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12 de abril de 2000

San Hermenelgido

Estimadísimo Amigo de la Abadía San José:

«¡La Cruz de Cristo! En su constante florecimiento, el


árbol de la Cruz produce siempre renovados frutos de
salvación. Por eso los creyentes vuelven la vista hacia la Cruz
con confianza, extrayendo de su misterio de amor la valentía y
la fuerza necesarias para seguir las huellas de Cristo crucificado
y resucitado. Así ha penetrado el mensaje de la Cruz en el
corazón de tantos y tantos hombres y mujeres, transformando
su existencia. Un elocuente ejemplo de esa extraordinaria
renovación interior es el recorrido espiritual de Edith Stein, una
joven que fue en busca de la verdad y que, gracias a la
silenciosa labor de la gracia de Dios, ha llegado a convertirse
en una santa y en una mártir. Se trata de Teresa Benedicta de la Cruz, que nos repite a
todos desde lo alto del Cielo las palabras que marcaron su existencia: En cuanto a mí, Dios
me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo
(Ga 6, 14)» (Homilía del Papa Juan Pablo II con motivo de la canonización de Santa
Teresa Benedicta de la Cruz, el 11 de octubre de 1998).
Edith Stein nació el 12 de octubre de 1891 en Breslau (hoy en día Wroclaw, en
Polonia), en el seno de una familia judía. Cuando tenía tres años de edad, su padre fallece
de repente. Su madre asume entonces con valentía la dirección de una importante
empresa de comercio de madera, a la vez que la educación de sus siete hijos. Era una
mujer muy asidua de las prácticas de la sinagoga, y por ello modelo indiscutible de toda la
familia. «Podíamos ver en el ejemplo de nuestra madre —escribirá Edith— la auténtica
manera de comportarnos. Cuando decía de algo que era pecado, ese término expresaba el
colmo de la fealdad y de la maldad, y aquello nos dejaba trastornados». Sin embargo, los
hijos de aquella mujer ejemplar no compartirán su profundo apego al judaísmo y, muy
pronto, los hermanos mayores de Edith participarán únicamente por piedad filial en las
fiestas religiosas de la familia.
Una ilusión de autonomía
A partir de la adolescencia, Edith se convierte en atea. Nos confesará que «perdió la
costumbre de rezar, consciente e intencionadamente» a los catorce años, queriendo
contar solamente consigo misma, recelosa por afirmar su propia libertad ante las opciones
de la vida. Esa ilusión de independencia total del hombre con respecto a Dios se encuentra
hoy en día muy extendida. El Santo Padre nos revela que sus orígenes se remontan a
nuestros primeros padres: «El libro del Génesis describe de forma muy expresiva la
condición del hombre cuando relata que Dios lo situó en el jardín del Edén, en cuyo centro
se hallaba el árbol de la ciencia del bien y del mal (2, 17). El símbolo resulta evidente: el
hombre no estaba en condiciones de discernir y de decidir por sí mismo lo que estaba bien
y lo que estaba mal, sino que debía remitirse a un principio superior. La ceguera del
orgullo les hizo creer a nuestros primeros padres en la ilusión de que eran soberanos y
autónomos, y de que podían hacer abstracción del conocimiento que procede de Dios»
(Encíclica Fides et ratio, 14 de septiembre de 1998, 22). Semejante ilusión de autonomía
es errónea, pues el hombre, creado por Dios, depende incesantemente de Él. Reconocer la
total dependencia de la criatura con respecto al Creador es
una fuente de sabiduría y de libertad, de gozo y de
confianza. Al final de una larga búsqueda, Edith Stein
reconocerá que sólo quien se une al amor de Cristo llega a
ser realmente libre.
La sed de lo Verdadero
Edith consiguió abrirse camino poco a poco hacia la
plena luz mediante los estudios de filosofía y un culto
exigente por la verdad. «La sed de la verdad —nos dice—
fue para mí la única plegaria». Y escribirá: «Quien busca la
verdad, consciente o inconscientemente está buscando a
Dios». En esa búsqueda de la verdad sobre el hombre,
Edith se lanza al estudio de la psicología. Decepcionada
por el escepticismo reinante, ahonda en la escuela del filósofo Husserl, quien parte del
principio de que la verdad es necesaria, inmutable y eterna, y que se impone a toda
inteligencia. La opinión contraria, que pretende que la verdad depende de la persona que
piensa, le parece una tendencia malsana y próxima a la locura. En nuestros días, el
Concilio Vaticano II nos recuerda que «la inteligencia es capaz de alcanzar con verdadera
certeza la realidad inteligible, a pesar de que, como consecuencia del pecado, se
encuentre parcialmente débil y a oscuras» (Gaudium et spes, 15). Pero, más allá de la
elevada estima que siente hacia la ciencia, Edith, una vez convertida, reconocerá que «el
corazón de la existencia cristiana no se encuentra en la ciencia sino en el amor» (cf. Juan
Pablo II, homilía por la beatificación de Edith Stein, 1 de mayo de 1987).
