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N° 1.

Esa misma Iglesia que antaño fue admirada en nuestro país, por la lucha contra los abusos
ante la dignidad y vida de tantos hombres y mujeres debido a que se atrevió a alzar la voz frente
a los que ostentaban el poder. Hoy es una Iglesia en crisis de valoración social, que ha perdido
credibilidad, es aquella que se critica por lo que dice, cómo lo dice y cuándo lo dice, para qué
decir por lo que hace.
Sabemos que la sociedad chilena está en un profundo proceso de cambio social y de
mentalidad, pasamos de ser esa sociedad que callaba su descontento y rabia, que hablaba por la
espalda, que hacía el reclamo anónimo y bajo perfil, a todo lo contrario. Las nuevas generaciones
se han empoderado -y en buena hora- de su derecho a manifestar su opinión y han llevado
también a los más viejos a adentrarse en esta realidad. Ya el chileno(a) no calla, no traga sin
masticar, como se diría en un dicho popular “no comulga con ruedas de carreta” , sin embargo, junto
con esta constatación, hay que señalar que nuestra sociedad se ha vuelto en extremo desconfiada,
cuestionadora y enjuiciadora. Las redes sociales se han convertido en el púlpito para hacer ver
cada postura y confrontarla con la de los demás, muchas veces perdiendo el respeto, la empatía,
y hasta la racionalidad, las falacias ad hominem son -general y lamentablemente- el recurso principal
utilizado producto de que la verdad a perdido su objetividad, muy por el contrario, la opinión y
el argumento desde mi vereda, por lo tanto desde mi subjetividad, toma carácter de ortodoxia.
Sin embargo, no deseo que estos puntos de vistas sean el centro de esta pequeña
reflexión, sino -y volviendo a la idea del comienzo- es tratar de encontrar alguna respuesta acerca
de este descontento, y el, o los motivos por los que la Iglesia es tan criticada por las personas
que ni siquiera la conocen, averiguan ni participan de ella (al menos en gran parte de los
opinantes, de ahí se entiende la liviandad de sus argumentos). Es cierto que hay una dicotomía
en cuanto que cuando la Iglesia se pronuncia respecto de temas de índole social es muy
escuchada, porque para nadie es un misterio la cantidad de obras que de ella nacen y van en
directa ayuda de los más desposeídos, sin embargo, no es así cuando habla en cuestiones morales.
Es cierto que a veces se nos pasa la mano en querer imponer posturas a todos como si
se tratara de un país que no se ha declarado laico, al menos constitucionalmente, ejemplo de ello
son todas estas campañas en defensa de la vida de los no nacidos. Esto nos debe llevar a pensar
en ¿cómo hemos estado evangelizando? ¿En dónde se ha fundamentado nuestro mensaje? ¿Cuál
es el centro de éste? Todas estas preguntas me han venido haciendo ruido desde hace un tiempo.
Es cierto que me duelen las críticas y comparto muchas de ellas, pero más me duele el hecho de
que en muchas de ellas nosotros como Iglesia hemos tenido toda la responsabilidad.
Pienso, y en continuación con las ideas anteriormente dichas, que nuestra postura frente
a la sociedad es totalmente anticristiana, sí, anticristiana, puesto que, hemos venido haciendo
justamente lo contrario a lo que hizo Jesucristo, quien no impuso a nadie el nuevo paradigma en
la relación con el Padre, el Reino y con él mismo -y pudiéndolo hacer perfectamente por ser
Dios- porque respetó la libertad de sus coterráneos y coetáneos. Sin embargo, nosotros tratamos
de imponer nuestra fe, muchas veces pasando a llevar la libertad de todos, queremos imponer
un cristianismo basado en el deber ser que nos orienta la doctrina y no un cristianismo liberador
que se basa en las enseñanzas de Jesús.
Pienso, además, acerca de cómo no nos van a reclamar nuestra falta de caridad quienes
han estado “dentro” de la Iglesia y que por algunos motivos han dejado su servicio en ella, y sí,
pienso en sacerdotes, diáconos, seminaristas, religiosos y religiosas que alguna vez se
identificaron con el mensaje de Jesucristo expresado en y por la Iglesia. ¿Cuántos de ellos no se
han sentido solos? ¿a cuántos hemos visitado o llamado para ofrecerles un hombro, un oído, una
mano? Y no se trata de hacer juicios morales de los motivos de su retiro, se trata de acompañar,
de estar, incluso de perdonar. Pienso también en aquellos que se sintieron decepcionados por el
actuar de miembros del clero, religiosas y agentes pastorales que viven anquilosados en un
modelo pastoral decimonónico, autoritario, del porque sí, y no se han abierto al aire nuevo y
fresco del Vaticano II que sin perder la noción de los roles invita a una vivencia de la fe en la
transversalidad en dónde la participación y la comunidad son ejes centrales de esta nueva visión
de Iglesia.
