Вы находитесь на странице: 1из 189

NESTOR PERLONGHER

PROSA PLEBEYA
Ensayos 1980-1992

Selección y prólogo de Christian Ferrer y Osvaldo Baigorria

Director de colección: Horacio González


Diseño de colección: Lima + Roca
Foto de tapa: fotograma de Nazar ía, dirigida por Luis Buñuel. Fotos de contratapa c interiores:
Magdalena Schwartz.
Composición y armado: Ediciones del Río Marrón © EDICIONES COLIHUE S.R.L.
Av. Díaz Vélez 5125 (1405) Buenos Aires - Argentina
I.S.B.N. 950-581-191-S
Hecho el depósito que marca la Ley 11.723
IMPRESO EN ARGENTINA - PRINTED IN ARGENTINA
)

(NENA, LLEVATE UN SAQUITO1)

"Al atardecer, todas ellos cuelgan sus pechos sin madurar del ramaje de hierro
de los balcones, para que sus vestidos se empurpuren al sentirlas desnudas, y de
noche, a remolque de sus mamas —empavesadas como fragatas- van a frasearse
por la plaza, para que los hombres les eyaculen palabras al oído, y sus pezones
fosforescentes se enciendan y se apaguen como luciérnagas".
Oliverio Girondo (1920)

"Los que se exhibieren en comercios, plazas u otros lugares de esparcimiento


público, con vestimentas indecorosas, o se despojaren en los mismos sitios de ropas
de vestir, exigibles a la cultura social (...) serán reprimidos con multa o arresto".
Reglamento Policial de Contravenciones, inc. 2- E (1946)

No todos saben que si las chicas de Flores arrojaren hoy en día su seno
a pedacitos, antes que un caballero se inclinare a recogerlos se haría
presente un patrullero. Del mismo modo, quien se atreviere a ir en
deshabillé al mercado, no sería apenas condenada por el cotorreo de las
vecinas: caería sobre ella el peso azul del Estado.
Es sabido que una mujer no sólo debe ser decente sino aparentarlo.
En nuestra pacata nación, celosos agentes (¿celosos de qué?) han
sustituido a las mamas que nunca se olvidaban de decirnos: Nena, lleváte
un saquito. Para el cumplimiento del edicto policial arriba transcripto,
sería menester la edición de un boletín de modas policiales. ¿En qué se
basa la autoridá para saber cuándo una vestimenta es o no indecorosa?
Dedúcese que en esa categoría habrán de entrar la minifalda y bretel —si
no el escote en V. Por si las moscas, les cabría a las chicas de Flores el
inciso 29 H (pavor de los gays y de las prostitutas) que condena, con
arresto de 30 días, a "las personas de uno u otro sexo que públicamente
incitaran o se ofrecieren el acto carnal" (orden del día del 19 de abril de
1949). Los eyaculadores auditivos están también punidos por el edicto del
piropo (2- B) -sólo que cuando una señorita se queja, el agente responde:
¿y qué pretende usted así vestida?
Esperemos que a las chicas no se les ocurra tomar un clarito en la
Confitería del Molino: les puede caer una “ebriedad” por la cabeza (para
aplicar este edicto, la exigencia legal de “dosaje alcohólico” es, “por falta
de medios”, generalmente obviada). También les puede pasar que presas
de pánico echen mano del saco de un caballero transitante: error fatal: es
el 2° F que les cabe a "los que se exhibieran en la vía pública o lugares
públicos vestidos o disfrazados con ropas del sexo contrario”.
¿Retroceder al zaguán? Siquiera eso, viene el texto del 2-G: "las
prostitutas o su servidumbre que desde sus casas incitaren a las
personas”. Cierto que ellas no cobran; pero eso no interesa. Veamos lo
que le pasó a Nélida: “No había ningún trato íntimo con él, la cosa era de
simple amistad. Dos policías de civil entraron en el bar y nos llevaron a
todos a la comisaría. Allí ‘me fabricaron’ un antecedente de prostitución
porque el hombre que estaba conmigo firmó una declaración que decía
que me había pagado. Lo presionaron amenazándolo con llamar a la
esposa, y decirle que estaba con una prostituta... Desde entonces quedé
‘fichada* con el 2ºH”. Y aunque la chica no haga nunca nada a nadie,
tararear “qué me importa tu pasado, lo que has hecho y lo que harás”, de
nada sirve —¡minga!— porque por "averiguación de antecedentes” se la
llevan por 48 horas a la sombra de los barrotes en flor —y no va a precisar
arrojar su cuerpo a pedacitos “a todos los que le pasan la vereda", porque
es posible que se lo hagan pedacitos ahí mismo—. “Conocemos sus
métodos”, dicen los enanos de Herzog.
La chica se puede hartar de que la confundan y tomarse el ómnibus a
Córdoba —donde rige, desde 1980 (¡oh juristas del proceso!) un Código
de Faltas que impide confusiones: “Serán sancionados con arresto hasta
treinta días quienes ejerciendo la prostitución se ofrecieran o incitaren
molestando a las personas o provocando escándalos. Se entenderá que
hay ofrecimiento respecto de la mujer (o el homosexual o vicioso sexual)
que permaneciera en la vía pública en circunstancias que exterioricen un
atentado contra la decencia pública. En todos los casos, será obligatorio
el examen médico venéreo y, en su caso "la internación curativa” (Art.
229). Cada provincia tiene sus normas, las cordobesas pueden apelar (con
suerte) ante el juez. Pero... quienes juzgan las “circunstancias del decoro”
son los comisarios y subcomisarios, habiendo un plazo de 3 días para la
resolución, 24 horas para la apelación y 20 días para que el juez decida.
Eso quiere decir que cualquiera puede comerse hasta 24 días en cana,
sólo porque algún agente receloso vuelque sobre una su mirada
perversa...
Si para las damas es menester recato, los caballeros deben conservar
los tics de la virilidad más antológica. “Encontrarse un sujeto conocido
como pervertido en compañía de un menor de edad” (a la salida del
kindergarten, por ejemplo), basta para comerse 30 días en la Capital (que
ascienden a 90 en Córdoba). Para ser “conocido” es suficiente tener
“antecedentes” o por medio de “datos fehacientes y bajo la firma del
director o jefe de secciones de la Dirección de Investigaciones” (art. 452
del RFC). ¿Una firmita acá? —y salváte si podes.
Nena, si querés salvarte, nunca te olvides el saquito, el largo Chanel, el
rodete. No te quedes dando vueltas en la puerta de un bar. Y, lo peor de
lo peor, no se te ocurra hablar por la calle con alguien de quien no sepas
su nombre, apellido, dirección, color de pelo de la madre y talle de la
enagua de su abuela: la policía los separa y si no saben todo uno del otro,
zas, adentro. Tampoco salgas con una amiga —no te hagas la
desentendida. Y, si sos casada, no salgas sin los chicos: porque ¿qué hace
una madre que no está cuidando a sus hijos? Y nunca te olvides lo que
decía el General: “de la casa al trabajo y del trabajo a la casa”. Pero,
¿usted de qué trabaja, señorita? Me va a tener que acompañar.
¿Continuará?
(EL SEXO DE LAS LOCAS2)

El sufrimiento es muy grande antes de llegar al goce.


Dante Panzeri

AI llegar a Buenos Aires, hace un par de meses, quedé sorprendido


por el estado de las alusiones a la homosexualidad. En un muro de San
Telmo una consigna prometía: “El 28 se lo tocamos, el 30 se lo
rompemos”. En la madrugada del 10 de diciembre, un grupo de
demócratas fervorosos hostigaban a los policías que custodiaban la Casa
Rosada al grito de “Quieren pija”. Tomo un taxi y el chofer me comenta:
“Seguro que los oficiales de las Malvinas se los pasaron a todos los
gurkas”. El fantasma gurka es reflotado por uno de los Chicos de la Guerra
en una entrevista a El Porteño (set. 83): "Un compañero mío me habló de
los gurkas, llevaban una perla en la oreja izquierda o en la derecha, y la
ubicación representaba al homosexual pasivo o activo” (Pablo
Macharowsky, clase 63). En el mismo reportaje otro conscripto da a
entender que los soldados tenían, de antemano, cierto training: “Cuando
yo estuve en Córdoba, antes de ir a las Malvinas, y nos daban franco
porque no había qué darnos de comer, aparecían los ‘tíos’ o ‘soplanucas’,
como les llaman, a esos tipos que te dan casa y todos los placeres a
cambio de una relación sexual. Yo digo que hay que tener mucho
estómago pero ante ciertas situaciones te olvidas del estómago” (Marcos
García, clase 62).
En efecto, el hambre (el ragú) hace olvidar el estómago. Una vueltita
por Lavalle nos dejará ver que, a la luz del tímido destape, colimbas
desamparados han retomado sus posiciones, erizando las pestañas de
acicalados señoritos. Un fantasma corroe nuestras instituciones: la
homosexualidad. Habría que retrotraerse al Freud de la Psicología de las
Masas (1920) para hablar de la naturaleza homosexual del vínculo
libidinal que enlaza a las instituciones masculinas como el Ejército y la
Iglesia. Esa homosexualidad es “sublimada”, pero el mismo Freud sugiere
que el amor homosexual es el que mejor se adapta a esos “lazos
colectivos” masculinos. Quien baya hecho la colimba en Pigüé o el
seminario en Lujan, podrá prescindir de Freud. Claro que la eclosión del
deseo homosexual está severamente castigada por los códigos divinos y
militares. Estos últimos —por lo menos era así hacia 1970-condenan al
activo a una pena mayor que al pasivo: consideran que el pasivo es un
“enfermo”, que no podía evitarlo. En cambio, el activo es un vicioso.
Que la preocupación por la homosexualidad —y por la moral en
general— consterna a nuestros militares, es un hecho. La primera
mención oficial a la homosexualidad aparece, oblicuamente, en 1932,
bajo la dictadura de Justo, bajo la forma de una “orden del día” que punía
a los sospechosos de pederastía que frecuentaren menores de edad
(frecuentar no quiere decir acostarse, puede ser tomar un café con leche
a la salida del kindergarten). Sobreviene luego, en 1942, el escándalo del
Colegio Militar: el descubrimiento de la participación de cadetes en orgías
homosexuales, sibilinamente fotografiadas, no sólo anticipa el
pornoshop: instaura una mácula que nuestros próceres se preocuparán,
desde entonces, por borrar. Ya en 1946, la pederastía se revela como
“homo-sexualidad” (así con guion): el artículo 207 del Reglamento de
Procedimientos Contravencionales de la Policía Federal, reprime “las
reuniones privadas de homosexuales; de la misma época es el temible
(¡por tan usado!) art. 2º H, que pune “incitar al acto carnal en la vía
pública”. Empero, la noción misma de homosexualidad no es
desentrañada en el Reglamento: se sabrá quién es homosexual por
“antecedentes”, o “bajo la firma del Jefe del Departamento”. La relativa
juventud de estas condenas desmiente la pretensión de la normalidad de
presentarse como arcaica y a-histórica. Marca que la normalidad precisa
de la represión policial para imponerse no es tan "espontánea” cuanto
pretende. Si no estuviese prohibido, ¿entraríamos todos (y todas) en la
joda?
No lo sabremos: por el momento te dan palos. Las locas, a la manera
panzeriana, tenemos de qué quejarnos. Ahora el horror del genocidio —
producto, también de la normalidad militar: hay fotos de Hitler
acariciando niñas— ha develado la pesadilla de secuestros y
desapariciones, de lo que no se hablaba antes. Sin embargo, allá por el 69
(bajo Onganía), haciendo mis primeros trabajos de campo, un muchacho
muy bien vestido me invitó a subir a un auto. Accedo, allí hay otros dos
que se acarician para mostrarme que son “entendidos”. Resultado: tres
horas de pánico y pálida. Despojada de mis bienes, una puta me dio
dinero para volver al centro. Bajo del tren (había ido a parar a Olivos), y
me para la cana. ¿La sospecha?: homosexualidad.
Hablar de homosexualidad en la Argentina no es sólo hablar de goce
sino también de terror. Esos secuestros, torturas, robos, prisiones,
escarnios, bochornos, que los sujetos tenidos por "homosexuales”,
padecen tradicionalmente en la Argentina —donde agredir putos es un
deporte popular— anteceden, y tal vez ayuden a explicar, el genocidio de
la dictadura. Dice Carlos Franqui que en la Cuba castrista la lucha no era
revolucionarios vs. contrarrevolucionarios, eran machos contra
maricones. Acá los machos no han precisado de una revolución para
matar putos. Y hay que decirlo: muchos de esos normales, con sus
modales bieneducados, blanduzcos, genuflexos, han sido cómplices de
esa pesadilla cotidiana, con sus prejuicios, su hipocresía, su recusa a
hablar del tema. Recordemos lo que Evita le dice a Paco Jamandreu
(quien lo cuenta en sus memorias), cuando éste la llama desde una
comisaria: “Jódase por puto”.
Pero ¿dónde está el goce? ¿Qué pensar de esos muchachones que
raptan a una loca para “verduguearla”? ¿De esos policías que —se
rumorea— hacían cursos especiales para reconocer homosexuales (y
lesbianas) por el espesor de sus orejas? ¿Qué pasa con la
homosexualidad, con la sexualidad en general, en la Argentina, para que
actos tan inocuos como el roce de una lengua en un glande, en un
esfínter, sea capaz de suscitar tanta movilización —concretamente, la
erección de todo un aparato policial, social, familiar, destinado a
“perseguir la homosexualidad”? Cuando por el 74 el órgano fascista El
Caudillo llamaba a “acabar con los homosexuales”, podía leerse en ese
“acabar" algo más que un lapsus.
Para dar un ejemplo familiar, mi papá —porque las locas también
tienen papá—, mientras yo estaba en el Brasil, a mil kilómetros de
distancia, se desvelaba (literalmente) pensando qué miembros de qué
negros estarían profanando el ano sagrado de su hijito —reservado sólo
para la caquita. Y mamá —que sería una loca sin madre, “descoso es
aquél que huye de su madre”, dice Lezama Lima—, que se enorgullecía de
que su apodrecido corazón saliese retratado, como caso raro, en una
revista médica, decía que la homosexualidad era —como el bocio— una
enfermedad. Bueno, le dije yo, entonces si vos me contás tus síntomas yo
puedo contarte los míos. Se puede hablar del dolor, mas no del goce. ¿De
dónde viene esa infatigable preocupación por los culos —o las lenguas—
ajenas? En ella participan también nuestros castos políticos. Recuérdese a
la JP del 73 gritando: "No somos putos, no somos faloperos...” O: “Para
un gorila no hay nada mejor / que romperle el culo con todo mi amor”.
Tanto me identifiqué con esa consigna que estuve a punto de entregarme
a la Libertadora... Pero me hubiera encontrado —como vi hace poco en
Rosario— con los cartelones de la Liga de la Decencia convocando a
luchar contra la Pornografía que amenaza la paz de los hogares...
Ay, qué miedo. La inmoralidad nos pringa. Recuerdo lo que me dijo
una vez un muchachito "activo” (vulgo chongo): “No me doy vuelta
porque tengo miedo que después me guste”. El prohibicionismo sexual
atiza el miedo a un deseo horroroso. Erige un Paradiso policial para
oponerlo a un Infierno perverso. Al mismo tiempo, es la perversidad de
ese infierno orgiástico que imagina, lo que le da manija para funcionar. La
paranoia antisexual nos hace creer que, si se nos dilata el esfínter o se nos
enciende la tetilla, nos “damos vuelta”. Nos pasamos del otro lado.
¿Adónde vamos a parar? Libertad Lamarque se lo preguntaba ya en “Fru
Fru”, por los 40: “¿Adónde va la moda con tanta innovación?”.
La censura mantiene viva la ilusión de que con la perversión “pasa
algo”, y que ese “algo” es un horror. ¿Habrá horror? Donde sí hay horror
—palpable— es en la represión. Será cierto que en la tortura hay un goce
pero, como decía el mismo Sade: “Hasta la perversión exige cierto
orden”. Si la pasión era juntar cadáveres, ¿no se les fue un poco la mano?
La perversión es, en verdad, objeto de un ordenamiento. Ese orden no
sólo la reprime, sino también la clasifica. Diferencia a los sujetos según
sus goces: homosexual o heterosexual, vaginal o clitoridiano, anal o bucal,
por el pene o por el dedo gordo. La pretensión de definir a un sujeto
conforme a su elección de objeto sexual es mitológica, pero es una
mitología que funciona. No funciona desde hace tanto tiempo, es cierto:
por ejemplo, la noción de homosexualidad es literalmente inventada en el
siglo XIX —fruto de una combinatoria del saber médico y el poder de
policía.
No pretendo entrar en una discusión teórica sobre el concepto de
homosexualidad. Pero lo menos que se puede decir de él es que es muy
pobre. Iguala, bajo un denominador común, la infinidad de actos sexuales
a los que un sujeto puede abocarse con otros del mismo “sexo" (aunque
no siempre del mismo género). Pero, ¿qué tiene que ver una “relación de
pareja” gay, con un soplido practicado a los pedos en el baño de un
subte? Por otra parte, un acto sexual, aun cuando practicado con la
misma persona, suele ser diferente de otro —en ese plano la rutina es
esgrimida, tanto homo como heterosexualmente, como motivación para
el divorcio, legal o no.
Entonces, cuando se cuestiona la normalidad, cabe cuestionar
también la pretensión de clasificar a los sujetos según con quién se
acuestan. Pero lo que confunde las cosas es que la normalidad alza los
estandartes de la heterosexualidad, se presenta como sinónimo de
heterosexualidad conyugalizada y monogámica. Eso abre las puertas para
una tentación: reivindicar la homosexualidad “revolucionaria” vs. la
heterosexualidad “reaccionaria”. Algunos hechos, empero, sabotean
estas simplificaciones: la marica casada, el chongo que sale con minas y
hace de tanto en tanto una escapadita por Charcas, un travestí que dice
de su amante: "Él no es homosexual, ni activo ni pasivo. Él es hombre,
hombre: le gustan las mujeres. Yo le he preguntado por qué está conmigo
y lo único que me responde es que me quiere” (Revista Shock, dic. 83).
El amor, a la manera de los románticos, hace saltar las convenciones
sociales, las clasificaciones. Pero alguien podrá argüir: Todos esos son
homosexuales no asumidos, o incorrectamente asumidos. En verdad,
gran parte del movimiento gay (como el Grupo Gay de Bahía, Brasil)
parece avanzar, con contradicciones, en esa dirección. Y ello parece casi
lógico: ante la persecución, lo instintivo es refugiarse —en este caso
constituir una fortaleza homosexual que resista a la dictadura
heterosexual. Si es así, cada uno tiene que definirse, que “identificarse”,
que “asumirse”: homo o hétero. El riesgo, es que se apunta a la
constitución de un territorio homosexual —una especie de
minisionismo— que conforma no una subversión, sino una ampliación de
la normalidad, la instauración de una suerte de normalidad paralela, de
una normalidad dividida entre gays y straights. Tranquiliza de paso a los
straights, que pueden así sacarse la homosexualidad de encima y
depositarla en otro lado.
Esta normalización de la homosexualidad erige, además, una
personología y una moda, la del modelo gay. Siendo más concretos, una
posibilidad personológica —el gay— pasa a tomarse como modelo de
conducta. Este operativo de normalización arroja a los bordes a los
nuevos marginados, los excluidos de la fiesta: travestís, locas, chongos,
gronchos —que en general son pobres— sobrellevan los prototipos de
sexualidad más populares.
Ahora, para enfrentarse con este peligro, es preciso vencer antes uno
mucho más concreto: la cana. Sacar a la cana de la cama, al ojo policial
del espejo del cuarto, es una necesidad inmediata que no puede quedar
apenas en manos de los gays. Decía una diputada feminista brasileña,
Ruth Escobar, en su campaña: “Que las mujeres puedan vivir su
femineidad, los negros su negritud, los homosexuales su deseo”. ¿Dejar a
los homosexuales el monopolio del deseo?
Se me ocurre que hay, en verdad, un estallido de la normalidad
clásica, que la “moralización a las patadas” del Estado Argentino pretende
contener. A ese estallido no le son ajenas las mujeres, con su trabajo de
zapa contra la supremacía masculina. Guattari, el coautor del Antiedipo,
habla de un “devenir mujer” que abre a todos los demás devenires.
Siguiéndolo, podemos pensar la homo o la heterosexualidad, no como
identidades, sino como devenires. Como mutaciones, como cosas que nos
pasan. Devenir mujer, devenir loca, devenir travestí.
La alternativa que se nos presenta es hacer soltar todas las
sexualidades: el gay, la loca, el chongo, el travestí, el taxiboy, la señora, el
tío, etc. —o erigir un modelo normalizador que vuelva a operar nuevas
exclusiones. El sexo de las locas, que hemos usado de señuelo para este
delirio, sería entonces la sexualidad loca, la sexualidad que es una fuga de
la normalidad, que la desafía y la subvierte. Locas bailando en las plazas,
locas yirando en puertas de fábrica, locas haciendo cola en los bañitos.
Hablar del sexo de las locas es enumerar los síntomas —las
penetraciones, las eyaculaciones, las erecciones, los toques, las
insinuaciones— de una enfermedad fatal: aquella que corroe a la
normalidad en todos sus wings; que aparece en la hija del portero, en las
trincheras de las Malvinas, en el seno de las garitas azules, en las iglesias
de Córdoba donde las locas entran para yirar. Aparece, en su versión
pedagógica-pederástica, en el insospechable “Himno a Sarmiento”
cuando dice: “la niñez, tu ilusión y tu contento”.
Ahora, no subsumir esas singularidades en una generalidad
personológica: "el homosexual”. Soltar todas las sexualidades, abrir todos
los devenires. Una escritora americana habla de idiosexo: la noción viene
de idiolecto, usos particulares del lenguaje (como hablar al verres):
idiosexo, usos singulares de la sexualidad. Que cada cual pueda
encontrar, más allá de las clasificaciones, el punto de su goce.
Mi idea es no retirar la homosexualidad del campo social,
constituyendo un territorio separado de los puros, los buenos, los
mártires, los ilustres. Hacer saltar a la sexualidad ahí donde está. Retirar a
la cama de la colcha (no sea cosa que pasemos de la cárcel al boliche sin
pasar por la vereda). Y, como decía Mao —aunque no creo que lo dijera
en este caso—: “Que florezcan mil flores" (¿Flores del mal?).
Y una arenga final: no queremos que nos persigan, ni que nos
prendan, ni que nos discriminen, ni que nos maten, ni que nos curen, ni
que nos analicen, ni que nos expliquen, ni que nos toleren, ni que nos
comprendan: lo que queremos es que nos deseen.
(MATAN AUNA MARICA3)

Lo primero que se ven son cuerpos: cuerpos charolados por el revoleo


de una mirada que los unta; cuerpos como películas de tul donde se
inscribe la corrida temblorosa de un guiño; la hiedra viboresca de cuerpos
enredados (drapeado en erección) al poste de una esquina; cuerpos fijos
los unos, en su dureza marmoleante donde se tensa, preámbulo de jaba,
jadeo en jade, la cuerda certera de una flecha; cuerpos erráticos los otros,
festoneando el charol aceitoso con rieles en almíbar, caricias arabescas
que se yerguen al borde de la vereda pisoteada.
Cuerpos que del acecho del deseo pasan, después, al rigor monis. En
enjambre de sábanas deshechas las ruinas truculentas de la fiesta, de lo
festivo en devenir funesto: cogotes donde las huellas de los dedos se han
demasiado fuertemente impreso, torsos descoyuntados a bastonazos,
lamparones azules en la cuenca del ojo, labios partidos a que una toalla
hace de glotis, agujeros de balas, barrosas marcas de botas en las nalgas.
Transformación, entonces, de un estado de cuerpos. ¿Cómo se pasa
de una orilla a la otra? ¿Cómo puede el deseo desafiar (y acaso provocar)
la muerte? ¿Cómo, en la turbulencia de la deriva por la noche, aparece la
trompada adonde se la quiso —sin restarle potencia ni espamento—
tomar caricia? ¿Cómo el taladro del goce —al que se lo prevé
desgarrando en la fricción los nidos (nudosos) del banlon— realiza, en un
fatal exceso, su mitología perforante? Volutas y voluptas: una
multiplicidad de perspectivas reclaman ser movilizadas para asomarse a
la oscura circunstancia en que el encuentro entre la loca y el macho
deviene fatal.
“Homosexual asesinado en Quilmes”. De vez en cuando, noticias de la
muerte violenta de las locas ganan, con macabro regodeo, pringan de
lama o bleque los titulares sensacionalistas, compitiendo en fervor, en
columna cercana, con las cifras de las bajas del Sida. Ambas muertes se
tiñen, al fin, de una tonalidad común. Lo que las impregna parece ser
cierto eco de sacrificio, de ritual expiratorio. La matanza de un puto se
beneficiaría, secreto regocijo, de una ironía refranera: “el que roba a un
ladrón...”
Pocos meses atrás, una ola de asesinatos de homosexuales recorrió el
Brasil. Entre noviembre del 87 y febrero de este año, una veintena de
víctimas, un verano caliente. Quiso la fatalidad que los muertos se
reclutaran entre personalidades conocidas (“Zas, la loca era famosa”,
prorrumpió un comisario ante el hallazgo de un cadáver en bombacha):
un director de teatro, algunos periodistas, modistas, peluqueros... No
bastaba, al parecer, el Sida con su campaña altisonante —una verdadera
promoción de hades. Era necesario recurrir a métodos más contundentes.
Así, ametrallamiento de travestís en las callejas turbias de San Pablo,
achacado fabulosamente por portavoces policiales a un paciente de Sida
descoso de venganza —pero de inequívocos rasgos paramilitares. Del
mismo modo que la muerte de los homosexuales se liga, en el actual
contexto, casi ineludiblemente al Sida, la represión policial se asocia, en la
producción de esos cadáveres exquisitos, a lo que los ideólogos
liberacionistas del 60 llamaban homofobia: una fornida fobia a la
homosexualidad dispersa en el cuerpo social. Se mezclan las cartas, sale
culo, sobreviene la descarga.
Lejos de ser algo exclusivo de las veredas tropicales, la sangre de las
locas suele salpicar también los adoquines sureños. Se recordará la serie
de ejecuciones desatadas cuando los estertores de la última dictadura, a
la luz odiosa del perdido fiord. O, asimismo, el ametrallamiento de los
travestís que exhibían, en la Panamericana, la audacia de sus blonduras.
En ambos casos, se impone la pregunta: ¿se trata, en verdad, de
conspiraciones de inspiración fascista (estilo Escuadrón de la Muerte o
Triple A)? ¿O, más bien, de cierto clima de terror contagioso que tensa
hacia la muerte los ya tensos enlaces del submundo (“cuando uno mata,
matan todos”, condenó un taxiboy durante la ola de crímenes porteños)?
En un librito recientemente publicado en San Pablo, El pecado de
Adán, dos jóvenes periodistas, Vinciguerra y Maia, se aventuran con
argucia por los entretelones del ghetto, investigando las relaciones entre
los asesinos y sus víctimas. Si bien algunos de los homicidas eran policías
o soldados —y varios de los crímenes citaban, en su metodología (manos
atadas a la espalda, bocas entoalladas, emasculaciones o inscripciones en
la carne, a la manera de la máquina kafkiana), el estilo de los Escuadrones
de la Muerte (comandos parapoliciales de exterminio de lúmpenes y de
intervención en las guerras del hampa)—, ninguna conspiración, ningún
plan organizado, sino a lo sumo una ligera cita, la referencia al sacrificio
justiciero. ¿De qué justicia, en este caso, trátase?
Primero, ¿de qué se habla cuando se habla de violencia? Más allá de la
indignación de los robos —que no llega a compensar, con todo, el no tan
secreto regocijo de los más—, no resulta fructífero pensar la violencia en
tanto tal, como hecho en sí. La violencia —dice Deleuze hablando de
Foucault— “expresa perfectamente el efecto de una fuerza sobre algo,
objeto o ser. Pero no expresa la relación de poder, es decir, la relación de
la fuerza con la fuerza". ¿De qué fuerzas, en el caso de la violencia
antihomosexual, se trata? Dicho de otra manera: ¿cuáles son las fuerzas
en choque, cuál el campo de fuerzas que afecta su entrechoque?
Para decirlo rápido, estas fuerzas convergen en el ano; todo un
problema con la analidad. La privatización del ano, se diría siguiendo al
Antiedipo, es un paso esencial para instaurar el poder de la cabeza (logo-
ego-céntrico) sobre el cuerpo: “sólo el espíritu es capaz de cagar". Con el
bloqueo y la permanente obsesión de limpieza (toqueteo algodonoso;)
del esfínter, la flatulencia orgánica sublímase, ya etérea. Si una sociedad
masculina es —como quería el Freud de Psicología de las Masas—
libidinalmente homosexual, la contención del flujo (limo azul) que
amenaza estallar las máscaras sociales dependerá, en buena parte, del
vigor de las cachas. Irse a la mierda o irse en mierda, parece ser el
máximo peligro, el bochorno sin vuelta (el no llegar a tiempo a la chata
desencadena, en El Fiord de Osvaldo Lamborghini, la violencia del Loco
Autoritario; Bataille, por su parte, veía en la incontinencia de las tripas el
retorno orgánico de la animalidad). Controlar el esfínter marca, entonces,
algo así como un “punto de subjetivación”: centralidad del ano en la
constitución del sujetado continente.
Cierta organización del organismo, jerárquica e histórica, destina el
ano a la exclusiva función de la excreción —y no al goce. La obsesión
occidental por los usos del culo tiene olor a quemado; recuérdese el
sacrificio (¿previo empalamiento?) de los sodomitas descubiertos por el
ojo de Dios. Si el progresivo desplazamiento de la Teología a la Medicina
como ciencia y verdad de los cuerpos ha de modificar el tratamiento,
pasando por ejemplo del fuego a la inyección, no por desinfectante la
histeria de sutura amenguará el picor de su insistencia, envuelta en fino,
transparente látex. Así, si los argumentos sesentaochescos de
Hocquenghem en Le Desir Homosexual que entendían la incansable
persecución a los homosexuales a través de un trasluz esfinterial (“Los
homosexuales son los únicos que hacen un uso libidinal constante del
ano”), parecían, a juzgar por la inflación orgiástica del gay liberation y sus
“verdaderos laboratorios de experimentación sexual" (Foucault), haber
perdido, a costa del relajo, el rigor de su vigencia, el fantasma del Sida
habrá, en los días de hoy, de actualizar el miedo ancestral a la mixtura
mucosa, al contacto del semen con la mierda, de la perla gomosa de la
vida con la abyección fecal. De reactualizar, en una palabra, el problema
del culo.
“Para un gorila / no hay nada mejor / que romperle el culo / con todo
mi amor": “romper el culo”. O, en su defecto, “dejarse tocar el culo”: la
grosería chongueril —andando siempre “con el culo en la boca”: si
cuando digo la palabra carro, un carro pasa por mi boca, al decir culo...—
insiste en posar en las asentaderas el punto de toque del escándalo (...yo
no diría del deseo...) Insistencia en el chiste pesado, cuya concreción, en
la “llanura del chiste" lamborghiana, desata la violencia (irresistible contar
el argumento de “La Causa Justa": dos compañeros de oficina se la pasan
todo el día diciéndose: "Si fuera puto, me la meterías hasta el fondo”; “si
fueras puto, te acabaría en la garganta”, y otras lindezas por el estilo
hasta que un japonés, que nada entiende sino literalmente, presentifica,
recurriendo a la piña y al cuchillo, el subjuntivo).
La producción de intensidades, afirman Deleuze y Guattari en Mil
Mesetas, desafía, mina, perturba, la organización del organismo, la
distribución jerárquica de los órganos en el organigrama anatómico de la
mirada médica. Si a alguien se le escapa un pedo, ¿en qué medida ese
aroma huele a una fuga del deseo? Si el deseo se fuga, construyendo su
propio plano de consistencia, es en el plano de los cuerpos, en el estado
de cuerpos del socius, que habrán de verse molecularmente las
vicisitudes de esa fuga.
Resumiendo, la persecución a la homosexualidad escribe un tratado
(de higiene, de buenas maneras, de Manieras) sobre los cuerpos; sujetar
el culo es, de alguna manera, sujetar el sujeto a la civilización, diría
Bataille, a la “humanización”. Retener, contener. Y si esta obsesión anal,
liga o Iigamen en el lingam, pareció ante el avance de la nueva
“identidad” homosexual, disiparse, es porque esta última modalidad de
subjetivación desplaza hacia una relación “persona a persona” (gay/gay)
lo que es, en las pasiones marginales de la loca y el chongo, del sexo
vagabundo en los baldíos, básicamente una relación “órgano a órgano”:
pene/culo, ano/boca, lengua/verga, según una dinámica del encaje; esto
entra aquí, esto se encaja allí... La homosexualidad, condensa
Hocquenghem, es siempre anal. Puto de mierda.
En el orondo deambuleo de las maricas a la sombra de los erguidos
pinos, mirando con el culo —ojo de Cabes el anillo de bronce—,
escrutando la pica en Mandes glandulosos, se modula, en el paso
tembloroso, en la pestaña que cautiva, hilo de baba, la culebra, el collar
de una cuenta a pura perdida. Perdición del perderse: en el salir, sin ton
ni son, al centro, al centro de la noche, a la noche del centro; en el andar
canyengue por los descampados de extramuros; en el agazaparse —
astucia de la hidra o de la hiedra— en el lame de orín de las “teteras”; en
la felina furtividad abriendo transversales de deseo en la marcha anodina
de la multitud facsimilizada; si toda esa deriva del deseo, esa errancia
sexual, toma la forma de la caza, es que esconde, como cualquier jungla
que se precie, sus peligros fatales. Es a ese peligro, a ese abismo de
horror (“Paciencia, culo y terror nunca me faltaron”, enuncia el
Sebregondi Retrocede), a ese goce del éxtasis —salir: salir de sí—
estremecido, para mayor reverberancia y refulgor, por la adyacencia de la
sordidez, por la tensión extrema, presente de la muerte, que el
deambuleo homosexual (¡curiosa seducción!) el yiro o giro, se dirige de
plano —aunque diga que no, aunque recule: si retrocede, llega— y
desafía, con orgullo de rabo, penacho y plumero.
Busquemos un ejemplo alejado del frenesí de neón del yiro furioso: El
lugar sin Límites, de Donoso. En un polvoso burdel chileno, la loca (la
Manuela) se deja seducir, aún a sabiendas de su peligrosidad, por un
chongo camionero, para el cual, tras intentar rehuirle, se pone su mejor
vestido rojo, cuyos volados le hacen, por ensuciar irresistiblemente con su
mucílago el bozo del macho, de corona y sudario. El deseo desafía —por
pura intensidad— la muerte; es derrotado.
Más acá de este extremo —constante como fijo— de la ejecución
final, la tentación de abismo no deja de impulsar —sus revoleos, sus
ondulaciones— la nómade itinerancia de las locas. ¿No habrá algo de
“salir de sí” en ese “salir a vagar por ahí”, a lo que venga? La transición —
imposición especular de la ley— intercepta esta fuga peregrina, y la hace
aparecer como negación de aquello de que huye, disuelve (o maquilla) la
afirmación intensiva de la fuga haciéndola pasar por un mero reverso de
la ley. Estamos cerca y lejos de Bataille: cerca, porque en él la ley
esplende como instauradora de la transgresión; lejos, porque el
“desorden organizado” que la ruptura inaugura no se termina de encajar,
con sus vibraciones pasionales, su pérdida en el gasto de la joya en el
limo, en algún supuesto reverso de la ley —con relación a la cual afirma la
diferencia de un funcionamiento irreductible.
No por ser fugas las vicisitudes de los impulsos nómades tienen que
ser románticas, sino más bien lo contrario: la fuga de la normalidad
(ruptura en acto con la disciplina familiar, escolar, laboral, en el caso de
lúmpenes y prostitutos; quiebra de los ordenamientos corporales y, en
ocasiones, incluso personológicos, etc.) abre un campo minado de
peligros. Veamos el caso de los taxiboys (michês en el Brasil), practicantes
de la prostitución viril, que elevan el artificio de una postura
hipermasculina como certificado de chonguez, siendo esa recusa a la
“asunción homosexual" demandada, por otra parte, por los clientes
pederastas, que buscan precisamente jóvenes que no sean
homosexuales. Entre michês, taxiboys, hustlers de Norteamérica,
chaperas de España, tapins de Francia y toda la gama de vividores,
lúmpenes, desterrados, fugados o simplemente confundidos, pasajeros
en tránsito por las delicias del infierno, suelen reclutarse los propios
ejecutores de maricas. Es como si el empeño en mantener el peso de una
representación tan poderosa —el centro del machismo descansando en el
miembro de un fresco adolescente—, se grabase —a la manera más del
tajo de Lamborghini que del tatuaje de Sarduy— con tanta profundidad
en los cuerpos, que les ritmase el movimiento. Así, Genet opone—
observa Sartre— la dura rigidez del cuerpo del chongo, a la fragorosa
seda de la loca: “La misma turgencia que siente el macho como el
endurecimiento agresivo de su músculo, la sentirá Genet como la
abertura de una flor”.
El maquillado virilismo que el chonguito despliega en un campeonato
de astucias libidinosas —la inflexión de la curva de la nalga, la cuidada
inflación de la entrepierna, la voz que sale de los huevos..., toda esa
disposición de la superficie intensiva en tanto película sensible, estaría,
por así decir, “antes”, o más acá, de los procedimientos de
sobrecodificación que, en su nombre, se internan y funcionan. Si ese rigor
marmóreo, tenso, de los músculos del chulo, es proclive a favorecer—el
suave desliz de una mano en lo alto del muslo hacia las hondonadas de la
sagrada gruta, o un abrazo demasiado afectuoso, o el asomo de un cierto
amor...— eclosiones micro fascistas, ataques a sus clientes y proveedores
en los que el afán de confiscación expropiatoria no alcanza a justificar las
voluptuosidades de crueldad, también se puede pensar que el
microfascismo está contenido en cada gesto, en cada detalle de la
mampostería masculina “normal” —de cuyo simulacro los michês
extraen, para impulsarla suelta por las orgías sucesivas del mundo de la
noche, una calidad libidinal, habitualmente oculta en el figurín sedentario
de los adultos heteros. Machismo-Fascismo, rezaba una vieja consigna del
minúsculo Frente de Liberación Homosexual. Tal vez en el gesto militar
del macho está ya indicado el fascismo de las cabezas. Y al matar a una
loca se asesine a un devenir mujer del hombre.
(DESEO Y VIOLENCIA EN EL MUNDO DE LA NOCHE4)

Cierta perspectiva piadosa, de inspiración cristiana, abruma los


discursos sóbrela violencia urbana. Aún los bien intencionados, suelen
clamar contra ella con la indignación de quien imagina algún “contrato
social” siendo vulnerado. Se elude así, o se relega para un segundo plano,
una cuestión fundamental. La sucesión de hurtos, robos, asesinatos y
todo tipo de latrocinios que alimentan cotidianamente las pesadillas
paranoicas de los ciudadanos serian, en último término, expresiones de
una violencia más visceral, que atraviesa una multiplicidad de planos
sociales, oponiendo pobres y ricos, negros y blancos, mujeres y hombres,
niños y adultos, creando un cuadro de guerra social generalizado.
Esta guerra que no cesa se puede maquillar de política, como diría
Foucault, elevarse al plano de la política, o mejor aún, de las
“micropolíticas” de la cotidianidad. El hecho de que la violencia se revista
de gestos paternalistas y distancias glaciales no excluye la dimensión
fundante de esas luchas directas, cuerpo a cuerpo, que pueden terminar
en la muerte, pero cuyo imaginario las sitúa fuera de los pulidos reductos
burgueses y las destierra (para intensificar la paranoia) hacia los
márgenes de la sociedad.
Son, éstos, márgenes bien poblados. Sea que la extensión de los
dispositivos de control “sedentarizante” (ya en el siglo XIX la errancia
espacial se convierte en errancia social, siendo patologizada y
policialmente vigilada) tienda por su propia lógica panóptica”, a
multiplicar, con la obsesión del registro, refinadas categorías que sirvan
para identificar y clasificar los nómades del submundo; sea que las
propias poblaciones marginales multipliquen ellas mismas las
diferenciaciones (a veces sutiles) entre sí, como en una orgía
clasificatoria, un afán barroco de codificación que compense los
torbellinos de las fugas; lo cierto es que esas poblaciones marginales, en
cuyo medio se reclutan míticamente el malandro, el delincuente, el
pivete, etc., se fragmentan en una diversidad de microterritorialidades, a
veces mezcladas en inextricables emulsiones, que demarcan grados de
ruptura con el orden.
En la base de muchas trayectorias marginales, en su propio punto de
partida, hay un impulso de fuga. En un estudio sobre prostitutos viriles
(mides), en el centro de la ciudad de San Pablo, se ve como esa fuga (de la
familia, del trabajo, del interior, de la periferia, de la miseria...) arroja
masas de adolescentes desvalidos a las fauces golosas de pederastas
nocturnos. Este encuentro instaura un ambiguo comercio, donde se
intercambian cuerpos jóvenes por cuerpos viejos, cuerpos pobres por
cuerpos ricos, cuerpos afeminados por cuerpos másculos. Sin embargo,
este encuentro interesado de los cuerpos no diluye, como en las fábulas
del amor, el choque de los contrarios, las escaramuzas de una guerra
sucia que se libra también en lo sensual. Esta pasión sospechosa no elude
la violencia. Ella está presente como una amenaza permanente, que se
corporifica en desarreglos que nada tienen de líricos: ochenta asesinatos
de homosexuales, la mayoría en manos de sus amantes pagos, en los
últimos tres años, según los cómputos del Grupo Gay de Bahía.
Por otro lado, el propio territorio donde estos encuentros se
consuman configura una especie de “tierra de nadie”, ocupada por los
enseres móviles de las diversas tribus marginales. Putas, michês, travestis,
malambos, malucos, y todas las variantes del lumpesinado, disputando
áreas de influencia o de alianza, con una presencia constante: la policía —
cuya relación de exterioridad jurídica respecto de ese mundo “sub” se
relaja en una maraña de complicidades y venganzas.
Rasgos de nomadismo —criminalizado y medicalizado— sobreviven en
las derivas de los noctámbulos, en los vagabundeos del sexo y de la
droga, en los ilegalismos obscuros que se traman en la noche. Estrategias
todas ellas —armadas o no— de esa guerra difusa que se libra en los
subsuelos de lo social. La máquina de sonorización de los mídias presta a
estos refinamientos delictivos (y a sus crueles represalias) la fuerza de un
espectáculo patibulario. Una mitología de cuerpos sanguinolentos,
violáceos, mutilados, hace de cortina musical a la guerra minuciosa que
recorre y trastorna el cuerpo social. Sea por una misteriosa ligazón —
como quería Bataille— entre el erotismo y la muerte, sea por la
insistencia de las imágenes en las pantallas, esta violencia se revela
paradojalmente excitante. También esa violencia es deseada. Sería un
tanto audaz fabular que ese turbio deseo pudiese realizarse quizás en el
puro plano de los gozos corporales, retardando o embriagando, en
escarceos voluptuosos, las pulsiones de abismo que, en el frenesí de la
violencia generalizada, arrastran los cuerpos a la muerte.
(EL ORDEN DE LOS CUERPOS5)

