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Cuando los españoles llegaron a las Islas Canarias, los guanches usaban
las llamadas pintaderas a manera de sellos para estamparse repetidas
series de dibujos en la piel. Lo mismo sucedió cuando llegaron a México.
Por su Tatto Parlor pasó la nobleza y burguesía londinense del XIX que
pagaba cinco chelines por tatuarse las iniciales, o cinco libras por tatuarse
un dragón. Como la señora Williams se había grabado un ancla dorada en
la vecindad de salva sea la parte, su marido estaba dispuesto a mostrarla
previo pago de una tarifa especial, lo que le valió según cierto
comentarista de la época, ser acusado de proxeneta, cargo que en la
sociedad puritana de entonces no era cualquier cosa.
No obstante este uso, el rey persa Jerjes marcaba con su sello a los
prisioneros de guerra, relegándolos a la esclavitud. En Roma a los
esclavos se les tatuaba en la frente con el sello de su dueño.
Para disimular esa marca surgió la moda del flequillo romano que cubría
hasta las cejas, moda que luego se consolidó y extendió a toda la
población joven. Si el esclavo era liberado trataba de destatuarse, pero
era peor el remedio que la enfermedad, porque se notaba aún más.
Todavía en el siglo XIX era frecuente ver tatuajes de esta índole entre los
cristianos de algunos puntos de Italia e incluso en Jerusalén.
Los autores clásicos hablan del tatuaje como práctica de los pueblos
tracios, galos y germanos. Heredero acaso de aquella práctica es el
hecho de que en la España medieval Alfonso X el Sabio escriba en
sus Siete Partidas como cosa que un caballero debe practicar.
También tuvo que ver esta práctica con elementos sociales tan
importantes como la venganza tribal: los miembros del clan se tatuaban
en un ritual de hermanamiento. Todavía en lugares de Túnez se relaciona
el tatuaje con un proverbio que dice: “La sangre ha corrido: la desgracia
ha pasado”, estando connotada su práctica de sacrificio capaz de torcer
el rumbo negativo de las cosas.