En su búsqueda de la verdad, Edith recibe la ayuda de providenciales
acontecimientos. En noviembre de 1917, uno de sus amigos y colaborador de Husserl, el
profesor Reinach, muere en la guerra. Era de origen israelí y había recibido el bautismo en
una confesión protestante un año antes, junto a su esposa, que se convertiría al
catolicismo algunos años después. La viuda de Reinach recurre a Edith para clasificar los
escritos filosóficos de su marido. Testigo como había sido de la intimidad y de la felicidad
de los esposos Reinach, la joven teme que su amiga se encuentre destrozada por el dolor.
Sin embargo, fortificada por su fe en Cristo, ésta había aceptado pronto compartir los
sufrimientos del Salvador en la Pasión, y le invade una profunda paz. La Cruz, al penetrar
en lo más íntimo de su ser, la ha herido y curado al mismo tiempo. Edith, que la encuentra
transformada por aquella prueba, recibe una impresión imborrable, aunque no deja
entrever los sentimientos que la turban. Cuando ya era carmelita, le confió lo siguiente a
un sacerdote: «Fue mi primer encuentro con la Cruz, con esa fuerza divina que confiere a
quienes la soportan. La Iglesia, nacida de la Pasión de Cristo y victoriosa de la muerte, se
me apareció visiblemente por primera vez. En aquel mismo instante cesó mi incredulidad,
y el judaísmo se desvaneció ante mis ojos, mientras se alzaba en mi corazón la luz de
Cristo, esa luz de Cristo captada en el misterio de la Cruz. Ese fue el motivo por el que,
cuando tomé el hábito del Carmelo, quise añadir a mi nombre el de la Cruz».
Cuando suena la hora
Un día, por puro interés intelectual, se compra el libro de los Ejercicios Espirituales de
San Ignacio de Loyola. Muy afectada por esa lectura, está a punto de convertirse pero no
acaba de decidirse a dar el paso decisivo. «El mensaje de la fe llega hasta muchas
personas que no le dan acogida», escribirá al final de su vida, como si continuara sin poder
comprender su largo período de vacilación.
La «hora de la gracia» suena por fin durante unas vacaciones en casa de unos
amigos, en el verano de 1921. «Un día —escribe—, fue a parar a mis manos, por
casualidad, una obra bastante imponente que llevaba por título Vida de Santa Teresa (de
Jesús), escrita por ella misma. Empecé a leerlo y enseguida me sentí cautivada, sin poder
detenerme hasta terminar su lectura. Cuando cerré el libro, me dije: ¡ahí está la verdad!».
Inmediatamente, se compra un catecismo católico y un misal, estudiándolos y
asimilándolos en poco tiempo. Estas son las impresiones que recibió tras penetrar por
primera vez en una iglesia: «Nada me pareció extraño, pues gracias a lo que había
estudiado entendía las ceremonias hasta en los mínimos detalles. Un sacerdote de
venerable aspecto subió hasta el altar y celebró el Santo Sacrificio con profundo fervor.
Después de la Misa, esperé a que el celebrante hubiera terminado la acción de gracias...
Lo seguí al presbiterio y le pedí que me bautizara».
El párroco responde, algo turbado, que para ser admitida en la Iglesia era necesaria
cierta preparación. Pero Edith insiste, por lo que el sacerdote se ve obligado a comprobar
inmediatamente su conocimiento de la fe. Tras una prolongada conversación, el párroco,
lleno de admiración por el trabajo que la gracia había operado en aquella alma, fija sin
demora la fecha del bautismo para el primer día del año de 1922. En recuerdo de la
lectura que había decidido su conversión, Edith elige como nombre de bautismo el de
Teresa.
¿Qué dirá su admirable madre, israelita ejemplar? Edith procura anunciarle ella
misma la noticia, diciéndole simplemente de rodillas: «Mamá, soy católica». Por primera
vez en la vida, la joven ve llorar a su madre; ambas tienen el corazón destrozado, pero
permanecen profundamente unidas. Por piedad filial, Edith se queda durante seis meses
con su madre y la sigue acompañando a la sinagoga, donde va comprendiendo cada vez
mejor que el Antiguo Testamento alcanza su pleno significado en el Nuevo. Su profundo
recogimiento impresiona a la madre, quien dirá: «Nunca he visto rezar a nadie como lo
hace Edith».
