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Fondo Documental Lasallista 06

2
Las 4 primeras biografías de

SAN JUAN
BAUTISTA DE LA
SALLE
Hno. José María Valladolid (editor)

ARLEP
Publica Hno. Rodolfo Patricio Andaur Zamora
Para uso educativo y/o de investigación, sin fines de lucro.
Temuco – Chile 2016
© La Salle Ediciones
Marqués de Mondéjar, 32
28028 MADRID

Impreso en Villena, A. G.
ISBN: 978-84-7221-494-1
Depósito legal: M-46743-2010

Printed in Spain

Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin el permiso escrito de los titulares del copyright,
la reproducción o la transmisión total o parcial de esta obra por cualquier procedimiento mecánico o electrónico, incluyen-
do la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
LA VIDA
DEL SEÑOR

JUAN BAUTISTA
DE LA SALLE,
FUNDADOR
DE LOS HERMANOS DE LAS ESCUELAS
CRISTIANAS

TOMO I

POR EL SEÑOR ***

EN RUÁN,
casa de JUAN BAUTISTA MACHUEL,
calle Damiette

MDCCXXXIII

CON APROBACIÓN Y PRIVILEGIO DEL REY


LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS
DE SAN JUAN BAUTISTA DE LA SALLE

Traducción: Hno. José María Valladolid, fsc.

TOMO II: BLAIN


(Introducción, partes I, II y III)

TOMO I: Biografías de Bernard, Maillefer I y Maillefer II


TOMO III: Blain (parte IV, Espíritu y virtudes del señor De La Salle
y complementos).
TOMO IV: Índices de lugares, personas, analítico y cronológico.

Ó Distrito ARLEP, Hermanos de las Escuelas Cristianas. 2010.


Marqués de Mondéjar, 32. 28028 Madrid.
Tomo II - BLAIN - Introducción 7

INTRODUCCIÓN
A LA BIOGRAFÍA DE SAN JUAN BAUTISTA DE LA SALLE
ESCRITA POR J. B. BLAIN,
Y TRADUCIDA PARA LA PRESENTE EDICIÓN

Al ofrecer a los lectores de habla española las cuatro primeras biografías de san
Juan Bautista de La Salle no puede faltar la que fue considerada por el Instituto como
la «biografía oficial», cuyo autor fue el canónigo de Ruán, Juan Bautista Blain..
El Hermano Timoteo, superior general, encomendó a este escritor, que fue
superior eclesiástico de la casa de San Yon, la tarea de escribir la vida del fundador,
ya que las dos precedentes no gustaron para ser editadas. La primera, escrita por el
Hermano Bernard, una vez terminada, se entregó a Luis de La Salle, hermano del
santo, para que diera su parecer e hiciera las correcciones oportunas. Pero no devolvió
el manuscrito, sino que lo entregó a Francisco Elías Maillefer, hijo de su hermana
María, y por lo tanto sobrino suyo y de Juan Bautista, con el ruego de que él escribiera
otra biografía, en la que se soslayasen algunos asuntos que él consideraba que era
mejor que no trascendieran. Al mismo tiempo esperaba que el estilo literario fuera
más ágil y rico.
Maillefer terminó su biografía en 1723, pero ésta tampoco se imprimió, porque
Luis de La Salle, que se había comprometido a financiar la publicación, falleció unos
meses después, el 24 de septiembre de 1725.
Algún tiempo después el Hermano Timoteo tuvo conocimiento de esta nueva
biografía, escrita por Maillefer, y envió al Hermano Tomás a Reims, quien tras
insistencias más o menos diplomáticas logró que Maillefer le prestase el manuscrito,
con la condición de no modificar absolutamente nada, si el Instituto decidiera
publicarlo.
Esta vez fueron el Hermano Superior y sus asistentes los que no quedaron
satisfechos, precisamente a causa de los asuntos que se habían esquivado. Y tomaron
la decisión de encomendar a otra persona la redacción de otra biografía, que deseaban
publicar cuanto antes.
Escogieron para tal tarea a Juan Bautista Blain, a quien entregaron los manuscritos
de Bernard y de Maillefer, junto con las memorias y notas que habían recogido los
Hermanos Bartolomé y Timoteo desde que falleció el fundador.
8 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Blain elaboró una biografía demasiado extensa, en dos tomos y con dos partes cada
uno. En total, 448 y 504 páginas, más un complemento de 125 páginas con las
biografías de algunos Hermanos fallecidos en olor de santidad.
No sin reparos, se determinó la publicación de esta última biografía, y los dos
tomos aparecieron en 1733, añadiendo, al final del segundo, un breve relato de la
traslación de los restos del santo y unas aclaraciones de Blain, en las que respondía a
ciertas críticas que le habían llegado sobre su obra.
El primer inconveniente de la obra era su extensión. El Hermano Timoteo hubiera
deseado una biografía mucho más breve. Otro inconveniente era el modo como se
trataban algunos hechos, con excesiva retórica y con lenguaje un tanto ampuloso.
Además, la lectura de la obra, tan larga en extensión, resultaba en ocasiones muy
pesada y reiterativa.
Además, el canónigo Blain hizo preceder la biografía propiamente dicha de una
introducción amplísima, de 115 páginas, en la que intentaba demostrar la necesidad,
las ventajas y los frutos de las Escuelas Cristianas, así como las cualidades, la
dedicación y el ministerio de los maestros y maestras que las atienden. Aprovechó el
autor esa extensa introducción para responder a ciertas objeciones que se hacían en su
tiempo a las nuevas familias religiosas, entre ellas la de los Hermanos, y en especial
se enfrentó a las opiniones del abate Fleuri, autor de una obra sobre Historia
eclesiástica, en la cual hablaba de los inconvenientes de nuevas familias religiosas.
La biografía escrita por Blain tuvo diversas ediciones en Francia. Alguna fue
preparada con motivo de la beatificación y de la canonización del venerable Juan
Bautista de La Salle, y se encomendó la revisión del texto al abate Carion, que
comenzó por eliminar todo el discurso de introducción, y corrigió otras partes del
texto, suprimiendo algunos —bastantes— párrafos y modificando frases o expresiones
que parecían complicadas o poco literarias.
La cuarta parte de la biografía, es decir, la segunda parte del segundo tomo, es la
que se ha conocido tradicionalmente como «Espíritu y virtudes de san Juan Bautista
de La Salle», y tuvo varias ediciones, separadas de la biografía propiamente dicha.
También fue traducida al castellano y editada repetidas veces. En cambio, la biografía
propiamente dicha nunca se tradujo al español, y ésta es la primera ocasión en que se
edita en español en España, sobre el texto original francés de Blain.
Dentro del texto, entre ángulos < >, se ha mantenido la paginación de la edición
francesa, pues a ella se remite en las citas y en los índices.
<01a>

EPÍSTOLA DEDICATORIA
AL SANTÍSIMO NIÑO JESÚS

A vuestros pies, Niño Jesús, ponemos esta obra, como tributo que corresponde a
vuestra divina Majestad por todo tipo de razones. Han hecho que se emprendiera el
deseo de vuestra gloria y de edificar a los hijos de vuestra santa Iglesia; y nos han
inspirado el atrevimiento de dedicárosla, el deseo de que Vos la honréis con vuestra
santa protección y que la favorezcáis con la abundancia de vuestras bendiciones.
Vos sois el único a quien pueda corresponder la dedicatoria, pues ningún otro, sino
Vos, ha tomado en sus manos los intereses de la obra que es el tema de este libro. Una
obra que nunca ha tenido otro protector sino Vos, no debe ambicionar otra protección.
Vos sólo la bastáis. Sólo Vos sabréis defenderla contra todos los poderes de la tierra y
del infierno, como lo habéis hecho hasta el presente, siempre que los hijos, a ejemplo
de su padre, sepan tener plena confianza en vuestra infinita bondad.
¿Por qué iban a pretender el favor de algún grande, poniendo su nombre a la cabeza
de esta obra? ¿No saben, por la luz de la fe, que el brazo del hombre más acreditado y
poderoso es sólo una frágil caña, que no puede mantenerse, y que deja caer a cuantos
la toman como apoyo? ¿No saben, por la historia de su Instituto y de su fundador, que
la obra que es de Dios no puede ser destruida por los hombres, y que en vano las
naciones rugen de rabia con-
<01b>
tra ella y planean su ruina? ¿No saben que es maldito quien toma como sostén el brazo
del hombre y quien pone su confianza en la criatura?
10 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Oh Niño de Belén, tan pequeño y tan grande; tan pequeño en el establo, y tan
grande en el cielo: ¿qué son ante vuestra adorable Majestad todos los grandes de la
tierra? ¿Quién podrá dañar a quienes Vos protegéis? ¿Quién podrá defender a quienes
Vos abandonáis? ¿Qué son en vuestra presencia, oh Príncipe de las eternidades, que
sostenéis la tierra y gobernáis el universo mientras la Virgen, vuestra Madre, os lleva
en sus brazos; qué son ante vuestra presencia las potencias del mundo? No son sino
nada, una gota de rocío, basura, como Vos mismo nos lo enseñáis en la Escritura.
Puesto que toda grandeza se eclipsa ante la vuestra; puesto que toda potencia pierde
este nombre y sólo es debilidad a vuestros ojos; puesto que toda criatura es obra
vuestra, todo nuestro interés consiste en olvidar lo que no sea Vos y en ser vuestra
corte.
Ya que todo ser creado confiesa su nada y su dependencia ante vuestra soberanía,
o deberá hacerlo el último día, cuando Vos vendréis en el resplandor de vuestra
Majestad para juzgar a todos los hombres, la cordura nos inspira que sólo hemos de
pensar en agradaros y tratar de progresar en vuestro Reino. Además, la criatura ha
tenido tan poca intervención en el nacimiento, progreso y formación del Instituto
cuya historia damos, que atribuírselo a ella sería una injusticia merecedora de vuestra
indignación.
En efecto: ¿cuántas veces se ha visto a sus enemigos —animados del espíritu de
Herodes, que hizo lo posible para haceros morir en los brazos de la Virgen, vuestra
Madre, oh divino Mesías, Deseado de las Naciones— tratando de sofocar en su cuna
esta obra, que como un germen de gracia comenzaba a surgir para bien de la Iglesia?
¿Cuántas veces el santo fundador se vio obligado, siguiendo vuestro ejemplo, Niño
Dios, Rey del siglo futuro, a huir a un lugar extraño para alejarse del furor de sus
perseguidores? ¿Cuántas veces vio su obra, como una frágil navecilla, flotar a merced
de los vientos de la persecución, en peligro de hundirse o de naufragar, sin que ningún
otro piloto distinto de vuestra divina Providencia haya podido guiarlo? ¿Cuántas
veces se ha visto a este edificio, apenas levantado, estremecerse sobre sus cimientos y
amenazar ruina, sin que se haya visto sostenerlo y asegurarlo otro brazo que el de
aquel que hace estremecer las columnas del cielo? ¿En qué rincón de Francia, oh
Niño a quien adoro como a mi Dios, podía esconderse el arquitecto que escogisteis
para levantar este edificio, que no hallase cruces?
Lo extraño es que mientras todo el mundo reconocía la
<02a>
excelencia, la necesidad y los bienes inestimables que este Instituto podía hacer a la
Iglesia, todos trabajaban para hundirlo. El Instituto era aplaudido en todas partes,
pero el fundador era rechazado, desechado, calumniado, perseguido, arrojado,
abandonado en todas partes, dentro y fuera, por sus propios hijos igual que por los
extraños, y de forma tan general, que asemejándose en esto a Vos, su divino Maestro,
ninguno osaba declararse a su favor y nadie se arriesgaba a abrir la boca para
defenderle.
Tomo II - BLAIN -Dedicatoria al Santísimo Niño Jesús 11

¿En qué lugar no se le ha lanzado la piedra, igual que a sus discípulos? ¿En qué
ciudad él y los suyos no fueron cubiertos de afrentas, de ignominias, de vejaciones y
de injusticias? En todas partes, las barreduras del mundo, omnium peripsema usque
adhuc. Mirados como los últimos de los hombres, tratados como malhechores, se
rechazaban sus servicios o se los pagaban sólo con ultrajes y negándoles las cosas
necesarias para la vida; de forma que eran víctimas de la caridad; sometidos al
trabajo, a las calamidades, a las vigilias, al hambre, a la sed, al ayuno, al frío y a la
desnudez. In labore et aerumna in vigiliis multis, in fame et siti, in jejuniis multis, in
frigore et nuditate (1 Cor 11; Heb 11, 36) . Por doquier las risas y los públicos insultos
eran su paga. A menudo a las afrentas seguían los golpes, y la plebe despiadada se
divertía maliciosamente tirándoles barro y golpeándolos. Ludibria et verbera experti.
En cuanto aparecían en la calle, manos malvadas se armaban con piedras para
tirárselas. Lapidati sunt. ¿Con qué clase de oprobios no fue probada su virtud en los
lugares a donde iban a prestar sus servicios gratuitos y caritativos para la más
miserable y abandonada juventud? Tentati sunt. Pobres, privados de todo, egentes,
han ido a todas partes, oh Salvador del mundo, para enriquecer con los tesoros de la
doctrina cristiana, multos autem locupletantes (2 Cor 7, 10), a los niños que llevaban
el nombre de cristiano, sin casi ningún conocimiento sobre este glorioso nombre.
Nunca en la abundancia, siempre en la estrechez, en la tribulación, en la aflicción,
angustiati, afflicti, se les vio sembrar con lágrimas sus instrucciones, a ejemplo
vuestro y de vuestros Apóstoles, en tierras donde sólo se podrían recoger espinas.
Fallecidos casi un centenar, después y antes de su Patriarca, en el seno de la cruz, no
recibieron otra recompensa en este mundo, oh divino Niño, que el honor de parecerse
a Vos y de estar asociados a Vos en los sufrimientos.
Si el mundo los rechazaba, no es de extrañar. Ya os rechazó a Vos mismo, cuando
estabais escondido en el seno de vuestra Madre; y os obligó a hacer vuestra primera
entrada en este mundo en un pesebre: et sui eum non receperunt. Irradiando milagros
a lo largo de vuestra vida, también os desconoció. Mundus eum non cognovit. Y en
fin,
<02b>
cuando vuestra infinita caridad preparaba el precio de su salvación, os condenó a
muerte: Omnes clamaverunt, crucifige, crucifige. Así, pues, es por gratitud, es por
justicia, es por necesidad, oh santísimo Niño, que os consagramos una obra que
manifiesta que sois el único Autor, Defensor y Protector del Instituto de las Escuelas
Cristianas. Quienes han sido los primeros pilares, algunos de los cuales viven aún,
claman a una voz que no habiendo contribuido para nada en su establecimiento la
mano del hombre, el hecho de dedicar esta historia a alguna potencia terrena sería
hacerse culpable de ingratitud y de infidelidad hacia vuestra divina Providencia.
Además, todo les induce a rechazar el hacer esta dedicatoria a alguno distinto de
Vos; pues bajo vuestra santa protección, Niño adorable, ha puesto el santo fundador
su Instituto, las Escuelas de Caridad, los niños que acuden a ellas y los maestros que
les enseñan. Este santo hombre inspirado por vuestro Espíritu, que tuvo como
12 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

enemigos a casi todos los hombres, se abandonó de tal forma a los cuidados de
vuestra amorosa Providencia, que jamás ambicionó ni buscó la protección de ningún
grande de la tierra. Él sólo se propuso teneros a Vos como Protector, sabiendo bien,
por las luces de la fe, que el hombre trabaja en vano en levantar un edificio cuyos
fundamentos vos no ponéis, que el hombre vela en vano por la seguridad del lugar que
vos no guardáis, y que, por el contrario, el mundo y el infierno rugen de rabia
inútilmente y conspiran en vano contra la obra que inspira vuestro Espíritu. Por eso
sería contradecir su espíritu y adulterar la nobleza de sus sentimientos dedicar a otro
distinto de Vos, oh Niño Dios, esta obra, que en cada página muestra que Vos sois su
único autor, protector y defensor.
Con este mismo espíritu de justicia y de gratitud, amable Niño, nuestro Rey, los
Hermanos os han dedicado su primera iglesia, con esta inscripción que manifiesta
que sólo Vos la habéis fundado: Fundavit eam Altissimus. En efecto, es llamativo que
las numerosas obras realizadas con tantos gastos y sacrificios, comiencen a dar fruto
en la casa de San Yon, tan pobre y castigada, ahora tan floreciente, según la
predicción hecha por el señor de La Salle en su lecho de muerte, sin que ningún
grande de la tierra, ni tampoco una mano caritativa, haya contribuido de ninguna
forma; y sería aún más extraño, Niño Divino, que sois el único que la ha fundado,
construido y cuidado, no tuvierais todo el honor de la fundación.
Yo sé que varios grandes del mundo han actuado en favor del Instituto, tanto para
conseguir los pagos de las pensiones que se le debían, como para defenderlo de la
persecución, o para solicitar del Rey Cristianísimo las Letras Patentes, o las Bulas de
Aprobación de la Corte
<03a>
de Roma. ¿Pero cómo lo han hecho? Yo diría que casi por inspiración del cielo. Lo
cierto es que han actuado mediante secretos resortes de vuestra Providencia, o por
movimientos de piedad que Vos mismo les inspirasteis, de forma que ninguno quiso
aparecer abiertamente como su protector. Así, pues, el honor se debe sólo a Vos, oh
Rey de las Naciones, Niño de Belén, que tenéis en vuestras manos los corazones de
los grandes, y que cuando lo queréis, sabéis serviros de su mano, de su lengua, de su
piedad o de su autoridad, para llegar a la realización de vuestros designios.
Para haceros homenaje de ello, Santísimo Niño, Dios nuestro, prosternados a
vuestros pies os reconocemos como el único Fundador de la obra cuya historia
presentamos con la vida de su fundador, que sólo fue vuestro instrumento. Y como
consecuencia de este reconocimiento, para indicar que la obra de que hablamos es
vuestra obra, encabezamos esta historia con la misma inscripción que los Hermanos
han puesto en el frontis de su iglesia: Fundavit eam Altissimus.
Sólo nos queda, oh Majestad oculta bajo las nubes de la infancia, suplicaros con
lágrimas y corazón contrito que no miréis la indignidad de la mano que ha escrito esta
historia; y sin atender a los pecados del autor, derramad abundantemente vuestras
Tomo II - BLAIN -Dedicatoria al Santísimo Niño Jesús 13

bendiciones sobre una obra que es vuestra en todos los sentidos, y que fue regada con
el sudor, las lágrimas y la sangre de aquel que Vos escogisteis para ser su fundador.
Por la pobreza de vuestro establo, por las primicias de vuestra sangre derramada
por nuestra salvación en la vergonzosa y cruel operación de la Circuncisión, por las
lágrimas y los gritos infantiles de vuestro nacimiento, por los sacrificios de vuestra
vida, ofrecidos en el Templo el día de vuestra Presentación, por vuestra huida a
Egipto y por vuestro retorno a Nazaret, por el dolor, la inocencia, la santidad, las
virtudes y los méritos de vuestra santa infancia; y, en fin, por las entrañas que os
llevaron, por los pechos virginales que os amamantaron, os conjuramos a que
mantengáis el Instituto en el espíritu del fundador, y a aquellos que lo han abrazado,
en el fervor, la regularidad, la humildad, la obediencia y la mortificación; en una
palabra, en la práctica de las virtudes de las cuales su Padre les dio tan heroicos
ejemplos. Os suplicamos que extendáis vuestra protección a todas las escuelas de
caridad, sobre los niños que las llenan y sobre los maestros que las dirigen.
Oh Niño Dios, amante de los niños, que durante vuestra vida mortal los honrasteis
con vuestros abrazos sagrados, que les dejabais plena libertad para acercarse a Vos,
que les disteis las pruebas del más tierno y sensible amor, dignaos comunicarles una
atracción extraordinaria por
<03b>
la instrucción, una docilidad perfecta para dejarse guiar, un deseo ardiente de
aprender la doctrina cristiana, y buenas disposiciones para recibir las semillas de las
virtudes. Dignaos inspirar a sus padres mucho celo por su educación, una santa
prontitud para enviarlos a las escuelas de caridad, y una piadosa vigilancia sobre su
comportamiento, para que no sofoquen con los ejemplos domésticos las semillas de
las virtudes y los gérmenes de las gracias que reciben en su tierna edad por los
trabajos de los Hermanos. Dignaos comunicar a éstos el fondo de piedad, de caridad,
de celo, de vigilancia, de dulzura y de paciencia que necesitan en un empleo tan
necesario, y sin embargo tan disgustoso, fastidioso y mortificante, cuando deja de
animarlo la gracia de estado. Dignaos inspirar celo ardiente a todos los pastores, para
multiplicar y sostener las escuelas de caridad, a los grandes para protegerlas, y a los
ricos para fundarlas por todas partes; pues no hay medio más eficaz para hacer
conocer, adorar, amar y servir a Dios, vuestro Padre, y para arrancar de las puertas del
infierno a una juventud pobre y desde tanto tiempo abandonada a la ignorancia, a la
mala educación y al libertinaje.
En fin, oh Jesús, Niño, Juez y Árbitro soberano de mi destino eterno, al ofreceros la
dedicatoria de esta obra, escrita por una mano tan indigna, permitidme que os pida
como salario una muerte preciosa. Acordaos, hijo de la Madre Virgen, toda pura e
Inmaculada, que el nombre de Salvador, que habéis recibido ocho días después de
vuestro nacimiento y que el oficio que habéis desempeñado al dar las primicias de
vuestra sangre en la circuncisión, me dan la libertad de conjuraros a que olvidéis mis
iniquidades, y que las borréis en el baño saludable que ha fluido de vuestras venas.
14 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Ésa es la única gracia que deseo en el mundo. Aquel que fue llamado amigo de los
pecadores, que para buscarlos descendió del cielo al seno de una Virgen, del seno de
la Virgen a un establo, y que del pesebre subió a la cruz para salvarlos, me otorga
el derecho a pedirlo. Concedédselo por vuestra misericordia, por vuestra gran
misericordia, por la multitud de vuestras misericordias, hijo de María e Hijo del Padre
Eterno, a aquel que se reconoce como vuestra vil, ingrata, impura y pecadora criatura,
que os adora como a su soberano Señor, que os honra como a su Creador, que os ama
como a su Dios, que os desea como su soberano bien, que os teme como a su juez, y
que os pide perdón y misericordia como el mayor de los pecadores.
<04a>

PRIVILEGIO DEL REY

Luis, por la gracia de Dios, Rey de Francia y de Navarra: a nuestros amados y


leales Consejeros, los Tenientes de nuestras Cortes del Parlamento, encargados de las
Solicitudes ordinarias de nuestra Casa, Gran Consejo, Preboste, Bailíos, Senescales,
sus Lugartenientes civiles, y otros funcionarios de nuestra Justicia, a quienes
corresponda, Salud. Nuestro estimado Sr. ..., habiéndonos expresado que desearía
hacer imprimir y dar al público la Vida del Señor Juan Bautista De La Salle,
Sacerdote, Doctor y Canónigo de la Catedral de Reims, fundador de los Hermanos
de las Escuelas Cristianas, si nos pluguiera otorgar nuestras Cartas de Privilegio,
necesarias para ello; proponiendo para este fin hacerla imprimir en buen papel y bella
letra, según la hoja impresa y adjunta, para modelo, con el contrasello de las
presentes. POR ESTOS MOTIVOS, deseando responder favorablemente a dicho
solicitante, Nos le hemos permitido y permitimos por las presentes, hacer imprimir
dicho libro arriba especificado, en uno o varios volúmenes, conjunta o separadamente, y
cuantas veces le parezca bien, en papel y tipo de letra conforme a la referida hoja
impresa y adjunta bajo nuestro contrasello, y venderlo, hacerlo vender y despachar en
todo nuestro Reino durante el tiempo de seis años seguidos, a contar del día de la
fecha de las presentes. Prohibimos a todo tipo de personas, de cualquier calidad y
condición que sean, introducir impresión extraña en ningún lugar de nuestra
obediencia; y también a todos los Libreros-Impresores y a otros, de hacer imprimir,
vender, hacer vender, despachar, o modificar dicho libro arriba expuesto, en todo o en
parte, ni hacer de él ningún extracto, bajo cualquier pretexto, aumento, corrección,
cambio de título o de otra forma, sin permiso expreso y por escrito del citado
solicitante, o de aquellos que tengan derecho recibido de él, bajo pena de confiscación
de los ejemplares modificados, de mil quinientas libras de multa contra cada uno de
los contraventores, un tercio de la cual corresponderá a Nos, un tercio al Asilo de
París, y otro tercio al dicho solicitante; y todos los gastos, daños e intereses. Con el
encargo de que las presentes sean registradas por entero en el Registro de la
Comunidad de Impresores y Libreros de París, dentro de los tres meses de la fecha de
las mismas; que la impresión de este libro se haga en nuestro Reino, y no en otra parte,
Tomo II - BLAIN - Privilegio del Rey 15

y que el solicitante se conformará en todo a los Reglamentos de Librería, y


especialmente al del 10 de abril de 1725. Y que antes de ponerlo a la venta, el
manuscrito o impreso que haya servido de copia a la impresión de dicho libro, sea
remitido en el mismo estado en que se concedió la Aprobación, a manos de nuestro
querido y leal Caballero Guardasellos de Francia, Señor Chauvelin; todo bajo pena de
nulidad de las presentes. Del contenido de las cuales os mandamos y ordenamos
hacer comunicar al solicitante o a quienes tengan su delegación, en su totalidad y
pacíficamente, sin permitir que se haga ningún cambio o impedimento. Queremos
que la copia de las presentes, que serán impresas íntegramente al principio o al final
del citado libro, sea considerada como debidamente legalizada, y que a las
<04b>
copias conservadas por uno de nuestros queridos y leales Consejeros y Secretarios, se
dé fe, añadida como en el original. Mandamos a nuestro primer Oficial o Sargento,
que vele por la ejecución de todas las Actas requeridas y necesarias, sin solicitar otro
permiso, y sin que obsten Clameur de Haro, Chartre Normande y Cartas en contrario.
Pues tal es nuestro Deseo. Dado en Versalles el veintisiete de noviembre, del año de
gracia mil setecientos treinta y dos, decimoctavo de nuestro reinado.

POR EL REY, EN SU CONSEJO


Firmado, SAINSON, con rúbrica.

Registrado en el Registro octavo de la Cámara Real y Sindical de Librería e


Imprenta de París, número 452, folio 435, de acuerdo con los Reglamentos de 1723,
cuyo art. 4 prohíbe a todas las personas de cualquier calidad y condición, que no
sean los Libreros e Impresores, vender, distribuir y anunciar libros para venderlos
por cuenta propia, bien sean los autores u otros, y con el encargo de proporcionar
los ejemplares ordenados en el artículo 8 del mismo Reglamento. En París, el diez de
diciembre de 1732.
Firmado, G. MARTIN, Síndico.

El S. .......... ha cedido el presente Privilegio al señor Juan Bautista Machuel de


acuerdo con los acuerdos convenidos entre ellos.

Registrado en el Libro de la Comunidad de Libreros e Impresores de Ruán el


diecisiete de enero de 1733.

Firmado, B. LE BRUN, Síndico guardián.


16 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

<1>

DISCURSO
SOBRE LA INSTITUCIÓN
DE MAESTROS Y MAESTRAS
DE LAS ESCUELAS CRISTIANAS Y GRATUITAS

Donde se muestra la importancia de este tipo de centros,


la necesidad que de ellos tiene la gente
y la futilidad de las objeciones que se les pueden hacer

I. La importancia de los Institutos de los Hermanos y de las Hermanas


de las Escuelas Cristianas y gratuitas, sacada de la importancia de
conocer y enseñar la doctrina cristiana
¿Cuál es el objeto, cuál es el fin de la Institución de los maestros y maestras de las
Escuelas Cristianas y gratuitas? La instrucción y la educación santa de la juventud
pobre y abandonada. El bien del Reino y de la Iglesia depende de ello, pues los niños
son quienes sustituyen a los padres, y quienes llegan a ser, a su vez, miembros de
la Iglesia y del Estado. Generatio venit, generatio praeterit, dice el sabio, una
generación pasa y otra le sucede. Los padres dejan el lugar que ocupan en el mundo a
los hijos que trajeron a él, lo mismo que sus casas y sus bienes. En vano se intentaría
recordarles su deber y hacerlos cambiar de costumbre y de conducta. Los vicios de la
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 17

juventud, crecidos en ellos con la edad, las nacientes pasiones de la infancia,


reforzadas con el paso de los años, y las costumbres pecaminosas enraizadas y
envejecidas en su sangre, hacen este cambio casi imposible. Los hombres, de
ordinario, mueren como han vivido. Si algunos
<2>
se convierten en edad avanzada, deben esta gracia a la especial misericordia de Dios,
que hace concurrir muchos acontecimientos al orden de la naturaleza, y aún más al
orden de la gracia, para apartarles del mundo del pecado.
Cuando el árbol es viejo no se deja doblar; sus raíces, extendidas por todos los
lados en la tierra, y ya fuertes, lo mantienen inmóvil y cuesta mucho desarraigarlo o
tumbarlo. Cuando es joven, dócil a la mano que lo cuida, se doblega y toma la
orientación que se le da; crece con las podas que le ha hecho, si es hábil, y aprovecha
sus cuidados. Cuanto mejor se le cuida, más robusto y fuerte se hace y lleva frutos
más abundantes y sabrosos. Quis nesciat primitias florentis ætatis sicut et implantis et
vineis et rebus cœteris acceptiores esistere, ac proinde obsequia parvulorum gratiora
esse quam senum debilitatorum qui non vitia deserunt sed a vitiis derelinquuntur...
Es el símbolo natural de la educación de la juventud. La tierna edad que la hace
susceptible de las primeras impresiones que se le dan, la hacen flexible; toma los
sentimientos de piedad cuando encuentra maestros que procuran inspirárselos;
adquiere la ciencia de la salvación aprendiendo la doctrina cristiana; manifiesta un
fondo religioso, de temor de Dios y de horror al pecado en los años adultos, cuando en
los primeros fueron grabados en ellos; y si en lo sucesivo se aparta de ello, la
conciencia le reprocha sus yerros y pronto o tarde le obliga a volver de sus extravíos.
Estas reflexiones son naturales; el sabio y piadoso Gerson ya las expresó hace mucho
tiempo. Plane non video quid se Sathanisante juvene sperandum sit in senectute,
quando perversis inclinationibus acceserit perversior consuetudo.
Por lo tanto, la formación del hombre honrado y del buen cristiano hay que
buscarla en la buena educación de la juventud. Esta verdad es tan evidente que no
necesita pruebas. Además, tantas manos sabias lo han puesto en su punto, que sería
inútil hablar de ello. Suponiendo su pública notoriedad, yo he deducido la
importancia de los centros de las Escuelas Cristianas y gratuitas, y por lo mismo, de
la Institución de maestros y maestras adecuados para atenderlas. Si en favor del
público hay que abrir escuelas gratuitas, hay que construir casas donde puedan ser
formados los maestros y maestras que enseñen por caridad a los niños pobres de uno y
otro sexo. Pero para dar valor a esta especie de Seminarios, hay que estimar el de la
doctrina cristiana, pues quienes se forman en ellos son creados, por así decirlo, para
enseñarla. Parvuli... apti sunt ad accipienda bonorum studiorum exordia vires sunt
recentes pro liquoribus optimae. Novellœ proeterea plantationes, quæ sequuntur levis
quo ducentis manus deflexerit esse quoque poterunt aliorum Doctores instructores,
commodissimi maxime domesticorum. (Gerson tract. De parvulis tradendis ad
Christum. Consid. 1, paulo post initium).
18 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Es verdad que los maestros y maestras de las escuelas de caridad hacen profesión
de enseñar a leer, escribir y aritmética; pero estas funciones se subordinan a la otra.
Aquélla es la principal y éstas sólo accesorias. Es bien cierto que ni la Iglesia ni el
Estado necesitan nuevas Congregaciones destinadas a formar maestros y maestras
para enseñar a leer, a escribir y a contar. Ningún siglo ha carecido de personas que
han hecho de eso su oficio, y de forma lucrativa; pero la juventud no encuentra en
esos maestros que venden sus servicios el celo necesario para enseñar la ciencia de la
salvación, y el exquisito talento para impartir una educación cristiana.
Y también es cierto que los hijos de la clase baja no disponen de medios para
comprar la instrucción que necesitan. Por eso el Estado, lo mismo que la Iglesia,
necesitaban personas que desempeñaran esos servicios gratuitos a los niños pobres de
ambos sexos. Como tal es el motivo de la Institución de los Seminarios de maestros y
maestras de Escuelas gratuitas, hay que extraer de él cuanto se pueda decir a su favor.
Para hacerlo con cierto orden, pretendo: 1.° Demostrar la importancia de la
institución de este tipo de Seminarios, por la importancia de enseñar y de conocer la
doctrina cristiana. 2.º Despertar la sensibilidad sobre las obligaciones que la gente
debe tener con quienes se consagran por vocación a mantener las escuelas de caridad.
<3>
3.º Hacer ver la necesidad de enseñar por separado a los dos sexos; la necesidad de
Institutos de maestros para los niños y de maestras para las niñas. 4.º Mostrar con la
doctrina y los ejemplos de los santos la estima que se debe tener por el estado de los
maestros y maestras de las Escuelas Cristianas, y el celo que se debe tener en
multiplicarlas. 5.º Refutar todas las objeciones que se pueden hacer a este tipo de
Institutos.
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 19

CAPÍTULO I

La importancia del Instituto de los Hermanos y de las Hermanas


de las Escuelas Cristianas, tomada de la importancia
de enseñar y conocer la doctrina cristiana

II. Primera prueba de la importancia de los Institutos de Hermanos


y de Hermanas de las Escuelas de caridad, sacada de la necesidad
de conocer y enseñar la doctrina cristiana
En la medida en que conocer la doctrina cristiana es necesario para la salvación,
también la institución de los maestros y maestras adecuados para enseñarla
gratuitamente es importante y necesaria en la Iglesia, a falta de sus ministros que no
quieren dedicar a esta augusta función todo el tiempo que requiere.
La segunda parte de esta proposición está tan ligada a la primera, que la prueba de
una sirve para demostrar la otra. Así que exponiendo la obligación de conocer la
doctrina cristiana se siente la importancia de la institución de maestros y maestras de
las escuelas de caridad.
¿Pero es que acaso se necesita probar una verdad tan clara? ¿Puede ser indiferente
conocer o ignorar la doctrina que Jesucristo nos ha enseñado? ¿Puede ser arbitrario
instruirse o no en las cosas referentes a Dios, a sus perfecciones, a sus obras, a sus
beneficios, a sus misterios, a sus promesas, a sus amenazas, a su ley, a sus sacramentos y
a la economía de la Redención? ¿Se puede descuidar sin consecuencias la ciencia de
la salvación, las verdades reveladas, los medios para conseguir la vida eterna, el
conocimiento de lo que nos va a suceder en el otro mundo, y lo que tenemos que
temer y esperar de la vida futura?

Lo que muestra cuán necesario sea conocer y enseñar


la doctrina cristiana es:
1. Que el mismo Hijo de Dios se encargó de enseñarla (Mt 9, 35)
La doctrina cristiana es tan importante que el Hijo de Dios hecho hombre se ha
encargado de enseñarla él mismo. Empleó en esta divina tarea los años de su vida
pública. Circuibat Jesus omnes civitates et castella docens in Sinagogis eorum et
praedicans Evangelium regni. Iba a pie de ciudad en ciudad y de pueblo en pueblo
para instruir, para catequizar, para enseñar con una sencillez sin parangón su celestial
doctrina. Si todos sus pasos los marcaba con actos de caridad, si regaba con sus
lágrimas y sudores los lugares por donde pasaba, si dejaba sobre todos sus pasos los
20 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

efectos de su omnipotencia, era para dar autoridad a su doctrina y hacer que la


aceptasen. Los milagros eran los testimonios que el cielo ofrecía para acreditarla y
para disponer a los pueblos a escucharla y abrazarla. Si non vultis mihi credere,
operibus credite, decía él a los judíos que le contradecían.
Los niños, como los demás, eran objeto de su celo. Dejadles venir a mí, decía a sus
discípulos, y no les impidáis que se acerquen a mí, pues el Reino de los Cielos les
pertenece (Mt 19, 14). Su bondad con los niños era tan conocida, que los padres,
según el relato de San Marcos (10, 13-14), le llevaban sus hijos para que los tocase.
Queriendo los discípulos impedírselo, este dulce Salvador lo vio mal, y les dijo:
Dejad a los niños que vengan a mí y no se lo im-
<4>
pidáis, pues el Reino de los Cielos es de aquellos que se les asemejan. Él extiende su
predilección por ellos hasta llegar a decir que considera como hecho a su persona lo
que se hace a ellos (Mt 18, 5-10) y a pronunciar las más terribles amenazas contra
quienes los escandalizan. ¡Oh piadosísimo Jesús!, exclama a este propósito el devoto
Gerson, después de tal ejemplo de vuestra humildad y de vuestra caridad respecto de
los niños, ¿quién se avergonzará en lo sucesivo de abajarse a instruirlos? Después
de haberos visto extender los brazos para abrazar a los niños, ¿quién osará escuchar
el sentimiento de orgullo y de pretendida grandeza que induce a menospreciarlos?
(loc. cit. consid. 4, circa initium). Y dice aún este piadoso autor: ¿Acaso los niños y
los jóvenes, a quienes pertenece el Reino de los cielos, son una vil porción de la
Iglesia? (ivíd. pról, circa initium). Sin embargo, ¿cuántas personas hay, anota este
celador de la salvación de los niños, que creen que la función de instruir a estos
pequeños no conviene, o que es incluso indigna de un gran teólogo, o de un sabio, o
de un eclesiástico elevado en dignidad...? Por mi parte, yo no conozco nada más
grande, añade, que arrancarlos de las fauces del león infernal y de los abismos del
infierno, y en particular trabajar en cultivar las de los niños, y echar cuanto antes en
ellos la semilla de la virtud, y regar con cuidado esta preciosa parte del campo de la
Iglesia (ibíd consid. 4, circa initium).
En efecto, la salvación de la mayor parte está ligada a este cuidado; y si muchos
se pierden cuando avanzan en edad, es por la falta de instrucción. Todo cuanto
Jesucristo hizo y sufrió para enseñar su divina doctrina nos debe hacer juzgar de su
valor.
Él, para manifestar su importancia y necesidad, igual que su excelencia y santidad,
dijo: 1.o Cuál es la doctrina de Dios, su Padre, que le ha enviado: Mea doctrina non
est mea, sed ejus qui misit me Patris. 2.º Que sólo enseña lo que ha aprendido de su
Padre, quaecumque audivi a Patre, nota feci vobis. 3.° Que decide que todos cuantos
no quieren recibirla ya están condenados, y que no pueden tener la vida eterna.
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 21

2. Que esta doctrina es la doctrina del cielo, la ciencia de la salvación,


la ciencia de los santos
Esta doctrina es llamada celestial porque viene del cielo, porque el cielo la ha
revelado, porque tiene el cielo como objeto y fin, y porque enseña el camino para
llegar a él. Es llamada divina, no sólo porque es el Hijo de Dios quien la ha enseñado,
sino porque la ha sacado del seno mismo de Dios, es decir, que Dios es su autor, como
Jesucristo es su Doctor. Es llamada ciencia de la salvación porque contiene lo que
Dios ha dispuesto desde toda la eternidad que los hombres conociesen y practicasen
para salvarse. Y es también llamada ciencia de los santos, porque hace santos a
quienes la practican a la letra, y porque no se puede ser santo si se descuida. Así, pues,
¿puede ser indiferente conocer o ignorar la doctrina del mismo Dios, estas verdades
eternas que ha revelado por boca de su propio Hijo, estos misterios adorables que
constituyen la economía de la Redención del género humano, esta ley santa, y esta
moral tan pura, que forman el fondo de nuestra religión; estos sacramentos tan
preciosos, que son los canales de las gracias y los medios de salvación; en fin, estas
verdades tan sublimes que ni la carne ni la sangre pueden descubrir, y que sólo las
revela el Padre celestial?
Pues bien, si no hay nada tan necesario ni más importante que el conocimiento de
esta doctrina, se debe reconocer que tampoco hay nada más importante y más
necesario que la institución de las escuelas donde se enseña gratuitamente y por pura
caridad.
En todas las demás escuelas se aprende la doctrina de los hombres; pero no hay
otra, más que ésta, donde se enseñe la doctrina de Dios. Pues cualquier otra doctrina
es doctrina humana, y por consiguiente peligrosa o perniciosa, o inútil a la salvación,
o defectuosa.
<5>
Cualquier otra doctrina es la doctrina, o de hombres santos y llenos de Dios, como
la de los Padres de la Iglesia, o de hombres pretendidamente prudentes y sabios, como
la de los filósofos, o de hombres maliciosos y seductores, como la de los herejes y
novadores, o de hombres apasionados, interesados y capaces de engañarse y engañar.
Por eso, cualquier otra doctrina no puede tener el mismo carácter de divinidad,
santidad, infalibilidad, verdad y autoridad, ni, en consecuencia, llegar a ser necesaria
para el conocimiento, ni obligar a su práctica.
Todas las doctrinas del mundo, teniendo como objeto sólo cosas perecederas, no
tienen un fin de largo alcance. El interés, el placer, el honor, la curiosidad que
constituyen su atractivo o su provecho, acaban en la tumba. La doctrina de Jesucristo
es muy diferente: la salvación es su fin directo e inmediato. El Hijo de Dios no ha
descendido del cielo sino para elevar a los hombres hasta él. Toda su doctrina no tiene
otro objetivo. Por eso sus nombres son, como he dicho, ciencia de la salvación,
ciencia de los santos, ciencia de Dios, ciencia del cielo.
22 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Con esta idea hay que juzgar la importancia de la función del catequista y de las
personas dedicadas a mantener las escuelas de caridad. Los profesores de filosofía
tienen como fin dar a sus alumnos el conocimiento de las cosas naturales; los
profesores de medicina se aplican a enseñar a sus discípulos la estructura del cuerpo
humano, sus enfermedades y sus remedios; quienes dan lecciones de jurisprudencia,
de elocuencia, de matemáticas, etc., limitan su propósito a enseñar o bien las leyes, o
bien los principios de Euclides o las reglas de componer y adornar debidamente un
discurso. Estos maestros de las ciencias humanas no dirigen su mirada más arriba.
Sus lecciones no enseñan nada sobre la salvación, ni sobre los medios de realizarla.
Un fin tan elevado, tan noble y tan feliz queda reservado a quienes enseñan la doctrina
cristiana.

3. Que esta doctrina contiene todo lo que hay que creer, evitar, hacer,
temer y desear para salvarse
¿Qué encierra, en efecto, la doctrina cristiana? Todo lo que hay que creer, evitar,
hacer, temer y desear para salvarse. ¿Qué enseña el catequista? Lo que Jesucristo
mismo ha enseñado, y lo que han enseñado los Apóstoles después de él. Por cualquier
lado que se mire, la doctrina cristiana presenta los caracteres de su santidad y de su
divinidad. La sublimidad de sus misterios, la pureza de su moral, la equidad de
sus preceptos, la santidad de sus máximas, la perfección de sus consejos, el terror
de sus amenazas y la amplitud de sus promesas hacen sentir que Dios es el autor de ella.
Compárese con ella la doctrina de los filósofos y de los sabios de la tierra si se
quiere notar la diferencia entre la doctrina de los hombres y la de Dios. Ésta denota su
principio y se asemeja a su autor; es de consumada perfección. En ella no hay nada
que no sea digno de Dios y que no santifique al hombre. La mente humana no podía
ser la autora de un plan de doctrina tan bien entramado y tan bien formado de ideas
sobrenaturales, de sentimientos tan nobles y tan elevados, y de una moral tan
conforme y al mismo tiempo tan superior con la recta razón; ni, en fin, de un plan de
conducta tan santificador. Al hombre le es imposible imaginar un sistema de doctrina
más perfecto. Se puede decir que participa de la infinita perfección de quien es su
Maestro y Doctor. Sus promesas no pueden ser más magníficas, ni sus amenazas más
terribles; su moral no puede ser más pura, ni sus máximas más santas, ni sus preceptos
más justos, ni sus consejos más perfectos. Su objeto es la gloria de Dios, su vínculo es
la caridad hacia el prójimo, su efecto es la santidad del hombre, su mérito es el amor
de Dios, y su término es la felicidad eterna. Esta doctrina es tan razonable, que uno
cesa de serlo cuando no se la sigue. Es tan equita-
<6>
tiva que, si se la rechaza, hay que optar por el pecado. Es tan conveniente al hombre,
que no se puede vivir contento sin practicarla. Es tan perfecta, que hace perfectos a
todos sus fieles observantes.
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 23

La doctrina de los hombres es muy distinta. Defectuosa como ellos, no tiene nada
de sólida, nada de verdadera, nada de cierto, ni nada digno de un alma inmortal. En
ella, o todo es vano, ideas, máximas, preceptos y moral, o todo es quimérico, ridículo,
impracticable, especulativo e inútil para la otra vida. En ella nada fija los deseos, nada
regula el interior, nada lleva la reforma hasta el corazón. En ella nada eleva al hombre
por encima de sí mismo; nada le conduce a su último fin; nada le enseña a
abandonarse a los cuidados de la divina Providencia; nada que le imponga como
deber el renunciar a todo; nada que le obligue a desear sólo el cielo, a estimar sólo la
virtud pura, a vivir sólo para Dios, y a sacrificarse completamente por su creador.
En lo tocante a la pobreza perfecta, a la virginidad, a la oración continua, al perdón de
las injurias, al amor del enemigo, a la caridad perfecta y a las bienaventuranzas
evangélicas, son cosas éstas de las cuales los sabios de la tierra no han tenido ni idea.
Si en su doctrina hay algo soportable, es sólo lo que se aproxima al cristianismo.
Apliquemos ahora lo que se acaba de decir en honor de la doctrina cristiana a la
función de enseñarla. La gloria de la primera alcanza a la segunda, y ambas honran al
Instituto de los Hermanos y de las Hermanas de las Escuelas Cristianas. Catequistas
por estado y destinados a comunicar la doctrina de Jesucristo, tienen como riqueza el
oficio de enseñar la ciencia de la salvación, la ciencia de la religión, la ciencia de los
santos. Por la importancia de esta ciencia divina hay que medir la importancia de
estos Institutos. Si se quiere saber cuán necesarios son para el público, pésese
poniendo a un lado la necesidad de la ciencia de la salvación y del otro la necesidad de
tener maestros que la enseñen con celo, con edificación y con éxito. Considérese
de una parte que la ignorancia de esta divina doctrina causa la pérdida de una
infinidad de almas, y de la otra, que esta pérdida no se puede casi remediar sino con el
establecimiento de las Escuelas Cristianas. Digamos, pues, con el sabio canciller de
la Universidad de París, el célebre Gerson, que quienes los calumnian y censuran
hacen un servicio grande al demonio, y dan a los niños un gran escándalo, al menos
indirectamente y de manera sesgada, si no lo hacen abiertamente y a cara
descubierta. En efecto, prosigue el mismo doctor, hay quienes impulsados por el
espíritu del demonio y añadiendo, en cuanto pueden, pecado sobre pecado, parecen
no preocuparse más que de tener compañeros para su propia condenación eterna...
En este tiempo, más que nunca, el hombre se vuelve al mal desde la juventud, y los
niños maman la leche emponzoñada del pecado, casi desde que pueden cometerlo.
La gran desgracia es que no tienen padres ni maestros que tomen cuidado de su
instrucción y de su educación. Por lo tanto, no hay que extrañarse de que se dejen
arrastrar tan fácilmente al mal. (At... qui ponent scandalum non immediate et aperte
ante pussillorum pedes, sed velut a latere... ductaribus eorumdem et instructionibus
insidiantur, eos subsanant, et infamant et calumniatur. Loc. supra cit. consid. 1. Longe
post medium. ibíd.).
La vida eterna consiste en conocer al único Dios verdadero y a su Hijo Jesucristo
(Jn 17, 3). ¿Cuál es la desgracia de estos pobres niños que permanecen privados de
instrucción, en la más profunda ignorancia de Dios y de Jesucristo? ¿Se la puede
24 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

deplorar bastante? ¿Se puede tener un poco de celo y no desear ver que las Escuelas
Gratuitas y Cristianas se multipliquen por todas partes, ya que estos centros son el
gran remedio contra la ignorancia de la salvación? Que los
<7>
pastores se acuerden siempre, dice el Catecismo del Concilio de Trento (en su
prefacio, n. 13, initio) que toda la ciencia del cristiano consiste en conocer al Dios
verdadero y a su Hijo Jesucristo. En consecuencia, todo su cuidado debe ser
proporcionarles este conocimiento. Eso es lo que el mismo santo Concilio de Trento
había recomendado a los obispos y a los pastores prometiéndoles un Catecismo
adecuado para instruir a los fieles sobre las cosas necesarias para la salvación (Ses.
24, Decreto de Reformatione, 3, 7 initio). Si vemos, vuelve a decir el devoto Gerson,
que los hombres van a buscar al extremo del mundo las cosas perecederas y si tienen
tanto cuidado en acumular los bienes de la tierra, que según el Apóstol sólo son
estiércol, ¿cuán deplorable es la negligencia de los cristianos que no piensan en
absoluto en la salvación de un alma inmortal? ¿Y cuánto más criminal es la maldad
de quienes buscan querella y denigran a las personas caritativas que se interesan en
ganar los niños para Jesucristo y en retirarlos del camino del infierno? ¿Se puede,
pues, ver con indolencia que estos edificios espirituales y estos templos vivos del
Espíritu Santo se manchen con los vicios y lleguen a ser presa de las llamas eternas?
(Loc. cit. consid. 3. Paulo post initium).
¿Es, pues, en vano que el Espíritu Santo recomiende tan a menudo en la Sagrada
Escritura que se instruya y eduque santamente a los niños? Enseñadles y tened mucho
cuidado de ellos desde su infancia, se dice en el Eclesiástico (7, 2-4). Enseñad a
vuestros hijos si queréis recibir de ellos consolación y que lleguen a ser el objeto de
vuestras delicias, dice el Sabio (Prov. 29, 17). ¿Cuántas veces se recomienda a los
padres y a las madres en el Deuteronomio que enseñen a sus hijos la Ley de su Señor,
y los beneficios con que su mano liberal los había colmado? Cuando vuestro hijo os
pregunte sobre ello, les decía Moisés, tened cuidado de decirles: es el Señor quien
nos ha librado de Egipto con la fuerza de su brazo. Y después de haberles contado
todos los prodigios que Él ha hecho, y de haberlos instruido en la Ley, añadid: El
Señor nos ha mandado observar todas estas leyes y que nos mantengamos en su santo
temor. (Dt. 6, 20, y ss.).
Del mismo modo, los niños estaban obligados por la ley de Moisés a hacerse
instruir por sus padres y a conocer de sus propios labios los diversos deberes y los
pormenores de las obligaciones que tenían para con Dios. Pregunta a tu padre, se
ordenaba al niño, y él te instruirá. Pregunta a tus abuelos y ellos te enseñarán lo que
deberás saber (ibíd. 32, 7). Quanta mandavit patribus nostris, nota facere filiis suis,
dice a este propósito el Rey profeta. Cuantas cosas ha mandado el Señor a los padres
que las enseñen a sus hijos. Y en efecto, ellos cumplieron ese deber, dice el mismo
Rey profeta, pues nuestros padres nos instruyeron y no dejaron que ignorásemos las
obras del Señor. Nos relataron los prodigios que Él hizo y todas sus maravillas (Sal.
77, 3).
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 25

Así, por la Ley del Señor, lo mismo que por deber de naturaleza, los padres tenían
que instruir a sus hijos, y los hijos tenían que pedir que los instruyeran. Mientras
Israel fue fiel a esta obligación, fue fiel a su Dios y feliz. A medida que la descuidó, se
hizo infeliz y llegó a ser impío. Los hijos, sin instrucción, se corrompieron con el
culto de los falsos dioses. ¿Qué hizo el santo rey Josafat para apartar a su pueblo de
esta infame idolatría? Envió a todas las ciudades de Judá a los grandes de la corte,
con sacerdotes y levitas, que llevaban consigo el libro de la Ley del Señor; lo leyeron,
lo explicaron e instruyeron al pueblo sobre él (L. 2 de Paralip. 17, 1 ss). Judá,
instruido, reconoció a su Dios y volvió a él con todo su
<8>
corazón. ¿Por qué le había abandonado? Porque lo desconocía. Los padres,
descuidando instruir a sus hijos, los habían entregado a los vicios y pasiones de la
juventud, dejándolos en la ignorancia de la Ley de Dios. Cuando se ha sido
alimentado con las palabras de la fe y de la buena doctrina, son las palabras de san
Pablo (1 Tim 4, 6s) es posible enseñársela a los demás, meditarla y progresar en los
caminos deDios. Esta falta de instrucción es la que origina la pérdida de la juventud, y
por consiguiente es la mayor llaga de la Iglesia. De manera que el gran medio, y tal
vez el único, de arrancar el vicio y el pecado y hacer reflorecer la piedad cristiana, es
proporcionar instrucción y educación a los niños. Pues, como dice muy bien Gerson,
no se equivocaba quien aseguraba que si se quería intentar la reforma de las
costumbres de los cristianos, había que comenzar por los niños. Non fallebatur ergo,
qui affirmavit reparationem morum Ecclesiasticorum si quaeretur fieri, inchoandam
esse a parvulis (Loc. cit. consid. 2, post medium).
Siendo cierta esta afirmación, hay que convenir que los primeros que se ponen
mano a la obra en esta gran obra de la reforma de las costumbres, son quienes
instruyen y educan santamente a los niños. ¡Cuán preciosos deben ser, pues, a los ojos
del público los maestros y maestras de las Escuelas Cristianas y Gratuitas, que les
prestan este servicio! Ellos reemplazan a los padres negligentes e incapaces de
cumplir la más esencial de sus obligaciones, que es enseñar la doctrina cristiana y la
ciencia de la salvación a sus hijos, y llegan a ser, respecto de los niños pobres y
abandonados, sus verdaderos padres y sus verdaderas madres en Jesucristo.

III. Segunda prueba de la importancia de los Institutos de maestros


y maestras de las Escuelas Cristianas, tomada de la excelencia
de la función de enseñar la doctrina cristiana
Aun cuando el saber la doctrina cristiana no fuera tan necesario como lo es para
salvarse, no sería excusable el ignorarla; pues, siendo totalmente divina, merece
infinitamente más que cualquier otra ser aprendida y enseñada. Por eso, a poco que se
reflexione sobre su dignidad y su excelencia, se estará de acuerdo sobre la excelencia
de la vocación de quienes se dedican a enseñarla. En efecto: de cualquier parte que se
26 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

mire la doctrina cristiana, todo en ella es divino, tanto en su objeto como en su fin, en
sus caracteres como en sus primeros maestros.
Se sabe que las ciencias tienen su excelencia en razón de su objeto. Cuanto más
noble y elevado es éste, más lo son ellas mismas. Y cuanto más nobles y altas son
ellas, más ennoblecen la misión de enseñarlas.
La Medicina trata del cuerpo humano, y de la calidad de este objeto se honran
quienes la enseñan. La Filosofía se ocupa de la naturaleza y de todo lo que ocurre en
ella; de la nobleza de estos objetos se glorian quienes dan lecciones de ella. La
Astrología contempla los astros y observa sus movimientos, sus influencias y sus
efectos; y de la dignidad de estos objetivos se mide la suya propia. La Jurisprudencia
es la ciencia del derecho, necesaria a los magistrados para impartir justicia, y a una
infinidad de otros que la necesitan. Este doble aspecto es lo que la hace preciosa.

Dignidad de la función de enseñar la doctrina cristiana: su excelencia


Ahora bien, estas ciencias y todas las demás sólo tienen objetivos naturales,
temporales, pasajeros, caducos y perecederos. Sólo la doctrina cristiana tiene por
objeto a Dios, sus perfecciones, sus promesas, sus amenazas, sus revelaciones, sus
misterios incomprensibles y sus leyes; y para decirlo en una palabra, la eternidad. Por
tanto, entre la función de quienes enseñan la doctrina cristiana y la de un filósofo,
médico, astrólogo,
<9>
general de ejército, juez o abogado, hay que poner la diferencia que existe entre la
naturaleza y la gracia, entre el cielo y la tierra, entre el tiempo y la eternidad.
Domine quis credidit auditui nostro et brachium Domini cui revelatum est? Señor,
¿se nos creerá cuando lo digamos? El mundo, que juzga las cosas por el resplandor
que las rodea, ¿querrá reconocer que la función, igual que la vocación de un pobre
Hermano, a menudo tan menospreciado y apenas valorado por los grandes, está por
encima de la del abogado, que brilla en el tribunal por la elocuencia de su defensa; de
la del juez, a quien la reputación de integridad le da la mayor honra en el mundo;
de la del médico, cuya habilidad y experiencia lo hacen precioso al género
humano; de la del filósofo, a quien la ciencia hincha el corazón; de la del astrónomo y
la del matemático, cuyos hallazgos curiosos y sabios les consiguen tan alto renombre
entre los hombres, y de la de los hombres de guerra, cuyo valor y habilidad en el arte
militar los colman de gloria y colocan en el mayor rango?
Digamos algo más. Comparando el uso que un catequista hace de la doctrina
cristiana con el de un teólogo especulativo, o de un predicador muy brillante, hay
que reconocer que aquél es más digno de Dios y está más conforme con la finalidad,
que es iluminar, instruir y alimentar el alma. El primero añade a la doctrina de
Jesucristo mucho de lo suyo, recargándola de sutilezas y razonamientos humanos
que, a menudo, en vez de aclararla y darle brillo, la oscurecen y complican. El
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 27

segundo, con frecuencia la recarga, o como dice san Pablo, la altera y la debilita,
pretendiendo adornarla demasiado. Con frecuencia el uso de la teología sirve más a la
gloria del teólogo que a la de Jesucristo. A menudo se reduce a secas abstracciones, a
sutiles razonamientos, a vanas disputas, a cuestión de nombres o a cosas de poca
importancia. Por el contrario, el catecismo, sin dar reputación a quien lo hace, tiende
inmediatamente a hacer conocer, amar y servir a Dios, y no tiene otro efecto.

1. Frutos que siguen a la función de enseñar la doctrina cristiana


de manera sencilla y familiar
El catequista da la doctrina de Jesucristo tal cual es. Exponiéndola en su desnudez
y simplicidad, la pone en su sitio, la deja con su propia gracia y unción. No quita nada
de su divina belleza; mientras que el predicador, adornándola con exceso, a menudo
la desfigura y empaña su pureza. Pues, después de todo, la doctrina cristiana no
necesita adornos extraños. Nunca es mejor recibida por el corazón que cuando se la
presenta a la mente en su primera simplicidad. La gracia le da los atractivos que
ningún arte imaginable podría prestarle.

2. Belleza de su contenido
Me atrevo a decir que es como una hermosa mujer, que para agradar sólo necesita
mostrarse, y que deja para las feas la pintura y la aplicación de maquillajes. Lo que a
éstas sirve para cubrir o reparar sus defectos, a las otras empaña y oculta sus
atractivos.
Por otra parte, ¿para cuántas personas resultan inútiles los más elocuentes
sermones? No se puede negar que las tres cuartas partes de los más célebres
auditorios, formados por mujeres, y otros de todo tipo, poco instruidos en religión,
tienen más necesidad de buenos catecismos e instrucciones cristianas, sencillas y
familiares, que de discursos ampulosos; y que cuanto éstos son más refinados
y rebuscados, más inútiles se hacen para la mayoría de quienes los escuchan.
En el catecismo se necesita poco tiempo, poco esfuerzo, poco estudio y poca
preparación para enseñar con fruto la doctrina cristiana. Además, pocas
<10>
veces se enseña sin provecho para las almas. En cambio, al predicador le cuesta
infinitamente más, sin que muy a menudo recoja mucho fruto. Cuanto más estruja su
mente, cuanto más tortura su imaginación para extraer de ella ideas brillantes y de
formas ingeniosas, cuanto más agota su cerebro para hacer un discurso perfecto, más
consigue, de ordinario, hacerse admirar y aplaudir. Pero para desdicha de su
ministerio, cuanto más se hace admirar y aplaudir, más se hace olvidar de Dios y más
estéril hace la semilla que ha echado en el corazón de sus oyentes.
28 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Reconozcamos, pues, que la doctrina cristiana, al ser más fructuosa cuando se


manifiesta desnuda y sencilla; y que para sorprender el corazón de quienes la
escuchan se complace en salir del corazón más que de la boca de los que la anuncian;
y pierde su gracia y unción con los artificios que se le añaden, por eso, la función de
catequista es la que más le conviene. Ésta, en efecto, es la que Jesucristo y sus
Apóstoles han utilizado, como se dirá en seguida.
El predicador enseña la doctrina cristiana lo mismo que el catequista; pero yo diría
que el catequista imita más de cerca a Jesucristo en la manera sencilla y familiar de
enseñarla; y en este punto tiene más ventajas que el predicador que adorna demasiado
sus discursos.

3. Jesucristo es el primer maestro que enseñó la doctrina cristiana


Jesucristo es el primer autor y el primer maestro de la doctrina cristiana. Él la ha
traído del cielo y Él la ha enseñado sobre la tierra. ¿Cómo? De manera sencilla y
familiar.
La doctrina que se enseña en las escuelas cristianas no es la doctrina de ningún
hombre mortal, ni siquiera la de un ángel. Está elevada por encima de la de Moisés,
tanto como Jesucristo está por encima del legislador de los judíos.
En lo tocante a otras ciencias, ni siquiera merecen entrar en paralelo con ella.
La Medicina cree que debe su origen a Esculapio y a Hipócrates. La nueva
Filosofía reconoce a Descartes como su primer maestro; la antigua honra a Platón, a
Aristóteles, a Zenón, a Pitágoras y a varios otros, por sus éxitos. La elocuencia admira
como sus modelos a Demóstenes y Cicerón. El arte militar reconoce como sus héroes
a los Césares, a los Aníbales, a los Escipiones y a los Alejandros. Arquímedes ha
puesto la ciencia de las Matemáticas a gran altura. La Teología escolástica honra
como a sus primeros maestros a san Juan Damasceno, a Pedro Lombardo, a santo
Tomás y a san Buenaventura. Todos los discípulos de estos distintos doctores se
sienten honrados de tenerlos por maestros y como modelos. Se aplican a estudiar su
doctrina y a dominarla perfectamente. Pero se trata de hombres que son enseñados
por otros hombres. A pesar de cualquier excelencia que proclamen de la doctrina que
han recibido, no pueden buscar el origen en el Hijo de Dios. La ciencia de la salvación
es la única que este divino Maestro haya enseñado. Sólo Él es el autor de la que se
enseña en el catecismo.
Jesucristo no ha disertado ni sobre los secretos de la naturaleza, como Salomón; ni
sobre el arte del bien hablar, como Cicerón y Quintiliano; ni sobre el método de bien
razonar, como Aristóteles; ni sobre el talento de bien gobernar y bien gestionar una
República, como Platón; ni sobre el arte poético, como Horacio; ni de cómo alcanzar
lo sublime, como Teofrasto. En una palabra, Él no nos ha dejado ninguna enseñanza
sobre lo que es caduco y perecedero. Siendo Dios, como es, nos ha hablado sólo de
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 29

Dios y de las cosas de Dios. Todo lo demás le ha parecido indigno de Él y de nosotros.


Las verdades eternas, cuyo conoci-
<11>
miento ha recibido en la generación eterna, forman el cuerpo de la doctrina cristiana,
y ésa es la única que se enseña en el catecismo.
Multifariam multisque modis olim Deus loquens Patribus in Prophetis, novissime
locutus est nobis in Filio, dice san Pablo (Ad Hebr. 1, v.1). En otro tiempo, la boca de
los Patriarcas y de los Profetas servía de órgano a la voz de Dios. Era Dios quien
hablaba en ellos y por ellos en la ley de la naturaleza y en la de Moisés.
Pero en la nueva, ha escogido la de su propio Hijo como oráculo de sus
revelaciones y de sus divinas voluntades. Pues bien, lo que más ha agradado a
Jesucristo revelarnos es lo que se enseña en el catecismo. La persona que lo imparte
es sólo el eco del Verbo hecho carne. Enseñando lo que Jesucristo ha dicho, por sí
mismo o por boca de sus Apóstoles, se aprende todo lo que el cristiano debe saber y
que tiene interés en saber. La ciencia de todo lo demás no le es necesaria. La
ignorancia de todo lo demás no tiene importancia para progresar en el otro mundo.

4. Es el mismo Jesucristo quien enseña cuando se da el catecismo


en su nombre y con su misión
Mucho más: no es Pedro, ni Pablo, ni Apolo quienes hablan cuando se enseña la
doctrina de Jesucristo en su nombre y con su misión; es el mismo Jesucristo. Otro
carácter de divinidad que tiene la función del catequista.
No sólo es Jesucristo el autor y primer maestro de la doctrina que se enseña en una
escuela cristiana; sino que es Él el único que instruye por boca de cuantos tienen
misión de hacerlo. La lengua de ellos es su órgano. Como dicen sólo lo que Él dijo, no
lo dicen sino en su persona y por su autoridad. Le representan y hablan sólo
dependiendo de su gracia, de su virtud y de su Espíritu, que habla en ellos y por ellos.
Deo exhortante per nos.
Los cartesianos que enseñan el sistema filosófico de Descartes pueden decir que su
doctrina es la de Descartes; pero no pueden decir que el mismo Descartes habla
por su boca, pues este filósofo muerto no tiene otra lengua que los escritos que dejó.
Su espíritu no se reproduce en el de sus discípulos, su alma no anima sus cuerpos, no
proporciona luces a sus mentes, ni se expresa por su lengua. En cambio, eso es lo que hace
Jesucristo en cuantos enseñan su doctrina como es debido. Los ilumina con sus luces,
los anima con su Espíritu, les proporciona los términos, les inspira los pensamientos,
reviste de gracia y unción su palabra, hace fructíferas sus instrucciones, es Él quien
habla en ellos. Y hablando en ellos, sólo repite lo que Él mismo enseñó en la tierra. Y
así, ellos, enseñando lo que Jesucristo dijo, no están sujetos a error, ni a ilusión, ni a
mentira. Es otro carácter de la divinidad de la doctrina cristiana y de la excelencia de
la función de enseñarla.
30 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

5. Infalibilidad de la doctrina cristiana


Esta divina doctrina participa de la infalibilidad de su autor y la comunica a
quienes la enseñan pura y tal como es. Mientras el catequista se mantenga en los
límites de su función, y como órgano de la doctrina de Jesucristo, de sus Apóstoles y
de su Iglesia, y no mezcle nada de lo suyo, es infalible en lo que dice, y aquellos a
quienes enseña están resguardados de todo error.
Ninguna otra doctrina puede comunicar tal privilegio. Ningún otro discípulo puede
jurar sobre las palabras de su maestro. Incluso si fuere su norma decir sólo lo que dijo
su doctor, y decirlo con los mismos términos, no podría gloriarse de no ser engañado
ni engañador. Adhiriéndose
<12>
obstinadamente a las opiniones de su maestro, a menudo se inclinaría hacia el error,
aun creyendo captar la verdad; pues cualquier opinión, sea cual fuere la apariencia de
verdad que tenga, no es muy a menudo la realidad. Por su propia naturaleza de
opinión, está expuesta al error. Pues bien, todo lo que no está fundado sobre la fe o
sobre la evidencia es sólo opinión, y no tiene apoyo en una autoridad segura. En
consecuencia, en todo lo que no sea de la doctrina cristiana, o que no tenga un carácter
de evidencia y certeza, los discípulos se exponen a extraviarse al seguir siempre a sus
guías.
Por muy alto rango que san Agustín y santo Tomás tengan hoy en la escuela,
ninguno de sus discípulos adoptaría sin restricción todas sus palabras, ni querría
suscribir sin ninguna modificación todos sus sentimientos como si fueran verdades
infalibles. El privilegio de la infalibilidad sólo corresponde al hombre cuando es el
órgano de Dios, o cuando repite sólo lo que Dios dijo por boca de su Hijo, de sus
profetas, de sus apóstoles, escritores sagrados, y de la Iglesia; es decir, cuando
enseñan sólo la doctrina cristiana. Busquemos ahora cuándo y dónde se enseña en su
pureza y tal cual es. ¿No es en los catecismos? Son, pues, estas instrucciones sencillas
y familiares las que más se acercan a la infalibilidad de la doctrina cristiana.

6. Jesucristo es el primero y el modelo de los catequistas


¿Lo diré? ¿Y por qué no? El Hijo de Dios hecho hombre es el primero de todos los
catequistas. Su evangelio es nuestro catecismo. La forma como Jesucristo lo publicó
se acerca más a los catecismos que a los sermones.
¿Qué contiene el Evangelio? Los dogmas de la fe y las verdades eternas que hay
que creer; la fe, los preceptos, las máximas, los consejos, la moral que hay que
observar; las promesas, las amenazas, los avisos, los fines últimos y las instrucciones
que hay que meditar; la historia de la vida, del nacimiento, de la pasión y de la muerte,
y los demás misterios de Jesucristo; sus acciones, sus ejemplos y las virtudes que hay
que imitar; y, en fin, los sacramentos que hay que recibir.
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 31

Estas cinco partes de la doctrina cristiana son el evangelio completo. Enseña eso, y
sólo eso. Y lo que realza la función de catequizar por encima de cualquier otra forma
de anunciar la palabra de Dios, es que fue la que utilizaron Jesucristo y los Apóstoles.
No se piense que el gran Maestro de la verdad y sus primeros discípulos hicieron
sermones como los que hoy se oyen en los púlpitos, con exordios, clasificación de
puntos, divisiones y subdivisiones, peroraciones, pasos delicados y otras partes del
discurso unidas en conjunto, y encajadas unas en otras. Esta forma de instruir tan
rebuscada y tan penosa sólo se ha puesto de moda cuando pasaron los tiempos de la
sencillez apostólica y la elocuencia de los predicadores quiso brillar, y cuando
la delicadeza de los oyentes prefirió los discursos adornados a los sencillos y sin ornato.
Todas las instrucciones de Jesucristo y de sus Apóstoles no podían ser más
sencillas y familiares. Los cuatro evangelios son el relato fiel, simple y sin
complicaciones, de la vida, acciones, milagros, sufrimientos, misterios, máximas, ley
y doctrina de Jesucristo. En ellos se enuncian los dogmas con precisión; las verdades
de la salvación se expresan con pocas palabras; la moral es clara; los preceptos y
consejos son for-
<13>
males y sin ambigüedad; las instrucciones son populares; los misterios se tratan en su
substancia y con pocas circunstancias; las más magnificas promesas y las más
terribles amenazas se proponen sin énfasis ni pompa. La institución de los
sacramentos se expone sin aparato. Todo hace sentir en ellos la eficacia del Espíritu
Santo, que para enseñar no necesita ni mucho tiempo, ni muchas palabras, ni frases
ingeniosas, ni exquisiteces de lenguaje, ni adornos en el discurso.
¿Qué sentido profundo no encierran, por ejemplo, las ocho bienaventuranzas
evangélicas? Pueden servir de materia a años enteros de reflexión. Sin embargo, cada
una se presenta con el ropaje de cinco o seis palabras. Y digo lo mismo de estas
máximas y preceptos: Renúnciate a ti mismo; el Reino de los cielos sufre violencia, y
sólo los violentos lo arrebatan; no temáis a los que matan el cuerpo, temed al que
puede perder cuerpo y alma y enviarlos al infierno; quien no renuncia a cuanto
posee, no es digno de Mí; haced penitencia, porque el Reino de los cielos está cerca;
¿de qué sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde el alma?
Estos artículos de la ley de Jesucristo no pueden ser más claros, más precisos, más
formales, más absolutos y más cortos. No se puede añadir en ellos ni una palabra que
no esté de sobra, ni quitar una que sea superflua.
Si a la instrucción que hizo Jesucristo sobre la montaña la llamo catecismo, le estoy
dando su verdadero nombre. Si los Padres le han dado el nombre de sermón, es en el
sentido que se toma esta palabra de instrucción sencilla y familiar, tal como llamaban
sermones a las instrucciones claras, cortas y sencillas que hacían a los fieles.
Este sermón de Jesucristo en la montaña es, en efecto, el compendio de su moral,
expuesto con claridad, sin preludio, sin división de puntos, sin transiciones, sin
32 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

pinturas, sin retratos, sin descripciones y sin ningún adorno. En él la verdad se


muestra al desnudo, y deja sólo a la gracia la virtud de hacerla aceptar.

7. Los Apóstoles son los primeros catequistas de la Iglesia


¿No le conviene también perfectamente el nombre de catecismo al primer discurso
de san Pedro, hecho después de la venida del Espíritu Santo, que ganó para Jesucristo
casi tres mil almas, y al segundo, que convirtió a cinco mil? ¿Aparece como orador el
príncipe de los Apóstoles en estas dos primeras veces que dirigió la palabra al pueblo?
¿Prepara lo que va a decir? ¿Estudia lo que debe probar? ¿Busca en la fuerza del
razonamiento con qué convencer, o cómo agradar en la disposición de las palabras y
en la belleza del lenguaje? No; el Espíritu Santo que hablaba por su boca no hace
depender de la elocuencia humana su poder sobre los corazones.
Si san Pedro hubiera sido un orador experto o un sabio filósofo que hubiera sabido
persuadir las mentes con la fuerza de sus razones, o sorprender el corazón con el arte
del bien decir, el Espíritu Santo no hubiera escogido su lengua como órgano suyo. Sin
ciencias humanas, sin talentos de mente, sin artificio alguno: así lo quería el Espíritu
Santo, tal como lo necesitaba para honrar a Jesucristo. San Pedro convierte ocho mil
almas en las dos primeras ocasiones en que habla: ¡qué eficacia de la palabra! Si hoy
ocho mil sermones no convierten a ocho personas, ¿no es porque han perdido la
unción y la virtud de los de san Pedro, han perdido la sencillez, y no son ya los
apóstoles quienes los dan?
Examinad estos dos sermones de san Pedro. Son dos instrucciones cortas,
<14>
sencillas y sin artificio, sólo con la fuerza que obtienen de la gracia y de la unción del
Espíritu Santo. Este príncipe del colegio apostólico cita en ellos sencillamente las
profecías; las aplica con sencillez a la venida del Espíritu Santo y a Jesucristo;
demuestra que Él es el Mesías; afirma la verdad de su resurrección, la necesidad de la
penitencia y del bautismo, y en pocas palabras, muy sencillas y comunes; es decir,
que catequiza.
¿Hace san Pablo otra cosa cuando habla ante el procónsul Félix? En situación de
reo ante él, hace temblar al juez: tremefactus Felix. ¿Qué le dijo? Le declara la
obligación de la castidad, la verdad del juicio de Dios, y la necesidad de rendir cuenta
de su vida. Es decir, que catequiza.
Miremos a este mismo apóstol en medio del Areópago. Allí, expuesto en la villa
que pasa por ser la madre de las ciencias y la academia de las mejores mentes; todo el
mundo sabe que Atenas era la cuna y el lugar de cita de todos los grandes filósofos y
de todos los célebres oradores, el teatro de las hermosas obras de la inteligencia y de
la elocuencia. Allí, digo, el Apóstol de las Naciones aparece ante el más augusto
senado de Grecia, y pretende confundir o convertir a sus magistrados, a todas las
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 33

gentes distinguidas por su mérito o reputación, a todas las gentes con espíritu
adornado con las letras o cultivado con las ciencias. ¿Estudia lo que va a decir?
¿Prepara las pruebas de lo que va a avanzar? ¿Busca en la pureza del lenguaje, en la
elegancia del razonamiento, en la gracia de la palabra, las armas victoriosas en favor
de la verdad? No; él creería hacer ofensa al Espíritu de Dios que debe hablar en él y
producir el fruto de la cruz de Jesucristo: Non in persuabilibus humanae sapientiae
verbis, etc.
Él se abandona a los movimientos del Espíritu Santo y dice cuanto el Espíritu
Santo le inspira. Examinad lo que dice delante del más augusto y sabio tribunal del
mundo. Anuncia a los griegos el Dios desconocido que adoran sin saberlo; los
instruye sobre su unidad, su omnipotencia, su inmensidad, su Providencia, su
espiritualidad, sobre el juicio final y sobre la resurrección de los muertos. Y esto en
tan pocas palabras, que no se pueden decir menos; es decir, que les imparte un
catecismo, cuyo fruto es la conversión de san Dionisio Areopagita y de otros muchos.
Este gran Apóstol hace profesión él mismo de hablar sin artificio, con sencillez y
sin ninguna complejidad de discursos. «En cuanto a mí, hermanos míos (I Cor, 2, 1
ss), cuando he venido a vosotros para anunciar el Evangelio de Jesucristo, no he
venido con discursos altisonantes de elocuencia y de sabiduría humana. Pues no he
hecho profesión de conocer otra cosa entre vosotros que a Jesucristo, y Jesucristo
crucificado. Y mientras he estado entre vosotros, siempre he estado en situación de
debilidad, de temor y de temblor. Al hablaros no he empleado los discursos
persuasivos de la sabiduría humana, sino los efectos sensibles del espíritu y de la
virtud de Dios; para que vuestra fe no se fundamente sobre la sabiduría de los
hombres, sino sobre la potencia de Dios... Nosotros no hemos recibido el espíritu del
mundo, sino el espíritu de Dios; para que conozcamos los dones que Dios nos ha
dado. Y nosotros los enseñamos, no con los discursos que enseña la sabiduría
humana, sino con los que enseña el espíritu, tratando espiritualmente las cosas
espirituales».
Siendo, pues, el único objetivo de este gran Apóstol enseñar a Jesucristo y su di-
<15>
vina doctrina, se aplicaba a hacerlo sin artificio, sin pompa, sin complejidad de
discurso. Pues a su parecer, despojarla de su noble sencillez sería alterarla y
corromperla. Con este único designio de instruir bien, esta águila celestial que sabía
elevarse al más alto de los cielos, se esforzaba por bajarse y acomodarse al alcance de
los que tenía que enseñar. «Hermanos míos, continúa diciendo a los Corintios (3, 1 ss)
tampoco he podido hablaros como a hombres espirituales, sino como a personas
todavía carnales, como a niños en Jesucristo. Os he alimentado sólo con leche y no
con alimentos sólidos, pues todavía no erais capaces».
«Hijos míos, por quienes siento de nuevo dolores de parto, escribe a los Gálatas
(4, 19-20) hasta que Jesucristo sea formado en vosotros, quisiera ahora estar con
vosotros para diversificar mis palabras según vuestras necesidades; pues me
34 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

preocupa cómo debo hablaros». Nos hemos mostrado en medio de vosotros, dice a
los Tesalonicenses (12, 17) como a niños, y teniendo su lenguaje, como una nodriza
que cuida de sus niños. De este modo, este gran maestro de la sabiduría y de la
perfección cristiana, sabiendo hacerse enfermo con los enfermos, como explica él
mismo (1 Cor 9, 21) para ganarlos a Jesucristo, utilizaba sólo un lenguaje sencillo y
familiar para enseñar la doctrina cristiana, y por lo mismo hacía más catecismos que
predicaciones.
La Iglesia en los primeros siglos sólo tenía maestros semejantes a los Apóstoles.
Los catequistas eran sus doctores; y todos los obispos eran sus catequistas. Esta
divina función de enseñar la doctrina cristiana de manera sencilla, popular y familiar,
a ejemplo de Aquel que es su autor, era la que los obispos habían recibido de los
Apóstoles, de los que se sentían émulos, y la consideraban como unida a su cualidad
de padre y de pastor. Y sin embargo, no iba unida ni a su carácter, ni a su dignidad, ni
al sacerdocio, ni a las órdenes sagradas, ni siquiera a las que se llaman menores,
puesto que simples laicos, e incluso mujeres, la podían ejercer, a ejemplo de Prisca y
Aquila. Pues todos los padrinos y madrinas se encargaban de hacer este oficio con
aquellos que habían sostenido en las fuentes bautismales. Con todo, estos primeros
sucesores de los discípulos de Jesucristo hacían de ella su deber capital; y si en lo
sucesivo se descargaban de ella sobre otros, a medida que crecía el número de fieles,
sólo escogían para tan noble empleo a los hombres más importantes y más sabios de
sus iglesias.

8. Los obispos eran, en los primeros siglos, los catequistas de la Iglesia


Este encargo era dado a los Partenas, a los Orígenes, a los Clementes de Alejandría,
y a otros doctores semejantes, que son el honor de los primeros siglos. Destinados a la
instrucción de los catecúmenos, consideraban un mérito consagrar sus mejores horas
a impartir catecismos y a enseñar la doctrina cristiana de manera sencilla y familiar.
Los catecismos de san Cirilo de Jerusalén y de algunos otros Padres han llegado hasta
nosotros. Se los encuentra en las obras de san Agustín, con el nombre de explicación
del Símbolo para los catecúmenos. Este sublime doctor, consideraba incluso un
placer elaborar Reglas y un Método para cumplir bien este empleo, a petición de
Rogaciano, diácono de Cartago, encargado de esta función. Este libro lleva en su
título la materia que trata, pues se titula La manera de catequizar a los ignorantes.
Si en lo sucesivo se descuidó esta augusta función, es que fue abandonada por
<16>
los ministros de los altares, que creyeron que debían preferir a ella otras más
brillantes y más gustosas para el amor propio. La Iglesia se ha lamentado siempre de
ello; en ello ha tenido el infierno motivo de regocijo; y con ello la salvación de las
almas ha sufrido grandes perjuicios.
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 35

Utinam illud attendant qui student magis alta quam apta dicere, facient apud
infirmas intelligentias miraculum sui, nos ipsorum salutem operantis. Erubescunt
humilia et plana docere, ne sola haec scisse videantur. Erubescunt ubera habere,
lactare parvulos. Quid istud est? Ideo ne consedisti in medio... in scientiam jactes, an
ut teneram subditorum lactes infantiam. (Gilbertus de Hollandia abbas, in cantica
Serm. 27 num. 2, initio apud S. Bernardum, tom. 5).
Esta negligencia ha producido en los cristianos una ignorancia tan deplorable de la
religión, que la mayor parte de ellos sólo tienen el nombre, y viven como paganos.
Este descuido ha favorecido las herejías de los últimos siglos y ha proporcionado a
los novadores un fondo inagotable de ataques y de injurias contra los eclesiásticos,
algunos de los cuales pasan su vida en la ociosidad y en la molicie, y otros en el
ejercicio de actividades más brillantes, pero menos necesarias que la de enseñar la
doctrina cristiana. En una palabra, esta negligencia de evangelizar a los pobres y de
catequizar a los niños es una de las mayores llagas de la Iglesia; y para poner remedio
a ello, en estos últimos tiempos, los hombres más grandes han tenido tan a pechos los
centros de las escuelas de caridad y los Institutos de Maestros y de Maestras,
adecuados para sostenerlas, como se dirá luego. Tocados por la desgraciada suerte de
tantos niños cristianos abandonados a la funesta ignorancia del cristianismo, han
buscado el modo eficaz de hacerlos instruir y de procurarles una educación cristiana;
y no han encontrado nada mejor que las Escuelas Cristianas y Gratuitas. Allí donde
existen, ya no se puede decir que la sed pega la lengua de los niños al pecho, ni que
los parvulitos pedían pan sin encontrar a nadie que se lo diese. Adhaesit lingua
lactantis ad palatum ejus in siti: parvuli petierunt panem, et non erat qui frangeret eis
(Tren. 4, v. 4). En fin, estos hombres iluminados con las luces de lo alto, encontraban
en la doctrina cristiana prerrogativas y ventajas inapreciables, que les granjeaban la
mayor estima y les inspiraban un celo siempre nuevo para los catecismos. Detengámonos
aquí un poco para reflexionar sobre ello.
Non est in ornatis sermonibus... insistendum, ad quod etiam Hieronimi doctrinae
inducimur, dicentis sermo rudis usque ad cor penetrat, politus autem pascit aures. (Sanctus
Bonav. in proemio meditationum vitae Christi, longe post medium).
Aun cuando la doctrina cristiana no fuera tan necesaria para la salvación como lo
es, y aun cuando no debiera su origen al Hijo de Dios, tiene ventajas tan preciosas y
admirables por encima de todas las demás, que es extraño que esté tan descuidada
entre aquellos que hacen profesión de ella; que unos no se apliquen más a aprenderla
y que los otros no sean más diligentes para enseñarla.
Despojémosla por un momento de estas características divinas que la hacen
participar de la infinita excelencia de su Autor. Supongamos por un instante que es
indiferente y arbitrario el conocerla, y que se puede ignorar sin peligro para la
salvación eterna. Comparándola con todas las demás doctrinas que tienen maestros y
discípulos entre los hombres, ella les es tan superior y tiene ventajas tan grandes sobre
ellas, que incluso el solo sentido común dicta que merece tanto nuestra estima y
nuestro estudio como las otras merecen nuestro olvido o nuestro menosprecio.
36 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Contemporemus... sermonem pro parvulis non magnopere pensantes rudia et


vulgare verba, si opus est balbutire more nutricum et matrum bleso ore sermonem
cum parvulis dimidiantium dummodo sic intelligatur illud quod dicere voluimus satis
est. (Gerson. Lo. cit. pro. log. circa medium).
En efecto, la doctrina cristiana es infinitamente noble y sublime, santa y perfecta,
segura y consoladora, corta, clara, inteligible, fácil de entender y por lo mismo al
alcance de todo el mundo, preciosa y rara, y en fin, interesante.
¡Qué noble y sublime es en su objeto, en su fin, en su substancia y en todo lo que
contiene! En ella, por cualquier lado que se la mire, no se muestra nada de humano,
nada de imperfecto, nada de defectuoso ni nada de inútil.
Cuanto más se la examine, tanto más se hace admirar, y más parece lo que es, digna
de Dios y digna del hombre. Está a salvo de las discusiones y de
<17>
la crítica de los más rígidos censores. Es tan justa, tan precisa, tan comedida, que en
ella nada se puede corregir, nada perfeccionar, nada añadir, ni nada suprimir sin
quitarle su belleza o empañar su pureza.
Elevada por encima de todo lo que es caduco y pasajero, sólo muestra objetos
eternos, sólo lleva a Dios, y sólo habla de lo que conduce a Él. Todo cuanto está por
debajo de Dios lo deja en el olvido, inspira el menosprecio hacia ello, y sólo lo
muestra al corazón humano como indigno de él.

IV. Prueba de la importancia de los Institutos de Maestros y Maestras


de las Escuelas Cristianas, sacada de las ventajas inestimables
y de las prerrogativas de la doctrina cristiana
1.a prerrogativa de la doctrina cristiana: su nobleza
Ella no instruye a sus discípulos sobre el curso del sol y de la luna, ni sobre los
planetas y sus influencias, ni sobre lo que ocurre en la región superior o en el
firmamento. Tampoco imparte sus lecciones sobre los elementos y sus causas físicas,
ni sobre la tierra y todos sus productos, ni sobre los animales, su naturaleza, sus
propiedades y sus instintos; ni sobre el mar, ni sobre el origen de los vientos y de las
tempestades; ni sobre el arte de navegar y de pasear con seguridad sobre esta vasta
extensión de aguas que ocultan tantos escollos. Ni presenta sus instrucciones sobre
los números y los cálculos, ni sobre los pesos y medidas, ni sobre la mecánica y todas
las demás artes tan estimadas en el mundo; en una palabra, nada de Astrología, de
Geometría, de Matemáticas, de Dialéctica, de Física y de las otras partes de la Filosofía,
de la Jurisprudencia, de la Política, de la Medicina, de la Marina y de la Navegación,
de la Agricultura, de la Pintura o de la Escultura; nada, en fin, de todas las demás
ciencias humanas ni de las Artes liberales y mecánicas, forma parte de la doctrina
cristiana. De esa forma ella libera al espíritu de todas las búsquedas curiosas, de todas
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 37

las incomodidades del estudio y de todas las dificultades de una intensa aplicación.
Ella no propone al hombre sino la ciencia de la salvación. No le habla sino de Dios, de
sus obras, de sus perfecciones, de sus beneficios, de sus amenazas, de sus misterios,
de sus sacramentos, de sus preceptos, de sus consejos, de sus máximas, de su culto, de lo
que es Dios respecto del hombre, y de lo que el hombre es respecto de Dios; de lo que
Dios ha hecho por el hombre, y de lo que el hombre debe a Dios; de lo que el hombre
es para sí mismo y en su primer origen; de lo que ha llegado a ser por el pecado; de su
reparación por Jesucristo; y en fin, de todo lo que puede hacer al hombre santo en esta
vida y feliz en la otra.
¿Pero cómo habla de cosas tan sublimes la doctrina cristiana? Con una medida, con
una exactitud, con una sabiduría y con una claridad perfectas. Todo lo que enseña
sobre Dios es grande, divino y digno de Dios. ¡Qué luminoso día ha traído ella al
mundo acerca de las verdades que los más sabios filósofos de la Antigüedad habían
examinado y estudiado con tan poco éxito que las habían confundido, obscurecido y
denigrado con tantas clases de sistemas monstruosos y de puerilidades absurdas!
¡Qué bien nos muestra la doctrina cristiana un Dios digno de nuestro corazón,
digno de nuestro culto, de nuestro servicio y de todo nuestro amor, cuando nos lo
presenta como nuestro soberano Señor, como nuestro primer principio y último fin,
como nuestro Padre y nuestro universal y único Bienhechor!
¡Qué bien nos descubre la religión cristiana un Dios digno de Dios y de ser Dios, si
es que puedo hablar así! La idea que nos da de Él es conforme con lo que Él es, con lo
que debe ser y con lo que puede ser; conforme con lo que la pura razón nos dice, y
también la idea innata impresa en el fondo de nuestra naturaleza, cuando nos enseña
que es el Creador de todas las cosas, del cielo y de la tierra, de los ángeles y de los
hombres y de todo lo que es
<18>
visible e invisible. ¡Qué bien nos manifiesta un Dios digno de nuestros homenajes y
de nuestras adoraciones, el sólo digno de ser temido, servido, honrado y amado,
cuando nos enseña que está en todas partes, que todo lo ve, que todo lo oye, que
dispone todas las cosas, que gobierna el mundo, que nada se hace en él si no es por
orden suya, que llena todo el universo sin estar encerrado en él, que es todopoderoso,
que puede aniquilar el universo con la misma facilidad que lo ha producido, o
producir un millón de otros; que ha sepultado los infiernos para que sean la prisión de
su justicia y para suplicio de los malvados; que ha concentrado en el Paraíso cuanto
puede contribuir a la felicidad de los buenos, y que Él mismo constituye su felicidad!
¡Qué bien nos revela la doctrina cristiana un Dios conforme a los anhelos del
corazón, cuando nos descubre en Él todas las perfecciones imaginables, sin defecto
alguno, y en grado infinito! ¡Cuán consoladora es cuando nos enseña que Él no es
menos bueno que poderoso; que es tan misericordioso como justo; que toda su
felicidad consiste en hacer el bien, y que su hermosura y su amabilidad son tan
38 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

grandes que cautivan necesariamente el corazón de cuantos han tenido la dicha de


verlo, sin que sea posible verlo sin amarlo, o poseerlo sin ser feliz!
Quien conoce esto y el resto de la doctrina cristiana sabe todo lo que debe saber:
todo lo que tiene interés, y un interés infinito, en saber. Quien conoce esta doctrina
sabe lo que las mayores joyas de la antigüedad pagana no supieron; lo que los
Platones, los Aristóteles, los Zenones, los Diógenes, los Demóstenes, los Cicerones,
los Alejandros y los Césares no supieron. Si ellos conocieron algo de ello, lo
conocieron sólo muy imperfectamente y mezclado con numerosas fantasías y errores.
Quien conoce esta doctrina sabe lo que las más expertas personas entre los chinos,
entre los japoneses, entre los indios, entre los musulmanes y entre las demás naciones
infieles ignoran todavía hoy, para vergüenza de su razón y con gran detrimento de su
salvación.
La doctrina cristiana, en efecto, es la única que nos da un elevado conocimiento de
Dios, de su Providencia, de sus perfecciones, de sus obras, de sus beneficios, de sus
promesas, de sus amenazas, de sus designios sobre los hombres, del fin último, de la
creación, de la naturaleza inteligente y de todo lo que tenemos que saber.
¿Cuál es la doctrina de los filósofos y de los más sabios del mundo sobre estos
puntos? Un entramado de sueños, de errores, de impertinencias y de extravagancias.
Jamás han conocido bien a Dios, ni la unidad, ni la simplicidad, ni la espiritualidad de
su Ser; ni la inmensidad, ni la inmutabilidad, ni la eternidad, ni las demás
perfecciones de su esencia. Si han hablado de Él, casi todos lo han hecho como
ignorantes e insensatos. Ni tampoco han conocido mejor el fin del hombre, ni en qué
consiste su bienaventuranza, ni el origen de las miserias de la vida y de la corrupción
del corazón humano. En una palabra, que han sabido una infinidad de cosas
superfluas, inútiles o extrañas para la salvación, y han ignorado todo lo que les
interesaba saber. Eso es lo que los doctores de la Iglesia les han reprochado; con ello
han confundido su orgullo; por ello han prohibido sus estudios. Lo que tantos
filósofos entre los paganos ignoran y han ignorado es en qué consiste la soberana
felicidad del hombre. Una sencilla mujer instruida en la doctrina cristiana sí lo sabe.
Varrón, en la relación de san Agustín en La Ciudad de Dios, recopila más de
doscientas opiniones diferentes de los filósofos sobre este tema, sin que ninguno, con
toda su inteligencia y perspicacia, haya podido llegar
<19>
a conocer claramente una verdad que la fe enseña y que la simple recta razón hace
sentir: que sólo Dios puede constituir la bienaventuranza del hombre.
Una pobre mujer bien instruida en la doctrina cristiana sabe que hay un solo Dios,
que Dios es espíritu puro, eterno, inmutable, inmenso, que está en todas partes, que
todo lo ve, todopoderoso e infinitamente perfecto; que existe una Providencia, un
Juez soberano del bien y del mal; que castiga a uno y que recompensa a otro.
Verdades sensibles y claras, que han sido ignoradas o desconocidas de las más
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 39

preclaras mentes de la antigüedad pagana, y que todavía no son conocidas por los
chinos y por otros pueblos idólatras llenos de inteligencia y de luces.
Un pobre campesino bien instruido en la doctrina cristiana sabe que en Dios hay
tres personas, distintas entre ellas e iguales en todo; que Dios es el Creador del cielo y
de la tierra, que ha sacado todo de la nada, que ha dado el ser a un infinito número de
ángeles, que Adán y Eva fueron nuestros primeros padres, que fue su pecado lo que
perdió al género humano, que Jesucristo se encarnó para rescatarlo, etc.
Verdades esenciales para la salvación, que sólo la doctrina cristiana enseña, y que
es infinitamente necesario saber. Pues bien, si es importante conocerla, no lo es
menos el enseñarla; pues lo uno depende de lo otro. Fides, ex auditu, et quomodo
credent sine prædicante. (La fe entra en el alma por el oído). No puede someter a su
dominio la razón del hombre si no se le enseña lo que debe creer.
La necesidad de enseñarla se mide por la necesidad de conocerla.
La Institución de las Escuelas Cristianas es, pues, de la mayor importancia, ya que
ser instruido en estas verdades conlleva una consecuencia infinita.
En fin, examínese la doctrina cristiana en todos los demás puntos; pues aunque
sería demasiado largo extenderse sobre todo, no se encontraría ni uno solo que
presente para creer algo rastrero, pueril, indiferente o inútil, y que no sea noble en
todos sus aspectos, que no esté elevado por encima de todo lo humano, que no haga
honor al cristiano, y que no sea digno del Ser soberano.

2.a prerrogativa de la doctrina cristiana: su sublimidad


La doctrina cristiana no es menos sublime en todas sus partes que noble es en su
naturaleza. Si por un lado, no hay en ella nada que contradiga a la razón recta y
esclarecida, por el otro, todo está por encima de ella, con excepción de un Decálogo
que pertenece a la ley natural, y que es renovado, explicado y llevado a su perfección
en el Evangelio. Lo extraño y lo que causa maravilla es que esta sublimidad
concuerda con la mayor simplicidad. Nada más sencillo ni nada más sublime que la
doctrina evangélica. En esto se parece a su Autor, que a la vez tiene una esencia
sumamente simple y perfecciones sin límites.
En esto es incluso bien diferente de la doctrina de los hombres y de los sistemas
religiosos que son de invención, ya de los filósofos, ya de los judíos, ya de Mahoma,
ya de los herejes o de otras mentes curiosas. Éstos, cuando quieren elevarse, se
alargan y extienden en sutilezas imaginarias, donde nadie puede encontrarlas. Si no
se entienden a sí mismos, ¿cómo se les podría entender? Pomposas ficciones,
escaparates de discursos y sutilezas de metafísica, dejan sentir que no han podido
captar lo sublime de la verdad pura y simple. Lo que deben a Mahoma y a los
primeros herejes, a los judíos posteriores a Jesucristo y a los antiguos filósofos, tiene
un aire de fábula y de sistema inventado, y la insipidez de una doctrina sosa, pueril y
ridícula. Al contrario,
40 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

<20>
¿qué cosa más sublime que todos los misterios de la religión? Éstos sorprenden y
captan. Y mientras se manifiestan como incomprensibles, llevan patente de garantía
en los motivos de credibilidad, que obligan a cualquier mente razonable a someterse
al yugo de la fe.
La unidad de Dios en tres personas, la igualdad perfecta de estas divinas personas
entre ellas, su eternidad, su inmensidad y todas sus demás perfecciones; la creación
del cielo y de la tierra; la Encarnación del Verbo y todos sus misterios; el pecado
original y sus consecuencias; la eternidad de las penas o de las recompensas, son
verdades que la mente no comprende, pero que, sin embargo, la aseguran cuando las
cree, y que detienen sus incertidumbres, sus inconstancias, sus extravíos, sus
ligerezas y sus cambios; y lo que es aún más, que llenan su corazón y sus deseos,
centrándolo sobre objetos invisibles, es verdad, pero superiores a todos los demás, y
dignos de él, dignos de su culto, y de todas sus inclinaciones.
En esto se deja sentir lo sublime de la doctrina cristiana; pues sin ofrecer nada
evidente a la mente, o que caiga bajo los sentidos, no propone nada que no sea muy
digno de creerse; nada que no dé descanso a la mente y al corazón cuando se adhieren
a ella; nada que no lleve el gusto, el sentimiento y una especie de experiencia de la
verdad a aquellos cuya fe es sencilla y viva.
¿Qué cosa más sublime que la moral evangélica? Por muy mortificante que sea
para la carne, por muy amarga que la encuentre la naturaleza, a pesar de las
contradicciones que el hombre viejo suscita en él, la mente y la razón concuerdan en
su necesidad, en su belleza, en su santidad, en sus dulzuras, incluso, desde esta vida,
para aquellos que la observan a la letra.
Esta moral, tan nueva para todos aquellos que nunca la han oído, aparece desde
muy antiguo en el corazón, cuando se le pregunta qué le inspiran la sana razón y el
resto de rectitud que el pecado no ha borrado totalmente; pues, en último término, a
pesar de sus repugnancias, siente que la mortificación es el remedio universal, único y
eficaz de todos sus males. Cuanto más violentas son estas pasiones, mejor ve, si abre
los ojos, que es necesario o combatirlas o llevar la vida de las bestias. Cuanto más
siente el ardor de la concupiscencia y la actividad para el mal, mejor lee en sí mismo
que el único medio de no sofocarse en todos los vicios de la carne y en un diluvio de
crímenes, es hacerse gran violencia; y que dejando de ser cristiano, se deja de ser
hombre razonable.
La moral cristiana está tan elevada por encima de la de los sabios del mundo, como
el cielo lo está por encima de la tierra. En la de los más célebres filósofos, no se
encuentra nada tan elevado, nada tan conveniente al hombre, tan conforme con la
razón, tan mesurado en sus necesidades, tan ajustado a su naturaleza y tan necesario
en la práctica. Todos los rasgos de moral que se admiran en Platón, en Séneca, en
Epicteto, sólo son rasgos toscos de la de Jesucristo. En la doctrina de estos hombres
tan ponderados no hay nada soportable, sino lo que puede tener relación con la de
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 41

Jesucristo. Ésta, bien diferente de la mayor parte de las suyas, no es ni quimérica ni


especulativa, sino plenamente práctica. Es una doctrina que reforma todos los
sistemas de moral de los filósofos, de los fariseos y de los sabios, entre los judíos y
entre los paganos. Tan sólo el precepto de la doble caridad practicada según el
Evangelio, sobrepasa a todas las ideas de los hombres, y basta por sí mismo para
arreglar las costumbres, para gobernar las ciudades, para mantener en ellas una paz
eterna, fundada sobre la concordia y sobre la unión de los corazones. En una palabra,
basta para hacer deliciosa a la sociedad y felices a los pueblos y a los Estados.
<21>
Los hombres no son hombres cuando no son verdaderos cristianos, y se parecen a
demonios o a bestias crueles. El orgullo, la ambición, la envidia, la cólera, el odio, la
venganza y los demás vicios espirituales hacen de ellos imágenes vivas del diablo,
cuando la codicia, la avaricia, la impureza, la intemperancia, la sensualidad y las
demás pasiones brutales hacen de ellos carneros, puercos, osos, tigres y leones.
Donde no hay cristianismo existe poco de humanidad, de buena fe, de caridad, de
amistad sincera y de generosidad. La injusticia, la violencia, el furor, la crueldad, la
perfidia y todos los crímenes reinan donde la fe de Jesucristo no ha sido llevada. Si
estos desórdenes no dejan tampoco de oírse, ni dejan de ser raros entre los cristianos,
es que entre los cristianos existe hoy muy poco cristianismo; y porque entre una
multitud de gente que lleva este nombre respetable, es difícil encontrar algunos que la
honren con su vida.
Pero imaginemos cristianos tales como eran los primeros cristianos, que vivan
según el Evangelio, y que no hagan ninguna oposición entre sus creencias y sus
costumbres, y veréis reinar la humildad entre ellos, la dulzura, la cordialidad, la buena
fe, la honradez, la bondad y la caridad. Ni siquiera se permite que los vicios se
manifiesten entre ellos. La ley de Dios es la ley de su corazón y la única regla de
sus pensamientos, de sus sentimientos y de sus inclinaciones, lo mismo que de sus
acciones.
Supongamos, lo que tantas veces ha ocurrido en honra de la doctrina cristiana, que
sea predicada entre los bárbaros y que aquellos de entre ellos que la reciban
conformen con ella su conducta.
En seguida veréis hombres que dejan de ser lo que eran, y que cambian de
costumbres al cambiar de creencia. Veréis que hombres sanguinarios, que sólo
respiraban sangre y matanzas, se convierten en humanos, dulces, pacíficos, honrados
y caritativos. Veréis que hombres sensuales, libertinos, avaros, impúdicos y
entregados a los deleites de la carne, se hacen castos, comprensivos, dadivosos,
penitentes y mortificados.
Así es la doctrina cristiana. Hace de quienes la siguen a la letra hombres
razonables; luego, verdaderos cristianos, y, al final, ángeles. Ella lleva la paz a los
Estados, la concordia a las ciudades, la cordialidad a las familias, la honestidad y la
simplicidad a las conversaciones, la buena fe a la sociedad, la dulzura a los corazones,
42 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

la humildad a los sentimientos, la inocencia a las acciones, la piedad a los ejercicios


de religión, el desprecio de sí mismo, el desasimiento de todas las cosas y una
dedicación total a Dios. Donde no se encuentra esto, no se practica la moral cristiana.
¿Qué hay de más sublime que sus promesas? No ofrece nada presente, perecedero,
pasajero o caduco; nada que halague la carne y los sentidos; nada que satisfaga a la
naturaleza. Al contrario, prohíbe al corazón apegarse a todo lo que es del mundo, y
hace una ley del no desear más que los bienes invisibles.
¡Cuán grandes son estos bienes invisibles! No dejan nada que lamentar, envidiar,
ni desear a quienes los poseen. La misma fe que trata de borrar del corazón todas las
criaturas, le promete el gozo del Creador, del bien soberano, del bien universal,
infinito y que es fuente de todos los demás bienes. Además promete, desde esta vida,
el céntuplo, y se encuentra en la práctica de la más perfecta mortificación. La gracia
sabe también sacar tesoros espirituales del fondo de la pobreza. Sabe hacer gustar
delicias santas al corazón puro y desasido, y que encuentre una vida nueva en la
muerte de sí mismo. Por ahí se ve cuán santa es.
<22>
3.a prerrogativa de la doctrina cristiana: su santidad
Sométanse a examen todas las partes de la doctrina cristiana, todos los artículos y
sus máximas, y no se encontrará ni uno que el más severo censor, si es ecuánime, no
se vea forzado a reconocer su santidad. Ahora bien, ése es un examen que la doctrina
de los sabios, de los filósofos, de los escribas y fariseos, y de Mahoma, no puede
superar sin ser confundida, acusada y condenada, en varios jefes, como fantasía,
extravagancia e impiedad.
¿Qué ley enseña a tributar con tanta exactitud, a Dios y al prójimo, lo que les es
debido? ¿Qué ley ha hablado con más dignidad de los deberes de la criatura para con
su creador; ha exigido al hombre más servicios para su soberano Señor; ha prescrito
deberes más sinceros, más interiores, más universales, más precisos, más absolutos,
más indispensables hacia su primer principio y su último fin; ha sabido someterse y
apegar el corazón humano a Dios con los más fuertes e indisolubles lazos?
¿Qué hay en el hombre que el Evangelio no se lo pida para Dios? No hay nada que
exceptúe y que no le obligue, en ocasiones, a hacer, a sacrificar o a sufrir por Dios.
Nada que le permita poner en oposición o en comparación con lo que es debido a
Dios. Bienes, honores, placeres, amigos, padres y vida. El Evangelio obliga a inmolar
todo a Dios cuando él lo pide. No deja ni siquiera al corazón el uso arbitrario de uno
solo de sus afectos. No hay ni uno que la ley cristiana no reivindique para Dios. Lleva
tan lejos la obligación de amar a Dios, que quiere que se le ame con todo su corazón,
con toda su alma, con toda su mente y con todas sus fuerzas. No se contenta con que
se ame a Dios por encima de todas las cosas; pide que se ame sólo a Él, y a todo lo
demás en Él y por Él. De ahí las otras obligaciones que impone de renunciarse a sí
mismo, de aborrecer el mundo, de velar sobre todos sus sentidos y sobre todos los
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 43

movimientos del corazón, de prohibirse hasta la sombra de pecado, de condenarlo


incluso en el pensamiento y en el deseo y sofocarlo desde que surge, de orar siempre,
de actuar sólo por intenciones puras, de referir a Dios todas las acciones, de poner en
sus manos el cuidado de lo que nos es necesario, de someterse a las más
desagradables órdenes de la Providencia, y de aceptar de buen grado la muerte y todas
sus circunstancias.
¿Hay otra ley distinta de la cristiana que imponga al hombre el deber de amar a su
prójimo como a sí mismo, sin excepción de personas, de tiempo, de circunstancias y
de razones en contra? Esta ley enseña a honrar a Dios en su imagen, a respetar a
nuestros hermanos como los hijos de Dios, como los miembros de Jesucristo y los
templos del Espíritu Santo. Quiere que se les trate con tanto honor y caridad que no es
permitido airarse contra ellos, decirles una palabra dura, devolverles injuria por
injuria, hacerles mal por mal, concebir el mínimo deseo de venganza, o señalar el
menor recuerdo de las injurias. Manda asistirlos en sus necesidades, aliviarlos en sus
miserias y procurarles, en la ocasión, todos los servicios que inspira la caridad. ¿Qué
otra ley distinta de la cristiana exige para los mayores enemigos el amor del corazón,
el perdón y el olvido sincero de las ofensas, y manda ex profeso decir bien de ellos y
orar por quienes son sus autores?
¿Hay otro legislador que no sea Jesucristo que pida a sus súbditos temerle sólo a él,
no aborrecer sino a sí mismo y al pecado, crucificar su carne, combatir sus pasiones,
apreciar la soledad, la pobreza, la humillación, los sufrimientos y las cruces,
sacrificar la propia voluntad, amar la vida escondida, cultivar
<23>
su interior, retirarse en sí mismo y conversar con Dios en cuanto la debilidad humana
lo permite?
Si deseáis hacer brillar la santidad de la doctrina cristiana, haciendo que se
manifiesten el ridículo o las impiedades de las otras, comparad todas las demás leyes,
todas las demás doctrinas, todas las demás religiones con la cristiana. En una palabra,
entre los cristianos se encuentran santos. Lo serían todos si siguieran el Evangelio; y
sólo se les encuentra entre los cristianos. Y no los hay en ninguna otra parte.
Los judíos todavía tienen fariseos, los musulmanes aún tienen hipócritas, los
idólatras tienen personas que aparentan imagen de bien; pero inútilmente buscaríais,
en unos y en otros, hombres interiores, verdaderamente mortificados y muertos a sí
mismos, sinceramente humildes y amigos del desprecio y del olvido, ávidos de la
cruz y de los sufrimientos, interiores y unidos a Dios; personas llenas de Jesucristo y
semejantes a él, sólo se encuentran en el cristianismo. Sólo la religión los da a luz
y los produce.
44 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

4.a prerrogativa de la doctrina cristiana: es segura y consoladora


Otra prerrogativa de la doctrina cristiana consiste en que es segura, y que da una
seguridad perfecta durante la vida y la muerte. No se arriesga nada por creerla y
seguirla; y se arriesga todo al rehusarla el homenaje de la mente y del corazón.
Miradla en todos sus puntos, en su esencia, en sus consecuencias y en sus resultados;
no presenta nada que se haya de creer y obrar que repugne a la razón, o a la
conciencia; nada que no esté apoyado en fundamentos sólidos e inquebrantables.
Cualquier otra religión distinta de la de Jesucristo es evidentemente falsa, absurda,
ridícula e impía. En efecto, en general sólo hay cuatro religiones dominantes en el
mundo: la judía, la idolátrica, la musulmana y la cristiana. Pues bien, las tres primeras
llevan en su frente los caracteres de su reprobación. Hoy la de los judíos es el oprobio
de su nación; pues sólo es un entramado de fábulas, de absurdos, de fantasías y de
extravagancias pueriles y groseras. La de los idólatras es la deshonra de la razón y la
prueba sensible de la ceguera del hombre por el pecado; pues su culto y sus prácticas
son tan ofensivas al sentido común como a la divinidad. La de Mahoma se parece a su
autor: es completamente carnal y grosera. El Corán es sólo un conjunto de cuentos y
fábulas que un hombre de recto sentido ni siquiera tiene paciencia para leer. La
crueldad, la inhumanidad, la injusticia, el bandidaje, la avaricia y la impureza de
quienes son engañados por él, indican que el mismo Mahoma ha estado y ha sido
instruido en la escuela de Satanás. Las recompensas que promete a quienes
atormentan y matan a los cristianos, permiten mirarle como a uno de los precursores
del Anticristo. El paraíso que da como recompensa a sus seguidores, sólo merece el
olvido eterno y constituye el horror de las almas puras. En efecto, las voluptuosidades
que la religión cristiana prohíbe y condena incluso en el pensamiento, y que considera
como un crimen cuando es voluntario, son las que el impío propone como recompensas
eternas, que han de esperar, a hombres tan impuros como él.
En la medida en que estas tres clases de doctrinas presentan cuestiones absurdas,
impiedades y precipicios para la razón y para las costumbres, la cristiana se
manifiesta, por el contrario, verdadera, cierta y segura. Si no es evidente, sí es
evidentemente creíble. Fundada sobre la fe, ofrece para creer misterios incomprensibles y
verdades sublimes; pero fundadas en pruebas tan ciertas de su verdad, que toda mente
razonable está obligada a abrazarla, a confesar que merece toda confianza, que es la
única digna de nuestra fe, y que no existe ningún peligro, sino al contrario, toda
seguridad, en creerla y en seguirla.
<24>
Esta doctrina, en efecto, concuerda admirablemente con la de Moisés y los
Profetas, y con la que está innata en nuestras almas; quiero decir con la ley natural y
con las luces de la sana razón que el vicio, la pasión y los prejuicios no hayan
estropeado enteramente. En ella nada se desmiente, nada se contradice, nada es pequeño
o inútil, nada es débil o indiferente, nada es vil o rastrero. Todo en ella es consistente,
todo es grande, todo es sublime, perfecto y digno de Dios. Lo que tiene de admirable
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 45

esta doctrina es que sólo gusta, se ve su hermosura, y se sienten sus ventajas, a medida
que se la practica.
Observada a la letra por una infinidad de santos de uno y otro sexo, en todos los
lugares y en todos los tiempos, en todas las épocas y en todas las condiciones, ella
demuestra que, por muy austera, sublime, difícil y perfecta que parezca, es
practicable, y que la gracia suaviza su peso y austeridad. Este cumplimiento exacto de
la doctrina cristiana por tantas personas, de carácter, educación, genio, países y
gustos diferentes, es la prueba evidente de su verdad; pues muestra que no es una
invención del hombre, ni un sistema elaborado a cabeza fría, ni un plan construido
con artificio y artimaña.
Esta doctrina descubre a la primera mirada que se pone en ella todo lo que estaba
oculto bajo el velo de las figuras de la ley antigua, todo aquello que los filósofos más
esclarecidos habían entrevisto y sentido en la consideración de las miserias de la vida,
de la depravación del corazón humano y de las obras de Dios, y todo lo que había
quedado de verdadero en el espíritu de los hombres.
Esta doctrina no propone nada que no sea muy santo, muy perfecto, muy necesario,
muy interesante, muy sabio y muy razonable; nada que no tienda a la honra, a la
gloria, al culto, al servicio y al amor de Dios; nada que no desemboque en hacer mejor
al hombre, más razonable, más virtuoso y más feliz.
Quien la propone ha dado ejemplo de todo lo que prescribe como más heroico, y ha
dejado en su persona el modelo más perfecto de las virtudes que exige. Él la ha
certificado también por medio de los prodigios más admirables, que sus enemigos
más acérrimos no pudieron desmentir, y la ha rubricado con su sangre y con la de una
infinidad de mártires, que consideraron un placer y una gloria morir por él. Él no ha
enseñado nada que no haya practicado a la letra y con sumo grado de perfección. No
dijo nada que no hubiera hecho; y en esto es bien distinto de los antiguos filósofos y
de los sabios de la tierra, que enseñaron una moral hermosa que ellos no practicaron,
y que pusieron tanta diferencia entre sus lecciones y sus actos.
El autor de esta divina doctrina resucitó después de la muerte, como había
prometido a sus Apóstoles y como lo habían predicho las Escrituras, y por medio de
esta prueba sin réplica, dio a su ley toda la autoridad y el grado de confianza que podía
tener. Nada menos engañoso que esta promesa. Ella es o ciertamente verdadera o
ciertamente falsa. Los Apóstoles y sus discípulos la creyeron tan ciertamente
verdadera, que la sostuvieron frente a aquellos que le habían hecho morir, sin temer ni
sus amenazas ni sus persecuciones; que recorrieron el mundo entero para convencer
de ella; que sufrieron mil tormentos y, al fin, la muerte por dar fe de ella.
Ciertamente ellos no pudieron creer en Jesucristo resucitado sin que efectivamente
lo hubiese sido, habiendo tenido tantos medios para descubrir la verdad, y no
habiendo tenido ningún interés temporal en sostenerlo; al contrario, todos sus
intereses humanos y naturales eran o no creerlo o traicionarlo u ocultarlo.
46 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Jesucristo les había prometido además el don de milagros. Pues bien, ellos
supieron ciertamente
<25>
si contaban con ese poder o si no lo poseían; pues no tenían más que hacer la prueba,
como la hicieron en realidad.
Por otro lado, Jesucristo no pudo comprometer a sus Apóstoles para engañar a los
demás; pues sólo se compromete uno en semejante empeño por la esperanza de algún
bien, honor o placer de este mundo. Pero Jesucristo, a quienes le seguían, sólo les
propuso, para esta vida, penas, persecuciones, sufrimientos y la muerte.
Además, aquellos de quienes Jesucristo se valió para enseñar su doctrina eran
hombres rudos, sin letras, sin poder, sin autoridad; es decir, hombres vulgares, los
menos apropiados para persuadir de ella; con todo, ellos la divulgaron e hicieron que
fuese recibida por toda la tierra; lo cual hace ver el brazo de Dios.
En fin, estos hombres hablan con una sencillez y una rectitud admirables e
inimitables, con peligro incluso de su reputación y de todo amor propio. Les anima el
mismo Espíritu que anima al Maestro. Predican la pobreza, la mortificación, la
penitencia, y las practican. Sus ejemplos inspiran, más eficazmente que sus discursos,
el amor a estas virtudes. Ellos no quieren, ni desean, ni piden nada de las cosas del
mundo. Su vida es más elocuente que su palabra; pues es ella y los milagros que
realizan, los que persuaden de la verdad de la doctrina de su Maestro. Y lo
maravilloso es que todos ellos mueren con gozo para confirmarla, y este espíritu de
sacrificio va tan adelante en el corazón de sus discípulos, que durante tres siglos
enteros toda la tierra enrojece por doquier con la sangre de estos testigos y de estas
víctimas voluntarias de la fe de Jesucristo. Esta doctrina es contradicha, atacada y
perseguida por doquier y, sin embargo, es recibida en todas partes. Y ella hace tantos
santos como fieles observantes encuentra. He ahí algunos de los motivos que la hacen
evidentemente fidedigna, cierta y segura.
Examinemos su sustancia. ¿Qué propone para creer que ponga en peligro el alma?
¿Qué ordena hacer que conlleve peligro para esta vida o para la otra? Creyendo en
ella y cumpliendo todo lo que enseña, seguridad completa; no creyendo en ella o no
cumpliéndola, todo peligro.
¿Hay peligro, o puede haberlo, por creer que Dios es un ser infinito en
perfecciones, soberanamente amable y digno de todos nuestros servicios, que es
espíritu puro, eterno, inmutable, inmenso, todopoderoso, etc.? ¿Hay peligro en creer
todo lo demás que la doctrina cristiana enseña sobre la Providencia, sobre su justicia,
sobre su santidad?
¿Hay algún riesgo en creer que el cielo y la tierra, y todo cuanto contienen, son la
obra del Todopoderoso, que ha creado todo de la nada, que los ángeles le deben el ser,
y reconocen su soberano dominio, y que algunos de ellos han llegado a convertirse,
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 47

por su rebelión, en tristes víctimas de su justicia, mientras que los otros han merecido
su gloria mediante su obediencia y su sumisión?
¿Hay algún riesgo en reconocerle como nuestro salvador, nuestro libertador,
nuestro mediador, nuestro legislador, y nuestro soberano juez, y en buscar en sus
sacramentos los canales de sus gracias y en todos sus misterios, sobre todo en los de
su muerte y pasión, las fuentes de nuestra salvación?
¿Qué se arriesga con someterse a las potencias situadas sobre nuestras cabezas, con
honrar en los príncipes la majestad de Dios, con mantenerse fiel a ellos, y con pagarles
exactamente el tributo, con respetar en sus superiores la autoridad de Dios, con
obedecerles
<26>
como a Jesucristo, con servirles como al mismo Señor, con humillarse delante de
todos los hombres, y con ponerlos, al menos en espíritu, por encima de sí mismo, y
mirarlos como sus superiores? Esta doctrina hace fieles a los súbditos, hace obedientes
y dóciles a los siervos, y a los hijos los hace sumisos y que sean la alegría de sus
padres. Ella pone la paz en el Estado, la seguridad en los súbditos y la dulzura en las
familias; la inobservancia de esta doctrina siembra por doquier la desconfianza,
la sospecha, la inquietud y la turbación, y despierta el orgullo, la rebeldía, la perfidia, la
ingratitud y todos los desórdenes.
¿Qué se arriesga con creer los fines últimos, un juicio particular y universal, un
examen exacto de toda nuestra vida, una rendición de cuentas de todas nuestras
acciones, incluso de los simples deseos y pensamientos, un castigo terrible de los
pecados, y una recompensa magnífica de las buenas obras, un infierno para los malos
y un paraíso para los justos; en un caso, un suplicio sin fin, y en el otro, una dicha
eterna? ¿Qué movimientos pueden operar estas grandes verdades en el corazón que
las cree, que no tiendan a la penitencia, a la conversión, al temor, al temblor, a la
vigilancia, a la oración? Cuando se piensa seriamente en ellas, domina el pavor, y el
temblor se apodera del corazón bien a su pesar, incluso cuando se resiste a creer
estas verdades, como le ocurrió al presidente de Judea, cuando san Pablo le anunció
estas terribles verdades: Tremefactus Felix.
¿Qué hay que temer, pues, por creerlas, si no es llegar a ser mejor, determinarse a
corregir la vida, separarse del mundo, prepararse para presentarse ante el temible
Juez, apagar su cólera, desarmar su justicia, llorar y expiar sus pecados, penar y
trabajar en obrar su salvación, y apresurarse a hacer buenas obras para evitar la
muerte eterna y merecer el cielo?
Y por el contrario, ¿qué no se arriesga si no se cree esta doctrina? Uno se expone a
vivir como ateo, como impío, como libertino; a vivir sin Dios, sin fe, sin religión,
sin conciencia, sin temor y sin esperanza de un futuro; como una bestia o como un
demonio.
¿Qué se arriesga rechazando esta fe? Uno se expone a beber la iniquidad como el
agua, a no reconocer el pecado en absoluto, a no evitar ninguno de ellos, a no hacer
48 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

ninguna diferencia entre el bien y el mal, a no admitir la Providencia, a no atender


más a la virtud que al vicio, a no desear sino aquello que muere con nosotros.
¿Qué se arriesga cuando no se quiere escuchar esta doctrina? Uno se expone a
llegar a ser, o seguir siendo, soberbio, vanidoso, ambicioso, hipócrita, arrogante,
insolente, presuntuoso, envidioso, codicioso, colérico, irracional, brutal, inhumano,
cruel, injusto, pérfido, sensual, intemperante, voluptuoso, disoluto, impúdico; en una
palabra, a convertirse en un operario de iniquidad y en un hombre de pecado.
¿Hay algún peligro en creer que hay que amar a Dios por encima de todas las cosas,
y a su prójimo como a sí mismo; que hay que hacer penitencia, llevar la cruz, orar,
humillarse, vigilar sobre la fe, etc.?
Esta doctrina es tan equilibrada que al renunciar a ella se deja de ser justo y
virtuoso. Es tan razonable que se deja de serlo cuando se descuida su práctica, pues
uno entrega a la concupiscencia, a los vicios y a las pasiones, un dominio y una
autoridad absoluta sobre la razón.
La fe de esta doctrina compromete a tributar a Dios, al prójimo y a sí mismo lo que
se les debe; mantiene en paz y en unión a los hombres; hace reinar la equidad, la
justicia, la buena fe y todas las virtudes.
<27>
Rehusar creerla arrastra desórdenes de todo tipo, males y desgracias sin número.
Es evidente que no se arriesga nada creyendo en un paraíso, un infierno, una
eternidad bienaventurada o desgraciada, la inmortalidad del alma y castigos o
recompensas proporcionados a los méritos y deméritos; y que se arriesga todo si no se
quiere dar fe a estos artículos infinitamente interesantes.
La fe de estas verdades sólo puede hacerme mejor, más humilde, más timorato,
más dulce, más caritativo, más justo y más virtuoso durante la vida, y más tranquilo y
seguro en la muerte.
La obstinación en rechazarlas o en ponerlas en duda, sólo puede hacerme o
inseguro, irresoluto e inquieto sobre lo que ellas pudieran ser; o temerario y audaz
hasta el infinito para correr el riesgo, si son verdaderas. ¿Dónde estoy, si no quiero
creerlas? Pongo en juego la pérdida de mi alma; me arriesgo a ser condenado por un
“tal vez”; pues es imposible, después de todo, encontrar pruebas y persuadirse de que
no hay futuro que temer ni esperar; que no hay ni castigos ni recompensas destinadas
a la virtud y al vicio, y que el alma muere con el cuerpo.
Puesto que es imposible asegurarse de la falsedad de lo que la religión cristiana
enseña sobre estos puntos, no te es posible sustraer el alma a las angustiosas y
amargas impresiones de inquietud, de temor, de miedo y de turbación que tales dudas
producen.
Aun suponiendo que en la muerte se comprobara la falsedad de estos artículos
de la doctrina cristiana, no habría que lamentarse de haberlos creído, pues habría que
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 49

lamentar el haber sido un hombre justo, razonable y virtuoso, el haber vivido con
moderación, frugalidad, piedad, justicia, castidad, caridad y según las luces de una
razón sana y pura.
Concluyamos, pues, que la doctrina cristiana es muy segura, y que se vive en
absoluta seguridad cuando ella obra por la caridad, porque se está lejos de que haya en
ella nada contrario a la razón; es ella la que guía, ilumina y perfecciona la razón. Se
vive con absoluta seguridad cuando se la sigue; pues es evidente que no enseña nada
que no sea digno de Dios; nada que no sea muy agradable a Dios; nada que no tienda a
la mayor gloria de Dios; nada que no tenga por fin el servicio y el perfecto amor de
Dios; nada que no honre a quien la observa y que no contribuya a la dicha de la
sociedad y al interés de los Estados, ciudades y familias. No se arriesga nada por
hacer de ella la regla de conducta, pues nada enseña que tenga sombra de peligro para
el presente y para el futuro; que no haga a quien la practica más hombre de bien; ya
que siguiéndola uno se encuentra sin temor a la muerte frente al futuro, y con la
conciencia tranquila durante la vida. En consecuencia, no se arriesga nada siguiéndola
y se arriesga todo si no se la sigue.

