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3º Grado en Historia y Patrimonio Histórico

David Izquierdo Barco

Memoria crítica de un
espía itinerante en la
Corte de un Tirano sin
Imperio:
Julio-Diciembre de 1918
Julio de 1918, Madrid

Si me propongo redactar este diario privado, ajeno a la labor que me ha sido encomendada con
propósito de la guerra, es por el repudio que me merece mi propio trabajo. Como un soldado
diletante, que jamás ha portado un fusil ni degustado el aire mortecino de la trinchera, pero que
figura como tropa en activo en los registros, fui destinado a Madrid, para desmontar, en parte, el
mito que el Gobierno español quiere tejer en torno a su celosa neutralidad en el conflicto. No ha
habido campo de batalla más activo en estos ya cuatro largos años de injustificada matanza que la
capital bañada por el Manzanares, pero no pugnan aquí tiradores o ases de la aviación, si no
cobardes como yo, escondidos bajo falsas identidades, recopilando datos en ostentosos hoteles cuya
estancia corre a cargo de los esforzados muchachos que defienden nuestra libertad en el frente.
¿Nuestra? Bueno, como buen francés, soy sarcástico y algo cínico, pues la realidad es que quiénes
han iniciado esta cruenta y longeva escaramuza han sido los obcecados líderes de la Entente y los
Imperios Centrales, resueltos a diluir el más mínimo atisbo de cordura, y dilucidar quién debe
quedarse con el último metro cuadrado del exótico sur africano. Al amparo de grandes ideales y
nobles causas, han arrastrado a la vieja Europa al más frío de sus inviernos, perceptible aún en el
cálido y seco aire que se estila en Madrid en pleno estío.

Sí, soy un espía, no busco comprensión, aunque de otro modo, no sé porque me dirijo a un público
ausente, pues aquí solo nos hallamos yo y mi pluma, ambos cansados, en especial mi estilográfica,
más vetusta que quien con esmero la guarda. Yo soy bastante joven, insultantemente incluso, desde
luego lo soy para un puesto como el que ocupo. Aunque en el fondo, esto es mera jerga burocrática,
soy enlace de la Embajada de Francia en Madrid, ya que los cónsules y diplomáticos se hallan en su
mayoría en San Sebastián, ese reducto galo en la costa cantábrica, mal que les pese a los españoles.
Mi tarea es ardua, aunque la mayoría de las veces se reduce a leer la prensa local, siendo muy
profuso el número de cabeceras que a sus anchas campan por las calles madrileñas. Es raro que en
cualquier edificio que se precie no se sitúe alguna redacción de postín, y no se escuche el infame
sonido de una máquina de escribir. Sí, prefiero el manuscrito, y el olor a tinta, que el incesante trajín
que produce uno de esos engendros mecánicos. Si me permiten, les quiero hacer partícipes, ya que
supongo nadie leerá esto nunca, de mi tediosa brega cada mañana, que se inicia al alba, y no
termina hasta la puesta de sol, envuelto entre innumerables legajos de papel, de todo tipo de
gacetas, y ninguna escrita en mi lengua materna. No me extraña que durante tanto tiempo los
intelectuales de estas tierras miraran con honda admiración a Francia, y pusieran su empeño en
aprender el más egregio de los idiomas, aquél con el que los hombres cultos parlamentan, el
francés. Siendo sincero, cuando llegué aquí por vez primera, el objetivo de la Tercera República era
evaluar las posibilidades de efectuar con éxito una hipotética invasión de España, a todas luces más
cercana a los intereses alemanes que a los franceses, anclados en las querencias de un monarca con
rasgos de déspota iletrado, que hace y deshace a su antojo, con el silencio cómplice de los pícaros
que ocupan los escaños del Congreso, aprendices de tiranos que convierten las provincias de dónde
proceden en su particular feudo de fechorías. No son mejores los que juran defender la tricolor, pero
al menos aquélla si es una democracia de verdad, no un tablero de ajedrez donde inmolar al
ciudadano como vulgar peón. Bueno, debo retractarme, la guerra de desgaste convierte al quinto,
sin instrucción y forzado a morir por una malévola leva, en carne de cañón.

Mi bien remunerado empleo consiste en calibrar el éxito de esa ulterior invasión, y en describir
con lucidez cuál es el carácter de los españoles. Como inferirán de la fecha, y de las noticias que
llegan desde el frente, es a todas luces innecesaria una invasión. La Gran Guerra, bautizada con
acierto, languidece, y nuestra victoria parece inminente. Pero nosotros no apareceremos en lienzos
ni fotografías, ni estamparemos nuestra firma en onerosos tratados de Paz. No, de eso se encargarán
los que se hallaban en el confort de sus residencias veraniegas. Y similares placeres son ostensibles
entre los políticos españoles, que proyectan hacia el exterior la dantesca imagen de un hemiciclo
vacío, que rara vez se reúne, ausentes de la magna labor para la que fueron elegidos, recluidos quien
sabe si en tabernas cercanas y elitistas, como el Casino, u ocupados en sus quehaceres diarios en
urbes de provincia donde proteger el patrimonio y caudales que por sangre y cuna les fueron
legados. Todavía hoy, el grueso de parlamentarios lo forman poseedores de títulos nobiliarios, que
aluden a un mal entendido patriotismo que ellos hábilmente han trocado por la confluencia de sus
intereses. Y estos mismos señores, cargados, como si de abalorios se tratase, de endógamas
relaciones de parentesco, que les confieren un aspecto enfermizo, que se lucran del contrabando
inherente a la guerra, son los guardianes de la ficticia neutralidad, so pena de multa y presidio para
quién ose ponerla en duda. Bajo este premisa buscaron aprobar una Ley de Espionaje, en el tardío
verano de 1918, que no afectaba al nutrido grupo de agentes que moraban en su territorio, si no a la
prensa, pues ésta, controlada en su totalidad por los diferentes partidos, amenazaba el imparcial
destino del país en la contienda, ante el delirante anhelo de un anacrónico monarca que buscaba
mediar en la Paz como el que reparte indulgencias, sin renunciar al boato propio de un regente de
acervo decimonónico. La censura se aplica con rigor, y se suceden multas y amenazas a los
articulistas, que en última instancia, claudican, siendo sus columnas publicadas con espacios
huecos, en blanco, arrojando por el sumidero el más mínimo conato de libertad de expresión en una
nación anquilosada por parte de una Constitución prensil, conservadora y anticuada. Ni siquiera se
tolera la crítica hacia el Monarca, con su inviolable epíteto a cuestas, refugiado en valores
intangibles y desnortados como el del honor, máxime si algún desventurado dibujante lo hace
protagonista de sus mordaces caricaturas. Y llegado el caso, no se puede informar, sin
consentimiento gubernamental, de lo ocurrido en el frente, no vaya a ser que el pueblo despierte de
su letargo y se pregunte donde va a parar el dinero que los gestores de la miseria les hurtan para
vivir en la opulencia de sus mansiones costeras. Dios me libre de padecer el febril proceso
bolchevique, que ha hecho caer en el infierno socialista a nuestra fiel aliada Rusia, pero lo que
aquéllos piden bien podría insuflar aires de revolución entre los depauperados obreros de este
atrasado país, donde convive la ostentación de los grandes hoteles con la indigencia en las aceras.

Aún es parte del léxico político la guillotina, el veto del Presidente que le permite dar por
finalizada una de sus discusiones parlamentarias cuando así lo desee, una facultad que se arrogan
para evitar un vapuleo ante los volátiles y ácidos comentarios de las minorías. Piden prudencia y
Patriotismo, como si vendarse los ojos con la enseña nacional de algo sirviera, despachando con
premura a los periodistas mientras comparten mesa con los espías y con quiénes de la guerra hacen
negocio. No es de extrañar el enfado de la prensa, que incluso para acceder al papel de su impresión
depende del gobierno esquivo, que retrasa una legislación que pudiera convertir en autónomos a los
diarios, cuyos propietarios ocupan con igual codicia las carteras ministeriales que los sillones de
directivo en las redacciones. Cortejan a los líderes esperando un guiño cómplice de éstos,
embarcados en campañas de propaganda en favor del favorito y de desprestigio contra la minoría
socialista, que a tenor de la efervescencia del momento y del triunfo de sus correligionarios rusos,
no desdeñan los ataques burdos que desde la prensa afín al gobierno les lanzan. Entre estos
socialistas sobresale un tal Prieto, ejemplo inequívoco de la terquedad vasca, que defendiendo con
intransigencia a sus homólogos rusos y a la dictadura obrera, es aquí defensor a ultranza de los
derechos que la Carta Magna suscribe, como una flagrante violación del respeto recíproco que se
prestan súbdito y Monarca, tachando de viles a los liberales y acusando a la derecha monolítica de
abusar de su poder. Son precisamente estos liberales los que más aprecian mis jefes, pues elogian las
instituciones republicanas y el ambiente cultural de la Ciudad de las Luces de la que soy oriundo, en
especial Gasset, cuya simpatía por los filósofos alemanes nos hizo ponerle en cuarentena, no fuera a
ser que trabajase para el enemigo. En lo que al ambiente se refiere, nada deberían envidiar los
españoles de nosotros, pero bien parece que menosprecian lo propio, haciendo bueno el cliché del
español cainita que desprecia al vecino y adula al advenedizo pedante que allende los Pirineos
escribe, cuando toda una caterva de ilustres narradores incide con clarividencia en las desdichas de
sus compatriotas, sobre todo a las acaecidas tras la derrota contras los yanquis, que ellos llaman
Desastre del 98. Y a eso que triunfa a orillas del Sena, en pordioseras tabernas y cenáculos, que
bohemia llaman, tampoco le andan a la zaga aquí, donde pobres bandidos con talento para las letras
malviven en los tugurios de la capital mendigando quién les publique sus obras, lamiéndose las
heridas y llorando sus penas entre absenta y tabaco rancio. De verdad, nunca vi un pueblo que tanto
agudizara el ingenio ante la rapiña y negligencia de sus dirigentes.

Porque son esos dirigentes los que fomentan una falsa neutralidad para que el flujo de
importaciones hacia fábricas, y de exportaciones hacia mercados extranjeros, no se reduzca,
manteniendo el ilusorio y efímero esplendor económico que han vivido en los últimos años ante el
colapso de la industria de los países en liza, que dedican al esfuerzo de la guerra todos sus recursos.
Y para mantenerlo, nada mejor que cercenar cualquier crítica hacia los líderes de las potencias, pese
a los deleznables crímenes que algunos patrocinan en favor de un repulsivo patriotismo. Es más, se
dignan a renegar de la neutral Suiza, paradigma del sosiego en este tiempo de tinieblas, donde todos
los artistas han buscado refugio en fructíferos exilios, como ya lo hicieran en siglos pasados otros
célebres pensadores; lo hacen defendiendo que la imparcialidad crónica consustancial a los
helvéticos es una patología contra la que España ha de ser inmunizada, como si la no beligerancia
de los cantones fuera algo negativo que amputar del ideario popular. Ahora lo entiendo: si para ellos
un periodista no se puede mantener imparcial, al margen del dinero de los políticos, menos aún lo
pueden hacer naciones enteras que, por miedo a tener que asaltar sus bosques para construir féretros
en que enterrar a sus vástagos, huyen del fragor de un holocausto humano, donde en lugar de
bueyes, se sacrifican padres, hijos y hermanos. España no entró en esta guerra por la inoperancia de
sus jerarcas castrenses, por lo arcaico de su armamento y por la falta de tropas, por no hablar del
excesivo número de oficiales, de que el presupuesto se consume en injustificados emolumentos para
éstos, o de que las medallas en las chaquetas se ganaron en ilustres derrotas donde los beneficiarios
de tal honor ni siquiera tomaron parte. Y yo, como espía, he participado del medieval pasatiempo de
estos pretores españoles, que añoran tiempos pasados y se deslumbran ante el triunfo de los
aristócratas prusianos y de su ascendencia sobre el Káiser. Entre los caciques que han desplazado a
los militares, goza de gran estima el Conde de Romanones, liberal y proclive a la Entente, otro
curioso protagonista al que me une su desdén por los socialistas, sus no amigos. Es el vivo ejemplo
del que hace de la coacción su mejor arma política, amenazando a la minoría de la debida
corrección a la que tendrán que atenerse en caso de que así lo deseen los embajadores extranjeros,
que se sienten atacados por los combativos discursos de los socialistas y los pasquines que con
alevosa perfidia publican.

Por todo esto, el veredicto ante la Ley de Espionaje era obvio: se aprobaba, aunque fuera un
atropello a las libertades públicas, que los miembros del gabinete no tardaban en tratar como meros
principios abstractos de arraigo liberal, ante los que la urgencia de una realidad adversa debía
imponerse. Puro pragmatismo. Si alguno de estos políticos se dejase caer por París, podríamos
exhibirlos en un cabaret como cómicos grotescos. No pongo en duda su capacidad retórica, y es un
placer seguir sus debates y réplicas, pero no son más que fuegos de artificio, bajo cuyo fondo
subyace lo hueco de un discurso plano destinado a embaucar con términos grandilocuentes a prensa
y electorado, como un bufón complaciente que se jacta de engañar al público que concita. Eso sí, es
encomiable como estos personajes, dignos de sainete, se prestaban a sesiones maratonianas, que
terminaban más allá de la medianoche, a altas horas de la madrugada, si era necesario aprobar algún
decreto que suscitara interés por parte de todos. ¿Todos? No. Lo que para unos era de vital
importancia, para otros vulneraba los principios constitucionales en que se asentaba el régimen
parlamentario, y entre ellos, las izquierdas, nomenclatura peyorativa de uso habitual entre la prensa.
Abandonaron en pleno la sesión, con gran alboroto, acusando al Monarca de cooperar con otros
ocupantes de tronos, para asegurarse la permanencia ante la conflagración que se avecinaba tras el
armisticio. Una imposición directa de Su Majestad, que actúa en la sombra como algo más que una
figura simbólica, como algo más que un Jefe de Estado, temeroso de perder el cetro que tanto costó
a sus antecesores paternos recuperar. Y los irónicos integrantes del gobierno, sabedores de su
holgada mayoría, reprobaron la actitud de reformistas, republicanos y socialistas, a los que pedían
abstención o voto en contra, no una intolerable espantada. Me pregunto si no dirimirían mejor sus
pugnas entre las doce cuerdas, lugar más apropiado para fútiles disputas, pues no existe diálogo,
sólo imposición o portazo, sin dignificar el oficio. Algunos incluso han hablado de mordaza. Otros
han ido más allá, y han dado alas a la teoría del contubernio, del gobierno en la sombra, a lo que con
sorna han respondido que la mayoría no debe someterse, ni la minoría imponerse. Es difícil la
tesitura, inmersos en esa lucha sin cuartel que es la política, donde todo puede cambiar, donde no se
cuentan los votos, se pesan en una balanza trucada, donde los ínclitos ministros han de buscar en la
calle su elección. Menuda utopía, muy lejos está la neófita democracia española de parecerse a este
modelo teórico, pues no hace tanto tiempo, aún votaban los muertos, el célebre voto de lázaro que
fagocitaba la más mínima esperanza del atrasado mundo rural del interior peninsular. Sobre la Ley
de Espionaje, con celeridad matutina acudió Alfonso XIII a sancionar el mandato, dejando a las
claras que su pericia en la sombra había propiciado la rápida aprobación, con el descrédito que
conlleva esto para su figura, como demostraron unos enardecidos manifestantes que causaron una
pequeña refriega a la salida de las Cortes, a horas intempestivas. Ese enfrentamiento es la mejor
muestra de la división social que se vive en el país, con un Gobierno sumiso ante fuerzas
difícilmente identificables, y una izquierda que navega camino de la zozobra, que sigue la senda
revolucionaria con huelgas como la del pasado año, que denigra la soberanía popular que emana en
los comicios y se dispone a tomar por la fuerza el poder, imitando a aquéllos a quienes entrega su
oprobio por pasados golpes de estado. Y mientras, la prensa, el cuarto poder que debería hacer las
veces de árbitro, carece de independencia, actuando como adocenado vocero de los partidos, pese a
la censura que padecen y a las pesquisas que el gabinete realiza para impedir en la medida de lo
posible el acceso de los medios al papel, básico para su desempeño. Esa volatilidad solo necesita un
detonante, y ese puede ser el problema catalán, evidente en las reseñas que con saña critican desde
los medios de la capital a los líderes de la Lliga, o a los que con su dinero la sustentan, como el
Conde de Güell, que obtuvo tal reconocimiento de un Rey del que hoy se apartaba por vez última.
El finado es honrado con un desmesurado treno hasta que sale a colación su filiación política,
dejando de lado lo excéntrico de un hombre entrado en la senectud que vivía con el lujo anacrónico
de un prócer del siglo XV. Son estos chiflados los que manejan la industria del país, valiéndose de
las redes clientelares y el amor hacia su patria, unas veces España, otras Cataluña.