La verdadera seguridad
En el momento de la instauración del Tercer Reich, en 1933, Edith ya es catedrática
en Munster. Una noche en que se encuentra en casa de unos amigos, oye hablar de
persecuciones masivas de judíos alemanes. «De repente —escribe—, me dio claramente la
impresión de que la mano del Señor se abatía pesadamente sobre su pueblo (el pueblo
judío), y de que me convertía en partícipe del destino de ese pueblo». Algunos días
después, mientras asistía a una ceremonia en la capilla del Carmelo de Colonia, un
sacerdote comenta la Pasión del Salvador. «Desde mi interior me dirigí al Señor —nos
cuenta Edith—, diciéndole que sabía que era su Cruz lo que en aquel momento caía sobre
el pueblo judío. La mayor parte de los judíos no lo comprendían, pero aquellos que sí lo
entendían debían tomarla voluntariamente en nombre de todos. Era lo que yo estaba
deseando hacer. Le pedí únicamente que me mostrara de qué modo podía hacerlo. Cuando
terminó la meditación, recibí la certeza de que me había sido otorgado, ignorando sin
embargo de qué manera me sería entregada la Cruz». Más tarde le dirá a la madre
superiora del Carmelo: «Lo que puede ayudarnos no es la actividad humana, sino los
sufrimientos de Cristo. Y yo aspiro a compartirlos».
En adelante, la persecución hará imposible que Edith pueda dedicarse a la
enseñanza en Alemania. «Casi me sentí aliviada de ser alcanzada por el destino común —
escribirá—, pero, evidentemente, debía reflexionar sobre lo que tenía que hacer». Con
objeto de que pudiera proseguir sus trabajos investigadores, le proponen ocupar un puesto
en América del Sur, pero ella ya ha decidido cumplir su viejo sueño: «¿Acaso no era ya el
momento de entrar en el Carmelo? Hacía ya casi doce años que el Carmelo era mi
objetivo... Al final, me resultaba ya penoso seguir esperando. Me había convertido en una
extranjera en el mundo». Algunos años antes le había ya pedido a su director espiritual
que le permitiera entrar en la Orden del Carmen, pero por consideración a su madre y a
causa de la importancia de sus actividades en la enseñanza, el sacerdote lo había
rechazado. Pero en 1933, las dificultades que se oponían a la vocación de Edith habían
desaparecido: «Ya no resultaba útil —escribe. Y seguro que mi madre habría preferido
verme en un convento en Alemania que en un colegio en América del Sur». Una carta de
1931 nos muestra que no tomó aquella decisión a la ligera y que tuvo que luchar para
encontrar el buen camino: «Es totalmente natural que, antes de dar un paso decisivo,
despleguemos delante de nosotros mismos todo lo que abandonamos, considerando el
riesgo que corremos. Y ya sin ninguna seguridad humana, debemos entregarnos
totalmente en manos de Dios. Sólo entonces alcanzamos una mejor y más profunda
seguridad».
La familia de Edith desconoce por completo su decisión. Poco a poco, Edith se lo va
confiando a sus hermanos y hermanas, rogándoles que no revelen nada a su madre; ella
misma busca un momento propicio para hablarle. La ocasión esperada se presenta el
primer domingo de septiembre. He aquí el emocionado relato trazado por la propia Edith:
«Me encontraba sola en casa, junto a mi madre, sentada y tricotando cerca de la ventana.
De repente, ella me hizo la pregunta que tanto tiempo había esperado: «¿Qué vas a hacer
en Colonia en el convento de las religiosas? — Vivir con ellas». Mamá no dejó de tricotar y
se le enredó la madeja de lana. Intentó arreglarla con sus manos temblorosas, y yo le
ayudaba mientras continuábamos conversando. A partir de aquel momento, la paz
desapareció de la familia, y una pesada opresión planeaba sobre la casa. De vez en
cuando, mi madre intentaba de nuevo hacer una y otra pregunta, pero eran seguidas de
un silencio. Mis hermanos y hermanas pensaban como mi madre, pero no querían
acrecentar su pena... Aquella decisión de entrar en el Carmelo era tan seria, estaba tan
cargada de consecuencias, que nadie podía asegurar con certeza cuál era el buen
camino... Tenía que dar aquel paso en la total oscuridad de la fe».
¿Por qué quiso hacerse Dios?