5.a prerrogativa de la doctrina cristiana: su simplicidad y su brevedad


La 5ª prerrogativa de la doctrina cristiana consiste en que es una y simple. La
doctrina de Moisés está cargada de preceptos, de ordenanzas y de ceremonias. Su
multiplicidad abrumaba la memoria, su variedad embrollaba el espíritu, y su
dificultad era onerosa a las mejores voluntades: Esta ley es una carga tan pesada,
dice san Esteban a sus compatriotas, que ni nosotros ni nuestros padres pudimos
llevarla.
Por lo que respecta a la doctrina de los filósofos y de los sabios del mundo, se
ofrecen volúmenes enteros para leer a quienes quieren saberla. Su estudio es
necesario a quien quiere aprenderla; estudio muy largo y penoso. La vida de un
hombre apenas bastaría para ponerse al tanto de sus sentimientos; ese estudio no tiene
como caracteres ni la unidad, ni la simplicidad, ni la brevedad. Largo, difuso, sutil, y
tan
<28>
múltiple como filósofos hay; pues cada uno tiene la suya, y es diferente a la de los
demás. Es la doctrina de los hombres, así que no hay que extrañarse de que no
habiéndola inspirado la misma mente, haya tantas como cabezas diferentes.
Por el contrario, el carácter de la doctrina cristiana es la unidad, la simplicidad y la
brevedad; y este carácter tiene algo de divino. Es una en todas sus partes: una en su
objeto, en su autor y en su fin, que es Dios; es también una en sus preceptos, en sus
máximas, en sus consejos, en sus misterios, en sus sacramentos, en sus promesas y en
todos sus puntos; pues en ella todo tiende y acaba en el perfecto amor de Dios, como
los radios de un círculo terminan en el centro.
50 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

A decir verdad, en la ley cristiana sólo hay un precepto, que es el de la caridad:


amar a Dios en él mismo y por él mismo, y amarle en el prójimo, o al prójimo por él;
he ahí el precepto universal, soberano y único, que es el alma de la ley. Si hay también
otros distintos de él, él es su término y su objeto, el fin y el principio, la señal y el
mérito; todo lo demás que exige el Evangelio es, o para disponer el corazón a la
caridad, o para aumentarla, o para perfeccionarla; todo lo demás sirve de medida para
llegar a ella, de prueba para aprovecharla, y de medio para avivarla cuando está
apagada, o para conservarla en su pureza, o para abrazarla y hacerla más ardiente. La
caridad es el fin de la ley, finis praecepti; el alma de la ley, qui non diligit manet in
morte; el resumen y la sustancia de la ley: quien la observa, observa la ley, legem
implevit.
Pero miremos, si se quiere, a los otros preceptos, a los otros consejos y a las otras
máximas de la doctrina cristiana, en ellos mismos y sin relación a la caridad que hace
su unidad, su centro y su mérito. El número no es grande, y no se necesita ni mucho
tiempo ni mucho esfuerzo para instruirse en ellos. Toda la fe evangélica se reduce a
las ocho verdades llamadas bienaventuranzas, a un número menor de consejos de
perfección, a la obligación de hacer penitencia, de vigilar sobre sí mismo, de orar, de
renunciar a sí mismo, de llevar su cruz, de hacerse violencia, de aborrecer al mundo y
huir de él, de tener intenciones puras, de ser sincero, noble, fiel, casto, humilde,
mortificado y obediente: de olvidar las injurias, de perdonar a sus enemigos y de amar
al prójimo como a sí mismo. ¿Se puede trazar un plan más corto, con una sola ley,
para regular el comportamiento del hombre en toda su vida, en todas sus edades, en
todos los estados, y para dirigir generalmente todos sus deberes hacia Dios, hacia el
prójimo, hacia sí mismo, hacia sus superiores, sus iguales y sus inferiores; en la
enfermedad y en la salud, en su casa y en viaje, siempre y en todas partes?
¿Podría uno distinto de Dios regular con menos leyes todo el interior y el exterior
del hombre, dirigir sus pensamientos, sus deseos, sus acciones, sus designios y todas
sus voluntades?
¿Qué fondo de moralidad no encierra este sólo mandamiento: abnega temetipsum,
renucia a ti mismo? Volúmenes enteros de espiritualidad y todos los libros que tratan
de la salvación y de la perfección no son otra cosa que el comentario de ese mandato.
Esas dos palabras encierran con claridad todo lo que dicen; y todo lo que estos libros
dicen, aunque se multipliquen hasta el infinito, no dicen aún todo lo que esas palabras
significan. Se encuentra en ellas, además, un sentido, un jugo, una médula que no han
agotado. Y aun cuando se hubiera leído todo lo que han enseñado los maestros de la
vida espiritual, si fuera posible, no se habría encontrado nada de útil y necesario de
saber que no se hallara contenido en esas dos palabras. Lo que digo de la moral
cristiana, lo digo también de la fe. Lo que hay que creer sobre los principales
misterios y sobre las verdades más necesarias de saber, está encerrado en el Símbolo
de los
<29>
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 51

Apóstoles. Y no se necesita mucho tiempo ni mucho esfuerzo para aprenderlo y


retenerlo, y menos aún para entenderlo bien.
¿No habría que reconocer que tal brevedad es divina, y que es propio de un Dios el
decir tantas cosas en sólo dos palabras? Así es toda la ley de Jesucristo: es corta y
breve, y además es clara y muy inteligible.

6.a prerrogativa de la doctrina cristiana: su claridad


Sexta prerrogativa de la doctrina cristiana: es muy clara y muy inteligible, muy
fácil de comprender, de entender y de retener, y por lo mismo, al alcance de todo el
mundo, incluso de los más torpes. También en esto de la doctrina se deja sentir la
infinita sabiduría de su autor; pues cuando el hombre pretende ser tan corto en
palabras, se hace obscuro; y a fuerza de abreviar lo que quiere decir, se convierte
en un enigma, en un misterio. El arte de encerrar en sencillas y breves palabras, en dos
o en pocas palabras, un sentido inagotable, una moral de extensión casi infinita es el
arte de Jesucristo; sólo Él lo posee porque Él solo es la sabiduría de Dios, y siendo Él
mismo la verdad, sólo Él ha sabido manifestarla desnuda a las mentes más rudas y
más torpes, sin oscurecerla bajo una nube de palabras, como hacen los hombres que
no pueden decir muchas cosas sin muchos discursos.
¿Qué diferencia existe entre el Maestro de la doctrina celeste y los maestros de las
doctrinas humanas? ¿Cuánto tiempo, trabajo, esfuerzo, aplicación y estudio se
necesita para ponerse al tanto de todas las artes y de todas las ciencias? Sólo los más
trabajadores, los más agudos y las mejores mentes pueden convertirse en expertos.
Las ciencias no son ni para los perezosos ni para los torpes. ¿Cuánto tiempo hay que
dedicar a leer, estudiar, comprender y retener las leyes civiles y la jurisprudencia; los
libros de Hipócrates, de Galeno y de otros médicos; los de la astrología, la geometría,
las matemáticas, la filosofía, etc.? ¿Cuántos comentarios se han hecho sobre la
doctrina del Maestro de las Sentencias y de santo Tomás? Llenan las bibliotecas, y a
menudo estos comentarios, en lugar de aclarar, no hacen más que complicar la
doctrina de esos dos doctores. Sin hablar de otros filósofos antiguos, ¿cuántos
intérpretes ha necesitado Aristóteles? ¿Cuánto ha costado a sus discípulos buscar la
clave de su doctrina y el verdadero sentido de sus palabras, o mejor, de sus enigmas?
Durante más de dos mil años sus escritos han ejercitado a los sabios en todas las
partes del mundo, y en todas las naciones ha tenido discípulos celosos que se han
aplicado a esclarecer su doctrina. Sin embargo, ha servido de tortura a las mentes de
cuantos se han dedicado a ello. Y hasta les ha ocurrido que después de años enteros
de espinoso estudio sobre su dialéctica y el resto de su doctrina, ninguno ha podido
ufanarse de haber captado el sentido con total seguridad. ¿Cómo la habrían
entendido? Aristóteles no se entendía a sí mismo; como hombre inteligente, queriendo
decir lo que ignoraba o lo que no comprendía, lo dijo de manera incomprensible: o no
quiso hacer clara su doctrina o no pudo. Sus escritos son enigmas y una especie de
apocalipsis humano y natural.
52 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Moisés y los profetas también tuvieron obscuridades. Las verdades que están
enunciadas en sus libros, a menudo son un misterio. Además, las figuras que
esconden estos misterios son obscuras; los mismos términos y las expresiones que les
sirven de cobertura necesitan explicación. No sucede lo mismo con la doctrina de
Jesucristo: es clara e inteligible, fácil de aprender, fácil de retener, y por lo mismo está
al alcance de todos, incluso de los más torpes.
No quiero decir que esos misterios se hagan sentir o que se descubran a la mente;
son incomprensibles y su verdad está velada. Para
<30>
someterse a ellos, hay que someter la razón a la fe, que obliga a creer ciegamente y no
muestra nada a la inteligencia. Esta virtud no tiene lugar y pierde todo su mérito
cuando el entendimiento encuentra la evidencia y cuando los sentidos tienen
experiencia de ella. Entonces, ¿en qué sentido es tan clara e inteligible la doctrina de
Jesucristo? En el sentido de que si no muestra los objetos de la fe, los propone para
creer de manera clara y cómoda; que toda la ley y la moral son claras como la luz del
día; que el método del que se vale para instruir es el más fácil y el más sencillo.
1.º La doctrina cristiana propone creer los misterios más sublimes y los más
incomprensibles, pero de una manera que no puede ser ni más clara ni más inteligible.
Los misterios que contiene el Símbolo son los más esenciales y los más necesarios de
conocer; sin embargo, por muy grandes, incomprensibles y obscuros que la
inteligencia los encuentre, le son propuestos para creer con una claridad llamativa.
Los doce artículos del Credo están enunciados en términos precisos, cortos y
formales, que manifiestan sin sombra, sin verborrea, sin obscuridad las verdades que
exige la fe. Si hay otras verdades de fe distintas de las del Símbolo de los Apóstoles,
que hay que conocer necesariamente, la Iglesia instruye a los fieles sobre ellas con
nitidez, de modo que no puedan ignorar lo que su Madre les propone para creer.
Seguramente no ocurre lo mismo con los principios y los puntos fundamentales de
las demás ciencias. Ante todo, la mente las encuentra erizadas de dificultades; no las
comprende sino con el tiempo y con un estudio fatigante. Quienes al terminar las
humanidades comienzan un curso de Filosofía, saben bien las espinas que encuentran
al comienzo. Los términos, las definiciones, los conceptos, las cuestiones de la
dialéctica son enigmas para ellos. Se sienten desasosegados Y no entienden al
principio nada de lo que quieren aprender, como si estuvieran entre los salvajes; no
saben ni lo que dicen ni lo que se les quiere decir; semejantes a personas que quieren
aprender a hablar griego o hebreo, sólo entienden el sonido de las palabras, sin
comprender su significado. Si los principios de Euclides llevan con ellos cierta
evidencia, su sutileza y su abstracción los pone de tal modo por encima de los
espíritus groseros, que no los pueden alcanzar. Por muy excelentes que sean los
aforismos de Hipócrates, otros que no sean médicos no entienden bien su sentido; e
incluso estos mismos sólo los han comprendido con la ayuda de los maestros, o por la
penetración de su mente, o por el trabajo de su estudio. Y lo mismo sucede con todas
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 53

las demás ciencias. Requieren aplicación, tiempo y sagacidad; y con todo esto, no es
seguro encontrar la verdad. La doctrina cristiana, muy diferente, presenta los puntos
principales y esenciales de su fe en términos claros y conocidos, y en pequeño
número. Propone sin equívoco y sin ambigüedad lo que hay que creer.
2.° Su ley y su moral, es decir, sus preceptos, consejos, máximas y avisos, llevan a
la mente la claridad que el día presenta a sus ojos. Renunciad a vosotros mismos,
haced penitencia, llevad vuestra cruz, etc.
He ahí unos mandamientos que la mente más cerrada comprende y recuerda
fácilmente. Todo lo demás de la moral evangélica es también iluminador.
Para aprender la moral de Aristóteles o de Platón, para penetrar su sentido, se
requiere estudio y trabajo, se necesita tiempo e inteligencia.
Para comprender la de Jesucristo, sólo se necesitan ojos para leer y oídos para oír.
Añadamos que la manera de instruirse sobre ella es resumida, corta y fácil.
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3.º Esto es lo que la pone al alcance de todas las personas, incluso las más torpes.
Si el método con que se aprende es el más sublime y el más perfecto de todos los
métodos, es también el más resumido de todos, el más corto y el más cómodo. ¿Cómo
se aprende, pues? Por vía de autoridad, y autoridad muy razonable, a diferencia de las
demás doctrinas, que se aprenden sólo mediante discusiones, estudio y razonamiento.
Para persuadirse de la verdad de la doctrina cristiana basta, en efecto, creerla
apoyándose en la autoridad infalible del Hijo de Dios, que la ha revelado a los
hombres, sin que se requiera emplear la discusión, el estudio y el razonamiento, como
sucede en las demás ciencias.
Ahora bien, es evidente que este método de enseñar por vía de autoridad es, a la
vez, el más sublime y el más perfecto, el único conveniente a los hombres, el único
seguro e infalible, el único corto y fácil, aparte de que es muy razonable.
Es el más sublime y el más perfecto, porque es el único digno de Dios; y conviene a
Dios sólo, porque siendo infalible y la suprema verdad, que no puede engañar ni
engañarse, es el único que tiene derecho a exigir una sumisión absoluta y ciega a todo
lo que dice, ya sea que hable por sí mismo, ya que hable por el órgano de su Iglesia.
Es el único apropiado a los hombres, porque todos los hombres pueden creer y dar
fe a una autoridad infalible; aparte de que todos los hombres, o mejor, que muy pocos
entre los hombres, son capaces de estudio, de discusión y de largos razonamientos.
Es el único seguro e infalible, porque todos los razonamientos humanos están
sujetos a error, y sólo Dios, que es quien revela la doctrina cristiana, no se puede
engañar.
Es el único corto y fácil, porque para creer y asentir a la autoridad infalible, sólo se
requiere un momento, mientras que se requiere esfuerzo y mucho tiempo para
aprender por medio del estudio y del razonamiento.
54 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Además, es muy razonable, pues si propone cosas que están por encima de la
razón, también proporciona !os motivos legítimos para creerlas.

7.a prerrogativa de la doctrina cristiana: su valor inestimable


En fin, la doctrina cristiana es infinitamente preciosa. Es su séptima prerrogativa.
Una cosa es muy preciosa cuando es muy rara, muy bella, muy necesaria y muy
excelente. Sobre esta base, ninguna de las cosas del mundo es muy preciosa; pues si
una perla o un diamante o alguna joya es muy rara, muy hermosa y lleva en su materia
o en su forma atractivos que agradan, en el fondo no responde a ninguna necesidad o
utilidad para el uso de la vida y la satisfacción del corazón. Uno se acostumbra a
verla, se habitúa a mirarla y al principio se aprovecha el placer que presenta. Por eso
pierde su precio.
Nada más necesario para uso del hombre que el agua, el fuego, el aire, la luz del día
y mil otras cosas de esta naturaleza. Sin embargo, no se las mira como preciosas,
porque son comunes y porque el género humano disfruta de ellas en todas partes. Si
alguna vez faltan en ciertos lugares y en ciertas ocasiones, entonces se aprecia su
valor, y se convierten en preciosas. En una gran necesidad se aprecia más el agua, el
pan y el fuego que las perlas y los diamantes; y entonces a uno le importa poco
intercambiarlos para conservar la vida. Sobre esta base, cuánto se debe estimar el
conocimiento de la doctrina cristiana, que es infinitamente bella, necesaria, excelente
y, además, muy rara.
<32>
l.º Esta doctrina sólo es revelada a muy pocas personas, que son los cristianos.
2.° Sólo se concede mediante una gracia y una misericordia particulares.
3.° Quienes la ignoran no pueden ser verdaderamente virtuosos y santos, ni
felices, ni en este mundo ni en el otro.
En efecto, es ignorada por un número infinito de judíos, de musulmanes, de
idólatras, de ateos y de otros que viven sin religión, y lo que es más deplorable, por la
mayor parte de los cristianos, que no tienen el cuidado de aprenderla, o a quienes se
descuida instruir.
De ellos, a los que más hay que lamentar son las personas pobres de las zonas
rurales y la gente sencilla que carece de instrucciones, o de enseñanzas simples y
familiares que pongan a su alcance el pan evangélico. Pues es inútil predicar a
quienes no conocen su catecismo. Es inútil exponer piezas de elocuencia ante gente
que, al salir del sermón, se marchan vacías de la palabra de Dios, porque no la
entienden. Necesitan leche, no pan. Al carecer de este primer alimento, desfallecen de
hambre y mueren.
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 55

Si los tales merecen que se lamente su funesta ignorancia, ¿cuántas lágrimas y


gemidos no habría que expresar por la juventud más pobre y abandonada, que carece
totalmente de instrucción y de educación cristiana?
Hablamos aquí en su favor, tratando de subrayar la necesidad de los establecimientos
de las Escuelas Cristianas y Gratuitas, y la importancia de las Sociedades que se
dedican y consagran a la instrucción y a la educación de la juventud pobre y
abandonada.
Con qué ojos se debe mirar a estas personas, que formadas con esmero en la piedad
y en el ejercicio de los deberes de su profesión, se encargan, con un trabajo asiduo y
con celo infatigable, de educar en los principios de la religión y de instruir en la
ciencia de la salvación. ¿Pero a quién? ¿A niños de calidad, ricos, bien nacidos,
educados, graciosos, dóciles y amables? No, a esas jóvenes plantas no les faltan en
ningún sitio manos hábiles para cultivarlas. Los colegios están abiertos en favor suyo,
y enteras Sociedades los cuidan con éxito. Maestros y preceptores puestos junto a sus
personas se encargan de vigilar sobre su comportamiento y dirigir sus pasos. Así que
si se pierden y se condenan, es por su propia falta; la causa no es la ignorancia ni la
falta de educación, sino su propia maldad. Están instruidos y conocen sus obligaciones.
Aun siendo infieles, saben lo que deben a Dios y al prójimo, a la Iglesia y a la religión;
son, pues, doblemente culpables, según la declaración de Jesucristo, porque conocen
la voluntad de Dios pero no la ponen en práctica.
Pero estos pobres niños de uno y otro sexo, estos niños que, al parecer, reciben la
vida del cuerpo sólo para perder la del alma, que encuentran en la casa paterna sólo
ejemplos perniciosos y que no reciben más que instrucción para el mal; estos niños
vagabundos que retozan por las calles, que no saben otra cosa que jugar, hacer
travesuras y acciones maliciosas, bromear, retozar, pegarse y reñir; estos niños que
no aparecen por la iglesia más que para molestar, causar barullo y dar escándalo, o
para estar en ella como animales, sin saber dónde se encuentran ni lo que han ido a
hacer allí, ni lo que deben a Aquel bajo cuyos ojos se ríen, se golpean y se insultan;
estos niños que cuando crecen se convierten en blasfemos,
<33>
borrachos y libertinos de profesión, y que al reemplazar a sus padres continúan la
generación de los hombres sin fe, sin religión y sin uso de razón, ¿dónde deben y
dónde pueden buscar la instrucción cristiana? En sus parroquias, es verdad; pero ¿y si
no la encuentran allí? ¿Y en cuántas parroquias, tanto de ciudades como de pueblos,
la buscarían sin encontrarla? ¿Y cuántas parroquias se podrían contar en Francia que
no proporcionan una instrucción suficiente a los niños pobres? ¿Cuántos eclesiásticos
hay en el reino que hagan y que quieran hacer lo que realizan los Hermanos con esta
pobre juventud; que quieran, como ellos, adoptar la profesión, y única profesión, de
atender escuelas gratuitas y cristianas?
Si a falta de ellos vienen los Hermanos a ofrecerse al servicio de esta porción de la
Iglesia, la más digna de compasión, ¿cómo se les debe recibir? Como enviados de
56 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Dios, como los apóstoles de la juventud pobre, como los vicarios de los pastores para
esta parte del ministerio, como los substitutos de los clérigos, a quienes reemplazan
en un oficio infinitamente importante y necesario.
¿No se debe bendecir la bondad de Dios, que suple mediante la institución de las
Congregaciones de hombres y de mujeres que tienen las Escuelas Gratuitas y
Cristianas, a falta de los ministros evangélicos que no tienen ni el celo, ni el gusto, ni
la disposición de consagrarse a una función tan divina?
¿No se deben grandes acciones de gracias a Dios porque da en nuestros días medios
de salvación tan fáciles y tan abundantes a una juventud descuidada, abandonada,
rechazada, y que siempre será el desperdicio de quienes no ven más que con los ojos
de la carne?
Cualquiera que mire, con los ojos que abre la fe, a estos niños de uno y otro sexo,
cuya multitud es casi infinita, pidiendo el pan de la instrucción, se verá afectado de
compasión por su pérdida, y sentirá los movimientos del espíritu que agitaba a san
Pablo cuando al entrar en Atenas vio la ciudad madre de las ciencias y de las preclaras
inteligencias como teatro de la superstición más monstruosa, y no podrá contener los
lamentos por una juventud innumerable que no conoce en absoluto a su Dios, y que
no encuentra a nadie para que le dé noticias de Él.
¿Quién podrá ver con los ojos de la fe a este inmenso número de niños que se
corrompen en la ignorancia de la religión, sin pagar el justo tributo de sus lágrimas al
Dios que les es desconocido, Deo ignoto? ¿Quién podrá permanecer frío ante este
espectáculo, que no se sienta impulsado a elevar altares al soberano Señor en estas
tiernas almas, a quienes ha consagrado el bautismo, y que no haga todo lo posible de
su parte para multiplicar las escuelas cristianas?
Si se tienen bienes, ¿se podrá ahorrar para una buena obra semejante? Si no se
tienen, ¿se quedará uno ocioso y cruzado de brazos, sin estimular a quienes tienen,
para que destinen algún dinero para restablecer escuelas gratuitas, y para rescatar de
la cautividad de los vicios y de la ignorancia a tantas almas rescatadas al precio de la
sangre de Jesucristo? Si no se puede nada, pues se vive sin crédito, sin autoridad, sin
producción, y sólo se tuvieran oraciones y lamentos que dar para un bien tan grande e
importante, contribúyase, pues, de esa manera al establecimiento de una obra tan
necesaria. Alégrese de ver a los Hermanos a la cabeza de un número de niños pobres,
hacerles de padre en el Señor, de maestros y de ángeles custodios. Bendígase a Dios
por haber concedido a su Iglesia y a los miembros más necesitados de Jesucristo,
ayudas de salvación tan abundantes,
<34>
y bésese la tierra que estos nuevos obreros evangélicos pisan con sus pies,
felicitándoles por trabajar con tanto fruto en una obra tan importante, tan necesaria,
tan ventajosa, tan divina y tan excelente.
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 57

Ése es el fruto que hay que sacar de todo lo que acaba de decirse en favor de la
doctrina cristiana. Se ha intentado, balbuciendo, esbozar este elogio sólo para hacer el
de la Institución de Maestros y Maestras de las Escuelas Cristianas.

Conclusión de lo que se ha dicho


Así, pues, de la importancia, de la necesidad, de la excelencia y de las ventajas de la
doctrina cristiana se deduce la importancia, la necesidad, la excelencia, y las ventajas
de la Institución de Maestros y Maestras de las Escuela Cristianas.
Se entiende por Escuelas los lugares donde la juventud acude para aprender,
pagando, a leer, a escribir y a calcular; y se entiende por Escuelas Cristianas y
Gratuitas los sitios donde van a buscar gratis la instrucción cristiana y una santa
educación. Las escuelas primeras, respecto de las segundas, deben ser miradas como
profanas y seculares, pues los niños sólo van a ellas buscando una instrucción profana
bastante indiferente, o al menos poco importante y en absoluto necesaria para la
salvación. Además, no las abre ni atrae a ellas la caridad, sino el interés. Quien no
tiene dinero para pagar a los maestros y a las maestras que enseñan en ellas se
encuentra con las puertas cerradas.
En las segundas, si se aprende a leer, a escribir y la aritmética, las lecciones son
gratuitas. El objetivo es sólo el interés de los niños, pero no es ésa la finalidad. A este
tipo de instrucción se le mira sólo como el medio de atraer para otros más importantes
y más necesarios.
Las escuelas gratuitas se abren para enseñar las verdades de la salvación y los
principios de la religión a aquellos y aquellas que vienen a aprender a leer, a escribir y
a calcular. Este último tipo de instrucción se subordina al primero. Es el que interesa y
lo que constituye su riqueza; en consecuencia, sólo se debe aplicar a las escuelas
gratuitas todo lo que se ha dicho en honra de la santidad, de la excelencia, de la
necesidad y de las ventajas de la doctrina cristiana.
Si la doctrina cristiana es necesaria para la salvación, los fieles no la pueden
ignorar sin ocasionar la pérdida de ésta. Para ellos, pues, aprenderla es una necesidad.
La primera edad es la destinada a ello, pues es la más propia y la más cómoda para
este aprendizaje. Si se la deja escapar y no se la aprovecha para instruir en los
principios de la religión, en lo sucesivo no se encontrará tiempo, ni facilidad, ni
medios; a menudo, incluso, se siente vergüenza y se descuida buscarla y hacer uso de
ella. Quien en su juventud no aprendió su religión, por lo común pasa el resto de su
vida en su ignorancia, y cree que no necesita aprender a conocerla, a amarla y a servir
a Dios, pues no la aprendió en la edad más conveniente.
Por lo tanto, nada es más importante que aprender en la juventud la doctrina única y
absolutamente necesaria.
Pero ¿cómo aprenderla si no se encuentran sitios abiertos, ni maestros o maestras
caritativos que enseñen gratuitamente sin discriminación y sin exceptuar a nadie?
58 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

En las otras escuelas no se hace profesión de enseñar cristianamente y de instruir a


la juventud en los principios de la religión y de la ciencia de la salvación. Y menos
dispuestas están a ofrecer instrucción gratuita.
<35>
Aquellos y aquellas carecen de dinero no tienen por qué presentarse. Aquellos y
aquellas que las ofrecen no pretenden buscar la ciencia de la salvación. En vano se les
pedirían lecciones sobre ella.
Así, pues, si se quiere que los niños conozcan su religión, es una necesidad abrirles
escuelas donde se haga profesión de enseñar los principios, y es una segunda
necesidad que se den estas instrucciones por pura caridad, ya que todos los hijos de
los pobres no estarían en situación de pagarlas.
Pero ¿dónde encontrar personas capaces de sostener a perpetuidad semejantes
escuelas gratuitas y cristianas, fuera de las comunidades establecidas para mantenerlas?
Fuera de estos seminarios instituidos para la formación de estos maestros y
maestras de escuelas de caridad, ¿se pueden encontrar otros capaces de instruir
y educar cristianamente a la juventud? Alguno, sin duda, dirá que sí. Pero ¿cuándo,
cómo y por cuánto tiempo? Esto se encuentra rara vez, con suerte y para algunos
años, todo lo más. A veces ocurre que algunos piadosos eclesiásticos se dedican a este
santo empleo. Eso es cierto, pero raro. También hay seglares y chicas jóvenes que se
dedican a este oficio caritativo; pero de ordinario es sin la capacidad, sin el talento y
sin el método necesarios para realizarlo bien. Y aun suponiendo que no tienen
deficiencia de talentos naturales y de piedad para cumplir este oficio con éxito,
siempre es cierto que a su muerte dejan su puesto vacío, y que no se puede encontrar a
otros parecidos a ellos.
Entonces, si se quiere tener buenos sujetos, la necesidad obliga a recurrir a las
comunidades que los forman y los perpetúan.
Nada es, pues, más importante que el establecimiento de estos tipos de Institutos,
donde se forma a los maestros y maestras para tener las escuelas cristianas y gratuitas.
Esta necesidad se mide por la de conocer la doctrina cristiana, y por la imposibilidad
en que se halla la juventud pobre y abandonada de aprender en otros sitios distintos de
las escuelas de caridad.
Añadamos, en favor de estos maestros y maestras de las escuelas cristianas, que
ningún empleo es más santo, excelente, augusto y ventajoso que el suyo, pues la doctrina
que enseñan es una doctrina celestial y divina, la doctrina de los santos, la doctrina de
la salvación, una doctrina infinitamente bella, pura, santa, segura, excelente y
ventajosa. En consecuencia, su ministerio es un ministerio celestial y divino, que
tiene su modelo en Jesucristo y sus ejemplos en los santos; un ministerio excelente e
infinitamente ventajoso, que da sus frutos en la eternidad y que sólo tiene como fin el
cielo y la salvación de las almas.
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 59

Reflexión sobre una escuela cristiana


En lo que respecta a las escuelas cristianas no hay nada que no sea grande, dice de
forma excelente un autor reciente que ha tratado con gran dignidad este asunto en
estas breves palabras: «Lo que ellas son en sí mismas, los beneficios que en ellas se
encuentran y la necesidad que de ellas tienen la Iglesia y el Estado, son cosas tan
evidentes y conocidas de todos que sería inútil detenerse a exponer su excelencia, su
utilidad y su necesidad». Estas verdades tan palpables han impresionado tan fuertemente
a varios grandes hombres, que se han esforzado en darnos las ideas que de ellas se
formaron, y se han superado a sí mismos en este asunto por la manera en que han
hablado y escrito. He aquí las expresiones de que se sirvieron para hacernos conocer
lo que pensaban de las escuelas cristianas,
<36>
que bastan para hacernos sentir estas verdades; las considero muy hermosas para no
transcribirlas y demasiado enérgicas para cambiar algo de ellas.
Las escuelas cristianas, dicen algunos, son como los Seminarios o los semilleros de
la Iglesia y del Estado, donde los niños, como plantas jóvenes, son cultivados para ser
como transplantados más tarde a las distintas condiciones de uno o de otro sexo, y dar
fruto a su debido tiempo. Es, en efecto, en estos lugares donde se cultiva la virtud y
donde se corrign las costumbres viciosas de la naturaleza corrompida, mediante la
educación cristiana que en ellas se da.
Otros han dicho que son el Noviciado del cristianismo, en el cual se forma a los
niños en la religión cristiana, en el cual se integraron por el bautismo, como se forma
a los religiosos en su noviciado para la religión en la cual deben hacer profesión; y
que, igual que de ordinario sólo son buenos profesos en las distintas religiones que
hay en la Iglesia aquellos que fueron buenos novicios, del mismo modo sólo son
buenos cristianos quienes fueron buenos escolares cristianos.
Otros dicen que son: 1.º los asilos de los niños contra la corrupción del siglo; 2.°
los lugares de seguridad para poner su inocencia a cubierto y para conservar el tesoro
inestimable de la gracia bautismal; 3.° los refugios para aquellos que ya comenzaron
a perderse en medio del mundo; 4.° los ejercicios públicos, establecidos para
aprender la ciencia de la salvación y la práctica de las virtudes cristianas.
Las escuelas son, según algunos, academias santas donde se prepara a los niños
para la guerra espiritual que tendrán que hacer o sostener durante toda su vida contra
los enemigos de su salvación, y donde se les enseñan los medios y se les dan las armas
necesarias para salir siempre victoriosos de estas clases de combates.
Es en estas academias donde comienzan a formarse los buenos obreros, los santos
magistrados, los buenos padres de familia, los santos eclesiásticos, los buenos
religiosos, etc.
60 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Según otros, es en estos sitios donde la vara de la disciplina arranca la locura del
corazón de los niños y libra su alma de la muerte, y donde la corrección les da la
sabiduría.
Si creemos a muchos, las escuelas son como las iglesias de los niños, porque allí
adoran a Dios, donde le dirigen sus oraciones, donde cantan sus alabanzas y donde
aprenden a amarle y a servirle; se les instruye para practicar la virtud, para huir del
vicio y para seguir las máximas cristianas; en ellas se les enseña a rezar a Dios, a
confesarse bien y a comulgar dignamente, etc.
Quitad las escuelas cristianas, dicen casi todos, y socavaréis por sus cimientos la
religión en los cristianos; el campo de la Iglesia no puede dejar de convertirse en erial
y de producir zarzas y espinas; la ignorancia, como una espesa nube, no tardará en
extenderse sobre la superficie de la tierra, y la corrupción, como un torrente
impetuoso, desbordará en seguida, e inundará toda la tierra que será privada de este
socorro.
En efecto, concluyen otros, ¿qué no se puede temer y recoger cuando la instrucción
de los niños cesa, cuando se descuida su educación, cuando la corrección ya no se
realiza con ellos y, en fin, cuando son abandonados a sí mismos? Cuando sean
mayores poblarán la Iglesia de hijos que la cubrirán de confusión, a sus familias con
sujetos que serán su azote, y al infierno, en fin, de réprobos.
<37>
Ni una sola de estas expresiones deja de señalar con el dedo la excelencia de las
escuelas cristianas, la utilidad que de ellas se obtiene, y la infinita necesidad que de
ellas tienen los niños; en fin, que su establecimiento es uno de los más eficaces y
universales medios de santificación de la juventud; y, para decirlo en una palabra, que
es la obra de las obras.
Después de esto no hay que extrañarse de que la Iglesia y el Estado se hayan aliado
con tanto celo para su establecimiento.
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 61

CAPÍTULO II
Importantes servicios que hacen al público los maestros
y las maestras de las escuelas gratuitas y cristianas

Si quienes son indiferentes hacia el establecimiento de escuelas cristianas y


gratuitas quisieran reflexionar sobre los importantes servicios que el público recibe
de ellas, se llenarían de celo para procurárselas y se verían forzados a reconocer que
la Iglesia y el Estado también están interesados en favorecer a los Institutos que
proporcionan maestros y maestras capaces de sostenerlas con éxito y edificación.
Póngase atención y se verá que casi todos los miembros del Estado y de la Iglesia
son deudores a aquellos y aquellas que se encargan de instruir y educar por caridad a los
niños de su sexo; pues para la Providencia son instrumentos bienhechores; para los
miembros de la Iglesia y del Estado son ángeles custodios; para los padres, sus
suplentes; para los pastores de las parroquias, sus sustitutos, y para los niños pobres,
son maestros, doctores, pastores, apóstoles, e incluso, me atrevería a decir, sus
salvadores.

I. Quienes atienden las escuelas gratuitas y cristianas


son los instrumentos benéficos de la divina Providencia
para con los niños pobres
Desarrollemos en pocas palabras estos gloriosos títulos de los maestros y maestras
de las escuelas de caridad. Nada más adecuado para inspirar al público y darles a ellos
mismos alta estima de su estado.
En primer lugar, son los instrumentos de la bondad de Dios sobre la salvación de
los niños más pobres y más abandonados; pues entra en el orden de la divina
Providencia establecer escuelas cristianas y gratuitas en favor de estos niños.
Si Dios no debe ni puede jamás deber nada al hombre, se exige a sí mismo (si se
puede usar ese término) el facilitar al hombre los medios de conocerle, amarle y
servirle; pues esta obligación de amarle y servirle surge de la nada con la creatura.
Este deber está grabado en el fondo de su naturaleza. No admite ni excusa, ni
dispensa, ni excepción. Por la misma necesidad que Dios es Dios, la creatura
inteligente está obligada a amarle y servirle, en consecuencia, a aprender a hacerlo, si
la desdicha de su origen le ha sumido en la ignorancia de lo que debe a su Creador. Si
su desgracia va más lejos y le oculta hasta los medios para llegar al conocimiento de
la ciencia de la salvación, entra en el orden de la divina Providencia el proporcionar
los medios a los fieles. Esta buena voluntad de Dios se encierra en la otra que Él tiene
de salvar a todos los hombres, y va unida al título infinitamente glorioso que
Jesucristo ha adquirido por su sangre, de ser el Salvador de todos los hombres, y en
62 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

particular de los fieles. Él quiere que todos los hombres lleguen al conocimiento de la
verdad, y en consecuencia, de sus misterios, de sus promesas, de sus amenazas, de sus
mandamientos
<38>
y de todo lo que compone la ciencia de la salvación. Y quiere más: que todos se
salven; y como la sabiduría y la bondad presiden todos sus designios, el de salvar a
todos los hombres contiene el de proporcionarles los medios para ello.
Esta amorosa voluntad pone, pues, entre los medios de salvación, como una
consecuencia necesaria, la instrucción y la educación cristianas. Las escuelas
cristianas y gratuitas son, por tanto, estas ayudas de salvación que su bondad ofrece a
los niños abandonados. Los maestros y maestras de estas escuelas son los ministros
que Él emplea en la ejecución de este gran designio. Son los operarios que el padre de
familia envía a trabajar a su viña o a su campo, para roturar lo que quedó sin cultivo.
Son los arquitectos que emplea para el edificio que Él alza. Su boca es el órgano que
Él abre para anunciar a estos niños el Evangelio de su Hijo.
En la medida en que se sepa estimar tan sublime vocación, se encontrarán
atractivos para entregarse a un celo santo para conducir a Dios a los niños, para
llevarles la palabra de reconciliación, para ofrecerse al Espíritu Santo, para que
exhorte él mismo y riegue estas jóvenes plantas con instrucciones saludables, y para
que arroje en la tierra nueva de su corazón la semilla de las verdades evangélicas.
Nunca es demasiado pronto para enseñarles a Jesucristo, y comunicarles con su cruz
palabras sencillas y familiares.
Para realizar este eterno designio de la salvación de los hombres Dios expresó en la
ley de la naturaleza, por la boca de los patriarcas, lo que los hombres tenían que obrar
y evitar, ya que ellos no podían leer ya en las tablas de sus corazones, en las que el
pecado había oscurecido, si es que no había borrado, la ley natural.
Como consecuencia de esta buena voluntad de Dios, los profetas, inspirados por el
Espíritu Santo, llegaron a ser sus oráculos y sus órganos para anunciar a los hombres
las verdades del cielo. Fue para instruirlos con claridad por lo que el Hijo, que está en
el seno del Padre, descendió a la tierra, y por lo que después de haber desempeñado Él
mismo la función de catequista, envió a sus apóstoles por toda la tierra, para enseñar a
los hombres lo que Él mismo les había enseñado. Estos hombres divinos murieron,
pero su ministerio no murió con ellos. Tuvieron sucesores a quienes lo transmitieron
con su autoridad.
Así, de siglo en siglo y en todas las naciones del mundo, la doctrina de Jesucristo se
extendió por medio de una sucesión ininterrumpida de ministros, que la enseñaron de
todas las maneras. La que es más familiar ha sido siempre la más universal, porque es
la más sencilla, la más corta y la más saludable.
Nunca faltaron catequistas en la Iglesia. Dios se los debía a su Iglesia, si es que
puedo hablar así; pues antes de que Él quiera e imponga a los hombres la obligación
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 63

de conocer las verdades de la fe y de la salvación, se compromete, por decirlo así, a


proporcionarles los medios de instruirse; de este modo, en este plan de los eternos
designios, tienen su lugar las escuelas cristianas; porque los niños necesitan maestros
que les enseñen que son cristianos y los deberes que conlleva esta calidad. ¿Cómo
creerán los hombres, dice el Apóstol, en aquel del que no han oído hablar, y cómo
oirán hablar si no hay nadie que se lo anuncie? Tengo, pues, derecho a concluir que
quienes lo hacen son los substitutos de la Divina Providencia.

II. Son los ángeles visibles de los niños pobres


En segundo lugar, los maestros y maestras de escuela son los ángeles visibles y
tutelares de los niños. ¿Qué hacen los ángeles de la guarda por aquellos que Dios
confía
<39>
a sus cuidados? Lo que el ojo no vio, lo que el oído jamás oyó, y lo que el espíritu
humano no puede concebir. Cada uno de nosotros sólo a la muerte verá los servicios
que ha recibido de su santo ángel y de los agradecimientos que le debe. Per eum bonis
omnibus repleti sumus, dijo el joven Tobías a su padre, hablando del ángel san Rafael,
que Dios le envió en figura humana para servirle de guía.
Peligros sorteados, males espirituales y corporales impedidos, trampas del
demonio desbaratadas, ocasiones de pecados superados, tentaciones disipadas,
cuidados y vigilancia continuas sobre nuestras personas, atención a nuestras
necesidades, servicios prestados en casi todos los momentos de la vida, poderosa
protección contra nuestros enemigos, ayudas caritativas en los apuros, luces en las
dudas y en las tinieblas, consejos en las inquietudes y perplejidades, inspiraciones
secretas y frecuentes, consuelos en las penas y aflicciones, cólera de Dios contra
nosotros apaciguada a menudo, detenido su brazo levantado para castigar, obtenidas
sus gracias, su clemencia y su misericordia, solicitadas sin cesar en favor nuestro. No
se puede acabar si se quieren detallar todos los servicios que nos hacen nuestros
ángeles de la guarda.
Ellos son nuestros hermanos mayores, nuestros padres, nuestros abogados,
nuestros mediadores ante Dios; nuestros guías, tutelares, protectores, consejeros,
guardianes, defensores, gobernantes, maestros, directores y verdaderos amigos. Su
caridad hacia nosotros no tiene límite, su bondad es sin medida, su paciencia
inagotable, sus cuidados asiduos, su celo siempre nuevo. Tuve, pues, razón al decir
que estamos repletos de toda clase de bien de su parte.
Permítaseme ahora adelantar que ellos tienen en la tierra vicarios y sustitutos que
realizan visiblemente con los niños lo que ellos mismos hacen de forma invisible. Si
se quiere entrar en pormenores de lo que un Hermano celoso o una Hermana
caritativa hacen en las escuelas cristianas con los niños que Dios les confía, no se
encontrará dificultad en honrarlos con el glorioso nombre de ángeles visibles. Según
64 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

el modelo de estos espíritus bienaventurados, tienen siempre la mirada atenta sobre


los niños de sus escuelas, velan sobre todos sus movimientos, los mantienen en
silencio y en respeto, les inspiran santos pensamientos y santos sentimientos, les
enseñan a elevar su corazón a Dios y a ocuparse de él, a evitar las compañías
peligrosas y los atractivos del pecado, a rechazar las tentaciones del demonio y a
resistirlas, a descubrir sus argucias y a implorar con la oración la ayuda de Dios.
Viendo a estos pobres niños con los ojos de la fe, incluso los más miserables y los
más repugnantes, como a hijos de Dios, y su inocencia como un depósito encomendado
a su custodia, ponen toda su atención en inspirarles el horror de todo lo que puede
ajarla; en imprimirles desde temprana edad el temor a las mínimas inmodestias, a los
juegos indecentes, a las libertades deshonestas, a los vicios y las maldades y a la
sombra y apariencia misma del pecado; en instruirles y aclararles sobre todo lo que
deben evitar y practicar; en introducir en el camino de la justicia y en guiar sus
primeros pasos para alejar de ellos todas las trampas, artificios y peligros que el
demonio siembra bajo sus pies; a apartar de ellos las ocasiones, los atractivos y los
ejemplos del pecado que el mundo les ofrece; y a formar sus mentes, sus corazones y
sus costumbres sobre las verdades de su religión.
Todo esto es verdad a la letra, pero muy general. Digamos algo
<40>
más particular para mostrar cómo los maestros y las maestras de las escuelas de
caridad cumplen la función de ángeles custodios respecto de los niños.
Todos los niños, por lo general, parecen torpes en lo que respecta a las cosas de
Dios; poco dispuestos para la virtud, muy indiferentes por su inocencia, cuyo valor no
conocen; poco seguros en el bien y muy fáciles para caer; poco capaces de concebir
las cosas de Dios y con dificultad para aplicarse a ellas. Poco inclinados al bien, se
cansan antes de haberlo practicado. Muy poco cuidadosos de la gracia del bautismo; a
menudo, el primer uso de su razón sirve para perderla. Muy frágiles por su edad,
manifiestan una extraña debilidad en el camino de Dios. De ese modo necesitan ser
iluminados, dispuestos, impulsados y asegurados en la práctica del bien.
A todo esto se aplican sus ángeles guardianes con un celo incomparable, pero sólo
va seguido de éxito cuando encuentran junto a los niños otros ángeles visibles que
secundan sus cuidados.
1.° Los ángeles guardianes de los niños se aplican a hacer entrar en sus almas,
todavía sumidas en la materia y como dormidas, la luz de Dios y las huellas de la
gracia. Pero ¿cómo lo realizan? Con una maña y una sabiduría dignas de ellos. Siguen
en ellos, por decirlo así, todos los progresos en edad, y aprovechan las luces de la
razón a medida que se desarrolla, para favorecer las iluminaciones celestiales.
Disponen su mente para las cosas de Dios a medida que se desarrolla, y trabajan para
depositar en ella las cosas de Dios a medida que ven cómo se van abriendo a las cosas
del mundo.
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 65

Como estos espíritus bienaventurados poseen luces superiores a las de los


hombres, pueden contribuir mucho a extender, purificar y afinar las de los hombres, y
de ese modo darles un conocimiento más vivo, más puro y más perfecto de Dios y de
las cosas de Dios. Si esto es verdad respecto de todos los hombres, lo es mucho más
con relación a los niños, que son como una masa de carne en la cual el alma aparece,
ante todo, como sepultada, y donde estando como en una tumba durante varios años,
tiene dificultad para despegarse de la materia y para mostrar que es espiritual y dotada
de la razón.
Siendo, pues, el espíritu en los niños tan tosco y estanco como anegado en la carne
y la sangre, sólo se deja captar al cabo de largos años; y del mismo modo, como se
desarrolla muy lentamente, no se le puede hacer concebir las verdades cristianas sino
con mucho tiempo, trabajo y paciencia, y siempre de manera proporcionada a su
ignorancia, es decir, de una forma que sea muy clara, muy sencilla y muy familiar.
Ahora bien, si eso es lo que hacen los ángeles de la guarda de los niños, también es,
precisamente, lo que hacen los maestros y maestras de escuelas gratuitas. Merecen,
pues, ser llamados sus ángeles visibles, con relación a esta primera función de los
ángeles invisibles. Y no lo merecen menos en cuanto a la segunda, que es inspirar a
los niños el amor al bien, el atractivo por la virtud, el temor del pecado y el horror al
vicio.
Esto es lo que hacen con ellos invisiblemente los ángeles guardianes. En efecto,
¿qué no hacen estos celosos y puros espíritus para abrir los ojos de la mente a estos
niños rudos en todo lo que se refiere a Dios, ligeros y volátiles por carácter, distraídos
y disipados por su edad, y muy indiferentes en la conservación del precioso tesoro de
la gracia del bautismo? Pero como Dios no hace sino rara vez milagros, y sería
necesario que fuesen continuos para una infinidad de niños abandonados, sin
educación y sin instrucción, para enseñarles lo que deben temer, odiar,
<41>
evitar, amar y hacer, sucede que los cuidados de estos amorosos custodios son muy
inútiles, porque no son secundados ni por los padres y madres, ni por maestros y
maestras de caridad. Cuando los santos ángeles encuentran este apoyo, entonces
consiguen el provecho de todos sus cuidados y sus lecciones interiores logran
progreso.
Ellos abren la mente y el corazón de estas almas dúctiles a las palabras de los
maestros y maestras, y unen a las instrucciones de afuera las inspiraciones de dentro,
para hacerlas eficaces. Lo que el ángel no puede decir, sin un milagro, al oído del niño
que custodia sobre el horror al vicio, sobre el odio al pecado, sobre el valor de la
gracia y de la inocencia, sobre las consecuencias de las malas compañías y sobre otras
verdades de la salvación, lo dicen el maestro y la maestra de la escuela de caridad; lo
dice muchas veces, lo dice sin descanso, lo repite y lo inculca. Haciendo así el oficio
de los santos ángeles y cooperando con ellos en la salvación de estos niños, les
corresponde también su nombre.
66 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

3.° No es suficiente iluminar la mente de los niños y disponer su corazón para la


práctica del bien; hay que instruirlos y afirmar sus pasos vacilantes en el camino
de la justicia. Es también eso lo que hacen los Hermanos y las Hermanas que se
encargan de instruirlos y educarlos cristianamente, haciéndoles rezar, llevándolos a
la santa Misa y a los oficios divinos, y preparándolos para recibir los sacramentos,
acercándolos al tribunal de la penitencia y a la Santa Mesa, orientando sus pasos,
corrigiendo sus defectos, haciendo que se den cuenta de su comportamiento,
sometiéndolos a las obligaciones de cristiano, hablando con ellos durante una parte
de los días, y reuniéndolos los domingos y fiestas para hablarles de Dios, hacerles
lecturas santas, ayudarles a cantar los cantos espirituales y realizar otros ejercicios de
piedad, que los aparten de los bailes, de los cabarés, de los lugares peligrosos, de las
malas compañías y de todas las ocasiones de pecado. He ahí el empleo de los maestros y
de las maestras de las escuelas gratuitas. Siendo este empleo el de los ángeles
guardianes, no me he equivocado al honrarlos con este nombre tan glorioso.

III. Son el complemento de los padres para la instrucción y


la educación cristianas de sus hijos
En tercer lugar, ellos son el complemento de los padres respecto de la instrucción y
la educación cristianas de sus hijos. No hay que razonar demasiado para mostrar en la
calidad de los padres y madres la obligación que en ella se encierra de instruir y
educar cristianamente a sus hijos.
El Padre celestial, que es el Padre común de todos, el primero y el más tierno, la
fuente de toda paternidad y de los más vivos sentimientos de la naturaleza, hace de
ello deber indispensable para todos los padres.
Los hijos son el depósito que Él confía a sus cuidados y a su custodia. Infinitamente
más para Él que para ellos, este Dios grande los ha escogido para ser los rectores y los
maestros, cuando los escogió para ser los padres y madres. Es un bien que les hace,
y del cual deberán dar cuenta exacta. Él los toma de nuevo, como se los dio, cuando y
como le place, sin que puedan encontrar nada que replicar; pues al darles la vida, no
se despoja nunca del derecho de quitársela según su voluntad. De manera que la
autoridad natural de los padres sobre los hijos es sólo imagen de la de Dios. Sobre
unos y sobre otros no se pierde jamás el dominio de Dios. Es universal, absoluto e
irrevocable.
Todos nosotros recibimos de Dios el ser. Lo que somos, lo que tenemos, lo que
esperamos, todo es de Él, viene de Él y debe volver a Él. Como primer principio, Él da
la vida a todo lo que la tiene; y como último fin, todo lo que sale de sus manos debe
volver a Él como a su centro.
<42>
Si nuestros padres contribuyen a su modo en la vida que recibimos de Dios, tienen
en ello tan pequeña parte en comparación del Creador, que sólo se les puede
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 67

considerar como causas segundas. Estas causas segundas son tan ciegas e impotentes,
que ni siquiera saben cuándo Dios les hace fecundos. Una mano invisible trabaja en la
formación del niño en el seno de su madre, sin ella saberlo y sin su manipulación,
como lo decía la madre de los Macabeos a aquellos que ella había traído al mundo. Ni
los hijos escogen a sus padres, ni los padres escogen a sus hijos. Si esta elección fuera
libre, la distribución que la divina Providencia ha realizado no sería del gusto de casi
nadie; tan verdadero es esto, que la auténtica paternidad está en Dios, y que sólo Él ha
presidido la formación de nuestro cuerpo, como es también Él solo quien ha creado
nuestra alma. De ese modo, le pertenecemos por completo, y nuestros padres son sólo
los substitutos de su Providencia.
Ahora bien, ellos, por este título, deben a aquellos que Dios les ha dado por hijos, la
instrucción y la educación cristiana. Si éstos no son enviados al mundo más que para
conocer, amar y servir a Dios, los otros, por su carácter, están obligados, sin posible
dispensa, a enseñárselo. Como estos niños están en el mundo sólo para Dios, los
padres no deben educarlos sino para Dios. Al darles la vida de la naturaleza, contraen
también la obligación esencial de procurarles la vida de la gracia y trabajar para
facilitarles la vida de la gloria. Este deber es fundamental e inseparable de su calidad;
y dejan de ser verdaderos padres y madres en el orden de la gracia si cesan de ser los
custodios, los vigilantes y los depositarios de la inocencia de sus hijos; si descuidan
enseñarles a conocer a su primer padre, que está en los cielos, y todo lo que le deben,
esta negligencia les hace culpables. Por muy virtuosos que puedan ser en otras cosas,
no existe salvación para ellos. Sin embargo, si se examina cómo se realiza todo esto
en el mundo, se comprobará que de casi todos los padres, unos son incapaces, otros no
tienen tiempo, y muchos más no quieren hacer el esfuerzo de educar y de instruir
cristianamente a sus hijos. Es verdad que los ricos y acomodados se descargan de este
deber esencial sobre otros, enviando a los muchachos a los colegios y a las chicas a
los conventos. Ésos, al menos, cumplen por medio de otros el deber que no quieren o
no pueden realizar por sí mismos.
Pero los pobres, que son los más indolentes de todos los hombres en la educación
de sus hijos, no tienen ni los medios ni la comodidad de descargar en otros esta
obligación, de la que Dios les encargó, de instruir y educar cristianamente a sus hijos.
La mayor parte no son capaces, y se corrompen ellos mismos en una deplorable
ignorancia de su religión. Un gran número de ellos no piensa en ello para nada, y
ponen este deber esencial en el orden de cosas que no les atañen para nada. Los demás
están ocupados con los cuidados de esta vida, y tan enredados con los medios de
atender a las necesidades de su familia, o de su propia intemperancia, que consideran
como tiempo de ocio el que debieran dedicar a la instrucción cristiana de sus hijos.
En fin, también hay algunos tan impíos que en su boca sólo tienen lecciones de
libertinaje para dar a los desgraciados hijos que les han correspondido en suerte.
Correspondía, pues, a la divina Providencia y a este cuidado amoroso que sale de la
sincera voluntad que Dios tiene de salvar a todos los hombres, sobre todo a los fieles,
68 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

proporcionar a los niños pobres y abandonados padres según la gracia, capaces de


reemplazar a los hombres según la carne, y suplir sus obligaciones.
<43>
De manera que en esta economía de la salvación, los niños deben mirar como a sus
padres y a sus madres según el espíritu, a aquellos y aquellas que Dios les ha enviado
para instruirles por pura caridad. Los maestros y maestras que se dedican por estado y
por vocación a un empleo tan noble, tan necesario y tan útil, deben mirar como a sus
propios hijos a aquellos que vienen a sus escuelas, y tener con ellos entrañas de
ternura y de caridad.
De este modo deben mirar los padres a los Hermanos y a las Hermanas que
instruyen a sus hijos y que les suplen en sus puestos. Con esta mirada, ¿no deben
serles de gran estima las personas que les ganan ante Dios y ante sus hijos lo que ellos
les deben? ¿Cuántas acciones de gracias deben tributar a su estado y a sus cuidados?
¿Qué interés no deberán tener para que las escuelas gratuitas se multipliquen? ¿Y
cuánto celo no deberán desplegar para llevar a ellas a sus hijos?
Por otro lado, ¿qué estima no deben tener de su vocación aquellos y aquellas que
hacen para Dios tan gran servicio, que se encuentran como ministros de su
Providencia y como sustitutos de los padres para con los hijos de Dios? ¿Y cuánta
gloria para ellos por ser los cooperadores de la salvación de tantos niños
abandonados, por darles a conocer a Dios, los misterios y las verdades eternas? ¿Y
cuál debe ser su aplicación para poner en el corazón de los niños, como buenos
arquitectos, los fundamentos de la religión y de la piedad cristianas, según la gracia
que Dios les ha dado? Vosotros, pues, a quienes Dios ha llamado a tan augusto
ministerio, poned todo vuestro celo en instruir enseñando, y en exhortar cumpliendo
el principal deber de los padres y madres para con sus hijos.

IV. Son con los niños, verdaderamente y a la letra,


lo que sus nombres significan: maestros y maestras
En cuarto lugar, los maestros y maestras de escuelas son, en efecto, respecto de los
niños, lo que estos nombres significan. Ningún otro título les conviene mejor. Ellos,
por obligación, son los maestros o maestras que están encargados de instruir a los
niños; ellos son los depositarios de la autoridad de los padres, de la Iglesia y del
Estado sobre estos niños; pues sobre ellos, efectivamente, los padres y madres, la
Iglesia y el Estado se confían en la educación e instrucción de la juventud.
Esto supuesto (que no se puede contestar), no arriesgamos nada adelantando que
estos maestros y maestras, rectores y rectoras, tutores y tutoras de la juventud
cristiana, tienen entre sus manos el tesoro de la Iglesia y del Estado, la esperanza del
cielo y del reino de Jesucristo.
¿Qué tienen entre las manos? Los hijos de Dios. ¿De qué están encargados respecto
de ellos? De instruirlos en la ciencia de Dios y de la salvación, y formarlos en las
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 69

buenas costumbres y en la virtud. ¿Cuál es el objeto y el fin de sus cuidados? Formar


el cuerpo de los santos, acrecentar el número de elegidos, poblar la santa Sion,
colaborar en el edificio espiritual y en la estructura de la celeste Jerusalén.
Si todo el bien del Estado depende de la formación de los niños, que se convierten
en sus súbditos; si toda la santidad de la Iglesia tiene su inicio en una juventud
santificada, que reemplace a los malos cristianos; si los niños bien instruidos y
educados cristianamente son la mayoría de los habitantes del cielo, tuve razón al decir
que el bien del Estado, de la Iglesia y del cielo está en manos de los maestros y
maestras de escuelas.
Ellos son los que arrojan en una tierra nueva la semilla que debe germinar y llevar
al céntuplo el buen grano que debe llenar los graneros del Padre celestial. Ellos son
<44>
los que preparan los corazones a la gracia, a las virtudes y a la perseverancia final.
Ellos son quienes cultivan los retoños que deben dar fruto para la eternidad
bienaventurada y ser transplantados a ella. Juzguemos la nobleza de su empleo por el
de los preceptores o instructores del príncipe. Cuanto más rico, grande y poderoso es
el príncipe, mayor es el honor de ser su preceptor o instructor. Ese empleo da envidia
a todos los cortesanos o atrae sus respetos. Pues si el ojo de la carne ve tesoros,
honores y dignidades en esa función, el ojo de la fe descubre otros mucho mayores y
eternos en la educación de los hijos del Rey de los Reyes, de los hijos de Dios,
herederos de su reino y nacidos para reinar con Él.
Los Hermanos y las Hermanas de las escuelas cristianas son los maestros y las
maestras, instructores e instructoras que Dios ha elegido para sus hijos, a quienes
destina por especial vocación, acompañada de gracias particulares, a instruirlos en la
piedad y a darles educación cristiana. Les encarga que miren a los niños como a los
príncipes de la eternidad, educarlos para Él, prepararlos para el cielo, inspirarles
sentimientos dignos de su nobleza, enseñarles a vivir como hijos de Dios, volver a
dibujar en ellos su imagen, y formar la de Jesucristo, esbozando los rasgos de las
virtudes, y borrar la imagen del hombre viejo y las inclinaciones al vicio.
Digamos además algo en honor de las personas llamadas a dirigir las escuelas
cristianas. Ellas ocupan allí el lugar de Jesucristo; pues hay dos maestros en una
escuela cristiana. El primero es Jesucristo, que enseña al corazón y a la mente, y que
tiene su escuela en el interior del alma, donde sólo Él tiene el poder de entrar y de dar
lecciones. El segundo es la persona que la preside en su nombre, al que ven los niños,
el que habla a sus oídos, el que les enseña lo que el mismo Jesucristo enseñó.
Digamos, pues, que este maestro y esta maestra en su escuela, está sentado en la
cátedra de Jesucristo, que ocupa su puesto, que le representa, que habla en su nombre,
y que no debe decir sino lo que diría el mismo Jesucristo si se hiciera visible. Con esta
mirada de fe, ¡cuánta nobleza, santidad y grandeza descubro en el empleo de maestro
o de maestra de escuela cristiana!
70 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

V. Son los pastores, los doctores y los apóstoles de estos pobres niños
En quinto lugar, los maestros y maestras de las escuelas cristianas son los
apóstoles, los doctores, los médicos, e incluso, me atrevería a decir, los salvadores de
estos niños. ¿No puedo aplicar a las escuelas cristianas y gratuitas llevadas con celo,
asiduidad y vigilancia, por maestros o maestras celosos y competentes, lo que se dice
de la sabiduría, que es el fruto de la caridad? Omnia bona mihi venerunt pariter cum
illa. El niño instruido y educado santamente puede decir de su maestro o de su
maestra lo que el joven Tobías dice del santo ángel Rafael, per eum bonis omnibus
repleti sumus. En efecto, este piadoso y caritativo maestro es, respecto de los niños,
un verdadero Rafael, que aparta de su alma toda clase de males y la dispone a recibir
toda clase de bienes.

VI. Grandes servicios que hacen los maestros y maestras


de escuelas gratuitas a los niños pobres
¿Cuáles son los males que un niño ha de temer en su edad actual y en el futuro? Son
innumerables. Todos los encierro, sin embargo, en estos cuatro, que son sus fuentes:
la ignorancia, la holgazanería, la mala educación y el libertinaje. Ojalá tuviera yo
suficiente elocuencia para describir estos males al natural; el cuadro sería tan
horroroso, que no se le podría mirar sin pavor; y esta mirada, sin duda, excitaría la
caridad de los ricos con un fondo de religión, para fundar escuelas cristianas y
gratuitas.
<45>

1. Apartan de ellos la ignorancia, la holgazanería, la mala educación


y el libertinaje, que son las cuatro fuentes de todos los desórdenes
¿Qué se ve en las ciudades y pueblos donde no hay ninguna? La juventud de uno y
otro sexo, errante y vagabunda, todos mezclados para su gran desgracia, se instruyen
mutuamente en todo el mal que saben y lo que el demonio les inspira; hacen
academias de juegos frívolos, entretenimientos pueriles y diversiones inmodestas,
que alteran su pudor y que, además, disponen a los mayores pecados.
¿Qué se ve? Una legión de niños, a quienes la edad hace incapaces de una seria
ocupación, y cuyas manos, que no son bastante fuertes para el trabajo, las emplean en
jugar y en hacerse mal. Como los rebaños sin pastor, expuestos a las fauces del león
infernal, se corrompen en una profunda ignorancia de la ciencia de la salvación,
porque no tienen a nadie que les instruya.
Al crecer en edad, crecen también en malicia, aprenden el mal, reciben lecciones
de él por todas partes y de casi todo el mundo. Ignoran, igualmente, a Jesucristo y sus
misterios, su ley y sus máximas. También hay algunos, ¿cuántos?, que todavía tienen
que aprender qué han venido a hacer al mundo, a quién son deudores de su creación,
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 71

por qué títulos han recibido el ser, las obligaciones y los servicios que deben a su
Creador. También existen, ¿cuántos?, que ignoran del mismo modo si han tenido
necesidad de redención y de un Redentor, quién ha causado su pérdida, y quién es el
que vino a repararla. El Evangelio es para ellos una ley bárbara, y no conocen mejor
sus máximas, sus consejos y su moral, que si hubieran nacido en China o en Canadá.
Tampoco conocen la diferencia que existe entre las virtudes y los vicios, qué
oposición tienen el mal y el bien juntos, y qué consecuencias se siguen para el futuro
de la buena o mala vida. Nacidos y educados de ese modo en la profunda ignorancia
de su religión y de los deberes del cristiano, llevan un nombre que olvidan y deshonran,
y que no quieren ni aprecian más que el de judío o musulmán.
Entregados a tan deplorable ignorancia, en la edad avanzada consideran una
vergüenza y un esfuerzo insoportable vencerla, y prefieren correr el riesgo en la
eternidad a sufrir la pretendida humillación de hacerse instruir. ¿Qué se puede esperar
de la ignorancia de los principios de la religión, si no es un fondo de impiedad y de
irreligiosidad, y los desórdenes que de ellos se siguen?
Los niños sin maestros ni maestras que les instruyan tienen todo el tiempo para
estudiar la ciencia del infierno. Ponen todo su deleite en entregarse al aprendizaje del
pecado. A falta de academias de virtud y de la ciencia de la salvación, encuentran
academias del vicio; pues la ociosidad, madre de todos los pecados, es el segundo mal
al cual están entregados.
¿Qué sería de los niños cuya mano no es bastante fuerte para trabajos útiles? Se
reúnen, todos mezclados, se buscan, se encuentran y se ocupan en el mal. El mayor de
entre ellos, o el más malicioso, se basta para enseñarles; de ese modo pasan los días,
los meses, los años en no hacer nada o en hacerlo mal. De ordinario el primer uso que
hacen de su razón es para perder su inocencia. Parece que les sea entregado un tesoro
tan grande para que se apresuren a dilapidarlo. Como no conocen ni su valor ni las
consecuencias, lo sacrifican por naderías; y cuando lo han vendido al demonio,
semejantes al profano Esaú que cambió su derecho de primogenitura por un plato de
lentejas, se preocupan poco por ello y no lo lamentan.
De ahí que en tan gran número de niños haya una extraña ciencia del mal. Conocen
lo que deberían ignorar, y lo que ignoran de hecho personas de
<46>
cincuenta años que fueron educadas cristianamente. La ociosidad y la holgazanería
instruyen a los niños en todo lo que no deben conocer nunca, y disfrutan aprendiendo
todo lo que no pueden aprender más que a costa de su alma. Si la ociosidad no sirve al
demonio tanto como él quiere, para desgracia de estos niños sin instrucción, suple la
mala educación, y les facilita que encuentren en los ejemplos domésticos una
sagacidad y una fecundidad de mente prodigiosa para el mal. Pues, ¿qué lecciones
reciben de aquellos que les dieron la vida, que no sean apropiadas para hacer de ellos
operarios de iniquidad? No pueden aprender de sus padres los principios de la
religión, puesto que sus padres son los primeros que los ignoran; pero aprenden de
72 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

ellos lo que saben: jurar, maldecir, injuriar, manchar sus lenguas y sus oídos con
canciones y discursos obscenos; a jugar, a amar la disolución, la buena comida, a
frecuentar las malas compañías y a hacerse hábiles en la ciencia del pecado.
¿Es el libertinaje el efecto de eso? Sí, es la cuarta desgracia de los niños sin
instrucción y educación cristiana. Habiendo aprendido sólo el mal, es natural que lo
sigan. ¿Qué gusto tendrían para los ejercicios de religión, de los que no han recibido
ninguna idea? ¿Qué atractivo tendrían por una piedad que nunca oyeron describir?
¿Qué gérmenes de virtud producirían en aquellos que jamás recibieron la semilla en
la tierra de su corazón? ¿Pueden hacer una cosa que no conocen, si no es lo que
aprendieron desde la cuna en los ejemplos domésticos de sus padres, libres como los
animales ante los atractivos sucesivos de las pasiones, que les dominan una tras otra?
Así, estos niños familiarizados con el vicio y casi naturalizados con él, casi ni
advierten el mal, y con la edad le pierden el horror. Cuando todavía son jóvenes, ya
son libertinos viejos; y en la adolescencia se encuentran verdaderos criminales o
viejos impíos, que son el escándalo y con frecuencia el terror de su vecindad. He ahí
los progresos que la ciencia del mal encuentra en la ignorancia de la ciencia de la
salvación. Yendo a buscar el principio de una y otra, lo encontraréis en la falta de las
escuelas cristianas y gratuitas.

2. Les procuran las cuatro ventajas que deben concurrir


a la predestinación de los niños, que son la instrucción religiosa,
la educación, la ocupación y la semilla de la religión y de la virtud
En efecto, examinadlo: los niños en ellas encuentran estas cuatro ventajas, que
deben concurrir para su predestinación: la instrucción religiosa, la educación, la
ocupación y la semilla de la religión y de la virtud.
La primera ventaja de las escuelas gratuitas para los niños es la instrucción.
Aprenden a leer, a escribir y la aritmética, lo que les pone a lo largo de su vida en
situación de instruirse más a fondo sobre su religión y sobre los deberes por medio de
la lectura, de formarse y cultivar la mente, y de civilizar las costumbres, que les
vienen de la sangre que ha corrido en sus venas procedentes de sus padres, lo que
les da la posibilidad de vivir de forma regulada en su hogar, de establecer en ella
orden y avenencia, o al menos darse cuenta cuando falta, llevar mejor sus negocios e
intentar empresas que aquellos que no saben leer, escribir ni contar son, por lo
general, incapaces de hacer. Esta ventaja es sólo la menor y no vale la pena ponerla en
comparación con los intereses de la eternidad.
En las escuelas cristianas los niños aprenden la doctrina cristiana, la ciencia de la
salvación y los principios de su religión. Como es sólo la caridad lo que abre la boca
de aquellos que enseñan en ellas, su gran dedicación consiste en arrojar
<47>
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 73

en estas tiernas almas, lo más temprano posible, las semillas de la piedad, del temor
de Dios, con el horror al vicio y al pecado, a la inmodestia y a todo lo que puede herir
el pudor, empañar la inocencia y corromper el corazón. Si a lo largo de la vida no
hacen todo el bien que han aprendido, realizarán una parte. Y al menos no cometerán
todo el mal que habrían hecho, y no lo realizan sin remordimiento y sin amargura del
corazón. Por lo menos saben confesarse y por qué camino pueden retornar a Dios. Por
muy desordenada que pueda llegar a ser su vida en lo sucesivo, llevan el remedio en el
fondo de una conciencia esclarecida, que les fuerza y solicita, a pesar de lo que tengan
en ella, a corregirse y a no arriesgarse a una condenación eterna.
Instruidos sobre sus deberes generales y particulares, si no los cumplen todos con
fidelidad, se reprochan a sí mismos aquellos que lesionan, y en el momento feliz de
un jubileo o en cualquier otra ocasión favorable de la salvación, les llaman al camino
del que se han apartado. Si no vivieron siempre como justos, a menudo, en sus
últimos años, acaban como penitentes, y en su muerte se reconoce que los principios
de religión con los que su alma fue sembrada en la infancia, son fuertes y vivos contra
el pecado, y salvadores en este tiempo. Por el contrario, aquellos que crecieron en
edad en la ignorancia de la doctrina cristiana, viven y mueren de la misma manera,
rudos e insensibles a la salvación por falta de luces.
En efecto: he aquí dos principios en los que hay que estar de acuerdo. El primero es
que el pecador debe casi siempre a los remordimientos y a la sindéresis de su
conciencia su retorno a Dios; que de ordinario el santo artificio de la gracia consiste
en poner al pecador en contradicción consigo mismo, y evidenciar la oposición entre
sus inclinaciones y sus luces, para detener de esa forma el curso de sus desórdenes. El
segundo es que estos vivos y punzantes remordimientos, estos saludables horrores y
amarguras de una vida pecaminosa, son los efectos de un alma iluminada, que sabe
qué debe hacer y se reprocha el no hacerlo; de modo que los remordimientos de
conciencia surgen del fondo de esas luces.
De estos dos principios saco dos consecuencias. La primera, que la conciencia dura
que no siente nada y que no se reprocha nada, tiende a la impenitencia final; y que sin
un milagro de la gracia, una desemboca en la otra. La segunda, que no hay lógica en
absoluto ni remordimientos donde no hay luces e instrucción; y al contrario, el alma
iluminada no se puede permitir el pecado sin extrañas rebeliones de conciencia.
Concluimos, pues, que no hay casi nada que esperar en el orden común de la gracia
para la salvación de los niños que no reciben ni instrucción ni educación cristiana; y
que al contrario, quienes se desordenan al salir de las escuelas gratuitas, llevan el
remedio a sus desórdenes en un fondo de luces, de las que la gracia saca fruto a la
larga.
La primera ventaja de las escuelas gratuitas para los niños es la instrucción. La
segunda no es menor, la educación cristiana. Después de todo, quienes conocen la
voluntad de su Señor y no la observan, son más culpables que aquellos que no están
instruidos en ella. Según la palabra de Jesucristo, conocer el bien y practicarlo forman
74 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

los dos artículos de la ciencia del cristiano. Para observarla hay que conocerla. Así, es
gran ventaja tener una escuela donde este aprendizaje sea gratuito. El segundo, aún
más perfecto, es ser introducido como de la mano en la práctica del bien, por
lecciones sostenidas con los ejemplos.
<48>
En efecto, estos maestros y estas maestras de caridad que se entregan al bien
público en las escuelas gratuitas, se encargan de unir la educación a la instrucción
cristiana. No se contentan con aclarar la mente, sino que se aplican a reformar el
corazón. Aprendiendo los principios de la religión, aprenden la moral de Jesucristo,
y se aplican aún más a formar las costumbres que a cultivar la mente. ¿Cómo?
Enseñando a los niños a orar; y a orar con atención, fervor y modestia; llevándolos
a la santa misa todos los días y enseñándoles la manera de oírla con fruto;
conduciéndolos los domingos y fiestas a los oficios de la parroquia, y dándoles el
ejemplo de asistir a ellos con religiosidad y recogimiento; inspirándoles el deseo de hacer
una buena confesión general, y ayudándoles a disponerse a ella; y preparándoles a su
primera comunión, sin olvidar nada de lo que es necesario para que la hagan con
provecho.
Sin entrar en el detalle de todas las demás prácticas de piedad que se inspiran y que
están en uso en las escuelas cristianas, como el recitar bien el rosario, ponerse en la
presencia de Dios cuando da la hora; a elevar a menudo el corazón a Dios durante el
día; a expresar los actos de fe, de esperanza y de caridad; a ofrecer sus acciones a
Dios; a visitar el Santísimo Sacramento; a comenzar y terminar bien la jornada y el
año; a consagrarse a la Santísima Virgen; a hacer el examen diario de su conciencia, y
otras cien prácticas parecidas; las que acaban de enunciarse manifiestan las ventajas
inestimables que los niños sacan de las escuelas cristianas. Estos frutos son frutos
esenciales, permanentes y durables, y que se manifiestan a todo lo largo de la vida.
Un tercer beneficio que los niños encuentran a mano es la huida de la ociosidad
y de la holgazanería. Esta juventud disipada se encuentra felizmente, útilmente y
santamente ocupada una parte de la jornada en una escuela cristiana; los ejercicios
que en ella se hacen están todos a su alcance y acomodados a su edad. Mientras
aprende a leer, a escribir, a contar, el catecismo, a recitar las oraciones de mañana y
tarde y a cantar cánticos espirituales y cosas semejantes, se encuentra apartada de mil
pensamientos del mal, alejada de compañías peligrosas y prevenida contra juegos que
amenazan la inocencia. A los padres les resulta más fácil hacerles pasar del trabajo
serio de la escuela o otro más duro, y acostumbrarlos insensiblemente a no perder
el tiempo y a ganarse la vida. Mientras que cuando están acostumbrados a la
holgazanería, a las diversiones frívolas, a juegos y a bromas, a errar de acá para allá,
vagabundos y ociosos, es muy difícil para los padres y madres retenerlos en casa y
tenerlos ocupados cuando la edad les permite trabajar y lo exige la necesidad.
En fin, la cuarta ventaja que estos pobres niños encuentran en las escuelas de
caridad, es un fondo de religión difícil de borrar en lo sucesivo, y que incluso al
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 75

pecado le cuesta destruir en la edad avanzada, porque ha echado profundas raíces en


sus almas cuando era como tierra nueva y bien preparada. Adolescens juxta viam
suam, etiam cum senuerit, non recedet ab ea. El hombre abandona difícilmente el
camino en el que entró durante la juventud. No pierde fácilmente los pliegues que
adquirió con la edad. Si la persona enemiga puede sembrar en la edad avanzada la
cizaña sobre la buena semilla de la juventud, no puede impedir que germine ni que
sofoque toda su cosecha.
Si hay algunos que se malogran a lo largo de la vida en la práctica de la virtud que
<49>
aprendieron en la edad temprana y que no conservan las huellas de piedad que
recibieron en las escuelas cristianas, hay otros que nunca lo pierden, que son la gloria
de sus maestros o maestras, y que serán su corona en el cielo. ¿Qué deudores son los
niños, por lo tanto, hacia estos maestros y estas maestras de caridad, que los educan
sin esperanza de ganancia, que se encargan de formarlos en la piedad gratuitamente,
que velan por guardar su inocencia y que se aplican a alejar de ellos lo que puede
lesionarla, o les inspiran los medios de repararla, si la han perdido? ¿Cuán
agradecidos han de estar los padres a las personas que preparan a sus hijos para ganar
la vida temporal, y que la ponen en el camino de la eternidad?
Si se quiere tocar con el dedo el fruto de las escuelas gratuitas, compárense los
niños que las frecuentan, con aquellos que están en lugares donde no las hay. En
éstos, ¡qué ligereza, qué falta de modestia, qué falta de piedad no se da en las iglesias!
No saben ni lo que van a hacer allí, ni quién es el que reside en ella, ni lo que le deben,
ni lo que hay que hacer para honrarle. Entran allí como en un mercado público, y
permanecen con los ojos perdidos, la mente distraída, el corazón ocioso, y salen
de ella como entraron, hablando, riendo, bromeando, con escándalo. Toman sus
comidas y su descanso como las bestias, sin relación a Dios, incluso sin saber
ofrecérselas. Su alejamiento de los sacramentos es todavía menos pecaminoso que su
acercamiento, pues no saben ni lo que hay que decir, ni el modo de confesarse bien, y
se acercan al Santo de los Santos sin ningún discernimiento y con una estupidez
monstruosa.
Al menos se verá en los jóvenes discípulos de los Hermanos y de las Hermanas
dedicados a las escuelas cristianas, a niños que saben tributar a Dios, mañana y tarde,
los deberes de la religión que le son debidos, que saben lo que tienen que hacer en los
templos, y el modo de ocuparse de ello delante de Jesucristo, que saben examinar su
conciencia y confesarse bien, prepararse para la Santa Mesa, y conversar con
Jesucristo cuando lo han recibido, y que saben levantar su corazón a Dios y ofrecerle
sus acciones.
¿Son poca cosa estos frutos de las escuelas cristianas? ¿Se las puede estimar lo
suficiente? ¡Qué celo no se debe tener por una obra tan fecunda en bienes y en
méritos!
76 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

CAPÍTULO III

Necesidad de la Institución de los Hermanos y de las Hermanas


de las Escuelas Cristianas y Gratuitas por la necesidad
de instruir separadamente a los niños de los dos sexos

Aun cuando se quisiera olvidar todo lo que aquí se ha referido a favor de la


Institución de los Hermanos y de las Hermanas de las Escuelas Cristianas, incluso
cuando uno se obstinara en los falsos prejuicios que se adoptan fácilmente contra los
nuevos establecimientos, una reflexión debe prevalecer a favor de éstos y
reconciliarlos con sus mayores enemigos, si no son totalmente indiferentes al bien del
Estado y de la Iglesia, y sobre la pureza de costumbres de los niños de uno y otro sexo.
<50>
Pues me atrevo a adelantar que la inocencia de la juventud corre siempre grandes
peligros en las escuelas ordinarias, donde los dos sexos se hallan juntos. Es cierto que
este peligro no afecta a los hijos de los ricos y acomodados, pues son instruidos y
educados separadamente: los chicos, en los colegios o con preceptores; las chicas, en
los conventos o con educadoras. Si a veces los padres encargan a maestros calígrafos
enseñar a escribir y la aritmética a sus hijas, de ordinario es sin peligro, pues es en sus
casas y bajo sus ojos donde se dan estas lecciones. Pero no ocurre lo mismo con los
niños nacidos de padres que no son acomodados. No se podría creer cuán en peligro
está su inocencia en las escuelas ordinarias, donde hay mezcla de los dos sexos. Para
exponer en pocas palabras los inconvenientes que van detrás de esta promiscuidad, he
aquí tres hechos de los que considero tan notoria su verdad, que no creo que nadie se
aventure a contradecir.
El primero: de ordinario en las escuelas mercenarias, los niños de diversos sexos se
admiten indiferentemente; con tal que aporten el precio de los servicios que vienen a
solicitar, todos son bien recibidos. Es muy raro que personas que viven de ese oficio
teman los inconvenientes de esta promiscuidad.
El segundo hecho es que en las escuelas gratuitas y cristianas es inviolable la
norma de no admitir a niños de diferente sexo. Nunca una niña entra en la escuela de
los Hermanos; ni tampoco entra en la escuela de las Hermanas un chico para ser
instruido, por muy pequeño que sea. Si esto ocurriera sería visto como un gran
escándalo.
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 77

I. Inconvenientes de las escuelas comunes para los dos sexos


El tercer hecho consiste en que la promiscuidad de sexos en las escuelas es
infinitamente peligrosa. Basta usar la razón y consultar las inclinaciones del corazón
humano para estar de acuerdo. La evidencia de este aserto se puede sentir en lo que
acabo de decir. Si una chica fuese admitida en una escuela de los Hermanos para tener
plaza en él y ser instruida entre los chicos, o si un muchacho fuese recibido entre las
chicas para ser instruido en una escuela de Hermanas, uno se escandalizaría. ¿Pues
por qué no se escandaliza uno del mismo caso que es tan habitual en las otras
escuelas? Reflexiónese sobre ello.
¿Por qué se escandalizaría uno si los sexos estuvieran mezclados en las escuelas
cristianas? ¡Ah!, es porque tal promiscuidad tiene grandes inconvenientes: 1.°, por
parte de los niños; 2.°, por parte de quienes les enseñan; 3.°, porque repugna a la
modestia y a la prudente precaución que debe alejar a ambos sexos y ponerlos en
recelo uno del otro.
Por estas razones sostengo que la Institución de los Hermanos y de las Hermanas
para las escuelas gratuitas es necesaria para el bien de la Iglesia y del Estado, para que
los niños de sexo diferente sean instruidos y educados en ellas separadamente. Donde
se da esta promiscuidad, los inconvenientes son grandes.

1. Inconvenientes de esta promiscuidad respecto de los niños


La inclinación de uno por otro es recíproca en los dos sexos. Esta inclinación nace
con nosotros y perdura a pesar de nosotros. Este atractivo es innato y no muere en el
hombre antes que el hombre. El único remedio a este mal del corazón tan natural y tan
viejo, fundado en la misma naturaleza, es el recelo, la huida, la precaución. La
ocasión en esta materia es desgraciadamente fecunda para el mal. Quien no lo evita
busca la caída. Los corazones más puros y más enteros sólo hallan en ellos debilidad
en estos encuentros, y sucumben insensiblemente si no se apartan de la ocasión. La
razón, por muy luminosa que sea, la probidad, por muy perfecta que se la
<51>
suponga, no pueden defenderlos. Sólo la gracia puede sostener en un paso tan
deslizante; pero no se promete a los temerarios que presumen de sus fuerzas.
Si esto es verdad, en general, incluso de quienes tienen un perfecto conocimiento
del bien y del mal y que temen la traición de un vicio que sorprende a los más castos
que no están vigilantes, si todo el uso de su razón y cuantas reflexiones puedan hacer
no consiguen, sin la gracia, preservarles de la corrupción, cuánto más verdadero será
respecto de los niños, que todavía no saben hacer más que un uso muy débil de su
naciente razón, y que con frecuencia sólo hacen uso de ella para perder su inocencia,
y que siendo poco susceptibles del temor de Dios, del horror del pecado y de las
impresiones de la gracia, reciben con facilidad asombrosa las del vicio y las de los
malos ejemplos.
78 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Cuando las chicas y los chicos se encuentran juntos asiduamente todos los días y
mucho tiempo, cuando van a sus escuelas y al vuelven, ¿quién puede decir el peligro
en que se hallan, y cuán fácil es familiarizarse, jugar juntos, entregarse a juegos y a
bromas inconvenientes? Entonces el demonio dispone de todo el tiempo y libertad
para sugerirles curiosidades maliciosas, libertades peligrosas, inmodestias que hieren
el pudor y que alteran la pureza. Un solo niño entre ciento basta para pervertir a los
otros. Se hace un pequeño satanás que sienta escuela del mal y que lo enseña
infaliblemente. Si todos fueran inocentes al principio, no lo serían mucho tiempo. El
demonio conoce el arte de manchar la imaginación, sorprender los ojos, entrar por los
oídos y atacar al corazón con ideas de sensualidad. Antes que los dos sexos se
aproximen, él está en medio de ellos, y sabe atrapar insensiblemente en muchas clases
de pecados, con los nacientes atractivos de la voluptuosidad o de la curiosidad que les
sugiere, y esto sucede inevitablemente; y sin un milagro, no puede suceder de otra
manera.

2. Inconvenientes de esta promiscuidad


respecto de los maestros y maestras
Si el peligro respecto de los niños es grande, no lo es menos respecto de los
maestros y maestras. Por mucha prudencia y precaución que les exija su puesto, les es
muy fácil olvidar lo que son cuando están a su alcance objetos que les impresionan.
Aunque unos fuesen Josés y las otras Susanas, encuentran causas de caídas en su
escuela, o al menos materia de continua tentación. ¡Ay!, qué fácil es en estos
encuentros, que un maestro de escuela se haga semejante a los dos jueces
corrompidos que se dejaron seducir por los atractivos de la inocente hermosura de la
hija de Elcías, que cierre los ojos al cielo y no se acuerde más de los juicios del Señor.
La autoridad que tiene favorece su perversión; la sencillez de los niños que instruye le
da la facilidad; el derecho que se toma en corregirles es una trampa que su deber
parece ocultar. ¿Cuántos han sido tentados en estas ocasiones, cuántos se han sentido
vacilantes y cuántos han caído? ¿No ha ocurrido nunca tal escándalo? La carta del rey
Luis XIII escrita al obispo de Poitiers en fecha del 15 de diciembre de 1646 testifica
que sucedió en Poitiers. ¿En cuántos otros lugares ha sucedido este escándalo?
He aquí lo que he oído salir públicamente de la boca de un obispo muy celoso, muy
vigilante y muy ocupado de las funciones de su ministerio (Tom. 1, des Mémoires
nouveaux du Clergé, título 5, de las Escuelas menores, chap. 2. n. 14, p. 977). En el
curso de sus visitas no dejaba de exhortar a los habitantes a que hicieran lo posible
para contar con una maestra de escuela piadosa y capaz de instruir y educar bien a las
niñas; y como en casi todas partes encontrase
<52>
contradicción, porque los campesinos se alborotaban para mantener su derecho de
enviar a las niñas, igual que a los niños, a la escuela del maestro (magister), el prelado
se vio obligado a aplicarles las palabras de Jesucristo a los hijos de Zebedeo: Nescitis
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 79

quid petatis. No sabéis lo que pedís. Pues me obligáis a decir lo que quisiera sepultar
en un eterno olvido, que me he visto forzado a prohibir más de una docena de
maestros, porque estos desgraciados se convertían en corruptores de aquellas que les
eran enviadas para instruirlas.
No debo olvidar de hacer notar que la diócesis de este vigilante pastor era pequeña.
Pues si en una diócesis poco extensa hallaba tan alto número de seductores entre los
poco numerosos magisters, ¿a quién confiaban los imprudentes padres la instrucción
de sus jóvenes hijas? ¿Cuántos diablos semejantes encuentran las muchachas jóvenes
y sencillas, en las diócesis grandes, en aquellos que se les da por maestros?

3. Inconvenientes de esta promiscuidad respecto de la cortesía


Aun cuando no hubiera peligro alguno que temer en esta promiscuidad de sexos, ni
para los maestros y maestras ni para los niños, caso que no se debe jamás suponer en
la práctica; y aun cuando sucediera por milagro que jamás hubiera ni sombra de
escándalo, al menos se deberá estar de acuerdo en que la decencia no permite mezclar
los sexos en las escuelas, y que tal mezcla es contraria a la buena educación.
Después de todo, las niñas por naturaleza son más tímidas, más sumisas, más
dóciles y más fáciles de guiar que los chicos, que por temperamento son más vivos,
atrevidos, petulantes y rebeldes y menos susceptibles a la vergüenza y a las buenas
impresiones. En consecuencia, siempre hay que temer que en su presencia y con sus
ejemplos las niñas se disipen, se hagan osadas y pierdan su dulzura, su pudor y su
flexibilidad natural; y es lo que sucede siempre. Las muchachas que son educadas con
los chicos se hacen más atrevidas, despreocupadas, insolentes y descaradas.
Además, ¿es posible que un maestro enseñe de lejos, sin aproximarse nunca, tocar,
golpear, halagar, alabar, acariciar o corregir?, ¿es posible que lo pueda hacer respecto
de las chicas sin herir la cortesía y la honestidad?
De igual forma, ¿se puede suponer que los niños de sexo diferente se encuentren en
una escuela juntos una parte de la jornada, sin mirarse, aproximarse, tocarse,
empujarse, tirarse, golpearse o acariciarse, o sin jugar juntos, sin hallarse nunca en
lugar apartado, al ir a la escuela o al volver de ella? Pues bien, si el pudor, la modestia
y la pureza no tienen nada que temer de estos inconvenientes, ¿los pueden admitir la
cortesía, la honestidad y la buena educación?
Estas reflexiones, expuestas en breves palabras, ponen en evidencia la necesidad
del Instituto de los Hermanos para la instrucción cristiana de los muchachos y el de
las Hermanas para la educación de las chicas.
80 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

II. Ordenanzas de nuestros reyes que prohíben


esta promiscuidad en las escuelas
Apoyo lo que acabo de decir en las ordenanzas de los obispos y de nuestros Reyes,
que han establecido que las escuelas para los chicos deben ser atendidas por los
hombres y las de chicas por mujeres o señoritas, sin que los muchachos y las
muchachas puedan ser admitidos en las mismas escuelas, por ninguna razón ni
pretexto, como se puede ver en el art. XLV del cap. 2, tít. 5, de las escuelas menores,
del primer Tomo de las Memorias del Clero, p. 1078 ss. En él se hace notar que hay
reglamentos sobre esta materia en las ordenanzas de la mayoría de las diócesis; y se
indican tres de la diócesis de París que
<53>
muestran su importancia. En la primera, que es de Mons. Pierre de Gondy, obispo
de París, del 4 de abril de 1570, se prohíbe a todos los maestros de escuela, so pena de
excomunión, incursa por el mero hecho, recibir a chicas en sus escuelas, y a las
maestras recibir chicos de cualquier edad, según el Edicto del Rey y Disposición del
Parlamento, publicado a son de trompeta y anuncio público en los barrios de París.

III. Prohibición de esta mezcla por las disposiciones de los obispos


Mons. Jean-François de Gondy, arzobispo de París, renueva esta prohibición bajo
las mismas penas, por su ordenanza del 8 de enero de 1641, según los estatutos
sinodales de su diócesis hechos por él y por sus predecesores.
El Sr. Hardoüin de Perefixe confirmó las mismas prohibiciones y bajo las mismas
penas en su ordenanza del 10 de mayo de 1666. Sus razones y palabras merecen que
se transcriban. «No hay nada más ventajoso —dice— para destruir el imperio del
pecado en la Iglesia y para hacer reinar a Jesucristo en su pueblo, por la pureza de
costumbres y de doctrina, que imprimir firmemente y cuanto antes en las mentes
de los jóvenes sentimientos y disposiciones dignas de la santidad de nuestra religión;
pues no hay nada más fácil de corromper con los malos ejemplos, con las
conversaciones peligrosas y con las depravadas costumbres del siglo, que estas
mismas mentes; y no hay nada más difícil de desarraigar que las costumbres que adquieren
a esta edad; de igual forma, nada más fácil que comunicarles con los elementos de las
letras las santas y saludables disposiciones de las virtudes cristianas, tan fuertes y tan
poderosas que las conserven toda su vida para su propia santificación y para gloria de
la Iglesia. El conocimiento de esta importante verdad ha obligado a nuestros
predecesores a poner entre sus mayores cuidados el de la instrucción de la juventud,
y a velar con particular interés sobre las escuelas menores y sobre los maestros y
maestras escogidos para asegurar su mantenimiento. Lo cual les ha parecido tan
importante que han provisto a la orientación y al buen orden de dichas escuelas
mediante varios Estatutos Sinodales y Reglamentos generales, que con frecuencia
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 81

fueron renovados en los Sínodos particulares que hicieron celebrar sobre el asunto de
las escuelas menores. Pero aun cuando todo el mundo reconoce la utilidad e incluso la
necesidad de estos Reglamentos, todos los días tenemos conocimiento de que son
violados en diversos lugares; lo cual causaría notable perjuicio a la educación de los
niños, si no fuera remediado de nuevo con nuestra autoridad. Por estos motivos,
renovando en cuanto sea o fuere necesario dichos Reglamentos, y entre otros el del 8
de enero de 1641, expresamente, so pena de excomunión, censuramos y prohibimos a
todos los maestros de escuelas, a los maestros calígrafos y a todas las demás personas,
de cualquier condición o rango, en todo el territorio de esta ciudad, barrios y diócesis
de París, recibir o admitir en el futuro en sus escuelas a cualquier niña, bajo ningún
pretexto; como también a las maestras el recibir en sus escuelas a ningún chico.
Queremos y ordenamos, bajo las mismas penas de excomunión, que si en alguno de
los lugares citados se ha introducido este mal proceder, en el plazo de tres días
después de haber tenido conocimiento de la presente orden nuestra, dichos maestros
de escuela y maestros calígrafos despidan a las muchachas, y las maestras despidan a
los muchachos. Y en cuanto a las parroquias rurales, en las cuales no hay suficientes
niños para sostener a un maestro y a una maestra de escuela a la vez, ordenamos, bajo
las mismas penas, que los chicos y las chicas sean instruidos en sitios separados o a
horas distintas. Bajo iguales penas, ordenamos también a los padres y madres
<54>
que retiren a sus hijos en el mismo plazo de tiempo; y si dejaran de hacerlo en tal
plazo, declaramos excomulgados, ipso facto, tanto a unos como a otros».
Hemos visto antes cómo Luis XIII, informado de un gran escándalo sucedido en
una escuela, en la que un maestro admitía niñas, escribió una carta al señor obispo de
Poitiers, para ordenar que en lo sucesivo las escuelas para los chicos fuesen dirigidas
por hombres, y las de las chicas fuesen dirigidas por mujeres o señoritas, sin que
nunca los muchachos y las muchachas pudieran ser admitidos en las mismas
escuelas, bajo ninguna razón ni por pretexto alguno.
Como consecuencia de esta carta del Rey, y para ejecución de lo que en ella se
mandaba, el señor obispo de Poitiers estableció una ordenanza del 7 de enero de 1641
(lo. cit, p. 978, p. 980), sobre esta cuestión, que fue seguida con la del Lugarteniente
General, del 19 de febrero de 1641, para la ejecución de dichas Cartas y mandatos.
Estas piezas se recogen en el tomo I de las Nuevas memorias del Clero. También se
recoge una disposición del Parlamento de París del 19 de mayo de 1628 (p. 1056; p.
1065), que hace expresas censuras y prohibiciones a los maestros de recibir
muchachas en sus escuelas, y a las maestras de admitir muchachos.
Esta disposición es confirmada por otra del 7 de febrero de 1654, por la cual la
Corte impone al chantre de la Iglesia de París ordenar que los maestros no admitan
chicas en sus escuelas para instruir con los chicos; e igualmente, que las maestras de
escuelas no admitan ningún chico con las muchachas. También se ve una carta del
Rey al señor obispo de Châlons, del 16 de mayo de 1667 (p. 1084), regulando que las
82 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

escuelas de chicos sean atendidas por hombres honrados; y las de chicas, por mujeres
o señoritas, y que los chicos y las chicas no estén en la misma escuela.
Se recoge además en el mismo lugar (p. 1085) una Sentencia de Solicitudes del
Palacio, del 5 de enero de 1677, que prohíbe a los maestros de las escuelas menores de
la ciudad y diócesis de Amiens, recibir niñas en sus escuelas, y a las maestras recibir
niños. Van Espen, en el lugar que se va a citar en seguida, se vale de esta Disposición
del Parlamento para probar nuestra tesis, y añade que hay otras parecidas en el
informe del autor del Diario de Audiencias.
Separar las escuelas de chicos y de chicas fue por lo que Luis XIV ordenó que en
los lugares donde no hubiera fondos, se pudiera imponer sobre todos los habitantes la
suma de ciento cincuenta libras al año para los maestros, y cien libras para las
maestras. Este edicto es del 13 de diciembre de 1698, y se registró en el Parlamento de
París el 20 del mismo mes y año.

IV. Prohibición de esta promiscuidad por los Concilios


Estos Reglamentos no son nuevos. El Concilio de Aix, celebrado en 1585, había
ordenado expresamente (Tit. de fidei rudimentis et Scholis Doctrinae Christianae.
Tit. XXIX. De Seminariis majoribus et minoribus Scholis Con VI) centros escolares
para los muchachos y para las muchachas, para separarlos.
El de Bourges, celebrado un año antes, había ordenado confiar la instrucción y
la educación de las muchachas a viudas o a mujeres de costumbres y vida
irreprochables.
Esta disciplina tan necesaria al buen orden y a la conservación de la inocencia de
los niños no es privativa de Francia. Los obispos de Flandes también han dado
hermosos reglamentos, como lo refiere Van Espen (to. I, p. 2, tít. XI, c.5, n. 19). Así,
el primer cuidado del Escolano y de aquellos a quienes está confiado el cuidado de las
escuelas, dice este autor, debe ser poner atención a que los niños no encuentren la
pérdida de su inocencia en las escuelas destinadas a conservársela, por parte de sus
compañeros o incluso de sus mismos maestros. Por eso el propósito de nuestros
Concilios es que los niños sean instruidos sólo por hombres, y que las chicas sean
instruidas sólo por personas de su sexo, tanto en las Escuelas Dominicales como en
las otras;
<55>
y que en los sitios donde no fuere posible observar este Reglamento, se tenga mucho
cuidado en separar a las chicas de los chicos, y alejarlos unos de otros en los
catecismos que se les den. Esto es lo que manda hacer el Concilio de Malinas, p. 11,
Tit. 20, c. 3. Y el de Cambrai, del año 1614, Tit. 2, c. 2, con estas palabras: Que no se
mezcle a los niños de sexo diferente, sobre todo en las escuelas de las ciudades y de
las localidades más grandes; sino que en la medida de lo posible, las chicas sean
enseñadas por personas de su sexo, y los chicos por varones. Easdem Scolas in
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 83

oppidis praesertim et aliis locis celebrioribus simul non frequentent pueri, et puelle;
sed viri masculis, faeminae puellis, quantum fieri potest instruendis praesint.
Si con estas pruebas es evidente que los obispos, los Reyes y los primeros
magistrados del Reino concuerdan en este deseo de que las escuelas para los chicos
estén separadas de las de chicas, y que existen prohibiciones muy expresas de admitir
en una misma escuela a los unos con las otras, también es notorio que estos
Reglamentos tan prudentes, tan santos y tan necesarios, son violados con
atrevimiento e impunemente, casi por todas partes; y que la mayoría de los maestros y
maestras mercenarios tratan de llenar sus escuelas con chicas y chicos.
En consecuencia, sólo se puede esperar que la instrucción se separe para unos y
para otros en las escuelas cristianas y gratuitas. Eso es lo que hoy las hace tan
necesarias y provechosas.
84 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

CAPÍTULO IV

Donde se demuestra por la Sagrada Escritura, por la doctrina


y el ejemplo de los santos, por los decretos de los Concilios
y de los obispos y por las ordenanzas de nuestros Reyes,
la estima que debe tenerse a los Institutos de maestros y maestras
de Escuelas cristianas y gratuitas y el celo que se debe tener
en procurar estos establecimientos

Hemos visto antes que la manera de instruir, sencilla y familiar, que se parece más
a la forma de dar los catecismos que a la de hacer sermones, fue aquella de la que se
sirvieron el gran Maestro de la Sabiduría celestial, y los apóstoles después de él.
Los discípulos de estos hombres divinos no introdujeron otro método. Las
instrucciones sencillas y sin artificio perduraron en la Iglesia todo el tiempo en que su
primitivo fervor no se relajó. Esto es tan verdadero, que el máximo argumento que
emplean los críticos contra ciertas obras atribuidas a los más antiguos Padres de la
Iglesia es que no muestran la sencillez de aquellos primeros tiempos. Esto es
suficiente, a su modo de ver, para concluir que no les pertenecen.
Hemos visto que la función de catequizar e instruir a los catecúmenos era una
función asignada al episcopado; y que cuando la multitud de quienes solicitaban el
bautismo obligó a los obispos a descargar este cuidado en otros, su elección recaía en
las personas más sabias y de la más elevada reputación.
Al bautismo sólo se admitía a aquellos que estaban instruidos a fondo en la
doctrina cristiana; y este cuidado de enseñar la doctrina cristiana era el oficio o de los
obispos o de los mayores Doctores de la Iglesia.
<56>
Las cosas se mantuvieron así hasta que el mundo conocido, después de haber
llegado a ser cristiano casi en su totalidad, a causa de la falta de catecúmenos hizo
decaer insensiblemente la función de catequizarlos. Durante todo este tiempo, los
padres y las madres, y en su defecto los padrinos y las madrinas, perfectamente
instruidos en la doctrina cristiana y celosos de la salvación de sus hijos, tenían
cuidado de enseñársela. Por eso los maestros adecuados para enseñar a la juventud no
fueron necesarios hasta que los padres, faltando a su deber, descuidaron la instrucción
y la educación de aquellos que habían traído al mundo.
Pues bien, desde entonces la Iglesia puso mucho cuidado en procurar escuelas
cristianas y gratuitas y recomendar a sus ministros explicar el catecismo con celo y
asiduidad. Nunca se olvidó la Iglesia de ello; y siempre, de tiempo en tiempo, ha
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 85

alentado a sus ministros con nuevos decretos a que no descuiden la labor de


catequizar y de enseñar a los niños y a los ignorantes la doctrina cristiana.
Teodulfo, obispo de Orleans, en su Capítulo celebrado en 797, recomienda mucho
a los sacerdotes sostener en las ciudades y pueblos escuelas gratuitas, para enseñar en
ellas a los niños con mucha caridad, sin exigir ni recibir nada. Cum ergo eos docent
nihil ab eis pretii pro hac re exigant, nec aliquid ab eis accipiant, excepto quod eis
parentes caritatis studio sua voluntate obtulerint.
Gautier, obispo de Orleans, renovó este Decreto de Teodulfo, uno de sus
predecesores, según el cual, en el cap. 3 de sus Capitulares, ordena que cada sacerdote
tenga su clérigo que pueda atender la escuela en la iglesia: Ut unusquisque Presbyter
suum habeat clericum, quem religiose educare procuret, et si possibilitas illi est,
scholam in Ecclesia habere non negligat solerteque caveat, ut quos ad erudiendun
suscipit, caste sinceriterque nutriat.
Hincmaro, arzobispo de Reims, ordenó lo mismo en su diócesis, según parece, en
su segunda Capitular, cap. II, donde dice, hablando de los párrocos, que se debe
examinar si tienen un clérigo capaz de atender la escuela: Si habeat clericum qui
possit tenere scholam.
El Canon Ut quisque, ext. de vita et honestate clericorum, atribuido a un antiguo
Concilio de Francia celebrado en Mâcon, contiene lo mismo: Ut quisque Presbyter
qui plebem regit, clericum habeat... qui possit Scholas tenere, et admonere suos
parocianos, ut filios suos ad fide in discendam, mittant Ecclesiam. Los obispos han
dado también bastantes decretos, cada uno en su diócesis. Yves de Chartres dio uno
en la suya, en el cual retomaba los términos del Canon que se acaba de citar, tal como
aparece en las notas sobre este Canon.
El Concilio de Maguncia del año 813 crea para los sacerdotes la norma de instruir
con cuidado a los fieles en las verdades de fe contenidas en el Símbolo y en la oración
dominical, y castigar con ayuno y otras penitencias la ignorancia pecaminosa de
quienes descuidan enseñarlo, y también obligarles a enviar sus hijos a la escuela para
que sean instruidos en ella en las verdades de la fe: ut fidem Catholicam recte discant.
El de Valencia del año 855 recomienda mucho el restablecimiento de las escuelas
cristianas, y señala la negligencia que se había tenido al dejar caer ayudas tan
necesarias como el origen de la ignorancia de las cosas de Dios y de la fe, que se veía
por todas partes... Quia ex hujus studii longa intermissione, pleraque Ecclesiarum
Dei loca et ignorantia fidei et totius scientiae inopia invasit.
De igual modo, Herardo, arzobispo de Tours, en su Capitular del año 858, cap. 17,
recomienda a los sacerdotes el establecimiento de las escuelas. Ut scholas Presbyteri
pro posse
<57>
habeant. Si estos prudentes reglamentos sobre la instrucción y sobre la educación de
los niños hubiesen sido exactamente observados, la Iglesia se habría preservado, sin
86 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

duda, de este diluvio de males con que ha sido afligida en los últimos siglos, cuya
causa se atribuye a la funesta ignorancia de la doctrina cristiana, que no deja de ir
seguida de una horrible depravación de las costumbres. Pero Dios, que por su bondad
infinita asiste siempre a su Iglesia, envió en su ayuda, entre otros varios grandes
santos y grandes doctores, al incomparable san Carlos Borromeo.
Este santo cardenal, persuadido de que el mal provenía de la ignorancia de la
doctrina cristiana y de la mala educación de los niños, creyó que la curaría en su raíz si
pudiera multiplicar las escuelas cristianas y caritativas; y a ello se aplicó con un celo
infatigable, como se va a referir en seguida. Para inspirar este mismo celo a todos los
ministros de los altares, dio sabios y enérgicos decretos en todos sus Concilios de
Milán, para obligarles a dar con cuidado el catecismo y para procurar
establecimientos de escuelas de la doctrina cristiana. En el primero, que celebró el
año 1565 (part. I, Tit. 4, de fidei initiis a parocho tradendis, initio), ordena a los pastores
que enseñen cada uno en su parroquia todos los domingos y fiestas los elementos de
la fe, y que hagan ir al catecismo a los niños inmediatamente después de la comida, a
son de campana. Y más aún: pues de haber instituido en Milán una Compañía de la
Doctrina Cristiana, es decir, una sociedad de personas celosas y capaces de enseñar o
de hacer enseñar la doctrina cristiana, buscó todos los medios para establecer por
doquier otras semejantes, como se explicará más tarde; pero como no era posible
encontrar en todas las parroquias personas adecuadas para constituir tales sociedades,
para suplirlo estableció en su segundo Concilio de Milán del año 1569 (Tít. I, Decr. 2,
paulo post medium), que en cada localidad se escogieran dos o tres hombres
prudentes y piadosos que cuidasen de reunir a todos los niños y jóvenes para llevarlos
al catecismo.
En su tercer Concilio de Milán, del año 1573 (tít. 2, de Scholis Doctrinae
Christianae, paulo ante medium), tuvo buen cuidado de exhortar a los obispos a
comprometer por todos los medios a numerosos hombres y mujeres de todas las
condiciones, de todos los estados y de cualquier edad, pero de costumbres seguras y
puras, a que se inscribiesen en estos tipos de Sociedades de la Doctrina Cristiana, y a
concederles u obtener importantes indulgencias para animarlos. También tuvo
cuidado de que las escuelas cristianas estuviesen establecidas en todos los hospicios y
en otras casas piadosas de diferente sexo.
En el cuarto Concilio de Milán, del año 1576 (parte 2, tít. 26, de Scholis Doctrinae
Christianae, circa initium), prescribió todos los medios imaginables para que ni la
lluvia, el frío, el invierno o la lejanía de la iglesia impidiesen el mantenimiento de las
Escuelas de la Doctrina Cristiana.
Me atrevo a decir que el celo por las Escuelas de la Doctrina Cristiana había
prendido en Francia antes, incluso, de san Carlos Borromeo; pues el Canon 13 del
Concilio de Ruán, celebrado en 1445, supone que ya de antiguo existían escuelas,
fundadas para la instrucción de la juventud, pues ordena que se confíen sólo a
personas de edad, de costumbres y cualidades apropiadas para dirigirlas bien.
Todavía hay, en efecto, varios lugares donde subsisten estas antiguas fundaciones, al
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 87

menos en parte; y desde hace mucho se había instituido en las catedrales una
dignidad, con el nombre de Escolano, o canciller, o chantre, para atenderlas.
El Concilio de Narbona, del año 1551, llevó la precaución más lejos; pues ordena a
quienes tienen el derecho de escoger los maestros de escuela, presentarlos al obispo o
a su Vicario Mayor, o a los otros eclesiásticos, que tienen la autoridad de aprobarlos, ya
<58>
por el derecho, ya por la costumbre, para que sean examinados por ellos sobre la vida,
costumbres, fe y doctrina. Esta precaución tan necesaria llegaba algo tarde, pues los
nuevos errores ya habían hecho llamativos progresos, con el apoyo de los maestros de
escuela luteranos y protestantes.
Este Concilio, además, ordena a estos maestros de vida pura e irreprensible, fe no
sospechosa y doctrina ortodoxa, que instruyan con cuidado a los niños en las
verdades de la salvación y enseñarles la oración dominical, la salutación angélica, el
símbolo de los Apóstoles, el Confiteor, la Salve Regina, el Oficio parvo de la
Santísima Virgen, los salmos penitenciales, con las Letanías de los Santos y las
oraciones por los difuntos, y llevarlos a la iglesia todos los domingos y fiestas. Cui
exacte praecipiatur, ut singulis diebus dominicis et festis ad templum juvenes ducat...
La Asamblea general del Clero de Francia, en Melún, en 1579, insiste en estos
sabios reglamentos, pues advierte a los maestros de escuela que su vida misma debe
ser una gran enseñanza del bien vivir, y que su cuidado ha de ser educar a los niños en
la piedad y en las buenas costumbres, apartarlos de la lectura de libros heréticos y
profanos y de aquellos que llevan al espíritu las ideas de la voluptuosidad, que deben
tener como su principal deber instruirlos bien en las verdades de la fe, y llevarlos ellos
mismos a la misa de la parroquia, no sólo los domingos y fiestas, sino todos los demás
días, según el reglamento del Concilio de Letrán, y en fin, cuidar de que sean
educados en la fe católica, instruyéndolos en el catecismo del papa Pío V.
El Concilio de Ruán del año 1631, can. I, recomienda mucho a los obispos que
restablezcan las antiguas escuelas en sus diócesis, y que procuren su establecimiento
en los lugares donde no haya, para educar a la juventud en los caminos del Señor.
Nada más hermoso que lo que dice a este propósito el de Burdeos, del año 1533,
Tít. 27, de las Escuelas: «Con mucha razón —dicen los Padres de este Concilio— un
sabio del siglo dejó por escrito que nada es más importante que la buena educación de
los niños. La juventud, en efecto, es la esperanza y la reserva de la República, que
produce frutos de admirable sabor, si se tiene cuidado de cultivarla en la más tierna
edad; y que, al contrario, no produce ninguno, o los da muy amargos, si se la descuida.
Por consiguiente, ningún medio más seguro y más corto para originar la reforma en
todos los cuerpos de la República Cristiana, que el cultivo de la juventud. Y puesto
que nuestro primer cuidado debe ser procurar una educación santa y cristiana a los
niños, ordenamos que no se proponga a nadie para las Escuelas que sea sospechoso de
error, o de malas costumbres, y que no haga la profesión de fe que hemos prescrito...
Así, pues, por todos los medios posibles hay que proveer a todas las parroquias, o al
88 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

menos a las más importantes, de maestros de escuela que sean capaces de instruir a
los niños en las verdades de la religión, enseñarles los artículos de la fe, los
mandamientos de Dios, la oración dominical y cosas parecidas».
El Concilio de Aix, celebrado en 1585, va más lejos. Después de haber mandado a
los obispos que obliguen a todos los párrocos a dar el catecismo a los niños todos los
domingos y fiestas, y llamarles a toque de campana a ciertas horas, añade: «Para que
los párrocos puedan ser ayudados en este ministerio, incluso por laicos, el obispo
debe hacer lo posible para establecer en todas las ciudades y pueblos Congregaciones
de la Doctrina Cristiana, y escuelas,
<59>
tanto para los chicos como para las chicas. En los sitios donde no puedan establecerse
este tipo de Congregaciones, escójanse dos o tres personas graves, que se encarguen
por principio de piedad de llevar a los niños a la iglesia, y ser instruidos por los
párrocos en los elementos de la fe. El obispo tenga, además, cuidado de hacer visitar
las escuelas y hacer que le rindan cuenta de la manera como son, el número de niños
que van a ellas y de cuanto pueda facilitar el progreso espiritual de estos tipos de
Congregaciones. Tenga también celo para procurarles buenos confesores y predicadores
capaces de inflamar cada día su celo por el cuidado de estas escuelas; y en fin, tenga
también cuidado el obispo de establecer en todos los hospicios y en otros sitios donde
se alimenta a hombres y mujeres, sobre todo donde se recibe a niños expósitos, este
tipo de Instituto dedicado a enseñar la Doctrina Cristiana».
El Concilio de Tolosa del año 1590, 3, P.C., 3, De las Escuelas, fija las mismas
normas: «Si todo tipo de ignorancia es funesta —dicen los Padres de este Concilio—
la de las cosas de Dios es infinitamente perniciosa. Por eso nunca es excesivo el celo
de los obispos en aplicarse a la instrucción y a la buena educación de la juventud
cristiana, sobre todo a procurarles la ciencia de las verdades de la fe, y de los deberes
del cristianismo. Obliguen a los párrocos a mirar como deber capital enseñar, por sí
mismos o por medio de otros eclesiásticos capaces de hacerlo, todos los domingos y
fiestas por la tarde, en la iglesia, a los niños y a personas que sean más ignorantes, la
manera de vivir bien, de orar, de confesarse y de comulgar. También tratarán de
establecer en cada ciudad, barrio y pueblos grandes Congregaciones de la Doctrina
Cristiana, según lo que ha sido aprobado por las Bulas de Pío V y Gregorio XIII.
Erigirán, pues, para los dos sexos, escuelas cristianas que estarán sometidas a estas
Congregaciones donde las haya, o a los párrocos del lugar. Y en fin, cuidarán de que
la doctrina cristiana contenida en el catecismo que se va a publicar por orden del
Concilio, se enseñe con celo en los hospicios y otros sitios donde haya numerosos
niños de los dos sexos». Van Espen, tom. 1, p. 2, tít. II, c. 5, de Scholis puerorum, se
refiere a reglamentos parecidos dados por los Concilios de Flandes.
De acuerdo con estos Reglamentos de los Concilios, obispos de Francia ordenaron
en sus diócesis el establecimiento de las escuelas para instruir a la juventud en las
verdades de la fe y de la religión. Es lo que se puede ver en los estatutos Sinodales de
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 89

París de 1674, de Amiens el año 1662, cap. 1, art. 8, de Beauvais en 1653, de Châlons
en 1657, 1661 y 1662; lo que se dice en el art. 8 de los de 1662 merece ser citado. He
aquí los términos: «Reservad todos los años alguna suma de dinero de los ingresos de
la parroquia para ayudar a sostener un maestro de escuela en los lugares donde no
hay, a causa de la pobreza de sus habitantes; si podéis vosotros mismos contribuir con
algo a la subsistencia de dicho maestro de escuela, preferid esta limosna a las que no
son tan necesarias y tan urgentes; en una palabra, no olvidéis nada de lo que
dependerá de vuestro celo para procurar el establecimiento de un maestro de escuela
en vuestras parroquias, pues este medio es el más adecuado y el más seguro para
conseguir que la juventud esté siempre bien instruida en sus creencias y educada en el
temor de Dios, de lo cual depende la completa reforma de vuestras parroquias».
Los mismos reglamentos han sido dados por los obispos de Flandes, como
<60>
se puede ver en van Espen, en los sitios que se indican en otra parte.
La institución del cargo de escolano o cancillería, muestra cuán a pechos tuvieron
nuestros padres el establecimiento de las escuelas para la educación de la juventud en
las buenas costumbres y los principios de la religión; pues el único fin de este cargo o
dignidad, que cuenta ya cinco siglos desde que se estableció, fue atender el buen
orden de las escuelas menores, restablecerlas en su primer esplendor y sostenerlas
contra la relajación y la negligencia, que con el tiempo hacen caer las mejores y más
necesarias obras. En efecto, como dice Noüet sobre la Escolanía de Amiens, en su
alegato recogido en las Nuevas Memorias del Clero (to. I, de las Escuelas menores,
cit. 5, c. II, p. 1017), los canónigos de las iglesias catedrales, que forman el antiguo
Presbyterium de la Iglesia, y que son como los asesores, consejeros y coadjutores de
los obispos para asistirlos y aliviarlos en el vasto y pesado peso de las almas, fueron
los primeros encargados del cuidado de las escuelas; ellos aplicaron las ordenanzas
de las iglesias sobre este asunto; y son las iglesias catedrales las que tienen Escolanos
para dirigir las escuelas menores, Teologales para las escuelas de Sagrada Escritura,
preceptores para las escuelas de Humanidades y maestros para las escuelas de los
niños de coro, bajo el nombre ordinario de maestría, de la cual han nacido todas las
demás escuelas, y se han extendido en la ciudad episcopal, y luego en el resto de la
diócesis. De ahí proviene la autoridad que los Escolanos conservaron sobre las
escuelas, y que se ve confirmada en las disposiciones del Parlamento y por todo tipo
de pruebas en este mismo alegato. Como nada es, pues, más necesario al público, y en
particular a los pobres, como las escuelas gratuitas y de caridad, donde los niños
indigentes reciben una buena educación y la instrucción necesarias a la salvación, la
Iglesia, desde siempre, como se acaba de ver, ordenó el establecimiento de las
mismas, y en estos últimos siglos el Espíritu Santo inspiró fundarlas por todas partes.
Por hablar sólo de la capital del Reino, hay en París pocas parroquias importantes que
no tengan cada una su escuela de caridad, como San Severino, Santiago de Haut-pas,
Santiago de la Boucherie, San Nicolás Deschamps, San Leu, San Gil, San Lorenzo,
San Andrés des Arts, San Luis de l’Île, y otras varias, sin hablar de la extensa y
90 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

célebre parroquia de San Sulpicio, cuyos piadosos párrocos emplean a los Hermanos
en varias escuelas gratuitas.
Este gran celo por las escuelas de caridad, que se ha reavivado en los últimos
siglos, trae su origen del santo papa Pío V, y más todavía de san Carlos Borromeo y
del venerable César de Bus, que instituyó y fundó la Congregación de la Doctrina
Cristiana. Lo que se relata en la vida de este santo varón merece ser recogido en este
lugar. La curiosidad del lector se encontrará satisfecha con ello, y la lectura que haga
es muy adecuada para inspirarle alta estima de estos santos Institutos, que se dedican
a instruir por caridad y a educar cristianamente a los hijos de los pobres.