En la emergencia del Sida no se sabe que es más pavoroso: si los


efectos devastadores de la enfermedad en el propio plano de los cuerpos
físicos, minados por una sucesión impresionante de molestias; o si otros
efectos menos “físicos” en el plano de la llamada moral pública, que no
por ser “discursivos”, dejan de incidir en la programación contemporánea
de los cuerpos, sus pasiones y sus tránsitos.
Ambos planos parecen casi indisociables. El Sida incide en un punto
particularmente delicado para la sociedad moderna: la sexualidad. Las
operaciones desencadenadas durante su irrupción rebasan el dolor
personal de las crecientes víctimas, para extenderse al cuerpo social
como un verdadero dispositivo de moralización y normalización de las
uniones sensuales, derivado de las olas de pánico. Sobre la enfermedad
en sí, no se sabe aún lo suficiente. Se percibe, sin embargo, la dimensión
de las transformaciones y regulaciones pasibles de ser implementadas a
la sombra del pavor que el mal provoca.
Penumbras que van siendo, no obstante, progresivamente iluminadas.
La iluminación, bajo sofisticados reflectores, de recovecos cada vez más
íntimos de prácticas sexuales antes “innominables”, se convierte en un
imperativo de la mirada clínica. Lo característico del Sida no es tanto esa
curiosidad panóptica, sino la articulación del saber médico con la
resonancia multiplicada de los “massmedia”. Los efectos de esa
expansión por los hilos del “socius” pueden ser paradojales, pero el saldo
tiene algo de deleitación mórbida: a la imagética terrorista de los cuerpos
maculados, se suman crudas descripciones de las vicisitudes del coito
anal, de la profundidad de la eyaculación, de la fuerza de la felación y de
la letalidad del beso, con datos sobre los promiscuos y sus diabólicas
performances. Hasta la propia introducción del preservativo en los
espasmos de las mucosas podría acusar, más allá de lo terapéutico,
alguna inscripción simbólica que marcase, en el torbellino de los flujos, la
presencia transparente de la ley.
Pero esa ley de los cuerpos, entretanto, es locuaz. En la ausencia de
cura, la “prevención” es la única arma para combatir el Sida. Para atenuar
las probabilidades de transmisión del virus, se exige disminuir la cantidad,
la ubicuidad y las técnicas de los contactos sexuales. En virtud de la mayor
incidencia del síndrome, en su desarrollo occidental, entre el “grupo de
riesgo” homosexual, se trata de intervenir en esos circuitos
intermasculinos con el propósito de “higienizar” o “desinfectar” las
poblaciones amenazadas. Aunque el foco sea homosexual, se apunta
también a las mayorías heterosexuales, “recuperando” mujeres liberadas
y maridos libertinos.
En este procedimiento, se pueden distinguir dos grandes líneas: una
vía “progresista", más racional y sensata, que pregona el cambio de los
hábitos sexuales y el pasaje a las formas más inocuas del “sexo seguro”, y
otra, más “conservadora”, que tendería a transformar la “prevención” en
“represión”, ya sea reclamando cambios en la legislación capaces de
refrenar los comportamientos desreglados (aún a despecho del derecho
de cada uno de disponer libremente del cuerpo y sus placeres), ya sea
emitiendo, bajo la hipótesis de “ira divina”, anatemas asociables a los
secularmente preferidos contra el “pecado nefando” de la sodomía y
otras voluptuosidades de la carne. En los tiempos de la Inquisición, la
sodomía era mentada —no sin razón— el "vicio de los clérigos”. Es
posible, además, que el aumento de casos de Sida pueda exacerbar las
inquietudes de las iglesias.
Las dos estrategias —la “progresista” y la “conservadora”— no solo
chocan sino también se imbrican entre sí. Por más científico que se
pretenda, el discurso médico no escapa a las presiones y a los prejuicios
diseminados en la sociedad. A propósito de eso, las dificultades para
tratar a los pacientes, en el precario sistema clínico hospitalario local,
acentúan el carácter básicamente propagandístico de la campaña sobre el
Sida. Los efectos morales provenientes de esa venta de informaciones y
contrainformaciones, superan las recomendaciones clínicas, para agravar
la segregación históricamente padecida por los homosexuales y otros
“desviados” (como los usuarios de drogas), con rituales de exclusión que
van de sarcasmos e ironías cotidianas, expulsiones de garimpeiros y otros
“culpables” por la propia enfermedad.
Se enuncia, en el episodio del Sida, cierto orden de los cuerpos, en
una empresa terapéutica de regulación de la sexualidad.
Reveladoramente, se excluyen las cualidades intensivas, los laberintos del
deseo en que se envuelven los goces sensoriales. En el proceso de
medicalización y control de la vida, de confiscación e interdicción deja
muerte (en el cual cierta ilusión de inmortalidad es sutilmente vencida) se
conseguirá bloquear los puntos de fuga, las líneas de ruptura que
encienden los encuentros pasionales. O, quizás, se trate, en las
poblaciones afectadas, de un inestable equilibrio entre la potencia del
deseo y el miedo de la muerte. Al fin, la dimensión del deseo no debería
ser menospreciada si se trata de salvar la vida.
( )

(AVATARES DE LOS MUCHACHOS DE LA NOCHE6)

San Pablo. Cierta pulsión nómade se abre paso por los intersticios de
la ciudad. Estos impulsos no suelen manifestarse abiertamente a la luz del
día. Es preciso buscarlos no en la carnalidad resplandeciente de la urbe
sino en los brillos opacos del margen, en los devaneos a través de la
noche donde instauran, siempre precariamente, el encanto de su
misterio, aduares transparentes que casi consiguen mantenerse en
secreto. Una semiclandestinidad de luces negras parece ser la marca de
estas irrupciones en las anfractuosidades de la ciudad en sombras. Sin
embargo, esa multiplicidad de solitarios puntos de fuga parece no
decidirse a desencadenar completamente la vasta subversión con que
amenaza. Los nómades urbanos parecerían más bien encender, más que
alguna devastadora hoguera, una sucesión de pálidos fuegos, señales
apenas reconocibles de una diferencia que, aunque radical, simula
resolverse en fatuos rescoldos melancólicos.
Algunos de esos circuitos operan, en verdad, contenidos o sumergidos
en los tránsitos o circulaciones más globales. Trataríase, mejor, de ciertos
funcionamientos que, aunque amarrados a máquinas más genéricas y
totalizantes, no dejan de mantener con relación al cuerpo social
normalizado un guiño de inquietante extrañeza, de relativa exterioridad.
La práctica social (o, mejor, microsocial) de la prostitución virial aparece
como resultante de uno de esos encuentros: masas de adolescentes
desterritorializados por la miseria, aminorados por la edad, masas de
homosexuales pescando en los zanjones de la marginalidad las aguavivas
del goce. En esa búsqueda una diversidad de dispositivos sociales entran
en acción. El deseo, vehiculizado y al mismo tiempo reconvertido por el
dinero, obtiene una suerte de reverso de las grandes oposiciones binarias
que atraviesan y segmentan el cuerpo social: oposiciones de clase
(rico/pobre), de edad (joven/viejo), de género (macho/ marica),
intensificando las diferencias en la producción del goce.
¿Qué es el “negocio del michê”7'? ¿Cómo y dónde funciona? Una
visión entre impresionista y surrealista se filtra en este verso (escrito por
un protagonista del submundo de la prostitución masculina): “...por los
cuerpos en fila una náusea imprecisa...”. Muchos de nosotros hemos
alguna vez pasado junto a ellos, sin necesariamente percibir el tipo de
transacción, que, en esa circulación nocturna de los cuerpos, se consuma.
Lo primero que se ve son cuerpos provocativamente machos: ciñe un
blue jean gastado la escultura de esa teatralidad del virilismo; telas
rústicas, antes opacas que brillosas, que se adhieren viscosamente, a una
protuberancia que destacan: hay en esos cuerpos sobreexpuestos toda
una escenificación de la rigidez, de los varios sentidos de la dureza. Su
belleza, en los pesados circuitos de la baja prostitución, deriva, más que
del atletismo, del trabajo, del esfuerzo, de la penuria. Es el machismo de
las clases bajas lo que se ofrece en venta (machismo que sería, según
Bourdieu8, constitutivo de la oposición clásica burgueses/proletarios,
identificando estos últimos la femineidad con la sumisión), estos cuerpos
en fila tienen (náusea imprecisa) la fascinación de la sordidez, guardan en
su sonrisa áspera y cínica la promesa de una aventura cuya intensidad
consiga desafiar, para avivarse aún más, todos los riesgos.
Más allá del impresionismo, conviene inscribir este espectáculo en la
intersección de una multitud de coordenadas sociales. Los puntos de
prostitución viril constituyen nudos en una red de flujos. En primer lugar,
la microterritorialidad del punto forma parte de otra superficie más
amplia y difusa. La dimensión de dicho territorio se verifica en el espacio
urbano —tomando la ciudad no sólo desde la perspectiva de la
arquitectura que la erige, sino también a partir de las circulaciones que la
recorren. En el plano empírico, los “puntos de michê” del centro de la
ciudad de San Pablo se sitúan, por así decir, en las riberas del
denominado “gueto gay”. Lo impropio de esa denominación se constata
de inmediato: mientras que los guetos gays norteamericanos configuran
verdaderos barrios residenciales, con su comercio y sus instituciones
propias, en el caso de San Pablo se trata de áreas de circulación y
encuentro con fines erótico-sociales, y no de habitación fija. Si el término
“gueto” evoca algún rasgo étnico, la denominación vernácula de “Boca”
se asocia a un foco de emisión de flujos que, además de aplicarse a los
sitios de prostitución —diferenciada en Boca do Laxo (Lujo) para la alta
prostitución y Boca do Luxo (Basura) para la baja prostitución—, se
extiende a otras transacciones marginales: Boca do fumo (tráfico de
marihuana), etc. Tal inserción del circuito homosexual del centro de San
Pablo en los corredores de las "Bocas” manifiesta, por añadidura, cierta
relación de contigüidad entre las marginalidades sexuales (que atentan
contra el orden de la reproducción sexual) y económicas (que atentan
contra el orden de la producción social); lazo entre homosexualidad y
marginalidad que se mantiene vigente a despecho de los reclamos de
dignidad de los homosexuales más modernizados.
Por otra parte, el michê actúa como una especie de puente entre las
marginalidades, dado su anclaje en el lumpenaje y su relación privilegiada
con la delincuencia. Relación ésta que no se limita al plano abstracto sino
que se denota en las solidaridades prácticas que se establecen entre los
diversos marginales del área tras las rejas de las celdas donde todos
acaban, una vez u otra, recluidos, en un máximo de sedentarización
compulsiva con que la maquinaria policial pune sus excesos nómades. En
la intimidad de las prisiones, los malandros protegen a los mides (quienes,
según aquéllos, “están en la lucha”) y los travestís a las locas.
Se van delineando los personajes de esta red de tránsitos. Es preciso
evitar la tentación de pensarlos en tanto “identidades”, para verlos en
cambio como puntos de calcificación de las redes de flujos (de las
trayectorias y los devenires del margen). Las nomenclaturas se inscriben
en la trama de los cuerpos —que nunca se encuentran totalmente donde
ellas los marcan, de ahí que las asociaciones nominativas proliferen y
estallen trastornando la transcripción sociológica. Los nombres—señas de
pasaje, antes que bautismos ontológicos— en uso cargan un dejo de
carnalidad insultante: bicha bofe, michê, travesti, gay, boy, tía, garoto,
maricona, mona, oko, eré, monoko, oko mati, oko odara y sus sucesivas
combinaciones y reformulaciones9 (¡un total de 56 nomenclaturas en sólo
algunas manzanas!); estos nombres barroquizan hasta tal punto el
sistema clasificatorio que resulta válido asociar esta inflación de
significantes a la proliferación de divinidades que Lyotard, en su Economía
Libidinal, percibe en el paganismo del Bajo Imperio Romano: “Para cada
conexión, un nombre divino; para cada grito, intensidad o embestida, un
dios pequeño (...) que no sirve exactamente para nada, pero que es un
nombre de tránsito de las emociones”10: incomponibilidad de figuras
simultáneas que roe cualquier ilusión de identidad.
Esa dispersión clasificatoria admite, sin embargo, esbozar una
genealogía. La proliferación resulta del choque de dos modelos
clasifícatenos de la homosexualidad masculina, según el esquema de
Peter Fry11: un modelo “arcaico”, popular y jerárquico, cuyo paradigma es
la relación marica/macho (en la que “la marica es la suela del zapato del
chongo”) y otro modelo “moderno”, de clase media e igualitario,
conforme al cual ya no se trata de un homosexual afeminado que se
somete ante un amante varonil (que no se considera homosexual), sino
de un sujeto asumido como homosexual que se relaciona de igual a igual
con otro sujeto también asumido como homosexual (relación gay/gay).
El michê ocupa, en ese cuadro retórico, el polo masculino, mientras
que el travestí —su antónimo en el campo de la “prostitución
masculina”— ocuparía el polo femenino. La expresión “prostitución viril”
busca, precisamente, salvaguardar la distancia de esa diferencia, que,
remarcada en la apariencia, revela, de paso, una desemejanza procesual.
Mientras que la femineidad radical del travestí es posible de desen-
cadenar, reconocen Deleuze y Guattari en Mil Mesetas12, un devenir
mujer, la virilidad del prostituto manifestaría, si no una copia, acaso una
exacerbación paródica del modelo mayoritario de Hombre socialmente
dominante, que le corresponde por asignación anatómica.
Entre los extremos de la polaridad maché/travesti, mil variaciones,
aludidas por nomenclaturas que declinan el grado de ortodoxia varonil:
michê marica, michê gay. etc. Nomenclaturas que —insistimos— no fijan
identidades, sino que denominan pasajes intensivos. De hecho, un michê
macho puede transformarse en michê gay con sólo cambiar de punto de
exhibición. La variación podrá inclusive suceder in situ: “Llegué a una
fiesta con un cliente con el que andaba. Ahí había boys y maricones. Pero
bebí demasiado y comencé a mariconear; hacer ademanes femeninos, me
volví marica. Entonces la loca, que estaba conmigo se puso a hacerse el
macho y a disputarme con los otros michês que me querían coger”.
Por regla general los michês no son o no se consideran homosexuales,
residiendo en esa renuencia, demandada por los mismos clientes (que
buscan muchachos que no sean homosexuales), buena parte de su
encanto. Los intentos de atribuirle una identidad sociosexual al prostituto
viril fracasan ante esa negación de base. Trátase de definirlo teniendo en
cuenta su representación —tan engañosa cuanto reclamada— como
heterosexual, pese a que su práctica sea, en la mayor parte de los casos,
homosexual. O, atendiendo a su proclamada posición en el coito, como
activo —pero se sabe que esa postura tan estridentemente esgrimida
puede cambiar frente a un sobreprecio. Acorralado por las invectivas de
un cliente irritado, que le echa en cara su supuesta homosexualidad
profunda, un joven michê, retratado por Damata13, estalla: “¡Carajo! ¡Me
estoy volviendo loco! (...) No sé más qué carajo soy (...) Si soy hombre o
soy puto o qué carajo soy”.

A la deriva

Deriva del yo, del deseo. La deriva de los sujetos involucrados en el


“mercado homosexual” no se verifica solamente en lo individual —a
través de las inscripciones categoriales—, sino que atañe también al
plano espacial. La deriva o “draga” — deambuleo por ciertas calles de la
ciudad, a la busca de un amante ocasional, estilo “programa de una sola
noche"— configura el modo básico de circulación en el medio. Es, como
quiere Benjamin, un “perderse en la ciudad”. El mismo Benjamin capta14
—en un poema de Baudelaire, "A une pasante''— cómo la mirada del
flâneur captura —singulariza, inviste- el objeto furtivo de su deseo,
separándolo de la procesión automatizada de la multitud anónima. La
calle, “microcosmos de la modernidad”, se transforma en algo más que
un mero lugar de tránsito dirigido o de fascinación consumista; se revela,
también, como un lugar de circulación descante, de errancia sexual.
Prostitutas y “entendidos” exploran, entre otros flâneurs libertinos, las
posibilidades libidinales del flujo de las masas en la metrópoli.
En el acto de lanzarse a la draga, a la deriva, al vagabundeo, parece
estar implícita cierta disposición hacia lo nuevo, lo inesperado, la
aventura. En las palabras de un prostituto entrevistado, se trataría de
“acontecer en la calle”. El deambuleo no es exactamente caótico. El ritual
de preparación se organiza racionalmente, incluyendo dispositivos de
selección del eventual partenaire, verdaderas reglas de cálculo que pro-
curan medir tanto la deseabilidad cuando la eventual peligrosidad del
candidato; cuenta así mismo, para el prostituto, la disponibilidad
financiera del posible cliente.
La pasión nómade a la que aludíamos al principio del texto se plasma
así en el propio modo de circulación descante. Al mismo tiempo, esa
especie de desterritorialización es mediada por el cálculo. Habría
entonces en esta deriva dos grandes bloques constitutivos. Por un lado,
un deseo sexual abierto, profuso, que remite al orden del azar; por otra
parte, ese deseo no es indiscriminado, sino que agencia, para
consumarse, un complejo sistema de cálculo de los valores que se
atribuyen a aquél que es captado por la mirada deseante. Así, la
“máquina de draga” (“todo es siempre posible en todos los momentos;
los órganos se buscan y se entrelazan sin conocer la ley de la disyunción
exclusiva”)15, es también una máquina de cálculo, un mecanismo de
atribución de valor.
Deseo e interés, acaso y cálculo: el “paseo esquizo” de los
homosexuales y los prostitutos oscila permanentemente entre esos dos
polos, cuya distinción se torna, en la práctica, frecuentemente
indiscernible.
Cierta inestabilidad de base parece corroer toda la actividad. Sin
embargo, dicha inestabilidad no debe ser leída como una manifestación
de carencia o de falta respecto de relaciones más estables, sino que
habría —arguye Hocquenghem— cierta afirmatividad en la errancia.
En los agenciamientos mecánicos de los miembros, los otros no son
vistos en tanto “identidades personales”, sino como superficies de un
contacto parcial, “órgano a órgano”; el cuerpo es parcelado, ciertas
partes son “separadas” del conjunto. En el medio de la prostitución viril,
el objeto segmentado/destacado es generalmente el pene: “...Un mulato
se le junta, para conquistarlo echa mano del medio primitivo de palparse
el pene...”16
Obsesión por el pene, por la penetración o por la succión, por las
conexiones pene-ano-boca, maquinaciones para la producción de
intensidades entre los órganos. Fragmentación del cuerpo total en un
goce "por partes”, efecto de despersonalización que se detecta en la fuga
o el rechazo de las identidades e ilumina declaraciones de este tipo:
"Cuando voy a acostarme con un michê, no tengo relaciones con una
persona; tengo relaciones con una fantasía. Por eso pago, para vivir una
fantasía" (un cliente); que se corresponden con las de un prostituto:
“Cuando me encamo con un cliente yo no soy yo: yo soy la fantasía del
cliente. Existe una técnica para conseguir eso, que es ponerse
mentalmente en blanco para captar la fantasía y trabajar el cuerpo del
otro’'. “Un instrumento de su placer... ”

Fuga y captura
Doble movimiento: por un lado las “áreas de perdición y vicio de las
grandes ciudades”—las “regiones morales” que obsesionaban a Park17 ya
por 1920, preocupado por entender “las fuerzas que en toda gran ciudad
tienden a desarrollar esos ambientes aislados, en los cuales los impulsos,
las pasiones y los ideales vagos y reprimidos se emancipan de la moral
dominante”— configuraría una especie de “punto de fuga libidinal”,
donde “las pasiones, instintos y apetitos; incontrolados e indisciplinados”,
los “impulsos salvajes” reprimidos o sublimados por el orden urbano,
hallarían descarga. Simultáneamente, esos deseos proscriptos,
desterrados del cuerpo social, serían reconocidos, clasificados y
controlados, “reterritorializados” en la válvula de escape de la “región
moral”.
Esa “territorialidad perversa” —en cuyos desplazamientos y
transformaciones la presión policial está siempre presente— se instala en
la materialidad concreta del paisaje urbano en movimiento. Los límites
difusos del territorio están dados también por los códigos: la fórmula
“código-territorio” expresa, dice Guattari18, la relación entre el código y el
territorio definido por su funcionamiento: “Desorden organizado” —
según la expresión de Bataille19— que la transgresión instaura, pero que
no es un mero reverso perverso de la ley: categorizaciones vagas, fluidas,
superpuestas, cada una de ellas actuando como “operadores de
intensidad libidinal”: territorialidad itinerante, legible en las redes de
circulaciones y encuentros entre los cuerpos que, en alas del deseo,
deambulan: territorialidad oscura, que instala en el corazón de la noche
su esplendor patético, la trama de sus secretos y sus escondites:
territorialidad nómade: en las derivas de los noctámbulos, en los
vagabundeos del sexo y de la droga, en los turbios ilegalismos tramados
en las madrugadas, se estarían manifestando —indican Stebler y
Watier20— trazos del antiguo nomadismo de masas, criminalizado y
patologizado cuando sólo el hecho de vivir en la calle, de no tener un
lugar fijo, se volvió locura o delito. Pero territorialidad también artificial
—en el sentido del Antiedipo21—: familias más exóticas que entretejen
corsets barrocos, eficaces en su fragilidad, junto al muro que obstruye la
hendidura de las fugas que amenaza hacer estallar el socius.
Hay, en la base de toda la práctica de la prostitución, a veces triste
pero siempre dinámica, un impulso de fuga. En el caso de los muchachos
de la noche, fuga de la familia, del trabajo, de toda la responsabilidad
institucional o incluso conyugal. En la homosexualidad masculina podrían
configurarse, dice Guattari22 puntos privilegiados de ruptura con el orden
social, pasibles de abrirse a un devenir mujer, plataforma de todos los
devenires. Submundo brumoso, fugaz, casi inasible. Hay un primer
movimiento de salida de la constelación familiar. Deslumbrados por las
luces del centro, los muchachos, sin saber demasiado bien qué es lo que
van a encontrar, confluyen hacia la “zona”:
"Cuando comencé a trabajar en el centro (13, 14 años), ni sabía cómo
era ese asunto de acostarse con hombres... Imaginaba que tendría que
pagar y que sería demasiado caro. Pronto descubrí las boites y comencé a
hacer programas. Entonces me asusté. En mi cabeza imaginaba que sería
un placer puro. Pero no: las locas son tontísimas, crean sus patrones,
rotulan, uno tiene que ser algo dentro de esa clasificación” (Un joven
entrevistado.)
En el cuento “Galería Alaska” (referencia a un denso centro de
prostitución de rio de Janeiro), Joao Antonio23 da una visión más brutal
del proceso. Llegando del suburbio en “ómnibus desvencijados”: “La
muchachada se inicia justamente en la Galería Alaska, convencida de que
con el físico, la juventud, trucos y yeites, conseguirá de lo mejor en
mujeres, night-clubs, facilidades y exhuberancia. Y que las minas, las
madames, a las que les faltan machos de verdad, les darán todo, incluso
dinero. Por lo común, sin embargo, la proeza es otra y, por falta de
dinero, los muchachos del suburbio comienzan a acostarse con
pederastas. No es sólo el papel pintado, el dinero lo que les falta; no
tienen compañía, amigos, ni medios de conocer gente”.
En el caso de los muchachos de la noche, la miseria puede ser un
desencadenante del proceso de la prostitución. Sin embargo, la
importancia de lo económico no debe ser exagerada. Reconoce un
prostituto: "Es cierto que salgo a la calle porque estoy seco, pero también
es cierto que cuando junto algún dinero me gasto todo rápidamente para
poder volver a hacer la calle. Saber que estoy en la calle por necesidad me
da seguridad, me excita...”.
Una vez iniciado en el negocio, las trayectorias de los michês son
nómades, en varios sentidos. El primero, ya considerado, es la errancia
sexual, la cual no es caótica. El nómade, observan los autores de Mil
Mesetas, tiene un territorio, sigue trayectos rutinarios, va de un punto al
otro, establece localizaciones; pero no para de circular, de derivar. Los
puntos son sólo consecuencia y no principio de la vida nómade: “Aunque
los puntos determinen los trayectos, ellos están estrictamente
subordinados a los trayectos que determinan”. Aunque se trate de una
trayectoria entre dos puntos, es el "entredeux” lo que toma consistencia,
es ese entre lo que se materializa.
Los michês paran en esquinas, plazas, puertas de bares, etc. Una
postura típica: recostados contra un poste, dos muchachones de aspecto
descuidado y al mismo tiempo derrochando sensualidad, vislumbran el
tráfico de automóviles, a la espera de que alguien compre sus
entumecidos sexos. Pero entre parada y parada, entre cliente y cliente,
tienen lugar infinitas peregrinaciones, muchas veces en compañía de
otros colegas, hasta cumplir jornadas extenuantes, de ocho o diez horas
de deambuleo.
¿Cuál es la consistencia de esas bandas nómades? Estos prostitutos no
conforman grupos, en el sentido sociológico del término. Son bandas
informales, ocasionales, unidas más por contigüidad topográfica que por
cualquier tipo de “amistad” al estilo de la clase media. El grado de
consistencia disminuye según índices de desterritorialización y de
proximidad con la delincuencia. Aumenta, por ejemplo, en los prostitutos
que se exhiben en las boites gays.
Trátase de nexos frágiles, pero cuya laxitud no descarta solidaridades
intempestivas, minuciosos intercambios de amantes, de ropas, de porros,
de información “didáctica” (“un michê no debe usar anteojos”, o “un
michê no debe moverse de esa forma”...) y de control de la masculinidad:
“un michê no debe andar haciendo ademanes mientras habla; eso es cosa
de maricas” y cosas por el estilo.
Como reverso de esas “manos” (ayudas), la mano de uno conspira al
dorso de la chaqueta del amigo. Entre esos pequeños genetianos, la
traición es la ley. La voluntad de traicionar puede encontrar campo fértil
en la turbulencia de las pasiones que —nunca consentidas, siempre
conjuradas, tenuemente secretas— afloran en la masa masculina de los
muchachos de la noche: "Esa historia de sexo entre hombres, vea, los
michês se curten mucho entre ellos, se la pasan hablando de mujeres,
pero se gustan entre ellos... ”.
Agenciamiento precario, siempre al borde de la disolución, ese
extremo informalismo sería índice, entretanto, de sutiles dispositivos —
presentes en los “gaminos” de Bogotá retratados por Mounier24 y en las
sociedades primitivas estudiadas por Pierre Clastres25— que inhiben la
consolidación de un poder estable, “Mecanismos locales de bandas,
márgenes, minorías, que continúan afirmando los derechos de la
sociedad segmentaria contra los órganos del poder de Estado”. {Mil
Mesetas, “Tratado de Nomadología”.)

La trama de los cuerpos

Las relaciones de la prostitución viril están marcadas por una


exacerbación de las diferencias. Diferencia de edad: mientras que los
jovenzuelos suelen tener entre 15 y 25 años, sus amantes pederastas
superan por lo general los 35 años. Diferencia de clase: muchachos
pobres en proceso de marginalización versus clientes de la clase media.
Las grandes oposiciones binarias que codifican el socius aparecen siendo
ellas mismas deseadas; revelan así su reverso intensivo. Si el encuentro
entre jóvenes y viejos remite a la vieja tradición occidental de la
pederastía, se da también un peculiar cruce de clases, que se manifiesta
entre algunos de los clientes como un deseo de salir de su clase social. El
michê ha de deslizarse, así, por las “fisuras de la jerarquía social”
(Duvignaud26), circunstancia presente en algunos discursos, donde
expresiones del argot de los bajos fondos se mezclan con términos cultos
e incluso psicoanalíticos.
Hay una tercera serie de oposiciones que concierne a la diferencia de
género, directamente inscriptas en lo sexual. La retórica clasificatoria, al
distribuir las posiciones, determina las posturas corporales:
macho/marica = activo/pasivo. Sin embargo, esa determinación es
bastante relativa, ya que el “plano del contenido” (agenciamiento
maquínico de los cuerpos) no deja de mantener un grado de relativa
autonomía con relación al “plano de expresión” (los encadenamientos
discursivos).
Reconocer la autonomía relativa de ambos planos implica liberar las
prácticas de las representaciones (“objetivaciones”, al decir de Paul
Veyne27), que las obliteran, sin desconocer empero su calidad de
“dispositivo energético”.
Cierta centralidad del ano entra en juego en el circuito de la
prostitución viril (y, de creer en Hocquenghem, en la homosexualidad en
general y en las homosexualidades brasileñas en particular). El privilegio
concedido al coito anal es denotado por varios factores: sea por
valoraciones directamente monetarias, sea por su condición de elemento
definidor del sentido de la relación; por regla general, el activo es quien
es retribuido y el pasivo quien paga. No obstante, esta regla pierde rigor
en las relaciones que, en el acto de los cuerpos, transgreden su propio
código de anunciación/enunciación —así, si el prostituto acaba siendo
sexualmente pasivo, muéstrase inicialmente como activo para doblar su
precio a la hora del cambio: créese, entre los ejecutantes de tales
artimañas, que la práctica exclusiva del papel activo no transformaría
automáticamente al muchacho en marica, ya que su masculinidad (y por
ende su disponibilidad para el mercado heterosexual) se encontraría
resguardada gracias a dicha precaución. En virtud de la misma argumen-
tación, cuando el macho acaba “dándose vuelta”, la pérdida de su
virilidad debe ser recompensada con un aumento del precio.
El privilegio concedido a la sodomía activa tendría también la función
de “ocultar” o “disimular" los deseos presuntamente homosexuales que
se deslizarían en las sensaciones, a despecho de los enunciados que de
ellos reniegan. No es solamente la performance factual, sino también la
representación machista que el prostituto sustenta, lo que se valoriza.
Esa representación es, entonces, un dispositivo energético: circulación
de diferencias intensivas en la superficie de los órganos. Así, observa
Sartre, “la misma turgencia que siente el macho como la tumescencia
agresiva de su miembro, Genet la sentirá como la abertura de una flor”28.
Diferencia de intensidad que monta un arsenal de símbolos, alegorías,
posturas, gestos, en que resalta la marmoreidad del macho:
“Impenetrable y duro, pesado, tenso, sólido, el Mac será definido por su
rigidez. Su cuerpo, estirado por los músculos, parece un sexo tieso por el
deseo de agujerear, de perforar, de romper, que se yergue hasta el cielo
con la aspereza súbitamente malvada de un campanario que rompe una
nube de tinta”.
Pero la fuerza de la representación puede primar sobre la realidad de
los contactos, circunstancia vertida así por un michê: "Soy macho hasta
cuando me dejo”.
De las transiciones entre la valorización de una virilidad convencional
que proscribe discursivamente el ano como zona erógena y la
participación en relaciones cuyo eje gira en torno, precisamente, de la
sensibilidad anal, de esa tortuosidad de claroscuros, de falsas poses, de
simulacros y pasiones subterráneas, contradictorias, encontradas, puede
derivar el halo de sordidez que impregna la práctica de la prostitución
viril.
Para tornar aún más pesados los velos, ese juego de seducción
histérica en torno a “las compuertas del ano” 29 —supuesta elisión que es
en verdad desencadenante de una proliferación de alusiones y toques—
parece corresponder a cierta atracción por el margen, donde esas
prácticas acaecen, en virtud de la conexión histórica entre
homosexualidad y delincuencia.
Ambas líneas confluyen para iluminar la violencia ejemplar de estas
pasiones clandestinas. La tentación del crimen y la sangre puede emerger
entre los muchachos de la noche, bajo la forma de confiscaciones
sacrificiales —amparadas a veces en legitimaciones expiatorias, del tipo
"él es burgués y/o marica”— o desencadenar brotes repentinos ante
excesos libidinosos de los clientes, pesadillas cuya vía de acceso es
muchas veces anal: “Ese problema de dejarse o no es un punto de
explosión de la violencia. Hay situaciones en que el michê ya va de
antemano con la intención de robar. Pero otras veces él está dispuesto a
transar, o prostituirse realmente, y una ve/, llegado a la cama le da un
brote sexual de culpa, se enloquece, empieza a romper todo, puede llegar
a matar al cliente. ”
Entre los clientes, la tentación del abismo puede aparecer bajo la
forma de un “gusto por el peligro”, que lleva a algunos pederastas, si no a
cierto goce masoquista, a una intensificación mortífera de las pulsiones
invertidas en la transacción, condensada en la ecuación terror/goce.
A pesar de las similitudes con la maquinación masoquista —en ambas
podrían reconocerse modalidades de producción de un “cuerpo sin
órganos” de pura intensidad— del polo terror/goce, que funciona como
intensificador del dispositivo de la prostitución viril, los amantes del
riesgo, en este circuito, no explicitan (ni enuncian en un contrato
detallado y escrito) un deseo manifiesto de dolor (aunque sí, en
ocasiones, de humillación), sino que a menudo el desencadenamiento del
terror real es visto como una catástrofe que acaece a despecho de los
intentos conscientes de evitarla, producto de una “maquinación
inconsciente” o de una dilatación incontrolada de los límites del riesgo. En
esta pulsión de abismo, puede vislumbrarse —en desmedro de la clásica
interpretación de la prostitución como mero intercambio interpersonal—
cierto impulso de pérdida, de voluptuosidad, de gasto exuberante, que
instauraría, para mayor esplendor de la intensidad, un mundo de degra-
dación y ruinas, asimilando la prostitución al potlatch y al pillaje del
nómade.
En estas volutas voluptuosas, que desafían la muerte, podría inferirse,
además, una última vicisitud de la línea de fuga: cuando ella se precipita
en una “pasión de abolición”, acarreando la destrucción del otro y
autodestrucción. El prostituto viril ofrece un suelo fértil para el
florecimiento de formas de microfascismo. La violencia parece ser, de
todos modos, inherente a la transacción, en tanto constitutivo del
paradigma convencional de masculinidad. Deseo de violencia que se
expresa en enunciados tanto del michê: "Lo que la marica desea es ser
violada”, como del cliente: "Lo que la marica desea es sentirse como una
mujer violada”.

Pasiones y códigos

En los márgenes del cuerpo social emergen impulsos de fuga o de


ruptura, señales tal vez de algún modo disidente de subjetividad, si
seguimos la sugerencia de Guattari, que insta a ver en el llamado “desvío”
índices de desestructuración social, conatos que no alcanzan a articular su
potencia en una máquina de guerra eficaz, pero que continúan, en la
penumbra, su acción de minar los mecanismos de normalización
institucional30.
Es preciso, sin embargo, ver cómo, en el dispositivo de la prostitución
viril, los flujos nómades pueden ser recapturados y reconvertidos. Eso
puede sonar paradójico. Volviendo a Guattari: “Por definición, el
nomadismo urbano es recuperable e irrecuperable al mismo tiempo: es
completamente recuperable por el sistema de vigilancia e irrecuperable
porque, de cualquier manera, siempre consigue escapar y recomponer
otros itinerarios”31.
Consideremos un aspecto: el problema del contrato. Por un lado,
suele ser minucioso y preciso, pero a la par se dibuja otro plano, un
microcódigo que captura las singularidades del deseo y del goce de los
sujetos, a efectos de abatirlas sobre el equivalente general del capital. Por
otra parte, el contrato parece hecho para ser transgredido. Doble tensión
ésta, que retoma las diadas deseo/interés, acaso/cálculo: pasión por el
riesgo, pasión por el código. Precisamente la extrema complejidad de los
dispositivos de recodificación perversa puede estar manifestando la
dificultad en organizar el azar, ya que en ese lanzarse a la aventura parece
residir el encanto del negocio.
Nueva duplicidad: en un plano, derroche exuberante del exceso,
impulso de pérdida que no permite reducir la relación prostituto/cliente a
un mero intercambio comunicacional, bien al gusto estructural. En otro
plano, una proliferación de codificaciones que apuntan, en opinión de
Baudrillard32, a una reinscripción de lo erógeno dentro de un sistema
homogéneo de signos. Para Baudrillard, en lo global, la traducción al
equivalente general se impondría al deseo, volviéndolo “deseo de
código”, de donde —deduce— "el deseo no tiene vocación para realizarse
en la libertad, sino en la regla”. Es mediante ese investimento de la regla
por el deseo que el orden social estaría liado.
La consideración de Baudrillard, leída a la luz indecisa de los bajos
fondos, tiene el mérito de señalar una modalidad de conexión
deseo/sociedad: las sobrecodificaciones del socius serían, en sí mismas,
deseadas.
Sin embargo, pese a que todos los dispositivos de recuperación están
dispuestos y montados, algún flujo escapa. Esos flujos que escapan, que
no terminan de encajarse en el orden, pueden ser pensados desde el
punto de vista de la "socialidad de la orgía”, en la formulación de
Maffesoli33, quien, no obstante, atribuye a ese subterráneo lazo orgiástico
cierta vinculación, también secreta, con la ley social. Más allá de las
múltiples recapturas, esa socialidad del “sexo nómade”, del deseo a la
deriva, no deja de minar, aun imprecisamente, los sistemas de
conyugalización y sedentarización que instauran cierto régimen de
cuerpos. Aunque considerablemente eficaces, todos los mecanismos de
reterritorialización internos al circuito parecen no ser suficientes para
apagar esos pálidos fuegos.