Edith acompaña por última vez a su madre a la sinagoga el 12 de octubre. Durante el
regreso, la madre le pregunta: «¿Verdad que el sermón ha sido hermoso? — Claro que sí,
mamá. — ¿Así que también podemos ser piadosos siendo judíos? — Indudablemente, si no
hemos aprendido a conocer otra cosa. — ¿Y por qué has aprendido otra cosa? No es que
quiera reprocharle nada a Jesús. Quizás haya sido un ser muy bueno, pero ¿por qué quiso
hacerse Dios?». Edith comprende, por el tono de la conversación, que todavía no ha
llegado el momento de responder a esa pregunta, y prefiere guardar silencio. «Aquel día —
añade— había mucho movimiento en nuestra casa. Uno tras otro, nuestros invitados se
despidieron. Finalmente, me quedé sola en la habitación con mi madre, quien, tapándose
la cara con las manos, se puso a llorar. Me puse a su lado y apreté suavemente contra mi
pecho aquella venerable cabeza de pelo gris. Permanecimos de ese modo durante mucho
tiempo, hasta que decidió ir a acostarse; pero aquella noche no pudimos conciliar el sueño
ni un solo instante».
El 15 de octubre de 1933, día de Santa Teresa, Edith Stein entra en el Carmelo de
Colonia, donde recibe el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz. Durante mucho tiempo,
las cartas dirigidas a su madre no obtienen respuesta... Pero después vuelven los
intercambios regulares. El 14 de septiembre de 1936, festividad de la Exaltación de la
Santa Cruz, en el momento en que Teresa Benedicta de la Cruz renueva sus votos, tiene un
clarísimo presentimiento: «Mi madre está junto a mí». Aquel mismo día, un telegrama le
avisa de la muerte de aquélla, acontecida a la misma hora de la ceremonia. Poco tiempo
después, sor Teresa Benedicta de la Cruz tiene el gozo de acoger a su hermana Rosa, que
llega a Colonia y recibe por fin el Bautismo, aplazado durante mucho tiempo por temor a
herir todavía más a la anciana madre. Rosa se reunirá con Edith en el Carmelo en 1938.
Las alas de los ángeles
Poco tiempo después, ambas hermanas son trasladadas al Carmelo de Echt, en
Holanda, con el fin de evitar que fueran detenidas como judías y enviadas a un campo de
concentración; pero el peligro sigue existiendo. Sor Teresa Benedicta de la Cruz escribe al
respecto lo que sigue: «Es bueno acordarnos en estos días de que la pobreza consiste
incluso en vernos privadas de nuestra clausura. Nosotras nos comprometimos a
permanecer en clausura, pero por su parte Dios no se ha comprometido a dejarnos
siempre en el interior de nuestros muros. Él no necesita de ello, pues posee otras murallas
con las que protegernos... Si permanecemos fieles a nuestras reglas de clausura, aunque
fuéramos arrojadas a la calle, Dios enviaría a sus ángeles para cuidarnos, y sus alas nos
rodearían con mayor seguridad que las más gruesas y más altas murallas».
El 11 de julio de 1942, los dirigentes religiosos de las confesiones cristianas de
Holanda envían un telegrama al comisario del Reich, en el que se alzan contra la
deportación de las familias judías. El 26 de julio, es leída en todas las iglesias del país una
encendida protesta en el mismo sentido. Los ocupantes nacional-socialistas reaccionan
con violencia, deteniendo a todos los judíos católicos de los Países Bajos, incluidos los
religiosos y las religiosas. El representante de Hitler no deja entrever ninguna duda sobre
la naturaleza represiva de aquella medida: «Ya que los obispos católicos se han inmiscuido
en un asunto que no les incumbía, todos los judíos católicos serán expulsados a partir de
esta semana. Cualquier protesta resultará inútil». El 2 de
agosto de 1942, Edith y Rosa Stein son detenidas e
internadas en el campo de Westerbork (Holanda). Parece
ser que aquella parada en Westerbork duró del 5 al 6 de
agosto. En aquel campo hay mil doscientos judíos
católicos, de los cuales unos quince son religiosos.
Alrededor de mil son deportados con sor Teresa Benedicta
durante la noche del 6 al 7.
Con motivo de aquellos hechos, el Papa Pío XII
prepara en primer lugar una enérgica carta de protesta
contra la persecución de los judíos. Pero después,
reflexionando sobre las aún mayores represiones que su
mensaje corre el riesgo de provocar, renuncia a ello y le
explica a una persona de su confianza: «Más vale callarse en público y hacer en silencio,
como antes, todo lo que sea posible por esa pobre gente» (cf. Pie XII, de Pascalina Lehnert,
ed. Téqui, 1985). Y así fue cómo el Papa lo dispuso todo para salvar a los judíos (cf. Pie XII
et la deuxième guerre mondiale, de Pierre Blet sj, ed. Perrin, 1997). Después de la guerra,
eminentes personalidades israelitas dieron testimonio de que su actuación salvó la vida de
decenas de miles de personas.