Estado en que se encontraba la Doctrina Cristiana cuando César fundó su


Congregación (Vida del V. César de Bus, Fundador de la Congregación de la
Doctrina Cristiana, L. 3, p. 161. En la introducción).
«Todo lo que hemos dicho hasta aquí —dice el autor de esta vida— sobre los
servicios prestados a la Iglesia por César de Bus, debe ser mirado sólo como los
primeros intentos. Nos falta ahora hablar de la fundación de su Instituto, que fue su
verdadera obra maestra. Dios le inspiró el proyecto de la misma y le dio el celo, la
fuerza y todas las demás virtudes necesarias para realizarla.
<61>
En esta empresa tiene como protector, y si nos atrevemos a decirlo, como coadjutor,
a un santo arzobispo, que muy pronto fue cardenal. Gobierna santamente su
Congregación y la dotó de pocas leyes, pero excelentes. La ve confirmada por un gran
Papa, dividida por una funesta separación, establecida en diversos lugares y deseada
por todas partes.
»Como este Instituto toma su nombre de la Doctrina Cristiana, que es, por decir así,
su función preferida, hemos creído que sería a propósito ofrecer aquí el estado en que
se encontraba desde el comienzo del siglo XVI, que fue el de César, hasta que él fue
enviado para enseñarla y para fundar la Congregación.
»Se puede decir que el estado de la Doctrina Cristiana, durante los veinte o treinta
primeros años del siglo XVI, no era diferente de aquel en que ella se había visto mucho
tiempo antes, es decir, que estaba descuidada, por no decir que en extremo envilecida.
Parecía que se hubiera olvidado que era la misma que Jesucristo había enseñado en la
tierra después de haberla recibido de su Padre en el cielo, de la que se sirvieron los
Apóstoles como anzuelo para la pesca del universo, y que fue cultivada con tanto
fruto y gloria por los Orígenes, los Cirilos, los Gregorios y los Agustines. Demasiado
descuidada por los pastores, estaba abandonada a los maestros de escuela, que siendo
casi los únicos catequistas de la Iglesia, comunicaban a este divino empleo, que había
llegado a ser su terreno, la vileza en que había caído su profesión. Si alguna persona
distinguida por el saber o por algún puesto considerable en la Iglesia hubiera
emprendido la tarea de catequizar a los niños y a los pobres, se hubiera convertido,
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 91

por ello mismo, en el hazmerreír del mundo, y se hubiera visto obligado a defenderse,
como había sucedido un siglo antes al piadoso y sabio Canciller Gerson.
»Luego vino Lutero, que viendo tan abandonado el catecismo, no dejó de
imputarlo como pecado a la Iglesia Romana. Sin embargo, dejaba en olvido que esta
Iglesia, que con tanta temeridad él condenaba, acababa de remediar este abuso con un
prudente Decreto del Concilio de Letrán. Pero este hereje, ignorando o disimulando
esta ordenanza, creyó que, como enviado del cielo para reformar la Iglesia (pues tal
era su impía pretensión), “debía hacer consistir una parte de su reforma en restablecer
las instrucciones familiares”. Él mismo se aplicó mucho a ello, y sus discípulos
siguieron su ejemplo. Melanchton, Ecolampadio, y cien otros novadores,
compusieron catecismos, que inundaron como infausto diluvio Alemania y las
naciones vecinas. Éste fue el último grado de humillación de la Doctrina Cristiana;
pues qué puede haber más humillante que contemplar a esta casta Sara en manos de
tantos falsos egipcios como plumas y bocas heréticas había, que se entrometían a
escribir o a hablar de ella.
»Pero cuando parecía estar más humillada, plugo a Dios levantarla de una vez y
hacer que remontara a este elevado punto de gloria donde había brillado en otro
tiempo. El espíritu del catecismo se extendió entonces por todas partes en la Iglesia, y
principalmente en los guías de este divino rebaño, con la misma efusión con que lo
había hecho en los tiempos apostólicos.
»Entonces parecía que los Papas y los Concilios no tenían asunto más importante;
al menos no tenían ninguna urgencia mayor que la de restablecer este tipo de
instrucción en su primitivo esplendor. El Concilio de Trento
<62>
exhorta a los párrocos y a los obispos en dos Decretos diferentes que no olviden nada
para evitar la vergüenza de este reproche: que los niños pidieron pan y todos se
hicieron sordos a sus peticiones. Multitud de Concilios Provinciales, que siguieron de
cerca a este Concilio Ecuménico, estuvieron animados del mismo celo. Pío IV, Pío V,
Gregorio XIII y varios de sus sucesores impusieron su aplicación, usaron su
autoridad y abrieron los tesoros de la Iglesia para animar a toda la tierra a que diera o
recibiera lecciones sobre esta divina doctrina. Las más sabias plumas se ocuparon en
oponer un torrente de Catecismos Católicos a este otro funesto torrente de
Catecismos heréticos, de los que acabamos de hablar.
»El primero que entonces apareció (al menos no conocemos que otro le haya
precedido) fue el de Federico, obispo de Viena en Austria, uno de los Padres del
Concilio de Trento. Este piadoso prelado saboreaba más placer y encontraba más
gloria en instruir a los pastores que en hacer la corte a los príncipes; pues catequizaba
todos los días y sólo fue una vez en ocho años a visitar al emperador Fernando, de
quien había sido preceptor, y que estaba lleno de afecto y de estima por él.
»La Instrucción Cristiana del cardenal Groperio será siempre venerada por todos
los católicos, por su propio mérito y en consideración a su autor. Éste fue un poderoso
92 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

baluarte de la fe de la Iglesia contra las novedades de su tiempo; y su celo para el


restablecimiento de la disciplina le hacía terrible a quienes vivían en la relajación. Su
desinterés y su humildad no fueron menos admirables que su celo. Elevado al
cardenalato, se mostró inflexible en la resolución de no subir nunca tan alto,
considerando que no merecía un honor del cual toda la Iglesia le estimaba digno.
»No se debe extrañar la aprobación que siempre tuvo el excelente Catecismo de
Canisio. Si se considera que en él este autor tiene como gloria el callarse para hacer
hablar sólo a los Santos Padres, sobre lo cual dice estas palabras que no se pueden
subrayar lo suficiente: Toda sabiduría que no es la de estos maestros de la Iglesia, es
una locura. No mantenerse sin cesar abrazados a estas columnas del Templo de Dios
vivo, es situarse en vísperas de una funesta caída. Ver de otra forma que no sea con
estos ojos, que son los de la Esposa de Jesucristo, es estar ciego y caminar en una
noche oscura, golpeándose y cayendo en cada paso.
»Después que el célebre Luis de Granada compuso sus excelentes obras, que son
leídas por todos los que saben leer, y que procuran a los santos ángeles todos los días
nuevos motivos de gozo por la conversión de una infinidad de pecadores, coronó su
trabajo con su admirable Catecismo, que no está compuesto, como la mayoría de los
otros, para instruir ni para combatir a los herejes, sino para servir a la conversión y a la
instrucción de los moros de España y de África. Nada es más agradable ni más sólido
que esta obra; agrada por su variedad y convence por sus razonamientos; y su autor
aparece como alguien infinitamente versado en la lectura de los antiguos Padres, que
tuvieron que combatir contra los judíos y los gentiles.
»Pero el más autorizado de todos los catecismos que aparecieron entonces es el del
Concilio (así es como se le llama de ordinario). La Iglesia se movilizó mucho tiempo
para elaborar esta obra. Fueron llamados a colaborar en ella los teólogos más
profundos, los más hábiles canonistas, e incluso quienes mejor conocían las sutilezas
de la lengua latina. El
<63>
Concilio de Trento ordena la composición; los Papas la impulsan; san Carlos, el
cardenal Sirlet, a quien san Carlos había considerado como el más digno del papado,
y varios otros miembros del Sacro Colegio prestan sus cuidados (S. Carolus. Epist. ad
Regem Lusitaniae. Ripalmondus in hist. Mediolan. Possevinus, lib. 5, Bibl. Eccl. cap.
15). Se preparan las materias con mucho tacto, y se las desarrolla con suma exactitud.
Acabada la obra, es revisada y examinada por completo de nuevo; en fin, es publicada
y la reciben en todas partes con general aplauso; se cuenta hasta veintiún Concilios
Provinciales que ordenaron su lectura y el empleo de la misma en sus Provincias. En
seguida fue traducido a todo tipo de lenguas: italiano, francés, español, alemán,
polaco, ilírico... No hay un solo elogio que no se lo hayan dedicado las personas
distinguidas por su saber o por cualquier otro aspecto. Dijeron que era una obra de tal
excelencia y de tal belleza, que no se le podía añadir nada; que era comparable a lo
más elegante que los antiguos habían producido y digno en todos los sentidos de los
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 93

mejores siglos de la civilización romana. Que en él se recogía toda la teología de los


cristianos, al menos en sus principios; y que los pastores, a quienes estaba dirigida, no
necesitaban en absoluto conocer más; que en él no eran hombres comunes los que
hablaban, sino que eran los mismos Apóstoles quienes se hacían oír y quienes
publicaban las maravillas de Dios.
»La Doctrina Cristiana no fue cultivada solamente por medio de escritos y de
libros, sino que las bocas más santas buscaron santificarse más anunciándola (Dux
Bavar, in facultate concessa ad librum illum edendum). San Ignacio y sus
compañeros consideraron que era deber suyo este ministerio; y este mismo santo
fundador quiso, el mismo día en que fue elegido para el gobierno de su Compañía,
bajar a la iglesia para catequizar en ella a los niños, no considerando que de esa forma
rebajaba su generalato, sino que lo honraba y, en cierto modo, lo consagraba.
»En esta misma época, el Oriente atónito veía al gran Javier ir por las calles, con
una campanilla en la mano, reuniendo a los niños y a los esclavos para instruirlos y
entonar con ellos cánticos sagrados en los que estaban contenidas las verdades más
importantes de la religión. En ello está el gran secreto que hace a los elementos y a
toda la naturaleza flexible a sus mandamientos; que abre la mente y el corazón de los
bárbaros a su palabra, y que le hace triunfar en las Indias de forma tan gloriosa como
lo hizo Aquel ante quien la tierra enmudece. Es también la función privilegiada de su
apostolado y como el derecho inalienable de esta sagrada dignidad. Si él la comunica
a los otros, es a condición de que él mismo no se despojará de ella. Siempre quiere
catequizar y está preparado para ceder su cualidad de Legado Apostólico a quien la quiera,
pues sólo consigue estorbar su humildad; pero pretende conservar siempre la de
catequista, que es todo el gozo de su caridad.
»Bartolomé de los Mártires emplea los últimos años de su vida, es decir, los más
santos, en este caritativo servicio. Este hombre es siempre admirable; postrado a los
pies de Granada, su superior, necesita que se le mande en virtud de santa obediencia
y, so pena de excomunión, que acepte un arzobispado. Encontrándose en el Concilio
de Trento, cierra los ojos a toda consideración humana, y mirando sólo a los intereses
de la Iglesia, quiere llevar la reforma a todas partes donde la considera necesaria.
Disfrutando desde mucho antes de la benevolencia de Pío IV, no se aprovecha de este
favor si no es para prestar un importante servicio a todo el episcopado. De vuelta a
Braga, solicita a la Corte de Felipe II, lo mismo que a Roma, el permiso de dejar su
<64>
arzobispado y de volver a su primer estado de religioso. Devuelto a su querida
soledad, con bastante frecuencia interrumpe su descanso para ir a instruir a la gente
sencilla de los contornos. Qué hermoso es ver salir tales instrucciones, sencillas y
familiares, de la misma boca que en otro tiempo explicó las verdades teológicas en las
facultades, que predicó a los Reyes, que dio consejos a los Papas y que pronunció
oráculos en los Concilios ecuménicos.
94 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

»Dios es impenetrable en sus caminos. Para instruir a la dueña del universo, él


escoge a un hombre sin letras. Marco de Sadis, gentilhombre milanés, simple laico,
fue a Roma para dar lecciones sobre la doctrina cristiana a las gentes sencillas de esta
ciudad. Su celo infatigable por la salvación de las almas que se pierden en la
ignorancia; su humildad, que le tuvo mucho tiempo alejado de su ministerio sagrado,
y que experimentaba extremo dolor cuando alguna autoridad absoluta le obligaba a
volver a él; el total desprecio que hacía de las riquezas, porque consumen demasiado
tiempo, decía, y porque era justo que quienes se consagran a las funciones apostólicas
imitaran el desasimiento de los Apóstoles; estas virtudes, digo, y todas las demás,
hacen que su memoria se mantenga en bendición en la congregación de los sacerdotes
de la Doctrina Cristiana, que él fundó en Santa Águeda, en Roma, con la ayuda y bajo
la dirección de Henri Petra, excelente sacerdote del Oratorio.
»Pero entre todos cuantos trabajaron en aquel tiempo en la renovación del
catecismo y por el honor de la Doctrina Cristiana, nadie descolló más que san Carlos
Borromeo. Aunque el Catecismo del Concilio sea obra de varios grandes personajes,
la Iglesia, sin embargo, reconoce que es particularmente deudora a este santo
cardenal. Nunca nadie conoció e intentó dar a conocer mejor que él los males que
causaba la ignorancia y los bienes que se derivaban de la instrucción. Si tiene tanto
pesar por permanecer en Roma, ausente de su diócesis, es porque llega a saber que la
instrucción en ella está muy descuidada.Y apenas llegado celebra un Concilio y hace
emitir un Decreto muy enérgico en favor de las instrucciones familiares. Como
aplicación de este Decreto, establece por todas partes escuelas de la Doctrina
Cristiana. Su número es infinito: ni un solo barrio en las ciudades, y ni un pueblo en el
campo que no cuente con una, y a veces con varias. Estas escuelas, sobre las que
velaba una gran Congregación, dirigida por los Oblatos, eran sumamente queridas
por el santo prelado. Las consideraba como los más ricos florones y como las piedras
más preciosas de su corona pontifical. Cuando algún obispo o alguna persona
distinguida iba a visitarle, le llevaba a ellas, como la cosa más rara y más curiosa que
poseía en su diócesis. En Italia gustan los espectáculos; él no encontraba otros más
agradables que las disputas que se mantenían a menudo en estas escuelas, y era para él
un concierto bien melodioso cuando una infinidad de bocas inocentes hablaban y
disputaban sobre las más importantes verdades de la religión. Igual que estas escuelas
fueron sus delicias durante su vida, también constituyeron el más bello adorno de sus
pompas fúnebres. Cincuenta mil escolares de la Doctrina Cristiana participaron en su
entierro, inconsolables por perder a un padre que había tenido tanto cuidado en
repartirles el pan de esta santa palabra. Su gran número daba fe de la inmensa caridad
del santo: era una multitud de ángeles terrestres, que llevando su cuerpo a la tumba,
parecían porfiar en santa emulación con los ángeles del cielo, que llevaban su alma al
seno de Dios, para ver quién le tributaba mayor honor.
<65>
»Habiendo ido este gran prelado al cielo a recibir uno de esos eminentes lugares
destinados a quienes practican lo que enseñan, y que enseñan lo que practican, el
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 95

espíritu del catecismo del que había poseído la plenitud pasó, por decirlo así, los
Alpes, y fue a derramarse con rica efusión en el alma de César de Bus, que comenzó a
hacer en Francia lo que tantos personajes importantes habían hecho ya en Italia y en
otras partes.
»César, lleno del espíritu de san Carlos, dominando a fondo la divina teología
contenida en el catecismo del Concilio, es decir, teniendo el corazón aún más
impregnado que la mente (Isaías 24), determinó dedicarse el resto de sus días a
glorificar a Dios por medio de las Instituciones, siguiendo el consejo del profeta; a
pesar de que entre el clero de Cavaillon hubiera sabios personajes, el pueblo no
cesaba de corromperse en una extrema ignorancia; estando toda esta ciencia de los
sacerdotes encerrada en ellos mismos, y manifestándose sólo en algunas predicaciones
estudiadas, que hechas para agradar a personas ilustradas, no enseñaba nada a quienes
no lo eran. De las instrucciones familiares, ni se sabía lo que eran; y el Concilio de
Trento, que las había ordenado tan expresamente, aún no había despertado la
conciencia de los pastores. César fue el primero que, supliendo a estos pastores
negligentes y obedeciendo al Concilio, comenzó a instruir a las gentes sencillas de
Cavaillon.
»Dio el catecismo en la iglesia catedral, y renovó una práctica santa, que se había
interrumpido durante varios siglos con gran perjuicio de las almas. Por mucho
atractivo que sintiera por el santo descanso de la soledad, donde estaba retirado, a
menudo se privaba de ella para ir a predicar el evangelio a los pobres, como
Jesucristo, en los pueblos circunvecinos. Aunque sus predicaciones de Adviento y de
Cuaresma no se alejasen mucho de la divina sencillez del catecismo, sin embargo a
menudo bajaba de su cátedra y se mezclaba con la multitud de niños y del pueblo
sencillo, para dar a beber la leche de estas santas instrucciones a quienes no eran lo
bastante fuertes para ser alimentados con el sólido pan de sus predicaciones. La
diócesis de Cavaillon, el resto del Condado, el Principado de Orange y los pueblos de
Provenza y del Languedoc, que no estaban demasiado lejos, fueron como el territorio
de este apóstol de los niños, y de este catequista de los pobres. Como no podía estar en
todas partes, se multiplicaba con numerosos discípulos, a los que atraía su santidad y
habilidad; los instruía, los formaba con cuidado y luego los enviaba a donde él mismo
no podía ir.
»El más importante de estos discípulos, formados de tal manera, fue sin duda Juan
Bautista Romillon. Era de Lisla, ciudad del Condado, en la diócesis de Cavaillon; por
parte de su madre, Ana de Suffrent, de familia esclarecida, era pariente próximo del
siervo de Dios. Habiéndole arrastrado a la herejía la apostasía de su padre, siguió en
ella hasta los venticuatro o venticinco años. Fue César de Bus quien le tendió la mano
para sacarle de ella; lo que sólo consiguió con extremas dificultades. Él no sólo estaba
empecinado en sus errores, sino tan sediento de la sangre de los católicos, que para
saciar esta desgraciada sed se juntó a quienes habían tomado las armas contra ellos,
con el propósito de exterminarlos, si hubieran podido.
96 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

»Por otro lado, su padre, hereje hasta el paroxismo, al descubrir que se pretendía
convertir a su hijo, había jurado que lo mataría con su propia mano en el momento en
que prestara oído a propuestas contrarias a su religión. Pero a pesar de lo grande
<66>
que eran estos obstáculos, al fin fueron superados por la gracia, cuyo instrumento fue
César.
»Habiéndole apartado de la herejía, trabajó mucho para formarle en la piedad y
para guiarle por los más penosos caminos de la penitencia; y este maravilloso maestro
en la ciencia de la salvación encontró tanta docilidad en este excelente discípulo, que
le vio siempre dispuesto no sólo a ejecutar lo que le era pedido, sino a ir aún más lejos,
si no se le hubiera frenado. Pasaba el día trabajando y la noche en oración. Si tomaba
algún reposo, era durante pocas horas y acostado en el suelo. No se quitaba nunca el
cilicio; ayunaba continuamente, de ordinario a pan y agua. Parecía que su corazón
estaba completamente abrasado por el amor de Dios; y el celo que tenía por la
salvación de las almas le mantenía siempre en santos arrobamientos.
»Estos dones de la gracia, cuya duración constante y uniforme no dejaba lugar
ninguno a la desconfianza, se hallaban unidos a excelentes cualidades naturales.
Poseía un juicio sólido, salud robusta y capaz de los más esforzados trabajos, una
actividad enemiga de todo descanso, una bondad natural y un candor de alma que le
atraía la benevolencia de todo el mundo; y por encima de todo, una manera de
expresarse fácil y al mismo tiempo fuerte y enérgica, mediante la cual se hacía dueño
de las mentes.
»Todas estas cualidades hicieron pensar a César que Romillon podría un día ser un
operario útil de la viña del Señor, y que había que tomar los medios para formarle en
el ministerio sagrado. Le hizo ir a Tournon para estudiar, y como su padre, siendo aún
hereje, no tenía ninguna intención de atender tales gastos, ni tampoco los recursos,
pues se le habían confiscado los bienes, César no dejó de extender a este pobre pero
muy virtuoso estudiante la liberalidad que tenía con tantas otras personas. Habiendo
Romillon estudiado lo suficiente, César le animó a presentarse para recibir las
órdenes y consiguió proveerle con un canonicato en la iglesia colegiata de Lisle.
Luego le encomendó recoger la mies, que era mucha, haciendo que catequizara y
predicara, llevándole con él a las misiones. Como en estos comienzos el nuevo
sacerdote no disponía de todo el fondo necesario para los numerosos discursos que
debía hacer en estas ocasiones, o como no disponía de suficiente tiempo para
prepararlos, encontraba con qué suplir su necesidad en la abundancia del padre César.
Con esta ayuda y con todas las demás ventajas que le venían de la relación que tenía
con el santo varón, logró miles de frutos en Lisle y en los alrededores, tanto
enseñando la doctrina cristiana, como en todas las demás funciones de su ministerio.
Esto muestra que nada hubo tan prudente como la elección que César hizo de tal
persona para convertirla en su primer compañero en el establecimiento de su
Congregación.
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 97

»Hacía mucho tiempo que César tenía esta fundación en vista. Desde su infancia
Dios se lo había inspirado; y a esta edad, cuando sólo se piensa en la diversión, no tenía
pensamiento más dulce que considerarse a la cabeza de un batallón de eclesiásticos
sirviendo a Dios, y santificándose con ellos. La gran Congregación de la Doctrina
Cristiana, instituida por san Carlos, y más aún la de los sacerdotes Oblatos, le dio idea
para la suya, y fue como el lápiz y el plan. A menudo en sus más ardientes oraciones,
y en su más sublime contemplación, había reconocido con señales que no le dejaban
ninguna duda, que aquello era a lo que Dios le llamaba. Con tales certezas,
<67>
había trabajado desde bastante tiempo antes en conseguir asociar a su ideas y a sus
designios a algunos piadosos eclesiásticos, y habiendo respondido el éxito a su deseo,
pensó que no había que diferir por más tiempo el comenzarlo.
»El primer paso que dio fue ir a comunicar su proyecto a su obispo, pues no era
justo, ni siquiera posible, emprender nada sin su consentimiento. Ocupaba entonces
la sede episcopal de Cavaillon Monseñor Juan Francisco Bordini, y con ello ejercía,
por delegación, el cargo de Vicelegado de Aviñón. Había sido discípulo de san Felipe
Nery, y colaboró con Baronio en su gran trabajo de los Anales de la Iglesia; nos queda
incluso una obra de su hechura sobre estas materias. César le dijo que como el
Concilio de Trento y los soberanos Pontífices habían considerado que nada era más
apropiado que las instrucciones familiares para atraer a los herejes a la fe de la Iglesia
y para restablecer la pureza de costumbres entre los fieles, él había utilizado este
medio desde hacía algunos años, tanto en la diócesis de Cavaillon como en los
alrededores. Y que había tomado la resolución, bajo la aquiescencia de Su
Excelencia, de pasar el resto de sus días en esta práctica. Pero que sus días pasarían
muy pronto en el lugar donde él deseaba que este santo ejercicio se continuara hasta la
consumación de los siglos; que sería oportuno establecer una Congregación cuyo
espíritu esencial, su deber indispensable y su función perpetua y principal fuera
enseñar la Doctrina Cristiana, y que fuera en la Iglesia una Orden de Catequistas,
igual que la de santo Domingo era una Orden de Predicadores; que esta
Congregación, si Dios se dignaba mirarla favorablemente, podría durar siempre,
extenderse por todas partes, y realizar con este medio el ejercicio perpetuo de la
Doctrina Cristiana, y también universal; que tendría sus iglesias particulares, que
serían como fuentes sagradas e inagotables, de donde las aguas celestiales de la
doctrina cristiana brotaría sin interrupción; que, sin embargo, se podrían encauzar
riachuelos hacia las otras iglesias cuando se desease; que los pastores tendrían en ella
un ejemplo perpetuo, que les advertiría sin descanso de su deber, y una ayuda siempre
presente, de la cual podrían servirse en sus necesidades; que estaría constituida
principalmente por eclesiásticos, que serían sus miembros esenciales; que los laicos
podrían, sin embargo, ser recibidos en ella como coadjutores; que unos y otros
estarían obligados por su profesión a tender a la perfección cristiana, y que los
eclesiásticos, además, tratarían de practicar lo que los cánones habían prescrito como
más puro y más exacto para la perfección de una Orden divina; que por este medio, la
98 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

doctrina cristiana sería tratada de manera digna de Dios y de su evangelio; no


habiendo nada más deplorable que ver pasar misterios tan santos y verdades tan
adorables por labios incircuncisos, que no se tuviese cuidado en purificar con el
carbón ardiente tomado del altar; que había tenido el honor de informar sobre este
proyecto a varios prelados, que lo habían visto bien; que si Su Excelencia hacía el
honor de dar tal aprobación, y además apoyarla con su autoridad, había eclesiásticos
dispuestos a consagrarse a esta obra; y que esperaba que ellos le hicieran el favor de
admitirle como el menor de todos, para servirlos a todos.
»La respuesta del prelado fue que él era obispo y discípulo de Felipe de Nery, y que
esta doble calidad le advertía de lo que debía a la doctrina cristiana; que los obispos
eran los primeros catequistas de la Iglesia, y que nada se recomendaba más en el
Oratorio que las instrucciones familiares; que
<68>
consideraba su episcopado feliz de encontrarse en un tiempo y en un lugar en que esta
Congregación debía nacer, que él lo experimentaba, y que a fin de que la aprobación
fuera más auténtica y tuviera más fuerza, en aquella entrevista unía la autoridad que le
daba la calidad de obispo de la diócesis de Cavaillon a la que tenía a causa de la
dignidad de Vicelegado en la Legación de Aviñón».
Habiendo pasado el celo por el catecismo y por la doctrina cristiana de Italia más
acá de los Alpes, no se quedó encerrado en la Provenza.
Después de los hijos de san Ignacio y los de César de Bus, que hicieron de él uno de
sus principales deberes, apareció el bienaventurado Vicente de Paúl, fundador de los
Sacerdotes de la Misión, que hizo del catecismo y de las instrucciones sencillas y
familiares el objeto particular de su caridad y el espíritu de su Sociedad.
Por la misma época, el señor Le Noblets, hombre plenamente apostólico y uno de
los más santos sacerdotes del último siglo, se ejercitó con celo y con fruto maravilloso
a catequizar y a instruir de la forma más sencilla y familiar a los niños y al pueblo
pobre de las ciudades y de la campaña de la Baja Bretaña, donde falleció en olor de
santidad. Tuvo como sucesor en un ministerio tan santo al padre Ubi, jesuita,
fallecido también en esta provincia con reputación de santidad; y otros varios santos
sacerdotes y religiosos continuaron en la misma provincia, con gran éxito, los
trabajos apostólicos, y poco más o menos, con la misma manera de instruir, sencilla y
familiar.
El padre Eudes, a ejemplo del bienaventurado Vicente de Paúl y animado del
mismo espíritu, instituyó otra Congregación de sacerdotes que en sus misiones hacen
también uno de sus deberes capitales dar el catecismo e instruir de manera popular y
evangélica.
De manera que, actualmente, quienes se consagran a los trabajos de misiones
consideran un deber no sólo dar el catecismo a los niños, sino también enseñar la
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 99

doctrina cristiana, incluso en sus mismas cátedras, de manera sencilla e inteligible, a


ejemplo de Jesucristo y de sus Apóstoles.
No debo olvidar de colocar en el rango de los mayores celadores de los catecismos
al señor Olier, fundador del célebre Seminario de San Sulpicio, la escuela de tantos
grandes obispos y de tantos sabios y santos eclesiásticos que han sido el honor de la
Iglesia de Francia.
Este hombre de virtud tan eminente, que se había hecho sacerdote después de haber
rehusado la mitra, consideraba un honor ir por las calles de París con la campanilla en
la mano para avisar a los niños y conducirlos al catecismo. Función humilde, de la
cual aún hoy se consideran honrados muchos jóvenes eclesiásticos de exquisita
calidad, cuando viven en esa casa de fervor. Santa función, en consecuencia, que han
ejercitado con gran edificación varios ilustres prelados y abades que ocupan
actualmente los primeros puestos de la Iglesia de Francia. Gran lección para todos los
demás eclesiásticos, que deberían aprovechar este ejemplo para estimar como un
magnífico honor el catequizar e instruir a los pobres.
Por lo demás, si el celo de tantos santos personajes ha podido disminuir la
ignorancia de la doctrina cristiana, no la ha destruido. Las misiones no se realizan en
todas partes, y no se realizan todos los días. Los catecismos que se dan en las
parroquias mejor gobernadas, y por los eclesiásticos más celosos, sólo se realizan los
domingos y fiestas, y a lo sumo, algunos días laborables durante el Adviento y la
Cuaresma. Así, por muchas razones que en seguida serán explicadas, los
<69>
niños pobres de ordinario no pueden ser instruidos plenamente en la doctrina
cristiana. Y aun suponiendo que así fuera, no recibirían la buena educación, que no es
menos necesaria que la misma instrucción.
Sólo es en las escuelas cristianas donde los niños pobres encuentran estos dos
grandes beneficios juntos. Pues, en fin, los mismos Padres de la doctrina cristiana no
se encargan de educar a los niños. Además, aunque el cuidado de enseñar la doctrina
cristiana sea el fin principal de su Instituto, no es ése el único objeto de sus trabajos.
Se sabe que también realizan todas las demás funciones del ministerio.
El reverendo Padre Barré, mínimo, y el señor De La Salle fueron, pues, los
primeros que pensaron en establecer Institutos consagrados exclusivamente a la
instrucción caritativa y a la educación cristiana de los niños pobres y abandonados.
El primero lo consiguió para las niñas; y el segundo para los niños. Y éstos son los
dos tipos de Institutos según los cuales se forman otros, en cuyo favor hablamos.
Todo lo dicho sobre ello, sin duda dará alta estima a quienes no son totalmente
indiferentes hacia la religión de Jesucristo. Pero como las obras más excelentes son
las que encuentran más contradicciones de parte de los hombres y de los demonios,
no hay que extrañarse de que éstas soporten todavía crueles dificultades en muchos
100 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

lugares. Siempre se tienen prevenciones contra los nuevos establecimientos; no hay


que extrañarse de ello.
La misma religión cristiana fue perseguida durante tres enteros siglos. La santidad
tan ostensible de los anacoretas y de los solitarios, que tanto edificó al mundo
cristiano, sobre todo en los siglos cuarto y quinto, y que fue un prodigio de la gracia,
tal vez mucho más llamativo que el de los mártires, no consiguió cerrar la boca de los
censores malignos e impíos. Y en más de una ocasión fue necesario que se abriera la
del gran san Crisóstomo para hacer la apología de aquellos hombres divinos que
constituían la gloria de la Iglesia.
Todas las órdenes religiosas, como se puede leer en sus historias, han recibido en
su nacimiento afrentas semejantes de parte de todo el mundo. Las de san Francisco y
santo Domingo, y en general las órdenes mendicantes, cuando aparecieron en el
mundo, encontraron muchos detractores y enemigos, incluso en la Universidad de
París, y sin hablar de los monjes negros, es decir, de todas las demás órdenes
religiosas a las que aquéllas resultaban odiosas y objeto de envidia. La querella fue
tan lejos, que los grandes doctores san Buenaventura y santo Tomás tuvieron que
tomar la pluma y hacer uso de toda su ciencia para realizar la defensa de sus órdenes.
Por lo que se refiere a la de los Jesuitas, aunque nacida desde hace doscientos años,
por decirlo así, todavía hoy no tiene menos envidiosos ni menos enemigos; y si
hubiera que dar crédito a muchas personas, no se debe mucho a san Ignacio por haber
dado a la Iglesia la Compañía de Jesús, a pesar de que le ha proporcionado una
multitud de hombres verdaderamente apostólicos, que han difundido la fe entre
los infieles por todas las partes del universo, y la han defendido en toda Europa contra los
herejes, a menudo a costa de su vida, y siendo verdad, como es, que desde hace dos
siglos ninguna congregación ha tenido más mártires, más santos religiosos, mayores
teólogos y más hombres ilustres en todo tipo de materias.
Por lo tanto, hay que esperar que por muy eminente que parezca la virtud del señor
de
<70>
La Salle, no podrá tapar en todas las bocas ni en todas las mentes las murmuraciones y
los prejuicios contra su Instituto. Vamos a examinar lo que se le puede achacar y a
tratar de responder a ello.
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 101

CAPÍTULO V

Se responde a las objeciones que se pueden hacer contra


los Institutos de Maestros y de Maestras de Escuelas gratuitas,
y que se tiene costumbre de formular contra todos
los establecimientos nuevos

Los modos de ser y los gustos de los hombres son tan distintos, que no hay que
esperar verlos unidos y unánimes en los mismos sentimientos. El interés, el humor, el
orgullo, la vanidad, la envidia, el talante, la rareza, los prejuicios, las pasiones, la
maldad y el espíritu crítico y de contradicción influyen de tal modo en los juicios
humanos, que habría que maravillarse si todos estuvieran de acuerdo sobre una
misma cuestión. La mente encuentra siempre en su corazón algún resorte secreto que
le lleva al prejuicio de la razón y que oscurece sus luces. Así, por muy buenas razones
que se puedan explicar para demostrar la importancia y la necesidad de las Escuelas
Cristianas y gratuitas, no hay que ilusionarse con que produzcan una impresión
parecida en todas partes; incluso hay que esperar que encontrarán hábiles
contradictores que se reirán de ellas. El poco interés que tantas personas se toman por
el bien público y el poco sentido religioso que hoy se encuentra entre los fieles los
hacen muy opuestos a unos y otros, o muy distintos respecto del establecimiento de
las Escuelas Cristianas.
El interés y la envidia del oficio arman contra los Hermanos a los maestros
mercenarios, que sólo con pesar ven que otros realicen mejor que ellos, y por pura
caridad, el oficio que ellos hacen por interés.
En algunos lugares todavía se encuentran personas que consideran que el bien
público exige que se cierre la puerta de las ciudades a estos nuevos Institutos. Quienes
no se preocupan para nada de la pérdida de las almas, a las que la ignorancia de la
ciencia de la salvación pone en el camino del infierno, preguntan: ¿qué vienen a hacer
estos recién llegados a la viña del Señor? Incluso quienes parecen bien intencionados
piensan que son inútiles o que vienen a hacer el trabajo de otro. Cada uno formula sus
objeciones; hay que responderlas.
La base sobre la cual se establece la importancia de las Escuelas Cristianas y
gratuitas y de los Institutos de los Maestros y de las Maestras de Escuela adecuados
para mantenerlas, es la importancia de que los niños pobres conozcan la doctrina
cristiana. Esta base es sólida, se dirá tal vez, si no hubiera para los pobres ningún otro
medio de aprender la doctrina cristiana que ir a las escuelas gratuitas. Pero ¿quién
osará sostener que no puedan instruirse a fondo en la ciencia de la salvación en otras
partes que con los Hermanos o con las Hermanas establecidos para enseñarles?
102 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

l.º ¿No es este oficio de caridad un deber de justicia para los padres y los padrinos
y madrinas? ¿No están obligados a instruir por sí mismos, o a hacer instruir a los niños
que trajeron al mundo o que sostuvieron sobre la pila del bautismo?
<71>
2.° ¿No es este oficio de caridad un deber de obligación para todos los pastores,
que no tienen deber más esencial que el procurar la instrucción cristiana a sus ovejas,
por sí mismos o por otros?
3.º ¿No se ejerce este oficio de caridad con celo y con asiduidad en buen número
de parroquias, al menos los domingos y fiestas del año, en el Adviento y en
Cuaresma?
4.° Si la institución de las Escuelas Cristianas y gratuitas es tan necesaria para la
educación y la instrucción cristiana de la juventud de uno y otro sexo, la Iglesia ha
carecido durante mucho tiempo de este apoyo de la salvación, ya que no hace más de
un siglo que estos centros han aparecido en Francia.
5.° ¿No han existido en todas las épocas ministros santos y celosos que han
ejercido con mucho fruto esta función tan saludable?
6.° ¿No han encontrado los fieles, desde el origen de la Iglesia, en los Apóstoles,
en los discípulos del Señor y en sus sucesores, un número suficiente de catequistas?
7.° A falta de ellos, ¿ha carecido alguna vez la Iglesia de maestros y maestras de
escuelas, capaces de enseñar a la juventud ignorante de ambos sexos?
8.° ¿Quienes saben leer no pueden estudiar e instruirse en la doctrina cristiana por
sí mismos?
9.° Los maestros están a cargo de las ciudades.
10.º Ellos ocasionan perjuicio a las personas del oficio, que viven y sustentan a sus
familias con el producto de sus escuelas.
Todas estas reflexiones ponen en cuestión el establecimiento de las escuelas
cristianas y gratuitas; y si son verdaderas, demuestran, por lo menos, que la Iglesia no
tenía gran necesidad ni de Hermanos ni de Hermanas dedicados por estado a la
educación y a la instrucción cristiana de los niños. Si su institución era tan
importante, ¿por qué ha aparecido tan tarde? ¿Se puede creer que estos obreros,
llegados los últimos a trabajar en el campo del padre de familia, sean tan importantes,
sin herir la asistencia de Jesucristo que da a su Iglesia todos los medios necesarios
para la salvación? He ahí, me parece, todo lo que se puede oponer con más razón a lo
que hemos dicho. Hay que responder a ello, es evidente, y la verdad se hará más
brillante; pues tales dificultades, lejos de desacreditar la institución de las Escuelas
Cristianas, todas son adecuadas para demostrar su importancia. Por las respuestas se
verá que, de igual forma que en un cuadro las sombras valen para dar más luminosidad
a los colores y a los retratos, estas objeciones sirven para valorar más nuestras
razones.
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 103

Primera objeción: La instrucción de la Doctrina Cristiana es un deber de caridad


y de justicia que los padres deben a sus hijos, y los padrinos y madrinas a aquellos
que sostuvieron sobre la pila del bautismo; en consecuencia, la institución de las
Escuelas Cristianas no es necesaria.
Respuesta
La consecuencia es justa si los padres, y en su defecto los padrinos y las madrinas,
cumplen su deber; pero, por el contrario, es muy falsa si no lo realizan.
Es muy cierto que los padres deben a sus hijos la instrucción cristiana; y a falta de
ellos, los padrinos y madrinas están encargados de ello; estoy de acuerdo, pero ¿la
dan?, ¿son capaces de darla?, ¿tienen el tiempo y el deseo de
<72>
darla? Quien osara mantenerlo se vería desmentido por todas partes, y por aquellos
mismos que están más interesados en esta causa. Un grito universal, salido de todas
las familias del pueblo, daría testimonio de que su ignorancia, tan grande como la de
sus hijos, les pone en la imposibilidad de instruirlos. Así:
1.º Es notorio que si los padres deben a sus hijos la instrucción, y que si, en su
defecto, los padrinos y las madrinas han de suplirla, casi ninguno de ellos cumple con
este deber. Este hecho no admite ninguna réplica posible.
2.° Es igualmente cierto que la ignorancia de la doctrina cristiana es universal
entre el pueblo, y que hay pocos padres, o padrinos y madrinas, entre los pobres, que
estén ellos mismos instruidos y que sean capaces de instruir.
3.° También es cierto que quienes están instruidos y son capaces de instruir no
quieren tomarse el trabajo de hacerlo, y que abandonan a sus hijos, como fueron ellos
mismos abandonados en su juventud, a una deplorable ignorancia de la religión, al
libertinaje y a la impiedad. ¿Qué ejemplos reciben estos desdichados niños en la casa
paterna? Únicamente los que son capaces de pervertirlos: juramentos, palabras
soeces, conversaciones deshonestas, enfados, injurias, maledicencias, calumnias e
impiedades; he ahí lo que estas desgraciadas víctimas de la mala educación ven y
oyen en el hogar donde nacieron.
Es, pues, en otra parte donde deben buscar una educación cristiana y la ciencia de
la salvación. Puesto que no la encuentran en sus casas, es necesario que vayan a
solicitarla a las escuelas de caridad. La necesidad que estos pobres niños tienen de
personas que realicen en favor suyo las obligaciones que sus padres contrajeron con
ellos al traerles al mundo y la necesidad que tienen de personas que suplan los deberes
de sus padrinos y madrinas fundamentan la importancia de la Institución de los
Hermanos para los chicos y de las Hermanas para las chicas. La Iglesia proporciona a
unos, con los Hermanos, padres espirituales; y a las otras, con las Hermanas, madres
tiernas y caritativas que suplen la falta de los padres naturales, lo mismo que a los
padrinos y madrinas.
104 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Segunda objeción: El deber esencial de los Pastores es instruir a sus ovejas. La


juventud de su parroquia está confiada a su vigilancia. Están encargados de
procurarles la instrucción de la Doctrina Cristiana; hay, pues, que referirse a sus
cuidados.
Respuesta
Hay que dar fe de todo lo que se encierra en esta propuesta. Todos los pastores
deben a sus ovejas la instrucción. Para ellos es una obligación de estado; pero ¿la
cumplen todos ellos? ¿Los más celosos pueden realizarla por sí mismos? ¿Pueden
realizarla en la medida que quisieran y tal como es necesario? Esto es lo que hay que
examinar.
Es cierto que la Iglesia de Dios ve hoy en muchos pastores un celo grande para
instruir a sus ovejas y una edificante aplicación para dar o para hacer dar a la juventud
la instrucción cristiana; pero, I.o ¿Cuántos son los que descuidan este deber esencial?
¿Cuántos los que lo abandonan completamente? ¿Y cuántos a quienes la ignorancia o
la vejez o la enfermedad ponen en situación de no poderlo realizar? ¿Y todos éstos,
que ciertamente forman con mucho el número mayor, pueden ser reemplazados? Sí,
decís, y lo son de ordinario, bien por sus Vicarios o por otros eclesiásticos que suplen
su deficiencia. ¿Es esto realmente cierto? ¿Cuántos son los párrocos de zona rural que no
<73>
quieren hacerlo y que de hecho no tienen Vicarios? ¿Cuántas las parroquias que no
cuentan con los medios de tenerlos? ¿Cuántos los excelentes párrocos que desearían
tenerlos, pero que no pueden, porque no teniendo más riqueza que las fábricas de sus
iglesias no pueden proveer al mantenimiento de un segundo ministro? En estos casos,
tan comunes por doquier, ¿no es necesaria una escuela cristiana?
II.o Allí donde los pastores, o los vicarios, u otros eclesiásticos se encargan de los
catecismos, ¿disponen de tiempo suficiente, o quieren dedicar todo el que es
necesario para enseñar, tanto como es deseable, la doctrina cristiana? ¿Cuándo se da
el catecismo en las parroquias mejor gobernadas? A lo más, las fiestas y los domingos
del año, y algunos días de entre semana durante el Adviento y la Cuaresma. ¿Para
quién se dan estos catecismos? Para los niños que solicitan la primera Comunión, y
que, de ordinario, y casi por todas partes, ya no vuelven más, una vez que la han
hecho. ¿Qué es lo que se les enseña? El catecismo breve. ¿Cómo lo saben? Muchos,
bastante poco; la mayor parte de ellos, muy imperfectamente; casi todos, sin
entenderlo bien. Lo saben de memoria y como cotorras entrenadas para hablar.
¿Cuánto tiempo lo retienen? Muy poco tiempo. A menudo, al acabar el año de la
primera Comunión ya han olvidado la mitad, y al cabo de algunos años ya no se
acuerdan casi de nada; y por lo común, ya no vuelven a aprender más sobre ello en
toda su vida.
De ahí la lamentable excusa de la ignorancia de la doctrina cristiana en tantas
personas de edad avanzada y cercanas a comparecer delante de Dios. Yo conocía bien
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 105

mi catecismo, dicen, cuando era joven y cuando hice mi primera Comunión; pero lo
he olvidado. ¡Como si estuviera permitido olvidar alguna vez la doctrina cristiana!
¡Como si no fuera más necesario conocerla en la edad avanzada que en la edad
temprana! Como si en todas las etapas no fuera necesario conocer los principales
artículos de fe, los grandes misterios de la religión, las verdades importantes de la
salvación, los preceptos de la Ley, lo que se refiere a los fines últimos, la naturaleza
del pecado y lo que es necesario para evitarlo, lo referente a los Sacramentos que se
deben recibir y la manera de prepararse a ellos, el método de orar y de tributar a Dios
los deberes esenciales de religión, de adoración, de amor, de acción de gracias, de
petición, de fe, de esperanza y los otros que la criatura debe a su Creador.
Los pastores, los vicarios, los eclesiásticos encargados de la instrucción de los
fieles, ¿tienen bastante tiempo? ¿Quieren dedicar tiempo suficiente? ¿Pueden
incluso, si lo quisieran, destinar bastante tiempo para enseñar a fondo y de forma que
no se olvide jamás todo cuanto los niños deben saber a todas las edades?
Para conseguirlo, habría que dar todos los días el catecismo, y durante muchos
años; sería necesario que quienes lo escuchan estuvieran atentos y aplicados para
aprenderlo bien. Habría que separar a las niñas de los niños y darles las instrucciones
en sitios diferentes; habría que acostumbrarlos a un gran silencio y obligarlos a asistir
asiduamente al catecismo. Pero eso apenas se ve en las parroquias. Es cierto que hay
en Francia algunas donde los catecismos se hacen con esta exactitud. Pero ¿cuántas
son? Se pueden contar. Se necesita clero numeroso, celoso, edificante y abnegado
para tan importante función. Esto se ve, en verdad, en algunas
<74>
célebres parroquias de la capital del Reino y de algunas otras grandes ciudades; pero
es muy raro en otras partes.
Además, por muy celosos que sean los pastores o los catequistas, no siempre
poseen el secreto o el medio, o el talento para hacer que los niños sean asiduos. Éstos,
en cuanto han hecho su primera Comunión, se consideran dispensados de aprender
nada más. Los mismos padres son negligentes en este asunto. ¿Cuántos no dejan
siquiera a sus hijos el tiempo suficiente para instruirse de lo más necesario para hacer
la primera Comunión, o que se lo quitan en cuanto la han hecho, so pretexto de que
tienen que ganarse la vida? Estos pobres ciegos miran el tiempo dedicado a aprender
la ciencia de la salvación como tiempo perdido para el trabajo; y en vano se esfuerza
uno en desengañarlos en este asunto. De ese modo, el celo de los más excelentes
pastores o de los catequistas más trabajadores queda frustrado y sin efecto.
De ahí proviene, en la generalidad de los cristianos, esta lamentable ignorancia de
los deberes de la religión; la mayoría no saben prepararse a los sacramentos más
necesarios y más importantes; no conocen ni el método para examinar su conciencia,
ni para confesar sus pecados, ni para pedir perdón a Dios. Menos aún conocen la
manera de comulgar bien. Incluso ante la Santa Mesa, más que en ninguna otra parte,
no saben conversar con Aquel que reside en su pecho; ni siquiera decirle una palabra.
106 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

La mayoría, al poco tiempo de levantarse de la Santa Mesa, ya abandonan la iglesia.


Se acercan a Jesucristo sin preparación; y lo abandonan sin hacer acción de gracias.
Poseen a su Salvador sin darle ninguna, o casi ninguna, muestra de respeto y de
atención; sin adorarlo, sin agradecerle, sin ocuparse de su presencia; tan distraídos en
la mayor de las acciones como lo están en la plaza pública. ¿Está Jesucristo expuesto
en el Santísimo Sacramento? Si vienen a visitarlo, no saben ni qué hacer ante él, ni
qué decirle. Digamos ingenuamente la verdad: se ponen en su presencia como
bestias, y le llevan sus cuerpos, sin llevar ni sus corazones ni sus mentes. ¿Por qué
estas descortesías y estas groserías llamativas en tantos cristianos de uno y otro sexo?
Es porque nunca estuvieron bien instruidos sobre la manera de prepararse a la sagrada
Comunión, de hacer su acción de gracias al levantarse de la Santa Mesa, de asistir a
las Bendiciones, de visitar al Santísimo Sacramento y de oír bien la santa misa. La
mayor parte, incluso, se sienten incómodos, o más bien, no saben hacer actos de fe, de
esperanza y de caridad; no conocen la manera de adorar y de tributar homenaje a
Dios, de agradecerle sus beneficios, de consagrarle sus acciones, de invocar su
Espíritu y de pedirle sus gracias: todos ellos deberes esenciales de la religión.
Está bien claro que los niños que sólo van al catecismo, como mucho, los
domingos y fiestas del año, y algunos días entre semana en el Adviento y la
Cuaresma, olvidan de un día para otro lo que se les enseña sólo imperfectamente; y
que todo cuanto aprendieron se borra insensiblemente, porque una vez hecha su
primera Comunión ya no se les ve más.
Está tan claro que incluso aquellos que conocen a la perfección lo que se les exige
para la primera Comunión, todavía tienen muchas cosas importantes que aprender
después que la han hecho; y que no las aprenden nunca, porque no vuelven más al
catecismo.
Esto es verdad, se dirá; pero ¿pueden las escuelas cristianas y gratuitas alcanzar la
fuente de estos inconvenientes y eliminarlos? Sí: lo pueden y lo
<75>
hacen. Ellas realizan en provecho de los hijos del pueblo humilde lo que los colegios
y los monasterios de las religiosas hacen por los hijos de los ricos o acomodados. Los
escolares encuentran en los colegios bien dirigidos la instrucción cristiana, mientras
aprenden los saberes humanos. Las niñas que se ponen a pensión en los conventos
encuentran en ellos el mismo provecho; y como unos y otras están, por lo común,
varios años en estos lugares de instrucción, cuando salen de ellos conocen de su
religión, por lo menos, lo que es necesario saber.
En efecto, el catecismo en las escuelas cristianas se hace todos los días al menos
una vez; y hay varios en que se hace mañana y tarde; y en ellas se obliga a todos los
que vienen a aprender a leer, a escribir y la aritmética, a escucharlo y a responder en
él. De ese modo, en un año, un niño puede fácilmente aprender más con un Hermano
o con una Hermana que en varios años en otras partes. He aquí las razones.
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 107

1.a En las escuelas cristianas los niños son distribuidos según el nivel de su ciencia
o de su ignorancia; es decir, que a todos los que aún no saben nada se les coloca en las
primeras lecciones de la doctrina cristiana; a los que saben más o menos, se les agrupa
juntos, lo cual no se hace en los catecismos ordinarios, donde todos los niños están
mezclados. De donde se deriva que hay mucha pérdida de tiempo para unos y para
otros, poco silencio y aún menos atención. En efecto, casi no es posible que los niños
que todavía no saben las primeras lecciones del catecismo no se distraigan, no
enreden y no hablen, mientras se preguntan las últimas a los más adelantados. De
forma parecida, mientras éstos escuchan recitar las primeras lecciones a los más
ignorantes, que ellos ya saben, se disipan, se inquietan y hacen ruido. No sucede así
en las escuelas cristianas; en ellas es fácil mantener el orden, el silencio y la atención,
porque los niños, de poco más o menos la misma edad y del mismo grado de ciencia, o
mejor, de ignorancia, estando reunidos juntos, y separados de los otros, sólo oyen lo
que les conviene, y responden uno después de otro a la misma pregunta. Además,
oyen las mismas preguntas y respuestas tantas veces como niños hay en su clase; lo
cual les graba en la mente lo que tienen que retener, y les da una gran facilidad para
aprender.
2.a En las escuelas cristianas, siendo los niños catequizados una o dos veces al día,
en un solo año lo son más veces que en otras partes durante varios años. La prueba de
ello es sensible. En las parroquias donde la doctrina cristiana es enseñada con mayor
cuidado, sólo se hace el catecismo, como mucho, las fiestas y los domingos, y
algunos días de entre semana durante el Adviento y la Cuaresma; y nunca más de una
vez al día. Así, en un año, el número de catecismos no puede casi exceder de cien;
incluso, pocas veces alcanza esta cantidad, y casi siempre está muy por debajo; en
cambio, en una escuela cristiana, haciéndose el catecismo todos los días una o dos
veces a los mismos niños, aunque se quitase el tiempo de vacaciones que se
acostumbra a tener por todas partes, y el día de asueto de cada semana, el número de
instrucciones que los niños reciben en un año sobre la doctrina cristiana se acerca a
las trescientas, si el catecismo se da una vez al día; y pasaría de quinientas si se da dos
veces al día; de ese modo, en una escuela cristiana se dan más catecismos durante un
solo año que durante varios en las parroquias mejor reguladas. De aquí se sigue que
los niños están sin comparación mucho más instruidos de su religión en una escuela
cristiana que en cualquier otra parte.
3.a He aquí otras ventajas que facilitan la instrucción que los niños
<76>
encuentran en las escuelas cristianas, que no se hallan en absoluto en otros sitios: 1.
Se junta a los que saben, más o menos, lo mismo; 2. Están en número reducido,
porque se les distribuye en varias clases según el grado de su ignorancia, o de su
saber; 3. Al estar en número reducido, todos preguntan y responden por turno en cada
catecismo; lo cual les obliga a escuchar y a retener bien; 4. Como las mismas
preguntas y respuestas se repiten tantas veces como niños hay, quedan impresas en la
mente de los torpes; 5. El Hermano o la Hermana que da el catecismo hablan sólo por
108 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

necesidad y pocas veces, ya que uno de los niños es el encargado de reprender las
faltas; así, ocurre que el silencio y la atención se mantienen, y como consecuencia, la
facilidad para aprender es mayor.
Ahora bien, es notorio que estos procedimientos de las escuelas cristianas son casi
impracticables en las parroquias, pues los niños no son tan disciplinados; y donde, al
ser numerosos, no pueden todos ser ejercitados cada día; y al estar los más avanzados
mezclados con los más ignorantes, unos y otros atrasan su instrucción mutua; donde
la mayoría de las preguntas y de las respuestas que se nacen en el catecismo, están por
encima o por debajo del nivel de una parte de quienes las oyen, y eso da lugar a su
disipación; cada uno de ellos, al no entender la explicación que necesita, y al no ser
ejercitado sobre los puntos que debe aprender, asiste con frecuencia a catecismos que
no son para él de ningún provecho.
4.a En las parroquias, de ordinario, como los niños sólo van al catecismo para la
primera Comunión, la mayor parte de ellos no acude más que cuando se aproxima el
tiempo de hacerla; y casi todos ellos ya no vuelven más cuando la han hecho. Por lo
cual ocurre que nunca están instruidos por completo.
En las escuelas cristianas las cosas presentan otro aspecto: como los niños acuden a
ellas para aprender a leer, a escribir y la aritmética, la mayoría de ellos sólo las
abandonan cuando saben lo que quieren aprender. Ahora bien, antes de aprenderlas se
necesitan varios años; y así, para ellos, es necesario escuchar durante todo ese tiempo
las lecciones que se imparten sobre la doctrina cristiana, e instruirse bien en ella.
III.o Es cierto que los pastores deben a sus ovejas la instrucción; y que el cuidado
de catequizar o de hacer catequizar a la juventud es uno de sus principales deberes.
Pues bien, de esta verdad misma es de donde concluyo que están infinitamente
interesados en procurar a sus parroquias establecimientos de escuelas cristianas; y
que éste es el mayor servicio que pueden proporcionar a su rebaño. Pues, en fin, el
más vigilante pastor, el más celoso, el más sabio y el más robusto no puede hacerlo
todo: está dividido entre muchas obligaciones; y sus deberes, multiplicados de tal
forma, a menudo no los pueden cumplir por sí mismos. Los pobres, los enfermos, los
moribundos y los pecadores están a su cargo, lo mismo que los niños; es necesario
que los asista a todos: la caridad le impulsa a ello; es preciso que se ocupe de asistir a
unos, de consolar a otros, de preparar a aquellos para el cielo y de intentar la
conversión de los últimos. Cumplidos estos deberes, todavía le quedan otros no
menos esenciales. La asiduidad al tribunal de la penitencia para dar consejos y para
escuchar las confesiones exige un hombre casi por completo. El tiempo necesario
para preparar buenas predicaciones todos los domingos ocupa una buena parte de las
horas de la semana de aquellos que no quieren aventurarse a decir todo lo que les
viene al pensamiento; las visitas, las consultas, las horas de estudio necesario para
aclararse en cuestiones de teología o sobre casos de conciencia,
<77>
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 109

se llevan también una parte del tiempo. Transcurriendo los años de esta manera,
conducen a las enfermedades, a los achaques e infaliblemente a la vejez. Son otras
razones decisivas de un buen pastor para dotarse de colaboradores para catequizar a
los niños y para darse el consuelo de tener maestros y maestras de escuelas cristianas
que le descarguen del cuidado de instruir a la juventud.

Tercera objeción: Si el objeto principal de las Escuelas de Caridad es enseñar la


Doctrina Cristiana, su Institución no parece muy necesaria, pues casi no hay
parroquia donde se descuiden por completo los Catecismos y la Instrucción de los
niños.
Respuesta
Más bien habría que decir que hay: 1.° Hay un número grande de parroquias
donde los catecismos y la instrucción en la doctrina cristiana están completamente
descuidadas, para vergüenza de la religión y para gran perjuicio de los fieles. 2.° Que
en aquellas en que se tiene cuidado de instruir a la juventud, no se da el catecismo
bastante a menudo durante el año, para que los niños estén suficientemente instruidos
de cuanto tienen que saber el resto de su vida. Por ejemplo, en las parroquias donde el
catecismo se da sólo en Adviento y Cuaresma, los niños olvidan pronto, en el resto
del año, una parte de lo poco que aprendieron en ese tiempo. 3.° Como ya indicamos,
al venir los niños, por lo común, a los catecismos de las parroquias sólo para la
primera Comunión, y al no volver más después que la hicieron, no es posible que
estén suficientemente instruidos en su religión. En fin, como también queda dicho, en
las parroquias donde casi no es posible distribuir en pequeñas clases a los niños con
el mismo grado de saber, o de ignorancia, no resulta casi posible mantener en ellos el
orden, el silencio, la atención y la emulación. Y todavía es menos posible ejercitar a
todos y hacer que se expresen todos cada día. Lo que demuestra que en mucho tiempo
no pueden aprender lo suficiente y adelantar en la ciencia de su religión, incluso en
los catecismos mejor dirigidos de las parroquias. Sólo en las escuelas cristianas y
gratuitas es donde encuentran plena facilidad para instruirse bien. De este modo, esta
objeción, como las otras, sirve para confirmar la importancia de la Institución de las
Comunidades que forman maestros y maestras que dominen el arte de enseñar bien la
doctrina cristiana.

Cuarta objeción: Si la Institución de las Escuelas Cristianas es tan necesaria,


¿ha descuidado realmente Dios a su Iglesia, al enviar tan tarde una ayuda tan
importante? Jesucristo ha abandonado a sus hijos durante mucho tiempo, ya que los
primeros establecimientos de estas Escuelas no tienen aún un siglo en Francia, o
poco más.
110 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Respuesta
1.° El mismo reparo se puede formular contra todas las demás buenas obras, las
más excelentes y necesarias.
Si la Institución de los Retiros, de las Misiones, de los Seminarios, etc., era tan
necesaria para la conversión de las almas y la formación de los ministros de la Iglesia,
Dios ha descuidado mucho a su Iglesia por haberle enviado tan tarde estas ayudas de
salvación. Si la celebración del Concilio de Trento era tan necesaria para detener el
curso de las herejías de Lutero, de Zwinglio y de Calvino, Dios ha descuidado mucho
a su Iglesia por no haberlo hecho convocar y terminar antes.
Digamos otro tanto de todas las reformas que han reparado las brechas de la
disciplina monástica y de todas las varias Congregaciones de santos y sabios
<78>
hombres que Dios ha suscitado desde hace dos siglos para la defensa y la edificación
de su Iglesia. Si estas Instituciones eran tan importantes, ¿por qué difirió Dios tanto
su nacimiento?
A este razonamiento temerario, ninguna respuesta mejor que la del Apóstol: O
altitudo! ¡Oh profundidad de los designios de Dios! Sus juicios son insondables:
¿Quién osará escudriñar su profundidad? ¿Quién es el que ha entrado en sus
consejos? No hay otra respuesta que la del sabio: qui scrutator est majestatis,
opprimetur a gloria. La gloria de Dios aplasta al presuntuoso que quiere examinar la
conducta de la Majestad de Dios. Dios no debe nada al hombre; sólo su bondad le
compromete a gratificarlo. Dejemos a su sabiduría y a su Providencia el cuidado de
dispensar las gracias y las ayudas de la salvación. Todo lo hace con peso, número y
medida. Y todo lo que hace es lo que la equidad, la sabiduría y la bondad regulan
y ordenan.
2.° ¿Es cierto que la Institución de las Escuelas Cristianas es tan reciente? Si se
contemplan las circunstancias, lo reconozco: es de fecha reciente. Son el reverendo
Padre Barré, mínimo, y el señor de La Salle los que parecen ser sus primeros autores;
si se les quiere dar un origen más antiguo en Francia, se encontrará un esbozo en los
establecimientos de las religiosas Ursulinas, en las Instituciones de las Hijas de
Nuestra Señora, de la señora de Lestonac, de las Hijas de nombre parecido fundadas
por el señor Fourier, párroco de Mataincour, y en fin, de las Damas Grises, que deben
su nacimiento al señor Vincent y a la señora Le Gras; pero si se examina en su
profundidad, en relación con su objeto y su principal fin, no hay nada más antiguo;
ella es tan antigua como la Iglesia.
En efecto: ¿cuál es su objeto?, ¿cuál es su fin principal? Enseñar la doctrina
cristiana, dar una educación santa a la juventud, sobre todo a la que es pobre y está
abandonada.
¿No ha encontrado la Iglesia en su Jefe, en su Legislador y en su Autor su primer
catequista? Sus doce cimientos, que son los Apóstoles, ¿no fueron los primeros en
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 111

desempeñar esta función? Estos predicadores de la fe de Jesucristo por toda la tierra,


¿no dejaron a sus sucesores el cuidado de enseñar la doctrina cristiana, como el
principal deber de su carácter? ¿No eran catequistas todos los obispos de los primeros
siglos? «Entonces —anota el señor Fleuri (discurso prelim. t. 8, p. XXII)—, para ser
sacerdote u obispo no era necesario conocer las ciencias profanas, es decir, la
Gramática, la Retórica, la Dialéctica y el resto de la Filosofía, la Geometría y las otras
partes de las Matemáticas. Los cristianos designaban a todo esto como los estudios
profanos, porque eran los paganos quienes los habían cultivado y porque eran
extraños a la religión. Pues era muy cierto que los Apóstoles y sus primeros
discípulos no se habían dedicado a ellos. San Agustín no estimaba menos a un obispo,
del que habla, que a sus vecinos, porque no supiera Gramática ni Dialéctica; y vemos
que a veces se elevaba al episcopado a buenos padres de familia, a comerciantes y a
artesanos, que casi con certeza no habían hecho en absoluto ese tipo de estudios. El
conocimiento de lenguas era aún menos necesario. Incluso los paganos las estudiaban
sólo por necesidad para el comercio; aunque es verdad que los romanos que querían
ser eruditos aprendían el griego. En todas partes las lecturas y las oraciones públicas
se hacían en la lengua más común del país. Así, la mayor parte de los obispos y de los
clérigos no sabían otro. Es decir, el latín en todo el Occidente, el griego en la mayor
<79>
parte de Oriente y el siríaco en la alta Siria; de manera que en los Concilios, donde se
encontraban reunidos obispos de diversas naciones, hablaban por intérpretes.
Algunas veces se encuentran incluso diáconos que no saben leer. Es lo que entonces
se designaba, que no tenía letras. ¿Qué ciencia se exigía, pues, a un sacerdote o a un
obispo? El haber leído y releído la Sagrada Escritura hasta saberla de memoria, si era
posible, y haberla meditado mucho para encontrar en ella las pruebas de todos los
artículos de la fe y todas las grandes normas de las costumbres y de la disciplina; de
haber aprendido, ya de viva voz, ya por la lectura, cómo la habían explicado los
antiguos. El conocer los cánones, es decir, las reglas de disciplina escritas, o no
escritas; haberlas visto practicar y haber observado su uso cuidadosamente. Entonces
se contentaban con estos conocimientos, con tal que fuesen unidos a una gran
prudencia para el gobierno y a una gran piedad. No se trata de que no haya habido
siempre obispos y sacerdotes muy instruidos en las ciencias profanas; pero, de
ordinario, eran los que se habían aplicado a ellas antes de su conversión, como san
Basilio y san Agustín. Y sabían también utilizarlas para la defensa de la verdad, y
para responder a quienes quisieran censurar su uso, como san Agustín con el
gramático Cresconio».
De ahí se ve que si había entre estos primeros sucesores de los Apóstoles grandes
filósofos y grandes oradores, había un mayor número que no eran ni lo uno ni lo otro,
pero sí eran excelentes catequistas, es decir, muy capacitados, pero capacitados
únicamente para enseñar la doctrina cristiana. La conocían a fondo y la practicaban;
esto bastaba para dar lecciones a los demás de la manera más útil y más provechosa,
que es la manera sencilla y familiar, la misma que un padre emplea para instruir a sus
112 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

hijos. Por otro lado, cualquiera que sea la ciencia y la elocuencia que posea un padre
prudente y cuidadoso de educar bien a su familia, no emplea sus energías en piezas
rebuscadas, ni en investigaciones curiosas, ni en estudios fatigosos para instruir a sus
hijos. Considerarían este esfuerzo como trabajo inútil y superfluo, que no convendría
ni a su calidad de padre ni a la de sus hijos; que les aprovecharía poco y que les
costaría mucho.
Seguro de encontrar en su autoridad el derecho de hacer escuchar a sus hijos lo que
les ha dicho y de encontrar en su ternura el secreto de persuadir y de hacerse gustar, no
toma ni del arte ni de su esfuerzo lo que les quiere enseñar, sino sólo de su corazón.
Deja que hable la razón y deja que la naturaleza actúe en sus hijos. Eso es ya
suficiente para instruirlos bien, y todo lo que puede considerar como lo mejor y
suficiente.
Los obispos, considerándose como padres, instruían a los fieles como a su hijos
(ibíd. m. XI ss). No veo en absoluto en esos primeros siglos —señala de nuevo el
mismo historiador— otras escuelas públicas... que las iglesias, donde los obispos
explicaban asiduamente la Sagrada Escritura; y en algunas grandes ciudades, una
escuela establecida principalmente para los catecúmenos, en la que un sacerdote les
explicaba la religión que deseaban abrazar como san Clemente y Orígenes, en
Alejandría.
En efecto, no se crea que los Potamianos, los Pafnucios, los Espiridiones, los
Jacobos de Nísibe, los Amfiones, los Hipacios, los Nicolás, y muchos otros que
asistieron al Concilio Ecuménico, fueran tan ilustres por su ciencia como lo eran por
su santidad. Estos santos, de los que algunos habían confesado a Jesucristo
<80>
ante los tiranos, al costo de un ojo arrancado o de algún miembro mutilado, y otros,
eran grandes obradores de milagros, sabían persuadir de la fe de Jesucristo y de la
doctrina cristiana (Rufino, l. 1, c. 3; Sócrates, l. 1, c. 5; Sozom., l. 1, c. 17), por medio
del resplandor de sus virtudes y por la unción de su palabra, y no por la fuerza de su
elocuencia. Todavía sabía menos el venerable anciano, confesor de Jesucristo, que
según el relato de tres historiadores, en el Concilio de Nicea convirtió a un famoso
filósofo que con los recursos de su dialéctica se reía de los argumentos de los más
sabios prelados de la asamblea. Todos los padres se quedaron sorprendidos y
temerosos cuando vieron a aquel santo obispo, que no sabía otra cosa sino a
Jesucristo, y Jesucristo crucificado, pedirles permiso para enfrentarse con el sofista.
Sólo con recelo le concedieron esta autorización, y porque no se atrevían a negarlo a
un hombre que había confesado la fe de Jesucristo ante los tiranos; pero en seguida
eliminó su inquietud, pues su disputa con el filósofo fue muy corta, y su victoria
inmediata. Escucha la verdad, filósofo, en nombre de Jesucristo, le dijo. Terminado
este breve preámbulo, le expone en pocas palabras el resumen de la doctrina
contenida en el Símbolo: Si crees estas verdades, añadió, sígueme, ven a recibir de mi
mano el bautismo.
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 113

El filósofo, ganado para Jesucristo, volviéndose hacia los padres del Concilio, les
dijo: Mientras se quiso razonar conmigo, opuse razonamientos a razonamientos,
pero ahora que el Espíritu de Dios acaba de hablar por boca de este venerable
anciano, no puedo resistir y me rindo. Tal es la virtud de la doctrina cristiana en las
bocas puras y santas. Nunca actúa con más eficacia que cuando se le devuelve su
primera sencillez. Lo muestra la experiencia: la Iglesia de Francia nunca tuvo
oradores cristianos tan célebres como en el siglo último; y sin embargo, nunca
consiguió menos fruto de los sermones que desde que son tan elocuentes y predicados
por hombres a quienes no falta nada, al parecer, para tocar los corazones, sino la sencillez
evangélica. Es en los catecismos y en las instrucciones familiares donde la doctrina
reencuentra su primera sencillez, y por consiguiente su antigua virtud y su primitiva
fecundidad. Es eso lo que demuestra la necesidad; es eso lo que hace desear más que
nunca su empleo. Es un uso que corresponde a los ministros de la Iglesia, como por
principio. Es cierto que es ésa una función de la que deberían sentirse orgullosos; pero
ya que hay tan pocos que se dediquen a ella y que la tomen como su ocupación asidua
y ordinaria, es necesario que, en su defecto, otros operarios apliquen la hoz a la mies;
y no se bendeciría a Dios lo suficiente por dar a su Iglesia, para atender este campo,
enteras Comunidades de personas de uno y de otro sexo que se dedican a la
instrucción y educación cristiana de la juventud pobre.
3.° La Institución de las escuelas cristianas es de todos los tiempos y ha sido el
objeto del celo de numerosos santos en todos los siglos. San Carlos Borromeo las
extendió por toda la diócesis de Milán con un éxito que recompensa sus esfuerzos. El
Apóstol de las Indias encontraba sus delicias en catequizar a los niños pequeños.
César de Bus instituyó una Orden con el nombre de Padres de la Doctrina Cristiana
para realizar esta función, como quedó ya dicho más arriba. El mártir san Casiano
desempeñaba la profesión de maestro de escuela para tener ocasión de dar a los hijos
de los fieles y de los paganos la instrucción y la educación cristiana: este secreto de
guiar hasta la fe a los idólatras estaba en uso entre los cristianos. Ellos se encargaban
de buena gana de enseñar a leer y a escribir, o a enseñar las letras
<81>
o las ciencias superiores, para tener la libertad de dar a conocer a Jesucristo y su
doctrina. Fue por medio de este piadoso trabajo como Orígenes ganó para el
Evangelio a tantas personas célebres, que fueron la gloria de la Iglesia. Ya se ha visto
que la Institución de las Escuelas Cristianas la tuvieron muy a pechos en todas las
épocas los obispos de Francia, y que nuestros Reyes la han favorecido en estos
últimos tiempos.

Quinta objeción: ¿No ha habido en todas las épocas Ministros santos y celosos
que se han dedicado con cuidado a esta importante función?
114 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Respuesta
Siempre los ha habido y los habrá siempre, sin duda, pero el número es pequeño; y
por muy grande que sea su celo, no pueden reproducirse lo suficiente, ni multiplicarse
para catequizar a todos los ignorantes y para dar a los niños la educación cristiana que
no encontrarían en absoluto en casa de sus padres. Esto es lo que hace que sea tan
necesaria la institución de los Seminarios para formar maestros y maestras de
escuela, capaces de enseñar bien a la juventud y de darle una santa educación.

Sexta objeción: ¿Alguna vez la Iglesia, desde su origen, ha carecido del suficiente
número de personas adecuadas para enseñar la doctrina cristiana?
Respuesta
Ella no ha carecido nunca de personas capaces de hacerlo bien; pero ella sí ha
carecido a menudo de personas que quisieran realizarlo con celo y desinteresadamente.
Si ella dispuso siempre de gran número de los primeros, tiene pocos de los últimos. Si
dispusiera de número suficiente, los maestros y las maestras de escuelas cristianas y
gratuitas podrían estar de sobra. Pero es la carencia de aquéllos lo que hace tan
necesarios a éstos.

Séptima objeción: A falta de los Ministros de la Iglesia, ¿ha carecido alguna vez
la Iglesia de maestros y maestras de escuela, adecuados para enseñar a la juventud
ignorante de los dos sexos?
Respuesta
Para desgracia de las almas, es demasiado cierto que la Iglesia ha carecido de ellos,
y que sigue careciendo todavía hoy. ¿No es ése el reproche que tantas veces ha tenido
que sufrir de parte de los protestantes? ¿No han buscado éstos en la deplorable
ignorancia de la doctrina cristiana, tan generalizada en todos los estados del
cristianismo, sobre todo entre la gente pobre de las ciudades y entre los campesinos
de las zonas rurales, un inagotable motivo de ataques contra la Iglesia Romana y sus
ministros? ¿No ha sido en esta culpable ignorancia donde encontraron tan grandes
ventajas en favor de sus errores, y una facilidad tan grande para sembrarlos? ¿Con
qué habilidad no supieron aprovechar el poco cuidado que los pastores pusieron para
proporcionar escuelas católicas, para establecer las suyas y para sembrar en ellas sus
dogmas perniciosos y sus máximas impías, en una edad adecuada para dejarse influir
y para recibir ciegamente las primeras impresiones que le dan a uno?
Es verdad que nunca han faltado maestros y maestras de escuela; en todas las
épocas, personas de uno y otro sexo han desempeñado ese oficio, y se hizo que ese
empleo fuese lucrativo. De ese modo, 1.° No es la caridad, sino el interés, el que abre
las escuelas. Aquellos y aquellas que enseñan en ellas venden sus servicios, y no
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 115

tienen la disposición de hacerlas gratuitas. Ellos y sus familias necesitan que se


compren
<82>
sus lecciones para no verse obligados a tomar el camino del asilo; por consiguiente,
todos los hijos de los pobres no tienen nada que hacer en sus escuelas. La puerta les
está cerrada. 2.° En la mayoría de las escuelas donde se pone precio a las lecciones
que se dan, ¿qué ejemplos ven? ¿Qué educación reciben? ¿Reina en ellas el orden?
¿Qué compañías se encuentran? ¿Qué exposiciones se oyen? Cuando se envía a ellas
a los hijos que aún están en su primera inocencia y sencillez, ¿tardan mucho en
perderla? 3.° Cuantos atienden esas escuelas, ¿tienen el talento necesario para
instruir bien y educar a la juventud? ¿Se aplican a formarla en las buenas costumbres
y a enseñarles la doctrina cristiana? 4.° Por muy sabios que se suponga a estos
maestros y maestras en el arte de enseñar a leer y escribir, ¿saben instruir bien en la
religión?; ¿están ellos mismos bien instruidos? ¿Habría peligro de mentir si se deja
entender que la mayoría son ignorantes en esta materia, y que casi ninguno la conoce
lo suficiente, tal vez, para ellos mismos? Se les pondría en gran aprieto si se les
obligase a responder sobre muchos puntos de la doctrina cristiana, igual que lo hacen
muchos niños que frecuentan las escuelas gratuitas. ¿Qué diferencia existe en este
punto entre ellos y quienes están en las comunidades, formados diestramente y
durante mucho tiempo para desempeñar bien este empleo?

Octava objeción: Quienes saben leer pueden instruirse por sí mismos en la


doctrina cristiana; así, no necesitan una ayuda extraña.
Respuesta
1.º Si esta objeción es razonable, todos los catecismos e instrucciones que se dan
en las parroquias están de sobra. Si basta la sola lectura para instruirse bien, puede
prescindirse de ellas, y también de las escuelas cristianas. 2.° ¿Quienes saben leer
tienen libros a disposición? ¿Tienen todos los medios para adquirirlos? Si tienen esos
medios, ¿tienen preocupación para comprar los más necesarios y los más útiles? Las
novelas, los libros de comedias, de amoríos y otros igualmente perniciosos, ¿no les
atraen más que los catecismos? Entre las personas jóvenes, ¿quiénes hacen de la
lectura un placer o un deber, y no más bien una molestia o un suplicio? 3.° De entre el
pueblo, ¿quiénes son aquellos que saben leer bien, si es que no lo aprendieron en las
escuelas gratuitas? Allí donde no existe ninguna escuela de caridad, tanto en la ciudad
como en el campo, se encuentran, entre las personas del pueblo, muy pocas que sepan
leer, porque no se enseña gratis, y los pobres no tienen la posibilidad de pagar a
maestros o a maestras mercenarios.
Esta objeción, en fin, se convierte ella misma en una poderosa prueba de la
necesidad del establecimiento de las escuelas gratuitas; porque mostrando el gran
beneficio que supone para instruirse en la religión el saber leer bien, llama la atención
para recordar que allí donde hay escuelas de caridad, casi todos los hijos de los pobres
116 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

saben leer; y que donde faltan estas escuelas, casi nadie lo sabe, por falta de personas
que quieran instruirlos por el solo amor de Dios.
¿No he tenido, pues, razón al decir que todas estas objeciones dan ellas mismas un
valioso testimonio de la necesidad de los establecimientos de los maestros y de las
maestras capacitados para instruir y educar cristianamente y por caridad a la juventud
pobre y abandonada?
<83>
Novena objeción: Estos nuevos Institutos de Maestros y Maestras de Escuela
aumentan el número de Comunidades, y esta multiplicidad conlleva grandes
inconvenientes.
Respuesta
Este pensamiento parece chocante. Sin embargo es muy común, y se ven personas,
por otro lado bien intencionadas y que tienen un fondo de religión, que se preocupan
por ello. Hay que reconocer, incluso, que expresan razones de su sentimiento muy
especiosas. Después de todo, los prejuicios contra los nuevos Institutos no son de
ahora; y aquellos mismos que han aparecido como los más santos y los más
necesarios para la república los han sentido también mucho. Este prejuicio ha sido
una de las barreras que frenaron con frecuencia su progreso, y se han necesitado
siglos enteros para superarla.
Las órdenes de san Francisco y de santo Domingo y todas las demás que se llaman
mendicantes, igual que todos aquellos que han venido después de ellos a lo largo de
los siglos, han tenido que superar esta dificultad. Si Dios, en su misericordia, todavía
prepara otros en el futuro para su Iglesia, todavía tendrán que combatir este prejuicio,
y hay que recelar que se haga más fuerte con el tiempo.
Incluso no hay que extrañarse si se ven en el mundo personas prudentes y amigas
del bien que combaten todas las nuevas fundaciones, pues el celo por el bien de la
Iglesia puso en tal actitud a enteros Concilios. El de Letrán (can. 131), de 1215,
prohibió inventar nuevas religiones, es decir, nuevas órdenes y congregaciones; por
miedo, dice el canon, de que la mucha diversidad lleve a la confusión en la Iglesia;
pero cualquiera que quisiere entrar en religión abrazará una de las que ya están
aprobadas.
«Esta prohibición era muy prudente y conforme con el espíritu de la más pura
antigüedad —dice un autor de la época—. San Basilio pregunta en sus reglas si es
oportuno tener en el mismo lugar dos comunidades religiosas. Y responde que no
(Fleuri, discurso 8, sobre la historia Ecles. n. VII. Reg. suff. n. 36). No se trataba de
dos órdenes diferentes, sino sólo de dos casas del mismo Instituto; y san Basilio da
dos razones de su respuesta negativa (Plat. republ, l. 5. p. 418, Gr.): la primera, que es
difícil encontrar un buen superior, y todavía más encontrar dos; la segunda, que la
multiplicación de los monasterios es fuente de división. Al comienzo sólo será
cuestión de una laudable emulación de quién practicará mejor la regla; muy pronto la
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 117

emulación se cambiará en envidia, en desprecio, en aversión; se intentará


desacreditarse y dañarse mutuamente; tal es la corrupción de la naturaleza. Incluso
los mismos paganos pusieron como fundamento de la política que la República fuera
una, en la medida de lo posible, y que se alejase de los ciudadanos cualquier semilla
de división. ¡Cuánto más se debe trabajar para preservar a la Iglesia de Jesucristo,
fundada sobre la unión de los corazones y de la perfecta caridad!: es un solo cuerpo,
del cual Él es la cabeza, y cuyos miembros deben tener una entera correspondencia y
conllevarse en todo los unos a los otros.
»Ahora bien, las diversas Órdenes religiosas son otros tantos Cuerpos, y como
otras tantas pequeñas Iglesias en la Iglesia universal. Es moralmente imposible que
una Orden estime tanto a otro Instituto como al suyo; y que el amor propio no impela
a cada religioso a preferir el Instituto que escogió, a desear para su comunidad más
riquezas y fama que a los demás; y de ese modo desembarazarse de lo que sufre la
naturaleza por no poseer nada propio.
»Dejo a cada religioso que se examine de buena fe sobre este asunto. Si sólo
hubiera una simple emulación de virtud, ¿existirían procesos sobre la precedencia
<84>
y los honores, y disputas tan vivas para saber de qué Orden era tal santo o el autor de
tal libro de piedad?
»El segundo Concilio de Letrán había prohibido, pues, con prudencia, instituir
nuevas religiones; pero su decreto fue tan mal observado que desde entonces se han
establecido muchas más que en todos los siglos anteriores. En el Concilio de Lyón,
celebrado sesenta años después, se lamentaban de ello; se reiteró la prohibición y se
suprimieron algunas órdenes nuevas; pero la multiplicación no ha dejado de continuar
y de aumentar siempre en lo sucesivo.
»Si los inventores de Órdenes nuevas no fueran santos, en su mayoría canonizados,
se podría suponer haberse dejado seducir por el amor propio y haberse querido
distinguir y sobresalir por encima de los otros. Pero sin detrimento de su santidad,
uno se puede desedificar de sus luces, y temer que no hayan conocido todo lo que
hubiera sido deseable que conocieran. San Francisco pensaba que su Regla no era
sino el Evangelio, totalmente puro, adhiriéndose particularmente a estas palabras: No
poseáis ni oro, ni plata, ni bolsa para viajar, ni calzado (Mt 10,9), y lo demás; y
como el papa Inocencio III ponía dificultad para aprobar este Instituto tan nuevo, el
cardenal de San Pablo, obispo de Sabina, le dijo: si rechazáis la petición de este pobre
hombre, estad atento a que rechazáis el Evangelio. Pero ni este buen cardenal ni el
mismo santo habían considerado bastante la continuación del texto. Jesucristo, al
enviar a predicar a sus doce Apóstoles, les dijo ante todo: curad a los enfermos,
resucitad a los muertos, limpiad a los leprosos, expulsad a los demonios: dad gratis lo
que recibisteis gratis. Luego añade: no poseáis oro, ni plata, y el resto. Está claro que
sólo quiso alejarles de la avaricia y del deseo de sacar provecho de sus milagros, al
que Judas habría faltado; ¿y qué no se hubiera dado por la resurrección de un muerto?
118 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

El Salvador añade: el obrero es digno de su alimento. Como si dijera: No temáis que


os vaya a faltar algo, ni que aquellos a quienes devolváis la salud o la vida os dejen
morir de hambre. He ahí el verdadero sentido de este pasaje del Evangelio.
»Pero de ello no se seguía que se estuviese obligado a alimentar a las buenas
personas que sin hacer milagros ni dar señales de misión extraordinaria iban por el
mundo para predicar la penitencia; tanto más que los pueblos podían decir: ya
estamos bastante cargados con la subsistencia de nuestros pastores ordinarios, a
quienes pagamos los diezmos y los otros estipendios.
»Hubiera sido más útil a la Iglesia, al parecer, que los obispos y los Papas se
hubieran dedicado seriamente a reformar al clero secular y a restablecerlo en el molde
de los cuatro primeros siglos, sin recurrir a la ayuda de estas tropas extrañas; de
manera que no hubiera más que dos tipos de personas consagradas a Dios: los
clérigos, destinados a la instrucción y a la guía de los fieles, y plenamente sometidos a
los obispos, y los monjes, totalmente separados del mundo, dedicados únicamente a
orar y a trabajar en silencio».
He aquí, a mi parecer, a qué se pueden reducir todos los razonamientos de este
autor contra los nuevos Institutos: 1. El Concilio de Letrán y luego el de Lyon los
prohibieron. 2. Su excesiva diversidad produce confusión en la Iglesia. 3. Es difícil
encontrar tantos buenos superiores para dirigirlos. 4. Su multiplicación es fuente de
división, de envidia, de aversión y de maledicencias. 5. La Iglesia, en la medida de lo
posible, debe ser una, tanto más que la República. 6. En los inventores de nuevas
<85>
Órdenes se podría sospechar vanidad, amor propio y orgullo, si en su mayoría no
fueran santos canonizados. 7. Sin detrimento de su santidad, habría que desconfiar
de sus luces y temer que no hayan conocido todo lo que hubiera sido conveniente que
supieran. 8. San Francisco consideraba que su Regla no era otra cosa que el
Evangelio en toda su pureza, aferrándose particularmente a estas palabras: No
poseáis ni oro, etc. Pero ni el santo ni el cardenal de San Pablo, obispo de Sabina,
habían tenido suficientemente en cuenta la continuación del texto, etc. 9. ¿Se estaría
obligado a alimentar a buenas personas que sin hacer milagros ni dar señales de
misión extraordinaria fueran por el mundo a predicar la penitencia? 10. ¿No podrían
decir las poblaciones: estamos ya bastante cargados con la subsistencia de nuestros
pastores, a los que pagamos los diezmos y otros estipendios? 11. ¿No hubiera sido
más útil reformar al clero secular, sin tener que llamar a estas tropas extrañas en
ayuda de la Iglesia? 12. ¿No sería mejor que hubiera sólo dos tipos de personas
consagradas a Dios: los clérigos y los monjes separados del mundo?
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 119

Respuesta general

Si el autor del octavo discurso preliminar a la historia eclesiástica hubiera leído a


este propósito lo que dice Granada en el cap. XXI del segundo libro de la Guía de
Pecadores, o si habiéndola leído no la hubiese olvidado totalmente, habría podido
descartar de su discurso su devota sátira contra las Órdenes mendicantes y contra los
santos que las instituyeron. Las reflexiones de Granada sobre las diferentes maneras
de vivir que existen en la Iglesia son tan sensatas y tan cristianas que no puedo resistir
a reproducir una parte.
«Esta variedad —dice— procede en parte de la naturaleza y en parte de la gracia.
Procede de la naturaleza, porque el principio de todo ser espiritual es la gracia; sin
embargo, es cierto que la gracia, como el agua, si se la recoge en vasos diferentes,
toma formas diferentes, acomodándose a la naturaleza y a la condición de cada uno.
Pues es verdad que hay hombres naturalmente amables y moderados, que por este
medio están mucho más dispuestos que los otros a la vida contemplativa; y otros más
biliosos y activos, que son más adecuados para la vida activa; otros más robustos y
más sanos, y menos apegados a sí mismos, que son capaces de los trabajos y de la
penitencia. Y en ello aparece maravillosamente la bondad de Dios. Él deseó tan
intensamente comunicarse a todos que no quiso que hubiera un único camino para ir
hacia Él: y dispuso varios, y todos ellos diferentes, de acuerdo con las diversas
condiciones de los hombres, a fin de que quien no fuera adecuado para uno lo fuera
para otro.
»La segunda causa de esta diversidad es la gracia, porque el Espíritu Santo, que es
el autor de ella, quiere que esta variedad se encuentre entre los suyos para mayor
perfección y más grande hermosura de la Iglesia. Pues como para la perfección y la
hermosura del cuerpo humano se necesita que haya en él diversos miembros y
diversos sentidos, también para la perfección y para la hermosura de la Iglesia era
necesario que hubiera diversidad de virtudes y de gracias; porque si todos los fieles
fueran de la misma forma, ¿cómo se podría llamar a eso cuerpo? Si todo el cuerpo,
dice San Pablo, fuera sólo ojo, ¿dónde estaría el oído? Si no fuera más que oreja,
¿dónde estaría el olfato?(1 Cor 12,16). Por eso quiso Dios que hubiera diversidad de
miembros y un solo cuerpo, para que en la multiplicidad, encontrándose así junta en
la unidad, hubiera una proporción de varias cosas en una sola, para producir la
perfección y la hermosura de la Iglesia. Así vemos que en la música es necesario que
haya
<86>
la misma diversidad, y una multitud de voces con unidad de consonancia, con el fin
de constituir la dulzura de la melodía; porque si todas las voces fueren parecidas, o
todas altas, o todas bajas, ¿con qué se podría formar la agradable armonía que oímos?
»¿No es cosa maravillosa el ver la variedad que ha sido puesta por el soberano
Obrero en todas las obras de la Naturaleza? ¿Cómo ha dotado con tanta exactitud las
120 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

propiedades y las perfecciones a sus criaturas? Aunque cada una posea alguna ventaja
particular sobre las otras, no existe en absoluto envidia de una contra otra; porque si
ella está en desventaja en un punto, en otro repone su superioridad. El pavo real es
muy hermoso para la vista, pero es desagradable para el oído; el ruiseñor es muy
agradable de escuchar, pero no es muy hermoso para ver; el caballo es excelente para
la carrera o para la guerra, pero no para la mesa; el buey es apropiado para la mesa
y para la labranza, pero no puede servir para otra cosa; los árboles frutales nos
proporcionan alimento, pero no sirven para la construcción; los árboles silvestres
sirven para las construcciones, pero no dan frutos; así en todas las cosas, reunidas
juntas, se descubren todas aquellas que están separadas y compartidas; pero no se
encuentran nunca todas unidas en una sola, a fin de que por este medio la hermosura y
la variedad se conserven en el universo, que las especies de las cosas se mantengan en
él, y que se encadenen naturalmente por la necesidad que todas ellas tienen unas de
otras.
»Ahora bien, Dios quiso que este mismo orden y esta misma belleza se encontrasen
en las obras de la gracia; por eso ordenó y dispuso con su inteligencia que en su
Iglesia hubiera mil distintas clases de virtudes, para que de todas, en conjunto,
resultase una agradable concordancia, un mundo muy perfecto y un cuerpo muy
hermoso, formado por diversos miembros. De ahí proviene que en la Iglesia veamos
que unos se dedican a la vida contemplativa, otros a la vida activa, otros a acciones de
obediencia, otros a la penitencia, otros a orar, otros a cantar, otros a estudiar para
utilidad de los demás, otros a cuidar a los enfermos y a animar los hospitales, otros a
socorrer a los pobres, y otros a diferentes clases de ejercicios y de acciones virtuosas.
»La misma diversidad se ve también en las Compañías Religiosas, bien que en
general siguen los caminos de Dios; cada una, sin embargo, sigue un camino
particular. Unos siguen el de la pobreza, otros el de la penitencia; unos se aplican a la
vida contemplativa y otros a la vida activa; unos tienen como objetivo al público, y
otros buscan el secreto y la soledad; unos pueden mantener rentas para sus Institutos,
y otros quieren la pobreza; unos se retiran al desierto y otros buscan las ciudades, y
todo ello por la caridad. Esta variedad no se da sólo entre las Órdenes y los Monasterios
en general, sino también entre los individuos de las mismas Órdenes (Gra. 37, Exord.
26-36); pues unos se ocupan de cantar en el coro y otros de trabajar en sus talleres; unos
de estudiar en sus celdas, otros de confesar en las iglesias; y otros de negociar fuera de la
casa. ¿Qué es esto, sino algo parecido a los miembros de un mismo cuerpo, y como voces
distintas de una misma música, para que de esa forma haya proporción y concierto en la
Iglesia? Pues a un laúd se le ponen varias cuerdas, y a un órgano diversos tubos para que
con esa diversidad de sonido se obtenga una armonía agradable. Así sucedía con el
vestido de diversos colores que Jacob hizo para José; y así fue también con las cortinas
del tabernáculo, que Dios ordenó pintar con una infinita variedad de colores.
<87>
»Puesto que este orden es así, y que debe serlo necesariamente para la hermosura
de la Iglesia, ¿por qué nos desgarramos unos a otros, juzgando y condenando las
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 121

acciones de los demás porque no todos hacen lo mismo que nosotros? Pues, en efecto,
querer que los miembros de la Iglesia sean todos pies, o todos manos, o todos ojos, es
destruir el cuerpo de la Iglesia, desgarrar el vestido de José y turbar esta melodía
celestial. ¿Qué ocurriría si todo el cuerpo fuera ojo? ¿O si fuera oído? Y si todo fuera
oreja, ¿dónde estaría la vista?
»De ahí podemos juzgar cuál es nuestra culpa cuando censuramos a nuestro
prójimo porque no es semejante a nosotros o porque no tiene las mismas cualidades
que nosotros. ¿Qué sucedería si los ojos menospreciasen a los pies porque no ven, o si
los pies murmurasen de los ojos porque no caminan? Es necesario que los pies
trabajen y que los ojos estén en reposo; que los primeros se apoyen en la tierra y que
los segundos se eleven hacia lo alto y que estén absolutamente limpios de polvo. Sin
embargo, aunque los ojos se mantengan en reposo, está claro que no son menos que el
pie que se fatiga; como en un bajel el piloto sentado ante el timón, con la brújula ante
sus ojos, no trabaja menos que los demás, que suben a la cofia, que manejan las
cuerdas, que extienden las velas y que vacían la sentina. Por el contrario, quien parece
que menos hace es aquel cuya acción resulta en efecto la más importante, pues no se
mide la excelencia de las cosas por su fatiga, sino por su valor. ¿Diremos que quienes aran
la tierra o quienes la labran hacen en el Estado algo más importante que quienes lo
gobiernan con su prudencia y con sus consejos?
»Quien desee considerar atentamente todo esto, dejará a cada uno en el estado al
que fue llamado; dejará que el pie y la mano cumplan la función que les es propia, sin
pretender que todos sean todo pie y todo mano. Es de lo que con tanto cuidado quiso
convencernos el Apóstol en la Epístola que hemos citado anteriormente; y es lo
mismo que nos aconseja cuando dice: El que no come no desprecie al que come (Rom
14); pues el que come, tal vez es, por un lado, porque necesita comer; y por otro,
porque tiene alguna cualidad que te falta, más importante que la que tú posees; y así,
por una parte, él no incurre en falta, y por otra, te aventaja. Pues igual que en la música
los puntos y las notas que están en el pentagrama no son menos útiles que los
marcados en los espacios, del mismo modo en los acordes espirituales de la Iglesia, el que
come no vale menos que el que no come, ni el que parece estar ocioso vale menos que
quien está ocupado, si en su descanso trata de conseguir lo que es necesario para
edificar a su prójimo en el futuro.
»San Bernardo nos recomendó (S. Ber. Ser, 40, in centr.) con mucho acierto que
vivamos con esta circunspección cuando nos dijo que, excepto quienes están
ordenados en la Iglesia para juzgar y presidir, ningún otro se debe inmiscuir en
examinar ni juzgar la vida de los demás, y mucho menos compararla con la suya
propia. Cuidando de que no le suceda a uno lo que le ocurrió a un monje, que sabiendo
que se igualaba su pobreza con las riquezas de San Gregorio, oyó una voz que le dijo
que él era más rico con un gato, al que quería mucho, que el otro con todos sus
bienes».
No hay nada que añadir a reflexiones tan juiciosas; pues ponen en evidencia las
consideraciones
122 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

<88>
de la objeción, y hacen sentir lo ilusorias que son. El sistema de este discurso,
semejante al de la República de Platón, es una bella quimera, que hay que remitir a los
especulativos, a los que se complacen en soñar abismos. Sabemos que la Iglesia está
gobernada por el Espíritu Santo; esto nos basta para aprobar su proceder. No
corresponde a los particulares indicarle los sistemas que debe seguir para gobernar
mejor. Los novadores siempre acuden en ocasiones semejantes y buscan en el
proceder de la Iglesia primitiva pretextos especiosos para censurar a la nueva, o para
proponerla un plan de reforma. Nadie está encargado de examinar, y mucho menos de
criticar, a los ungidos del Señor y de controlar el proceder de los mayores santos de la
Iglesia. Todo se puede temer y nada bueno esperar de la censura, maliciosamente
devota, de las órdenes mendicantes y de los nuevos Institutos. El deseo que se tiene de
no ver en la Iglesia más que dos géneros de personas consagradas a Dios, clérigos
destinados a la instrucción y a la guía de fieles, y los monjes, separados del mundo, es
un deseo del cual el primer autor es el abad de Saint Cyran. A sus discípulos sólo les
toca asegurar su ejecución.

Respuestas particulares a las reflexiones críticas del señor Fleuri

Refutación de las razones siguientes:


1.a razón: Los concilios de Letrán y de Lyon prohibieron los nuevos institutos
Respuesta: Se está de acuerdo en que el segundo Concilio de Letrán, y luego el de
Lyon, prohibieron que se establecieran nuevas órdenes; pero también hay acuerdo en
que esa prohibición no se aplicó. Hay dos razones esenciales que impulsaron a la
Iglesia a aprobar las órdenes mendicantes: la primera fue la extraordinaria santidad de
sus fundadores y de sus primeros discípulos, apoyada por los milagros más
admirables; la segunda, el progreso de varias clases de herejes, que aparentaban vida
pobre y evangélica, y a ellos había que oponer hombres verdaderamente apostólicos.
Se sabe perfectamente que san Francisco y santo Domingo fueron dos hombres
extraordinarios en santidad, enviados por el cielo para socorrer a la Iglesia, y su
misión estuvo autorizada por los Soberanos Pontífices y por prodigios de toda clase.
Después de los Apóstoles, ¿a quién se encontrará más conforme a Jesucristo que
san Francisco y santo Domingo? ¿Quién ha practicado mejor las virtudes más
heroicas? ¿Quién ha recibido del cielo más muestras de aprecio? ¿Quién ha recibido
de Dios más clases de favores, más singulares y más deslumbrantes? ¿Quién ha sido
más poderoso en obras y en palabras? Ante los ojos de la corte romana, santo
Domingo resucitaba muertos y san Francisco marcaba casi todos sus pasos con
milagros nuevos y sorprendentes. Sus discípulos, semejantes a ellos, no daban menos
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 123

honor a la Iglesia. En efecto, ¡cuántos servicios no recibió de ella! ¡Cuántos


pecadores deben su conversión a estos grandes santos y a sus hijos! Por todas partes
por donde pasaban, el cristianismo parecía retomar otra forma. La reforma de las
costumbres, el espíritu de penitencia, el fervor de los primeros cristianos parecía que
volvían con estos pobres evangélicos, en todos los lugares donde se paraban. ¿Podía
la Iglesia rechazar a hombres que llevaban una muestra tan sensible del Espíritu de
Dios? ¿Podía negar su aprobación a Institutos que, en sus comienzos, sólo mostraban
santos? Buena razón tenía el obispo de Sabina, cuando hablando de san Francisco al
papa Inocencio III le dijo: Tened cuidado, que si rechazáis la petición de este
hombrecillo, podéis estar rechazando el Evangelio. Y esto quería decir que el
Evangelio aprobaba a un hombre tan evangélico,xxxxxxxxxxxxxxxxxx
<89>
a un hombre que lo observaba a la letra; y en consecuencia, no se le podía rechazar sin
rechazar, al mismo tiempo, de alguna manera, el Evangelio.
Se sabe, además, que en aquel momento unos hipócritas expertos en imponerse por
medio de un exterior muy pobre y muy reformado, abusaban de las gentes, y
autorizaban sus errores por medio de la simulación de una vida muy pobre y muy
mortificada. Al oírles, hacían revivir en sus personas la vida apostólica. Se
vanagloriaban de ser evangélicos, y de seguir a la letra la vida y la doctrina de
Jesucristo. Fue entonces cuando Dios, que nunca abandona a su Iglesia, le envió a san
Francisco y a santo Domingo, para confundir a aquellos hipócritas mediante una vida
realmente apostólica, y les inspiró fundar órdenes de verdaderos pobres evangélicos,
para oponerlos a los falsos y para combatir sus errores. En seguida se pudo ver
quiénes tenían la misión del cielo. Los falsos evangélicos no obraban milagros, no se
sometían a los pastores y con sus errores sembraban la rebelión; no eran, ni mucho
menos, lo que aparentaban. San Francisco y santo Domingo, al frente de los
verdaderos evangélicos, acreditaban su misión por medio de milagros públicos e
incontestables; eran hombres perfectamente humildes y sumisos, y su doctrina era tan
pura como su vida. ¿Era, pues, necesario rechazar a estos enviados del cielo? ¿No
llevaban sello de aprobación de parte de Dios en su perfecta sumisión a los pastores
de la Iglesia, en la extraordinaria santidad de su vida y en la multitud de milagros que
obraban?
Belarmino (L. 2, De Monachis, c. 4) da otra razón de la prohibición de que
hablamos. Según él, san Antonio, san Basilio, san Agustín, san Benito y los demás
fundadores de vida religiosa, no parecía que hubieran hecho aprobar sus Institutos
por el Soberano Pontífice, pues en aquel momento no era necesario y la Iglesia no lo
exigía. Pero lo exigió cuando surgieron los Pobres de Lyon, hacia el año 1170. La razón
fue que estos falsos evangélicos quisieron erigirse en orden religiosa, y habían mezclado
muchos errores y supersticiones en su doctrina. Por este motivo fueron condenados, y
esto hizo que fuera reprobada su secta por Lucio III y por Alejandro III. Pero ellos, sin
embargo, sin sentirse aludidos, hicieron cuanto pudieron para reconciliarse con la
Iglesia, y lograron que su religión fuera aprobada por Inocencio III, como dejó escrito
124 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

el abad Wiperg en su Crónica del año 1212. Por lo cual, el papa Inocencio III, para
preservar a la Iglesia de Institutos semejantes, prohibió, en el Concilio general de
Letrán, idear otros nuevos. Gregorio X renovó esta prohibición en el Concilio de
Lyon, lo cual no impidió la aprobación de las órdenes de san Francisco y de santo
Domingo por el mismo Inocencio III, pues reconoció en estos dos santos fundadores
el Espíritu de Dios, la santidad de vida, la pureza de la doctrina, la sumisión a la
Iglesia, y los consideró apropiados para confundir a los falsos evangélicos.

2.a razón: La excesiva diversidad de Institutos crea confusión en la Iglesia


Respuesta:. La gran diversidad de Institutos nunca ha creado confusión en la
Iglesia.Lo muestra la experiencia. Esta diversidad le da belleza, hermosura y fuerza.
La Iglesia, terrible al infierno como un ejército en orden de batalla, se compone de
diversas tropas y diferentes legiones. Un solo Instituto en el que entre la irregularidad,
la desunión y el desorden, produce en él confusión; mientras que con otros en los que
reine el fervor, sólo le causa alegría. No es el excesivo número, sino la irregularidad
de estos cuerpos lo que produce temor. Mil flores diversas en un arriate, mil arriates
diferentes y bien ordenados en un jardín,
<90>
mil caminos diversos en un parque, constituyen su hermosura, sin crear confusión en
él. Mil regimientos distintos, bien disciplinados y en orden, en un ejército,
constituyen su fuerza sin introducir confusión. La diversidad de los miembros del
cuerpo, tan distintos unos de otros en su forma, en su situación y en sus funciones,
lejos de crear confusión, forman tan bien la armonía, que queda desfigurado si falta
uno solo. La diversidad de ciudades en un reino, las calles, las plazas y las casas en
una ciudad, las habitaciones, las salas y los muebles en un palacio constituyen su
hermosura y su riqueza, sin causar confusión. Por consiguiente, nada contribuye
tanto a la belleza de la Iglesia, que es el reino de Jesucristo, su cuerpo místico, su
ejército celestial, su jardín de delicias y su paraíso sobre la tierra, como la diversidad
de institutos santos y regulares. Esta diversidad se halla en el cielo y en la Iglesia
triunfante, y constituye su ornamento, su belleza y su gloria, pues la Iglesia del cielo
se compone de jerarquías y de nueve coros de ángeles, patriarcas, profetas, apóstoles,
mártires, confesores, doctores, pontífices, sacerdotes, levitas, vírgenes, viudas,
personas casadas, anacoretas, cenobitas y de todas estas órdenes diferentes de
religiosos que han edificado la Iglesia. Es una prueba sin réplica, que esta diversidad
constituye su honor y ornamento. Llama la atención que se pueda pensar lo contrario.
Me gustaría más que me dijeran que la excesiva diversidad de los miembros del
cuerpo, de las ciudades de un reino, de los regimientos de un ejército, de las flores de
un jardín, de las habitaciones, muebles y salones de un palacio crean confusión.
Según esta absurda idea, en un jardín debería haber un solo camino, una sola especie
de árboles, de flores y de arriates; que en un palacio hubiera sólo una sala; que en un
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 125

reino hubiera una sola ciudad, y en esa única ciudad, una sola calle; y que en el cuerpo
humano hubiera un solo miembro.

3.a razón: Es difícil encontrar tantos buenos superiores...


Respuesta: Esta razón va demasiado lejos y prueba demasiado; pues si es correcta,
demuestra que no habría que multiplicar las comunidades, incluso si sólo hubiera un
Instituto; pues aun suponiendo que hubiera un solo Instituto en la Iglesia, como el de
san Basilio o el de san Benito, no tendría que habérsele permitido la multiplicación de
sus miembros en diversos lugares. ¿Por qué? Porque es difícil encontrar tantos
buenos superiores para guiarlos; en consecuencia, esta razón lleva a la extinción, o al
menos a la reducción, no sólo de los diversos Institutos, sino de muchísimas casas del
mismo Instituto, como podría ser el de san Benito. Sin embargo, esta razón no ha
impedido la multiplicación ni de los diversos Institutos, ni de las comunidades del
mismo Instituto en el Alto y Bajo Egipto, en Siria y en Palestina; pues una es la forma
de vida de los discípulos de san Antonio, otra la de los monjes de san Pacomio, y otra
la de san Hilarión, etc., como se verá más tarde.
Si el señor Fleuri (tom 5. p. 29), al escribir su octavo discurso preliminar, se
hubiera acordado de la enumeración que hizo él mismo al comienzo de su quinto
tomo de la Historia Eclesiástica, de los monasterios y de los solitarios del Alto y del
Bajo Egipto, se habría dado cuenta de que su reflexión era inútil, o que contradecía
esa multiplicación prodigiosa de monasterios que ocurrió en Egipto durante el siglo
cuarto. Pues al final del siglo IV, dice él mismo, el número de todos los monjes que se
contaron en él, superaba más de setenta y seis
<91>
mil; el de las religiosas, en torno a veinte mil setecientas, sin contar los monasterios,
cuyo número no se ha recogido. No digo nada de varios particulares ilustres, cuyas
virtudes se pueden ver en los Relatos de Evagrio y de Paladio, y en otras series de
vidas de los Padres. Tan sólo en la ciudad de Oxyrinco había veinte mil vírgenes y
diez mil monjes. Los edificios públicos y los templos de los ídolos fueron convertidos
en monasterios y se veían por toda la ciudad más que las casas particulares (ibíd. p.
25). Por lo tanto se necesitaban muchos superiores. Todos los monjes de san Pacomio
se reunían dos veces al año, y en esas asambleas se elegían los superiores (ibíd. p.
27). San Jerónimo dice que se reunían hasta cincuenta mil para celebrar juntos la
Pascua (p. 25). Es el primer ejemplo en que encontramos varios monasterios unidos
en congregación bajo la misma regla. Estableció superiores particulares para cada
casa y para cada tribu, y todos juntos llegaban a ser varios millares de monjes (ibíd.
p. 28). Un monasterio comprendía treinta o cuarenta casas, y tres o cuatro de ellas
constituían una tribu. Cada casa contaba con unos cuarenta Hermanos del mismo
oficio. Con este cálculo, tan solo el Instituto de san Pacomio tenía más de mil
superiores particulares. Sobre ello, me pregunto que si era tan difícil encontrar tantos
buenos superiores para guiar a los monjes y las casas, ¿por qué se dejaba que se
126 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

multiplicasen? Por el contrario, si era fácil encontrar buenos superiores, y si, en


efecto, se encontraban, la reflexión resulta, pues, falsa. El abate Fleuri (Tom. 15 p.
310) relata él mismo que, según la Regla de san Benito, cada monasterio debía tener
un abad, un prior y varios decanos. Los decanos eran puestos para velar sobre diez
monjes, y aliviar así al abad. De acuerdo con esta regla, los superiores particulares se
multiplicaban. Por tanto, no era tan difícil como se nos da a entender encontrar
buenos superiores. Y si la dificultad de encontrar buenos superiores debe impedir la
multiplicación de los diversos Institutos, también debería impedir la multiplicación
de los monasterios del mismo Instituto, sobre todo de mujeres, entre las cuales resulta
mucho más difícil encontrar superioras capaces de gobernar bien.
Diré más: si no se desea la abolición de todas las órdenes religiosas al desear verlas
a todas reducidas a una sola; si al desear que no haya más que una clase de monjes no
se pretende reducir el número a casi nada; hay que convenir que la diversidad de
Institutos, al impedir que uno solo se multiplicase casi hasta el infinito, hace que sea
más fácil encontrar buenos superiores para cada uno de los monasterios, que
encontrar un número suficiente de éstos para un solo superior, que llegaría a tener un
número casi innumerable de sujetos.

4.a razón: La multiplicación de los diversos Institutos es fuente de división...


Respuesta: También esta razón va demasiado lejos, pues si se le da todo su sentido,
probará que hay que suprimir todas las comunidades, sin excepción, pues no hay una
sola que esté al abrigo de estas pasiones humanas. Sólo en el cielo es perfecta la
caridad, y donde la caridad hace que reine una paz, una concordia y una unión
inviolable. No hay comunidad tan santa que tenga el privilegio de mantenerse sin
divisiones, sin envidias, sin maledicencias, sin aversiones. Donde hay hombres,
también allí están las pasiones humanas; y donde se hallan las pasiones humanas,
también están las divisiones, las envidias, las aversiones y las maledicencias. No ha
habido, en efecto, un monasterio tan santo en el que no hayan entrado estos vicios, y
en el que pronto o tarde no hayan causado estragos. Por tanto, esta razón combate
tanto la multiplicación de las comunidades de un mismo Instituto, como la
multiplicación de los diversos Institutos. Desde que el pecado entró en el cielo y
causó
<92>
terribles desastres entre los ángeles, que eran espíritus muy puros y muy santos, e
igualmente, desde que el pecado entró en el paraíso terrenal, arrojó de él a nuestros
primeros padres; y desde que entró en el colegio de los Apóstoles e hizo de un
discípulo de Jesucristo un pérfido y un criminal, no hay que creer que haya un solo
lugar sobre la tierra que esté privilegiado y sea inaccesible a la división, a la envidia, a
la aversión y a la maledicencia.
Esto permite ver que esta cuarta razón, semejante a las otras, sólo es válida en
apariencia. No hay nada tan santo que no esté expuesto al abuso, sin exceptuar los
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 127

sacramentos, ni siquiera el más augusto de todos, que es la Sagrada Eucaristía. Así


pues, si los inconvenientes que pueden surgir de la diversidad de los nuevos Institutos
deben impedir su multiplicación, no hay nada en el mundo que no deba seguir la
misma suerte, pues no hay nada en el mundo que no tenga sus inconvenientes. Las
divisiones, las envidias, las aversiones y las maledicencias no nacen de la diversidad
de los Institutos, sino de la depravación del corazón humano. Esas pasiones se
manifiestan en todas las asambleas de los hombres, desgarran a los miembros del
mismo Instituto y enfrentan a unos contra otros. Por tanto, si se quiere que terminen, o
que nunca nazcan en una comunidad, habría que destruirlas a todas.

5.a razón: La Iglesia, más que una república, debe ser Una...
Respuesta: Se está de acuerdo en que la Iglesia, como una república, debe ser Una.
Ahora bien, la unidad de una república no impide la diversidad de estados, de oficios,
de rangos, etc. En consecuencia, la unidad de la Iglesia no impide tampoco la
diversidad de los Institutos. La Iglesia es una. ¡Así lo confesamos! ¿Pero cómo?
Como una casa que tiene diversos pisos, diversas habitaciones, diversos salones,
diversas escaleras, diversas puertas y ventanas, y toda clase de muebles diversos;
como un ejército que está compuesto de diversos batallones, de diversos regimientos,
de diversas compañías, de diversos oficiales; como un reino que está compuesto de
diversas provincias, de diversas ciudades, de diversas zonas y de diversas regiones;
como una ciudad que está habitada por personas de distintos oficios, de diversas
clases sociales, de diversos rangos, de diversos estados; como un jardín que tiene
diversas avenidas, diversas especies de vegetales, de árboles, de frutos y de arriates.
De ese modo, la comparación del señor Fleuri argumenta en contra de él.

