aún en
el fondo de la aniquilación, el ser como la fatalidad del ser, la nada como la existen-
cia: cuando no hay nada, hay ser. Ver también en Deucalion l.
294
.-!..
as? Todo lo contrario: no tiene a la vista más que el verdadero sentido; no se
preocupa más que de salvaguardar el movimiento por el que ese sentido se
convierte en verdad. Para ser justos, hay que considerarlo más significativo
que cualquier prosa corriente, la cual no vive más que de falsos sentidos: él
nos representa el mundo, nos enseña a descubrir su ser total, es el trabajo de
lo negativo en el mundo y para el mundo. ¿cómo no admirarlo como el arte
activo, vivo y claro por excelencia? Sin duda. Entonces hay que apreciar
como tal a Mallarmé que es su maestro.
En la otra vertiente, se vuelve a encontrar a Mallarmé. De una manera
general, se reúnen en ella los llamados poetas. é"Por qué? Porque se interesan
por la realidad del lenguaje, porque no se interesan por el mundo, sino por lo
que serían las cosas y los seres si no hubiera mundo; porque se entregan a la
literatura como a un poder impersonal que sólo procura engullirse y sumer-
girse. Si la poesía es así, por lo menos sabremos por qué debe ser retirada de
la historia en cuyo margen hace oír un extraño zumbido de insecto, y sabre-
mos también que ninguna obra que se deje deslizar por esta vertiente hacia la
vorágine puede llamarse obra de prosa. Pero é·qué es de ella? Todo el mundo
comprende que la literatura no se reparte, y que escoger precisamente en ella
su lugar, convencerse de que se está bien allí donde se ha querido estar, es
exponerse a la mayor confusión, puesto que la literatura insidiosamente nos
ha hecho pasar de una vertiente a otra, nos ha convertido en lo que no éramos.
Ahí está su traición, ahí también su retorcida verdad. Un novelista escribe con
la prosa más transparente, describe hombres que habríamos podido encontrar
y gestos que son los nuestros, su objetivo, dice, es expresar, según el modo de
Flaubert, la realidad de un mundo humano. Ahora bien, é·cuál es al fin el
único asunto de su obra? El horror de la existencia privada de mundo, el pro-
ceso mediante el cual lo que cesa de ser sigue siendo; lo que se olvida le debe
siempre cuentas a la memoria, lo que muere sólo encuentra la imposibilidad
de morir, lo que quiere alcanzar el más allá está siempre del lado de acá. Este
proceso es el día convertido en fatalidad, la conciencia cuya la luz no es ya
la lucidez de la vigilia sino el estupor de la falta de sueño, es la existencia sin
el ser, tal como la poesía tiene la intención de recobrarla detrás del sentido de
las palabras que la rechaza.
Y he aquí un hombre que observa más que escribe. Pasea por un bosque de
pinos, mira una avispa, recoge una piedra. Es una especie de sabio, pero el
sabio se borra ante lo que sabe, a veces ante lo que quiere saber, hombre que
aprende para el provecho de los hombres: se ha puesto de parte de las cosas,
es casi agua, un guijarro, un árbol, y cuando observa es por cuenta de las
cosas, cuando describe es la propia cosa quien se describe. Ahora bien, es ahí
donde está el rasgo sorprendente de esa transformación, puesto que como
escritor se llegaría a convertir en árbol -eso se puede hacer sin duda, e
295
incluso hacerlo hablar-, ¿qué escritor no lo lograría? Pero el árbol de Fran-
cis Ponge es un árbol que ha observado a Francis Ponge y él se describe tal
como imagina que éste podría describirlo. Extrañas descripciones. Por ciertos
rasgos, parecen totalmente humanas: sucede que el árbol conoce la debilidad
de los hombres que sólo hablan de lo que saben; pero todas aquellas metáfo-
ras tomadas prestadas del pintoresco mundo humano, esas imágenes que pro-
ducen imagen, en realidad representan el punto de vista de las cosas sobre el
hombre, la singularidad de un habla humana animada por la vida cósmica
y el poderío de los microbios; por eso, aliado de esas imágenes, de ciertas
nociones objetivas -ya que el árbol sabe que entre los dos mundos la ciencia
es un terreno de entendimiento- se deslizan reminiscencias llegadas del
fondo de la tierra, expresiones al borde de la metamorfosis, palabras donde,
por debajo de lo evidente, se insinúa la espesa fluidez del crecimiento vege-
tal. Estas descripciones, obra de una prosa perfectamente significativa,
¿quién no cree comprenderlas? c"Quién no se las atribuye al lado claro y
humano de la literatura? Y sin embargo no pertenecen al mundo, sino al
revés del mundo; no atestiguan a favor de la forma, sino de lo informe, y sólo
son claras para aquel que no penetra en ellas, a la inversa que las palabras
oraculares del árbol de Dodona -también un árbol- que eran oscuras pero
escondían un sentido: no son claras sino porque esconden su falta de sentido.