En el fondo, los socialistas no toman el pulso a la calle de la que se creen dueños. Se esconden en
baños de masas, en mítines con aplausos tácitos que no se corresponden con la valía del discurso, en
la guarida que representa la Casa del Pueblo, donde dispensan remedios errados que poco difieren
de los de una Iglesia. Quizá ese es su problema: en España, no hay diferencias entre la esperanza
que ofrece la cruz y la que ofrece la hoz. Aún peores son los que ocupan la mayoría de los escaños,
estos no ofrecen un prístino porvenir, sólo la certeza del saqueo impune, plagando toda agencia del
Estado con funcionarios prescindibles a quiénes no dudan en subir el sueldo, alumbrando un
estamento ineficiente, enquistando el reparto de recursos que deben afrontar los encargados de
aprobar el presupuesto. Como si de un animal emasculado se tratase, no muerden la mano que les
da de comer, tolerando que les sean negados sus derechos de libre asociación, en referencia a los
sindicatos, ya que obstruirían su servicio al Estado y el legítimo interés de éste, en conflicto
perpetuo con los beligerantes sindicatos que cada día ganan adeptos. Normal es el incremento de
militantes si se tiene en cuenta el sueldo nimio de las más bajas escalas del organigrama, que se
mantiene desde el siglo XVIII, impidiendo incluso la subsistencia de las clases medias, ante la
carestía y desabastecimiento de los más elementales productos. Pero la paciencia es infinita, es una
sociedad contemplativa ésta. No tienen alma contestataria, no exigen. En muchas ocasiones, sus
quejas versan acerca del dudoso gusto estético de los arquitectos que expanden la capital y renuevan
su vetusta imagen. Esa es su preocupación. Los petulantes ornamentos de los grandes edificios que
jalonan la Gran Vía reciben críticas en la prensa, y se acusa de deslealtad hacia el plano original,
urdido por espúreos intereses, con construcciones faltas de armonía y que más que rejuvenecer la
cara de esta ciudad, que achaca el pasar de los años, representan ostentosos mausoleos en que
guarecer la gloria perdida por esta hoy residual nación. Esto lo añado yo, como extranjero, pues este
epítome es difícil de asumir para el orgulloso español que bucea en el pasado y encuentra grandes
hombres que guiaron a su nación a protagonizar pasajes dorados de la Historia. Se esconden en
festejos donde se rememoran mitos, como el Día de la Raza, que conmemora el Descubrimiento y
añora la hegemonía que un día tuvieron y hace unas décadas perdieron definitivamente. Y mientras
se aprueban estas leyes, en los mismos boletines quedan para la posteridad los tratos alcanzados con
las atarazanas de su confianza para eludir el paso previo de un concurso público, para satisfacer las
necesidades militares de las potencias, y las propias de un alto cargo, si es menester. El latrocinio es
perenne y no depende de nombres, todos participan de él, unas piezas caen y sencillamente se
reponen. También buscan reverdecer el fallido modelo agrario de un país que depende en demasía
del sector primario, pero bien puedo vaticinar que el recién fundado Instituto Nacional Agrario,
proveedor de créditos, en nada cambiará temas mollares como la concentración de la propiedad
rural, el cultivo extensivo de bajos rendimientos, la nula productividad o la miseria y el hambre a la
que se enfrentan los jornaleros.

Algo interrumpió mi jornada de trabajo, comunicándome por telégrafo con los mandos
diplomáticos franceses. El enésimo vapor español había sido hundido por un submarino alemán,
cerca de la costa francesa, causando ocho muertes. En el fondo, comprendo los motivos del
torpedeo incesante: bajo pabellón español, embarcaciones botadas en puertos ingleses aprovisionan
a los soldados del bando aliado, o transportan petróleo y diversos minerales. Las quejas del
gobierno español están infundadas, su defensa solo ampara a los codiciosos navieros afincados en
Vizcaya, Liverpool o Gales. No les importan banderas, solo el jugoso botín que supone cada
peligroso periplo por la costa que rodea el conflicto bélico. Creo que mis jefes naufragan, en un
símil marinero, debido a la impotencia que sienten por cada cargamento de carbón que reposa en el
Canal de la Mancha, impávidos ante la amenaza silenciosa que suponen los submarinos enemigos.
Eso sí, nunca reconocerán que fue el hundimiento de un vapor con víctimas mortales
norteamericanas lo que cambió el curso de la guerra, ante el funesto inmovilismo alcanzado en el
frente occidental, en las Ardenas. Los alemanes, insensatos ellos, han inclinado la balanza en favor
del contrincante, merced a la entrada yanqui. Tras la emoción del momento, pues así sentimos los
espías que tiene nuestra labor sentido, la ambición regionalista ocupó los días finales del mes, con
críticas a los dispendios efectuados por las camarillas cercanas a la Corte, un séquito de hombres y
cortesanas de dudosa moral que malgastan el generoso presupuesto que se entrega a la Casa Real
anualmente. Es el tiempo de enmendarse, de redimirse, pues algunos ven la guerra, de una
dimensión y mortandad desconocidas hasta el día de hoy, como un castigo divino. La inerte España
sonríe ante la bonanza económica, etérea y breve, que el negocio armamentístico en ella redunda,
mientras otros países neutrales, que comparten monarca como denominador común, caso de Suecia
u Holanda, se acogen a la austeridad de un tiempo que verá caer reyes, fenecer tronos. La ruina
moral es portadora de un solemne hálito que derriba a los orgullosos poseedores de coronas, que se
regocijan en su condición sin saber que una segunda Primavera de los Pueblos será inherente al
armisticio próximo, y su derribo será un daño colateral indeleble, pues no puede el hombre ser libre
si a su condición de hombre debe añadir la de súbdito. Los pusilánimes hedonistas que avergüenzan
a la nación caerán también con su benefactor, que maniobra a contrarreloj para ser más que un
mecenas obsceno, y liderar el cambio que impregna con su aroma las postreras noches de esta
infame guerra. Un Rey preocupado por alzarse, como enviado de la Providencia, en árbitro de la
Paz, mientras sus súbditos son víctimas de la especulación de los hombres de negocios, que
permiten la inflación y el precio desorbitado de comestibles básicos, que otorgan carta blanca al
tétrico jinete del hambre, causando carestías y desabastecimiento en productos como el aceite,
mientras pactan su salida masiva hacia Filipinas o Japón, abandonando a sus compatriotas como
sagaces buhoneros que solo atienden al tacto metálico del dinero.

No me extrañaría que con el final de las hostilidades, al exilio de los emperadores alemanes o
austríacos, al perecer de los Káiser y los Zares, se sumara la fuga obligada del Emperador sin
Imperio, que a cambio de su parte del pastel, delega en los sátrapas con maneras de tahúr que copan
la política española.
Agosto de 1918, Madrid

Cada día hace más calor, el aire se hace pesado, irrespirable. Cuando llegué aquí pensaba que la
altura podría aliviar algún problema respiratorio que traía de serie, pero solo lo han agravado, tanto
el clima como la alimentación, frugal y excesivamente regada con licores de todo pelaje en lugares
insalubres. Como dice Romanones, comienza la política de verano, cierran las Cortes y sus señorías
emigran hacia la cornisa cantábrica, no sin antes protagonizar algún incidente irrelevante que
mañana paralizará las rotativas a falta de algo más interesante. Otros se retiran a sus feudos, en
especial las minorías, como los socialistas, que marchan a Guipúzcoa en busca de los aplausos
irredentos que no reciben de los parlamentarios y sí del vulgo, procesándose mutua admiración,
pues no se presta ninguno a perpetuar este régimen apático que quizá viva sus compases finales, con
el miedo de la Monarquía a una revolución que relegue el final de la guerra a un segundo plano,
como ya ocurrió en Rusia. La indignación social va en aumento cada día, y se suceden huelgas y
motines de subsistencia por toda la geografía española, desde Murcia y Castellón hasta Pontevedra,
en su mayoría ciudades costeras que divisan en el horizonte el final de este breve resurgir de sus
puertos y astilleros, que se debe únicamente a una guerra descarnada que afronta sus últimos pasos.
No se libran tampoco en la capital, donde los cocheros que frecuentan los potentados de la ciudad
declinan trabajar ante sus sueldos míseros, mediando violencia en esta huelga que al menos permite
pasear por la villa con comodidad. El Ministro de Instrucción Pública, lejos de preocuparse, sigue
con su empeño personal de entregar al pueblo miles de escuelas donde dar cobijo a los
innumerables chicos que, desde edad temprana, hacen de tabernas y prostíbulos su patio de recreo, y
de las grandes avenidas, su lugar de trabajo, donde roban al descuidado forastero que por vez
primera llega a la urbe. Él afirma que quiere dignificar la labor del maestro, pero esto es imposible,
si tenemos en cuenta los caducos métodos de enseñanza que aún imperan en la educación española,
con ambientes opresivos a los que llegan chicos de provincia, aulas destartaladas, seniles profesores
de testa cana y promociones donde a centenares se marchitan sueños, sin que uno pueda ver, si no
como una rara avis, a una alumna universitaria. Bueno, en poco difiere eso de cualquier país del
oeste europeo, pues basta ver que solo los bolcheviques rusos tienen en su gabinete de gobierno a
una mujer ministra. Desde luego, en Francia, por ejemplo, están más ocupados venerando a los
héroes de la guerra, al recién ascendido Mariscal Foch y al General Petain. Pero los titulares los
ocupa Malvy, Ministro de Interior pretérito caído en desgracia, exonerado del delito de traición,
pero desterrado, quién sabe si en España, por su mala praxis, víctima de los entresijos de la política,
de algún ajuste de cuentas del pendenciero Clemenceau, que prepara ya su traje impoluto y atusa su
bigote, obteniendo su venganza contra Prusia después de solventar el escollo de la oposición
interior con la Unión Sagrada. Impensable en España que los diferentes partidos dejaran a un lado
sus diferencias políticas y conformaran un gobierno de concentración sin disidencias.

Basta ver como cada vez que se debate un presupuesto, esto es motivo para alumbrar una agria
disputa entre la austeridad conservadora y el generoso gasto que proponen los ambiciosos liberales.
La reconstitución nacional deberá esperar, ante un Tesoro raquítico, con sus arcas vanas, que
aumenta para pagar los intereses de la deuda que sangran la Hacienda española y lastran el
desarrollo que hace ya un siglo deberían haber acometido. No se invierte en políticas públicas,
cuando es básico, ante el clamor popular que recorre las calles, llenas de altaneros sujetos que,
ociosos, nada producen por su país, a imagen y semejanza de los políticos que dicen sacrificarse
desde sus residencias de veraneo. Son tan cínicos y llevan con tango orgullo su condición de
gobernantes... que no tienen inconveniente en devaluar la ya ínfima posición de la peseta, en
perjuicio de sus ciudadanos, al emitir, excediendo cualquier tipo de mesura, nuevos billetes que
aumenten la circulación fiduciaria. Como buenos avaros, deben acostarse con el oro que a reguardo
dejan en el Banco de España, pues no piensan reducir en un solo lingote su más preciada posesión.
Algún día saldrá ese oro del país, cuando una nación extranjera les exija el pago mediante el
oneroso y vil metal que causó la ruina moral de este país. Esos mismos se refugian en antiquísimas
fiestas, impropias del momento en que vivimos, como los Juegos Florales, donde no se escatiman
adjetivos rimbombantes con que loar a Castilla, el corazón del país, donde dicen rehuir del
centralismo, para acto seguido atacar con inquina los anhelos de independencia o autogobierno que
se escuchan desde Vasconia o Cataluña. ¿Acaso no es un idioma la más intangible seña de identidad
de un pueblo? En uno y otro lado, ya sean las huestes de Cambó o las de Bergamín, todos requieren
la ponzoña para inflamar el odio que mutuamente se profesan. No son naciones caducas y naciones
embrionarias las que combaten, no, son los líderes regionales los que luchan utilizando a sus
compatriotas como peones, para quedarse íntegro el caudal que generan. No son compatibles estas
rencillas que monopolizan la vida política española con la enérgica defensa de sus intereses en el
extranjero, menos aún si su neutralidad ficticia se ve amenazada por el bombardeo propagandístico
sufragado por las potencias europeas, que tienen también en nómina a algunos de los políticos,
sobre todo senadores de la vieja nobleza castiza, que se jactan del hercúleo esfuerzo que llevan a
cabo para impedir la entrada de España en el conflicto, cuando su parálisis ante los tambores de
guerra es una cura de humildad para una nación periférica que no logra adherir a sus raídos ropajes
la etiqueta de potencia, pese a que en cada ponencia los oradores patrios se encarguen de recalcarlo
con terca profusión.

No es de extrañar que algunos medios piensen que España acabará entrando en la guerra,
aprovechando la certera y próxima derrota teutona, unos rumores que la opacidad y secretismo del
gabinete solo tienden a incrementar, tildando de farsante al señor Dato, principal instigador de la
censura que impide el libre devenir del oficio de periodista, causando incluso la dimisión, a todas
luces forzada, del director de El Día, debido a un artículo que calumniaba la figura de Dato. No le
faltaba razón al autor, pues parece que esperan con deseo los gobernantes que algún periódico
incurra en perfidia contra los intereses nacionales y critique con fervor a los Imperios Centrales,
para así, obligados, declararle la guerra a la ya vencida Alemania, sumándose al tren cabecero que
dilucidará el futuro de Europa. Ese es el sueño de Su Majestad, contraviniendo el alma absolutista
que aún ostenta, pues un pacto con la republicana Francia o la constitucional Inglaterra,
tradicionales enemigas, sería un pacto contra natura. Mejor sería haber ayudado al Imperio que con
oportunismo y dinero puso el epitafio del Imperio español, adquiriendo las colonias del Índico que
aún poseían a finales del siglo pasado. Esas preocupaciones incomodan el sueño de los gobernantes
españoles, pero las de sus votantes son mucho más mundanas, sobre todo si quiénes deberían
procurarles una existencia más aseada en lo económico se empeñan en exportar, para llenar sus
bolsillos, los productos que en la metrópoli escasean, como el sempiterno aceite, testigo del atraso
rural español, del trabajo laborioso y casi artesano de las almazaras, que como el dinero en Liguria,
marcha a morir, hijo de esta tierra, a las lejanas Filipinas y el antaño Cipango. La falta de
abastecimiento y las carestías, deliberadas por los gestores, causan estragos para la autoridad, en
forma de unos motines que solo vienen a prender la pólvora que ellos mismos sembraron. Así es el
caso de la cuna del cacique en este país, una villa donde bodegas y reses taurinas sustituyen a las
ganancias bursátiles, para regocijo de unas pocas familias que vieron como la masa campesina se
amotinaba y era preciso declarar el estado de guerra, siendo invadida la gaditana Jerez por el
ejército, con violencia extrema de uno y otro lado, cuyo ejemplo fue seguido, con menor virulencia,
en otras muchas ciudades como Bilbao, Cartagena o Zaragoza. No es de extrañar, ante la tenacidad
negligente de sus gobernantes, que el socialismo avive los bajos instintos de esta población
abandonada a su suerte, y caigan en el abismo bolchevique al que algunos les incitan. La
Monarquía, otro actor reaccionario, juega también a este pasatiempo, que encuentra su máximo
deleite en la filtración de notas que deberían estar precedidas de solemnidad, pero que son
entregadas a los medios afines para torpedear la fama del oponente; así, el ABC ejerce como
portavoz de Su Majestad, rezando su titular con pompa suntuosa que se ha transmitido a Alemania
un ultimátum, ante la interminable lista de embarcaciones españolas hundidas por sus submarinos.
La valentía emana tras cuatro años de afrentas, dejando a las claras la cobardía en la forma de
enfrentar el conflicto que durante cuatro años ha albergado España. Jugaron a ser los adalides
pacifistas, partidarios de la no beligerancia, pero en su fuero interno sentían la impotencia de no
poder concurrir al festival cruento que sobrevino en el corazón de Europa tras los fallidos intentos
de mediar en la tradicional enemistad de las potencias en liza.