6.a razón: Se podría suponer que los inventores de nuevas órdenes lo hacen por
vanidad.
Respuesta: 1. ¿No se podría sospechar eso mismo de quien hace tan malignas
reflexiones contra ellos? ¿No se podría decir que tiene excesiva vanidad, orgullo y
amor propio al pretender criticar el proceder de la Iglesia y el de los mayores santos
desde el siglo V? Pues si se le examina bien, ¿qué es, en su mayoría, el discurso
preliminar del señor abate Fleuri, sino una devota censura del proceder de la Iglesia
desde los siglos V y VI?
2. Cuando uno se atiene al precepto de Jesucristo, nolite judicare, nolite
condemnare, no se está tentado de sospechar de vanidad, de orgullo y de amor propio
a los inventores de las nuevas órdenes, en su mayoría canonizados.
3. Pero sí sería orgullo, vanidad y amor propio insoportable atreverse a suponer
esos vicios en César de Bus, en el señor de Bérulle, en el Padre Yván, en san
Francisco de Sales, en san Carlos Borromeo, en santa Teresa, en san Juan de la Cruz,
en san Pedro de Alcántara, en san Felipe de Neri, en san Cayetano, en san Ignacio, en
128 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

san Francisco de Paula, en san Alberto, en santo Domingo, en san Francisco, en san
Bruno, en san Roberto, en san Bernardo, en san Norberto, en san Romualdo, en san
Gualberto, en san
<93>
Columbano, y para no hablar de otros muchos, de san Benito; pues, en fin, la orden de
san Benito, tan antigua respecto de nosotros, fue nueva en su tiempo. No comenzó
sino en el siglo VI, tiempo en que ya existían monasterios e Institutos por todas
partes.
4. No se podría sospechar, pues, sin exceso de orgullo, de vanidad y de amor
propio, que incurrieran en esos vicios esos inventores de las nuevas órdenes, puesto
que fueron hombres plenamente humildes y de santidad extraordinaria, y porque no
idearon esas nuevas órdenes sino por inspiración del Espíritu Santo, y porque casi
todos eran grandes ejecutores de milagros, que probaban su misión por medio de los
prodigios y por la santidad de sus discípulos, y porque, en fin, la Iglesia ha aprobado
sus órdenes y porque éstas le han prestado infinitos servicios.
7.a razón: Sin perjuicio de su santidad se puede desconfiar de sus luces...
Respuesta: Ciertamente, ellos conocían todo lo que necesitaban, pues conocían
perfectamente a Jesucristo, y Jesucristo crucificado. ¿Era necesario que supiesen
más? ¿Sabían más los Apóstoles? ¿Se gloriaba san Pablo de conocer más? ¿No es sin
razón que la Escritura nos diga que eran hombres sencillos y sin estudios, homines
sine litteris et idiotae?
¿Se necesitaba más para fundar nuevos Institutos que para fundar la Iglesia, que
para difundir la fe por todo el mundo, que para confundir a los prudentes y a los sabios
del siglo? ¿No sabía san Francisco tanto como san Columbano, san Benito, y que los
santos Pacomio, Hilarión, Antonio, Macario, Sabas, Eutimio, Auxente, Esteban el
Joven, Teodosio, Alejandro y una infinidad de otros abades de Egipto, de Palestina,
de Siria, de Armenia, de Oriente y Occidente, que inventaron nuevas formas de vida,
y por consiguiente nuevos Institutos?
¿Era necesario que estos santos Fundadores de órdenes supieran más que los
sacerdotes y obispos de los primeros siglos? Pues no era necesario, dice el mismo
señor Fleuri para ser sacerdote u obispo, conocer las ciencias profanas (Tom. 8.
disc. Hist. de los seis primeros siglos, p. XXII); es decir, la gramática, la retórica, la
dialéctica y el resto de la filosofía, de la geometría y las demás partes de las
matemáticas. Los cristianos llamaban a todo esto estudios profanos, pues eran los
paganos quienes los habían cultivado, y éstos eran extraños a la religión; y era patente
que los Apóstoles y sus primeros discípulos no los habían estudiado. San Agustín no
estimaba menos a un obispo que a sus vecinos, de los que habla, por no saber
gramática ni dialéctica; y vemos que a veces se elevaba al episcopado a buenos padres
de familia, a comerciantes y a artesanos que, con mucha probabilidad, no habían
seguido ese tipo de estudios. Pues no eran necesarios ni a los sacerdotes, ni a los
obispos, y lo eran menos todavía para los fundadores de órdenes. El señor Fleuri,
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 129

por tanto, había olvidado, cuando escribió su octavo discurso, lo que había escrito en el
primero. Lamento mucho tenerle que poner en contradicción consigo mismo.
El señor Fleuri también había olvidado lo que dice san Pablo en la primera epístola
a los Corintios: no he sido enviado por Jesucristo para bautizar (1 Cor 1, 17 ss.), sino
para anunciar el Evangelio; y no lo hizo utilizando el lenguaje de los sabios, para no
hacer vana la cruz de Jesucristo; pues de la cruz se dice que es locura a los ojos de
quienes están en estado de perdición, mientras que para los que están en el camino de
la salvación, es decir, para nosotros, es la fuerza de Dios. También
<94>
está escrito: Aniquilaré la sabiduría de los sabios y rechazaré la prudencia de los
hombres prudentes. ¿Dónde está el sabio?, ¿dónde el doctor de la ley?, ¿dónde el
curioso de las cosas del siglo? ¿No ha tratado Dios de locura la sabiduría de este
mundo? En efecto, puesto que el mundo con su sabiduría no ha podido conocer a
Dios, en aquello que ha producido la sabiduría divina, le plugo a Dios salvar por
medio de la locura de la predicación a los que creen; pues los judíos piden milagros y
los gentiles buscan la sabiduría; en cuanto a nosotros, predicamos a Jesucristo
crucificado, que es escándalo para los judíos y locura para los gentiles; pero que es el
Cristo, la fuerza de Dios y la sabiduría de Dios respecto de los judíos y de los gentiles
que son llamados. Igualmente, lo que parece locura ante Dios, sobrepasa la sabiduría
de los hombres; y lo que parece en Dios debilidad, sobrepasa la fuerza de los
hombres. En efecto, hermanos míos, considerad a aquellos que Dios ha llamado entre
vosotros: no hay entre ellos muchos sabios según la carne, ni poderosos, ni nobles;
pero lo que es insensato según el mundo, Dios lo escogió para confundir a los sabios;
y lo que es débil según el mundo, lo escogió para confundir lo que hay de más fuerte...
para que ningún hombre tenga de qué glorificarse delante de Dios.
Del mismo modo, hermanos míos, cuando yo fui a vosotros, no fue con la
sublimidad del lenguaje o de la sabiduría, sino que fui a haceros partícipes del
testimonio de Jesucristo, pues me he gloriado entre vosotros de no saber nada sino a
Jesucristo, y Jesucristo crucificado (cap. 11,12).
De acuerdo con esto, san Francisco hubiera sido un gran doctor a los ojos del
Apóstol de las Naciones, y no hubiera sido sospechoso (y digo lo mismo de los otros
fundadores de órdenes) de no saber todo lo que hubiera sido de acuerdo con lo que
sabía.

8.a razón: San Francisco creía que su Regla no era sino el Evangelio puro...
Respuesta: ¿Se equivocaba san Francisco al creer eso? ¿Su Regla, en efecto, no era
la práctica del Evangelio? ¿Se equivocaba al ceñirse particularmente a las palabras:
No poseáis ni oro, ni plata, etcétera? ¿Comprendió mal estas palabras de Jesucristo?
Si las entendió mal:
130 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

1. ¿Cómo fue aprobada su Regla por la Iglesia, por Inocencio III, por Honorio III y
por Nicolás IV, como lo dice Juan XXII en la Extravagante, quia quorumdam; y por
el Concilio general de Lyon, en el informe del papa Nicolás IV, c. exiit. de verborum
significatione in 6, y por el de Constanza, ses. 8 (Bellarm. l. 2. de Monachis c. 45).
2. ¿Qué quieren, pues, decir estas palabras de Jesucristo: Luc. 9: Vulpes foveas
habent, et volucres cœli nidos, filius autem hominis non habet ubi caput suum
reclinet; o las de san Mateo 19: Si vis perfectus esse, vende omnia quæ habes, et da
pauperibus et sequere me: o estas del cap. 4, v. 20: Ait illi continuo relectis retibus
secuti sunt eum, que se refieren a san Pedro y a san Andrés, y estas que se refieren a
Santiago y a Juan, v. 22: Illi autem statim relictis retibus et patre secuti sunt eum?
Este desasimiento universal, ¿no era el que inspiraba a san Pedro la confianza de decir
a Jesucristo, como lo hacen notar san Jerónimo y san Gregorio: Ecce nos reliquimus
omnia et secuti sumus te (Mt 19).
3. Para saber quién de los dos, san Francisco o el señor Fleuri, comprendió mejor
las palabras del Evangelio, basta consultar al mismo Jesucristo, a los Apóstoles, a la
Tradición de hecho, y de doctrina...
No hay mejor intérprete de Jesucristo que el mismo Jesucristo, su manera de vida
y la de los Apóstoles. Ahora bien, Jesucristo nació en un establo, y murió desnudo y
despojado de todo sobre la cruz. Jamás poseyó nada
<95>
en este mundo; vivía de limosnas, mulieres aliquæ ministrabant ei de suis
facultatibus (Belarm. loc. cit); por lo que en el salmo 39 está escrito de él: Ego autem
mendicus sum et pauper. No hay mejor intérprete del sentido del pasaje citado que los
apóstoles; pues bien, san Pedro dice por todos: Ecce nos reliquimus omnia; y de los
primeros discípulos se dice que no poseían nada en particular y vivían en perfecta
pobreza: nec quisquam eorum quæ possidebat aliquid suum esse dicebat, sed erant
illis omnia communia (Act. 4). Vendían sus bienes y lo ponían a los pies de los
Apóstoles; y Ananías y Safira, por haber retenido una parte de la venta de sus
propiedades, fueron castigados de muerte porque transgredieron el voto de pobreza
que habían hecho, como lo muestra Belarmino mediante la autoridad de los Santos
Padres (Rodríguez, 5, p. 3. trat. cap. 1).
En efecto, tenemos una doble tradición en favor de san Francisco que prueba que
entendió muy bien estas palabras: No poseáis oro ni plata; una, la doctrina de los
santos Padres, que se puede ver en Belarmino (c. 20 l. 2 de Monachis), en Maldonado
y en Cornelio a Lapide, en su comentarios sobre estas palabras, y en Suárez (To. 3, de
statu Religionis l. 8. de paupertate c. 8). La otra tradición es aún más fuerte y
elocuente, pues es de una infinidad de santos, que a ejemplo de Jesucristo, y por su
amor, no quisieron tener nada propio, y se puede decir con san Pedro: argentum et
aurum non est mihi. No tengo ni oro ni plata. Esta perfecta pobreza comenzó con la
Iglesia. San Antonio, san Hilarión, san Pacomio y los santos fundadores de órdenes la
DISCURSO SOBRE LA INSTITUCIÓN DE LAS ESCUELAS CRISTIANAS 131

consideraron como una virtud de su estado, y consideraron un deber practicarla con


rigor, como se puede ver en Belarmino y en Suárez.
4. San Francisco entendió esas palabras del Evangelio como las entendieron la
mayoría de los Santos Padres y de los intérpretes de la Sagrada Escritura. Es lo que se
puede ver en Maldonado y en Cornelio a Lapide.
5. Las tomó como san Antonio y san Hilarión tomaron éstas: si quieres ser
perfecto, vende todo lo que tienes, dalo a los pobres, y sígueme; pues fue como
consecuencia de estas palabras que esos dos santos y otros muchos vendieron sus
bienes y se los dieron a los pobres, como lo refiere el mismo señor Fleuri.
6. En fin, después de haber probado de forma irrefutable que san Francisco
entendió muy bien las palabras del Evangelio de las que hablamos, que las comprendió
como las comprendieron una infinidad de santos, y en el sentido que les dan los
Santos Padres y los intérpretes de la Escritura, añado que el señor Fleuri las
comprendió él mismo muy mal, y que no consideró lo suficiente la continuación del
texto del Evangelio, pues está claro que en el cap. X Nuestro Señor da a los Apóstoles
preceptos particulares y distintos, como Maldonado y Cornelio a Lapide lo muestran:
El de no poseer ni oro ni plata, etcétera, se distingue del obrar milagros gratis.
Los Santos Padres lo comprendieron ellos mismos tan bien, que se plantean la
cuestión de saber si este precepto, dado en su tiempo a los Apóstoles, fue perpetuo o
pasajero. Muchos, citados por Cornelio a Lapide, pretenden que fue perpetuo. Así, no
sólo fue san Francisco y el obispo de Sabina, sino muchos Santos Padres, los más
grandes doctores y los más célebres intérpretes de la Escritura, los que basaron la
práctica de la perfecta pobreza en estas palabras.
Así, lejos de estar claro que Jesucristo sólo intentaba alejar a sus Apóstoles de la
avaricia y del deseo de aprovecharse del don de milagros, lo que queda claro es, por el
contrario, que él quería más, a saber: comprometerlos a una renuncia efectiva a las
riquezas y a los bienes.
<96>
El señor Fleuri se ha engañado aún más torpemente en la explicación que da de las
mismas palabras de Nuestro Señor. El Salvador, dice, añade: el obrero es digno de su
alimento. Como si dijera: No temáis que os falte algo, ni que aquellos a quienes
devolvéis la salud o la vida os vayan a dejar morir de hambre. He ahí, dice, el
verdadero sentido de este pasaje del Evangelio; y yo digo: he ahí el sentido
equivocado. El señor Fleuri no sabría mostrar esta explicación ni en la tradición de los
Padres de la Iglesia, ni en el comportamiento de los santos, ni en la generalidad de los
intérpretes de la Sagrada Escritura; por el contrario, el sentido en que san Francisco
entendió estas palabras es el mismo en que siempre se ha entendido en la Iglesia. Lo
que es cierto es que en cuanto el santo oyó, en la iglesia de San Damián (S. Buenav.
Vida de S. Franc. c. 3), las palabras del Evangelio: no poseáis ni oro ni plata, etc.,
para conocer el verdadero sentido hizo que un sacerdote del lugar le diera la
explicación (Nueva vida de S. Franc. por el P. Cándido Recollet, p. 22). La
132 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

explicación que oyó se conformaba perfectamente con la idea de pobreza que él


amaba. He ahí lo que busco, exclamó lleno de alegría; he ahí lo que yo deseaba con
todo mi corazón. Al instante dejó el bastón, arrojó la bolsa del dinero con una especie
de horror, se quitó los zapatos, tomó una cuerda, en lugar del cinturón de cuero, y no
pensó sino en poner por obra lo que acaba de escuchar y en conformarse en todas las
cosas a la regla apostólica. Es una vocación, continúa el autor nuevo de la Vida de San
Francisco, muy semejante a la de san Antonio, de quien san Atanasio (S. Atan. To. ?
p. 2; p. 796, loc. cit ) refiere que habiendo oído leer en la Iglesia las palabras de
Jesucristo: Si quieres ser perfecto, ve, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres;
él se fue inmediatamente a poner en práctica este consejo para adquirir la perfección.
El señor Fleuri debió acordarse que él mismo refiere un hecho de san Antonio en
estos términos (to. 2, p. 371): «Impregnado de estos pensamientos, entró en la iglesia
al tiempo en que se leía el evangelio, en el que Nuestro Señor dice a un rico: Si quieres
ser perfecto, ve, vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres, y ven y sígueme.
Antonio consideró el recuerdo del ejemplo de los santos como enviado por Dios; y la
lectura de aquel evangelio como hecha para él; y en cuanto salió de la iglesia,
distribuyó a sus vecinos toda las riquezas que tenía de su patrimonio, para que no
tuvieran nada que reclamarle, ni a él ni a su hermana. En cuanto a sus muebles, los
vendió todos, y habiendo conseguido una suma considerable, dio todo este dinero a
los pobres, excepto una módica cantidad que reservó para su hermana. Y entrando en
otra ocasión en una iglesia, oyó leer el evangelio en que Jesucristo dice: No os
preocupéis del día de mañana, no pudo resolverse a seguir como estaba; repartió
entre los pobres lo que le quedaba...».
El señor Fleuri (íbid. p. 390) refiere además que san Antonio, cuando marchaba
para retirarse al desierto, encontró en el camino gran cantidad de oro, y pasó sobre
aquel oro como sobre un fuego, y para no recordar ni siquiera el lugar donde lo halló,
echó a correr sin ni siquiera volver la cabeza.
Así que lo que hizo san Francisco fue más o menos lo mismo que san Antonio, y
lo hizo siguiendo el ejemplo de los santos. No quisieron poseer ni oro ni plata;
vendieron sus bienes cuando los tenían y los distribuyeron a los pobres. Así es como
entendieron la doctrina de Jesucristo, y que además practicaron.
San Francisco, imitándoles en la perfección de la pobreza evangélica, ¿entendió
mal el Evangelio? ¿No lo entendió y practicó como hicieron antes que él tantos
hombres inspirados por el Espíritu Santo? Él se acomodó a su ejemplo, y en particular
al de san Antonio.
<97>
El señor Fleuri (to. 3. p. 24), al criticar el proceder de san Francisco, también había
olvidado lo que escribió de san Hilarión, que regresado a su país a la edad de quince
años, y habiendo encontrado muertos a su padre y a su madre, dio una parte de sus
bienes a sus hermanos y el resto a los pobres, sin reservarse nada.
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 133

Las palabras de san Jerónimo en la vida de san Hilarión, del cual ha hecho un
extracto el señor Fleuri (to. 4.2, p. 75), son mucho más fuertes. Helas aquí:
Parentibus iam defunctis partem substantiæ fratribus, partem pauperibus largitus
est, nihil sibi omnino reservans, et timen illud de actibus Apostolorum, Ananiæ et
Saphiræ, vel exemplum, vel suplicium, maximeque Domini memor, dicentis: Qui non
renunciaverit omnibus quæ habet, non potest meus esse discipulus. San Francisco ha
entendido, pues, el Evangelio, como lo entendieron, antes de él, san Hilarión y san
Antonio.
Por lo demás, no estaba solamente seguro sobre este único pasaje del Evangelio, no
poseáis ni oro ni plata, etcétera, en el que san Francisco se fundaba para la práctica de
la más perfecta pobreza; también lo estaba sobre todos los demás que han servido de ley
a los demás santos, como se ve por el hecho que sigue, relatado en el cap. 3 de la vida
del santo escrita por san Buenaventura (Nueva vida de San Francisco, l. 1, p. 25),
«Bernardo, el primer discípulo del hombre seráfico, habiendo sido inspirado a dar
todos sus bienes a los pobres para seguir a Jesucristo, y asociarse a san Francisco, fue
confirmado en esta santa resolución por tres textos del Evangelio que el santo leyó al
abrir el libro. En el primero encontró: Si quieres ser perfecto, ve, vende lo que tienes, y
dalo a los pobres. En el segundo: No lleves nada en tu viaje. En el tercero: Si alguien
quiere venir en pos de mí, renúnciese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Entonces san
Francisco, dirigiéndose a Bernardo: “He ahí —le dijo— la vida que tenemos que
llevar, la regla que debemos seguir, tú y yo, y todos los que quieran juntarse a
nosotros. Ve, pues, si quieres ser perfecto, y ejecuta lo que acabas de oír”. El nuevo
discípulo, íntimamente persuadido de que su designio venía de Dios, vendió de
inmediato todos sus bienes, y lo distribuyó a los pobres».
Si eso es entender el Evangelio, san Francisco no es el único: se une a la compañía
de los Apóstoles y a una infinidad de santos.
2.º El señor Fleuri lo comprendió él mismo, pues sostiene que está claro que con
las palabras no poseáis ni oro ni plata, etc., Jesucristo sólo quiere alejar a los
Apóstoles de la avaricia y del deseo de obtener provecho del don de milagros; pues,
¿no es evidente por el proceder de los Apóstoles, por su vida, por la de los primeros
cristianos, por el ejemplo de una infinidad de santos, por la doctrina de los Santos
Padres y por la explicación de célebres intérpretes de la Sagrada Escritura, que
Jesucristo pedía con estas palabras algo más que alejarlos de la avaricia y del deseo de
obtener provecho del don de milagros?
Si no les hubiera pedido más que eso, no les habría pedido nada nuevo y tan
perfecto, nada que el profeta Eliseo no hubiera pedido a Giezi, que le seguía. Lo que
les pedía era la renuncia a todo, el despojo de todas las cosas, la pobreza perfecta, lo
cual los Apóstoles lo ejecutaron a la letra. Relictis retibus secuti sunt eum. Ecce nos
reliquimus omnia et secuti sumus te.
3.º ¿Es cierto que los Apóstoles no debían temer que aquellos a quienes devolvían
la salud, o la vida, los dejaran morir de hambre y que ése es el verdadero sentido de
134 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

ese pasaje del Evangelio? Si los Apóstoles no debían temer que aquellos en cuyo
favor obraban milagros los dejaran morir
<98>
de hambre, por tanto podían esperar de ellos su subsistencia, tenían seguro el día de
mañana; y en tal caso, ¿era su abandono en las manos del Padre celestial una virtud
heroica? Entonces, en cierto sentido, ¿no daban ellos gratis lo que gratuitamente
habían recibido? ¿El don de milagros revertía, pues, en beneficio suyo? He ahí unas
consecuencias que se derivan, a mi parecer, de la explicación que el señor Fleuri hace
del citado texto del Evangelio. Ahora bien, esas consecuencias son todas ellas
opuestas manifiestamente al Evangelio. Además, ¿podría el señor Fleuri haber
señalado un solo texto del Nuevo Testamento en que se viera que aquellos en cuyo
favor los Apóstoles obraban milagros no les dejaban morir de hambre? Entre ellos,
¿cuántos eran tan pobres como el cojo a quien san Pedro hizo caminar derecho, del
que se habla en el cap. III de los Hechos de los Apóstoles? Ciertamente éste y una
infinidad de semejantes, tan pobres como los Apóstoles, no estaban en situación de
alimentarlos. Como los milagros de estos hombres de Dios, al igual que los de su
maestro, se obraban de ordinario sobre los pobres, hubieran podido temer que
aquellos a quienes devolvían la salud o la vida los dejaran morir de hambre. El señor
Fleuri dirá, tal vez, que había también ricos sobre los cuales actuaba el don de
milagros de los Apóstoles, y que eran los que no les hubieran dejado morir de hambre.
Pero no es suficiente con decirlo, hay que demostrarlo con algún texto del Nuevo
Testamento, y es lo que no se hará. Si los Apóstoles no tenían que temer que aquellos
a quienes devolvían la salud, o la vida, les dejasen morir de hambre, ¿por qué san
Pablo trabajaba con sus propias manos para poder subsistir? Los Apóstoles, apoyados
en la palabra de Jesucristo, tenían asegurado lo necesario, pero lo recibían de todos
los fieles, en general, y no de aquellos, en particular, a los que habían devuelto la
salud o la vida. No es sobre el don de milagros que Jesucristo apoya esta seguridad,
sino sobre la predicación del Evangelio y los demás trabajos apostólicos, como lo
explica Cornelio a Lapide después de san Juan Crisóstomo, y como san Pablo parece
decirlo claramente (1 Cor 9).
¿Qué se puede concluir de todo esto, sino que san Francisco y el cardenal de San
Pablo, obispo de Sabina, comprendieron muy bien el Evangelio, y que el señor Fleuri
lo ha explicado muy mal?

9.a razón: Había obligación de alimentar a las personas humildes, que sin hacer
milagros...
Respuesta: ¡Cómo! ¿San Francisco, santo Domingo, san Francisco de Paula, san
Francisco Javier, que también vivían de limosnas, que con frecuencia mendigaban,
no obraron milagros? ¿Quién, después de los Apóstoles, ha obrado más que ellos,
más notorios, más auténticos, más llamativos? ¿Se quiere borrar de la historia de sus
vidas todos los milagros que la marcaron? ¿Se quiere extender el pirronismo a hechos
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 135

tan ciertos? Si no se cree en aquéllos, ¿en cuáles se creerá? ¿Se querrán admitir los del
Evangelio? Y si se rehúsa suscribir éstos, ¿se querrán aceptar otros? San Antonio de
Padua, san Bernardino de Siena, san Pedro de Alcántara, san Vicente Ferrer y tantos
otros, de las órdenes mendicantes, ¿no han sido grandes obradores de milagros?
¡Vaya! ¿Estas personas sencillas no dieron señales de misión extraordinaria? ¿Se
cuenta, pues, por nada: 1. Los milagros continuos, deslumbrantes y auténticos; 2. Su
santidad extraordinaria; 3. La reforma de las costumbres de los cristianos; la misma
Iglesia pareció cambiar de rostro con sus predicaciones y con las de sus discípulos,
que lograron innumerables conversiones; 4. Su sumisión perfecta a la Iglesia, al
Soberano Pontífice y a los primeros pastores; 5. La pureza de su doctrina, tan santa
como su vida?
<99>
¿Existen otras señales de misión extraordinaria? Si hay otras, díganse cuáles son.
Si no las hay, ¿se osaría censurar a san Francisco, a santo Domingo, a san Francisco
de Paula y a los demás que he nombrado? De este modo, lo que dice el señor Fleuri es
también falso, y es injurioso a la memoria de estos grandes santos.

10.a razón: ¿No podían decir los pueblos: ya estamos bastante cargados con la
subsistencia de nuestros Pastores, a quienes pagamos los diezmos?
Respuesta: Ellos podían decir también que ya estaban demasiado cargados con el
pago de los diezmos a tantas grandes abadías que ocupaban bienes inmensos en
Inglaterra, en Alemania, en Flandes, en Francia, en Suecia y por doquier en el mundo
cristiano; y que todos los impuestos que pagaban sólo servían para aprovisionar la
mesa, los equipajes de lujo de quienes los poseían, para construir palacios en vez de
monasterios, y para hacer, de simples monjes, condes, barones, marqueses, etc.,
puesto que ellos tenían los bienes y poseían los títulos.
Podían decir, también, que la mayor parte de los pastores estaban reducidos a
recibir la porción congrua, y que ellos no podían encargarse de la subsistencia de sus
párrocos, puesto que ya pagaban los diezmos y otros impuestos a los monjes y a los
abades.
Podían decir, igualmente, que aquellos de sus pastores más ricos eran a menudo los
que más abandonaban el cuidado de sus rebaños, y que de esa manera necesitaban
ayudas extrañas.
Podían decir, de igual modo, que si estaban obligados a compartir sus bienes con
los pobres, era justo gratificar con ellos a los pobres evangélicos; y puesto que había
tantos que habían distribuido sus bienes a los indignos, era justo que recibiesen del
público, al menos, lo necesario para vivir.
136 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

11.a razón: ¿No hubiera sido más útil reformar al clero secular, sin llamar en auxilio
de la Iglesia a estas tropas extranjeras?
Respuesta: Es materia sobre la cual no me aventuro a decidir. ¿Quién estableció los
Juicios de Dios? Todo lo que yo sé es que Jesucristo asiste a su Iglesia y que el
Espíritu Santo la gobierna. Ahora bien, el Espíritu Santo: 1. Ha enviado en su ayuda
estas tropas extranjeras. 2. No envió demasiado pronto Reformadores para el clero.
San Carlos, realmente, trabajó según el deseo del Concilio de Trento, pero esto
ocurrió bastante tarde; sólo sucedió esto hacia la mitad del siglo XVI. En Francia, los
señores Bérulle, Bourdoise, Vincent, Olier, Eudes trabajaron en pos de san Carlos,
mediante el establecimiento de seminarios; pero esta reforma no está terminada aún.
3. Esta reforma perfecta del clero parece como imposible, hablando moralmente; a
causa de los obstáculos casi invencibles que lo impiden; pues para lograrlo, habría
que educar a los jóvenes clérigos en seminarios. Sería necesario que los ordenandos
permanecieran largos años en esos santos lugares; que los beneficios se adjudicasen
solamente a los más dignos; sería necesario que los buenos obispos fuesen los únicos
que los otorgaran; sería necesario que pudieran despojar de sus beneficios a los malos
eclesiásticos; serían necesarias tantas cosas, que uno se desespera al no ver una
perfecta reforma del clero.
San Carlos Borromeo, con todo su crédito, con todo su poder y con tanta santidad,
no pudo llevar a la perfección esta importante obra. Fracasó cuando intentó hacer la
reforma de los canónigos y ponerlos en su antiguo estado de esplendor y fervor.
<100>
Esto supone como incontestable que estas tropas extranjeras vinieron muy a
propósito en ayuda de la Iglesia, y que la han servido perfectamente. En efecto,
¡cuántos servicios ha recibido la Iglesia de san Francisco, santo Domingo, san
Alberto, san Francisco de Paula, san Pedro de Alcántara, santa Teresa, san Juan de la
Cruz, san Ignacio, san Francisco Javier, san Cayetano, san Felipe de Neri, César de
Bus, señores Bérulle, Bourdoise, Vincent, Olier, Eudes y de sus discípulos, para la
extirpación de las herejías, para detener su progreso, para defender sus dogmas, para
confundir y refutar a los novadores, para reformar el cristianismo, para convertir a los
pecadores, para instruir a los ignorantes, para publicar la fe, para extenderla por toda
la tierra, para ganar para Jesucristo a los infieles, y para educar en el espíritu
eclesiástico a los jóvenes clérigos!
Sin estas tropas extranjeras, como los pastores de las grandes parroquias, por
ejemplo en París, de San Sulpicio, de San Pablo, de San Eustaquio, etcétera, ¿podrían
administrar el sacramento de la penitencia a sus ovejas? Si los pueblos no oyeran
la palabra de Dios, si no recibieran instrucciones religiosas, si no encontraran
confesores, directores, y hombres caritativos y apropiados para asistirlos en la hora de
la muerte, más que en sus parroquias, ¿no harían bien quejándose? Pues las iglesias
de San Eustaquio, de San Pablo, de San Sulpicio, y varias otras de París, por muy
amplias que sean, apenas podrían acoger la décima parte de sus parroquianos. Y ocurre
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 137

lo mismo con las grandes parroquias de las ciudades de provincias. El clero que hay
en ellas, por muy numeroso que sea, debería serlo cien veces más, si él solo estuviera
encargado del ministerio, de la administración de los sacramentos de penitencia y
eucaristía, de la palabra de Dios y de las instrucciones cristianas. Es, pues, una
necesidad llamar en ayuda del clero, suponiendo que estas tropas extranjeras sean tan
regulares y celosas como debe serlo.

12.a razón: ¿No sería mejor que no hubiera más que dos géneros de personas
consagradas a Dios, clérigos y monjes separados del mundo?
Respuesta: Apliquemos este razonamiento a otros asuntos para descubrir su
debilidad y ridiculez. Yo diría: ¿no sería mejor que no hubiera más que dos puertas,
dos ventanas, dos habitaciones, dos aseos en una casa; que no haya en un jardín más
que dos avenidas, dos clases de árboles, dos clases de frutos, dos clases de verduras,
dos clases de flores; en un reino o en una ciudad, dos clases de Estados, dos clases de
obreros; en el cuerpo humano, dos clases de miembros y de sentidos; en el mar, dos
clases de peces; en el aire, dos clases de pájaros; en la tierra, dos clases de animales;
en el cielo, dos clases de astros; en el cielo, dos clases de bienaventurados; en la
Iglesia, que no hubiera más que dos clases de sacramentos; y en su oficio, que no
hubiera más que dos clases de Horas canónicas? No, sin duda, no sería mejor, porque
la variedad y la multitud de estas clases de cosas constituyen su belleza, el orden, la
armonía, la utilidad y los beneficios. Igual es para la Iglesia.
La variedad que se encuentra entre los ministros del altar y en el clero, que está
compuesto de simples clérigos tonsurados, ostiarios, lectores, exorcistas, acólitos,
subdiáconos, diáconos, sacerdotes, deanes, archidiáconos, y otras dignidades en las
catedrales, obispos, arzobispos, primados, patriarcas y del soberano Pontífice,
constituyen su belleza, su ornamento, su esplendor, su dignidad, su gloria: esta misma
variedad es necesaria para el buen
<101>
gobierno de la Iglesia, y fue introducida en parte por los apóstoles, y por entero desde
los primeros siglos de la Iglesia. Esta variedad se halla también en los sacramentos
instituidos por Jesucristo; uno es para regenerarnos y hacernos hijos de Dios; otro
para confirmarnos y darnos la plenitud del Espíritu Santo; la penitencia, para curar
nuestras enermedades espirituales, o para resucitar al alma de la muerte del pecado a
la vida de la gracia; la eucaristía, para servir a nuestras almas de alimento espiritual, y
así de los demás.
De forma similar la variedad y multitud de los Institutos contribuye maravillosamente
a la belleza, a la gloria y al servicio de la Iglesia, como hemos visto que tan bien nos
explicaba Granada, y como lo muestra el cardenal Belarmino en sus Controversias
(to. 2. de Monach., c. 3); pues trata esta materia contra los herejes, y dedica el cap. 3,
del 2. l. 4, de Monachis, para defender la diversidad de los institutos religiosos, que
desagradaba en gran manera a los herejes. Certe (dice en el prefacio sobre los Libros
138 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

de Monachis), certe enim post apostolica tempora splendore maximorum signorum,


judicio orbis terræ, semper clarissimi habiti sunt magnus Antonius, uterque
Macarius, Hilarion, Benedictus, Bernardus, Franciscus, Dominicus; Quantæ igitur,
et quam projectæ est audaciæ, sanctissima Instituta a Deo ipso de cœlo signis atque
prodigiis clamante et approbante, confirmata, adhuc tamen animis obfirmatis
contemnere et improbare?
En efecto, como señala este sabio cardenal en este mismo lugar, con referencia a
los mártires, casi todos los santos cuya memoria honra la Iglesia han salido de los
monasterios, y de los monasterios de diversos Institutos.
Y así, a la pregunta de si no sería mejor que en la Iglesia sólo hubiera dos tipos de
personas consagradas a Dios, clérigos y monjes separados del mundo, respondemos
decididamente que no; y fundamos esta respuesta en el testimonio del cielo, que,
como dice Belarmino, ha obrado tantos prodigios en favor de tantos Institutos
diversos. Es él quien se ha manifestado como autor y defensor. La Iglesia, conducida
por el Espíritu Santo, los ha aprobado. Ellos le han prestado infinitos servicios en
todos los tiempos; han acudido en su ayuda contra los herejes y la relajación de las
costumbres, en momentos en que ella misma parecía estar abandonada de sus propios
ministros. Desde el siglo III, la fe fue llevada a todas las partes de la tierra, gracias
al celo de estos hombres apostólicos, salidos de los diversos monasterios e
Institutos.
Pero ¿qué pretende este deseo de que no hubiera en la Iglesia más que dos clases de
personas consagradas a Dios, los clérigos para la guía de los fieles, y los monjes
separados del mundo? ¿Arrancar de la Iglesia sus más preciados ornamentos después
de los Apóstoles; desear que un número ingente de santos no hubiera aparecido?
¿Querer que no hubieran visto la luz estos hombres divinos, que por sí mismos o por
medio de sus discípulos se enfrentaron a los herejes, detuvieron su progreso,
convirtieron a una infinidad de pecadores, santificaron todos los lugares por donde
pasaron, llamaron a innumerables cristianos a la penitencia, llevaron la fe de
Jesucristo a todas las partes de la tierra en donde su nombre no era conocido? ¿Para
qué este deseo, pregunto una vez más, sino para despoblar el cielo y arrebatar a
Jesucristo gran parte de aquellos que constituyen su gloria y su corona? Pues
pregunto: ¿qué hombres eran san Francisco de Asís, santo Domingo, san Alberto, san
Francisco de Paula, san Pedro de Alcántara, santa Teresa, san Juan de la Cruz, san
Ignacio, san Francisco Javier, san Felipe de Neri, san Francisco de Sales, César de
Bus, y tantos otros y sus primeros discípulos? ¿No son ellos
<102>
el honor de los últimos siglos? Los primeros, después de los Apóstoles y de los
discípulos de Jesucristo, ¿han dado hombres más perfectos y evangélicos? ¿Se puede
llevar más lejos que lo hicieron ellos el espíritu de oración, de penitencia, de
mortificación, de celo y de caridad, y de todas las demás virtudes cristianas? ¿No han
venido en épocas en que el estado monástico y en que el clero habían perdido por
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 139

completo su antiguo esplendor y su primer fervor? ¿Qué quedaba en las antiguas


abadías caídas en la relajación, y a veces en el escándalo, sino hombres que vivían
suculentamente en medio de la abundancia, y que habían introducido en los
santuarios de la penitencia y de la pobreza el lujo, el orgullo y las pompas del mundo?
¿Qué ignorancia se daba entonces en el clero? ¿Qué negligencia de la salvación de las
almas se daba en los pastores? ¿Qué desarreglos había en la vida de los eclesiásticos?
Si Dios no hubiera enviado esta raza santa, esta semilla de bendición, ¿no habríamos
llegado a ser como Sodoma y Gomorra, según la expresión de un profeta?
Por otro lado, esta gran variedad de Institutos parece como si fuera necesaria en la
Iglesia, como lo muestra Belarmino, con relación a los distintos caracteres de
las personas que aspiran a la perfección: pues los temperamentos, las inclinaciones, las
complexiones, los talentos, los atractivos de los hombres son muy diferentes: unos
aman la sociedad y no podrían vivir en soledad; los otros se sienten inclinados a la
soledad y aborrecen la sociedad; éstos tienen un temperamento bilioso, ardiente y
activo, y necesitan acción y obras de caridad; aquéllos tienen un temperamento dulce
y moderado y sólo buscan el reposo y el silencio, y están más dispuestos a la
contemplación.
Hay quienes aman la oración mental, y que pasan en ella a gusto varias horas; hay
quienes no pueden dedicarse así a ella, y sienten más fervor en la oración vocal.
Algunos aman la lectura, y hallan más devoción en leer los libros santos que en
meditar mucho tiempo. Unos están inclinados a los trabajos manuales; los otros, al
estudio. Cierto número se siente animado por el celo de la salvación de las almas;
otros concentran todo su celo en su propia santificación. Unos se sienten atraídos por
la austeridad y las grandes penitencias; otros sienten temor de ellos y no tienen
suficiente ánimo o suficiente salud para abrazar los Institutos rigurosos. Los hay que
no se sienten incómodos por la abstinencia de carne y de huevos, y otros que no
pueden prescindir de ellos. A muchos les gusta dedicarse al cuidado de los enfermos,
y otros a la instrucción de los ignorantes, etcétera. En una palabra, puesto que hay tal
variedad de disposiciones, caracteres, temperamentos, salud, gustos y atractivos
entre los hombres, era necesario que hubiese en la Iglesia gran diversidad de
Institutos adecuados para satisfacer a quienes aspiran a la perfección. De otro modo,
pocos hubieran seguido el sendero de la perfección evangélica; casi todos hubieran
permanecido en el silencio, y la mayoría se habrían perdido en él.
Hay otra razón de Belarmino que hace necesaria la diversidad de los Institutos. Es
que los más santos, después de haber florecido en gran regularidad y piedad, se
relajan insensiblemente, y al cabo de algunos años no retienen casi nada de su primer
fervor. Por ello es necesario que Dios envíe nuevos hombres llenos de su espíritu,
bien para reformar los antiguos Institutos, bien para reconducirlos a su primera
santidad, o para establecer otros nuevos, y dar a la Iglesia nuevos santos, y al mundo
nuevos
<103>
140 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

modelos de piedad y nuevos celadores de la penitencia. Así, cuando san Benito


apareció al comienzo del siglo VI, la disciplina monástica, muy decaída en Occidente,
retomó un rostro nuevo.
Esta misma santa orden no tardó mucho en sentir que la fragilidad humana tiene
dificultades para mantenerse mucho tiempo en estado de eminente perfección, y casi
todos los siglos siguientes le han aportado alguna nueva reforma, que han venido a ser
Institutos distintos, por cambios y adiciones particulares. San Benito de Biscop es el
primero, al parecer, que trabajó para dar a la Regla de san Benito su primer esplendor,
pero acomodándola a su manera. Siguió la reforma de Cluny, y añadió a la Regla de
san Benito nuevos reglamentos, que lo convirtieron en un Instituto nuevo. La del
Císter llegó a ser otra orden, y lo mismo la de la Camáldula y otras varias. De manera
que la orden de san Benito ha producido ella sola buen número de Institutos
diferentes. De forma parecida, ¡cuántos Institutos diferentes bajo la Regla de san
Agustín! ¡Cuántas clases diversas de Canónigos Regulares en todas las partes de la
Iglesia! De manera que, como todo envejece, y sólo Dios permanece Él mismo, no es
posible para la humanidad mantenerse en un estado de consistencia. Por tanto, es
alimentar deseos quiméricos y contrarios al bien de la Iglesia el anhelar que nunca
hubiera habido más que dos clases de personas consagradas a Dios, los clérigos y los
monjes.
En fin, como lo muestra también Belarmino, esta variedad de Institutos siempre ha
existido en la Iglesia desde el origen de la vida religiosa, como se puede ver en san
Jerónimo, en san Agustín y en Casiano. Siempre ha habido anacoretas y cenobitas
entregados a la contemplación, y de otros consagrados a la vida activa, como se puede
ver en la conferencia 14 de Casiano, c. 4, en el que se dice que entre los religiosos
unos se dedicaban a la contemplación, otros cuidaban de los hospitales; unos se
encargaban de alimentar a los pobres, y otros de defender su causa. Según el mismo
Casiano, había quienes unían la vida activa con la contemplativa, dedicándose a
la instrucción de los ignorantes; y el mismo san Agustín, en sus dos sermones
sobre la vida común de los clérigos, da a entender que ha unido la vida monástica a la
clericatura.
Pues bien, estos diversos géneros de cenobitas tenían distintas maneras de vida, y
en consecuencia, componían institutos diferentes; pues según san Epifanio, al final de
su libro contra las herejías, unos se abstenían de comer carne, y otros, huevos; unos,
pescado, y otros, pan. Unos caminaban con los pies descalzos, otros los tenían
calientes; unos dormían sobre el suelo, otros tenían una especie de cama, etcétera.
Pero ¿dónde encontrar mejor detallado los modos de vida tan distintos entre los
solitarios y los cenobitas de Oriente y de Occidente que en la Historia Eclesiástica
del señor Fleuri, que tuvo mucho cuidado en subrayarlo? Aunque todos los solitarios
y cenobitas observaran el ayuno, la oración, la pobreza, y otros puntos generales, eran
tan diferentes los unos de los otros en la manera de observarlos y en la cantidad de
otras prácticas, que se puede decir que en Oriente y en Occidente había tantos
Institutos distintos como monasterios, hasta que la mayor parte se reunieron bajo la
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 141

Regla de san Basilio o bajo la regla de san Benito, o a la que san Grodegando dio a
los clérigos. Cuando se lee la Historia Eclesiástica del señor Fleuri, se encuentra que
los discípulos de san Antonio en el Alto Egipto, y de san Pacomio en
<104>
el Bajo Egipto; de san Hilarión en Palestina, y otros santos en Siria y Armenia,
llevaban una vida muy distinta, y que por lo tanto componían Institutos diferentes. El
uso de cilicios, de cadenas de hierro y otros distintos tipos de penitencia estaba en
vigor entre unos, mientras que los otros no los usaban. Unos comían todos los días,
otros lo hacían sólo una o dos veces a la semana; unos utilizaban pan y aceite, otros se
abstenían de ello; la manera de orar y de vestirse no era menos diferente. San Basilio
hacía seguir una forma de vida a sus religiosos; los de Nacianzo observaban otra muy
extraordinaria. Casi todos los grandes obispos o los grandes santos de aquel tiempo
tenían sus clérigos o sus monjes, a los que hacían practicar una Regla particular. Así,
san Jerónimo, san Auxente, san Pasarión, san Eutimio, san Sabas, san Teodosio, san
Teodoro Siceote, san Alejandro, fundador de los Ametes, san Esteban el Joven, y
tantos otros en Oriente, tenían sus monasterios, en los que habían establecido Reglas
o formas de vida diferentes.
En Occidente, la diversidad no fue menor. San Eusebio de Vercelli en Italia, san
Martín y san Germán de Auxerre en Francia, san Agustín en África, no vivían de la
misma manera con sus clérigos y monjes.
Casiano estableció en sus monasterios una forma de vida en Marsella; san
Honorato estableció otra en Lerins. El señor Fleuri (to. 7, p. 362) enumera los
monasterios de las Galias, sin mostrar que tuviesen todos una misma Regla. San
Víctor también los tenía en España, que observaban otra forma de vida (to. 7, p. 313),
y todo esto antes de san Benito; y poco después de él, san Columbano y otros varios
santos fueron autores de diversos Institutos. De manera que antes del nacimiento de
las órdenes mendicantes se pueden contar más Institutos distintos de los que haya
habido después. Incluso antes de san Benito, cada monasterio era casi un Instituto
distinto, puesto que la manera de vivir era diferente. Si la Regla de san Benito se
introdujo insensiblemente en la mayoría de los monasterios, no ocurrió sino con el
paso del tiempo, y no se hizo sino con modificaciones diversas, que apenas dos
monasterios la practicaban de una manera totalmente uniforme. La extensión de la
Regla de san Benito en Occidente no impidió el nacimiento de numerosos Institutos
diferentes, antes de que se viera aparecer a los mendicantes. ¡Ah!, qué trastorno para
la Iglesia, si órdenes que han llenado de santos el cielo, como las de san Bruno, de
Valleumbrosa, de la Camáldula, de Fuente-Avellán, de Claraval, del Císter, y tantas
otras no hubiesen visto el día.
El deseo del señor Fleuri no es, pues, muy piadoso, y si hubiera leído a Belarmino,
se habría ahorrado la molestia de poner al día, bajo el ropaje de palabras devotas, las
viejas objeciones de los protestantes. Por lo demás, no corresponde hacer aquí la
apología de las órdenes mendicantes, que tan maltratadas han quedado en el discurso
142 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

octavo del señor Fleuri. Dejo ese cuidado a tantas personas expertas que son
ornamento y gloria de estas órdenes. No tendrán mucha dificultad para hacerlo,
puesto que santo Tomás y san Buenaventura lo hicieron, hace ya más de cuatro siglos,
y que en el último, Belarmino lo emprendió contra los herejes.
Es extraño, incluso, que tantos sabios religiosos de san Francisco no hayan tomado
aún la pluma para vengar el honor de su padre, tan ultrajado en este octavo discurso
del que hablo. Me contentaré con oponer al señor Fleuri al célebre Granada, de la
orden de santo Domingo. He ahí el retrato que hace de san
<105>
Francisco en su prefacio sobre la añadidura a su Memorial: «Hemos visto casi en
nuestro siglo que el B. san Francisco se ha hecho un perfecto ejemplar. Nadie ha
seguido con más exactitud que él la manera de vivir prescrita en el Evangelio. Este
santo, después de haber renunciado a todos los cuidados de la tierra, no pensaba, día y
noche, más que en imitar el ejercicio de los ángeles en la contemplación de Dios. Al
Espíritu Santo le plugo expresar tan claramente en este gran hombre la vida perfecta,
que en verdad me parece una explicación viva y animada de aquella de la que
Jesucristo nos dio la idea. Sus palabras y sus acciones nos hablan y nos instruyen de
otra manera que los escritos de todos los que han emprendido comentar el Evangelio.
Pues como aquel que ha visto la ciudad de Roma con sus propios ojos se conoce
mejor el plano, la situación y la belleza, que quienes no han advertido todas esas cosas
más que en los libros, igualmente se llega a ser mucho más sabio en la vía del
Evangelio viendo a un santo que se adecua enteramente a él, que leyendo a los autores
que se contentan con describirla». He ahí lo que dice Granada.

Décima objeción: Estos nuevos Institutos de maestros y de maestras de escuela


quedan a cargo del público y son incómodos a las ciudades.
He ahí en qué se apoya este prejuicio. 1. Las comunidades necesitan gran espacio
de tierra, pues para formarse una habitación cómoda, necesitan patios, jardines,
amplios edificios adecuados para acoger a numerosas personas y para favorecer la
regularidad. No son menos necesarios la iglesia, las capillas, con sus sacristías, y los
cementerios. Pues bien, para todo eso se necesita un terreno extenso, y ese amplio
espacio mengua a una ciudad y al número de habitantes, encarece el alquiler de las
casas y hace que apenas se encuentren. En efecto, el espacio que basta para acoger a
veinte, treinta o cincuenta familias, no es suficiente para una sola comunidad. Hay
que derribar y demoler muchas casas en una ciudad, antes de poder poner un área
grande a disposición de una comunidad, y ésta se considera muy apretada e incómoda
cuando no cuenta con jardines espaciosos, o con todos los patios necesarios.
2. Las nuevas fundaciones, al llevar a una ciudad nuevos habitantes, la pueblan, y
al poblarla contribuyen al encarecimiento de los alquileres y de todas las cosas
necesarias para la vida. Por ejemplo, se ve por experiencia cómo el pescado se hace
raro y caro en una ciudad durante el Adviento, la Cuaresma y los días de abstinencia,
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 143

donde hay muchas comunidades que observan la abstinencia y que lo compran con
perjuicio de los burgueses, que no pueden adquirirlo, o que sólo lo consiguen a un
precio muy elevado. ¿No es igualmente cierto que el precio de la carne bajaría en una
ciudad si estuviera vacía de ese tan elevado número de bocas, que las comunidades
multiplican? Lo que se dice de la carne o del pescado hay que entenderlo de todos los
demás gastos, y en general de todo lo que es necesario para el uso y necesidades de la
vida. Los habitantes de una ciudad encontrarían en ella más facilidad para vivir si su
número no se incrementara con el de forasteros y comunidades.
3. Donde estos nuevos Institutos viven de limosnas, como es el caso de los
mendicantes, o de réditos y rentas, ambas formas recaen en las ciudades. Pues si
viven de limosnas, aumenta en la ciudad el número de pobres, y la ciudad queda
sobrecargada. Los más opulentos tienen dificultad para alimentar tantas bocas. Por el
contrario, si estos nuevos Institutos pueden poseer rentas,
<106>
el inconveniente de su llegada a una ciudad no es más pequeño, pues necesitan nuevas
adquisiciones que aumenten los fondos, y los ponen a un precio elevado.
4. Si estos nuevos Institutos son onerosos al público, también inciden en los costes
de familias particulares. ¿Cómo? Las despueblan y las empobrecen, pues al final los
niños de la ciudad dejan la casa paterna para entrar en ellos. Con todo, sería motivo
para consolarse si se les recibiera gratis; pero no, se necesita la dote para las hijas, y
siempre existen muchos gastos que hacer antes de que los muchachos se hallen en
ellos con seguridad.
5. En fin, estos recién llegados no comparten las cargas del Estado y los tributos
del Príncipe con los demás de la ciudad; los habitantes se encuentran hundidos, y
ocurre que mientras aquéllos viven tranquilos y cómodamente éstos se hallan muy
preocupados y no saben cómo atender con sus trabajos y sus productos las necesidades
de sus familias y los tributos que se les impone. De ahí que la aportación y los
impuestos de los dineros públicos crece según los habitantes de una ciudad. De donde
se sigue que el alojamiento de las gentes de guerra recae a cargo del artesano y del
jornalero, que se ven obligados a dejar la casa, o a levantarse de la cama él y sus hijos,
para alojar a los huéspedes que siempre son temidos y que apenas gusta verlos en la
propia casa.
He ahí, me parece, a qué se reducen todas las quejas que plantean todos los que no
son favorables a los nuevos Institutos. Veamos si no se pueden dar respuestas más
justas y sólidas.
Primera respuesta: Esta objeción, bien examinada, no denota un fondo de mucha
religión en quienes la plantean; o los que la hacen no ven la amplitud de sus
consecuencias. En efecto, si las razones en que se apoyan son verdaderas y justas,
llevan a la conclusión de que no habría que recibir en las ciudades a ninguna
comunidad, y que se deben destruir las antiguas, por los mismos motivos por los que
144 BLAIN - DISCURSO SOBRE LA INSTITUCIÓN

se quiere excluir a las nuevas. ¿No son, en efecto, las más antiguas órdenes religiosas
las que ocupan en las ciudades los terrenos más extensos, y que tienen edificios
soberbios y amplios, con patios y jardines espaciosos, y también grandes y
magníficas iglesias? ¿No son ellos, tanto en las ciudades como en la zona rural, los
que disfrutan de mayores réditos y los que poseen, tal vez ellos solos en el reino, más
bienes que todas las demás comunidades que vinieron después de ellos? ¿No son ellos
los que pueden hacer que se encarezca el pescado y los demás productos, por la
facilidad que les permiten sus buenas rentas de comprarlos a altos precios?
Seguramente una ciudad no tiene nada que temer de ese lado, de aquellos y aquellas
que tienen las Escuelas Cristianas y gratuitas. Sus fundaciones, que apenas les
proporcionan lo que es absolutamente necesario para vivir, les dispensan de aparecer
por los mercados de pescado y de aves. Las rebajas llegarían muy pronto sobre todos
esos productos si no hubiera otras gentes para comprarlos.
Lo cierto es que estas clases de prejuicios son nuevos, y que la antigüedad más
religiosa no los conoció, o no los quiso escuchar. Todo Egipto y luego todo el Oriente,
desde el siglo IV, se vieron llenos de monasterios, incluso en las ciudades. Las más
grandes, como Alejandría y Antioquía, les abrieron sus puertas con alegría.
Constantinopla, la émula de Roma, la sede del Imperio de Oriente, admitió en su seno
gran número de diversos Institutos. Oxirinco, la gran maravilla de la baja Tebaida,
estaba poblada de monjes dentro y fuera, de forma que eran más numerosos que los
otros habitantes. Los
<107>
edificios públicos y los templos de los ídolos habían sido convertidos en monasterios
y en toda la ciudad no se veían ya casas particulares. Los monjes se alojaban hasta [en
el espacio de] encima de las puertas y en las torres. Había doce iglesias para las
asambleas del pueblo, sin contar los oratorios de los monasterios. En esta ciudad que
era grande y estaba muy poblada, no había ni herejes ni paganos; todos sus habitantes
eran cristianos católicos. Había en ella veinte mil vírgenes y diez mil monjes. Día y
noche se oía proclamar, por todas partes, la alabanza de Dios. Por orden de los
magistrados había centinelas en las puertas para descubrir a los forasteros y a los pobres,
y eran los primeros en ser retenidos para practicar con ellos la hospitalidad. Es lo que el
señor Fleuri dice él mismo (L. 20, n. IX).
He ahí una ciudad que tenía máximas muy distintas de las que tenían los hombres
malintencionados, que miraban a las comunidades santas como una carga. Ella
consideraba un honor y un deber ver que se multiplicaban en el recinto de sus muros,
y ver el número de sus habitantes sobrepasado por el de los monjes y las vírgenes. Si
hay lugares donde la gente se queja de tener demasiados, y donde el público, al no
poder destruir los antiguos Institutos del interior de sus muros, quiere cerrar la puerta
a los nuevos, ¿no es porque el espíritu de piedad y de religión ha disminuido?
La ciudad de Canope (ídem, l. 19, XXX), una de las más famosas de Egipto, situada
en una isla a cuatro leguas de Alejandría, tuvo desde el año 391 tantas iglesias y
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 145

monasterios como templos de ídolos había tenido; de esos monasterios, el más


famoso era el de Metaneo, es decir, de la penitencia. Desde entonces, e incluso antes,
había en Occidente en las mayores ciudades, como Milán y Roma, numerosos
monasterios de los dos sexos, como testifica san Agustín en el libro que escribió de
las costumbres de la Iglesia (cap. 31,33). Los monasterios de monjes dieron lugar a
las comunidades de clérigos. San Eusebio de Vercelli, desde el año 354, unía la vida
monástica a la vida clerical. Él mismo vivía y hacía que sus clérigos en la ciudad
vivieran, más o menos, como los monjes del desierto, con ayunos, con la oración
frecuente día y noche, la lectura y el trabajo. Su comunidad se nombraba también
monasterio, y de esta escuela santa surgieron varios ilustres obispos. San Agustín
siguió su ejemplo, como se ve en los dos sermones de la Vida Común. A estos
clérigos se los llamó canónigos, y hacia mediados del siglo VII, san Grodegango,
obispo de Metz, les dio una Regla, que después fue aceptada por todos los canónigos,
como lo fue la de san Benito por todos los monjes. Sería inútil decir más sobre este
asunto. Nadie ignora que todas las ciudades cristianas consideraban un honor el
número de sus monasterios de uno y otro sexo, y lejos de mirar a aquellos que estaban
consagrados a Dios como personas a cargo del público, los tenían como los ángeles
tutelares de sus muros, que atraían la bendición del cielo con sus ayunos, oraciones y
penitencias, que eran el buen olor de Jesucristo y el ejemplo de los fieles.
Así es como el espíritu cristiano enseña a mirar a las comunidades de personas
consagradas a Dios. Mientras sean fervorosas, nunca hay demasiadas en una ciudad.
Una sola, si está relajada, y si ha perdido su primitivo espíritu, ya es demasiado.
Ahora bien, como todos los nuevos Institutos está todavía en su primer fervor,
merecen la preferencia. Por lo demás, sean antiguos, sean nuevos, mientras se
conserven en la regularidad sirven de baluarte a las ciudades, de protectores a los
habitantes, de guías y de modelos en la piedad. Sus lágrimas, sus oraciones, sus
vigilias, sus austeridades, suben ante Dios en olor
<108>
de suavidad. Éstos son los perfumes preciosos que los ángeles presentan sobre el
altar de oro, que calman la cólera del Todopoderoso, irritado contra los pecadores, y
que atraen sobre los ciudadanos las gracias y las misericordias de Dios. ¿Qué
llegarían a ser nuestras ciudades manchadas por tantos desórdenes, pecados y
abominaciones, si no encontrasen ante la majestad de Dios el contrapeso de las
buenas obras y los actos de virtud y de santidad en las comunidades santas? ¿No
tendrían que temer que el furor de Dios no encontrase ya en ellas más justos, o no
encontrarlos en número suficiente, y los tratase como a los pecadores de las ciudades
de Sodoma y Gomorra?
Segunda respuesta: Las razones que se aportan para mostrar que las comunidades
están a cargo del público y son incómodas para las ciudades en que se hallan prueban,
tal vez, más de lo que pretenden; pues se las puede aplicar ante todo a los forasteros, a
las nuevas manufacturas y al crecimiento de las ciudades. ¿No es cierto que la
concurrencia de forasteros, el establecimiento de manufacturas y el aumento de
146 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

habitantes en una ciudad encarecen los artículos, los alquileres de casas, y elevan al
mayor precio todo lo que es necesario para el avituallamiento de la ciudad? Así, pues,
si estas razones son válidas para excluir a los nuevos Institutos de las ciudades, deben
tener el mismo efecto contra los forasteros que atrae a ellas el comercio, contra las
manufacturas que se establecen en ellas, y contra los nuevos habitantes que las
escogen para domicilio, y que aumentan el número de antiguos burgueses.
Sin embargo, ¿quién ha tenido alguna vez semejantes ideas? ¿No se reiría la gente
de quien pareciera pararse en ello, y querer fijar en una ciudad el número de
habitantes, cerrar la puerta a los forasteros, y excluir las manufacturas? Por el
contrario, ¿no ambiciona cada ciudad verse más poblada, y ver que el número de
ciudadanos aumenta cada día? ¿No considera un honor el número e importancia de
sus manufacturas? ¿No se vale de todos los medios a su alcance para lograr que
florezca en ella el comercio y para atraer a los forasteros?
Tercera respuesta: Todas las razones sobre las cuales se funda la objeción, bien
miradas, la destruyen; pues yo sostengo que el aumento razonable de los precios de
los fondos, de las casas, de los abastecimientos y de otras cosas necesarias para la
vida, contribuyen al progreso de una ciudad y la hacen más rica y floreciente. En
efecto, el aumento razonable del precio de las cosas hace que el dinero circule, facilita
las obras, las ventas y las compras, permite a los obreros ganarse la vida, y hace
funcionar el comercio. Y eso es lo que hace que allí donde los artículos no tienen
déficit, se ponen de rebajas y a poco precio. ¿Qué sucede? Se queda uno pobre en
medio de la abundancia. Con mercancías amontonadas, o con vinos en las bodegas, o
de grano en los silos, o de animales, u otras cosas semejantes, no se tiene dinero ni
medios para conseguirlo. Al carecer de dinero, no se pueden conseguir las demás
cosas necesarias para la vida. Donde no hay déficit de mercancías, las casas y los
fondos se quedan con precios bajos, y con grandes posesiones, no se tiene mucho
dinero, y a menudo no se tiene con qué reparar las casas y las granjas, con qué
mantener a la familia, al establecimiento de los hijos, al salario de los obreros, al pago
de los criados, y de los súbditos y a las tasas ordinarias y extraordinarias.
De ahí se deriva que muchos quieran vivir próximos a las grandes ciudades o
dentro de ellas, porque allí es más fácil alquilar, y de hacerlo bien, de ser mejor
pagado, y, al contrario, donde no hay artículos en exceso, los fondos
<109>
bajan los precios; se tiene dificultad para alquilar o bien para arrendar sus granjas; y
todavía mayor dificultad para que le paguen a uno. En esos lugares, no se sabe qué
hacer con los nuevos frutos, ni de los antiguos que produce la tierra. Se deja que se
pierda una parte; se descuida la recolección, y la abundancia produce el efecto que
Moisés había prometido a los judíos: Tiraréis lo viejo para recoger lo nuevo.
De ahí se deduce que en los países más ricos y más fértiles, la facilidad es menos
común, pues el dinero es más raro: y que si los habitantes no son industriosos, casi no
pueden sacar de sus bienes con qué atender a su mantenimiento y a sus necesidades.
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 147

De ahí se deriva que los artículos en la Baja Normandía y en otras provincias, al ser
casi de ningún valor, se los traslada a París para obtener algún dinero.
De ahí viene también que se teme casi lo mismo ver los artículos, incluso el trigo, a
bajo precio que verlo caro, con tal que su coste no sea excesivo. ¿Por qué? Porque
entonces en el comercio todo baja, el dinero no circula, los bienes de la tierra se
quedan sin valor. El labrador tiene dificultad para sacar los gastos de sus trabajos, y
no puede pagar a sus maestro: los que no tienen dinero dejan al obrero languidecer en
la bodega; el mercenario se aburre en la plaza a la espera de que le llamen para
trabajar, y el comerciante se asquea al ver cómo se hunde su comercio.
Si esto es cierto, como nadie lo duda, las razones en las que se apoya la objeción
muestran que las comunidades son beneficiosas para las ciudades que las reciben, por
las mismas razones que se emplean contra ellas.
Cuarta respuesta: Las comunidades, lejos de estar a cargo del Estado o de las
ciudades, son más bien un descargo. Y aquí está la prueba. El bien de las familias en
general y en particular es el bien del Estado y de las ciudades. Pues bien, las
comunidades son un descargo para las familias, y eso es bien visible. Aquellos y
aquellas que entran en las comunidades dejan vacías sus plazas en sus familias; y al
dejar su plaza, dejan también en ella sus bienes, o la mejor parte de ellos. Pues en fin,
si aquellos y aquellas que pueblan las comunidades hubieran quedado en casa de sus
padres, habría sido necesario alimentarlos y mantenerlos o establecerlos en el mundo.
Al entrar en las comunidades descargan a sus familias y las alivian. En efecto, si un
número de muchachas no escogiesen el camino del monasterio, y si un número
elevado de muchachos no tomase el de la Iglesia o de las comunidades, la mayoría de
los padres, incluso los más ricos, se encontrarían contrariados y estarían muy
turbados al ver sus bienes divididos en tantos lotes.
Pero se dirá: ¿no hay que dar a la joven que entra en comunidad su dote?; ¿no les
cuesta nada a los jóvenes que se hacen religiosos? No, o casi nada; absolutamente
nada en muchas comunidades, y bien poco en las otras, que eso no merece ser
señalado. Si una muchacha lleva su dote con ella allí donde va, casi nunca su dote
equivale a lo que le correspondería si quedase en el mundo. Deja más de lo que se
lleva, casi siempre, y de ordinario, se le da lo mínimo que se le puede dar. Pero
ciertamente, si se casa, se le daría más. Su dote sería más opulenta si prefiere un
hombre mortal a Jesucristo.
Pero, después de todo, ¿no se debe mirar a las comunidades como una parte de la
propia familia, o al menos, como se mira a los demás habitantes? Si no se considera
malo que una ciudad aumente y se pueble con nuevos
<110>
ciudadanos, ¿por qué se ha de encontrar criticable que las comunidades se
multipliquen? Supongamos por un momento que se hace salir de las comunidades a
aquellos y aquellas que las componen para volver al seno de sus familias. En ese caso,
los padres vuelven a ver, con dolor, en su casa a sus hijos; los herederos vuelven a ver,
148 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

con pesar, a sus hermanos y hermanas. Estos hijos volverán a estar a cargo de las
familias, incluso si ellos reponen las dotes que habían llevado. Es, pues, evidente que
es en descargo de los padres que ellos pueblen las comunidades. Es, pues, evidente
que son parte de las familias que habitan las ciudades. Si se encuentran algunos
forasteros entre estas gentes de comunidad, 1. Eso afecta casi exclusivamente a las
comunidades de hombres. 2. Son un número pequeño. 3. Al menos son
compatriotas, o de la misma diócesis, o de la misma provincia, o del mismo reino. Al
menos hay que mirarlos de la misma forma como se mira a los otros forasteros que
son bien recibidos en todas partes donde van.
Quinta respuesta: Aun cuando se supusiera que las comunidades están a cargo de
las ciudades donde se hallan, y que el bien público exigiera que no se multiplicasen
demasiado, se requiere que no se dé entrada demasiado libre a los nuevos; eso no
podría ser verdadero respecto de los Institutos de maestros y maestras de las Escuelas
Cristianas y gratuitas. ¿Por qué? He aquí tres razones esenciales.
La 1.a estos Institutos son puramente para el beneficio público. La 2.a el número de
sujetos se mide por el número de escuelas, y las escuelas no se multiplican sino según
la necesidad. La 3.a no hacen demasiado gasto, y no tienen suficiente espacio, en un
lugar, para que se note que están en ella.
1. Distingamos entre los Institutos necesarios al bien público y los que no lo son.
Supóngase, si se quiere, que hay que oponerse a la erección de nuevos monasterios de
religiosos o de religiosas, que no sirven al público. Se pueden tener, a veces, buenas
razones para hacerlo. Esta multiplicación tiene sus inconvenientes: produce, si se
quiere, envidias, disensiones, aversiones de unos contra otros. Se dañan
recíprocamente y contribuyen, por su excesivo número, a empobrecerse, a arruinarse,
a no encontrar sujetos o a no poder realizar una justa elección.
Un convento de monjes en una ciudad no puede ocasionar perjuicio y hacer notar
su ausencia. Todavía quedan muchos, y demasiados, si no son muy regulares. La
desgracia es que a veces se prefiere dejar varias comunidades muy relajadas en su
antigua posesión, que añadirles una nueva muy fervorosa, y de gran ejemplo. Sea
como fuere, no hay que colocar en el rango de Institutos arbitrarios los que se dedican
a la instrucción de la juventud más pobre. Son necesarios al público, tanto más cuanto
que es necesario instruir y educar cristianamente a los niños abandonados y
enseñarles los principios de su religión.
2. El número de maestros y maestras se mide por el de Escuelas Cristianas y
Gratuitas, no se multiplica más que con ellas. En consecuencia, si se multiplica
mucho, procura mucho bien al público; presta grandes servicios a la Iglesia y al
Estado.
3. Los maestros y maestras que tienen las Escuelas Cristianas y Gratuitas, al no
vivir más que de sus fundaciones, y no proporcionándoles estas fundaciones sino lo
más necesario para subsistir, no hay que temer que contribuyan a elevar los precios de
las casas y de los productos. No necesitan amplio terreno
Tomo II - BLAIN - Discurso sobre la institución de las Escuelas Cristianas 149

<111>
para alojarse, ni extensos edificios para que vivan con comodidad. Como su estado
nunca les permitirá grandes posesiones, ni funciones deslumbrantes, ni nada capaz de
excitar la envidia o de despertar la ambición de otro, no hay nada que deba alejarles de
las ciudades. Por tanto, respecto de ellos, todas las razones que sirven de apoyo a la
objeción son vanas.
Sexta respuesta: En fin, he aquí una respuesta sin réplica. ¿A quién corresponde
juzgar lo que se refiere al bien público, al bien del Estado, del reino y de las ciudades?
Sin duda que corresponde al príncipe que gobierna y que está encargado de
procurarlo.
Pues bien, nuestros príncipes han considerado que el establecimiento de las
Escuelas Cristianas y Gratuitas es un bien necesario a la Iglesia y al Estado; por lo
cual: 1. Han dado varios edictos a su favor. 2. Han favorecido de tal manera a esta
clase de obra que que dejan exentos del derecho de amortización a las fundaciones
que se les hacen. 3. La consideran tan necesaria a la Iglesia y al Estado que autorizan
una percepción de dinero sobre las parroquias de la villa y del campo, para atender el
mantenimiento de los maestros y maestras de las Escuelas Gratuitas.

Undécima objeción: Estos nuevos Institutos de maestros y maestras de las


Escuelas Cristianas y Gratuitas causan perjuicio a las gentes del oficio, que viven y
que mantienen a sus familias del provecho que de él obtienen.
Respuesta: No parece que las Escuelas Cristianas y Gratuitas causen perjuicio a las
gentes que viven de este oficio. ¿Pues quién llena estas escuelas? La juventud pobre y
abandonada, que no tienen medios para ir a buscar en otro sitio la instrucción
cristiana.
Incluso si las Escuelas Gratuitas se llenasen de niños cuyos padres fueran ricos,
¿debe prevalecer el interés de algunos particulares sobre el del público, que encuentra
ventajas considerables con el establecimiento de estas escuelas?
¿Porque varios particulares encontrasen su interés en enseñar gramática, letras y
filosofía, habría que cerrar las puertas de todas las ciudades a los jesuitas y a los
oratorianos, que ciertamente tienen mucho talento para enseñar estas materias?
¿No pide el bien del público que se aproveche su caridad y su habilidad? ¿No se ha
aprovechado de ellas, en efecto? Que se les deje, pues, aprovechar la caridad y la
habilidad de quienes se consagran a las Escuelas Cristianas y Gratuitas.
En fin, nadie puede juzgar mejor del bien del Estado que quien lo gobierna. Pues
bien, él no ha dejado que se tengan que adivinar sus intenciones sobre las ventajas de
las Escuelas gratuitas, y sobre la Institución de las personas consagradas a
sostenerlas, ya que las ha favorecido con declaraciones auténticas.
150 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

CONCLUSIÓN
Todas las objeciones que se pueden hacer contra los Institutos de maestros y
maestras de las Escuelas gratuitas, habiendo sido desmontadas, me parece que hay
derecho para concluir a su favor que la Iglesia y el Estado están igualmente
interesados en favorecerlas, que el público les debe mucha gratitud y que los pobres
tienen necesidad sensible de ellas. Casi no se puede encontrar obra más necesaria,
más excelente, más fecunda en frutos y en beneficios. Así, si uno se interesa por la
gloria de Dios, por la salvación de las almas y por el bien de la Religión, se debe
mostrar el celo por las Congregaciones que vienen tan a propósito en socorro de los
niños pobres y
<112>
abandonados, para instruirlos, educarlos cristianamente y disponerlos a ser miembros
útiles al Estado, edificando la Iglesia y en estado de llegar a ser un día ciudadanos de
la patria celestial.
Tomo II - BLAIN - Designio de esta obra 151

DESIGNIO DE ESTA OBRA

Sólo nos queda decir una palabra sobre la historia de la vida del señor De La Salle.
De ordinario, las vidas de las personas fallecidas en olor de santidad se componen de
una de estas maneras: o son los confesores, los únicos que han conocido a fondo su
interior, quienes las escriben o proporcionan las memorias, o disponen de las cuentas
de conciencia, retratos sencillos de sus disposiciones más secretas, depositadas en
manos de sus directores; o es sobre papeles encontrados después de su muerte,
escritos de su propia mano y que son los depositarios de sus gracias, de las
operaciones del Espíritu Santo en sus almas, y de las vías secretas por las cuales ellas
han sido guiadas a la perfección; o, en fin, es sobre las deposiciones que hacen
después de su muerte los amigos que tuvieron la confidencia de sus comunicaciones
con Dios, lo que se trabaja en el relato de su vida. Sin embargo, nada parecido ha
servido para escribir la del señor De La Salle. Los directores que mejor le conocieron,
en quienes él depositaba plena confianza, murieron antes que él, enterraron con ellos
en la tumba todo lo que hubieran podido revelar del interior de este hombre de gracia,
si le hubieran sobrevivido. Ningún escrito de su mano nos ha hecho más conocedores
de este tema. No se ha encontrado nada después de su muerte que pudiera dar la
mínima luz ni sobre su forma de oración, ni sobre sus comunicaciones con Dios, ni
sobre los dones de gracia que recibía. Si él había escrito algo, ya para recordar y dar
gracias a Dios, ya para explicarse mejor con sus directores, tuvo buen cuidado de que
ninguna de esas memorias pudiera llegar hasta nosotros. En consecuencia, nadie
puede decir lo que ocurría en su interior, pues la reserva de los directores ha sido un
jardín reservado y cerrado para los hombres. No se sabe que haya hecho la mínima
confidencia a otros. Tampoco se le escapó nunca ni una palabra que permitiera
conjeturar lo que pasaba entre Dios y él. El olvido de sí mismo en el que vivía, el
perfecto desprecio que de ello hacía, el amor sincero que tenía por la vida oculta,
y el atractivo que sentía por las humillaciones, jamás le permitieron decir nada que ni
siquiera indirectamente pudiera volverse a su favor. Nunca hablaba de sí mismo, o si
lo hacía era para decir mal.
No se ha podido saber de él sino lo que era imposible ocultar, lo que uno veía con
sus propios ojos o lo que escuchaba con sus propios oídos.
Las que siguen son las acciones que han revelado externamente lo que ocurría
dentro de él, y que han traicionado su humildad.
La gracia estaba siempre pintada en su rostro, tenía el aire de un ángel en el sagrado
altar, mostraba celo apostólico en su proceder, y todo su exterior era el de un santo:
todo esto decía de él lo que quería ocultar, y lo que él mismo no sabía de sí.
152 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

La pobreza de sus vestidos, la austeridad de su vida, la mortificación de sus


sentidos, la modestia que brillaba en su persona, la dulzura y la humildad que
sazonaban todas sus palabras y todo lo que hacía ilustraban, a pesar de sus
intenciones, que al comienzo del siglo XVIII todavía había santos sobre la tierra.
¿Qué otra idea podían tener aquellos que le conocían, de un hombre que había
hecho tantos y tan grandes sacrificios a su Dios, que se había condenado a una vida
tan pobre, tan abyecta, tan despreciada, yo diría, tan miserable a los ojos de la carne?
¿Qué otra idea podían tener sus discípulos, de un padre que unía los mayores
<113>
ejemplos de perfección a las lecciones que les daba, que se mostraba a ellos en todo y
por todas partes como modelo perfecto de regularidad, de silencio, de recogimiento,
de paciencia, de obediencia, de humildad, de desapego de todas las cosas, de
abandono a la Providencia, de resignación a la voluntad de Dios, de desprecio del
mundo, de atracción por las cruces y las humillaciones?
Esta vida se ha compuesto a partir de las memorias exactas de esos testigos fieles.
No han referido, de ordinario, sino aquello que vieron con sus propios ojos, cientos y
cientos de veces. Si yo osara poner en sus bocas las palabras que el discípulo amado
escribió de Jesucristo, yo diría al lector: Os anunciamos lo que hemos oído, lo que
hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos mirado con atención, y lo que hemos
tocado con nuestras manos.
En vida del señor De La Salle, no podían no ver a un hombre que se entregaba a la
oración (1 Cor 1, 1 ss.) como a su centro, y que de ella hacía su elemento; que se
ocultaba y huía del mundo como un Arsenio o un Antonio; que no parecía estar
gozoso más que cuando era preciso recoger desprecios; que mostraba una
tranquilidad perfecta, y un corazón insensible, cuando estaba afectado por el dolor o
las afrentas; que no se acordaba de sus enemigos y de sus perseguidores sino para orar
por ellos o hacer un elogio de ellos; que en medio de sus discípulos no aparecía sino
como el más pequeño, el último y el más despreciable; en una palabra, que era un
verdadero retrato de Jesús, dulce y humilde, conversando con los hombres.
Estos testigos fieles han referido lo que vieron, y lo que vieron con sus ojos. Si su
testimonio puede ser sospechoso, nadie, en adelante, merece crédito. Si esta historia
de la vida del señor De La Salle, compuesta sobre sus memorias, recogidas con
esmero por el Hermano Bartolomé, en cuanto falleció este santo hombre, y ordenado
en seguida por uno de los Hermanos; y, digo, si una historia semejante encuentra
lectores incrédulos, o desconfiados respecto de los hechos que en ella se relatan,
¿quién es el historiador que merece autoridad, y del que no pueda sospecharse de su
buena fe o de su exactitud? Por otro lado, no hay nada en esta vida que no sea no sólo
creíble, sino fácil de creer. No está ampliada ni con prodigios, ni milagros, ni
visiones, ni revelaciones, ni éxtasis, ni arrobamientos, ni predicciones, ni profecías,
ni de esos hechos extraordinarios que chocan al vulgo, y que dan testimonio de la
santidad. Se sabe que la santidad puede ser despojada de todos los dones
Tomo II - BLAIN - Designio de esta obra 153

sorprendentes, que ella debe más temer que desear. Se sabe que se puede ser santo sin
el beneficio de poseerlos, y que se pueden poseer sin ser santo.
Así, la gente no tendrá motivo para quejarse de que se le atribuyan fábulas bajo el
nombre de visiones, y de que se le presenten a leer una serie de hechos maravillosos,
más propios para componer novelas espirituales que historias fieles; más propios para
deslumbrar a los sencillos que para convertir a los pecadores. No se le ofrece para que
admire, sino para que sepa lo que él puede y debe imitar: acciones de humildad, de
dulzura, de paciencia; de ejemplos de caridad, de obediencia, de mortificación y
de las otras virtudes cristianas.
He ahí las acciones que hacen los santos y que dan testimonio de la santidad. Esta
vida está llena de ellas. Las hay heroicas, y en gran número, que servirán para
confundir a los más virtuosos y para animarlos a la mayor perfección. Las hay
comunes, al alcance de todo el mundo, y muchas que todo el mundo puede imitar.
Hemos entrado en este detalle, y nos hemos
<114>
impuesto como un deber entrar en ellos, persuadidos de que nada es más tocante ni
más útil a los cristianos que el relato sencillo y circunstanciado de los ejemplos de
virtud. No hay nada más propio para recordar el fervor y para inspirar el deseo
de trabajar en su santificación que la lectura de las acciones de los santos fáciles de
imitar; hemos creído que todo lo que puede edificar y animar a la virtud merecía
un lugar en una historia como ésta.
Se les llamará minucias, si se quiere, a estas clases de relatos, que muestran a un
señor De La Salle fiel a las mínimas cosas, y atento a hacer perfectamente para Dios
tanto las pequeñas como las grandes. Como las vidas de los santos no se escriben para
agradar, sino para edificar, es preciso no omitir en ella nada de todo lo que puede ser
útil a los que las lean. Si hay personas delicadas y puntillosas, que se aburren con los
detalles de los actos de virtud, se encuentra un número aún mayor que están ávidas de
ellos, y que los leen con gusto y con fruto. ¡Ah!, ¿cómo hacer para contentar a todo el
mundo? ¿Acaso es eso posible? ¿Encuentran los críticos algo a su gusto, algo que
merezca su elogio, si no son ellos los autores? ¿Cuál es la historia nueva de la vida de
los santos que pueda escapar a su censura? No pueden soportar los milagros, ni nada
maravilloso. A las visiones y revelaciones las tachan de quimeras. Blasfeman de lo
que ignoran y ponen a la altura de los delirios las operaciones sobrenaturales de Dios
en las almas y los favores de distinción. Por muy delicadas, por muy respetables que
sean las manos que escriben estas historias, ellos censuran a los autores; y cuando se
les oye, su nombre no debe aparecer a la cabeza de semejantes obras.
Si se les presenta una vida sin milagros, sin visiones, sin profecías, y sin nada que
parezca maravilloso, como del género de la mística, actos extraordinarios de
penitencia, de mortificación, de humildad y de otras virtudes, sospechan del informe,
dicen que está desfasado, juzgan increíble lo que no quieren imitar.
154 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Si se entra en el detalle de las más pequeñas prácticas de piedad y de los ejemplos


diarios de virtud, que están al alcance de todo el mundo, ésas son, a su modo de ver,
minucias que la historia debe callar, y que un historiador que sabe escribir no tiene
por qué relatar. Para ellos, sería deshonrar su pluma si se le permitiesen semejantes
pequeñeces.
¿Con qué hay que componer la historia de los santos, pues, si los milagros, las
visiones, las revelaciones, los arrebatos, los éxtasis, y todo lo que hay de maravilloso
en el orden de la gracia, no deben entrar en ello en absoluto; si se debe excluir de ellas,
como increíbles, las penitencias y las austeridades extraordinarias, las oraciones
continuas noche y día, y todo lo que se parece a la más heroica virtud; si se deben
borrar los detalles de las pequeñas prácticas de virtud, y los ejemplos de fidelidad en
la mínimas cosas?
Pero, tal vez, se dirá que no es propio de un buen historiador entrar en tanto detalle,
ni pararse en minucias. A esto le podría yo responder que grandes historiadores
antiguos, como Dionisio de Halicarnaso, y recientes, como el padre Catrou, que
acaba de poner al día la Historia Romana, no han descuidado en absoluto los detalles,
cuando los han considerado adecuados para satisfacer la curiosidad del lector, o para
embellecer su narración. Pero a nosotros, que dejamos a las más bellas plumas y a los
genios más formados el honor de saber escribir bien una historia, nos basta con decir
que, no teniendo en vista más que hacer ésta edificante y útil,
<115>
hemos creído que era necesario unir los actos de virtud comunes y diarios y los
ejemplos extraordinarios de la virtud más heroica.
En este asunto, no podemos seguir mejor guía que la de los Evangelios, que han
unido en la historia de la vida de Jesucristo el relato de sus acciones comunes y
numerosos ejemplos de virtudes diarias, a sus milagros y virtudes más divinas.
Cuando se quiere escribir la vida de los santos, ¿se pueden proponer más perfectos
modelos que aquellos que han prestado su pluma al Espíritu Santo para hacer la
relación de la vida del santo de los santos? Si esta historia de la vida del señor De La
Salle puede servir para excitar en los lectores el horror al vicio y el atractivo de la
virtud, el deseo de la perfección y un esforzado ánimo para trabajar en ello; si además
logra inspirar gran celo para multiplicar las escuelas gratuitas y para favorecer a los
Institutos, que se consagran a una obra tan importante, he alcanzado el objetivo al que
quería llegar y dejo de buena gana a la crítica de los expertos el estilo, la forma y el
plan de esta obra. Suscribo desde ahora, y de buen grado, su desprecio o su censura.
Satisfecho de no haber tenido más que un talento, y de haberlo dedicado en provecho
para la salvación del prójimo, ruego que el lector olvide la manera como está escrita
esta historia, y que no preste atención más que a los ejemplos de virtud que nos ofrece
para imitar.
Se advierte a los mismos Hermanos que no se sorprendan de encontrar aquí varias
cosas que ellos mismos ignoraban. Sólo las conocieron aquellos que tenían con el
Tomo II - BLAIN - Designio de esta obra 155

santo fundador una relación más inmediata, con los que más confianza tuvo o con
quienes participaban con él en la tramitación de algunos asuntos.
Hay, incluso, hechos aquí relatados de los que ningún Hermano tenía conocimiento, o
lo tenía muy confuso; pero quien ha escrito esta historia, habiendo sido testigo de
ello, ha creído que no debía omitirlo.
En fin, me queda advertir aquí a los lectores que al dar a menudo en el curso de esta
historia el nombre de santo hombre, santo sacerdote, santo fundador al señor De La
Salle, lo damos sólo en el sentido en que los apóstoles en sus epístolas lo dan a los
cristianos, y en el sentido en que se califica a las almas eminentes en virtud, aun
cuando vivan todavía en la tierra; y en el sentido en que se atribuye a las personas
fallecidas en olor de santidad, sin pretender, ni directa ni indirectamente, prevenir el
juicio de la Iglesia Romana, a quien corresponde juzgar la santidad de los fieles y
declarar santos a aquellos cuya causa se ha examinado y aprobado, y cuya vida se ha
canonizado. Nadie es más sumiso que nosotros a la Santa Sede ni está más unido
inviolablemente a esta piedra sobre la cual está construida la Iglesia. Siempre hemos
hecho de ello profesión declarada, y estamos satisfechos de tener ocasión de hacerlo
ahora públicamente, y protestar que queremos morir como hemos vivido, en perfecta
obediencia a Nuestro Santo Padre el Papa, y a la Iglesia Romana, centro de la unidad,
fuera de la cual no hay salvación.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 159

<1-117>

VIDA

DEL SEÑOR JUAN BAUTISTA De La Salle,

FUNDADOR DE LOS

HERMANOS DE LAS ESCUELAS CRISTIANAS

LIBRO PRIMERO

Donde el señor De La Salle es presentado


a los jóvenes como modelo de las virtudes propias de su edad;
a los clérigos, como espejo de espíritu eclesiástico;
a los sacerdotes, como imagen de santidad sacerdotal

La inocencia y pureza de costumbres de su infancia


y de su familia: niño cristiano, alumno piadoso,
clérigo fervoroso, sacerdote celoso.
Es modelo de virtud para estas edades
y para los diferentes estados de vida
160 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

CAPÍTULO I

1. Su nacimiento, infancia y educación


La ciudad de Reims, en la región de Champaña, tan fecunda en otro tiempo en
santos y en grandes hombres, ha tenido en nuestros días la gloria de dar nacimiento al
señor De La Salle. Su padre, de familia muy distinguida, ejercía allí con competencia
y probidad el cargo de Consejero del Tribunal de primera instancia. Su madre, que
provenía de la familia Brouillet, más importante aún por su piedad que por su
nobleza, tenía el cuidado de cultivar en edificante
<1-118>
retiro las virtudes que desconfían del mundo y que no están en él libres de peligro.
Aquel cuya vida escribimos fue el mayor de los siete hijos con que fue bendecido
su matrimonio. Dios se reservó la mejor parte, pues de los cinco varones y dos
mujeres que componían esta piadosa familia, cuatro se consagraron a su servicio. Una
de las hijas se encerró en el monasterio de san Esteban de las Damas; uno de los
varones entró en los Canónigos Regulares de santa Genoveva, y llegó a ser prior;
otros dos se dedicaron a la Iglesia, y formaron parte de los sacerdotes del Señor, y de
los canónigos de la ilustre iglesia metropolitana de Reims. Uno de ellos fue el señor
De La Salle.
Nació el 30 de abril de 1651, y el mismo día fue regenerado en las aguas
bautismales, apadrinado por su abuelo materno, el señor Juan Moët de Brouillet y la
señora Perrette Lespagnol, su esposa, que le pusieron el nombre de Juan Bautista,
como feliz presagio, que parecía prometer que aquel niño sería en el siglo XVII,
modelo eminente de inocencia y penitencia.

2. Sus inclinaciones y su infancia


Desde la cuna parecía que la gracia le señalaba y que quería hacer de él una obra
maestra. En él no había nada de pueril. Era niño, pero sin tener las inclinaciones de los
niños; le gustaban las ocupaciones serias, y en todas sus acciones no dejaba que
apareciera nada propio de tan temprana edad. Sus entretenimientos, si los hubo,
fueron ensayos de virtud; y la piedad, que en nosotros es el fruto lento y tardío de la
gracia, en él se adelantó a la razón. Era devoto sin gesto triste, y se complacía en
la oración y en la lectura de buenos libros; la inclinación hacia el estado eclesiástico
se advertía incluso en sus juegos, pues su diversión consistía en construir capillas y
preparar altares, cantar cánticos de la iglesia e imitar las ceremonias religiosas.
Los demás pasatiempos no le gustaban, y aunque era alegre y de buen humor, su
inclinación no le llevaba a las diversiones de los niños de su edad. Para ponerle
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 161

contento bastaba con ofrecerle objetos de piedad que tuviesen relación con Dios y con
la Iglesia. Lo demostró claramente cierto día en que en casa de su padre todo era
alegría y regocijo; pues, lejos de participar en ello, su corazón se encontró tan
contrariado que, para escapar del aburrimiento que le atenazaba, se fue a arrojar en
brazos de una persona del grupo y le pidió que le leyera la Vida de los Santos, y le
expresó el disgusto que sentía por los placeres que estaba presenciando.
Desde aquella época la iglesia venía a ser su único centro; para darle gusto había
que llevarle a ella; su contento estaba allí, y en ninguna otra parte. Quienes se
prestaban a llevarle a ella eran sus amigos. Cuando ya conoció el camino y tuvo edad
para poderlo hacer, la mayor gracia que se le podía conceder y la única que
correspondía con sus inclinaciones era la autorización para ir a ella. Para hacerlo con
más frecuencia se apartaba de sus compañeros, rechazaba sus juegos y diversiones, y
dejando de lado la compañía de todos los demás, se iba solo al templo del Señor, a
adorar al Señor Dios de Israel (Tob, 1,5).
Lleno de respeto y de reverencia hacia el lugar santo, mostraba ya aquel aire de
recogimiento y de religión que le hicieron, más tarde, tan augusto y respetuoso al pie
de los altares. Como no era ni la ligereza ni la curiosidad lo que le llevaba a la iglesia,
en ella sólo se ocupaba de Dios y de la oración. La modestia que animaba su juventud
y daba nuevo brillo a su natural hermosura, atraía hacia él todas las miradas. A
quienes le miraban en esos momentos, les parecía un pequeño santo, e inspiraba
devoción a quienes le cuidaban. Los asistentes, tan agradablemente sorprendidos y
edificados al ver tanta piedad
<1-119>
en tan temprana edad, no podían dejar de preguntarse con admiración: ¿Qué pensáis
que puede ser un día este niño, pues la mano del Señor está con él? (Lc 1,66).

3. Su atracción por el servicio de Dios


Todo lo que veía hacer en la iglesia le encantaba; todo lo que había en ella le
gustaba; en ella, todo impresionaba su mente y su corazón; no se cansaba de verlo
todo y quería aprenderlo todo; sobre cualquier cosa hacía preguntas sensatas, y quería
respuestas instructivas. Si alguien se negaba a dárselas o tardaba en hacerlo, sus
actitudes graciosas le comprometían, y le hacían tan suave violencia que difícilmente
alguien podía resistirse.
Aunque su corazón quedara encantado con todo lo que sus ojos veían en la iglesia,
era, sin embargo, la celebración de la santa misa la que ejercía en él atracción más
dulce y sensible. Este atractivo le inspiró el deseo de aprender a ayudar a misa.
Ilusionado por esta santa ciencia, hubo que apresurarse a darle lecciones, que no tardó
en poner en práctica, pues para él no era suficiente estar como espectador en la
iglesia, sino que se esforzaba por ser el ayudante. Su delicia consistía, pues, en ayudar
a la santa misa, y para él hubiera supuesto evidente sacrificio dejar de hacerlo un solo
162 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

día. Para acomodarse a este punto llegó a solicitar las funciones de monaguillo, y las
cumplió con una gracia y un fervor tan singulares que los asistentes sentían vergüenza
de ver en un niño lo que ellos mismos no sentían.

4. Su modestia y respeto en la iglesia


Este religioso temor que exigen los santos misterios, esta gracia que es parte del
espíritu eclesiástico, le fue concedida desde esta edad para prepararlo a desempeñar
más tarde el temible ministerio al que estaba destinado con ese fondo de religión y de
piedad que inspira la fe en la presencia de Dios.
Pues este respetuoso temor le siguió siempre en los lugares sagrados y lo imprimía
a los demás cuando entraba en ellos. Parecía poseído por él, sobre todo, en el
santuario, a donde iba con un aire tan augusto y tan devoto que se hubiera creído ver a
un serafín en figura de hombre cuando realizaba las funciones del sacerdocio. Nunca
se familiarizó con el altar, aunque subía a él cada día, desde que fuera ordenado
sacerdote, para celebrar en él los divinos misterios. Cada día veía crecer en este
asunto su preparación, su fe, su temor, el sentimiento de su indignidad, su fervor y su
amor.
Estas santas disposiciones no fueron en él, totalmente, efecto lento e insensible de
la lectura de los santos padres, ni de las más profundas reflexiones sobre la santidad
del sacerdocio y la sublimidad de los misterios que se realizan en el altar; fueron el
efecto adelantado de una gracia antecedente que le llenó de respeto, de temor y de
atracción por todo lo que es ministerio sagrado, antes que su razón le permitiera tener
conocimiento suficiente de ello. Al servir, desde entonces, al altar, comenzó a
aparecer en él lo que sería con el correr de los años al celebrar en él: un ángel, un
querubín. Una casta hermosura brillaba en su rostro, y como participaba de la pureza
de los espíritus celestes, parecía tener los mismos encantos que ellos.

5. Su aversión a las diversiones profanas


Como los padres se reproducen y renacen en sus hijos, es normal que comuniquen,
con su sangre, sus inclinaciones a los que traen al mundo. Es tan natural que los hijos
muestren los mismos rasgos que sus padres, que cualquiera se extraña cuando ocurre
lo contrario. Sorprendía, por eso, que el pequeño De La Salle no tuviera la fuerte
inclinación de su padre por la música. Tal vez la hubiera sentido, si no le hubiera
prevenido la gracia, o si no la hubiera sofocado desde su nacimiento, cambiando sus
sentimientos hacia otras cosas, e inspirándole disgusto o temor hacia un placer que,
por muy inocente que parezca, encierra sus peligros, y deja a menudo heridas en el
corazón a medida que halaga los oídos.
<1-120>
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 163

El joven De La Salle no tenía ganas de llenar su memoria con muchas canciones


profanas, que más vale ignorarlas que saberlas, y que exigen más esfuerzo para
olvidarlas que para aprenderlas. Él no tenía disposiciones para exponer su alma tierna
a las malignas impresiones de esas canciones de la corte, que son propias para
debilitar los corazones de quienes las cantan o de quienes las escuchan. Los cánticos
de la iglesia tenían, para él, atracción más sensible. Ya que alabar a Dios, bendecirle y
amarle debería ser su eterna y única ocupación en el cielo, no deseó tener otra distinta
en la tierra; y, en la medida que pudo, no la tuvo, en efecto, pues en seguida se
aficionó al Oficio divino, y sin ser canónigo, cosa que no tardó en llegar, ya realizaba
sus funciones antes de salir de la infancia.
Su padre, que tenía una base muy firme de formación cristiana, advertía con agrado
el natural bueno y las dichosas disposiciones de su hijo. En vez de contradecirle,
como hacen los padres mundanos, las cultivaba con cuidado, y para alimentarlas y
hacerlas crecer en él, le llevaba con frecuencia a la iglesia. El padre, contento por
poder cumplir sus propias obligaciones religiosas, contentaba de ese modo las
inclinaciones de su hijo, y se complacía en asistir con él al Oficio divino.
Su madre, que tenía una piedad más tierna aún, se aplicaba a depositar en todo
momento la buena semilla en aquella joven alma, y la veía germinar por encima de
sus expectativas. De ese modo, el padre y la madre, dedicados a formar bajo sus
propios ojos a este joven Samuel, tenían el consuelo de verlo crecer en gracia y en
sabiduría delante de Dios y de los hombres, si es que puedo servirme de estas
palabras que el evangelio aplica a Jesús Niño.

6. Sus primeros estudios


De las manos de sus padres pasó a las de sus maestros, capaces de formarle en las
letras humanas. En cuanto ingresó en el colegio de la Universidad de Reims, donde
cursó sus primeros estudios, se convirtió en el ejemplo de los alumnos y fue objeto de
la complacencia de los maestros. Su progreso en la ciencia y en la virtud fueron
siempre a la par, pues se impuso como deber esencial unir una y otra, sin separar
nunca los ejercicios de piedad y los del estudio. La aplicación a las letras (que tanto
hay que temer) no alteró en nada sus sentimientos de devoción; y el espíritu de
devoción (lo que es tan común) tampoco frenó nunca su aplicación al estudio.
Así pues, como Dios y sus maestros estaban contentos de él, él también lo estaba de
sí mismo. Devoto sin afectación, alegre sin ligereza ni disipación, agradaba y se hacía
amable. La sabiduría, la docilidad y la piedad fueron como los tres guardianes de su
inocencia y las tres características de su juventud. Estas preciosas virtudes a las
cuales añadía un aire dulce y grácil, al ganarse el corazón de los maestros, le
granjearon la estima y la veneración de sus compañeros, que lo miraban como su
modelo. Fue ciertamente modelo para los alumnos; vamos a ver que se convirtió en el
modelo de los jóvenes clérigos.
164 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

<1-121>
CAPÍTULO II

Su entrada en la clericatura y en el ilustre cuerpo de canónigos


de la iglesia metropolitana de Reims

1. Su atracción por la clericatura


El joven De La Salle, como nuevo Samuel, parecía haber nacido para el ministerio
sagrado. Estaba hecho para la Iglesia, y toda su ambición era consagrarse ya a ella. Su
vocación se notaba en todas sus acciones: sus inclinaciones, sus placeres, sus
atractivos, todo en él proclamaba que estaba destinado al servicio del altar. Incluso
sus juegos infantiles habían sido la prueba. Con la edad, esta vocación se desarrollaba
cada vez más; y con el paso de los años, la hicieron tan fuerte y tan viva que él llegó a
pensar que estaría resistiéndose a la voz de Dios si difería solicitar la tonsura.
De la piedad de sus padres esperaba que no encontraría obstáculo para ello; y,
efectivamente, no lo encontró, pues su vocación, grabada en su frente desde la cuna,
por decirlo así, y manifestada de forma tan clara en toda su conducta, no podía ser
obstaculizada sin oponerse a la voluntad del cielo. Si Dios hubiera dejado a sus padres
la elección de la víctima que había que ofrecerle, sin duda que esta elección hubiera
recaído en algún otro de sus hijos, y se habrían reservado el primogénito, que, de
ordinario, es siempre el más querido por ser el primer fruto del amor conyugal. Pero
la voz de la naturaleza no fue escuchada, y la gracia, ejerciendo todos sus derechos,
quiso consagrar a Dios a quien era el más digno. Nada más justo.
¡Cuál no fue la alegría de Juan Bautista De La Salle cuando se vio con libertad para
seguir sus inclinaciones, que lo empujaban, desde que era consciente, a consagrarse a
Dios por completo! ¡Cuál no fue su consuelo cuando vio que tenía posibilidad de
ingresar en un estado donde, por profesión, había de dedicarse al servicio de la Iglesia
y sería constituido hombre de Dios! Sólo las almas semejantes a la suya, a las que
Dios conduce como de la mano, desde la juventud, a la más alta perfección, pueden
concebir esto y explicarlo.

2. Recibe la tonsura
Para él la tonsura no fue una ceremonia vana, ni apariencia de renuncia al siglo y de
consagración a Dios, como lo es para muchos. Su boca sólo pronunció lo que el
corazón le dictaba cuando dijo que tomaba a Dios como riqueza, y que no quería otra
herencia. Dios se convirtió en el Dios de su corazón, según las palabras del profeta
(Sal 72, 26), el centro de sus afectos y el objeto único de sus deseos. Muy pronto se le
verá cumplir su palabra a la letra, estableciendo con el mundo un divorcio entero y
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 165

solemne, despojándose de sus bienes, haciéndose pobre y renunciando, incluso, a su


canonicato. Pero no anticipemos los tiempos: sigamos el curso de sus años al paso
que seguimos el de la gracia.
Juan Bautista De La Salle, convertido en clérigo, parecía un hombre nuevo. La
piedad, la modestia, la inocencia de costumbres aparecían en él con más resplandor
que antes, cuando llevaba el roquete en las proximidades del altar. Entre los clérigos,
como entre los escolares, es excelente modelo. Es una antorcha que el obispo acaba
de encender y que coloca en el candelero, para que ilumine en la Iglesia de Reims; y
muy pronto su luz se extenderá por toda Francia.
<1-122>
El joven clérigo, viéndose ya como hombre de Dios, o comprometido para llegar a
serlo, para no llevar en vano ese título, hizo todos sus esfuerzos posibles para
merecerlo. Un celo aún más ardiente hacia las funciones clericales, un atractivo más
sensible por el servicio del altar, un amor más constante por la oración, una edificante
asiduidad al oficio divino fueron la prueba de que se había despojado del hombre
viejo y se había revestido del nuevo, creado en la justicia y en la santidad (Ef 4, 2,
2-24); y de que estas santas palabras, que el prelado le había dirigido al cortarle el
cabello y revestirle de roquete, habían sido eficaces y se habían cumplido en su
persona por obra del Espíritu Santo.
Su atracción para cantar las alabanzas divinas se fue incrementando con los días, y
con ello Dios le dio la oportunidad de seguirle plenamente y de realizar por deber lo
que antes realizaba por el instinto de la gracia.

3. Es nombrado canónigo de Reims a la edad de 17 años


Fue provisto, hacia la edad de quince años, con una canonjía de la iglesia
metropolitana el 9 de julio de 1666, por la renuncia del señor Dozet, archidiácono y
canciller de la Universidad. Tomó posesión de la misma al año siguiente, el 17 de
enero.
Su abuelo, persona de exquisita piedad, que se había impuesto la obligación de
rezar todos los días el Oficio divino de la Iglesia, quiso ser su maestro, y
gustosamente le enseñó a recitarlo.
Ahí le vemos, pues, situado y dueño de sí mismo, a una edad en que ocurre de
ordinario que los jóvenes se dedican a perder su alma con los primeros actos de su
libertad. El hombre, nacido con un orgullo inagotable, se entrega con toda su fuerza a
la independencia. Sacudirse el yugo de sus maestros es la inclinación constante de la
juventud, enemiga de todo lo que molesta y de todo lo que le fuerza a uno. El atractivo
natural del corazón humano es llegar a ser dueño de sí mismo, disponer de sus actos,
seguir sus gustos, actuar por propia voluntad, entregarse a las propias inclinaciones y
acomodarse a las del otro.
166 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

Incluso quienes tienen buen natural se conforman fácilmente a sus propias luces, y
la amasan, si es que puedo usar este término, con sus inclinaciones naturales, cuando
son inocentes. Se desea seguir por sí mismo los caminos que se consideran sendas
para el cielo, y se complacen en no seguir otra senda que la que se quiere y de la
manera que se quiere. La tentación es delicada: para un joven que comienza a respirar
cierto aire de libertad, es fácil sucumbir. Al sacudirse el yugo de la autoridad paterna,
se sacude también, con frecuencia, el yugo de la virtud y del deber. Contra este
escollo, ¡ay!, por desgracia, fracasa demasiadas veces la devoción incipiente y que no
está bien arraigada.
Uno, al verse canónigo, se considera libre, independiente, dueño de su persona, y
en situación de no recibir la ley más que de sí mismo. Desde esta perspectiva
halagadora es como un joven clérigo considera la prebenda de canónigo. Ése es el
peligroso privilegio de la muceta, y uno se cree con derecho a disfrutarlo cuando se
lleva. Uno no se ve obligado a casi nada; o si se tienen obligaciones, se las considera o
se cumplen según el propio gusto, o de acuerdo con el ejemplo de sus colegas. En esta
situación, si se trabaja por la Iglesia, se considera la labor como algo opcional, en la
que uno se considera a gusto, y se estima como gran mérito. Si se presta un servicio al
prójimo, o si uno se ocupa de la salvación de las almas, se realiza esto en la medida en
que se tiene celo, pero sin considerarlo como obligación, y sin aplicarse lo que san
Pablo decía de sí mismo: ¡Ay de mí si no anuncio el evangelio! Si no se quiere hacer
nada, si se incurre en muelle indolencia, se piensa que se han cumplido todos los
deberes, y que Dios y los hombres no tienen nada que reprocharle a uno, con tal que se
cumpla con fidelidad la asistencia al oficio divino según las normas del cabildo. Sin
embargo,
<1-123>
cada edad, cada estado tienen sus virtudes propias, como tienen también sus
tentaciones particulares. La modestia, la piedad, la asiduidad al oficio divino, la
regularidad, el estudio y el amor al trabajo son virtudes que convienen perfectamente
a los jóvenes canónigos, y que no se podrían añorar demasiado. La inmodestia en la
iglesia, la irreverencia, la disipación, la ociosidad, la indolencia y la pereza son vicios
que tienen que temer más que los otros clérigos; y deben estar constantemente atentos
sobre sí mismos, por temor a incurrir en ellos y para procurar no imitar ciertos
ejemplos que les son familiares.
Nuestro joven canónigo supo preservarse de ellos con cuidado. Mantenía los ojos
abiertos sobre aquellos colegas que podían edificarle e inspirarle devoción, y los
cerraba a aquellos cuya disipación e inmodestia podían alterar la suya; aprovechaba
el buen ejemplo e ignoraba el malo. Recogido, centrado en sí mismo, sólo pensaba en
Aquel a quien iba a alabar y glorificar; y al realizar la función de los ángeles, imitaba
su modestia, su reverencia y su piedad. Al estar consagrado por su estado a la oración
pública, también se entregó a la práctica de las virtudes que ella requiere: el retiro, la
separación del mundo, el recogimiento y la vida interior.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 167

4. Intensa aplicación al estudio


Sin embargo, el ritmo de sus estudios no sufrió menoscabo por su ingreso en el
nuevo estado. Sabía que la canonjía, lejos de ser dispensa para el estudio, le imponía
importantes motivos para aplicarse a él. Esos motivos tienen su origen en el rango que
ocupan los canónigos entre el clero, en las intenciones de la Iglesia y en la práctica de
los más santos obispos. Si los canónigos de las iglesias catedrales tienen el primer
puesto entre el clero diocesano, ¿no es justo que lo ocupen también por causa de la
doctrina, y que estén tanto más elevados sobre los demás en razón de su ciencia que
por su dignidad? Tal es sin duda la intención de la Iglesia, ya que los considera como
los principales miembros de cada diócesis, como los componentes de su senado, y los
que deben ser consejeros natos del obispo. ¿O acaso pueden estar privados de una
ciencia poco común, si están llenos de tales honores?
Dentro de este espíritu, el Concilio de Trento quiere que los cabildos de las iglesias
catedrales se compongan, al menos en dos tercios, de doctores. San Carlos, en efecto,
sólo escogía para canónigos a doctores; y los más ilustres obispos, a su ejemplo,
siguen esta misma norma en la medida de lo posible, pues sólo los doctos están
capacitados para ocupar las primeras plazas de una diócesis, para prestarle los
mayores servicios, para ayudar con sus luces y sus consejos a los prelados,
sobrecargados de asuntos espinosos y cuestiones muy difíciles de resolver.
Nuestro joven canónigo, al continuar sus estudios con renovado ardor, siguió el
espíritu y las intenciones de la Iglesia. Además, necesitaba la ciencia más que nadie,
ya que la divina Providencia le destinaba a ser fundador de una nueva agrupación de
personas dedicadas a la instrucción del prójimo y a la propagación de la doctrina
cristiana.
Una vez terminados sus cursos de filosofía, recibió, según la costumbre, el título de
maestro en artes. Este primer paso que conduce al doctorado, pero que aún está muy
lejos de él, le indujo a pensar ir a buscarlo en la fuente de las ciencias, que es la
universidad de París. Tomada la resolución de ir a estudiar a la Sorbona, de obtener
allí su licenciatura y recibir el grado de doctor, hubo que elegir el lugar donde podría
alcanzar el doble designio que tenía, de llegar a ser santo y sabio.
Se sabe de sobra que aunque el estudio ha de servir para adquirir la bondad, a
menudo se convierte en el mayor enemigo de ella y en su obstáculo más peligroso. El
amor
<1-124>
propio, que sabe servirse de todo para sus intereses, no ignora en absoluto cómo
valerse de la pasión por el estudio para extinguir el fervor. ¿Dónde encontrar, pues, un
lugar en el que una no perjudique a la otra, y donde se pueda unir la aplicación para
adquirir las ciencias con el mayor cuidado para conseguir las virtudes? ¿Dónde
encontrar una casa que sea a la vez todo eso para los clérigos jóvenes, escuela fecunda
de sabios y de santos, academia floreciente en piedad y doctrina? Ése es el lugar que
168 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

desea nuestro joven canónigo, y el que le buscan sus religiosos padres. No tardaron en
encontrarlo.

5. Ingresa en el seminario de San Sulpicio


El seminario de San Sulpicio, tan marcado con estos rasgos, no podía serles
desconocido. A él, pues, fue enviado, y nunca hubo casa donde se sintiera más a
gusto. Allí encontró la fuente del espíritu eclesiástico, en la escuela de la más pura
virtud, y donde directores de esclarecido mérito enseñan a correr tras sus huellas por
los senderos de la perfección, más aún con sus ejemplos que con sus lecciones. Se
encontró donde deseaba estar.
El difunto señor Tronson estaba entonces al frente de estos santos y sabios
eclesiásticos, y hombre admirable en su género, era considerado como uno de los
oráculos del clero de su tiempo. Dotado de un fondo raro y sorprendente de erudición
y de luces, había sabido unir una base de humildad y de sencillez aún más edificante.
A un modo de vivir hacia afuera muy común, había sabido unir la vida interior más
recogida y más mortificada. Siempre elevado por encima de sí mismo y unido a Dios,
no mostraba nada del hombre a cuantos le consultaban, que eran numerosos. Como
un ángel, sin pasión y sin movimientos naturales, perfectamente tranquilo, encontraba
en una sabiduría celestial soluciones para las mayores dificultades, y tenía respuestas
tan prudentes que sólo se podían atribuir al Espíritu Santo. Numerosos personajes
importantes de Francia, formados bajo la dirección de este digno superior, fueron su
loor, por medio de su conducta y su santa vida. Los mismos obispos y otras varias
personas, en los primeros puestos en la Iglesia, después de haber sido sus alumnos y
sus hijos espirituales, consideraban un deber honrarle como a padre y seguir sus
consejos como si fueran oráculos.
Tal era el director del seminario de San Sulpicio cuando nuestro joven canónigo de
Reims ingresó en él. Dios le condujo por caminos que entonces le eran desconocidos
y que conducían a la ejecución de sus designios eternos por medios llenos de eficacia y
suavidad. En el mismo lugar le hizo encontrar a los más ilustres maestros en la doble
ciencia que iba buscando y las ayudas más poderosas para alcanzarlo, así como los
ejemplos más impresionantes para alentarle a trabajar en ello con intensidad. Le dio
un nuevo Rafael para guiarle de la mano hasta la más sublime perfección.
La persona que la divina Providencia le destinó como padre espiritual fue un santo
de primer orden, un serafín en cuerpo mortal, un sacerdote con gran celo apostólico y
un hombre que reproducía en su ser las austeridades de los anacoretas, sus
prolongadas oraciones y su continua unión con Dios. Cuando diga su nombre,
cuantos le conocieron darán testimonio de que no exagero, y reconocerán en esta
descripción al difunto señor Baüyn, célebre director del seminario de San Sulpicio.
Llevaba tales marcas sensibles de la virtud más eminente, que ilustres prelados que
estuvieron presentes en la casa cuando falleció, pidieron con santa insistencia alguno
de los instrumentos de penitencia con los que había martirizado su cuerpo, y los
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 169

conservaron como reliquias. ¿En qué medida este hombre de Dios formó a otros?
¿Con cuántos sacerdotes santos y fervorosos ministros enriqueció a la Iglesia de
Jesucristo? ¿A cuántos obreros evangélicos, tales como los describe san Pablo y los
desea la Iglesia, envió
<1-125>
a la mies del Padre celestial?

6. El señor De La Salle, modelo de los jóvenes


en el seminario de San Sulpicio
Con tal maestro, ¡qué progresos en la virtud no iba a hacer tal discípulo!
Favorecido desde la infancia con las más selectas bendiciones del cielo e ingresado en
una casa donde una lluvia de gracias inunda el alma de cuantos entran en ella con
intenciones puras y con auténtico deseo de entregarse a Dios, en compañía de un
grupo de jóvenes clérigos de su edad, la flor y nata de Francia, llenos de fervor y
ávidos, como él, más aún de la virtud que de la ciencia; en una casa, en fin, que fue
escuela de los más perfectos eclesiásticos, ¡qué pasos no daría en las sendas de la
santidad quien había ido a ella para buscarla!
Al principio se mostró con un temperamento muy suave. Lejos de provocar ningún
reproche ni de molestar a alguien, fue muy complaciente con todas las personas de la
casa. Muy pronto abandonó todo aquello que podía parecer que eran aires y máximas
del mundo, tanto en su vestimenta como en su exterior. En una palabra: fue muy
edificante y el modelo de la casa todo el tiempo que permaneció en ella.
Sin embargo, sus maestros no conocieron perfectamente la virtud de su discípulo
sino varios años más tarDe su estancia en el seminario, cuando le vieron a la cabeza
de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Los heroicos ejemplos de virtud de los
que fueron testigos, sobre todo con su paciencia para soportar los desprecios, las
contradicciones y los pésimos servicios que le hicieron ante sus superiores
eclesiásticos, les mostraron los asombrosos progresos que su antiguo seminarista
había hecho en la virtud.
He aquí el testimonio que se dio de él en el seminario de San Sulpicio, donde
ciertamente no son pródigos en alabanzas, y no se dan sino en razón del peso del
santuario. Quienes conocen el espíritu de esta santa casa saben muy bien que en ella
se aplican más a hacer santos que a preconizarlos. Por lo demás, si este testimonio es
corto, es de mucho valor, y se considerará como algo singular si se sabe quién lo ha
dado, que fue el sucesor del señor Tronson, el difunto señor Leschassier, hombre de
extraordinaria prudencia y cuya sabiduría y eminente virtud con frecuencia han
recibido grandes elogios de boca de sus mayores enemigos. Este digno superior
hablaba poco, pero decía mucho, y sus palabras eran sentencias; todo lo que salía de
su boca era ajustado, de gran sentido y estaba lleno del espíritu de Dios.
170 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

Este testimonio del señor Leschassier coincide con el que dieron otros muchos
eclesiásticos del reino, diseminados por varias provincias, que se encontraron con el
señor De La Salle en el seminario de San Sulpicio. Cuando encontraban a algún
Hermano, pedían con santa curiosidad noticias del señor De La Salle, cuyo recuerdo
no podían borrar, y después de haberse extendido en alabanzas sobre su virtud,
terminaban diciendo que había sido el modelo de todos en el seminario de San
Sulpicio. Quien haya conocido el fervor que reinaba entonces entre los jóvenes de
San Sulpicio sabrá estimar estas dos palabras: ¡ser modelo de los fervorosos, incluso
en un lugar de santidad, qué elogio! ¡Es corto, ciertamente, pero qué grande!
¡Qué frutos de virtud no debe producir un árbol tan bueno, colocado junto a fuente
tan excelente y regado con las aguas celestiales, si tiene tiempo de echar allí raíces
profundas! Hay que pensar que la mano de Dios, que lo ha conducido hasta allí y lo ha
plantado, lo dejará alimentarse y nutrirse en él largos años, y que no le hará salir,
como a tantos otros, sino después de haber terminado su licenciatura, doctor y docto,
perfecto y consumado en la ciencia eclesiástica. ¡Pero, oh profundidad de los
designios de Dios! El Altísimo había determinado otra cosa: Él había enviado al
joven canónigo a San Sulpicio sólo para hacerle conocer la perfecta virtud, inspirarle
gusto hacia ella,
<1-126>
y depositar sus semillas en su tierno corazón, reservándose para sí mismo hacerlas
germinar, formarlas en secreto con su mano, y guiarle a la ejecución de sus decretos
eternos por vías seguras y rectas, pero oscuras, ocultas y desconocidas.
Para los designios de Dios era suficiente que el señor De La Salle pasara año y
medio en el seminario de San Sulpicio; y era necesario que saliera de él al final de ese
tiempo, que se metiera en el tumulto del mundo, que se viera sobrecargado con los
asuntos de su familia y que llegara a ser el tutor y padre de sus hermanos y hermanas,
a quienes sus padres comunes iban a dejar huérfanos y abandonados a sus cuidados.
¡Oh, cuán incomprensibles son los designios de Dios! Es por medio de este camino
apartado y por esta senda singular, y en apariencia alejada del objetivo hacia el que
quiere llevarle la divina Providencia, por donde Él le conduce. La muerte de sus
padres, al hacerle volver de San Sulpicio, le hace salir por una puerta del camino de la
santidad, y le va a hacer entrar por otra, como vamos a ver.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 171

CAPÍTULO III

Muerte de sus padres; salida del seminario de San Sulpicio;


dificultades en su familia; acceso a las órdenes sagradas;
aplicación a adquirir la perfección

1. Muerte de la madre del señor De La Salle


Mientras Juan Bautista De La Salle permanecía en el seminario de San Sulpicio,
sólo pensaba en crecer en la virtud, y en sacar provecho, para su santificación, de los
ejemplos que veía y las lecciones que recibía. En esta santa casa, lo único necesario le
ocupaba por completo. Aplicado al estudio y dedicado a su perfección, se valía de
ambos, y sólo quería la erudición para ser útil a la Iglesia. Centrado en sí mismo, en un
lugar donde se entra sólo para entregarse por completo a Dios, en su retiro
reflexionaba seriamente sobre sus compromisos y sus deberes, sobre la santidad de su
estado y sobre la perfección que exige. Después de haber deliberado si debía fijarse
en él y unirse al mismo con cadenas indisolubles, se disponía a hacerlo, cuando se
enteró de la muerte de su madre, que ocurrió el 20 de julio de 1671.
Sin embargo, este golpe tan fuerte para un corazón tan tierno como el suyo no
interrumpió el curso de sus estudios, pero suspendió por un tiempo sus resoluciones
de comprometerse con el estado eclesiástico. Dios lo permitió para hacerlas más
sólidas y más puras. Puesto que el camino del Calvario era el que debería seguir por
el resto de su vida, la muerte de su madre fue el primer eslabón de la cadena de
tribulaciones que se multiplicaban con sus días, y que sólo terminaron cuando acabó
su vida. Casi cada día tenía su pena particular, y quedaría marcado con una nueva
cruz. Si va a meterse en el mundo, será para salir de él con más claridad; será para
sentir mejor sus espinas, para conocer mejor su nada, para despreciar su vanidad,
para saborear más su disgusto y para establecer con él un divorcio total, solemne y
perpetuo.