Verdaderamente, las descripciones de Ponge dan comienzo en el supuesto
momento en que, estando realizado el mundo, acabada la historia y habién-
dose vuelto casi humana la naturaleza, el habla se pone por delante de la
cosa y la cosa aprende a hablar. Ponge sorprende ese momento patético donde
se vuelven a encontrar, en la orilla del mundo, la existencia todavía muda y
aquella habla, ya lo sabemos, mortífera para la existencia. Desde el fondo del
mutismo, oye el esfuerzo de un lenguaje venido de antes del diluvio y, en el
habla clara del concepto, reconoce el trabajo profundo de los elementos. De
este modo llega a ser la voluntad mediadora entre lo que se eleva lentamen-
te hacia el habla y el habla que desciende lentamente hacia la tierra, expre-
sando, no la existencia anterior al día, sino la existencia posterior al día: el
mundo del fin del mundo.
¿Dónde comienza en una obra el instante en que las palabras llegan a ser
más fuertes que su sentido y el sentido más material que la palabra? ¿cuándo
pierde su nombre de prosa la prosa de Lautréamont? c"No se deja comprender
cada frase? c"No es lógica cada sucesión de frases? ¿y las palabras no dicen lo
que quieren decir? c"En qué instante, en ese dédalo de orden, en ese laberinto de
claridad, se ha extraviado el sentido? ¿En qué desvío el razonamiento advier-
te que ha cesado de «seguir», que algo en su lugar ha continuado, progresado,
concluido, semejante en todo a él, en quien ha creído reconocerse, hasta el
momento en que, despierto, descubre eso otro que ha tomado su lugar? Pero
296
regresa sobre sus pasos para denunciar al intruso, de repente la ilusión se disi-
pa, es a sí mismo a quien encuentra, la prosa de nuevo es prosa, de manera que
va más lejos y de nuevo se pierde, dejándose sustituir por una repugnante sus-
tancia material, parecida a una escalera que camina, a un corredor que se
desenrolla, razón cuya infalibilidad excluye a cualquier razonador, lógica con-
vertida en la «lógica de las cosas». ¿Dónde está, pues, la obra? Cada momen-
to tiene la claridad de un hermoso lenguaje que se habla, pero el conjunto tiene
el sentido opaco de una cosa que se come y que come, que devora, se engulle y
se reconstituye en el vano esfuerzo de cambiarse por nada.
¿No es Lautréamont un verdadero prosista? ¿Cuál es el estilo de Sade, si
no es la prosa? e" Quién escribe más claramente que él? ¿Quién es el que, for-
mado por el siglo menos poético, ignora más las inquietudes de una literatura
en busca de oscuridad? Y sin embargo, c"en qué obra se oye un ruido tan
impersonal, tan inhumano, «murmullo gigantesco y obsesivo» (dice Jean
Paulhan)? iPero eso no es sino un defecto! iDebilidad de un escritor incapaz
de escribir brevemente! Sin duda, un grave defecto: la literatura, la primera,
le acusa de ello. Pero lo que ella condena por un lado, por otro, se convierte
en mérito; lo que denuncia en nombre de la obra, lo admira como experien-
cia; lo que aparenta ser ilegible, ahí tenemos lo único que parece digno de ser
escrito. Y, al fin, se encuentra la gloria; más lejos, el olvido; más lejos, la
supervivencia anónima en el seno de una cultura muerta; más lejos, la perse-
verancia en la eternidad elemental. c"Dónde está el final? ¿Dónde está aque-
lla muerte que es la esperanza del lenguaje? Pero el lenguaje es la vida que
lleva consigo la muerte y se mantiene en ella.