Post scriptum

A partir de la irrupción del Sida, un dispositivo mucho más potente


está montándose en el contexto de la creciente medicalización higienista
de la existencia. Sólo de pensar la diferencia entre el valor intensivo
concedido a la vida en esos circuitos ardientes, con todas sus violencias
interiores y sus complejas paradojas, y la imposición de un control clínico
sobre el deseo, que mide la vida a partir de un patrón extensivo y
normativo, puede intuirse, a despecho del horror, toda la potencia radical
del goce que en esas turbias, sino torpes, fugas, se embarroca.
La investigación en que este artículo se sustenta ha sido realizada
entre 1982 y 1985 en el área del centro de la ciudad de San Pablo, Brasil.
El presente con que está redactado lleva las marcas de ese período.
Entonces el Sida en Brasil todavía era una amenaza bastante distante. En
los últimos años, en cambio, la irrupción de la enfermedad ha alterado
drásticamente los datos del problema. La alteración se verifica en lo
cuantitativo: abrupta disminución del número de los prostitutos y
clientes, con una tendencia a la intensificación de la violencia. Las “Bocas"
se ponen más pesadas. Sólo se animan a permanecer en el negocio de la
prostitución, parece, aquéllos que ya están “jugados”. Ello implica un
éxodo de los prostitutos ocasionales de fin de semana, espantados por el
temor. Los pocos que quedan en el “punto” tienden a ser más marginales.
Inclusive, el pasaje a la delincuencia armada se presenta, a partir de la
crisis del Sida, como una alternativa posible al “michetaje”.
No escapa que tal modificación habrá de trastornar también, en su
debacle, las categorías analíticas utilizadas. Así, por dar un ejemplo,
conceptos como el de “deriva deseante” se tornan, en el clima actual,
sospechosos, suenan francamente inadecuados en esta era de terror.
Tuve una sensación de “Las Escaleras del Sagrado Corazón” de Copi. Las
locas y los travestís y su cohorte de erráticos, exóticos, lúmpenes y
policías, parecían jugar a la muerte teniendo como telón de fondo la torre
sacra del templo majestuoso. Ese desafío (cortejo y coqueteo) a la
muerte, se revela ridículo o patético ante la irrupción de la muerte en
escala epidémica del Sida.
¿Asistimos a una muerte de la homosexualidad? La criatura médica
creada en el siglo XIX, con su subcultura y sus pretensiones de identidad
específica, parecería zozobrar. Tan apocalíptica predicción cabe
compensarla considerando en qué medida las asociaciones de ayuda a las
víctimas del flagelo no estarían mostrando, bajo una forma totalmente
distinta, algún eco o persistencia de cierta solidaridad “neotribal” propia
de las redes homosexuales. Podría, sin embargo, pensarse que la
homosexualidad como fenómeno de masas y particularmente sus
aspectos más ofensivos y agresivos —como el sexo anónimo y promiscuo,
propio, por añadidura, de la prostitución—estarían desapareciendo. Una
mutación radical del paisaje sexual parece avecinarse a una velocidad tal
que hace cambiar rápidamente rodos los esquemas de análisis. Como
hipótesis, podría señalarse cierta tendencia a la disolución de la
homosexualidad en el cuerpo social, la cual pasaría a ser vista como una
condición erótica posible y no necesariamente como un modus operandi
sexual y existencial totalmente diferenciado.
Más acá de las especulaciones, sólo resta advertir que la rapidez de las
modificaciones en el plano de los comportamientos sexuales y
particularmente homosexuales, amenaza tornar raudamente el presente
artículo una pieza de arqueología; tal su avatar.
)
( LA FUERZA DEL CARNAVALISMO)34

¿Qué se ve en el carnaval?
Por un lado, las cascadas de superficies irisadas: mezcla rara y
divertida de travesti de la calle Augusta con estatua de dios griego;
reptiles venenosos de piel de paño de leopardo se levantan sobre las
esfinges; unicornios de purpurina rosa resplandeciente posan con un aire
dulzón de caballos de carroussel. Un dragón carmesí se entrelaza al
cuerpo voluminoso de un león de relleno capitoné.
Por otro lado, uniones arrebatadoras, casi orgiásticas, de cuerpos que
se entrelazan, dejándose llevar por la irresistible percusión de un
batuque; expresión de la carnalidad que irrumpe con el rouge provocador
de sus labios inflamados por la lujuria del ardor, desafiando, en la rima
del bailado, en el ritmo de los roces, la rutina cotidiana de los gestos.
Relleno, un abultarse de las formas en las frondosidades del edredón,
los tejidos juegan a la desnudez, agregándole al cubrirla de plumas, un
toque faisanesco. Grandes pájaros de plumas de flamencos asesinados, el
exterminio para el desperdicio. Un clima general de potlatch, de
desborde, de arrebato. Pasar el año entero juntando lentejuelas,
bordados y brocados, fosforescencias de telgopor, para disolverlos en el
rocío diminuto del brillo momentáneo, flash de luces en ondulación
permanente que capturan el ojo de su sueño.
Si el sueño del ojo es una cadena de imágenes, ¿qué ocurre en el
Carnaval que suelta el ojo de esa captura tediosa? ¿Qué ocurre en la
remakc de esta fiesta pagana más allá de las convulsiones dionisíacas de
los cuerpos y de la proliferación de fantasmagóricos montajes?
Se suele responder a estas preguntas, cuando se hacen, a partir de
una óptica de lo negativo. Lo “liberado”, en el primer caso, sería apenas
un espejismo invertido de las figuras más triviales. En el segundo, por
detrás de las contorsiones de los cuerpos en frenesí, se leería el des-
recalcamiento provisorio del deseo, dentro de los límites de los tres días
de folia. Bajo tal perspectiva, el deseo, aunque “rebelde”, continuaría
girando en torno a la ley. Nosotros tendemos a pensar otra cosa: lo que
estaría expresándose en el Carnaval no sería el negativo de la lógica
dominante, sino la positividad de otra lógica.
Al revés de considerar el Carnaval como una mera inversión de lo
establecido, es preciso verlo como una manifestación de toda una
estrategia diferente de producción de deseo, que trascendiendo la
fugacidad de las serpentinas, escande y perturba constantemente el
tejido social.
Es que, más allá de lo visible a simple vista, se revela el
funcionamiento de un plano de inmanencia y consistencia del deseo, un
“cuerpo vibrátil” —que, atravesado por la explosión de sensaciones, es, él
mismo, campo de percepción de esa iridiscencia permanente. En el
Carnaval, es a partir de esa percepción sensible que se plasman imágenes,
gestos, ritmos —que se arma un campo expresivo en el cual lo simulado
es inmediatamente lo vibrátil. De ahí que el Carnaval se caracteriza por la
emulsión indisociable de una eclosión de las sensaciones y una
multiplicación de las simulaciones. El plano de la expresión queda al
servicio de la efectuación de las intensidades. Esta estrategia de deseo,
que podemos llamar “carnavalista”, supera el espacio — lúdico y
lúbrico— del Carnaval.
Entre la lluvia del éter y el lustre de las caderas resplandecientes,
entre el travestimiento generalizado y los requiebros del samba, lo que se
está procesando es toda una modalidad minoritaria de producción de
subjetividad; en la vorágine del vaivén, territorios existenciales se van
urdiendo en sutil puntuación, a partir de los afectos actuales, de los
encuentros instantáneos de los cuerpos que piden paso en la avenida,
desterritorializando en su pujanza los modos imperantes, impíamente
parodiados.
¿En qué este inextricable entrelazamiento afecto/expresión,
manifiesto en la maquinación carnavalesca, configuraría (o indicaría) una
modalidad minoritaria de producción de subjetividad? Rige un tipo de
subjetivación que impone el principio de homogenización: una
subjetividad regimentada, “mayoritaria”, es indispensable para el buen
funcionamiento del mercado, al garantizar la intercambiabilidad
generalizada de los cuerpos y los bienes. Ahora bien, esa modelización
procede disociando el cuerpo intenso, vibrátil, de la materia expresiva
(los gestos, los signos, las vestimentas, los discursos, etc.).
Desintensificados, los territorios existenciales se van a constituir apenas a
partir de lo que es propuesto al ojo —y no de lo que es sentido en el
torbellino de los estremecimientos pasionales. Las sensaciones, lejos de
obtener materias de expresión que las mantenga vivas y potentes,
quedan sofocadas bajo las modalidades de expresión erigidas como legí-
timas.
El problema aquí no es tanto la transgresión de los modos
convencionales, facsimilizados de expresión, sino el propio mecanismo de
enlace entre las intensidades y las formas —el Carnaval muestra,
repetimos, un funcionamiento diferente de esa conexión decisiva. Si algo
se des-recalca en el Carnaval, por lo tanto, no es el |cvés de las
modalidades de expresión vigentes, sino que el propio modo de pro-
ducción de subjetividad entra en cuestión. Lo que se des-recalca, en fin,
es la posibilidad de asociación directa entre el afecto y la expresión, que
habla respecto al núcleo de la estrategia carnavalista. Es esta asociación
la que amenaza la reverente oficialidad del mundo, más allá del Carnaval.
En el momento en que el pánico moral del Sida pone camisas de
fuerza en torno a las contorsiones libidinosas, recolocando las pasiones
en las vías de la ley, el “espíritu del Carnaval”, en medio de la cultura de la
paranoia, puede nutrir "un principio de esperanza”. Sostener los
estandartes de esta temblorosa esperanza no es, por ahora, fácil: con
toda su potencia afirmativa, los carros de luces del Carnaval corren el
riesgo de empantanarse, si es que los cuerpos que deben impulsarlos
sucumben a la anemia de la crisis, al escepticismo de la depresión, a la
perplejidad de los excesos. La fuerza del carnavalismo pide paso en este
marasmo.
(EL SÍNDROME DE LA SALA35)

Vitrinas impecables, forros bordados, mesas de lustroso ébano donde


no es posible reconocer las huellas delebles de un dedito, acuarios
mórbidos, pero que resplandecen en su limpidez detergente, sillones de
blanco revestimiento sobre los cuales ni siquiera es recomendable dejar
caer las sombras de estas páginas (es que las letras pueden desteñir y
macular la pulida superficie).
Es impresionante —viniendo, sin ir más lejos, de la Argentina— la
obsesión de orden que reina en las salas brasileras. Allá afuera, en la
calle, masas de nómades tirados en la basura se pudren entre nubes de
smog y detritus deletéreos. Pero, una vez transpuestos los umbrales del
vestíbulo (los edificios burgueses pasan por un alucinante “devenir
prisión”) “toda suciedad será castigada”, se entra en el dominio de lo
pulcro: “cada cosa en su lugar, cada lugar en su cosa”. Nace el orden en el
interior del hogar.
Abandonado a las moscas —diríamos con Richard Sennet— el espacio
público, la blanca pureza del rigor fulgura en la privacidad ¿(Adepto.
Retiro a la interioridad de la casita del caracol, en rodo relacionada con la
tendencia contemporánea de cerrar narcisísticamente la vida en los
problematizados límites de un ego y de un cuerpo personal. Distinción en
la homogeneidad, que mide en su campeonato de minucias la posición de
los pocillos, la aritmética de los discos, la transparencia de los cristales. Y
es sintomático que, para mantener esa sofocante organización, las clases
medias deban recurrir a un verdadero ejército de empleadas domésticas,
a quienes pacientemente se enseña y se impone —para que las
transporten de paso al seno de sus hogares periféricos y enciendan en la
pobreza el digno culto del orden limpio— toda una micropolítica del
espacio residencial. No son apenas damas de Santana las cultoras de esta
necedad almidonada. Puede ser incluso que ambidextros universitarios,
adeptos a la nada existencial, compensen la ineficacia de sus tedios
cazando —paño en mano— la mancha en el recóndito rincón, corrigiendo
la mínima oblicuidad del velador. ¡Una verdadera obsesión!
Será preciso algún día cartografiar —a través, arriesgo, de los archivos
de las investigaciones de mercado— las dimensiones consumistas de esta
manía por el orden en la sala. Proliferación de una parafernalia de
productos destinados a producir en el paraíso doméstico la ilusión de una
infinita asepsia: detergentes, jabones en polvo, jabones de tocador, aguas
sanitarias, ceras, desodorantes, etc.
Es también significativo que el orden domestico se presente a sí
mismo como natural, como lógico, como implícito, cuando en verdac-l.no
es nada más que eso: un orden impuesto autoritariamente por los
poderes domésticos, tan arbitrario c insoportable como tantos otros, en
el “panopticum” contemporáneo.
(LOS DEVENIRES MINORITARIOS36)

Condiciones de una cartografía deseante

En un cuento de Borges, el emperador de un país imaginario ordena


realizar una cartografía tan exacta y mimética, una reproducción en
tamaño natural del territorio, que, lanzada la población a esa tarea, la
vida social se paraliza. No es esa la función de una “cartografía
deseante”37. En primer lugar, no se trata de reproducir a partir de un
punto fijo —el ojo central del déspota— sino de derivar: en esa deriva se
captan los flujos de vida que animan el territorio, a la manera de un
surfista sobre las olas de un mar libidinal.
Al mismo tiempo, la tarea del cartógrafo deseante no consiste en
captar para fijar, para anquilosa^ para congelar aquello que explora, sino
que se dispone a intensificar los propios flujos de vida en los que se
envuelve, creando territorios a medida que se los recorre. El mapa
resultante, lejos de restringirse a las dimensiones físicas, geográficas,
espaciales (si bien las relaciones, aún míticas, remiten de suyo —como la
“socialidad” maffesoliana38— a un suelo, a un locus, que las nutre), ha de
ser un mapa de los efectos de superficie (no siendo la profundidad, con
Foucault39, más que un pliegue y una arruga de la superficie) o, como
hace Janice Caiafa entre los punks cariocas, “una cartografía de los
ejercicios concretos”40. Carta, si se quiere, de navegación, kayak inestable
73
sobre la turbulencia del torrente por las vicisitudes de las peregrinaciones
nómades, los avatares de los impulsos de fuga, los (corto) circuitos de los
afectos desmelenados. Mapa que —condensa desde la antropología
Silveira Jr. — “no sería una mera copia del fenómeno sino el registro de su
funcionamiento en tanto práctica dentro de su propio movimiento...”41.
La copia como forma de la arborescencia, del esquema “árbol-raíz”42
procediendo “como modelo y como calco trascendentes”; la carta, en
cambio, una operación rizomática, funciona como proceso inmanente
que da vuelta al modelo. Reproducir (conforme a un modelo) vs. seguir,
complicando volutas en sus circunvoluciones, los rumbos de las fugas,
según la máxima deleuziana: “En una sociedad todo huye”. El postulado
de inmanencia informa, asimismo, la positividad de las prácticas sociales,
consideradas en la positividad de su funcionamiento y no juzgadas
negativamente a partir de una ley exterior, trascendente.
Características de esta cartografía serían, entonces, la multiplicidad y
la simultaneidad; su forma, la del montaje, una especie de engineering
que participa de la calidad de “conjunción molecular” que Deleuze y
Guattari atribuyen al deseo.
Habituados a la secuencia narrativa y a la centralidad de la
argumentación, la multiplicidad resulta difícil de afrontar. ¿Cómo abrirse
a todos los flujos cuando el entramado institucional del imperio nos
enseña a cerrarnos, a centralizarnos en un ego despótico, a no dejarnos
ir, a controlarnos? Las condiciones de esa multiplicidad, entonces, no
atañen sólo al modo de organización de los textos, sino que afectan la
propia producción del sujeto. Un sujeto -o, mejor, un “punto de
subjetivación”— que no ha de medirse por el control localizado que
ejerce sobre sus deseos, sino valorizarse por la intensificación de las
conjunciones y encuentros de que sea capaz. “Sujeto” sin centro; “ya no
hay sujetos, sólo individuaciones dinámicas sin sujeto que constituyen los
agenciamientos colectivos”, dice Deleuze43: composiciones de fuerza,
afectos no subjetivados, individuaciones instantáneas: esa tarde... un
clima..., ha de caracterizarse menos por una interioridad llena de culpa y
complejos y más por una exterioridad abierta a las superficies de
contacto, a los márgenes.
Cartografiar es, en fin, trazar líneas (líneas de fuerza del socius, líneas
de afectos grupales, líneas de fisuras o vacíos: “he visto a las mejores
mentes de mi generación...”)44. No una sino muchas líneas enmarañadas,
imbricadas, entrecortadas, superpuestas: “tenemos tantas líneas
enmarañadas como una mano. Somos tan complicados como una mano.
Lo que nosotros denominamos de diversas maneras —esquizoanálisis,
micropolítica, pragmática, diagramatismo, rizomática, cartografía— no
tiene otro objeto que el estudio de estas líneas, en los grupos o en los
individuos”45.

Una cartografía del Brasil “menor”

Es precisamente la preocupación por las fugas, por los márgenes, por


las rupturas, lo que ha de guiar la exploración cartográfica. Cartografiar es
viajar. En este caso, la cartografía del deseo deriva de un viaje real,
efectuado por el filósofo- militante-analista Félix Guattari y la analista
brasileña Suely Rolnik por el agitado Brasil de 1982. Vale la pena
contextualizar un poco. La dictadura iniciada en 1964 (tal vez menos
sangrienta, pero no menos autoritaria que la argentina) daba sus últimos
—aunque acerados— estertores. La "apertura”, arrancada, junto con la
amnistía de perseguidores y perseguidos, hacia 1979, era en gran parte
fruto de una multiplicidad de estallidos sociales que blandían los valores
de la autonomía y el derecho a la diferencia. Las expresiones más
vocingleras de estas rebeldías pasaban (y, en medida menor, todavía
pasan) por los llamados “movimientos de minorías”: feminista, negro,
homosexual, movimiento de radios libres, etc., —y, más discreta y
subterráneamente, por mutaciones apreciables en el plano de las
costumbres, de las micropolíticas cotidianas, de 75 las “consistencias
neotribales”46. Cierto clima -diríase- de “revolución existencial”,
perceptible tanto en el “plano de la expresión” (proliferación, por
ejemplo, de publicaciones alternativas y underground)47 cuanto en el
“orden de los cuerpos”: agrupamientos dionisíacos en las tinieblas
lujuriosas de las urbes. Es en ese cuadro de agitación también
preelectoral (dada esta última por la convocatoria de las primeras
elecciones democráticas para gobernadores) que se realiza la resonante
gira de Guattari, entrevistándose, en varias ciudades, con todo tipo de
disidencias “alternativas” autónomas, libertarias y, en fin, políticas —ya
que la integración de esas minorías al heteróclito y pujante PT (Partido de
los Trabajadores) era por él impulsada.
Delinéase, del montaje de esos encuentros, el mapa de otro Brasil:
Brasil de devenires minoritarios —devenir negro, devenir mujer, devenir
homosexual, devenir niño, etc.—, de procesos de marginalización y
minorización, de movilizaciones de sujetos “no garantizados” (lo que
clásicamente se llamaría de “no-integrados”) en tentativas de fuga que
recorren y agitan el cuerpo social. La mirada deseante no ha de ser
estática, sino que procederá a una suerte de “descripción activa”,
diseñando las evoluciones de esos viajes capaces de llevar, si
desgraciados, a formas de recaptura institucional o a la ruina de la
muerte.
Si un mérito irrecusable de la cartografía deseante de Guattari y
Rolnik es su capacidad de trazar el mapa de “otro” Brasil en los movidos
idus del 82, cabría preguntar, años después (el libro fue publicado recién
en 1986), en qué medida ese Brasil —bullendo de grupúsculos que hacían
de la “revolución molecular” no apenas una invocación, sino una
posibilidad de práctica cotidiana— no pasa a sonarnos casi como
desconocido, como extraño. ¿Qué sucedió, pues, con los movimientos de
minorías —negros, homosexuales, feministas, entre otros— que
proliferaban, microscópicamente, ao sul do Ecuador?

Devenir e identidad

No se trata de una pasión morbosa por lo exótico, ni de algún


liberalismo romántico o extremo sino, más bien, de pensar cuál es el
interés de esas minorías desde el punto de vista de la mutación de la
existencia colectiva. Ellas estarían indicando, lanzando, experimentando
modos alternativos, disidentes, “contraculturales” de subjetivación 48. Su
interés, residiría, entonces, en que abren “puntos de fuga” para la
implosión de cierto paradigma normativo de personalidad social. Es que
el tan mentado “sistema” no se sustenta solamente por la fuerza de las
armas ni por determinantes económicos; exige la producción de cierto
modelo de sujeto “normal" que lo soporte. Es preciso, entre tanto, no
confundir "devenir” con “identidad”.
Estos procesos de marginalización, de fuga, en diferentes grados,
sueltan devenires (partículas moleculares) que lanzan el sujeto a la deriva
por los bordes del patrón de comportamiento convencional. “Devenir -
dice en Mil Mesetas— es, a partir de las formas que se tiene, del sujeto
que se es, de los órganos que se posee o de las funciones que se ocupa,
extraer partículas, entre las cuales se instauran relaciones de movimiento
y de reposo, de velocidad y de lentitud, bien próximas a lo que se está
deviniendo y por las cuales se deviene. En ese sentido, el devenir es un
proceso del deseo49. Devenir no es transformarse en otro, sino entrar en
alianza (aberrante), en contagio, en inmistión con el (lo) diferente. El
devenir no va de un punto a otro, sino que entra en el “entre” del medio,
es ese "entre". Devenir animal no es volverse animal, sino tener los
funcionamientos del animal, “lo que puede un animal” (como en el caso
de Hans-devenir-caballo)50.
El devenir es molecular, moviliza partículas en turbulencia
extrayéndolas de las grandes oposiciones molares. Donde había sólo dos
grandes sexos molares (serás A o B, serás hombre o mujer), mil pequeños
77
sexos moleculares, en el imperio de la sensación, en lo intensivo. De la
mujer como identidad molar51 capturada en la oposición binaria de los
sexos "totales”, se desprende una suerte de “microfemineidad”: se trata
de “producir en nosotros mismos la mujer molecular, crear la mujer
molecular” (movimiento y reposo, velocidades y lentitudes). Devenir
mujer no pasa por imitar a la mujer en tanto entidad dual, identitaria, ni
tampoco por transformarse en ella. Sin embargo, advierten Deleuze y
Guattari, “no se negará la importancia de la imitación o de momentos de
imitación, entre ciertos homosexuales masculinos; menos aún, la
prodigiosa tentativa de transformación real de ciertos travestís”. Pero,
más que de imitar o de tomar la forma femenina, de lo que se trata es de
“emitir partículas que entren en relación de movimiento o de reposo, o
en la zona de vecindad de una microfemineidad”52.
Moleculares, minoritarios, “todos los devenires comienzan y pasan
por el devenir mujer”, clave de otros devenires53. ¿Por qué? Porque las
mujeres —“únicos depositarios autorizados para devenir cuerpo
sexuado”54 — ocupan una posición minoritaria con relación al paradigma
de hombre mayoritario —machista, blanco, adulto, heterosexual, cuerdo,
padre de familia, habitante de las ciudades...—. Hay, o puede haber,
devenires del hombre, pero no un “devenir hombre”, ya que el hombre es
el mayoritario por excelencia, mientras que todo devenir es minoritario.
Mayoría y minoría no entendidas por cálculo cuantitativo, sino en tanto
“calidad de dominación”: determinación de un patrón a partir del cual se
miden las diferencias; se trataría, en otras palabras, de un modo
dominante de subjetivación.
El hecho de formar parte de una minoría, en el sentido sociológico del
término, si bien crea las condiciones, no desencadena automáticamente
un devenir. Devenir negro del blanco, pero también devenir mujer de la
mujer. En el caso de la homosexualidad a despecho de todas las
apropiaciones personológicas y edípicas, se esboza, detecta Guattari, un
nivel “más molecular" en el que ya no se distinguirían de la misma
manera las categorías, los agrupamientos, las “especialidades”, en el que
se renunciaría a las oposiciones estancas entre los géneros, en el que se
buscarían, por el contrario, los puntos de pasaje entre los homosexuales,
los travestís, los drogadictos, los sadomasoquistas, las prostitutas; entre
las mujeres, los hombres, los niños; entre los psicóticos, los artistas, los
revolucionarios55. La práctica homosexual, en el piano intensivo de los
cuerpos sexuados, sería inseparable de un devenir mujer.
Un “devenir homosexual”, por ejemplo, tomará esa práctica corporal
(la marginalización, la segregación, y sobre todo la diferenciación que ella
acarrea) como un modo de salida del “deber ser” imperante; estará
referida a cierta axiomática de las conexiones entre los cuerpos. En otro
sentido, puede pensarse que ella —sus interpenetraciones, sus
mixturas— mina o perturba la “organización jerárquica del organismo",
que asigna funciones determinadas a los órganos56.
Algo similar podría decirse de un “devenir mujer” o de un “devenir
negro”: no serían apenas “tomas de conciencia”, sino que tenderían a
subvertir, también, las exclusiones, repulsiones y jerarquizaciones que
esconden los enlaces. Esos devenires desencadenarían cierta
micropolítica de las percepciones y los afectos, ya que estarían tocando
segregaciones, cortes que actúan directamente a nivel de los cuerpos y
los deseos. Aunque minoritarios, esos procesos afectan el conjunto del
socius. Por ejemplo, la minúscula grupusculización del feminismo no
impidió que su discurso impulsase una serie de mutaciones en el nivel de
las relaciones concretas entre los sexos, que continúan produciéndose a
despecho del relativo silenciamiento de la militancia feminista. Podría, a
lo mejor, imaginarse una asociación con cierta permanencia, en sectores
del ambiente gay porteño, de un halo casi épico nimbando el minúsculo
Frente de Liberación Homosexual, disuelto en 1975.
Ante esta fuga todavía incierta, dos grandes alternativas se presentan:
una, ella pasa a configurar un “punto de pasaje” para la mutación global
del orden; dos, corre el peligro de cristalizarse en una mera afirmación de
identidad. En este último caso, lo que fuera un principio de ruptura del
79
orden va a transformarse en una demanda de conocimiento por y en ese
mismo orden.
Ya no se buscaría la creación y expansión de territorios que vuelvan
vivible la existencia, sino que se resignarían a ocupar un lugar adocenado
en el concierto de ^personalidades toleradas y quedarse “musa” en su
rincón. Es que, una vez “identificada” esa “identidad” muchas veces
“interior”, el impulso rebelde parece agotarse y el ingreso en condiciones
muy precarias de integración a los circuitos capitalistas (como la industria
de la perversión en los paraísos concentracionarios del gueto gay) se
vuelve —muerte del cisne y canto de sirena— una ilusión casi irresistible.
Advierte Guattari: “toda vez que una problemática de identidad o de
reconocimiento aparece estamos frente a una amenaza de bloqueo y de
paralización del proceso'’.
La tristeza de esta parálisis no se percibe sólo en este nivel “personal”
(tedio, falta de ganas, apatía, aislamiento...). Remite también a
operaciones emanadas directamente de los poderes estatales. En el
Brasil, el progresivo vaciamiento de los “grupos organizados de minorías”,
posterior a la democracia, se combina, a la par de una vertiginosa
absorción de sus prototipos por parte de los medios de difusión, con la
creación oficial de “Concejos” (Concejo de la Condición Femenina, Conce-
jo de la Comunidad Negra) que, más allá de las urgencias inmediatas,
frutos de reivindicaciones que atienden y de las complejas microscopías
que las urden, parecen apuntar básicamente a “retraducir” esas
demandas en rituales de turno burocrático. Si en el caso del desaparecido
S.O.S. Mulher57, la intención asistencial pretendía confluir con la
politización de la violencia misógina, las “Comisarías de la Mujer” luego
instaladas supondrán —sin desmerecer su eficacia— la remisión de tales
conflictos a la sobrecodificación penal. En una minoría menos
“reconocida”, la homosexual, la demanda de dignidad ha de articularse,
en el episodio del Sida, en una alianza directa con el poder médico. No es,
en verdad, que las luchas se suspendan; parecen desplazarse, más bien, al
interior de nuevos aparatos institucionales; cabe, de todos modos,
constatar ese desplazamiento.

La personalidad marginal

Es interesante constatar que la propia noción de identidad resulta de


una suerte de “contrabando ideológico" de las ciencias sociales sobre los
grupos de minorías. Esbozar una especie de arqueología de la identidad
—tarca sin duda necesaria, aunque dilatada— nos llevaría demasiado
lejos (tal vez a la misma esencia del ser). Puédese, sin embargo, sospechar
que una genealogía posible (por ejemplo, en el campo de la antropología)
habría de reencontrar, a lo lejos, algo del espanto de los administradores
coloniales ante la “desrazón” de las vidas salvajes 58. Una de las soluciones
vastamente aplicada, consiste, simplemente, en el exterminio del
diferente.
Complementariamente a la anterior se delinea una variante solapada
de etnocentrismo, que pasa por reforzar “mi” identidad, (de blanco
colonizador ligado al Ministerio de Colonias) y atribuir contrastivamente
una identidad al “otro”. La diferencia es, sí, reconocida, pero al precio de
la traducción de esos modos singulares de subjetivación al código (logo-
ego-céntrico) de la identidad. Más acá de esa traslación de lo múltiple al
uno, viajes como el de Artaud entre los Tarahumara o el “Fitzcarraldo” de
Herzog, muestran que otra modalidad de conexión es posible: la liaison
entre los marginales “locos” y los marginales “primitivos” -intensificación
expansiva de la diferencia en vez de la segregación excluyente, encuentro
de los excéntricos que diluyen y vacían el centro.
El procedimiento clásico de traducción/reducción de la diferencia a la
identidad no es válido solamente para con las sociedades “no-
occidentales”; bien puede volverse contra las propias “minorías internas”
de la sociedad industrial. Sería cuestión de rehacer el itinerario que la
antigua “personalidad marginal” de la escuela de Chicago (década del 20}
81
recorre hasta derivar en la moderna “identidad desviante”: cambio de
signos que indica el pasaje de una sociología de la norma contra la
“anomia”, a un modelo de sociedad como un sistema de sebes (egos)
autoadministrados, pagando el precio de la construcción consciente de
una identidad coherente en pos del dudoso premio de un reciclaje
ilusorio en los circuitos del orden oficial. En el tortuoso periplo, quedan
las fugas, las desestructuraciones, los rechazos característicos de las
marginalidades heteróclilas.
El hecho de que los agentes englobados en la vasta “ascensión de lo
social” (asistentes sociales, psicólogos sociales, sociólogos, antropólogos
sociales, etc.) estén incidiendo de una manera u otra en la producción de
modos artificiosos y señalizados de subjetividad, hace que algunas de sus
intervenciones (aparentemente neutras y voluntariosas) sean pasibles de
articularse con las máquinas abstractas de sobrecodificación “que
efectúan el disciplinamiento de los sujetos en función de las formas del
Estado moderno”59. No obstante, ese “desconocimiento activo”, ese
esfuerzo de homogeneización y aplastamiento de las singularidades no
consigue detener, anular, tales procesos moleculares, microscópicos; lo
que consigue, quizás, es bloquear sus canales de expresión.

Muda pasión

En otros términos, no creo que esa sucesión de fugas y devenires,


elocuentes en la primavera de la “apertura”, hayan sido en verdad
parados o anulados tras la restauración conservadora de la nueva
República de Sarney. Lo que parece haber ocurrido es cierta “pérdida de
voz” de las disidencias. Así se configura un cuadro que, si le hacemos caso
a Trevisan y su historia de la homosexualidad en el Brasil 60, tiene aires
bastante clásicos: por un lado, en el plano de las acciones y las pasiones
cotidianas, una multiplicidad de insurrecciones deseantes; por el otro, en
el nivel de los discursos circulantes, cierto endurecimiento compensatorio
que tiende a cortar los lazos con las experimentaciones mutantes y pasa a
girar sobre sí mismo, en el confort de los enunciados oficiales u oficiosos.
Doble fenómeno: salvajismo del desorden cotidiano; asepsia del orden
discursivo. “Maconhti e higa”, como diría Clementina de Jesús, versus las
virtudes cívicas de la moderación, la conciliación, el conformismo.
Señales de ese desfasaje se vislumbran al tratarse de un fenómeno del
que prefiere hablarse, por si las moscas, poco, pero que ha sucedido
innumerables veces a lo largo de la historia del Brasil: el temible “quebra-
quebra” (saqueo; literalmente: “rompe-rompe”). Cuattari comenta el
estruendoso “quebra-quebra” de 1983 (en que las masas llegaron a
arrancar las verjas de la gobernación de San Pablo) con otro gurú
insurreccional, el italiano Toni Negri, y ambos lo ven como un anuncio, a
largo plazo, de un “nuevo tipo de movimiento autónomo-comunista-
anarquista”.
Dejando de lado el catastrofismo apocalíptico, lo cierto es que estas
confrontaciones “salvajes”, desterritorializantes, parecen proseguir bajo
la forma de una verdadera “guerra social” que devasta las calles del
trópico, cobrando semana a semana su macabra cuota de adolescentes
negros. Escasa atención se les concede, empero, a los “impulsos de fuga”
que animan muchos de esos procesos de marginalización, fuga de la
segregación y la modelización normativa que no por desesperada deja de
ser elocuente. No más que poetas como Roberto Piva se muestran
capaces de ver —en versos como “adolescentes maravillosos incendian
reformatorios”61— el contenido deseante de esas fugas.
Algunas de esas tentativas saben arrojar resultados trágicos. Véase el
caso del adolescente Naldinho, que se arroja a un raid homicida, al grito
de: “Para escaparme, mato al que se me ponga enfrente”, donde parece
desencadenarse cierta “pasión de abolición” que toma la destrucción (y la
autodestrucción) como objeto. Las vicisitudes marginales no se dejan
reducir a determinantes exclusivamente económicos. Estos procesos
83
masivos de marginalización no deberían ser considerados sólo en la
negatividad de su carencia (carencia de hogar, de trabajo, de “lugar
social”, etc.), sino también en la afirmatividad de su errancia, en su
renuencia esquiva a la disciplina de la familia y del trabajo. Algo así como
“sociabilidades nómades" que se entrelazan en los intersticios del tejido
social.
Interesante es destacar que, muchas veces, la disidencia se ejerce
también en el propio plano de los goces y las experiencias corporales. Así,
una investigación reciente sobre prostitución viril en San Pablo62 muestra
una íntima (en el sentido literal) relación entre perversos y malandras,
confirmando la sugerencia de Bataille63, que leía una “exuberancia
erótica”, evocadora de la animalidad, de los marginales (“no
garantizados”) con relación al familiarismo de los trabajadores “garantiza-
dos”, domesticados por la civilización. Igualmente íntima resulta la
contigüidad con otras experimentaciones, manifiesta desde la toponimia:
las “bocas do lixo” con también “bocas do fumo”64.
Así, en el seno de las relaciones sociales concretas, muchos de los
protagonistas de procesos de marginalización y minorización
diferenciados (el margen se define con relación al centro; un bando
minoritario crea sus códigos de autorreferencia) se encuentran entre sí.
La habilidad del cartógrafo deseante residirá en dar cuenta de esas
conexiones de flujos múltiples, que van en un sentido disruptivo con
relación al engolado “caretaje” facsimilar, para señalar puntos de pasaje,
de articulación, de intensificación.

Subjetivación en crisis

El vínculo entre la cartografía y la micropolítica puede, a esta altura,


tornarse más preciso. Una micropolítica minoritaria pretenderá, en vez de
congelar las diferencias en paradigmas identitarios estancos, entrelazarlas
hacia la mutación de la subjetividad señalizada. Si la crisis no es sólo
política y económica, sino también una crisis de los modos de
subjetivación, el estallido del orden ha de implotar la propia sujeción del
sujeto que lo soporta y garante. Tal la pragmática de la revolución
molecular.
Pero no es un problema de “programa” político. Para poner esta
máquina en movimiento, es preciso alimentarla con enunciados
eficientes, conceptos no “fijos” sino “nómades”, capaces de indicar esa
diversidad de derivas deseantes. Deseo no pensado aquí como algo
indiferenciado y flou, a la espera de una sobrecodificación que lo
“simbolice” (operando, al decir de Lyotard65, la conversión de “signos
intensivos” en “signos inteligentes”). Deseo, antes bien, directamente
conectado a lo social, en tanto producción, articulación, montaje. Deseo
que—dice Paul Veyne66— “es la cosa más obvia del mundo: ...es el hecho
de que los mecanismos giran, de que los agenciamientos funcionan, de
que las virtualidades... se realizan: “todo agenciamiento expresa y realiza
un deseo construyendo el plano que lo hace posible" (Deleuze)”.
¿Cómo interpretar la desconfiada reticencia de las “sociologías del
orden” con relación al deseo (que sería, arguyese, un problema de los
psicoanalistas; éstos, por su parte, completarán la división de tarcas,
arrojando el campo social por las hendijas del diván)? ¿Cabría, acaso,
sospechar alguna complementariedad entre el figurín aséptico que corta
los discursos sobre el “otro” y el creciente desarrollo de una industria de
la seguridad, que transforma a la ciudad en un sistema de “bunkers”?
Atrincherarse tras las rejas y llamar a la “cana” sea tal vez la respuesta
última que ideólogos y administradores estén en condiciones de dar al
proceso de marginalización que mina los intersticios del orden.
La política de minorías no debería pasar, hoy, por la afirmación
“enguetizante” de la identidad, acompañada por invocaciones rituales a
la “solidaridad” con otros grupos minoritarios, ni por la reserva de un
85
lugar (generalmente secundario) en el teatro de la representación
política, con resultados del tipo: el machismo es un problema de las
mujeres, el racismo es un problema de los negros, la homofobia un
problema de los homosexuales.
Sin rehusar dogmáticamente la importancia de la conquista de ciertos
espacios jurídicos y legales, ni renegar de las experiencias vividas bajo el
enunciado de la identificación, la crisis (o incluso la disolución) de estos
movimientos, además de indicar la extenuación de la estrategia
identitaria, podría quizás propiciar (¿optimismo del análisis social?) una
demanda de salida de los microcircuitos fagocitantes, mía expansión
extensa de las diferencias, no sólo entre los propios “minoritarios”, sino
abierta al campo social. Al fin y al cabo, la radicalidad de
experimentaciones relaciónales, sensuales, nómades, extáticas,
delirantes, no debería servir apenas para alimentar la frialdad marmórea
de los claustros.
La contribución de la “cartografía deseante” de Rolnik y Guattari es,
en ese sentido, decisiva. Su “eficacia semiótica” pasa por incitar a la
conjunción de esa multiplicidad de subjetividades disidentes, de
"inconscientes que protestan” y atañe directamente a nuestras
singularidades y deseos. Su propia diversidad textual de hablas y
devenires es un ejemplo de cómo esa explosión de las diferencias, esa
mutación general del pensar, del amar, del existir, no es sólo posible sino
virtual. Interrogarnos sobre las condiciones de su uso, implicará, apuesto,
"meterse en líos”.
(HISTORIA DEL FRENTE DE LIBERACIÓN HOMOSEXUAL DE
LA ARGENTI NA67)

El contexto

En el año 1969, un grupo de homosexuales, reunidos en un


conventillo de un suburbio porteño, dan nacimiento al primer intento de
organización homosexual en la Argentina: el Grupo Nuestro Mundo. Sus
integrantes, en su mayoría activistas de gremios de clase media baja,
liderados por un ex militante comunista degradado del partido por
homosexual, se dedican durante dos años a bombardear las redacciones
de los medios porteños con boletines mimeográficos que pregonaban la
liberación homosexual.
En agosto de 1971, la ligazón de Nuestro Mundo a un grupo de
intelectuales gays inspirados en el Gay Power americano, da nacimiento
oficial al Frente de Liberación Homosexual de la Argentina.
1969 y 1971 no sólo son importantes como jalones de la liberación
gay; también marcan momentos decisivos en la vida política nacional.
1969 es el año del Cordobazo, una insurrección popular con epicentro en
la ciudad de Córdoba que terminó volteando al régimen autoritario del
general Onganía. En 1971 sobreviene una intensa radicalización: aparecen
gremios izquierdistas, movimientos estudiantiles antiautoritarios; y se
inicia la administración liberal del militar Lanusse, que habría
87 de entregar
el poder al peronismo en las elecciones de 1973.
¿A qué estas referencias? Es que el FLH surge en medio de un clima de
politización, de contestación, de crítica social generalizada, y es
inseparable de él. Como buena parte de los argentinos de entonces, cree
en la “liberación nacional y social”, y aspira al logro de las reivindicaciones
específicamente homosexuales en ese contexto. No sólo configura la
reacción de la minoría homosexual ante una tradicional situación de
opresión, que la dictadura militar instaurada en 1966 había llevado a
extremos sin precedentes; también encarna el deseo de una minoría
“esclarecida” —por decir así— de homosexuales, de participar en un
proceso de cambio presunta- mente revolucionario, desde un lugar en
que sus propias condiciones vitales y sexuales pudieran ser planteadas.
Tanto la sincera necesidad de liberarse de un machismo
profundamente anclado en la sociedad argentina, como la convicción de
que esa liberación no podía sino producirse en el marco de una
transformación revolucionaria de las estructuras sociales vigentes,
constituyen elementos constitutivos del movimiento gay argentino, que
aparecen constantemente a lo largo de toda su historia.

La Formación de los grupos

Los primeros integrantes del FUI se planteaban actuar como un


movimiento de opinión, encuadrado dentro de categorías ideológicas
marxistas. Pero el ingreso al Frente, en marzo de 1972, de una decena de
estudiantes universitarios —el grupo Eros—, algunos provenientes de la
izquierda o el anarquismo, imprimió al movimiento una tónica agitativa,
distinta a las previsiones iniciales. Sirvió, además, para una profusa
polémica, reflejada en el primer Boletín del FU I, aparecido en , marzo de
1972, donde se reproducen dos documentos contrapuestos: en uno de
ellos, se planteaba que el objetivo del FLH era lograr que la izquierda
incorporara las reivindicaciones homosexuales a sus programas; en otro,
se privilegiaba el papel de la sexualidad y se hablaba con escepticismo de
“cincuenta años de revoluciones socialistas”.
Las sutiles diferencias no impidieron confluir en Puntos Básicos de
Acuerdo, que habrían de constituir el programa del flamante movimiento.
En ellos, básicamente, se partía de las “reivindicaciones democráticas
específicas” —el inmediato cese de la represión policial antihomosexual,
la derogación de los edictos antihomosexuales y la libertad de los
homosexuales presos—, se caracteriza el modo de opresión sexual
“heterosexual compulsivo y exclusivo” vigente como propio del
capitalismo y de todo otro sistema autoritario, se llama a la alianza con
los “movimientos de liberación nacional y social” y con los grupos
feministas.
En lo organizativo, el FLH se definía como una alianza de grupos
autónomos, que coordinaban acciones comunes entre sí. En el momento
de apogeo (septiembre 72 - agosto 73) el movimiento llegó a contar con
alrededor de diez de tales grupos, constituido por unos diez militantes y
una buena cohorte de simpatizantes cada uno. Los más importantes eran:
Eros, Nuestro Mundo, Profesionales, Safo (formado por lesbianas),
Bandera Negra (anarquistas), Emanuel (cristianos), Católicos
Homosexuales Argentinos, etc.
La actividad se circunscribió a Buenos Aires, lográndose contactar
simpatizantes en Córdoba, Mendoza y realizar acciones en Mar del Plata,
en conjunto con las feministas locales. En 1975 un comunicado
reproducido por una revista porteña dio noticia de la formación de una
Agrupación Homosexual en Tucumán. La clandestinidad en que se manejó
el ELH dificultó considerablemente los contactos, ya que estos debían
hacerse por vía personal.