2. La muerte de su padre le obliga a dejar el seminario de San Sulpicio


No se había cerrado todavía la herida que la muerte de su madre había abierto en su
corazón, cuando la noticia de la muerte de su padre la reabrió, y le causó otra más
profunda y más dolorosa. Entre esas dos muertes hubo nueve meses de intervalo, pues
el padre falleció el 9 de abril de 1672. Es fácil comprender lo que ocurrió entonces en
un alma tan noble y en una persona de tan buen natural, y qué fondo de resignación a
la voluntad de Dios
172 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

<1-127>
necesitó para afrontar esta prueba. Sin duda, necesitó toda su virtud para recibir con
paz de corazón tan importantes pérdidas; necesitó, para consolarse, todas las ayudas
de gracia que le proporcionó el seminario de San Sulpicio. Por suerte se hallaba en un
lugar donde se encuentra, tanto en los superiores como en los directores, tiernos y
caritativos, un corazón de padre y un fondo de bondad inagotable. Pero su regreso a
Reims se hizo necesario, y era esto lo que le afligía.
Los asuntos domésticos, el cuidado de su familia, la tutela de sus jóvenes
hermanos, ya huérfanos, le requerían, y le imponían el deber de olvidarse de sí mismo
para entregarse a ellos. Cuando se posee espíritu eclesiástico y cuando se ama las
fuentes en que éste se bebe, es fácil comprender la pena que tuvo nuestro joven
clérigo cuando se vio forzado a interrumpir el curso de sus estudios, a salir de una
casa en la que cifraba todas sus delicias, y a perder todo a la vez, junto con las más
importantes ayudas y los mayores modelos de perfección clerical. He ahí cómo todas
sus previsiones quedaban deshechas; pero las de Dios no se deshacían. La gracia le
acompañará siempre y sabrá conducirle a la santidad por otros caminos.
Ingresado en el seminario de San Sulpicio, con inmensa alegría, el 18 de octubre de
1670, se vio forzado, con parecida tristeza, a salir el 19 de abril de 1672; pero salió de
él lleno de espíritu eclesiástico, lleno de fervor, y ya como hombre perfecto, o al
menos no tardó en llegar a serlo.
Los hijos espirituales del señor De La Salle, que tantas veces le oyeron abrir su
corazón y expansionarse en alabanzas de esta santa casa, afirman «que puede decirse,
para alabanza del seminario de San Sulpicio, que él fue quien le dio el espíritu de
Dios; que fue en su seno donde bebió las virtudes que a lo largo de toda su vida
brillaron en él con tanto resplandor. Que amaba de manera singular este santo
semillero de obreros evangélicos, y hablaba de él con escogidas expresiones de
estima y respeto». Lo demostró de manera bien clara cuando habiendo llegado a París
para establecer su obra, lo hizo en la parroquia de San Sulpicio. Quiso acercarse, en
la medida de lo posible, al lugar donde había recibido las primicias del espíritu
eclesiástico, y para tener la posibilidad de consultar a los señores Tronson, Baüyn y
Leschassier, cuya dirección apreciaba en gran manera y cuyo consejos eran leyes
para él.
Tenía sólo veintiún años cuando se vio cargado del cuidado de su casa paterna, de
la educación de sus hermanos menores y de ordenar los asuntos domésticos. El fardo
era pesado para él a esta edad, pero su carácter no se inclinaba a sobrecargar el peso
con inquietudes y cuidados inútiles. La voluntad de Dios que él adoraba en el
proceder de su Providencia le servía en gran medida para hacérselo más ligero, pues
la voluntad divina fue siempre la estrella que dirigió sus pasos en la noche oscura
de las dificultades del mundo, y la que en medio de las tormentas y tempestades que de
ellas se derivan mantuvo su espíritu tranquilo y su corazón contento.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 173

Por lo demás, dueño de sí mismo en la época de que hablamos, en posesión de la


herencia paterna y con total libertad para decidirse o por el lado del mundo o por el
altar, se vio ilusionado por tener que hacer una nueva elección, para confirmar la que
ya había hecho y alcanzar por ello un nuevo mérito ante Dios. Sintió la alegría de ser
libre sólo para experimentar el gozo de ratificar, en edad madura, con votos
irrevocables, su consagración a Dios, realizada al salir de la infancia. Como era su
corazón el que había hecho esta elección desde tan pronto, y como era la gracia la que
le había inspirado, y como era una vocación bien marcada la que le había
determinado, nada fue capaz de hacerle cambiar ni quebrar la resolución que tan bien
se había cimentado durante la estancia en San Sulpicio.
<1-128>
Con todo, no quiso, en un asunto tan importante, limitarse a sus propias luces y tomar
consejo de sí mismo; poseía un espíritu demasiado sulpiciano para escuchar una voz
distinta de la obediencia; en aquella casa había visto que la mayoría de los jóvenes
eclesiásticos acudían a la ordenación temblando, llorando, y que sólo se acercaban a
ella cuando habían recibido la orden de la boca de su superior y de su director. Sabía
que era por boca de su obispo, o de quienes le representan, como había que oír las
palabras: Amigo mío, sube más arriba; amice, ascende superius.
En fin, estando acostumbrado y como connaturalizado con la práctica de la
obediencia, no había peligro de que decidiese por sí mismo un paso de tanta
importancia.

3. Se pone bajo la dirección del señor Roland, canónigo teologal


de la catedral de Reims
Dominado por estos sentimientos, y al no hallarse ya en el seminario de San
Sulpicio, buscó un hombre que tuviera espíritu para dirigirle, y le pareció encontrarlo
en el señor Roland, canónigo teologal de la catedral de Reims. Este celoso canónigo,
de piedad sólida e ilustrada, era hombre de buenas obras y que no se limitaba a asistir
al coro ni a cumplir el mero deber de canónigo. Poseía gran talento y sabía utilizarlo
para la gloria de Dios y la salvación del prójimo. Respetado en Reims durante su vida,
su memoria ha quedado allí en bendición después de su muerte. Se mantiene en
singular veneración, sobre todo en la comunidad de las Hermanas, que él fundó bajo
la advocación del Niño Jesús, para tener escuelas gratuitas en favor de las niñas, en
diferentes barrios de la ciudad, para impartir una educación cristiana a las muchachas
huérfanas, desprovistas de ayuda. El señor De La Salle, habiéndole escogido como su
ángel visible, se abandonó ciegamente a su dirección.
Ciertamente que, al dirigirse al teologal, aún no penetraba en los designios de la
Providencia; pero éstos comenzaban ya a mostrarse, y ella empezaba, mediante este
paso, a llevarle a sus fines. El hijo, en efecto, muy pronto se convirtió en el heredero
del celo y de las obras de su padre espiritual. Más aún, pues la obra del señor Roland,
174 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

con todo lo excelente que era, no fue más que un esbozo de la que Dios quería realizar
a través del señor De La Salle, pues el celo de éste no debería limitarse a Reims, sino
que toda Francia habría de experimentar su irradiación y sus efectos.
Eso era lo que el mismo señor Roland ignoraba. Si hubiera sabido qué clase de
hombre era, en los designios de Dios, el joven canónigo que le había enviado, en su
discípulo hubiera honrado a su maestro, y se hubiera considerado como un niño ante
aquel importante personaje que había de caminar con pasos de gigante por el camino
de la perfección evangélica, y establecer en el reino, a pesar de todas las
contradicciones de los hombres y de todos los esfuerzos del infierno, escuelas
cristianas y gratuitas.
Sin embargo, por instinto sobrenatural, el señor Roland ponía los ojos en el señor
De La Salle y, en su corazón, le designaba como su sucesor en la obra que había
emprendido. Y como la virtud dominante del director era la doctrina cristiana, no
ahorraba ningún esfuerzo para inspirársela a su discípulo. Este tema era el asunto
ordinario de las frecuentes conversaciones que mantenían. Y fue de este modo, bajo
la dirección de este excelente guía, como el señor De La Salle le tomó el gusto a la
instrucción de la juventud. Fue en el celo de este veterano canónigo donde el joven
bebió los primeros ardores del suyo por las escuelas cristianas y gratuitas, que tan
acertadamente ha establecido en tantos lugares del reino.
<1-129>

4. Recibe las sagradas órdenes


La virtud del señor Roland mereció toda la confianza del señor De La Salle, y éste
le aseguró su total obediencia. Bajo las orientaciones de su director, no retrasó en
absoluto su compromiso con el estado eclesiástico por medio de vínculos perpetuos.
Y como la ordenación no se realizaba en Reims, se vio obligado a ir a recibirlas a
Laón, y luego a Noyon, y como aquí tampoco lo logró, tuvo que acudir a Cambrai,
donde recibió, en Pentecostés del año 1672, las cuatro órdenes menores y el
subdiaconado.
¿Qué obró Jesucristo en su corazón durante este acto tan importante? ¿Con qué
tesoro de gracias enriqueció a una alma tan pura y tan bien preparada? Lo
desconocemos. Las memorias de su vida no nos dicen nada sobre este punto tan
importante. Con todo, si el hombre de Dios enterró en profundo silencio todo lo que el
Espíritu Santo obró aquel día en su alma, el correr de su vida lo ha revelado de manera
suficiente. Y esa vida nos enseña que aquella ordenación no fue estéril en dones de
Dios, y que las virtudes heroicas de las que dio tantos ejemplos fueron su fruto.
El señor De La Salle conservaba el gusto por el seminario de San Sulpicio y el
propósito de regresar a él para continuar los estudios y perfeccionarse en la ciencia
eclesiástica. Cuanto más avanzaba en virtud, más atraído se sentía por una casa que le
ofrecía tantos ejemplos, tantos medios y tantas ayudas. Pero las necesidades de su
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 175

familia, que le retenían en Reims, le obligaron, en último término, a hacer el sacrificio


de tan piadoso deseo y a buscar los medios de santificarse allí donde la Providencia le
mantenía.
Para conseguirlo hizo de su domicilio una casa de retiro, de estudio y de oración, y
había pensado yo decir una especie de seminario de San Sulpicio; él se limitó a
obtener en la facultad de teología de Reims los grados académicos que la divina
Providencia no le permitía lograr en la Sorbona. Como era hombre de estudio y de
oración, dividía su tiempo entre los dos; y si les quitaba algún intervalo era para
dedicarlos a buenas obras. Esta vida era la de un fervoroso seminarista de San
Sulpicio y servía de preparación continua al diaconado, que recibió en París, por
consejo de su piadoso director, en 1676. Permítaseme, sin pretender ponerlo en
paralelo con el primero que hubo en la Iglesia, aplicarle proporcionalmente estas
palabras que el Espíritu Santo dedicó a la canonización de san Esteban: Estaba lleno
de gracia y del Espíritu Santo. El aire de modestia, de tranquilidad y de gracia que el
señor De La Salle presentaba a cuantos le miraban, les inspiraba este glorioso juicio a
su favor; y más de una vez en el altar, en la oración y en otras ocasiones, se creyó ver
en él, como en otro Esteban, el rostro de un ángel.
176 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

CAPÍTULO IV

Su preparación al sacerdocio;
el modo edificante como celebra la santa misa

1. Sus dudas
Le faltaba recibir el sacerdocio. Para disponerse a él realizó nuevos esfuerzos sobre
sí mismo, y trató de dar a su fervor incrementos proporcionados a la eminente
dignidad a la que aspiraba. Separación del mundo
<1-130>
más completa, regularidad de vida más estrecha, vigilancia más exacta sobre sí
mismo, recogimiento más profundo, renovada aplicación al estudio, modestia,
devoción, asiduidad en un grado superior al oficio canónico: he ahí las virtudes cuya
práctica consideró más necesaria durante el espacio de dos años de que disponía para
prepararse al sacerdocio. ¿Podía hacer demasiado para prepararse a él? Una carga
temerosa para los mismos ángeles, una dignidad cuyo peso parece abrumador a los
espíritus celestiales, ¿no merece todo tipo de preparación? ¿Se puede mirar sin miedo
presentarse a él sin un temblor sagrado? Hay que estar ciego, tenía costumbre de decir
a sus discípulos uno de los más santos sacerdotes de nuestro siglo, que ha sido el
primer fundador y el primer superior del seminario de San Sulpicio, hay que estar
ciego para presentarse a recibir el sacerdocio; ciego, o por las tinieblas del pecado y
de las pasiones, o por una obediencia sencilla y que no se permite razonar.
El autor de esta máxima había dado él mismo un ejemplo magnífico, pues después
de haber diferido durante largos años la ordenación al sacerdocio, con toda la
resistencia imaginable, al final sólo tuvo una obediencia ciega que le permitió
consentir en ella; y aún así, no pudo contener sus lágrimas, sus gemidos y sus
temores, ni impedir que se presentase a recibirlo con una repugnancia semejante a la
del hombre que es llevado al suplicio, si es que puedo servirme de estos términos.
El señor De La Salle, educado en el mismo espíritu y penetrado de los mismos
sentimientos, sentía también los mismos temores, y si me permito decirlo, los mismos santos
y sagrados horrores por una ordenación que, al elevarle sobre el pináculo del templo,
le exponía a todos los asaltos del espíritu maligno, y que no le mostraba, en caso de
caída, sino los más horribles precipicios. Pero, en fin, él sabía obedecer, y obedeció,
en efecto, a quien, ostentando el lugar de Dios, tenía toda potestad sobre él.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 177

2. Recibe el sacerdocio
Fue ordenado sacerdote el 9 de abril de 1678, víspera de la Pascua, cuando
contaba veintisiete años de edad, de manos de su propio arzobispo, y en la iglesia
metropolitana de Reims, de la que era miembro. Entre su ordenación y su primera
misa no hubo ningún intervalo, pues toda su vida le había servido de preparación
remota para celebrar este temible sacrificio; y además, desde hacía dos años
completos, se había dedicado cada día a prepararse a él con nuevo fervor. Él sabía que
todo pontífice, elegido entre los hombres, ha sido establecido para los hombres, en
todo lo que mira a Dios, para ofrecer presentes y sacrificios por los pecados (Hb
5,1).
Estando ya constituido sacerdote de la nueva alianza, se apresuró a realizar el
oficio y a cumplir su principal deber, el de sacrificar la víctima divina y ofrecer a Dios
un Dios inmolado. Sintió durante toda su vida un gusto tan grande, tal atracción por
esta divina función, y tan gran celo, que el resto de sus días no se dispensó nunca
de subir al altar para celebrar en él, a menos que no le fuera posible realizarlo. Lejos
de servirse de su religión, de su respeto y de su devoción hacia el más augusto de los
misterios para alejarse de él y no subir al altar más que en días señalados, él consideró
la función de ofrecer el sacrificio como la función principal y esencial de su
sacerdocio; y de ello se hizo una obligación diaria. Pero, al mismo tiempo, para
realizarlo con gracia y con fruto, se aplicó a vivir de nuevo de manera digna de tan
augusta función, y que pudiera ponerle en situación de repetirla todos los días. Su
cuidado para celebrar la santa misa fue menor, con todo, que el cuidado de celebrarla
bien. Al obligarse a celebrar todos los días, se impuso también el deber de celebrarla
cada día con renovada devoción.
Y para no convertir en rutina una acción diaria
<1-131>
ni contraer con el altar ninguna familiaridad peligrosa, tuvo cuidado de mantener
siempre encendido en el altar de su corazón el fuego de la caridad divina y la luz de una fe
viva y activa, por medio de la vida de retiro, de mortificación, de oración y de
recogimiento. Al vivir de esta manera mereció poder acercarse todos los días al altar.

3. Celebra su primera misa


Al día siguiente de su ordenación subió, pues, al altar para celebrar su primera
misa, en la catedral, y sin ninguna solemnidad, por el deseo de mantenerse en
recogimiento, en la unión con Dios, en las impresiones aún frescas de la gracia de su
ordenación, y en atención a los movimientos del Espíritu Santo. Ésas fueron las
razones que le impulsaron a prescindir de las ceremonias brillantes, cuyo uso en estas
ocasiones constituye una peligrosa distracción que debilita la devoción y que divide
la aplicación que requiere una acción que está por encima de todo mérito.
178 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

Pero ¿de qué manera se presentó ante el altar la primera vez? De la forma como
aparecería en él uno de los siete espíritus bienaventurados que están siempre ante el
trono de Dios, si descendiera a la tierra para mostrarse en figura de hombre mortal;
con una modestia, un sentimiento religioso, una reverencia y una devoción que
marcaban en su rostro y en todo su exterior, las impresiones que producía en su alma
la grandeza de los misterios que iba a celebrar, y que habrían sido capaces de
imprimir la fe en los herejes más obstinados.

4. La devoción con que celebra atrae a la gente a su misa


La primera vez que subió al altar para celebrar la misa no fue la última en que llevó
aquel aire de santidad. Nunca lo abandonó. La raíz estaba en el interior: un fondo de
gracia y de virtudes, y la presencia del Espíritu Santo, que era su principio, y que no
hizo sino aumentar por la reiteración del augusto sacrificio.
Si toda su vida sirvió de preparación a su primera misa, ésta sirvió, a su vez, como
preparación a la segunda, y la segunda a la tercera; y siempre la del día presente sirvió
de preparación a la del día siguiente. Para sentir la fe en la presencia real de Jesucristo
en el Santísimo Sacramento, y ver nacer en el corazón los sentimientos de devoción,
bastaba con ver al joven sacrificador en el altar. En efecto, se acudía a su misa para
sentirse edificado, para sentirse conmovido y para participar de su piedad. Uno estaba
allí recogido, emocionado, y se sentía totalmente cambiado cuando se era testigo del
profundo recogimiento, del profundo respeto y del aire de majestad que le
acompañaban durante su sagrado ministerio. Cuando salía del altar, la gente le esperaba,
para aprovecharse de las gracias que había recibido. Terminada su acción de gracias,
se le raptaba, por decirlo así, por temor a que escapase, con el fin de poderle consultar
y obligarle a que compartiese sus luces. Era un Moisés que, de su trato con Dios,
obtenía una riqueza de luces que se derramaba sobre todos cuantos se le acercaban.
Su evidente juventud no era obstáculo a la confianza que inspiraba su piedad, pues
aunque era un sacerdote joven, ya parecía un santo.
Poseía el espíritu de Dios; uno se persuadía de ello en cuanto asistía a su misa, por
lo cual era asediado por personas que acudían a recibir de su boca las palabras del
Espíritu Santo. A ejemplo del legislador de la antigua ley, cuando volvía de sus
encuentros con Dios parecía el más dulce de los hombres. Escuchaba con paciencia,
respondía con bondad, sazonaba todas sus palabras con tal gracia y tal unción que les
ganaba el corazón y que las hacía eficaces. En todo cuanto decía sembraba
sentimientos de piedad. Marcaba todo cuanto hacía con rasgos de caridad; quitaba las
dudas, resolvía las dificultades, daba reglas de comportamiento. Se acomodaba a los
temperamentos, preparaba las disposiciones, soportaba las importunidades,
<1-132>
sabía hacer entrar a las personas en los fines de la gracia, e incluso los mismos
defectos que se le oponían. Poseía el arte de atraer hacia Dios, de tener la clave de los
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 179

corazones y de introducir en ellos el amor divino. De ese modo mostraba que un


sacerdote nunca es joven cuando tiene el espíritu de Dios. Dios hablaba por su boca,
porque hablaba incesantemente a Dios y porque no comunicaba a los hombres sino lo
que Dios le había enseñado. Un sacerdote semejante era muy apropiado para ser el
instrumento de las mayores obras de Dios y para ser el órgano de sus oráculos. He ahí
al hombre de Dios, encargado de los asuntos de los hombres ante Dios y de los
asuntos de Dios ante los hombres. Instruido por Dios mismo, conocía todo cuanto
debía decir a los hombres de parte de Dios; y, agradable a Dios, era lo que hay que ser
para hacerse escuchar de Dios en favor de los hombres.
Sin embargo, sucedía a menudo que el señor De La Salle, al regresar del altar y al
terminar sus conversaciones con Dios, no era capaz de entrar en las de los hombres,
pues estaba tan ocupado con Aquel a quien había recibido, que casi no podía
distraerse. ¡Qué feliz obstáculo a la caridad para con el prójimo! ¡Qué obstáculo tan
deseable para la comunicación de las criaturas! En esos momentos se le veía tan
penetrado de Jesucristo, que habitaba en él, tan concentrado y tan unido con este
divino huésped, presente en su pecho, que le era difícil usar sus sentidos. Durante ese
tiempo parecía estar sin movimiento, y todo su hombre exterior, en santa inacción,
dejaba al interior en libertad para gozar de la presencia de su bien amado. Varias
personas dignas de fe han sido testigos de ello. Esta especie de éxtasis traía su origen
del dominio con que mantenía sus sentidos, del rigor con que trataba su carne, y del
cuidado que ponía para no ver sino a Dios en todas las cosas. Se había acostumbrado a
ello por su alejamiento del mundo, pues se negaba a toda comunicación con él, en la
medida en que los deberes de la cortesía y sus negocios se lo podían permitir. Le
gustaba estar solo y rehuía aparecer en público; pero nunca estaba menos solo que
cuando estaba solo, ya que estaba siempre con Dios. Centrado en todo momento en sí
mismo, recogido, modesto y unido a su soberano bien, nunca se le veía distinto de
sí mismo. Se hallaba tan tranquilo y tan apacible en todos los sucesos de la vida, que
se diría que la divina Providencia los hubiera arreglado todos a su gusto y según sus
deseos.
Esta muerte de los sentidos en la que vivía le hacía casi insensible a los atractivos
de las criaturas, y todos los objetos se los convertía casi en invisibles. Vivía sobre la
tierra como si se hallara solo con Dios, en feliz olvido de todo lo demás. Semejante a
esos simulacros sin vida, objeto de la adoración insensata y sacrílega de los idólatras,
de los que habla el Rey Profeta, tenía ojos y no veía, tenía orejas y no oía, tenía
lengua y no hablaba, así él no hacía uso de ellos sino para las cosas de Dios. Esta
ingeniosa ironía que convierte en naderías los dioses de los gentiles, y que hace notar
cuán ridículos son, bien entendida pinta al natural a nuestro joven sacerdote, y traza
su elogio al mostrar su interior.
No quiero decir que el señor De La Salle cerrara los ojos y las orejas a todos los
objetos que le rodeaban, ni que, viviendo como un salvaje, se negara a tratar con la
sociedad civil; no, no aparentaba nada singular. A ejemplo de Jesucristo, vivía
exteriormente como los demás hombres, y experimentaba la vida normal; pero bajo
180 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

esta apariencia de vida ordinaria, llevaba en su interior otra vida, totalmente


extraordinaria. Era una vida sobrenatural, interior y celestial, que le mantenía en una
gran abstracción de los sentidos, en un desprendimiento tan extremo de las cosas
externas,
<1-133>
en una elevación tal por encima de sí mismo, que se puede decir que veía sin ver y que
oía sin oír, porque nada de lo que veía y nada de lo que oía impresionaba a su alma, y
no podía llegar a su corazón.
Entonces, cuando estaba en el altar, ¿estaba resguardado de ese montón de
distracciones de las cuales tanta dificultad tienen para defenderse las personas más
virtuosas? Dueño de su imaginación, ¿podía obligarla él, durante los sagrados
misterios, a que le dejara en paz, sin turbar su descanso en Dios? Sí; no
experimentaba ni los desvíos de un espíritu distraído ni las ilusiones de una
imaginación disipada; eso es lo que se advierte en los memoriales sobre su vida. Éste
es un privilegio excepcional, singular y extraordinario; pero ¡qué no hace Dios en
favor de aquellos que Él ha escogido para hacerles importantes servicios!
El santo sacerdote tenía tan elevados sentimientos sobre su ministerio que
respetaba todo lo que se relacionaba con él. Quería que todo lo que se usa en la iglesia
estuviera limpio y fuera digno. Lleno de veneración hacia la santidad de los sagrados
misterios, pensaba que todo lo que se relacionase con ellos no podía ser demasiado
rico ni demasiado magnífico. En este punto él mismo era en ocasiones santamente
pródigo.
La pena que le causaba la imposibilidad de celebrar la misa se medía por el
consuelo que sentía cuando la celebraba. Era preciso que la enfermedad fuese seria
para impedírselo; y cuando se daba el caso, tal privación de la misa le resultaba más
dolorosa que la misma enfermedad. Pero a menudo, en tales ocasiones, hallaba
fuerzas para satisfacer su devoción. Se le ha visto algunas veces arrastrarse él mismo
o hacerse llevar al altar para celebrar en él y alimentarse con el pan de los fuertes.

5. Frecuentes arrobamientos cuando celebraba


Con frecuencia, después de la comunión, entraba en profundos arrobamientos,
y era en esas elevaciones del espíritu en Dios cuando aprendía la ciencia del
menosprecio del mundo y el arte de pisotear sus juicios. Lo necesitaba en gran
manera, porque la obra a la que Dios le destinaba y que todavía desconocía requería
un hombre insensible a los ataques de la maldad humana. Como debería vivir
enfrentado a las contradicciones, a los disgustos, a los desprecios, a las maledicencias
y a las calumnias...; como estaba destinado a soportar todo lo que inventa la más
negra envidia, todo lo que la mala lengua difunde como veneno, todo lo que el
corazón humano tiene de más hiriente y de más innoble, necesitaba poseer el desprecio
del mundo en grado eminente. Lo necesitó desde el comienzo de su sacerdocio, pues
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 181

la idea de la sublimidad de sus funciones y de la santidad que exige de quienes están


honrados con él, le chocaba de tal manera que, al no poder ver, sin que se le
desgarrase el corazón, que algunos sacerdotes profanasen su eminente dignidad con
una vida secularizada, les hacía reproches que a veces le reportaban insultos.
Para los espíritus mundanos, que acomodan su juicio a lo que les piden sus
pasiones, el celo que mostraba al reprenderlos les parecía excesivo. En una ocasión en
que un eclesiástico estuvo dando mal ejemplo con su vida de escándalo, el joven
ministro del Señor demostró su celo contra él, y al ejercer su derecho a la crítica,
proporcionó amplia materia para esa clase de gente ociosa cuyo oficio es difamar y
que nunca son capaces de decidir a favor de la devoción. El señor De La Salle,
después de haber intentado solucionarlo a través de todas las vías imaginables de la
mansedumbre para lograr que el culpable recapacitara sobre su estado de continua
disipación, que olvidaba el buen ejemplo que debía al prójimo y lo que se debía a sí
mismo; después de comprobar que sus amables avisos eran inútiles y no tenían
efecto, rearmó su celo e hizo sentir al culpable los aguijones de la caridad, pero en
secreto y en particular, según el mandato
<1-134>
de Jesucristo, por temor a amargarlo y escandalizarlo. La reprensión secreta no fue
más eficaz que los avisos, y entonces el piadoso canónigo pensó que era necesario
hacerla pública, para evitar a los demás la ocasión del escándalo, ya que no podía
convertir al escandaloso. No consiguió salir airoso en su segundo propósito, pero sí
en el primero, pues reprendió públicamente a aquel clérigo incorregible, y con tanta
vehemencia que le forzó a cambiar de ciudad, ya que no quería cambiar de vida.
182 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

CAPÍTULO V

Su director le inspira permutar la canonjía con un curato


de la ciudad de Reims; el señor De La Salle le obedece;
virtud y sumisión ciega en esta ocasión

1. Designio del señor Roland


El señor Roland, testigo del progreso en la perfección que hacía su discípulo y de
su patente docilidad para dejarse dirigir, quiso usarlo para un designio muy particular
que había concebido, pero que no se logró porque el Espíritu Santo, que al parecer no
era su autor, hizo que la divina Providencia impidiera la realización, a causa de la
oposición de la persona de la cual dependía el éxito, y a quien se pidió inútilmente
la aprobación. He aquí el hecho, que va a retratar al natural la situación del alma del
joven canónigo, ordenado ya sacerdote, y va mostrar con qué desasimiento, con qué
indiferencia a todo, con qué sumisión y con qué espíritu de sacrificio vivía desde
entonces.
El director, al ver que su discípulo estaba lleno de la gracia y del Espíritu Santo,
con los talentos necesarios para la dirección de las almas, con fuerza y ánimo para los
trabajos más penosos, pensó que un curato le convendría más que la canonjía, y que
las funciones de pastor le harían más útil a la Iglesia que las de canónigo.
Sobre este particular, parece que desconocía o que olvidaba la amplitud de la vocación
de los canónigos de las iglesias catedrales, que forman el senado de la Iglesia, y que
por ser los consejeros natos del obispo, deben ser sus primeros ministros, sus más
fieles cooperadores y las personas a su alcance para trabajar bajo su mirada y por
orden suya, no en un rincón de la diócesis, no por el bien de una sola parroquia, como
hacen los párrocos, ni tampoco por una obra en particular, sino por el bien de toda la
diócesis; y ser hombres dispuestos a emprender todo tipo de obras buenas: ad omne
opus bonus infructus.
El señor Roland se olvidaba de sí mismo, ya que su estado de canónigo, en lugar de
poner límites a su celo, le daba libertad para continuar su actividad y no le impedía
utilizar sus talentos ni para la conversión de las almas, ni para dedicarse a las buenas
obras, ni tampoco para emprender otras formas nuevas muy útiles a la Iglesia. Tal vez
con este proyecto el teologal abrigaba algunas miras particulares para bien de su nuevo
Instituto, y pensara que el señor De La Salle, como párroco, ayudaría más en su
progreso que lo que hubiera podido hacer como canónigo.
Sea como fuere, el director deseaba ver a su discípulo como párroco de San Pedro
de Reims. Con esta intención le inspiró la idea de permutar su canonjía con dicho
curato. Era preciso que estuviera bien convencido de la virtud del señor De La Salle
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 183

para proponerle semejante cambio, porque no podía ser del gusto más que de un
hombre muerto a todo y preparado a toda clase de sacrificios.
<1-135>
Se conoce muy bien con qué ojos se mira en Reims, y en la mayoría de las ciudades
de provincia, una canonjía. A ello aspiran los hijos de cualquier familia destinados a
la Iglesia, y ello es lo que ansían las ambiciones de sus padres. Por lo general su
ambición alcanza hasta ahí, y no pretende más, pues una prebenda de canónigo colma
de fortuna sus aspiraciones. Los ricos y los que son de mediana fortuna, que no tienen
gusto para colocarse entre el común de los pastores, consideran un honor encontrar un
lugar entre los canónigos de las iglesias principales. Siguiendo el espíritu del mundo,
a Dios no place que le enmendemos la plana; proponer al señor De La Salle que, de
canónigo que era, se hiciera párroco, era proponerle que descendiese un grado en la
escala del altar, y que bajase un poco para ceder a otro el primer lugar. Si todavía
hubiera sido sensible al atractivo del honor, ¿lo hubiera podido oír sin haberse
molestado?

2. Dificultades de este proyecto


Sea como fuere, este proyecto de su director se enfrentaba a importantes
dificultades. La parroquia de San Pedro de Reims era muy extensa, y requería una
edad madura y mucha experiencia; y el señor De La Salle no tenía ni una ni otra.
Aquel fardo parecía, pues, demasiado pesado para su evidente juventud. Además,
estaba encargado del cuidado de su familia, de la educación de sus hermanos y
hermanas, que habían quedado huérfanos, y del ajetreo de los asuntos domésticos.
¿Tendría, pues, que abandonar los deberes naturales, legítimos y esenciales?
¿Tendría que olvidar sus obligaciones, que le habían forzado a privarse de una mayor
estancia en el seminario de San Sulpicio, una casa que tanto amaba, y cuyo abandono
le había afectado en gran manera? ¿Y podría, por otro lado, conjugar los cuidados de
su cargo pastoral con los de la tutela familiar? Pues bien, el señor Roland, o no se
hacía todas esta reflexiones, o estaba inspirado de manera bien rara.
Por otro lado, sucede a menudo que el espíritu de Dios es autor de algunos
designios piadosos cuya ejecución no siempre desea. David concibió, por un
movimiento de Dios, el deseo de construirle un templo; sin embargo, Dios, por boca
de Natán, detiene la ejecución de tal propósito al tiempo que lo aprueba y bendice al
autor. San Luis hizo voto de ir personalmente a liberar los lugares santos del
cautiverio de los musulmanes, y sin embargo ve cómo fracasan, a su pesar, unos
planes que sólo el espíritu de Dios había podido dictar.
Después de todo, Dios, que en breve iba a pedir al señor De La Salle el despojo de
su canonjía y de todos los demás bienes, tenía el designio de prepararle a ello con la
propuesta del señor Roland. Dios tenía también, tal vez, la intención de ofrecer, en el
joven canónigo, un maravilloso ejemplo de celo, de desprendimiento, de sencillez
184 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

cristiana y de docilidad para dejarse guiar. O tal vez, igualmente, en los designios
eternos, el mérito de la acción que iba a emprender le alcanzó la gracia, que recibió,
de dejar todo a ejemplo de los Apóstoles, para seguir a Jesucristo pobre, desnudo y
despojado.
De cualquier modo, la propuesta del director encontró a un discípulo sumiso; a un
hombre que sólo amaba a Dios, y que le era indiferente ser párroco o canónigo. Sólo
le atraía la voluntad de Dios, y al creer que la recibía por la boca de su padre espiritual,
se resolvió a permutar su prebenda por la parroquia de San Pedro de Reims. La
propuesta del señor Roland fue aceptada por el señor De La Salle sin examen, sin
raciocinio, y en cuanto la oyó; y para ponerla en ejecución partió en seguida hacia el
lugar donde se hallaba su arzobispo, monseñor Carlos Mauricio Le Tellier. ¡Ejemplo
admirable de desprendimiento y de aquella infancia espiritual que permite la entrada
en el reino de los cielos, y que tanto recomendó Jesucristo a sus discípulos!
<1-136>

3. El arzobispo de Reims impide la permuta


Dios, sin duda, sólo pedía al joven canónigo su consentimiento. Él veía en esta
preparación del corazón una disposición excelente para los grandes sacrificios que un
día le había de pedir. Después de haber tanteado a este Abrahán, después de haber
probado su obediencia, su fidelidad, su desprendimiento y su amor, ya estaba
contento; y sin rechazar su sacrificio, lo suspende, e inspira a un poder superior que se
oponga a ello. Veamos el modo.
Los parientes del señor De La Salle, interesados en todo lo que le concernía, se
alarmaron por su resolución, y después de admirar su gran virtud, consideraron un
deber impedirlo y que llegara hasta el final. Lo consiguieron actuando en secreto ante
el señor arzobispo, e hicieron fracasar las medidas que habían adoptado el director
espiritual y su discípulo. Monseñor Le Tellier, informado de sus propósitos, no lo
aprobó y se negó a consentirlo. De esta forma, los interesados, que se presentaron
ante él para obtener su beneplácito, se quedaron muy sorprendidos por la orden que
les dio: que quedasen uno y otro en la vocación en que Dios les había colocado. Esta
disposición, pronunciada por la boca del prelado, fue recibida por nuestro canónigo
como la voluntad del mismo Dios, y se sometió al deseo de su primer superior con la
misma docilidad con la que había aceptado la del subalterno.
Como no quería ser párroco sino porque creía que Dios se lo decía por boca del
señor Roland, ya no quiso serlo, puesto que monseñor Le Tellier le prohibió pensar en
ello. Después, en varias ocasiones, ha confesado que le parecía que una voz interior,
acomodada a la voz externa que salía de la boca de su obispo, le decía, igual que él,
que no estaba llamado a ser párroco. El párroco de San Pedro de Reims, que deseaba
en gran manera la permuta y que no esperaba aquella respuesta del prelado, es quien
se sintió más mortificado. No habría quedado tan molesto, o más bien, no lo habría
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 185

sentido en absoluto, si hubiera tenido miras tan puras como el señor De La Salle, o si
hubiera estado, como él, desprendido de todo interés personal. Por lo demás, la fe, la
sencillez y la docilidad con que el joven canónigo se dirigía a su superior, en quien
veía solamente a Jesucristo, atrajo sobre ambos, sin duda, las luces del cielo. Si se
juzga por las consecuencias, el señor arzobispo de Reims estuvo muy inspirado en
esta ocasión, pues si el prelado hubiera aceptado la propuesta que se le presentaba,
podemos creer que el señor De La Salle, encargado del cuidado de una gran
parroquia, ni siquiera hubiera pensado en extender su celo más allá de sus límites, ni a
establecer el Instituto.
El arzobispo, al retenerle en su catedral, no tenía, sin duda, otro punto de vista que
el de conservar a un sacerdote de mucho mérito y de valiosos ejemplos, a un operario
abnegado, capaz de trabajar en su viña, y a un canónigo que podría prestar importantes
servicios a su diócesis. El arzobispo de Reims veía claramente que si permitía al señor
De La Salle que se vinculara a una parroquia, lo habría quitado al resto de su iglesia.
En la medida en que se puede juzgar, las miras del señor arzobispo de Reims se
limitaban sólo a lo dicho, pero las de Dios iban mucho más lejos. Su designio
era sacar la luz de debajo del celemín y colocarla sobre la montaña que debería llevar
la luz a todos los rincones del reino; su designio era dar libertad a un celo que no
quería límites y que hubiera quedado como cautivo en la ciudad y en la diócesis de
Reims.

4. El señor De La Salle se dedica al estudio y al oficio canónico


El señor De La Salle, de vuelta a su casa, se dedicó de nuevo a cumplir plenamente
sus deberes de canónigo, y a ponerse en condiciones, por medio del estudio, del retiro
y de la oración, de cumplir su vocación en toda su amplitud, uniendo, al cuidado de
cantar las alabanzas de Dios, el de ganarle almas.
<1-137>
Como estaba persuadido de que un sacerdote canónigo que goza de talento, de
salud y del beneplácito de su obispo, según las intenciones de la Iglesia, debe ser, ante
todo, un obrero apostólico, no se limitó únicamente al oficio canónico, sino que quiso
trabajar en la viña del Señor, y llenar las funciones que van unidas al carácter
sacerdotal. Al considerarse canónigo, pensaba que era un deber ser asiduo al coro y
acudir, en nombre de todos los fieles de la diócesis, a tributar a la divina Majestad
todos los deberes de religión que le son debidos; al considerarse sacerdote, se miraba
como obrero evangélico, como dispensador de los misterios, como ministro de la
Iglesia, como ayuda y cooperador del obispo, y no pensaba que ser canónigo pueda
convertirse en un privilegio para vivir ocioso y sin actividad en la viña del padre de
familia. En su director, el señor Roland, tenía un modelo de este proceder, pues este
virtuoso teologal no enterraba el talento que había recibido del Señor, ni limitaba su
celo a aparecer por el coro y en los asientos de la catedral; corría a cualquier sitio
donde veía que había que realizar algún bien; se prestaba a todas las obras buenas, y
186 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

su atracción particular era por las escuelas cristianas y gratuitas. Ésta fue la atracción
que trató de infundir en su querido discípulo antes de morir, depositando sobre él el
cuidado de la casa de las maestras de escuela que había fundado felizmente en Reims.

5. Muere el señor Roland y encarga su obra a su discípulo


No sé si al relatar aquí la muerte del señor Roland quedará colocada en su lugar y
tiempo, pues las diversas memorias de la vida del señor De La Salle no concuerdan en
este punto, ni tampoco sobre la época del proyecto de permuta de que se ha hablado,
y otras muchas cosas. Pero como lo más importante en la historia de quienes han
fallecido en olor de santidad es edificar con el relato de sus virtudes, el desplazamiento
de algunos hechos cuya fecha precisa no se ha podido descubrir no impedirá ese fruto.
Lo cierto es que el señor De La Salle, ordenado sacerdote y obligado por la orden de
su arzobispo a seguir como canónigo, no tardó en perder a su director. En los
designios de la sabiduría eterna esta muerte era el camino que la Providencia tomaba
para llevar al señor De La Salle a su objetivo.
El joven canónigo, convertido en sucesor del teologal en su obra, vino a ser
también el heredero de su celo; y de un compromiso muy limitado pasó, como a
ciegas, sin preverlo de ningún modo y sin quererlo, guiado como de la mano por la
divina Providencia, al establecimiento del Instituto de los Hermanos. Sigámosle en su
marcha, caminando como Abraham, por los caminos que Dios le señala, sin saber a
dónde llevan ni a dónde le conducirán.
Ya hemos dicho que el señor Roland, su director, canónigo teologal de la catedral
de Reims, era extraordinario hombre de bien y excelente obrero evangélico. Unía, a
una piedad sólida y esclarecida, celo ardiente, esforzado e infatigable. Su función de
teologal le daba ocasión de satisfacerlo, y de utilizar en provecho de las almas el
especial talento de la palabra que el cielo le había concedido. Celo tan extenso no se
limitaba a las funciones de teologal, que le proporcionaban, sin embargo, amplia
materia; se extendía a todos los lugares a donde le llamaban. Su palabra era eficaz, lo
mismo que su ejemplo. Los frutos de esta divina semilla germinaban con abundancia
allá donde iba a arrojarla y a regarla con sus sudores. Pero aunque sea cierto que la
gloria de Dios y la salvación de las almas sean el objetivo de todos los obreros
evangélicos, no es menos cierto que casi todos tienen la inspiración de
<1-138>
trabajar en ello de una manera determinada, por la atracción de ciertas obras. El
atractivo del señor Roland era la instrucción de la niñez. La corrupción, la mala
educación y la ignorancia de los pobres constituían el objeto de sus preocupaciones, y
movían en gran manera su celo para encontrar el remedio. El que le fue inspirado de
promover, en el lugar donde se encontraba, fue el establecimiento de las Escuelas
cristianas y gratuitas.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 187

El remedio para el mal era excelente, pero no resultaba fácil. Para establecer las
escuelas gratuitas había que encontrar fondos y medios económicos para sostenerlas.
Y eso no era suficiente. Había que encontrar maestros y maestras capaces de enseñar
bien y de formar en la piedad, tanto con sus ejemplos como con sus palabras, a la
niñez pobre de uno y otro sexo. Pero ¿dónde hallarlos?, ¿dónde encontrar personas
desinteresadas, celosas y piadosas en la medida que requiere una obra de esta
naturaleza? Esperar encontrarlos como caídos del cielo, bien formados y en disposiciones
de emprender la obra con éxito y eficacia sería incurrir en ilusión y en piadosas
quimeras. Los mismos Apóstoles tuvieron necesidad de la escuela de Jesucristo para
ser instruidos antes de instruir a los demás. Jesucristo los retuvo tres años enteros
junto a su sagrada persona para formarlos él mismo directamente antes de enviarlos a
difundir su doctrina.
Incluso tuvieron orden de no emprender la obra antes de haber recibido las luces
del Espíritu Santo. En efecto, es imposible enseñar a los demás lo que uno mismo no
ha aprendido. Y pues las virtudes no nacen con nosotros, y sólo con trabajo y duros
esfuerzos se pueden adquirir, se necesita tiempo, lugares y maestros adecuados para
ayudarnos a lograr esta adquisición. Hay que ser discípulo antes que maestro; hay que
practicar durante mucho tiempo si se quiere enseñar con fruto. Por lo tanto, había que
establecer comunidades que fuesen una especie de seminarios, donde los maestros y
las maestras de escuela pudieran ser instruidos y formados para llegar a ser capaces de
educar a los niños en la piedad y enseñarles la doctrina cristiana.
El celo del señor Roland tenía sus miras en estas grandes obras, pero la gracia de
ejecutarlas estaba reservada a otro. El señor De La Salle era el Salomón que debería
ejecutar los santos proyectos de David, su padre espiritual, al menos en el principal de
sus designios, pues él no se encargó nunca de abrir escuelas gratuitas para niñas. El R.
P. Barré, mínimo, hombre de celo apostólico, lleno del espíritu de Dios y poderoso en
obras y en palabras, ya había estado inspirado para hacerlo, y lo había logrado con el
establecimiento de las Hermanas de la Providencia, que van a todas partes donde las
llaman. Si esta institución ha dado lugar a otras muchas, que crecen todos los días en
las diferentes diócesis de Francia, el señor Roland fue, tal vez, el primero que supo
aprovecharse de ellas, y estableció en Reims una comunidad de maestras de escuela,
que sin embargo no tuvo después de su muerte pleno éxito sino por la gestión del
señor De La Salle. Pues bien, esta obra de piedad, que el teologal consideraba tan
necesaria para los pobres, absorbió al final de sus días todos sus votos, cuidados y
bienes. Esta sociedad acababa de nacer, bajo el nombre de Hermanas del Niño Jesús,
cuando plugo a Dios llamarle a su reino. En su lecho de muerte, su primer cuidado fue
pedir al señor De La Salle que le reemplazara, y que fuera padre de aquellas hijas que
él dejaba huérfanas, y que no tenían otro destino que la educación de las pobres niñas
huérfanas.
Parece, incluso, que el director, iluminado por lo alto, entrevió en aquel momento
los designios de Dios hacia su discípulo, pues le predijo que estaba destinado a
<1-139>
188 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

establecer las Escuelas cristianas, que él había tenido siempre deseo de crear, pero
que no había tenido tiempo de emprender. El señor De La Salle, dedicado en aquellos
últimos momentos a recoger los piadosos sentimientos de su padre espiritual y a
escuchar de su boca su última voluntad, se encontró, como de ordinario, sin
repugnancia y sin inclinación, pero sí en la disposición de un hombre que no quiere
nada, sino sólo lo que Dios le pida. El padre no podía señalar de mejor modo su ternura
hacia su hijo querido, ni el hijo manifestar mejor a su padre en Jesucristo su gratitud.
Siempre dócil a sus órdenes, como también a las de Dios, dejó que le encargasen de la
ejecución del testamento del señor Roland, y de su comunidad, que estaba, por
decirlo así, en la cuna, sin ver a dónde le llevaba la mano de Dios.

6. Dificultades que encuentra el señor De La Salle para terminar


el establecimiento comenzado por el señor Roland
No tardó en sentir el peso del fardo con que se había cargado al ver surgir, en todos
los pasos que fue dando para el progreso del nuevo Instituto, espinas, dificultades y
obstáculos sin número. Con mucho pesar veía tantas nuevas dificultades, añadidas a los
pormenores de los asuntos domésticos, dividir su mente y devorar parte del precioso
tiempo que había reservado al estudio y a la oración. Sabía que un joven sacerdote
que desea ser útil a la Iglesia necesita por igual los dos, y que antes de entregarse al
ministerio debe adquirir una sólida base de virtud y de ciencia. Sabía que el mismo
Jesucristo ha dado a sus ministros ejemplo de este sabio proceder, y transcurrió los
primeros treinta años de su vida en el retiro; que san Juan Bautista, inspirado por el
cielo, estuvo de forma parecida treinta años completos en el desierto para prepararse a
ejercer su oficio de precursor, que no habría osado comenzar sin una orden expresa
del cielo. Estos dos ejemplos le impresionaban y detenían su celo. En efecto, son
llamativos, y no pueden ser meditados lo suficiente por los eclesiásticos de buena
voluntad. El Santo de los santos no se entregó a su vida pública y a sus correrías
evangélicas más que tres años, mientras que todo lo demás lo dedicó al silencio y al
retiro. Su precursor dio un ejemplo similar. ¡Qué bella lección para quienes tendrían
más celo que prudencia! ¡Qué advertencia de santificarse durante largo tiempo
mediante el alejamiento del mundo, mediante la oración y la práctica de las virtudes,
antes de presentarse en público para santificar a los demás, antes de respirar el aire
contagioso de un mundo tan corrompido como corruptor, que no tarda en conseguir
que fracase la virtud que no está bien asentada!
El señor De La Salle sabía también que los apóstoles y los discípulos del Señor, que
eran personas de edad madura, habían esperado, en la oración y en el retiro, antes de
intentar la conversión del mundo la venida del Espíritu Santo y la efusión de sus
luces, de su virtud, de su fuerza y de todos sus dones. Estos llamativos ejemplos,
imitados en la sucesión de los siglos por todos los hombres apostólicos, producían
fuerte impresión en nuestro joven canónigo y le inspiraban santo temor y prudente
timidez, que moderaban la actividad de su celo. Y no era que pretendiera apagarlo y
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 189

sofocarlo en una vida de pura contemplación. Aleccionado por aquellas palabras de


san Agustín: Somos cristianos para nosotros y sacerdotes para vosotros, no dudaba
que se debía al cuidado de la salvación del prójimo y al servicio de la Iglesia; pero
tampoco ignoraba que debía adoptar estas palabras de su divino maestro: Yo me
santifico a mí mismo, a fin de estar en estado de santificaros. Eso era lo que constituía
el motivo de sus prudentes temores y de sus piadosas perplejidades. Sin embargo, no
tardó en perderlos cuando se hizo la reflexión de que la voluntad de Dios le había sido
mostrada suficientemente,
<1-140>
y que incluso se le había hecho sensible en las disposiciones de su Providencia y en
las piadosas intenciones del difunto.
Así, sobrepuesto a sí mismo por una total confianza en Dios, vencidas todas sus
repugnancias por el piadoso esfuerzo de generosidad y animado por los movimientos
de un celo esclarecido y de acuerdo con la ciencia, se dedicó a dar a la memoria del
teologal todas las muestras de gratitud y de honra, imponiéndose todas las gestiones
necesarias para conseguir que su obra lograra pleno éxito y llegara a su perfección.
Pero todo ello no se consiguió sin grandes dificultades y sin importante ayuda del
cielo; pues las contrariedades se multiplicaban diariamente, las contradicciones de las
personas se hacían más obstinadas y los obstáculos se sucedían; y cuando unos
quedaban superados, el demonio hacía surgir otros nuevos y más serios. Pero el
discípulo de Jesucristo crucificado, instruido en su escuela, sabía que todas sus obras
llevan ese sello, y que aquellas que no son dificultadas y que se consiguen a gusto, las
que no prueban las persecuciones del mundo, son obras de rechazo a los ojos de Dios,
que no causan demasiado temor al demonio y no merecen, por lo tanto, que se oponga
a ellas. Por otro lado, Jesucristo quería levantar al señor De La Salle sobre el Calvario,
y mediante el ensayo de estas primeras cruces su designio era familiarizarle con ellas,
prepararle para otras mayores y enseñarle, como a otro vaso de elección, cuánto
tendría que sufrir, cuántos géneros de dificultades y de persecuciones le estaban
reservadas para la gloria de su nombre, en la fundación de las Escuelas gratuitas y
cristianas, para lo cual le había escogido.
En este momento me represento al joven canónigo como un joven piloto encargado
de conducir, a través de mil escollos, un bajel convertido en juguete de las tormentas
y de las tempestades, y amenazado de hundirse a cada momento. El crédito, la
autoridad, el favor y las ayudas humanas eran necesarias para sostener una obra que
desde su nacimiento estuvo a punto de arruinarse, y él se encontraba sin recursos. En
este abandono general de las criaturas, en el cual, de ordinario, se encuentran las
mejores obras, su arma fue el recurso a Dios, y la oración fue la estrella que le atrajo y
que dirigió su caminar en la noche oscura y tormentosa de las dificultades y de los
obstáculos que el mundo le opuso. A la oración unió la entrega, la destreza y el
trabajo, convencido de que Dios quiere que actuemos, por nuestra parte, mientras Él
quiere actuar por el suyo, y que unamos nuestros esfuerzos a sus auxilios.
190 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE De La Salle

7. Supera todas las dificultades y asegura, al conseguir las Letras


Patentes, el establecimiento de las Escuelas cristianas y gratuitas
para niñas
Para dar a la obra de que tratamos la solidez, era necesario obtener la aprobación de
la ciudad, el consentimiento del señor arzobispo y las Letras Patentes del rey. Pues
bien, todo esto no resultaba fácil. Los magistrados, que veían que la ciudad ya estaba
sobrecargada económicamente por el número de comunidades, que desde hacía
varios años había aumentado, consideraban el establecimiento de aquélla como un
incremento de la carga, y se oponían a ella. La Corte, recelosa de la multiplicación de
nuevos institutos, no parecía dispuesta a conceder nuevas Letras Patentes. También
cabía dudar de que el señor arzobispo fuera favorable o contrario a ella. Por lo tanto,
había que preparar a los magistrados, ganarse al prelado y comprometerle para que
solicitara las Letras Patentes. El señor De La Salle no perdonó nada para conseguirlo,
y al final lo logró.
Sus modales humildes y suaves le ganaron ampliamente el corazón de sus
conciudadanos. Además, convencidos de la pureza de sus intenciones y bien
dispuestos por el aprecio en que tenían su virtud, ¿habrían podido negarle una gracia
que servía por completo al bien de su juventud pobre? En realidad, no le resultaba
difícil al señor De La Salle hacer sentir a los concejales de la ciudad que la nueva
<1-141>
comunidad, a diferencia de otras, era un beneficio en vez de una carga y un alivio para
la ciudad en vez de una incomodidad, ya que la única finalidad era el cuidado de las
pobres huérfanas y la instrucción de las niñas abandonadas a su ignorancia;
beneficios que una ciudad cristiana nunca puede intentar en demasía y que sólo puede
rechazar con gran perjuicio para ella misma; beneficios tan importantes para la
religión, que debe una parte de sus éxitos, desde los primeros siglos de la Iglesia, al
celo de los pastores, que a menudo sostuvieron ellos mismos, o que multiplicaron
desde todos los ángulos, las escuelas cristianas, en las cuales los hijos de los fieles,
instruidos y educados en la piedad, eran confirmados en la fe y animados al martirio;
y los hijos de los paganos eran ilustrados sobre la falsedad de la religión de sus padres
y alentados a abandonarla.
El señor De La Salle podía también apoyar su defensa en la necesidad de separar,
desde edad temprana, en las escuelas, los dos sexos, y sobre los terribles
inconvenientes de que estén mezclados, incluso en las mismas clases de instrucción
religiosa; pues se conoce de sobra que si faltan maestras de escuela capaces de educar
cristianamente y de instruir a las alumnas, son los hombres quienes desempeñan su
labor; ¡pero qué peligro para ambas partes! El pudor, la modestia, la urbanidad están
interesados en el asunto; y estas mismas virtudes son las que obligan a ahogar en el
silencio la relación de los males que de ello se derivan. Para evitar esos males, la Iglesia,
en todas las épocas, ha deseado por separado el establecimiento de las escuelas
cristianas para ambos sexos, y ha ordenado su separación. El espíritu de esta norma
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 191

iba mucho más lejos en otro tiempo, pues en el mismo Templo, y bajo los ojos de
Jesucristo, separaba a los hombres de las mujeres y no les permitía mezclarse ni
confundirse en el lugar común de la oración.
Nuestros mismos príncipes, Luis XV, felizmente reinante, y su bisabuelo Luis
XIV, de feliz memoria, estuvieron tan convencidos de los peligros de la instrucción
común y conjunta de los dos sexos que ratificaron la prohibición que en sus diócesis
habían hecho ilustres prelados, y la confirmaron por los edictos, como se puede ver en
el segundo tomo de las nuevas memorias del Clero, en el título Escuelas.
El señor De La Salle supo hacer valer, sin duda, las poderosas razones, que a él
mismo le movían, y conseguir que en la mente de los otros tuvieran el mismo peso
que tenían en el suyo. Supo apartar las dificultades, responder a las objeciones y
disipar los prejuicios. Los títulos de compatriota, de pariente, de amigo, de heredero
del celo, lo mismo que de la obra del señor Roland, unidos a las súplicas insinuantes y
amables, eran los resortes que removían poderosamente las dificultades, y a ellos era
difícil oponerse. Con todo, su petición no hubiera obtenido ningún efecto si Dios
mismo no le hubiera apoyado con inspiraciones secretas y no hubiera aderezado con
unción y gracia las palabras de su siervo, cuyas actitudes corteses y delicadas
disponían a recibir bien lo que él decía. Al final, todos se rindieron, y se otorgó su
petición de manera oficial. Logrado este primer paso, hubo que pasar al segundo,
pero hay que reconocer que era menos difícil, pues la esperanza de ver resolverse el
asunto, al ir ligado al permiso de las autoridades de la ciudad, el consentimiento de
ellas, ya conseguido, dispuso a monseñor Le Tellier a otorgar también el suyo, lo cual
fue ya un camino libre para alcanzar las Letras Patentes.
En efecto, el señor arzobispo de Reims, ilusionado con que la ciudad hubiera dado
su consentimiento para una obra que él debería ser el primero en desear y alentar,
y que le interesaba más que a nadie, no contento con dar su aprobación quiso
encargarse del
<1-142>
trabajo de obtener las Letras Patentes. El asunto, en cuanto estuviera en manos del
prelado, estaba zanjado. Su crédito en la corte no le intimidaba para pedir una gracia
de esta naturaleza, en un tiempo en que los mayores favores le eran concedidos, y que
incluso le llegaban antes de molestarse en pedirlos. Un prelado menos poderoso
hubiera podido fracasar en esta gestión, donde, para salir airoso, hubiera tenido que
medir todos sus pasos y tantear todos sus trámites; pero el hermano de un ministro
omnipotente ante el rey no necesitaba de tales timideces; bastaba que el hermano del
señor Louvois pareciera que deseaba algo para que todo fuera por delante de su
petición.
Nunca el arzobispo de Reims hizo valer mejor, para el bien de su diócesis, la
autoridad que tenía en la corte, y con la cual le honraba el rey, como en esta ocasión.
Una vez obtenidas de Luis XIV las Letras Patentes, en cuanto fueron solicitadas, e
192 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

inmediatamente registradas, con los gastos pagados por monseñor Le Tellier, fueron
enviadas a quien las había solicitado con tanta suerte.
El señor arzobispo hizo aún más, pues al conceder su protección a una obra que
consideraba como suya, quiso contribuir a su progreso con sus liberalidades, y a
proporcionar con su dinero el establecimiento de una casa que se puede decir,
justamente, que vino a ser un seminario de maestras de escuela. Con su protección,
con su favor y con sus donativos, la casa quedó muy bien cimentada, y llegó a un
estado floreciente y muy útil al público. De este modo, si esta comunidad debe su
origen al señor Roland, su progreso lo debe a los laboriosos cuidados del señor De La
Salle. Dichosas quienes la componen, si conservaren siempre el espíritu de sus
primeros padres y si no decayeren nunca de su primer fervor. Ellas tienen el honor de
haber sido las hijas del señor De La Salle, y el primer objetivo de su celo. Así fue
como Dios probaba las fuerzas de su siervo y le preparaba, por el establecimiento de
una casa de maestras de Escuelas cristianas y gratuitas, a fundar una orden nueva
de Hermanos destinados a este santo y noble empleo.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 193

CAPÍTULO VI

El orden y la regla establecida en la casa del siervo de Dios.


El mundo comienza a censurarlo; él desprecia las censuras
del mundo y levanta el estandarte de la perfección

1. El orden y la regla de su casa


A pesar de lo joven que fuera el señor De La Salle, siempre fue un hombre de regla;
la regularidad fue siempre el alma de su conducta, su virtud amada, y la que utilizaba
para poner en movimiento todas sus acciones. De ello había visto poderosos ejemplos
en el seminario de San Sulpicio, y él mismo había sido el primero en beneficiarse de
los frutos. Como por propia experiencia, y por la de los demás, había sido testigo del
grado de pureza de costumbres, de inocencia de vida y de solidez de virtud a que
condujo, en aquella querida casa, la fidelidad a la regla más suave y mejor adaptada a
la debilidad humana, cuando es universal, exacta e interior; consideró que era un
deber esencial para él, tanto fuera del seminario como en él, ser una persona regular.
En su casa todo estaba señalado
<1-143>
a la hora: el levantarse, la oración, la meditación, las comidas, la lectura espiritual, los
ejercicios de piedad y todas las demás acciones del día; y el oficio canónico era el
primer móvil y el centro. Incluso en la mesa se hacían lecturas santas; y lo admirable
es que el joven canónigo supo, con su ejemplo y con sus modales insinuantes,
comprometer a los otros tres hermanos que vivían con él a seguir un ritmo de vida que
más parecía un seminario que una casa particular. Una forma de vivir tan ordenada,
tan retirada y tan piadosa no podía ser del gusto de las gentes del mundo. Y éstas no se
lo perdonaron más que durante el tiempo en que les estuvo oculto. Cuando lo
supieron, sus gritos, sus quejas y sus censuras lo pusieron de manifiesto a quienes aún
lo ignoraban. Este conocimiento tuvo varios efectos. ¿Cuáles? Los mismos que han
producido en todo momento las vidas de los santos, y la publicación del Evangelio, es
decir, la edificación y el escándalo, a la vez. Mientras san Pablo hablaba en el
Areópago, muchos de sus oyentes le tomaban por loco y por predicador de fábulas y
de nuevos demonios; un pequeño número, inspirado, creyó y aprovechó su palabra.
Jesucristo crucificado era para los judíos objeto de escándalo, y para los gentiles,
objeto de risa; pero para quienes iluminaba el Espíritu Santo, era la virtud y la
sabiduría de Dios.
Los santos, en todos los siglos, igual que su divino Maestro, han sido objeto de
desprecio para el mundo; pero para las almas bien dispuestas, eran lámparas ardientes
y llamas encendidas que, al mostrarles los senderos de la perfección, les animaban
194 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

poderosamente a caminar tras sus huellas. Sus virtudes y sus ejemplos fecundos en
algunos de ellos, que llegaban a ser los testigos, con frecuencia producían otros
santos.
Nada nuevo bajo el sol; lo que es, es lo que será hasta el final de los siglos. Lo que
vemos es lo que ha sido desde el comienzo. La virtud perseguida en Abel desde el
origen del mundo se ha realizado, sin excepción, en todos los justos que le siguieron,
y seguirá realizándose en todos los demás santos, hasta el final. ¿Osaré decirlo? Sí: el
mundo mismo sirve para hacer santos en contra de su intención, ya que al censurar su
virtud, la purifica, la fortalece, la perfecciona y la hace digna de Dios.

2. El mundo censura su proceder


A juicio del mundo, el señor De La Salle no vive como canónigo. No honra ni a su
cabildo ni a su familia. Es tutor de sus hermanos y hermanas, pero él mismo debería
estar bajo tutela; tiene riqueza y no sabe utilizarla; ya no conoce a las personas
honradas, y las personas honradas le desconocen. Su casa, abierta al populacho y a los
miserables, sólo tiene una puerta, cerrada a sus parientes y a sus amigos. Ya que no
quiere tener comercio con el mundo, ¿por qué se queda en él? Si se ha hecho tan
adusto, ¿por qué no se marcha a la selva o a la soledad con las fieras? ¡Causa risa verle
interpretar el papel de santurrón y de mojigato y remedar el de devoto! Causa
perjuicio a la devoción y vergüenza a su carácter sagrado. ¿Dejaría de ser buen
canónigo y buen eclesiástico si dejara de ser tan especial?
Estos razonamientos y otros semejantes eran los que hacía el mundo, y por temor a
que él los ignorase, se los decía a sí mismo. Todo lo que hacía se consideraba un
pecado y todo en él se volvía ridículo. Se le examinaba de pies a cabeza, y no quedaba
nada en él que no fuera controlado. Se le criticó por sus hábitos, por el sombrero, por
el cuello y por otras mil minucias. El joven canónigo supo aprovechar todo lo que se
decía de él; tan real es esto que, según la palabra de san Pablo, todo se convierte en
<1-144>
bien para los que aman a Dios. Él se examinó a sí mismo mientras el mundo le
examinaba; y, al ser él mismo juez más severo contra su propia persona que el mismo
mundo, ratificaba los juicios de éste cuando los consideraba razonados. El mundo,
tan lúcido para encontrar los mínimos defectos de las personas devotas, y que no sabe
perdonar, le prestaba luz para descubrir en su interior los que se le ocultaban a él
mismo y aprovechaba su severidad para condenarlos. Aquellos que se le imputaban
falsamente le abrían los ojos sobre otros verdaderos, que ni siquiera el mismo mundo
veía. De ese modo, el mundo le enseñó a conocerse a sí mismo a fondo y a corregirse;
también le enseñó a llevar las virtudes a su perfección y a darles todo su mérito. Desde
esta época profesó al mundo un profundo desprecio y tuvo con él un divorcio total.
Sin hacerse hosco, sí llegó a ser más solitario; sin dejar de ser educado y amable, se
mostró más recogido y más interior; y en vez de pretender asociarse con los animales,
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 195

con una vida tan retirada, como decían los mundanos, se dispuso a relacionarse con
los ángeles, o a no conversar, en la tierra, más que con los hombres perfectos, según la
advertencia que hace el santo autor de la Imitación de Cristo (libro 4, cap. 5) a los
sacerdotes: Ejus conversatio non cum popularibus et communibus hominum viis, sed
cum angelis in cœlo, aut cum perfectis viris in terra. (Su conversación no debe ser con
el común de los hombres, en los caminos comunes, sino con los ángeles en el cielo, y
con los hombres perfectos en la tierra).
Su vida se hizo más austera; la mortificación de sus sentidos más rigurosa; sus
oraciones, más frecuentes; sus vigilias, más largas; su persona, más cambiada; y en
fin, el trato que dio a la parte más noble de sí mismo agotó todos sus cuidados. Su
aplicación a cultivar su interior le hizo descuidado en lo exterior. Siempre iba limpio,
pero siempre pobre; sólo utilizó las telas más sencillas y los vestidos más toscos. Muy
pronto se le verá vestir las prendas de los Hermanos; y a los ojos de la gente, con el
pesar de sus amigos, y, si puedo adelantar ya la palabra, con la vergüenza de sus
parientes y de su familia, llevar un hábito ignominioso, pues así se consideraba al
principio, y hasta mucho tiempo después, el hábito de los Hermanos. Dios le disponía
de ese modo para formar la sociedad. Ya contaba con toda la gracia de hacerlo, pero
no tenía aún el propósito. Este germen oculto en su corazón también estuvo oculto
para él mismo, hasta que, con gran extrañeza suya, le vio convertirse en un árbol, y
extender sus ramas por todas partes, cargadas de fruto, y de ellos alimentarse los
pobres, de quienes el mundo no hace más caso que de los animales de la tierra.
En espera de eso, es preciso que se familiarice y establezca alianza con ellos, y que
se empobrezca para enriquecerlos. Así, pues, comenzó a visitarlos con frecuencia y a
llevarles abundantes limosnas. El tiempo que le dejaban el estudio, el oficio canónico
y los demás ejercicios de piedad lo dedicaba a aliviarlos y consolarlos. O los tiene en
su casa, o va a la suya. Les habla de Dios, los instruye, les prepara para los
sacramentos, o les inspira la paciencia; y al tiempo que alivia sus necesidades con las
ayudas caritativas que les da, prepara sus almas para la gracia, y cuando se aleja de
ellos, les deja la unción, la alegría y los sentimientos de piedad.
Cierto día su caridad le llevó a la casa de un pobre enfermo, y apenas se le había
aproximado, éste vació en él su estómago, vomitando de manera repugnante. El
accidente hubiera ocasionado vergüenza y pena a aquella humilde persona, si no
hubiera visto al señor De La Salle tranquilo y con aire alegre y amable. No se contentó
con no manifestar ninguna pena, sino que además quiso regresar a casa con las
señales de su caridad, sin limpiarse la sotana, que se había manchado y estaba llena de
porquería.
A pesar de lo joven que era, comenzó a considerar el sueño
<1-145>
como un obstáculo para la perfección. Por lo cual había ordenado a su criado que
fuera todos los días a despertarle a una hora fija, y a que le obligara a abrir los ojos con
196 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

inoportuna insistencia, y conseguir de ese modo la primera victoria del día sobre sí
mismo.
Este primer combate contra el sueño sólo era una preparación para otros. La misma
oración era también campo de batalla, y era en ella cuando el señor De La Salle tenía
que luchar con más fuerza contra sus importunas inclinaciones. Cuando el fervoroso
canónigo más se esforzaba para elevarse y unirse a Dios en una oración pura y
tranquila, la somnolencia le dominaba y le cerraba los ojos. Al despejarse, el hombre
de Dios, indignado con su debilidad, montaba en santa cólera contra sí mismo y se
hacía todos los reproches que la humildad inspira a las almas fervorosas. ¿Qué
remedio podía haber contra este mal, dulce y traidor, que cautiva los sentidos en los
momentos en que el alma quiere desprenderse de él para aplicarse a Dios? El que
encontró el señor De La Salle fue colocar en el reclinatorio donde rezaba una piedra
puntiaguda, adecuada para despertarle cuando el sueño le vencía, a causa del dolor que le
producía. Con este tipo de mortificación aprendió a vigilar contra el enemigo, que le
obligaba a hacer penitencia de su falta en el momento mismo en que la cometía.
Incluso llegó a acostumbrarse a velar tan bien en el futuro, que con frecuencia se pasó
noches enteras en oración, o componiendo libros, o dedicándose a resolver los
asuntos urgentes de su Instituto.
A las vigilias añadía rigurosos ayunos, incluso excesivos durante la Semana Santa,
pues desde el Jueves Santo hasta el día de Pascua sólo tomaba un poco de caldo de
hierbas. Pero, como había nacido en ambiente delicado, experimentó que aquella
abstinencia superaba sus fuerzas, pues le causó tal debilidad de estómago que no
podía tomar nada sin devolverlo al instante, por lo cual su director se vio obligado a
prohibírselo. Él obedeció, pero su cuerpo no ganó nada, pues esta mortificación la
sustituyó con otras que no causaban un perjuicio tan notable a su salud, pero que le
permitían hacerlas más duras y prolongadas. Esto es suficiente, por ahora, sobre este
tema, pues al hablar de sus virtudes ocupará lugar destacado su mortificación.
En el tiempo sobre el cual hablamos, el piadoso canónigo todavía no tenía ni la idea
ni la voluntad de fundar escuelas cristianas. Sin embargo, todos sus pasos le
encaminaban hacia esta finalidad, y la divina Providencia, por medio de sucesos que
se encadenaban con sus designios, le guiaba hacia su realización. Para seguirle hasta
el lugar hacia el cual le lleva la Providencia es preciso recordar la descripción que
hicimos anteriormente de los desórdenes que se daban en los últimos siglos y de la
ayuda que Dios dio a su Iglesia en aquellos desdichados tiempos, al suscitar diversos
personajes ilustres por su santidad y su doctrina, y varios nuevos Institutos dedicados
a la instrucción de los pueblos. Los hubo para todas las situaciones: para las ciudades
y para el campo, para los eclesiásticos y para los laicos. Sólo faltaba uno que se
dedicase a la instrucción de los hijos de los pobres, que no tienen medios suficientes
para educarlos en los colegios o en los conventos. La mayor parte de estos niños
seguían estando en lamentable ignorancia de la doctrina y de los deberes del
cristianismo. Sin embargo, se nota demasiado el mal que causa en el mundo esta
ignorancia que tiene la gente del pueblo. Se puede considerar una de las mayores
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 197

llagas de la Iglesia. El reverendo padre Barré, mínimo, hombre cuya santidad


expandió su buen olor por París y en todos los lugares donde estuvo, no fue, sin duda,
el primero que se percató de este mal, y que reflexionó sobre todos los demás males
que
<1-146>
de él dimanan; pero sí parece que fue el primero que buscó remediarlo. El remedio era
la fundación de las Escuelas cristianas y gratuitas. Remedio eficaz, universal,
soberano e incluso único para los desórdenes que vienen en masa como consecuencia
de la ignorancia y de la mala educación de la juventud pobre. Pues bien, la fundación de
las Escuelas cristianas suponen otras fundaciones absolutamente necesarias para la
formación de los maestros y maestras destinados a la instrucción y a la santificación
de los niños pobres de ambos sexos. El celo del padre Barré atendió por igual estos
dos objetivos. Para establecer escuelas de niños y de niñas por separado, tuvo el doble
propósito de crear una especie de seminarios destinados a la formación de aquellos y
aquellas que se dedicarían a la instrucción cristiana y gratuita de los niños pobres y
sin instrucción. Su designio era amplio, y si el padre Barré no fue el único en
realizarlo, al menos tiene la gloria de haber sido quien estableció el primer plan, de
haber propuesto el primer modelo y de haber sido el primero en poner en marcha la
empresa. Lo consiguió sólo en parte. Tuvo la gracia de concebir el plan en su
totalidad e inspirarlo a los demás; pero no tuvo la gracia de realizarlo. En los planes de
Dios, era el señor De La Salle el hombre escogido, a quien se le reservaba la gracia de
ponerlo en marcha. Así se cumple aquello de que uno planta, otro riega, pero es Dios
quien da el crecimiento, y que, según su beneplácito, envía obreros a recoger en su
campo lo que otros han sembrado.

3. El padre Barré emprende la fundación de una especie de seminarios


para la formación de maestros y maestras de las escuelas gratuitas
El padre Barré tuvo, a la vez, seminarios para formar maestros y maestras de
escuela. Pero si el primero pareció al principio que daba fruto, éste fue efímero. Los
maestros, o no adquirieron nunca el espíritu de su vocación, o no tardaron en
perderlo. Su fervor fue como una débil luz que ilumina por unos momentos, pero que
luego se apaga. Los primeros discípulos del padre Barré, muy distintos de su maestro,
no tenían cualidades para seguir sus lecciones sobre el abandono a la divina
Providencia, para contentarse con lo imprescindible y para no mezclar sus intereses
con los de Dios. Eran personas muy previsoras y pensaban en el día de mañana, por lo
cual esperaban hacer su pequeña fortuna y ponerse a resguardo de la indigencia. De
ese modo, por su deserción, las escuelas que había creado el padre Barré se
destruyeron a sí mismas. Este mal resultado le impidió emprender un segundo
intento. Con todo, en varias ocasiones posteriores se trabajó para ponerlas de nuevo
en funcionamiento, pero en vano. Era necesario encontrar nuevos sujetos, adecuados
198 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

para vivir el espíritu del fundador, que era el despojo total y el abandono a la divina
Providencia, pero no se encontraron.
El señor Roland, de quien hemos hablado anteriormente, lleno del celo del padre
Barré, no perdía las esperanzas de conseguir en Reims el plan que había fracasado, y
al menos lo habría intentado si la muerte no se le hubiera adelantado. Así, el celoso
mínimo perdió en Roland a un fiel colaborador. Pero, para su consuelo, el segundo
Instituto, para las escuelas de niñas, no fracasó. Antes de morir tuvo el consuelo de
ver cómo Dios derramaba sus bendiciones sobre esta obra, en Ruán y en París, donde
estableció dos casas que han sido dos sementeros de maestras piadosas y celosas para
la instrucción y la santificación de las personas de su sexo. Este ejemplo del padre
Barré fue fecundo, pues en la actualidad ilustres prelados intentan fundar en sus
diócesis comunidades semejantes, que pretenden el mismo fin.
Con todo, el primer Instituto, muerto al poco de intentarlo, no se quedó sin réplica.
Perdido a los ojos de los hombres, sólo estaba diferido a los ojos de Dios. Si aún no
había logrado fructificar fue porque el hombre que Dios había destinado para
<1-147>
fundarlo todavía no había aparecido. Así se cumple lo que dice la Escritura, que en
vano construye el hombre si Dios no pone los cimientos, y que en vano vigilan los
centinelas por la seguridad de una ciudad si Dios no la guarda.
El fundador de las Hijas de la Providencia, el señor Roland, y tal vez otros santos
personajes, conocían la importancia del proyecto de hacer en favor de los niños lo que
se había conseguido felizmente en favor de las niñas. Dios aprobaba este plan y sin
embargo lo demoraba entre sus manos: ¿por qué? Porque Él reservaba la ejecución
del mismo al señor De La Salle. Aunque éste no lo hubiera siquiera pensado ni tuviera
la voluntad de emprenderlo, él iba a tener el honor de hacerlo, pues Dios le había
escogido para ello. Los primeros pensaron en ello, lo querían y no descuidaron nada
para conseguirlo; su buena voluntad tiene su mérito ante Dios, pero todos sus
esfuerzos fueron ineficaces porque Dios no actuó. He ahí uno de los misterios de
la divina Providencia, que son tan ordinarios en las obras de Dios. Y he aquí cuál fue la
solución.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 199

CAPÍTULO VII

Vías ocultas por las que llevó la divina Providencia


imperceptiblemente al señor De La Salle para que ejecutara
sus designios, por medio de una persona enviada a Reims
por la señora de Maillefer para abrir escuelas gratuitas. Resumen
de la vida admirable de esta dama después de su conversión

Ya que la señora de Maillefer fue quien abrió los designios de la Providencia sobre
el señor De La Salle, hay que considerarla como el primer instrumento con el cual
plugo a Dios servirse para que surgiera el Instituto de los Hermanos de las Escuelas
cristianas. Ella era digna de hacer surgir una obra tan santa, y aunque nunca pensara,
cuando envió al señor Niel a Reims para abrir escuelas gratuitas, las consecuencias de
su caridad, lo cierto es que su celo había previsto la fundación de las Escuelas
cristianas. Por este motivo merece que se le dé un lugar en la historia de aquel que fue
el fundador de las mismas, y a quien ella proporcionó la primera ocasión de trabajar
en tan gigantesca obra.
Es extraño que en la ciudad de Ruán, que puede gloriarse de contar con numerosas
personas sabias y expertas, nadie se haya interesado en honrarla y en edificar al
público con la biografía de esta dama, que durante mucho tiempo dio ejemplos
asombrosos de la más heroica virtud. Para evitar que se pierdan en el olvido, vamos a
recoger aquí algunos de ellos, con los informes de algunas personas que fueron
testigos de los mismos, igual que toda la ciudad de Ruán. Aunque sólo se conoce una
mínima parte de la vida de la señora de Maillefer, al menos sí se sabe que se convirtió
cuando era bastante joven, y antes de la muerte de su marido. No esperó a que la edad,
al llenar de arrugas su rostro, le advirtiera que el mundo no estaba hecho para ella, ni
ella para el mundo. Fue la gracia quien se lo dijo en el momento en que más brillaba, y
cuando complacía al mundo tanto como el mundo le complacía a ella.
Había nacido en Reims, de familia rica, y se casó con el señor Maillefer, jefe de
Hacienda en Ruán, a donde ella fue a vivir y donde murió. Todo fue grande en ella,
tanto los vicios como las virtudes; y puede decirse que antes de su conversión, llevó
los primeros
<1-148>
a los mayores excesos, y las virtudes, después de su conversión, a la más exquisita
perfección. Era esbelta, hermosa, de buen aspecto, y tenía cierto aire de nobleza; el
actuar majestuoso, y su caminar, le ganaba el respeto de todos y atraía las miradas. Al
verla, se la hubiera tomado por una princesa, y no olvidaba nada para parecerlo. Su
vanidad era excesiva.
200 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

1. Inclinación de la señora de Maillefer a lo mundano


Era la primera en sentirse encantada de su propia persona, y ponía todo en marcha
para encantar también los corazones de los demás, y si no siempre lo conseguía era,
tal vez, porque ponía excesivo empeño en realzar su hermosura, y sus atractivos
ponían en guardia contra ella. Tenía fama de ser la mujer más mundana de la ciudad.
Siempre adornada como una ninfa, vestida de ropas magníficas, caminaba fastuosamente
y con pompa; a su paso se paraban los transeúntes y fijaban en ella sus miradas, sobre
todo cuando, los domingos y fiestas, iba a la misa de mediodía a Nuestra Señora, más
para brillar y mostrar sus vanidades ante la gente que asistía a ella y para encontrar
entre ellos a sus adoradores, que para adorar ella misma al Dios verdadero. Su orgullo
tenía todas las apariencias de estar satisfecho, pues por todos los lugares donde
aparecía, sus oídos, halagados por el ruido que se hacía con tal motivo, llevaban con
mucha suavidad a su corazón apasionado por la gloria las palabras que oía salir de la
boca de quienes se sobrecogían al encontrarla, y decían: “Mirad, mirad, ¡la hermosa
señora de Maillefer!” Su lujo no tenía límites. Para ella no había nada demasiado
hermoso, demasiado costoso o demasiado rico. Interesada por todo lo que servía para
lograr que la belleza fuera más viva y estimulante, no perdonaba esfuerzos ni gastos
para mostrar en sí misma las modas más novedosas, las telas más caras, los vestidos
de gusto exquisito y de más brillo y los peinados más raros y costosos.
Aunque la naturaleza hubiera sido tan generosa con ella, por su parte no
consideraba que fuera demasiado para su agrado. Estaba más descontenta de los
atractivos que le había escatimado que de aquellos con los que la había enriquecido,
y por ello buscaba lo que le faltaba en un ensayo constante de poses y en el arte
laborioso y cansino de mostrarse cada día con encantos y vestidos nuevos. Nunca una
mujer se mostró más esclava de su cuerpo ni más idólatra de su persona. El hecho
que sigue es prueba de ello. El amor propio, tan ingenioso para contentarse, le sugirió
la idea de hacerse representar en relieve, tal como era, en forma de maniquí, realizado
a su imagen y semejanza. Esta especie de ídolo, de su tamaño y forma, pues era el
molde de su cuerpo, servía de ejercicio para su vanidad, pues sobre él probaba la
manera de vestir bien. Lo vestía y ajustaba como quería quedar ella misma, y sobre
aquel figurín agotaba todos los refinamientos imaginables de lo mundano, para lograr
que luego quedase bien en su propia persona. Sólo lo conseguía para su desgracia, y
sin duda también para desgracia de los demás, pues no se tomaba tanto trabajo
para ocultarse, sino para brillar y mostrarse por doquier y todos los días, ya
en el baile, en la comedia, en la ópera, en el paseo o en las reuniones. De ese modo la
vanidad paseaba por todas partes de la ciudad a su esclava. Ella hacía cuanto
podía para mostrarse como la única hermosa y para eclipsar a todas las demás
mujeres. No había nadie que no le rindiera homenaje, como si fuera una
reina. Representaba tan bien su personaje, que la señora Louvet, buena amiga
suya, la llamaba de ordinario mi reina, incluso después de su conversión, para
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 201

recordarle el aire de grandeza y majestad que había sabido asumir tan bien, y del
resplandor y suntuosidad de los vestidos que había sabido vestir para realzarla.
<1-149>

2. Su molicie
Su molicie no era menor que su vanidad. Las once de la mañana le daban cada día
en la cama, y se gloriaba por ello, con humor, diciendo que un descanso tan
prolongado conservaba sanas sus ideas. Tanto en invierno como en verano tomaba
bebidas heladas. La tierra, el aire o la mar no tenían nada demasiado exquisito para
contentar su delicadeza. En todos los mercados se buscaba para su mesa las piezas
más apetitosas y más sabrosas. Nada era demasiado caro cuando era raro y bueno; se
compraba a cualquier precio.

3. Su dureza con los pobres


Su dureza con los pobres, como suele acontecer, era proporcionada a la ternura con
que trataba su propio cuerpo. El hecho que sigue, y que se cree que ocasionó su
conversión, es un ejemplo triste y conmovedor.
Un pobre caminante, pidiendo limosna y sumido en el estado más lamentable que
se pueda imaginar, se presentó en su casa para encontrar en ella un lugar a cubierto y
un poco de alivio. El cochero, hombre muy bondadoso y caritativo, sintió compasión
por la miseria de aquel desdichado y fue a pedir a su señora que le permitiera recibirle.
Semejante acto de caridad, tan necesario y tan a propósito, no le gustaba a aquella
mujer mundana, que sólo se amaba a sí misma. Se sabe de sobra, y lo enseña la
experiencia: el amor propio es cruel y el mayor enemigo de la caridad. Un corazón
dominado por el orgullo y la molicie es un corazón inaccesible a la piedad por los
pobres. Por eso la señora de Maillefer rechazó con desprecio e indignación el acto de
caridad que proponía el criado, y mandó con mal genio cerrar la puerta al pobre que
buscaba un refugio. El cochero no pudo decidirse a obedecerla; llevó a la cuadra al
desgraciado que solicitaba su caridad, y le atendió lo mejor que pudo. ¡Vaya sorpresa!
Al día siguiente el pobre fue encontrado muerto, extendido en su lecho de dolor. El
eco que tuvo en la casa tan desgraciado accidente llevó la noticia a la señora, que
después de desatar su cólera contra el criado caritativo con un torrente de insultos y
reproches, lo despidió al momento de su casa y le prohibió volver. Otros criados la
urgieron para deshacerse cuanto antes del cadáver horroroso que hería su vista; ella
les dio una sábana para enterrarlo. Sin embargo, por la tarde ella encontró la misma
sábana sobre su mesa, como si aquel pobre a quien había negado la acogida hubiera
rechazado recibir aquel regalo tan forzado. La desplegó y la reconoció.
Entonces, pensando que el pobre lázaro muerto en su casa todavía estaba en ella, y
que no había sido inhumado ni enterrado, se puso iracunda y tuvo arrebatos de cólera
que le helaron la sangre cuando supo que el muerto había sido amortajado y
202 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

enterrado, y que nadie había colocado en su mesa aquella sábana doblada. Allí estaba
la hora de Dios, cuando la esperaba, no su justicia, sino su misericordia. Sorprendida,
arrebatada y espantada, rompió en suspiros, en gemidos y en sollozos. La gracia se asentó
en aquella alma dura; la moldeó, la enterneció y la fundió como cera en la proximidad
de una gran hoguera. He ahí la pecadora y he aquí la penitente. He ahí la señora de
Maillefer mundana y he aquí la que fue la señora de Maillefer convertida.

4. Su conversión
La habían dominado tres vicios: la vanidad, la molicie y la dureza con los
desgraciados. Ahora van a constituir su carácter las tres virtudes contrarias: la
humillación, la mortificación y la ternura para con los pobres. El lujo y la pompa en el
vestir, la afectación y el arte en la figura, el ansia de mostrarse y de brillar habían sido
las pasiones que habían servido a su vanidad; ahora, en cambio, la gracia las va
combatir con un exterior
<1-150>
descuidado, sórdido y repugnante, con unos modales ridículos e insensatos, y con la
práctica de una vida pobre y escondida. Antes, su cuerpo, lustroso por la molicie, no salía
de la cama más que cuando el sol se hallaba a la mitad de su carrera, y no encontraba
nada suficientemente delicado para contentar su sensualidad; ahora, el espíritu de
Dios, para vengarse, vino a inspirarle formas de mortificación inauditas y casi
increíbles.
En fin, para expiar su dureza con los pobres, se condenó a su servicio por el resto de
sus días, en los empleos más viles y repugnantes de la más heroica caridad. La gracia,
que siempre hace el contrapeso de la naturaleza, después de haber iniciado su
conversión por el suceso que hemos relatado, le exigió vivamente que estableciera
con el mundo una separación rápida y patente, y que expiara su lujo con
humillaciones públicas.

5. Su amor por la abyección


La vanidad había sido su pasión favorita; el amor a la abyección vino a ser ahora su
atracción dominante, y se entregó a esos piadosos excesos que se admiran en la vida
de los santos, y que el espíritu humano estaría tentado de censurar si el espíritu de
Dios no apareciera como su autor. Como otra Magdalena, en cuanto se convirtió,
quiso hacer profesión del desprecio del mundo ut cognovit: Iluminada sobre sus
vanidades pensó expiar las de su vida pasada, y reparar los escándalos con un rasgo
aparente de locura y un acto adecuado para persuadir al mundo de que, al
abandonarlo, había perdido el juicio.
Un día se quedó encerrada en la iglesia, donde sin duda pasó la noche en oración.
Su marido hizo que la buscaran, pero fue inútil. La búsqueda sirvió para que se
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 203

publicara su aventura y que la gente se persuadiera de que la devoción comenzaba a


desviarle la cabeza. El mundo, tan inclinado a juzgar mal a las personas devotas, tuvo
con qué asegurarse en su opinión cuando se supo que sin dejar sus vestidos dorados,
se había puesto, como último adorno, un delantal de criada, de tela bastante sucia, y
que con esta nueva facha había asistido un domingo a la misa mayor de la parroquia.
Esta actitud produjo todo el efecto que ella esperaba; facilitó que la gente se riera de
ella y que día a día se convirtiera en tema de habladurías y de mofa.
El señor de Maillefer no pudo ignorar durante mucho tiempo lo que tanto ruido
producía en la ciudad; estaba demasiado interesado en el asunto para no oponerse a
los piadosos excesos de humildad a los que su esposa estaba dispuesta. Hizo uso de
toda su autoridad y le prohibió semejantes prácticas. Su ya dominante atracción hacia
la abyección necesitaba aquella barrera, pues solicitada sin cesar por el espíritu de
Dios para mortificar su vanidad con humillaciones proporcionadas a los excesos que
le había hecho cometer, se mostraba ahora tan ávida de los desprecios como antes lo
había sido del honor y de la gloria.
La caridad, que iba creciendo cada día en su corazón, se imponía sobre el amor
propio y le exigía más sacrificios para Dios que los que había hecho para agradar al
mundo. Aunque ignoramos los detalles de su vida después de su conversión mientras
estuvo bajo la autoridad de su marido, sin embargo, si juzgamos del comienzo por lo
que vino después, sabemos que, como otra Magdalena, al cesar de ser pecadora,
comenzó a ser gran penitente, y que en el momento en que dejó la vanidad, comenzó a
correr el camino de la perfección, por el que avanzó a pasos de gigante. Rompió con
valentía todos esos lazos, y todos a la vez. Parecía
<1-151>
incluso que no prestaba atención ni al qué dirán ni al respeto humano.Ya no pensó
más en el mundo sino para atraer sus desprecios; ni en su cuerpo sino para
crucificarlo; ni en sus vanidades sino para expiar el amor propio por medio de
sacrificios sangrientos. Ya no se la vio más ni en las reuniones ni en los espectáculos,
ni en ninguna otra parte, sino en la iglesia, a los pies del crucifijo. Las delicadezas
fueron barridas de su mesa, y todos los gastos locos y superfluos se cortaron de raíz, y
se pusieron a favor de los pobres, por quienes sentía tanta ternura como dureza había
tenido anteriormente. Una vez suprimido el lujo y reformada la comida, reguló el
sueño y se condenó a levantarse más temprano. Por lo demás, todo, en su casa y en su
persona, dio pruebas de conversión. Una vida ordenada, vida de oración y de retiro.
En una palabra, el primer fruto fue una vida verdaderamente cristiana.
Ante todo, dejó de lado las modas, los adornos y las magnificencias, y en seguida
pasó a los vestidos sencillos y a las ropas humildes. De las humildes pasó a las
desagradables, y después a las ridículas. De manera que gradualmente persiguió
su espíritu de vanidad en todos sus pasos, y trabajó para mortificarlos todo el resto de su
vida en sus mínimos detalles. En esto, parece que el espíritu de Dios, imitando al
204 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

espíritu del mundo, que la había animado, se complacía en presentarla a su vez en


espectáculo público, casi todos los meses, en situaciones de diferentes abyecciones, y
con modales en su actuar propios para atraer los abucheos.
Si durante la vida de su marido no pudo contentar a gusto esta inclinación de la
gracia, su muerte la dejó en libertad de seguirla en toda su amplitud. Entonces, dueña
ya de su persona, de sus acciones y de sus bienes, no puso más límites a sus actos de
caridad, ni a sus humillaciones, ni a sus penitencias. Como se desconoce cuándo
perdió a su marido y cuánto tiempo vivió con él, no podemos decir nada sobre el
particular. Parece que fue una persona de bien, pues fundó con ella la escuela de
Darnétal. Sea que cuando ella se convirtió, le convirtiera también a él, o que haya sido
siempre buen cristiano, nunca se entregó al mundo tanto como lo estuvo su esposa.
Tuvo un hijo, que se casó en Reims y que parece que no sobrevivió mucho tiempo a
su padre. La esposa que dejó era rival, si es que puedo hablar así, de la piedad de su
suegra, y fue en Reims, como la señora de Maillefer en Ruán, el ejemplo de la ciudad.
Ambas, después de haber servido de modelo de la más eminente virtud, murieron en
olor de santidad.
La señora de Maillefer, libre ya de todos los lazos que podían detenerla en su
carrera en el camino de la perfección, se entregó sin reserva al ímpetu del Espíritu que
la empujaba con inmensa fuerza a las humillaciones, la mortificación y la caridad.
Apasionada por la vida pobre, abyecta, despreciada, oculta y desconocida, todos los
días daba nuevos ejemplos, los cuales, durante quince años enteros, le merecieron
primero fama de loca y luego de santa.
Después de la muerte de su marido, lo primero que hizo para que la despreciaran
fue mandar que le hicieran un falda con piezas de diversos colores. Para conseguirlo
llevó a su casa a una costurera que conocía, joven muy virtuosa, y después de
presentarle un cesto con todo tipo de piezas de tela y viejos retazos, le pidió que los
cosiera juntos y que hiciera con ellos una falda; y para que la buena joven no se
sorprendiera de semejante obra, le propuso que permaneciera sola en la habitación,
encerrada con llave. Una vez que la joven consintió,
<1-152>
la señora de Maillefer, después de proveer a todas las necesidades de la costurera, se
marchó con la llave a pasar el día entero en la iglesia del Asilo, de donde volvió al
final de la tarde a liberar a su prisionera. Para tener un vestido completo parecido a la
falda, mandó que le hicieran camisas de tela tan tosca y áspera que servían de cilicio;
unos zapatos de hombre, sin plantilla por debajo, medias muy gruesas y remendadas y
una bufanda adecuada al resto de la ropa. En esta época el uso imponía llevar
terciopelo forrado de tafetán, y lo que ella inventó consistía en una tela negra doblada.
Cuando este modo de vestir quedó a gusto del espíritu que lo había inspirado, lo
llevó a Nuestra Señora, para ofrecerse en espectáculo a vista de la gente importante,
al sitio donde ella había acudido tantas veces con la vestimenta más fastuosa. Esta
amplia iglesia, que los domingos y fiestas reúne en la misa de mediodía a los más
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 205

perezosos, y también a los más mundanos y mundanas de Ruán, que había sido el
escaparate de sus vanidades, era justo que lo fuera ahora de sus ignominias. Por eso
no dejaba nunca de ir a ella y a la misma hora, para encontrar a la gente, vestida con
ropas muy adecuadas para provocar el ridículo. Ella no se ocultaba; se colocaba en
medio de la iglesia, en los mismos lugares que había profanado con sus pompas y que
antes había escogido como los más visibles y adecuados para brillar; ahora se ponía
de rodillas con su vestido de oprobio, y apoyada en una madera, como un bastón, con
espinas, que por un extremo descansaba en el suelo y por el otro cargaba sobre sus
hombros.
Es fácil imaginar el ridículo que produjo en la ciudad con un acto tan poco
mesurado y tan poco esperado, que le proporcionó la satisfacción de beber a largos
sorbos el cáliz de las humillaciones del Hijo de Dios, y con el cual, sin embargo,
jamás pudo apagar su sed por los desprecios. Quería ser ridiculizada, despreciada,
criticada y condenada; sólo así quedaría satisfecha. Sólo se hablaba de ella, y sólo
hablaban para mofarse de ella y divertirse. Si, al fin, el mundo dejó de censurarla, fue
porque la consideraba como una pobre loca, que había perdido el juicio.
Sin embargo, el señor Du Tac, su director, no aprobaba esos grandes fervores, y le
dio orden de vestirse de manera más aceptable. Entonces ella obedecía, pero con
mucha repugnancia, y esta obediencia sólo duraba mientras se le olvidaban sus
vanidades pasadas; pues en cuanto le venía el recuerdo del lujo y de la magnificencia
de sus vestidos y collares de perlas de quinientos escudos, que había llevado para
agradar al mundo y complacerse a sí misma, ya no era dueña de sus sentimientos. Los
reproches de su conciencia la encendían en santo furor contra ella misma, y al
contemplar los pecados que no podía perdonarse, y para repararlos ante Dios, se
vestía con un atuendo que horrorizaba.
La señora de Maillefer llevó tan lejos el desprecio por su persona, que para
mortificar su delicadeza se dejaba crecer las uñas, y comía sin lavarse las manos, por
muy sucias y manchadas que las tuviese a causa de los servicios humildes que hacía a
los pobres. A la costurera de la que hablamos antes, esto le revolvía las entrañas, y
necesitaba toda su virtud para ver sin turbación a la señora más limpia y más brillante
de Ruán, por inclinación natural, convertida, por artificio y por el arte de la gracia, en
la más desagradable. Iba
<1-153>
por las calles con la vestimenta que acabamos de decir, con su gran bastón de espinas
en una mano y un viejo libro en la otra, recitando los salmos penitenciales en voz
bastante alta. Sus viajes a Darnétal no los hacía de otro modo; tan sólo cambiaba en
que llevaba siempre un crucifijo en la mano. Por todas partes andaba con el rostro de
una penitente, que llevaba el corazón contrito y humillado, a quien cualquier lugar y
cualquier momento le parecía adecuado para llorar sus pecados. Su aspecto, sus
gestos y todo su exterior descuidado y mugriento daban a conocer que sólo se
206 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

ocupaba de la vergüenza de haber ofendido a la majestad infinita y del celo por


vengar el honor de su Dios, a costa del suyo propio.
Cuando necesitaba agua, ella misma iba a buscarla a la fuente, y esperaba que le
tocase la vez para recogerla. A menudo cambiaba su bufanda de tela negra por un
trozo viejo de alfombra, con lo que rodeaba las espaldas. Cualquiera era siempre
bienvenido para decirle palabras humillantes o injurias. Entonces recitaba el Te
Deum o el himno sagrado Sanctus, Sanctus, Sanctus, con una alegría tal que denotaba
su triunfo sobre su amor propio. Su placer consistía en ir al mercado público a
comprar un cuarterón de mantequilla, y la llevaba en la mano extendida, envuelta en
una hoja de berza, con la intención de que la vieran, y bajo el otro brazo llevaba un
pequeño haz de maderas secas. Con este comportamiento su plan era conseguir que se
mofasen de ella, o de parecer pobre, y merecer de la gente el desprecio que siempre
sigue a la pobreza. Sin embargo, este acto de humildad no siempre tenía el resultado
que ella pretendía, pues, a su pesar, al hacerlo, su hermosa prestancia, el caminar
noble y el aire majestuoso la distinguían, y decían a quien no la conocía lo que era.
Pero entonces ella ya no ponía límites, como se ve, a la atracción que sentía por
humillarse.
Esta maña, que poseía a la perfección, no permanecía nunca inactiva, y sus días se
veían llenos de prácticas de humildad continuas y sucesivas; además adquirió, con el
uso asiduo que hacía de ellas, una costumbre tan grande que parecía naturalizada con
los desprecios. Preocupada sin cesar por los medios de atraerlos, ofrecía al mundo
nuevas formas de burlarse de ella. De esa forma, todos los días de su viudez
estuvieron marcados por rasgos de singular humildad. En esta materia se cuentan de
ella algunos hechos que tendrían por exagerados las personas que ignoran el proceder
del Espíritu Santo y las vías sublimes por las que guía a la perfección a las almas que
le son dóciles.
Cierto día que pasaba por el mercado, una pescadera la reconoció y dijo a su
compañera, señalándola con el dedo: «Mira a ésa, que tanto dinero nos hizo ganar
cuando mandaba comprar para su mesa el pescado más delicado y más caro». Luego,
movida de compasión por el estado de pobre y abyecto en que veía a una dama que en
otros tiempos era tan fastuosa en vestidos y adornos, se levantó y fue a darle una
moneda de cuatro sueldos, que la señora de Maillefer recibió con gratitud.
Quienes no la conocían fácilmente se dejaban llevar del desprecio hacia ella, y la
tomaban por una pordiosera que necesitaba asistencia, y que la esperaba. Por eso
sucedía que, con esa idea, le daban limosna, que aceptaba como un regalo adecuado
para mortificar su amor propio. Un día recibió un paquete en presencia de otros
pobres, con los que se mezclaba con el fin de parecerlo y probar la vergüenza de la
mendicidad; pagó caro el donativo del obsequio, pues las harapientas con quienes se
unía, ya fuera por envidia, ya porque pensaban que lo hacía para apoderarse de sus
limosnas, afilaron sus lenguas
<1-154>
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 207

contra ella y a las injurias añadieron los golpes. Tenía así lo que buscaba, y la verdad
es que lo recibía con agrado. Un suceso semejante constituía para ella una buena
fortuna. Pero eso no era suficiente para el gusto del Espíritu Santo, que se complacía
en contradecir en todo la atracción por la vanidad que la había seducido, y que la
obligaba a repararla con las más sensibles humillaciones. La virtuosa dama, dócil a
este instinto de la gracia, se mostraba a menudo de rodillas, casi inmóvil, sobre el
pavimento de la iglesia de San Nicasio, en postura y actitud del publicano contrito y
humillado, en un lugar de tránsito, donde todos tenían la libertad de pasarle por
encima sin lograr distraerla.
¡Qué no hacía para destruirse en la opinión de los hombres y para perder su estima!
Este deseo tan santo la llevaba a todas partes para pedir a la gente que la despreciaran
y la insultaran. Su pasión por el oprobio la inquietaba, y no se quedaba en paz hasta
que comprobaba que era objeto de risas y de mofa. Con este fin iba por las calles a
pedir a todos los que la veían su ayuda para ser deshonrada y despreciada; lo hacía
unas veces llevando en pleno día un farol encendido con la intención de que la
tomasen por loca, y otras caminando sobre el barro o mostrándose sucia y miserable;
o bien llevando medias, zapatos y faldas llenas de fango y de suciedad, que no se
permitía sacudir; y a veces postrándose ante la cruz, aunque el sitio en que se
encontraba estuviera sucio, y rezando en esa forma por un espacio de tiempo bastante
largo.
¿Qué se pensaba? ¿Qué se podía pensar de una señora a la que se había visto tan
deslumbrante, tan suntuosa, vestida ahora de esa manera; de esta mujer que se había
esforzado tanto para enriquecer su hermosa figura y su belleza por medio de todas las
modas más recientes y con los adornos más mundanos? Está loca y ha perdido la
cabeza, la devoción le ha trastornado el juicio; todo el mundo lo decía. Los niños
la abucheaban y corrían detrás de ella gritando ¡a la beata, a la beata! Todos reían: o
bien por vergüenza, o bien por lástima. Era entonces cuando la dama se encontraba en
su centro: el mundo le daba lo que ella pedía, y se sentía contenta. Las personas
bondadosas entre sus amigas, y que no se avergonzaban de parecerlo, le reprochaban
la forma absurda y ridícula de sus vestidos, y pretendían que considerase un caso de
conciencia dar tanta materia de habladurías a la gente y a las lenguas maliciosas tanta
ocasión de críticas contra la devoción. Pero ella les cerraba la boca con estas palabras:
«No hay que hacer nada para agradar al mundo. Toda la sabiduría de los hombres sólo
es locura ante Dios, y lo que parece locura a los hombres es sabiduría ante Dios».
Su amor por la abyección la llevaba a todos los sitios donde pudiera encontrarlas, y
le obligaba no sólo a colocarse entre los pobres, sino también a hacer como ellos en la
puerta de las iglesias más frecuentadas, a fin de compartir, pareciendo una indigente,
la ignominia de la mendicidad. Devorada por la pasión de ser humillada, se la veía
comportarse como una harapienta, y buscarse algún parásito importuno, tratando de
librarse de su molesta multitud. Para hacerlo con educación, sacaba de debajo de sus
ropas algún trozo de tela vieja, o algún trapo mugriento, que repasaba delante de
todos para eliminar los parásitos. Estaba, en efecto, llena de ellos, porque no llevaba
208 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

ropa blanca y porque se había relacionado de tal manera con los pobres que no tenía
otra obsesión que ellos, ni otras ocupaciones, aparte de sus ejercicios de piedad, que
prestarles algún servicio. ¡Cuántos
<1-155>
otros hechos heroicos, de una humildad atenta a ganarse el desprecio de los hombres,
hubiera conservado la historia de su vida, para edificación del público, si se hubiere
tenido cuidado de recogerlos por escrito después de su muerte!
Se entregaba al amor de la abyección con tan poco cuidado que su director, el señor
Du Tac, persona famosa por su fina espiritualidad, y que la mostraba públicamente,
casi se avergonzaba de ella y de sí mismo. A menudo se lo reprochaba, pero la
humilde dama justificaba hábilmente sus actos de humildad por las lecciones que él
enseñaba, y añadía que si él consideraba malo que ella fuera tan lejos en esta materia,
él mismo no debería ponderarla tanto en la cátedra de la verdad. Luego le preguntaba
si lo que él predicaba no era bueno para ser practicado, y si estaba prohibido buscar la
abyección, cuyo deseo él se esforzaba por inspirar. «Si el Espíritu Santo me instruye
por vuestra boca —añadía— sobre el tesoro que se oculta en las humillaciones, esa
misma boca debe defenderme de que ponga en práctica las lecciones que enseña. No
diga en sus conferencias lo que no quiere que yo haga, o déjeme hacer lo que dice. Si
es necesario humillarse para llegar a ser humilde, y si la humildad es necesaria para la
salvación, no me moleste en el ejercicio de una virtud que me inspira el Espíritu Santo
para expiar mis vanidades pasadas y reparar ante la gente los escándalos que les dí
con ellas».
En fin, para terminar de retratar el carácter de su humildad, digamos que llegó a
envidiar tanto la vida oculta y desconocida, como había envidiado el relumbrón y la
distinción. Era enemiga irreconciliable de las alabanzas y huía de ellas con horror.
Incluso rehuía a las personas que se las daban. Cierto día manifestó a la señorita de
Monville el deseo que tenía de alojarse cerca de ella, y esta dama le contestó que
estaría encantada de ello, porque aprovecharía sus ejemplos de virtud. La señora de
Maillefer fue santamente herida por tan graciosa respuesta, y en vez de alojarse cerca
de la señorita de Monville, por el resto de sus días se mostró hostil hacia ella.
Un cumplido semejante le hicieron en otra ocasión unas personas bondadosas a las
que había ido a ver, y las olvidó para siempre. «Mi propósito es —les había dicho—
alquilar una habitación en las cercanías de vuestra casa». «Lo deseamos con ganas
—le respondieron— pues sería una bendición para el barrio». Estas palabras
ofendieron de tal modo a la humilde dama, que se marchó inmediatamente y no
volvió nunca a visitar a tales personas. Para merecer su amabilidad era necesario
simular desprecio hacia ella. A falta de injurias y malos tratos, el mayor favor que se
le podía hacer era ignorarla y olvidarla, ya que su deseo era permanecer tan
desconocida y oculta como los muertos lo están en el sepulcro.
Esta inclinación tan santa y tan fuerte hacia los desprecios y el olvido no fue en ella
una atracción de gracia pasajera; fue, por el contrario, el atractivo habitual y
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 209

dominante de su corazón hasta su muerte, como lo había sido de su vida. Todo su


esfuerzo durante su última enfermedad fue ocultar sus gracias y velar su interior, bajo
un aspecto externo de simplicidad estúpida y de un silencio ingenioso, que no
permitía penetrar en él.
En vano se esforzaron entonces por obtener de ella señales de su eminente virtud,
que tantas veces, durante su vida, la habían traicionado, y había mostrado destellos en
medio de sus aparentes locuras. Se empeñó en que no se manifestara de ella sino lo
que ella quería que se viese: poca inteligencia, defectos, falta de virtud, pobreza real,
cerrazón y estupidez hacia las cosas de Dios; y, en fin, después de la muerte
<1-156>
más aún que durante su vida, olvidada y confundida entre la multitud de pobres, quiso
que la inhumaran entre ellos en el cementerio de San Nicasio, su parroquia. Sin
embargo, como la virtud, igual que el fuego, se hace notar y hasta se muestra cuanto
más se intenta taparla, la forma como falleció fue la prueba de su eminente santidad,
como lo vamos a ver en seguida.
La humildad no fue la única virtud apreciada por su corazón; la pobreza, la paciencia
y la caridad también ocupaban en él amplio espacio. Era amiga de la pobreza más
que lo había sido del lujo y de la magnificencia, y, por lo general, se despojó de
todo. Llegó a ser más tierna con los pobres que dura había sido con ellos
anteriormente. Ella no sabía que tenía bienes más que cuando los compartía. Antes de ser
viuda no tenía como propio nada que no estuviera dedicado a las obras de
misericordia.
En todo y por todas partes llevaba los adornos de la santa pobreza: casa, muebles,
vestidos, alimentos... Todo estaba marcado en su casa con este sello. Es mucho decir,
ya que desde que enviudó no tuvo casa, ni muebles, ni vestidos, ni alimentos que no
fueran adecuados para herir el corazón. Una mala habitación le bastaba, con dos o tres
tiestos, algo de paja para acostarse y una mala manta para cubrirse. Todo ello formaba
un conjunto que causaba horror y que sólo servía para el basurero. Si lo hubieran
tirado por la ventana, ni los más pobres se hubieran atrevido a aprovecharlo.
Los pobres constituían su compañía. Su ambición era colocarse entre ellos, parecer
semejante a ellos y serlo. Lo consiguió, pues tuvo el talento de parecer pobre por
medio de una ingeniosa humildad, y de llegar a serlo por sus piadosos donativos. No
fue menos sagaz para disimular sus limosnas que liberal para hacerlas. A veces
llevaba a cocer a una casa cualquiera, en la que quería hacer su obra de caridad, la
carne que había comprado, y la dejaba allí, contentándose con una parte del caldo,
con la que hacía una sopa que comía en una escudilla en la calle, a la puerta de la casa,
con actitud de pordiosera, para que pensaran que estaba reducida a la más vergonzosa
mendicidad.
Cuando iba a Darnétal para visitar la escuela que había fundado allí, su celo la
empujaba a pasar de casa en casa para exhortar a los padres y madres a que enviasen a
sus hijos a la instrucción. Entraba también en las tiendas y hablaba a los empleados y
210 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

a las personas que se hallaban en ella de la necesidad de frecuentar los sacramentos, y


luego se ponía de rodillas, con actitud devota, y les enseñaba el modo de recibir la
sagrada comunión.
La vida austera, pobre y abyecta que llevaba hacía que todos sus bienes quedaran
para provecho de los pobres. A medida que el dinero llegaba a sus manos, salía de
ellas para caer en las de los indigentes. Sus caridades se medían por las necesidades
que éstos tenían. Como ella misma conocía sus necesidades al detalle, sabía la
distribución que debía hacer de sus limosnas. Pero el reparto que la caridad le
inspiraba no siempre favorecía la avidez de los pobres avarientos, y sucedía con
frecuencia que pagaban su generosidad con injurias. En cierta ocasión, una mujer,
entre otras, quedó descontenta porque no le había dado todo el dinero que le pedía
para comprar lana, y se vengó con gestos malignos y satíricos y con expresiones
propias de una lengua envenenada. Ése fue un gesto demasiado sensible a la señora de
Maillefer para que no le manifestase su gratitud: «La quiero a usted más que a todas
las otras», dijo a la insolente, y al momento le dio todo el dinero que pedía.
<1-157>
En su tiempo se celebraba la santa misa todos los miércoles en una capilla
construida en la subida de Santa Catalina, cuya devoción atraía a mucha gente. La de
la señora de Maillefer iba más lejos, pues todos los miércoles hacía este penoso
desplazamiento y se pasaba horas enteras, por muy mal tiempo que hiciera, a la puerta
de la iglesia, si estaba cerrada. Cuando iba a los carmelitas asistía a todas las misas
que se celebraban, y salía muy tarde. Tenía costumbre de asistir a maitines en la
parroquia los domingos y días de fiesta, y durante ese tiempo parecía ocupada en
recordar sus pecados y en repararlos ante Dios, pues se la oía repetir con frecuencia
aquellas palabras del salmo: Cor mundum crea in me Deus, etc. Ne projicias me a
facie tua, etc. Averte faciem tuam a peccatis meis, etc.( Señor, crea en mí un corazón
puro, etc. No me arrojes de tu presencia, etc. Aparta tu mirada de mis pecados, etc.).
Después de la muerte de su marido, su vida fue un largo martirio de penitencia.
Casi nunca se calentaba y sufría el frío y el calor, y las demás incomodidades de las
estaciones como si no tuviera cuerpo, o se hubiera vuelto insensible. Al principio,
utilizó camisas de tela muy tosca, y luego dejó de llevarlas. Después de su muerte,
apenas se encontró ropa suya. Caminaba con los pies descalzos, sin que nadie lo
pudiera notar, porque ocultaba esta mortificación poniéndose zapatos sin suela. Era
fuerte y de mucho apetito, y por eso tenía necesidad de comer, y así lo hacía, pero
tomaba lo que los ojos ni siquiera podían mirar. ¿Cuál era su alimentación? Potaje y
verduras cocidas durante varios días, donde a veces se revolvían los gusanos. Ella no
se preocupaba de ello, sino que comía todo, y parece que con apetito, mientras que
había personas que habían sido testigos de ello alguna vez, y se les destrozaba el
corazón. La Hermana María Ana de Darnétal, de su compañía, acudió un día de
descanso a visitar a la señora de Maillefer y pensaron que deberían arreglar un poco la
habitación, que siempre estaba muy desordenada. ¡Pero cuál fue su sorpresa cuando
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 211

se dieron cuenta de que los gusanos se revolvían en el puchero donde estaba su


potaje!
Ciertamente, ella no había llegado a tal punto en la mortificación sin haberse
impuesto extrañas violencias. Una mujer nacida en el seño de la opulencia, educada
en la delicadeza, tan sensual como mundana, idólatra de su cuerpo, había debido
mantener terribles combates contra la molicie y la sensualidad. Las victorias que
había tenido que ganar contra su delicadeza debieron de ser victorias muy frecuentes
y dolorosas para una carne alimentada con buenos manjares. ¡Cuántos sacrificios no
le habría costado a una naturaleza acostumbrada a no negarse en nada, antes que
pudiera llegar a desear, no como el hijo pródigo, los restos de la comida de los cerdos,
sino los de los gusanos y los gusanos mismos. ¿No podía decir con el santo Job, y con
la misma sinceridad que él: Lo que mi alma no habría podido contemplar sin horror,
se ha convertido en mi alimento.
Por lo demás, la señora de Maillefer tenía más de una razón para vivir como ella lo
hacía. Todas las demás virtudes cuadraban con ello. La pobreza, la caridad hacia los
indigentes, el silencio, el recogimiento y la oración se acomodaban a una forma de
vida que no necesitaba criadas ni un alojamiento que no fuera una reducida
habitación. Vivía sola, en una especie de agujero en la parroquia de San Nicasio, al
que conducía una escalera destartalada, y no le costaba ni mucho trabajo ni mucho
tiempo preparar su alimento. Sin caja de caudales, sin escudos, sin muebles... se
acostaba en tierra, sobre paja o sobre la piel de un asno muerto de viejo. Su único
mueble precioso era una mesita de lectura que le facilitaba durante parte de la noche
realizar sus lecturas y sus oraciones, según referían sus vecinos.
<1-158>
El lugar donde pasaba el tiempo era, de ordinario, o la iglesia catedral de Nuestra
Señora, o el asilo de la Magdalena, a donde acudía para expiar su pasada dureza con
los pobres y donde les prestaba los servicios más bajos y humillantes.
Este lugar de miserias y de enfermedades humanas era su lugar de delicias;
permanecía allí más tiempo que en su casa, a donde apenas iba, si no era para pasar la
noche y para rezar en secreto. Salía de nuevo muy temprano, sin tener en cuenta el
tiempo que hiciera, para recomenzar sus ejercicios de piedad y de caridad.
Su preferencia consistía en consolar y exhortar a los enfermos, sobre todo cuando
estaban en la agonía, lo cual hacía con gracia singular. No se la podía oír sin sentirse
conmovido. Los pobres, sobre todo, a los que amaba tiernamente, parecían
embelesados, y creían oír hablar a un ángel cuando ella los exhortaba. Si algún
enfermo le manifestaba el deseo de alguna cosa para su alivio, inmediatamente
intentaba satisfacerle, e iba a buscar lo que le pedía, aunque estuviese en el otro
extremo de la ciudad, si era necesario; y esto ocurría con frecuencia. Si el número de
enfermos era mayor que de ordinario, se pasaba con ellos los días enteros, para
dedicarles todo el tiempo, y en tal caso llevaba consigo su pobre comida, y la tomaba
en la escalinata del asilo. Nada la impedía acudir a prestar sus servicios a los pobres
212 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

enfermos. La única ayuda que se permitió para apartarse de las molestias de las calles,
durante un riguroso invierno, en que la nieve y el hielo las hacían casi impracticables,
fue un palo de escoba, que dio a la gente nuevo motivo para reírse de ella. Con todo,
es cierto que el público, después de haberla tratado como loca durante quince años,
comenzó a considerarla como santa, cuando comprobó durante tanto tiempo su
paciencia y advirtió su perseverancia en las muestras de santidad que manifestaba.
Hacia el fin de sus días, vivió cerca de la iglesia de Nuestra Señora, en una especie
de pensión, donde comía para tener más tiempo de orar ante la imagen de la santísima
Virgen, que está en el altar votivo, y ante ella pasaba varias horas; y también para ser
más asidua en la asistencia de los enfermos y de los agonizantes. Pero por la tarde
volvía a su pobre habitación, de la parroquia de San Nicasio, frente a las Gravelinas.
El año 1693, tan triste a causa del hambre y de las enfermedades que desolaron
Francia, fue, para la señora de Maillefer, un año de redoblado fervor, cuyo precio fue
el final de su vida. El hospital de la Magdalena, donde se atendió el contagio de
urticaria que se extendía por toda la ciudad de Ruán y por otras muchas zonas, se
llenaba de enfermos y moribundos, y ofreció un nuevo campo a los heroicos actos de
caridad que realizaba allí la piadosa dama. Desentendida e indiferente sobre el
peligro de muerte al que se exponía, y atenta únicamente a aliviar a los enfermos, a
asistir a los agonizantes, a enterrar a los muertos, sólo la noche ponía límite a su celo.
Fatigada y agotada, muchas veces no salía de la Magdalena más que a las diez de la
noche, y era menos para descansar que para orar. En fin, en el ejercicio de la caridad
encontró la enfermedad, que fue su recompensa, y que debía coronar su santa vida
con una preciosa muerte.
Fue en el ejercicio de la caridad con los moribundos y los muertos donde encontró
su enfermedad. Se sintió tan violentamente afectada que se dio perfecta cuenta de que
su hora estaba próxima. Hallándose así, tan mal como los mismos enfermos que
cuidaba, les dio el último adiós y les anunció que no los vería más, y que ya no tendría
el consuelo de aliviarlos, ni el de enterrar a los muertos. Falleció, en efecto, pocos
días después en un éxtasis de amor, retirada en su pobre habitación, en tierra, sobre
paja, según unos, y en un colchón, según otros, con los brazos extendidos y los ojos
elevados al cielo.
<1-159>
Terminó su santa vida con estas últimas palabras: Dios mío, voy hacia Ti.
La superiora de la Magdalena que fue a su casa con una compañera para asistirla,
regresó tan edificada por su muerte como lo había sido durante su vida. El señor Le
Paon, que más tarde fue párroco de San Nicasio, y que la atendió con los últimos
deberes de su ministerio, regresó tan encantado y tan consolado que sólo se podía
explicar con estas expresiones: ¡Oh, hermosa muerte!, ¡oh feliz muerte!
¡Bienaventurados los que mueren de esta manera!
Cada persona se apresuró a conservar alguna cosa de sus despojos, pues se tenía la
convicción de su santidad, y se miraban como reliquias todo lo que había utilizado.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 213

