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Género: Suspenso, siniestro.

Premisa: Raymundo Carrasco despierta de una reseca y se encuentra con que su esposa
está desaparecida. Ante aquella ausencia, decide cuidar de la casa, solo. Pero un suceso
atroz es inminente.
Argumento: Raymundo Carrasco Palacios parece ser un adulto mayor muy trabajador,
vive sólo con su mujer. Se mantiene en el oficio de la carpintería y vive humilde y
tranquilamente. Cuando sufre de catarro no tiene los suficientes cuidados y se va
deteriorando su sentido del oído, eso lo pone de mal humor y lo hace cambiar de
temperamento, de un carácter contrario a su distintiva personalidad afable.
Ambientación: Interior de la casa, taller de carpintería, jardín.
Personajes principales: Raymundo Carrasco, Hugo Escamilla.
Personajes recurrentes: Regalo, Duque (caninos). Policías, comadre Juana.
DATOS GENERALES:
Raymundo Carrasco Palacios. Muere en el 93 cáncer en el estómago. Fábrica de textiles-
sordera. 15 de marzo.
Ma. De la Luz Carrasco Espinosa
Regalo: cruza de pastor alemán, negro con café. Cola larga.
Felipe Vargas, Col. La Escondida.
Justino Fernández #101, Col. La Escondida
El germen de la naturaleza.

Don Raymundo Carrasco Palacios era muy humilde y activo, en los años sesentas
trabajaba en una fábrica de textiles, sin embargo, ésta se vio en la necesidad de liquidar a
su mano de obra por falta de recursos financieros. La situación no desalentó a Raymundo,
al contrario, emprendió su propio negocio de forma autogestora, le iba bastante bien.
Los descuidos con su persona no hicieron más que causarle un irreversible catarro que le
estimularía una degeneración en su sentido del oído. Con todo, no se detuvo a usar un
aparato para la sordera. Por supuesto, había días malos, le gritaba a su esposa y llegaba
a arrojarle cosas por tan acentuada impotencia, mas nunca le puso una mano encima; se
perdía en la rapidez con la que usaban las personas su boca, fue como empezar a
escuchar un montón de ruidos suaves sin significado. Una vez, una empresa que
producía quesos le suplicó que repara una de sus máquinas, porque igual era intuitivo
para resolver esos detalles. Llegando al almacén estaban moviendo material pesado, en
negligencia de los obreros, se le fue a incrustar una varilla de hierro a su artefacto que en
vez de beneficiarle le adolecería. El aborrecimiento conformaría su vida diaria, más aun
cuando tomaba alcohol.
Cierto día, al despertar, no podía doblar el cuello y le dolía espantosamente la espalda.
Tenía la cabeza punzante, la noche anterior había perdido el conocimiento gracias a su
vicio, era ya un problema mayor a un hábito dominical. Llamó a su mujer por su
sobrenombre, pero, como no obtuvo respuesta alguna, lo más razonable que pudo pensar
fue que había salido al mercado desde temprano. Permaneció un buen rato en su
habitación, en lo que se aseaba, vestía y arreglaba el desorden del mismo lugar.
Bajó a su taller de carpintería, alojado en una parte de donde se instala la cochera.
Necesitaba algunas herramientas para cortar y encajar piezas de muebles que le
solicitaron y de los cuales ya le habían dado un anticipo del pago, para que quedaran
terminados a la siguiente semana. Trató de conservar la calma, puesto que ya llevaba
casi media hora buscando sus instrumentos para facilitarle la labor, ya que aún no sabía
manejar las velocidades de la caladora eléctrica correctamente
Se fue al patio trasero para darse un respiro, las manos las tenía puestas en la nuca y los
hombros alzados; daba caminatas de ida y vuelta, a veces lineales, otras, circulares. De
improviso, tropezó. Era la punta del mango de su martillo, sobresalía un poco de la tierra,
en un intento por ocultarlo; escarbó en la superficie lo suficiente para descubrir que había
más de su equipo ahí escondido. Se quedó estupefacto y mientras limpiaba con un
pañuelo húmedo su material para comenzar a trozar la madera, alguien tocó el timbre.
Era Juana, su comadre y la de su esposa, Lucha. Preguntó si su amiga ya se encontraba
en casa porque la vio presurosa en la plaza comprando alimentos.
– ¿Está usted segura que era mi María, comadre? – Preguntó Raymundo, desconcertado.
– Estoy completamente convencida. No la vi de frente, pero podría jurar que ese cabello
trenzado y esa bolsa del mandado eran de ella. – Contestó Juana, alargando las palabras.
Hizo una pausa para proseguir:
– Creo que sé por qué no volteó cuando la llamé de lejos. Anoche me mencionó por
teléfono que se había tropezado por las escaleras y que iba a ir a urgencias a que le
hicieran algunas puntadas, se hizo un corte en la mejilla; nada grave. Pero quizá no
quería que viera su rostro inflamado. – Finalizó con un brillo de tristeza en sus ojos.