Si algo caracteriza también a la prensa mayoritaria del país, sujeta a oligopolios y observaciones
de políticos, es que su obituario no escatima nunca en elogios a los recientemente fallecidos, dando
pábulo a un sentimiento hipócrita, pues en vida, no ahorraban en improperios para el finado
atendiendo solo a su ideología política, adversa a la línea editorial que siga el periódico. Este es el
caso de un ilustre socialista, neurólogo de postín, afamado fuera de los confines españoles, que
respondía al nombre de Jaime Vera. Siempre acompaña, a modo de corolario, la cita fue su muerte
muy sentida, omitiendo pese a su errada ideología. La política de verano se inicia con el éxodo de
los próceres hacia sus residencias de asueto estival, y Su Majestad no iba a ser menos, con palacios
en el puerto de Castilla, Santander, y también en San Sebastián, pues la vascuence Donosti no es del
agrado de quiénes gustan de usar el castellano para comunicarse. El Consejo de Ministros exiliado
se reúne junto al Jefe de Estado y debe decidir que hacer frente al continuo hundimiento de sus
naves mercantes por parte de los submarinos alemanes, que han causado la pérdida del veinte por
ciento del tonelaje total que eran capaz de transportar, siendo ésta, junto a la falta de abastecimiento
de combustibles básicos por la falta de petróleo, sus principales preocupaciones. No lo es la pérdida
menor de cien almas, que reposan en una fosa marina, pues si así lo hubiera sido, hace ya cuatro
largos años que le hubieran declarado la guerra a Alemania, y luchado en pos de una libertad y una
democracia de las que hacen bandera conjunta en el bando aliado. Bueno, eso es difícil de admitir
para un país complaciente, que pese a haber vivido bajo una República, efímera, no cuestiona la
permanencia de un lastre para el desarrollo político de la nación, como es un Monarca que ha hecho
de las Cortes su coto particular, que ve normal sus injerencias en materia legislativa y que toma café
mientras despacha con una clase política cuya máxima dignidad la encontramos en su impoluto
chaqué, pues son el retrato de las cloacas en que se ha visto sumida la escena pública española.
Ellos, ajenos a la inopia en que se encuentra instalada la sociedad española, se enzarzan en defender
unos inexistentes deberes de Potencia, esperando que quiénes han derramado sangre les otorguen
una inmerecida silla en las próximas negociaciones de Paz. Se creen con derecho a exigir respeto,
del que son acreedores, pero no se dan cuenta estos astutos estadistas de que ellos están en el lado
contrario de la ecuación, pues su condición es la de deudores, beneficiarios, para eterna ruina
económica de su nación, de los empréstitos de cláusulas leoninas con que son apercibidos a la
recepción del tan ansiado dinero. Pero ese pueblo al que hurtan no toma conciencia, se conforman
con burlarse de los accidentes, sin consecuencias graves, que los miembros del gabinete sufren,
caso del señor Alba, que tuvo un percance con su automóvil, una extravagancia mecánica con la que
difícilmente pueden siquiera soñar los campesinos beodos que maldicen sus penas entre baratas
bebidas espirituosas.

Pero si de verdad algo es pasión de multitudes en este país, sin duda es la tauromaquia, ese arte
ancestral que por suerte no exportaron a Europa, capaz de congregar en el coso a toda una ciudad,
enardecida por el diestro capote de ese moderno bailarín con montera y traje de luces. Tal es el
fervor que despierta, que los diarios envían a los puertos gaditanos a sus corresponsales, a recibir al
reciente triunfador que viene de hacer las Américas, en este caso Belmonte, gallardo torero al que
han dedicado páginas enteras en meses precedentes, crónicas de su atronador éxito en tales
latitudes, como si los aplausos en las Indias reverdecieran los laureles de este país atrasado. No
puedo culpar a la población, sin capacidad de resiliencia, anestesiada por los poderosos para así
evadirse de una realidad adversa, soñando los infantes con emular las conquistas, amorosas y del
escalafón taurino, que consiguen estos artistas. Hacen bueno el tópico, lacónico pero incisivo, del
Pan y Toros, aunque de lo primero no van sobrados en este tiempo de penuria famélica. Mientras en
Europa la clase obrera se refugia en el vanguardista sport, que importan los paladines del snobismo,
este país se protege, utilizando como retén para impedir el contagio las grandes cordilleras que la
convierten en el apéndice africano del que todas las potencias industriales y armamentísticas
europeas se han olvidado, para desdicha de su Monarca, al que no sin inquina, han apodado El
Africano, por la obsesión de éste en restaurar o al menos mantener las nimias pertenencias que aún
detenta en la región más septentrional de África, un Marruecos que ellos llaman español, y nosotros
francés, si bien aluden a dos territorios distintos que nosotros deseamos emancipar para que queden
a disposición de un Protectorado bajo pendón tricolor. Como ven, es posible que nosotros
venciésemos en lo que al progreso se refiere, pero por mucha xenofobia chovinista que dé consuelo
a nuestra alma, no somos diferentes de los Imperios que nos precedieron, esclavizando a los nativos
para mayor comodidad de la metrópoli, expoliando sus minas, saturando sus mercados... pero en el
fondo, si nuestro auge se produjo con celeridad, también nos aguarda un sino trágico, decadente,
que conducirá a nuestra caída en desgracia y a no ser más que un ominoso recuerdo en la concurrida
Historia del hombre, perdón, del ciudadano, como nos empeñamos en sobrestimar a nuestros
congéneres. Pues no son ciudadanos quiénes no responden a legítimas razones, y con su falta de
indulgencia provocan desórdenes y motines, como los ocurridos en tierras lucenses, hartos de
especuladores que quitan de la boca del prójimo lo que les pertenece, para dárselo a cambio de un
generoso rédito a los pobladores de lejanos parajes, desechando cualquier ideal romántico de ese
patriotismo al que siempre recurren para justificar sus fechorías. Hoy más que nunca pienso que
este país está abocado a una revolución socialista, sobre todo si sus gobernantes no ponen remedio
al pillaje del que son asiduos valedores. Más les valdría fortalecer su carácter para enfrentarse a la
diplomacia alemana, pues no cesan de irse a pique los vapores fletados con bandera española, a
causa de los torpedos germanos, como el Carasa, ocasionando seis bajas que no irán a un registro
de bajas por su condición de civiles, pero que son los que una neutralidad farisea acarrea. Traía
carbón galés, pues a pesar de la perseverancia gubernamental en el fomento de las cuencas mineras
para la extracción de hulla y antracita, la producción interior no cubre la demanda creciente de una
insuficiente industria que se concentra en la descontenta área vasca, donde la siderurgia y los altos
hornos son protagonistas de grotescos lienzos que se sazonan con los intentos independentistas de
los líderes locales, que tratan de adherirse, con el rechazo madrileño, al movimiento de
autodeterminación que sacude Europa al ritmo que marca el Presidente de los Estados Unidos, un
presbítero que rinde culto a la libertad que ellos mismos niegan a las naciones americanas, un
Imperio que surge para relegar a los ya establecidos, que han comparecido a una guerra que es el
prefacio del cuento lúgubre del rey destronado.

Otra vez quedaban retratados, incluso en el epílogo de la Gran Guerra, los púgiles del conflicto
interno, quiénes suscribían las tesis de la Entente o de los Imperios Centrales. Romanones, aliado
empedernido, hastiado de los hundimientos, utilizó su medio de propaganda, el afamado Diario
Universal, para censurar los reiterados ataques, sufriendo la censura impuesta por la Ley de
Espionaje, ya que se insinuaba la entrada definitiva en la contienda. No fue el caso, el poder que los
sectores conservadores ejercen sigue primando sobre los ardores liberales, que caen en saco roto,
basta con adjetivar a los ingleses como herejes, recordar las derrotas pasadas, vitorear un poco sutil
insulto como el de Pérfida Albión... para que cualquier intento de formar coalición con Reino Unido
sea repudiado. Tampoco se olvidan los pesares que la pérdida de Cuba y las Filipinas acarrearon, y
la sincera homilía de Wilson, desde la costa occidental del que un día fue su charco, solo enfadó a
los medios, que no toleran que el Presidente de una nación novel les trate con condescendencia, con
veleidades y un protocolo impropio de la actual posición de España, donde además se denigraba al
ejército español, no requiriendo de sus servicios, como si de soldados de fortuna pertenecientes a
una mesnada se tratase. No, lo que Estados Unidos quiere es granjearse la simpatía de los políticos
patrios, para que permitan futuras inversiones y empréstitos yanquis, junto a la producción fabril
que ha sostenido parte del músculo bélico de los aliados. No dudan en regalarles los oídos,
llamándoles nación honrada, acusando a los espías alemanes que controlan la prensa... Si supieran
que éste es un nido de agentes dobles que se venden al mejor postor... Dicen que financiarán el
renacimiento industrial de la nación, pero es solo una excusa para penetrar entre el accionariado de
las empresas de infraestructuras o extracción mineral, que con celo guardan los propios políticos
españoles. En Estados Unidos, han prosperado leyes contra los consorcios corporativos que
explotan los yacimientos petrolíferos, y ante una normativa más laxa, quieren introducirse como
altruistas inversores que financiarán la reconstrucción, no solo de los países combatientes, también
de los que han de renovarse para ser insertados en el circuito de potencias mundiales. Ya tienen
experiencia con España, a la que pagaron una generosa prima por derrota en el año 98. Rara vez se
indemniza al vencido... Si los americanos entraron en la guerra por un transatlántico hundido, los
mandos españoles toleran que sus vapores perezcan en la mar, como el vizcaíno Atxerimendi, que
llevaba carbón a Irlanda. Pero la reacción fue contraria a la esperada, dado que el naviero era un
acérrimo nacionalista vasco, otro de tantos que buscan fortuna con el contrabando de guerra, sin
reparar en el coste de vidas humanas que causa su codicia, ya que están protegidos por las
compañías de seguros, casi todas extranjeras, que se han establecido en los últimos años al calor de
la riqueza marítima de España. Quien se atreva a bautizar sus embarcaciones con apodos
vascuences, será atacado de forma inmisericorde por la prensa castellana. Si los barcos hundidos
tienen nombres no ininteligibles, se recordará la neutralidad de la nación. Son quiénes critican, en
especial los dueños de los medios, quiénes permiten la salida de productos que necesitan sus
ciudadanos, quiénes permiten las aventuras marítimas, suculentas en lo económico, que abandonan
a su suerte a sus compatriotas por un poco de dinero, para servir después como infames
portabanderas. Ese es el reprobable comportamiento de quiénes critican que han visto cercenada su
más vital recurso, la libertad de expresión, mientras en la sombra obedecen a los intereses de los
políticos que les brindan su sueldo a modo de mordaza.

Septiembre de 1918

Alfonso XIII, aprovechando su estancia en la costa cantábrica, no perdió la oportunidad de


marchar a Vasconia, donde se inauguraba una Sociedad de Estudios Vascos, y ante los deseos de
autonomía que le proferían desde Cataluña, intentaba frenar el idéntico sentimiento que comenzaba
a brotar en dicha región. Con excesiva adulación, trató de convencer a quiénes se congregaron en el
lugar de que habían protagonizado gloriosas páginas de la Historia de España, de que habían dado
lustre al pabellón nacional, de lo elogiable de su atemperado carácter... del que hacen burla en
Castilla con la peyorativa carga de noble. Su defensa de la unidad nacional tiene en una leyenda su
razón de ser, pues fueron los reyes cristianos quiénes pusieron fin a la anarquía de las taifas. Esta
solemnidad para con sus súbditos del norte peninsular es una simple máscara, un verso suelto en un
mar de mentiras con las que tratan de postergar la inevitable secesión que acontecerá en los
próximos años, pues en poco difieren los que con gesto compungido y genuflexo portan el escudo
real, y los que hacen lo propio con su enseña fabril, la ikurriña. Pues quiénes sustentan con su
dinero, tratando de obtener una mayor cantidad, ambos nacionalismos, son los mismos que dan la
espalda a su pueblo, dilapidando en casas de juego las fortunas que han atesorado, tolerándose su
lúdico entretenimiento porque donan con los gravámenes que se les imponen una ínfima parte a la
caridad de la que dependen los estómagos vacíos que deambulan por la vía pública, siendo todavía
habitual que alguno muera por la falta de toda ingesta, mientras quiénes pasean junto a ellos miran a
otro lado. Es la enésima constatación de su hipocresía, pues asisten puntuales a la liturgia
dominical, consagran sus discursos al Todopoderoso, al Altísimo, pero es el fulgor de los naipes y
los dados el que hace palpitar su corazón pétreo. Es más, si en la capital están surgiendo una
multitud de círculos regionalistas, a las que ninguna patria chica es renuente, ya sean gallegos,
catalanes o manchegos, es porque bajo su honorable capa exterior se da cobijo al deleznable juego
que corroe los dogmas sobre los que se asienta esta sociedad. Al calor de los hombres poderosos,
que median para su establecimiento, se instalan casas de lenocinio de postín, con las que se obtienen
los fondos con que se bordarán las banderas que presidirán las manifestaciones autonomistas del
porvenir. Están siendo cómplices de su propia división, de su propia decadencia, pero el problema
es que al vicio recurren poderosos y mendigos, pero los canallas de verdad son los primeros, en
especial los banqueros, ya que las ganancias de sus entidades financieras han aumentado
exponencialmente durante esta larga guerra. Millones de pesetas jalonaban sus cuentas, al contrario
de las sedientas arcas del Estado, que nada obtenía de estos beneficios extraordinarios, incapaz de
imponer tributos a los plutócratas que no conocen mayor que patria que su dinero. Similar
desconfianza despierta el Ministro de Fomento, Cambó, autonomista catalán que entona con
soberbia desafiante Els Segadors, mientras afirma que luchará con tesón para restaurar la
prevalencia del Estado Español en Europa. Normalmente se tilda de espías a personajes un tanto
estrambóticos, cierto, pero que se limitan a obtener información y, a lo sumo, a robarla. Pero a los
finos oradores que frecuentan periódicamente las Cortes (no es realmente este su trabajo), se les va
maña, desenvoltura, como agentes dobles. No tienen inconveniente en reunirse con el Rey y decirle
que trabajan por la grandeza de su Corona, y acto seguido, mandar un mensaje por telégrafo a la
embajada yanqui pidiéndoles que medien en su anhelada aspiración secesionista, autodeterminación
mediante. Este pundonor del señor Cambó obedecía a que había marchado a Asturias con motivo
del Duodécimo Centenario de Covadonga. Aún rememoran, con lucidez pasmosa, como sus
ancestros derrotaron en vital escaramuza a los berberiscos o árabes, aunque ellos prefieren el
despectivo epíteto de moros. No es de extrañar su atraso, anclados en un pasado hiperbólico que
solo ellos recuerdan con agrado, han perdido el pulso de la realidad, el curso natural del desarrollo.
Como si fueran vulgares rateros, piden a las modestas damas españolas que donen sus alhajas, para
después fundirlas y diseñar una Corona para la Santina. ¿Se imaginan ustedes que nosotros, los
franceses, rindiésemos culto a Meroveo o a Carlos Martel? Pues eso hacen aquí con un tal Pelayo,
que creo que como nuestro rey primigenio, es sólo una invención medieval de algún desnortado
personaje...