Las tareas
89

Para su crecimiento, algunos grupos apelaron a la realización de


“reuniones de información”, por donde desfiló buena parte del ambiente
gay porteño. Se reunían grupos de homosexuales en casas particulares y
se explicaban los lineamientos generales. De allí fueron saliendo los
militantes.
En la práctica, se pretendía, además de la concientización
específicamente gay, cierto grado de politización. Ello espantó del Frente
a los homosexuales burgueses: el movimiento siempre fue
extremadamente pobre, sin recursos materiales, c integrado en su
mayoría por gente de clase media y media baja, con algunos proletarios y
lúmpenes.
En el seno de las reuniones, se esbozaban técnicas de concientización
—tomadas del feminismo- que pretendían descubrir, aparte de discursos
individuales sobre un tema dado (la familia, la culpa, etc.), los
lineamientos comunes de la opresión. A partir de allí, se pretendía
transformar esa conciencia de la opresión en una fuerza de modificación
revolucionaria. Se abjuraba del “tapadismo”, del disimulo; se analizaban
los mecanismos de marginación y “enghetización”.
Otros grupos —como el de “profesionales”—, se abocaban a la
confección de documentos teóricos y a la realización de una encuesta
sobre homosexualidad que, finalmente, nunca llegó a ser procesada.
Eros se dio a organizar volanteadas y pintadas en lugares públicos,
eligiéndose el 21 de setiembre -día de la primavera— como una fecha de
movilización especial. En los panfletos solía esgrimirse una consigna,
representativa de la ideología del movimiento, “Amar y vivir libremente
en un país liberado”, además de las reivindicaciones antipolicíacas. Con
estos métodos de agitación callejera el FLH buscaba mantener viva su
presencia. Otros slogans agitados fueron: “Machismo = Fascismo”; “El
machismo es el fascismo de entrecasa”; “Por el derecho a disponer del
propio cuerpo”; “Soltáte”, etc.
En algunas oportunidades se hicieron llegar envíos a los homosexuales
presos. Para reunir fondos, se recurría a grandes fiestas, en las cuales se
solicitaban contribuciones y se repartían materiales. Cada miembro
aportaba, además, una cuota mensual.
Peronismo y desencanto

En 1972, el peronismo se lanzó decididamente a la conquista del


gobierno por vía electoral. Una buena parte del FLH sucumbió ante el
discurso populista de la Juventud Peronista y participó en algunas de sus
movilizaciones. Ante las elecciones nacionales de marzo de 1973, el FLH
multiplicó sus contactos políticos con escaso éxito: sólo consiguió ser
reconocido —aunque no públicamente— por los trotzkystas del Partido
Socialista de los Trabajadores. Finalmente, emitió una declaración
llamando a votar “contra la dictadura de Lanusse” —la que, sin embargo,
había tolerado cierta liberalización, como la apertura de boites bailables y
saunas gays, no exentos, sin embargo, de cierto hostigamiento policial.
El triunfo del peronismo aparejó una conmoción a la que la mayoría
del Frente no pudo ser ajena; a partir de ella, se multiplicaron las
intervenciones en actos públicos. En uno de ellos, realizado en la Facultad
de Filosofía en demanda de la libertad de los presos políticos, se leyó,
entre murmullos de desconcierto, la adhesión del FLH.
Una volanteada en un festival de rock organizado por la Juventud
Peronista valió al FLH la participación en el grupo Parque —integrado
fundamentalmente por rockeros que aspiraban a no verse marginados del
proceso político— que se prolongó hasta fines de 1973. Mientras duró la
experiencia, miembros del FLH intervenían en grupos de discusión
públicos que se reunían en un parque. En mayo de 1973, la mayoría del
FLH —con importantes disidencias— decide participar en las
movilizaciones de asunción del gobierno peronista, celebrada en la Plaza
de Mayo. Se consiguió arrastrar a unos 100 homosexuales, bajo un cartel
que reproducía un verso de la Marcha Peronista —“para que reine en el
pueblo el amor y la igualdad”— y consolantes que pretendían demostrar
la ligazón entre la liberación nacional y la liberación sexual. El grupo gay
fue atacado por peronistas de “derecha”, pero defendido por otros de
“izquierda”. A ello siguió la participación, el 20/06/73, en la movilización
de bienvenida al General Perón, que terminó en el episodio conocido
como “la masacre de Ezeiza”.
Estas intervenciones le valieron al FLH cierta publicidad; una revista
sensacionalista —Así— publicó en primera página un reportaje al grupo.
A consecuencia de él, el ala fascista del peronismo empapeló la ciudad
con carteles contra “el ERP, los homosexuales y los drogadictos”.
Simultáneamente, se reanudaban las razzias contra bares gays; y
militantes gays eran detenidos y golpeados por la policía, llegándose a
allanar el domicilio de uno de ellos.
En un reportaje público, la Juventud Peronista negó la participación
gay en sus filas. En un acto, militantes montoneros lanzaron la consigna:
“No somos putos, no somos faloperos” (drogadictos). Sobrevino,
abruptamente, la ruptura. Cabe destacar que, en el corto romance con la
izquierda peronista, el FLH no logró, ni una sola vez, entrevistarse
oficialmente con la dirección de la JP.
Desencantado del peronismo, el FLH intentó volcarse a la izquierda.
Participó __bajo un cartel con sus siglas—en las movilizaciones de
repudio al golpe de Pinochet en Chile (setiembre de 1973). Sucedió allí un
fenómeno curioso: las agrupaciones izquierdistas se corrían de lugar en la
columna para no quedar cerca de los gays; finalmente, algunos
trotskystas y anarquistas aceptaron la contigüidad.
En esa época, el FLH pudo arengar desde los micrófonos de una boite
gay; pero de allí fue expulsado, hacia octubre de 1973, bajo la acusación
de “comunista”. Poco después esa boite —Monalí, de Lanús— era
baleada por comandos derechistas, agredidos los concurrentes, y
finalmente clausurada.
Durante el primer semestre de 1973, el Frente hizo circular, entre
algunas instituciones (Asociación de Psicólogos, Federación de
Psiquiatras, Asociación de Abogados) un documento postulando el fin de
la represión policial a los homosexuales, a fin de procurar su aval para una
presentación ante el nuevo gobierno. Pero el rápido proceso de
derechización frustró tales proyectos. A fines de 1973, las esperanzas del
FLH —y de los gays por él representados—_de obtener un inmediato cese
de la represión policial antigay, se hallaban definitivamente desvanecidas.
Asestando duros golpes a las ilusiones liberacionistas, la policía no cambió
un ápice su actitud tradicional y siguió organizando razzias.
En concomitancia con tales sucesos —que demostraban la
incorrección de las expectativas que los ideólogos del FLH habían
depositado en el peronismo— la expectante indiferencia de la gran
mayoría de la comunidad homosexual porteña hacia los planteos
liberacionistas, fue convirtiéndose, paulatinamente, en abierta hostilidad.

La revista Somos

A fines de 1973, el FLH consideró llegado el momento de prestar un


poco más de atención a la comunidad homosexual, descuidada entre
tanto activismo político, y decidió la edición de la revista Somos.
Con anterioridad (junio de 1973) se había editado el único número del
periódico Homosexuales, pero la inclusión en él de un artículo titulado
“Machismo y opresión sexual”, en el que, tras un muy interesante
análisis, se afirmaba que el afeminamiento gay era la contracara del
machismo, motivó que buena parte de los militantes se negaran a
distribuirlo. La discusión sobre la "marica” y el travestismo “'expresión
revolucionaria y pro-feminista para algunos, reafirmación de la opresión
para otros— consumió buena parte de las energías intelectuales del
movimiento.
En diciembre de 1973, Perón —presidente por tercera vez— lanza una
“Campaña de Moralidad”, a la que el FLH responde con un volante
titulado "La Tía Margarita impone la moda Cary Grant” —en alusión a
Margaride, entonces Jefe de Policía—, que despertó cierto eco positivo
entre gays y rockeros. Para la misma época, sale por primera vez la revista
Somos, que habría de editar ocho números, hasta enero de 1976.
Somos llegó a tener un tiraje máximo de quinientos ejemplares, que
se distribuían mano a mano. Estaba pobremente impreso —por
fotoduplicación— y pretendía ser un instrumento de trabajo
concientizador. Incluía trabajos teóricos, informaciones, literatura, etc.
Siempre se editó clandestinamente. En algunos números se puso una
dirección de un movimiento yanqui. Es quizás más válida como testi-
monio que como material en sí; su último número termina siendo una
antología de documentos, prácticamente incomprensibles para quien
careciera de una formación teórica política-sexual gay. Una de sus
iniciativas más brillantes—la publicación de los términos con que se alude
al coito en la Argentina (más de cien)— fue recibida escandalizadamente
por los lectores.

Feminismo y política sexual

Desde el comienzo, el FLH se preocupó por entablar cordiales


relaciones con los dos grupos feministas existentes: Unión Feminista
Argentina y Movimiento de Liberación Femenina (separados por
cuestiones personales y metodológicas antes que ideológicas)... y lo
logró.
Ya en 1972 la participación en un debate sobre sexualidad, organizado
por la revista2001, había resultado en la formación del Grupo Política
Sexual, una especie de usina ideológica del liberacionismo sexual, que se
enriquecería, a partir de 1974, con la participación de feministas y
varones heterosexuales “concientizados”. El GPS se prolongó hasta enero
de 1976, dando lugar a fructíferas discusiones semanales; también se
dictan conferencias sobre sexualidad y se constituye una Comisión contra
la Prohibición de los Anticonceptivos —donde intervienen también femi-
nistas socialistas— Se produjo un documento, titulado “La Moral Sexual
en la Argentina”. En ocasión de la expulsión de homosexuales de un
colegio protestante tercermundista, se entrevistó al director del
establecimiento, solicitándole la revisión de la medida.
Paralelamente, el FLH edita un documento —“Sexo y Liberación"—,
especie de compendio teórico-ideológico del liberacionismo gay
argentino. A partir de categorías marxianas, se analizaba el papel de la
opresión sexual en el mantenimiento de la explotación, y terminaba
definiendo al FLH como “un movimiento anticapitalista, antiimperialista y
antiautoritario, cuya contribución pretende ser el rescate para la
liberación de una de las áreas a través de la cual se posibilita y sostiene la
dominación de la mujer y del hombre por el hombre, en el
convencimiento de que ninguna revolución es completa, y por lo tanto,
exitosa, si no subvierte la estructura ideológica íntimamente internalizada
por los miembros de la sociedad de dominación”.

Represión y disolución

La tolerancia del gobierno hacia el accionar de los grupos


parapoliciales de derecha se acentúa tras la muerte de Juan Perón y la
asunción del mando por su esposa Isabel, rodeada de un entorno fascista.
A mediados de 1975, el semanario fascista El Caudillo —ligado al elenco
gobernante— llama a acabar con los homosexuales y propone lincharlos,
haciendo abierta referencia al FLH. En esos momentos, buena parte de los
militantes y simpatizantes se alejan, proponiendo la disolución; empieza a
cundir el terror.
A mediados de 1975, el Frente se halla reducido a no más de 30
integrantes, que optan por la radicalización antes que por la moderación.
Se crea un grupo de estudio sobre psicoanálisis y lo que restaba del
movimiento deviene un grupúsculo meramente teórico.
En derredor, la represión policial se intensificaba; ya había sido
declarado el Estado de Sitio, en el marco del enfrentamiento entre el
Ejército argentino y la guerrilla. Con relativo eco, el FLH multiplica los
llamamientos internacionales, ante diversos movimientos a los que había
tenido la precaución de ligarse —en especial los más radicalizados, tales
como el FUORI italiano—, esparciendo las nuevas sobre la represión en
Argentina y Chile.
Finalmente, en momentos en que se preparaba una acción en repudio
a las declaraciones del Papa Paulo VI contra la homosexualidad, un
allanamiento policial asesta un severo revés al movimiento.
Producido el golpe militar de marzo de 1976, los últimos miembros del
FLH, desgarrados por disputas en torno a la responsabilidad individual
respecto de la represión, consideran que carecen de toda posibilidad de
seguir funcionando, y deciden, en junio de 1976, disolverse.
Algunos militantes huyen a España y organizan un FLH argentino en el
exilio, carente empero de toda representatividad, puesto que el
movimiento había previamente optado por la disolución.
La dictadura militar de Videla desata una persecución sistemática
contra los homosexuales, que, además de imposibilitar toda forma de
organización, obliga a destinar todas las energías a la supervivencia
individual.

Epílogo

En cuanto a sus resultados concretos, la experiencia del FLH argentino


constituye, a todas luces, un fracaso. No consiguió imponer una sola de
sus consignas, ni interesar a ningún sector trascendente en la
problemática de la represión sexual, ni —tampoco— concientizar a la
comunidad gay argentina.
Para quienes han intervenido consecuentemente en él constituye,
empero, una experiencia indeleble; y demostró, en última instancia, que
un alto grado de concientización es posible aún en el contexto de una
sociedad tan altamente represiva como la Argentina.
A la distancia, la tendencia del FLH a la hiperpolitización puede leerse
como una postura delirante; cabría analizar, empero, si una sociedad que
es capaz de pergeñar dictaduras tan monstruosas no hace que,
necesariamente, cualquier planteo mínimamente humanista —como el
reclamo de una mayor libertad sexual— tienda a convertirse en un
cuestionamiento radical de las estructuras socioculturales en su conjunto.

)
(LA DESAPARICION DE LA HOMOSEXUALIDAD)
Archipiélagos de lentejuelas, tocados de plumas iridiscentes (en cada
vertebración de la cadera trepidante, las galas de cien flamencos que
flotan en el aire tornado un polvo rosa), constelaciones de purpurinas
haciendo del rostro una máscara más, toda una mampostería kirsch, de
una impostada delicadeza, de una estridencia artificiosa, se derrumba
bajo el impacto (digámoslo) de la muerte. La homosexualidad (al menos
la homosexualidad masculina, que de ella se trata) desaparece del
escenario que tan rebuscadamente había montado, hace mutis por el
foro, se borra como la esfumación de un pincelito en torno de la pestaña
acalambrada, acaramelada. Toda esa melosidad relajante de pañuelitos y
papel picado irrumpiendo en la paz conyugal del dormitorio, por ellas (o
por ellos: ah, las elláceas), a gacelas subidas y por toros asidas y rasgadas,
convertido en un campo de batallas de almohadones rellenos de copos de
algodón hecho de azúcares pero en el fondo, siempre, como un dejo de
hiel, toda esa parafernalia de simulaciones escénicas jugadas normal-
mente en torno de los chistes de la identidad sexual, derrúmbase —
diríamos, por inercia del sentido, con estrépito, pero en verdad casi
suavemente—, en un desfallecimiento general. La decadencia sería
romántica si no fuese tan transparente, tan obscena en su traslucidez de
polietileno alcanforado. Desvanécese, pero sin descender a los abismos
de donde supónese emergida gracias al escándalo de la liberación, sino
yéndose, deshilacliándose en un declive casi horizontal, continuando
cierta existencia menor —de una manera, claro está, atenuada, levísima
como la difuminación de un esfumino— en una suerte de callado cuarto
al lado —el cuarto de Virginia Wolf, tal vez, pero en silencio, habiendo
renunciado a los célebres y conmovedores parties.
Es preciso aclarar: lo que desaparece no es tanto la práctica de las
uniones de los cuerpos del mismo sexo genital, en este caso cuerpos
masculinos (y de la parodia, renegación y franeleo de ésta dada —en el
sentido de don— masculinidad, trata en abundancia su imaginario), sino
la fiesta del apogeo, el interminable festejo de la emergencia a la luz del
día, en lo que fue considerado como el mayor acontecimiento del siglo
XX: la salida de la homosexualidad a la luz resplandeciente de la escena
pública, los clamores esplendorosos del —dirían en la época de Wilde—
amor que no se atreve a decir su nombre. No solamente se ha atrevido a
decirlo, sino que lo ha ululado en la vocinglería del exceso. Acaba, podría
decirse, la fiesta de la orgía homosexual, y con ella se termina (¿acaso no
era su expresión más chocante y radical?) la revolución sexual que
sacudió a Occidente en el curso de este tan vapuleado siglo. Se cumple,
de alguna manera, el programa de Foucault, enunciado —para sorpresa
de la mayoría y duradera estupefacción de los militantes de la causa
sexual— en el primer volumen de la Historia de la sexualidad. El
dispositivo de sexualidad, vaciado, saturado, revertido, vive —aun cuando
sea posible vaticinarle el vericueto de alguna treta, alguna sobrevivencia
en la adscripción forzada y subsunción a otros dispositivos más actuales y
más potentes—, acaso en la cúspide de su saturación, un manso declive.
Un declive tan manso que si uno no se fija bien no se da cuenta es el
de la homosexualidad contemporánea. Porque ella abandona la escena
haciendo una escena patética y desgarradora: la de su muerte. Debe
haber algún plano —no el de una causalidad— en que esa contigüidad
entre la exacerbación desmelenada de los impulsos sexuales (“verdaderos
laboratorios de experimentación sexual”, diría Foucault) y la llegada de la
muerte en masa del Sida, algún espacio imaginario, o con certeza
literario, donde esa contigüidad se cargue de sentido, sin tener obliga-
toriamente que caer en fáciles exorcismos de santón. Sea como fuere,
hay una coincidencia. Cabrá a los historiadores determinar la fuerza y la
calidad de la irrupción morbosa en el devenir histórico, comprenderlas. A
los que ahora la sentimos no se nos puede escapar la siniestra
coincidencia entre un máximo (un esplendor) de actividad sexual
promiscua particularmente homosexual y la emergencia de una
enfermedad que usa de los contactos entre los cuerpos (y ha usado, en
Occidente, sobre todo los contactos homosexuales) para expandirse en
forma aterradora, ocupando un lugar crucial en la constelación de
coordenadas de nuestro tiempo, en parte por darse allí la atractiva (por
misteriosa y ambivalente) conclusión de sexo y muerte.
Se puede pensar que nunca la orgía llegó a tal exceso como bajo la
égida de la liberación sexual (y más marcadamente homosexual) de
nuestro tiempo. El libro de Foucault puede anticipar esa inflexión —que
ahora parece verificarse ya no en el plano de las doctrinas, sino en las
prácticas corporales—, porque él nos muestra cómo la sexualidad va
llegando a un grado insoportable de saturación, con la extensión del
dispositivo de sexualidad a los más íntimos poros del cuerpo social.
El dispositivo social desarrollado en torno de la irrupción del Sida lleva
paradójicamente a su máxima potencia la promoción planificada de la
sexualidad —tratada ésta como un saber por un poder— y marca de paso
el punto de inflexión y decadencia. Es curioso constatar cómo estamos a
tal punto imbuidos de los modernos valores de la revolución sexual que
nuestro primer impulso es denunciar coléricamente su reflujo. No vemos
la historicidad de esa revolución, no conseguimos relativizar la
homosexualidad tal como ella es dada (o era dada hasta ahora), enseñada
y transmitida por médicos, psicólogos, padres, medios de comunicación,
amantes y amantes de los amantes —siendo esa ilusión de ahistoricidad
intemporal incentivada por buena parte del movimiento homosexual, que
defiende la tesis de una esencia inmutable del ser homosexual. Nuestra
homosexualidad es un sexpol, o al menos se presenta y maneja, a pesar
de la homofobia de Reich, como uno de sus resultados. Un elemento
político, un elemento sexual. Parece El Fiord de Osvaldo Lamborghini
(pero un Lamborghini sin éxtasis). A decir bien, ¿sin éxtasis?
Sabemos gracias a Bataille que la sexualidad (el “erotismo de los
cuerpos”) es una de las formas de alcanzar el éxtasis. En verdad, Bataille
distingue tres modos de disolver la mónada individual y recuperar cierta
indistinción originaria de la fusión: la orgía, el amor, lo sagrado. En la
orgía se llegaba a la disolución de los cuerpos, pero éstos se restauraban
rápidamente e instauraban el colmo del egoísmo, el vacío que producen
en su gimnasia perversa resulta ocupado por el personalismo obsceno del
puro cuerpo (cuerpo sin expresión, o, mejor, cuerpo que es su propia
expresión, o al menos lo intenta...). En el sentimentalismo del amor, en
cambio, la salida de sí es más duradera, el otro permanece tejiendo una
capita que resiste al tiempo en el embargo de la sublimación erótica. Pero
sólo en la disolución del cuerpo en lo cósmico (o sea, en lo sagrado) es
que se da el éxtasis total, la salida de sí definitiva.
Estamos demasiado aprisionados por la idea de sexualidad para poder
entender esto. La sexualidad vale por su potencia intensiva, por su
capacidad de producir estremecimientos y vibraciones (¿sería, en esta
escala, el éxtasis una suerte degrado cero}) que se sienten en el plano de
las intensidades. Pero no quiere decir que sea la única forma, menos aún
la forma obligatoria, como nos quieren hacer creer Reich y toda la caterva
de ninfómanos que lo siguen, aún discutiéndole algo, pero imbuidos del
espíritu de la marcha ascendente del gozo sexual. Nos suena ya una
antigualla. Pero pensemos cuánto se ha luchado por llegar, por conseguir,
por alcanzar, ese paraíso de la prometida sexualidad. Con el Sida se va
dando, sobre todo en el terreno homosexual (pienso más en el brasileño,
muy avanzado, ello es, donde se llegó a un grado de desterritorialización
considerable en las costumbres; en otros países menos osados ese
proceso de reflujo tal vez no se pueda ver con tanta claridad; es que esta
desaparición de la homosexualidad está siendo discreta como una
anunciación de suburbio, a muchos lugares la noticia tarda un poco en
llegar, aún no se enteraron...), otra vuelta de tuerca del propio dispositivo
de la sexualidad, no en el sentido de la castidad, sino en el sentido de
recomendar, a través del progresismo médico, la práctica de una
sexualidad limpia, sin riesgos, desinfectada y transparente. Con ello no
quiero postular un viva la pepa sexual, dios nos libre, tras todo lo que
hemos pasado (sufrido) en pos de la premisa de liberarnos, sino advertir
(constatar, conferir) cómo se va dando un proceso de medicalización de la
vida social. Esto no debe querer decir (confieso que no es fácil) estar
contra los médicos, ya que la medicina evidentemente desempeña, en el
combate contra la amenaza morbosa, un papel central.
El pánico del Sida radicaliza un reflujo de la revolución sexual que ya
se venía, insinuando en tendencias como la minoritariamente
desarrollada en los Estados Unidos que postulaban el retorno a la
castidad. En verdad la saturación ya venía de antes. La saturación parece
inherente al triunfo del movimiento homosexual en Occidente, al triunfo
de la homosexualidad, que viene de un proceso bastante ajetreado y
conocido que no hace falta repetir aquí. Recordemos que la homosexua-
lidad es una criatura médica, y todo lo que se ha escrito sobre el pasaje
del sodomita al perverso, del libertino al homosexual. Baste ver que la
moderna homosexualidad es una figura relativamente reciente, que,
puede decirse, y al enunciarlo se lo anuncia, ha vivido en un plano de cien
años su gloria y su fin.
¿Qué pasa con la homosexualidad, si es que ella no vuelve a las
catacumbas de las que era tan necesario sacarla, para que resplandeciese
en la provocación de su libertinaje de labios refulgentemente rojos? Ella
simplemente se va diluyendo en la vida social, sin llamar más la atención
de nadie, o casi nadie. Queda como una intriga más, como una trama
relacional entre los posibles, que no despierta ya encono, pero tampoco
admiración. Un sentimiento nada en especial, como algo que puede
pasarle a cualquiera. Al tornarla completamente visible, la ofensiva de
normalización (por más que estemos tratando de cambiar la
terminología, más después de que Deleuze lanzó la noción de sociedades
de control, como sustituyente de las sociedades de disciplina de que habla
Foucault, no es fácil llamar de una manera muy diferente a tan profunda
reorganización, o intento de reorganización de las prácticas sexuales,
indicada sensiblemente por la introducción obligatoria del látex en la
intimidad de las pasiones) ha conseguido retirar de la homosexualidad
todo misterio, banalizarla por completo. No dan ganas, es cierto, de
festejarlo, al fin y al cabo fue divertido, pero tampoco es cuestión de
lamentarlo. Al final, la homosexualidad (su práctica) no ha sido una cosa
tan maravillosa cuanto sus interesados apologistas proclamaran. No hay,
en verdad, una homosexualidad, sino, como dirían Deleuze y Guattari, mil
sexos, o por lo menos, hasta hace bien poco, dos grandes figuras de la
homosexualidad masculina en Occidente. Una, de las locas genetianas,
siempre coqueteando con el masoquismo y la pasión de abolición; otra, la
de los gays a la moda norteamericana, de erguidos bigotitos hirsutos,
desplomándose en su condición de paradigma individualista en el más
abyecto tedio (un reemplazo del matrimonio normal que consigue la
proeza de ser más aburrido que éste). Me arriesgaría a postular que la
reacción de gran parte de los homosexuales frente a las campañas de
prevención está siendo la de dejar de tener relaciones sexuales en
general, más que la de proceder a una sustitución radical de las antiguas
prácticas por otras nuevas “seguras”, o sea con forro.
La homosexualidad se vacía de adentro hacia afuera, como un forro.
No es que ella haya sido derrotada por la represión que con tanta
violencia se le vino encima (sobre todo entre las décadas del 30 y del 50,
y, en el caso de Cuba, todavía ahora se la persigue: una forma torturante
de que conserve actualidad y alguna frescura). No: el movimiento
homosexual triunfó ampliamente, y está muy bien que así haya sido, en el
reconocimiento (no exento de humores intempestivos o tortuosos) del
derecho a la diferencia sexual, gran bandera de la libidinosa lidia de
nuestro tiempo. Reconozcámoslo y pasemos a otra cosa. Ya el
movimiento de las locas (no sólo político, sino también de ocupación de
territorios: un verdadero Movimiento al Centro) empezó a vaciarse
cuando las locas se fueron volviendo menos locas _y, tiesos los bozos, a
integrarse: la vasta maroma que fundía a los amantes de lo idéntico con
las heteróclitas, delirantes (y peligrosas) marginalidades, comenzó a
rajarse a medida que los manflorones ganaron terreno en la escena social.
El episodio del Sida es el golpe de gracia, porque cambia completamente
las líneas de alianza, las divisorias de aguas, las fronteras. Hay sí
discriminación y exclusión con respecto a los enfermos del Sida, pero ellos
—recuérdese— no son solamente maricones. Ese estigma tiene más que
ver, parece, con el escándalo de la muerte y su cercanía en una sociedad
altamente medicalizada. Su promoción aterroriza y sirve para terminar de
limpiar de una vez por todas los antiguos poros tumefactos y purulentos
que la perversión sexual ocupaba, en los cuales reía con la risa de los
Divine (la loca de “Nuestra Señora de las Flores”, la inmensa travestí
norteamericana). Asimismo, con la llegada de la visitante inesperada (así
se llama la última pieza de Copi), los antiguos vínculos de socialidad, ya
resquebrajados por la quiebra de los lazos marginales de que
hablábamos, terminan de hacer agua y de venirse abajo. Es que con gi
Sida cambian las coordenadas de la solidaridad, que dejan de ser internas
a los entendidos, como sucedía cuando la persecución, para pasarle por
encima al sector homosexual y desbordarlo por todas partes. Así, se nota
que son de un modo general las mujeres (las mujeres maduras) las que se
solidarizan con los sidosos, mientras que sus colegas de salón huyen
aterrados.
Toda esa promoción pública de la homosexualidad, que ahora, por
abundante y pesada, toca fondo, no ha sido en vano, I la dispersado las
concentraciones paranoicas en torno de la identidad sexual, trayendo la
remanida discusión sobre la identidad a los salones de ver TV, hasta que
todos se dieran cuenta de su idiotez de tase; al hacerlo, ha acabado
favoreciendo cierto modelo de androginia que no pasa necesariamente
por la práctica sexual. Dicho de otra manera: las locas fueron las primeras
en usar arito; ahora se puede usar arito sin dejar de ser macho. Aunque
ser macho ya no signifique mucho. De últimas, la desaparición de la
homosexualidad no detiene el devenir mujer que el feminismo (otro fósil
en extinción) inaugurara, lo consolida y asienta, más que radicalizarlo, y
lima lomando sus aristas puntiagudas.
Ahora, la saturación (por supuración) de esta trasegada vía de escape
intensivo que significó, a pesar de todo, la homosexualidad, con su
reguero de víctimas y sus jueguitos de desafiar a la muerte (pensemos en
la pieza de Copi, víctima de Sida, Les Escolien de Notre Dame: una cohorte
de travestís, chulos, malandras y policías juegan a desafiar a la muerte en
las escalinatas de la catedral, que hace de fondo lejano; desafío que la
llegada de la muerte masiva ha vuelto innecesario, entre macabro y
ridículo), favorece que se busquen otras formas de reverberación inten-
siva, entre las que se debe considerar la actual promoción expansiva de la
mística y las místicas, como manera de vivir un éxtasis ascendente, en un
momento en que el éxtasis de la sexualidad se vuelve, con el Sida,
redondamente descendente.
Con la desaparición de la homosexualidad masculina (la femenina,
bien valga aclararlo, continúa en cierto modo su crecimiento y extensión,
pero en un sentido al parecer más de corporación de mujeres que de
desbarajuste dionisíaco), la sexualidad en general pasa a tornarse cada
vez menos interesante. Un siglo de joda ha terminado por hartarnos. No
es casual que la droga (aunque sean sus peores usos) ocupe
crecientemente el centro de las atenciones mundiales. Mal que mal, la
droga (o por lo menos ciertas drogas, los llamados alucinógenos) acerca al
éxtasis y llama, mal que les pese a los cirqueros históricos, a algún tipo de
ritualización que la explosión de los cuerpos en libertinaje desvergonzado
nunca se propuso (aunque ya una heroína sadiana avisaba: “Hasta la
perversión exige cierto orden”).
Abandonamos el cuerpo personal. Se trata ahora de salir de sí.
BARROCO BARROSO

(CARIBE TRANSPLATINO68)

Introducción a la poesía neobarroca cubana y rioplatense

Invasión de pliegues, orlas iridiscentes o drapeados magníficos, el


neobarroco cunde en las letras latinoamericanas; la “lepra creadora”
lezamesca mina o corroe —minoritaria más eficazmente— los estilos
oficiales del bien decir. Es precisamente la poesía de José Lezama Lima,
que culmina en su novela Paradiso, la que desata la resurrección,
primeramente cubana, del barroco en estas laudas bárbaras.
Dado como muerto y enterrado en el siglo XIX —aplastado por la
marroquinería neoclásica, que lo tomó como modelo exorcizado de mal
decir—, el barroco comienza a reemerger ya a fines del siglo XIX, cuando
aparece el término “neobarroco"69 entre las fiorituras del Art-Nouveau
que desafiaban en su remolino vegetal el utilitarismo contable del
burgués. Más tarde, todo pasaría a ser leído desde el barroco: el
surrealismo, Artaud... El cubismo, arriésgase, sería un barroco70.
¿Es el barroco algo restringido a un momento histórico determinado,
o las convulsiones barrocas reaparecen en formas (trans) históricas? La
cuestión obsesiona a los especialistas. Deleuze ve, con propiedad, trazos
barrocos en Mallarme: “El pliegue es sin duda la noción más importante
de Mallarme, no solamente la noción, sino más bien la operación, el acto
operatorio que hace de él un gran poeta barroco” 71. Estado de
sensibilidad, estado de espíritu colectivo que marca el clima, “caracteriza”
una época o un foco72, el barroco consistiría básicamente en cierta
operación de plegado de la materia y la forma. Los torbellinos de la
fuerza, el pliegue —esplendor claroscuro— de la forma.
Es en el plano de la forma que el barroco, y ahora el neobarroco,
atacan. Pero esas formas en torbellino, plenas de volutas voluptuosas que
rellenan el topacio de un vacío, levemente oriental, convocan y
manifiestan, en su oscuridad turbulenta de velado enigma, fuerzas no
menos oscuras. El barroco —observa González Echevarría73— es un arte
furiosamente antioccidental, listo a aliarse, a entrar en mixturas
“bastardas” con culturas no occidentales. Así se procesa, en la
transposición americana del Barroco áureo (siglos XVI/XVII), el encuentro
e inmistión con elementos (aportes, reapropiaciones, usos) indígenas y
africanos: hispano-incaico e hispano-negroide, sintetiza Lezama, fijo en
las obras fenomenales del Aleijadinho y del indio Kondori74.
¿De dónde procede esta disposición excéntrica del barroco europeo y,
también, hispanoamericano? Se trata de una verdadera
desterritorialización fabulosa. Lezama Lima decía que no precisaba salir
de su cuarto para “revivir la corte de Luis XV y situarme al lado del Rey
Sol, oír misa de domingo en la catedral de Zamora junto a Colón, ver a
Catalina la Grande paseando por los márgenes del Volga congelado y
asistir al parto de una esquimal que después se comerá la placenta”.
Poética de la desterritorialización, el barroco siempre choca y corre un
límite preconcebido y sujetante. Al desujetar, desubjetiva. Es el
deshacimiento o desasimiento de los místicos. No es una poesía del yo,
sino de la aniquilación del yo. Libera el florilegio líquido (siempre
fluyente) de los versos de la sujeción al imperio romántico de un yo lírico.
Se tiende a la inmanencia y, curiosamente, esa inmanencia es divina,
alcanza, forma e integra (constituye) su propia divinidad o plano de
trascendencia. El “sistema poético” ideado por Lezama—coordenadas
transhistóricas derivadas del uso radical de la poesía como “conocimiento
absoluto”— puede sustituir a la religión, es una religión: un inflacionado,
caprichoso y detallista sincretismo transcultural capaz de hilvanar las
ruinas y las rutilaciones de los más variados monumentos de la literatura
y de la historia, alucinándolos. Para Villena75, Lezama Lima es un chamán,
su palabra tiene una flexión oracular, no un chamán de la naturaleza, sino
un chamán de la cultura: calidad iluminada, profética diríase, del
hermetismo, trobar clus místico, misterioso en sus métodos, aunque no
siempre en sus resultados aparentes.
La del barroco es una divinidad in extremis: bajo el rigor maniático del
manierismo76, la suelta sierpe de una demencia incontenible. Mas, si
demencia, sagrada: por primera vez, “la poesía se convierte en vehículo
de conocimiento absoluto, a través del cual se intenta llegar a las esencias
de la vida, la cultura y la experiencia religiosa, penetrar poéticamente
toda la realidad que seamos capaces de abarcar” 77. Poética del éxtasis:
éxtasis en la fiesta jubilosa de la lengua en su fosforescencia
incandescente.
Paseo esquizo del señor barroco, nomadismo en la fijeza. Son los
viajes más espléndidos-, “los que un hombre puede intentar por los
corredores de su casa, yéndose del dormitorio al baño, desfilando entre
parques y librerías. ¿Para qué tomar en cuenta los medios de transporte?
Pienso en los aviones, donde los viajeros caminan sólo de proa a popa:
eso no es viajar. El viaje es apenas un movimiento de la imaginación. El
viaje es reconocer, reconocerse, es la pérdida de la niñez y la admisión de
la madurez. Goethe y Proust, esos hombres de inmensa diversidad, no
viajaron casi nunca. La imago era su navío. Yo también: casi nunca he
salido de La Habana. Admito dos razones: a cada salida empeoraban mis
bronquios; y, además, en el centro de todo viaje ha flotado siempre el
recuerdo de la muerte de mi padre. Gide ha dicho que toda travesía es un
pregusto de la muerte, una anticipación del fin. Yo no viajo: por eso
resucito”78.
Cierta disposición al disparate, un deseo por lo rebuscado, por lo
extravagante, un gusto por el enmarañamiento que suena kitsch o
detestable para las pasarelas de las modas clásicas, no es un error o un
desvío, sino que parece algo constitutivo, en filigrana, de cierta
intervención textual que afecta las texturas latinoamericanas: texturas
porque el barroco teje, más que un texto significante, un entretejido de-
alusiones y contracciones rizomáticas, que transforman la lengua en
textura, sábana bordada que reposa en la materialidad de su peso.
El barroco del Siglo de Oro practica una derrisión / derruición, un
simulacro desmesurado y al mismo tiempo riguroso, una decodificación
de las metáforas clásicas presentes en la poética anterior de inspiración
petrarquista. Metáforas al cuadrado: así, unas serenas islas en un río, se
transforman en “paréntesis frondosos” en la corriente de las aguas. Al
mismo tiempo, todo este trabajo de derruición y socavamiento de la
lengua —la poesía trabaja en el plano del lenguaje, en el plano de la
expresión— monta, en su rigurosidad de mónada áurea, un festival de
ritmos y colores. Digamos que el barroco se “monta” sobre los estilos
anteriores por una especié de “inflación de significantes”: un dispositivo
de proliferación. Se trata -escribe Sarduy— de “obliterar el significante de
un sentido dado pero no reemplazándolo por otro, sino por una cadena
de significantes que progresa metonímicamente y que termina
circunscribiendo el significante ausente, trazando una órbita alrededor de
él...”. Saturación, en fin, del lenguaje “comunicativo”. El lenguaje, podría
decirse, “abandona” (o relega) su función de comunicación, para
desplegarse como pura superficie, espesa c irisada, que “brilla en sí":
“literaturas del lenguaje” que traicionan la función puramente
instrumental, utilitaria de la lengua para regodearse en los meandros de
los juegos de sones y sentidos —"función poética” que recorre e inquieta,
soterrada, subterránea, molecularmente, el plano de las significaciones
instituidas, componiendo un artificio de plenitud encegueced ora y
ofuscante, hincado e inflado en su propia composición, pero cuya
obsesiva insistencia en el repliegue, en el drapeo, en la torsión, le presta,
en el desperdicio de las naderías argentinas, una contorsión pulsional,
erótica. Potlatch Sensual del desperdicio, pero también urdido de
“texturas materiales”, un “teatro de las materias” (Deleuze): endurecida
en su estiramiento o en su “histéresis” (el rigor de la histeria), la materia,
elíptica en su forma, “puede devenir apta para Apresar en sí los pliegues
de otra materia”. Materia pulsional, corporal, a la que el barroco alude v
convoca en su corporalidad de cuerpo lleno, saturado y doblegado de
inscripciones heterogéneas.
A la sedición por la seducción. La maquinería del barroco disuelve la
pretendida unidireccionalidad del sentido en una proliferación de
alusiones y toques, cuyo exceso, tan cargado, impone su esplendor
altisonante al encanto raído de lo que, en ese meandro concupiscente, se
maquillaba.
La máquina barroca lanza el ataque estridente de sus bisuterías
irisadas en el plano de la significación, apuntando al nódulo del sentido
oficial de las cosas. No procede sólo a una sustitución de un significante
por otro, sino que multiplica, como un juego de dobles espejos invertidos
(el doble en el espejo de Osvaldo Lamborghini), los rayos múltiples de una
polifonía polisémica que un logos anacrónico imaginara en su miopía
como pasibles de ser reducidos a un sentido único, desdoblándolos, en su
red asociativa y fónica, de una manera rizomática, aparentemente
desordenada, disimétrica, turbulenta. El referente aludido queda al final
como sepultado bajo esa catarata de fulguraciones, y si su sentido se
pierde, ya no importa, actúa en la proliferación una potencia activa de
olvido: olvido o confusión —lo confusional en tanto opuesto a lo
confesional— de aquello que en esa elisión se ilusionaba.
¿Cómo barroquizar una iglesia?: “llenarla de ángeles en vuelo, glorias,
hipnóticas, remolinos de nubes en extática levitación, falsas columnas o
perspectivas huidizas de San Sebastián acribillado de exquisitos
dolores...”79. Todo entra en suspensión, todo alza vuelo. La
carnavalización barroca no es meramente una acumulación de
ornamentos —aun cuando todo brillo reluzca en los velos de purpurina. El
peso de esos rococós, de esos ángeles contorsionados y de esas vírgenes
encabalgadas a dildos de plomo derrumba —o lo alude como a un
elemento más— el edificio del referente convencional. Como en el
Theatrum Philosoficum de Foucault, todo aquello que es supuestamente
profundo sube a la superficie: el efecto de profundidad no es sino un
repliegue en el drapeado de la superficie que se estira. Antes que
desvendar las máscaras, la lengua parece, en su borboteante salivar,
recubrir, envolver, empaquetar lujosamente los objetos en circulación.
La catástrofe resultante no implica sólo cierta pérdida del sentido, del
hilo del discurso. En esas contorsiones, las palabras se materializan, se
tornan objetos, símbolos pesados y no apenas prolegómenos sosegados
de una ceremonia de comunicación. El hermetismo constituyente del
signo poético barroco, o mejor, neobarroco, torna —escribe
Yurkievich80— impracticable la exégesis: ocurre “una indetenible
subversión referencial”, una inefable irreductibilidad, en la absoluta
autonomía del poema. En el mercado del intercambio lingüístico, donde
los significados son contabilizados en significantes legitimados y fijos, se
produce una alteración, una disputa: como si una feria gitana irrumpiese
en el gris alboroto de la Bolsa.
Sería infeliz pensar como informe el resultado de esta alteración
aliterante. Por el contrario, la proliferación sucede también en el nivel de
los códigos, que se sofistican en rigores cada vez más microscópicos.
Poética de los extremos, al summum del código corresponderá el máximo
de energía pasional, dilapidada en el furor. Y esa multiplicidad minuciosa
es la que preside y vehicula las oscilaciones del flujo que, en su disparada,
se desmiente o vacila.
La máquina barroca no procede, como Dada, a una pura destrucción.
El arrasamiento no desterritorializa en el sentido de tornar liso el
territorio que invade, sino que lo baliza de arabescos y banderolas
clavadas en los cuernos del toro europeo.
El nuevo brote del barroco llega a Cuba vía España, donde García
Lorca y la generación del 27 lo reivindicaban, entusiasmados por los
festejos del tricentenario gongorino. La irrupción del vate gigantesco de la
calle Trocadero no guarda relación con lo que se venía escribiendo en la
isla y se conecta directamente con las vanguardias europeas. El encuentro
de los jóvenes poetas de Orígenes con Juan Ramón Jiménez toma así el
valor de un acontecimiento genealógico. Impulsionado por estos poetas
estetizantes, el barroco prende en Cuba. Es sorprendente —nota el crítico
cubano González Echevarría 81 — que justamente “el único país del
hemisferio que experimenta una revolución política de gran alcance, sea
el que produce una literatura que, desde cualquier perspectiva
comúnmente aceptada, se aleja de lo que se concibe como literatura
revolucionaria".
Esta tensión no dejaría de alimentar severas lidias (que no pueden ser
por entero atribuidas a la subversión escritural). Lezama Lima, que eligió
permanecer en su casa de La Habana después de la revolución, no
tardaría en entrar en sordos conflictos con el régimen, que le negaría la
visa de salida. Como buena parte de la literatura cubana contemporánea,
también el barroco cubano florecería en el exilio, gracias, en buena parte,
a la grácil prosa de Severo Sarduy. Es el mismo Sarduy quien lanza en
circulación, en un artículo de 197282, el término neobarroco: disipación,
superabundancia del exceso, “nodulo geológico, construcción móvil y
fangosa, de barro...”.