Si se quiere volver a guiar a la literatura al movimiento que hace aprehen-
sibles todas sus ambigüedades, aquí lo tenemos: la literatura, como el habla
común, comienza con el fin, que es lo único capaz de permitirnos compren-
der. Para hablar debemos ver la muerte, verla detrás nuestro. Cuando habla-
mos, nos apoyamos en una tumba, y ese sepulcro vacío es lo que produce la ver-
dad del lenguaje, pero al mismo tiempo el vacío es realidad y la muerte se hace
ser. Hay ser -es decir, una verdad lógica y expresable- y hay un mundo, por-
que podemos destruir las cosas y suspender la existencia. Es por eso por lo que
se puede decir que hay ser, porque hay nada: la muerte es la posibilidad del
hombre, es su oportunidad, por ella nos queda el porvenir de un mundo aca-
bado; la muerte es la mayor esperanza de los hombres, su única esperanza de
ser hombres. Por eso es por lo que la existencia es su única angustia verdade-
ra, como bien lo ha demostrado Emmanuel Levinas\· la existencia les asusta,
no a causa de aquella muerte que podría poner en ella un término, sino porque
excluye la muerte, porque por debajo de la muerte ella está todavía allí, pre-
sencia en el fondo de la ausencia, día inexorable sobre el que se elevan y decli-
nan todos los días. Y, sin duda, morir es nuestra preocupación. Pero ¿por qué?
297
 Sucede que nosotros que morimos abandonamos justamente no sólo el mundo,
sino la muerte. Tal es la paradoja del último instante. La muerte trabaja con
nosotros en el mundo; poder que humaniza la naturaleza, que eleva la exis-
tencia al ser, ella está en nosotros como nuestra parte más humana; no es muer-
te más que en el mundo, el hombre sólo la conoce porque es hombre, y sólo es
hombre porque él es la muerte en devenir. Pero morir es romper el mundo; es
perder al hombre, aniquilar el ser; es por tanto perder también la muerte, per-
der lo que en ella y para mí hacía de ella la muerte. Mientras vivo, soy un hom-
bre mortal, pero cuando muero, al cesar de ser un hombre, ceso también de ser
mortal, no soy ya capaz de morir, y la muerte que se anuncia me horroriza, por-
que la veo tal como es: no ya muerte, sino imposibilidad de morir.
Algunas religiones han hecho de la imposibilidad de la muerte la inmorta-
lidad. Es decir, han procurado ((humanizar» el propio hecho que significa:
((Dejo de ser un hombre». Pero sólo el movimiento contrario hace imposible la
muerte: por medio de la muerte pierdo la ventaja de ser mortal, porque pierdo
la posibilidad de ser hombre; ser hombre al otro lado de la muerte no podría
tener más que este extraño sentido: ser, a pesar de la muerte, siempre capaz de
morir, continuar como si no tuviera nada que ver con la muerte, la cual, como
horizonte y la esperanza misma, no tendría otra salida que un ((seguid como si
nada>>, etc. Es lo que otras religiones han llamado la maldición de los renaci-
mientos: se muere, pero se malmuere porque se ha malvivido, se está condena-
do a volver a vivir, y se vuelve a vivir hasta que habiendo llegado a ser ente-
ramente hombre, se llega a ser, muriendo, un hombre bienaventurado: un hom-
bre verdaderamente muerto. Kufka, a través de la Cábala y las tradiciones
orientales, ha heredado este tema. El hombre entra en la noche, pero la noche
conduce al despertar, y helo ahí miseria. O bien el hombre muere, pero en rea-
lidad vive; va de ciudad en ciudad, arrastrado por los ríos, reconocido por
alguno, sin ayuda de nadie: mientras el error de la vieja muerte se ríe burlo-
namente a su cabecera; es una extraña condición, se ha olvidado de morir. Pero
otro cree vivir, sucede que ha olvidado haber muerto, y otro, sabiéndose muer-
to, lucha en vano por morir; la muerte está allá lejos, es el gran castillo que no
se puede alcanzar, y la vida estaba allá lejos, era el país natal que se ha aban-
donado por una falsa llamada; ahora sólo queda luchar, trabajar para morir
completamente, pero luchar es vivir aún; y todo lo que se acerca un poco a la
meta vuelve inaccesible la meta.