«Estoy contenta de todo»
Sor Teresa Benedicta de la Cruz consigue mandar dos mensajes al Carmelo de Echt.
El primero no indica ni la fecha ni el lugar de procedencia, y podemos leer en él lo que
sigue: «Estoy contenta de todo... El conocimiento de la Cruz solamente puede adquirirse si
uno siente realmente la Cruz sobre sus hombros. Estaba convencida de ello desde el
primer momento, y me dije en mi interior: «Ave Crux, Spes unica; ¡te saludo, oh Cruz, mi
única esperanza!»».
El segundo mensaje, fechado el 6 de agosto y expedido desde Westerbork, barracón
36, menciona lo siguiente: «Mañana por la mañana parte el primer vagón hacia Silesia o
Checoslovaquia... Hasta ahora he podido rezar magníficamente bien».
Un testigo, que tuvo la suerte de librarse de la deportación, escribió: «Entre los
prisioneros que llegaron aquel 5 de agosto al campo de Westerbork, sor Benedicta
destacaba netamente de los demás por su actitud apacible y tranquila. Los gritos, los
lamentos y el estado de angustiosa sobreexcitación de los recién llegados eran
indescriptibles. Sor Benedicta iba entre las mujeres como un ángel del consuelo,
apaciguando a unas y curando a otras. Muchas madres parecían haber caído en un estado
de postración, parecido a la locura, y no hacían más que gemir, como aturdidas,
abandonando a sus hijos. Sor Benedicta se encargó de los niños pequeños, lavándolos,
peinándolos, procurándoles el alimento y los cuidados indispensables. Durante todo el
tiempo que estuvo en el campo, dispensó a su alrededor una ayuda tan caritativa que
todavía nos conmueve». El Papa Juan Pablo II explica el origen de esa enorme caridad
cuando dice: «El amor de Cristo fue el fuego que encendió la vida de Teresa Benedicta de
la Cruz... El Verbo hecho carne lo fue todo para ella» (Homilía de la canonización, 11 de
octubre de 1998). La Santa había escrito: «Nuestro amor por el prójimo es la medida de
nuestro amor por Dios. Para los cristianos —y no solamente para ellos— nadie es
«extranjero». El amor de Cristo no conoce fronteras».
El calvario de Edith Stein y de su hermana Rosa, que la acompaña hasta el final,
termina en el campo de Auschwitz. Allí, las dos encontrarán la muerte el 9 de agosto de
1942, en medio de un drama desgarrador que solamente Dios conoce. La fecha podrá
saberse de manera segura a través del boletín oficial de Holanda del 16 de febrero de
1950, que publica las listas de las víctimas muertas en la deportación. Solamente se sabe
que, antes de la salida del convoy que se dirigía a Auschwitz, los deportados habían tenido
que soportar frecuentes interrogatorios y múltiples vejaciones. El 9 de agosto de 1942, los
ojos de la Santa se cierran a la luz del día, y su alma se abre de par en par a los
esplendores de la vida eterna.
Santa Teresa Benedicta de la Cruz, saciada ahora de la gloria de Dios, supo dejarse
llevar de la mano del Padre celestial. En su completa confianza en Dios, había compuesto
esta hermosa plegaria: «Señor, déjame caminar sin ver por tus caminos. No quiero saber
por dónde me guías, pues ¿acaso no soy hija tuya? Tú eres el Padre de la Sabiduría, y
también mi padre. Aunque me guíes a través de la noche, el destino eres tú. Señor,
cúmplase en mí lo que tú quieras, pues yo estoy dispuesta, aunque nunca llegues a
saciarme en esta vida. Tú eres el Señor del Tiempo. Que todo se cumpla según los planes
de tu Sabiduría. Y cuando me llames dulcemente al sacrificio, ayúdame a cumplirlo.
Déjame que supere totalmente mi pequeño «yo», para que, muerta en mí misma, viva
solamente para ti».
Esa es también la gracia que le pedimos a la Santísima Virgen María y a San José,
para usted y para todos sus seres queridos, vivos y difuntos, en estos días en los que
celebramos el misterio de la Muerte y de la Resurrección de Nuestro Señor.
Dom Antoine Marie osb

http://www.clairval.com/lettres/es/2000/04/12/3120400.htm

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