Neobarroco / Neobarroso

Hablamos de neobarroco y neobarroso. ¿Por qué neobarroso? Estas


torsiones de jade en el jadeo sonarían rebuscadas y fútiles (brillo hueco
que tan sólo empaña la intrascendencia superficial) en los salones de
letras rioplatenses, desconfiados por principio de toda tropicalidad e
inclinados a dopar con ilusión de profundidad la melancolía de las
grandes distancias del desarraigo. Borges ya había descalificado el
barroco con una ironía célebre: "Es barroca la fase final de todo arte,
cuando ella exhibe y extenúa sus recursos (...); cuando ella agota, o
pretende agotar, sus posibilidades y limita con su propia caricatura”
(Historia Universal de La Infamia).
Ello no quiere decir que el impulso de barroquización no estuviese
presente en las escrituras transplatinas —y de un modo general, en el
interior del español. Ya Darío lo había artificializado todo, y algún Lugones
lo seguiría en el paciente engarce de las jaspeadas rimas. Por otro lado, el
neobarroco parece resultar —puede arriesgarse— del encuentro entre
ese flujo barroco que es, a pesas de sus silencios, una constante en el
español, y la explosión del surrealismo. Alguna vez habría que reconstruir
(como lo hace Lezama en relación al barroco áureo) los despliegues del
surrealismo en su implantación latinoamericana, cómo sirvió en esas
costas bravías para radicalizar la empresa de desrealización de los estilos
oficiales —el realismo y sus derivaciones, como la “poesía social". En la
Argentina, la potencia del surrealismo es determinante, a través de voces
como las de Aldo Pellegrini, Francisco Madariaga y sobre todo Enrique
Molina. En el propio Lezama se siente el impacto del surrealismo, sobre el
cual se monta o labra la construcción barroca (eso se ve en poemas como
“el puente, el gran puente que no se le ve...”).
Sin embargo, el propio Lezama se encarga de diferenciar los
procedimientos: lo que él hace “claro que no es surrealismo, porque hay
una metáfora que se desplaza, no conseguida directamente por el choque
fulminante de dos metáforas”83. Metáfora traslaticia, torna imposible
detener el desplazamiento incesante del sentido, como un módulo móvil.
Volviendo a la Argentina, muchas fueron las estrategias que
apuntaron a socavar el sentido convencional de las cosas, refugiado a
veces en un lirismo sentimental y expresivo. La operación de
extrañamiento, con matices arcaizantes, es sensible en Macedonio
Fernández, que cifra en efectos retóricos la nada. No hay cómo clasificar
aquí las permutaciones significantes que Oliverio Girondo hace con el
español en En la masmédula, cruzándose a ciegas, como muestra Jorge
Schwartz84, con el experimentalismo concretista de Haroldo de Campos.
Por su lado, el ya nombrado Enrique Molina ataca las narrativas
dominantes y la propia historia, hilvanando en micropuntos fascinantes la
crónica poética de la tragedia de Camila O'Gorman.
Las poéticas neobarrocas, siguiendo aquí una idea de Roberto
Echavarren85, toman mucho de las vanguardias, particularmente su
vocación de experimentación, pero no son bien vanguardias. Les falta su
sentido de igualización militante de los estilos y su destrucción de las
sintaxis (ambos temas presentes en el concretismo): se trata, antes, de
una hipersintaxis, cercana a las maneras de Mallarmé. Se lanza al mismo
tiempo a reivindicar y reapropiarse del modernismo, recuperando a los
uruguayos Herrera y Reissig y Delmira Agustini, entre otros.
Hay, con todo, una diferencia esencial entre estas escrituras
contemporáneas y el barroco del Siglo de Oro. Montado a la
condensación de la retórica renacentista, el barroco áureo exige la
traducción: se resguarda la posibilidad de decodificar la simbología
cifrada y restaurar el texto “normal”, a la manera del trabajo realizado
por Dámaso Alonso sobre los textos de Góngora. Al contrario, los
experimentos neobarrocos no permiten la traducción, la sugieren —
estima Nicolás Rosa86— pero se ingenian para perturbarla y al fin de
cuentas destituirla.
Así, a diferencia del barroco del Siglo de Oro —que describe audaces
piruetas sobre una base clásica— el barroco contemporáneo carece de un
suelo literario homogéneo donde montar el entretejido de sus minas.
Producto de cierto despedazamiento del realismo, paralelo al desgaste
del “realismo mágico” y de lo “real maravilloso”, la eclosión de una
variedad de escrituras instrumentales más o menos transparentes
dispersa en el desierto los aduares de los estilos cristalinos.
Esta operación de montaje sobre un estilo anterior se torna clara en
un poeta al que no será prudente clasificar sin más como neobarroco: el
argentino Leónidas Lamborghini. El comienza con una poesía de cuño
social, que debe algo al populismo de Evaristo Carriego y tal vez al
sencillismo de un Baldomero Fernández Moreno, para ir “barroquizando”
ese sustrato por saturación metonímica —dispositivo claro sobre todo en
un libro de 1980, Episodios.
Más radical es la experiencia de su hermano, Osvaldo Lamborghini, a
quien no se vacilaría en otorgar los lauros de la invención neobarrosa. Su
obra puede considerarse el detonador de ese flujo escritural que
embarroca o embarra las letras transplatinas. Si bien proviene, al igual de
Leónidas, de la militancia peronista, Osvaldo Lamborghini entra en
conexión con una veta completamente diferente, que es la irrupción del
lacanismo. Éste reconoce —mal que le pese a su actual oficialización—
una época heroica, casi pornográfica. En 1968, Germán García provoca un
resonante escándalo judicial con su novela Nanina, best-seller censurado
que revelaba intimidades pueblerinas que la revolución sexual ha tornado
ingenuas. Editado al año siguiente, El Fiord —cuya radicalidad se abría en
la obscenidad de un parto despótico, para desatar una subversión de la
lengua más ambiciosa—da cuenta así del nacimiento de una escritura:
“¿Y por qué si al fin de cuentas la criatura resultó tan miserable —en
lo que hace al tamaño, entendámonos— ella profería semejantes
alaridos, arrancándose los pelos a manotazos y abalanzando ferozmente
las nalgas sobre el atigrado colchón?”87.
Continuando con este rápido esbozo, conviene mencionar al escritor
que más relación textual tiene con Lezama Lima o Severo Sarduy: Arturo
Carrera. El ncobarroso transplatino tendría, en verdad, dos nacimientos.
Uno, el de El Fiord; otro, el de La Partera Canta:
“...la partera arañando. Tiritando en los bloques. Oyendo los acuáticos
zumbones del sonajero que agitaban en la panza de la suerte. Las
borradas monedas y las hojas de la escarcha. La humedad helada que
penetra en los surcos y quema y alimenta. El campo, para ella, el
pensamiento lácteo... y un fórceps de hielo. Un Pujo inadvertido en otro
tedio. Un gritito sofocado entre tréboles y otra mirada briosa y ‘gritada’
sobre el yunque dinamitado del tintero”88.
Cómo entender esto que no es una vanguardia, y ni siquiera un
movimiento, sino sólo la huella deletérea de un flujo literal que envuelve,
en las palabras de Libertella89, “aquel movimiento común de la lengua
española que tiene sus matices en el Caribe (musicalidad, gracia,
alambique, artificio, picaresca, que convierten al barroco en una
propuesta —‘todo para convencer’, dice Severo Sarduy) y que tiene sus
diferentes matices en el Rio de la Plata (¿racionalismo, ironía, ingenio,
nostalgia, escepticismo, psicologismo?)”.

Tajo / Tatuaje

Las condiciones de la relación entre la lengua y el cuerpo, entre la


inscripción y la carne, admiten tensores diferentes en el neobarroco
contemporáneo. En el cubano Severo Sarduy, directamente filiado a
Lezama, la inscripción toma la forma del tatuaje: “Con tanto capullo en
flor, tanta quedeja de oro y tanta nalguita rubensiana a su alrededor, está
el cifrador que ya no sabe dónde dar el cabezazo; intenta una pincelada y
da un pellizco, termina una flor entre los bordes que más dignos son de
custodiarla y luego la borra con la lengua para pintar otra con más
estambres y pistilos y cambiantes corolas”90. El autor es, para Sarduy, un
tatuador; la literatura, el arte del tatuaje.
En cambio, para Osvaldo Lamborghini, más que de un tatuaje, se trata
de un tajo, que corta la carne, rasura el hueso. Véase este fragmento de
“El Niño Proletario”: “Entonces todas las cosas que le hice, en la tarde de
sol menguante, azul, con el punzón. Le abrí un canal de doble labio en la
pierna izquierda hasta que el hueso despreciable y atorrante quedó al
desnudo. Era un hueso blanco como todos los demás, pero sus huesos no
eran huesos semejantes. Le rebané la mano y vi otro hueso, crispados los
nódulos-falanges, aferrados, clavados en el barro, mientras Esteban
agonizaba a punto de gozar”91.
Entre estos dos grandes polos de la tensión tajo/tatuaje, se
desenvuelven, grosso modo, una multiplicidad de escrituras neobarrocas,
o, sería más generoso decir, de trazos neobarrocos en las poéticas
hispanoamericanas. No se trata en absoluto de una escuela, pero algunos
rasgos en común pueden fabularse. Cierta desterritorialización de los
argots (así, en Maitreya, un chongo rioplatense emerge de las aguas del
Caribe) que se corresponde, en parte con la dispersión de los autores:
Sarduy en París, Roberto Echavarren y José Kozer en Nueva York, Eduardo
Milán en México, etc.
El cubano Severo Sarduy, cuya contribución más importante para las
letras son sus novelas, recupera, en su libro Un testigo fugaz disfrazado
las formas clásicas de versificación vaciándolas (o ¿llenándolas?) con un
sensualismo a veces retozón. Su compatriota José Kozer practica una
suerte de suspensión narrativa que bastante parece deberle a los climas
proustianos. Ya otro extremo de la articulación neobarroca estaría dado
por escrituras vecinas a lo que se ha dado en llamar “poesía pura” como
es el caso del uruguayo Eduardo Milán, que a la proliferación de otros
poetas opone la concisión. En ello semejase en algo —aunque más no sea
por la brevedad" a los repliegues amorosamente labrados de la argentina
Tatuara Kamenszain. El uruguayo Roberto Echavarren, en cambio, se
caracteriza por poemas de largo aliento, donde cierta erudición hace cita
con el coloquialismo de una narrativa en ruinas, que consigue, en su
aparente pérdida, recuperar la ganancia de otras olas.
Se trata, antes que una compilación extensiva, de esbozar una
cartografía intensiva que dé cuenta del arco neobarroco, cuyos límites tan
difusos resulta harto arriesgado tratar. Sin pretensión de exhaustividad,
hay, claro, otros poetas ncobarrocos o asimilables a esta resurrección del
barroquismo en los restantes países hispanoamericanos. Puede
mencionarse a Coral Bracho en México, Mirko Lauer en Perú, Gonzalo
Muñoz y Diego Maquieira en Chile, donde también se destaca, dentro de
esta corriente, la novelista Diamela Eltit. En el Brasil, la evolución del
Haroldo de Campos de Galaxias se orienta en el sentido de un creciente
barroquismo, donde cabría situar también al experimentalismo de Paulo
Lcminsky en Catatan. Otros bardos brillan también en los lindes de las
laudas barrosas: en el Uruguay la cintilación arrasadora de Eduardo
Espina (su poemario Valores Personales es de 1983) y el encanto
preciosista de Marosa de Giorgio. En estos confines se sitúa, asimismo, el
joven peruano residente en Buenos Aires, Reynaldo Jiménez, cuya obra,
aún breve, permite entrever una fulguración funambulesca en las redes
suspensas de la lengua.
Si el barroco del Siglo de Oro, como dijimos, se monta sobre un suelo
clásico, el neobarroco carece, ante la dispersión de los estilos
contemporáneos, de un plano lijo donde implantar sus garras. Se monta,
pues, a cualquier estilo: la perversión -diríase— puede florecer en
cualquier canto de la letra. En su expresión rioplatense, la poética
neobarroca enfrenta una tradición literaria hostil, anclada en la pre-
tensión de un realismo de profundidad que suele acabar chapoteando en
las aguas lodosas del río. De ahí el apelativo paródico de neobarroso para
denominar esta nueva emergencia.
Barroco: perla irregular, nódulo de barro.
(EL DESEO DE PIE92)

El camino de Glauco, iba diciendo para iniciar el verso (o mejor, el


reverso) de estas notas. Camino que recorre, canino, las casitas de una
prosternación. Pero algo huele mal en este comienzo: es que el camino
evoca al pie que en él se apoya. Quizás de eso más precisamente es de lo
que se trata. De que el texto huela mal, de que el camino se embarre, de
la suela percudida, del catarro adherido al taco lamido y gastado. De los
cordones y lazos. El texto que se lee (que se recorre como un itinerario de
letritas de sopa frías que un perro lame) y el olor que lo macula.
Ultrajantes olores.
Los efluvios —“una baranda que voltea”— impregnan y movilizan
(flujos de una energía viscosa y deletérea) los estremecimientos, los
temblores, de quien inclina la vista o las narinas. Esta transmisión
grasienta podrá operar una multiplicidad de microdispositivos, retículas,
rencillas: como la madelaine, célebre y mantecosa, cuyo aroma crocante
sumergiéndose en el pocillo devolvía a Proust la memoria afectiva de su
infancia, el tiempo redivivo, recuperando el sentido —menos
contaminado que el auditivo y el visual— del olfato. El olor como forma
vaporosa / vaporal (recuérdese de Vick Vaporub) de una energía
fuertemente libidinizada que pone en movimiento máquinas de
recordaciones, de pensamientos, de fantasías. El patán que maquina el
texto de glaucomatoso puede asociarse, en la eficiencia inscripta de su
fragancia, a los urinales de heces donde el filósofo (¿Michelet?) se
embriagaba para continuar desafiando las contorsiones de su época.
En el Manual del podólatra el hedor del olfato va a impregnar pasillos
menos sublimados. Esa “acción directa” del deseo, que la pornografía
evoca (“¡vamos a los hechos!”), también se pone manifiestamente en el
propio gesto de quien lee. La mano no se dirige, como la del pensador, a
la frente cargada y pesarosa, sino al frenesí ríspido de la bragueta. Glauco
no confiesa, como hace Genet, que “escribo mientras me masturbo”.
Pero cuenta, en su itinerario deseante, que se masturba mientras lee, o
que lee para masturbarse. La tentación de la masturbación se hace casi
irresistible. En un desliz, las gotas seminales del lector manchan la página
tatuada de inscripciones —huellas aún húmedas— de quien escribe
aquello que lee mientras se masturba. ¿Perturba, acaso, ese masturbar?
¿Masturba, perturbando, lo que se lee? ¿O le agrega un remordimiento,
retorcido, de doncella que se entrega a sus labores (o flores) pero se
inquieta, bajo las sedas del ronroneo? O mejor, la doncella que suelta un
pedo.
Al pedo. Estas notas de pie de página son notas al pedo. La expresión
rioplatense —que usa el pedo para significar “en vano”, "á loa "— es
obscenamente gráfica: dislocamiento del deseo de la mierda a su futilidad
flatulenta, descartable. Descarte, que, sin embargo, deja flotando en el
aire la contundencia inopinada de su irrupción. No es extraño que se
aluda a la mierda para hablar del hedor de los pies (o de la máquina de
escribir que ese hedor hace entrar en funcionamiento). El propio Glauco
lo hace: el fervor coprofágico de su Jornal Doltrávil (renegación de lo
eréctil, de lo consolidado, en beneficio de lo provisorio, de lo plegable)
encubría —o vehiculizaba— un fervor más profundo: el de los pies.

EL PIE: fetiche kitsch. La exaltación de la futilidad rococó alcanza aquí


su clímax textual en el éxtasis romántico de La pata de la gacela. Pero las
cosas no tardan en volverse más serias, las huellas más graves. Del frágil
taco Luis XV, de las jofainas versallescas, se pasa a las botas de los
guardias, a los botines de los jugadores, a las zapatillas embarradas de los
obreros. El fetiche parece perder su vocación de adminículo, tardío y
decadente, en la vitrina espejada de una casa de muñecas, para hacer
pedazos la cristalería manierista. En esta salida del acuario de lo
minúsculo (culto sospechoso, sin embargo, el del pequeño pie femenino:
piénsese en los crueles métodos de los chinos para achicar los sufridos
pies de las niñas; se podría imaginar, con Lyotard, que, así como los
griegos preparan la sodomización de sus muchachos, los chinos preparan
con antecedencia precoz y previsora las condiciones de una podolatria
torturante), el pie rotundo, masculino, grande—grandeza asociada
folclóricamente a la de la pica— pisa, como el gallo a la gallina, con el
peso (deseado) del poder.
“Usted camina y camina y al final compra en Sadima”, decía una
estridente publicidad de mi infancia porteña. Hoy los hilos de ese caminar
ya no nos parecen inocentes: el afilado olfato de Glauco los desvela e
insufla. En ese caminar de alguien que deambula en busca de su sadima
(una antigua casa de muebles.; y el mueble equivale a lecho: “vamos a un
mueble" se dice al ir a un motel, en el castellano de Buenos Aires) hay una
materialidad aplastante. Ningún simbolismo. Una presión, dolorosa pero
cálida en su punción (músculo que resiste, planta que se inflama) en los
soportes de aquél que anda. Descubrir la libidinosidad de esa travesía
recurrente, a pie, podrá ser más fácil a quien, como Glauco, recorre
(flâneur homosexual) los circuitos del trottoir.
Imaginamos, con Baudelaire leído por Benjamín, una errancia de la
mirada deseante que esconde y corta el flujo impertérrito de la multitud
homogeneizada. Pe la misma forma que la cartilla astutamente
pornográfica en que Glauco anuncia sus servicios, la mirada del flaneur
interfiere en la circulación de las masas en el paisaje urbano. El efecto de
choque de esa interferencia puede parecer disminuido por cierta
neutralidad perversa, de la que el autor se jacta. Esta candidez maliciosa
no le impide regalarse risiblemente con los efectos de sus embestidas: la
sorpresa del desprevenido (atraviesa el pie en el distraído para hacerlo
caer con una zancadilla) es constitutiva de su procedimiento. Así como la
mirada de quien vaguea es placentera (y no funciona sólo en virtud de la
falta a cuya remedio aludiría, sino en la propia afirmación de su deriva por
derivar, especie de arte por el arte), los métodos de caza narrados por
Glauco parecen inseparables de sus resultados prácticos: la mano
crispada en el pene turgente. La tentación de la masturbación nos es —
otra vez— irresistible. Leemos y escribimos en un estado de exacerbación
casi histérica. De nuevo Benjamín (comentando el poema “A una
paseante”, de Baudelaire): “Lo que contrae convulsivamente el cuerpo —
‘crispé comme un extravagante’ está dicho en la poesía— no es la
felicidad de quien es invadido por Eros en todos los pliegues de su ser,
sino un acoso de perturbación sexual que puede sorprender al solitario”.
La sorpresa es un atributo del nómade. ¿Qué tiene que ver esto con
las memorias del caminante que se arrastra, héroe relamido de la
posmodernidad? Se puede percibir, en el desarrollo de su marcha, un
doble movimiento de deseo. El primero, en el sentido de su expansión y
difusión, su reconocimiento (y por lo tanto, sus travesías y pasajes) de los
diferentes sabores, olores y humores (y al final, también amores). Y un
segundo movimiento, que apunta hacia su especialización, su progresiva
singularización. El perverso, tal como el libertino sadeano, revisitado por
Klossowski {Sade, mi prójimo), se condensa (apunta, pistola fija o flecha)
en la repetición automática —y finalmente apática— de un único gesto,
en la explotación sistemática y minuciosa de un definitivo punto de gozo.

Espacialización (la trayectoria por los territorios y cuerpos) /


especialización (la erección de un punto ideal y máximo de gozo). No se
trata de especulaciones abstractas, sino de experimentaciones en lo real.
Las tensiones entre el espacio nómade y la especie perversa se rastrean
en varios niveles. Estas memorias de un pedólatra se disponen como una
“arqueología deseante”. Su objeto es revolver los orígenes, las
circunvoluciones y escalas de un deseo, las podolatrías (y al neologismo
no le escapa una asociación, que le es muy grata, con la idolatría:
podólatra, cabría decir, es aquel que idolatra los pies), recreada a partir
de su culminación experimental: el fingido extravío de la convocatoria
perversa en el espacio anónimo e indiferenciado de la masa pública.
Los agenciamientos del deseo son experienciales y concretos, menos
que oscuramente anclados en la ley inmutable de un inconsciente
proscripto. Y esos agenciamientos, conexiones, encadenamientos,
articulaciones —insisten Deleuze y Guattari— pasan directamente por el
campo social, corroen las instituciones sociales. Así, las travesuras del
deseo acechan los instersticios de la quinta familiar: la fusión semiótica
entre hedor/cojer como doble transgresión, o como transgresión
incrementada. Esa cogida que hiede se consuma con los residuos, como
los desechos, entre los despojos y abandonos: pisadas que destilan el
zumo de su marca.
La continuidad de lo voluptuoso quizás puede conectarse con el
desarrollo excepcional del olfato de aquel que ve menos, que es
segregado de los rituales de la infancia viril a causa de su falta de visión,
aplastada la visión vivaz c insuficiente bajo anteojos de gruesas lentes.
Luego, aquel que huele lo feo, el tabú, define la excentricidad (la
refistolería, diría la madre de Lezama Lima) de su (poca) visión. Pudiendo
ver apenas de cerca, la mirada se vuelve microscópica: ve el deseo en sus
repulgues y relieves, donde otros ven solamente un polvillo despreciable,
insignificante. Así, el glaucomatoso significa el goce donde socialmente
sólo está instalado, reconocido, legitimado, el desprecio y el asco. Goce
de desperdicio, que no es —de ninguna manera— desprecio del goce
(“Gozaste como un desgraciado”), dice lo glauco; “Gocé gratuitamente",
responde lo matoso.
Precio del goce del desprecio: el goce del poder de otro sobre mí, pero
no sobre mi goce. El goce se desprecia cuando el actor/autor pierde el
control de la maquinación, como sucede en uno de los atendimientos
linguipedales (caso nº 27). Dicho de otra manera: el poder del otro sobre
mí es mi fuente de goce (“condición erótica” diría Freud). La macchietta
del poder del otro, eso es lo que me hace gozar.
El hecho de que ese poder del otro pueda ser fingido (y eso no le resta
realidad) no quiere decir necesariamente que todas las disposiciones del
poder sean falseadas. En ciertas ocasiones pueden parecer más intensas
(¿o verosímiles?) cuando se agencian sobre cortes reales. No es una regla
áurea, pero probablemente el usufructo de un status inferior, en
términos de situación social, puede favorecer la libidinización de la
desigualdad jerárquica (o viceversa). ¿Acaso el acto de gozar del papel de
oprimido pudiese ser facilitado por el hecho de ser objetivamente
oprimido (con todos los matices que la aplicación de este pesado rótulo
puede acarrear)? Como el Trevisán del seminario de En nombre del deseo,
el Glauco del Manual ocupa un status relativamente inferior comparado a
la virilidad exultante de los machos shoteadores de pelota.

La génesis de ese status es compleja. Sea por su problema de visión


(donde algún psicoanalista podrá interpretar tajantes conflictos), sea
porque el olor lujurioso no dejaba de contagiar sus devenires,
orientándolo precisamente hacia abajo (una pulsión de abismo: hundirse
gustosamente revolcándose en el barro mierdoso del zapato, y para eso
descender las gradas de la degradación); lo cierto es que Glauquito va
adquiriendo poco a poco cierta excentricidad. Esa condición (parcial) de
excéntrico, de marginal, no debe ser entendida como una tendencia a la
lumpenización socioeconómica; se trata de una marginalidad específica,
de corte sexual.
Esta especie de muralla táctil (aunque no necesariamente visible ni
transparente) se constituye en torno de la demarcación y de la
distribución social de las perversiones. Las perversiones se nos presentan
aquí—como quería Marcuse— como encarnaciones condensadoras de la
resistencia de la libido (en cuanto movilización del principio de placer) a
Id domesticación “superyoica” del “principio de rendimiento”. Lo curioso
es pensar cómo se procesa socialmente esa distribución de las pasiones
perversas. Es como si ellas se concentrasen en ciertos sujetos, que pasan
a correr una “carrera perversa” hasta asumir una “identidad” —en el caso
de Glauco, progresivamente particularizada—, sin que por eso tales flujos
de conexión deseante dejasen de estar difusos en el cuerpo social, en los
cuerpos multiformes, multicolores de la masa.
Esta posición de marginalidad que el autor irá a ocupar no se mide,
así, por coordenadas socio-económicas, sino por coordenadas libidinales,
con referencia a las reglas que ordenan y clasifican las pasiones. En ese
sentido, la excentricidad del perverso remite a su
proximidad/contigüidad/proclividad, con un punto de ruptura del orden
social —en este caso, en el plano directamente sexualizado de las normas
que regulan los intercambios eróticos. Cierto repudio a esas reglas puede
especularizarse en la inversión: las cosas se toman al revés, por el
reverso. Esta reversión ya era practicada por el pequeño Glauco, cuando
leía “al revés” (buscando excitación) los aviesos avisos de “higiene sexual”
del Dr. Caprio.
Esos puntos de ruptura son puntos de fuga del orden social, fugas que
(no siempre radicales) son usualmente literales, al tomar la forma de una
errancia, en busca del objeto deseado. El encuentro puede
desencadenarse por obra de la casualidad —pero es una casualidad
objetiva, como la de los surrealistas, o la de los encuentros “casuales” en
los bares de la Cinelandia carioca.
En todo caso, es una casualidad que se provoca. Casualidad
programada, la escena del deseo parece contener una prefiguración que
se actualiza en la captura del acontecimiento instantáneo. Un ejemplo de
esta modalidad de actualización de una "fantasía” deseante puede ser
visto en uno de los momentos más violentamente sensuales de la
narrativa: el encuentro con la gang microfascista del colegio Mackenzie.
“Yo no iba a perder la oportunidad”, dice Glauco, a lo que agregaría: “de
actualizar mi deseo”.

Espacialización y especialización son así movimientos no opuestos,


sino simultáneos. Constatación casi banal: a medida que el cuerpo del
deseante se va posicionando en relación a otros objetos (objetos que son
zapatos, medias, no solo pies sino sus pisadas deletéreas), también la
direccionalidad de su deseo se va delineando y perfeccionando,
volviéndose precisa y preciosa. Este doble procedimiento no debería ser
imaginado como parte de una ascesis totalizante, ideológica. Por el
contrario, es como si sucesivas articulaciones deseantes se pusiesen en
funcionamiento, diferentes zonas se erogenizasen —un dislocamiento por
campos erógenos, no meramente por el propio cuerpo, sino también por
los cuerpos de otros y no por aquello que esos cuerpos tocan o
impregnan. No habría una unilinealidad ascendente en el devenir
deseante —como a veces parece creer el propio Glauco. La arqueología
de la pedolatría podría, con maliciosa ingenuidad, ser leída como una
especie de ascensión idolátrica. El mismo reconoce, sin embargo, el
absurdo de- cierto misionerismo Iibidinal. En realidad, se trata de una
exploración de caminos {otra vez el caminar, la suela babosa que araña el
suelo de lenguas, la lengua de siete leguas), cuya finalidad última es
ambigua, contradictoriamente definida para el propio sujeto que se
descoloca. Por ejemplo, en el diálogo final, Kazuko (la manía memorialista
sobreabunda de nombres propios) apunta a la contradicción entre la
errática melosidad de la profesión linguopédica y el ideal de un caso
estable y monogamia). Tensión que atraviesa la trayectoria entera de este
errante que se desea (y es objetivamente) sedentario.

En las memorias se viaja. Dislocamientos territoriales (como la


mudanza hacia Río de Janeiro a fin de apartarse de la familia), y también
dislocamientos del propio deseo por el cuerpo, por los actos del álbum
imaginario de las perversiones. Iodo el libro se orienta en el sentido de
iluminar el oscuro pie de este deseo. Pero el transcurso de su desvelo
pasa por una multiplicidad de prácticas y experiencias. Variantes del sexo
oral, anal, posiciones sadomasoquistas, a veces intercambiables. Aún
más: cuando Glauco interrumpe la narración de sus aventuras para
insertar trechos bibliográficos o “teóricos”, está dando cuenta de otro
aspecto de la maquinaria. La lectura es también una ocasión de deriva,
una instancia en la actualización (eclosión demorada, degustada y al fin
casi diluida) del gozo. No sólo es el cuerpo que hace-, sino también se
“hace” la cabeza.
Eso no implica desconocer las potencias de la sensación. Por el
contrario, Glauco se encarga de desenmascarar lúcidamente este
malentendido, que le atribuye a la perversión una motivación
básicamente moral: “No era un mero fetiche, algo frío e inerte a llenar
artificialmente el vacío de la fantasía frustrada: más que la suciedad
reciente, que la humedad del sudor, era el olor el vestigio más palpable,
la pista más fresca, la verdadera señal de vida. Era el olor la comunión
espiritual entre mi pasión y el cuerpo entero de quien calzaba aquello que
estaba lamiendo”. (“Dos olores chulos”).
Sin embargo, al recorrer las sinuosidades a través de las que se realiza
el gozo de esa sensación inefable, una porción de agenciamientos sociales
entra en funcionamiento. Ciertos rasgos románticos de la pasión
intempestiva a veces nos hacen perder de vista las circunstancias en que
esos arrebatos movedizos se consuman. En las memorias anotadas del
glaucomatoso, sin embargo, se muestran claras esas articulaciones con
los grandes dispositivos sociales de dominación y opresión (sus incesantes
flujos fílmicos que bombardean, show de flashes, el inconsciente): y que-
dan más perceptibles gracias a esos cortes “literarios”, espasmódicos
pasajes del diván de quien confiesa para el gabinete de aquel que
reflexiona.

Las modalidades de ésta conexión deseante con el poder son


múltiples. Oposiciones binarias (del tipo rico/pobre, fuerte/débil,
masculino/femenino, amo/esclavo, carcelero/prisionero,
verdugo/víctima) sobrecodifican el campo social en su conjunto, y no se
hace necesario andar mucho para tropezar con ellas. En los bajos
instintos de Glauco, sin embargo, esas oposiciones de orden molar
(macroscópica) son reapropiadas, puestas al servicio de la producción
molecular (microscópica) de una sensación placentera.
Por un lado, se revela que la relación de poder es una relación de
deseo (y por ese camino encontraríamos el deseo de servidumbre de La
Boétie). Sin embargo, se puede pensar al contrario: que esas fugas
deseantes (expresadas por ejemplo en la sexualización de la relación
verdugo/víctima: en Genet, el muchacho que tiene erección mientras le
escupen en la boca; y el brillante panorama de los amores entre los
prisioneros y sus guardas en los campos de concentración de
homosexuales de la Cuba de Castro, dado por Reinaldo Arenas en Arturo,
la estrella más brillante) son recapturadas y puestas al servicio del
funcionamiento de máquinas sociales institucionales.
La homosexualidad no es subversiva en sí, como acto anatómico. El
mero ejercicio de su práctica no determina a priori su sentido
micropolítico. No se puede recurrir a un modelo médico-biológico de
sexualidad. Habrá siempre que prestar atención a las coordenadas
sociales que se agencian en la unión de los cuerpos.

El texto de Glauco es particularmente interesante porque está


directamente anclado en un dispositivo complejo y eficaz: el deseo de
dominación. Remite a la cuestión planteada por Reich, que es uno de los
caballitos de batalla del Antiedipo: “las masas desearon el fascismo, y eso
es lo que hay que explicar”. Pero el fascismo no ronda el tránsito erótico
de Glauco sólo como fantasma latente; aparece manifiesto en los discur-
sos de varios clientes de su masaje. Recordemos al nazi que cree en la
superioridad Satura! o don de mando, y el inefable Fernando, verdugo
desmemoriado que evoca, en su reaparición como esclavo voluntario, las
tropelías del CCC.
Glauco nos estaría sugiriendo: los mecanismos sociales del poder, de
opresión y de represión, en última instancia, no serían más que caminos
que el goce recorre para realizarse. Las escenas voluptuosas de la prisión,
de la tortura, de la humillación, develan el lado libidinal de las cosas. La
sociedad olfateada por Glauco es, en este aspecto, casi sadeana: la
finalidad de los vejámenes a los que son sometidos los secuestrados en el
aislado castillo de 120 días de. Sodoma era la producción de un gozo
sexual para los amos.
Esta sexualización abrupta de las relaciones sociales no es meramente
imaginaria. Entre los internos del reformatorio de Mettray (en El milagro
de la rosa, de Genet), el “hermano mayor” tenía derecho a sodomizar (o
escarnecer) al menor como parte de las atribuciones de su “titulo” —
recreación artificial de una familia dónde la tensión sexual,
convencionalmente velada, se hace explícita.
Tal sujeción al déspota no es mero sufrimiento, ni martirologio repleto
de gemidos cristianos. Esos gemidos —con su manto de piedad, culpa,
autoconmiseración- pueden servir bien como cortina musical y esconder,
bajo la cascada de lágrimas doloridas, un secreto (pero vivo) goce.
Afirmar ese goce del dolor en su potencia de derecho al placer no
contribuirá necesariamente a reforzar las cadenas esclavistas, sino
también a una cierta forma de reapropiación deseosa de ese vínculo
convencionalmente opresivo. Deleuze muestra que la pareja
sadomasoquista es imposible (hay un chiste clásico: el masoquista le pide
al sádico: pégame, el sádico responde: no). Existe un “activo masoquista
(el que “sufre”) que es quien hace girar las manivelas del ritual (pasivo
masoquista sería, a su vez, aquel que ejerce el castigo).
Independientemente de sus variaciones (activo y pasivo pueden
cambiar, como muestra Glauco hasta la saciedad), la maquinaria
masoquista es ritualizada al extremo. Ritualismo que puede encarnarse
bajo la forma administrativo-burocrática: la pasión del registro.
Clásicamente este registro se hace en el propio contrato que rige los
límites de la relación (que en caso de Masoch es escrito). Pero el
podólatra obtiene sus propias estadísticas. La forma es aquí la
investigación de campo, perversión sociológica —más parecida a la
recopilación sistemática de compañeros de los grandes coqueteos
homosexuales. La metodología de Glauco es curiosa, porque recorre los
equipamientos urbanos: correos, teléfonos, subterráneos, etc.
Sofisticación que reúne un doble beneficio. El ejercicio del goce
demandado, y el goce más literario de su registro. El experimento del
masaje linguopédico está hecho, explícitamente, para ser registrado en
este libro.
Lanzado el estatuto de la podolatría (aberrante como el neologismo —
monstruo bilingüe— que la designa), habrá que preguntarse si esta carta
de ciudadanía implica alguna forma de identidad. Esta “identidad
podólatra” podría urdirse —como quiere Foucault (“Sex, power and
politics of identity”, entrevista de Bob Gallagher y Alexander Wilson,
Advocate, Malibu, nº 400, 7-8-84)— como un juego, una distribución
siempre provisoria de posiciones en el ludismo voluptuoso. Sin embargo,
más duramente, puede ser representada como una especie de
encarnación interior, nacida de las obscuridades recónditas del ser.
En el texto de Glauco, la identidad podólatra es lúdica mientras se
relaciona con los intercursos sexuales en sí. No obstante, ronda a veces el
fantasma de cierta identidad totalizante o interior —más asimilable a la
inflación militante de la afirmación homosexual y sus resabios, que al
deseo del pie. Es cuando esta identidad molar aparece, que emerge
vestida de blanco la ilusión conyugal —asentada en el monstruo de la
soledad que asusta a los gays.
Aun sin juzgar la justeza de tal demanda, es preciso señalar que si no
fuese por esa condición celibataria, los procedimientos de la investigación
linguopédica se verían tal vez dificultados, o dilatada la morosidad de su
concreción.
La tensión es paradojal: una práctica nómade, errante, promiscua, de
contactos parciales (pie/boca), coexiste con una ilusión de estabilidad, la
búsqueda del compañero ideal y definitivo. Habría que preguntarse hasta
qué punto, en verdad, la búsqueda siempre renovada de ese amor
imposible no anima, dilatando el encuentro fabuloso, el frenesí de la
propia búsqueda.
Un último párrafo sobre el Sida. Es interesante cómo el rastrero
Glauco pervierte el discurso médico—introduciendo una sesuda
fundamentación como preámbulo a sus masajes. Esta parodia de la
terminología clínica resiste bastante firmemente al embate terrorista del
Sida. Así, en la medida en que la podoloatría no implica flujos seminales,
sería una buena alternativa ante el síndrome. Se gasta, entonces, a
cuenta del virus, para propagandear la perversión que se autonomiza —
método parecido al de los gays decentes que se aprovechan de la peste
para defender la pareja cerrada.
La insistencia en fijar las fronteras de esta nueva territorialidad
deseante suena a veces un tanto cortante. Así, Glauco sólo menciona, de
paso, que en dos o tres ocasiones pudo pasar del dedo al pene, de la
podolatría a la felación. No obstante, las deliciosas circunstancias de ese
tránsito (vuelto peligroso por la irrupción del Sida y su virulento
moralismo) nos son vedadas. Aquí cabría a Glauco la misma crítica que él
formulaba al autor de Papillon: “Es justamente ahora que iba a ser más
interesante”.
LA BARROQUIZACION93
Irrumpe, en el corazón del “Paradiso” lezamesco, un carnaval pagano.
“De pronto, entre el tumulto de los pílanos, vio que avanzaba un enorme
falo, rodeado de una doble hiera de linajudas damas romanas, cada una
de ellas llevaba una coronilla que con suaves movimientos de danza
parecía que la depositaban sobre el túmulo donde el falo se movía
tembloroso. El glande remedaba el rojo seco de la cornalina. El resto del
balano estaba formado de hojas de yagruma pintadas con cal blanca. La
escandalosa multiplicación de la refracción solar, caía sobre la cal del
balano devorándola, de tal manera que se veía el casquete cónico
penetrar en las casas, o golpeando las mejillas de las doncellas que
acababan de descubrir el insomnio interrogante de la sudoración
nocturna”.
La irrupción de la mascarada barroca remeda un triunfo fálico. Es
importante preguntarse por el sentido del remedo. No se trata de una
copia, sino mejor de un simulacro94. La parodia instaura, respecto del
objeto parodiado, una distancia acida y crítica. Bajo la apariencia de una
imitación grotesca, exacerbada, se practica una destrucción por la
derrisión de cierta lisa naturalidad de la expresión. La maquinaria del
barroco disuelve la pretendida unidireccionalidad del sentido, en una
proliferación de alusiones y toques cuyo exceso tan cargado impone su
esplendor altisonante al encanto rudo de lo que, en esa voluta
voluptuosa, se maquillaba.

r
Anti-occidental

No se afirma en vano que el barroco es el arte más escandalosamente


anti-occidental derivado del propio Occidente. Esos méritos no emanan
solo de su extraterritorialidad —floreciendo en áreas marginales, Italia,
España, Hispanoamérica. Revolucionario por su marginalidad, por su
excentricidad, por su exceso, el barroco mantiene una férrea disputa con
el racionalismo discursivo que se torna dominante en Occidente. El
divertimento culto —antes que la negación, el asistemático
desconocimiento— con que fuera, en el siglo 19, abominado, considerado
el modelo de como no se debía escribir, intentó volver irónica su derrota.
Cierto flujo barroco quedaría, sin embargo, en el interior de las
lenguas. Las vanguardias literarias de principios de siglo se lanzan a la
regeneración del barroco. En cierto momento —advierte Lezama Lima en
“La Curiosidad Barroca”—el barroco se volvería una moda, tan
proliferante como sus artificios, ampliando con desmesura sus dominios,
hasta abarcar “los ejercicios loyolistas, la pintura de Rembrandt y el
Greco, las fiestas de Rubens y el ascetismo de Felipe de Champagne, la
fuga bacheana, un barroco frío y un barroco brillante, la matemática de
Leibnitz, la ética de Spinoza y hasta algún crítico excediéndose afirma que
la tierra era clásica y el mar barroco". El propio Lezama Lima es hijo de
esa inflación barroca.
Si se acepta que las ondas estilísticas del barroco no dependen
solamente de innovaciones individuales, sino que remiten a cierto
“espíritu colectivo de época”, ¿cómo leer ciertas fuentes barroquizantes
que se expresan primeramente en lo literario, pero que aluden -como el
eclipse de Kepler “anticipado” por la elipsis barroca—a una cosmología?
No se sabe bien si es una época barroca, o si es el barroco que “hace” una
época.
El estilo barroco no solo disciplina y disipa los ornamentos, sino
arquitecta también una mirada caleidoscópica, que no impone a los
fragmentos que registra en su exploración la unidad preconcebida de su
propia programación. Eso no quiere decir que el barroco deje
exactamente sueltos todos esos pedazos, sino que los pone en hilera a su
modo, privilegiando la filigrana y las cascadas de tules vaporosos. Es una
mirada que va al brillo y al mismo tiempo otorga un brillo a lo que ve:
rutila lo que ve rutilar. Algo así como mallas de luces negras, adivinables e
insinuadas, cuadriculando los fragmentos de cuerpos, superficies
sensuales y lustrosas.
“Cada una de las cuatro lanzas están empuñadas por doncellas y
garzones desnudos que, en cada uno de los descansos, acaricia la espiral
ascendente de la serpiente fálica. (...) Sobre los toros, garzones alados
danzando y ungiendo con aceite los cuernos cubiertos de hojas y abejas”.
El barroco es, siguiendo con la cita de Lezama Lima, como “un lazo
negro del tamaño de un murciélago gigante, que cubría casi la vulva,
temblorosa por el mugido de los toros, pero la sombra del animal
enemigo de la sangre tapaba el círculo de las flores, cada vez que los
toros daban un paso y el casquete de cornalina avanzaba, rodeado de
chillones enanos fálicos”.