Aquí, no sé si por caballería o por anticuados modales, todavía aluden a una aristocrática
sencillez. ¿Sencillo? No son nimios precisamente los fastos a los que asisten los nobles del lugar, ni
la enjundia de sus residencias, pero aún así, las cordiales epístolas que envía el Monarca a otros
nobles de la nación son de todo menos sinceras, con ornato en las palabras y delicado sello ocre en
el lacrado, impropio del siglo XX. ¿Pero qué esperar de quiénes buscan el Nacimiento de su Nación
en un suceso aislado de hace ya doce centurias? No es de extrañar que todavía realicen sus paseos
por las ciudades que visitan en coches de caballos, guareciendo el automóvil de la intemperie,
cuando incluso los herederos austrohúngaros fueron asesinados en un coche con motor, y no en uno
tirado por fuerza equina. Ni siquiera mediante esa imagen que evoca a los regentes decimonónicos,
he podido asistir al inverosímil suceso de encontrar en la prensa una sola crítica hacia la inviolable
figura. Nosotros los franceses no somos el mejor ejemplo de trato, pues nuestra forma de subsanar
el estigma de pertenecer a la Casa Real era decapitar al de turno, pero al menos éramos exigentes
con su labor. Todavía hoy, se habilita siempre un trono si el Monarca debe presidir cualquier acto
oficial, y desde allí ejemplifica la notoria diferencia de trato que existe hacia un Dios en vida, como
realizan en el Japón a su Emperador. Y desde su ilustrísimo aposento, de áurea apariencia, busca
con fervor el progreso, busca que una nación que transita en el furgón de cola haga las veces de
locomotora de Europa. Peor aún son los ministros, como Cambó, que camina con paso decidido por
las cuencas mineras de El Bierzo, prometiendo riqueza a quién ni siquiera tiene pan, ocultando la
realidad de estas regiones: que si la veta se agota, se quedarán solos, algo que ocultan con la larga
humareda que precede al ferrocarril. Es el acero de las vías, que se produce en los altos hornos, la
antesala de un avance lento, que nunca repercute en los estratos humildes. Tal es la falta de crítica
hacia Su Majestad, que como si del autor de un refranero se tratase, recopilan los aforismos que con
ingenio dedica a algunos de sus súbditos, siempre con efusivo patriotismo, como si no frecuentase,
como todo hijo de vecino, los sórdidos lupanares de la Capital, aunque él mantiene, sobre el mundo
de la farándula, un mal disimulado derecho de pernada que le lleva a confraternizar con las actrices
de moda que sobre las tablas triunfan. El edénico reposo del Monarca contrasta con los
intransigentes socialistas, que con la esperanza de que el régimen perezca en los próximos meses,
no mediando revolución sangrienta, se niegan en rotundo a aceptar cartera alguna de un nuevo
gabinete, fiscalizando los errores que en el pasado han cometido los propietarios del establo
hediondo en que han convertido la arena parlamentaria.

Este parecer de los bolcheviques no es muy diferente del de los reformistas, que utilizan la misma
jerga, renegando del poder por sí mismo, pero no siendo esto óbice para afirmar que quieren
ocuparlo, en beneficio de la clase burguesa a la que representan, poco numerosa, pero que nada en
la abundancia, junto a la nobleza tradicional, por la guerra exterior, avisando de su inminente
finalización como punto y aparte para sus negocios fabriles a costa de quiénes han muerto en el
frente defendiendo los que deberían ser sus ideales: libertad y democracia. Uno tiene la sensación
de que la escena política, cuál teatro, la forman oportunistas que no dudarían en requisar votos si
con ello pudieran alcanzar escaño o tocar esa cartera de cuero negro que es el pasaporte a la
prosperidad, a la plétora. O más aún, marcharse de la nación cercenando de la misma la región a la
que dicen representar, si con ello aumentase su fortuna y la de los que representa y le han proveído
de tan insigne aposento en Cortes. Es el caso de Cambó, que ansía una inversión ambiciosa en el
campo de las infraestructuras, donde a todas luces sufre un déficit el Estado, aunque lo que más le
preocupa es el beneplácito que sus señorías puedan darle en lo referente a las delegaciones,
proyecto autonomista que desea aumentar las competencias de las exhaustas Mancomunidades,
tradicional estanco donde incurrir en el nepotismo. Como era de esperar, en la Cámara dan largas,
arguyendo que su labor vira hacia el extranjero, aunque el silencio sea la tónica habitual en lo que
concierne a sus cables con las diferentes embajadas y cónsules. Creo que con el paso de los años, el
telégrafo y el teléfono sustituirán, si fuéramos pragmáticos, a los cónsules y diplomáticos, que en
las ciudades más importantes del Viejo Continente, son retiros recreativos para los grandes hombres
de la política. Pues, además de pasearse con esmero por los mejores restaurantes y hoteles, acudir a
cafés y cenáculos para participar en tertulias, y leer el periódico disfrutando de una copa de coñac,
he estado en compañía del embajador de mi patria, y no son muchos más sus menesteres, ni siquiera
durante la guerra. Estoy seguro de que la parsimonia del ejecutivo español esconde algo, quizá un
objetivo a largo plazo. Esa ocultación deliberada es la que enfada a El Liberal, que ante la ausencia
incluso de una nota escueta, participa de la crítica descarnada al gabinete, que desatiende la esfera
interior para no arrojar veredicto alguno acerca de la extranjera. La impaciencia es crónica, se
suceden epidemias, en especial una referente a un proceso gripal poco común que conlleva una gran
mortandad, y de la que dan buena cuenta en todos los países, por más que se esconda a la luz
pública por expresa petición del gobierno. La llevaron a Estados Unidos los soldados que
regresaban del frente francés, por lo que es posible que el foco originario se encuentre en mi país.
Pero astutos ellos, poco tardaron en cargar con el muerto, y no es este pleito baladí, a la vetusta
España, que mientras censuraba cualquier crítica a los países en liza, no hacía lo propio con los
informes alarmantes de la virulenta gripe, que española han apodado. Pero la preocupación
inmediata de los medios es la falta de abastecimiento, que no se ha subsanado. Es tal el gusto por el
pitorreo de los españoles, que de todo hacen escarnio, y un robo en el museo no iba a ser suceso
menor, no escatimando en insultos para los franceses invasores que con el enano corso habían
venido, toda vez que el Tesoro del Delfín, yacente en el Museo Nacional de Pintura y Escultura, y
propiedad en el pasado de Luis XIV de Francia y Felipe V de España, había sido hurtado. Su valor
incalculable, su oro y sus piedras preciosas, ese boato regio, no compensa la estancia en el poder de
un déspota, por más instruido que estuviera, así que con sano sarcasmo, les digo que no hay mejor
victoria para nosotros, bufones de la tricolor, que reine al otro lado de los Pirineos, en la Península
Norteafricana, un rey de sangre francesa, habiéndonos librado ya nosotros, tiempo ha, del yugo de
los Borbones. ¿Por qué no tildan de invasor extranjero, al representante que con esmero, les colocó
el Rey Sol?

No, no lo harán. Prefieren que les birlen el pan, el azúcar, las patatas, el aceite, los garbanzos y la
carne, que se afanan en cosechar, y que sus representantes exportan como vulgares golfos, a criticar
lo más mínimo el estatismo en que se ven inmersos, y del que son víctimas. La carestía es el mejor
aliado de los bolcheviques de Prieto y Besteiro, que esperan en su feudo de Irún a que amaine el
temporal de la guerra, a que avive las llamas de la subversión de un pueblo exhausto, que sonríe con
estoicismo ante el abuso canallesco de quiénes les privan de su sustento para exportarlo al
extranjero. Tal es la pobreza, algo que ni siquiera es plausible en una ciudad que sufra los estragos
de la contienda, que se producen cortes del suministro eléctrico en Madrid, por falta del carbón
asturiano que exportan a Inglaterra, una administración negligente que impide la producción
eléctrica que soporte la demanda energética. No ha sido posible salir de noche en varios días, no por
el miedo a sufrir un robo, que no sería descabellado, si no porque es la vida nocturna, alevosa, de la
capital, la que hace bello este paraje, irresistiblemente austera, propia de la bohemia de la Ciudad de
las Luces de la que provengo, con sus teatros adosados en la Gran Vía, al modo londinense. Pero sin
luz, la dantesca estampa de la aureola tenue del quinqué que ilumina un café de madrugada, con
teatros cerrados poco después de la medianoche, me recuerda a las condiciones míseras en las que,
en el Siglo XVII, en el Siglo de Oro, debieron producir sus trascendentales obras los autores
célebres que compartieron tiempo con la Hacienda vacía de los Austrias Menores. Pareciera que
estamos en 1618, y no en 1918. Solo la fiebre del ferrocarril permite evadirse de este profundo
sueño contrarreformista, aunque vuelve a ejemplificar el atraso, pues las vías que hace ya casi un
siglo riegan cual ríos de acero la cartografía de Inglaterra, Alemania o Estados Unidos, llegan ahora
a una España deprimida que difícilmente escapará de su apatía. Es más, la falta de locomotoras
propició en alguna de sus señorías la idea brillante de incautar a los ferroviarios las suyas, pero
como en muchos casos coincide el nombre del propietario del escaño y del inversor de la empresa
ferroviaria, no salió adelante el proyecto del omnímodo Cambó, irredento trabajador que se
multiplica en sus labores. Estas disputas ensombrecían la capital tarea que el señor Alba llevaba a
cabo, la de aumentar el irrisorio sueldo de los docentes escolares, que quizá a largo plazo podría
solucionar el retraso de la nación. Pero amablemente se rechazó su proposición, dilapidando sus
intentos de fomentar, sin ser ministro de la materia, la cultura popular, las bibliotecas públicas, las
escuelas industriales, la autonomía universitaria... Cayeron en saco roto, en parte por las tensas
negociaciones que se mantienen con Alemania, que incluso en su lecho de muerte, con una certera e
inminente abdicación, se alza poderosa ante la diplomacia española, impidiendo la imposición del
altanero carácter español, que a toda costa busca un reducto legal que le permita incautar los
vapores alemanes en puertos ibéricos, y salir airosos ante la opinión pública con una demostración
de fuerza internacional.

La solución regia al problema catalán es el envío de su hija, la Infanta Isabel, a la Ciudad Condal,
con motivo de la Mercé, pues ya sea en la adocenada Andalucía o en la cosmopolita Barcelona, la
superstición plasmada en paseos de tallas de madera, de imaginería, es consustancial a todo el
territorio, cohesionada con la fe católica común. Dicen las crónicas que fue bien recibida, en loor de
multitudes, con vítores y salvas... pero no es cierto. Quizá quiénes salieron a las calles eran
monárquicos, pero el alcalde radical de la ciudad, el señor Morales, no compareció a tan insigne
evento, pidiendo por ello algunos su dimisión, cargo de corregidor que no ha abandonado. Como un
placebo, la prensa urde engaños que calman a la irascible población castellana, pero ya sea por obra
de los socialistas, inflamados por consignas bolcheviques, o por gracia de nacionalistas de nuevo
cuño, en especial los representantes de la Lliga, la conflictividad social que se oculta o figura como
mal menor en los diarios, es en verdad un problema de enjundia, sobre todo en el intento de muchos
laicos intransigentes por impedir la comunión entre Iglesia y Estado, de reminiscencia absolutista,
que se produjo con la entrega a la Virgen de las Mercedes del bastón de Capitán General, piadosa
costumbre que algunos rechazan de pleno por la independencia del poder civil que tan desamparada
se encuentra en esta oscura época en que todos los discursos de los gobernantes llevan la deferencia
debida con el Altísimo. Buceando en las páginas necrológicas, hallé la nota que comunicaba el
fallecimiento de Tesifonte Gallego, paradigma del periodista con inquietudes políticas, o del
político con maña en los medios, arquetipo de la falta de independencia de las gacetas y diarios que
se publican en la capital, pues escribió en vida para El Heraldo de Madrid, propiedad de Canalejas,
malogrado Presidente del Consejo de Ministros asesinado por un anarquista. Como vemos, no son
la transparencia y la asepsia las habituales compañeras de alcoba del periodista español, encorsetado
con una línea editorial y la promesa de ser corresponsal en las urbes de la Vieja Europa. Es más, tal
es la ironía de la denominación de los partidos, que el señor Gallego era diputado por el Partido
Demócrata, como si tal condición no fuera indispensable para concurrir a los comicios. Nada me
sorprende: si se tolera un Partido Radical centrista, no es extraño que el partido negrero siga
dominando el hemiciclo con su postura reaccionaria, su exacerbada religiosidad y su retórica
retrógrada, que el señor Maura exhibe con orgullo rancio. Malas noticias llegaban para mí desde
San Sebastián, donde los practicantes del arte florentino habían perdido a su máximo exponente, el
embajador Thierry; no es que yo le guardase gran estima, pues era casi un proscrito que no había
gozado de sus parabienes y estaba desterrado entre la provinciana sociedad matritense, pero si
fallece tu jefe, la situación cambia. Bueno, siéndoles sincero, le odiaba. A su velatorio acudió hasta
Alfonso XIII, que estaba en el Palacio de Miramar, y se le rindieron honores de militar retirado,
cuando sus intervenciones no excedían la trivialidad de una reunión con su homólogo español.
Mientras, nosotros podíamos morir o caer en desgracia si nuestra fingida cortesía con el enemigo
era detectada como el inequívoco montaje de una personalidad inventada. Aunque bueno, no vaya a
ser por subestimar a los espías que se dan cita en la capital, pero he utilizado como nombre en clave
el de un personaje de una novela de Stendhal, y no han conseguido destapar mi tapadera. Me llamo
Liéven.