– Estaba preocupado, pero ahora que me dice eso, lo estoy todavía más ¿por qué no
estaba enterado? ¿Sabe algo más? – dijo afectado don Raymundo. Tratando de procesar
la lectura de labios de su comadre.

– ¡Ay compadre! Pues va a decir que qué entrometida soy ¿verda? Pero desde que usté
se puso más delicado, se ha descarriado del camino ¿Quiere un consejo? Cuide mucho
de mi comadrita; no me la haga pasar corajes, porque, aquí entre nos, creo que ella le
tiene más paciencia a usté que al revés. – amonestó Juana

– Pues usted me disculpará, comadre. Pero tengo que armar mobiliario para amoblar una
casa que recién construyeron en la colonia de Jardines del Sur. Avíseme si sabe algo más
de Lucha, que tenga buena tarde, Juana. – Cerró la puerta en seco sin dejar que su
vecina se despidiera.

Más que sentirse culpable por el trato que dio a su parienta sin ser meritorio, Raymundo
se sentía afligido porque consideró la pérdida de la confianza en él y su alma gemela.
Pero, así como tenía la esperanza de recobrar el sentido del oído, guardaba el anhelo de
reconciliarse con su compañera de vida.

Aquella noche sufrió de insomnio. Estaba transpirando sudor frío y su sueño era bastante
liviano, se levantaba constantemente a la cocina con la ilusión de encontrar a su amada
preparando un banquete, como solía hacerlo cuando se aproximaba un cumpleaños o
evento oportuno, antes de que cantara el gallo. Pero ni siquiera daba la medianoche aún.
Imaginaba todas esas caras iluminadas, su residencia colmada de allegados con ánimos
de ayudar en cualquier encomienda que se les requiriera, desde batir claras de huevos,
desvenar chiles, hasta destripar aves; sólo los menos nauseabundos se encargaban de
esta última tarea. Por supuesto que, para una ocasión especial era necesario lavar la
mantelería fina y desempolvar su delicada cristalería. Su vivienda lejos de estar convivida
¡Tenía el espíritu de los que la cohabitaban!... En ese instante, Raymundo estaba solo con
su soledad y el poco alumbramiento que lo acogía, provenía de un faro posicionado a la
esquina de su casa.

La fantasía se esfumó al prevenirse de la cercanía de unos jóvenes, apenas y oía un


rumor de sus voces, pero independiente a eso, le estremecían sus risas incómodas. Intuía
que su única presencia no llevaría a buenas consecuencias. Se asomó desde la ventana
de su cuarto para ver mejor a esos rufianes, todo el grupo tenía sujetas botellas de vidrio
con poco contenido de alcohol, lo estaban desperdiciando. El que aparentaba ser el líder
por llevarse más pesado con los demás, tenía la cabeza abrigada con gorro negro de lana
y una chaqueta de fibra de algodón con unos parches, además de un tatuaje identificable
en el dorso de su mano: Un tigre con sus fauces abiertas y un puño en llamas. Don
Raymundo decidió despreocuparse por los muchachos, ya tenía de qué inquietarse lo
suficiente; tomó un par de píldoras como calmantes.
Al despertar, se sentía agotado tanto física como mentalmente; las venas de sus manos y
muñecas estaban saltadas por el esfuerzo sobrehumano que realizó la noche anterior y
mostraba contusiones en los antebrazos, además de leves quemaduras en distintas
partes del cuerpo.
Bajó con la mínima expectativa de hallar a María en un rincón de alguna estancia, sin
embargo, en su lugar acertó con el punto del caos, la sala de estar. Un sillón estaba
desgarrado y su pieza favorita de porcelana estaba destrozada, sin mencionar que su
mesa de centro estaba partida. Revisó la entrada y como lo supuso, estaba forzada.
Inmediatamente llamó a la policía. El conflicto sólo se había agravado. No podía por lo
menos preguntarle a su hija del paradero de su madre, ya que ella apenas y podía juntar
unos centavos para hacer la osadía de llamar por unos minutos a un teléfono público
rarísimas ocasiones, para decirle a su mujer y a él que se hallaba bien; su marido la tenía
muy reprimida y no tenía escapatoria por el momento, cuidaba de una niña pequeña.