Pienso en las mujeres de nuestra Iglesia tan postergadas en la práctica, aunque se diga
que su importancia es capital en el funcionamiento de ella, y vaya que lo es, pero ello no quita
que siempre ha sido guiada por hombres. Pienso en los separados(as), divorciados(as), modelos
monoparentales de familia u otros tipos de ellas, en las personas con una orientación sexual
distinta, en fin, en tantos que no han sido acogidos como se debiese por el solo hecho de ser
personas, hijos del mismo “Padre nuestro”, hermanos del mismo “Hijo” y bautizados por el
mismo “Espíritu”. Pienso también en aquellos que sin ser formalmente parte se identifican en
algo con la Iglesia, pero hay algo que los frena y también pienso en los que no se interesan en
ser parte, en los que nos miran desde la vereda del racionalismo, de la increencia y de la
indiferencia, pienso en ellos y en cómo nos paramos delante de sus planteamientos desde la
atalaya de la superioridad, del saberlo todo, del creer tener la respuesta de todo.
Y con esto -quiero dejar en claro- no contradigo mi creencia en que Jesús es la utopía del
ser humano (entiéndase utopía como el modelo al que se debe aspirar y no solamente como se
entiende actualmente en el sentido de irrealizable, como un imposible), creo que es el modelo
perfecto de humanidad, creo que nos enseña a vivir en la libertad que nos da el amar, creo que
nos muestra el camino para vivir una vida plena y realizada en cuanto es con otro(s) y para
otro(s), es decir una vida donada. De modo que, insisto y explicito, mi cuestionamiento va a la
manera, la forma, la práctica pastoral que, creo, se ha alejado de su centro que es la misma
práctica de Jesús.
Y es que mi constatación -aunque en realidad no tan solo mía- es que estas críticas toman
fuerza y valor desde el momento en que pusimos como centro, como eje, como ortodoxia al
Magisterio, la doctrina, el Código de Derecho Canónico usurpándole su lugar al Evangelio, que
en definitiva es nuestra Carta Magna. Y con esto no señalo que tanto el Magisterio como lo
demás no sean importantes, lo son y mucho. Sin embargo, son interpretaciones de una sola
Verdad, son planteamientos cuyas ideas fuerzas son perennes, no así su formulación. De modo
que el lenguaje, el método, la verbalización y por tanto la encarnación de la palabra puede y debe
ajustarse al contexto y tiempo, debe renovarse y plantearse sin perder -insisto- su verdad. Debe
también saber responder a las problemáticas antropológicas y sociológicas actuales, pero desde
la perspectiva de Jesucristo y su evangelio, desde su metodología.
En mi opinión, creo que se ha de potenciar el encuentro con Jesucristo y desde allí ir
profundizando doctrinalmente o ir dándole paso al Magisterio, sin embargo, partimos desde el
deber ser que nos señalan los mandamientos y la doctrina para llegar a su fundamento que es
Cristo. Y ¿qué produce esta realidad?, que nos mostremos como paladines de una ética y no de
una persona, Jesucristo. Sé que mis argumentos pueden parecer relativistas, que no cuidan el
tesoro del mensaje de la Iglesia, sin embargo, mi crítica parte justamente de la gran ponderación
que tengo de este mensaje, pero no de lo legal o filosófico-teológico (entendiendo y estudiando
su aporte), sino de lo que he experimentado como transformador y liberador a tal punto que me
atrevo a escribir esto, porque en el amor no hay lugar para el temor (1Jn 4, 18), esto es: del
Evangelio de Jesucristo que vino a hacer el bien (Hch 10,38), que se encarnó para cumplir la
promesa de anunciar la buena noticia a los pobres; proclamar la liberación a los cautivos, dar vista a los ciegos,
libertar a los oprimidos (Lc 4,18s) y que nos trae, en definitiva la salvación de una vida vana y sin
sentido a través de la vivencia del amor (cf Mt 25, 31-46; 18, 6-35; Mc 12, 41-44; Lc 6, 27-36; 10,
25-37; Jn 13, 3-5. 33-35).
Aún confío en que se puede cambiar la realidad, que aprenderemos a dialogar con la
cultura actual sin esa mirada paternalista y a veces autorreferente, sino desde el reconocer la
riqueza que hay fuera de la Iglesia y que nos puede acercar a las personas que también buscan
hacer el bien obedeciendo y siendo fieles a la riqueza de su ser personas. Confío en que se abrirán
las puertas a todos sin poner o reparar en algo que les haga sentirse ajenos, sino que -por el
contrarios- se sientan, pero sobre todo, se sepan amados por Aquel que nos amó primero y
también por nosotros. Confío en que la última palabra la tendrá el Señor y no nuestra doctrina
o cánones, que pueden ayudar a encausar nuestra vida de fe, pero que no son en sí una realidad
soteriológica.
Espero que de verdad seamos humildes y agradecidos de este tiempo difícil, para que lo
sepamos apreciar como un signo de los tiempos en donde Dios algo nos quiere decir, y así
sepamos producir en nosotros esa conversión que tantas personas nos reclaman como una
profecía misma, para que dejemos de mirarnos el ombligo, hagamos una autocrítica y volvamos
al centro y desde dónde todo partió: Jesucristo.

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