El clima regresa a su habitual monotonía, con el frío por bandera, pero la conflictividad social no
decae. Los cocheros siguen en huelga, aumentando su violencia contra los compañeros de gremio
que no participan de la misma, vulnerando el derecho al trabajo. La verdad es que ya no me
importan las excusas banales de la jerga política, que tratan de utilizar a los obreros instalados en
una vida paupérrima como cabezas de turco. Las agresiones a esquiroles, las muertes de caballos...
se han instalado entre nosotros y han sido asumidas como algo natural. No parece que vaya a
amainar, menos aún si se le unen los cocineros, ocasionando el cierre de hoteles y restaurantes. A
ello se suma la expansión de la misteriosa ola de gripe, que deja cientos de muertos allá por donde
pasa, produciendo el contagio masivo de una más peligrosa patología: el miedo. Han establecido un
retén sanitario en la frontera, tratan de frenar la llegada de la gripe española, que ironía. Todos los
países se echan las culpas mutuamente: franceses, portugueses, ingleses, norteamericanos... Pese a
las culpas que se ciernen sobre los Estados Unidos, todos miran hacia las barras y estrellas
esperando que su líder Wilson les dé algún consejo sabio en sus multitudinarios discursos, que
abarrota teatros exigiendo sacrificios en el altar de la Libertad, sedienta de insípida sangre como la
que sus muchachos han derramado en Europa, en búsqueda perenne y fructífera de nuevos héroes a
los que llorar. Ahora se celebran sus 14 Puntos, como síntesis de las normas que han de velar por la
confraternidad de los estados en la posguerra, para evitar otra contienda que desgarre a sus
ciudadanos. Su más genuina creación es una Liga de Naciones, así como la instauración de un
tribunal que asegure el escrupuloso mantenimiento de la Paz, su gran objetivo. Pero su noción de la
Paz es peculiar: las potencias vencedoras no velan por una ulterior hermandad, no, cual caballero
medieval velan armas en vigilia, ya que la guerra solo acaba de empezar. Nuestro siniestro
dirigente, Clemenceau, se prepara para ajustar cuentas con sus antagonistas prusianos, aunque de su
quinta pocos queden. La Democracia, la República, como si de mercaderías se tratase, se intentan
exportar desde Francia o Estados Unidos, en sustitución de un longevo sistema que vive su
crepúsculo: la Monarquía. Bulgaria abandona a Austria y Alemania, su rey Boris quiere mantener el
trono, y se ofrece para capitanear el cambio de un país atrasado, con la funesta sombra de los
militares siempre presente. ¿Se sumará España a esa renovación que inhalan en Europa? Los jueces
prevaricadores incitan a ello, fallando contra los obreros a los que no se reconoce derecho a huelga.
Los ferroviarios de la Compañía del Norte son los últimos en sumarse a un pueblo en ebullición al
que el estallido bolchevique anima a emularle. Las togas, los mazos que son el artilugio fetiche de la
represión, se coaligan contra los sectores plebeyos, que bajo la comanda socialista y sindical no se
muestran tan dóciles, desbocados ante las impotentes riendas del poder tradicional. Se suceden
despidos, agresiones... y se responde con tumultos, a pedrada limpia, buscando equiparar el tronar
de los fusiles con el alma salvaje del pueblo llano. No existe conciencia de clase, no existe
proletariado, pero no fue esto óbice para que Rusia cayera víctima del terror rojo, que en nada
envidia a los jacobinos del pasado. Y mientras el país se dirige a la revolución, mientras los
pasquines y panfletos de anarquistas y comunistas circulan con pasmosa fluidez, el Rey guarda
cama, posiblemente aquejado por la misteriosa gripe que no entiende de coronas, que iguala a
vasallos y señores y no hace ascos a nobles cunas. A millares perecen en cuchitriles, mientras el
mayor de los patriotas, que debiera descansar envuelto en la rojigualda, es atendido por un médico
inglés, sin inmutarse ante los sarpullidos que la afrenta produce, pues Su Majestad deposita su salud
en un extranjero a la par que exige engrandecer la gloria de su patria. Ajeno en su cuarto, con ricos
ornatos, reposa El Africano, mientras Cambó participa del homenaje a su mentor, Prat de la Riba, el
estadista radicalmente separatista, cúmulo de virtudes sin parangón, objeto de elegías desde su
muerte. Su relevo como portavoz, como correveidile, es el propio Ministro de Fomento, que avisa
que su lista de peticiones es larga, y que la Mancomunidad es solo el prólogo de su ansiada
independencia, en la que no tomará parte la violencia. También se arrojan los catalanes en brazos
del hercúleo Wilson, suscribiendo sus 14 Puntos, pero más que eso lo ven depositario de fuerza
sobrehumana y dispuesto a acometer los Doce Trabajos del héroe tebano, guiando al pueblo a su
libertad negada. Al ritmo de Els Segadors, enarbolan en su mástil la bandera yanqui, como
modernos abolicionistas de la esclavitud que padecen los hijos de la Renaixença. A esa falacia se
aferran en la Lliga, elitista club que concentra una retahíla de inmarcesibles apellidos, de arraigo
decimonónico, entre sus filántropos benefactores. En realidad, se merecen perecer ante una turba:
desde Madrid, tildan al regionalismo de arcaico sentimentalismo, como si el raciocinio encauzara a
los enfervorecidos patriotas españoles en sus imprecaciones a Dios y al Rey, al modo carlista. Y el
estadista Cambó, no es más que un cacique con medio afín, con altavoz impreso partidista, La Veu
de Catalunya.

Octubre de 1918, Madrid

Cae el frío en la atalaya madrileña, pues no es ciudad de llanura costera precisamente. Es pronto
para ver la sierra nevada, es pronto para templar la exaltación que vive la sociedad. Da inicio otra
huelga, más grave que la de los cocheros, que al fin y al cabo, solo frecuentan los pudientes. Los
carteros dejan que las sacas de correspondencia se acumulen, e impiden que jóvenes noveles les
releguen en sus tareas, de forma poco amable. Exigen mejoras salariales, como todos, pues el breve
esplendor económico del que se jactan en las escaleras del Parlamento no repercute en los
emolumentos ínfimos que perciben los peones, impropios de los tiempos que corren. Se adaptan los
honorarios de los funcionarios, de los beneficiarios del parasitario nepotismo, mientras los simples
repartidores, quiénes de verdad cargan sobre sus maltrechas espaldas el ingente volumen de papel
timbrado, malviven con cuatro chavos. Y los ediles madrileños, por que se trata de un servicio
básico, les amenazan con el despido si no acuden el viernes al trabajo, al mismo tiempo que el
ejército, sostén de los gobernantes, polivalentes aprendices, reparte las cartas entre el entramado
laberíntico del centro de la capital, testigo del auge y declive de la ciudad que un día fue cabecera
del más grande de los Imperios. Piden a sus compañeros de Hacienda y Telégrafos, a quiénes
apoyaron en huelgas pretéritas, que se adhieran a la protesta, que es ya secundada en las provincias
con carácter general. La Puerta del Sol, atemporal vidente de refriegas, escucha el clamor de los
gritos reivindicativos. Quién sabe si dentro de no mucho será acceso de encolerizados verdugos, que
vendrán a ajustar cuentas con los autores de desmanes cortesanos. Pero poco inquieta esto a sus
señorías, con la Benemérita a la entrada de las Cortes, que discuten donde dilapidar este año los
siempre escasos recursos: Alba busca aumentar la paga a los maestros, el resto trata de sufragar la
construcción de vías férreas que transporten el carbón de sus minas hasta los altos hornos vizcaínos.
Los liberales, no obstante, viraron hacia las posiciones del señor Alba, por aquéllo de que los
regionalistas querían la construcción de infraestructuras para cimentar con acero y hormigón una
senda recta hacia la independencia. No piensen que la empatía con el esforzado contribuyente
supone un sentimiento habitual en el Congreso, son las rencillas personales por mantener la patria
chica las que conmueven a los diputados y miembros del gabinete. Y sólo algo les despierta del
somnoliento abatimiento de la política interior: ser requeridos por alguna potencia que toma parte
en la Gran Guerra. Desdichados ellos, los alemanes han hundido otro vapor, que llevaba esparto
hacia el Protectorado francés de Argelia. Motivo suficiente para ser hundido, sin víctimas mortales.
No llega el esperado cable americano, que dote a Su Majestad de los hábitos de Juez de Paz, de Rey
Salomón que dirima con justicia bíblica el devenir del mundo que tendrá su advenimiento tras la
guerra. ¿Pero qué esperar de un país en que se atiende más al sueldo del oficial de artillería que al
del maestro, sin haber entablado combate en décadas, donde todos filtran a la prensa las
conversaciones privadas para cobrarse revancha de su adversario político? Si actúan como niños,
necesitan las enseñanzas del maestro y la disciplina de la instrucción militar, pero no en orden
inverso.

De nuevo el Rey Wilson hizo acto de presencia, para dictar las leyes de un nuevo orden mundial,
donde los mares serán autopistas de libre tránsito, los aranceles serán suprimidos, se acometerá con
premura el desarme, se restaurarán territorios invadidos a sus legítimos poseedores, se creará una
Sociedad de Naciones... y se tendrán en cuenta las nacionalidades reprimidas para su conversión en
estados de derecho que amparen al pueblo que les da su nombre y cultura. Este propósito, que
parece desear el desenlace benigno del colonialismo político, con especial interés entre los
indígenas, es cuestión de debate, pues es difícil saber si catalanes y vascos quedan en el mismo
nivel que los pueblos balcánicos protagonistas de la Cuestión de Oriente, o que las etnias
subyugadas por los hoy exhaustos otomanos. Ahora, les mostraré el verdadero trabajo que está
realizando Wilson: hipoteca a los estados europeos que participaron en la contienda, con créditos
que financien su obligada reconstrucción, con unas condiciones que jamás permitirán a estos países
volver a pugnar con los Estados Unidos por el control del planeta. Ha surgido un nuevo Imperio,
con colonias en Sudamérica y el Pacífico, pero no obedece a los caprichos de un Rey, si no a los de
un órgano colegiado que componen los oligarcas de su banca, sus empresas petroleras, sus
consorcios frutícolas... Las consecuencias de sus desfalcos y abusos son ya ostensibles al Sur del
Río Grande, donde su designación divina como pueblo elegido les impele al control férreo de sus
semejantes de tez tostada, con el apoyo de la minoría criolla. Nosotros seremos sus siguientes
víctimas, pues no vemos que sus edulcorados discursos, destinados a regalar los oídos de una
Europa derruida, sumida entre escombros, solo son una argucia para abrir las puertas de nuestros
mercados a los hijos ilegítimos de la Gran Bretaña. Guillermo II consume sus días ante el
imperceptible pero grave palpitar del reloj de su despacho, entre arengas vanas para exigir un último
esfuerzo a sus muchachos, que todavía morirán en gran número por la estulticia del Káiser, que
vislumbra como el voraz apetito del águila teutón se desvanece, imitando a la inútil defensa del
frente occidental, que solo ofrece pírricos empates, tablas intrascendentes. Aquí, en España, se
contenta el vulgo con festejar el cambio de hora, inusual pasatiempo que anestesia por un rato sus
compungidas ánimas, que no perciben el vértigo de la revolución que se avecina. Turquía,
Alemania, Austria, España... siguen los pasos de la Madre Rusia, que ya disfruta de las bondades de
la dictadura obrera. ¿Se nota un cambio en mí? A mi aura cosmopolita, a mi soberbia francesa, he
ido añadiendo una capa de fino barniz, pasando de espía y galán descastado a ocasional asistente de
mítines socialistas. Sus consignas pacifistas, su igualdad social, comulgan con mi renovado ideario,
que reniega de falsos profetas diestros en el arte de los egipcios, y se entrega con fervor a la
indómita disidencia en el seno de una sociedad que ni siquiera ha llegado a su estadía burguesa, si
no que mantiene con pundonor incomprensible el gusto amargo del conservadurismo. Poco les
queda a estos pícaros de oscuro gabán...

No es por ser agorero, pero desde mi última entrada, el señor Dato y la hija del señor Maura han
caído enfermos de la temida gripe. No les deseo tan horrible final. Los míos, perecen de hambre, si
es que la Guardia Civil no acelera el proceso. En Pamplona, capital del hoy extinto Reino de
Navarra, que solo figura ya en blasones, asesinaron a cuatro amotinados, quejosos por el cierre de
los establecimientos de venta de comestibles, cuando el apetito apremia. Y en las tierras pacenses
que asolan el inmisericorde Astro Rey y la soberbia de los señoritos, otros dos murieron, ante la
clausura injustificada de un centro obrero. La actualidad madrileña es más simple, con el habitual
baile de ceses y dimisiones que caracteriza el tránsito vital de cualquier gabinete. Romanones se
hizo cargo del puesto de Alba, cansado de la falta de interés en su reforma educativa. Y el retirado
Maura, eminente conservador en el pasado, regresó de su jubilación voluntaria para ejercer como
Ministro de Justicia. Tantos cambios, mismos nombres... Con la sucesión patrilineal de los puestos
de relevancia política y militar, un reducido grupo de familias, unidos por parentesco y
endogámicos enlaces, perpetúan su ascendencia sobre la Administración, que no supera este lastre.
Como si de un oficio o merced regia se tratase, va incluido en la herencia que el primogénito recibe
de su padre. Un apellido me asalta con este pensamiento: Primo de Rivera. Valerosos militares,
José, Fernando y Miguel Ángel, el hijo de este último, José Antonio, ya apunta maneras. Mis
camaradas reducen el impacto de sus términos, y no hablan de huelga revolucionaria. Craso error,
pues esperan los obreros la rauda venida de su ascenso al poder, si es necesario por la fuerza. Yo,
que detestaba la guerra, que perdí un hermano en Verdún, entiendo que la única forma de hacerse
oír es con el clic metálico del cerrojo, con la bayoneta impregnada de sangre del enemigo... La
espera se hace interminable. Es nuestro momento, el ejército reduce sus efectivos, sus tropas
permanentes, pues siempre estuvo preparado para entrar en batalla. La España desarmada cuenta
sólo en sus filas con 75000 hombres; nosotros somos millones, hambrientos, oprimidos,
humillados... Nuestros diarios apenas tienen tirada, los suyos cuentan por miles sus suscriptores. Y
en esas cabeceras de renombrada historia, no se reflejan las injusticias que cometen contra su
pueblo, miran hacia el exterior, hacia Alemania, donde los embajadores austríacos y otomanos
escenifican el abandono a las tropas del Káiser. No hay honestidad en la derrota, un barco a la
deriva encalla, prefiriendo naufragar a remar con el viento en contra. El Imperio claudica, se rinde a
la bisoña potencia del oeste atlántico. Es el momento de que el bizarro bribón español busque el
inmerecido aplauso de su pueblo, y ante la debilidad tácita alemana, afirme incautar a un gobierno
disuelto los vapores que resarzan el tonelaje hundido por los submarinos germanos. Nada más lejos
de la realidad. La contraprestación viene permitida por la Embajada alemana, que aún en su estado,
se impone a la gallarda cobardía del gabinete español, que quería exhibir como un triunfo lo que era
una cesión de una nación que languidecía, unidas ambas por un nexo: están abocadas a la
revolución. Así lo deseo. Aún feneciendo, marchitándose y dispuesta a padecer la inclemente
venganza de Clemenceau, muestran orgullo y se imponen a la frágil y cautiva España, castrada y
carente del potencial militar y económico que le otorgue voz y voto en las reuniones que van a
decidir el destino inmediato de un planeta que anhela una sublevación, un levantamiento con el
puño diestro alzado.

La cesión amistosa de buques no puede ser aireada como una victoria española. El ímpetu inicial
es desfogado por la prensa, impidiendo el uso del término incautación que con celo se quería que
presidiera los titulares. Se ha hundido el Sardinero, y el gobierno alemán no puede ya indemnizar a
los armadores, tras el esfuerzo de la guerra y las duras condiciones que se prevén le serán impuestas
en el armisticio. La última queja de los teutones es plausible, y los reductos germanófilos acusan a
los empresarios navieros de haber incumplido la neutralidad estricta en el conflicto, ya que han
proveído de carbón, mineral de hierro y víveres a los integrantes de la Entente. Pero ya da igual. La
censura queda suprimida, se restaura la libertad de expresión, si es que tal noción tiene cabida entre
la sesgada prensa nacional, que sólo obedece a los intereses de los distintos políticos. Romanones
vende como un éxito en El Liberal el nimio aumento de los sueldos de los profesores, que afectará
en principio a los maestros de mayor antigüedad, mientras Alba rumia en el Congreso queriendo
atribuirse el éxito moderado. Pero las preocupaciones son otras. Ha caído Austria, ¿por qué no iba a
hacerlo España? Un Imperio con solera ha decidido decapitar a su regente, no de forma literal,
destituyendo al susodicho e instaurando una República. Marcha al exilio suizo Carlos I de Austria,
IV de Hungría y III de Bohemia. Ahora solo podrá presumir de apellido y no de derechos
dinásticos, y este parece el destino de la decrépita nobleza del corazón de Europa, que asiste
impotente al crisol de nacionalidades que exigen su independencia, su autogobierno. Las calles de
sus principales ciudades son un clamor, piden la restauración de su libertad negada. Solo le queda al
Emperador encomendarse a Dios, pues no sirven ya peticiones a los pueblos de formar un ente
confederado donde se reconozcan constituciones, banderas e himnos. Y no consuelan las viejas
excusas, no afligen las penas las ínfulas de sus discursos, nadie entiende de heroísmos, sacrificios o
lealtades cuando el hambre y la muerte se han instalado en los hogares y no se quieren marchar. Me
reafirmo en que la revolución que acaecerá con celeridad en las calles de Viena, Budapest o
Sarajevo, es inevitable en España. Los gastos superfluos y la deuda acucian a los políticos, que para
enmendar su negligencia, han decidido la instauración de un tributo de nuevo cuño, sobre la
fortuna, si es que uno puede referirse con semejante ironía al ridículo caudal o patrimonio con el
que cuentan la mayoría de los españoles. Un irrisorio 0.25% que gravará la miseria absoluta,
mientras los acaudalados próceres sufrirán la confiscación del 5% de su caudal. Además, nuevos
impuestos sobre tasas postales y telegráficas, como si estos arbitrios y gabelas fueran a recargar las
maltrechas arcas del fisco. Otro cacique de acerbo indiano, pues ocupó cargos gubernamentales en
las Antillas, ha fallecido, y corren ríos de tinta que en nada envidian a lágrimas para llorarle. El
velatorio de Ezequiel Ordóñez es lugar concurrido, y sirve para unir en la fotografía a los enemigos
irreconciliables que en las Cortes se repudian. El defenestrado Alba se enzarza en pelea verbal con
el vanidoso Cambó, que juega a dos bandas, tratando de conseguir el beneplácito del gobierno para
su proyecto de delegaciones, al compás de otro movimiento en la escena internacional: el
ofrecimiento a Francia de que pueden anexionar Cataluña con mayor facilidad que las esquivas
Alsacia y Lorena, siempre que se le entregue al pueblo catalán plenas competencias en lo que al
autogobierno concierne, al modo alemán de sus pequeños estados federales, un extraño componente
ecléctico que conjuga las enseñanzas de dos naciones enemigas eternas. La ambigüedad del
Ministro de Fomento hastía al más pintado, jugando a separatista en su tierra natal y a estadista
lúcido en la capital castellana, perdido en poco diáfanos términos, que se prestan al vituperio del
contrario, unas veces conciencia de Cataluña, otras personalidad de Cataluña, y las menos vida
catalana.