Lenguaje demente

¿Cómo puede ese lazo agamuzado amarrar su sombra orgiástica en


los estilos dominantes? Se sabe que el barroco del Siglo de Oro opera por
una decodificación decuplicante del discurso poético de Petrarca. Con
Petrarca comenzaría cierto desenraizamiento del lenguaje poético, que se
pone a girar en torno de sí mismo, como un planeta que se desprende de
su órbita. Como el barroco, ese lenguaje enloquece, se convierte en un
lenguaje demente (perdida toda capacidad referencial, no significa sino el
abismo entre las palabras y el ser).
Esa desterritorialización se efectúa por decuplicación metafórica.
Góngora parte de las metáforas en uso en el rebuscado código poético de
la época y las eleva al cuadrado, las remetaforiza. Con ese artificio se
complica, pero también se resguarda la posibilidad de decodificar a su vez
la simbología cifrada de alusiones barrocas y restaurar el texto “normal”.
Trabajo magistralmente realizado, sobre la poesía de Góngora, por
Dámaso Alonso. Sin embargo, la versión traducida no es sino una versión
más. El dispositivo de decuplicación metafórica avanza un paso más al
acrecentar, a las decodificaciones sucesivas, una decodificación
suplementaria, realizando su vocación extensa.

Neobarroso

A diferencia del barroco del Siglo de Oro —que describe largas


piruetas sobre una base clásica— el barroco contemporáneo carece de un
suelo literario homogéneo en donde montar el entretejido de sus
excavaciones. Producto de cierto despedazamiento del realismo, la
eclosión de una variedad de escrituras “instrumentales”, más o menos
transparentes, dispersa en el desierto los ajuares de los estilos
cristalizados. El neobarroco —término popularizado por Severo Sarduy,
pero que ya aparece alrededor de 1890 y que se vuelve festivamente
“neobarroso” en su descenso a las márgenes del Plata, como un marqués
de Sebregondi, “homosexual activo y cocainómano”, tropezando en el
barro de su estuario95— no funciona como una estructura unificada,
como una escuela o disciplina estilística, sino que su juego actual parece
dirigido a montar la parodia, la carnavalización, la derrisión, en un campo
abierto de constelaciones, sobre (o a partir de) cualquier estilo. Sirva de
ejemplo el caso de Leónidas Lamborghini, que procede a la
barroquización del realismo social rioplatense por saturación metonímica,
produciendo un “barroco gauchesco”. La perversión puede florecer en
cualquier rincón de la letra.

Corporalidad

¿Cómo hacer sensual un verso? ¿Cómo producir la sensualidad en el


lenguaje? La obsesión por la corporalidad de la palabra ya estaba
presente en los escritores anteriores que el barroco transfigura. Pero la
corporalidad barroca sobrecarga con tanto refinamiento el cuerpo
aludido, que lo sepulta bajo el peso de los florilegios y de las coronas. Del
náufrago peregrino de las Soledades de Góngora, poco sabemos.
Disfrutamos el regocijo de las fiestas populares, las disquisiciones
mitológicas, las íntimas iridiscencias del paisaje, las virtudes secretas de la
fauna. Este peregrino que sucumbe bajo el peso de este “potlatch” verbal
—derroche, desperdicio de figuras— es un loco, un esquizo. Aislado en
una isla desconocida, rodeado por el “húmedo templo de Neptuno”, el
náufrago gongorino participa de la relación imaginaria entre la
navegación y la locura. Parentesco entre el nómade y el loco, que quizás
resuene desde el fondo de los tiempos y otorgue al ritual de embarque lo
novelesco de una fuga acuática.

Kitsch, camp, gay

Hay algo de barroco en este flujo esquizo. Algo no muy fácil de captar,
porque la nomadización barroca suele ser, paradojalmente, in situ -como
en el caso de Lezama Lima, que prácticamente nunca salió de La Habana,
yendo y volviendo de la librería al gabinete, envuelto en la bruma de los
vapores contra el asma. Con frecuencia, las figuras de los gobelinos que
cubrían las retaguardias del piano, hablaban y chismoseaban entre sí.
Este flujo parece apestar a perversión. “Paradiso sería, por orden de
adjetivos, una novela barroca, cubana y homosexual”, escribe Severo
Sarduy. El mismo diría en Buenos Aires, a manera de “boutade”, que
barroco es el “kitscb”, el “camp”y el “gay”.
(CUBA, EL SEXO Y EL PUENTE DE PLATA96)

Y por último:
“Un puente, un gran puente, no se le ve,
sus aguas hirvientes, congeladas
rebotan contra la última parecí defensiva
y raptan la testa y la única voz
vuelve a pasar el puente, como el rey ciego
que ignora que ha sido traicionado
y muere cosido suavemente a la fidelidad nocturna.”

Tal vez la suave muerte de este rey destronado pueda asociarse —


abusando de la polifonía— al “ego lírico” cuya disolución se procesaba en
el “pansexo/panyo” del útimo Girondo. Agenciamiento de conexiones
múltiples que subvierten, en el enmarañado de resonancias heteróclitas,
el orden del discurso, las “nuevas escrituras” resisten su sujeción a una
suerte de “ley de la transgresión” que delimite el ámbito de una escuela.
Así, el amanerado neobarroco cubano puede entrar en conexión con
estilos de origen diferente, como el de Leónidas Lamborghini que parte
de cierta épica populista, para desestructurarla, en “Episodios” (1980),
por el recurso a la exuberancia metonímica. Es que la distorsión de los
cánones de transmisión textual convencional puede florecer en cualquier
canto de la letra. Entretanto, esa especie de “perversión” de la buena
letra (clara, cristalina) parece ser radical en su elisión y fragmentación del
yo lírico. Vélase o desplázase el sujeto “personal” que emite el texto
(reducida la firma a un verso más).
Habría, también, una diferencia entre el llamado neobarroco
cubano—extensible tal vez a lo que podría denominarse neobarroso
rioplatense— por un lado, y el barroco strictu sensu del Siglo de Oro
español. El procedimiento poético de Góngora deja abierta la posibilidad
de alguna “traducción” al sentido más convencional que sería, dice
Sarduy, índice de una consonancia “con la homogeneidad y el ritmo del
logos exterior que lo organiza y precede, aún si ese logos se caracteriza
por su infinitud, por lo inagotable de sus desdoblamientos”. Por el
contrario, el “barroco” contemporáneo, el neobarroco, rompe toda
ilusión de traductibilidad a un sentido final, reflejando “la desarmonía, la
ruptura de la homogeneidad, del logos en tanto absoluto”.
Más allá del grado de violencia de las enunciaciones y de la diversidad
de recursos estilísticos, esta “escritura de las cuevas” configura —
comenta Libertella— un “momento compulsivo de resistencia a cualquier
intercambio frívolo”. Ella sería “terrorista frente a los hábitos cortesanos
de la poética occidental”. También Sarduy lanza, a su modo, cierto
impulso de subversión: “Barroco que metaforiza la impugnación de la
entidad logocéntrica, que recusa toda instauración, que metaforiza el
orden discutido, el dios juzgado, la ley transgredida”.
Ahora bien, cuando se reconoce en los neobarrocos cubanos (del
grupo original de Orígenes a los exiliados de hoy) un papel de vanguardia
en el lanzamiento de esta subversión escritural, que atenta contra la
médula de la significación y el sentido socialmente dominantes, no puede
dejarse de lado un incómodo hecho histórico: los cultores de esta
“revolución escritural” no se dieron bien con los ejecutores de la
revolución social (que no reclama comillas sino mayúsculas: la Revolución
Cubana) proceso doloroso de historiar: recuérdese apenas que Lezama
Lima (suerte de Borges insular) vivió sus últimos años en “exilio interno”:
le estaba prohibido salir de Cuba, cuenta amargamente en su
“Correspondencia”. Asimismo, otros escritores que podrían entrar en el
circuito de incidencia del neobarroco—como Sarduy, el poeta José Kozer
(que dejó la isla muy joven), el narrador Reinaldo Arenas (quien se
declara, empero, ecléctico)— están actualmente exiliados. Cuba se
escribe también fuera de Cuba.
Claro está que no hay apenas autores neobarrocos entre los
numerosos intelectuales cubanos exiliados. Su destierro se inscribe en
una cuestión más general y polémica: el tratamiento de las disidencias
culturales (literarias, periodísticas, de costumbres, etc.), cuyos grados de
conexión con la contrarrevolución son discutibles, por parte del Estado
cubano. Nos restringiremos a los casos más conocidos y que más tienen
que ver con esa exuberante explosión del artificio barroco en la isla
tropical.
Diversas motivaciones pueden buscarse para explicar cierta aversión
de la Revolución por los barrocos. El grupo de Orígenes —animado por
Lezama Lima y Rodriguez Feo, entre otros— era una especie de Sur
tropical, que reunía la nostalgia irónica de una perdida, fútil aristocracia,
con la comunidad de un secreto deseo, solapado en el nombre de una de
las revistas del grupo: Nadie Parecía (pero, ironiza Cabrera Infante, todos
eran...).
Cuando el ejército de Fidel Castro irrumpe victoriosamente en La
Habana en 1959, los literatos de Orígenes ocupaban ya una posición de
prestigio en el medio cultural local que sustentaban merced a suplicantes
peregrinaciones por los despachos de los jerarcas capitalistas. La
demanda no se satisfacía fácilmente: en una de esas visitaciones, el gordo
Lezama —de golosa fama— se abalanzó sobre la torta que algún olvidable
funcionario ofrendaba, cremosa limosna, a los bardos, hasta que uno de
ellos prorrumpió azorado: “¡Pero Lezama, te has comido toda la torta!”.
Después del triunfo de la Revolución, los que sobrevivieron al éxodo
masivo de las clases holgadas, pudieron obtener algo más que migajas. El
exilio de los primeros “gusanos” vació también numerosos sillones en el
aparato universitario y cultural. Algunos de los antiguos integrantes de
Orígenes y Nadie Parecía, escindidos por sucesivas disputas, entrarían en
competencia con el equipo intelectual que había asumido, en los
primeros años, cierto predominio oficioso, en torno del semanario Lunes
de Revolución, donde se destaca el novelista Guillermo Cabrera Infante. A
pesar de obvias discrepancias entre cierto decadentismo “torre de marfil”
achacado a Lezama y sus acólitos, y el surrealismo trotzkyzante de los
jóvenes revolucionarios de Lunes, ambos bandos acabarían padeciendo,
en diferentes grados, los sinsabores del exilio —sea “interno” o
“externo”.
Estos desplazamientos se desarrollan en medio de una intensa lucha
política entre los distintos sectores. Los acontecimientos se precipitan en
varios frentes. En la disputa por puestos universitarios, la acusación de
homosexualismo comienza a ser esgrimida como manera de descalificar
rivales. Llegan incluso a celebrarse grotescos tribunales populares donde
hasta miradas sospechosas eran sopesadas. El machismo arquetípico de
la sociedad cubana devenía un valor revolucionario.
Es cierto que ese machismo recurría, más allá de la bilis bíblica contra
la sodomía, a fundamentos programáticos para legitimarse. La tradición
homofóbica del marxismo arranca por lo menos desde Engels (quien, en
El Origen de la Familia..., condena los vicios nefandos de helénicos y
bárbaros). Ese pesado prejuicio se atenúa en la socialdemocracia del
imperio alemán, influenciada por el feminismo socialista y los primeros
movimientos en defensa de los derechos homosexuales. A pesar de sus
púdicos reparos, Lenin aplica ese programa sexual y deroga, en 1918, las
leyes zaristas que condenaban la sodomía, medida coincidente con una
semidisolución del matrimonio, reducido a un mero registro formal. Pero
en 1934 Stalin restauraría los viejos interdictos, que hasta hoy se
mantienen en la Unión Soviética.
El progresivo endurecimiento o “stalinización” de la Revolución
Cubana, fruto también de los ataques norteamericanos, impulsaría el
interés de sus dirigentes por extirpar las “lacras morales del capitalismo
decadente”: prostitución, homosexualismo, drogas, bohemia, etcétera.
Los efectos de esta inquietud son contundentes: hacia 1962 una masiva
razzia de “indeseables” prende al poeta y dramaturgo homosexual Virgilio
Pinera. A diferencia del discreto Lezama, que ocultaba con recelo sus
aventuras sigilosas a los ojos de su adorada madre, Pinera hacía un géne-
ro más encandaloso que acabaría costándole prisiones, humillaciones,
soledad y silencio.
La guerra contra los pájaros (y los “raros” en general) no se limitó a los
corredores áulicos. Alrededor de 1964 comienzan a funcionar campos de
concentración y trabajos forzados, bajo el orwelliano eufemismo de
UMAPs (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), donde eran
recluidos religiosos, homosexuales, marginales y otros réprobos. El
insospechable Ernesto Cardenal, ministro de Cultura de la Nicaragua
sandinista, testimonia, en su libro En Cuba, esos horrores. Según parece,
los campos habrían sido cerrados hacia 1967, en virtud de algunas
protestas llovidas desde el exterior (incluyendo a Sartre) y de la evidencia
de su fracaso: los prisioneros se suicidaban o se degradaban hasta lo
irreconocible: no dejaban, empero, de satisfacer sus bríos libidinosos con
los propios guardias, vuelco que la bella novela de Reinaldo Arenas
(Arturo, la estrella más brillante) pinta. Pero la persecución policial
prosigue.
También en el campo intelectual las tensiones se agravan. Las
audacias de Lunes de Revolución irritaban a la dirección castrista. La
ruptura se precipita con la prohibición de un film del joven Orlando
Jiménez Leal (quien después filmaría, con Néstor Almendros, el corrosivo
Conducta Impropia), llamado P. M. (Post Meridiano), que recogía los
brumosos vestigios de la noche habanera. Control intelectual y represión
sexual parecen ir de la mano, dándole tal vez la razón a Reich, para quien
la cuestión sexual estaba en el fondo de la cuestión cultural.
Entre 1959 y 1962 Lezama Lima era vicepresidente de la UNEAC
(Unión de Escritores y Artistas Cubanos). Valiéndose de su prestigio,
consigue eludir la vigilancia de los censores y publicar, en 1966, su obra
máxima, Paradiso, cuyo célebre capítulo 8, desbordante de referencias
homosexuales, hirió bastante la recatada virilidad socialista, empeñada
en extirpar el demonio de los cuerpos. Los conflictos se intensifican y
culminan en el escándalo del “caso Padilla”. El poemario Fuera del juego,
del a veces provocativo Heberto Padilla es prohibido, por presuntas
alusiones contrarrevolucionarias, y su autor compelido a autocriticarse.
Pero el digno Lezama Lima se resiste a legitimar el montaje pese a los
apetitosos chocolates y habanos con que los emisarios oficiales trataban
de corromper su insatisfecha gula; la escena es narrada por el propio
Padilla.
En abril de 1971, el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura,
reunido en La Habana, oficializaba la segregación de los “raros”: la
homosexualidad pasaba a ser definida como “patología social”,
recomendándose medidas destinadas a “sanear los focos" y “providenciar
el control y encaminamiento de casos aislados, siempre con interés
educativo y preventivo”. Se vedaba también la presencia de
homosexuales en la “formación de la juventud", tanto educativa como
artística, como también que invertidos, al amparo de sus artes, pudiesen
desempeñar representaciones diplomáticas o culturales.
En medio de este clima moral, muere en 1976 José Lezama Lima. Su
antiguo “enemigo”, Virgilio Pinera, lo sigue tres años después. La soledad
y el estigma los habían acercado (hay un poema conmovedor de Lezama:
“Virgilio Pinera cumple 60 años”), superando oscuras disputas que
revelaban inclinaciones incompatibles: el erudito Lezama Lima, hombre
afable, deseaba meandrosamente dulces efebos; el populachero Virgilio
no se enclava, como su obeso contendor, en la fachada de la mansión
familiar, sino que deambulaba —sin siquiera un libro, los tenía todos “en
la cabeza '— por pensiones y pasiones nomádicas y aterradoras, en los
rituales sórdidos del submundo. Y es precisamente una política de
erradicación del submundo (la llamada Operación Tres P: Proxenetas,
Prostitutas, Pederastas) que se desata con afán sistemático, del tipo del
que diversas burguesías trataron históricamente de adoptar, sin nunca
suficiente éxito. Baste evocar las campañas de familiarización y
moralización del proletariado, investigadas por Donzelot en la Francia del
siglo XIX y principios de XX, y que contaban con la sugestiva participación
de socialistas, comunistas e incluso anarquistas (con campañas contra la
prostitución, el alcoholismo, las venéreas, etcétera) en la construcción de
una familia (¿de una “identidad”?) proletaria.
Este rigor moral trasciende a veces los límites del ateísmo materialista
y se confunde con el cristianismo. Un ejemplo de ello es el modelo de
"Hombre nuevo” fabulado por el Che Guevara, que exaltaba virtudes
cristianas como la abnegación, etcétera. De un modo global, la sujeción a
la disciplina socialista del trabajo generalizado debe proceder a una
suerte de “regeneración somática” en el propio nivel de los cuerpos y sus
encuentros. En ese plano, el trabajo de los nuevos ntoralizadores fue
arduo. Recuérdese que la sociedad multirracial cubana es bastante
parecida a la brasileña. Antes de la Revolución, la “bacanal” era explotada
por los “gringos”: La Habana era “el burdel de Miami”. Sin embargo, el
comercio sólo afectaba a una franja superficial de una dilatada red de
sociabilidades eróticas que proliferaban escandalosamente a despecho
del ultramachismo proverbial del hombre cubano (o, tal vez, en virtud de
esa declamada hombría). Los antropólogos hablan de “modelos
jerárquicos de relacionamiento intermasculino”, donde el “macho”
somete a la “marica” sin macular su masculinidad. A pesar del rigor
ecuestre de sus poses, este sistema vehiculiza múltiples pases y
entrelazamientos. A la moral correctiva preocuparíale bloquear virtuales
“puntos de fuga" que inicien procesos de ruptura con el orden de la
sexualidad familiar.
En algún sentido, las campañas antihomosexuales de la Revolución
Cubana (que culminan con el éxodo masivo de 125.000 “indeseables”, un
15 por ciento de los cuales son homosexuales, por el puerto de Mariel, al
grito de “Pin pon fuera, abajo la gusanera”, en 1980) no estarían apenas
aplicando los programas sexuales del “socialismo real”. Estarían también
realizando, de hecho, un proceso de represión sistemática de las
diferencias eróticas similar al desarrollado, antes del “coming out” de la
década del 60, en muchos países de Occidente. Así, el exterminio masivo
de homosexuales (junto con judíos, gitanos, opositores, etcétera) por los
nazis arma dispositivos “legales” de represión que se mantienen y se
perfeccionan después de la liberación: el furor macarthysta de los Estados
Unidos de la década del 50, donde llegaron a introducirse filmadores y
policías maquillados en los mingitorios para —penis en mano—
sorprender a los incautos; y, más próximamente, el caso de la Argentina,
donde dispositivos de persecución sexual van montándose, sobre todo a
partir de la década del 40, para descargar con furia su frenesí moral en las
tinieblas de la última dictadura, bajo la forma de “edictos policiales” que
se conservan jurídicamente intactos en la restauración democrática.
Después del descalabro de 1980, los portavoces oficiales del gobierno
cubano dicen que la persecución a los homosexuales fue un “error” del
pasado: reinaría, a pesar del machismo, cierta tolerancia. Los dispositivos
legales en vigencia, incorporados al Código Penal de 1979, si bien
moderan los castigos anteriores, desmienten esa retórica autocrítica. Esas
leyes —que punen con tres a nueve meses de prisión a quien haga
“ostentación de su condición de homosexual”, además de incluir la
ambigua clasificación de “estado peligroso” para “reeducar” proxenetas,
prostitutas, vagos, viciosos y antisociales, se parecen significativamente a
las leyes de peligrosidad social de la España franquista. No serían, con
todo, mucho más graves que las prácticas represivas—“legales” o
consuetudinarias que desestimulan las disidencias cotidianas en otros
países latinoamericanos—; así, en nuestra República Boer, la “incitación
al acto carnal en la vía pública” condena a los deseosos a entre 30 y 90
días de prisión, diferencia patibular sólo medible en conos de sombra.
Aún en los Estados Unidos, patria de la Gay Lib, la sodomía constituye un
delito en la mitad de los estados.
Es difícil saber qué sucede realmente en la Cuba de hoy en día, con
relación al grado real de represión de los encuentros homoeróticos —un
punto sensible—. Observaciones dispersas de algunos viajeros dejan
presumir, como resultante de tanto escarnecimiento, un cuadro casi
clásico: extinción o invisibilización de la clásica “loca” cubana, amanerada
y escandalosa, y sustitución del antiguo “ralajo” por la moderna
discreción del “gay”. Si así fuese, ante la imposibilidad de extirpar
pasiones largamente ancladas en la historia de los cuerpos, se viabilizaría
un prototipo menos “transgresivo” de homosexual prolijo, aséptico, bien
educado. Sólo una mayor apertura del régimen cubano permitirá,
eventual mente, observar más de cerca la articulación entre esas
constricciones eróticas y las transformaciones socioeconómicas más
globales. Asimismo, el aparente cambio de posición de la dirección
cubana no debería, si es algo más que un guante superficial, impedir, sino
propulsar, una investigación a fondo del macabro episodio de los campos
de concentración y otros atropellos cotidianos.
Volviendo a Lezama Lima y a los neobarrocos, la reprobación oficial
parece también haberse atenuado. Hubo recientemente una cuidada
edición de la “Obra poética” de El Etrusco de La Habana Vieja, como
Lezama se apodaba.
En cambio, el más revulsivo Paradiso, agotada la edición inicial, no
parece tener la misma suerte. Ahora, más allá de los conflictos
específicamente políticos y policiales, cabe preguntar hasta qué punto
influiría, en cierta aversión de los burócratas por Lezama y sus amigos,
una cuestión de estilo. Además del erotismo que exuda la maquinaria
barroca —y que entra en choque con la disciplina del trabajo y la moral
utilitaria—, la pompa proliferante y cargada de la “perla irregular”, ¿no
podría colidiar con el estilo grave, austero y realista de la Revolución? Ya
que en su exuberancia irónica, los infinitos juegos de palabras de la
refistolería tropical podrían desvirtuar la pretensión de un sentido único,
con una direccionalidad definida. Los artificios barroquizantes
simularíanse, frente a los pacatos aduaneros, inofensivos, para
enmascarar, en el hermetismo de su fingido desprendimiento, una crítica
corrosiva e irrisoria. Véase, para concluir, a manera de ejemplo, cómo
pinta Severo Sarduy, en “De donde son los cantantes”, la entrada de
Cristo (¿de Castro?) en La Habana:
“Venía una negrita corriendo a toda máquina, con un banderín que
ondeaba al viento, las paticas minúsculas apenas se veían sino por las
medias blancas, venía corriendo a toda máquina, las piernas bielas (...)
con un banderín en alto que decía INRI, dijo: al fin llegas. Te
esperábamos, se le aguaron los ojos, perdió el habla (“la atacó un
soponcio, emocionada, como si hubiera visto a Paul Anka!”, Auxilio), hizo
unos gestos como de alegría, dio unos cuantos pasos hacia Él y cayó...”
Acorralado por la multitud, el Cristo...
“...sentía manos viscosas acariciarlo y sobre los muslos labios
húmedos, moluscos. Le cubrían el cielo los banderines, las astas. Lo
cercaba como una empalizada de lanzas rojas. Le faltaba el aire. Braceaba
en un vapor ácido. La verdad es que no estaba hecho para el proletariado.
Lo asfixiaba..."
ANTROPOLOGÍA DEL ÉXTASIS
(POÉTICA URBANA)97

“Perderse en la ciudad”. Hablaremos de las condiciones, de las


vicisitudes de ese perderse. Ese perderse implica un extravío y una
errancia. La ciudad corno una maraña de flujos: “nudo de flujos”
(Guattari), “red de redes” (Maffesoli). En vez de seguir los rumbos
prefijados, el extraviado, el derivante, los mezcla, los salta, los confunde
—en una palabra, los transversaliza. En la deriva del pasear “sin ton ni
son”—en realidad todo un viaje deseante— no importa tanto a dónde se
va como el fluir en sí del trecho que se recorre. Inclusive no interesa
demasiado que esos trayectos de deriva urbana pueden reiterar sus
circuitos —y que esos circuitos desenvuelvan, impliquen a su vez
microterritorialidades en movimiento, territorialidades itinerantes. El
movimiento de la deriva tiene algo del movimiento del nómade. “El
nómade tiene un territorio, sigue los trayectos habituales, no ignora los
puntos... Pero la cuestión es si ello es principio o sólo consecuencia de la
vida nómade. En primer lugar, aun si los puntos determinan los trayectos,
ellos están estrictamente subordinados a los trayectos que determinan.
Al contrario de lo que sucede entre los sedentarios. Un trayecto es
siempre entre dos puntos, pero el ‘entre dos’ toma toda una consistencia
y disfruta tanto de una autonomía como de una dirección propia”
(Deleuze y Guattari, Mil Mesetas, p. 472). En ese sentido la errancia
nómade es intensiva, mientras que el desplazamiento sedentario es
extensivo, pues se limita a ir de un punto a otro, está estrictamente
determinado por el trayecto entre los puntos. “De la casa al trabajo y del
trabajo a la casa”, reza, literal, una consigna peronista.
Ese perderse en la ciudad, requisito de su “conocimiento”
exploratorio, es entonces intensivo. ¿De qué tipo de conocimiento se
trata? Falta la clásica distancia/oposición entre el sujeto y el objeto.
Quien se pierde, pierde el yo. Si yo me pierdo... Errar es un
sumergimiento en los olores y los sabores, en las sensaciones de la
ciudad. El cuerpo que yerra “conoce” en/con su desplazamiento. Conoce
con el cuerpo, diríamos a la manera de Castañeda. Ese “conocimiento” —
la palabra es manifiestamente inadecuada— pasa por lo sensible. Una
“cartografía sentimental” (Suely Rolnik). Ella involucra al cuerpo
“invisible”, “vibrátil”, entrando en conexión casi mediúmnica con las
vibraciones de lo urbano. Una especie de “vudú urbano” (Edgardo
Cozarinsky).
Pensar (o tal vez delirar) la ciudad no podrá limitarse a las
construcciones físicas que conforman su espacio, ni a una sociología
convencional de sus poblaciones; habrá necesariamente que disponerse a
captar las tramas sensibles que la urden y escanden, las “condensaciones
instantáneas” que entretejen el (corto) circuito emocional. Los climas, las
atmósferas, los afectos, los sentimientos.
Uno de los disparadores de este periplo por las intensidades —las
ondas intensivas— de lo urbano, su recinto, su clima, sus flujos afectivos y
sensoriales/sensuales, como un erotismo de la urbe (la fuerza dionisíaca
enseñada por Maffesoli en La Sombra de Dionisos), es la idea de lo
sensible urbano, o más exactamente, de una “entología de lo sensible
urbano”, desarrollada por Pierre Sansot.
Ambos autores trabajan el plano de lo imaginario. Para Sansot, uno de
los argumentos que muestran la presencia de ese sensible imaginario —
diríase: una fuerza de la sensación que se efectúa afectando ese plano de
lo imaginario— está dado por la práctica de “imaginar la ciudad” como
una totalidad intuitiva: “Une ville, dont on ne saisit à chaque instant, dans
la perception, que des fragments, ne devient totalité, une totalité belle,
inmense, donnate que dans et par notre imagination” ("Pour une.
ethnologie (sociologie) du sensible urbain ").
A la vez que imaginada, la ciudad sería básicamente imaginante, capaz
de producir imágenes. Así. “il existerait un imaginaire non point
accidentel, non point subjectif, non point seulement reproducteur mais
producteur et inventif”.
Vivir la ciudad es sentirla, y en ese sentimiento inventarla. No es una
invención individual subjetiva, sino colectiva, “impersonal” y se transmite,
a la manera de un contagio entre cuerpos en contorsión tremolante, a
través de un plano de percepción que es el de la intuición sensible. El
carácter poético de la intuición que sería, por así decir, la manera de
percepción de lo sensible.
Sin necesariamente descartar la consistencia de lo imaginario ni la
pertinencia de problematizarlo, otra vía de abordaje de lo sensible
urbano, inspirada en lo dionisíaco, pasaría por pensar lo sensible a partir
de la diada dinámica fuerza/forma (fuerzas intensivas/formas expresivas).
Sensaciones intensivas (lo propio de lo sensible es la sensación) que
actúan en lo vibrátil de los cuerpos deseantes y percepciones intuitivas
balbuceadas (susurradas, gemidas) en un lenguaje lleno de suspensos que
envuelven iridiscencias de las profundidades. Lo poético, en tanto forma
apolínea, estética, puesto al servicio del elemento dionisíaco. Escribe
Roberto Machado: "El arte dionisíaco transforma un veneno—la poción
mágica, el filtro de las hechiceras— en remedio, retirando de Dionisos sus
‘armas destructivas’ (...) lo dionisíaco puro, librado a sí mismo, es un
veneno, pues acarrea el aniquilamiento de la vida”... “Si el arte es capaz
de hacer participar de la experiencia dionisíaca sin que eso implique ser
por ella destruido, es porque posibilita como una experiencia de
embriaguez sin pérdida de lucidez" (Nietzsche e a verdade).
Mantener la lucidez en medio del torbellino, deslizándose al mismo
tiempo por las aguas erizadas.
Si se trata de acceder a ese plano (sinuoso y molecular) de los
cuerpos, ¿qué vía más regia que la operación de plegado de los
materiales expresivos que constituye lo esencial (a la manera de un
mantón de azogue) de un “recubrimiento” poético?
Operación de superficie. Con Foucault, la profundidad no es sino un
pliegue, una arruga (un drapeo) de la superficie que se estira: “...si el
intérprete debe ir personalmente hasta el fondo como un excavador, el
movimiento de interpretación es, por el contrario, el de una avalancha,
de una avalancha cada vez mayor, que permite que por encima de sí se
vaya desplegando de forma cada vez más visible”. Toda la profundidad de
la excavación nietzscheana “no es, en sentido estricto, más que el revés
de la superficie, el descubrimiento de que la profundidad no es sino un
juego y una arruga de la superficie” (“Nietzsche, Marx, Freud”). A la
manera de un tul, el manto (mantel) de la superficie al desplegarse, en su
exterioridad, extrae la fuerza material de las profundidades.
Plegar/desplegar la profundidad en la superficie: básicamente, una
operación barroca —entendido el barroco como un “estado de
sensibilidad” (o de “espíritu”) epocal, y al mismo tiempo transhistórico, es
decir, no restricto a un momento histórico determinado, sino como un
estado de alma colectivo que marca el “clima". Deleuze ve con propiedad
trazos barrocos en Mallarmé: “El pliegue es sin duda la noción más
importante de Mallarmé, no solamente la noción, sino también la
operación, el acto operatorio que hace de él un gran barroco” (El Pliegue).
El barroco consistiría básicamente en cierta operación de plegado de la
materia y la forma. Los torbellinos de la fuerza, el drapeado —esplendor
claroscuro— de la forma.
Potlatch sensual del desperdicio, pero urdido, también, de “texturas
materiales”, un “teatro de las materias” (Deleuze): endurecida en su
estiramiento o en su histéresis (el rigor de la histeria) la materia, elíptica
en su forma, “puede devenir apta para expresar en sí los pliegues de otra
materia”. Materia pulsional, corporal (sensible) a que el barroco alude y
convoca en su corporeidad de cuerpo lleno, doblado y saturado de
inscripciones heterogéneas.
Para captar la ambiencia sensible, la poesía sería la forma
correspondiente. El barroco —o, más precisamente, el neobarroco—
“expresaría” un estado (sensitivo) de época.
Retornando al principio: a la deriva nómade. El giro del flaneur.
Cierta expectativa de aventura erótica escandiría per se la marcha —
indiferente y automatizada—de la multitud en las megápolis modernas.
Benjamín, en su comentario al soneto “A une passante”, de Baudelaire,
señala cómo la mirada del flaneur “captura” (singulariza, inviste) el objeto
—furtivo— de su deseo.

Un relámpago... y después la noche! Fugitiva belleza


cuya mirada me había hecho renacer súbitamente
¿no te veré sino en la eternidad?

Comenta Benjamin: “El éxtasis del habitante de las ciudades es un


amor no ya a primera vista, y sí a última”. En la instantaneidad de esa
apresurada pasión, el sexo se separa del eros: “Lo que contrae
convulsivamente el cuerpo — ‘crispé comme un extravagant’ se dice en la
poesía— no es la felicidad de quien es invadido por el eros en todos los
rincones de su ser, sino, antes bien, un qué de perturbación sexual que
puede sorprender al solitario”.
Así como Benjamin monta su visión a la poesía de Baudelaire para
indicar las micromovilizaciones que estremecen —pulsión deseante— la
marcha anodina de la muchedumbre fascimilizada, la poética urbana del
brasileño Roberto Piva trasmuta en vértigos de lingüistería surrealista las
contorsiones paranoicas que vulcanizan el “clima” de San Pablo.

Visión de San Pablo a la noche


Poema Antropófago bajo el efecto de Narcóticos
por Roberto Piva
En la esquina de la calle San Luis una procesión de
[mil personas enciende velas en mi cráneo
hay místicos diciendo estupideces al corazón de las
[viudas
y un silencio de estrellas parte en un vagón de lujo un fuego azul de gin y
alfombra colorea la noche,
[los amantes chúpanse como raíces
Maldoror en copas de alta marea
en la calle San Luis mi corazón mastica un trecho de
[mi vida
la ciudad de crecientes chimeneas, ángeles lustrabotas
[con su jerga
[feroz en la plena alegría de las plazas, niñas
[desharrapadas
[definitivamente fantásticas
hay una floresta de víboras verdes en los ojos de mi
[amigo
la luna no se apoya en nada
yo no me apoyo en nada

soy puente de granito sobre ruedas de garajes


[subalternos
teorías simples hierven mi mente enloquecida
hay bancos verdes aplicados al cuerpo de las plazas
hay una campana que no toca
hay ángeles de Rilke culeando en las letrinas
glorificado reino-vértigo
espectros vibrando espasmos

besos resonando en una bóveda de reflejos


canillas que tosen, locomotoras que aúllan,
[adolescentes roncos enloquecidos en la
[primera infancia
los malandras juegan al yoyó en la puerta del Abismo
veo a Brama sentado en flor de loto
a Cristo robando la caja de los milagros
a Chet Baker gimiendo en la victrola
siento el choque de todos los cables saliendo por las
[puertas partidas del cerebro
veo putas putos patanes torres plomos chapas chopps
[vidrieras hombres mujeres pederastas y
[niños que se cruzan
y se abren en mí como luna gas calle árboles luna
[medrosos surtidores
colisión en el puente
ciego durmiendo en la
vidriera del horror
me disparo como una tómbola
la cabeza se me hunde en la garganta
llueve sobre mí la vida entera, ardo fluctúo me sofoco
en las tripas, mi amor, cargo tu grito como un tesoro
[hundido
quisiera derramar sobre ti mi epiciclo de ciempiés
[liberados
ansia furiosa de ventanas ojos bocas abiertas,
[torbellinos de vergüenza
[correrías de marihuana en picnics flotantes
avispas dando vueltas en redor de mis ansias
niños abandonados desnudos en las esquinas
ángeles vagabundos gritando entre las tiendas y los
[templos, entre la soledad y la sangre, entre
[las colisiones, el parto
y el Estruendo

Uno de los problemas que se plantean en la antropología es: ¿cómo


captar los climas (los climas sensuales, los climas sórdidos)? Vemos que la
poesía se presta admirablemente a tal tarea. Especie de atmósferas que,
más allá del impresionismo, podrían pensarse como “campos de fuerza”,
tenue mas persistente estrato pasional donde Maffesoli vislumbra la
insistencia del elemento dionisíaco, como secreto soporte societal.
(POESÍA Y ÉXTASIS98)

"Mi éxtasi... estálaue!... inste ostento


no instó en este instante!... tú consistas
En mí. o sea dios que se me añade!... "

MARTÍN ADÁN

Oracular, la palabra poética envuelve en los jubones del misterio una


fragancia hermética. Sábese que la poesía no es comunicación: busca el
salto de la aliteración o de la metáfora la reverberación intensiva de
sones y colores, susurros e ideas. Las idas de la idea como caballitos de
mar por la piel dulce. Después, algo hay de arcada o de gemido —de cora,
dijo Kristeva hablando de Artaud— en la insistencia musical de la frase
arqueada en contorsión cortés. Los límites indecisos de la idea se hunden
en las marismas coloridas del susurro, el murmullo, el musitar. Cítara de
la rima (interior), el parentesco, la genealogía de la poesía con la música
resuena en la cabalgata de los brillos de la lengua. Resuena aquí el “Canto
Triunfal” de Rubén Darío: "Ya viene el cortejo, ya viene el cortejo, ya se
oyen los claros clarines. / La espada se anuncia con vivo reflejo. / Ya pasa,
oro e hierro, el cortejo/ de los paladines". Aun sin que ello implique
totalmente el desconocimiento de su calidad esencial de vates inspirados,
la escena del espectáculo contemporáneo reserva a los poetas
sobrevivientes un destino parlante. El poeta hace versos que no se
entienden. Ello porque instalan el recurso mágico de su resonancia en
otro estado de conciencia, en un estado de conciencia cercano al trance
en el que se envuelve el que escribe, en el que él escribe aspira a envolver
el que lee, en el que se envuelve (de últimas) el que lee.
Hace partir de esa base sensacional la arquitectura fundamental del
proyecto poético, implica criticar el destino de tías parlantes que se
reserva a los poetas actualmente. No se le entiende (como poeta),
entonces se le invita a hablar sobre la poesía. Sucede que el discurso
sobre la poesía, campo infestado y saturado por la crítica universitaria, no
se parece en lo esencial al modo de fluir de la palabra poética en su gracia
lúdica y revelada. En el discurso se habla de otra cosa. El acto de creación
poética devela en cambio cierta cualidad estética inmanente de la palabra
en el resplandor de su belleza. Un engolamiento dulzón en la garganta
embriagada.
¿Cómo considerar entonces esta incitación académica al discurso de
los poetas sobre la poesía, disolviendo la radicalidad de la
experimentación en la lengua, en la genuflexión de la traducción racional?
La legitimidad de esa traducción se ve en veremos.
Justamente el aparato de la crítica universitaria funciona como una
máquina de sobrecodificación del dispositivo de expresión poética,
codificando la radicalidad del misterio oracular en un sentido
interpretable y sobre todo traducible a la jerga vernacular del ramo.
Cabe preguntarse entonces hasta qué punto el discurso sobre la
poesía al que los eventos culturales obligan, no es una manera de
domesticar (de domeñar, diría Osvaldo Lamborghini) la áspera refulgencia
del verbo imantado. Dejo registrada mi queja contra esa doblegación
genuflexa de la inspiración por la música de cátedra.
Tal reversión implica una batalla en el orden del estilo. Hubert Fichte,
autor de Etnopoesía, cuestiona esta traición esencial del discurso
académico con relación a la antropología. Por qué no extender, con más
razón aún, a la crítica de poesía dicha crítica.
La diferencia esencial entre la expresión poética y el discurso sobre la
poesía pasa, a lo mejor, por la génesis de su creación.
Precisamente la consideración de la poesía como éxtasis cava un
zanjón tajante con relación a las jergas adocenadas de la crítica. O, para
decirlo en términos de Hubert Fichte: “el soso rococó didáctico de
nuestras facultades y revistas”.
“¿Adónde se sale cuando no se está?
¿Adónde se está cuando se sale?"

Éxtasis quiere decir: salir de sí.