– ¿Podría detallarnos su versión de los hechos? – Preguntó un oficial moreno y obeso,


con un pequeño cuaderno en su mano, apoyado en su barriga. El otro agente aguardaba
en la patrulla.
– Creo que a usted no lo había visto antes, ni a su acompañante. Mire, lo que pasa es
que, tengo hipoacusia. Ojalá sea tan amable de hablar despacio para observar con mayor
claridad las gesticulaciones de su boca. Mi reporte es en acusación de allanamiento de
morada y sobre la desaparición de mi esposa, María de la Luz Espinoza, desde hace un
día.
– ¿Quiere que revise sus fusibles, señor? Por algo no tiene prendidas sus luces – Dijo el
sujeto uniformado, ya con un pie dentro de la casa.
Don Raymundo no pudo decirle que no. El policía pasó por el jardín y vio humo que salía
de un horno de ladrillos con pedazos de leña repartida en los costados, una línea fina
naranja que salía del fogón pintaba con colores cálidos el espacio abierto. Cuando
abrieron la caja de cortacorriente la sorpresa no fue muy grata. Los cables estaban
pelados.
–Parece que la persona que delinquió lo tenía fríamente calculado. ¿Notó algo en
particular anoche? ¿Algo que nos diera indicios de quién fue el culpable?
–Pues vi a unos adolescentes mofándose entre ellos, nada relevante.
– ¿Puede describir los rasgos de alguno de ellos?
Don Raymundo dictó las señas del líder de la banda. Con la explicación del atuendo y el
tatuaje bastó para identificar al presunto culpable, ya que el chaval tenía antecedentes de
vandalismo. El policía le dijo al señor Raymundo que cuidara y tratara las heridas, incluida
la mordedura de perro que intentaba disimular y que lo tuviera al tanto de la fechoría si
encontraba algo fuera de lugar; iba a interrogar al bribón, Hugo.
El humilde y exhausto Raymundo inspeccionó en la planta baja, donde transcurrió la
escena del crimen, pero no localizó algo inusual. En cambio, sintió invadida su intimidad,
aunque no tomaran algo de valor presentía que el agresor ahora conocía cada escondite
de la casa.
Cuando intentaron sonsacar a Hugo en la jefatura de la comisaría, estaba aterrado.
Declaró que caída la tarde estaba de ocioso con sus amigos, no obstante, no recordaba
mucho de lo que aconteció porque estaba ebrio. Dijo que pudo haber sido capaz de
semejante acción porque cuando él y sus colegas estaban beodos se imponían retos que
en su avance eran más complejos, pero aseguró que no podía haber sido un asalto
premeditado porque poco había pisado en los alrededores del terreno donde vivía el
modesto trabajador. Mandaron traer un médico a que revisara los signos vitales de Hugo,
tenía la presión baja por su sobresalto. Los delegados no sabían si creerle o no, porque
no era la primera vez que entraba a ese cuarto, empero, previamente no tenía ganas de
desmayarse. Le ofrecieron una pastilla para relajarse. El chico también confesó que sus
compañeros se habían ido al Norte del país ya que un tío de ellos les brindó trabajo como
repartidor a minutos de la frontera y necesitaba quien le ayudara. Pero, prometió hacerse
responsable de los daños que hubiera o no suscitado. Don Raymundo, que tenía apenas
encendido su sentido del oído, escuchó como se quebraba la voz de Hugo y se le partió el
corazón; no presentó cargos, por el contrario, quería ayudarlo. Así que lo llevó a su hogar
en vez de que lo enviaran a un reformatorio, a que lo ayudara con las ocupaciones
domésticas, como regar las plantas y alimentar a los perros, Duque y regalo; de igual
modo, a las faenas de su empleo, la carpintería.
Todos los días siguientes los oficiales, el moreno y obeso al lado del apiñonado y flaco,
recibían a Hugo desde su casa y lo custodiaban con esposas hasta la casa de don
Raymundo. El joven se afanaba con enorme gratitud a las comisiones, presentaba mucha
voluntad al echarle la mano al enfermizo don Raymundo, se sentía útil.
Cuanto más se componía la vida del mancebo, más ruin se volvía la del anciano. Los