Los liberales viran hacia las potencias vencedoras, desean congraciarse con el nuevo rumbo que
domina el planeta, prosiguiendo con los acuerdos alcanzados con Francia e Inglaterra en los albores
del siglo presente, rememorando una misión histórica vaga de esta nación impotente y olvidada.
Estados Unidos es la nueva locomotora del progreso, y aunque sea en su furgón de cola, busca
España adherirse al convoy como una incómoda lapa, pues hasta una nación atrasada goza de
interés por su situación geográfica y por su condición de freno para la extensión de los
bolcheviques, inminente comanda a la que atender. Ante esto, el señor Prieto avivó las llamas de la
subversión, acusando con acierto al Rey de ser partícipe de las germanofilias, de callar ante los
reiterados ataques submarinos alemanes, de ser prolijo en reuniones con los mandos alemanes
asentados en España, siempre a disposición del Káiser, como el pérfido Jefe de Estado que traiciona
a sus súbditos... Y bien se yo que esto es cierto, pues era tal la desconfianza de mi gobierno en los
cónsules y embajadores españoles, que pese al avance de las tropas de los Imperios Centrales, se
mantuvieron éstos en París, mientras el gabinete de la Unión Sagrada marchaba al sur galo, a
Burdeos. Amenazó Prieto a Su Majestad con que pronta es su salida. Que vaya haciendo la maleta
para unas largas vacaciones en compañía de su amigo Guillermo II. Esto no altera a los políticos
profesionales, acostumbrados a las bravatas de republicanos y socialistas, cuando lo único que
temen son los magnicidios perpetrados por anarquistas, hoy ya en decadencia. Emplean su tiempo
de asueto en adoctrinar nuevos cachorros que sustituyan a los leones de melena escasa que se
pasean por Cortes, caso del restituido Maura, cuyas Juventudes atacan sin descanso a los
nacionalistas vascos y a los devastadores socialistas, acusándolos de conspirar contra una
inexistente grandeza de España que solo los hábiles expoliadores con asiento en Cámara deben
captar. Uno de estos felinos caducos, con mil cicatrices de batallas anteriores, Eduardo Dato,
decidió dimitir como Ministro de Estado por su mal estado de salud, aunque no creo que a este
superviviente de la Restauración le haya tocado vivir su última aventura política, siendo uno de los
que ven con malos ojos los intentos reformistas de abrazar el modelo federal que las minorías
parlamentarias buscan importar desde el boyante Estados Unidos como oculto homenaje al
precursor Pi i Margall, primer paso hacia la instauración de una Segunda República. Y es que la
oposición mira a su alrededor, al concierto europeo, y siente como palpita, como bulle en aras de
una renovación profunda, de un cambio que dé por finiquitada la larga estancia en el poder de
monarcas absolutos, anacrónicos, trocando esos tronos, cetros y coronas por sufragios universales y
austeras democracias en que no caben desmanes cortesanos, al modo norteamericano, donde existe
un Jefe de Estado electo, de su misma sangre. Leen la prensa inglesa, y aterrados, observan como
ésta excluye a España de la novedosa Liga de Naciones, o la releva a un papel irrisorio, censurando
su falsa neutralidad, su oportunismo y el escaso futuro, lúgubre, que le aguarda a este reducto
meridional anclado en las glorias pasadas que nunca van a reverdecer, con políticos nostálgicos que
dialogan en incomprensible jerga, típica de un hidalgo del XVII, pero no de un orador reputado del
dinámico siglo XX. Y son esos mismos los que impiden que los artículos críticos sean leídos como
augurio desangelado en las Cortes, cerrando filas en torno al regio caballero de inviolable figura,
pues de él hacían chanza los británicos con la flema sarcástica de la que son asiduos y recurrentes
valedores.

La única salida es el socialismo, ahora lo veo claro. Luchan por la democracia obrera, por la
democracia desde abajo que consiga transformar en válida consigna el utópico mantra de un
hombre, un voto. Esa es su base, y no les importa apoyar al derrotado, enfrentándose al vencedor, si
con ello consiguen que el gobierno popular arraigue con frondoso bulbo en Austria y Alemania, tan
maleables y conflictivas en el presente, tan dichosas para un nuevo comienzo en el futuro
inmediato. Dejan a un lado sus siglas, los intereses partidistas, los colores corporativos, para gritar
de forma unánime contra la opresión y la injerencia extranjera. Y hacen lo mismo con las colonias
de España, con el Rif, que se mantiene a costa de la sangre de los nativos y de los muchachos del
ejército, que luchan sin descanso para que las minas de la zona engrosen las cuentas helvéticas y
neoyorquinas del Conde de Romanones, ilustre cojo que no escatima en enviar tropas a perecer para
que protejan sus posesiones, pero no suscribe la participación del país en una lucha en que se
dirimía la prevalencia de la Libertad y la Democracia, o de la Represión y la Tiranía, y ante el
silencio cómplice, compartieron causa con los segundos. No desdeñan del poder absoluto, pero no
en manos de unos pocos o de un solitario déspota, si no asumido por parte de la clase trabajadora,
que no va a ir de la mano con la burguesía plutócrata. En la disuelta Hungría, las huestes magiares
cobran debida venganza de sus líderes pasados, los que posibilitaron la sumisión de su pueblo a la
ocurrencia de la corte vienesa, como el Conde de Tisza, causante de la entrada del país en la Gran
Guerra, culpable de la muerte de los hijos de la patria húngara, víctima de una turba que aprovechó
la negativa de éste a marcharse de Budapest para asaltar su ostentosa residencia. Prototipo del
conservador clasista, aristócrata, su ejemplo es seguido por muchos nobles españoles, que a no
tardar, deben enfrentarse a un destino similar.

Noviembre de 1918, Madrid

Alfonso ha regresado a Madrid, finalizando la jornada regia de verano en noviembre, a causa de su


enfermedad, que por fortuna para la Monarquía, no entrañó la misma gravedad que la patología
sufrida por cientos de miles de españoles que de ella han fenecido. Sería un paso en falso tener que
hablar de sucesión al trono ante la efervescencia regicida que campa en frenesí por la Vieja Europa.
El último en caer ha sido Boris de Bulgaria, dejando paso a un gobierno campesino flanqueado por
tropas sublevadas contra la autoridad real. Pero los problemas mundanos no cambian. Si el hambre
o la gripe acucian a los más humildes, son la autonomía de las regiones periféricas y la crisis del
ejecutivo los enigmas con que cada día se desayuna en las escaleras de las Cortes, ante la estoica
presencia de Daoíz y Velarde. Los impotentes reformistas exigen elecciones, la renovación de un
Senado donde aún perviven actas senatoriales vitalicias y hereditarias para satisfacer a los grandes
terratenientes y nobles, la autonomía municipal y regional, la preeminencia del poder secular, y el
acercamiento a la Entente vencedora, evidenciando el atraso de este país, que reivindica la quema
de etapas que hace ya décadas se vivió en las principales democracias occidentales, cuya victoria en
la guerra bajo la bandera liberal ha demostrado que es su régimen al que todos desean adherirse,
ignorando que únicamente cambian con ello al amo de su destino: se pasa del noble absentista que
de sus rentas mezquinas vive, al burgués manirroto que con el paso de los años ha tomado las
mismas formas ampulosas del primero. Y mientras sus caudales aumentan, o se reducen a un ritmo
anual mísero, anulando el principio básico de la generosidad, arruinan a la patria con un déficit
obsceno, pues si no se incrementa el gasto en educación e infraestructuras, ni en renovar el utillaje
de la milicia, ¿adónde va a parar el dinero de los tributos onerosos? Es más, ya avisan de que por
causa del final de la guerra, la recaudación de las aduanas disminuirá, pero no hacen lo propio las
partidas destinadas a favorecer los gastos de la Casa Real, ni las de las colonias, pues no se paga
con vellón a la guardia pretoriana que en Marruecos sustenta los emporios mineros de la burguesía
catalana y los caciques alcarreños. Si no fuera poco este atraco con guante blanco, los industriales
vascos rememoran su herencia carlista, y exigen su autonomía al solícito Wilson, que debe tener el
buzón repleto de misivas en que hasta la más pequeña de las repúblicas le ruega porque le libre de
las cadenas que los malvados imperios le impusieron como peaje. Los conservadores oran por el
benévolo estatismo, por soportar el seísmo y salir ilesos. Pero en verdad, todos sin excepción se
jactan de ser el más fiel servidor de la nación, no reniegan del hábito de salvador de la misma y en
las noches frías, se arropan con la bandera. Son unos descarados embusteros, incapaces de dejar a
un lado sus rencillas personales para mostrar una unión que necesita la patria en este momento
trascendental. No me puedo quejar, están haciendo a los socialistas todo el trabajo, alimentan el
descontento sin necesidad de mítines y campañas. Buscan ser taxativos en el Congreso,
grandilocuentes, pero sus señorías no les escuchan, comentan las vicisitudes de la política exterior o
los problemas maritales de los promiscuos toreros, haciendo oídos sordos a las pedantes enseñanzas
de quien ocupa el altavoz. Con la venia de un Presidente títere, se suceden exposiciones que le
niegan a Cataluña su derecho a decidir el porvenir, refutando la teoría secesionista del símil alemán,
pues los grandes ducados y principados que disfrutan de total independencia ya eran autónomos
antes de la unificación de los años sesenta del siglo pasado. Y a excepción de las minorías, nadie
discute el mantenimiento de las prerrogativas de Su Majestad, de la permanencia de un inútil
Senado o de la obligación de sufragar a la omnímoda Iglesia, de pagar su liturgia y exonerarla de
gravámenes. Si es por la mayoría corrupta, todo seguirá igual, nada nuevo bajo un sol que presagia
un bochorno críptico de difícil interpretación. No hay libertad en el voto, sobre todo en el mundo
rural, se defenestra a quiénes no comulgan con el culto mayoritario y se dedican improperios al que
cuestiona a la inviolable figura. Qué irónicos son los conservadores, que se etiquetan como
liberales, a fuer de caciques, beatos y terratenientes que siempre omiten.

Dimite en bloque el gabinete, pero los socialistas contemporizan, no ha llegado su hora. Se


equivocan, el sistema tiene métodos de regularse con pequeñas cesiones, que ellos llaman iniciar un
proceso constituyente. Si retrasan lo inevitable, resurgirán con inusitada fuerza las hoy agotadas
estructuras feudales. Por ello no entiendo la autonomía vasca, porque sus exigencias son las de unos
nostálgicos trasnochados que quisieran haber muerto con Zumalacárregui, no son de recibo en la
época de las Vanguardias y el progreso científico. El Rey, patrón de la red de favores, recibe en sus
dependencias a los líderes de todo signo, pues si la crisis se prolonga, sería indicio de su propia
caída, que parece lejana, pero por si acaso en un aeródromo vecino está preparada una avioneta que
le aleje del abismo hipotético de un levantamiento socialista. Ante la declinación de Alhucemas,
Romanones desoja la flor de lís, bella metáfora del embrollo al que se enfrenta quien acepte formar
gobierno. Y ante la espera, los vítores en pos de la República se silencian en Madrid, por mandato
de unas autoridades que utilizan a la Guardia Civil como escolta personal ante la insistencia de los
cada vez más numerosos críticos, no ahorrando en cargas y detenciones. Están espoleados los
manifestantes por los cables que llegan de Baviera, donde el pueblo desata los grilletes y se une ante
las argucias del Rey, que quería abdicar en favor de su vástago. Curados de espantos, abogan por
una República en que el papel de soberano lo juegue el pueblo, y similar sentimiento inunda de
banderas, cánticos y esperanza las capitales de las potencias derrotadas, dejando a las claras que
España, sin haber participado, ha sido batida en una lid que no ha tenido lugar, ante un enemigo
abstracto que es el pesado lastre de las derrotas que afligen el alma hispana desde el siglo XVII. La
convulsa situación política, que no se duda en catalogar de crisis, desemboca en un nuevo gobierno
con Alhucemas al frente, después de su doble negación precedente. Nuevos bríos y viejos linajes
copan el gabinete, enésimo intento de un interino gobierno de concentración, en el que estrechen
lazos autonomistas catalanes, liberales y conservadores. Poco alivia esto el miedo a una revolución,
pues se ha certificado la renuncia de Guillermo II y su fuga hacia el exilio neerlandés, heredero
incluido, dejando el mando político a uno de esos socialistas revisionistas que son despreciados por
los más ortodoxos. Para mí es algo positivo, asumen el poder en el país que vio nacer a Marx, como
él preconizó, pudiendo ser fuente de contagio de este benigno síndrome. Esto solo ha hecho recalcar
por parte del recientemente formado gobierno español que la fractura en sus relaciones bilaterales
con Alemania será notable, enfatizando la búsqueda de acuerdos con Francia e Inglaterra, máxime
ante el ansiado armisticio que entrará en vigor el día 11 de noviembre, fecha que con honor
conmemoraremos en el futuro como la jornada en que el hombre recuperó su cordura ante la
destrucción de la que ha sido no sólo la Gran Guerra, también la Larga Locura, donde guiados por
dementes nos hemos matado para deleite de quiénes disfrutan con los macabros juegos marciales. Y
ese día, será también celebrado en el futuro como el punto de inflexión del socialismo, no cabiendo
duda alguna de que Alemania se sumará pronto a la tarea de la expansión mundial de este
movimiento de emancipación, ante las ofensas de los vencedores, que exigen el abandono del
pueblo alemán de las armas con que han combatido, para aumentar el potencial bélico de sus
enemigos tradicionales, así como la entrega de cualquier vía de comunicación, ferrocarriles, carbón,
devolución de prisioneros y del oro que legítimamente tomaron de los países a los que derrotaron,
toda vez que vencieron en el frente oriental ante el abandono pacifista del conflicto por parte del
gobierno ruso de representación obrera. Los submarinos, fragatas, navíos mercantes y puertos que
eran el orgullo de los mares teutones y la envidia de sus adversarios imperiales, quedan a resguardo
arbitrario de Estados Unidos, Francia e Inglaterra, que desde ahora tienen carta blanca para seguir
esclavizando sus colonias para sufragar el aspecto pomposo de sus metrópolis. No era esta una
guerra entre pueblos o naciones, no, lo era entre tercos gobernantes, con independencia de si su
testa estaba coronada. Pero para dilucidar quien tenía por mandato divino los derechos dinásticos
sobre el trono del mundo, han utilizado a mis hermanos, que no entienden de patrias, si no de la roja
sangre derramada, como roja es la bandera que se alzará contra sus Imperios de pies de barro,
gigantes hipertrofiados que agonizan ante el certero golpe que les asestará el puño socialista.