Michel Leiris ve en el éxtasis y el trance un deseo de dejar de ser lo
que es, de ruptura con la identidad. Por ello los mañosos embustes sobre
la identidad del poeta no nos hacen sino sonreír con sonrojo.
Leiris reconoce tres variantes de ruptura: proyectarse en otro mundo
(como el viaje del chamán); estar fuera de sí (como en el arrobamiento de
los místicos); volverse otro, a través de la posesión y sus cultos.
¿Cómo se encaja la maquinilla del decir poético en todo esto?
Los antiguos griegos, nos muestra Dodds, distinguían cuatro especies
de trance, hijas de las visitaciones de los dioses: la mántica, o trance
adivinatorio, atribuido a la intervención de Apolo; la poética, debido a la
embajada de las musas; la erótica, en relación con Eros y Afrodita; la
teléstica, el trance ritual asociado a Dionisio y sus coribantes.
Ubiquémonos en la poética. Ella tiene algo de oracular en su esencia de
palabra revelada.
Una de las vías de acceso a la poética es la glosalalia, el don de
lenguas: lengua hermética, difícilmente interpretable o aun entendible,
transmitida por una potencia superior, celestial o luzbélica, que expresa
un estado de conciencia diferente o alterno y zanja su dictamen en ese
otro estado, en lo que a la recepción del flujo oracular refiérese. No pasa
por el plano de la comunicación, sino, primeramente, por esa suerte de
chispa interior que da la conexión de las almas en trance.
Reconocida por Georges Lapassade como “una de las raras formas de
trance relativamente ritualizadas que queda todavía en Occidente”, la
creación poética revela su parentesco con otras formas del trance: a
comenzar por las heteróclitas formas de ejercicio espiritual capaces de
conducir al arrobamiento y la fusión en la delicuescencia celeste, hasta
todas las variantes de salida de sí inducidas a través de la ingestión de
sustancias psicoactivas, acompañadas de un saber de la experiencia que
torna reconocible el viaje o sensible la iluminación, incluyendo, por
concesión a la vecindad estética, el trance de los actores, vivo en
particular en experiencias como las del Living Theatre. El círculo de la
transverberación extática da la vuelta sobre sí: de nuevo los rituales del
teatro de la crueldad se conectan con las formas de alcanzar ese “estado
segundo” (estado modificado o superior de conciencia) a través del
tamborilleo de un tambor que en su vertiginosa velocidad desenchufa a
los cables codificados del cerebro y los hace bailar a una velocidad de
lamparitas desmelenadas en la luz de los santos y las almas. Suena el
tamborilleo rítmico de las yemas en la piel de serpiente o de carnero, y se
desata la contorsión del cuerpo en el rimar de las voluptuosidades
membranosas con el llamado de los dioses que aturden los sentidos
individuales y nos los disuelve al tomarnos por caballo la potencia divinal.
De manera análoga al privilegiado poseído por las entidades de la
floresta o de las aguas, el tocado por la palabra poética, que pasa, como
el santo por su caballo o su burro, a través de sí, saliendo de su lengua o
de sus yemas, el poeta se va del otro lado.
Así define, en el árido idiolecto de las ciencias del hombre (un hombre
feo, sin estética), Lapassade ese estado segundo: “La conciencia
modificada se caracteriza por un cambio cualitativo de la conciencia
ordinaria, de la percepción del tiempo y del espacio, de la imagen del
cuerpo y de la identidad personal. Esta modificación supone una ruptura
producida por una inducción, al término de la cual el sujeto entra en un
estado segundo”.
¿El poeta? No está.
Está del otro lado. Dado vuelta. Es otros.
Aquí nos vienen a la memoria los heterónimos de Pessoa, disolución
del pobre yo en una especie de esquizofrenia proliferante cuyo “estilo” —
nos muestran Leo Navratil y Evelyne Sznycer en Schizophrénie et art—
linda con el manierismo.
Pero también la voluptuosa envoltura de Lezama Lima en la bruma
azul de los vapores contra el asma, m a re a Abisinia Exibar. Y el propio
Aleph Borgiano, vorágine

FALTA
(
LA RELIGION DE LA AYAHUASCA99

“Nao creías nos mestres que te aparecen


E nem con eles o caminho queira andar
Creía somente en teu Jesús
Que ele é que tem para te dar

Meu meslre a Vos aquí eu peco Para vos me guiar Me


guie no caminho da Santa Luz Nao deixa ninguém me
derribar
Segué sempre leu caminho Deixa quem quiser fular
Recebe a lúa Luz de Crista! Te firma e le compóe em ten
lugar
Recebe todos que chcgar Faz o que eu te mandar Nao
deixa J'azer o que eles quercm Espera até o dia que eu
chcgar

Vibración de la luz (por momentos parece que las lamparitas del


templo estuviesen a punto de estallar), explosión multiforme de colores,
cenestesia de la música Que todo lo impregna en flujos de partículas
iridiscentes, que hormiguean trazando arcos de acerado resplandor en el
volumen vaporoso del aire, un aire espeso,

como cristal delicuescente. La acre regurgitación del líquido sagrado


en las visceras —pesadas, graves, casi grávidas— convierte en un instante
el dolor en goce, en éxtasis de goce que se siente como una película de
brillo incandescente clavada en la telilla de los órganos o en el aura del
alma, purpurina centelleante unciendo, a la manera de un celofán
untuoso, el cuerpo enfebrecido de emoción.
Estamos en una ceremonia de ingestión de ayahuasca, realizada en
una “iglesia” del Santo Daime. Los participantes de la ceremonia —
hombres de un lado, mujeres del otro, ataviados austeramente: camisa
blanca y pantalón azul, para los primeros; camisa y pollera de los mismos
colores para ellas; para las ceremonias de fiesta, coincidentes con fechas
religiosas u onomásticas, el uniforme es blanco con cintas verdes y ellas
lucen coronas; una estrella de seis puntas, con un águila y una luna
grabadas, orna los pechos de los fardados (“uniformados”, o sea,
iniciados)— se disponen en forma de doble L en torno de una mesa
donde titilan velas y piedras transparentes en la blancura de un mantel
bordado: en el centro, yérgucsc imponente la Cruz de Caravaca (la de dos
maderos horizontales, simbolizando la segunda venida de Cristo a la
Tierra).
A los rezos, de inspiración cristiana con aportes espiritistas y
esotéricos, sigue la distribución de la ayahuasca, la bebida sagrada
preparada a partir de una complicada maceración de cierta liana
amazónica, elyagube (Banisteriopsis caapi), en mixtura con la chacrona o
rainba (Psychotria viridis), un arbusto tropical, hecha en un alto clima
ritual. Mezclada a veces con otros elementos vegetales —tal el poderoso
toe, la temible datura o hierba del diablo2— y objeto de una variedad de
denominaciones (en el Santo Daime ella es llamada simplemente Daime)
y usos rituales según los grupos que la toman, la bebida, ya era adorada
por los incas que le dieron el nombre de ayahuasca (literalmente, vino de
las almas o vino de los muertos, ya que a su influjo invócaselos).
Schultes y Hoffman, importantes estudiosos del asunto, destacan el
carácter mágico delyagé: “Al noroeste de América del Sud, existe una
planta mágica de la cual los indios piensan que libera el alma del cuerpo,
ella puede entonces errar libremente, sin trabas y retomar su envoltura
carnal cuando así lo desea. Esa planta emancipa a su posesor de la
sumisión a lo cotidiano y lo introduce en los reinos maravillosos que los
indios consideran la única realidad.”'
Considerado sagrado y venerado como tal, el potente brebaje, capaz
de producir visiones celestes y desplazamientos cósmicos, es de uso
inmemorial entre los pueblos de la Amazonia Occidental, en territorios
hoy pertenecientes a Brasil, Perú, Colombia, Ecuador, Bolivia. Llama la
atención la expansión del consumo ritual de ayahuasca primero a las
áreas rurales y suburbanas de población mestiza (proceso verificado
sobre todo en el Perú’) y actalmente al corazón de las grandes ciudades
brasileñas. Este pasaje de uso tribal a un uso urbano se realiza, en el
Brasil, a través de dos nuevas (aun cuando no incipientes) formaciones
religiosas: la Unido do Vegetal y el Santo Daime.
Nuevas en el sentido de Marión Aubrée: “productos autóctonos de
mezclas innovadoras”', ambas religiones conservan lo esencial de ln
práctica indígena: la preparación e ingestión de la bebida sagrada,
acompañada, en el caso del Santo paime, de un ritual ritimico-musical. La
importancia del canto entré los consumidores tradicionales es
impresionante: entre los Mai-Huna de la Amazonia Peruana, por ejemplo,
resulta inconcebible tomar vagó y permanecer mudo.6
El antropólogo Jean-Pierre Chaumcil, investigando entre los Yagua del
Nordeste Peruano, atribuye la extensión de los usos chamánicos de la aya
huasca entre las poblaciones mestizas a que “el carácter no dogmático e
integrador del chamanismo facilita la incorporación progresiva de nuevos
modelos (...) en los cuadros conceptuales tradicionales”. Por no ser hostil
a los cambios, “el chamanismo se presenta como un sistema en perpetua
adaptación con la realidad vivida.”7 Se explica asi la combinación entre
las practicas chamánicas, generalmente con fines de cura, y un corpas
religioso fuertemente impregnado de catolicismo, fruto de varios siglos
de prédica misionaría. En las ceremonias clásicas el curandero bebe la
bebida junto con el paciente y ve el mal que le afecta y sus causas
mágicas o espirituales.8 Marlene Doblan registra en Iquitos ritos similares
durante los cuales la ayahuasca es tomada como “filtro de amor” para
protegerse de abandonos y traiciones.9 Por su parte, los indios del valle
del Sibundoy recorren los centros urbanos de Colombia, Venezuela y
Panamá realizando rituales curativos y adivinatorios con base en el yagé,
a veces mezclado con datura1"; llevan así, al decir de Taussig, “el poder
mágico de un sitio al otro del país”".
Normalmente el uso colectivo de “alucinógenos” (la pertinencia del
término será rediscutida) es considerado característico de las sociedades
primitivas y en ellas exilado. Guattari, reconociendo que “la droga ha
jugado un rol fundamental en todas las sociedades, en todas las áreas
culturales y religiosas”, distingue entre “la droga solitaria del capitalismo”
y “el modo colectivo, que era, por ejemplo, el del chamanismo”12. Lo
interesante del Santo Daime es que se trata de una ritualización religiosa
moderna de un uso de plantas de poder tenido por primitivo y tradicional.
Al irrumpir en las modernas sociedades urbanas, el Santo Daime rasgaría,
con la firmeza de la fe divina, el sórdido circuito de la droga. Al mismo
tiempo, esta experiencia contemporánea parece iluminar un elemento
extático presente, aunque borrado, en la cultura de la droga.
Si para William Burroughs —cuya experiencia con el yagé no fue
precisamente tranquila —ninguna religión podría ser construida sobre los
opiáceos1*, contrariamente todo en los llamados alucinógenos parece
predisponer al trance sobrenatural. “La experiencia alucinógena —
advierte Martine Xiberras1’— se encuentra en efecto muy cercana a una
experimentación mística del mundo.” La experiencia psicodélica sería
realmente “anterreligiosa”: son las sustancias que la inducen, según
Furst,s, “fundadoras de toda revelación y, por consecuencia, de las
religiones”, encontrándose “en la fuente de la vida mística, en la raíz de la
práctica religiosa y ep el origen del arte”.
El propio Timothy Leary, profeta del LSD, reconoce y trata de explorar
ese lado religioso. Pero ¿cómo constituir una religión a partir del
hedonismo individualista? ¿Que hacer con casos como el de Lisa
Lieberman, “sacerdote boo-boo neomarxista”, que se proclama diosa de
la transgresión obscena, emergiendo desnuda en moto en los
piringundines del pseudocultotó?
Leary menciona la religión india del peyote, también con fuertes
componentes cristianos, pero no parece conocerla o comprenderla. Hay
notorias analogías con el Santo Daime (especialmente en lo que respecta
a la combinación de usos indígenas v fragmentos de doctrinas cristianas,
como con relación a la relativa juventud de ambos cultos: la Iglesia Nativa
Americana recién se constituye a fines del Siglo XIX) y una severa
diferencia: mientras que la Iglesia Nativa Americana sería, según
Lanternaria, básicamente defensiva —instrumento de defensa de la
cultura indígena—, el Santo Daime no sería “defensivo” sino “ofensivo”,
ya que no se trata meramente de una reivindica- ción de la cultura
tradicional, sino de la creación de una nueva cultura, en un mesianismo
irredentista presente tanto en el discurso (a veces con algo de militar18)
de expansión y extensión (aunque no haya en verdad prácticas de
predicación pública) como en la fundación de aldeas en cumplimiento de
un programa de construcción terrenal dd paraíso de connotaciones
místicas y utópicas. Baste mencionar la configuración de Imperio (se trata
del ImperioJummulam) que asume el culto*.
La religión del Santo Daime (literalmente, San Dadme: el nombre
proviene de invocaciones construidas a partir del verbo dar, del tipo
dadme —daime en portugués— paz, daime amor...) surge en la década
del 30 en el estratégico. Estado brasileño del Acre— un triángulo tendido
en la frontera del Brasil con Bolivia y Perú, que a principios del siglo se
“independizó” de las autoridades de La Paz para adherirá las de Río de
Janeiro.
Los orígenes de esta nueva religión, que conoce hoy en día una
minoritaria aunque barullenta expansión entre las capas medias de las
grandes ciudades brasileñas, se sitúan en el encuentro de masas
desterritorializadas de migrantes’0 provenientes del miserable nordeste
brasileño, que se lanzan a la conquista del caucho imbuidas de un
ecléctico catolicismo popular (en verdad, un culto de los santos21), y
chamanes (hechiceros) indígenas que usaban la ayahuasca con fines de
cura o celebración. Según el relato fundante, Raimundo Irineu Serra,
negro del maranháo —región de fuerte incidencia espiritual
afrobrasileña—, tomando la bebida con el peruano Crescencio Pizango,
quien la había heredado de los incas, recibe la anunciación de Nuestra
Señora de la Concepción, Reina de la Floresta— pero que es también
lemanjá y Oxum, divinidades acuáticas africanas, y todas las formas deh
Divina Madre—, que le revela la doctrinan y le ordena difundirla y
realizarla4 A ¡j* manera de un soldado de Dios. En la cima de un
complejo, rico y prolifcrtntej Olimpo nativo —que se permite incluir, al
lado de la Virgen María, a Buda. Krislwl y hasta Mahoma— se alza el
Maestro Juramidam, suprema divinidad forestal sincretismo tiene más de
simultaneidad que de jerarquía rígida.
En concreto el ritual toma la forma de una fiesta colectiva, con
matices de coniunión dionisíaca, pero manteniendo un formalismo
riguroso y estético.
La ceremonia suele prolongarse la noche entera, hasta las primeras
luces del alba o más. Durante todo ese tiempo los adeptos cantan,
acompañados con música de guitarras escandidas por enérgicas maracas
y endulzados por acordeones, flautas, violines, lo más parecido a un coro
celestial, himnarios, o sea, poemas rimados de contenido místico
“recibidos”, gracias a la inspiración divina, por los protagonistas de este
raro ritual, que danzan sincronizadamcnte el “bailado”: un vaivén mo-
nótono, mecido a cantos hipnóticos, de vaga resonancia indígena, el que
parece contribuir a una mejor distribución en el cuerpo del líquido, cuyo
poder emético y purgante puede llegar a manifestarse, no es infrecuente,
violentamente. También cantar, por el movimiento del aire que implica,
es común a todas las tribus que toman ayahuasca.
“A través de ese movimiento rítmico —escribe Vera Froes25 en uno
de los raros libros sobre el tema—, se desencadena una fuerte corriente
espiritual entre las personas”. Las miraciones o marcaciones —visiones
celestes, vibraciones intensas, una especie de “alucinación” (en gran
medida constelaciones combinatorias de fosfenos) que, guiada, no es sin
embargo desvarío ni error —producidas por el efecto de la ayahuasca en
el cuerpo, son, por decirlo así, escandidas por la música y la danza,
configurando una singular experiencia de éxtasis.
Trátase de una verdadera doctrina musical, compuesta por “himnos
numinosos”2" recibidos (suerte de deriva poética de cierto trance
glosolálico, oracular o mántico) por los adeptos gracias a la inspiración
divina, que funcionan como explicación y guía de la experiencia inducida
por el brebaje acíbar: intransferibles, inefables viajes del alma. Alex
Polari, cx-guerrillero y uno de los actuales padrinbos del culto (comanda
la iglesia de Viscondc de Mauá, en las montañas de Río de Janeiro), ve un
bago de Energía:
“En algunos momentos la superficie del lago encontraba una placidez
traslúcida. Una luz iridiscente todo lo filtraba y de ella se plasmaban otras
formas y comprensiones de aquello que ocurría allí, en aquel momento.
Luego, alguna energía era lanzada a la superficie del lago y recomenzaban
los círculos concéntricos. En ese movimiento de líneas y círculos, que se
dibujaba como en arabescos ante mis ojos, yo creía ver todos los secretos
del ciclo ininterrumpido de la creación y destrucción | de todos los
Universos ya existentes. Durante ese período, yo experimentaba la
her7M. Mi cuerpo pulsaba, ora desordenadamente, ora serenamente,
acompañando a Pulsación de la corriente”27.
.Es precisamente la afluencia de jóvenes nómades, hijos de la gran
^territorialización del hippismo setentesco, la que incorpora elementos
orienta-
V esotéricos^ al panteón místico, ya poblado por entidades indígenas,
africanas • Cr¡stiana. Este feliz encuentro entre los campesinos
ayahuasqueros y los peregri- del “circo” envueltos en la onda de “retorno
a la tierra”, tiene lugar en la
Colonia Cinco Mil (así llamada por estar compuesta de lotes evaluados
en cinc mil cruzeiros cada uno), fundada por el nuevo caudillo del culto, el
Padrino Sebastiá Mota y Meló, quien, después de la muerte en 1971 del
fundador Irineu, hubo, a ra¡2 de disputas sucesorias, de retirarse con su
gente de la colonia por éste establecida originalmente en Alto Santo,
también en las inmediaciones de Río Branco, capital del Acre. Cierto
nomadismo de impulsión mesiánica empujaría, más cercanamente a los
seguidores del Padrino Sebastián a trasladarse al interior de la floresta,
fUn’ dando la aldea de Céu de Mapiá, a dos días de canoa de Boca do
Acre, Estado de Amazonas; sin haber abandonado la Colonia Cinco Mil —
que sin embargo perdió importancia—, ellos están actualmente
abocados, nucleados ya en torno al hijo y sucesor de Sebastián, el padrino
Alfredo Mota, a la colonización de una vasta área próxima al río Purus,
cedida por el gobierno brasileño2''.
Justamente este sector del Santo Daime (son varios subgrupos:
seguidores originales del mestre Irineu continúan agrupándose en la
colonia de Alto Santo, habiendo aún otras ramas del culto, más o menos
umbandizadas), es el que desencadena, a partir de la década del 80, un
proceso de crecimiento urbano, con la fundación de iglesias en las áreas
urbana y rural de Río de Janeiro, extendidas ahora a San Pablo, Belo
Horizonte, Florianópolis, Brasilia, Porto Velho y otros puntos menores,
con comunidades en Nova Friburgo (RJ) y Airiouca (MG), entre otras.
Esta limitada expansión (que, presúmese, nunca dejará de ser
minoritaria, ya que el Santo Daime es algo demasiado fuerte para
cualquier persona) había sido, más secretamente, precedida por la de
otra importante religión de la ayahuasca en el Brasil: la Unido do Vegetal,
originaria también del encuentro fructífero entre campesinos e indios de
la región de Rondonia, que, bastante más cerrada y de ingreso más
selectivo, practica un ritual diferente —más esotérico y menos danzarín—
de ingestión de la bebida sagrada, aquí denominada Vegetal.
Los diferentes centros del Santo Daime asumen en su denominación
oficial —Centro Ecléctico de Fluyente Luz Universal— la vocación
fusiona!, el eclecticismo como religión. La doctrina se define como
Eclecticismo Evolutivo: “varias corrientes religiosas que se interpenetran
teniendo como punto de partida el cristianismo • Hay una proximidad
bastante grande con la Umbanda, una mezcla de elementos africanos y
católicos“. Esos elementos no tienen necesariamente una relación de
sustitución, sino que impera una simultaneidad total: un santo católico
puede ser al mismo tiempo una entidad africana, configurando una
especie de negación de principio de identidad.
Alex Polari habla de tres fuentes principales, además de las influencias
afrobrasileñas: el oriente, con sus métodos de meditación capaces de
anular el c?0' la doctrina cristiana, especialmente en su tradición más
esotérica; el culto sacramenta de los vegetales, propio del nuevo
continente.
Muchos de los adeptos pasaron, antes de ingresar al Santo Daime, por
expene^ cias espiritistas, esotéricas, budistas. Esa multiplicidad es por
entero aceptada: |

161
oSotros no nos importa si uno cree en el karma, en la resurrección o
r

en la Encarnación, si viene del espiritismo, de la umbanda o del budismo.


Importa sólo ^alizar nuestro trabajo, cantar nuestros himnos de loor a
Dios y a la Naturaleza, saber vivir juntos y repartir el pan dentro de
valores cristianos auténticos y por nosotros asumidos en nuestra práctica
diaria”.*2
Esa asombrosa plasticidad denota la característica de una religión en
movimiento, parangonaba al culto de María Lionza en Venezuela, que
también mezcla elementos del más heterogéneo origen, llegando a incluir
en la adoración al Presiente Kennedy: su suprema sacerdotisa dice que ni
ella sabe hacia donde va la religión". Este procedimiento es en todo
análogo al dispositivo de la umbanda, ahora creciendo
sorprendentemente en Buenos Aires*1; esa especie de antropofagia
espiritual aparece también en otros cultos recientes, como el de la Tía
Neiva, decididamente barroco, y el de Yokaanan (Fraternidad Ecléctica
Espiritual Universal, "mezcla de catolicismo, espiritismo y umbanda sobre
1540 Kwz”w, ambos con sede en Bra-
silia).
El hecho de que no haya una doctrina escrita, sino que ella se derive
de los contenidos de los himnos recibidos por los acólitos favorece dicha
plasticidad proliferante —que parece no tener límites: en la iglesia de San
Pablo se cruzan adeptos provenientes de la Gnosis— cierta escuela
esotérica—, gente del candomblé, practicantes de chamanismo,
adoradores de Saint Germain y hasta discípulos de Wilhclm Reich (!) en
un indiscernible/w7<?w (o paté) espiritual, con dudosos efectos
débanalización próximos a los de un santón de playa carioca. Hasta libros
sobre el tema, como el de Gregorim (ya citado), se integran en esa melaza
espiritual de límites y formas difusas. Pero esto no sería necesariamente
un defecto de religión, sino que podría incluso ser una virtud, esta
abundancia y experimentación (casi ginástica, empero...) de códigos
religiosos diversos y superpuestos entre sí, en una yuxtaposición
indefinible próxima al supermercado de cultos afrocubanos que Fichte
descubre (y defiende en la riqueza de su mescolanza) en Miami*. Habría,
por añadidura, uan fuerte base panteísta, de adoración de la naturaleza,
presente en himnos que exaltan, entre otros elementos, el sol, la luna y la
estrella, realizando lo qucMaffcsoli denomina “reinvestimiento del
inmanentismo”r, que funciona además como alimentador de los vínculos
de socialidad, donde se podría intuir un acuerdo histórico del extinto
culto panteísta, aparecido en el Nordeste Brasileño en la década de 1930
y perseguido por las autoridades, habiendo llamativas semejanzas
¡cónicas e imagéticas con el Santo Daime™. Se trataría, a decir verdad, de
g|a s,Jerte de licuefacción de los códigos religiosos, que serían pasados,
ya que no P°r agua, por ayahuasca. Esa cualidad líquida, en todos los
sentidos, del Daime se Manifiesta en el nombre adoptado por la iglesia de
San Pablo: Flor das Aguas.
Además de los bailados, hay trabajos especiales de cura, donde los
participantes Cantan sentados, sin bailar, ciertos himnos seleccionados,
con la presencia del
Cr,no y un círculo selecto de fardados (o sea, iniciados que han
asumido el

163
uniforme y la estrella del culto, que han entrado en la doctrina). El
daimista Chico Corrente, de la Colonia Cinco Mil, habla del trabajo de
cura: “Son nueve personas que hacen las curas. Se le da Daime al
enfermo, se rezan nueve oraciones, concéntrase cada uno buscando para
sí lo que precisa para sí mismo de bueno, pidiendo qUe los espíritus
curanderos fluidifiquen aquel trabajo, hagan operaciones, consultas... Los
videntes ven la llegada de los espíritus. A través de la bebida que el grupo
bebió se va llegando a un punto en que una fuerza espiritual va trayendo
las energías del bien y apartando las del mal. Cuanto más concentración
en Dios, más fuerza en el corazón del paciente”
En los trabajos de cura —que suelen ser asimismo más cortos—, se ve
mejor cierta ambivalencia esencial delpadrinbo, que dirige el trabajo,
entre sacerdote y chamán —el primero asimilado a las sociedades de
estado, el segundo a las sociedades tribales40. Discutiendo el asunto,
Clodomir Monteiro asocia el “vuelo extático chamanístico” presente en el
Santo Daime y cultos vecinos (lo que él denomina Sistema dejuramidam,
siendo Jura, Dios, y Midam, Hijo), a las “manifestaciones de incorporación
mediúmnica típicamente afro-brasileña“, propiciando la convergencia
entre el indio, el blanco y el negro en un “nuevo tipo de chamanismo”41.
Fernando de la Roque Couto, por su parte, prefiere la hipótesis de un
“chamanismo colectivo”42.
Algo se nota de racial andino, además, en la demanda de
imperturbabilidad facial presente en las ceremonias, vigente incluso
cuando las incorporaciones de entidades, tan diferente de la contorsión
exasperada propia del trance afrobrasileño. Cabe formular, a la manera
de una hipótesis, si no habría en el Santo Daime un fondo chamánico
“recubierto” por una forma religiosa.
Fuerza y forma
Toda una disposición poética y barroca se monta para ritualizar la
toma colectiva de la bebida sagrada. Se trata de dar forma (apolínea,
estética, de ahí que pueda ser barroca) a la fuerza extática que se suscita
y se despierta, impidiendo que se disipe en vanas fantamagorías, o, lo que
es peor, que —como suele suceder en el uso desritualizado occidental de
drogas pesadas— se vuelva contra sí, arrastrando al sujeto en una
vorágine de destrucción y autodestrucción.
Tomamos de los grandes místicos cristianos la distinción entre
experiencia Y doctrina. Para San Juan de la Cruz, la experiencia designa —
escribe Baruzi15 el hecho de haber experimentado en sí mismo ciertos
estados”— sin vacilación asimilables a los “estados modificados de
conciencia” de que habla Lapassade44. ów embargo, prosigue Baruzi, “la
experiencia, indispensable para quien quiere sentir la vida mística, no nos
será suficiente para describirla”. La experiencia, por sí sola, permite
sentir, pero no comprender; para comprender, hace falta la doctrina. En
la medida en que la experiencia remite a una contemplación cósmica,
parecería que eIla fuese más allá de la doctrina; al mismo tiempo, la
doctrina adquiere un cariz nuevo cuando se vislumbra la experiencia
sobre la que se basa. “Más allá de la construcción doctrinal, el ritmo de la
experiencia vivida”: así, entre los místicos del éxtasis poético, condensa
Baruzi4', "la experiencia se traduce inmediatamente en un canto”.
En el caso del Santo Daime, la creencia no es apenas un apriori
ideológico, sino que se basa en la experiencia de la divinidad, vivenciada a
partir de la visión propiciada por la ayahuasca. Por otro lado, la doctrina
contenida en los himnos —que exalta básicamente valores cristianos,
como disciplina, humillación, perdón, exaltación de la fe y la fuerza
divinal, etc.— funcionaría como una manera de dar forma165
a la experiencia
y evitar que ella se desmelene en la insensatez acaso pavorosa del puro
mnmbo personal.
Útil para pensar el Santo Daime, la diada experiencia/doctrina puede
analogarse, en su funcionamiento, a la distinción entre plano de los
cuerpos y plano de la expresiónA\ formulada por Deleuze y Guattari47 a
partir de Hjemslcv. Por un lado, en el plano de los cuerpos todo lo que
tiene que ver con los efectos puramente “físicos”, corporales, inclusive
visuales, de la bebida; por otro lado, los himnos, los rituales, todo lo que
tiene que ver con el plano de expresión. Resumidamente, en la religión
del Santo Daime, habría un plano que tendría que ver con la experiencia
del cuerpo, en el cuerpo, con el cuerpo48, en ese sentido dionisíaca. Al
mismo tiempo, el Santo Daime dispondría de su propio plano de
expresión autónomo, la Doctrina de JuranudandK
Si bien esta capacidad de producir un discurso autónomo eficaz puede
ser común a otras formaciones religiosas, en el caso del Santo Daime hay
una singularidad, menos común, que es el hecho de sustentarse el culto
en la delectación de un líquido psicoactivo. Eso posibilita una
comparación, en este caso no con otras religiones, sino con otros usos
desreglados de sustancias vulgarmente denominadas drogas (habiendo
sido la justeza de esa denominación puesta ya en tela de juicio). En la
medida en que estas cxpricncias “salvajes” —o en el último de los casos p
provistas de un ritual que, alejado de la dimensión de lo sagrado, se
revela ineficaz para “contener” al sujeto en viaje, que se desmelena y
corre el riesgo de entrar en una vorágine de destrucción y
autodestrucción —son incapaces de construir un plano de expresión
propio, caen en dicho caos trágico. Estos éxtasis descendentes,
“destructores” del cuerpo físico (destructores de los órganos, para ser
más estrictos; o sea, indicios de generación de un cuerpo sin órganos que
se queda en la destrucción de los órganos5"), son como una especie de
satori de zanjón que destruyen al cuerpo, en cierto terrible modo, sí, pero
no dejan de ser una exaltación desquiciada del cuerpo personal, del
cuerpo como cuerpo del yo’1. No es que pierdan su condición de
agenciamiento colectivo —como se nota en películas como Sid &Nancy y
Drugstore
Cowboy—, un flujo maquínico que une y ata los cuerpos en la
intensidad exacerbada de la sensación compartida; una experiencia
esencialmente corporal de cuerpo grupalizado o colectivizado, pero que
paradójicamente encierra a cada uno en el infierno de su propia
dependencia solitaria; en el límite extremo del nihilismo, alzan la bandera
en harapos de un yo en ruinas, pero resisten (o son incapaces de verla) a
la colectivización en lo sagrado. Así, en la medida en que no articulan el
balbuceo de sus marginalidades en una forma eficiente, se les deforma la
experiencia, se les endurece o se les enfría el alma, y son fácilmente
recuperados, enclaustrados y psiquiatrizados, por los aparatos de poder
de la policía y de la medicina. En una palabra, son víctimas fáciles de las
máquinas sociales de disciplinamiento, por mecanismos que parecen
tomar la forma de un dispositivo análogo en su funcionamiento al
dispositivo de sexualidad enunciado por Foucault, que también produce
efectos de proliferación bajo la forma de una locuaz interdicción. No hay
un efecto puramente clínico de la sustancia en sí, sino que ese efecto
resulta inseparable de cierto plano de expresión, el que —según Dclcuzc y
Guattari— no representa ni refleja (tampoco significa) el plano de los
cuerpos, sino que interviene dándole órdenes al cuerpo (existiría entre
ambos planos una relación de presuposición recíproca: uno no determina
al otro, sino que ambos funcionan presuponiéndose, pero manteniendo
una autonomía relativa).
Puede postularse, a partir del esquema fuerza/forma, cierto
instrumental teórico de abordaje útil para pensar el Santo Daime. Ese
abordaje se diferencia, en principio, de la noción de control (control ritual
del uso de sustancias psicoactivas52), que aparece como demasiado
“exterior”, y también de cierta hipótesis del imaginario, que corre el
riesgo de crear una especie de colchón, cuando, podría postular, todo es
real (o aun surreal): nada más real que el éxtasis...
167
¿Cómo funciona el esquema fuerza/forma? Referirse a la tensión
entre el plano de los cuerpos y el plano de la expresión ha sido una
manera de introducir el asunto. Resulta difícil, sino gratuito, intentar
explicar qué es la fuerza. Si deseamos captar la vivencia emocional,
estaríamos entre el encuentro de fuerzas nictzscheano y claxé del
candomblé, inclusive más cerca del segundo en el caso del Santo
Daime11'.
Situándonos, en el campo antropológico, en la conocida crítica de
Lévi-Strauss a MaussM, nos acercamos a la noción de han (fuerza vital)
tomada de los polinesios por el segundo, a quien el primero acusa de
tener una visión nativa, y sustituye por consecuencia el mencionado han
por una ecuación lingüística.
Aquí nos reencontramos con la diada dionisíaco/apolíneo explorada
por Nietzsche. Sin embargo, no cabe recuperar esa noción nietzscheana
en un sentido literal, sino en un sentido extenso —del tipo de uso que
hace Maffesoli en La Sombra de DionisioHablamos de dionisíaco en el
sentido de que es una experiencia que afecta directamente al cuerpo,
pasa en y por el cuerpo; al tocar, para decirlo en términos de Mircca
Eliade, el plano de la experiencia sensible, carga de significación religiosa
la actividad sensorial*. En ese sentido, tiene lugar una fusión concreta en
el plano de los cuerpos, de las vibraciones sensibles, relegando la
intervención supuestamente fundante de la conciencia cgocentrada.
Parece, más bien, que la conciencia, antes que determinar a priori el
sentido y la dirección de las fuerzas extáticas, viniese a posteriori a darles
forma.
No es pues un dionisíaco en el sentido de carnaval pagano, ni de
desmesura voluptuosa. Si alguna analogía entre la experiencia del Santo
Daime y la que Nietzsche denomina dionisiaca puede trazarse, además de
su carácter forestal (el Santo Daime adora a Nuestra Señora de la
Concepción, Reina de la Floresta), ella pasa por la ruptura con el principio
de individuación y la fusión de las individualidades en un sentimiento
místico de unidad con el cosmos, con la naturaleza, con los otros
hombres, que caracteriza, en lugar de la autoconciencia individualista, el
éxtasis colectivo.
Ese limitado carácter dionisíaco de la experiencia estaría dado,
entonces, por la disolución de la individualidad. Recordemos los planteos
de Bataille57. Para él, habría una continuidad esencial entre los hombres
que la individualización propia de la humanización civilizatoria cortaría,
instaurando una discontinuidad —cada uno cerrado sobre sí en su
mónada egoica— que no llegaría a abolir, sin embargo, el impulso dirigido
hacia la continuidad primera. Las formas de “restaurar” dicha continuidad
serían básicamente tres: el erotismo (o sea, la dilución de la individua-
lidad en la fusión de la orgía o de la pasión, siendo ésta última la que
Bataille denomina “erotismo de los corazones”, sentimental y más firme
que el "erotismo de los cuerpos”, que es pasajero y restituye acendrado
el egoísmo), la muerte (fin de la individualidad por extinción física) y lo
sagrado, que implicaría una fusión mística que disuelve, también, el
sujeto individual en el cuerpo divino o en el panteón de las entidades.
Esa desestructuración del frenesí dionisíaco arrastraría la identidad
individual en la “nebulosa afectual”" de los cuerpos (y, por qué no, de las
almas) en amalgama. Empero, ese fervor dionisíaco, en la medida en que
librado a sí mismo es —dice Machado*— un “veneno” que conduce a la
pura destrucción, precisaría de la armonía del elemento apolíneo que le
diese una forma, para poder mantener la lucidez en medio del torbellino.
Córrese el riesgo, empero, de que esa forma doblegue y reprima (tal
como sucede en la cultura occidental racionalista, hecha para expulsar y
sofocar a Dionisio) a la fuerza suscitada del éxtasis. Pero ello envolvería
otra discusión, que remitiría a pensar en qué medida en el Santo Daime y
en otras sectas religiosas (como la vecina Unión del Vegetal, analizada por
el antropólogo Anthony HenmanMI) campearía una condición de
formación autoritaria, pasible de transformar, al menos en ciertas
situaciones, la forma en dogma. La cuestión no es fácil 169
de zanjar, pues,
por otro Udo, también podría argüirse que la observancia fiel de los
preceptos sería capaz de Permitir un vuelo más alto y perfecto por los
paraísos de la visión y de la revelación. El ritual actuaría en ese caso, en
las palabras de Waltcr Dias Júnior61, conio una “potencialización del
éxtasis".
Más que agotar estos complejos asuntos, veamos cómo las religiones
de la ayaluiasca —completamente legales en el Brasil, aún cuando dicha
adquirida legalidad no esté ni haya estado exenta de amenazas
prohibicionistas— muestran la posibilidad de un uso ritualmentc
organizado de sustancias psicoactivas vulgarmente denominadas drogas.
El caso del Santo Daime está lejos de ser el único en el mundo. El término
"entéogenos” (literalmente, Dios dentro de nosotros), propuesto por el
investigador Gordon Wason, que descubrió los hongos alucinógenos en
México y los tomó con la chamana María Sabina, al apartar la carga
negativa arrastrada por el término alucinógenos — puesto que no se trata
en verdad de alucinación en un sentido conceptual, aún cuando en un
sentido físico se dan visualizaciones similares por constelación de
fosfenos— resulta más pertinente para denominar estas sustancias
capaces de propiciar un éxtasis. F,1 éxtasis —la palabra quiere decir
textualmente “salir de sí”— no es una experiencia frívola, sino algo que
arrastra el sujeto hasta las más recónditas profundidades del ser y lo hace
sentir en presencia de una fuerza superior y cósmica, cuya acción
experimenta corporal y mentalmente, en un estado de trance que
conlleva el pasaje a otro nivel de conciencia, segundo, superior o
alterado. De ahí que en vez de un éxtasis descendente, lo que llamamos
un “safari de zanjón", donde suelen precipitarse los adeptos de las drogas
pesadas, experimentaciones como la del Santo Daime y la Unión del
Vegetal en el Brasil, el culto del cactus San Pedro en Perú, la iglesia del
peyote entre los indígenas norteamericanos, propicien un éxtasis
ascendente, transformando la energía de la sustancia psicoactiva en un
trampolín cósmico, ritualizado de manera a guiar y “controlar” (como
diría Edward Mac Rae) el viaje. Por otra parte, estos usos contemporá-
neos y absolutamente modernos de la ayahuasca develan de paso, a
contraluz, la búsqueda de éxtasis contenida en principio en la
experimentación de masas de las llamadas drogas, por más que el uso de
éstas en un sentido abisal se muestre desgraciado. En resumen, cultos
como los del Santo Daime abren en escorzo otra perspectiva para
enfrentar la insensata guerra de la droga que ahora nos envuelve,
teniendo en cuenta asimismo que hay toda una utilización terapéutica de
la ayahuasca, particularmente eficaz en caso de adicciones, alcoholismo y
enfermedades psicosomáticas en general, habiéndose inclusive registrado
casos de curas de males más graves.
Pero el Santo Daime no muestra apenas la fuerza el éxtasis: configura
también una verdadera poética. Autodcfm¡endose como una “asociación
espíritu-musical”, los acólitos del Daime dan una gran importancia a la
parte estética de la soeialidad. Esa poética es en última instancia barroca:
elementos de un barroquismo popular se encuentra abundantemente en
los poemas nuisicados que son los himnos, siempre impregnados de la
deliciosa ambigüedad propia de la expresión poética; ellos aspiran, en su
incesante proliferación, a “cantar el mundo” —o a invadir todo el mundo
con su canto. Cabe destacar que esta relación entre uso de entéogenos y
producción de una poética oracular y hermética es común, no sólo a otros
usos de Ja ayahuasca62, sino a rituales referidos a otras sustancias, como
es el caso de los hongos mexicanos estudiados poéticamente por
MunnM.
Como otra manifestación de barroquismo, los elementos simbólicos
tienden a multiplicarse, sobre todo en las iglesias más prósperas del sur
del Brasil, haciendo recordar la proliferación de objetos de culto en las
mesas de la religión del San Pedro6', donde más de noventa elementos,
cada uno dotado de un sentido ritual, se acumulan. Cabría tal vez leer, en
esa abundancia, un “exceso” simbólico.
Tamién se manifestaría cierta pulsión barroca en la avidez sincrética
(sería más pertinente llamarla, como los propios 171 cultores lo
hacen,eclklica<&) con que el Santo Daimc se precipita sobre los cultos
vecinos, se mezcla y se alía con ellos, guiado por una convicción: al fin y al
cabo, las divinidades serán vistas literalmente en el ritual de la miración.
Es interesante observar, además, a título de hipótesis experimental,
cierta graduación en la experiencia visionaria, observada también por
estudiosos del LSD"1'. Estas fases no se verifican necesariamente, menos
aún en ese orden, pero podría condensárselas así: primero, una fase que
llamaría “psicoanalítica”, con emergencia de recuerdos o, mejor,
“películas” de vida, donde escenas pasadas desfilan vertiginosamente.
Después, suele sobrevenir una fase de visiones abstractas, líneas de
puntos, curvas, campos de flores, extrañas geometrías que denotan la
tendencia del fosfeno a transformarse en algo más: iridiscencia de los
puntos de luz, líneas brillantes de fuerza. A veces, entre un momento y
otro, puede sentirse cierto malestar físico, un dolor que se transforma, si
se lo consigue sobrellevar, en éxtasis. El éxtasis, en esta tercera fase,
puede manifestarse con la visión del aura de las demás personas,
intensidad extrema de la luz, fenómenos de telepatía, sensaciones de
viaje astral y de salida del cuerpo, tan múltiples como inefables. Una fase
superior estaría dada por visiones figúrales, asimiladas a los santos, los
dioses, las diversas divinidades supremas que animan el panteón del
Santo Daime. Por eso se habla de una experiencia vivcncial de lo sagrado.
Cabe destacar, sin embargo, que esas condensaciones figúrales parecen
constituirse a partir de los puntos y las líneas de luz, a la manera de una
resultante lumínica, como bien lo muestran las pinturas visionarias del
aynhuasqucro Pablo Amaringo, de Iquitos, lugar donde los rituales de la
ayahuasca 0y age —otro de los nombres de la espesa poción— son
dirigidos por curanderos locales. Volviendo a la dinámica de las
figuraciones en la miración, el mito sería antes un punto de llegada que
un punto de partida. En resumen, el viaje del Santo Daime condensa y
reúne todo tipo de estados de transconciencia; incluso la diferenciación
clásica entre religiones de posesión y viajes chamánicos se ve cuestionada
o diluida, en la riqueza y variedad de la experimentación.
El Daime es ascético. La sexualidad es vista como un óbice para la