1 «¿No es tan original la angustia ante el ser -el horror del ser-, escribe, como
la angustia ante la muerte? ¿El miedo de ser tan original como el miedo por el ser?
Más original incluso porque de éste podría darse cuenta por aquél>> (De la existencia
al existente).
298
__.l
Kajka no hizo de este tema la expresión de un drama del más allá, sino que
ha buscado mediante él reapropiarse del hecho presente de nuestra condición.
Vio en la literatura el mejor medio, no solamente para descubrir esta condición,
sino incluso para intentar encontrarle una salida. Se trata de una bella ala-
banza, pero ¿es merecida? Es verdad que hay en la literatura una poderosa
astucia, una misteriosa mala fe que, permitiéndole jugar constantemente en dos
tableros, les da a los más honestos la loca esperanza de perder y entretanto
haber ganado. En primer lugar, trabaja, ella también, en el acontecer del
mundo; es civilización y cultura. Por ese concepto, ya une dos movimientos
contradictorios. Es negación, ya que vuelve a poner en la nada el lado inhu-
mano, no determinado, de las cosas, las define, las hace finitas, y es en este sen-
tido como ella verdaderamente es la obra de la muerte en el mundo. Pero, al
mismo tiempo, después de haber negado las cosas en su existencia, las conser-
va en su ser: hace que las cosas tengan un sentido, y la negación que es la
muerte manos a la obra es también el acontecer del sentido, la comprensión en
acto. La literatura, además, tiene un privilegio: rebasa el lugar y el momento
actuales para emplazarse en la periferia del mundo y como al final del tiem-
po, y es desde allí desde donde habla de las cosas y se ocupa de los hombres.
Con este nuevo poder parece que gana una autoridad eminente. Revelando en
cada momento el todo del que forma parte, le ayuda a tomar conciencia del
todo que no es y a convertirse en otro momento que será momento de otro todo:
y así sin interrupción; por ello puede creerse el mayor fermento de la historia.
Pero de ahí se sigue un inconveniente: este todo que representa no es sencilla-
mente una idea, puesto que está realizado y no formulado abstractamente,
pero no está realizado de una manera objetiva, ya que lo que hay de real en él
no es el todo, sino el lenguaje particular de una obra particular, inmersa en la
historia; además, el todo no se da como real, sino como ficticio, es decir, justa-
mente como todo: perspectiva del mundo, tomada desde ese punto imaginario
donde el mundo puede ser visto en su conjunto; se trata de una visión del
mundo que se realiza, como irreal, a partir de la realidad propia de/lenguaje.
Ahora bien, r:."con qué resultado? Por el lado de la tarea que es el mundo, a la
literatura ahora se la mira más bien como un estorbo que como una ayuda
seria; no es el resultado de un verdadero trabajo, puesto que no es realidad, sino
realización de un punto de vista que permanece irreal; es ajena a toda verda-
dera cultura, porque la cultura es el trabajo de un hombre transformándose
poco a poco en el tiempo y no el goce inmediato de una transformación ficticia
que desahucia no sólo al tiempo, sino al trabajo.