canes preferían su comida en manos de Hugo, a pesar de eso, don Raymundo le quiso
seguir enseñando para que madurara en un ambiente de lo menos adverso. Pasadas las
tres semanas, les avisó a los policías que Hugo podía acudir sin necesidad de ser
escoltado; le tenía fe, ya lo estimaba como a un hijo de sus compadres.
Los días transcurrían y quedaban en el vacío, pese a aquello, era incapaz de enterrar el
recuerdo de su estimada pareja, la echaba mucho de menos al igual que su cruza de
pastores, que ultimadamente le hacían más caso, se dejaban mimar y éstos a su vez
externaban su tristeza por el abandono. Las plantas también lo resentían, sin importar que
se regaran de modo continuo se tornaban grises, estaba creciendo maleza en el jardín
que era complicada de desenraizar, sus rizomas estaban muy profundos.
Eran pronto cinco semanas que se iban a concluir después del advenimiento que les
cambiara la vida a las dos almas desamparadas. El veterano Raymundo le planeó una
comida al ya íntegro Hugo, invitó a poca gente, por la mala fama y difidencia que había
conseguido el crío en el pasado; fue plácido contar con la asistencia de todos los
participantes, el mozo fue tratado con cariño, lo besaban en el cachete y le despeinaban
el copete. Fue una reunión muy amena. Terminó algo tarde el festejo y Raymundo le
exhortó a Hugo no saliera a la calle porque era peligroso, que se acomodara como
huésped y que se alojara en uno de los cuartos que tuviese sábanas limpias.
En horas de vela, Raymundo tenía la ansiedad de recordar el rostro de Lucha. Acarició la
frazada dibujando con sus yemas la silueta de su mujer recostada, doblando las rodillas.
Tomó su libreta de notas en la oscuridad, no quiso presionar el interruptor, quería forzar a
su memoria a traer frescas sus características faciales, como si no hubiese pasado un
solo día desde que se fue. Algunos de esos apuntes eran rápidos, para agilizar su
muñeca, otros, eran detenidos y detallados; si bien, confusos a falta de luz. Escrutó el
librillo, como era su costumbre y descubrió un sobre blanco, en él contenía una carta de
Lucha, donde expresaba sus deseos enardecidos de volver a la vida que llevaban y que
tarde que temprano, regresaría. Sólo había un problema con la carta, estaba escrita días
antes de que se fuera ¿Lo tenía todo planeado? Las palabras en su escrito eran dulces
¿Cómo pudo ella haber sido tan cruel? Estrujó la hoja sobre su pecho y sollozó.
Bajó las escaleras porque sintió un ligero temblor, vio como una opción el salirse de su
casa para estar a salvo, si se derrumbaba la estructura no le caería nada encima; Hugo
iba detrás suyo. La maleza del patio estaba más irregular de lo normal y desprendía un
olor hediondo. Mosquitos empezaron a llegar, atraídos por la tenue iluminación, no pasó
mucho tiempo para que su pululación afectara la tranquilidad de los dos inquilinos;
Raymundo no se explicaba porque los zumbidos le causaban muchos escalofríos, estaba
prácticamente sordo. Cuando iban de vuelta a refugiarse hubo una réplica de la sacudida,
sólo para empeorar el ambiente, acaeció una fisura y en su interior parecía moverse parte
de la espesa vegetación. Hugo tropezó y cayó, por fortuna pudo sostenerse con una de
las raíces de la mala hiedra.
Raymundo jalaba con todas sus fuerzas, pero parecía ser que un vigor sobrenatural tiraba
de los pies de Hugo, no quería que se lo llevara.
De pronto, al verlo tan expuesto, tan vulnerable, reconoció su imitación, lo asqueó.
- Nos volveremos a ver – Dijo Raymundo con una mueca maliciosa y soltó su mano.
Subió a su coche, arrancó torpemente al ajustar las llaves, no había manejado desde
hacía tiempo. Tenía su sobre blanco al lado. Dejó una nube de humo a sus espaldas
mientras algunos vecinos salían de sus casas, interrumpidos por el ruido.

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