Las estridencias callejeras que denuncian los voceros del débil gobierno son solo el primer paso de
la rebelión que se cierne entre la miseria más absoluta de los extrarradios fabriles de las ciudades
españolas, en especial en el norte. Los vagabundos, sin esperanza en el régimen vigente, abuchean a
los títeres de Su Alteza, les exhortan a instaurar la inexorable República por el agotamiento y la
esterilidad de los pérfidos políticos. Los motines se suceden, en la madrugada lóbrega se oyen
pasos, clamores, y la histeria se apodera de los poderosos, que mandan a su guardia a detener a los
fantasmagóricos asaltantes. Si hasta los republicanos radicales tienen miedo y buscan refugio en los
manidos tópicos de la raza. Una raza que es inequívoca referencia de la nación, pero lo
suficientemente flexible como para poder sublimar en su ser a la personalidad de los múltiples
pueblos que se levantan enardecidos por la batalla que se libra sobre los escombros del cruel jinete
que es la guerra, portadores de una bandera cuyos colores son libertad, justicia y paz, eufemismo
complaciente, ya que quiénes se verán envueltos en la lucha, no se mantendrán impávidos ante la
agresión del oponente. Cada féretro al que se le dan honores de estado es sólo un clavo más, una
metáfora del endeble equilibrio del régimen vigente, que sepulta a los senadores vitalicios, como el
señor Lastres, anunciando la marcha fúnebre que presidirá el entierro de la Monarquía. El obstáculo
insuperable se tambalea, un nuevo comienzo como República Social es posible. Los primeros en
saltar al bote para eludir el trauma de un titán que naufraga, son los catalanes, que cada día de
asueto realizan grandes exhibiciones de fuerza, con sus senyeras, en las plazas de la Ciudad Condal,
incluso con la lluvia como invitada, pues no van a frenar las inclemencias meteorológicas el deseo y
la voluntad de un pueblo. El señor Cambó ha perdido el liderazgo en favor de Puig i Cadafalch y
Maciá, que no titubean ante el gobierno central, y elevan sus pretensiones hasta la Independencia.
Admiro su tesón y valentía, pero esa no es una lucha popular, es sólo un cambio de señor, una
adaptación en la que los monarcas burgueses que rechazan coronas por su impronta liberal, pasan a
gobernar en nombre de los plutócratas. Hubo cargas de la policía, pero el plebiscito es una realidad,
y de forma unánime se ruega a sus representantes que exijan la autonomía. Como en la pesadilla de
un General, varios frentes acosan a la Monarquía, exigiendo todos un salvoconducto que valide su
huida, o al menos una retirada del obstinado Rey, pues es su permanencia la que impide la entrada
de España en la Liga de Naciones. La abdicación o la muerte. Esas son las únicas opciones de
Alfonso XIII, garante de la nobleza terrateniente que esclaviza a generaciones y generaciones de
familias. Y son ellos mismos los que ahora se unen en fraternal cofradía, sabedores de que el peligro
que les acecha posee la fuerza suficiente para despojar de todo prestigio a esta endógama
hermandad, defensora del orden católico y monárquico, representada por los Grandes de España y
su caduco Principio de Autoridad, que priman a los esforzados muchachos de la milicia con un
irrisorio real, para complementar el nauseabundo y escaso rancho con que les gratifican su
resguardo contra la plebe. La revolución empezará por el ejército, no cabe duda de ello, como en
Rusia, donde aún combaten los patriotas populares y los usurpadores financiados por la banca
británica y francesa, que tratan de proteger sus inversiones ferroviarias.

Regresan los largos soliloquios al Parlamento, con afanados y elocuentes discursos que desean
robustecer la delicada salud del gobierno entrante. Intentan ocultar que los nuevos ministros son
poco menos que portavoces de la Corte en el Congreso, agregados palatinos que cuentan con la
bendición de Su Majestad, a la par que dipsómanos reconocidos, cuya labor es gobernar en nombre
del pueblo soberano, pero que en realidad obedecen a las directrices de la alta nobleza. Se niegan a
aceptar la fuga de Cataluña. Se empecinan en aprobar un presupuesto insultante que convierte a los
españoles en subordinados de los acreedores de la nación. El Rey, ajeno a las tribulaciones
populares, recibe las ovaciones de alienados jóvenes, a los que engatusa con sus conceptos vetustos
de grandeza y honor, como si Él mismo fuera un vestigio mesiánico abstraído de una realidad
adversa. Si se le da en la prensa tal cobertura a este suceso, sutilmente preparado por los órganos de
propaganda, es para difamar a la juventud subversiva, para omitir las amenazas que se entonan en
todos los lagares contra la Monarquía. Mientras se cruzan mensajes de alabanza los Jefes de Estado
español y francés, de antagónicos regímenes, se recopilan las coronas amputadas, esperando que
pronto figure entre ellas la de España, junto a la de Rusia, Austria-Hungría, Baviera... donde a costa
de grandes pesares, como el hambre y la infructuosa espera de los hijos en los puertos, disfrutan de
gobiernos socialistas que proveen de un nuevo comienzo a su pueblo. Pero aquí se calla, se censura
toda noticia sobre los citados países, se denuncia a bolcheviques y anarquistas sin publicar
previamente sus idearios y manifiestos, a modo de vacuna contra lo que ellos llaman sectas, y con
falsa indignación, se rasgan las vestiduras ante los cantos de cisne en pro de la Libertad que emanan
de las misivas que desde Cataluña se envían a los gobiernos europeos. Sin embargo, reiteran la
simpatía que otros le profesan a Alfonso XIII, en poco efusivas epístolas que demuestran la ojeriza
que se tiene a un monarca irrelevante con delirios de grandeza. Además, tratan ahora con una tardía
reforma de la propiedad agraria, que los descontentos campesinos que por largo tiempo trabajan la
tierra de un propietario absentista en régimen de arrendamiento, puedan optar a la expropiación de
la misma previo pago de un diez por ciento del valor de dicha tierra. Ni siquiera esta reforma, pues
son mayoría los depauperados trabajadores del agro en un país sin tejido industrial, va a servir de
bálsamo para siglos de abusos perpetrados contra estos esclavos atados a la tierra y a una familia
propietaria desde fecha tan remota que se pierde en el tiempo. En el mismo paquete se pueden
introducir los proyectos de ley que reconocerán las enfermedades contraídas en el trabajo como
accidentes laborales, las pensiones de invalidez y maternidad o la protección a los obreros
emigrantes, simples actualizaciones cuyo retraso es causa de indignación, y no solventan las
rémoras inherentes a un régimen arcaico en que se criminaliza la huelga en favor de una mal
entendida libertad de trabajo. Ni siquiera los ambiguos conceptos de socializar la propiedad de la
industria, o de hacer partícipes a los obreros de los beneficios empresariales, consuelan a quiénes se
han visto pisoteados de forma impune por los poderosos con alma de negrero. Tampoco han
conmovido estas concesiones vanas a los catalanes, que al fin han entregado al gobierno central, en
ceremonia solemne, un decálogo que bien podría ser en el futuro el germen del estado catalán o el
prólogo de su Constitución, en la que no rechazan la anexión de provincias que compartan lazos de
identidad con el pueblo catalán, caso de la lengua vernácula común. Los grandes patronos e
industriales demostraron raudos su negativa vehemente en lo que al asunto se refiere, llamando al
boicot de las mercancías catalanas si no respetan el idioma patrio, como barrera preventiva que deja
a las claras que no tolerarán un trato ventajoso a los empresarios catalanes respecto a menor
tributación y eliminación de aranceles, si ello fuera menester para disuadirles del proyecto
autonomista. Como se colige de su veredicto xenófobo, no tienen más patria que su dinero... aunque
de patria, bien entiende el gobierno, que sin temor a saquearla, la blinda por el contrario de la sana
crítica, de la sátira mordaz de los literatos, que no podrán hacer escarnio de banderas, himnos y
pueblos, en una muestra más de la censura que se impone desde el Palacio Real y la Cámara.

Los reformistas por su parte llegan tarde, prometiendo la supresión de la sanción regia sobre las
leyes, lo propio para las beneficios castrenses de los hijos de acaudalados, que se eximen de la
instrucción obligatoria por el vergonzoso pago de un soborno al funcionario, o la instauración
progresiva de un Senado electo que no haga las veces de morada para grotescos aristócratas de
rancio abolengo. Pero su navío ya zarpó, es tiempo de la democracia obrera y la república social, ha
llegado la hora de que el pueblo sea quien elija su destino, sin mediar las apetencias de ningún
déspota ni de tutela alguna.

Diciembre de 1918, Veracruz (México)

Tras una breve parada en La Habana, llegué a México, en uno de los navíos de la Compañía
Transatlántica que partía de Santander. Mis compañeros de travesía eran emigrantes vascos y
asturianos, dispuestos a rememorar las aventuras de los indianos, anhelando regresar en el futuro
con fortuna hecha. Pero otros motivos sobrevolaban la triste estampa, temerosos de la revolución
socialista o de la violenta represión de los sectores reaccionarios. Se despedían de sus familias a
expensas de que quizá nunca volverán a verlas... Yo me marcho porque no voy a seguir viviendo
una farsa, incapaz de recibir órdenes de los traidores a mi patria, y asqueado por las timoratas
bravuconadas de los socialistas españoles, que no tienen las agallas requeridas para levantarse
contra el tirano atemporal de la Plaza de Oriente. Prieto y Besteiro son grandes oradores,
acostumbrados a la comodidad del juego parlamentario y a sus monólogos intempestivos, pero no
son hombres de acción, no son los líderes sagaces que el pueblo necesita... Y el pueblo, es un
pueblo tan acostumbrado a que lo pisoteen, que lo asume como algo normal, encantados con su
ignorancia, regodeándose en sus placeres bárbaros, tan, tan... ¿africanos? No quieren sumarse al
progreso, si algún día despiertan de su minoría de edad no será para desdeñar de los garrotes, si no
para sacarles lustre con la sangre de los poderosos, para convertir los patíbulos en su órgano de
reunión y gobierno, y saciada su venganza, regresar a su disputa fratricida, de la que tienen
experiencia holgada como bastiones perennes del cainismo. La gota que colmó el vaso fue una
cacería, tan frecuente entre la oligarquía española, que disfruta de este primitivo y rudo pasatiempo.
Romanones y Alfonso XIII, como hermanos de armas, confiaron la suerte del día a la pericia de su
puntería, rodeados de presas inocentes. ¿Cuántas leyes se habrán aprobado entre el humo de los
tiros y los puros, al pie de una roca desde la que divisar el paisaje y a la sombra de las encinas,
previo paso de degustar un pantagruélico banquete? En la soledad interrumpida de los cotos, amaina
el temporal secesionista, pero la veda no se aplica al Congreso o el Palacio Real, donde aguardan
mensajes que no serán de su agrado. El deporte cinegético siempre es excusa para alguna reunión
secreta a destiempo que los sabuesos de la prensa no tardan en destapar, dada la indiscreción de los
políticos. En cuánto a mi país, anteponiendo sus nobles ideales, han vuelto a las andadas, con su
Imperio colonial como máxima preocupación, amenazando a la débil España con invadir sus
posesiones magrebíes si no ocupaban rápido los terrenos que los acuerdos anteriores le reconocían
legítimos. De dar sensaciones viven, no existe estabilidad, las dimisiones se suceden debido a las
escisiones de liberales y conservadores, que sucumben a las apetencias de los distintos caudillos,
ora Dato, ora Romanones, Maura o Alhucemas. Y los amigos copan la lista del renovado gabinete...
sin mostrar disconformidad en la permanencia de la Monarquía. Como un pregonero docto,
Romanones visita cada noche a Alfonso XIII, informándole de lo ocurrido durante la jornada, ante
la negativa de muchos para formar parte del Consejo de Ministros. La turbulencia, la convulsión, es
normal, olvidando que la mayoría no poseen los conocimientos mínimos para ejercer la
responsabilidad inherente a sus carteras, licenciados en Derecho pero actuando como legisladores
en lo que a presupuesto, educación o construcción de redes viarias concierne. La prensa, en la que
muchos trabajaron, no ahorra en loas a la preparación de los nuevos ministros, y evidencian que la
política española sigue con escrupuloso recato el modelo romano del cursus honorum, ascendiendo
desde el modesto escaño de diputado hasta la Presidencia del Consejo de Ministros, pasando por el
extenso grupo de concejales madrileños o el puesto de Teniente de Alcalde, amén de las
subsecretarías que son la antesala de los ministerios, no sin antes disfrutar de la sinecura de un acta
de senador vitalicio. Pedagogos, hombres de negocios, abogados, periodistas... todos saben donde
radica el poder, y por ende el dinero, y no se arredran en sus propósitos de medrar.

En estas fechas un escándalo había salpicado al ejército, cuyas draconianas medidas, en muchos
casos causantes de muertes, son ocultadas por los Consejos de Guerra, que absuelven de toda culpa
a los generales, ocasionando el enfado de los familiares, que ante los asesinatos de los suyos,
observan la displicencia con que se les trata, a la par que ni siquiera el presidio será su lugar de
pernocta una sola noche. En Burgos se perpetró el crimen, y desde el corazón de Castilla, un
gemido victimista se envió a Madrid, pidiendo la descentralización y el resarcimiento de las injurias
que afirman haber padecido por parte catalana, como la mofa de su lengua y el expolio económico.
Otra vez el dinero, hasta el más vil de los ladrones, el que saqueó sin contemplaciones las capitales
y minas del Nuevo Mundo, patalea ante la pérdida de su hegemonía sobre el resto de España.
Marchan los cacos a ver al Rey, a que los consuele la nodriza, pues la comparsa leonesa y castellana
no quiere la autonomía que todos reclaman, ellos quieren a Su Majestad como relator de las
andanzas de esas tierras miserables de donde ya no mana la lana como antaño, que palidece y se
sonroja ante la erudición de Cataluña, que envidia su riqueza, de forma malsana, brotando la hiel y
la inquina que por siempre a Aragón guardaron. Fueron cabecera del mundo, hoy capital de
provincia si acaso. Sinceramente, igual de repelentes son los catalanes, que hasta la última peseta de
su industria quieren quedarse, insolidarios con sus allegados del sur español, haciendo honor a la
fama de ruines que les precede. No es tiempo de regeneración, como vaticinó el ínclito Costa, no,
es la hora de la rapiña, de que los buitres posen sus garras sobre los restos del ágape, del festín que
la guerra trajo, egoístas de anchas tragaderas que dejan a su pueblo morir de hambre. Han
prostituido tanto las instituciones, que ahora las Sociedades Económicas de Amigos del País son
asilos para seniles terratenientes, de barba cana y bolsillo lleno, apelando a la unidad de una nación
ficticia, embrión fallido que trató de aunar los esfuerzos de varios pueblos, y ante siglos de
prevalencia castellana, ha estallado por su propia estulticia. Tan fallido, que intentan enmendar la
plana con la febril manía de nombrar nuevos ministros. Y tan atrasada, que creen que la riqueza se
genera en minas, en establos, en huertas... y que se mide en fanegas de trigo. Es el parqué bursátil
de la Ciudad Condal, junto a sus industrias textiles, donde nace la próspera fortuna de la que
presumen en la Mancomunidad, aunque ellos también ocultan su deuda pública, que a día de hoy
mucho dista de ser pagada, e incluso se incrementa en cada balance, por no hablar de que nunca se
aborda la adopción de una moneda de nuevo cuño, ante el desdén con el que tratan la peseta. Yo no
tengo ese problema. Cobré siempre en francos, y en el país azteca, los he cambiado a dólares, la
divisa más poderosa del momento, de forma análoga a la situación de su valedor. Creo que igual
camino están siguiendo los pudientes españoles, que en los bancos así se presentan, hasta el más
orgulloso de los catalanes, no vaya a ser que no sepan situar en el mapa al pequeño país no nacido
del noreste ibérico...