Desestimada por la historia, la literatura juega sobre otro tablero. Si no
está realmente en el mundo, trabajando para hacer el mundo, es que, por su
falta de ser (de realidad inteligible), está en relación con la existencia todavía
inhumana. Sí, lo reconoce, hay en su naturaleza un extraño deslizamiento
299
entre ser y no ser, presencia, ausencia, realidad e irrealidad. ¿Qué es una
obra? Palabras reales y una historia imaginaria, un mundo donde todo lo que
ocurre está tomado de la realidad, y ese mundo es inaccesible; personajes a los
que se da por vivos, pero que sabemos que su vida viene de no vivir (de que-
darse en ficción); entonces, ¿una pura nada? Pero el libro está aquí, se toca,
se leen las palabras que no se pueden cambiar; é"la nada de una idea, de algo
que sólo existe si es comprendido? Pero la ficción no se comprende, se vive en
las palabras a partir de las cuales se realiza, y es más real, para mí que la leo
o la escribo, que muchos acontecimientos reales, ya que se impregna de toda la
realidad del lenguaje y, a fuerza de existir, se cambia por mi vida. La litera-
tura no actúa: pero sucede que ella sumerge en aquel fondo de existencia que
no es ni ser ni nada, donde la esperanza de no hacer nada está radicalmente
suprimida. No es explicación, ni pura comprensión, ya que lo inexplicable
está presente en ella. Y expresa sin expresar, ofreciendo su lenguaje a eso que
se murmura en la ausencia de habla. La literatura aparece entonces vincula-
da a la extrañeza de la existencia que el ser ha desechado y que escapa de
cualquier categoría. El escritor se siente la presa de un poder impersonal que
no le deja vivir ni morir: la irresponsabilidad que no puede sortear se convierte
en traducción de esta muerte sin muerte que le aguarda al borde de la nada;
la inmortalidad literaria es el mismo movimiento por el que, hasta en medio
del mundo, un mundo minado por la existencia bruta, se insinúa la nausea de
una supervivencia que no lo es, de una muerte que no pone fin a nada. El
escritor que escribe una obra se suprime en esa obra, y se afirma en ella. Si la
ha escrito para deshacerse de sí, se encuentra con que esa obra le compromete
consigo y le vuelve a llamar a sí, y si la escribe para manifestarse y vivir en
ella, ve que lo que ha hecho no es nada, que la obra más grande no vale lo que
el acto más insignificante, y que le condena a una existencia que no es la suya
y a una vida que no es la vida. Más aún, ha escrito porque ha escuchado, en
el fondo del lenguaje, el trabajo de la muerte que prepara a los seres para la
verdad de su nombre: ha trabajado para esa nada y él mismo ha sido una
nada trabajando. Pero, realizando el vacío, se crea una obra, y la obra, naci-
da de la fidelidad a la muerte, no es ya finalmente capaz de morir y, a aquel
que quiso prepararse una muerte sin historia, sólo le aporta la irrisión de la
inmortalidad.
Así, pues, idónde está el poder de la literatura? Juega a trabajar en el
mundo y el mundo toma su trabajo por un juego nulo o peligroso. Se abre una
vía hacia la oscuridad de la existencia y no logra pronunciar el ((Nunca más>>
que suspendería su maldición. ¿Dónde está, pues, su fuerza? ¿por qué un hom-
bre, como Kajka, juzgaba que si tenía que malograr su destino, en ser escritor
residía para él la única manera de malograrlo de verdad? Es quizá un enigma
indescifrable, pero si lo es, el misterio viene entonces del derecho de la literatu-
'
300
_l
ra a afectar indiferentemente a cada uno de sus momentos y a cada uno de sus
resultados con signo negativo o con signo positivo. Extraño derecho, que está
vinculado al problema de la ambigüedad en general. ¿por qué hay ambigüe-
dad en el mundo? La ambigüedad es su propia respuesta. A ella sólo se res-
ponde encontrándola de nuevo en la ambigüedad de la respuesta, y la respues-
ta ambigua es una pregunta por el asunto de la ambigüedad. Uno de sus
medios de seducción es el deseo que provoca de ponerla en claro, lucha que se
asemeja a la lucha contra el mal de la que habla Kafka y que acaba en el mal,
(<igual que la lucha con las mujeres, que acaba en la cama>>.