Pero la piedad de la gente no encontró gran cosa que la contentase, pues esta dama no
dejaba a su muerte ni dinero, ni muebles, ni vestidos que poderse repartir. Unos
pobres harapos llenos de miseria, y aptos para ser tirados a la basura, fueron los
únicos despojos que dejó. Al no haber otra cosa, se recurrió a los cabellos de la
cabeza, que fueron distribuidos por todas partes y conservados con sumo cuidado.
He ahí el retrato de la célebre señora de Maillefer, que tanto dio que hablar en su
tiempo, para mal y para bien, en la ciudad de Ruán, y que fue el ejemplo de la gente en
la virtud, después de haberlo sido en el escándalo. De famosa y conocidísima
mundana, se convirtió en ilustre penitente. Y después de haber pasado los primeros
años de su vida entregada al lujo más exagerado, a la vida muelle y sensual y a todos
los excesos de una vanidad sin límites, lo reparó todo ello con generosidad, con los
muchos años pasados en humillaciones diarias, en la práctica de las mortificaciones
más repugnantes para la naturaleza y en el ejercicio continuo de las obras de caridad
más heroicas.
Su memoria se conserva todavía en Ruán, donde murió no hace aún cuarenta años.
Viven numerosas personas que la vieron, que la conocieron y que fueron testigos de
los hechos que hemos relatado. Todavía se habla hoy de ello con extrañeza y muestras
de admiración. Lo que hemos relatado se lo debemos a la virtuosa señorita de
Monville, tía del señor de Monville, presidente de obras, la cual cuenta con 85 años y
conoció muy de cerca a la señora de Maillefer, y ambas tenían el mismo director;
y también a la Hermana María Ana de Darnétal, nombrada maestra de escuela por ella
en ese lugar, donde reside todavía; y, en fin, a otras personas que la vieron y
conocieron.
Como la señora de Maillefer se entregaba a todas las obras buenas, fue de las
primeras en secundar el celo del padre Barré en la fundación de las Escuelas
cristianas. Fundó una escuela para las niñas en Darnétal, extensa villa casi a las
puertas de Ruán, rica por el mercado y muy poblada, gracias a las manufacturas que
funcionan en ella. El éxito de esta escuela dio lugar a que se abrieran otras semejantes
para las niñas, y también a la fundación de escuelas para niños. Y ésa fue la manera
como la divina Providencia llevó al señor De La Salle a la ejecución de su designio.
La señora de Maillefer tuvo la inspiración de dar a los niños pobres de su ciudad natal
la misma ayuda que había dado a los de Darnétal, y con el señor Roland, de quien
hacía tiempo gozaba de su confianza y con quien mantenía una estrecha relación de
piedad, acordó abrir en Reims escuelas para niños. No había necesidad de escuelas
para niñas, ya que el teologal, desde 1674, había formado para instruirlas la
comunidad de la que ya se habló. El gran bien que esta escuela producía en las niñas
hizo surgir en el señor Roland y en la señora de Maillefer el plan de establecer una
escuela semejante para los niños. Ambos habían tomado, ya desde 1673, medidas
para realizar este designio, pero se vieron interrumpidas por la muerte del teologal. La
generosa dama, con todo, no se desalentó,
<1-160>
214 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

y contra toda esperanza cuidó de que pudiera triunfar un proyecto que debería
florecer, sin que ella lo supiera, en la fundación del Instituto de los Hermanos.
Una vez que el señor Roland le faltó, tuvo la inspiración de buscar en Reims a
alguien que pudiera reemplazarlo. El asunto era delicado y difícil de abordar. Las
dificultades que la escuela para las niñas había encontrado en Reims no dejaban
dudas para pensar que una escuela de niños encontraría contrariedades parecidas.
Para triunfar se necesitaba un hombre celoso y sensato, abierto e insinuante, y lo
encontró en el señor Adrián Niel, natural de Laón, y de unos 55 años de edad. De la
naturaleza había recibido los talentos adecuados para este tipo de gestiones. Tenía un
carácter vivo y emprendedor; siempre estaba dispuesto a ser el primero en romper el
hielo y a intentar una nueva empresa. Además, no era nuevo en la tarea para la que le
consideró adecuado la señora de Maillefer, pues ya había probado en Ruán, donde
había iniciado con éxito las escuelas gratuitas para niños, y él había colaborado
mucho en su fundación. Para proveer a su subsistencia y a la de un jovencito de
catorce años que le iba a acompañar, la piadosa dama se comprometió a
proporcionarles todos los años cien escudos de pensión, y para ello les extendió un
pagaré.
Con esta seguridad, el señor Niel salió hacia Reims, en 1679, con el joven, bien al
tanto de las intenciones de quien le enviaba, y provisto de cartas dirigidas a la
superiora de las Hermanas del Niño Jesús, que ya estaba al tanto de los proyectos que
habían sido preparados cuando vivía el señor Roland. Esta superiora, que había
vivido en Ruán, donde había sido también superiora de la comunidad de la
Providencia, conocía al señor Niel; ahora estaba al frente de la comunidad del difunto
señor Roland, a quien se la había enviado el padre Barré.
La divina Providencia, que sabe preparar todos los sucesos para que se realicen sus
designios, tuvo buen cuidado de que el señor De La Salle se encontrase a la puerta de
la comunidad de las Hermanas del Niño Jesús, cuando el señor Niel y su joven
acompañante llegaban a ella. El designio de esta divina Providencia era dar a nuestro
joven canónigo a aquel desconocido, para que le sirviera de instrumento en la
apertura de las escuelas cristianas y gratuitas para los niños. Sin embargo, el señor De
La Salle no tenía ni idea de ello, y se hubiera quedado muy sorprendido si alguien le
hubiera sugerido que el forastero que veía era enviado por Dios para encaminarle por
sus designios eternos. Por otro lado, el señor Niel tenía la intención de abrir escuelas
cristianas y gratuitas, pero sus previsiones no iban más lejos. No tenía ni la mínima
sospecha de que iba a poner los cimientos de un gran edificio, y a preparar el camino
para la formación de una nueva orden. Ni siquiera sé si hubiera consentido en poner
su mano en tal obra, si se le hubiera mostrado el final, pues no tenía ni la inclinación ni
la gracia para ello. Ni siquiera era adecuado para una obra de esta naturaleza, como
veremos más adelante. No era, pues, el hombre de la Providencia más que para dar
inicio a la obra. Cuando ésta haya comenzado, el señor Niel, que va a ser quien
introduzca al señor De La Salle, se retirará, y le dejará solo, como ejecutor de los
designios de Dios.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 215

<1-161>
CAPÍTULO VIII

Apertura de las escuelas cristianas y gratuitas


para los niños de Reims

1. Llegada del señor Niel a Reims


El señor Niel, llegado ya a Reims, estaba aún llamando a la puerta de la nueva
comunidad de las maestras de escuela cuando llegó el señor De La Salle. Ambos se
vieron por primera vez sin decir nada, con la indiferencia de las personas que no se
conocen, y que ignoran las relaciones que van a tener en el futuro. El señor Niel entró
en la casa y, después de los primeros saludos, expuso a la superiora, que le había
preguntado, cuál era la finalidad de su viaje, y le entregó las cartas de la señora de
Maillefer. El señor De La Salle no estaba presente. Cuando entró en la casa había
dejado al forastero, cuya misión desconocía, para que pudiese hablar con libertad a la
superiora. ¿Y ésta qué podía decirle? Si biene, el señor Niel no le era desconocido, su
propósito, aunque pensado cuando aún vivía el señor Roland, le parecía nuevo, y la
empresa, atrevida, y el éxito, bien difícil. Pero a quien correspondía eliminar todas las
dificultades estaba en la casa. El señor Niel, que no le conocía, le había visto entrar.
Era a él a quien debía manifestarse y hablar. La superiora se lo explica después de
haber rogado que acudiese. Entre las cartas que traía el señor Niel había una para el
señor De La Salle. La señora de Maillefer era su pariente, y le rogaba que ayudara al
señor Niel y que secundara su celo para la apertura, en Reims, de escuelas gratuitas y
cristianas para los pobres.
Después de leídas las cartas de la señora de Maillefer y explicado el proyecto del
señor Niel, el señor De La Salle se dio cuenta de su importancia, de la necesidad y de
las ventajas de la empresa, y deseó que tuviera éxito; pero en seguida previó las
dificultades y vio las espinas que se iban a encontrar.
Si el señor Roland hubiese visto este plan realizado, todos sus deseos se habrían
cumplido por completo; pero la muerte no le permitió intentarlo. Por tanto, para el
señor De La Salle era como un deber favorecer la fundación. Debía este servicio a la
memoria del piadoso difunto, y la bondad de su corazón no le permitía negarse a ello.
Por otro lado, no se trataba de que él lo emprendiese, y menos aún de que se encargara
de realizarlo. Las cosas aún no llegaban a ese punto. Si el señor De La Salle hubiese
pensado que tendría que llegar a ello, hubiera huido y no hubiera intentado ni siquiera
tocarlo con el dedo; tanta era la repugnancia que sentía hacia ello, no tanto hacia la
obra, que le parecía excelente, sino a convertirse en su promotor y jefe.
El señor De La Salle, pensando que no se comprometía a nada, se ofreció con tierna
caridad a prestar a Niel toda su ayuda. Alabó su celo, aplaudió su proyecto; y por una
216 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

generosa renuncia a las miras humanas y a las luces de su propio espíritu, que no le
permitían esperar con confianza el éxito, se ofreció a poner mano a la obra y a intentar
superar las primeras dificultades.
La primera, que podía ser origen de otras, era encontrar al señor Niel un lugar
adecuado para retirarse con el fin de facilitar la apertura de las escuelas. El primer
paso era resbaladizo, y era necesario tomar muchas precauciones para asegurar y
garantizar la escuela contra su caída. El secreto no era menos necesario,
<1-162>
pues un secreto desvelado muy pronto se deshace. Por lo tanto, no habría esfuerzo
excesivo para mantener oculto el proyecto. La mínima sospecha que se hubiera
suscitado lo hubiera hecho fracasar, en un lugar donde ya se estaba prevenido contra
nuevas escuelas y donde apenas se habían calmado las tormentas contra el Instituto de
las maestras de escuela. Si se hubiera sabido en Reims que el señor Niel iba allí en
calidad de maestro de escuela y con el propósito de abrir escuelas gratuitas, habría
encontrado todas las puertas cerradas, o más bien, todas abiertas para que se
marchara.
Sin embargo, la orden que llevaba el señor Niel recibida de la señora de Maillefer
era de alojarse en casa de su hermano, era descubrir el proyecto. El señor De La Salle,
iluminado por su prudencia natural, o tal vez por las luces de lo alto, se percató de
ello, y se opuso. «En vano —le dijo al señor Niel— habrá recorrido usted tanto
camino para venir a abrir escuelas en Reims si el último paso le lleva a la casa del
hermano de la señora de Maillefer. Con sólo entrar en ella ya estará divulgando su
intención, y la hará fracasar. ¿Es posible que vuestra residencia en esa casa no deje
sospechar muy pronto la razón de vuestra venida? Por el nivel de vida, por el empleo
de usted y su caritativo huésped, ¿qué es lo que le puede llevar a su casa? ¿Cuál puede
ser el motivo de su venida? Eso se lo preguntará todo el mundo, y tratarán de
adivinarlo. Ésa será la ocupación de los curiosos y los comentarios de las personas
ociosas. A fuerza de darle vueltas, se llegará a descubrir la verdad, o al menos a
sospecharla. Por muy firme que intente mantenerse, acabarán adivinándolo, y
siguiendo sus pasos no tardarán en saber a dónde quiere llegar. Y cuando lo sepan, le
cerrarán todas las salidas. El pasado ya nos aconseja para el futuro. Recientemente,
un piadoso canónigo, teologal de mucha fama, con mucho crédito y muy apreciado en
la ciudad, quiso establecer una sociedad de maestras de escuela, y llegó a pensar que
naufragaba en la misma cuna. A punto de sucumbir, sólo la autoridad del señor
arzobispo, monseñor Le Tellier, la libró de la ruina. Y fue necesario todo su crédito
para ganarse la voluntad de los concejales de la ciudad; y más que para ganarlos, para
obtener su aprobación. ¿Habrá que acudir por segunda vez a él con una escuela para
niños? El interés de los pobres de la ciudad lo exige, pero los intereses de Dios y de
los pobres no siempre entran en las miras de la política. Para lograr que estos
objetivos asuman aquellos otros, sería necesario todo el poder del arzobispo. Pero,
¿querría hacerlo otra vez, y empeñarse en ello teniendo el peligro de fracasar?».
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 217

2. El señor De La Salle acoge en su casa al señor Niel


Estas razones tan sensatas fueron clarividentes para el señor Niel, quien comprendió
los inconvenientes que habría si se alojaba en la casa que le había dicho la señora de
Maillefer. Se rindió, pero ¿a dónde ir?, ¿qué hacer? Era la dificultad en que se
encontraba ahora. Pero la caridad compasiva del señor De La Salle no le dio tiempo
de discurrir demasiado ni de sentir las primeras espinas de sus perplejidades. Le
ofreció su propia casa, y esta oferta le ponía a cubierto de cualquier inconveniente.
«Venga, venga usted a alojarse a mi casa —le dijo con tono amable—; como mi casa
es una especie de lugar de acogida, a la que vienen con frecuencia sacerdotes de
pueblo y eclesiásticos amigos míos, es adecuada para que se aloje; y así quedaría su
proyecto velado para la gente. Bajo las apariencias de su exterior, parecido al de un
sacerdote rural, pensarán que usted es uno más. Además,
<1-163>
yo tengo derecho de alojar en mi casa a quien quiera, y no me preocupa lo que de ello
pueda pensar la gente, y lo que menos me inquieta es lo que puedan decir. En mi casa,
tranquilo y desconocido, sin que nadie se preocupe de usted, puede quedarse ocho
días. Ese tiempo permitirá reflexionar seriamente y bastará, tal vez, para arreglar sus
planes, y también para tomar las medidas adecuadas para salir airosos. Terminado ese
tiempo, podrá ir a Nuestra Señora de Liesse, a donde le reclama su piedad, y a la
vuelta podrá intentar la apertura de las escuelas».
El ofrecimiento era demasiado atractivo y muy necesario para rechazarlo. El señor
Niel, encantado de esa caridad y de la prudencia del joven canónigo, la aceptó con
gratitud. Ni uno ni otro sabían qué podía suceder. El señor De La Salle no se daba
cuenta de que, al ayudar así al señor Niel, comenzaba a trabajar en su propia obra, y de
que al introducir en su casa a un maestro de escuela iba a abrir un seminario para
aquellos que Dios le destinaba.
El señor Niel, agradablemente sorprendido de haber encontrado, apenas llegado,
un lugar retirado, digno, cómodo y tan de acuerdo con sus planes, un protector tan
celoso y dispuesto a ayudarle, sólo pensó en agradecer a Dios por ello, y en informar
de todo a la señora de Maillefer. Para ésta y para Niel tan feliz comienzo era presagio
favorable de que la tentativa sería todo un éxito. La señora de Maillefer respondió a su
enviado animándole, y le recomendó que no descuidase nada para poder comenzar
felizmente. Cuando acogió al señor Niel, el señor De La Salle sólo había pensado en
dar hospitalidad caritativa a un maestro de escuela, y eso era bastante para él. Pero no
era suficiente para Aquel que le había elegido para convertirle en patriarca de un
nuevo Instituto. Por eso Él le urgió, con secretas inspiraciones, a que tomara a pechos
los intereses de las Escuelas cristianas y gratuitas, y a que tomara todas las medidas
necesarias para que salieran adelante.
218 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

3. Medidas adoptadas por el señor De La Salle para la apertura


de las escuelas gratuitas para los niños
Dominado por estos pensamientos, el piadoso canónigo consultaba a Dios y
meditaba en su presencia el modo como había que llevar un asunto tan delicado. El
temor de incurrir en algún error le llevó a desconfiar de sus propias luces, y le indujo a
buscar otras más seguras en el consejo de las personas prudentes. El primero con
quien consultó el proyecto fue el reverendo padre Claudio Brétagne, a la sazón prior
de la abadía de San Remigio de Reims, y luego de San Germán, de París, con quien
nuestro piadoso canónigo estaba muy relacionado. Sin embargo, no se contentó con
su consejo. Para proceder con más madurez, y para no descuidar ninguna precaución,
quiso contar con el parecer de los eclesiásticos más piadosos de la ciudad y los más
capaces de prever los inconvenientes que habría que evitar y de esquivar los
obstáculos que pudieran perjudicar. Pues bien, para poder deliberar mejor, los reunió
con el padre Brétagne, y tuvo con ellos varias sesiones. Se discutieron los medios
para llevar adelante el proyecto, y después de maduro examen se convino que el
camino que el señor De La Salle proponía era el más seguro y el único posible. «El
medio más adecuado, y tal vez el único —había dicho—, para asegurar a las escuelas
cristianas y gratuitas para niños un feliz comienzo, es ponerlas a seguro de las
dificultades, bajo la protección de un párroco suficientemente celoso para encargarse
de ellas, bien discreto para no traicionar el secreto y muy generoso para sostener la
empresa. Como ellos tienen la potestad de instruir a sus parroquianos y puesto que su
título de pastor le autoriza a asegurarles maestros capaces de enseñarles la doctrina
cristiana,
<1-164>
nadie tiene derecho a impedirlo». El consejo pareció prudente y fue aplaudido. Pero
otra cuestión, más difícil de decidir, era elegir al párroco que se encargara de la
empresa; pues esta elección, si se hacía mal, la haría fracasar. Pues bien: era fácil
equivocarse, pues a menudo se considera prudente, discreto y bien intencionado a
quien, en el fondo, no lo es. La ocasión hace, a menudo, que personas a quienes la
fama les atribuye esas cualidades, sin haberlas merecido, las echen a perder.
El asunto se sometió a deliberación, y la primera elección recayó en los cuatro
párrocos más reputados; pero ¿a cuál de ellos dar la preferencia? Era otra duda más
incómoda. Sin embargo, las luces del señor De La Salle en seguida permitieron
inclinarse a favor del párroco de San Mauricio, y los consultores determinaron darle
sus votos. «El párroco de San Sinforiano, el primero de los cuatro propuestos, —dijo
nuestro piadoso canónigo—, sería la persona que buscamos si se llevara bien con los
superiores; pero, por desgracia, no es apreciado; por tanto no hay que pensar en él. El
segundo no es demasiado prudente. El tercero, sobrino y deudor del señor Oficial, a
quien debe todo lo que es, le está muy sumiso, y a la primera indicación de su
bienhechor y tío, despediría a los maestros de escuela; por eso, pues, no es el que
debamos escoger». Sin embargo, era éste por quien se inclinaba el padre Brétagne, y
quien se hubiera llevado su voto, si la razón dada por el señor De La Salle hubiera
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 219

podido ser contradicha. La elección recayó, pues, en el señor Dorigny, párroco de San
Mauricio. Era hombre inteligente, y se necesitaba uno que lo fuera para contener los
golpes que se temían por parte del canónigo encargado de las escuelas, que en razón
de su cargo podía oponerse a ella, y que se opuso, en efecto, aunque en vano, a la
apertura de esta escuela. Como todos los consultados apoyaron esta decisión, sólo
quedaba encontrar el modo de dar a conocer este misterio al párroco de San Mauricio.
Como era el único exento de los inconvenientes que se temían, fue considerado
apto para la ejecución del plan proyectado. Además, poseía suficiente bondad, celo y
firmeza para sostener lo que hubiera comenzado. Como lo primero de todo era
adoptar con él las medidas oportunas y concertar los medios para conseguirlo, el
señor De La Salle fue encargado de hacerlo, y lo realizó con acierto. Como se ve, la
gracia del cielo para la obra ya se dejaba sentir en él, y obraba poderosamente en él,
sin que él mismo se diese cuenta; pues fue el primero en prever todas las dificultades,
ver el modo de superar todos los obstáculos, adoptar las medidas seguras y escoger
los medios más eficaces para la misma. La luz divina le descubrió los pasos que había
que dar en este asunto, los ministros que había que comprometer en él y el párroco
más adecuado para comenzar la obra. Una sola medida mal tomada, una sola
precaución descuidada, un solo paso precipitado o descuidado la hubieran hecho
morir antes de nacer. Nuestro piadoso canónigo, encargado de dirigir la obra de Dios,
no perdió el tiempo. Fue a ver al señor Dorigny y le expuso la confidencia, el plan y la
elección que se había hecho de su persona para comenzarlo. No podía dirigirse a
nadie con mejor resultado. El párroco de San Mauricio era sin duda el hombre que
Dios mismo había escogido, pues ya le había preparado para esta obra, y le había
inspirado el proyecto de mantener una escuela gratuita en su parroquia, llevada por un
eclesiástico a quien quería pedirle que permaneciera con él. Por eso quedó
agradablemente sorprendido de la grata oferta que el señor De La Salle acudía a
hacerle, de tener una escuela, de lo que él ya había formado el propósito, y de la cual
conseguiría obtener todos los beneficios sin ningún gasto por su parte. «La única
condición que se le pide en este asunto —añadió el piadoso
<1-165>
canónigo— es que usted aparezca como el autor de esta escuela, y prestarle su
nombre. Casi todos sus parroquianos son pobres, y usted les debe una instrucción que
ellos no se pueden procurar. Usted se la dará por medio del señor Niel y de su joven
compañero, que nosotros le presentaremos para que desempeñen el oficio de
maestros de escuela. Tómelos como suyos, y si la ocasión se presenta, aparente
haberles encomendado la tarea de instruir a sus parroquianos».
Una propuesta tan favorable fue recibida con gusto y alegría. No necesitaba ningún
examen por parte del párroco, ya que en ella encontraba todos sus intereses. Para
facilitar la rápida ejecución se ofreció a alojar a los dos maestros de escuela. La oferta
del señor Dorigny parecía inspirada por Dios, pues era adecuada para asegurar el
éxito de la empresa, que dependía de todas las precauciones imaginables. Al estar los
maestros de escuela bajo el mismo techo y a la mesa del párroco, era lógico
220 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

considerarlos como ayudantes y personas dependientes de él, sin que nadie pudiera
pensar que sólo estaban prestados y a expensas de otros.

4. Apertura de las escuelas gratuitas para niños


en la parroquia de San Mauricio, en Reims, en 1679
El señor De La Salle no dejó de aprovechar el ofrecimiento del párroco de San
Mauricio y le pidió que se contentase con cien escudos de pensión anual, que la
señora de Maillefer, a quien no se nombraba, debía proporcionar por los dos
maestros. El acuerdo, establecido con mutua satisfacción, permitió comenzar las
escuelas cristianas y gratuitas en Reims, el mismo año de 1679. Todo había salido a
satisfacción del señor De La Salle. Al parecer, ya no le quedaba nada más que hacer
sino agradecérselo a Dios y dedicarse al ejercicio de los deberes de un buen sacerdote
y de un buen canónigo. Pero se equivocaba: había recaído sobre él una vida más
austera y más laboriosa.
Una vez que la apertura de las escuelas de Reims se había conseguido según sus
deseos, creyó que Dios no le pedía más, y se retiró. Con todo, el señor Niel acudía de
vez en cuando a visitarlo para aprovechar sus luces y pedirle algún servicio. El
caritativo canónigo se los prestaba, pero no iba más lejos. Los dos se miraban todavía
sin ninguna mira para el futuro, y desconocían el uso que Dios iba a hacer de ellos
para realizar sus designios. Con todo, los dos hombres eran temperamentos bien
diferentes. El señor De La Salle era tranquilo y mesurado en todas sus gestiones. El
señor Niel era emprendedor y muy inquieto. De ese modo, su celo activo era
adecuado para poner a prueba el del señor De La Salle, más prudente y cauto. Ambos
debían servirse mutuamente como acicate y freno para la obra de Dios. Así es como la
divina Providencia sabe, cuando le place, combinar los diversos caracteres de los
hombres, de modo que, aunque opuestos entre ellos, simpatizan para ejecutar sus
planes. Esta mano infinitamente hábil sabe manejar los instrumentos menos
apropiados; incluso a sus enemigos los sabe manejar para que contribuyan a sus fines,
y sabe dirigirlos para alcanzar el fin que Él quiere incluso en las empresas que montan
contra sus obras. Cualquier sexo, cualquier edad, cualquier condición sirve a sus
propósitos; cualquier hombre, sea como sea, enfermo, corto de entendimiento o
abandonado, es la persona que necesita para sus empresas más impresionantes. La
elección de los apóstoles como fundadores de la Iglesia; el establecimiento de la fe en
toda la tierra por hombres sin fama, sin elocuencia y sin poder; el nacimiento de todas
las órdenes religiosas, a pesar de todas las oposiciones del infierno; los éxitos de las
más grandes obras que tuvieron inicios tan pequeños, son la prueba de esta verdad.
Por tanto, no hay que extrañarse si el señor Niel,
<1-166>
sin pensarlo, dio lugar a la Institución de los Hermanos de las Escuelas cristianas, ni
tampoco si el señor De La Salle, sin pretenderlo, se encontró ser el padre de la misma.
He ahí la ocasión que la divina Providencia proporcionó.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 221

La señora de Croyères, viuda y sin hijos, y poseedora de buena fortuna, que unía a
su profunda bondad, había recibido la inspiración de fundar una escuela para niños en
la parroquia de Santiago. El inquieto señor Niel, que conoció el propósito de la
señora, tan acorde con el suyo, no dejó pasar la ocasión que se le ofrecía de abrir una
nueva escuela. Fue a verla, y con aire insinuante aplaudió su piadoso proyecto, y le
puso al corriente de los suyos propios; se ganó su confianza y la alentó a que realizara
cuanto antes su deseo por medio de una donación o de una fundación formalizada.
Luego le relató sus empresas en Ruán para establecer allí las escuelas cristianas y
gratuitas, y le habló del éxito que habían tenido. Añadió que el mismo éxito le había
seguido en Reims, a donde había llegado para intentar abrir otra. Y para merecer la
plena confianza de la dama, le expresó el honor que tenía de conocer al señor De La
Salle, y se refirió a él como el protector y promotor de su obra en Reims, y le sugirió y
rogó que hiciera lo posible por verle. Luego se ofreció a encargarse él mismo de la
nueva escuela, si ella quería encomendarle la dirección, y se refirió al canónigo como
la persona adecuada para ejecutar sus piadosos deseos. La visita del señor Niel no fue
inútil, pues aparte de haber obtenido de boca de la dama la confesión de su propósito,
le hizo concebir un profundo deseo de hablar con el piadoso canónigo.
Al ver el señor Niel que sus primeras gestiones con la dama habían resultado tan
positivas, no tardó en hacer otras nuevas con el señor De La Salle. Ya le conocía, y el
pasado respondía por el futuro de las caritativas disposiciones de su bienhechor y
protector. En ningún momento dudó de que la apertura de una escuela gratuita en la
parroquia de Santiago no pudiera interesar a su celo, lo mismo que había ocurrido con
la escuela de San Mauricio. El joven canónigo, tan circunspecto como celoso, y
atento a seguir en todo la voluntad de Dios, no quiso negarse a ello, pero tampoco a
entregarse a los deseos del señor Niel. Sintiendo timidez para estos encuentros, temía
comprometerse, y sentía que a ese temor se unía un fondo de repugnancia. Con todo,
como estaba inclinado a todas las obras buenas, se creyó obligado a prestarse también
a esta nueva, que llevaba de forma demasiado evidente las señales de venir de la
Providencia divina como para obstinarse en desconocerlo. Se rindió a las instancias
de la enferma, que esperaba su visita con santa impaciencia, y que le recibió con suma
alegría. La dama le abrió su corazón y le expuso el proyecto que Dios la había
inspirado, de fundar una escuela en su parroquia, y le rogó que emprendiese y
comenzara cuanto antes. Ella le prometió, para tal finalidad, la suma de quinientas
libras, que le entregaría en la Pascua siguiente, para sostener a dos maestros. Para lo
sucesivo, aseguraría la suma de diez mil libras para constituir un fondo que produjera
quinientas libras de intereses anuales, o bien un fondo de tierras de valor similar; o, en
fin, el pago de quinientas libras anuales, que ella obligaría a pagar a sus herederos.
Con estas tres propuestas ella le dejaba elegir la que prefiriera. El efecto siguió a la
promesa, y las quinientas libras las puso en manos del señor De La Salle por Pascua,
como había dicho. Pero la muerte de la dama, que sobrevino seis semanas después,
impidió la completa ejecución de sus planes. Las diez mil libras quedaron en manos
del ejecutor testamentario, que ha abonado todos los años las quinientas libras al
222 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

señor De La Salle, durante el tiempo que él permaneció en Reims, y después, al


superior de los Hermanos. De ese modo, los herederos,
<1-167>
a quienes la dama había informado de sus deseos, consideraron siempre como una
obligación el cumplirlos.

5. Apertura de otra escuela gratuita en la parroquia de Santiago


La escuela en la parroquia de Santiago se abrió, en consecuencia, sin ninguna
dificultad, el mismo año 1679, en septiembre. Fue el mismo señor Niel quien se hizo
cargo, y por lo mismo, tuvo que buscar maestros para la escuela de San Mauricio.
Pero el número de alumnos fue aumentando de día en día en esta escuela de Santiago,
y fue necesario aumentar el número de maestros. Eran ya cinco y permanecían en la
casa del párroco de San Mauricio, que viendo que no le bastaban los cincuenta
escudos para la alimentación, exigió doscientas libras al año por cada uno, aparte de
otros gastos de sostenimiento, de los que se hacía cargo el señor De La Salle, igual
que del pago de la pensión.
De esa forma el canónigo se comprometía insensiblemente, y lo hacía sin pensar en
ello y sin quererlo. Por otro lado, no se tomaba más cuidado por las escuelas que lo
que la caridad inspira por todo aquello que se llaman buenas obras. Así, contento del
éxito de ésta, no miraba más lejos, e incluso depositaba el cuidado de los maestros en
el señor Niel. Pero esta persona, aunque llena de bondad, no era adecuada para dirigir
una comunidad. Los trajines en que se metía, las preocupaciones que le apremiaban y
las visitas que hacía, le colocaban demasiado fuera del grupo, y no le permitían velar
por la casa ni permanecer tranquilo. Apenas había abierto una escuela, ya estaba
pensando en abrir otra. Su celo consistía en multiplicar las escuelas, sin preocuparse
de perfeccionarlas. Este especie de ligereza tenía grandes inconvenientes. Daba lugar
a su ausencia de casa casi continua, lo que ocasionaba la relajación de los maestros y
el descuido de los alumnos. Otro inconveniente que hubiera debido corregir el señor
Niel era que cada maestro tenía su método de enseñar, de acuerdo con su
temperamento y su gusto particular. Pues bien, esta falta de proceder uniforme en las
escuelas nacientes impedía una parte del fruto que cabía esperar de ellas. La luz del
Espíritu Santo ya descubría estos defectos al señor De La Salle, y le inspiraba el deseo
de remediarlos. Dios le daba su gracia para la obra a que le destinaba, y esta gracia
aumentaba cada día en él y casi a pesar de él; pues no pretendía de ningún modo
encargarse de las escuelas, y menos aún de los maestros: «Yo me había figurado —dice
en una memoria escrita de su mano para aleccionar a los Hermanos— por qué
caminos la divina Providencia había dado nacimiento a su Instituto, que la dirección
que yo tomaba de las escuelas y de los maestros sería solamente una dirección
externa, que no me comprometería respecto de ellos a nada más, sino a proveer a su
sustento y a cuidar de que cumplieran su empleo con piedad y aplicación».
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 223

6. El señor De La Salle se doctora en teología, en 1681.


Le sucede un desgraciado accidente
El cuidado de las escuelas, que para el señor De La Salle era un trabajo
suplementario y extraño a sus deberes, le dejaba tiempo para adquirir el fondo de
ciencia y de virtud que le iba a exigir ese mismo cuidado, cuando se convirtió, poco
después, en su único empleo. Había terminado su licenciatura hacía ya tiempo. Había
pasado los exámenes, defendido las tesis y superado todas las pruebas que se exigen
en la facultad de Reims, como también en la de París. Pero le faltaba tomar el bonete
de doctor, y lo tomó en 1681, a los treinta años.
Por este tiempo le ocurrió un accidente que pensó que le costaba la vida.
Regresando del campo con un tiempo muy malo, una nevada abundante cubrió la
tierra, ocultó a sus ojos todas las trazas del camino y el fuerte viento
<1-168>
impetuoso llenó de nieve los desniveles. Se perdió y cayó en un agujero muy
profundo. Tuvo mucho tiempo para implorar la ayuda de Dios, ya que poca podía
esperar de los hombres. En vano los hubiera llamado en su socorro, pues el tiempo no
les permitía aparecer por allí; todo estaba desierto, de hombres y de animales, ya que
todos buscaban el abrigo. Después de luchar mucho tiempo contra su mala suerte, en
vano se esforzó por salir de aquella fosa; al parecer, no tenía otra solución que
encomendar a Dios su alma y aceptar la muerte, pues, en efecto, estaba cercana y
parecía inevitable, ya que cuantos más esfuerzos hacía, más se agotaban sus fuerzas,
y el agotamiento le iba a dejar enterrado en una tumba de nieve. Si pasaba la noche
allí, bien seguro que el amanecer le hubiera encontrado sin vida. ¿Fue socorrido por
Dios de una forma sensible? Eso nunca se ha sabido, y su humildad nunca le permitió
decirlo. Al menos, la divina Providencia que velaba por la conservación de su vida,
sin realizar un milagro visible, supo sacarle de aquella especie de abismo, y favoreció
los nuevos esfuerzos que hizo para salir. Salió, por fin, por sí mismo, pero a su costa,
pues una ruptura, causada por los violentos esfuerzos que le salvaron la vida, sirvió
para recordarle, por el resto de sus días, el peligro extremo del que Dios le sacó, y la
gratitud que le debía. Este accidente, en efecto, le proporcionó materia de profundas
meditaciones sobre la protección de Dios para con él, y de los nuevos motivos que
tenía para servirle con renovado fervor. Quedó tan impresionado que nunca hablaba
de ello sino con profundos sentimientos de gratitud.
224 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

CAPÍTULO IX

A pesar de la extrema repugnancia que el señor De La Salle


sentía en lo profundo de su ser por vivir en común con personas
tan poco educadas como los maestros de escuela de quienes cuidaba,
el amor al bien le persuaDe acercarlos a él, de velar por ellos
y, luego, introducirlos en su casa

Una obra nunca muestra la prueba visible de ser obra de Dios sino cuando lleva la
cruz. Cuando todo en el mundo se arma para hundirla, cuando todo el infierno se
enfrenta a ella para destruirla, cuando es atacada por todas partes y está siempre a
punto de arruinarse, y sin embargo no cae, o si cae, se levanta al instante y saca nuevas
fuerzas de su caída, es señal de que la mano del Altísimo la apoya y que es obra suya.
Un hombre de Dios nunca ostenta pruebas más sensibles de la misión del cielo que
cuando lleva en su corazón, como el profeta Jeremías, un fondo de antipatía hacia las
obras deslumbrantes; o cuando, a ejemplo de san Juan Bautista, sólo se presta a ellas
por orden de Dios; o cuando, para emprenderlas, tiene que actuar contra sus
repugnancias y sacrificar sus comodidades y su reputación. Con estos rasgos es como
hay que reconocer el cuadro resumido del señor De La Salle y de su Instituto. Su obra,
al nacer, sólo oye retumbar sobre ella el ruido de los truenos y de las tempestades. De
todas partes recibe sacudidas violentas y continuas, y subsiste. A menudo, en la
pendiente de su ruina, no cae; o si parece, por un momento, como enterrada, poco
después se la ve resucitar de su tumba. El señor De La Salle, al poner
<1-169>
su mano en ella, ignora lo que hace; pensando que sólo ayuda, se compromete; todo
en él se rebela contra el plan que ejecuta a ciegas. Y sólo se entrega a él cuando ve
la voluntad de Dios bien clara, y esta obediencia le costará el despojo de sus bienes, la
renuncia a las comodidades de la vida y, generalmente, la pérdida de todo lo que
halaga el corazón del hombre.
Sin embargo, el mundo se va a desencadenar en reproches y calumnias contra su
empresa. No dará ni un solo paso que no lo consideren como un pecado. Le observan,
le escudriñan, le critican, y nada escapará a las lenguas malignas. La gente, después
de haber atribuido a todas sus acciones un matiz ridículo, tampoco perdonará sus
intenciones. Es un ambicioso que pretende ganarse un nombre en el mundo. A costa
de su prebenda, de su patrimonio, de los intereses de su familia y del honor de sus
parientes quiere ganarse el título de fundador. Aparecer como santo es gloria grande;
y él suspira por conseguirlo; ése es el fantasma tras el cual corre, con su enorme
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 225

sombrero, con los zapatos lisos y gruesos, con su exterior nuevo y ridículo. Eso es lo
que el mundo va a comenzar a decir de él en seguida.
Sin esperar a desmentir más tarde estos comentarios malignos y a señalar los más
grandes ejemplos de dependencia, de humildad y de sumisión que dio con tanta
frecuencia a los Hermanos de las escuelas, llegados a ser sus hijos, se ve que la
injusticia en sus disposiciones presentes y en sus sacrificios van a estar patentes. Lo
que en el mundo se llama azar, y en el cristianismo Providencia, le relaciona con el
señor Niel y con sus compañeros. Él ignora a dónde le lleva la mano de Dios cuando
le guía hacia las escuelas. Se ve comprometido a tomarlas a su cuidado y no se da
cuenta; y mucho menos, lo quiere. Un compromiso le lleva a otro, y cuando se
encuentra a ciegas en el camino a donde la divina Providencia le conduce, la voluntad
divina le es declarada por los Ananías a quienes consulta, y a quienes escucha como si
fueran oráculos del Espíritu Santo.

1. Repugnancia que siente el señor De La Salle a asociarse


con los maestros de escuela, y modo como Dios le prepara a hacerlo
Pero, por temor a que alguien piense que somos nosotros quienes le atribuimos
estas disposiciones, oigámosle hablar a él mismo: «Fueron esas dos circunstancias, a
saber, el encuentro con el señor Niel y la propuesta que me hizo esta señora, por las
que comencé a cuidar de las escuelas de niños. Antes, yo no había pensado, en
absoluto, en ello; si bien, no es que nadie me hubiera propuesto el proyecto. Algunos
amigos del señor Roland habían intentado sugerírmelo, pero la idea no arraigó en mi
espíritu y jamás hubiera pensado en realizarla. Incluso, si hubiera pensado que por el
cuidado, de pura caridad, que me tomaba de los maestros de escuela me hubiera visto
obligado alguna vez a vivir con ellos, lo hubiera abandonado; pues yo, casi
naturalmente, valoraba en menos que a mi criado a aquellas personas a quienes me
veía obligado a emplear en las escuelas, sobre todo en el comienzo; por eso, la simple
idea de tener que vivir con ellos me hubiera resultado insoportable. En efecto, cuando
hice que vinieran a mi casa, yo sentí al principio mucha dificultad; y eso duró dos
años. Por este motivo, aparentemente, Dios, que gobierna todas las cosas con
sabiduría y suavidad, y que no acostumbra a forzar la inclinación de los hombres,
queriendo comprometerme a que tomara por entero el cuidado de las escuelas, lo hizo
de manera totalmente imperceptible y en mucho tiempo; de modo que un
compromiso me llevaba a otro, sin haberlo previsto en los comienzos».
Así, pues, quienes le acusaban de ambición estaban muy equivocados; y también
quienes decían que con aquel estado abyecto y
<1-170>
con aquella vida pobre y austera preparaba los peldaños para elevarse y ponía los
medios para alcanzar honor.
226 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

Sin embargo, el celo por el progreso de las escuelas ya abiertas crecía en el señor
De La Salle con el cuidado que se tomaba por ellas. La gracia de jefe, que ya tenía, sin
saberlo, le proporcionaba grandes luces para dirigirlas. El espíritu de Dios, al
mostrarle los importantes defectos que había en las escuelas creadas, le enseñaba los
medios de corregirlos. Ya se ha dicho: la fuente del mal provenía del mismo que era el
promotor de este bien. El señor Niel, adecuado para dirigir escuelas, no lo era para
dirigir maestros. No era ni suficientemente asiduo a la casa, ni prestaba suficiente
atención a hacer observar un reglamento, ni era tampoco exacto a dar a los demás, en
su persona, el ejemplo doméstico, familiar y elocuente de la necesaria regularidad.
Ahí estaba el primer origen del mal. El señor De La Salle no podía curarlo a menos
de estar más cerca de los maestros. Era, pues, necesario, o acercarse a ellos, o
acercarlos a él. Se necesitaba reunirlos bajo un mismo techo y bajo su mirada para
cuidar su proceder, y para poder establecer entre ellos una forma de vida uniforme y
regular. Esto le inspiró la idea de alquilar para ellos una casa próxima a la suya, para
tenerlos cerca y verlos con más frecuencia; y también con el fin de poderles preparar
en su propia casa las comidas, con menos gasto, y lograr que llevasen un tren de vida
más regulado. Todo esto se llevó a cabo, y los maestros pasaron a vivir en la casa
vecina a la del señor De La Salle en Navidad del año 1679. El piadoso canónigo les
comprometió a que vivieran con orden, y les puso algunos reglamentos.
El señor Niel, que no tenía los talentos necesarios para dirigir una comunidad, era,
sin embargo, amigo del bien; veía con alegría las prácticas introducidas, y las
favorecía con su ejemplo. Apoyó, pues, con gusto los nuevos reglamentos y fue el
primero en acomodarse a ellos. Sus miras y las del señor De La Salle eran muy
distintas en los objetivos, pero iban acordes en los medios para conseguirlos. El señor
De La Salle quería orden en la casa de los maestros; el señor Niel, en cambio,
suspiraba por la creación de nuevas escuelas. El primero, al acercar a su casa la de los
maestros, iluminaba su proceder y podía velar sobre ellos con más facilidad; el
segundo, viéndose medio descargado de una vigilancia que impedía su celo, se
hallaba más libre para seguirlo. Y no lo descuidó, pues apenas habían hecho el
cambio a la nueva casa, comprometió al señor De La Salle a abrir en ella una tercera
escuela, que no tardó en ser más disciplinada y más numerosa que las otras dos.

2. Comienza a introducir la regla entre los maestros de escuela


Estos primeros ensayos de regla sólo sirvieron para que el piadoso canónigo
sintiera la gran necesidad que tenían de ella los maestros de escuela, y cuán alejados
estaban todavía de conseguirlo. Su reglamento, en algunos puntos, hacía más sensible
su desarreglo personal en lo restante del día. Estaba ya señalada la hora de levantarse
y de acostarse, de la oración mental, de la santa misa y de las comidas. Los maestros
se acomodaban a ellas, pero en todo lo demás tenían campo libre. Siendo dueños de
sus acciones y de sus personas, en ausencia del señor Niel, sólo se preocupaban de su
propia voluntad; la devoción, o más bien la fantasía personal, regulaba las
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 227

comuniones. Esa propia voluntad les regulaba también el marcharse de paseo todas
las mañanas de domingos y fiestas, si les parecía bien. Ni dentro ni fuera de la casa
había obediencia, ni silencio, ni ningún comportamiento de comunidad. La devoción
del señor Niel, que hubiera debido hacer de todos estos puntos el objeto de su celo,
<1-171>
se ocupaba de otras cosas. Niel se tomaba como deber principal ser asiduo a su clase,
llevar a los alumnos a la misa mayor los domingos, hacer nuevas amistades, y
mantener las antiguas, con el propósito de que fueran favorables a sus proyectos de
nuevas escuelas. Pero de ese modo, al no estar casi nunca donde debería estar
siempre, para introducir con su presencia el espíritu de comunidad, que es un espíritu
de orden, de silencio, de regularidad y de obediencia, a pesar de los cuidados del
vigilante canónigo, el desorden reinaba todavía en la casa de los maestros de escuela.
El señor De La Salle lo veía y lo lamentaba, pero ¿qué remedio poner? El señor
Niel no tenía resuello para hacer voto de estabilidad en el mismo lugar; ni siquiera sé
si le hubiera sido posible, por lo inquieto que era. Si el santo sacerdote hubiera podido
reemplazar al señor Niel y suplir su ausencia, todo hubiera ido mejor; pero ¿qué
parecería que un canónigo cesara de serlo, dejando de ejercer su oficio, para
desempeñar el de superior de maestros de escuela? ¿Y que un hombre con tantas
ocupaciones las abandonara para dirigir a seis hombres?
Por lo demás, tenía tiempo para reflexionar, puesto que había alquilado la casa
contigua a la suya por año y medio, y le era posible prever los medios para establecer
en lo sucesivo más orden y más regla entre los maestros. Con todo, como ni el tiempo
ni las reflexiones le descubrían un remedio infalible para el mal, se mantenía
indeciso. Sólo veía dos salidas a escoger: o alojar a los maestros en su propia casa, o
continuar con el alquiler que había hecho de la casa vecina. De las dos posibilidades
no sabía cuál escoger, y esta incertidumbre le producía gran perplejidad. Dejar a
aquellos maestros vivir a su antojo, sin orden, sin buen proceder, y por lo tanto sin
piedad, no lo podía soportar: antes hubiera abandonado su cuidado. Siendo él mismo
un hombre de regla, la llevaba por todas partes donde estaba. Como él no podía vivir
sin ella, tampoco podía permitir que aquellos a quienes cuidaba no se esforzaran para
que también el orden presidiera su proceder. Llamar a estos maestros a su casa,
alojarlos consigo, bajo el mismo techo, asociarlos a su compañía y comenzar con
ellos un vida de comunidad, era un proyecto que afrontaba dificultades importantes;
pues si lo imponía, su propia naturaleza, alarmada por ello, sentía enormes
repugnancias; y contra ello se rebelaba toda su razón humana y su espíritu natural. Y,
además, si lo adoptara, no había duda de que se alborotaría también todo el Cabildo,
así como sus parientes y amigos.
Cuanto más pensaba, menos podía determinarse. Fue, pues, necesario buscar la
decisión de sus dudas en los consejos de alguna persona experta en los caminos de
Dios. Dócil y humilde como era, y siempre en guardia contra su propio parecer, le
gustaba actuar contando con las impresiones de otro. Pero ¿a quién consultar sobre un
228 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

caso tan delicado? ¿Había en Reims un hombre suficientemente esclarecido o


bastante animoso que le pudiera aconsejar lo más perfecto, a costa de su propia
reputación, y con peligro de recibir mil reproches de parte de la familia irritada y de
toda una ciudad murmurando?

3. Consulta con el reverendo padre Barré, mínimo, la duda que tiene,


de si debe vivir con los maestros de escuela
El padre Barré era la persona más adecuada del mundo y parecía la más apropiada
en esta ocasión para aconsejar al señor De La Salle conforme con los designios de
Dios. Hombre poderoso en palabras y en obras, sabio en los caminos interiores,
experto en las escuelas cristianas más que nadie, por encima de toda mira y de todo
temor humano, no atendía sino a la mayor gloria de Dios, y aconsejaba, con noble
libertad, a quien deseaba escuchar, que la buscara a costa del amor propio. Éste fue el
hombre a quien nuestro canónigo tuvo la inspiración de consultar;
<1-172>
como era, en Francia, el primer autor y el primer fundador de las Escuelas cristianas y
gratuitas, tenía especiales luces sobre este asunto. Por otro lado, conocía al señor
Niel, y nadie estaba mejor preparado que él para responder sobre ello. Pues bien,
persuadido de que mientras un hombre del temperamento del señor Niel tuviera la
dirección de los maestros no había que esperar que reinara entre ellos el orden, la regla
y el espíritu de comunidad, no dudó en absoluto en aconsejar al señor De La Salle que
los alojara en su casa.
El consejo era prudente, necesario e incluso inspirado desde lo alto; pero era más
fácil de dar que de ejecutar. Para ponerlo en práctica, el señor De La Salle debía
esperar numerosas dificultades, que resultarían insuperables a otro menos animoso
que él. Juan Bautista sabía valorarlas en toda su amplitud. Pero a esta idea se oponía
otra, que le mostraba la necesidad del consejo recibido; y, entre ambas, suspendía su
determinación y quedaba cauteloso para seguir un camino u otro.

4. Dificultad de este designio


Por un lado, el bien espiritual de los maestros, el fruto de las escuelas que dirigía, el
amor al orden y a la regularidad, eran motivos poderosos que torturaban su alma, y no
le permitían negarse a realizar una obra tan buena. Por el otro, el miedo a formar
sociedad con personas rudas, el horror a llevar vida común con hombres en su
mayoría sin educación, sin formación, sin cortesía e incapaces de participar en una
discusión, no digo agradable, sino razonable, sometían su corazón a una verdadera
tortura, y le advertían que no precipitase su decisión.
Este horror secreto de la naturaleza se apoyaba en razones humanas, capaces de
afectar mucho a un hombre con familia, buen hermano y buen pariente. Tenía a tres
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 229

hermanos que vivían con él, cuyos bienes, educación y proceder estaban confiados a
sus cuidados; alejarlos de su casa para sustituirlos por los maestros de escuela, ni
siquiera cabía pensarlo; al hecho de juntarlos en sociedad con ellos y llevar vida
común, se oponía la razón humana. Sin embargo, había que decidirse por una de las
dos salidas; pero ninguna de las dos podría ser del gusto de nadie, y en lo sucesivo
habrían de ser un semillero de dificultades y de cruces por parte de la familia, que
chocada e irritada por una mezcla de condiciones tan poco viables, no dejaría de
considerarlo un deshonor y de echárselo al señor De La Salle como un crimen.
El demonio, partidario de la naturaleza, redoblaba sus gritos y le reprochaba:
¿Cómo puedes decidirte a alojarte con estos palurdos y a vivir con esta chusma de
villanos? ¿Qué dirá el mundo? ¿Qué pensará tu familia? ¿Qué pensarán tus amigos,
incluso los más bondadosos? Al menos, consúltales antes de intentar semejante paso,
y considera su consejo; y teme que, tal vez, no puedas ya arrepentirte, después de
haberlo dado temerariamente. Si no los escuchas, atiende al menos a tu debilidad;
compadécete de ti mismo, y no te cargues de un yugo demasiado duro y demasiado
agobiante para tu delicadeza. Ése era el lenguaje de la naturaleza, que el demonio
sabía poner de relieve, y que se sostenía con las reacciones de la razón humana. En
fin, antes de todo, sería necesario conseguir que los tres hermanos aceptasen el
proyecto, que, desde luego, no les iba a gustar; por consiguiente, para llevarlo con
prudencia y precaución, era necesario temporizar y preparar las ocasiones de
iniciarlo. Todas estas razones mantenían en suspenso el ánimo del prudente canónigo
y le impedían tomar la última decisión. En esta incertidumbre transcurrieron varios
meses y el tiempo no le sacaba de ella; al revés, el mal aumentaba con el tiempo. Él,
indeciso
<1-173>
e irresoluto, esperaba los momentos de Dios; una de esas aperturas de la Providencia
que, al hacer aflorar y madurar sus designios, le sacan a uno de la dificultad y le
llevan, sin pensarlo, a la solución adecuada.
La divina Providencia, en efecto, se manifestó, y al hacerlo forzó en cierto modo al
señor De La Salle a decidirse él mismo y a determinarse por la solución. He aquí
cómo ocurrió. El alcalde y los concejales de la ciudad de Guisa oyeron hablar del
éxito que tenían en Reims las escuelas gratuitas y fueron a solicitar al señor Niel que
estableciera una en su ciudad. Esta propuesta, tan concorde con la inclinación del
señor Niel, era una especie de tentación, que cubierta en su imaginación con las
señales de la voluntad de Dios, no tardó en ganarle, de manera que sucumbiendo
piadosamente a la tentación, se aseguraba de que seguía la voluntad de Dios. Sin
embargo, todas las circunstancias hubieran debido abrirle los ojos, y hacerle ver que
en la realización de un plan prematuro entraba más la naturaleza que la gracia, y más
su inclinación natural que el deseo real de cumplir la voluntad de Dios.
En vano quiso el señor De La Salle hacerle ver la imprudencia de su empresa,
mostrándole que la Semana Santa no era el tiempo adecuado para viajar a Guisa, y
230 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

menos aún para hacer las gestiones necesarias para abrir una escuela; que su ausencia,
al abandonar a su discreción a cinco o seis maestros, los exponía al desorden; que ni
ellos ni él podrían pasar el tiempo más santo del año con el recogimiento, la piedad y
la edificación que exige; que la propuesta que le habían hecho aún no era nada sólida,
y que vería que fracasaba el éxito de la misma si no la dejaba madurar, lo que en
efecto ocurrió; y, en fin, que era inútil construir con una mano y derribar con la otra; y
que si él quería reflexionar sobre ello, vería que si abría en Guisa tendría que destruir
en Reims, donde no quedaba ninguno para mantener lo que había comenzado. La
razón hablaba por boca del señor De La Salle, pero el señor Niel no le escuchó. El
prudente canónigo hablaba a un hombre prevenido con sus ideas, que veía la voluntad
de Dios donde estaba sólo la suya. Así, le habló sin persuadirle. El señor Niel se
marchó y su viaje obligó al señor De La Salle a tomar la resolución de hacer ir a los
maestros de escuela a su casa, para las comidas.
Así es como Dios sabe hacer concurrir todos los sucesos para la ejecución de sus
planes. El señor De La Salle permanecía indeciso e inseguro sobre la decisión que
debería tomar con los maestros. La ausencia del señor Niel, que los dejaba a merced
de su propia voluntad y que abandonaba su obra a medio comenzar, hubiera debido
disgustar, al parecer, al señor De La Salle; pero fue, por el contrario, lo que comenzó a
establecer y a asegurar su compromiso. La lejanía del señor Niel parecía funesta para
las escuelas recientes, según las reglas de la prudencia humana; pero según las de la
Providencia era necesaria y saludable, porque así acercaba a ellas al señor De La Salle
y substituía a quien estaba destinado a ser el fundador de los Hermanos de las
Escuelas Cristianas, en el puesto de aquel que, en relación con su designio, sólo era un
extraño.
<1-174>
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 231

CAPÍTULO X
Comienzo de la vida en común del señor De La Salle
y los maestros de escuela. Críticas del mundo.
La familia murmura y se rebela contra este nuevo género de vida

Por fin, he ahí al señor De La Salle determinado a vivir con los maestros de escuela.
¿Cómo pudo determinarse a comenzar con ellos una vida que le producía tan grandes
repugnancias? Dos años antes, ¿habría creído él mismo que llegaría a ello? Por lo
demás, todavía no ha dado más que un paso en su compañía, y su propósito no es de
dar otros; pero este primer movimiento le va a llevar a otros muchos, y él todavía lo
ignora. Tal vez se volvería atrás si previera hasta dónde va a llegar. La Providencia
divina le lleva de la mano, como a un ciego. Y quedará muy sorprendido cuando se
vea un día en medio de personas que rechaza, y con las cuales, sin embargo, va a
formar una sociedad que sólo acabará con sus días.

1. Se decide, por fin, a vivir con ellos,


y comienza por llevarlos a comer a su casa
Antes de que el señor De La Salle trasladara a los maestros a su casa, se contentó
con llevarlos para las comidas y para regular su actividad. Al salir de la oración
mental, iban a la santa misa, a las seis de la mañana, y después de haberla oído,
volvían a casa, vecina de la suya, y permanecían en ella hasta la oración de la tarde, y
cuando la habían hecho, regresaban a su casa para acostarse. En la casa del canónigo
se había establecido una regla. Se leía durante las comidas y se rezaba a las horas
señaladas, por lo cual la estancia de los maestros no obligaba a hacer grandes
cambios; solamente que se comenzó a comer en el refectorio, con raciones
individuales, y a destinar a cada acción el tiempo justo. El señor De La Salle,
aprovechando la ausencia del señor Niel, que duró ocho días, observó a los maestros,
y al tenerlos bajo su mirada no tardó en encontrar en ellos algunos desórdenes
ocasionados por el descuido del superior para velar sobre ellos.
El canónigo, atento, se convenció de que un hombre a quien su casa le era extraña,
y que en ella veía menos que en otras partes, tanto a causa de las frecuentes visitas
como porque salía muy temprano para ir a su escuela y regresaba muy tarde; tal
persona no era adecuada para poner orden en una casa, ni estabilidad en los sujetos.
Con todo, los maestros se adaptaban de buena gana a la regla, y parecía que se
entregaban a ella de corazón. Algunos manifestaban piedad y hacían esperar al nuevo
superior que harían grandes progresos. Parecían hombres nuevos desde que vivían
con orden y desde que la obediencia, al regular sus acciones, ordenaba sus
voluntades.
232 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

Estas primeras apariencias de cambio confirmaron al canónigo en el propósito de


ser él mismo quien velase por ellos, y en el plan de continuar haciendo que fueran a su
casa para llevar en ella una vida regular.
Pero como era prudente, iba poco a poco, para asegurar mejor todos los pasos en un
sendero tan resbaladizo. En esta situación tenía que estudiar no sólo las disposiciones
de los maestros respecto de su nueva forma de vivir, sino también las de sus propios
hermanos respecto de los recién llegados, y las de la gente y las de sus parientes
respecto de la nueva sociedad.
Aunque no pretendía en absoluto recibir órdenes de su familia, estaba más
contento si no la irritaba, y hacía lo posible para disponerla bien. Aunque se puso por
encima de los comentarios del mundo, evitaba, con todo, en la medida de lo posible,
<1-175>
darle motivo de crítica; aunque sus hermanos no fuesen los dueños en su propia casa,
no quería enfadarlos, y hubiera estado contentísimo de ver que participaban de sus
planes. En cuanto a los maestros, inútilmente los hubiera encadenado con las
ligaduras de una regla y la obediencia si su corazón no lo hubiera consentido. La
virtud es obra de la gracia y de la voluntad humana; si ésta no se gana y no se entrega a
Dios, todo lo de fuera sólo es disimulo e hipocresía.
Ésas fueron todas las atenciones que el celoso canónigo tenía que hacer y que
hacía. Por eso iba poco a poco y no precipitaba nada. Consideraba que debía preparar
a todos, y disponerlos a lo que pretendía realizar. Como no encontró oposición a sus
primeras tentativas, sin poner en peligro otras, decidió seguir con lo comenzado,
haciendo que los maestros, una vez que el señor Niel hubo regresado, continuaran con
el ritmo de vida que habían comenzado después de su partida. Todavía no habían
tenido tiempo de aburrirse. Un fervor de ocho días es bastante ordinario. ¿Habría que
continuar? Sólo la experiencia debería decirlo. Para poder hacer este examen era por
lo que el señor De La Salle se tomaba tiempo. Si los maestros, disgustados de una
vida regular, hubieran manifestado su repugnancia, el señor De La Salle no tenía por
qué dar un paso atrás en su proceso; bastaría continuar con el alquiler de la casa
vecina, que estaba vacante, y los hubiera dejado en manos del señor Niel: los hubiera
abandonado a ellos mismos. Los maestros siguieron, pues, desde Pascua hasta el día
de San Juan, en la casa del señor De La Salle, observando la regla de vida que habían
comenzado.

2. En 1681 el señor De La Salle aloja, por fin, a los maestros en su casa.


Murmuraciones de la gente y de la familia por este asunto
Durante este tiempo, el canónigo, que los había estudiado profundamente, viendo,
por un lado, que les gustaba el nuevo género de vida, y por otro, que la inestabilidad
del señor Niel, que no acababa de quedarse quieto, no permitía apoyarse en él, se
determinó de una vez a alojarlos en su casa. Es lo que se hizo el día de San Juan
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 233

Bautista, su patrón, del año 1681. El señor Niel, amigo del bien, quien se veía más
libre por ello para seguir su fantasía, también los acompañó.
Éste fue el golpe decisivo. No podía realizarse el cambio sin que tuviera un enorme
eco y sin que causara ruido en la ciudad, ni sin que produjera, por parte de la familia
del canónigo, vivas murmuraciones y terribles críticas. El señor De La Salle estaba
preparado para ello. Ya se esperaba que el mundo, que hasta entonces había
permanecido a la expectativa, no dejaría pasar la ocasión de censurar su proceder; y
que sus parientes, que habían estado atentos a sus pasos sucesivos y se hallaban
extrañados de este último, ya no contendrían sus modales. Y en efecto, no los
guardaron. El mundo dice, en esta ocasión, todo lo que sabe decir contra las buenas
obras y contra aquellos que las emprenden; cada uno hacía sobre ésta y sobre su autor
los razonamientos, las burlas y los chistes que su falsa sabiduría, según su nivel
mental o la malicia natural, le sugería. El canónigo se veía citado para responder de su
conducta ante tantos tribunales como familias había en la ciudad. Cada uno daba
información por su cuenta y se erigía en juez; y como hay tantos pareceres distintos
como cabezas, los diversos juicios que se realizaban sobre el proceder del canónigo
sólo se ponían de acuerdo en condenarlo. Unos le procesaban por la clase de personas
con las que se unía; otros, por el tipo de empleo que iba a adoptar; algunos decían que
andaba mal de la cabeza y que la excesiva devoción le destrozaba la mente. Entre sus
amigos, unos le reprochaban lo ridículo de su proceder; otros se compadecían de él y
sentían lástima con sentimientos demasiado humanos; pocos le aprobaban, y los más
moderados se contentaban con admirar su celo,
<1-176>
sin atreverse a juzgarlo. Por lo que se refiere a sus parientes, los más sensatos, o
quienes más le apreciaban, no osaron hacerle reproches, y guardaron su descontento
en el silencio. Otros, más vivaces, descargaron su pena en él con invectivas hirientes:
le echaban en cara que estaba poniendo una mancha en su familia, que marchitaba su
honor al asociarse con personas sin valor; que ignoraba su propia sangre y que la
envilecía al admitir a su mesa a aquellos extraños; que lo más ridículo era no hacer
ninguna diferencia entre ellos y sus propios hermanos, sometiendo a unos y otros a un
tipo de vida tan raro, que además no convenía a su rango; en fin, que alejaba de su
casa a todas las personas honestas y que ya no era honroso tratar con él.
Un hombre que se había preparado para recibir todos estos dardos y que los
esperaba, no empleó, para defenderse, más que el silencio y la paciencia. Él dejó que
le dijeran todo, y que todo recayera en él. Siguió actuando de la misma forma. Como
había estado mucho tiempo indeciso y titubeante, en sus serias reflexiones había
aprendido lo que iba a costarle la decisión que se le había inspirado. Habiendo
tomado, al fin, la decisión, permaneció inquebrantable. Se puede decir, incluso, que
la pena por tomar su resolución fue la mayor que tuvo que sufrir en esta situación;
pues todos los sacrificios que encerraba, ya hechos, le habían merecido abundante
gracia para sufrirlo todo en paz y con alegría.
234 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

Cuando se vio al señor De La Salle inmóvil como una roca en medio de las olas
y de las tormentas que suscitan las lenguas maliciosas, se le dejó hacer; y,
abandonándole a él mismo, se le consideró como una persona testaruda y apegada a
su parecer, de quien no se podía esperar ya nada que no fueran nuevos pasos de celo
exagerado, más clamorosos que los anteriores. Ya no se pensó más que en quitarle a
sus hermanos, y, si se hubiera podido, se le habría puesto a él mismo bajo tutela, en
vez de dejarle aquella de la que estaba encargado.

3. Los parientes, irritados, hacen salir de su casa a dos de sus hermanos


Los tres hermanos de Juan Bautista que educaba en su casa y a los que formaba
bajo su mirada, comían con los maestros en el mismo refectorio. El mayor de los tres,
muy apegado al señor De La Salle e inclinado a la piedad, seguía de buena gana y por
decisión propia las mismas reglas, en la medida que sus estudios se lo permitían; pero
los parientes veían esto con pena y pesar. Por eso determinaron retirar de su casa a los
tres hermanos. Pero en vano se esforzaron por apartar del señor De La Salle al mayor
de los tres. Su afecto hacia él y su piedad no pudieron ser vencidas. No ocurrió lo
mismo con el que le seguía, que escuchó lo que la pasión de su cuñado le decía; cayó
en sus prejuicios e insensiblemente concibió disgusto por su tutor y bienhechor; no
tardó en seguir el consejo que le daban, de dejar la casa de su hermano, el canónigo, y
pasar a la de su cuñado. La salida de este hermano llevó consigo la del más pequeño.
Primero pidieron al señor De La Salle que consintiera en ello, y luego, tras su
negativa, los familiares se reunieron y resolvieron enviarle a Senlis, con los
canónigos regulares. Eso es lo que hicieron, para mortificar a nuestro canónigo por
donde la pena le era más sensible, ya que parecía que no prestaba atención al honor y a
las consideraciones de su familia.
Por lo demás, Dios presidía estos sucesos y los dirigía a la ejecución plena de sus
designios. Los parientes no pensaban sino en mortificar al señor De La Salle, o, según
ellos, a dar mejor educación a sus hermanos. Pero Dios, que de ese modo vaciaba la
casa, pensaba en dejar a su siervo en total libertad para seguir sus santas inspiraciones
y para iniciar el modo de vida que debía ser establecido entre los Hermanos. En esta
ocasión Juan Bautista hacía lo que
<1-177>
deseaba para abandonar su propia casa y retirarse con los maestros a otra casa
alquilada, bastante alejada de la catedral. Dios, sin duda, la destinaba a ser la cuna de
su Instituto, porque en ella nació, y ha seguido en propiedad de los Hermanos por la
compra que hizo de ella el señor De La Salle en 1700. Tres personas caritativas
ayudaron con su generosidad a la adquisición de esta casa, en la cual siguen teniendo
todavía hoy su residencia los Hermanos en Reims. En esta cuna del Instituto fue
donde aquel que era su padre concibió la generosa resolución de despojarse de su
canonicato, y la realizó en 1783, como se verá pronto.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 235

Allí, el señor De La Salle, al verse perfectamente libre, se aplicó exclusivamente a


regular a su pequeño rebaño y a darle forma de comunidad. Él era el superior nato,
pero no era su confesor. Se trataba, pues, de escoger uno bueno. Este asunto era
importante, pues sin la ayuda de un buen confesor, capaz de cimentar en lo interior lo
que el superior iba a construir en lo exterior, no se podía esperar ningún éxito.
Cuando en una comunidad el confesor se halla en contradicción con las máximas y
sentimientos de un buen superior, mientras éste construye, él destruye; arroja cizaña
en la tierra donde está sembrado el buen grano. Otro inconveniente que hay que temer
en las comunidades es la multiplicidad de confesores, porque insinúa diversidad de
sentimientos, y la división de criterios conlleva la división de corazones. Como la
unidad es el alma de la unión, uno de los mejores medios de introducir la unión en las
sociedades regulares es introducir en ellas la unidad de confesor, a excepción de los
extraordinarios, que la Iglesia autoriza alguna vez a lo largo del año.

4. Compromete a los maestros de escuela a tener todos el mismo


confesor; al final, todos le toman a él como confesor
Sobre este principio fundamental, el señor De La Salle intentó sugerir a los
maestros de las escuelas que acudieran todos al mismo confesor. Así lo hicieron, y
escogieron al cura de la parroquia más cercana. Era una persona de bien y muy
competente, pero carecía del espíritu de la comunidad. A algunos no les gustaba, y un
segundo le reemplazó; pero era necesario ir muy lejos, y esperar entre las mujeres, en
torno a su confesionario. A veces, era preciso esperar el turno tanto tiempo que no se
podía estar de vuelta en casa hasta las ocho o incluso las nueve de la noche. Este
inconveniente era importante y merecía atención. Todos lo hubiesen dejado si el
señor De La Salle hubiera tenido a bien confesar a sus discípulos. Algunos se lo pedían
y le insistían para que aceptase. Con las razones que se deducen de lo expuesto,
combatían su repugnancia, y para convencerle añadían muestras de estima y
confianza. En efecto, llenos como estaban de aprecio y respeto por el virtuoso
canónigo que les dirigía, no querían separar en él la calidad de superior y de confesor;
pero el superior, tímido y cauto, temía otros inconvenientes y tenía dificultad en
avenirse a su deseo. En verdad, él no veía ninguna, pero podría haber alguna oculta,
que apareciera más tarde. Por eso prefería retrasar este paso, en vez de precipitarlo.
Por este motivo se resistió mucho tiempo a las peticiones de los más decididos, pero
al final le forzaron, con su perseverancia, a rendirse. Sus razones eran de peso, y le
llamaban la atención. Y cuanto más se extendía entre ellos el espíritu de regularidad,
más sentían la necesidad de ponerse bajo la dirección de su padre. El señor De La
Salle consintió, pues, a su deseo; y el ejemplo de aquellos que habían sido los
primeros en entregarle el cuidado de sus almas, tuvo eficacia también en los otros, y
les comprometió a tener una confianza similar en su superior. Desde este momento
los Hermanos no quisieron otro confesor que a su santo fundador. En efecto,
<1-178>
236 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

habría sido muy difícil contentarlos si un hombre tan manso, tan humilde, tan
caritativo y tan esclarecido en los caminos de Dios no hubiera sido de su gusto.
Esta dirección única obró maravillas en ellos, pues al tomar todos el espíritu de su
padre, tenía sólo los mismos criterios, las mismas miras y los mismos sentimientos;
en una palabra, no tenían todos más que un solo corazón y una sola alma.
Con todo, el humilde canónigo, siempre en guardia contra sí mismo, sentía cierta
dificultad en someterse a los deseos de sus discípulos, que no querían otro confesor
distinto de él; y su desconfianza sobre este punto le llevó a consultar con personas
prudentes y con los confesores extraordinarios para que le dijeran si veían algún
inconveniente en que fuera a la vez su confesor y su superior; pero ninguno de ellos le
aconsejó que separara ambas funciones, por el contrario, todos le animaron a no
dividir los dos oficios, que naturalmente deben ir unidos.
El señor De La Salle, colocado de ese modo, por la mano de la divina Providencia,
a la cabeza de los maestros de escuela y convertido doblemente en su padre, por la
calidad de superior unida a la de confesor, se entregó por completo a santificarlos.
Vivía entre ellos como uno más, y hacía que olvidaran quién era, ya que él mismo
parecía olvidarlo. Afable, atento, bueno, compasivo, caritativo, se ganaba sus
corazones y lograba que le entregaran la llave de los mismos para abrir su puerta a
Jesucristo, por una caridad semejante a la de san Pablo, haciéndose todo para todos, y
dispuesto a perder, entre hombres rústicos, el brillo distinguido que la naturaleza y
una exquisita educación le habían dado. Esto era, para él, un importante motivo de
virtud, pues nada le había producido mayor repugnancia, al unirse a ellos, que la
tosquedad que conlleva un vil nacimiento y semejante tipo de educación. Si él daba
hermosas lecciones sobre la virtud, también daba, al mismo tiempo, los mayores
ejemplos. Y como la boca habla de la abundancia del corazón, las primeras virtudes
cuya semilla trató de depositar en sus almas fueron las que él mismo ya poseía en alto
grado: la modestia, la humildad, el espíritu interior, la mortificación, la regularidad, la
docilidad, la caridad, el olvido de las injurias, la pobreza, el amor a la abyección y
la paciencia. Éstas eran las virtudes que debían ser el cimiento del edificio espiritual
que él iba a edificar, el alma y el espíritu del Instituto de los Hermanos de las Escuelas
cristianas.
Puesto que deseaba hacer hombres sólidos en virtud y en piedad, se dedicaba
únicamente en llevarlos a Dios por su propia voluntad, a unirse a Él por los lazos del
corazón y a hacer de ellos cristianos interiores. Con este propósito, tan conforme con
su humildad, no quería introducir nada por autoridad. Al contentarse con inspirarles
su propio espíritu, les dejaba la halagadora satisfacción de ser ellos mismos los autores
de su modo de vivir y de sus prácticas, y de ser ellos mismos sus propios legisladores.
Para atraerlos al camino por el cual quería verlos marchar, sólo se reservaba el
sendero de los ejemplos. Él era el primero en comenzar a hacer lo que enseñaba, y la
vergüenza de no imitarle inducía a los menos fervorosos a acomodarse a su modelo.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 237

5. Una casa renovada, pues algunos de los primeros maestros se retiran


por propia voluntad y son sustituidos por otros mejores
No pasó mucho tiempo sin que se diera cuenta de que algunos comenzaban a
desanimarse en los senderos de la virtud, y que la perfección no es para todos. Una
vida tan regulada parecía molesta a quienes la habían llevado más libre bajo la
autoridad del señor Niel, en la casa vecina. La novedad, que siempre tiene cierto
atractivo al comienzo, les había agradado los primeros
<1-179>
meses, como hemos dicho; pero la continuación les pareció aburrida y superior a su
débil virtud. El yugo de una vida de retiro, de silencio, de obediencia, de regla
comenzaba a pesarles y a hundir bajo su peso algunas voluntades débiles y poco
firmes en el bien. Practicar siempre y hasta la muerte lo que comenzaban a hacer con
dificultad les pareció insoportable. Veían claramente que no habría ninguna
relajación de parte de un hombre tal como era el señor De La Salle; sino que, al
contrario, su fervor iría tomando cada día nuevo incremento, y les sería preciso seguir
sus pasos o aceptar un reproche vergonzoso por no imitarle. Prefirieron, pues,
retirarse, lo que no fue sin pesar. En estas ocasiones la conciencia lucha para elegir
entre el atractivo de la libertad y el de una vida más cómoda. Pero, en fin, ellos se
retiraron; y el señor De La Salle, por su parte, se vio forzado a despedir a algunos que
tenían piedad pero que carecían de talento y que habían sido recibidos sólo por
necesidad. De este modo fue preciso renovar por entero la casa en menos de seis
meses, pues de todos los antiguos sujetos no quedaron más que uno o dos. Así, el
nuevo Instituto pareció que encontraba su sepultura en su cuna, y unía su ruina a su
nacimiento. Pero Aquel que levanta de la tumba y devuelve la vida a los muertos
resucitó casi al mismo tiempo a esta familia moribunda por medio del envío de
nuevos sujetos que tenían talento para atender la escuela, un fondo de bondad y
excelentes disposiciones para ser verdaderos discípulos del señor De La Salle.
Fue, pues, por entonces, es decir, hacia finales de 1681 y comienzos de 1682,
cuando la casa de los maestros de escuela comenzó a tomar verdadera forma
de comunidad. El buen señor Niel, que permaneció allí hasta la fiesta de Navidad de
1681, estaba agradablemente sorprendido de los cambios que se estaban verificando
ante sus ojos, encantado por el buen orden que reinaba entre los maestros, y edificado
de la nueva forma de vivir, tan regular y tan recogida. Él amaba el bien, y se alegraba
de verlo germinar en la obra de la cual había puesto los primeros cimientos. Al
parecer, él mismo hubiera debido añadirse y echar raíz en el grupo, pero semejante a
los pájaros de paso, que quieren visitar todos los lugares de la tierra sin pararse en
ninguno, el señor Niel, enemigo de la estabilidad, no pudo renunciar a su inclinación,
que le empujaba a todas partes, y que le hubiera hecho volar de buena gana, para abrir
escuelas en ellas, a tantas tierras como las que recorrió san Pablo para fundar Iglesias.
Una vez que todo venía a ser nuevo en la creación de las escuelas, casas, maestros,
forma de vida y dirección, Jesucristo podía decir a este respecto: Ecce nova facio
238 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

omnia: hago nuevas todas las cosas para mi siervo. Y entonces ocurrió que una viña
tan bien renovada no tardó en producir flores y en extender hacia fuera su buen olor.
Se va a ver que en seguida pasó del desprecio en que se tenía, a una gran fama, y que
las ciudades vecinas se apresuraron a llevar dentro de sus muros a los discípulos del
piadoso canónigo.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 239

<1-180>
CAPÍTULO XI

Nuevas fundaciones de escuelas cristianas y gratuitas en Rethel,


Guisa y Laón. Motivo que llevó al señor De La Salle a la idea
de abandonar su canonjía y a despojarse, luego, de sus bienes
para dedicarse totalmente al cuidado de su obra

La ciudad de Rethel fue la primera que pidió nuevos maestros de escuela al piadoso
canónigo. El señor Niel, encantado de semejante petición, no habría dudado en acceder
a ello, pero el señor De La Salle, más circunspecto, veía inconvenientes en enviar
personas que todavía no había tenido tiempo de formar adecuadamente. Conocía lo
que dicen los santos sobre este asunto: que los frutos prematuros son malos y sin
gusto; que los pajaritos que se apresuran a salir del nido y a volar antes de tener las
alas bastante fuertes vienen a ser presa del gavilán o caen a tierra sin poderse levantar.
Impregnado de estas verdades, prefería perder una escuela a exponer a un peligro
evidente de caída a sus discípulos mal asentados en la virtud. Como sólo tenía
intenciones puras, veía con indiferencia la multiplicación de escuelas que no estaban
fundadas sobre una virtud a toda prueba. Por eso, la propuesta de la ciudad de Rethel
le parecía delicada para prestarla atención, y no quiso precipitar nada por temor a que
un novicio o un neófito de su pequeña comunidad encontrase su pérdida en un lugar al
que iría a trabajar en la santificación de los demás. Con este pensamiento, él
consideraba lo que había comenzado a hacer para formarlos como un ensayo de la
perfección a que era preciso llevarlos. Es cierto que los jóvenes con quienes contaba
entonces parecían tener buena voluntad; pero sabía cuánta distancia hay entre el
deseo y la acción, y que los primeros esfuerzos para adquirir la virtud están aún muy
lejos del hábito de la virtud. Además, el ejemplo de Jesucristo, que dedicó tres años
completos a formar a sus discípulos en su divina escuela, y que no quiso exponer al
mundo su virtud vacilante sin haberla asegurado previamente con la venida del
Espíritu Santo y la infusión de sus dones, le enseñaba a retener a los suyos cerca de él,
en un largo y fervoroso noviciado, el mayor tiempo posible, y a no enviarlos a enseñar
sino después de haberse santificado suficientemente.

1. Escuela de Rethel, en 1682; ejemplos de virtud


que el señor De La Salle da en esta ocasión
Todas estas consideraciones le frenaban y le persuadían de que lo mejor que podía
hacer era prometer sujetos para algún tiempo más tarde, y retenerlos junto a él para
acabar de formarlos. Es lo que hizo; pero algún tiempo después no fue ya quien
dispusiera, pues el señor duque de Mazarino apoyó de tal modo la petición de los
240 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

munícipes de Rethel, y el señor párroco insistió con tal fuerza en la ejecución, que
hubo que ceder. El señor De La Salle, al no poderse negar por cortesía, encargó este
asunto al señor Niel, siempre dispuesto para este tipo de viajes y la persona más
adecuada para negociarlo. Lo consiguió con éxito, y comprometió a la ciudad a
proporcionar la subsistencia de dos maestros, a lo que también contribuyeron, por su
parte, el señor duque de Mazarino, el señor párroco y la señorita Buralleti, que
posteriormente dejó cincuenta libras de renta para esta escuela. Tan
<1-181>
felices comienzos comprometieron poco después al señor De La Salle a comprar una
casa, con la idea de poner en ella un seminario para su Instituto. Así, apenas el señor
Niel llegó a Rethel, todo quedó arreglado de tal manera que aún hoy subsiste.
Habiendo encontrado en las liberalidades de la ciudad, en el señor duque y en el señor
párroco todo cuanto deseaban, la escuela gratuita se abrió en 1682. No hay que omitir
aquí dos hechos relacionados con esta fundación, muy propios para descubrir el
grado de perfección que alcanzaba ya el señor De La Salle. El primero es el siguiente.
El señor duque de Mazarino, prevenido con una estima especial por el señor De La
Salle, quiso conocerlo. Consideró un honor tratar con él, y le honró con sus visitas;
más aún, algunos años después de la fundación de la que se ha hablado, quiso este
señor, para honrar la virtud del señor De La Salle, gratificar a los Hermanos con una
renta perpetua de doscientas libras anuales a cargo de sus propiedades, para
consolidar su fundación. Hizo la propuesta al señor De La Salle, que la recibió con
gratitud, y al mismo tiempo redactaron el contrato de donación, pero no lo firmaron.
La conclusión del asunto, remitida para el día siguiente, parecía normal; sin embargo,
falló por los enredos de algunos espíritus retorcidos y enemigos del bien, que
supieron, con habilidad, indisponer al señor duque de Mazarino, quien de la noche a
la mañana pareció como otro hombre con relación al señor De La Salle.
La sorpresa del siervo de Dios fue enorme cuando volvió a ver al señor duque al día
siguiente, para concluir el acuerdo; le encontró cortado y gélido, y con ganas de reír y
de bromear a sus expensas. El humilde canónigo, después de aguantar algunos
reproches hirientes y burlas humillantes, sin apartarse del respeto debido a la persona
del duque y sin mancillar el honor de su carácter sacerdotal, rechazó con generosa
modestia algunas peticiones poco convenientes. En fin, después de haber sabido
deshacer, con tono moderado y aire tranquilo, las dificultades que se aducían para
hacer fracasar el contrato comenzado, se retiró contento de haber recibido ofensas por
un asunto que había comenzado con alabanzas y claros signos de estima hacia su
persona. Él conocía a quienes debía tan mal servicio, pero nunca se permitió
expresarles sus quejas, ni quiso soportar que nunca se les manifestase el mínimo
resentimiento.

(No refiere el segundo hecho anunciado anteriormente)


Tomo II - BLAIN - Libro Primero 241

El siervo de Dios hacía bien en acostumbrarse a las afrentas y a sufrir las burlas y
los insultos, pues la obra que emprendía estaba sembrada de ellos. Se puede decir que
todo el resto de su vida no será sino una larga sucesión de persecuciones y de
humillaciones de todo tipo. En el futuro, casi todos los días vio formarse tormentas
sobre su cabeza. A menudo, una nacía de la anterior, y el fin de la primera era el
comienzo de la segunda.
De ese modo, siguiendo unas a otras, han formado una tempestad tan larga como su
vida; y los truenos sólo han terminado de retumbar cuando estuvo oculto en la tumba.
Después de todo, el virtuoso canónigo sólo miraba los sucesos en su principio, y
remontándose a su fuente, y viendo que Dios es el autor, en los más desastrosos como
en los más agradables, besaba con amor y con sumisión la mano que le golpeaba. Era
un hombre que no quería nada fuera de su voluntad divina; y como estaba convencido
de que, salvo el pecado, nada de este mundo acontece si no es por orden de Dios,
permanecía indiferente ante
<1-182>
todos los sucesos, y los más mortificantes siempre le encontraban tranquilo y sumiso.
Jamás pareció turbar su paz ningún contratiempo desgraciado, ni alterar la
ecuanimidad de su humor. Con todo, ¡cuántos va a tener que sufrir en el curso de
su vida para llevar a su Instituto a la perfección! ¡Qué contradicciones y qué
persecuciones van a prepararle el mundo y el demonio! Uno se extrañará de ellas al
leer esta historia.
Su primera escuela en Rethel fue el teatro de las primeras injusticias que pusieron a
prueba su desinterés. Dos personas de las más ricas de esta ciudad le habían dejado
una cantidad importante para ayudar a esta fundación. La donación se hizo con todas
las formalidades. Incluso ya estaba en posesión de la misma, y se le habían entregado
en mano los documentos y obligaciones. Sin embargo, se la reclamaron. Herederos
avariciosos, que al recibir una importante herencia lamentaban que se les escapara
una parte de la misma, legada para una obra piadosa, no tuvieron la delicadeza de
cederla. Pero no necesitaron mucho trabajo para acudir a los jueces ni para preparar
las piezas del proceso, pues el mismo señor De La Salle decidió a su favor y les dio la
causa por ganada, y dejó decaer sus derechos. Prefirió sufrir esta pérdida antes que
exponer su paz a las persecuciones molestas de un proceso donde la caridad corría
peligro de ser lesionada. Es un ejemplo de desinterés tan edificante como raro.
Vamos a colocar aquí, como en su lugar natural, otro hecho del cual las memorias
no nos fijan la época exacta. El señor De La Salle, ya fuera por su natural prudencia o
por las luces que vienen de lo alto, previendo que el emprendedor señor Niel, tan
dispuesto a dejar las escuelas que establecía como a ir a abrir otras nuevas, no dudaría
en dejar todas a su cargo cuando su fantasía se lo reclamara, pensó que debía buscar la
seguridad de todas contando con un número suficiente de maestros. Pues, ¿qué medio
para sostener las escuelas si no hubiera sujetos preparados para reemplazar al señor
Niel en todos aquellos sitios donde, como una nueva estrella, se eclipsaba tan pronto
242 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

como aparecía? Pero este plan tenía consecuencias que el piadoso canónigo captaba
muy bien: encargarse de proporcionar maestros a las escuelas con vacantes, era
encargarse de las escuelas y de los maestros; era tomar sobre sí mismo una obra que
estimaba y le gustaba, pero de la que sólo quería tener una dirección libre y
voluntaria, sin compromisos ni obligaciones. Por un lado temía la caída de las
escuelas del señor Niel; y por el otro preveía que, si no tenía maestros preparados para
caminar sobre los pasos de aquel hombre, saltarín de escuela en escuela, para reemplazarle,
la decadencia seguiría muy de cerca la fundación de cada una.

2. Primeros favores extraordinarios con los que Dios prepara


al señor De La Salle para sus designios
Ante esta dificultad, Juan Bautista se resolvió a hacer un retiro para implorar las
luces de Dios y conocer su santa voluntad. Para hacerlo con más recogimiento y
silencio, alquiló un pequeño jardín muy solitario, cerca de los agustinos y próximo a
las murallas de la ciudad, y este lugar fue el primer testigo de sus ansias de fervor y de
su mortificación. Allí, después de haber dejado las órdenes pertinentes en su casa y
sus disposiciones en la comunidad de las maestras de escuela, de la que le había
encargado el señor Roland, se retiró a la soledad para entregar su espíritu, sin
distracciones, a la oración, y su cuerpo, sin preparación, a la penitencia. La memoria
de la que copiamos dice: «¡Ah, si los muros de este pequeño recinto que le servía de
celda pudieran hablar! ¡Qué no dirían de las sangrientas disciplinas y de otros
piadosos excesos a los que le empujaba la ebriedad espiritual del vino nuevo que
comenzaba a saborear! La sangre con que este pequeño lugar estaba enrojecido daba
testimonio
<1-183>
de las santas crueldades que ejercitaba en su carne, y de los sacrificios que ofrendaba
a Dios». Fue allí donde, al dar comienzo a una vida totalmente nueva, formó el primer
plan de la más sublime perfección.

3. Escuela de Guisa, en 1682


Por este tiempo, la fundación de las escuelas gratuitas en Rethel despertó en Guisa
el deseo que habían tenido de contar también con una. Ya vimos que el asunto falló
por culpa del señor Niel, que quiso precipitarse y no quiso seguir los consejos del
señor De La Salle. Este año volvió a expresarse el deseo y se concluyó felizmente.
Los munícipes de la villa proporcionaron una casa para los maestros y la condesa de
Guisa dotó de fondos a las escuelas gratuitas, que se abrieron el mismo año de 1682.
En julio del mismo año se emprendió otra fundación en Château-Porcien; y al final de
dicho año se estableció otra en Laón, de la forma que sigue. El párroco de San Pedro
el Viejo de esta ciudad, informado de los copiosos bienes que producían las escuelas
gratuitas, pensó que en ninguna parte podrían ser más útiles que en su parroquia,
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 243

donde los pobres formaban la mayoría de sus parroquianos. El celo por su instrucción
y el deseo de enriquecer con bienes espirituales a los que se hallaban desprovistos de
los bienes de la fortuna, le impulsaron a tomar la pluma para pedir al señor De La
Salle el favor de mandarle algunos de sus discípulos. El señor Niel, que estaba tan
dispuesto para esta nueva escuela como lo había estado para las anteriores,
proporcionó a la divina Providencia la ocasión de liberar a nuestro canónigo de un
hombre de bien, realmente, pero hombre de bien a su modo, que nunca hubiera
podido participar de su espíritu ni acomodarse a su manera de vivir.

4. Escuela de Laón, en 1683. Sutil tentación de desconfianza


para el porvenir y en la inseguridad del propio estado,
que turba a los nuevos sujetos y los impulsa a salir
El señor Niel se hallaba a la sazón en Guisa, después de seis meses de estancia en
Rethel. De Guisa se fue a Laón, donde encontró todo preparado para la apertura de
la escuela, pues la ciudad, no contenta con dar su beneplácito para su apertura,
proporcionó una casa para vivienda de los maestros, y ayudó a su subsistencia, con la
colaboración de la abadía de San Martín y del párroco de San Pedro, que luego fue
canónigo de la catedral y que todavía vive. Esta escuela se abrió en 1683. El párroco
aprovechó esta ocasión para establecer estrecha amistad con el señor De La Salle,
como con un hombre que gozaba de su confianza y en quien honraba la eminente
virtud. El señor Niel, que había comenzado esta escuela, permaneció en ella dos años.
Era muy largo para un hombre de su temperamento; y así, al final de este tiempo tuvo
la tentación de regresar a Ruán. Pero ¿cómo hacerlo? Él se había encargado de las
escuelas de Rethel, Guisa y Laón, y él era quien tenía la dirección. Era, pues,
necesario, para hacerlo con dignidad, ponerlas en manos del señor De La Salle. Fue la
decisión que tomó. Para ponerlo por obra, fue en 1685 a Reims, para encontrarse con
nuestro canónigo y rogarle con insistencia que aceptara la entrega que hacía de estas
escuelas. El señor párroco de San Pedro de Laón, que no deseaba esta entrega menos
que el señor Niel, unió sus ruegos a los de éste. Pero el señor De La Salle siguió firme
en su negativa, y sólo cambió de postura cuando vio aquellas escuelas abandonadas
por el mismo que las había abierto, como se verá más adelante.
Mientras el piadoso canónigo se dedicaba por entero al cuidado de su pequeño
rebaño, Satanás estudiaba los medios de dispersarlo por segunda vez. Buen
conocedor, por su profunda malicia y por su laga experiencia, de que los mayores
bienes traen su origen en pequeñísimos comienzos, concibió un nuevo plan para
hacer morir esta obra en su nacimiento, pues veía que crecía, en perjuicio suyo, y
comenzaba a temer los progresos.
<1-184>
El medio eficaz para conseguirlo era tentar a los sujetos y hacer que se fueran, con
pretextos deslumbrantes que el espíritu humano considera como razones invencibles.
Ya había hecho la prueba, y con éxito, pues había sabido exagerar y arrancar de las
244 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

manos del señor De La Salle, con parecidos engaños, a casi todos los primeros
maestros. Si triunfaba por segunda vez en este empeño, podría hablar de la ruina del
Instituto naciente. En efecto, hoy ya no se hablaría de él, y habría encontrado su
destrucción en la segunda deserción de los maestros, si la malicia del enemigo
hubiera obtenido su efecto. El demonio hizo, pues, nuevos esfuerzos para cribarlos,
según la palabra de Jesucristo, como se criba el trigo, por segunda vez, después de
haberlo hecho tan bien la primera; pero no se valió de la misma estratagema.
Los primeros maestros, acostumbrados a una vida libre y cómoda, habían
encontrado al principio dulce el yugo de la obediencia de la regla; pero
insensiblemente el demonio había sabido debilitar su voluntad y apagar, por el
aburrimiento y el disgusto, las primeras chispas de fervor que habían encendido sus
corazones. Una sucesión continua y uniforme de ejercicios de piedad, que al principio
les había agradado, les había parecido molesta en lo sucesivo. Sintiendo, por otro
lado, que su libertad se estrechaba demasiado y sus sentidos estaban en demasiada
cautividad, pensaron sacudir un yugo que el espíritu maligno les había hecho
imaginar que cada día sería más duro y, al final, insoportable. Mientras el demonio
actuaba con tanta fuerza, el señor De La Salle, que se había percatado de ello, no se
durmió. Hizo todo lo que podía hacer en semejante circunstancia un hombre lleno de
Dios y de celo. Es fácil, pues, adivinar cuál había sido la situación de su corazón en
tan lastimosa situación.
Superior vigilante y padre tierno, había hablado a esos hombres tentados de todo lo
que el espíritu de Dios le había dictado para descubrirles la tentación y los medios
para rechazarla: palabras amables, exhortaciones, advertencias, predicciones del
futuro..., todo lo había empleado este caritativo médico para conseguir curar las
llagas que la malicia del demonio ocasionaba en sus almas sencillas. Su espíritu,
alarmado por unos comienzos tan infaustos, no había podido encontrar reposo, y al
ver que sus ovejas estaban a punto de dispersarse y alejarse de la vigilancia de su
pastor, había sentido que sus entrañas se desgarraban. Pero ya habían elegido, y habría
resultado inútil hablar y mezclar las lágrimas de ternura con reproches de amistad.
Hombres que habían podido olvidarse de Dios no estaban dispuestos a recordar la
ayuda del señor De La Salle y la gratitud que le debían. Personas resueltas a combatir
por conquistar su voluntad y por su libertad no tenían disposición para creer que
quien les proponía solamente la cautividad evangélica pudiera ser su verdadero
amigo y un consejero prudente.
De ese modo, el señor De La Salle se vio obligado a ser testigo de su deserción,
después de haberlo sido de su disgusto. ¡Con cuánto pesar vio a estos primeros
discípulos dejar su casa, como hizo el hijo pródigo, y alejarse de sus brazos! ¡Con
cuánto dolor había visto a aquel bajel, cuyo timón acababa de tomar en sus manos, en
peligro de naufragio! No es difícil comprenderlo. Extrañado y casi desconcertado al
no verse acompañado más que por uno o dos maestros, les habría podido dirigir
aquella palabras de Jesucristo: Y vosotros, ¿queréis también marcharos?
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 245

El celoso canónigo, al hacerse cargo de esta obra, por la cual, sin embargo, no
sentía inclinación natural, al no buscar más que la instrucción de los pobres y el bien
de la Iglesia, hubiera debido esperar, al menos, al parecer, un resultado más
afortunado.
<1-185>
Pero, ¡oh profundidad de los juicios de Dios! Dios pone su gloria en la ejecución de
sus designios y en la sumisión a las órdenes de la Providencia, y no debemos buscarla
en otra parte; y aunque Dios inspira a sus siervos empresas adecuadas para honrarle,
se complace, con todo, a menudo, en dificultarlas y hacer que fracasen; o en ponerlas
al borDe la ruina, para elevarlas luego con mayor brillo. Él es quien mortifica y quien
vivifica, quien lleva a la muerte y quien llama a la vida. Cien veces se ha visto
dispersado el pequeño rebaño de Jesucristo, en su muerte y después de su
resurrección, disuelto y en la pendiente de su pérdida, y cien veces ha renacido con
mayor gloria que antes. Todas las obras de Dios han sufrido pruebas parecidas, y por
eso no hay que extrañarse si las de ahora también son probadas.
El señor De La Salle, esclarecido en los caminos de Dios, no perdió ánimo en esta
ocasión. Recogió los preciosos restos de su pequeño rebaño, que fundaban toda su
esperanza, y no ahorró cuidados, consejos, exhortaciones ni atenciones para
preservarlo de los malos ejemplos de quienes habían salido. Sus sufrimientos no
habían sido inútiles, y sus lágrimas las pudo secar muy pronto, pues tuvo motivo para
alabar y bendecir a Dios porque vio ingresar cierto número de sujetos que tenían
talento, fuerza y buena voluntad, que repoblaron la pequeña compañía y
reemplazaron a los desertores. Al formar una comunidad nueva y más numerosa, tuvo
la ventaja de poderla modelar mejor que antes; y al tener que trabajar sólo con sujetos
nuevos, no tenía que corregir los malos hábitos que la demasiado libre formación del
señor Niel había hecho adoptar a los anteriores. Todo lo que tuvo que hacer fue
prevenirles contra la inconstancia natural, de la cual aquellos que habían salido le
habían demostrado los tristes resultados. Pues bien, persuadido de que el mejor medio
para hacerlos inquebrantables en su vocación era fortificarlos en la virtud, tomó bajo
sus cuidados hacérsela adquirir. Además, tuvo el consuelo de ver que había sembrado
en buena tierra, y que los frutos correspondían a sus trabajos, pues sus discípulos
hicieron importantes progresos en la piedad con sus ejemplos y con sus enseñanzas; y
él mismo había progresado mucho por su fidelidad y por su docilidad a dejarse guiar
por el Espíritu de Dios, pues era de esas almas generosas que, lejos de negar nada a
Dios, le conceden cuanto pide y en el momento en que lo pide.
Sin embargo, a pesar de todos sus cuidados y su vigilancia, el señor De La Salle no
pudo preservar a sus discípulos de la tentación más sutil, la más delicada y la más
turbadora que podía sugerirles el espíritu maligno, sino haciéndose él mismo víctima
de la pobreza, y buscando en el despojo total de todos sus bienes el remedio eficaz
contra la trampa del seductor. Ahora ya no era el amor a la libertad, el disgusto de una
vida ordenada o el cansancio de los ejercicios de piedad lo que utilizó el demonio para
llevarlos a una nueva deserción. Fue la previsión por el futuro y el temor a que algún
246 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

día faltase lo necesario. Como este punto débil radica en todos los hombres que no
están cimentados en perfecta confianza en Dios, y como esta inquietud es el gusano
que roe las mejores voluntades y echa a perder los mejores propósitos, cuando no se
ha apoderado de ellos la caridad pura, le fue fácil al espíritu del mal sorprender en esta
materia a los novicios en virtud. Y, verdaderamente, al atacar sus corazones por este
flanco, que era en ellos el más débil, se hubiera hecho, pronto o tarde, su dueño, y eso
a pesar de los ruegos y avisos
<1-186>
del señor De La Salle, si el virtuoso canónigo no hubiera opuesto, a la trampa del
tentador, un ejemplo heroico de desprendimiento y de pobreza voluntaria.
El origen estuvo en una respuesta brusca, aunque ingenua, por parte de algunos
maestros que se sentían muy inclinados a abandonar su estado para buscar un
resguardo contra la pobreza.
En su modo de vivir estaban reducidos a lo absolutamente necesario, sin dinero
personal, sin ganancias, y se preocupaban por un porvenir incierto; por ello, cierta
inquieta desconfianza les llevaba a pensar que en su vejez carecerían de recursos, y
sólo podrían apoyarse en una mendicidad vergonzosa. El demonio aumentaba en su
imaginación los motivos de su desconfianza y en el cuadro de sus futuras miserias les
mostraba sólo un asilo en caso de enfermedad o de incapacidad como recompensa de
sus trabajos y de las fuerzas de su juventud, gastadas en un empleo ingrato y estéril,
que pronto o tarde los debería abandonar en la indigencia más afrentosa, sin poder
contar con un mendrugo de pan en la ancianidad. Es cierto, se decían a sí mismos en
medio de estas dolorosas inquietudes con que se sentían atenazados, que mientras
viva nuestro padre esperamos poder encontrar en su bondad alguna ayuda segura
contra la miseria. Pero ¿podemos contar con su vida? Y, apoyándonos en su caridad,
en su buen corazón y en sus bienes encontraremos un baluarte contra la pobreza; pero
él puede morir, y si muere, ¿qué será de las escuelas que él sostiene?, ¿qué será de los
maestros que alimenta y a los que sirve de padre?, ¿dónde ir, qué hacer si el señor De
La Salle llega a faltar? Eso es lo que se decían a sí mismos; y eso era lo que el demonio
tenía buen cuidado de repetirles y no dejar que lo olvidaran. Estas objeciones,
siempre presentes en su espíritu, y que no resistían ninguna respuesta ni ninguna
réplica, formaban mil quimeras propias para desanimarlos y para arrojarlos en la
languidez y en una melancolía sombría. Su vigilante superior, que estaba atento cada
día a todos los movimientos de sus corazones y que leía sus más secretos
sentimientos, no tardó mucho en darse cuenta de la herida en la que el espíritu
maligno profundizaba cada día. Para curarla, a la oración añadió las exhortaciones
más amables, para animarlos en la confianza en Dios y al abandono en su
Providencia. Pero eran igual que esas casas ruinosas que se apuntalan, pero que no se
sostienen más que por los refuerzos externos, se vuelven a degradar en cuanto han
superado el primer deterioro y se van inclinando, siempre hacia el lado de la puerta.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 247

5. El señor De La Salle los exhorta en vano a confiar en Dios.


Le dan una respuesta que le induce a tomar la decisión de dejar todo,
a imitación de los apóstoles
El señor De La Salle sentía que sus exhortaciones sobre la confianza en Dios y
sobre el abandono a la divina Providencia no producían mayor efecto, sin conocer la
causa; pero aquellos hombres toscos y enemigos del disimulo no se la dejaron ignorar
por mucho tiempo. Manifestaron con franqueza que su inquietud provenía de la
incertidumbre y de la poca seguridad de su estado. Le dijeron que su situación no
tenía nada de fija ni de estable; que él mismo podía ver el fracaso de su obra, y que
para ellos resultaba triste sacrificar su juventud al servicio de un público que los
olvidaría, sin tener la certeza de encontrar, en una edad avanzada, un refugio para
descansar de sus trabajos pasados, y de terminar sus días al abrigo de su indigencia.
Al decir todo esto, no expresaban todo lo que querían; tenían otra réplica oculta
para oponer a todas las exhortaciones que su superior les hacía sobre el abandono a la
Providencia; pero no se atrevían a hacérsela todavía, impedidos por la vergüenza y
por el respeto. Aunque verdadera, era indelicada, y temían que ofendiera al hombre
que tanto bien les hacía y a quien ellos no podían reprocharle ninguna queja. Pero
siendo como eran hombres sin disfraz, que nunca habían estudiado el arte de
<1-187>
disimular, ¿podían retener por mucho tiempo en su corazón la réplica que construían,
e impedir que su lengua se abstuviera de una salida tan ingenua como hiriente, que,
aun siendo descortesía, llevaba un fondo de verdad, capaz de producir todo el efecto
que Dios esperaba? Con todo, aún se callaron durante varios días sobre este asunto.
Durante este tiempo en que su boca no expresaba aún el pensamiento de su mente,
el canónigo, entonces rico, no cesaba de volver a sus razonamientos sobre la
confianza en Dios, y de invitarlos, con las mismas palabras del evangelio, al total
abandono en manos de la Providencia: «Hombres de poca fe —les decía—, con
vuestra falta de confianza estáis poniendo límites a una bondad que no los tiene.
Ciertamente, si es infinita, universal y continua (como seguro que no lo dudáis) ella
tendrá siempre cuidado de vosotros, y no os faltará nunca. Buscáis la seguridad, ¿y no
la tenéis en el evangelio? La palabra de Jesucristo es vuestro contrato de seguro; no
hay otro más sólido, porque lo ha firmado con su propia sangre, y ha añadido el sello
de su verdad infalible. ¿Por qué, pues, caéis en la desconfianza? Si las promesas
positivas de Dios no pueden calmar vuestras inquietudes y vuestras alarmas sobre el
futuro, ¿buscáis riquezas y rentas que las igualen? Considerad los lirios del campo, es
el mismo Jesucristo quien nos invita a mirarlos; y las hierbas de los ribazos, admirad
con qué opulencia las ha adornado Dios, y con qué belleza. No les falta nada; y ni el
mismo Salomón, en todo su esplendor, se vestía como ellas. Mirad los pájaros que
vuelan por el aire, o los animalillos que corren por la tierra: ninguno de ellos carece de
lo imprescindible, pues Dios provee a sus necesidades. Sin tener granero ni bodega,
encuentran por todas partes el alimento que la Providencia les prepara y les regala.
248 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

Sin sembrar ni cosechar, encuentran lo necesario para subsistir; el padre celestial se


ha encargado de ello. Si su mano bienhechora y dadivosa extiende su cuidado hasta
los más viles insectos, que el hombre pisa al andar, y hasta la hierba que se seca y
alimenta el fuego, ¿cómo podéis creer, gentes de poca fe, que Aquel a quien
consagráis vuestra juventud y a quien dedicáis vuestro trabajo os abandonará en
vuestra vejez y os dejará arrastrar en la miseria el final de una vida empleada en su
servicio? Avivad, pues, vuestra confianza en esa bondad infinita, y honradle poniendo en
sus manos el cuidado de vuestras personas. Sin turbación sobre el presente ni
inquietud sobre el porvenir, no extendáis vuestra preocupación sino al momento que
tenéis que vivir, y no carguéis al día presente con las previsiones del mañana. Lo que
os falte por la tarde, os lo traerá la mañana, si sabéis esperar en Dios. Antes hará Dios
milagros que dejar de asistirnos. Además de la palabra de Jesucristo, os doy como
prueba de ello la experiencia de todos los santos. Los milagros de la Providencia son
diarios, y sólo cesan cuando encuentran a personas que desconfían de ellos».
Palabras tan verdaderas hubieran podido producir su efecto si quien las
pronunciaba con tanta fuerza hubiera sido tan pobre como virtuoso era. Pero se
trataba de que era un canónigo rico quien hablaba, que encontraba en su buena
prebenda y en su patrimonio familiar unos recursos seguros contra la indigencia, y
que así no tenía gracia para persuadir sobre el olvido de cualquier interés personal.
Resultaba fácil hablar de abandono perfecto a la divina Providencia cuando él no
tenía nada que temer, y cuando ella le había provisto con tanta abundancia de lo
necesario, e incluso de lo superfluo. Antes de que pueda persuadir con el lenguaje de
perfección, es necesario que se ponga en la situación
<1-188>
de aquellos a quienes se dirige. Cuando, despojado de todo, sin beneficio, sin bienes
patrimoniales, sea el primero en dar ejemplo de abandono a la Providencia, su palabra
será escuchada, y será eficaz, porque estará sostenida con su ejemplo. En efecto, nada
es tan eficaz como el ejemplo. Se puede resistir a la palabra; se puede, con razones
capciosas, contradecir las verdaderas; se puede, incluso, dudar de los milagros, o no
admitirlos; pero necesariamente se cede ante el ejemplo. Es un hecho que lleva en sí
mismo la evidencia y que no admite excusas.
Los discípulos del piadoso canónigo sentían profunda estima y veneración por su
virtud. Los actos de humildad, de mortificación, de recogimiento, de caridad eran
ejemplos diarios que veían en él y que ganaban toda su confianza. Pero, en fin, él era
todavía rico, y mientras se mantuviera al resguardo de unos buenos ingresos, si
requería de ellos valentía para jugarse la vejez, o una salud deteriorada, o un futuro
incierto, no podía encontrar gracia ante sus ojos, ni empujarlos a ese abandono
heroico del cual aún no les había dado ejemplo en su persona. De ahí que el demonio
supiera exasperar en sus cabezas la fuerza de sus palabras, y les recordaba que aquel
que hablaba con tanta elocuencia del abandono a la Providencia era rico; y que si
estuviera en la misma situación que ellos, podría buenamente rebajar un poco tan
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 249

extraordinaria perfección y ser el primero que asegurase su pan para el resto de su


vida.
Los maestros, cansados de pensar todo esto, se atrevieron, por fin, a decírselo, y a
darle una de esas respuestas bruscas e ingenuas que el sentimiento del corazón
considera que no pueden tener réplica: «Usted habla muy a gusto —le dijeron—,
mientras no le falta de nada. Está dotado con un buen canonicato y con unos bienes
patrimoniales parecidos, y está a cubierto de la indigencia. Si nuestras escuelas se
hunden, usted permanece en pie, y la ruina de nuestro estado no afecta para nada al
suyo. Somos personas sin fortuna, sin ingresos e incluso sin oficio, ¿y a dónde
iríamos, qué haríamos, si las escuelas desaparecen, o si la gente se cansa de nosotros?
La pobreza será nuestra única herencia y la mendicidad el único medio para aliviarla».
Esta respuesta, que no era ni educada ni agradable, contenía un fondo de verdad
que en seguida hizo efecto en un corazón recto. El señor De La Salle no la esperaba; y
cuanto más inesperada, más eficaz fue. El amor propio no le permitió ver el cambio.
Sin prestar atención a lo que este reproche tenía de odioso, apreció toda su fuerza. Su
candor le obligó a admitir que tenían razón al hacérselo. El Espíritu Santo unió su voz
a la de los maestros, y le decía bien alto y con mayor vehemencia aún en lo íntimo de
su corazón que no tenía nada que oponer; y que su despojo real sería la única prueba
de que su corazón también hablaba, después que su boca había dicho cosas tan bellas
sobre el abandono a la Providencia; que tenía que unir la acción a la palabra, si quería
que ésta fuese eficaz y potente; que cuando fuera pobre, como ellos, y estuviera en su
mismo estado, entonces tendría gracia para lograr que caminasen sobre sus huellas,
en los caminos del despojo de todo y del olvido de todo interés.
La respuesta de los maestros dio mucho que pensar al señor De La Salle, y le sumió
en profunda dificultad. Por un lado, hacerse pobre, como ellos, y llegar a ser, por
elección propia, lo que ellos eran por necesidad; desprenderse de su canonjía y
despojarse de su fortuna patrimonial para entregarse al cuidado de una obra que
estaba naciendo, y de la cual él asumía los riesgos, sin esperanza segura de muchos
frutos, y ésta era una elección temeraria, según los ojos de la prudencia humana, e
incluso
<1-189>
a los ojos de la fe, que merecía serias reflexiones. Por el otro lado, seguir siendo rico y
bien provisto, con personas pobres y sin recursos era preciso cerrar la boca, y no
hablarles más del olvido del futuro ni de la renuncia a las precauciones que ello exige.
Había que dejar las lecciones sobre el abandono a la Providencia, y en este caso,
dejarlos sin armas y sin defensa contra los dardos del espíritu maligno, que les
atacaba en su debilidad. En tal situación, ¿qué hubiera sido de su pequeño rebaño?
Satán lo iba a dispersar de nuevo, sin duda alguna, y obtendría una segunda victoria
con una nueva deserción. Si el diablo hubiera logrado hacer salir a estos últimos
maestros, como ocurrió con los primeros, su triunfo hubiera sido completo, y hubiera
conseguido ver el fin de una obra de la cual comenzaba a temer seriamente las
250 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

consecuencias, y la hubiera asfixiado en la cuna. Ésos eran los diversos pensamientos


que preocupaban al señor De La Salle y que le llevaron a una profunda perplejidad.
Vamos a verle salir de ella, con gloria, en el capítulo siguiente por la generosa
resolución de dejarlo todo, a ejemplo de los apóstoles, y de despojarse de su canonjía
y de su fortuna, para apegarse a Jesucristo desnudo en la cruz.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 251

CAPÍTULO XII

El señor De La Salle delibera si deberá abandonar su canonjía;


razones que le inducen a esta generosa resolución;
toma la decisión, pero no se atreve a realizarla
hasta que su director lo autoriza

La respuesta viva e ingenua que los maestros de escuela habían dado a su superior
no fue una de esas réplicas que primero chocan pero luego sólo excitan en el
espíritu movimientos pasajeros. Impregnó tanto el espíritu del canónigo que quedó
impresa en él. El primer efecto fueron profundas reflexiones. Después vinieron las
deliberaciones y las consultas serias, y el fruto real de todo ello fue el despojo
efectivo.

1. El señor De La Salle consulta al padre Barré, mínimo,


sobre su propósito
El primer pensamiento que vino a la mente del virtuoso canónigo fue dotar de
fondos a las escuelas y destinar a esa fundación sus bienes patrimoniales. ¿Qué mejor
uso podía hacer con ellos? Sus parientes eran ricos y no necesitaban esperar su
herencia para vivir con comodidad. Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, y
repártelo, dijo Jesucristo. ¿A quién, a los parientes? Si están en necesidad, así lo
manda la caridad; a ésta le gusta el orden, y pone por delante de los pobres a los
parientes que están necesitados. El orden de la caridad comienza por ellos la
distribución de los bienes, de los que se despoja el propietario deseoso de perfección;
pero si son ricos, ¿hay que entregarles el precio de la venta de la hacienda, que
aconseja el Evangelio? No, eso sería cubrirlos con lo superfluo, que podría repercutir
en su pérdida; eso sería confiarles un depósito con el encargo de dárselo a los
indigentes, que lo deben recibir de primera mano, según Jesucristo, que dijo
expresamente: y dáselo a los pobres. ¡Qué moral para el siglo en que vivimos! El
mundo no quiere más ejemplos. ¡Qué quejas grita una familia que se cree despojada
de todo lo que se da a los pobres, a la Iglesia o a las demás buenas obras!
Sin embargo, fue la práctica exacta de este consejo lo que dio nacimiento a la
Iglesia primitiva. Si se la quiere condenar, hay que emprender un proceso contra un
número
<1-190>
infinito de santos. Si estos ejemplos antiguos no tienen por qué ser imitados hoy,
habrá que creer que los consejos evangélicos son temas que prescriben en el tiempo.
252 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

Pero no se puede negar que el designio que concibió el señor De La Salle, y que
ejecutó realmente, de deshacerse de sus bienes patrimoniales en favor de los pobres,
no encuentre su apología en el evangelio y en los ejemplos de los santos. El destino
que daba a los fondos, si los destinaba a las escuelas gratuitas y cristianas llenaba
todas sus miras, pues: 1. Redundaría por completo en beneficio espiritual de los
pobres; 2. Daba seguridad a sus discípulos y los ponía a cubierto de la tentación que
los inquietaba, y que, igual que un gusano roedor, minaba y debilitaba su vocación y
su buena voluntad; 3. Cerraba la boca a sus discípulos y autorizaba, con un ejemplo
heroico de desprendimiento, las lecciones de perfección que les daba sobre el amor a
la pobreza y sobre su despojo de todas las cosas; 4. Se despojaba de todo él mismo,
y al hacerse pobre, se hacía semejante a sus hermanos, que eran pobres. Esta
resolución, en fin, no le hacía abandonar de su estado, pues podía seguir como
canónigo, lo cual le permitía continuar como superior de la nueva comunidad. Sus
primeras miras recayeron, pues, sobre el despojo de su fortuna patrimonial, pero no
sobre su prebenda. Aunque el primero no debiera realizarse sin conllevar grandes
sacrificios, el segundo encerraba mayores dificultades y más serios inconvenientes,
por lo cual el señor De La Salle no pensó en ello al principio. Pero la divina
Providencia cambió el orden de sus disposiciones y le hizo comenzar por el abandono
de su prebenda de canónigo.
El reverendo padre Barré fue el primer instrumento que utilizó el Espíritu Santo
para apoyar con sus consejos las inspiraciones secretas que él comunicaba al
canónigo. Este santo religioso mínimo había sido el primer fundador de las Escuelas
cristianas y gratuitas, y era natural solicitar el consejo de una persona que tenía una
gracia especial para orientar sobre el tema. Parecía por tanto normal que fuera él
quien aprobase el propósito del canónigo; un plan tan piadoso y desinteresado
merecería, sin duda, vivos elogios, y exigiría que el padre Barré lo apoyara con toda
su autoridad. Pero este designio, tan perfecto en sí mismo, no lo era aún
suficientemente al parecer del santo mínimo. Un hombre que no quería más fondos
para las Escuelas cristianas que la divina Providencia, no podía aprobar dedicar los
bienes a la fundación de las escuelas. Pensaba que de todo tipo de fondos, el mejor y
más seguro era el abandono a los cuidados del Padre celestial, y que las Escuelas
cristianas se arruinarían si se las dotaba de fondos. Las zorras, decía a este propósito,
tienen madrigueras, y las aves del cielo tienen nidos, pero el Hijo de hombre no tiene
dónde reclinar la cabeza. Estas palabras son de Jesucristo, y he aquí el comentario
según el padre Barré: «¿Quiénes son las zorras de las que habla el texto sagrado? Son
los hijos del siglo, que se apegan a los bienes de la tierra. ¿Quiénes son los pájaros del
cielo? Son los religiosos, que tienen su celda como asilo. Pero para los maestros y
maestras de escuela, cuya vocación es instruir a los pobres, a ejemplo de Jesucristo,
ninguna otra herencia sobre la tierra que la del Hijo del hombre. La divina
Providencia debe ser el único fondo sobre el cual hay que edificar las Escuelas
cristianas. Cualquier otro apoyo, distinto de éste, no les conviene; éste es
inquebrantable; y también ellos permanecerán inquebrantables si no tienen otro
cimiento».
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 253

2. El religioso mínimo le exige de su plan mayor perfección,


y así lo aconseja
El padre Barré, que no era, ciertamente, persona de medias tintas, al hablar al señor
De La Salle añadió que el despojo de sus bienes patrimoniales debía ser seguido por
la renuncia de su prebenda de canónigo, para que se pudiera entregar por entero, sin
división,
<1-191>
a una obra que le reclamaba por completo, y ofrecer en su persona el modelo de una
renuncia total y de un abandono perfecto, y que no atraería la gracia sobre los suyos
sino cuando les hubiera dado ese ejemplo. Un consejo de este tipo no tenía nada de
halagador; y venía de lo Alto, porque ni la carne ni la sangre podrían inspirarlo. Aquel
que era el primer autor del consejo disponía interiormente al virtuoso canónigo
susurrando al oído de su corazón lo que el santo mínimo decía al oído de su cuerpo.
Pero como el señor De La Salle no precipitaba nada, y como no quería hacer nada
sin la orden de su director ordinario, dejó madurar estos primeros proyectos de
perfección evangélica y se contentó con regar con sus lágrimas y alimentar con sus
oraciones las preciosas semillas que habían sido sembradas en su alma. Ante todo, el
piadoso canónigo, impregnado de las impresiones que había recibido en la consulta
al padre Barré, meditó sobre lo que tenía que hacer, y llevó sus pensamientos y
reflexiones a los pies del crucifijo, pidiendo a Dios sus luces y ofreciéndose a cumplir
sus designios. Cuanto más consultaba con el oráculo divino, más necesario le parecía
el hacerse pobre, con el fin de ser semejante a sus discípulos.