1
“Nao creias nos ntesires que te aparecem”. Himno 9 de la Oración del Santo Daime- Hinário de Cura. Orarán.
Cruzeirtnhn, Centro Eclético de Flucntc Luz Universal Mor das Aguas. San Pablo.
1
Ver D. Mc Kenna, L E. Luna, G. Towers: “Ingredientes biodinámicos en las plantas que se mezclan al ayahuasca. Una
farmacología tradicional no investigada”. América Indígena, Vol. XVI, n° 1, México, 1986.
ascensión al plano del astral'6, siendo la castidad -como observa Mircea
Eliade63 entre los primi-
tivos— concebida como una “economía de fuerzas espirituales”,
destinada a una “conservación de la energía sagrada”. Ello no impide que
algunos acuerdos poligámicos tengan lugar. Cierta tensión entre el
ascetismo de la religión y el dionisismo de la experiencia extática con
ayahuasca se resolvería en una suerte de “armonía conflictual”, como
diría Maffesoli.
vSe trata básicamente de una religión comunitaria, donde resalta el
carácter colectivo de la ingestión de la ayahuasca. Así se irriga la
socialidad de base. Ese comunismo concreto puede estar difuminado en
los núcleos urbanos; no obstante, hay en el Daime un regreso de la utopía
underground de retorno a la tierra, fuerte en las décadas del 60 y el 70.
Asimismo, el crecimiento del culto de la ayahuasca entre sectores de las
antiguas “vanguardias” políticas, artísticas, culturales, puede ser el indicio
de un proceso más vasto de conversión de las viejas búsquedas de éxtasis
en el sexo y en la droga desritualizada, en el acceso directo a la
experiencia de lo sagrado a través del trance corporal, resonando cierta
recuperación de las consignas psicodélicas. Hay también una dimensión
sociopolítica, pues esta religión propugna un modelo comunitario de
gestión de la vida, superando la propiedad privada; así, el carácter
“libertador” no se restringiría al nivel místico, sino que debería concernir,
se espera, al plano material.
La condición comunitaria se realiza a sus anchas 173
en la comunidad de
Céu (Cielo) de Mapiá, en lo recóndito de la selva, junto a un afluente del
proceloso río Purus, adonde se accede tras dos días de navegación, en un
verdadero ascesis forestal. Resulta interesante ver cómo personas de
diferente origen y clase conviven trabajando duramente, en un clima de
asamblea permanente que recuerda las tentativas comunitarias de la
década del 70, con la frecuente ceremonia de la ayahuasca disolviendo y
llevando a otro plano las tensiones, con el canto, la danza y la experiencia
visionaria y sensorial colectivamente vivenciados cimentando el “orden
fusionar (Maffesoli). Pareciera que esos campesinos amazónicos—que,
nótese, subvierten la relación habitual de dominación, dirigiendo y
convirtiendo a sus hermanos de las ciudades— estuviesen intentando
inventar un nuevo sentido de la vida.
Notas 1
R. E. Schultes y A. Hoffman: Les plan fs de Dieux, Paris, Bergcr-
Levrault, 1981, p. 123.
4 Véase sobre ello cl artículo de Marlene Dobkin: “Uso de la ayahasca
en un barrio bajo urbano”, en Harner: Alucinógenos y Chamanismo,
Madrid. Guadarrama, 1976. s M. Aubrée: “Entre tradition et modernité”,
Les Temps Modernes, n° 491, p. 142/160.
61. Béllier: “Los cantos mai-huna del yage”. America Indígena, Vol.
XLVI, na 1, Mexico, 1986. ? J. P. Cbaumeil: Voir, Savoir, Pouvoir. Le
Chamanisme chez les Yagua. Paris, Edition de la École des Hautes Études
en Sciences Sociales, 1983, p. 260/261.
L. E. Luna: “The Healing Practices of a Peruvian Shaman”. Elsevier
Scicntific Publishers, Ircland, 1984.
M M. Dobkin: “La cultura de la pobreza y el amor mágico: un síndrome
urbano en la selva peruana”. America Indígena, Vol. XXIX, nfl 1, Mexico,
1969.
111 M. C. Ramírez de jara y C. E. Pinzón: “Los hijos del bejuco solar y la
campana celeste. El yage en la cultura popular urbana”. America
Indígena, Vol. XLVI, n- 1, Mexico, 1986, p. 163.
M. Taussig: “Folk Healing and the Structure of Conquest in South West
Colombie”. Journal oj Latin American luire, 6 (2), 1980.
F. Guattari: “Les drogues signifiantes”, en A. Jaubert y N. Murard:
Drogues, Passions Muettes, Recherches n2 39 bis, Paris, 1979, p. 219.
15 William Burroughs: Almuerzo Desnudo, Buenos Aires, Siglo XX,
1971. Por cl contrario, para Philippe de Felice, autor de Poisons sacrés,
Ivresses Divinas, Paris, Albin Michel, 1936, hay una religión del opio: “La
opiomanía es realmente una religión, sobre todo porque ella procura a
los que se le entregan el sentimiento de una evasión, de una salida de sí”,
p. 44. F.l propio autor sugiere que el culto de las intoxicaciones no podría
ser, al final, sino un avatar del “instinto religioso”, “desviado de su
destino primero y reducido a buscar en otra parte satisfacciones de
remplazo”, p. 79. Habría para él una convergencia de base entre la droga
y la religión, en el común dépassement de soi, p. 372.
H M. Xibcrras: La Société Intoxiquée, París, Méridiens Klincksieck,
1989.
15 P. Furst: La Chair des Dieux, París, Seuil, 1974, p. 13.
14 T. Leary: La Politique de V Extase. París, Fayard, 1979, p. 426.
17 V Lmtcrnari: As religioes dos oprimidos, San Pablo, Perspectiva,
1974.
Así, el jefe de cada núcleo religioso recibe el nombre de Comandante
y los adeptos se definen como soldados del Daime. El propio fundador del
culto, Mestre Irineu, fue él mismo soldado.
17 Para una interesante reivindicación de la idea de Imperio, que
podría llegar a iluminar el uso de la figura por parte del Santo Daime, ver,
de Guy Hocquenghem y René Schérer, Pl Alma Atómica, París, Albin
Michel, 1986.
31 Del desarraigo de esas masas rurales derivarían
175 los “cantos del
exilio” de que habla Clodoinir Monteiro, en su tesina de maestría O
Palacio de Juramidam: um ritual de tr<msconciencia e despoluicâo,
Mestrado cm Antropología Cultural, Universidade Federal de &*i fe,
Recifc, 1983.
Sobre el culto de los santos en el nordeste brasileño, puede verse, de
André Brun, Les Bieux Catholiques au Brésil, Paris, L'Harmattan, 1898;
también, de Eduardo Hoornaert, 0 Cristianismo moreno no Brasil,
Petrópolis, Vozes, 1991.
21 Como curiosidad, señalemos que doctrinas era el nombre dado a
los cánticos de un antecedente del Daime registrado en Rondonia por
Nuncs Pereira (en A Casa das Minas Petrópolis, Vozes, 1979), consistente
en una heteróclita mezcla de rituales oriundos de [;J Casa das Minas con
ingestión de ayahuasca. Hay en los textos de las doutnnas una amalgama
de vodutts del panteón mina-jeje, personajes folklóricos, santos de la
hagiología cristiana, etc. Señala Nunes Pereira que “en verdad todo el
texto de estas doulrinas nada contiene de original y específicamente
ligado a la ayahuasca”, p. 224.
B Para una narración de los acontecimientos, ver el artículo de
Ciodomir Monteiro: “La cuestión de la realidad en la Amazonia: un
análisis a partir del estudio de la Doctrina del Santo Daime”, Amazonia
Peruana, Vol. VI, n2 11, 1985.
24 Para una prolija descripción de la doctrina, véase la tesis de Alberto
Groissman: “Eu venho da floresta”, en Edetismo c praxis xamánica
daimista no Céu do Mapiá. Programa de Pós-Graduafáo em Antropología
Social. Universidade de Santa Catarina, Santa Catarina, 1991.
Vera Froes: Santo Daime Cultura Amazónica, San Pablo, Jorués, 1987.
1(1 Rudolph Otto: Le Sacre. París, Payot, 1929, p. 54/56.
’7 A. Pollari de Alverga: 0 Lrvro das Miradles. Río de Janeiro, Rocco,
1984, p. 65.
En verdad, el Mestre Irineu era un hombre de formación esotérica
cristiana, afiliado a la Iglesia Comunial> do pensamento de San Pablo (que
aún existe), y simpatizante, por un período, de los Rosacruces. Disuclto el
Círculo Regeneración y Fe, por él fundado en Brasiléia (frontera con
Bolivia) en 1920, abre en 1931 la Comunidad de Alto Santo, que aún
perdura, una de cuyas actuales ramas es dirigida por su viuda, doña
Peregrina.
N Un mapa de la región que debe ser ocupada por la comunidad del
Santo Daime se encuentra en el libro de Gilberto Gregorim, Santo Daime.
Estados sobre simbolismo, doutrina e Povo de Juramidam, San Pablo,
ícone, 1991.
” Vera Froes: Libro citado.
v El Santo Daime se integraría lo más bien a la categoría de religiones
subalternas, propuesta por Fernando Brumana y F.lda González en
Marginaba Sagrada, Campiñas, Editora da UNICAMP, 1991.
B Alcx Pollari de Alverga: Céu da Montanba, año II, n2 2. Visconde de
Mauá, 1989, p. 2.
Jacqueline Briceño: “F.l Culto de María Lionza”, América Indígena, Vol.
XXX, n° 2, México. 1979. Puede verse también, de Dilia Flores Díaz,
Trance, Posesión y Hablas Sagradas. Universidad del Zulia, Facultad
Experimental de Ciencias, Maracaibo, 1988. Por su parte, Angelina Pollak-
Eltz, hablando de su “caleidosópica complejidad”, resume así el culto de
María I.ionza: “Se trata de un culto sincrctistico de reciente formación,
por lo menos en cuanto se refiere a su forma actual; se basa en cultos
indígenas más antiguos que solían llevarse a cabo en cuevas y montañas
en los estados centrales de Venezuela y que se amalgamaron poco a poco
en una leyenda alrededor de un personaje central —María Lionza—que
para los adeptos es exponente de lo bueno. El culto, como se presenta
ahora, es producto de un sincretismo que tiene diferentes raíces: se basa
en un concepto rudimentario de cristianismo, pero al mismo tiempo
recuerda a los ritos africanos con sus divinidades y al chamanismo
indígena con notables aspectos de espiritismo a la177Kardcc”, en María
Liorna. Mito y Culto Venezolano, Universidad Católica Andrés Bello,
Instituto de Investigaciones Históricas, Caracas, 1972, p. 59.
j* Véase cl artículo de Alejandro Frigerio: “Umbanda y Africanismo en
Buenos Aires: duas etapa de un mesmo carainho religioso”, Comunicares
do ¡SER, año 9, n° 35, Río de Janeiro, 1990-
js pierre Gaillard: “Brasilia magnétique, Brasilia magique”, en
Autrement, n° 44, Paris, nov. 1982, p. 230.
» H. Fichtc: Etnopocsia. San Pablo, Brasiliense, 1987.
n M. Maffesoli: “Socialité et Naturalité ou l'écologisation du social", en
Cahiers de P imagina ire n9 3, Toulouse, 1989.
Agradezco a Roberto Motta la indicación de la posible importancia del
panteísmo. Sobre este raro culto —que, empero, no consumía
entéogenos—, puede verse el libro de Gonçalvcs Fernandes, O
sincretismo religioso no Brasil, Curitiba, Guaira, 1941.
•* Entrevistado en el artículo de Joáo Santana: “Povo do Daime
constrói o Céu no coraçâo da Amazonia”, Jornal do Brasil, Río de Janeiro,
23-3-86.
01 Weiss reconoce esta tensión entre los indios Campa, de cuyos
cultos el Santo Daime toma muchos elementos, en su artículo:
“Chamanismo y sacerdocio a la luz de la ceremonia del ayahuasca entre
los Campa”, incluido en Harner, M.: Alucinógenosy Chamanismo, Madrid,
Guadarrama, 1976.
4 C. Monteiro: “Ritual do Tratamento e Cura”. Comunicación Primeiro
Simposio de Saúde Mental, Santarém, 1985 (mimeo).
42 P. De la Roque Couto: Sanios e Xamas. Dissertaçao de Mostrado.
Departamento de Antropología. Universidade de Brasilia, 1989.
41 J. Baruzi: Saint Jean de ¡a Croix el le problème de /' expérience
mystique, París, Félix Alean, 1924, p. 235.
" G. La passade: Les Etals Modifiés de Conscience, París, PUF, 1987.
idem, p. IV.
H Lucien-Marie de Saint Joseph (“Expérience Mystique et Expression
Simbolyque chez Saint Jean de la Croix”, en Polarité du Symbole. Etudes
Carmclitaines. Paris, Desclée de Brouwer, I960) prefiere referirse a esta
diada en términos de experiencia afectiva y expresión simbólica: “Toda
experiencia afectiva no desemboca automáticamente sobre una
expresión simbólica”. El padre Lucien-Marie pretende estudiar el símbolo
como medio de expresión de la experiencia mística.
v G. Deleuze y E. Guattari: Mille Plateaux, Paris, Minuit, 1980. Cap. IV:
“Postulats de la Linguistique”.
4* Se trataría, en el trance, de “obtener el máximo de intensidad de
las fuerzas que circulan en el cuerpo” (J. Gil, Métamorphoses du Corps,
París, Editions de la Différance, 1985, p. 135). Al decir de David Le Breton
{Corps et Société, Paris, Librairie des Méridiens, 1985), el proceso del
trance plantea problemas parecidos a los de la sexualidad, o, si le
hacemos caso a Deleuze y Guattari, a los del masoquismo y la droga, en
tanto instancias dirigidas a la producción de un cuerpo sin órganos, de
pura intensidad.
“ Clodomir Monteiro reconoce que “el Santo Daime establece un
conjunto semiótico autónomo, valiéndose esencialmente de gestos y
lenguaje” (artículo de Amazonia Peruana, ya citado, p. 93). Por su parte,
Martine Xiberras, analizando el fracaso del movimiento psicodélico,
lamenta que éste no haya conseguido... “forjarse una filosofía que le sea
espe- cííica a partir de un saber experimental de los psicodélicos y de una
atracción por la$ culturas otras” {La Snciíié Intoxiquée, p. 106).
*' Ver: G. Delcuzc y F. Guattari: Mille Plateaux, París, Minuit, 1980.
Cap. 6: “Commcnt se fairc un corps sans organes".
Henri Ey, en su Traite des hailucinations T. 1, París, Masson ct Cié,
1973) expresa, al referirse al papel de la sensación en la experiencia
179
psicodélica (él está comparándola con la experiencia mística), algo
parecido en los siguientes términos: “Incluso si la sensación... representa
el punto de impacto del sujeto con su mundo, lo vivido es esencialmente
corporal, permanece como englutido en un subjetivismo radical" (p. 679).
57 Edward Mac Rae: "Guiado ¡>ela Lúa ’!• O controle social do uso da
ayahuascxt no culto do Santo Daime, Instituto de Medicina Social y
Criminología, San Pablo, 1990 (fotocopia). n José Gil (Mélamorpboses du
Corps, p. 19) propone distinguir entre nociones similares como “energía”
y “fuerza”: “La energía es la fuerza no determinada, no codificada; ella
designa el aspecto intensivo de la fuerza, su especificidad en tanto motriz
(de un mecanismo, de un proceso)”. La fuerza sería una transformación
de la energía, bajo ciertas condiciones: “Mientras que la energía no
reenvía más que a la pura positividad de un flujo, la fuerza supone
alteraciones producidas en ese flujo, en particular una codificación
{encodagc) de la energía por medio de un operador: la energía deviene
fuerza en el interior de un campo”, escribe Gil, y continúa: “Como no hay
fuerza sino para otra fuerza, es preciso admitir que la individualización de
la energía comporta ya el juego de tensiones de fuerzas, un combate, es
decir fuerzas de vectores contrarios”. Resulta instigante esta idea para
pensar la religión del Santo Daime como una convergencia y encuentro de
fuerzas en un campo energético, al tiempo que las fuerzas resultarían de
una diferenciación de la energía.
54 Claude Lévi-Strauss: “Introducción a la Obra de Marcel Mauss”, en
Mauss, M.: Sociología y Antropología. Madrid, léenos, 1971. Por su parte,
Mary Douglas insinúa, siguiendo al padre Tcmpels, una generalización de
la noción de fuerza vital, aplicándola —escribe en Pureza e Perico, San
Pablo, Perspectiva, 1976— “no solamente a todos los Bantúcs, sino en
escala mucho más amplia", ya que podría extenderse "a toda la gama de
pensamiento que estoy intentando contrastar con el pensamiento
diferenciado moderno en las culturas europea y americana” (p. 103).
a M. Maffesoli: // Sombra do Dionisio. Río de Janeiro, Graal, 1985.
% Mircea Eliade: “Experiénce sensoricllc ct cxpérience mystique chez
les primitivos”, en Jacqucs Durandeaux (organizador): Du corps a l'esprit.
París. Dcsclée de Brouwer, 1989. Según él, en los fenómenos místicos hay
una “voluntad de cambiar el régimen sensorial” que equivale a una
“hierofanización de toda la experiencia sensible” (p. 81).
57 Gcorges Bataille: P.l Erotismo. Barcelona, Tusqucts, 1979. w M.
Maffesoli: O tempo das tribos. San Pablo, Forense, 1987.
R. Machado: Nietzsche e a Verdadc. Río de Janeiro, Rocco, 1984.
60 Anthony Hcnman: “Uso del ayahuasca en un contexto autoritario.
El caso de la un uto do Vegetal en Brasil”, en América Indígena Yol. XLVI n-
1, México, 1986.
M Walter Dias Júnior: “Uso Ritual de Alucinógenos em Contextos
Urbanos”, Relatório de Pesquisa, Programa de Pós-Graduagao em
Ciencias Sociais, PUC, San Pablo, 1988 (fotocopia)- 62 Sobre los cantos
chamánicos de los vegetalistas de la Amazonia Peruana, ver L E. Luna:
Vegeudism. Shamanism among the Mestizo Population of the
Peruvian Amazon, Acta Universitatis $tockholmiensis, Estocolmo, 1986.
a j-j. Munn: “Los Hongos del Lenguaje”, en Harner, M.: Aluánógcnos y
Chamanismo, Madrid, Guadarrama, 1976.
u 0. Sharon: El Chaman de ¡os Cuatro Vientos. Mexico, Siglo XXI, 1980.
Con relación al culto de Maria Lionza, que varios elementos en común
tiene con el Santo Daime, Jacqueline C. de Briceño (artículo citado)
considera estrecha la caracterización de sincretismo, ya que en esc culto
venezolano, donde se mezclan elementos
I
afrocubanos, indios, negros, espiritistas, católicos, ocultistas, etc.,
“estos elementos de distintos orígenes fueron agregándose al culto en el
curso del tiempo, en una relación muy viva ya que aún continúan
penetrándose, se mezclan, luchan entre sí, vuelven a salir, a entrar,
181
reciben presiones de las fuerzas políticas, económicas, de la Iglesia...”,
destacando “la gran movilidad interna de estos cultos de María Lionza”
(p. 359/360). Por su parte, Renato Ortiz (“Du Syncrétisme a la Synthèse:
Umfbanda, une religion brésilienne”,///r/;/- î/o de Sciences Sociales de la
Religion n‘- 40, Paris, 1975) discute también la caracterización de
sincretismo aplicada a la umbanda: “No estamos más —dice— en
presencia de un sincretismo, sino de una síntesis” (p. 96).
60 Ver: 12. Cousins: “Les formes couvelles du sacré aux États-Unis”, en
E. Castelli (org.): Prospcltive su! Sacro. Roma, Instituto di Studi Filosofici,
1974. Asimismo, se percibe cierto aire familiar entre las visiones
registradas durante las sesiones “ transpersona Ies” de LSD, cuyos dibujos
ilustran el libro de Stanislav Groff {Alan do Cerebro, San Pablo, McGraw
Hill, 1988} y las que son producidas por la ayahuasca. Algo similar podría
afirmarse respecto de las experiencias con mcscalina descriptas por Henri
Michaux (L'Infini Turbulent, Paris, Mercure de France, 1989). En todos
estos casos, se nota cierto manierismo en la forma, que, siendo más
audaces, cabría relacionar con lo propio del arte esquizoide, mostrado
por lio Navratil en Schizophénie et Art, Bruselas, Editions Complexe, 1978.
47 El ascetismo es —dice Roger Bastide en Les Problèmes de la Vie
Mystique, Paris, Armand Colin, 1948- una “técnica mística”; consiste en
una “depuración del alma” y se liga al “perpetuo movimiento de
negación” propio del misticismo (pp. 50; 52; 66).
H M. Eliade: “Chasteté, sexualité et vie mystique chez les primitives”,
en Mystique et Continence. Eludes Carmclitaines, Paris, Desclée de
Brouwer, 1952, pp. 36/37.
(
ÍNDICE
—-Perlongher Prosaico, por Christian Ferrer y Osvaldo Baigorria 7
69 preguntas a Néstor Perlongher (1989) 13
Deseo y Política
Nena, llévate un saquito (1983) 25
El sexo de las locas (1983) 29
Matan a una marica (1985) 35
Deseo y violencia en el mundo de la noche (1987) 41
El orden de los cuerpos (1987) 43
Avatares de los muchachos de la noche (1989) 45
La fuerza del carnavalismo (1988) 59
El síndrome de la sala (1988) 63
Los devenires minoritarios (1990) 65
Historia del Frente de Liberación Homosexual (1985) 77
La desaparición de la homosexualidad (1991) 85
Barroco barroso
Caribe transplatino (1991) 93
El deseo de pie (1986) 103
La barroquización (1988) 113
Cuba. El sexo y el puente de plata (1986) 119
Breteles para Puig (1988) 127
Ondas en el Fiord. Barroco y corporalidad en Osvaldo Lamborghini
(1991) 131
Sobre Alambres (1988) 139
Antropología del éxtasis
Poética urbana (1989) 143
Poesia y éxtasis (1990) 149
La religión de la ayahuasca (1992) 155
Malvinas Argentinas
Todo el poder a Lady Di (1982) 177
La ilusión de unas islas (1983) 181
El deseo de unas islas (1982) 185
Eva Perón
Evita Vive (1975) 191
El cadáver ( 1980) 197
Joyas macabras (1983) 201
El cadáver de la nación (1989) 203
Miscelánea
Siglas (1978) 211
Acreditando en Tancredo (1985) 215
Lago Nahuel (1987) : 219
Azul (1985) 223
Cadáveres (1987) 227
Apéndices
La batalla homosexual en la Argentina (1973) 241
Obra de Néstor Perlongher 247
Itinerario biográfico 253
* Este importante ensayo, que revela una transformación en las
preocupaciones que el autor tenía acerca de la relación entre deseo y
política, puede ser considerado una especie de “despedida” de
Pcrlonghcr. Fue publicado en El Porteño n® 119, en noviembre de 1991.
En Brasil se publicó como “O desaparecimiento da homossexualidade” en
Nóspor exemplo n' 1. Río de Janeiro, diciembre de 1991, en el Bolctim
ABl/1 n® 16, abril de 1992; y en Súdelocum n* 3, 1992.

1
Perlongher escribió en numerosas ocasiones sobre los edictos policiales —instrumento seudolegal, medio
mundo con que la policía barre las calles— que él mismo había sufrido y combatido. Este artículo fue publicado en
Alfonsina en 1983. Allí también firmaba con el seudónimo Rosa L. de Grossman. La revista se publicó entre 1983 y
1984.
2
Perlongher publicó numerosos artículos en El Porteño así como en su separata Cerdos c*& Peces. Este ensayo
fue originalmente una conferencia dada en el Centro de Estudios y Asistencia Sexual (CEAS) y se publicó en el nº 28 de
la revista, en mayo de 1984. El Porteño existió entre 1982 y 1992.
3
De todos los ensayos que Perlongher escribió acerca de la violencia contra los homo¬sexuales, éste es quizás el
más logrado literariamente. Se publicó en la revista Fin de Siglo n° 16, en octubre de 1988 y también en Comunicacoes
do ISER, año 9, n® 35, Río de Janeiro, 1990 ( Uma bicha é assassinada”). Fin de Siglo se editó entre 1988 y 1989.
4
Publicado en Folba de Sao Paulo, sección “Cidades”, 14 de agosto de 1987.
5
Néstor fue colaborador habitual del principal diario del Brasil, Folba de Sao Paulo. Esta nota se publicó en la
sección “Tendencias c Debates" el 21 de febrero de 1987.
6
Este ensayo fue escrito mientras Perlongher terminaba 0 negocio do miche y puede ser considerado una
miniatura, una “prueba de autor” del libro. Se publicó como “Vicissitudes do miche”, en Temas IMESC, vol. IV, n- 1,
San Pablo, 1987, como “Deseo y derivas urbanas” en Fahrenheit 450 nº 4, Buenos Aires, 1989, como “Avatares de los
muchachos de la noche”, en Nueva Sociedad n° 109, Caracas, 1990, y como “Les vicissitudes des garçons de la nuit”,
en Chimères n° 10, París, 1990/91, revista dirigida por Gilles Deleuze y Félix Guattari.
7
1 El término michê designa, en el argot de los bajos fondos brasileños, al joven que se prostituye ante
homosexuales maduros sin abdicar del prototipo gestual de la masculinidad. Equivale al americano hustler, al español
chapera y al argentino taxi hoy, entre otros. Optamos por mantener el término miche en atención a su peculiaridad.
8
2 Pierre Bourdieu: La distintion, Minuit, París, 1979.
9
3 - Bicha equivale a marica (homosexual, afeminado), reservándose los apelativos de maricona y tía para los
más maduros. Bofe equivale al rioplatense chongo, es el macharrá», hiperviril amante de las locas; boy y parolo
(chico) son las variantes juveniles de esta especie. Mona es mujer y oko hombre en la lengua afro de uso en el Brasil;
ntonoko, su combinación; oko odara, el joven bello y oko mali, el feo; eré, del mismo origen, designa al muy joven.
10
4 - Jean-François Lyotard: Economía Libidinal, Saltes, Madrid, 1979.
11
5 - P. Fry: Para inglés Ver, Zallar, Río de Janeiro, 19S2.
12
6 Gilles Deleuze y Félix Guattari: Mil mesetas, Pre-textos, Valencia, 1988.
13
7 G. Damata: Os solici roes, Pallas, Río de Janeiro, 1975.
14
8 Walter Benjamin: “Sobre algunos temas en Baudelaire”, en Benjamin, /Adorno, Horkheimer, abril, San Pablo,
1980.
15
9 Guy Hocquenghem: Homosexualidad y sociedad represiva, Cranica, Buenos Aires, 1974.
16
10 T. Cardia: Orgia, José Alvaro, Río de Janeiro, 1968.
17
11 R. Park: “A cidade: sugestòes para una investigalo do comportamento social no meio urbano”, en O. Velilo
(comp): O fenomeno urbano, Zallar, Río de Janeiro, 1973.
18
12 Cf. Cerfi: “Generalogie du Capital 1; Les équipements du pouvoir”, en Recherches ne 13, Fontenaysous-
Bois, 1973.
19
13 Georges Bataille: El erotismo, Tusquets, Barcelona, 1979.
20
14 K Stehler & Waticr: “De l'errance spatiale a l'errance sociale”, en Espaces et Sociétés nû 24/27, Paris, 1978.
21
15 G. Deleuze y F. Guattari: Antiedipo, Barral-Corrcgidor, Buenos Aires, 1974.
22
16 F. Guattari: A revoluçao malecular, Brasilicnse, San Pablo, 1981.
23
17 Joño Antônio: Malhaçao do Judas Carioca, Civilizaçao Brasi leira, Rio de Janeiro, 1975.
24
18. Mounier: Os molequcs de Bogotá, Difcl, Rio de Janeiro, 1975.
25
19 Pierre Clastrcs: A sociedade contra o Estado, Afrontamentos, Porto Alegre, 1979.
26
20 Jean Duvignaud: “Esquisse sur le nomade", 10/18, Paris, 1975.
27
21 Paul Veyne: Como se esame a historia, Foucault revoluciona a historia, Cademos da UNB, Brasilia, 1982.
28
22Jean Paul Sartre: San Cenci, comediante y mártir, Losada, Buenos Aires, 1967.
29
23 Osvaldo Lamborghini: Novelas y cuentos, Madrid, Ed. del Serbal, 1955.
30
24 J. Caiafà: Movimiento Punk nas cidades, Graal, Rio de Janeiro, 1985.
31
25 F. Guattari: “Espaço e Poder: a criaçao de territorios na cidades”, en Espaço e Debates n° 16, San Pablo,
1981.
32
26 Jean Baudrillard: Para una critica da economia politica do signo, Ed. 70, Lisboa, 1981.
33
27 Michel Maffesoli: A sombra de Dionisio, Graal, Rio de Janeiro, 1985.
34
Este texto fue escrito en colaboración con Sucly Rolnik y publicado en Folha de Sao Paulo, sección
“Tendencias c Debates”, 16 de febrero de 1988.
35
Publicado en Folha do sao paulo, sección “Cidades” 11 de Agosto de 1988.
36
Perlonghcr escribió este ensayo a propósito de la visita de Félix Guattari a Brasil en 1981. Fue publicado en /;/
Lenguaje Liberiani). Voi. 2, libro compilado por Christian Fcrrcr, Nordam, Montevideo, 1991. Una versión reducida fue
publicada en Revista de Crítica Cultural ns 4, Santiago de Chile, noviembre de 1991.
37
1 Félix Guattari y Suely Rolnik, Micropolíticas. Cartografía do descjo, Vozes, Pctrópolis, 19S6, texto a partir del
cual éste se monta.

38
2 J Michel Maffesoli, A conquista do presente, Rocco, Rio de Janeiro, 1985, sobre todo cap. IV, “El espacio de la
social idad”.
39
3 Michel Foucault, Nictyacbc. Marx e Freud. Thcatrum philosopicum, Anagrama, Porto, 1980.
40
4 Janice Caiafa, Movimento punk das cidades, J. Zahar, Río de Janeiro, 1985.
41
5 N. Silveira Jr., Grafite-intensidade. Proyecto de investigación, post-grado en antropología, Universidad de
Campiñas, 1989.
42
6 Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mille plateaux, Minuit, París, 1980, p. 31.
43
7 Gilíes Deleuze y Claire Parnét, Diálogos, Pretextos, Valencia, 1980, p. 154.
44
8 La cita es del poema "Aullido” de Alien Ginsberg.
45
9 Deleuze y Parnét, op. cit., p. 142.
46
10 Michel Maffesoli, O tempo das tribos, Forense, San Pablo, 1987.
47
11 Cito al pasar: Lampiao, Beijo Livre.
48
12 La importancia de estas experimentaciones no se restringiría al “mambo” personal, sino que incidiría en el
mismo [llano de producción de subjetividad. El sujeto no es un dato natural, sino el fruto de una producción social,
maquínica, “industrial”. La desterritorialización que el propio flujo del capital arrastra, minando las antiguas
territorialidades, exige la producción de modos cada vez más artificiales de subjetividad en serie, así como la
expansión de la modelización a las áreas más “íntimas” de la existencia cotidiana. Por otra parte, la extensión de estos
dispositivos “politiza” estas regiones "marginales” de la vida colectiva, provocando “resistencias” que serían, para
Deleuze y Guattari, “deseantes”.
49
13 G. Deleuze y F. Guattari, Mille Plateaux, p. 334. De un “plano de organización” —que es C1 de la Ley y
remite al desarrollo de las formas y a la formación de los sujetos “identitarios”, estructurados en identidades—, un
“plano de consistencia” no cesa de extraerse, de destruir las formas recolocando las partículas en relaciones de
velocidad y lentitud, de romper las funciones restableciendo los flujos y produciendo así bloques de devenir a partir
de agenciamientos de deseo” (C. Mafra y N. Silveira Jr., “Sociedade araweté, Sociedade do devenir”, Boletín de
antropología n® 3, marzo, 1989, Campiñas, p. 35).
50
14 G. Deleuze y F. Guattari, Política y psicoanálisis, Terra Nova, México, 1980.
51
15 G. Deleuze y F. Guattari, Mille Plateaux, p. .117.
52
16 ìbidem, pp. 337-338.
53
17 Idem, p. 340.
54
18 F. Guattari. A Revoluçao Molecular, Brasiliense, San Pablo, 1981 (art. “Devir Mulher”).
55
19 Ibidem, pp. 34/35.
56
20 Véase mi artículo “Matan a una marica”, revista Fin de siglo n2 16, Buenos Aires, noviembre, 1988.
57
21 Grupo feminista que atendía a mujeres víctimas de la violencia, activo entre 1981 y 1984.
58
22 Pierre Clastres, Entre o silencio e o diálogo, en Lévi-Strauss, Documentos, San Pablo, 1968.
59
23 G. Deleuze y Parnet, Diálogos, pp. 100-101.
60
24 J. S. Trevisan, Devassos no Paraíso, Max Limonade, San Pablo, 1986.
61
25 Roberto Piva, Antología Poética, L & P M, Porto Alegre, 1985.
62
26 N. Perlongher, 0 negocio do miche, Brasiliense, San Pablo, 1987.
63
27 Georges Bataille, El erotismo, Tusquets, Barcelona, 1979.
64
28 “Bocas do lixo” (literalmente “bocas de basura”) son las áreas de marginalidad y prosti¬tución; “bocas de
fumo”: puntos de venta de marihuana.
65
29 Jean F. Lyotard, Economía Libidinal, Saltes, Madrid, 1979.
66
30 Paul Veyne, Como se escreve a historia. Foucault revoluciona a historia, Universidad de Brasilia, 1982.
67
El ensayo, una visión histórica retrospectiva del FLH, fue incluido en el libro Homosexualidad; hacia la
destrucción de los mitos, de Zelmar Acevedo, Ediciones del Ser, Buenos Aires, 1985. Es curioso que Perlongher nunca
lo mencionara entre sus textos publicados.
68
Este ensayo es el prólogo a (Caribe Transplatino. Poesía neobarroca cubana e rioplatense, selección de
poemas realizada por el propio Néstor Perlongher y publicado por la Editorial Iluminiras de San Pablo en 1991. Fue
publicado como “Neobarroco Transplatino”, en la Revista La Caja nº 1, septiembre-octubre, 1992. La revista se publicó
entre 1991 y 1994.
69
1 Gustavo R. Hocke, Manierismo, o Mundo como Laverinto. San Pablo, Pcrspcctiva, 1986. Ver tombién: Guérin,
J. Y., “Errances dans un Archipel Introuvable”, en Benoist, J. M., Figures du Baroque, Paris, Puf, 1983.
70
2 Reneé Schcrer y Guy Hocquenghcm, El Alma Atómica, Barcelona, Gedisa, 1987.
71
3 GilIes Deleuze, Le Pli, Paris, Minuit, 1988.
72
4 Omar Calabrese, en A Idade Neobarroca (San Pablo, Martins Fontes, 1987), trata al neobarroco como un aire
del tiempo, un gusto de época y lista sus características: pérdida de integridad, de globalidad, de sistematicidad,
búsqueda de inestabilidad, polidimensionalidad, fluctuación, turbulencia.
73
5 R. González Echevarría, Relecturas. Estudios sobre literatura cubana, Caracas, Monte Ávila 1976.
74
6 José Lezama Lima, La expresión americana, Santiago de Chile, Ed. Universitaria, 1969.
75
7 Luis A. Villena, “Lezama Lima: Fragmentos a su imán o el final del festín”, Voces nº 2, Barcelona.
76
8 Ver Leo Navratil, Schizopbrenie et Art, Bruselas, Complexe, 1978.
77
9 C. Vitier, “La poesía de Lezama Lima y el intento de una teleología insular”, en Voces n- 2, Barcelona.
78
10 Entrevista a Lezama Lima, en el libro de R. González, Lezama Lima, el ingenuo culpable. La Habana, Letras
Cubanas, 1988.
79
11 R. Schérer y G. Hocqucnghcm, op. cil.
80
12 Saúl Yurkievitch, “La risueña oscuridad o los emblemas emigrantes”, en Coloquio Internacional sobre la
obra de Lezama Lima. Poesía, Ed. Fundamentos, Madrid, 1984.
81
13 R. González Echevarría, op. cit.
82
14 Severo Sarduy, “El barroco y el neobarroco”, en Cesar Fernández Moreno (coord.): América Latina en su
literatura, México, Siglo XXI, 1976.
83
15 Lezama Lima, entrevista de T. E. Martínez, reproducida en el libro de R. González, ya citado.
84
16 J. Schwartz, Vanguarda e cosmopolitismo, San Pablo, Perspectiva, 1983.
85
17 Roberto Echavarren, entrevistado por Arturo Carrera: “Todo, excepto el futuro a la vuelta de la esquina y el
pasado irrealizado”. La Razón Cultural, Buenos Aires, 1985.
86
18 Nicolás Rosa, prólogo a Si no a enhestar el oro oído, de Héctor Picoli, Rosario, La Cachimba, 1983.
87
19 Osvaldo Lamborghini, El Fiord. Buenos Aires, Chinatown, 1969.
88
20 Arturo Carrera, Li futriera canta, Buenos Aires, Sudamericana. 1982.
89
21 Héctor Libertella, Nueva Escritura en Hispanoamérica, Caracas, Monte Ávila, 1975.
90
22 Severo Sarduy, Cobra. Buenos Aires, Sudamericana, 1974.
91
23 Osvaldo Lamborghini, Sebregondi retrocede, Buenos Aires, Noé, 1973.
92
* Se trata del postfacio a Manual do Pedólatra Amador. Aventuras y leituras de un tarado por pés, de Glauco
Mattoso. Ed. Expressáo, 1986. El texto está fechado en septiembre de 1985.
93
* Fragmentos de un ensayo publicado en Folha de Sâo Paulo, suplemento “Folhetim”, el 11 de marzo de 1988.
94
1“La semejanza propia de las copias no establece, respecto del modelo, una relación mera¬mente exterior,
sino referida a la “esencia interna” de la Idea: es la identidad superior de la Idea lo que funda la pretensión de
semejanza de las copias. Entretanto, los simulacros producen efectos de semejanza puramente exteriores, a través de
medios completamente diferentes de aquellos que se hallan en acción en el modelo. Así, los simulacros pretenden
apropiarse del objeto por debajo de la mesa, utilizando una agresión, una insinuación, una subversión “contra el
padre” y sin pasar por la Idea”. (Deleuze, Lógica del sentido).
95
22 Referencia a Sebregondi Retrocede, del escritor argentino Osvaldo Lamborghini, cuya obra detona por
dentro de la literatura argentina, cierto flujo que cabría denominar, antes que neobarroco, “neobarroso”.
96
* La relación conflictiva entre la Revolución Cubana y sus políticas sexuales fue tratada varias veces por
Perlongher. Una versión de este ensayo se publicó primero como “O ncobarroc.o e a revoluyao", en Folha de Sâo
Paulo, suplemento “Folhetim”, el 6 de julio de 1986 y luego en Argentina en Tiempo Argentino, suplemento “Cultura”,
el 10 de agosto de 1986.
97
Este ensayo fue leído en el Seminario Internacional “Creatividad, Arquitectura, Interdisciplina”, realizado en
Buenos Aires en 1989. Se publicó en La Letra A n°2 en 1991. Perlongher publicó otros ensayos en esta revista que se
editó entre 1990 y 1994.
98
Publicado en La letra A nº .3, 1991.
99
A partir de su interés personal en la religión brasileña del Santo Daime, Perlongher escribió varios textos sobre
la experiencia ritual asociada a la misma. Este ensayo —inédito hasta la fecha— es el más completo. Versiones
reducidas y otros textos similares se publicaron como “La force de la forme. Notes sur la religión du Santo Daime”, en
Societes nº 29, París, septiembre de 1990, como “Santo Daime. O discreto charme do sagrado” en Nicolau nº 40,
Curitiba, 1991 y como “Éxtasis sin silicio”, en El Porteño nº 116, Buenos Aires, agosto de 1991.

Вам также может понравиться