La literatura es el lenguaje que se hace ambigüedad. La lengua corriente no
es necesariamente clara, no dice siempre lo que dice, el malentendido es tam-
bién una de sus vías. Es inevitable, sólo se habla haciendo de la palabra un
monstruo de dos caras, realidad que es presencia material y sentido que es
ausencia ideal. Pero la lengua corriente limita el equívoco. Encierra sólida-
mente la ausencia en una presencia, pone un término al entendimiento, al
movimiento indefinido de la comprensión; se limita el entendimiento, pero
también se limita el malentendido. En la literatura, la ambigüedad está como
entregada a sus excesos por las facilidades que encuentra y como agotada por
la extensión de los abusos que puede cometer. Uno diría que se ofrece una tram-
pa oculta para que desvele sus propias trampas y que, entregándose a ella sin
reservas, la literatura intenta retenerla fuera de la vista del mundo y fuera del
pensamiento del mundo, en un dominio en que se realiza sin poner nada en
peligro. La ambigüedad está ahí a la captura de sí misma. No sólo cada
momento del lenguaje puede llegar a ser ambiguo y decir alguna otra cosa que
no dice, sino que el sentido del lenguaje es incierto, de él no se sabe si expresa
o representa, si es una cosa o la significa; si está ahí para ser olvidado o si no
se hace olvidar más que para ser visto; si es transparente a causa del poco sen-
tido de lo que dice o claro por la exactitud con la que lo dice, oscuro porque dice
demasiado, opaco porque no dice nada. La ambigüedad está en todas partes:
en la apariencia fútil, pero lo que es más frívolo puede ser la máscara de lo
serio; en su desinterés, pero tras ese desinterés están las potencias del mundo
con las que ella pacta ignorándolas o incluso en ese desinterés es donde salva-
guarda el carácter absoluto de los valores sin los cuales la acción se interrum-
piría o llegaría a ser mortal; así pues, su irrealidad es principio de acción e
incapacidad de actuar: del mismo modo que la ficción es verdad en ella y tanto
más cuanto que es indiferencia hacia la verdad, del mismo modo que si se vin-
cula a la moral, se corrompe y si rechaza la moral, también se pervierte; del
mismo modo que no es nada si no es su propio fin, y no puede tener su fin en
ella, puesto que es sin fin, se acaba fuera de sí misma, en la historia, etc.
Todos esos requiebros del pro al contra -y los que han evocado estas pági-
nas- se explican sin duda por causas muy diversas. Se ha visto que la litera-
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 tura se entrega a tareas inconciliables. Se ha visto que del escritor al lector, del
trabajo a la obra, pasa por momentos opuestos y sólo se reconoce en la afirma-
ción de todos los momentos que se oponen. Pero todas estas contradicciones,
estas exigencias hostiles, estas divisiones y estas contrariedades, aunque dife-
rentes en origen, especie y significación, remiten todas a una ambigüedad últi-
ma, de la cual procede ese extraño efecto que consiste en atraer a la literatura
a un punto inestable donde puede cambiar indiferentemente no sólo de sentido
sino de signo.
Esta última vicisitud tiene en suspenso la obra de tal manera que puede ella
tomar a su voluntad un valor positivo o un valor negativo y, como si pivotara
invisiblemente alrededor de un eje invisible, entrar en la luz de las afirmacio-
nes y en el contraluz de las negaciones, sin que el estilo, el género o el tema pue-
dan dar cuenta de esa transformación radical. Ni el contenido de las palabras
ni su forma están en entredicho. Oscura, clara, poética, prosaica, insignifican-
te, importante, hablando de un guijarro, hablando de Dios, algo está presente
en la obra que no depende de sus caracteres y que en el fondo de sí está siem-
pre en vías de modificarla de arriba abajo. Todo pasa como si, en el seno de la
literatura y del lenguaje, más allá de los movimientos aparentes que los trans-
forman, estuviera en reserva un punto de inestabilidad, una potencia de meta-
morfosis sustancial capaz de cambiarlo todo sin cambiar nada. Esta inestabi-
lidad puede pasar por efecto de una fuerza disgregadora, puesto que por ella la
obra más sólida y la más dotada de fuerzas puede convertirse en obra de des-
gracia y de ruina, pero esta disgregación es también construcción, si brusca-
mente por medio suyo la angustia se hace esperanza y la destrucción elemento
de lo indestructible. ¿cómo puede tal inminencia de cambios, dada en la pro-
fundidad del lenguaje, fuera del sentido que le afecta y de la realidad de ese
lenguaje, estar no obstante presente en aquel sentido y en aquella realidad?
