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Algunos aspectos de la democracia venezolana que están arraigados en el

sistema, son heredados de los previos regímenes. No sólo en los aspectos legales, sino
también en el comportamiento y forma de pensar del pueblo. Tanto en los medios como en la
calle, podemos darnos cuenta que a pesar de medio siglo de democracia, todavía le
otorgamos a las fuerzas armadas atribuciones que no deberían tener, no es posible que la
gente se pregunte en la calle si el Presidente tiene o no el apoyo del Ejército.
Hay que ser realistas, en una nación con una reciente y pálida democracia,
donde las instituciones no están todavía bien asentadas, es lógico que el apoyo del Ejército
es sin duda un factor inmenso de influencia en cuanto al poder político se refiere.
Especialmente si ha sufrido conflictos armados ocasionados por conflictos étnicos, como
sucede en Sierra Leona, Haití, Sudán, y otros.
Este ya no es el caso de Venezuela, una nación organizada al menos del punto
de vista institucional, a pesar incluso de los cambios que trajo la nueva Constitución del 99,
que añadió poderes ciudadanos, modificó el poder legislativo a unicameral y, entre otros
cambios importantes, agregó numerosos derechos para los ciudadanos. Dejando de lado el
hecho de que las nuevas instituciones todavía no terminan de ejercer sus competencias
como deben, o ni siquiera funcionar en lo absoluto, las ideas tuvieron aceptación y se vieron
como adelantos necesarios para nuestra democracia.
La Defensoria del Pueblo, figura que es un modelo sueco (Ombudsman), es una
de las instituciones que recientemente fueron añadidas con la intención de mejorar la calidad
de vida de los ciudadanos y asegurar sus derechos ante el Estado, auxiliando la figura del
Ministerio Público, que ni siquiera tenía las atribuciones que tiene ahora la primera. Otras
figuras, como el Consejo Moral Republicano, ni siquiera han sido conformadas por lo que no
ejercen gran papel todavía en la sociedad.
El Consejo Federal, otra institución que se quedó en el papel, fue creado para
promover la colaboración de los estados regionales entre ellos sin desligar al Ejecutivo
Nacional de las conversaciones para asegurar a los Gobernadores que en efecto sus
problemas llegan al gobierno Central. No encontramos razón para esto, pues en parte
nuestra Carta Magna fue auspiciada por el partido de gobierno, y resulta bizarro que después
de criticar la vieja Constitución por carecer de estas figuras, ahora no se den a la tarea de
llevarlas a la realidad. Igual ha sucedido con el tema legislativo, una Asamblea deficiente que
se delata aprobando 49 leyes habilitantes para que el Ejecutivo haga el trabajo que les
corresponde a ellos. Una Asamblea que ha fallado en la tarea de proveer a la sociedad con
nuevas leyes (incluyendo algunas concernientes a Poderes Públicos), cuando habían
establecido que serían más eficientes y cuidadosos con llevar a cabo lo necesario para
resolver las necesidades del Pueblo.
Un Tribunal Supremo distinto de la antigua Corte Suprema, ingeniado para ser
más eficiente y regularizar el trabajo del Legislativo, se ha dado a la tarea de legislar
también, gracias a la recién adquirida atribución de su Sala Constitucional con sus
sentencias de carácter vinculante (tarea en la que no ha sido brillante ni ha faltado la
polémica), siguiendo el modelo jurídico de las naciones modernas. Un poder electoral, con
atribuciones casi imposibles de cumplir, como auxiliar cualquier proceso que implique
sufragio en cualquier club, sindicato, partido político o asociación de vecinos que lo solicite;
además de tareas complicadas como vigilar el financiamiento de las organizaciones políticas
y manejar en general cualquier situación relacionada con el ejercicio del sufragio. Y el
Ejecutivo, encabezado por un Presidente que públicamente reniega de las instituciones y sus
decisiones cuando éstas no lo favorecen, que denigra a sus miembros y desconoce o ignora
sus decisiones.
Logramos distinguir entonces dos patrones, relacionados entre si por el manejo y
reacciones de quienes encabezan las instituciones: el primero, es el hecho de que en 5 años
de gobierno, la transitoriedad y las soluciones “temporales“ han estado a la orden del día;
con esta excusa se escudan cuando fracasan en sus deberes. Además de vergonzosa, la
transitoriedad es una situación peligrosa en democracia, pues implica que las instituciones
todavía no pueden valerse por si mismas para cumplir sus funciones, lo que justificaría la
transferencia de funciones al Ejecutivo de forma tal que casi completa una especie de
monopolio sobre el manejo del Estado dando al traste en la práctica con la separación de
poderes.
La segunda, es que nuestras presentes instituciones, debilitadas por el
menosprecio tanto de la gente como de el Ejecutivo que los encabeza, han demostrado una
falta de eficacia sin precedentes, lo que a corto plazo ha hecho bullir a la población en
protestas, marchas y muestras de descontento. A mediano plazo, a nuestro parecer, los
efectos podrían ser peores a nivel social, y aunado a la presente crisis económica, se
presentarían como una receta para el desastre si el Gobierno no modifica su actitud y mejora
las condiciones para que las instituciones ganen de nuevo la credibilidad de la que ahora no
pueden hacer gala.
Sería una combinación de factores lo que ha motivado el ostensible desarraigo
de la noción de funcionalidad y confianza en las instituciones por parte del pueblo. Sin
embargo no todo ha sido fracaso en cuanto al nuevo ordenamiento, pues bastantes debates
y protestas han sido justamente puestas en práctica de manera efectiva por el pueblo.
Para terminar, hemos entendido que todos los procesos de cambio llevados a
cabo (y sufridos, en parte) en los últimos años, eran necesarios para la modernización de
nuestro sistema, pero quizá la manera en la que fueron realizados no ayudaron a que
calzaran bien los nuevos conceptos a nivel social. Lo abrupto de los cambios contrasta con
la lentitud de su puesta en práctica y adaptación, tanto por los ciudadanos como por el
Gobierno Nacional; lo que nos lleva a otra conclusión, que quizá cae de madura por lo obvia
pero que nos cuesta reconocer: Venezuela, que ha sufrido de interrumpidos Gobiernos
desde su existencia como República, vuelve a caer después de años de estabilidad en el
viejo esquema de los cambios radicales llevados adelante por líderes caudillescos, cuyo
rostro se vuelve la bandera de sus proyectos que aplauden los adeptos a su ideología.
Esperemos que el desenlace solo sirva para la maduración política y social del
comportamiento ciudadano en el país, y los canales de reconstrucción pasen por las vías de
la institucionalidad, esa característica tan importante del modelo democrático que por tanto
tiempo hemos aplicado con orgullo.

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