Sigue la campaña de desprestigio contra los catalanes. Sacan a relucir las vergonzosas tasas de
analfabetismo, que en el interior agrario superan el cincuenta por ciento, que se alcanzan en la culta
Cataluña, eludiendo la responsabilidad de ser azotes del conocimiento que durante años han
detentado los políticos. Se burlan de la irrisoria asistencia a bibliotecas, de los escasos lectores que
cada periódico tiene en Barcelona, de la escasez de madera, de la escasa recaudación fiscal en
comparación con la capital... ¿es que no entienden el concepto de volumen demográfico y su
escasez? Hasta los patronos vuelven a las andadas, movilizan a 40000 manifestantes que pasean con
orgullo su odio hacia el compatriota, aunque no es este un sentimiento nuevo, es sólo que ahora se
exhibe sin pudor, sin tapujos, pues se vive una guerra interna contra los secesionistas, y todo es
justificable si redunda en la derrota del enemigo. No cabe aquí valorar como compatriotas a los
nativos que aún perviven bajo mando militar español en las colonias, nunca se han planteado
entregarles la carta de ciudadanía, y ahora que es el último reducto de ultramar, explotarán con
mayor crudeza sus minas, por si a los franceses amigos les da por anexionarse la porción que les
queda de tal terreno. Si en la prensa repudian a los catalanes, en el Parlamento les chirrían los oídos
al oír hablar de Cortes Catalanas, inadmisible ante la indivisible unidad de la nación. ¿Unidad?
Basta rememorar mis paseos por los bulevares madrileños, y ver una sociedad fragmentada, en que
unos pocos lo poseen todo, frente a la mayoría miserable de los extrarradios, analfabeta y bárbara,
que nada entiende de soberanías ni de autonomías. Menos aún de imperialismos, como acusan de
Imperialismo a los catalanes por querer atraer a su área de influencia al archipiélago balear, curioso
cuando siempre se habló, en época de esplendor y desidia, del Imperio Español, o las peroratas que
todavía se vierten acerca de la devolución del Peñón. Y el Libertador Cambó, que emula al criollo
Bolívar un siglo después, buscando amistades con gallegos y vascones, escondiendo que lo que él
quiere es su cuota de poder, no la emancipación de los pueblos. Si no puede ser Presidente de
Cataluña, se conformará con ser Ministro y Diputado español, pues demostrado queda que
restringido le es el puesto de Presidente de España a un catalán ilustre si el trono ocupado está.
¿Pero qué esperar de quiénes para dirimir la conveniencia de su entrada en la Sociedad de Naciones,
dan voz y voto en la comisión a los diestros expertos de las Ciencias Morales? Con una mano al
bolsillo, no vaya a ser que el oro se esfume, y con la otra a la cruz de plata que sobre el pecho
llevan, sujetándola prieta, no vaya a ser que Dios abandone a estos crédulos beatos...

Y esos mismos obran con parcial resultado en el reparto de víveres, para a su vez destinar las
ganancias de sus abusos a cuentas recién abiertas en el moderno El Dorado, en la Nueva York de los
rascacielos y la prensa amarilla de los magnates de la celulosa. Bien prefiero el control político de
los medios, a las invenciones y titulares tendenciosos de los tabloides anglosajones, con sus
fotografías y extrañas tipografías, denigrando el formato de gaceta berlinesa que con acierto se
estila en la Europa continental. El problema de los diarios españoles son sus contenidos, o peor aún,
los protagonistas de las noticias, que a buenas horas juzgan el trabajo de los monarcas filipinos, con
su visión sesgada del pasado, su oda a la Guerra de Independencia, cuando fueron estos Persas los
que enterraron el pensamiento liberal en el lejano 1814... Ya sé que es raro que un francés piense
así, pero yo ya soy un apátrida, solo conservo el pasaporte, y ni siquiera el original, el nombre es
francés, por el indeleble acento que porto, y lo del apellido me da igual porque estoy acostumbrado
al mimetismo. Quizá yo también me vea abducido por el áureo esplendor de la metrópoli
neoyorquina., me buscaré la vida como púgil, aunque no le veo mucho futuro a mi aguante en el
cuadrilátero. Más allá de mis fantasías, lo que sí que es cierto es que los catalanistas fueron
noqueados en la arena parlamentaria, marchándose del pleno como ya hicieran hace unos meses los
socialistas, a causa de los vítores con que se celebraban en el hemiciclo las embestidas repetidas que
los oradores les propinaban. Ante esto, los republicanos se solidarizaron con los autores de la
espantada, aliados ambos de un sueño federal, pero no así los vascones, cuyas peticiones son muy
distintas, unos partidarios del cosmopolitismo, otros del más retrógrado sistema foral. Pero por más
que intentaran esconderlo con filigranas, la realidad es que el empantanado debate autonomista solo
era una treta para que en el Senado, con aplastante mayoría conservadora, se aprobaron los
controvertidos presupuestos. Lo demás, fuegos de artificio, no se han movido una pulgada las
posiciones iniciales de los diferentes grupos, ni de monárquicos, ni de autonomistas, ni de liberales,
no se buscan concordia ni consenso, solo imposiciones parciales que hagan las veces de parche, un
entremés de relleno ante la farsa política. De nuevo se trivializó con las fugas y expulsiones, los
monarcas y las repúblicas, la revolución y el estatismo... cerrando otra sesión yerma ante la forzada
sordera de sus señorías. Los cabildos y caciques, que para el caso son lo mismo, hacen suyos los
recibidores de los hoteles, donde conversan cómodamente sobre la estrategia del partido ante las
revueltas que se multiplican por todo el país. Así son los directores de los medios, como el de La
Correspondencia de España, el señor Romeo, que ha sido designado Gobernador Civil de Madrid
por los servicios prestados a Romanones, en una muestra de clientelismo y devolución de favores.
De paso, también los gallegos piden la autonomía, apelando a su dilatada historia y acentuada
personalidad. Ahora que el presbítero Wilson ha decidido agraciar con su presencia a la Vieja
Europa, le harán llegar sus peticiones, aunque parece que los franceses le agasajarán para que se
quede en París, donde se abarrotaron las calles para recibirle, con paseo en coche descapotable
incluido. También se llenaron las calles de Barcelona, en especial su arteria principal, la Diagonal,
cuna de los grandes emporios mercantiles de la burguesía catalana, retumbando con estruendo la
muchedumbre, enfervorecida por las incendiarias consignas que se lanzan en los mítines,
esperanzados por la unión ocasional de republicanos y catalanistas. La guardia cargó contra el
nutrido grupo, con multitud de heridos y la muerte de una inocente señora que disfrutaba del paseo
cuando cayó fulminada por un disparo. El cruce de acusaciones, previo a la negación del crimen, no
consuela a la familia, víctima a su vez de la porfía de los ricos, que como instrumento utilizan a los
más ociosos, deseosos de paralizar el tráfico rodado y lanzarse a las calles.

En Bilbao, el consistorio regido por el Partido Nacionalista Vasco tiene también gran capacidad de
movilización, al calor del dinero de las navieras, el carbón y el acero, que conviven con los
tradicionales calafates. Incautos los que se opongan al sentimiento vizcaíno, pueden caer presa de
una turba, ante la que la guardia desenvaina sus sables. Auparon al Alcalde a hombros, como
preludio a sus fechorías. Asaltaron la imprenta de El Pueblo Vasco, con un impulso ludita,
destruyendo sus rotativas, expulsando a los empleados y agrediendo a un par de trabajadores de un
mesón cercano, pistola en mano. El Rey, ajeno, emprende la tardía batalla del reconocimiento
francés, para lo que les promete la creación de un museo en honor de sus soldados y el pueblo galo,
recopilando las cartas que durante la guerra le enviaron los ciudadanos del país vecino. Aunque el
verdadero estruendo lo ha causado el asesinato del Presidente luso, máximo exponente del régimen
republicano, caído por tres disparos de un revólver, con la represión que le siguió y el asesinato
nuevamente impune de varias personas inocentes que aguardaban la llegada del Presidente a
Oporto, que no estaban inmersos en la revolución que se vivía en el país ibérico, para incomodidad
de Su Alteza, que teme por su puesto heredado cada vez más. Y al miedo hacia los separatistas, se
suma el de los bolcheviques, que por miles se cuentan en estos mismos destinos, sufragando con
dinero ruso la compra de armas con que dar pábulo a la temida y esperada, a partes iguales,
revolución. Yo ya marché, no me importa el desenlace, pero si en el pasado la creí inminente, hoy
en día sé que nunca triunfará en este país, no en los próximos años. Si se prende la pólvora, la
revuelta será descabezada, pero no fructificará. En Madrid, donde no se llenan teatros para aplaudir
a políticos farsantes, se recibe en la Puerta del Sol a la guarnición militar, que viene de realizar
prácticas, ovacionando a los jerarcas por si acaso sea necesaria su intervención en el conflicto
catalán mediante el despliegue de tropas y la anulación de las garantías constitucionales, un rumor
que se propaga por la ciudad. La llegada de Wilson levantó un ardor provinciano entre los políticos
españoles, que tras no conseguir una visita de éste a España, marcharon a París desde Barcelona y
Madrid, a lomos de sus ferrocarriles, para pedir la independencia unos, para impedirla otros, con un
hueco exiguo en la apretada agenda del Presidente de los Estados Unidos, nueva deidad a la que se
rinde pleitesía en todos los confines del planeta. Esto no frena la tensión en Barcelona, donde a las
manifestaciones autonomistas se suman las de la Liga Patriótica Española, con encontronazos en
las Ramblas, pues allí se sumaron a la fiesta los miembros de la guardia urbana. Y lo mejor es que
las agresiones de los patriotas se justifican, por recurrir a los métodos y técnicas que
tradicionalmente han usado los violentos separatistas. Son tan parecidos, que solo las franjas de sus
banderas y las letras de sus himnos permiten distinguirlos. Pero mañana volverán a lanzarse los
trastos, a hablar de surcos, de señalar el camino, de Estatutos de Autonomía, de Cortes y Gobierno
catalán, de Vivas al Rey... no aprenden. Se me olvidaba. Han designado un nuevo jefe, un nuevo
Embajador de Francia. Supongo que se habrá dado cuenta, a su llegada a Madrid, de mi marcha,
aunque la podía colegir si no he contestado a sus cables tras el armisticio de noviembre. Le
entregaron una presea de oro a Su Majestad, como a los atletas de las reformadas Olimpíadas, para
plasmar las fértiles relaciones de ambos países, aunque es el protocolo estándar, pues idénticas
medallas se han concedido a otras dignidades europeas, ya que son un método de propaganda,
grabada en el anverso la figura de la nación francesa socorriendo a un soldado herido, enalteciendo
los ideales que defendía Francia en la Gran Guerra.

La situación es insostenible en ambos frentes, se suceden las amenazas de muerte a los españoles
con la aquiescencia de los gobernantes separatistas. Algunos han ido más allá, y han asesinado a un
españolista, por gritar Viva España. Los portadores de barretinas hacen lo propio, y han despachado
a un gerifalte de la Benemérita, con la connivencia de la Lliga que los esconde ante la cacería
humana que el ejército ha iniciado. En Madrid se contentan con la inauguración de un edificio que
albergue la Central de Telecomunicaciones, cuyo precio final excedió el que en principio había sido
presupuestado, una fastuosa construcción para mayor gloria de políticos que han visto aumentar su
hacienda personal con cada metro que se elevaba este alcázar que supera los sesenta metros, carente
de la austeridad necesaria en tiempos de penuria. Y esos mismos ladronzuelos marchan a la estación
de tren a recibir a Romanones, que regresa de París exagerando las atenciones que le prestaron los
ocupados mandatarios, pendiente de la Paz y la tajada del pastel que puedan sacar, que con el
mismo desprecio despachan al enviado catalán. El aprecio hipócrita de los estadistas españoles es
ignorado por los líderes europeos, que agasajan al que ha convertido el trono vacante del mundo en
su aposento, el señor Wilson. Y ya empieza a ejemplificar este rey sin corona, con escudo de águila
calva, que sus deseos de convivencia casi celestial son sólo un pretexto para expandir sus tentáculos
por todo el planeta. No hay desarme, no hay vencedores ni vencidos, quiénes ocupaban la cúspide
en el año catorce, como catorce son los puntos de sutura que el doctor Wilson aplica a la herida que
no deja de sangrar, siguen en su posición hegemónica un lustro después. Los que evitaron entrar en
el conflicto son tratados con desdén por los aliados victoriosos, obligando a los caciques a regresar,
con el rabo entre las piernas, a sus feudos, donde los sádicos sátrapas disfrutan saqueando a sus
vecinos, subiendo el precio de los transportes y propiciando la carestía de los comestibles. La
frustración del déspota se desfoga con abusos sobre sus gobernados, y se complementa con la
asistencia a ceremonias cortesanas donde se codean con nobles de alcurnia y potentados extranjeros.
Y sus caudales están a buen recaudo en sus propiedades coloniales, al otro lado del Estrecho, tan
lejos, tan cerca, una quincena de kilómetros separa dos mundos distintos, con pobrezas diferentes
pero mismos señores, en España señorías, en África colonos con fusta en mano y revólver al cinto.
Los franceses amenazan por vez última esas posesiones, los españoles no las han ocupado y la
presión demográfica acucia al protectorado francés en Marruecos, que exige más terreno y acceso al
mar, las autovías y los favores del Sultán. No habrá conflicto, España no puede oponer resistencia.
Como un estupro inexorable, caerán en manos francesas esas áridas tierras.

Yo me he rendido. Huí a México, quien sabe donde me llevará el dinero. Nunca fui un buen espía,
y de poco he servido a la República, no siendo necesaria la invasión planteada que a Madrid me
llevó. Del socialismo quedé prendado, y tras la cuarentena, el deseo pereció. No soy hombre de
acción, soy un simple picapleitos que a su nación quiso servir, y como el cobarde que soy, huyó. No
sé que será de España. Desvalida como una damisela callejera, de su pueblo se aprovecharán por
siempre los pícaros locales, que por mala fortuna, en el Parlamento y el Palacio Real moran.
Suscriben el atraso para robar mejor. Y a ello se suman los extranjeros con ganas de botín, aunque
poco queda en las arcas de la Hacienda para servir a forasteros. Los socialistas han perdido su
oportunidad, nunca tan cerca estuvo la toma del poder por el pueblo llano como en los meses
pasados. El enfermo monarca de su anemia se ha repuesto, y el ejército y las Cortes le guardan en
su torre de marfil. No se sabe quién es el ventrílocuo y quien el títere, pues todos se utilizan en
beneficio propio y para perjuicio de la patria. Quizá algún día muy lejano despierte el apéndice de
Europa de su infatigable labor, de renunciar al futuro para mirar a un pasado ficticio, de negar el
porvenir para instalarse en la inopia, para erigir Castillos en el Aire, retratos de una grandeza etérea
y un honor perdido que nunca restituirán, a la zaga en las Ciencias, ingeniosos en las Letras y
anticuados en las Armas, como desde hace tres siglos se niegan a aceptar. ¡Vivan las Cadenas!, se
oye al pueblo gritar, feliz en su ignorancia, enemigo de la prosperidad, que servido le es de rancho
lo que en vida se aprestaron a ganar.

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