¿En la palabra, el sentido de esta palabra introduciría consigo algo que, garan-
tizando totalmente su significación precisa y sin producirle daño, sería capaz
de modificarla completamente y de modificar el valor material de la palabra?
e" Y habría, oculta en la intimidad del habla, una fuerza amiga y enemiga, un
arma hecha para construir y destruir, que actuaría detrás de la significación y
no en la significación? c"Hay que suponer un sentido del sentido de las pala-
bras que, al tiempo que lo determina, envolvería esa determinación en una
indeterminación ambigua en curso entre el sí y el no?
Pero nosotros no tenemos que suponer nada: a este sentido del sentido de las
palabras, que es de todos modos el movimiento de la palabra hacia su verdad
así como su regreso, por la realidad del lenguaje, al fondo oscuro de la exis-
tencia, a esa ausencia por la cual se aniquila la cosa, destruida para conver-
tirse en ser e idea, la hemos interrogado con largueza. Ella es esa vida que
lleva consigo la muerte y se mantiene en ella, la muerte, el poder prodi-
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gioso de lo negativo, o aún más, la libertad, por cuyo trabajo la existencia se
desprende de sí misma y se vuelve significativa. Ahora bien, de ningún modo
se puede evitar que, en el momento en que trabaja en la comprensión de las
cosas y, en el lenguaje, en la especificación de las palabras, este poderío no se
afirme como una posibilidad siempre distinta y no perpetúe un doble sentido
irreducible, una alternativa cuyos términos se recobran en una ambigüedad que
los vuelve idénticos al volverlos opuestos.
Si llamamos a este poderío la negación o la irrealidad o la muerte, eso quie-
re decir: la muerte, la negación y la irrealidad, trabajando en el fondo del len-
guaje, significan en él el acontecer de la verdad en el mundo, el ser inteligible
que se construye, el sentido que se forma. Pero, de repente, el signo cambia: el
sentido no representa ya la maravilla de comprender, sino que nos remite a la
nada de la muerte, y el ser inteligible no significa más que el rechazo de la exis-
tencia, y la preocupación absoluta por la verdad se traduce por la impotencia
para actuar verdaderamente. O bien la muerte se muestra como la potencia
civilizadora que desemboca en la comprensión del ser. Pero, al mismo tiempo,
la muerte que desemboca en el ser representa la locura absurda, la maldición
de la existencia que reúne en sí muerte y ser y no es ni ser ni muerte. La muer-
te desemboca en el ser: tal es la esperanza y tal es la tarea del hombre, porque
la propia nada ayuda a hacer el mundo, la nada es creadora del mundo en el
hombre que trabaja y que comprende. La muerte desemboca en el ser: tal es la
desgarradura del hombre, el origen de su desdichada suerte, pues por el hom-
bre viene la muerte al ser y por el hombre el sentido reposa en la nada; sólo
comprendemos privándonos de existir, haciendo posible la muerte, infectando
con la nada de la muerte lo que comprendemos, de manera que, si salimos del
ser, caemos fuera de la posibilidad de la muerte, y la salida se convierte en la
desaparición de cualquier salida.
En ese doble sentido inicial, que está en el fondo de cualquier habla como
una condena todavía ignorada y una dicha todavía invisible, la literatura
encuentra su origen, porque ella es la forma que él ha escogido para manifes-
tarse tras el sentido y el valor de las palabras, y la cuestión que él plantea es la
cuestión que plantea la literatura.
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