3. Motivos que impulsan al señor De La Salle a dejar su canonicato


He aquí las razones que le convencían de ello, y que se repetía a sí mismo: «1. No
puedo abrir la boca, ni tengo en absoluto el derecho de utilizar el lenguaje de
perfección, que yo empleaba al hablarles de la pobreza, si yo mismo no soy pobre; ni
puedo hablarles del abandono a la Providencia si yo tengo recursos asegurados contra
la miseria; ni tampoco de la perfecta confianza en Dios si unos buenos ingresos me
quitan todo motivo de inquietud. 2. Si sigo siendo lo que soy, y ellos siguen siendo lo
que son, su tentación continuará, pues lo que constituye el fondo del asunto subsistirá,
y yo no podré aportar el remedio, pues ellos tendrán siempre en mis ingresos un
pretexto especioso, e incluso razonable, para autorizar su desconfianza hacia el
presente y su inquietud hacia el porvenir. 3. Una tentación, tan lógica en apariencia,
no dejará de producir, pronto o tarde, el efecto que busca el demonio. Los maestros,
poco a poco, o todos a la vez, se marcharán, y quedará la casa vacía, por segunda vez,
y las escuelas sin personas capaces de dirigirlas. 4. Esta deserción, que puede hacer
mucho ruido en la ciudad, producirá temor en todos aquellos que podrían haber
tenido la idea de hacerse maestros de escuela; su vocación se congelaría; y antes de
ingresar en la casa sentirían la misma tentación de quienes hubieren salido. 5. Las
254 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

escuelas sin maestros seguros se hundirán con los fondos que las mantienen, y en ese
caso, los herederos querrán recuperar los bienes que se entregaron para crearlas.
6. Con todo este ritmo de caída, la fundación de las escuelas cristianas y gratuitas
quedará enterrada bajo sus ruinas, y no habrá que pensar más en resucitarla.
7. Incluso si no hubiera que temer todos estos inconvenientes, ¿debo, o incluso,
puedo, ser el superior de estos maestros sin dejar de ser canónigo? ¿Puedo
compaginar la asiduidad a estar en casa, para ponerme al frente de los ejercicios de
piedad y velar por ellos, con la asiduidad al coro y al oficio canónico? ¿Son
incompatibles estos dos empleos? Y si lo son, hay que renunciar a uno u otro. 8. Es
verdad que una prebenda de canónigo no es obstáculo para realizar buenas obras, y
que la obligación de asistir al coro y de cantar las alabanzas de Dios no impide
realizar otros servicios a la Iglesia y entregarse a la salvación de las almas. Se puede
dividir el tiempo entre estas dos nobles funciones, y demostrar que, para ser
canónigo, no es preciso estar ocioso fuera del coro, ni tampoco buscar en ese título un
honorable pretexto al salir del sitial, para tomarse
<1-192>
un descanso tan largo como el resto del día; o para engordar en una muelle indolencia,
y no hacer nada en la viña del Señor; pero ¿es cierto que puedo yo ser a la vez buen
canónigo y buen superior de una comunidad que requiere estar presente? Si cumplo
dignamente este último empleo, debo dejar aparte todas las funciones del primero;
pues, al tener obligación a estar siempre en casa, no puedo acudir nunca al coro. Por
tanto, si estos dos deberes no pueden conciliarse, hay que decidirse por uno o por otro.
Cinco o seis horas diarias de oficio canónico sería un espacio demasiado amplio para
la asiduidad que debo mantener en una casa cuya dirección asumo. 9. Pues bien, en
esta elección, ¿qué me puede determinar? ¿De qué lado debo inclinar la balanza? La
mayor gloria de Dios, el mejor servicio de la Iglesia, mi perfección y la salvación de
las almas: he ahí los objetivos que debo proponerme y las finalidades que deben
dirigirme. Pero si no tomo consejo más que en estos santos motivos, debo resolverme
a dejar el canonicato para entregarme al cuidado de las escuelas y a la formación de
los maestros destinados a atenderlas. 10. En fin, puesto que yo no me siento ya
atraído por la vocación de canónigo, me parece que ésta me ha dejado antes de que yo
abandone ese estado. Ese estado ya no es para mí, y aunque haya entrado en él por la
puerta adecuada, me parece que Dios me la abre hoy para que salga de él. La misma
voz que me llamó a él, parece que me llama a otro sitio. Llevo esta respuesta en el
fondo de mi conciencia, y la oigo cuando la consulto. Es verdad que habiendo sido la
mano de Dios la que me colocó en el estado en que estoy, debería ser ella misma la que
me retirase de él. Pero ¿no es suficientemente visible que me esté mostrando hoy otro
estado que merece la preferencia, y que me conduce a él como de la mano?».
Hay que decirlo todo, y es que el señor De La Salle miraba una canonjía en sí
misma como uno de los últimos empleos de la Iglesia. Lo decimos después de haberlo
dicho él, y ésos son los términos con que se ha expresado en su Memoria. Él quería ser
sacerdote por entero y ejercer todas las funciones del sacerdocio. Hubiera pensado
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 255

que enterraba el talento que se le había confiado en la ordenación y que dejaba


improductivo el poder que había recibido con el carácter sacerdotal si lo hubiera
reducido a los límites de un oficio de canónigo. En efecto, un canónigo sacerdote, que
goza de salud, de ciencia, de talento y de costumbres edificantes, si se limita al simple
deber de asistir al oficio, no parece que llene todos las obligaciones que impone el
sacerdocio. Deja en la inutilidad una parte de los poderes que recibió por la
imposición de las manos para bien de la diócesis en que se halla. ¿Debe negar sus
servicios a una Iglesia que le alimenta y al prelado que es su cabeza, si se lo permiten?
Si la dignidad de canónigo dispensa hoy de la obligación de trabajar, es preciso
decir que no fue siempre así. Si nos remontamos a los comienzos, se verá que en otro
tiempo cualquier sacerdote era el hombre del obispo, empleado en el ministerio y
consagrado a cultivar el campo de la Iglesia, bajo su mirada y por su mandato. Al
menos, hay que convenir en que sólo aquellos que no tienen ni los talentos ni el
consentimiento del obispo para trabajar en ello son los que quedan dispensados.
El celo del señor De La Salle, en este estado, se hallaba muy incómodo; la santa
pasión que tenía de servir a la Iglesia también se hallaba muy molesta. Su mismo
director, sin quererlo, contribuía a quitarle el gusto por un oficio que no se acomodaba
bien con la plena libertad en que él deseaba hallarse para entregarse totalmente al
ministerio sacerdotal; pues, al exigirle una edificante asistencia al coro, le obligaba a
estar demasiado tiempo y a menudo fuera de la casa, en la que su presencia era
absolutamente necesaria. Sin embargo, el director no quiso que
<1-193>
su discípulo, permaneciendo buen canónigo, dejara de ser el vigilante superior de la
comunidad. Pronto le veremos resistirse con fuerza al designio del señor De La Salle,
cuando le propuso desprenderse de su canonicato, y no consentir en ello más que
cuando la evidencia le obligó a reconocer que era absolutamente necesario hacer una
elección entre los dos empleos incompatibles.
Durante este tiempo, el dócil discípulo, que obedecía a ciegas, y que no razonaba
en absoluto el proceder que se seguía con él, compaginaba lo mejor que podía los dos
oficios, y cumplía sus obligaciones. Asistía al coro en la medida en que la formación
y la dirección de sus discípulos y el cuidado de las escuelas y la vigilancia de la
comunidad naciente se lo permitían. Pero no realizaba esto sin un secreto deseo de
liberarse y deshacerse de una ocupación que, por muy santa y angélica que fuese, le
quitaba una parte del tiempo que quería dedicar a funciones aún más divinas. Este
atractivo le había quedado desde que el señor Roland le inspiró el designio de cambiar
su canonjía por una parroquia, y no se le había apagado por la revocación que le
obligó a hacer la orden que le dio su arzobispo. Esta voluntad de su superior le indicó
la de Dios, y se persuadió de que no estaba llamado ni a ser párroco ni a seguir como
canónigo. Sin embargo, se mantenía, como ya hemos dicho y como lo dijo él mismo,
en este último estado en espera de conocer la orden de Dios para salir de él, sin
atreverse a abandonar, por sí mismo, el lugar en que el Señor le había puesto.
256 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

De esta manera Dios, que sabe preparar con arte incomprensible el corazón
humano, disponía el suyo para sus planes de manera insensible y como natural; y
mediante el divino encantamiento de su gracia, hacía que las inclinaciones del santo
varón concordaran con su divina voluntad. Aquí, en esta situación, veo al señor De La
Salle como un hombre parado en una plaza que le presenta diferentes caminos,
indeciso sobre cuál debe tomar; delibera, consulta, se informa por cuál de ellos debe
caminar. Con todo, parece que Dios se lo muestra con bastante claridad, aunque el
santo varón, que crea una especie de ilusión en sí mismo, todavía no ve que sólo hay
uno que Dios le abre. Convencido en el fondo de su alma, por cierto instinto
sobrenatural y por una declaración secreta de la voluntad divina, de que no está
llamado ni a seguir como canónigo ni a ser párroco, permanece como determinado a
dedicarse al cultivo del nuevo campo, al que la divina Providencia le había llevado
paso a paso, sin que él se diera cuenta, para encomendarle su cuidado.
En fin, después de muchas reflexiones hechas en presencia de Dios, después de
fervorosas oraciones, después de muchas consultas, le pareció de forma clara, hacia
finales del año 1682 (dice él mismo), que Dios le llamaba a asumir el cuidado de las
Escuelas; y que teniendo que ser el primero en todos los ejercicios de la comunidad,
no podía asistir al Oficio con tanta asiduidad como le exigía su director. Así, pues,
convencido con todas las razones que se han expuesto, tomó la decisión de
desprenderse de su canonjía; pero se encontró con que su padre espiritual no estaba
dispuesto a consentirlo.
Una resolución de este tipo rara vez cuenta con aprobaciones. Era demasiado
especial y demasiado extraordinaria para que su director la apoyara con su parecer.
Además, era prudente examinar detenidamente el origen y el verdadero motivo, y
probar si era el resultado precipitado de un fervor pasajero o fruto maduro de la gracia
y de la operación del espíritu de Dios. Es necesario discriminar los espíritus y
examinar de dónde vienen y a dónde van. No se puede creer todo, de primeras, si no
quiere uno dejarse guiar por la presunción, el aturdimiento
<1-194>
o el espíritu maligno. No todos los sentimientos que llevan la apariencia de la
perfección la poseen realmente. El espíritu propio es a menudo el autor de los
proyectos que se atribuyen a Dios, y uno se entrega a la ilusión cuando no examina
con prudente lentitud las inspiraciones extraordinarias. Ésta, que comenzaba el
sacrificio con el desprendimiento de un canonicato y que debería terminar por el del
patrimonio, parecía, ante todo, temeraria. Esta elección, a los ojos de la razón
humana, era violenta; y un director prudente, que no busca sus respuestas en luces
extraordinarias y que, por principio de conducta, sólo se atiene a la prudencia
iluminada por la fe, no podía marcarla con el sello de su aprobación. Si hubiera estado
en este asunto tan inspirado como su penitente, la prudencia le hubiera dictado que no
se rindiera a la primera propuesta, sino que buscara, en un tiempo más dilatado, el
discernimiento de la voluntad de Dios. En efecto, la decisión de condenarse a la más
estricta pobreza para dedicarse a una obra cuyo éxito era inseguro, y de la cual el
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 257

proyecto era, en aquel momento, a los ojos de la carne, casi una quimera, resultaba
una resolución bien extraña y atrevida. Sería heroica, ciertamente, si el autor de la
misma fuera el espíritu de Dios; pero resultaría vana y temeraria si su origen era otro.
En efecto, ¿no era, al parecer, tentar a Dios abandonar un estado santo y seguro, para
tomar otro incierto, todavía informe, y expuesto a mil contratiempos, uno de los
cuales bastaría para arruinarlo todo? En este caso, ¿qué sería el canónigo despojado?,
¿qué personaje hubiera intentado jugar en el mundo, después de haber pretendido
representar, para su vergüenza, el de fundador?
Su virtud, sometida de ese modo a tan ruda prueba, ¿no hubiera estado en peligro
de desmoronarse? Y su caída, proporcionada con la altura de su vuelo, ¿no hubiera
sido tan funesta como vana su elevación? ¡Cuántas veces el amor propio y el orgullo
buscan ocultarse bajo ropajes de perfección! ¡Cuántas veces ha ocurrido que una
hipocresía secreta e ilusoria se ha disfrazado por fuera de virtud llamativa y relevante!
Si el plan del señor De La Salle fallaba, ¿a qué se reduciría él? Quedaría expuesto a
una afrentosa indigencia; ¿pues quién de sus familiares hubiera tenido el coraje de
cubrir las necesidades de un hombre que se hizo pobre por su propio gusto, y que
despojó a su familia de sus bienes patrimoniales? Si le hubiese ocurrido tal desgracia,
al canónigo convertido en maestro de escuela no le hubiera quedado otra salida que la
de ganarse la vida vendiendo, como los demás, sus trabajos, o cobrando por su
enseñanza, que hubiera intentado en vano que fuese gratuita y cristiana.
Después de todo, ¿no podía salvarse el señor De La Salle en el estado en que la
divina Providencia le había puesto? Si tan ávido era de la perfección, ¿qué obstáculo
encontraba para ello en su canonjía? La vida edificante que había llevado hasta
entonces, ¿no era garantía suficiente de la que debía llevar en lo sucesivo?
Considerando el futuro por lo que había sido el pasado, ¿no podía tener la seguridad
de santificarse sin correr el riesgo de caer en la ilusión, ni de engañarse con la idea de
una perfección deslumbrante y sólo aparente? Si estaba abrasado por el ministerio y
por el servicio de la Iglesia, ¿no tenía modo de satisfacer su celo, a ejemplo del señor
Roland, en el tribunal de la penitencia, en la dirección de almas, en el cuidado de las
comunidades cuya dirección ya tenía, en la cátedra de la verdad anunciando la
palabra de Dios, o en la distribución del pan celestial a los más pequeños, por medio
de instrucciones familiares, etcétera, prácticas todas ellas que ya había sabido
compaginar, como otras muchas, con la de canónigo? Y ya que su vocación no estaba
equivocada, pues había entrado en el estado eclesiástico y en la dignidad de canónigo
de la
<1-195>
catedral según las normas canónicas, y puesto que cumplía sus obligaciones con tanta
exactitud, ¿qué podía temer? ¿Por qué no seguía, con seguridad, en lo que era por
estado y por vocación de Dios: buen canónigo y buen sacerdote?
258 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

4. El señor De La Salle encuentra la oposición de su director


a este proyecto, pero al fin cede
Todas estas reflexiones eran sólidas, y bien merecían que el director dejara en
suspenso la decisión de su penitente. El director, previendo todas las dificultades de
una resolución tan singular, temía las consecuencias. Un paso de esta envergadura
necesariamente tendría que causar escándalo, aunque no produjera muchas censuras
ni desatara fuertes tormentas. Y estas tormentas no dejan de recaer sobre la cabeza de
los mismos directores espirituales, pues siempre se llevan una buena parte de las
censuras que se hacen a quienes están bajo su dirección. La gente supone que los
penitentes no escuchan más que la voz de su confesor y que sólo actúan por mandato
suyo, aunque esto, en la práctica, es muy raro y sólo sucede cuando las almas son muy
dóciles, y el número de éstas suele ser reducido. Con esta suposición, todo lo
descargan sobre los directores, y nunca fallan en atribuirles como un pecado todos los
pasos que den, ya sean santos o irregulares. Las tormentas de lenguas malvadas que
había desatado el señor De La Salle cuando introdujo a los maestros de escuela en su
casa, para llevar con ellos vida común, todavía estaban recientes, y presagiaban otras
mucho más furiosas cuando dejara de ser canónigo para ser como uno de ellos.
Por otro lado, ¿en favor de quién renunciaría el señor De La Salle a su canonjía?
Ésta era otra dificultad que arrastraría consigo nuevos inconvenientes. El virtuoso
canónigo tenía un hermano eclesiástico, que era el único de sus familiares que había
permanecido junto a él, y quien, a pesar de la familia, había seguido con él en
sociedad de vida con los maestros de escuela. Si el hermano mayor no dejaba al
hermano menor la dádiva de su prebenda de canónigo, ¡qué no se iba a decir!,
¡cuántas quejas no iban a oírse por toda la ciudad! Y una familia descontenta,
¡cuántas ofensas no iba a pregonar! Pero un hombre que comenzaba a caminar con
tanto ánimo por la senda de los santos, ¿estaría dispuesto a escuchar la voz de la carne
y de la sangre, y autorizar, con su ejemplo, la perniciosa costumbre de hacer pasar en
herencia los bienes del santuario? No hacía falta tener grandes luces para presentir
todas estas dificultades. Por esto, una vez más, la prudencia del director no se avenía a
las primeras propuestas de su penitente sobre la renuncia de su canonjía.
El señor De La Salle, dócil, humilde y sumiso, se vio forzado a suspender su plan
antes de tomar una resolución de tanta importancia en cuanto a sus finalidades y
circunstancias. Con todo, el virtuoso canónigo, que se sentía movido por la gracia,
pero que estaba impedido de seguirla por la obediencia, para no tener nada que
reprocharse, quiso adoptar todas las medidas imaginables para conocer la voluntad de
Dios. Por un lado, temía resistir al Espíritu Santo y sofocar su voz al escuchar la de la
razón natural; por otro, manteniéndose siempre en guardia contra sí mismo, temía ser
engañado si tomaba como inspiración de Dios una idea de su propio espíritu, o un
consejo equivocado del ángel maligno, que sabe muy bien oponerse a las operaciones
divinas.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 259

Para salir de esta nueva perplejidad, no encontró mejor solución que consultar a las
personas más prudentes y esclarecidas del reino. Para este fin, hizo un viaje a París,
pero allí, lejos de ver que sus dificultades se resolvían, vio que aumentaban, a causa
de la diversidad de opiniones de aquellos a quienes consultó,
<1-196>
pues unos aprobaron su plan de renunciar a su canonicato pero otros lo desaprobaron.
El fiel informe que hizo de este asunto a su director aumentó la dificultad, pues éste
se veía apoyado por el consejo de personas doctas, a las que el señor De La Salle había
consultado, se afianzó en su parecer y no permitió que su penitente pensara en la
ejecución de su piadoso plan. Pero esto no dependía del virtuoso canónigo, pues este
pensamiento le dominaba y le seguía por doquier. El Espíritu Santo, que era el autor
del mismo, se lo mantenía siempre presente, y le pedía que lo pusiera por obra. Por lo
cual, impulsado desde su interior, volvía a la carga una y otra vez, y con piadosa
insistencia solicitaba de su director que accediera a sus deseos.
Durante los nueve o diez meses que trascurrieron en esta especie de controversia,
cada día parecía proporcionar al piadoso canónigo una nueva razón para desprenderse
de su prebenda, o la misma razón producía cada día en él una impresión nueva.
Al exponérselas a su confesor, trataba de insinuar en su espíritu toda la fuerza que
tenían en el suyo. En fin, para predisponer a su juez en favor suyo, unió a sus
solicitudes las de otro eclesiástico que vivía con él, quien hizo ver con tanta claridad
al director del piadoso canónigo la imposibilidad de conciliar las dos ocupaciones que
tenía que atender, que se rindió a sus razones y a sus deseos, después de serio y
detenido examen.
Olvido decir que el reverendo padre Barré fue, de todos aquellos a quienes el señor
De La Salle consultó, quien mantuvo con más firmeza el designio de desprenderse de
la prebenda de canónigo y de despojarse de todos sus bienes patrimoniales, para
entregarse exclusivamente a los cuidados de la Providencia divina, del mismo modo
que aquellos a quienes daba lecciones tan perfectas. Este santo religioso era uno de
esos hombres que no pueden detenerse en la mediocridad, y que animan siempre a lo
más perfecto a quienes les consultan, cuando encuentran almas grandes y magnánimas,
tal como era la del piadoso canónigo. Conviene admirar, aquí, la docilidad de esta
alma grande, siempre dispuesta a los mayores sacrificios. Sin razonar, sin replicar, sin
formular dificultades, escuchó al oráculo que el Espíritu Santo le comunicaba por
boca del santo religioso y se sometió a él con respeto. Llamado a seguir las pisadas de
los apóstoles y a dejar todo para seguir a Jesucristo, su corazón, en cuanto oyó la
propuesta, dio el consentimiento; y desde aquel mismo instante se apresuró a
ejecutarlo en la medida en que la obediencia a su director se lo permitió. ¡Qué
generosidad y qué fidelidad a la gracia! ¡Qué entrega a la perfección evangélica!
Nuestro canónigo no se ató a nada, y nada le detuvo: riquezas, bienestar, vida
cómoda... Él se despoja de todo ello con la misma prontitud con que uno se deshace
de un mueble inútil, o con que uno arroja una carga pesada y molesta. Me recuerda al
260 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

publicano Mateo, que a la primera palabra de Jesucristo camina sobre sus huellas y
sólo se acuerda ya de que es rico, y que está feliz y contento, para ofrecer a Dios el
sacrificio de todo lo que tiene y de todo lo que es, realizando un generoso intercambio
de sus bienes con la pobreza de Jesucristo.
Un paso como éste, tan doloroso para la naturaleza, ¿podía nacer de la ambición y
del deseo de hacerse un nombre en el mundo? De eso le acusaban entonces sus
injustos y exagerados censores. Si hubieran querido consultar con su propio corazón
y estudiar sus inclinaciones, se habrían percatado de que tales resoluciones sólo
pueden venir de lo Alto, y que calificar de ambición un proyecto semejante es como
atribuir a Belcebú, príncipe de los demonios, los milagros de la gracia y los prodigios
que el Espíritu Santo opera en las almas.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 261

<1-197>
CAPÍTULO XIII

Medidas que adopta el señor De La Salle para desprenderse


de su canonjía, después de recibir la aprobación de su director;
oposiciones que encuentra y que supera

1. Comentarios de la gente
Nuestro piadoso canónigo, convencido de que el secreto es el alma de los negocios
y que el éxito de los mismos depenDe ese secreto, tomó todas las precauciones que
inspira la prudencia para mantener oculto su plan. Pero fue en vano. Un rumor sobre
el asunto se extendió en seguida por la ciudad, y llevó la noticia de casa en casa. Un
paso de esta naturaleza apenas se podía dar sin ruido. Como la necesidad obliga a
manifestárselo a algunas personas, y es imposible sellar las bocas de todas ellas,
nunca falta una lengua indiscreta que traiciona el secreto que su alma no puede
guardar.
Una vez descubierto este proyecto, es fácil imaginar de qué manera fue recibido
por la gente, qué murmullos suscitó entre los compañeros de cabildo y entre los
amigos y qué descontento produjo entre los familiares del señor De La Salle.
Enfrentado con la contradicción, a ejemplo de su divino maestro, ¡cuántos desprecios
tuvo que soportar en esta ocasión, cuántos reproches y cuántas bromas! A los ojos de la
gente del mundo, tenía la cabeza trastornada. Había agotado el cerebro a causa de su
estilo de vida, demasiado retirado, idealizado y mortificado. Su mente, debilitada,
quería subir demasiado alto y colocarse por encima de la común región de los
perfectos, para tomar sitio y sentarse entre los patriarcas o fundadores de órdenes.
Según el juicio de los prudentes y de los políticos, que lanzan más lejos sus miras y
que estudian el proceder de los hombres para sentenciar como maestros sobre sus
actos, nuestro canónigo, al renunciar a su estado, seguía su temperamento, que
siempre incurría en el extremismo. Según los complacientes, que saben dar siempre a
todo cierto aire ridículo y que gustan divertirse a cuenta de los devotos, ocurría que un
hombre de sangre viva y ardiente estaba cansado de pasarse el tiempo tranquilo en
una situación feliz, sin poder ejercitar su celo, si no era cantando las alabanzas de
Dios en un lugar donde algunos descansan, o incluso dormitan a veces, a la sombra
del templo. Es actitud de tozudez, decían los indiferentes, y se deja ilusionar por el
brillo de un plan de vida extraordinario. El ansia de la mayor perfección le deslumbra,
y sólo toma consejo de sí mismo. ¿Hay acaso directores tan complacientes, o de un
sentido común limitado, que aprueben semejante disparate? Así se expresaba la
gente, y el piadoso canónigo dejaba que hablasen.
262 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

Sus compañeros de cabildo y sus amigos empleaban otro lenguaje, pero tendían al
mismo objetivo. Le hacían suaves reproches porque quería abandonar su compañía,
renunciar a su amistad y darles un último adiós; le reconvenían con largas consideraciones
sobre el estado que pensaba abandonar y sobre el que quería abrazar. Todos se
complacían en utilizar su retórica para dibujarle todos los inconvenientes
imaginables del primero, y todas las ventajas del otro. ¡Qué no decían para pintar a
sus ojos, con los más negros colores, los detalles de los disgustos, de las penas y de las
miserias que iba a cosechar en el estado vil, pobre y abyecto, hacia el que manifestaba
tanta inclinación! Su elección era lamentable; tenían lástima de él, y no podían
soportar, le decían con afecto, que se fuera a confinar entre las personas más toscas y
que se condenara a vivir
<1-198>
como ellos y con ellos, como un desgraciado, el resto de sus días. ¡Vaya!, añadían
otros amigos semejantes a los de Job, ¿es que ha deshonrado su carácter sacerdotal
con algún crimen? ¿Es para expiarlo, por lo que quiere excluirse del ambiente de las
personas honradas? Y si realmente quiere hacer penitencia, ¿es necesario ir a hacerla
en un estado de suciedad y de miseria? ¿Puede preferir éste al que tiene ahora sin
deshonrarlo y sin hacer que recaiga sobre sus compañeros de cabildo y sobre uno de
los más ilustres Capítulos del mundo la indignidad de su vergonzosa preferencia?
Y todos, con un tono de profetas, le predijeron que no tardaría en arrepentirse de la
elección, y que se daría cuenta de su falta casi en cuanto la cometiera, cuando, tal vez,
ya no se pudiera remediar.
Como cada uno pensaba a su modo y quería expresar su sentimiento, las personas
de bien, e incluso las personas devotas, también se entrometían y aportaban sus
agravios para colaborar en la sentencia que la gente dictaba contra el virtuoso
canónigo. ¡Cómo!, decían éstos, ¿es que las críticas de la gente no llegan a sus oídos?
¿Acaso ignora todo lo que se dice en la ciudad? Si lo sabe, ¿por qué no obliga a todos
a que se callen, desistiendo de su extraña empresa? ¿No debe su bondad imponerle la
ley de pacificar a su familia, contrariada, y reconciliarse con los amigos y parientes
descontentos? ¿Por qué dar tanto que hablar de sí mismo, y ofrecer a los libertinos
motivos para burlarse a cuenta de los devotos y de reírse de la religión? ¿Habrá
reflexionado lo suficiente, decían otros, sobre la importancia del paso que va a dar? Si
después de algunos días de haberlo dado le disgusta y al lamentarlo se coloca del lado
de quienes lo condenaron, ¡qué vergüenza se va a llevar!, ¡qué mancha para su
piedad! Si permanece firme en su resolución, lo que puede ocurrir, pues es un
testarudo, vaya espectáculo va a dar a la gente, haciéndose, de canónigo, maestro de
escuela, poniéndose a la cabeza de una pandilla de pobres y siendo como uno de ellos.
En realidad, ¿eso no es tentar a Dios? ¿Piensa en ello? ¿Por qué no hacen que piense
en ello? ¿Es posible, decía alguno, que sea el único que no ve lo que todos ven y que,
cegado sobre el futuro no prevea las miserias que se está preparando y la triste
situación en que se va a arrojar? La historia de su vida enseñará, a su costa, a ser
prudente con sobriedad y a medir los proyectos de acuerdo con las fuerzas. Y otros
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 263

decían: ¿pero detrás de qué quiere correr nuestro paisano?, ¿tras fantasmas de
perfección? ¡Yo le creía más sensato! ¡Vaya, se deja ilusionar por piadosas quimeras!
Pues, al fin y al cabo, ¿qué es su fundación, sino pura quimera? ¡Qué sorprendido y
confuso va a estar cuando vea evaporados todos sus proyectos! ¿Puede, acaso, ocurrir
de otro modo? Suponiendo que tiene un comienzo feliz, ¿goza de suficiente crédito y
autoridad para detener todos los golpes que le vengan, y llevarlo hasta su perfección?
Yo no acabaría de referir, aunque quisiera, todo lo que se decía de él. Ya se sabe lo
que la gente puede decir en ocasiones semejantes. En una palabra, el virtuoso
canónigo tenía a todo el mundo en contra, y si hubiese querido defenderse, no habría
tenido respuestas suficientes que oponer a las numerosas acusaciones que se lanzaban
contra su proyecto.

2. El señor De La Salle deja que la gente hable, y él calla


Su defensa era el silencio, pues, de ordinario, es lo único que gusta a los santos en
estas situaciones, y está avalado por el ejemplo de Jesucristo: Jesus autem tacebat:
Jesús callaba cuando le acusaban y cuando todos pedían su condena. El silencio, en
estas situaciones delicadas, es la más elocuente defensa, que al final, pronto o tarde,
hace que la gente vuelva en sí y se retracte de su primer juicio, expresado con
demasiada precipitación. Este silencio heroico
<1-199>
es el testimonio de la inocencia y el más auténtico signo de la presencia del Espíritu
Santo en un alma. Cuanto más difícil y rara es su práctica, mayor es su mérito. Este
silencio tan elocuente fue, pues, la única respuesta de nuestro piadoso acusado. Yo no
sé si se sintió molesto por todo lo que se decía de él, pero, al menos, no lo dejó
traslucir. Sin duda que fue muy sensible al descontento y a la tristeza que su
resolución causaba a su familia, pues aunque la virtud contradice a la naturaleza, no
ahoga sus sentimientos. Para ser santo no hay que ser menos hombre; incluso se
puede decir que los santos son más hombres que los demás, en el sentido de que
teniendo una naturaleza más fina, menos amor propio y más caridad para con el
prójimo, a menudo poseen un corazón más tierno y más sensible; ternura y
sensibilidad que sólo sirve para dar a sus sacrificios más valor y mayor mérito.
Todos los familiares del señor De La Salle, desconcertados y alarmados por su
resolución, escuchaban las quejas de la gente y añadían las suyas propias para
doblegarle y obligarle a que no diese nuevo motivo de disgusto; pero en vano, porque
su elección estaba formada. No la había inspirado ni la carne ni la sangre. Quien era el
Autor le animaba a ejecutarla, y, si se me permite que le aplique el elogio dedicado al
primero de los mártires, el virtuoso canónigo, lleno de gracia y de fuerza, resistía
todos los asaltos que le dirigían. El Espíritu Santo estaba en él, y Él, sin hacerle
insensible a los dardos que le lanzaban, le hacía victorioso. Pues no se crea que, por
muy inquebrantable que pareciese externamente, este generoso atleta no se viera, a
264 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

veces, fuertemente agitado en su interior, cuando los demonios se unían a los


hombres y desataban todos sus esfuerzos para derrotarle. Él mismo confesó más de
una vez a sus discípulos que cuando el infierno se desencadenaba, más incluso que el
mundo, le planteó tan furiosos ataques que él personalmente no los hubiera podido
afrontar si el brazo del Altísimo no hubiera intervenido en su defensa.
El demonio, que es infinitamente más hábil que los hombres para trazar y pintar
con maña engañadora las imágenes más vivas y seductoras, se aplicaba a completar
en la imaginación del canónigo los cuadros más horrorosos, que sus amigos sólo
habían esbozado, de las miserias en las que se iba a zambullir. Los más vivos colores,
utilizados por una mano tan sabia y maliciosa, le presentaban el estado que iba a
abrazar con cuadros tan terribles que parecía que, una vez metido en él, iba a cosechar
todas las miserias y la más horrorosa indigencia. Parece que ya el mismo canónigo,
cuando estaba dispuesto a despojarse de todo, se veía harapiento y miserable, a la
cabeza de una cuadrilla de otros semejantes a él, a quienes iba a imitar por un exceso
de complacencia. Y ya, como el mayor de cierto número de Hermanos que no tienen
otro recurso contra todas las necesidades de la vida que el cuidado de la Providencia y
la caridad pública, se ve expuesto, con ellos, a formar una especie de asilo, o a
buscarse el pan por medio de una mendicidad vergonzosa. El hambre, la sed, el calor,
el frío, la desnudez, la miseria, los insultos, las enfermedades y el numeroso cortejo
de desdichas y penas que conlleva la pobreza serán su herencia, después de haber
renunciado a los bienes de su familia y a las rentas del santuario. Además, si fuera él
solo quien se hace pobre y miserable, sólo lo sería una vez; pero va a serlo tantas
veces como Hermanos tendrá que alimentar, los cuales, al ser sus hijos espirituales, le
causarían tantos desgarros en el corazón como los que siente una madre amorosa que
se ve, sin pan y sin alimentos, rodeada de una tropa de hijos hambrientos. En una
palabra, el demonio le abre el seno de la pobreza
<1-200>
y le muestra, en su fondo, un abismo de penalidades en el que su resolución indiscreta
y temeraria le iba a precipitar, sin que pueda volver nunca y sin que nadie se pueda
apiadar de él. Después de todo, añadía el padre de la mentira, tú serás el único que se
lamente; pues el estado que vas a abrazar es el estado de aquellos a quienes quieres
imitar. Pobres de nacimiento, lo son también por su estado; ellos, permaneciendo
pobres en esta profesión, seguirán siendo lo que son por nacimiento. Formados desde
la cuna en la indigencia, educados en la pobreza, familiarizados con las necesidades
de la vida, sólo sienten la dificultad cuando es extrema. Están acostumbrados a
prescindir de lo que no es absolutamente necesario y a sufrir todas las amarguras de la
escasez. Pero tú, educado con tanto mimo, alimentado con tanta delicadeza, que has
vivido en medio de la abundancia, a quien nunca le ha faltado nada, que ha
encontrado en los ingresos de una rica prebenda y en un buen patrimonio todas las
mieles de la vida, ¿a qué agonía te hallarás reducido, cuando, despojado de todo, te
veas en la indigencia y falto de todo; y sin que ni siquiera te puedas atrever a recurrir a
tus antiguos amigos ni a tus familiares, pues al estar todos descontentos, sentirán una
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 265

alegría maliciosa al verte sorber a largos tragos el amargo cáliz de miserias y de


desdichas que ellos no impidieron que fueras a buscar en ese nuevo estado que tantos
encantos tiene para ti? ¿Qué será de nuestro canónigo, turbado, espantado? ¿Se
volverá atrás? ¿Se atreverá a no avanzar más hacia un estado que sólo le promete
miseria? ¿Conseguirá el demonio que desde su imaginación pasen a su alma los
temores a una pobreza cercana y desesperante? ¡No permita el Señor que sobre las
ruinas de su confianza en Dios eleve un monumento a la razón humana y a la
prudencia de la carne!
El generoso canónigo saldrá victorioso de este combate con la determinación de
producir en el amor propio otra nueva llaga, y más sangrante que las anteriores, y
sellará su primera resolución con otra más heroica. El estado que va a abrazar, al
colocarle en el seno de la miseria, no le niega los medios comunes de aliviarla. La
caridad de la gente es el remedio que Dios le ha preparado, y la mendicidad es la voz
que le ha llamado. Por eso, se determina a asumir la vergüenza que eso supone, si
llega a ser preciso. Pues bien, respondió al demonio diciéndoselo a sí mismo, será
cuestión de ir a pedir limosna; y si es necesario, lo haremos.
¡Qué resolución para un joven canónigo, para una persona de familia ilustre, para
un doctor afamado, para un ministro del altar tan bien dotado con los bienes de la
Iglesia y con los del patrimonio familiar! Una resolución tan heroica, tan poco
favorable al amor propio y al orgullo natural, fue el triunfo de la caridad. Después de
una tentación tan bien combatida y de una victoria tan completa, nuestro canónigo ya
sólo tiene en cuenta los incrementos, en él, del amor y de la gracia.

3. Viaja a París para rogar al señor arzobispo de Reims


que apruebe su plan
Una vez resuelto a despojarse de todo, para caminar sobre los pasos de Jesús
desnudo y pobre, fue a París, en el mes de julio de 1683, para entrevistarse con su
arzobispo y pedirle que concediera su aprobación a la dimisión que deseaba hacer de
su canonicato; pero no le pudo hablar, porque el prelado salió hacia Reims algunos
días después.
Durante el breve tiempo que estuvo en París, nuestro virtuoso canónigo visitó al
señor de La Barmondière, a la sazón párroco de San Sulpicio, probablemente para
hablar con este santo sacerdote de su resolución y recibir de su boca nuevos consejos
para ejecutarla. Los santos se buscan mutuamente, y su mayor consuelo es conocer
sus planes, que las gentes del mundo dificultan y condenan, apoyados y autorizados
por amigos de Dios. El señor De La Salle, que nos ha dejado este hecho por escrito,
<1-201>
no nos ha permitido conocer lo que habló con este fiel servidor de Dios sobre su
nuevo Instituto, pues su humildad jamás le permitió revelar nada que pudiera servir
para su alabanza. Pero no dudaremos en absoluto en afirmar que el santo párroco dio
266 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

plena aprobación a su designio, tan condenado por el mundo, y que alabó mucho, y
eso que quienes le han conocido saben que no era pródigo en alabanzas, una obra que
prometía tanta honra para Dios y tantos servicios a los pobres. Juzguemos por la
conclusión de esta entrevista: el señor de La Barmondière, fascinado por los grandes
frutos que las nacientes escuelas producían en Reims, se apresuró a conseguir que su
extensa parroquia poseyese un bien tan grande, y obtuvo del señor De La Salle la
promesa de que él mismo vendría lo antes posible con dos de sus Hermanos para
la apertura. Concluido este acuerdo por ambas partes, el señor De La Salle dejó en
París su hatillo de viaje como prenda de su palabra, con la esperanza de que vendría
cuanto antes a ejecutarlo. Con todo, la realización de este plan no se hizo tan deprisa,
con buen disgusto del señor de La Barmondière. El señor De La Salle no pudo
cumplir su promesa hasta seis años después. Dios preparaba, de esta manera, bajo los
auspicios de este santo párroco, la entrada de las nuevas escuelas en la capital del
reino, lo cual viene a ser como la llave que les permitiría extenderse a todas las demás
ciudades de Francia.
El virtuoso canónigo tuvo que volver sobre sus pasos para encontrar en Reims a
aquel que había ido a buscar en París, y no tardó en presentarse en el arzobispado,
pero las puertas del mismo estaban cerradas para él. El prelado, que ya estaba bien
informado de los planes de Juan Bautista, de quien ya conocía el celo y el desinterés,
sólo pretendía ganar tiempo, para darle la oportunidad de reflexionar más aún y
moverle a que olvidase su resolución. Esperaba que un retraso podría frenar
insensiblemente su fervor, y dar un cambio a sus disposiciones, y que sus
consideraciones, unidas a los nuevos consejos de sus amigos y familiares, le hicieran
desistir de un designio que encontraba dificultades por todas partes.

4. El arzobispo de Reims hace todo lo posible para cambiar


los planes del señor De La Salle, pero, al no poder disuadirle,
consiente en su dimisión
Monseñor Le Tellier sentía profunda estima por un canónigo cuyos méritos y
virtudes había ya conocido con pruebas bien efectivas. Temía, con razón, que la
pérdida que sufriría su cabildo fuera seguida de la pérdida para su diócesis. Por eso,
para conservar a una persona de tanto valor para ambos, puso todo por obra. Primero,
el prelado mantuvo las puertas de su palacio cerradas para él, y buscó el modo de
cansarle, por rechazos reiterados, pues temía oír de su boca la decisión que él quería
impedir. Luego, obligado a escucharle, le dio a entender que él mismo era de la
opinión de la gente sobre el plan que le había expuesto, con el fin de desanimarlo y
hacerle olvidar la idea. Al no poder conseguirlo, accedió por fin a los deseos del
virtuoso canónigo de la manera que sigue, aunque con pena y pesar, sin darle ningún
signo de ello, sea porque consideró que era inútil mostrarlo, sea porque no quiso
entristecerle. Pero cuando el señor De La Salle se retiró, el prelado abrió su corazón
en presencia de varias personas, para manifestarles lo mucho que lamentaba la
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 267

pérdida, que preveía que iba a ocurrir, de un ministro evangélico que no tenía
parangón en la diócesis de Reims. Es lo que se manifestó algunos años después,
cuando el santo quiso abandonar Reims para ir a establecerse en París; y entonces
también encontró por parte de su arzobispo toda la oposición imaginable. En esta
nueva ocasión el prelado puso por obra todo para retenerle en su diócesis. Ni siquiera
se olvidaron las ofertas más interesantes para impedir su salida. La generosidad
de monseñor Le Tellier llegó incluso a prometer al señor De La Salle fundar
económicamente su comunidad si aceptaba
<1-202>
establecer sus escuelas en los límites de sus diócesis. La promesa era importante, pero
el hombre de Dios no pudo aceptarla, porque habría encadenado su celo y encerrado
en un espacio estrecho la obra de Dios, en relación con la cual tenía la inspiración de
extender por toda Francia. Por lo cual, el señor De La Salle, expresando su respetuosa
gratitud, rechazó generosamente tan ventajosa propuesta. Una persona a quien sólo
movían los intereses de Dios pareció insensible a los intereses humanos. Eso es lo que
creemos que debemos presentar a continuación, aunque adelantemos los tiempos,
para justificar el proceder que monseñor Le Tellier observó con respecto al señor De
La Salle. Se habría tenido la tentación de acusarle, de entrada, de haberse mostrado
duro, a menos que se tenga en cuenta el principio que le movía a actuar.
El arzobispo no se ocultaba al virtuoso canónigo sino en razón de la estima que
sentía hacia él, y por un religioso temor de perderlo. Al no permitirle que le expusiera
su proyecto, quería forzarle a que lo abandonase. Y hubiera podido conseguirlo si el
plan del canónigo no hubiera estado inspirado por Dios; pues, realmente, con
el tiempo y por la sucesión de las dificultades, los proyectos del espíritu del hombre
terminan sucumbiendo, lo mismo que las obras de su mano, pero los de Dios se
afianzan, y las demoras no impiden que vayan aumentando. Con todo, el prelado, con
su proceder, cuyo motivo ignoraba el señor De La Salle, le impulsó a que hiciera
nuevas consultas, y a revisar repetidamente una resolución tan contradicha, e incluso
a exponerla al juicio de personas que no fueran sospechosas de torcidos intereses.
De ese modo, el asunto se llevó ante nuevos jueces, cuyo presidente, por decirlo
así, era el señor Philbert, persona muy cercana a monseñor Le Tellier, y con mucho
crédito en el arzobispado. Era canónigo y profesor de teología en el seminario, y más
tarde fue chantre de la catedral. ¡Cosa admirable! El señor De La Salle fue escuchado
y apreciadas sus razones; todos aprobaron su plan, e incluso le aconsejaron que se
retirase a París, ya porque allí estaría a cubierto de todos los reproches que recibiría si
se quedaba en medio de la familia y en el lugar de su nacimiento, ya porque allí, en la
ciudad que es centro del reino, tendría más posibilidad de multiplicar sus discípulos y
enviarlos por todas partes. ¡Tan cierto es que las obras de Dios no hacen más que
crecer con las dificultades, y que los designios del Altísimo no pueden ser destruidos
por los de los hombres, como decía Gamaliel a los judíos! Cuando Dios actúa, todo
cede ante su fuerza, y todo concurre, al final, a su actuación. Él mueve los consejos y
las voluntades de los hombres; Él hace hablar, a quien le place, su lengua y todo tipo
268 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

de lenguas; y cuando quiere da testimonio de sus inspiraciones. Testigo de ello es


el falso profeta Balaam, manejado para difundir las maldiciones sobre el pueblo de
Dios, que encuentra en su boca palabras que su mente no ha dictado, y que él mismo
ve brotar bendiciones que su corazón desmiente y rechaza.
Estas nuevas consultas fueron de gran peso para el arzobispo y para la ciudad, y
además, para el humilde consultante, supusieron mayor fuerza; pues con ellas se
terminaban de eliminar todas las sospechas que las contradicciones de los hombres
hacían surgir en su espíritu, referentes al origen de su resolución, y ya no le permitía
dudar de que el autor era el Espíritu Santo, que la confirmaba por medio de aquellos
mismos que naturalmente hubieran debido atacarla. De este modo, animado de nuevo
a continuar solicitando a su arzobispo que aceptase su dimisión, se presentó otra vez
ante su puerta, y era la víspera en que el prelado debía volver a París. El canónigo la
encontró de nuevo cerrada, y ante este rechazo, se fue a la catedral a visitar a un
<1-203>
Señor de más alta autoridad, y no encontró barreras, ni puertas, ni guardias que le
prohibiesen acercarse. Allí, a los pies del altar, libre para expansionar su corazón,
hizo una oración de varias horas. Durante su larga oración, entregado a los transportes
de su fervor, ocupó el tiempo en ofrecerse a los designios de Dios, abandonarse a
su voluntad, y suplicarle que los cumpliera en él, sin ningún miramiento a sus
inclinaciones o a sus repugnancias. Permaneció demasiado tiempo en esta elevación
de espíritu, inmóvil y como muerto, para no llamar la atención de los críticos. Uno de
sus amigos, que era al mismo tiempo uno de esos falsos prudentes de los que está
lleno el mundo, compadecido maliciosamente del estado pretendidamente deplorable
del hombre de Dios, dijo a otra persona que se hallaba presente: Rece por el señor De
La Salle, que pierde el espíritu (la cabeza). Dice usted bien, contestó el otro, más
prudente que él, realmente está perdiendo el espíritu, pero es el espíritu del mundo lo
que pierde para llenarse del espíritu de Dios.
Al parecer, en esta larga oración, Dios susurró una vez más al corazón de nuestro
canónigo lo que había inspirado a sus ministros que le aconsejaran, y esto le animó
interiormente a volver al arzobispado para solicitar otra vez la aprobación del
prelado. Volvió, y esta vez, por fin, las puertas estaban abiertas. El prelado le escuchó
con bondad. El humilde canónigo, que sólo miraba a la persona de Jesucristo en la de
su obispo, y que estaba indiferente a todas sus órdenes, sólo esperaba que las dictara
para ponerlas por obra. Le abrió con candor y sencillez su corazón, y después de
haberle dado cuenta exacta de todos los pasos seguidos en el asunto, le propuso el
plan que tenía de poner en sus manos el cargo de canónigo, y también el de marchar
después a París, como el lugar más adecuado para el desarrollo de su obra. Monseñor
Le Tellier, ya casi ganado, se limitó a preguntarle si había pedido consejo en un
asunto de tanta importancia. El señor De La Salle le respondió que lo había
consultado, y que su plan había sido aprobado por el señor Philbert. En ese momento,
este canónigo estaba en el coro, y el prelado lo hizo llamar. Este antiguo superior del
seminario quedó chocado por la pregunta que monseñor Le Tellier, con su tono
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 269

habitual, le hizo, de si había aprobado la dimisión que su compañero de cabildo


deseaba hacer. No respondió ni sí ni no, sino que con un acertado rodeo desvió la
cuestión, y dijo que el señor De La Salle tenía un hermano al que podía transferir la
prebenda. Y el prelado repuso: Se la puede dar a quien le plazca, y yo aceptaré su
dimisión.

5. Extrañeza de monseñor Le Tellier cuando vio que el señor De La


Salle resignó su prebenda en favor de un sacerdote pobre,
en detrimento de su propio hermano
Apenas el prelado pronunció esta respuesta tan deseada, el señor De La Salle la
captó, y temiendo que el retraso aportara algún cambio, allí mismo redactó el acta de
su dimisión, que su director autorizó también con su firma, y suplicó al señor
arzobispo que la completara con el nombre del señor Faubert. Este eclesiástico tenía
entonces mucha fama en Reims. El talento de la palabra, que él utilizaba con especial
éxito, unido a una exacta regularidad de vida, le habían ganado buena reputación. Eso
es todo, y el piadoso canónigo no conocía una persona con mérito más distinguido, y
era el más digno de su elección; pero al ser pobre y de humilde familia, y sólo por
esto, no era del agrado de quienes valoran a los hombres con los ojos de la carne.
Si el señor De La Salle se hubiera dejado guiar por su propio corazón y por los
sentimientos de la naturaleza, su canonicato no hubiera salido de su familia, pues
tenía un hermano eclesiástico con posibilidad de desempeñar el cargo; pero este
hombre, digno de los tiempos apostólicos, que, a ejemplo de san Pablo, no escuchaba
ni la carne ni la sangre, resolvió no consultarlo con aquellos malos consejeros, por
temor de encontrar
<1-204>
alguna decepción en un asunto tan delicado, en el que para no ser engañado por su
amor propio, y para poder realizar una elección más digna, lo más seguro es preferir a
un extraño de mérito conocido que a un familiar de mérito inferior, o de un mérito
dudoso. Pero, en la práctica, ¡cuántas dificultades tenía dicha elección! Para preferir
por encima del propio hermano, o de un rico y noble ciudadano, a un extraño, a una
persona pobre, o de baja condición, o sin renombre, era necesario ponerse por encima
de los prejuicios habituales, de la nefasta costumbre autorizada por numerosos
ejemplos, de todo respeto humano, de los intereses familiares y de las habladurías
populares. Y, además, habría que entregarse como presa a las lenguas envenenadas, a
la censura pública, a los reproches de los compañeros de cabildo, a los insultos de los
familiares, a las bromas de los mundanos y a los comentarios maliciosos de un
montón de descontentos. Eso es lo que hizo el señor De La Salle: nada fue capaz de
quebrantar un corazón ya poseído por la gracia.
Esta elección, por consecuente, con todas sus circunstancias, era heroica y digna de
él, pues podía esperarse que no sería bien recibida en el arzobispado, en el cabildo de
270 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

la catedral, ni en la ciudad, y que arrojaría sobre la familia la amargura y la aflicción.


Si hubiera querido contentar a los hombres, la única elección que hubiera debido
hacer era cedérsela a su hermano, como sucesor suyo, o elegir a una persona entre sus
compatriotas que fuera de los más ricos o de los más renombrados. Una elección de
este tipo hubiera reparado un poco su honor ante el mundo, al hacer menos odiosa su
dimisión; pero estas consideraciones, que hubieran podido remover un corazón
menos dócil a la gracia que el suyo, estas razones que son todas ellas importantes para
un hombre que actúa como hombre, no tuvieron entrada en un sacerdote que sólo
escuchaba al espíritu de Dios.
La extrañeza que mostró el prelado cuando oyó al piadoso canónigo nombrar como
sucesor a una persona que no tenía nada de distinguida, aparte de su mérito personal,
y preferirle a su propio hermano y a tantos otros familiares, o miembros de familias
allegadas, como las que había en aquel momento tanto en Reims como en otros
lugares, que aspiraban desde la cuna a una prebenda de la catedral, no le desconcertó
ni hizo cambiar en nada su primera elección.

6. Monseñor Le Tellier intenta que el señor De La Salle revoque


su cesión al señor Faubert, para hacerla recaer en su hermano,
menor que él; pero los esfuerzos resultan inútiles
El señor arzobispo, al comprobar que la sorpresa que había manifestado no había
influido en nada sobre el señor De La Salle, le habló personalmente en favor de su
hermano, y sin querer quitarle la libertad de elección, intentó que la decisión recayera
sobre él, con preferencia a un extraño. La petición del prelado tenía su fuerza, sobre
todo para un hombre que sólo veía a Dios en sus superiores. Pero también sabía
distinguir cuándo actuaban como hombres y cuándo hablaban como órganos del
Espíritu Santo. Sin entrar en discusión, hizo decaer la petición con esta corta
respuesta: Me lo han aconsejado. Esta réplica detuvo a monseñor Le Tellier, y dejó al
canónigo dueño de su piadosa libertad. Su hermano no perdió nada, pues el rechazo
que hizo el señor De La Salle de nombrarle sucesor en su canonicato le mereció otra
prebenda, que le dio el prelado por propia voluntad y sin mediar ninguna petición,
como para desagraviarlo del perjuicio que había recibido por la resignación en favor
del señor Faubert. Así fue como se expresó el señor arzobispo, años más tarde,
cuando ofreció el puesto de canónigo al joven De La Salle, y comentó jocosamente
que le hacía tal regalo para reparar la locura del señor De La Salle, que había dado
su beneficio a una persona distinta de su hermano.
Es verdad que la elección del señor De La Salle no fue muy feliz de cara al futuro,
<1-205>
pues su sucesor, que era un sacerdote pobre y sencillo, muy celoso y muy trabajador,
cuando fue rico canónigo, quiso gozar, como los demás, de las comodidades de la
vida y las dulzuras del descanso, y perdió su celo y su amor al trabajo. Pero el señor
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 271

De La Salle no leía el futuro, lo cual sólo Dios se lo reserva. Su elección no se basaba


en lo que el señor Faubert sería en el futuro, sino sobre lo que era en el momento en
que elegía. Este joven eclesiástico de la diócesis de Reims era, cuando el señor De La
Salle le nombró su sucesor, el hombre de la diócesis que parecía que realizaba mayor
bien, y que prometía hacerlo mucho más en el futuro. Si en lo sucesivo no lo hizo y
cesó de caminar en aquel ritmo de vida tan regular y tan edificante, que había
comenzado, sólo le ocurrió lo que sucede todos los días, lo que ha sucedido en todos
los tiempos y a una infinidad de personas, que terminan mal después de haber
comenzado bien.

7. El señor Faubert se desdijo, más tarde, de su primer fervor,


y esto fue un motivo importante de pena para el señor De La Salle
Sin embargo, éste dio durante algún tiempo a su bienhechor consuelo y alegría por
la elección que había hecho, pues caminando sobre sus huellas, se unió a él, y
comenzó una especie de seminario menor para jóvenes eclesiásticos, al mismo
tiempo y en la misma casa en que el señor De La Salle comenzó el de su comunidad.
Hay que pensar que mientras el hombre de Dios permaneció en Reims, el señor
Faubert aprovechó su presencia, y que comenzó a relajarse cuando perdió la ayuda de
sus enseñanzas y de sus ejemplos. La vida dulce y tranquila que siguió a su vida dura
y sacrificada, después de haberle permitido descansar de sus primeras fatigas, le
permitió una situación que sólo podía encontrar en una rica prebenda, y habiéndole
sumido en el seno del descanso, llegó a estar tan gordo y tan pesado que sólo entre
ocho o diez personas pudieron llevarle para enterrarle después de su muerte. Ésta
precedió en varios años a la del señor De La Salle, que tuvo la tristeza de ver a su
sucesor en el capítulo de Reims terminar en la relajación de una carrera comenzada en
el fervor. Si el santo varón lo hubiese podido prever, según le oyeron decir, no hubiera
ido a buscar al señor Faubert entre las últimas categorías de los sacerdotes, donde
hacía maravillas y vivía como digno discípulo de Jesucristo y fervoroso ministro de
segundo rango, para hacerle ocupar su lugar entre los canónigos. Lo que parece
extraño es que el cambio de estado, tan diferente en los dos, parece que dañó la salud
del primero y abrevió sus días a causa de una vida tranquila y muelle, y que, en
cambio, las durísimas austeridades y trabajos del segundo parece que fortalecieron su
debilitada naturaleza. El señor De La Salle, nacido en la comodidad y educado con
extrema delicadeza, tal vez hubiera vivido menos tiempo si hubiera sido menos
penitente y menos austero; y el señor Faubert, que había nacido en la pobreza,
probablemente hubiera tenido más largos días si su cuerpo, acostumbrado al trabajo y
a la vida dura, no hubiera engordado tanto en el descanso y en la indolencia.
Este relato, que es muy aleccionador, se ha colocado aquí porque, dividido por
diferentes lugares en que se hubieran debido distribuir las partes, hubiera perdido su
gracia y utilidad. Retomamos ahora la continuación del relato de la dimisión que hizo
el señor De La Salle de su canonjía.
272 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

El señor Le Tellier, que vino él mismo a ser testigo de las virtudes heroicas que el
despojo del señor De La Salle descubría a sus ojos, comenzó a mirale con admiración,
después de haberle tratado antes con una especie de desprecio. El prelado no era
hombre que se entregara fácilmente a planes de perfección extraordinaria, todavía
tenía menos disposición para autorizar designios de pobreza real y de perfecto
abandono
<1-206>
a la divina Providencia. Si el virtuoso canónigo, al darle cuenta de sus escuelas, le
hubiese dicho que destinaba sus bienes patrimoniales para sostenerlas, y los ingresos
de su canonjía para atender su funcionamiento, este lenguaje, que todo el mundo
entiende, no le hubiera asustado, y hubiera podido recibir su aprobación; pero que
siendo rico quisiera llegar a ser pobre, y por propia elección dar el paso heroico desde
las comodidades de la vida a la privación de lo necesario, era un proyecto que a este
señor, tan rico y opulento, le parecía una piadosa ilusión y una de esas fantasías
agradables de devoción, más propias para hacer reír que para realizarlas. En efecto, él
se rió cuando el canónigo se lo dijo, y tal vez él mismo quiso desconcertarle y curar,
por medio del humor, su imaginación, que él creía enferma por excesiva devoción;
pero cuando vio la ejecución de esta resolución evangélica, que comenzaba por el
olvido de los más vivos sentimientos de la naturaleza, prefiriendo a un pobre
sacerdote por encima del propio hermano carnal, se dio cuenta, por fin, de que en la
Iglesia hay todavía de esos hombres nuevos que el Espíritu Santo formó el día de
Pentecostés para componer la Iglesia naciente, que buscan tesoros en la pobreza, y
que el señor De La Salle era uno de ellos. No pudo evitar mostrar su extrañeza y dejar
que el suplicante se abandonara plenamente al Espíritu de Dios, con total libertad
para seguir todos sus movimientos. Era todo lo que deseaba el piadoso canónigo, que
se consideró feliz cuando se vio libre para hacerse pobre, abyecto y muerto al mundo,
abandonando su cargo de canónigo.
Cuando salió del arzobispado con mayor satisfacción que la que tenía al entrar,
y cuando volvió a casa, reunió a todos sus discípulos para comunicarles tan buena
noticia; en fin, llegado, según sus deseos, al más alto punto de la fortuna del Calvario,
su alegría fue tan grande que en acción de gracias del favor que el cielo le concedía
cantó, e hizo cantar a su pequeña compañía, el Te Deum.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 273

CAPÍTULO XIV

El señor De La Salle mantiene la dimisión de su canonicato


en favor del señor Faubert, a pesar de las nuevas insistencias
que sus parientes, camaradas de cabildo y amigos
hicieron para cambiar su decisión

1. Críticas que la resignación del señor De La Salle en favor


del señor Faubert suscita en la ciudad de Reims.
Intentos para obligarle a revocarlo
La alegría espiritual que el humilde canónigo, libre ya para hacerse pobre y para
descender de su rango, había sentido al salir del arzobispado, muy pronto se vio
turbada, y apenas tuvo tiempo de saborear su dulzura. Nuevas tempestades
amenazaron un plan que corría peligro de fracasar cuando él pensaba que ya estaba
concluido. La noticia del acta que acababa de firmar y que fuera aceptada por su
arzobispo, corrió de casa en casa y de boca en boca con la rapidez que dan a tales
noticias las diversas pasiones de quienes se interesan en el asunto, y eso suscitó un
gran tumulto en la ciudad y un gran descontento en los corazones. Por todas partes no
se oían más que murmuraciones, quejas y reproches contra el piadoso culpable.
El señor De La Salle, en esta ocasión, necesitó aquella fuerza del Espíritu Santo de
la que estuvo lleno el primero de los mártires de la Ley nueva, para sostener la acción
<1-207>
heroica que acababa de hacer. El tiempo todavía le permitía desdecirse de lo hecho,
de recuperar su canonicato y dárselo a otra persona distinta del señor Faubert, más
aceptable al capítulo, mejor vista en el arzobispado y más deseable del público y de su
familia.
¿Qué no se hizo para obligarle a realizarlo? Ruegos, solicitudes, súplicas, halagos,
reproches, amenazas, invectivas... todo fue empleado. Cada uno de sus amigos, de
sus familiares y de sus compañeros de cabildo desempeñaba su particular personaje
para forzarle. Todos se interesaban por el hermano del piadoso canónigo, o si no para
él, para algún otro familiar; y en caso de negativa de uno u otro, para algún amigo
distinguido que pudiera dar lustre al capítulo, y unir al título de canónigo de una
ilustre metrópolis el de hijo de la ciudad y de buena familia. Si no todos concordaban
en el nombramiento que sugerían al señor De La Salle, todos coincidían en excluir al
señor Faubert. Los miembros del capítulo no le consideraban digno de sentarse entre
ellos y en que fuese un miembro de su noble corporación. La familia estimaba como
una injusticia que se la despojara de la prebenda de canónigo para investir con ella a
274 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

un extraño. Que este extraño tuviera o no mérito, no era lo que el mundo valoraba. A
los ojos de la gente, y para el sentir de sus familiares, no era digno de la canonjía
porque no tenía riquezas ni era de familia importante.
Sobre el asunto todos tomaron partido en la ciudad contra la dimisión, y para
obligar a retractarse a quien la había hecho. Se le aseguró que no podría dar mayor
satisfacción a su obispo, que le apreciaba, y que sólo había consentido a sus deseos
con pena y con pesar; que sus compañeros de cabildo esperaban de él esta señal de
deferencia para un capítulo que le profesaba mucho aprecio y singular estima, como
persona que era la gloria y el buen olor de Jesucristo. Se le repetía que sus amigos
particulares le pedían esta gracia, en nombre de todos los ciudadanos, y que esta
concurrencia de deseos en toda la ciudad debería bastar para mostrarle la voluntad
de Dios; y que, si dudaba de ello, sería fácil convencerle considerando que todos
firmarían la petición que se les presentase. En fin, se le decía también que no debía
hacer semejante afrenta a una familia que siempre le había querido, y que no había
merecido que pareciera como que la olvidaba y la menospreciaba, hasta el punto de
buscar un sucesor fuera de ella; que su familia era suficientemente numerosa y muy
religiosa como para encontrar en ella sujetos dignos; y que sería vergonzoso, tanto
para ella como para él, que el señor Faubert, preferido a su hermano o a cualquier otro
de sus allegados, cubriera el lugar que él abandonaba en una de las más ilustres
corporaciones del clero de Francia. En fin, le repetían que todavía podía remediar
lo hecho con satisfacción para todos, y que podría hacerlo si no se obstinaba en
demostrar en su persona que los más devotos suelen ser los más testarudos.
El señor De La Salle, en medio de estos ataques, se mantuvo inquebrantable en una
resolución que ya le había costado grandes sacrificios, y que el mismo Espíritu Santo
había fundado y cimentado sobre la ruina del amor propio a costa de la repugnancia
de la naturaleza. Tranquilo en medio de las murmuraciones, de las censuras y de las
quejas, recibía con aire inmutable las sugerencias de sus amigos como contrarias a las
del cielo, y se reía en su interior cuando imputaban a su amor propio, a una ambición
secreta, al orgullo refinado y a su testarudez, un paso que la naturaleza había
disputado a la gracia con tanta fuerza, y cuya ejecución, comenzada con sacrificios
importantes, le reservaba otros nuevos y
<1-208>
mucho más hirientes para cada día de su vida, y de los cuales sólo Dios sería testigo, y
él, la víctima.
Una elección tomada según Dios, a costa de la carne y de la sangre, no admitía ni
lamentos ni variación. Un designio tan bien señalado por el dedo de Dios, inspirado
por tantas solicitudes interiores y por movimientos del Espíritu Santo, formado
después de tantas deliberaciones y consultas, autorizado, al fin, por el consentimiento
del primer superior, no debería ser reexaminado, y menos aún habría que pensar en
debilitarlo o modificarlo. Así, pues, cuando sus amigos se dieron cuenta de que sus
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 275

ruegos resultaban inútiles, y que el señor De La Salle no se dejaba llevar de


miramientos extraños, le dejaron en paz y cesaron sus insistencias.

2. Descontento del capítulo metropolitano de Reims por la resignación


a favor del señor Faubert; el cabildo escribe al señor arzobispo
para detener la negociación
Las últimas oposiciones vinieron de parte del cabildo. Esta ilustre corporación,
molesta por perder al señor De La Salle, y más aún porque su puesto era ocupado por
el señor Faubert, hizo todo lo posible para retener al primero y para excluir al otro.
Por esta razón escribieron al señor arzobispo y le expusieron el descontento por el
nombramiento del señor Faubert, y cuánto les contrariaba. Expusieron después al
prelado con qué ansia deseaban que el hermano sucediera al hermano, con exclusión
de una persona cuya elección se consideraba un desdoro para todo el grupo. El
procedimiento que se sugería al prelado para poner las cosas en su sitio era corto y
fácil. Como todavía no había sido expedido el nombramiento, para el señor arzobispo
era fácil detenerlo y no entregarlo, y emplear de inmediato su autoridad ante un
hombre que le respetaba infinitamente, para inducirle a que retuviera su canonjía o
para que la asignara a otro más agradable al cabildo, a la familia y a la ciudad. Y esto
es lo que suplicaron al prelado que hiciera. El señor Le Tellier, que pensaba lo mismo
que el capítulo, asumió sus razones y unió sus peticiones a las de los compañeros del
señor De La Salle, e intentó de nuevo retenerlo en su catedral o bien que colocase a su
hermano como su sustituto.
El señor Callou, a la sazón vicario mayor y superior del seminario de Reims, fue la
persona que al señor arzobispo le pareció la más adecuada para gestionar este asunto
y para mover un corazón cerrado a cualquier motivo humano, y lograr así la
complacencia que parecía normal a los deseos de su obispo. La tentación era sutil,
pues parecía que su origen no era ni el interés ni la pasión. Tampoco parecía que
influyeran la familia o los amigos. Presentada bajo las apariencias de la más
respetable autoridad, era bien lógica, y parecía que el siervo de Dios tendría que
hacerse un escrúpulo de conciencia si no se sometía a las recomendaciones de su
primer superior, y además se las hacía presentes la persona de la diócesis con mayor
prestigio y la más considerada por su virtud y doctrina.

3. Vanos esfuerzos del señor Callou, vicario mayor y superior


del seminario de Reims, para inducir al señor De La Salle
a que revocara su renuncia
¡Qué no hizo el vicario mayor para cumplir su encargo al gusto del señor
arzobispo, del capítulo, de la familia y de toda la ciudad! No descuidó nada para hacer
sentir al siervo de Dios el poder que le daba su talento en el uso de la palabra, para
mover los corazones, que se decía que era eminente. Después de recordarle todo lo
276 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

que podía doblegarle, y haber añadido nuevos matices y nueva fuerza a sus razones,
que tantas bocas habían tratado de exponerle, para canonizarlas en cierto modo, y
consagrarlas por el concurso de la máxima autoridad, le dijo que acudía allí por
encargo del señor arzobispo para pedirle que accediera, asegurándole que el deseo del
prelado era que volviera a la catedral, y si no era posible, que diese el beneficio a su
hermano, a quien no podía negárselo sin infligir a su sangre una especie de injuria, si
revistiera con su prebenda a otra persona distinta del que era su próximo pariente y su
heredero; y le dijo, en fin, que su propio hermano era capaz y virtuoso, y que le
deshonraba si a él prefería un extraño.
<1-209>
El señor Callou se esforzó en vano por hacer hablar al Espíritu Santo por su boca; el
hombre habló por él muy bien; pero el Espíritu Santo se calló, o más bien, habló en
secreto en el corazón del señor De La Salle, para confirmarle en su resolución. Su
respuesta, corta y precisa, mostró de nuevo su desprendimiento de la carne y de la
sangre, y demostró que no escuchaba en modo alguno los sentimientos humanos. «Si
mi hermano — replicó— no fuera mi hermano, no tendría ninguna dificultad para que
entrase en mi elección, y para darle la preferencia por encima de aquel a quien
he designado, para satisfacer los deseos del señor arzobispo. Pero ¿puedo y debo
someterme a la voz de la naturaleza y a las solicitudes que la apoyan?».
Una respuesta de este tipo cerró la boca del superior del seminario de Reims,
y selló la fuente de su elocuencia. Impresionado, edificado y él mismo persuadido,
cambió de lenguaje y aprobó el plan que había ido a combatir. Después de haber
hecho hablar al hombre por su medio, hizo hablar al Espíritu de Dios, y aplaudió la
resolución heroica que no había podido quebrantar: A Dios, dijo, no le agrada que yo
os aconseje hacer lo que tanta gente desea que haga usted. Ejecute lo que el Espíritu
de Dios le inspira. Este consejo, contrario al que yo le he traído, es el suyo, y el único
que Él quiere oír. Terminó animándole a realizarlo. Era una nueva prueba de que el
Espíritu Santo pone su palabra en la boca de quien le place, y que sabe exponer su
voluntad incluso por medio de las lenguas que se han preparado para contradecirla.

4. El señor Faubert toma posesión de la canonjía del señor De La Salle


El señor Callou, más satisfecho de haber visto que el siervo de Dios se mantuvo
inquebrantable en sus disposiciones heroicas que si le hubiera visto condescender con
el gusto de la gente, se congratuló por ello y dio cuenta al señor arzobispo del poco
éxito conseguido en su comisión. También el mismo señor De La Salle le escribió, y
en su carta manifestó con generosidad la respuesta que había dado, y la aprobación
que había obtenido de boca del superior del seminario, que había acudido a pedirle
otra distinta. El prelado, perdida toda esperanza de hacerle cambiar, y viendo que el
tiempo no servía de nada, envió las provisiones al señor Faubert, que tomó posesión
de su canonicato el 16 de agosto de 1683. Sólo el señor De La Salle se alegró por ello.
Salió victorioso del duro combate que Dios había permitido que sostuviera para que
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 277

pudiese ganar una victoria ínclita. Se vio descargado de un rico y honroso peso a la
edad de treinta y tres años, con más alegría que aquellos que se cargan con él después
de haberlo deseado y solicitado durante mucho tiempo. Todavía le quedaba la riqueza de
su patrimonio, pero no tardará en despojarse de él, para hacerse perfectamente
conforme con Aquel que, siendo infinitamente rico, se hizo pobre por nosotros; y para
hacerse también semejante a sus Hermanos, expuesto como ellos y con ellos a las
necesidades de la vida, sin otro recurso que la divina Providencia.
¿Se puede admirar aquí suficientemente la fuerza que el Espíritu Santo da a las
almas de las que se apodera y que posee perfectamente? Lo que el mundo aborrece, lo
que más teme la naturaleza, se convierte en el objeto de sus votos y de su santa
ambición. El despojo de todas las cosas, la falta, incluso, de lo necesario, la situación
de dificultades, de trabajos y de abyección, constituye el objeto de sus deseos. Su
fortuna es real cuando son pobres y despreciados. Tienen todo lo que ansían en este
mundo cuando, despojados de sus bienes y de sus alegrías, los males y las penas
siguen siendo su riqueza. Esta herencia es la herencia de la Cruz, y ellos no quieren
otra.
Gracias al cielo que nos da todavía hoy estos hombres generosos, que caminan con
ánimo tras las huellas de los apóstoles, siguiendo al Hombre de
<1-210>
dolores. Sin vernos forzados a remontarnos a los siglos primitivos, hallamos en
nuestros tiempos discípulos del Salvador que tienen las primicias de su espíritu y que
toman como objeto de sus deseos lo que constituye el horror de la carne y del mundo.
En nuestros días, el señor De La Salle nos da, en su persona, un retrato de esos
hombres nuevos, apasionados por los sufrimientos, y que parece que sólo son atraídos
por la abyección, la pobreza y la crucifixión de la carne. ¡Qué cierto es que cuando
Dios habla a un corazón emplea un lenguaje bien distinto del de los hombres! Lo que
es aún más admirable en el señor De La Salle es que en la etapa misma en que realizaba
tan grandes cosas por Dios, él era el único que no se daba cuenta de ello. Despojado
ya de su prebenda y resuelto a despojarse de su patrimonio, muy pronto más pobre
que aquellos con quienes se asociaba, sin otra ayuda que la del Padre celestial,
expuesto, incluso, a carecer de lo necesario, lo que le sucederá con frecuencia,
comprometido a pasar el resto de sus días en un estado de humillación y de sacrificio,
se persuaDe que aún no ha hecho nada por Dios, y que aún no ha comenzado a
trabajar en la obra de su perfección. Por eso vamos a verle en seguida dedicarse a ello
con fervor increíble.
El hombre de Dios, rebajado de su rango tanto como su humildad lo podía desear,
se vio tan libre como los pájaros del cielo para volar por cualquier parte a donde la
gloria de Dios le llamara. Su desprendimiento de todas las cosas del mundo y su
entrega perfecta al servicio de Dios, eran como dos alas que le elevaban de la tierra
hacia el cielo, y le daban la agilidad de los puros espíritus y su prontitud para
trasladarse por doquier, allí donde a Dios pluguiera llamarle.
278 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

5. El señor De La Salle piensa en ir a París;


razones que tenía para hacerlo
La primera idea que tuvo después de dimitir de su canonjía fue ir a París. Era lo que
le había aconsejado el señor Philbert, lo que había prometido al señor de La
Barmondière y lo que el padre Barré deseaba con ansia. Cada una de estas tres
personas, cuyo ascendiente sobre el señor De La Salle era importante, tenía razones
distintas para comprometerle a que estableciera su residencia en París. El primero
consideraba que este cambio de lugar era necesario: 1. Para lograr que en Reims
desaparecieran las emociones, las murmuraciones y los descontentos suscitados por
los ejemplos de excesiva virtud; 2. Para apaciguar a una familia irritada por el
proceder de un familiar tan poco atento a satisfacer y cuidar su honra y sus intereses;
3. Para conseguir que el cabildo cesara en su descontento contra él, y su
indisposición contra el sustituto en la canonjía; y 4. Para tranquilizar a una ciudad
casi por completo impactada, y hasta escandalizada, en cierto modo, por unos
actos de perfección que no podía aprobar, y contra los cuales todos se habían
rebelado, según los intereses de cada uno o según los movimientos de pasión que le
dominaban.
El segundo deseaba que el señor De La Salle se trasladase a París porque miraba
por el bien de su parroquia, para la que deseaba un tesoro que la ciudad de Reims
poseía sin conocerlo.
El tercero tenía miras más amplias, y deseaba que el hombre de Dios fuera a París
tan sólo para que saliera de Reims la antorcha que allí permanecía oculta bajo el
celemín, y colocarla en la capital del reino, como sobre una alta montaña, desde la
cual podría extender su luz a todas partes y enviar discípulos que la llevaran.
Todas estas razones eran importantes e incidían sobre el espíritu del señor De La
Salle con el peso que tenían. El tiempo exigía que desapareciese de la vista de sus
conciudadanos, ya que algunos estaban muy afectados, y otros descontentos, por lo
que mantenían en sus corazones una herida que su ausencia curaría, sin duda, de
manera insensible, y les dispondría
<1-211>
a perdonarle un pecado que ante el cielo tenía inmenso mérito. Por lo demás, entre la
multitud de descontentos, siempre hay alguno que se desdice de sus prejuicios, y que,
al saber reconocer él mismo la equivocación, se acusa de su poca fe y de su poca
virtud y aprende a reconocer ejemplos perfectos en aquellos que los dan. El señor De
La Salle tenía que temer más, en lo sucesivo, los aplausos y los elogios de esas
personas que sus acusaciones y censuras. A su prudencia le correspondía declinar,
por medio de una prudente huida, este peligro, más perjudicial para la virtud que las
más violentas persecuciones. Más todavía: como entre los numerosos cristianos
débiles siempre hay algunos que gustan de la perfección y la practican, y otros que la
reconocen y la estiman, el señor De La Salle, censurado y condenado por la multitud,
no dejaba de tener admiradores y panegiristas, que saben dar a los sacrificios el valor
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 279

y la alabanza que merecen; es un escollo muy peligroso para un mérito grande. El


humilde canónigo, convertido en simple sacerdote, lo temía; y por eso deseaba
marcharse a París, y ponerse allí a cubierto de una tentación tan sutil.
Por otro lado, como era hombre de palabra, quería cumplir la que había dado al
santo párroco de San Sulpicio, de acudir junto a él con algunos de sus hijos para
iniciar en su parroquia, que era casi tan extensa como una diócesis entera, las escuelas
en su nueva modalidad. En fin, tenía tan vivo deseo de satisfacer el celo del padre
Barré, como el suyo particular, acudiendo al lugar adecuado para extender los frutos
de las escuelas por todas las partes del reino. Pensaba que así como la canonjía había
sido una cadena que le había tenido preso, Reims era ahora una cárcel en la que
permanecía encerrado, y que tenía que salir de la ciudad, después de haber salido del
cabildo, para llegar a ser libre.
¡Cuántos motivos le llaman, pues, a París! ¡Cuántas razones, que para él vienen a
ser una ley! ¿Y avanza tan rápido como desea su celo? No; él es hijo de obediencia, y
no caminará mientra ella no le llame. Todas estas razones son importantes y todas las
personas que las apoyan tienen sumo ascendiente sobre su espíritu; pero la obediencia
tiene aún una ascendencia mayor sobre su corazón. Va, cuando ella le dice ve; viene,
cuando le dice ven; actúa, cuando le manda haz esto: Dico huic vade et vadit, veni et
venit, fac hoc et facit. Si su director no añade a todas estas razones sus órdenes, para
su espíritu perderán toda la fuerza que tienen.
El señor De La Salle consideraba al señor Philbert como hombre de consejo, y sus
razones le parecían serias y determinantes. Al señor de La Barmondière y al padre
Barré los consideraba como personas santas, y como dos de los mayores servidores
de Dios que hubiera en París. Pero, con las miras de fe, consideraba a su director
como al órgano y oráculo de su voluntad. En esta actitud, él se adhería a su parecer y
le obedecía con la docilidad de un niño. Con frecuencia consultaba a personas
esclarecidas y eminentes en virtud, pero sus consejos no se convertían en decisiones
para él más que cuando su director los autorizaba. Él se atenía en todo y siempre a su
parecer, y lo prefería no sólo al suyo propio, sino también al de personas de santidad
más llamativa, persuadido de que, ante la diversidad de los consejos, tenía que
adherirse al de su ángel visible. Cuando éste había hablado, olvidaba todo lo que los
demás le habían dicho, único modo de permanecer en paz y de asegurarse de que se
sigue la voluntad de Dios.
Si no se tiene un director en quien se pueda poner plena confianza, hay que dejarlo;
cuando después de una elección juiciosa, precedida de la oración y desprendida de los
instintos de la naturaleza, de los prejuicios del mundo y de los sentimientos
<1-212>
de su propio corazón, se ha encontrado uno en quien una fe viva y pura no ve y no
escucha más que a Jesucristo, de su boca hay que esperar los oráculos divinos, y sus
consejos hay que tenerlos por leyes. El señor De La Salle nos va a dar un maravilloso
ejemplo de ello. Su inclinación le lleva a París y le aparta de Reims; el consejo del
280 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

señor Philbert se lo autoriza; su palabra, dada al señor de la Barmondière, lo exige; los


deseos del padre Barré le empujan a ello. Él se lo expone a su director con la sencillez
y el candor de un novicio, y después de la total apertura de su corazón, pide su
parecer.
¿Qué debe hacer si este parecer se opone al de esos grandes siervos de Dios y a sus
miras particulares? Debe obedecer a quien ocupa el lugar de Jesucristo. A él debe
sacrificar sus preferencias y los prudentes consejos que se le dan. Y eso es lo que él
hizo.

6. El director le cambia su intención


El consejo del director fue contrario al del señor Philbert, al de La Barmondière y al
del padre Barré; y fue el que siguió, y con justicia, pues valorando las razones del
último y comparándolas con las que se han referido, hay que reconocer que merecían
la preferencia: «Vuestro nuevo Instituto —dijo al señor De La Salle— todavía no está
bien formado, sino sólo ha sido concebido; está en peligro de nacer muerto si se le
traslada a la capital para que nazca allí. El orden de la naturaleza exige que crezca en
el seno que le ha concebido antes de salir a la luz. Hay que dejar a una planta el tiempo
de alimentarse, de fortificarse y de profundizar con buenas raíces ante de pensar en
trasladarlo y de colocarlo en mejor suelo. Si se hace antes de tiempo, se echará a
perder. La nueva comunidad es el tallo tierno que acaba de brotar en el terreno de la
ciudad de Reims; antes de llevarla a París, déjela, pues, el tiempo de formarse, de
nutrirse y de fortalecerse en el lugar donde acaba de nacer. Si quiere otra
comparación, aquí la tiene: cuando se quiere levantar un edificio hay que cavar los
cimientos, y a medida que se eleva de la tierra necesita una mano experta para
dirigirlo. Su nueva comunidad es ese edificio espiritual que requiere su presencia;
usted es quien la siente y usted es quien la construye; si va a París para recomenzarla
sobre nuevos asientos, usted prepara su ruina en Reims; se necesitará un milagro para
impedir su caída».
Y añadió: Usted la puede llamar, con razón, su compañía, el pequeño rebaño; la
forman, a lo sumo, una quincena de personas; y además están diseminadas: aquí, en
Laón, en Guisa y en Rethel. Si va a París, tendrá que llevar allá a varios, con lo cual la
debilita, al dividirla, y dejará a merced de los ardides del lobo infernal a aquellos de
los que usted se aleje; al separarlos, una parte no podrá estar allí donde usted esté, ya
que no puede multiplicarse para estar al mismo tiempo en Reims y en París; y así, al
cuidar de unos descuidará a los otros. En la medida en que su presencia cause bien
donde se encuentre, también ocasionará perjuicio allí donde esté ausente. Los
discípulos que aún se encuentran en los primeros escalones de la virtud necesitan
absolutamente un maestro que les enseñe; los viajeros que comienzan a caminar por
las sendas de la espiritualidad necesitan un guía que los dirija. De ese modo, aquellos de
los suyos que abandone a sí mismos, y que le hayan perdido, no tardarán en apartarse
del camino y perderse en un sendero en el que tan fácil es cambiar de dirección».
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 281

En fin, el director, después de haberle mostrado cuán necesaria era su presencia


<1-213>
en Reims; después de haberle expuesto el perjuicio que su retirada a París causaría en
una pequeña comunidad que estaba aún poco formada; después de hacerle recordar
las dificultades y las inquietudes que tuvo que superar para llevarla al punto en que se
hallaba, logró que estuviera de acuerdo sobre la necesidad absoluta que todavía tenía
de sus cuidados y de sus solicitudes. En cuanto al compromiso que tenía con el
párroco de San Sulpicio, de ir a abrir una escuela en su parroquia, el director alabó a
su penitente por la piadosa prisa que tenía para cumplir su palabra. «Pero esta
promesa, —le dijo— no le obliga sino suponiendo que es razonable, posible y
ventajosa para su Instituto. Si faltan estas condiciones, su palabra queda libre. Si se
empeña en cumplirla, tiene que temer que al establecerla en París la destruya en
Reims». Estas razones eran demasiado fuertes para no rendirse a ellas. Pero no fueron
ellas las que determinaron al señor De La Salle a permanecer en Reims, sino la
obediencia. Sólo ella era su oráculo; sólo sobre ella marcaba su proceder, y sólo sobre
ella quería marcar el proceder de su Instituto.
Como consecuencia de esta respuesta, que fue decisión que el señor De La Salle
no se permitió examinar, y sobre la cual hizo enmudecer sus reflexiones y sus
razonamientos, se excusó por carta ante el señor de La Barmondière por la
imposibilidad en que se encontraba de cumplir su promesa, y le rogó que esperase el
momento favorable de la Providencia, que sabe conducir todo a sus fines, como le
place. Escribió también al señor l’Espagnol, que cuidaba de la escuela de San
Sulpicio, y le decía que le aconsejaban que se quedara en Reims, y que no podía ir a
París. Cuando el padre Barré conoció esta resolución, se sintió muy afligido, pues
nadie deseaba con mayor ansia ver al señor De La Salle comenzar en París con un
establecimiento de maestros de escuela en París, con la cual no dejaría de extenderse
a las distintas partes del reino. Este objetivo era el que más preocupaba al santo
mínimo, cuyo celo se extendía a todo. Él, que había sido el primer creador de las
Escuelas cristianas y gratuitas, había pensado, en un principio, establecerlas en favor
de los dos sexos; pero no vio coronado su celo con las escuelas que había emprendido
para los niños, y se dedicó por completo a multiplicar las de niñas. Y se había
dedicado con más intensidad porque las madres habían dado origen a las maestras de
escuela de su pequeña familia, le parecía más importante darles a ellas la formación
necesaria y una santa educación, para ponerlas en disposición de instruir y enseñar
cristianamente a sus alumnas. En realidad, este cuidado se refiere igualmente a los
padres, pero éstos lo descuidan, ya que de ordinario son menos religiosos y son
menos atraídos por la piedad, y como viven más disipados y son menos asiduos a la
casa, vuelven a ella cansados y no permanecen en ella sino para dedicarse a alguna
ocupación que sólo dejan para ir a dormir. El celoso padre Barré, sin embargo, no
había abandonado el propósito de las escuelas para los niños; pero lo había retrasado
en espera del momento favorable de la divina Providencia para intentar de nuevo la
empresa. Esperaba, incluso, que el éxito que había tenido en las escuelas de niñas le
282 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

seguiría también en la de los niños, cuando llegara el momento señalado por el plan
de Dios. Pero, como tenía bastante edad, temía, con razón, que la muerte limitase sus
piadosos deseos. Así, pues, cuando vio que el señor De La Salle se dedicaba con ardor
al mismo designio, y que lo hacía como hombre apostólico, por el despojo total de
<1-214>
todas las cosas y por la práctica de las más heroicas virtudes, le honró como al hombre
enviado por Dios para dicha obra, e hizo todo lo posible para llevarle a París, pues
Reims, en opinión del santo mínimo, no era adecuado para ser la cuna de un Instituto
que debería llegar a ser universal. París era el sitio que le convenía, y el único donde
podría esperar grandes progresos. Cuando perdió la esperanza de verle allí, estuvo
inconsolable, y manifestó su pesar a cuantos esperaban tan gran bien. Sí es seguro que
la impresión que la autoridad del padre Barré producía en el espíritu y en el corazón
del fundador, la fuerza de sus razones, el brillo de su santidad, la amplitud de luces
que tenía sobre una obra para la cual había recibido las primicias del espíritu y de la
gracia, le hubiesen determinado a trasladarse a París, si la obediencia a su director no
le hubiera detenido en Reims.
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 283

CAPÍTULO XV

El señor De La Salle vende sus bienes patrimoniales


y los distribuye a los pobres con el consentimiento de su director

1. Razones que mueven al señor De La Salle a despojarse de todo


El señor De La Salle, que por el consejo de su director se quedó en la ciudad que le
había visto nacer, no pensó en otra cosa que en entregarse a la obra de la cual, al fin, se
sentía encargado. Es verdad que su éxito, su progreso y su perfección estaban en las
manos de Dios, y que él no tenía que ser más que el puro instrumento; pero Dios
quiere instrumentos adecuados a su mano, personas que, muertas a sí mismas y vacías
de su espíritu propio, no actúen más que por la impresión del suyo, y que no tengan
otro impulso que el que él quiera imprimirles. Él hizo todo su esfuerzo para situarse
en este estado de muerte. Todo su cuidado fue llegar a él, para ser el hombre de Dios
capacitado para servir a su obra. Su santificación y la de sus discípulos: ése fue el
objetivo que ocupó todo su trabajo y concentró todos sus deseos.
Para avanzar a grandes pasos por el camino de la perfección, no hay que estar
apegado a nada, y es preciso vivir despojado de todo y armarse de ánimo para seguir a
Jesucristo. Esto era lo que le faltaba al santo sacerdote y lo que iba a hacer con heroica
generosidad. Sus cadenas se habían roto; su canonicato ya no le dividía entre los
deberes del coro y los de la comunidad; la renuncia que de él había hecho terminó de
echarle del mundo, haciendo que él fuese odioso para el mundo y que el mundo fuese
odioso para él. Sin embargo, no poseía plena libertad. Si ya no tenía nada de los
bienes de la Iglesia, todavía poseía los de su patrimonio, y sabía que lo que tenía era
demasiado, y que había llegado el momento de deshacerse de ello. Su resolución,
como ya vimos, se había tomado, hacía ya tiempo, tanto sobre este asunto como sobre
el canonicato. Los motivos que lo inspiraron ya se expusieron. El consejo de
Jesucristo, que dice en términos formales: Si quieres ser perfecto, ve, vende tus
bienes, dáselo a los pobres, luego ven, y sígueme, era el primero y el más fuerte. Él
quería ser perfecto, y este deseo le imponía, como una ley, hacerse pobre.
En efecto, el despojo es el primer paso que lleva a la perfección. Hay que correr, si
se quiere seguir a Jesucristo. Pues bien, para correr hay que estar ligero,
<1-215>
sin estorbo y sin carga. El menor peso atrasa y detiene, y el de las riquezas es muy
pesado. Por tanto, es necesario deshacerse de él para alcanzar a Jesucristo. Él mismo
camina desnudo y despojado, y en su seguimiento sólo hay pobres, con los cuales una
persona rica no puede juntarse. La relación entre pobreza y perfección es tan esencial
que Jesucristo hacía depender la una de la otra. Si quieres ser perfecto, ve, vende tus
284 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

bienes y dáselo a los pobres; una vez hecho, ven, y sígueme. Por consiguiente, esta
venta y esta distribución preceden a la acción de ir y seguir a Jesucristo. La pobreza
voluntaria, que da alas para correr en pos de Jesucristo, tenía profundo atractivo para
el señor De La Salle. Encantado de su belleza, quería tenerla como esposa, bien
seguro de que los tesoros de la gracia y los bienes espirituales son la rica dote que ella
aporta a quienes la desposan por amor de Dios. Este motivo miraba a su propia
perfección. El segundo miraba a la perfección de sus hermanos.
Este deseo de perfección no podía echar raíces en sus corazones mientras
encontrase en ellos la inquietud por el futuro y las preocupaciones por el presente.
Esta tentación los tenía desquiciados, y les abría la puerta de una casa que no tenía
ninguna seguridad para el futuro, para ir a buscarla en otro sitio, inútilmente de
ordinario, y casi siempre con peligro de su salvación. Su fe no era aún suficientemente
vigorosa para enseñarles que el abandono a la divina Providencia es un capital con
fuertes intereses, y que no hay contrato ni título ni posesión que esté tan asegurado
como él; su caridad no era todavía bastante perfecta para hacerles sentir, por la
experiencia diaria, que la confianza en Dios es la clave que abre los tesoros del cielo.
Si las lecciones que su padre les había dado sobre este punto no habían tenido ningún
efecto, era porque su ejemplo todavía no les había confirmado. Era preciso, pues,
imprimir en ellos el deseo de la perfección.
En fin, su obra era una obra de la Providencia. El padre Barré, que no quiso fundar
la suya sino sobre este cimiento infinitamente sólido para almas de pura fe, que ni
siquiera les quiso dar otro nombre, inspiraba el mismo espíritu al señor De La Salle, y
le exigía que no buscara, para sus discípulos y para él mismo, otro apoyo que el brazo
del Padre celestial. La gracia hacía presentir al santo sacerdote que cuando sus
discípulos vieran que él mismo era, por elección, lo que ellos eran por necesidad, ya
no tendrían dificultad en arrojarse en los brazos de la Providencia. En una palabra, el
señor De La Salle, al querer hacerse semejante a sus Hermanos, a ejemplo de
Jesucristo, quería llegar a ser pobre con los pobres, con el fin de hacerles amar el
estado de pobreza.

2. Consulta este plan con su director, con la disposición de realizar


todo cuando le plazca
Estos tres motivos le inclinaban, pues, a despojarse de sus bienes patrimoniales,
pero como no hacía nada sin el parecer de su director, le expuso su plan, y después de
haberle explicado las razones, le rogó que le diera el mérito de la obediencia. Otra
dificultad para el director; otro paso que se le iba a atribuir a él, y que el mundo no
dejaría de considerarlo un nuevo error. Con todo, el señor De La Salle ya había hecho
tanto que no habría que extrañar de lo que hiciera ahora. Todo se esperaba de una
persona de su temperamento, e incluso el mundo estaba preparado a no encontrar
motivo de crítica en todo lo que hiciera aquel hombre, de quien ya estaban todos
cansados de censurarlo. Sea porque el director reconoció que su hijo espiritual era
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 285

hombre de gracia y que no actuaba sino movido por el espíritu de Dios, y que
oponerse a sus sentimientos sería contradecir los movimientos divinos;
<1-216>
sea que mirase a su discípulo como un hombre inspirado por el cielo, cuya dirección
no había que medirla según la del común de los mortales; sea que fue inspirado en
secreto de que diera su consentimiento a un deseo que sólo podía ser sobrenatural;
sea, en fin, que estaba persuadido de los motivos que movían a actuar a su penitente,
creyó necesario que uniera el ejemplo a la palabra, para hacer de los maestros de
escuela hombres perfectos, haciéndose semejante a ellos por el despojo total de todos
los bienes de la tierra. Cualesquiera que fueran los motivos que llevaron al director a
consentir en la petición del señor De La Salle, el caso es que lo hizo. Y aunque esta
última acción del señor De La Salle fuese mucho más singular, más heroica y más
adecuada para lograr que criticasen sus consejos, mucho más que con la dimisión del
canonicato, le pareció más fácil dar la aprobación esta vez que la primera.
En efecto, este último paso se enfrentaba con muchas más dificultades que el
anterior. Eso ya no estaba casi en uso; al menos no era fácil de hacer, pues la
oposición de los familiares apenas falta para impedir la ejecución. ¿Cómo ocurrió,
pues, que el mundo, tan dispuesto a criticar todo lo que es extraordinario en cuestión
de devoción, y que nunca aprueba actos de perfección, pareciera alarmarse menos
con la venta que hizo el señor De La Salle de todos sus bienes y de la distribución que
hizo de ellos a los pobres, ante la mirada de todos sus parientes y sabiéndolo toda la
ciudad, que por la dimisión de su canonjía? ¿Y cómo fue que su misma familia se
viera tranquilamente despojada de unos bienes, que esperaba como herencia, sin
oponerse y sin atar las manos de quien, en perjuicio suyo, daba todo su patrimonio a
los pobres? Esto es lo que me sorprende, y hay motivo de extrañeza, a mi parecer;
pues, al fin y al cabo, el bien del santuario no es un bien hereditario, y no debe pasar
en sucesión; ¿por qué quejarse, pues, de que el señor De La Salle nombrase como
sucesor al que consideraba más digno, aunque extraño? ¿Y por qué no reclamar ante
la venta que hizo de su patrimonio, en favor de los pobres, con perjuicio de sus
familiares?
Hay que reconocer que las quejas del mundo son tan injustas como raros sus
juicios. Pudo ocurrir que la gente criticara tanto este segundo paso como lo hizo con
el primero, pero que no lo sepamos porque las memorias no hablan de ello. También
pudiera ser que la distribución que el señor De La Salle hizo de sus riquezas a los
pobres, en situación de extrema calamidad, pareció un ejemplo de caridad tan
llamativo, tan edificante y tan necesario, que los más despiadados censores de su
conducta no pudieron abrir la boca; y que sus parientes, tan tímidos como la gente en
esta situación, guardaron el mismo silencio, temiendo parecer demasiado interesados
en un momento en que la miseria pública les habría atraído la vergüenza, y tal vez la
violencia, si hubieran querido oponerse a las liberalidades de un hombre que acudía,
de forma tan a propósito, a alimentar a los famélicos y a mantener a los pobres en la
poca vida que el hambre amenazaba con quitarles.
286 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

Es verdad que el señor De La Salle, resuelto a despojarse de sus riquezas


patrimoniales, al principio no sabía exactamente qué destino darles. Con todo, tenía
dos posibilidades en este asunto: la primera era distribuirlo todo por completo a todo
tipo de pobres; la segunda era destinarlo a aquellos pobres de los que estaba
encargado. Esas dos posibilidades se balanceaban en su mente con peso casi igual, y
no veía claramente por cuál debía decidirse.
<1-217>
Por un lado, sus maestros de escuela eran pobres, los primeros pobres que la divina
Providencia le había enviado, y los que merecían su preferencia, puesto que ellos
mismos estaban destinados a la instrucción de los pobres. ¿No parecía natural
asegurarles a ellos su futuro y su subsistencia? ¿No entraba en el orden de la caridad
proveer a todas las necesidades temporales de quienes eran tan necesarios para el bien
espiritual de todos los pobres? Ya que la naturaleza inspira a los padres, y casi por
todas partes la ley civil obliga a que sus bienes pasen de sus manos a las de sus hijos,
¿no era natural que el señor De La Salle, convertido en padre, cubriera con sus
despojos a los que Dios le dio como hijos?

3. Reflexiona sobre el uso que debe hacer de los bienes


de los que quiere despojarse
Por otro lado, su obra necesitaba un apoyo; y en las necesidades urgentes, requería
socorros extraordinarios. ¿De dónde tomarlos, si se presentaba una calamidad
pública? La gente, indispuesta contra él e indignada contra los suyos, no estaba
dispuesta a asistirlos. El señor De La Salle tampoco podía esperar de la casa de sus
parientes nada de lo que faltara en la suya. Había hecho demasiado, al parecer, para
avergonzarlos, y en cierto modo en su perjuicio, para poder esperar que alguna vez
sus miradas irían hacia él, y menos aún para enternecer sus corazones con las miserias
del estado en que se había metido, a pesar de ellos. El remedio contra estos
inconvenientes estaba entre sus manos: sólo tenía que aplicar a la fundación de su
obra los bienes de los que quería deshacerse por deseo de la perfección.
Nada más a propósito que este destino. La obra, en su nacimiento, hubiera parecido
que quedaba bien fundada; los maestros de escuela, que deseaban la seguridad, la
habrían encontrado en esta donación hecha en favor de ellos; sus inquietudes se
habrían calmado y su vocación quedaría bien asentada. Su estado, cambiado con el
del señor De La Salle, que se habría despojado de sus bienes en provecho de ellos,
habría prestado oídos a las lecciones de perfección que les daba; y en fin, habrían
encontrado en su persona un ejemplo brillante de despojo perfecto y de abandono a la
divina Providencia. Esta elección la apoyaban con su opinión varias personas de
piedad distinguida y por el ejemplo del señor Roland. «Puesto que está dispuesto —le
decían— a abandonar totalmente su patrimonio, hágalo en favor de su comunidad. La
bondad y cierta equidad parece que se lo imponen como un deber. Nadie podrá
encontrar en ello motivo para criticar. Es su obra y sólo está esbozada; para
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 287

sostenerse, no tiene menos necesidad de sus bienes que de su mano. En calidad de


padre debe proveer a la subsistencia de sus hijos con preferencia a los extraños. La
prudencia se lo dice, y su ben corazón debe aprobarlo. Los prudentes del siglo, que
estarían tentados de censurar el despojo de sus bienes, harán justicia al prudente
destino que haga en favor de sus escuelas.
«El ejemplo del señor Roland, cuyos consejos recibió usted cuando él vivía y cuya
memoria ha respetado usted después de su muerte, le debe servir de modelo. Él fundó
escuelas para niñas. ¿Por qué no va a hacer usted con las que tiene lo que él hizo con
las suyas?». Las apariencias se inclinaban por este sentimiento. Si lo seguía, el señor
De La Salle hubiera afianzado a los maestros de escuela y hubiera resguardado a su
pequeño rebaño contra las desconfianzas relativas al futuro.
Por otro lado, las ideas de abandono a la Providencia permanecían impresas en su
espíritu desde que el padre Barré le había enseñado tan sublimes lecciones; tenía
miedo de dar algún paso que desmintiera los sentimientos de su corazón en este
asunto. Le parecía más perfecto depositar todas las inquietudes
<1-218>
de sus hijos, igual que las suyas, en el corazón del Padre celestial, y sumergirse con
ellos en el abismo de la Providencia, que sólo abandona a los que no la honran con una
confianza perfecta. Este parecer era el del santo mínimo, que tenía como máxima que
las escuelas fundadas con bienes estarían «fundidas», y que al no haber en el mundo
un fondo más seguro que el de la Providencia, no se podrían establecer mejor que
fundándolas sobre ella. Cuanto más elevada era esta máxima, más rara resultaba. Por
tanto, su singularidad la podría hacer sospechosa al ponerla en práctica; pues lo que
especulativamente y en teoría parece más perfecto, a menudo puede quedar expuesto
a peligrosas ilusiones, y no siempre es lo más seguro de seguir.

4. Consulta a Dios sobre este asunto, y el hambre de 1684 le decide


a dar todos sus bienes a los pobres
El señor De La Salle, tan circunspecto como era, temía engañarse a sí mismo y
tomar un camino poco utilizado, so pretexto de perfección. Estos pensamientos
contrapuestos agitaban su espíritu, y no sabía cuál debía seguir. En esta incertidumbre
acudió a los pies de Jesucristo para buscar la decisión de sus dudas. La disposición
que creyó que debía aportar para dejar entrar la luz divina en su alma, fue la de
despojarse de todo tipo de inclinaciones y ponerse en el feliz estado de total
indiferencia, que tan bien prepara el corazón para conocer y ejecutar la voluntad de
Dios. Cuando se sintió en esta santa disposición, comenzó por ofrecerse a los deseos
de Dios y presentarle un abandono total y sin reserva de su persona. Luego se
permitió expansionarse con la divina Majestad en estos términos: «Dios mío, yo no sé
si hay que dotar o no de fondos a las escuelas; no me corresponde a mí fundar las
comunidades, ni saber cómo hay que fundarlas. A Vos corresponde saberlo y hacerlo
288 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

de la manera que os plazca. Yo no me atrevo a dotarlas de fondos porque no sé vuestra


voluntad. No contribuiré, pues, en nada a dotar de fondos a nuestras casas: si Vos las
dotáis de fondos, ellas quedarán dotadas de fondos; si no las dotáis de fondos, ellas
quedarán sin fondos. Os ruego que me deis a conocer vuestra santa voluntad».
Si parece que una oración tan pura no haya sido seguida de luces extraordinarias, ni
que haya iluminado a quien la hizo, mostrándole la voluntad divina, al menos fue
seguida del mismo perfecto abandono a Dios que le había precedido. El siervo de
Dios, fijado y como clavado en el seno de la Providencia, permaneció tranquilo y sin
inquietud el resto de sus días, aunque con mucha frecuencia se haya visto sometido a
las pruebas más duras, y al peligro de carecer de lo necesario.
Pero, en fin, Dios, cuyo proceder escudriñaba su siervo, hizo que le surgiera la
ocasión favorable de realizar, ante los ojos de su familia y de toda la ciudad, la venta y
la distribución de sus bienes, sin que ninguno de sus allegados acudiera a pararle los
pies y sin que nadie se atreviera a encontrar en ello nada que criticar. Ya lo hemos
dicho: había obtenido para ello permiso de su director, quien sorprendido, al
principio, por una decisión tan heroica, había formulado algunas dificultades y había
pretendido pararlo; pero luego había consentido con bastante facilidad, al ver la
disposición humilde en que se encontraba su discípulo y la total docilidad con que le
sometía su resolución. En efecto, era una actitud encantadora, y bastaba por sí sola
para persuadir al guía visible del señor De La Salle que otro más hábil que él le dirigía
en secreto y que el Espíritu Santo mismo presidía su conducta. Por muchas señales de
la inspiración celestial que llevasen sus planes, no pensaba en absoluto ejecutarlos
sino cuando la obediencia se lo permitiera. El
<1-219>
hecho que sigue es la prueba. Después de haberse abierto a su director exponiéndole
el plan de despojarse de sus bienes y de haberle rogado que le diese su
consentimiento, he aquí los términos humildes que añadió: «No me desprenderé de
ellos si usted no lo quiere; me desharé de ellos en la medida que usted lo quiera; si
usted me dice que conserve alguna cosa, aunque no sean más que cinco sueldos, los
conservaré». Qué lenguaje en un hombre de tal mérito, en una persona cuyas acciones
heroicas comenzaban ya a dar lustre a su nombre. ¿Hablaría un hijo bien educado a su
padre con mayor sumisión? Este lenguaje es realmente el de esos venturosos hijos a
los que pertenece el reino de los cielos, y a los que hay que hacerse semejante si se
quiere entrar en él. Este lenguaje es el lenguaje de la fe misma, el de la humildad y el
de la obediencia; brota de la fuente cuando sale de la boca de un alma que sólo ve con
los ojos de la fe, y que el mismo Jesucristo es su director; de quien, por un fondo
íntimo de desconfianza en sí mismo, sólo busca en él la declaración de la voluntad de
Dios; y que llevando ante sus pies un corazón indiferente y sumiso a todas sus
órdenes, las recibe con alegría y las obedece ciegamente.
Estas almas de gracia, de ordinario, cuando consultan a su director con tan santas
disposiciones, le dan luz; el Espíritu Santo, que habita en ellas, se comunica a él y le
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 289

dicta lo que les debe responder. Muy a menudo sucede que al acercárseles, él mismo
cambia de parecer y de idea, sin saber por qué ni cómo. Por lo demás, las señales que
prueban que el espíritu de Dios habla en esas almas santas, no son equívocos, en
absoluto. La perfecta docilidad, la profunda humildad y la total sumisión de corazón y
de mente con que van a los pies de su confesor, y con las que acompañan las
peticiones que le hacen, dan fe de que están movidas por el Espíritu Santo y sirven de
credencial de las inspiraciones celestiales. Lo que digo queda comprobado en el
ejemplo que voy a referir. El director del señor De La Salle no estaba dispuesto a dar
su aceptación al deseo que le iba a exponer. La petición que hacía de vender sus
bienes y distribuirlos a los pobres en una ciudad cuyas primeras autoridades y los
principales ciudadanos eran parientes suyos, era menos aceptable que la de renunciar
a su canonjía; sin embargo, el director del piadoso canónigo, que no había podido
avenirse a aquélla sino después de mucho tiempo y de muchas peticiones, a esta otra,
en cambio, accedió con bastante facilidad. ¿Cómo ocurrió esto? Sin duda, el Espíritu
Santo inspiró al director, mientras movía la lengua del señor De La Salle, que le dio
como prueba de la verdad de su inspiración la humildad, la docilidad y la sumisión de
quien le hablaba.

5. El director accede a su deseo


En efecto, en cuanto el señor De La Salle acabó de pronunciar las palabras
referidas más arriba, el director se sintió cambiado. Para liberar su propia conciencia,
concedió al señor De La Salle permiso para vender y distribuir sus riquezas entre los
pobres, asumiendo los riesgos de cuanto pudiera suceder y de cuanto se pudiera
comentar. Por suerte para ambos, las circunstancias del tiempo favorecían este paso
heroico, y daban ocasión, a la opinión pública, de canonizarlo. El año 1684, fecundo
en desgracias, hizo sentir por la Champaña toda la miseria que una larga sequía
causaba por doquier en el reino. Los pobres de la zona, llegados a la capital en busca
de socorro y unidos a los que ya había en la ciudad, hicieron de Reims un inmenso
asilo. La mayoría de sus habitantes, convertidos en mendigos por el cese de los
<1-220>
trabajos y de las manufacturas que la sequía, unida al rigor del invierno, no permitían
continuar, buscaban con vergüenza, en las casas de los ricos, un pan de limosna que los
pobres de profesión solicitan sin rubor. El hambre fue tan general y tan cruel, que
muchos ricos no pudieron aguantarla y se vieron en la situación de los miserables, sin
pan y sin atreverse a pedirlo. El excesivo precio de las provisiones y de los alimentos
no tardó en agotar las reservas y los ahorros de varios años; y los que sólo tenían una
fortuna mediana pronto fueron presa del hambre y de la miseria. Incluso comunidades
enteras, ricas y bien dotadas, siguieron la misma suerte, y tuvieron que arruinarse, por
las ventas y los préstamos, para proveer a sus necesidades.
290 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

6. Orden que siguió en la distribución de sus bienes a los pobres,


y ejemplos de virtud que dio en esta ocasión
Un año tan desastroso fue un año de extraordinarios méritos y de virtudes
deslumbrantes para el señor De La Salle, pues le ofreció la oportunidad de ejercer las
mayores obras de misericordia corporales y espirituales en una ciudad donde había
sido tan maltratado. Tuvo entonces el placer, delicioso para un santo, de alimentar a
varios de sus enemigos, y vengarse de ese modo de las lenguas murmuradoras
mediante actos heroicos de caridad. Supo, en fin, que poseía una fortuna cuando se
vio con libertad para distribuirla a los pobres; y no se puede decir qué fue para él más
grato, si hacerse pobre o si ser rico para poder asistir a los pobres.
Tuvo a la vez este doble mérito: el de aliviarlos y el de llegar a ser semejante a
ellos. Con todo, la distribución de su hacienda no la hizo al azar ni tampoco con
precipitación. Era una persona de orden, y supo hacer sus donativos. Calculó el
tiempo de duración según el de la sequía, y la extensión de la misma por las
necesidades. Para no equivocarse y para observar una especie de justicia, incluso en
la práctica de la caridad, estableció tres clases de pobres a los que deseaba asistir.
Los de la primera se encontraban en las escuelas, por lo cual los niños, después de
los ejercicios ordinarios, salían con una ración de pan, que buscaban con más avidez
que la instrucción. Los de la segunda clase eran los pobres vergonzantes. Para saber
quiénes eran fue necesaria una búsqueda cuidadosa, pues estas personas, ocultas y
encerradas en el fondo de su miseria, prefieren a menudo, por un orgullo pecaminoso,
encontrar en ella el fin de la vida y perecer, antes que manifestarse en público. El
caritativo sacerdote hizo todo lo posible para conocerlos y para no ser conocido de
ellos, con el fin de asistirlos y ocultar la mano bienhechora que calmaba su hambre y
respetaba al mismo tiempo su pudor. Si no podía ocultarse a ellas, ni ocultárselo a sí
mismo, ¡qué no hacía y qué no decía para disminuir su vergüenza, con muestras de
compasión y de ternura, seguidas de su donativos! La tercera clase de pobres a los que
alimentaba se reunían en su casa, donde él mismo, de ordinario, o si no estaba, por
medio de alguno de los piadosos eclesiásticos que vivían con él, daban algunas
instrucciones religiosas sencillas a la gente, que tienen más necesidad del alimento
del alma que el del cuerpo, y que no llegan a estar ávidos de aquél sino por la
esperanza del que le sigue.
Allí, el sacerdote limosnero, teniendo reunidos ante sus ojos a tantos indigentes de
todo tipo, veía sus necesidades espirituales para darles consejos particulares, y con
piadosas consideraciones, con correcciones prudentes y con señales de la más tierna
compasión, intentaba, antes de aliviar su miseria, curar sus almas de los males a los
que permanecen insensibles porque no los conocen.
Esta distribución diaria de pan en su casa se hacía cada mañana, y él acudía y asistía
a ella después de la celebración de la santa misa, y lo hacía
<1-221>
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 291

con sentimientos de fe y de devoción tan vivos y sensibles, que se los transmitía a


quienes estaban presentes. Como Jesucristo se hacía visible para él en sus miembros,
se arrojaba a sus pies, y se le veía darles la limosna de rodillas, con las señales de
respeto y de gozo que hubiera mostrado si estuviera alimentando al mismo Jesucristo
en persona. Hacía más, pues convertido en pobre él mismo por asistir a los pobres,
tomaba en calidad de pobre una ración del pan que distribuían y lo comía de rodillas,
delante de ellos, con un gusto y alegría que denotaban el placer que encontraba en el
seno de la caridad y de la pobreza unidas.
Llevó más lejos las cosas, ya que envidioso del mérito de la más humillante
pobreza, quiso probar la vergüenza de la mendicidad, y comer un pan vergonzoso,
pedido de puerta en puerta. La humildad y la necesidad le obligaron, al final, pues
despojado de todo y siendo más pobre que aquellos a los que había alimentado, fue
también, a pesar de su amor propio, a pedir de limosna, de casa en casa, algún trozo de
pan. Después de muchos rechazos, una buena señora le dio un trozo de pan muy duro,
que comió, por respeto, de rodillas, y con un gozo tal que no se puede expresar.
Después de haber comido este pan de limosna, partió a pie hacia Rethel, para tratar
con el señor duque de Mazarino de la apertura que proyectaba de un seminario de
maestros de escuela para las aldeas de sus dominios. Fue en esta ocasión cuando
regresaron juntos a Reims para dar cuenta de este asunto al señor arzobispo y solicitar
su aprobación; el señor Le Tellier correspondió a la caridad del uno y a la humildad
del otro, respondiéndoles que eran dos locos. Discúlpeme, monseñor, respondió el
humilde sacerdote, no hay más que uno. Quería decir que ese título le correspondía a
él, y que el duque no lo merecía. El señor De La Salle dispuso del tiempo necesario
para agotar su patrimonio, que se aproximaba a un total de cuarenta mil libras,
durante la carestía, que duró dos años completos. Cuando ésta comenzó, todavía era
bastante rico, y cuando terminó ya era pobre, y se vio en el estado que su corazón
había deseado. Contento de tener a Dios y no tener sino a Dios, podía decir con el
insigne partidario de la pobreza, san Francisco: Dios mío y todas mis cosas. Si todo lo
he perdido por Él, todo lo encuentro en Él; Él solo me basta. En efecto, todo lo
encontró en quien es la fuente de toda riqueza, la divina Providencia, en la que había
abandonado todos sus intereses y los de su pequeño rebaño, y que siempre se acordó
de él y de los suyos. No les faltó nada de lo necesario, en tanto que sí faltó a
muchísimos desgraciados, y también a los mismos ricos, que tenían dificultad para
preservarse de los zarpazos del hambre.

7. A causa de sus prodigalidades recibe reproches de sus mismos


discípulos; aprovecha la ocasión para inculcarles de nuevo
la confianza en la divina Providencia
Quienes fueron testigos de las generosas prodigalidades del caritativo sacerdote
estaban extrañadísimos y tenían dificultad para creer lo que veían con sus propios
ojos, que hubiera un hombre sobre la tierra que daba todo, sin reservarse nada, que
292 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. De La Salle

sólo fuera avaro para sí mismo y los suyos, y que sin pensar en el día siguiente dejara
en Dios el cuidado del mismo, en una época en que el día presente, a los que estaban
apremiados por el hambre, les presagiaba crueles alarmas para el día siguiente.
Un hombre que se olvidaba de sí mismo en una situación en la que cada uno,
pensando sólo en sí, olvidaba a todos los demás; un hombre que no tenía otra
preocupación que la de alimentar y aliviar a los pobres, y llegar a serlo él mismo, en
situaciones que parecía que sólo había un paso entre la pobreza y la muerte: ése era el
hombre cuyos conciudadanos no podían alabar ni admirar lo suficiente, después de
haberle cargado con tantas injurias y habladurías. Sus propios discípulos, que lo
tenían más cerca y eran testigos de sus excesos de caridad, no pudieron evitar
manifestarle su sorpresa. Aunque llegados al final de los dos años de hambre, en los
cuales
<1-222>
lo necesario, que había faltado a muchísimos otros, a ellos les había sido
proporcionado por manos del Padre celestial, todavía estaban preocupados por el
futuro. El estado de pobreza y de abandono a la Providencia que su padre acababa de
abrazar, al cual ellos mismos, en cierto modo, le habían condenado con su réplica a
las instrucciones sobre este punto, se convertía, para ellos, en otro motivo de
inquietud, ya que en caso de necesidad no podrían buscar ninguno de los recursos que
hubieran encontrado en los ingresos de su canonjía y en su patrimonio, en un hombre
despojado ya de todo. Allí era donde les esperaba el hombre de Dios. Este momento
era favorable para abrirles los ojos sobre el cuidado de la divina Providencia y para
continuar sus lecciones sobre la confianza y sobre el abandono a Dios que ellos le
habían obligado a interrumpir hasta que fuera más pobre que ellos.
El señor De La Salle aprovechó, pues, la ocasión que se le presentaba de manera
tan natural para mostrarles de manera sensible las atenciones de Dios con sus
personas y con sus necesidades; y para responderles del futuro apoyándose en el
pasado, y asegurarles que nada les faltaría mientras procuraran servir y agradar a
Dios, les dijo: «Recordad, mis carísimos Hermanos, los angustiosos días de los que
acabamos de salir. El hambre os ha mostrado todos los males que produce en los
pobres y todas las heridas que deja en las fortunas de los ricos. Esta ciudad vino a ser
como un asilo, donde los pobres se refugiaban con todas sus miserias para arrastrar
una vida lánguida, a la que el hambre pondría fin muy pronto. Durante todo ese
tiempo, en el que incluso los más ricos no estaban seguros de encontrar con dinero un
pan, tan raro como precioso, ¿qué os ha faltado a vosotros? Gracias a Dios, aunque
nosotros no tenemos ni rentas ni capital, hemos visto pasar estos dos nefastos años sin
carecer de lo necesario. No debemos nada a nadie, mientras que algunas comunidades
opulentas se han arruinado con préstamos o con ventas desastrosas, que necesitaban
para poder subsistir».
Haciéndoles palpables los milagros de la divina Providencia en su favor, les
enseñó, en fin, a abandonarse a sus cuidados. Desde entonces el demonio no tuvo ya
Tomo II - BLAIN - Libro Primero 293

acceso a su casa para sembrar en ella inquietudes y suspicacias injuriosas contra la


bondad de Dios, que al dar vida a su criaturas, se ha encargado también de proveer a
sus necesidades.
En este cimiento inconmovible fue sobre el que comenzaba a levantar su casa el
señor De La Salle. Convencido más que nunca de que la pobreza voluntaria es un
título de seguridad para todas las necesidades de la vida, no quería otro contrato que
aquel que Jesucristo firmó en su Evangelio. Sobre este punto llevó tan lejos su
perfección, que rechazó sumas importantes que algunas personas caritativas le
ofrecían para fundar casas de Hermanos. Nuestros Hermanos, decía, sólo se
sostendrán en la medida en que sean pobres. Y perderán el espíritu de su estado
cuando trabajen para procurarse comodidades que no son necesarias para la vida.
Lo que venimos de escribir de la vida del señor De La Salle recoge su infancia, su
educación, su ingreso en la Iglesia y su ministerio sacerdotal. Al seguirle por todas las
etapas de su edad hemos visto en él un modelo de inocencia para los niños, de
docilidad para los alumnos, de piedad para los jóvenes clérigos, de regularidad y
de fervor para los canónigos, y de celo y de espíritu religioso para los sacerdotes. En
lo que sigue, le vamos a ver como modelo de la mayor perfección en la formación de
su Instituto.

Fin del libro primero


Cabecera de la página 223 del tomo I de Blain, donde
comienza el Libro segundo de su Vida del señor Juan
Bautista De La Salle.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 297

<1-223>
VIDA

DEL SEÑOR JUAN BAUTISTA De La Salle,

FUNDADOR DE LOS

HERMANOS DE LAS ESCUELAS CRISTIANAS

LIBRO SEGUNDO

Donde se presenta al señor De La Salle como fundador


de una Sociedad nueva, muy útil y necesaria a la Iglesia

Hasta este momento hemos presentado al señor De La Salle como un particular,


sobre el cual el cielo tenía grandes designios, y a quien preparaba por medio de
gracias selectas y por la práctica de las más eminentes virtudes, para ser el
instrumento de una obra que destinaba, por su misericordia, a la instrucción religiosa,
a la educación y a la santificación de la juventud más pobre y abandonada. Ahora,
siguiendo la historia de su vida, le vamos a considerar como patriarca, al frente de un
Instituto que construye por inspiración del Espíritu Santo, que cultiva con cuidado y
que sostiene con su ánimo y con constantes ejemplos de santidad. Se puede juzgar de
lo que va a hacer por lo que ya ha hecho. De una persona que ha realizado tan grandes
sacrificios, ¿se puede esperar algo distinto que prodigios de gracia y de virtud?
298 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

CAPÍTULO I

Dios envía al señor De La Salle nuevos sujetos de valor.


Dura violencia que se impone para acostumbrarse
a la alimentación de sus discípulos. Hasta dónde lleva, en todo lo
demás, el espíritu de retiro, de oración y de penitencia

El señor De La Salle, degradado y, por decirlo así, rebajado de su rango, sin


ascendiente, sin amigos, y no teniendo otra cosa que presentar a quienes deseaban
seguirle sino la cruz de Jesucristo, tampoco podía pedir,
<1-224>
como condición para ingresar en su casa, sino una abnegación total y perpetua. Al
parecer, en un estado de abyección y de pobreza como el suyo, hubiera debido
permanecer solo, abandonado a su lamentable suerte, sin esperanza de que nadie se
sintiera atraído por su elección, que pudiera aumentar su pequeño rebaño. Esto
hubiera sucedido realmente así, si el espíritu humano le hubiera guiado en todos los
pasos que había dado. Hubiera quedado escondido en la oscuridad, como tantos otros
cuyo nombre se ha olvidado, y que apenas han sido conocidos, mientras estaban
vivos, en los lugares o situaciones en que ellos mismos escogieron por fantasía, por
vanidad o por secreta hipocresía.
Pero no sucede lo mismo a esos hombres divinos a quienes guía el Espíritu de Dios
y a quienes domina sólo su amor. Dios no los oculta en el secreto sino para
santificarlos a su gusto, y presentarlos luego ante el mundo para procurar su gloria y
la salvación de las almas. Así pues, capacitados para realizar grandes cosas por Dios y
por el prójimo, no permanecen siempre en el olvido que aman y abrazan. La gente
acude a buscarlos, y el cielo inspira a muchos otros que marchen tras sus huellas
siguiendo a Jesucristo. Eso es lo que le sucedió al señor De La Salle.

1. El señor De La Salle recibe nuevos sujetos que dejan los colegios


para seguirle
En poco tiempo su rebaño aumentó con nuevos jóvenes, inspirados de dejarlo todo,
a ejemplo suyo. Entre ellos había algunos que seguían estudios, y que los
abandonaron para juntarse con él, a pesar de sus familiares y a pesar de los consejos
importunos de los prudentes del mundo, que se esforzaban por apartarles de su
decisión. Estaban convencidos de que serían suficientemente sabios cuando siguieran
a Jesucristo crucificado; que no tendrían que hacer otro estudio que conocer y
practicar la doctrina cristiana a la letra, para estar en disposición de enseñarla con
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 299

fruto; y que sin ser sacerdotes, ni eclesiásticos, podían desempeñar la función del
ministerio más necesario y útil a los pobres, y la más santificante para aquellos que lo
emprenden con celo y humildad. Como el rebaño había aumentado, la casa donde
vivían resultó demasiado pequeña, y hubo necesidad de alquilar otra más amplia. Se
encontró una en la calle Nueva, y posteriormente el señor De La Salle la adquirió,
gracias a varios donativos que le hicieron para comprarla, como ya se dijo. De modo
que ha seguido siendo propiedad de los Hermanos, y es la casa que, con justa razón, se
puede considerar como la cuna del Instituto.
Al principio, permanecieron con el señor De La Salle y con los Hermanos algunos
eclesiásticos de probada piedad. Uno de ellos fue el señor Faubert, que estaba muy
unido a su bienhechor y que en aquel momento parecía que quería seguir sus pasos.
Por santa emulación, y siguiendo el ejemplo del señor De La Salle, que formaba
maestros de escuela, comenzó a educar a estudiantes pobres, constituyendo con ellos
una especie de seminario menor para eclesiásticos, que funcionaba en la misma casa.
Esta mezcla de personas con distinta vocación no podía durar mucho, y el señor De
La Salle no tardó en darse cuenta de ello, y por eso tuvo que proponer la separación.
Pero ¿cómo hacerlo? Con nuevos ejemplos de humildad y de mansedumbre, pues
marcaba todas sus acciones con muestras particulares de ambas virtudes. Se separó
de quien tenía tanto que agradecerle de la manera que hizo Abraham cuando se separó
de Lot, cediéndole el terreno. Para alejar a su rebaño del que dirigía el canónigo, le
cedió la casa, y él se trasladó con
<1-225>
los suyos a otra casa cercana, que era muy pequeña, donde vivió con ellos en una
pobreza, una mortificación y una regularidad que reproducían el retrato de la santidad
de las órdenes religiosas nacientes. Sin embargo, el santo fundador no pudo continuar
mucho tiempo en una casa tan pequeña, que además resultó poco sana y excesivamente
reducida para la realización de sus planes; por lo cual se vio forzado a pedir al señor
Faubert que se la devolviera, y regresó a ella con su pequeña comunidad al comienzo
del año 1685.
¿Cuál era entonces el estilo de vida del señor De La Salle? ¿Se creerá si se describe
por menudo? ¿Están dispuestos los cristianos de hoy a creer que un hombre de
su tiempo haya acercado su fervor al de los primeros cristianos, y haya dado en
su persona los ejemplos de penitencia, de mortificación, de humildad, de obediencia,
de retiro y de oración que se admiran en los anacoretas, en los Bernardos, Domingos y
Franciscos y en los mayores santos?
Diré la verdad si añado que los grandes sacrificios y los actos heroicos de virtud
que he referido en el libro anterior, sólo son esbozos de los que van a seguir. También
es verdad que los felices tiempos de la presencia del Espíritu Santo y de sus
comunicaciones íntimas son tiempos de abundancia y de gozo espiritual, en los
cuales las almas embriagadas del amor divino y de la dulzura de la gracia se sienten
como enajenadas, elevadas por encima de la debilidad humana, capaces de todo y
300 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

poseídas del deseo de hacer todo y de sufrir todo por Dios. Entonces ellas tienen
miradas amplias y luminosas de la más sublime perfección; entonces conciben deseos
ardientes y se sienten empujadas hacia planes heroicos. Sin embargo, sucede a veces
que vueltas a sí mismas y contradichas por la misma mano que las había transportado
tan alto, ya no encuentran alas para volar, y con frecuencia permanecen en tierra para
arrastrarse con los demás. En esta situación, alimentados con las dulzuras celestiales,
no se sienten con fuerza ni ánimo suficientes para realizar lo que habían proyectado, y
se quedan sin poner en marcha los planes de perfección, tan fáciles de formar con la
imaginación, pero que a la naturaleza le cuesta infinitamente más realizarlos.
Por lo que se refiere al señor De La Salle, no fue de esos hombres a quienes Dios
favorece en vano, y que lo sustituyen en sí mismos, pronto o tarde, por el amor propio.
Si después de haber hecho mucho por Dios recibe mucho de Dios, el uso que hace de
las nuevas gracias es enfrentarse con los más ásperos combates de la naturaleza,
y obtener sobre las carne victorias aún más gloriosas que las conseguidas sobre el
mundo.
Educado como un hijo predilecto y queridísimo de sus padres, con los cuidados de
una predilección tierna y atenta, alimentado en el seno de la abundancia, hele ahí
ahora en el seno de la indigencia, y en una pobreza que se puede decir que es el centro
de las miserias de la vida. Acostumbrado a una alimentación delicada y familiarizado
con las comodidades de la vida, ¿se podrá acostumbrar a un tipo de vida que sólo
proporciona lo que es imprescindible para no morir, y que sólo permite al hombre
vivir para hacerle sufrir? Condenado por sí mismo a un género de vida que le impide
el uso del calor y casi el del vino, de la tela y de todos los alimentos ordinarios, ¿podrá
acostumbrar a su naturaleza a aquello que le causa horror, y que con sólo verlo
ya altera su corazón y le provoca vómitos? ¿Podrá acostumbrar a su cuerpo a las
disciplinas crueles y sangrientas, a pasar noches enteras en oración y a no tener para el
reposo de la noche más que unas tablas sobre la tierra? ¿Podrá mantenerse encerrado
durante días enteros en un lugar que no tiene mucho
<1-226>
más espacio que un sepulcro, y que no le permite más libertad que la de mortificarse?
¿Podrá llevar como algo ordinario cadenillas de hierro con púas, fajas de crin y
cilicios, y mostrarse a la vista de sus conciudadanos con una vestimenta propia para
provocar la risa a sus expensas, y para atraerse las burlas de los chicos y del
populacho? Sí, lo hará, y se le verá emprender nuevos combates y conseguir nuevas
victorias sobre una naturaleza delicada, por la terrible violencia que se imponga,
primero para poder mirar lo que se le presenta, y luego (lo que causa horror con solo
decirlo) para tomar, a pesar de nuevas repugnancias, lo que un estómago delicado ha
arrojado.
Quienes conocen a los Hermanos saben cuán frugal, pobre y mortificante es su
alimento, todavía hoy; pero lo era mucho más cuando nació su Instituto, en Reims,
París y Ruán. Hace casi cuarenta años que oí decir en París, a personas que conocían
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 301

su género de vida, que ésta era tan austera como la de la Trapa, y que su alimentación
era incluso más sacrificada que la de este célebre recinto de penitencia. A su casa la
llamaban la pequeña Trapa, y quienes la conocieron de cerca aseguraban que en todo
tipo de prácticas de humildad y de mortificación, los Hermanos eran los émulos
de esos ilustres penitentes de nuestros días, que han convertido en una Tebaida un
monasterio de la Baja Normandía.
Cuando el señor De La Salle, en 1681, reunió a los maestros de escuela en su casa,
siguió viviendo con sus propios hermanos, como hacía antes; después del retiro de los
maestros, no cambió nada de lo habitual, y siguió el mismo tipo de alimentación.
Luego, cuando llevó vida común con sus discípulos, eliminando de su mesa todo lo
que podía satisfacer los sentidos, permitió que le sirvieran alimentos que no eran del
todo malos; pero una vez que se despojó de todo voluntariamente, y se vio tan pobre
como los pobres a los que cuidaba, quiso vivir como pobre y comer los mismos
alimentos.

2. Llamativa violencia que se impone el señor De La Salle


para acostumbrarse a la alimentación de los Hermanos
Esta decisión seguía a las otras ya realizadas, y no fue la menos sensible para la
naturaleza, y tal vez no me equivoco si afirmo que le costó más que las anteriores.
Para cumplirlo fielmente, prohibió a sus hijos espirituales que le sirvieran ninguna
cosa que no fuese su ración. Ellos se sintieron muy afectados, y no podía mandarles
otra cosa que pusiera más a prueba su obediencia. Conocían muy bien su delicadeza y
su complexión, y sabían que nunca se podría habituar a su alimentación. Todo lo
intentaron para lograr que retirase una orden tan costosa, cuya ejecución sería un
verdadero suplicio, tanto para ellos como para él. Pero le encontraron inflexible en
este punto, y se vieron forzados a ceder, y a servirle como a los otros, para someterse a
su voluntad y para contentar su espíritu de penitencia.
Fue entonces cuando el señor De La Salle, impregnado del espíritu de san
Bernardo, iba al refectorio como a un lugar de tormento. No se vio en mayor
dificultad que cuando tenía que tomar los alimentos. Su naturaleza, ya alarmada con
la sola idea de la dificultad que iba a afrontar, se estremecía cuando llegaba el potaje
que le traían. En aquellos momentos se encontraba ante un duro esfuerzo y frente a un
rudo combate, pues la naturaleza y la gracia, en semejantes ocasiones, se disputan
ferozmente el terreno, y ninguna se sobrepone a la otra sino después de terribles
asaltos. En aquellas circunstancias daba pena ver al canónigo despojado. Su corazón
se aceleraba y su mano
<1-227>
temblorosa, que llevaba la cuchara al plato, no podía levantarla. ¿Qué haría entonces?
¿Se obstinará, por un lado, en vencer la repugnancia que parece ponerlo en agonía, y
que amenaza con que alguna vena estalle en su pecho, por los grandes esfuerzos que
302 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

hace para comer? ¿O acaso no es ya tiempo de pagar con la penitencia el hecho de


haber sido educado con excesiva delicadeza?
Se hace violencia y come, pero el corazón no puede seguirle. Los vómitos,
comenzados a la vista y al olor del potaje, se hacen tan violentos cuando come, que a
veces devuelve hasta sangre. En tales casos, al parecer, lo prudente era ceder, pues los
esfuerzos exagerados con frecuencia tienen funestas consecuencias. Pero si cede, está
vencido. Es lo que el Espíritu Santo dice a un alma generosa, haciéndole reproches
secretos sobre su blandura y sobre la atención prestada a la voz halagadora de la carne
sensual y a los pérfidos consejos de la prudencia que la Escritura llama animal.
Reemprende, pues, el combate con nuevos ánimos, y para obtener una victoria total
sobre sí mismo, vuelve a tomar lo que ha devuelto, y a medida que come y vomita de
nuevo, sigue tomando lo que ha arrojado. Es un nuevo tipo de mortificación, del cual
ignoro qué otra persona haya dado ejemplo antes que él. Este tormento, que duró
tanto como su primera comida, siguió durante los días que siguieron. Todo lo que se
le presentaba, como ensaladas, verduras toscas y otras raciones de la más vil comida,
le provocaba vómitos.

3. Consigue la victoria sobre su delicadeza


por medio de un prolongado ayuno
Molesto por no poder vencer tan fuertes repugnancias y por tener que comenzar
cada día, y en vano, nuevos combates contra su delicadeza, tan empecinada, recurrió
al hambre para conseguir una victoria segura. Este remedio parecía peor que el mal, y
en sí mismo constituía una terrible penitencia; pero tenía que ser eficaz, pues el
hambre atenazador enseña a comer de todo, y sirve de condimento a los más insípidos
y repugnantes manjares. El cuerpo dominado por el hambre no rechaza nada, todo le
parece bueno y encuentra delicioso aquello que le horroriza cuando está bien
alimentado y saciado. Este ardid tan religioso y tan natural venció. Un ayuno riguroso
de varios días obró en una carne demasiado delicada esta especie de milagro que era
el que esperaba el señor De La Salle, y que no había podido conseguir con violencias
tan llamativas. La prolongada abstinencia le abrió el apetito y enseñó a su rebelde
cuerpo a comer con gusto lo que antes ni siquiera podía mirar. Los manjares que le
movían a acelerar el ritmo del corazón se convirtieron en delicias de una naturaleza
que sólo perdió su delicadeza cuando se vio privada de todo alimento. El combate fue
rudo, pero la victoria fue total, pues el triunfo conseguido sobre su carne duró tanto
como su vida. Quedó tan bien domada y tan perfectamente mortificada que pareció
que estuviera muerta en este asunto, sin sentimiento, sin inclinación ni rechazo para
los alimentos más repugnantes. Ya lo he dicho: algunos años más tarde se encontró en
París con los Hermanos en gran pobreza, sobre todo el año 1693, en que se vio
forzado a comer con ellos pan y alimentos que incluso los ojos más mortificados
hubieran visto con tristeza. Sin embargo, los comía sin ninguna repugnancia. Los
peores, como los más sabrosos, no tenían dificultad para él, o al menos los comía sin
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 303

prestar atención, y se levantaba de la mesa para dar gracias, sin saber lo que había
comido. Esto se manifestó un día en que el Hermano cocinero sirvió al señor De La
Salle, como también a los Hermanos, una ración de ajenjo. Todos se dieron cuenta de
la equivocación, y todos pensaron que se envenenaban, excepto el señor De La Salle.
Todos
<1-228>
dejaron su ración, después de gustarla, convencidos de que era una especie de
veneno, y todos prefirieron salir del comedor como habían entrado, sin comer, antes
que exponerse, según su idea, a una muerte segura. El señor De La Salle, que lo comió
totalmente, se sorprendió cuando sus discípulos le dijeron lo que los hijos de los
profetas al profeta Eliseo: Mors est in olla, (La muerte está en el puchero). Todos,
presurosos e inquietos por saber qué se había servido en el comedor, se percataron,
después de examinarlo, de que no había sido veneno, sino ajenjo. Si este nuevo
alimento no sirvió para alimentarlos, al menos sirvió para divertirlos. En fin, el hecho
y la falsa idea que se habían imaginado, después de haber servido de materia de la
recreación, fue motivo de la edificación y de la alabanza que merecía el ejemplo de
mortificación de su padre. Olvidaba referir que los Hermanos no perdieron nada de
esta comida de mortificación, pues el superior mandó que lo volvieran a servir al día
siguiente. Algunos, en esta segunda ocasión, no comieron más que la primera, pero al
fin se les obligó a comer el ajenjo, que se sirvió hasta que todo se acabó.
Por lo demás, los ejemplos que el señor De La Salle les daba en esta materia y en
todas las demás, eran diarios, y cada vez se presentaban otras de otro tipo. Cuando
estaba en el comedor, sentado a la mesa, ya estuviera distraído, ya atento, comía lo
que le habían servido, sin pedir nunca nada de lo que le faltase, e incluso sin dejar
escapar ni un signo sobre cualquier cosa que no tuviera. Por lo cual le sucedía que o
bien comía sin beber, o tomaba su ración sin comer pan, o comía cosas que no eran
para comer.

4. Se entrega sin ningún miramiento a la penitencia y a la oración


Si se tiene en cuenta esta rara mortificación del gusto, por el mismo rasero hay que
medir su mortificación en todo lo demás. En su cuerpo, ningún sentido carecía de su
mortificación particular; yo iba a decir, su martirio propio. Se convirtió para sí mismo
en su propio verdugo, ejerciendo sobre su cuerpo todo tipo de austeridades, las que
canoniza la Sagrada Escritura y que los santos inventaron. Ciñéndose con fajas con
puntas, o con cilicios, o con cadenillas de cobre amarillo provistas de puntas afiladas,
o añadiendo unas a otras, no abandonaba estas armas de penitencia sino para tomar
otras más crueles y más molestas. Me refiero a sus disciplinas sangrientas. Usaba las
que están fabricadas de hierro y que llevan en los extremos bolas con puntas, y con
ellas se desgarraba sin piedad. Las manchas de sangre sobre el pavimento en que caía,
o las que salpicaban las paredes del lugar donde se disciplinaba, proclamaban ante los
Hermanos, en silencio y sin que él lo supiera, cuán santamente severo era con su
304 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

cuerpo. «Lo ha tratado con excesivo rigor —dijo un día uno de sus parientes a un
Hermano que vive todavía—, y se verá obligado, como le pasó a san Francisco, a
pedirle perdón en el momento de la muerte por todo el mal que le ha hecho durante la
vida. Se ha convertido en el tirano de un cuerpo que había sido atendido con todos los
cuidados más exquisitos, pues nunca un niño fue tratado con tanta delicadeza. Sólo
aquellos que conocen esto saben que se pueden extrañar al ver cómo se repiten en su
persona los Macarios, los Hilariones, los Jerónimos y otros de las más penitentes
anacoretas».
Sus hijos tenían piedad de su padre, y trataban de buscar sus instrumentos de
penitencia, para escondérselos y conseguir así que pudiera descansar por algunos días
de tantos sufrimientos, y dejar que su cuerpo descansara un poco. De ese modo
lograron sustraerle, sin que se diera cuenta, seis de esas disciplinas, una tras otra, que
llevan todas ellas las muestras de su fervor, pues están manchadas de sangre.
<1-229>
¿Acaso su cuerpo, tan maltratado durante el día, tan cansado por los trabajos y tan
agotado por las austeridades, intentaba reparar sus fuerzas en el descanso de la
noche? Sin duda que buscaba ese reposo, pero el señor De La Salle no se lo daba,
porque se pasaba una parte de la noche en oración; y cuando la necesidad le obligaba
a pagar al sueño el tributo que la naturaleza le debe, se acostaba sobre el suelo, o sobre
sillas. No tenía otra cama. Si no podía dormir a gusto, tampoco podía dormir mucho
tiempo, pues la campana que despertaba a los Hermanos a las cuatro de la mañana
para levantarse, le encontraba ya vestido, y le recordaba que debía acudir a la oración,
ejercicio en el que se anticipaba a sus discípulos. Pero ¿qué digo? ¿Una oración que
no tenía fin podía tener un principio? Casi todo el día, lo mismo que la noche, lo
consagraba a la oración y a la contemplación. Pasaba de una a otra a través de una
serie de ejercicios que, bajo diversos nombres, formaban una oración continua.
Desocupado entonces de cualquier trabajo que le pudiera empujar hacia el exterior,
solitario en la ciudad de su nacimiento como un anacoreta en su desierto o en su
caverna, se hacía invisible. El retiro constituía sus delicias, porque favorecía su unión
con Dios. Por eso todo su cuidado era cultivar ese retiro, y cortar, sin miramiento y en
la medida en que le era posible, todo tipo de visitas activas y pasivas, para no
interrumpir, por el trato con los hombres, su conversación con Dios. Sin embargo,
a pesar suyo, algunos de sus antiguos amigos acudían a distraerle de su dedicación a
Dios. Le hacían reproches, de forma amable, de que se hubiera hecho tan esquivo, y le
decían que parecía olvidar que el hombre ha nacido para ser social, o que ignoraba
que en Reims hubiera otros habitantes, aparte de él. Por muy doloroso que le
resultaba salir de su conversación con Dios para entablarla con los hombres, no lo
dejaba entrever con ninguna señal. Ninguna niebla aparecía en su rostro que denotase
el fastidio que sentía su corazón por no estar solo con su bien soberano. Un aspecto
alegre, sereno y amable era muestra de su presencia agradable, y sus antiguos
modales, suaves, honestos, afables, eran prueba de que la soledad no le había hecho
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 305

hosco, y que no había restado a su conversación nada de la cortesía y de la educación


que mostraba cuando era canónigo.
Como su Instituto acababa de florecer, su mayor y casi única ocupación era regarlo
con sus lágrimas, cimentarlo con la sangre que sacaba de sus venas con rigurosas
disciplinas, sostenerlo con sus penitencias y alcanzarle gracias escogidas y
abundantes con fervorosas oraciones.
El santo varón, para hacerlas más eficaces ante Dios, iba todos los días a ofrecerlas
ante la tumba de san Remigio. A los pies de este ilustre arzobispo de Reims, que
mereció el título de apóstol de Francia, unía a menudo la noche a una buena parte del
día, para orar al cielo por intercesión del santo que bautizó al primer rey de los
franceses, para que fuera favorable a su obra, y de hacer descender sobre él y sobre los
suyos esta feliz lluvia de gracias que fertiliza, en virtudes y en méritos, las almas que
son inundadas por ella. Pues bien, para tener plena facilidad de expansionar su
corazón en la presencia de Dios y de llevar ante el trono de su majestad sus votos y
oraciones en el lugar donde está sepultado san Remigio, se había ganado el favor del
ayudante del sacristán de esta iglesia y había conseguido de él que le permitiese
quedar encerrado en ella. De ese modo, con plena libertad para orar y para satisfacer
su devoción en el lugar que se lo facilitaba, acababa el día y lo recomenzaba con la
oración. El santo fundador, tan cómodo como se encontraba a los pies del santo
patrón de Reims, y ante los ojos
<1-230>
de Jesucristo, para hacer de la noche entera un continuo ejercicio de contemplación
y de oración, adoptó la norma de dedicar a esta santa práctica las noches de los viernes
y de los sábados de cada semana, después de haber empleado los días a lo mismo, y
eso lo hizo durante todo el tiempo en que vivió en esta ciudad. Esos días sólo volvía a
casa para ver lo que ocurría en ella, y después de tomar muy poco alimento, se
apresuraba a volver a los pies de su apóstol, para implorar su ayuda ante Dios y para
prosternarse ante Jesucristo.
Allí, en el silencio de la noche, que servía de suplemento a la brevedad del día, más
corto que su oración, solo y sin testigos, ¿qué decía y qué hacía? ¿Unía a la penitencia,
a la oración y a las vigilias, las disciplinas que la santidad del lugar podía hacer más
fervorosas? Eso es lo que nos revelará el último día, cuando se nos manifiesten los
méritos de aquel cuya historia escribimos. El sepulcro de san Remigio era el asilo
donde el señor De La Salle nunca dejaba de refugiarse cuando surgía alguna nueva
tormenta contra su fundación. Además de los tiempos y de los días señalados, recurría
con diligencia a estos encuentros, para disipar las tormentas o apartar los rayos, con
oraciones y lágrimas, que el santo estaba conjurado a apoyar ante el trono de Dios.
Este especial atractivo por la soledad total y por la oración continua, le llevó algún
tiempo después a la soledad de los padres carmelitas descalzos, que está cerca de
Louviers, a pocas leguas de Ruán. Todos saben que estos insignes partidarios del
retiro y de la contemplación tienen casas muy alejadas del mundo, que llaman
306 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

desiertos, porque allí viven, en efecto, como los antiguos solitarios en sus lauros, en
silencio perpetuo y en el ejercicio de la contemplación que sólo se ve interrumpida
por las necesidades indispensables de la fragilidad humana. Este lugar tan apropiado
para las comunicaciones divinas, pareció un paraíso a una persona que no deseaba
mantener relación más que con Dios; pero no pudo permanecer allí mucho tiempo, ya
que sucesos imprevistos le reclamaron en Reims, y le obligaron a partir, con profundo
sentimiento, de aquel desierto tan delicioso, como lo veremos en su lugar.
Se puede decir, realmente, que el exquisito gusto por la oración y el exquisito
atractivo que sentía el señor De La Salle para verse solo con Dios le hacían casi
invisible. Su mayor pena era ver y que le vieran. De ahí le vinieron algunos reproches de
sus amigos, de que se había hecho demasiado hosco, y se sumergía lo más que podía
en sí mismo y en la soledad, para apartarse de cualquier otro conocimiento que no
fuera su Bien Amado. Sin embargo, él no estaba llamado a llevar sólo la vida de
Magdalena; la de Marta también le preparaba sus trabajos, y el cielo le permitía gustar
las dulzuras de la primera para disponerle a afrontar las dificultades de la segunda.
Con gran pesar se vio, pues, en la necesidad de robar a sus largas oraciones parte del
tiempo que dedicaba a ellas para cumplir las obligaciones de su cargo y para
dedicarse a los asuntos de la comunidad, que se multiplicaron cuando el señor Niel
abandonó las escuelas de las que estaba encargado. Antes de ello, el señor De La Salle
estaba resuelto a limitarse a las escuelas de Reims. Era suficiente para él, según creía,
y no quería ampliar sus miras. La humildad le impulsaba a ello, pero la caridad no
tiene límites, y ésta le forzó a ampliar su celo a las escuelas de las otras ciudades, a
dejar a Dios por Dios y a nutrirse antes de las dulzuras de la vida interior para procurar
la gloria de su Señor.
La divina Providencia, que tiene como norma conducir como de la mano, y cuyas
<1-231>
sendas él seguía a ciegas, le había puesto en la situación de no poderse negar a la
dirección de las escuelas de Rethel, de Guisa y de Laón. Estas escuelas, abiertas por el
señor Niel, habían permanecido a su cargo y bajo su dirección. De esta manera quería
la sabiduría divina mostrar que había enviado al señor Niel a Reims para ser el
introductor del señor De La Salle en sus designios, pero que era su voluntad confiarle
también la ejecución de los mismos, ya que Niel no era la persona adecuada. En
efecto, la dirección de aquellas escuelas resultaba una carga demasiado pesada para
un hombre entrado ya en años, como él. Además, cuando el señor Niel salió de Ruán
no había renunciado a regresar algún día. Su idea era dejar que sus cenizas
descansaran en ella. Para poder hacer esto con seguridad de conciencia había pedido
varias veces al señor De La Salle, aunque en vano, que se hiciera cargo de la dirección
de las tres escuelas. Aunque rechazada su idea varias veces, volvió a la carga una vez
más, e insistió con vehemencia para comprometerle. Su edad y la imposibilidad de
dotar a estas tres escuelas de maestros capaces fueron los motivos en que apoyó su
ruego, o más bien los pretextos con los que disfrazaba su invencible deseo de regresar
a Ruán. No consiguió nada, pues el señor De La Salle siguió con su negativa, como se
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 307

ha dicho. El señor Niel, al ver que su petición no progresaba en nada, optó por
abandonar las escuelas en manos de la Providencia, y se marchó a Ruán, donde
falleció dos años después, como lo diremos a su debido tiempo. Sin duda, el señor
Niel había previsto lo que iba a ocurrir, que la necesidad se impondría al señor De La
Salle, y que su caridad no le permitiría negarse a los intereses de los pobres, y que no
dejaría desaparecer las escuelas abandonadas. Eso es lo que sucedió, en efecto. La
retirada del señor Niel fue más eficaz que su presencia y sus ruegos. El abandono de
las tres escuelas es el motivo que obligó al señor De La Salle a encargarse de ellas. Ya
no le fue posible negarse a ello, ni tampoco desoír las nuevas súplicas del párroco de
San Pedro, de Laón, amigo suyo, que le rogaba que no dejase perecer aquellas
escuelas; ni tampoco ignorar la voz de la divina Providencia, que parecía decirle de
manera tan evidente que era ella quien se las ponía delante, y que ella se las había
preparado por medio del señor Niel.
308 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

CAPÍTULO II

El señor De La Salle reúne a sus principales discípulos


y hace con ellos un retiro de dieciocho días.
En este retiro estudia con ellos todo lo que conviene regular,
y toma en cuenta sus indicaciones,
sin querer decidir nada por sí mismo

El señor De La Salle, al verse al frente de un buen número de maestros de escuela


repartidos por diversas ciudades, pensó que era conveniente formar con ellos una
pequeña congregación, y prescribirles una forma de vida uniforme. Aunque hubiera
podido adoptar hasta entonces alguna regla con los suyos, todavía no constituían una
sociedad perfecta. Casi todos vestidos de forma distinta, unos con ropa mejor que la
de los otros, cada uno dando la escuela a su modo; todos libres de salir de casa y de no
estar en ella sino a voluntad; sin votos, sin compromisos, sin dependencia y sin entera
subordinación; eran fáciles de juntar y de reunir, pero todavía no formaban lo que se
llama un cuerpo de comunidad. En efecto, una comunidad es un cuerpo compuesto por
<1-232>
diversos individuos, como si fueran varios miembros. El superior es su cabeza y el
jefe que debe animar y poner en movimiento a todos sus inferiores, que deben vivir
bajo su dependencia y no tener otros sentimientos que los que él les comunica. La
subordinación es el lazo que mantiene a todos estos miembros en la unión, y la
obediencia es el nervio que los mantiene a todos en el orden. El espíritu de Dios es el
alma que debe animar este cuerpo, y la regla es el maestro que debe gobernar todas las
acciones. Eso es precisamente lo que todavía no era el rebaño del santo sacerdote.
Se trataba, por tanto, de constituir el conjunto de los maestros de escuela en una
comunidad regular, de dotarles de un hábito, de reglas y de constituciones, y de
establecer en todas las cosas una uniformidad perfecta y conveniente a su vocación.
Se trataba de inspirarles a todos el mismo espíritu, los mismos sentimientos, las
mismas disposiciones, las mismas miras, y de no tener más que un solo corazón y una
sola alma, a ejemplo de los primeros cristianos, que al formar la primitiva Iglesia
dieron a los siglos siguientes el modelo de una comunidad perfecta. Pues bien, para
conseguir todo esto consideró que no debía poner en ello nada de sí mismo. Este
hombre tan humilde no quería que en nada de lo que se debía hacer hubiera algo de su
propia iniciativa. Aunque destinado a ser patriarca de una nueva familia, compuesta
de personas que sólo veían a través de sus ojos, aunque inspirado en su designio,
aunque tan iluminado por las luces que recibía en sus prolongadas comunicaciones
con Dios, no hacía otra cosa que crecer en su humilde desconfianza hacia sí mismo.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 309

Hubiera considerado que estaba mal hecho todo lo que hubiera sido su propia obra.
Como estaba muerto a todo espíritu natural y a toda voluntad propia, sólo quería ser el
instrumento de Dios, y no actuar sino por movimientos de Él y siguiendo sólo sus
impresiones.

1. Convoca una asamblea de sus doce principales discípulos


para regular algunos puntos importantes
En esta disposición de muerto a sí mismo, el humilde fundador convocó a sus
principales discípulos, en número de doce, y celebró con ellos una asamblea para
tratar juntos sobre los medios de dar forma a la fundación, de fijar en ella a los sujetos
y darles estabilidad. El asunto era muy importante y exigía serias reflexiones, o más
bien, grandes luces. Para atraerlos, el fervoroso superior les propuso comenzar un
retiro, lo que aceptaron de buena gana. Este retiro comenzó la víspera de la Ascensión
del año 1684 para terminar en la fiesta de Pentecostés, pero se prolongó hasta la fiesta
de la Santísima Trinidad. El señor De La Salle abrió el retiro con una charla muy
emotiva, en la que les expuso el asunto de la convocatoria y los motivos del retiro que
les había sugerido. Les dio a entender que el orden que ya reinaba en la casa debía
hacerles pensar en los medios de mantenerlo; que la regularidad, que es el alma
de una comunidad, requería reglamentos prudentes, y que había que tratar de
observarlos antes de establecerlos, para que acostumbrados al yugo, pareciera suave
cuando hubiera que cargar con él; que el medio de encontrar suaves las reglas en el
futuro era hacer un ensayo de ellas, practicándolas; que de ese modo, cualquier
detalle de la observancia, que hubiera facilitado la experiencia, no tendría nada de
costoso. «Con este prudente proceder —dijo—, en las reglas nuevas no encontraréis
un día sino lo de siempre. Vuestro corazón encontrará su propia obra en el libro que se
compondrá, y las normas que contenga os parecerán aceptables, porque los
legisladores seréis vosotros mismos. Llegado al punto al que os quería guiar
—añadió—, testigo de vuestro fervor y de vuestras disposiciones, quiero tomar
medidas con vosotros para fijar vuestro estado, asegurar vuestra vocación, cimentar
vuestra unión y comenzar el edificio del cual sois las primeras piedras».
Les recordó luego los pensamientos y las ideas que ellos mismos le habían
<1-233>
propuesto con frecuencia, de ligarse con compromisos sagrados; que a ellos
correspondía examinar si era o no conveniente a su debilidad escoger felices cadenas
que cautivasen su libertad y pudieran apegarlos a Dios. Les preguntó si, habiendo
estado hasta entonces en su estado como flotantes e indeterminados, estaban en
disposición de comprometerse con algún voto. Concluyó diciendo que sobre ese
asunto, y sobre todo lo demás, les dejaba plena libertad para exponer sus sentimientos,
y libertad aún mayor para seguirlos; que todo cuanto él se reservaba era escucharlos y
concluir con una votación, donde contara el mayor número de votos; y, en fin, que les
310 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

recomendaba orar intensamente y ponerse en disposición de conocer la voluntad de


Dios por medio de un retiro fervoroso.

2. Cómo se celebró esta asamblea y lo que en ella se trató


En este amplio espacio de oración y de meditación dispusieron de todo el tiempo
que quisieron para invocar al Espíritu Santo y para preparar sus corazones a sus
impresiones. En silencio, en recogimiento, todos tuvieron libertad para atender a la
voz de Dios y escuchar sus inspiraciones; y todos también tenían el derecho de
expresar sus pensamientos y sus sentimientos. El señor De La Salle, sin pretender
influir en ellos, sin sugerirles sus miras, sin inspirarles sus ideas, les dejaba plena
libertad para que pensasen y dijesen lo que querían. Sin duda que para ellos lo mejor
hubiera sido que hablase primero él mismo, y luego asentir como hijos dóciles a las
luces de su padre. Un hombre de gracia, como él, era el órgano del Espíritu Santo, y,
para ellos, pronunciaba oráculos.Tal vez lo hicieron, y quizá le manifestaron que eran
sus hijos, y le rogaron que les gobernase como padre, y que les diera leyes sin tener en
cuenta su opinión y sin atender a sus sentimientos; pero ¿era ése el modo de vencer
en este punto su humildad, que sólo le permitía escuchar y tomar en cuenta sus
opiniones, y concluir con la pluralidad de pareceres? Y no es que no los ayudase con
sus luces, y que no corrigiese sus consejos cuando no eran sensatos y justos; pero lo
hacía de manera que su amor propio no se mezclase en ello, y que la libertad que
tenían de proponer su parecer y defenderlo no se viese dificultada. El único derecho
que se reservaba era el de hablar mucho con Dios y suplicarle que hablase Él mismo a
aquel colegio de sus doce principales discípulos, y que expresara, por medio de sus
bocas, su santa voluntad, con tanta claridad que no quedase posibilidad de seguir otro
camino sino suscribir sus pensamientos, dictados por el Espíritu de Dios. No
podemos relatar todos los temas que se trataron en esta asamblea de los doce, ni cuáles
fueron los resultados. Solamente sabemos que se adoptaron algunos reglamentos, que se
deliberó sobre el cambio del hábito, el nombre que tomarían en lo sucesivo los
maestros de escuela, los alimentos que se deberían consumir y el proyecto de emitir
votos.
El primer asunto, relativo a las reglas y constituciones, habría sido prematuro si se
hubiese tratado a partir de entonces, pues sólo el tiempo es capaz de hacer que
maduren este tipo de proyectos, y prepararlos para decidir lo que conviene. Los
reglamentos especulativos más hermosos no siempre son los mejores en la práctica.
Resulta fácil marcarse obligaciones, pero no es tan fácil cumplirlas a la perfección. La
prudencia recomienda probar el yugo que uno se quiere imponer, y tomarse el tiempo
de saber si es soportable, y si uno puede esperar que lo llevará siempre con alegría,
con la ayuda de la gracia. Aparte de la revelación, sólo la experiencia enseña a los
hombres a conocer a fondo los compromisos que quieren contraer. Ella es quien les
forma el criterio sobre los lazos con que quieren encadenarse y quien les descubre el
precio de las leyes bajo
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 311

<1-234>
las cuales quieren cautivar su libertad; sin esta experiencia, o se presume demasiado
la ayuda de Dios, o se apoya uno demasiado sobre sus propias fuerzas. Para probar lo
que Dios quiere realizar en nosotros, y lo que nosotros podemos hacer con Él, la
Iglesia manda seguir un noviciado, al menos de un año, a cuantos piden entrar en
religión, antes de darles permiso para comprometerse con votos. Esta madre prudente
quiere que se pruebe primero, y que se levanten los fardos con que uno se quiere
cargar, para comprobar que se tienen fuerzas proporcionadas al peso. Con la misma
idea manda que no se oculte ni se disimule a los postulantes nada de cuanto se
practica en una casa religiosa, ponerles en sus manos las reglas y constituciones, y
que a las austeridades comunes se añadan humillaciones y mortificaciones especiales
durante el tiempo de noviciado, para que los aspirantes conozcan, por experiencia,
aquello a lo que quieren obligarse para el resto de su vida.
Dentro de este espíritu, el señor De La Salle no se apresuró en dar reglamentos a los
Hermanos. La prudencia le decía que no era conveniente hacer pronto estatutos que la
experiencia, maestra del buen gobierno, obligaría más tarde a retirar. Prefirió que las
practicaran durante largo tiempo antes de establecerlas, en vez de dictaminarlas antes
de haberlas visto practicar, porque estaba convencido de que las reglas que
permanecen sin ser practicadas, no tardan en ser suprimidas, sea por no usarlas, sea
por una prevaricación manifiesta. En una palabra, estableció de manera casi
insensible, por prácticas entre los Hermanos, lo que deseaba que un día quedara
recogido en prudentes reglamentos. De manera que cuando fue necesario elaborar un
cuerpo de reglas, no hizo otra cosa que poner por escrito las prácticas observadas. De
esta forma los usos tradicionales se convirtieron en leyes nuevas. Sometiéndose a
ellas no se obligaba uno sino a observar lo que siempre se había practicado. Así pues,
en esta primera asamblea, por lo que se refiere a los reglamentos, sólo se adoptaron
aquellos que había que recoger y consagrar por la práctica. Lo demás de este punto se
dejó en manos de la divina Providencia.
La segunda cuestión que se deliberó en la asamblea se refería a la comida. La
práctica ya lo había regulado de manera acorde con la mortificación; pero el temor a
que la relajación introdujera más tarde una alimentación más agradable a los sentidos,
se cuidó de prohibirlo. La carne de caza y cualquier otro manjar delicado quedaron
prohibidos. Sólo se permitió la carne común, la más barata del mercado. Para los días
de vigilia sólo se permitieron verduras cocidas, sin demasiada preparación. El
pescado quedó excluido, salvo aquel cuya calidad y precio permiten que lo usen los
pobres. En una palabra, en la mesa todo debía reflejar el espíritu de pobreza y de
penitencia, de las que se hacía profesión. Además se estableció que estos alimentos,
tan poco atractivos para la sensualidad, se servirían con peso y medida, es decir, en
poca cantidad.
El tercer asunto era el que parecía más urgente; sin embargo, no quedó totalmente
decidido. Hasta entonces, los maestros de escuela habían vestido en la casa la ropa
que ellos habían llevado. Prácticamente, no se había introducido ningún cambio. Por
312 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

consiguiente, el exterior de su vestimenta había seguido siendo secular, y ninguna


señal distinguía a los miembros de la nueva comunidad de los simples laicos. Hacía
tiempo que el señor De La Salle había notado este inconveniente, y buscaba una
solución; pero no quiso hacer nada por sí mismo. Abandonó al parecer
<1-235>
de los doce la conclusión de esta propuesta; pero cuando se trató, no llegaron a un
acuerdo sobre la forma que debería tener su hábito. El mismo señor De La Salle
tampoco sabía a qué atenerse en este asunto. Cuanto más había pensado en ello, más
convencido quedó de la necesidad de cambiarlo; pero al mismo tiempo estaba
indeciso sobre la manera de hacerlo. Los doce se hallaron también indecisos sobre
este punto, y no tomaron decisión, sino que remitieron a la prudencia de su padre para
adoptar, con el tiempo, lo que considerase conveniente.
Si el asunto de los votos no parecía tan urgente para ser decidido, en el fondo era
también muy importante. Después de todo, no resulta muy difícil escoger el color y la
forma del hábito que convienen a un estado, ni decidirse por la elección que se ha
hecho; pero los votos tienen unas consecuencias que exigen mucha ponderación. Los
inspira la idea de perfección, pero a menudo la ligereza en el proyecto de hacerlos
interviene más que la devoción profunda y bien regulada. Si fuera tan fácil cumplirlos
con exactitud como es contraer la obligación, nunca se podrían aconsejar demasiado;
pero la experiencia muestra demasiadas veces que los votos hechos sin suficiente
madurez y de forma indiscreta, a menudo se observan mal; y Satanás sabe hacer de
esos lazos de perfección vínculos de desorden, de los que se vale para arrastrar las
almas a su perdición. El prudente superior sometió, pues, a su deliberación tres cosas:
1. Si se emitirían votos; 2. Qué votos se harían; 3. Por cuánto tiempo se harían, si
sería sólo por un año o por varios, o para siempre. Sometió estas tres cuestiones a su
consideración sin exponerles sus sentimientos. Él tenía sólidas razones para que no se
emitiera aún el voto de castidad, pero prefirió no exponérselas sin haberles oído
primero.
El fervor de los primeros Hermanos era muy grande, y su ardor por la perfección
los llevaba a hacer los votos perpetuos de pobreza, de castidad y de obediencia; pero
el señor De La Salle, que tenía más luces y experiencia que ellos, no iba tan rápido.
Temía que sus hijos, corriendo con excesiva rapidez en las veredas del cielo,
terminasen tropezando contra alguna piedra y cayeran. Temía que cierto fervor
indiscreto los llevase demasiado lejos, y les indujese a inclinarse por los consejos de
perfección con demasiada ligereza, o por secreta presunción. Pues pocas cosas
resultan tan hermosas para los devotos especulativos como los consejos evangélicos.
Los que aspiran a la perfección pero no quieren comprometerse están encantados por
ello. Sólo quienes los cumplen a la letra saben lo que su ejecución cuesta a la
naturaleza débil, y los terribles esfuerzos que han de hacer para elevarse por encima
de ellos mismos, a pesar del apoyo de la gracia. Por eso el señor De La Salle,
previendo lo que podría ocurrir, advirtió a sus discípulos que no se dejaran llevar de
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 313

cierto fervor indiscreto, y que esperasen para dejar madurar el proyecto de los votos
perpetuos.
Es verdad que sus discípulos apoyaban su deseo en buenas razones. Puesto que
deseaban seguir a Jesús desnudo y despojado, y entrar en la sociedad de los hijos del
Calvario, ¿no era, pues, conveniente que si no tenían ninguna riqueza de la cual
pudieran despojarse, podrían, al menos, arrancar de su corazón hasta la raíz, y
renunciar a todo deseo de poseer y a toda propiedad? ¿Por que no obligarse, por la
gracia y el amor de Dios, a ser lo que ya eran por el orden de la naturaleza, pobres y sin
riquezas? ¿Por qué no añadir el mérito del voto de pobreza al de la virtud de la
pobreza? ¿Qué peligro podría correr este voto en personas que amaban la pobreza y
que sabían
<1-236>
estimarla por el valor que Jesucristo le ha dado? Además, ¿la experiencia que hacían
de la más radical pobreza, ¿no les hacía partícipes de todas sus incomodidades? ¿Qué
podría añadir el voto de pobreza a los rigores que experimentaban cada día con
alegría, si no era mayor mérito? En cuanto al de castidad, se hallaban dispuestos a
cumplirlo, incluso desde antes de entrar en la casa, pues la mayoría habían tenido este
designio en la elección que habían meditado de seguir el estado eclesiástico, o de
algún otro estado incompatible con el matrimonio. Su corazón, que quería pertenecer
a Dios sin división, se prometía serle fiel y jurarle adhesión inviolable con su divina
ayuda. El voto de castidad, lejos de aumentar la dificultad del celibato que habían
escogido como virtud, debería, por el contrario, hacerlo más fácil merced a las gracias
que lleva anexas.
En cuanto al voto de obediencia, el más perfecto de los tres, sólo es difícil para la
propia voluntad. El que ha renunciado a ésta tiene un corazón dócil y adaptable, que
sólo es atraído por la obediencia. «Ha sido para obedecer —decían—, y no para hacer
nuestra voluntad, que ya la hemos seguido demasiado en el mundo, para desgracia y
confusión nuestra, la razón por la que hemos entrado en esta casa. El voto no hará otra
cosa que afianzar la resolución que hemos tomado de hacer en todo la voluntad de
Dios, y nos impide volver a la nuestra».
Decían también que el pasado les había enseñado para el futuro, y que se habían
dado cuenta, por la experiencia de los primeros maestros, de que habían vuelto al
mundo, con peligro de su salvación; y también por la tentación que habían afrontado
ellos mismos de abandonar la casa, con el pretexto de no tener en ella seguridad; y que
la inconstancia natural del espíritu y la ligereza del corazón humano necesitan estar
fijados y como clavados al bien por la práctica de los votos.
314 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

3. Los Hermanos participantes en la Asamblea de 1684 hacen voto de


obediencia
Estas razones eran buenas y agradaban al señor De La Salle, que estaba como
arrobado por ver en los neófitos de su Instituto tanta buena voluntad y tanto ardor para
la perfección; pero no había llegado aún el momento de llevar tan lejos sus santas
pretensiones. Era preciso dar antes a la gracia el tiempo y la posibilidad de asegurar
sus voluntades en el bien, probar la virtud profunda y la superficial, distinguir entre
los sujetos que externamente son tan semejantes pero cuyo interior es muy diferente;
y, en fin, prepararse para los compromisos cuyo mérito se mide por la forma en que se
cumplen. El hombre de Dios apoyó este criterio con tan sólidas razones que todos se
rindieron, y se contentaron con hacerlos por tres años, en espera del momento
previsto por Dios para emitir los votos perpetuos. Esto es lo que se determinó. Con
todo, también se determinó que al año siguiente, en 1685, todos se hallarían en Reims
la víspera de Pentecostés, y que a los que quisieram se les dejaría libertad de emitir los
votos perpetuos; pero este proyecto también se dejó en suspenso, y sólo se llevó a
cabo varios años más tarde. Por el momento, habiéndose tomado la decisión de emitir
votos por tres años, el señor De La Salle, después de la oración, escribió la fórmula,
tal como ha estado en uso desde entonces. Todos la copiaron para leerla después de él;
y lo que se hizo entonces, se fue renovando cada año hasta 1694, fecha en que los
votos tomaron otra forma entre los Hermanos, como se dirá más adelante.
El señor De La Salle comenzó la ceremonia el día mismo de la Santísima Trinidad,
que es la gran fiesta de la comunidad. ¡Qué alegría para él consagrar, por el voto, la
elección que había hecho de la obediencia! Es verdad que estaba todavía en
<1-237>
posesión de su voluntad, y que siendo sacerdote y superior, no parecía natural que se
despojase de ella para obedecer a Hermanos, entonces laicos, a sus inferiores y a
personas sin estudios y sin luces, que necesitaban sus consejos y su dirección; pero
¡hasta dónde no llega la perfecta virtud! Donde otros encuentran que es imposible,
ella sólo ve la facilidad. El perfecto obediente canta sus victorias. Por otro lado, era
justo que el señor De La Salle coronase los sacrificios heroicos que había realizado,
con el de su voluntad, y que uniera a tantos méritos el del voto de obediencia. ¿Cómo
lo cumplirá? Es un misterio que su humildad sabrá desarrollar pronto, dimitiendo de
su cargo de superior, colocando por encima de él a uno de sus discípulos, y
arrojándose a sus pies para obedecerle. Así, en vista de este designio oculto en su
corazón, añadió al voto de pobreza y al de castidad, que va anexo a las órdenes
sagradas, el de obediencia. De ese modo encontró el secreto de perder su alma por
entero, según la palabra de Nuestro Señor, y llenar toda la amplitud de la abnegación
evangélica.
Después del señor De La Salle, los doce hicieron el mismo voto por tres años; y al
año siguiente, en 1685, en el día señalado, lo renovaron ocho de ellos. Los otros
cuatro, convocados a la ceremonia, no quisieron acudir. Habían cambiado de
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 315

sentimientos y cambiaron también de estado, pues se retiraron de la casa. Si esta


salida escandalosa de cuatro de los principales sujetos entre los doce, que constituían
la esperanza y el cimiento del nuevo Instituto, fue objeto de lágrimas y de aflicción
para el señor De La Salle, para los otros ocho que quedaban les sirvió de elocuente
lección. En efecto, esta retirada les hizo sentir su propia debilidad, y el fondo somero
de virtud que podían tener. También les demostró cuán prudente había sido el
proceder de su padre, al posponer la emisión de los votos perpetuos, en vez de
permitirles pronunciarlos, y al haberles comprometido a tomar un año completo para
prepararse a ellos. En fin, pudieron conocer cuánta confianza y apertura de corazón
deberían tener con un hombre inspirado por el cielo, y que parecía recibir los consejos
de Dios sobre la manera de dirigirlos.
Por lo que respecta a los otros miembros de la comunidad, a los que también había
que hacer estable y constante su vocación, la cuestión fue controvertida, discutiendo
qué clase de vínculos podrían mantenerles en ella. Cada uno de los doce razonó a su
manera y expuso su opinión. Algunos pensaban que habría que permitirles que
hicieran voto de castidad; y entre ellos, unos se inclinaban por el voto perpetuo y otros
estaban en contra. Había otros que querían que al voto de castidad se añadiera el de
obediencia, ya fuera para siempre o por algún tiempo. El señor De La Salle escuchaba
a todos, y después de sopesar las razones en pro y en contra, concluyó que no había
que apresurarse en proponer el voto de castidad a quienes no habían vivido en la casa
un tiempo suficiente, o que no habían dado pruebas de una virtud constante; y que
para mantenerlos en ella, bastaba dejar que se ligasen con el voto simple y anual de
obediencia, renovado cada año, el cual les retendría tanto tiempo como durase su
buena voluntad; y que si esta buena voluntad se debilitaba o se apagaba en ellos, y la
tibieza y la negligencia destruían su vocación, lejos de retenerlos en la casa era
preciso abrirles las puertas y purificar la comunidad, después de haber puesto todos
los medios imaginables para que volvieran a su primitivo fervor. Todos aceptaron
este criterio. El sumo respeto que sentían hacia su digno superior cautivaba su mente
y sometía su razón antes, incluso, de que hablase,
<1-238>
y no usaban la libertad de pensar y de expresar sus ideas sino cuando él ocultaba las
suyas, o cuando su humildad le imponía callarse.
Según esta disposición, todos los nuevos de la casa y todos aquellos en quienes no
se podía confiar plenamente, hicieron voto de obediencia por un año, voto que
continuaron renovando cada año el día de la Santísima Trinidad.
316 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

CAPÍTULO III
El señor De La Salle da a sus discípulos un hábito que los distinga;
por qué y en qué ocasión. Hace que adopten el nombre
de Hermanos de las Escuelas Cristianas.
Humillaciones que la nueva vestimenta le procura a él y a los suyos.
Él mismo da clase; persecuciones que sufre por este motivo

1. El señor De La Salle determina la forma de la vestimenta


de los Hermanos; y en qué ocasión
El asunto del cambio de vestidos, que había quedado sin resolver, y que se había
dejado a la prudencia del virtuoso fundador, encontró su solución durante el invierno
del mismo año, por la ocasión que sigue. El frío era muy severo, y la mayoría de los
pobres maestros, mal vestidos, estaban expuestos a los rigores del tiempo. El señor
alcalde de la ciudad sintió lástima, y habiendo encontrado en la calle al señor De La
Salle, le manifestó su compasión, y le aconsejó que les diera unos capotes para que
tuvieran más calor y ponerlos al abrigo de las inclemencias del tiempo. Esta especie
de prendas, que se llamaban capotes en Reims, eran muy usados por entonces en la
región. Este consejo impresionó al piadoso fundador, y considerándolo como venido
de lo alto por la boca de los jefes de la ciudad, adoptó esta forma de vestido e hizo que
la tomaran sus discípulos. El único cambio que hizo en esta especie de vestimenta,
que por entonces era común en Champaña, y que se hacía de todo tipo de tela y de
cualquier color, fue hacerlas fabricar de lana muy basta, darle color negro y hacer que
bajase hasta ocho pulgadas del suelo.
De esta manera era adecuado para ponerlo por encima del vestido, podía servir de
abrigo y les resguardaba del frío y del rigor de las estaciones. Esta idea hizo nacer otra
en el señor De La Salle, y fue la de reformar el vestido que los maestros de escuela
llevaban por debajo. Este vestido, que era el vestido seglar que habían llevado en el
mundo, era de todo tipo de colores y de toda clase de figuras. Y no había nada menos
conveniente para personas de una misma comunidad. El medio que encontró el
virtuoso superior para hacerlo uniforme fue adaptarlo al capote, que entre ellos
llamaron manteo, es decir, hacer una sotana de la misma tela negra, como la que
llevaban en otro tiempo los eclesiásticos, y que aún la llevan en diversas
comunidades, cerrada por delante con corchetes de hierro. Este vestido pobre y
uniforme, que por su forma y sencillez los distingue de los seglares, de los
eclesiásticos y de los demás religiosos, se ha convertido en algo propio de ellos, y es
el que llevan todavía hoy. Esta nueva forma de hábito, que al principio extrañó a la
vista por su singularidad, y que chocó a muchas personas, es, tal vez, de cuantos se
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 317

pueden imaginar, el más conveniente a su estado. Bien mirado, es adecuado a sus


personas, a sus funciones y a su modo de ser. Como está hecho de tela negra sirve de
librea a la sencillez, a la modestia y a la pobreza. Largo como el de los eclesiásticos y
el de los religiosos, los distingue de los laicos, y les enseña a ser
<1-239>
circunspectos, graves, modestos, recogidos y alejados en todo de los modales
mundanos.
Además, este hábito, venerable por la forma, se gana el respeto de los muchachos a
quienes instruyen los Hermanos, e impone, a este mundillo revoltoso, indócil y malicioso,
respeto, consideración y un cierto temor que costaría mucho mantener. Un hábito
corto y de otro color no produciría en ellos ese mismo efecto; pronto se les vería
emanciparse contra los Hermanos y llegar a serles insoportables si no encontrasen en
el exterior de su hábito, en su gravedad y en su silencio, una barrera contra la
familiaridad que engendra el desprecio. Además este hábito sirve a los mismos
Hermanos de monitor perpetuo, que les dice, por su color negro, que deben estar
muertos al mundo; por su tosquedad y rudeza, que han abrazado un estado de
abyección, de pobreza y de mortificación; por su forma, que están consagrados a Dios
y que no deben vivir ya sino para Él. Este hábito es un freno propio para impedir que
se manifiesten las pasiones; un corrector severo que reprende las faltas que lesionan
su estado; un signo elocuente que diría a la gente el lugar donde habrían estado, y lo
que hubieran dicho y hecho, si se permitiesen ir a lugares sospechosos, o de expresar
conversaciones demasiado libres, o dejarse llevar de ligerezas capaces de deshonrar
su profesión. En una palabra, que el señor De La Salle estuvo bien inspirado al dar a
sus discípulos este tipo de hábito, pues cualquier otro les sería menos adecuado.
Cualquier otro les protegería menos de la seducción y de los peligros del siglo. Es
cierto que esta vestimenta, al comienzo, no fue del gusto de todos, y que
posteriormente tuvo infinidad de censores. También es verdad que su novedad y
singularidad han conseguido para los Hermanos, en todos los lugares donde lo
llevaron al comienzo, muchas burlas, desprecios, insultos y afrentas; pero un hombre
tan ávido de humillaciones como lo era el piadoso fundador no se dejaba impresionar
por esta cuestión. Sabía que la mayoría de los hábitos de las órdenes religiosas habían
conseguido una situación parecida a los primeros que lo llevaron. La historia
eclesiástica le enseñaba cómo la forma de los hábitos que llevaban en otro tiempo los
solitarios y los monjes, había sido mal vista por los prudentes y amantes del mundo,
igual que por los emperadores herejes, sobre todo los iconoclastas y sus partidarios.
No ignoraba la forma indigna como recibieron en el mundo los sacos y cordeles con
que san Francisco y sus primeros compañeros aparecieron ceñidos y vestidos.
Conocía el cruel trato que ese tipo de vestimenta atrajo en Alemania a una veintena de
discípulos del santo, a quienes había enviado allí. Fueron arrojados por los niños y
por el populacho a pedradas, de todos los sitios a donde iban; les llenaban de golpes y
de insultos, y se complacían en arrastrarlos tirando de sus cordeles; les arrancaban las
capuchas y les rasgaban las túnicas. Tampoco había olvidado cuán ridículos
318 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

parecieron la forma y la tela del hábito de los padres capuchinos las primeras veces
que los vieron. El mundo se hubiera sorprendido aún más si conociera el motivo que
animaba a estos santos religiosos para escoger el hábito que vestían, si hubiera sabido
que lo habían hecho para merecer sus desprecios. En efecto, los primeros autores de
esta santa reforma, llenos de espíritu de su seráfico padre, y ansiosos como él de las
injurias, no habían elegido la tela parda y basta que llevan en Italia los condenados a
galeras sino para mofarse del mundo y hacer que se rieran de ellos. El señor De La
Salle tenía ante él ejemplos elocuentes, y se valía de ellos para hacer que los suyos
estimaran y amaran su nuevo hábito, como la verdadera librea de
<1-240>
Jesucristo, colmado de oprobios. Quería que al considerar las ignominias como la
mayor fortuna del Crucificado, tuviesen respeto por el hábito que les había sido dado.
Por este motivo, venía a ser precioso y digno de deseo para él mismo, y pronto le
vamos a ver cubierto de él para compartir, con sus hijos, todos los tipos de
humillaciones con los que el mundo le honraba cuando quería desprestigiarle.
El mundo quedó chocado al comienzo cuando este hábito apareció ante sus ojos. A
los prudentes del siglo, incluso a muchas personas de bien, no les gustó. ¡Cuántas
cosas no le dijeron unos y otros al piadoso fundador para obligarle a cambiarlo! Si
hubiera escuchado todos los consejos que le dieron, entonces y posteriormente, sobre
este asunto, no se hubiera ocupado más que en puerilidades y en observaciones
propias de la ciencia y de la cháchara de las mujeres.
Sin embargo, a su pesar, se vio obligado, algunos años después, a escuchar las
observaciones sobre este asunto de una persona distinguida por su mérito, que se
armó de todo tipo de razones para obligarle a reformar en algunas cosas el nuevo
hábito. Y, ciertamente, la humildad del siervo de Dios lo hubiera sometido de buena
gana a la autoridad y a las luces de esta persona, a quien él respetaba, y le hubiera
inclinado a modificar el hábito en cuestión al gusto de este prudente monitor, si el
corte y la forma que quería darle para hacerlo más adecuado al gusto del público no
hubiera puesto en peligro, a quienes lo llevaban, de perder su espíritu de sencillez y de
muerte al mundo. Temiendo, pues, y con razón, que el cambio de lo exterior pasara al
interior, y que el hombre viejo se tomara su parte, con perjuicio del hombre nuevo, en
una especie de hábito menos desagradable a las personas del mundo, él se mantuvo
inflexible en su parecer; y con tanta más fuerza cuanto que aducían razones de
cortesía en favor del cambio propuesto. Razones que no podían prevalecer sobre las
que se derivaban de la naturaleza del asunto y de sus malas consecuencias. En efecto,
el hábito que se proponía para que lo adoptaran los Hermanos hubiera dañado a la vez
la sencillez, la pobreza y la humildad de que hacían profesión estos hombres nuevos.
Con el aprecio de la limpieza hubiera introducido el amor a la vanidad, y el amor
propio y el amor del mundo también se habrían acomodado en ellos. Por lo demás,
cuanto menos agradable era a los ojos del mundo, más adecuado resultaba para
alejarlos de él. Los siervos de Dios no buscan complacer a su enemigo. Este deseo,
cuando se introduce en un corazón, en seguida apaga la mira de complacer al Creador.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 319

Para personas cuya ambición es conformarse a Jesucristo, era bueno llevar un


vestido de ignominia, que tenía relación con el que los soldados le habían puesto para
escarnio. El señor De La Salle, con todo, permaneció firme en esta ocasión, y no se
resolvió a ceder por razones de conveniencia, ya que otros motivos importantes le
habían determinado a dar al hábito de su Instituto la forma que tanto se criticaba. Fue
tratado de testarudo y de persona que se aferraba a su parecer. Como eso era lo que
esperaban, dejó que hablaran y no cambió nada. Pero temiendo que la autoridad o que la
multitud de personas a quienes disgustaba el hábito causaran impresión en quienes
lo llevaban, redactó un escrito para justificar su modo de vestir, y en él expuso de
manera tan sólida y mesurada los motivos de su resistencia que ganó para su parecer a
los que más opuestos parecían a él.

2. Los discípulos del señor De La Salle toman el nombre


de Hermanos de las Escuelas Cristianas
El cambio de hábito introdujo el cambio de nombre. El que más convenía era el de
Hermanos, y es el que se adoptó; se dejó el nombre de maestros
<1-241>
de escuela a los que desempeñan esa función en provecho propio. La humildad y la
caridad no se acomodaban a él. Nunca fue conveniente para personas que hacían
profesión de atender las escuelas sólo para hacer que reinase en ellas Jesucristo, y de
enseñar gratuitamente la doctrina cristiana. Si ese nombre había sido soportable hasta
entonces en una casa donde no había sido posible unir en seguida, con la uniformidad
y la igualdad, a personas vacilantes en su vocación, ya no lo era desde que se habían
reunido para constituir un solo cuerpo. Por consiguiente, el que les convenía era el
título de Hermanos, que la naturaleza da a los hijos que tienen la misma sangre y
el mismo padre en la tierra, y que la caridad adopta para quienes tienen el mismo
espíritu y el mismo Padre en el cielo. De este modo, el nombre de Hermanos de las
Escuelas Cristianas y Gratuitas vino a ser desde entonces el de los hijos del señor De
La Salle, y en adelante nosotros no les daremos más que este nombre. Esta
denominación es justa, pues encierra la definición de su estado y señala los oficios de
su vocación. Este nombre les enseña que la caridad, que dio nacimiento a su Instituto,
debe ser su alma y su vida; que debe presidir todas sus deliberaciones y formar todos
sus proyectos; que debe ser ella quien debe moverlos a obrar y actuar y quien debe
regular todos sus pasos y animar todas sus palabras y actividades. Este nombre les
dice cuál es la excelencia de su oficio, la dignidad de su estado y la santidad de su
profesión. Les dice que, al ser Hermanos entre ellos, se deben testimonios recíprocos
de amistad tierna, pero espiritual; y que al considerarse como los hermanos mayores
de los que acuden a recibir sus lecciones, deben ejercer su ministerio de caridad con
un corazón caritativo.
Al manteo y a la sotana de la tela más pobre y tosca les convenían zapatos y
sombreros de tipo parecido, para formar un conjunto del gusto de la perfecta pobreza,
320 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

y conveniente a personas que no tenían ningún miramiento con el mundo. En aquella


época se llevaban sombreros muy anchos; los que el piadoso fundador mandó hacer
para uso de los Hermanos fueron más anchos aún que los del común de la gente,
ensanchándoles el vuelo de los bordes. Su plan era hacerlos diferentes en todo a las
gentes del mundo, y no dejarles nada que se conformase con el siglo, y poner entre él
y ellos profunda enemistad, de modo que no tuviesen ni siquiera el pensamiento de
reconciliarse. Para que el calzado estuviese en relación con los sombreros, mandó
hacer zapatos con dos gruesas plantillas, fuertes y sólidas, tales como las que llevan
los agricultores y los que trabajan en grandes obras.
Esta especie de vestimenta consiguió todo el efecto que esperaba el señor De La
Salle. Pretendía poner a sus hijos tan a mal con los del mundo, que no hubiese, ni por
una parte ni por la otra, ningún trato común. Quería acostumbrar a los suyos a los
insultos del populacho, que de ordinario no tiene otra recompensa que atrer injurias
sobre sus trabajos. Quería verlos situados en el reposo del alma que sólo se encuentra
en el centro de la verdadera humildad y en la muerte perfecta de sí mismo. Pues bien,
precisamente ahí les podía conducir en poco tiempo la práctica de la mansedumbre,
de la paciencia, de soportar las injurias y de otras virtudes, para cuya práctica les daba
ocasión su vestimenta a cada paso que daban por las calles. Apenas ponían el pie
fuera de su casa, cuando ya las miradas críticas y maliciosas se fijaban en ellos con
burlas, y las lenguas maldicientes se armaban con dardos envenenados para herirles,
y
<1-242>
todo se preparaba dentro y fuera de las casas para salir a su encuentro o para esperar
su paso para avergonzarlos y humillarlos.
Les señalaban con el dedo, o los rodeaban con gritos y en tumulto, o los imitaban
en público, y cada cual se gloriaba de haberles causado algún ultraje nuevo. Las risas
y las burlas les acompañaban por todos los recorridos. Los transeúntes se paraban en
las calles para participar en las mofas; y los artesanos, en sus tiendas, dejaban la
ocupación para insultarlos. Los niños se tomaban como un juego seguirlos
insultándolos a gritos; el populacho se complacía en llenarlos de insultos, y todos los
convertían en motivo de risas. La burla comenzaba de nuevo cada día, pues como
tenían que acudir y regresar de la escuela, al ir los acompañaban con ignominia, y lo
mismo al volver. Y felices eran cuando todo quedaba en esto, pues a menudo les
lanzaban barro o los perseguían a pedradas hasta que llegaban a casa. Los que en este
punto se llevaban la peor parte eran aquellos que, al ridículo hábito a los ojos de la
gente, añadían un aire simplón y modales toscos; y había varios. Entonces podían
felicitarse por ser hombres de oprobios, y por tener la fortuna de seguir a Aquel que
estuvo abrumado de ellos.
Con la misma suerte que los apóstoles, sufrían los mismos tratos, y podían decir
con san Pablo: «Somos mirados como los deshechos del mundo, somos rechazados
como espuma sucia de agua corrompida, o de la mar agitada, como los desperdicios y
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 321

excrementos de la tierra». El mundo, encolerizado contra estos hombres de una


especie nueva, y más aún contra su tipo de vida, sólo tenía para ellos irritación,
durezas y ofensas. Digámoslo mejor: el demonio, que temía a esta nueva milicia de
obreros evangélicos, que el Padre de familia enviaba para roturar y cultivar en su viña
los lugares más abandonados, empleaba contra estos recién llegados todo su furor y
toda su rabia. Él era quien movía las lenguas envenenadas, tan fecundas en injurias
contra ellos. Él era quien armaba con piedras las manos malvadas que se las lanzaban,
y que hubieran sido del gusto de sus autores si hubiesen causado heridas mortales.
Estos pobres Hermanos, cuya paciencia era sometida cada día a tan llamativas
pruebas, necesitaban longanimidad para no sucumbir bajo la amplitud de la
persecución, pues la guerra que el mundo les declaraba con tanta crueldad no fue de
algunos días, sino de años enteros. Durante todo ese tiempo, estos mártires de la
paciencia cristiana, salvo prisiones y torturas, tuvieron que sufrir por parte de sus
compatriotas todo lo que los primeros cristianos soportaron por parte de los infieles:
insultos, ignominias, injurias y malos tratos. Incluso aquellos que aprobaban la
apertura de las Escuelas Cristianas y Gratuitas, y que dedicaban a esta obra los
elogios que merece, se declaraban contra los Hermanos y los trataban como
enemigos. Todo en ellos chocaba a sus ojos: su género de vida, su vestimenta, su
sencillez, su modestia, su profundo silencio por las calles. ¿Qué nueva especie de
personas, decían como mofa? ¿De dónde han salido? ¿De qué raza traen su origen?
¿Quién ha visto alguna vez algo parecido? Parece que salen de la tumba, como si
fueran desenterrados. No se sabe si tienen lengua y ojos. No hablan nada. Nunca
abren los párpados. ¿Tienen lengua? Al final, dejarán de saber hablar. ¿Para qué tener
<1-243>
ojos si no se usan? ¿Para qué nos ha dado Dios la vista si no es para guiarnos? Estos
Hermanos son los simulacros de los que habla el Profeta Rey: Tienen boca y no
hablan; tienen orejas y no oyen; tienen ojos, pero siempre los tienen cerrados; tienen
manos pero están inmóviles. En ellos, sólo los pies se mueven, y pasean a estos
simulacros que se pensaría que están muertos e inanimados, si no se hubieran vuelto
locos por Jesucristo.
El señor De La Salle no podía dar envidia a sus discípulos en este asunto, pues se
llevaba la mejor parte en este cúmulo de ignominias y de malos tratos que les
regalaban. Era al padre a quien se perseguía en los hijos; era al maestro a quien se
humillaba en los discípulos. Era él el principal actor que el público veía en el
escenario para divertirse con él, y para reírse a sus expensas. Era a él a quien los
prudentes del mundo creían ver humillado cuando veían a los Hermanos en medio de
la turba insolente en un espectáculo de burla. Todos los golpes que les daban recaían
en él, y los insultos que recibían repercutían en su persona.
Y eso no es todo. Ofendido casi todos los días del año, y casi a cada hora del día en
sus hijos, fue ultrajado en su propia persona; le ocurrió más a menudo y de forma más
ofensiva que a ninguno de los suyos. Si salía de casa, al primer paso que daba, ya
322 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

encontraba contradicciones de los hombres, situados, al parecer, para afrentarle. Las


injurias estaban siempre preparadas, y disponían de un fondo inagotable para gritarle,
por el estado que había dejado, por el que había abrazado, por la singularidad de su
vida, por el pretendido ridículo que hacía con sus modales y sus hábitos; el deshonor
imaginario que ocasionaba al cabildo del que había sido miembro, y a su familia, que
era una de las más prestigiosas de la ciudad; el pretendido perjuicio que había hecho a
su hermano, privándole de un beneficio al que la sangre parecía dar derecho; todo ello
eran agravios que no habían sido olvidados. El recuerdo de todo ello estaba reciente, y
la herida que había quedado en los corazones todavía sangraba. Se pensaba que todos
tenían derecho a criticarle en todo lo que hacía, y sólo porque él lo hacía, y acusarle de
imprudencia, de cabeza desviada, de singularidad, de hipocresía, de testarudez, de
ambición, de exceso, en todos los ejemplos de virtud, antiguos y nuevos, que daba. Lo
que resulta raro es que este pueblo ingrato, que muy recientemente, durante una época
de hambre cruel, había sido satisfecho con su pan, que se había aprovechado de los
despojos de sus riquezas; este pueblo hambriento, al que había alimentado con tanta
caridad, había olvidado ya los beneficios y al benefactor; y ahora sólo tenía para
devolverle como recompensa los insultos. Unos le hacían reproches hirientes, otros le
colmaban de increpaciones. En las calles se vio expuesto a los golpes, sin respeto
alguno a su virtud, sin atención a su carácter sacerdotal, sin ninguna deferencia por su
nacimiento. Varias veces le apedrearon. No decimos nada de lo que tuvo que sufrir de
parte de sus familiares y amigos, que eran de los principales de la ciudad. Es fácil
imaginarse cómo trataban a aquel que consideraban como el enemigo de la familia,
como un mal pariente, como una persona que los deshonraba, y que se había
degradado por medio de acciones extrañas y llamativas.

3. El señor De La Salle ejerce, durante varios meses,


el oficio de maestro de escuela; ignominia que atrae sobre él
por este acto de humildad
Lo que terminó de herir sus corazones y atraerle aún más críticas en sus ánimos fue
el nuevo acto de humildad que realizó, y que mantuvo con la misma
<1-244>
generosidad con que la había comenzado. Se puede asegurar, incluso, que sus
familiares y amigos del mundo se sintieron más humillados que él, y experimentaron
toda la vergüenza y la confusión de un paso que la ciudad consideró tan ridícula y tan
fuera de lugar. He aquí cuál fue el motivo que lo originó. Algunos discípulos del
señor De La Salle querían seguir sus huellas y de ese modo volar rápidamente en la
carrera de la perfección, pero al no tener la misma gracia, no tardaron en quedar
agotados de fuerzas y encontrar una muerte prematura por las austeridades
desmesuradas y por el fervor excesivo. Estas muertes inesperadas hubieran causado
dificultades en las escuelas, al dejar vacías las plazas de los maestros, si el señor De
La Salle no hubiera tenido cuidado de sustituirlos lo más rápidamente posible. Pero
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 323

como no encontraba sujetos adecuados para sustituir a los que faltaban, se determinó
a reemplazarlos él mismo con su persona, y tomar el estado de maestro de escuela en
la parroquia de Santiago. Pues bien, para ejercer debidamente el oficio, se consideró
obligado a llevar el hábito. Por tanto, cambió el manteo sacerdotal largo por el
manteo de los Hermanos. Los zapatos pesados y gruesos, lo mismo que el sombrero
de alas anchas, al ser propios del hábito, también se los puso, y con esta figura acudió
a cumplir la función de maestro de escuela. Cuando el mundo le vio disfrazado, por
decirlo así, de aquella manera, con el cuerpo envuelto en el manteo de mangas
sueltas, hecho de la tela más vil y pobre, y llevando por debajo una sotana de un paño
parecido, es fácil pensar en las risotadas que produjo en la ciudad, y qué gritos entre
los niños, qué burlas por parte de la chusma apelotonada, y encantada por encontrar
un momento para satisfacer su humor malicioso. Nada se perdonó en esta ocasión
para cubrirle de vergüenza; y entonces, por fin, el señor De La Salle vio satisfecho su
amor por la abyección. Pudo beber a largos sorbos el cáliz de la confusión y saborear
todo tipo de humillaciones. No fueron ni una, ni dos, ni tres las veces que el virtuoso
superior quiso exponerse a semejantes oprobios: dispuso de todo el tiempo que quiso
para saciarse de ellos durante los varios meses que abandonó su retiro para dar tales
ejemplos de humildad, caminando dos ves al día para dar escuela. Además, hubiera
pensado faltar a sus deberes si hubiera omitido la mínima función del maestro. Así,
para cumplirlos a la letra, sin omitir ni una «iota», como un simple Hermano,
conducía todos los días a los alumnos a la santa misa, los llevaba a la misa mayor y a
vísperas a la parroquia los domingos y días de fiesta, manteniéndose de pie, al frente
de ellos, con actitud modesta, de recogiminto y de devoción, que llenaba de
admiración a las personas de bien. Éstas, sorprendidas de ver a un doctor, a un
canónigo, a un hombre distinguido y persona de mérito, en el ministerio de maestro
de escuela, para sufrir las amarguras del mismo y ejercer las más bajas funciones a los
ojos del mundo, sólo podían alabar al Todopoderoso, que cuando le place hace tan
maravillosos cambios en los corazones y tan grandes prodigios de gracia.
Lo más humillante para el piadoso fundador era que, para acudir a su nuevo oficio,
tenía que pasar ante la mirada de amigos, convertidos ahora en enemigos, censores y
críticos; pero, en vez de esconderse con tímida precaución, ante lo que temía la
naturaleza, se mostraba con humilde magnanimidad vestido con el hábito de
Hermano de las Escuelas Cristianas, afrontando así las miradas de su familia y del
célebre cabildo de la metrópoli, cuando iba a ejercer sus funciones. Continuó esta
práctica con la constancia con que la había iniciado, y sólo cesó este empleo de
humildad cuando otro Hermano pudo reemplazarle en la escuela de Santiago.
Durante este tiempo, el torrente de humillaciones se volcaba sobre el humilde
sacerdote por
<1-245>
numerosos canales, y parece como si Dios se hubiese complacido en colmar sus
deseos y en contentar la noble pasión de su siervo por los desprecios; pues aunque él
mismo se adelantase e hiciera todo lo posible para atraérselos, le llegaban además en
324 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

gran número desde lugares imprevistos y muy sensibles. Hay que decirlo todo: sus
discípulos, por muy fervorosos que fueran, todavía no estaban muy avezados en su
oficio; todavía no tenían ninguna uniformidad entre ellos ni ninguna regla segura para
la dirección de las escuelas. En esta época les bastaba la buena voluntad para ponerles
a dar la clase; y como no estaban bien formados para un empleo muy difícil para
desempeñarlo bien, iban a realizarlo sin competencia, sin método y sin capacidad
suficiente. En estos primeros años, el señor De La Salle no había podido abrir todavía
un noviciado, para probar su vocación, corregir sus defectos, modelar su temperamento
y su carácter, suavizarlos y educarlos; en una palabra, para comunicarles el espíritu de
su estado y formarles en sus funciones. El fervor que reinaba en la casa suplía a la
realidad, pues al entrar en ella recibían las primicias de su espíritu que allí reinaba.
Cuantos se presentaban eran recibidos, una vez que, impresionados por los ejemplos
de piedad y de paciencia que les daban el señor De La Salle y los Hermanos,
solicitaban ingresar en una casa que sólo les ofrecía una vida dura, pobre, laboriosa,
mortificada, y que el público no recompensaba, por la instrucción gratuita que daba a
los niños y jóvenes, sino con burlas e insultos. Como no era probable que un impulso
distinto que el de Dios llevase a tal comunidad a personas que sólo podían esperar en
ella los rigores de la penitencia, y fuera de ella los malos tratos del mundo, era
suficiente que, al entrar, llevasen un corazón sincero y un espíritu dócil.
Una vez que habían sido iniciados y que habían seguido el reglamento de la casa
durante algunos días, se les ponía a enseñar, y se les asignaba una clase para ejercer en
ella un oficio que no dominaban, o que sólo conocían imperfectamente. De ese modo,
actuando cada uno como podía, y de ordinario bastante mal, no era posible que
triunfasen en una función tan delicada, en la cual ellos mismos eran novicios y no
habían seguido ningún aprendizaje. Así pues, como no tenían al dar clase ninguna
regla, ni ningún principio de conducta, se daba un poco al azar, con mucha dificultad
y fatiga por parte de los Hermanos, y con poco éxito por parte de los escolares; de ahí
se derivaba la ruina de los dos puntos fundamentales de las Escuelas Cristianas, que
son la instrucción y la manera de darla. En efecto, para enseñar a leer bien y a escribir,
y para aprender bien las cuentas y la doctrina cristiana, era preciso conocerlo
perfectamente. Y para saberlo perfectamente, hubiera sido necesario habérselo
enseñado, con buenos maestros, dentro de la casa; y eso es lo que entonces faltaba. La
manera de enseñar a llevar una clase es una ciencia más difícil de lo que se cree. Exige
arte, método, silencio, dulzura unida a la gravedad, tranquilidad, mucha paciencia y,
sobre todo, mucha prudencia. Este tipo de ciencia tiene sus reglas y se adquiere con la
experiencia. Por eso, personas que ignoraban las primeras o que no habían tenido
tiempo de adquirir la segunda, difícilmente podían triunfar. Además, la corrección
que es necesaria en la escuela, donde se hallan de ordinario los niños de la clase baja,
para contener a los revoltosos, para excitar a los perezosos, para enderezar a los
indóciles, para intimidar a los libertinos, y para poner una barrera a las bromas y a la
disipación; en una palabra, para refrenar la insolencia de una juventud sin educación,
esta corrección, repito, es un deber
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 325

<1-246>
de los maestros de escuela; pero este deber es difícil con un mundo menudo, vicioso,
grosero, mal educado, y con todos los defectos heredados de la sangre. Esta
corrección debe tener su medida, su tiempo y su modo. Un poco de más, un poco de
menos, o darla en un momento inoportuno, adelantarse o retrasarse, hacerlo con
pasión, no observar la cortesía, etc., son inconvenientes que se deben evitar. En una
palabra, la falta de circunspección o la menor imprudencia convierten el remedio en
veneno. ¡Cuánta atención se ha de tener sobre sí mismo! ¡Cuánta preparación
respecto de los alumnos! Se necesita dominio sobre las propias pasiones para saber
corregir a tiempo y de forma adecuada; no dejarse llevar de la blandura, ni ser
demasiado severo con una juventud poco dócil, que en todo momento induce al mal
humor. Con ella nunca se ha de actuar por capricho, y menos aún por pasión. Para
administrarla bien, hay que renunciar al espíritu natural y no seguir en nada el propio
temperamento. Se necesitaría no ser hombre con aquellos que lo son tan poco. Habría
que ser un espíritu puro con aquellos que sólo lo tienen malicioso. Pero al menos es
necesario que la fe y la razón sean las únicas que presidan una escuela cristiana, y que
ellas pongan en ejercicio continuo la humildad, la paciencia, la mansedumbre y la
prudencia. Si alguien se salta este punto en la escuela, en seguida se ganará su castigo
por la inquietud de los alumnos.
Es, pues, fácil de entender que jóvenes ardientes e inquietos, aunque fervorosos y
llenos de bondad, pero que no estaban formados ni adiestrados sobre la manera de
mantener una clase con orden y en silencio, y que tal vez ellos mismos no dominaban
perfectamente la lectura y la escritura, no tardaran en cometer faltas que tenían
consecuencias y que causaban desorden. Los maestros habían llegado a ser
despreciables, para algunas personas, en ciertos lugares; y los alumnos maliciosos no
tenían demasiada consideración con ellos, ni hacían más caso de sus correcciones que
de sus enseñanzas. Hay también los alumnos malévolos, cuyo mayor placer es pillar
en falta al maestro, o desconcertado, o molesto, para mofarse y reírse de él a sus
expensas; no dejan escapar la ocasión, y en ocasiones incitan al tumulto, a la
confusión o al desorden, antes de que el maestro les haya dado motivo para ello.
Además, están los alumnos rebeldes que se enfadan, y en lugar de dejarse corregir con
castigos justos por sus faltas, buscan vengarse de los maestros con exageraciones
injustas, o con acusaciones o con razones imaginarias preparadas en su cabeza. Pues
bien, esos alumnos, en ocasiones, iban a su casa y ocasionaban un revuelo, unas veces
para disculparse de su castigo ante sus padres, y otras para excitar el furor de éstos
contra los Hermanos.

4. Persecuciones y ofensas que las Escuelas Cristianas proporcionan


al señor De La Salle por parte de los padres de los alumnos
Algunos alumnos resultaban culpables, incorregibles e indomables, y los
Hermanos llegaban a veces al colmo de su aguante, y no sabían por qué medio
326 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

hacerles volver a su deber y mantenerlos sumisos. Tal vez, también se saltaban los
límites de un justo castigo, pues, ya lo hemos dicho, es difícil en semejante ocasión
mantenerse en el justo medio. Sea como fuere, el señor De La Salle se llevaba el
disgusto de las faltas de unos y de otros; pues había padres y madres menos
razonables que los hijos, a los que tan mal habían educado, y cuyas pasiones
alimentaban, que en lugar de frenarlos con sabias correcciones, acudían al señor De
La Salle para recriminarle por las que habían recibido de los Hermanos, y le echaban
la culpa con un torrente de reproches, de injurias y de invectivas con que le cargaban.
De ese modo, el único inocente era condenado como si hubiese sido el único
culpable, y hacía a la vez penitencia por las indiscreciones de sus discípulos, por los
desórdenes de los alumnos y por el furor de sus padres, que acudían armados de
injurias, y le asaltaban y
<1-247>
se vengaban en él de los presuntos malos tratos que sus hijos habían recibido en la
escuela. En estas ocasiones, los más moderados se limitaban a quejarse y a reprochar;
y los más violentos llegaban a los ultrajes, y alguna vez, incluso, a los golpes. A los
padres enfadados se unía la chusma, siempre dispuesta a gritar y a insultar. Estas
tragedias ocurrían a las puertas de la comunidad, y eran frecuentes. Cuando el señor
De La Salle salía, casi nunca dejaba de ser el objeto y la víctima de ellas. Los gritos
del populacho comenzaban cuando él aparecía, y le seguían a todas partes a donde
iba. Durante los ocho años que vivió en Reims, esta escolta ignominiosa le solía
acompañar al salir de casa y al volver a ella.
Una paciencia sometida a tan largas y rudas pruebas era adecuada para hacer un
santo. Tantas persecuciones y humillaciones, tan bien sostenidas, preparaban y
merecían las gracias que el Instituto necesitaba. El piadoso fundador que había
sembrado entonces con lágrimas, recogía ahora los frutos con gozo. Necesitaba una
constancia invencible para no ceder a ataques tan furiosos y frecuentes, y Dios se la
daba. Una virtud menos heroica habría sucumbido y abandonado la empresa; pero
¿qué no puede un alma que está sostenida por el brazo de Dios, y a quien anima su
espíritu? Si a cada paso ella encuentra combates, también consigue victorias a cada
momento. El edificio de la caridad se eleva sobre las ruinas del amor propio. Es el
amor al desprecio y a la abyección, es el santo odio a sí mismo, el que mantiene
cautivo al orgullo, el que pone todos los vicios y todas las pasiones bajo cadenas, y el
que eleva en el corazón del hombre un trofeo al puro amor de Dios.
Las personas sensatas, incluso las mejor intencionadas, pensaban que el señor De
La Salle llevaba demasiado lejos su celo, y que exponía demasiado su persona.
¿Quién se hubiera imaginado, decían, que una persona de su rango se rebajara tanto y
se redujera a un estado tan miserable? Él dejaba que hablasen y sólo pensaba en
practicar el bien. Escuchaba con mansedumbre los consejos de unos y las
reprimendas de otros; pero las olvidaba por igual, y hacía callar en sí mismo el
espíritu propio, para entregarse al de la cruz. Después de haber atendido la plaza
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 327

vacante de la parroquia de Santiago, volvió a su retiro y retomó sus ejercicios de


oración y de meditación, en aquel pequeño espacio apartado que había escogido, y
que lo llenaba por completo. El espacio se llenaba por completo cuando él estaba, y
no había sitio para nadie más. Allí pasaba los días y parte de las noches en
contemplación. Sólo salía de allí para acudir a los ejercicios comunes, y se hallaba tan
a gusto en aquel sitio que era difícil sacarle de él para que acudiera a tomar algún
alimento.
328 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

CAPÍTULO IV

Fervor de los primeros Hermanos del Instituto

Por mucho cuidado que tuviera el señor De La Salle para ocultar a los hombres el
conocimiento de sus austeridades y de sus penitencias, no pudo ocultarlas todas a los
testigos domésticos que vivían con él. Los hijos escrutaban al padre para imitarle,
y tenían santa pasión por correr tras sus huellas en la más penosa carrera de la
perfección. Sus ojos, atentos a todas sus acciones, le estudiaban
<1-248>
en todas partes y se apegaban a él como a su modelo, para copiarlo; de manera que si
él tenía bastante habilidad para ocultar una parte de sus penitencias a sus espías
familiares, también ellos tenían suficiente sagacidad para descubrir alguna parte de
ellas. Los actos diarios de virtud que veían en él les indicaban con bastante claridad
que había otros muchos que ocultaba. El corazón del piadoso fundador, lleno del
amor divino, que sólo sentía inclinación por el sufrimiento y por la mortificación, al
descubrir tal atractivo en sus discípulos, les dejaba adivinar que no perdonaba su
carne, y que toda su aplicación consistía en crucificarla. Por lo que se le veía hacer se
deducía lo que podía practicar en secreto. Las prácticas de penitencia que el buen
ejemplo le obligaba a hacer públicas revelaban una parte de las que su humildad
encerraba en la oscuridad. De ahí se derivaba una piadosa curiosidad para
descubrirlas, y una noble emulación en los Hermanos para imitalas. Siguiendo las
trazas de sangre del señor De La Salle llegaban a descubrir los crueles instrumentos
que utilizaba para atormentar su carne. Estos ejemplos terminaban lo que sus
discursos habían comenzado, y les determinaban a hacerse semejantes a él en la
práctica de la penitencia y de la oración. En aquella nueva comunidad sólo se hablaba
del cielo y de las sendas que conducen a él, de la perfección y de los medios de llegar a
ella, de las virtudes y de la forma de hacerlas puras y heroicas, del amor divino y de lo
que se debe hacer para adquirirlo. El lenguaje que allí se usaba no tenía nada en
común con el del siglo; la aplicación a las humillaciones, a la abnegación de sí
mismo, al desprecio del mundo, al silencio, al recogimiento, al espíritu interior, al
retiro y a la soledad, al amor de las cruces y de los sufrimientos: eso era lo que reinaba
entre los Hermanos. Conocer sólo a Jesucristo, y Jesucristo crucificado, moldearse
según Él, expresarlo en sus personas, llevar siempre su mortificación en sus cuerpos y
convertirse en sus retratos vivos y sus imágenes perfectas: todo eso era suficiente para
ellos; no querían conocer ninguna otra cosa. De ahí se deduce a dónde llegaba la
ambición de los primeros Hermanos. He ahí en qué hacían consistir toda su ciencia.
Una persona del siglo, un hijo de Adán, se hubiera encontrado en su compañía como
en un país extraño, totalmente distinto de ellos y de gustos opuestos. No hubiera
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 329

entendido su lenguaje ni hubiera podido hacerles entender el suyo. Por sus


costumbres, por su lenguaje, por su manera de vivir, los habría tomado por hombres
de un mundo nuevo o por hombres bajados del cielo.
El padre había encendido en sus hijos un fuego tan grande que no podían, como
tampoco él, mantenerse en los límites de un fervor ordinario. No aspiraban más que a
Dios y para sufrir por Dios, para crucificar su carne y para hacerse semejantes al
varón de dolores. Apasionados santamente por los ejercicios de penitencia,
solicitaban permiso para realizarlos hasta la saciedad; no parecían contentos sino
cuando se les concedía a su gusto; nunca, según ellos, practicaban bastante
penitencia; para agradarles había que permitirles el uso de disciplinas, fajas con púas,
cilicios y cadenillas de hierro a discreción. Su única envidia recaía sobre aquel que
llevaba la mejor parte; y el señor De La Salle, que en este punto se satisfacía a sí
mismo, accedía fácilmente a sus deseos; y si poniendo límites a su fervor él no lo
hacía con el suyo, se convertía en objeto de noble envidia o de santo desaliento.
Sin embargo, a decir verdad, no tenían motivo para quejarse de él en este punto,
pues su atracción dominante para las austeridades le hacía liberal para concederlo.
Incluso se lo concedió en demasía, como se verá más tarde; y todo lo que se le podría
<1-249>
reprochar sería haberles permitido ejercer sobre sus cuerpos parte de las santas
crueldades que él ejerció con el suyo. Estos compañeros de peregrinación del señor
De La Salle en el desierto de este mundo, llenos de ese fuego celestial con que les
había abrasado, corrían con todas sus fuerzas tras sus huellas, siguiendo el olor de sus
virtudes en los caminos de la perfección. Eran insaciables de penitencia. Para
obtenerla, no tenían más que pedirla. Terminada una, solicitaban otra. Todos hacían
su petición por orden, y se impacientaban al ver que su turno se retrasaba, y por
esperar demasiado para ver otorgada su petición. Antes y después de la comida, por la
mañana después de la oración, por la tarde después del examen, en todo momento los
discípulos rodeaban al maestro y le hacían santa violencia con el fin de obtener su
asentimiento para hacer alguna nueva humillación o alguna austeridad. Se causaban
una pena mayor a sí mismos por no entregarse a la impetuosidad de su atractivo, y por
mantenerlo en los límites de la exacta obediencia. Pero como estos fervorosos
discípulos sólo buscaban a Dios, su intención era pura; ni el amor propio ni la propia
voluntad tenían parte en las austeridades que solicitaban, y el espíritu de obediencia
era la ley para su espíritu de penitencia. Estos verdaderos obedientes hubiesen
pensado, al macerar su carne, que hacían penitencia para el diablo y no para Dios, si
hubiesen realizado alguna austeridad que no estuviera consagrada por la obediencia.
Por lo cual, el deseo de crucificar su carne era la medida de su disposición para pedir
a su superior el mérito de la obediencia. Ya hemos dicho que no tenían dificultad a
llegarse a él y obtener permiso para el uso frecuente de disciplinas, fajas con púas,
cilicios, cadenillas de hierro y otros instrumentos propios para atormentar la carne.
330 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Los distintos tipos de humillación eran también para ellos de gusto parecido; no
había ningún género de ellas del que Dios no les inspirase la idea. En cualquier lugar
donde encontrasen al señor De La Salle, si habían cometido alguna falta, se echaban a
sus pies para pedir un castigo. Le manifestaban todos los defectos personales, y le
pedían permiso para confesárselos a los demás. Lo que podía causarles más
vergüenza, era lo primero que manifestaban. Todo cuanto pudiera causar mayor
censura en el espíritu de otro, era lo que tenían más ganas de hacer público. Se
complacían en comunicar a la gente lo que podría deshonrarlos a sus ojos; y la gente,
igualmente, se complacía en cubrirles de oprobio y de infamia.
El populacho, tan aficionado a insultarlos cuando aparecían, contentaban su
malicia satisfaciendo su inclinación. La gente consideraba que merecían los
desprecios, y que se realizaba lo justo cuando los consideraban como las barreduras
del mundo, los apedreaban o les lanzaban barro. Emulándose los unos a los otros, se
apresuraban a realizar en casa los servicios más viles, los más asquerosos y los más
repugnantes para la naturaleza. Sólo disputaban entre ellos cuando se trataba de
superarse en humildad o aprovechar las ocasiones de realizar actos que mortifican
de forma más sensible el amor propio o el orgullo. En una palabra, la nueva
comunidad era una academia de virtudes y una escuela de perfección, donde todos
trabajaban con noble emulación. Todos allí recibían sólo ejemplos llamativos de
fervor, de caridad, de humildad, de mortificación, de silencio, de recogimiento,
de obediencia, de paciencia, de celo por la salvación del prójimo, de amor a la
vocación y de dedicación a la instrucción y a la santificación de la juventud pobre;
pero también varios de estos
<1-250>
fervorosos discípulos del señor De La Salle, deseando seguirle muy de cerca,
acabaron tempranamente en la tumba.
Los Hermanos, arrastrados por la fuerza de sus ejemplos, le animaban a él mismo
con sus insistencias; y todos juntos se dejaban llevar por el torrente de su fervor que
los empujaba al piadoso exceso en cuestión de penitencia. A él le correspondía
moderar y dominar con la brida de la obediencia a aquellos hombres de fuego, que se
dejaban llevar por la vivacidad de sus deseos. Pero ¿cómo hacerlo? Era él el primero
en entregarse a dicho atractivo. En este asunto él era el más culpable, y no tenía fuerza
y menos voluntad para reprochar un defecto que él apreciaba. Si el padre y los hijos,
al no poner límites a sus maceraciones, cometían una falta, se trataba de una falta de la
que no querían corregirse. Sólo hubieran podido consentir en hacer penitencia
practicando mortificaciones mayores que las que hubieran podido reprocharles. Sin
embargo, hay que confesar que iban demasiado lejos en este asunto; es una falta que
se les puede imputar; pero ¿qué santo no merece una acusación parecida? Si todos
ellos pecaron en esta materia, es un pecado que casi nadie quiso reconocer ni
confesar; y si algunos, como san Francisco, lo reconocieron a la hora de la muerte, y
pidieron perdón a su cuerpo por haberlo maltratado demasiado, esperaron a hacerlo
cuando ya era inútil reconocerlo, y cuando ya estaban sin posibilidad de corregirse.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 331

Después de todo, tal vez Dios ha querido suscitar en los últimos siglos el espíritu de
penitencia de los primeros, para que no olvidemos que éste es el espíritu primitivo del
cristianismo y el espíritu evangélico, y para mostrarnos que la espiritualidad que la
limita, la disfraza o la modifica es una espiritualidad falsa y quimérica.

1. El fervor sin límites y la dureza de vida de los primeros Hermanos


llevaron a la muerte a muchos de ellos en pocos años
En efecto, en la Trapa, en Sept-Fons y en otros lugares de Francia se han visto
revivir en nuestros días las austeridades antiguas, y a hombres de quienes se pensaba
que sus temperamentos no les permitían resistir el peso de las vigilias, de los ayunos y
de otras maceraciones de la carne, tan en boga otras veces en los desiertos y en el
nacimiento de las órdenes religiosas, practicarlas casi con tal intensidad como en la
más lejana antigüedad. En los siete u ocho años, es decir, desde 1681 a 1688, cuando
el señor De La Salle se marchó a abrir escuelas en París, de los quince primeros
Hermanos que tenía el Instituto en Reims, Laón, Guisa y Rethel, perdió más de seis
por una muerte prematura, con menos de treinta años, sin contar a los que una salud
lánguida y arruinada obligó a buscar alivio fuera de la casa. Desde 1688 hasta 1719,
año en que falleció el señor De La Salle, tuvo el disgusto de perder al menos cuarenta
y cinco Hermanos, y el gozo de que fueran antes que él al cielo; y de ellos, sólo ocho o
nueve pasaban de los treinta años.
Una casa tan pobre, tan austera, tan mortificada, era propia para convertirse en el
cementerio de los cuerpos, y para poblar el cielo con las almas de quienes la habitaban.
No se escuchaba en ella a la razón humana para nada, y menos aún a la mitigación y a
la relajación; los jóvenes que vivían en ella se dejaban llevar por los piadosos excesos
de su devoción, y consideraban una falta de flojedad o de sensualidad cualquier alivio
que reclamase la naturaleza. Todos ellos, sostenidos por la palabra de su director, y
animados por sus ejemplos, se violentaban para seguir sus pasos y la atracción de la
gracia. De esta forma, dañaban y arruinaban su salud en poco tiempo, ya fuera por la
actividad excesiva de sus ansias inflamadas, o por la intensidad en la aplicación a la
vida interior, o con la práctica de la mortificación sin descanso, o, en fin, mediante el
uso inmoderado de las disciplinas,
<1-251>
de fajas con púas o de otros instrumentos de penitencia, unido al trabajo diario y
cansadísimo de las escuelas. Los Hermanos, queriendo seguir a su fundador, no
tenían en cuenta que él no caminaba, y ni siquiera corría, sino que realmente volaba
por el sendero estrecho y espinoso del cielo. Era un hombre de la gracia, uno de esos
Benjamines a quienes el verdadero José, el salvador del mundo, daba, en la
distribución de sus dones, diez veces más que a sus Hermanos; su medida estaba
llena, abundante, y desbordaba. Los grandes sacrificios que había ofrecido a Dios, las
terribles violencias que había impuesto a su naturaleza, sus actos heroicos de
332 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

humildad, de desasimiento y de caridad para con los pobres le habían abierto los
tesoros de las bendiciones de Dios.
Se podría decir que una gracia de victoria era su herencia, y que por ella y con ella
todo se hacía posible, practicable, e incluso fácil. Y lo que resulta extraño es que la
penitencia, que él exageraba mucho más que sus Hermanos, en vez de arruinar su
salud, parecía que la fortificaba y le dotaba de una naturaleza más robusta. Ellos
deberían, al copiar sus ejemplos, haber consultado con sus propias fuerzas, y es lo que
no hicieron. Al querer medir sus energías con las de un gigante, encontraban el fin en
poco tiempo, y llegaban a la muerte como santos, después de haber vivido como
grandes penitentes.

2. Preciosa muerte del Hermano Juan Francisco;


características de su virtud
El Hermano Juan Francisco fue el primero que roturó el camino del cielo a los
demás. Un puesto bastante ventajoso en la ciudad le permitía vivir con comodidad, y
se puede decir que, al abandonarlo, dejó mucho a los ojos de Aquel que mide el
mérito de las acciones por la parte que el corazón pone en ello. Al dejar ese puesto,
renunció a mucho más de lo que habían dejado los apóstoles para seguir a Jesucristo;
pues éstos, pobres pescadores, sólo dejaron unas redes, pero como fue el corazón el
que hizo esta renuncia, a los ojos de Jesucristo fue de tan grande valor que mereció
sus elogios y las más magníficas recompensas. Por lo demás, los discípulos del
Salvador, según san Jerónimo y san Gregorio, dejaron mucho al abandonar lo poco
que tenían, porque renunciaron al deseo de poseer. Esta disposición, tan agradable a
los ojos de quien tiene en cuenta la disposición del corazón, fue la que atrajo tantas
gracias al Hermano Juan Francisco.
Lo que le ganó para Dios y le movió a entrar en la nueva casa fue el ejemplo de los
Hermanos. Impresionado por su piedad, por su fervor y por su paciencia, comprendió
que quien estaba al frente de ellos era un excepcional siervo del Señor, y tuvo el santo
deseo de ponerse bajo su dirección y de ingresar en su casa. Vivió en ella poco
tiempo, pero por la forma en que vivió, su recuerdo ha quedado en bendición. Todos
sus días fueron plenos, y todo su cuidado fue llenarlos con especial mérito. La
característica de su piedad fue la vida interior. Estaba siempre centrado en el interior
de sí mismo, aplicado a la presencia de Dios, atento a todos los movimientos de su
alma, vigilante para reprimir todos los pensamientos inútiles y todos los afectos
extraños, aplicado a sofocar las mínimas manifestaciones de las pasiones y de los
vicios, cuidadoso para mortificar el espíritu natural y la propia voluntad, y para no
dejar penetrar en su corazón nada que no fuera de Dios y para Dios. En una palabra,
estuvo únicamente ocupado en el cultivo de su hombre interior, y trató tan duramente
a su hombre exterior que en dieciocho meses de comunidad encontró el fin de sus
días. Pero, según la expresión del Espíritu Santo, vivió mucho, porque vivió con
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 333

sumo fervor. Sus días, llenos de mérito, fueron años ante Dios. Explevit tempora
multa.
No necesitaba vivir mucho tiempo, pues había llegado al término al que debe
conducir una vida larga, que es la caridad perfecta. La posesión que ésta había tomado
de su alma se dejó sentir en
<1-252>
la dura enfermedad que en pocos días le llevó a la tumba, en 1684. El delirio que
precedió a su muerte durante algún tiempo, y que fue efecto de la elevada fiebre que tenía,
no se manifestó con ninguna extravagancia, por ningún movimiento irregular ni por
ninguna palabra poco medida. Puedo asegurar, además, que este delirio fue
edificante, y vino a ser como el espejo de su hermosa alma, pues manifestó los
profundos sentimientos que el amor divino había dejado en ella. Diré también que
este delirio vino a ser como un éxtasis, durante el cual su corazón sólo estuvo ocupado
por los deseos del cielo y por transportes de amor de Dios. Repetía estas palabras:
¡Ah, hermosa eternidad, cuán bellas son tus moradas! ¡Amor, amor, amor, vamos a
ver al amor, al amor, al amor! Estas palabras estaban constantemente en su boca. Las
repetía sin descanso con todas sus fuerzas, con voz agradable; y mientras las repetía
expiró, encontrando una muerte tan santa como lo había sido su vida.

3. Santa muerte del Hermano Bourlette; eminencia de su virtud


El Hermano Bourlette ocupa el segundo lugar entre estos mártires de la penitencia.
Un exceso de fervor no tardó en llevarlo a la tumba. Era de Reims, de familia honrada
y bastante acomodada, con bienes de fortuna. Amado por sus padres, el futuro le sonreía,
y no le faltaba de nada en una casa donde se vivía con comodidades. Todo le predecía
un porvenir agradable, según el mundo. La herencia paterna le aseguraba una
situación confortable y le hacía esperar que sería dichoso en el siglo. Pero, tocado por
Dios, elevó sus miras y las fijó en el cielo. Todo lo que es mortal le pareció indigno de
un alma inmortal. La casa paterna le desagradaba porque era demasiado cómoda. En
cambio, la casa de los Hermanos, donde faltaba de todo, y donde podía decir, al
ingresar en ella, que llevaba su cuerpo a la cárcel, sus sentidos a la tortura y su
voluntad al sepulcro, le pareció que era la casa de Dios y la puerta del cielo. Ingresó
en ella. Pero ¿cómo? ¿Cuál fue la ocasión? ¿Cuál fue el motivo? ¿Cuál fue el
objetivo? Ingresó en ella sin que sus padres lo supieran; permaneció en ella sin
escuchar sus halagos ni sus peticiones, y perseveró a pesar de sus lágrimas y de su
insistencia para que saliera. La virtud eminente del señor De La Salle y de sus
discípulos fue la ocasión de su vocación. El deseo de caminar por el camino estrecho
que tiene como término el paraíso, fue el motivo que le llevó a un lugar que
consideraba como la puerta estrecha que es la entrada en el cielo. Vivió en ella como
un ángel y en ella murió como un santo.
334 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Lo primero que le sorprendió, le impresionó y le ganó para Dios fue la paciencia


invencible del señor De La Salle y de sus hijos. Él, que residía en Reims, no ignoraba
quién era aquel sacerdote tan pobre, tan abyecto y tan despreciado. Cuando
comparaba el primer estado del siervo de Dios, que puedo calificar de comodidad y
de honor, con el segundo, el que había abrazado y que era un estado de pobreza, de
mortificación y de ignominia, no acababa de admirar la obra de la gracia en los
corazones. Estaba admirado por ver tan abajado a un hombre, que había descendido
desde tan alto, según la opinión humana, y que vivía contento y tan lleno de alegría
por el feliz cambio que había hecho de sus riquezas por la pobreza, y de las
comodidades de la vida por la crucifixión de la carne.
El asunto que más le impresionaba era ver al hombre de Dios expuesto como
espectáculo al populacho, que se mofaba de él, y que parecían decirse unos a otros:
Ecce homo. (He ahí al hombre). He ahí a este canónigo, a este doctor, hijo de buena
familia, convertido en maestro de escuela. Desempeña ese oficio y debe vivir de él,
pues no tiene nada, y es tan pobre como aquellos que reúne. ¡Vaya espectáculo, verlo
con esta vestimenta, con su manteo, sus zapatos pesados y gruesos, y con ese enorme
sombrero que cubre sus hombros! ¡Vaya honor que presta a su ciudad, a su familia y
al cabildo!
<1-253>
¿Qué papel tiene ahora en el mundo? ¿Ha perdido el juicio? Hay que creerlo, pues se
comporta como un muerto, insensible a todo lo que le hacen. El joven que había visto
al señor De La Salle ser un día el juguete del populacho, veía al día siguiente a
algunos de sus Hermanos hacer la misma figura, y la chusma insolente, amontonada
en torno a ellos para divertirse a su costa. Veía que les insultaban impunemente, y que
ellos dejaban plena libertad para que se riesen de ellos, les diesen tirones, los
empujasen, los cubrieran de barro, los golpearan y los persiguieran a pedradas, sin
que pareciesen afectados, sin que pronunciaran una palabra de indignación ni dejaran
escapar cualquier signo de impaciencia, y estaba maravillosamente edificado. Esos
hombres tranquilos, modestos, mansos y pacíficos en medio de un tropel de
muchachos maliciosos, que según los términos de la Escritura eran como perros
desencadenados, que corrían tras ellos ladrando y esperando el momento de
morderlos y desgarrarlos; esos hombres pacientes en medio de la chusma insolente,
que sólo se aproximaba a ellos para golpearlos, le parecían personas formadas en la
escuela del Calvario y moldeados según Jesucristo, su modelo; y, después de todo,
más dignos de envidia que de compasión.
La estima que concibió hacia ellos hizo nacer en él el deseo de llegar a ser
semejante, para que, habiendo bebido con ellos el mismo cáliz en la tierra, pudiera
encontrar un lugar entre ellos en el cielo. Una vez tomada esta generosa decisión, para
ejecutarla desapareció de la vista de sus familiares, quienes afligidos, desconsolados,
consternados acudieron presurosos, cuando lo supieron, para retirarle de una casa que
devoraba a sus habitantes, según los prejuicios del mundo, y que era objeto del odio y
de la persecución de la gente.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 335

Cuanto más amaban a este joven, más lamentaban el verle en un lugar que era el
horror del mundo. Si la muerte se lo hubiese arrebatado, tal vez no le hubiera llevado
al sepulcro con tantas lágrimas. Se consideraban deshonrados por tener un hijo entre
los Hermanos, y para lavar esta mancha en la familia nada dejaron de poner por obra
para hacerle salir. Pero hablaron siempre a un sordo y a un ciego que parecía no ver
las lágrimas ni oír los lamentos. Su desolación y sus quejas siempre le encontraban y
le dejaban como a una roca azotada por la tempestad, a cuyos pies se quebraban las
olas del mar sin inmutarle. Antes de que el generoso joven ingresara en esta escuela
de virtudes, podía decir con san Pablo: Continuo non acquievi carni et sanguini. (No
he escuchado más a la carne ni a la sangre). El deseo de ser totalmente de Jesucristo le
hizo olvidar que tenía familiares; y cuando venían a tentarle sobre su vocación,
parecía que no los conocía. Su corazón le decía en secreto lo que su boca, por respeto,
no se atrevía a pronunciar: Nescio vos. (No os conozco). Dejo de reconoceros como
mi padre y mi madre cuando venís a arrancarme de los brazos de mi padre celestial.
Así, armado con la espada evangélica, realizó la separación, tan sensible, de la
naturaleza, y abandonó a sus parientes, que le amaban con ternura.
La caridad perfecta, esta perla evangélica que hay que comprar con todos los
demás bienes, este oro bruñido que hace tan rico, y que es precio de los mayores
sacrificios, fue la recompensa del que había hecho el virtuoso joven. En efecto,
parece como si el amor divino, cuya adquisición tanto cuesta a los corazones
generosos, se hubiera presentado a la puerta de la casa cuando él llegó a pedir su
ingreso; pues desde ese momento su corazón quedó tan dominado por él, que ya no
tuvo ningún otro movimiento sino para Dios. Se
<1-254>
puede decir que el divino amor le perseguía por todas partes y le asaltaba de continuo.
Eran tan vivos y tan continuos estos asaltos, que parecía constantemente como
extasiado y fuera de sí, sobre todo durante la oración y la acción de gracias de la
comunión. Se hubiera dicho que tenía movimientos convulsos, y que una fiebre
violenta hacía temblar todos sus miembros. Avisado de estos movimientos
irregulares, y vuelto en sí, parecía sorprendido, pues sólo él desconocía lo que todos
los demás veían. Por lo demás, para juzgar debidamente del ardor de su caridad, se
necesita conocer la atracción que tenía por los desprecios.
El amor sincero de las humillaciones rindió en él al amor de Dios el auténtico
testimonio que necesita para considerarlo verdadero; pues siempre deja dudas sobre
la verdad o la pureza del amor cuando el sufrimiento no sirve de prueba. En efecto,
nada muestra tan eficazmente la ruina del amor propio en un corazón como la fuerte
atracción por la humillación. Cualquier otra señal es equívoca y no es garantía cierta
de la presencia del puro amor de Dios en un alma. Sólo puede ser contado entre los
perfectos quien presenta el amor a la cruz como prueba efectiva de su caridad hacia
Dios. Según este criterio, el Hermano Bourlette debe tener un lugar entre ellos, ya que
parecía no tener otra inclinación que por las humillaciones. Toda su ambición era
destruirse en el espíritu de los hombres y disminuir en su estima. Si su espíritu de
336 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

obediencia no hubiera sido superior a esa atracción, se le habría visto comportarse


como un loco para excitar al populacho y a los niños a que le arrojasen piedras y le
tirasen barro. El señor De La Salle, en más de una ocasión, tuvo que emplear toda su
autoridad para retener en los límites de la prudencia a este amante de los desprecios,
que solicitaba con insistencia permiso para correr por las calles de la ciudad donde
nació, y a vista de sus parientes, amigos y compatriotas, vestido con una especie de
saco rojo y con un gorro de lana en la cabeza, para que le trataran como se trata a los
locos, y que le considerasen como tal.
Sus padres, siempre tristes por haberle perdido y por verle en una casa de ignominia,
volvían sin cesar a la carga para lograr que saliese, y no paraban de importunarle con
sus lloros, con sus reproches y con sus melindres y testimonios de ternura, que a
menudo son armas que vencen los corazones más inflexibles. El señor De La Salle le
envió a Rethel para apartarle de su vista, y ponerle, con esta lejanía, fuera del alcance
de sus ataques. Pero ¿qué no hace el amor natural? Su padre y su madre, lo mismo de
lejos como cuando estaba cerca, no le dejaron descansar. Igual que un oso y una osa a
quienes han quitado las crías, acudieron al lugar al que habían desterrado a su hijo,
con el propósito de apartarlo de sus maniobras, y dejaron oír, en Rethel como ya había
sido en Reims, sus gritos, sus gemidos y sus quejas, sin que todo ello pudiera afectarle
en nada. En vano se afligieron de nuevo y parecieron inconsolables a sus ojos; en
vano mezclaron sus lágrimas con sus ruegos, y los reproches a los mimos; le
encontraron siempre igual. Se mostró insensible a las lágrimas, a los lamentos y a los
sentimientos de quienes le habían dado la vida. Embebido totalmente en Dios, dejaba
que la gracia triunfara en su corazón sobre la naturaleza; en aquel altar interior,
inmolaba como víctima al Padre celestial el amor natural, y le ofrecía la pena que
ocasionaba a sus padres, y también la que ellos le causaban. En una carta dirigida al
señor De La Salle, al relatar esta nueva tentación, le decía: Mis padres han venido a
verme, y
<1-255>
me han dicho si no me quería convertir; les he respondido que estaba totalmente
convertido. No sé si fue el propósito de mantener desconocido a sus padres el lugar de
residencia del Hermano Bourlette, el caso es que fue trasladado de Rethel a Laón;
pero no se ganó nada. El padre conoció el lugar donde estaba su hijo, y no tardó en
ponerse en camino para hacer nuevos esfuerzos y arrancarle de un estado que no
podía soportar. ¡Cuántas lágrimas no vio correr todavía el hijo, con sus ojos secos, de
los ojos de su padre! ¡Cuántos gemidos y sollozos oyeron todavía sus oídos sin que
pudieran llegar a su corazón! ¡Cuántos testimonios de ternura recibió! ¡Cuántos
reproches amargos tuvo que recibir de parte de aquel anciano afligido, consternado y
casi al borde de la desesperación! Estas tempestades paternas, que le azotaron con
tanta furia, no pudieron abatirle; sólo sirvieron para probar su vocación y santificarle,
al ofrecerle la ocasión de renovar los mayores sacrificios de la naturaleza. La
recompensa no estaba lejana, pues sea que Dios quiso coronarle sin demora después
de tantos combates y victorias, sea que su gran fervor hubiera acortado sus días,
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 337

después de dos años de una vida tan santa tuvo una muere preciosa. Si la caridad no
fue la única causa de ella, al menos sí parece que fue la ocasión. He ahí cómo ocurrió.
El compañero del Hermano Bourlette había caído enfermo, y el fervoroso neófito se
propuso cuidarle y atender al mismo tiempo las dos clases. Eso suponía realizar el
trabajo de tres personas, pero el fervor nunca dice basta. Haciendo demasiado, aún se
acusa de flojedad. El señor párroco, que vive actualmente y es canónigo de la
catedral, acudió a visitar al enfermo y a consolar al otro. Al ver al Hermano Bourlette,
a quien apreciaba por su singular piedad, demasiado cargado de trabajo y a punto de
sucumbir, le mandó que diera a los alumnos vacaciones para ocho o diez días. El
humilde Hermano se excusó, pensando que no podía hacerlo en conciencia sin orden
escrita del señor De La Salle. El caritativo párroco, que parecía prever las
consecuencias de un exceso de fervor y de un escrúpulo mal fundado sobre la
obediencia, se sintió incómodo con la decisión del Hermano, y para que se diera
cuenta de lo imposible que era hacer aquello, le preguntó cómo podría dar clase en
dos locales separados, mantener en orden a tantos niños y atender a las necesidades
del enfermo. Y él contestó: Señor, tengo el pie derecho en una clase, el izquierdo en
la otra, el pensamiento en el enfermo y el corazón en el cielo. Esta respuesta
sorprendió al piadoso párroco y le dejó sin palabras. Se marchó edificado y lleno de
admiración.
Algunos días después el enfermo se había curado, y estaba en disposición de dar
clase, pero el Hermano Bourlette se vio forzado a dejar la suya y guardar cama. Una
fiebre continua y violenta se lo llevó en pocos días, en 1686, sin que los médicos ni las
medicinas pudieran aliviarle ni prolongar unas horas su vida. Toda la parroquia,
incluso toda la ciudad, manifestaron su aflicción. Su muerte se consideró una gran
pérdida y se le honró como a un santo. Su sepulcro fue frecuentado durante años para
honrarle y por devoción. Muchas personas acudían allí para ofrecer a Dios sus
oraciones e invocar al piadoso difunto. La tranquilidad de su alma y su modestia, que
se traslucía en todo su exterior, le ganaron el nombre de Hermano Modesto. La gente
no le llamaba de otra manera, y pensaba que de esa forma describía su virtud y hacía
su elogio.

4. Muerte del Hermano Mauricio; características de su fervor


El Hermano Mauricio, natural de Reims, fue el tercer hijo del señor De La
<1-256>
Salle que fue a ocupar un lugar en el cielo. Su hermosa muerte, en la misma ciudad,
está consignada el 1 de mayo de 1687. Procedente de muy buena familia, le dio mayor
honor con su singular bondad, que no la había recibido por nacimiento. En cuanto
comenzó a convivir con los Hermanos, todos lo consideraron como un modelo. En él,
todo llevaba a Dios e inspiraba devoción. Este buen Hermano parecía que reproducía
a Jesucristo y que daba en su persona una imagen natural de Nuestro Señor viviente
en la tierra. Incluso en el silencio su ejemplo hablaba y aleccionaba a los demás
338 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

realizando a la perfección cada una de sus acciones; de manera que al final de su vida,
y lo mismo cada día, se le podía aplicar, en la proporción conveniente con la humana
debilidad, el magnífico elogio que las gentes decían de Jesucristo: Bene omnia fecit;
(Hice bien todas las cosas).
Hacía bien, sobre todo, la oración. La postura recogida que mantenía en ella, el
espíritu de piedad en que se le veía sumido y la profunda devoción que se reflejaba en
su rostro le daban el aspecto de un serafín. Durante todo este santo acto, quedaba tan
encerrado en sí mismo y tan ocupado en Dios que parecía estar en el cielo. Estaba
tan muerto a los sentidos que no sentía la tentación de satisfacerlos en nada. En él, la
naturaleza ya no se permitía exponer sus inclinaciones, pues por poco que las hiciera
sentir, de inmediato quedaban contradichas, mortificadas y perseguidas hasta la
perfecta destrucción. El espíritu natural y la voluntad propia no tenían libertad en él.
Su solo nombre les producía horror, y se podría decir que había llegado al punto de
eliminarlos. La obediencia perfecta, que san Juan Clímaco llama sepulcro de la
propia voluntad, parecía ser la virtud dominante de este Hermano. También le ganaba
una especie de predilección de su superior sobre los demás. El señor De La Salle
estimaba singularmente a este perfecto obediente, y no quería que ningún otro le
ayudase a la misa. Y es que el Hermano Mauricio lo hacía con tal modestia y gracia
que se hubiera pensado, al verles, que un ángel ayudaba a un serafín en el altar.
Su delicada complexión no pudo soportar por mucho tiempo la austeridad y la
mortificación que reinaban entre los Hermanos. Se advirtió con pesar que estaba
enfermo y que sufría tuberculosis, y apenas el mal se manifestó, progresó con
rapidez. El fuego del amor divino que le consumía interiormente contribuyó, más aún
que la vida dura y penitente que llevaba, a inflamar y extender la úlcera de sus
pulmones. No es de extrañar, ya que las gracias se extendían, en aquel tiempo, tan
sensiblemente y con tanta abundancia sobre los miembros de aquella pequeña Iglesia
naciente, que sin haber pasado por los ejercicios del noviciado, que sólo se estableció
en 1691, en Vaugirard, los Hermanos llegaban en poco tiempo a ser lo que debían, es
decir, hombres espirituales.
El Hermano Mauricio era uno de los que, en el servicio de Dios, necesitan más el
freno que la espuela. Su fervor le consumía, y no atendía ni a la salud ni a sus fuerzas.
De ese modo, no tardó mucho en notar el agotamiento y muy próximo el final. Este
buen Hermano y los demás olvidaban que tenían cuerpo, y pretendiendo vivir como
los espíritus puros, sin acordarse de una carne enferma y mortal, precipitaban sus
pasos hacia el final común, y buscaban el sepulcro en la casa donde hacía tan poco
tiempo que habían ingresado.
Sin embargo, el señor De La Salle, muy afectado por la pérdida de un sujeto tan
excelente, buscó todos los medios posibles para restablecer su salud y también la de
otro Hermano, enfermo del mismo mal.
<1-257>
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 339

El médico que le asistió creyó que el único remedio para prolongar sus días era salir
de una casa que daba todo al alma y que negaba todo al cuerpo. Consideraba que la
compañía y el ejemplo del señor De La Salle y de los Hermanos eran adecuados para
hacer santos pero no para curar enfermos. En efecto, el fervor del padre y de sus hijos
hacía cada día nuevos progresos, y cuanto más crecía, más disminuía el cuidado de
los cuerpos. El espíritu de la gracia se enfrentaba sobre todo al espíritu de la carne, y
se aplicaba sólo a mortificarlo. El médico habitual de la comunidad, el señor Du Bois,
estaba convencido de que una casa donde la naturaleza encontraba su martirio se
convertiría en la tumba de los dos Hermanos si seguían en ella, y les dio el consejo de
dejarla si querían mitigar su enfermedad y abreviar su suplicio. El consejo no gustó al
Hermano Mauricio. El temor a perder, si salía de la casa, el espíritu de gracia que
había recibido al ingresar en ella, le determinó a morir allí. El sacrificio de una muerte
inminente le pareció más dulce que el de abandonar una comunidad en la que reinaba
el espíritu de Dios; y permanecer en ella producía mayores delicias a su alma que los
dolores que soportaba su cuerpo.
El señor De La Salle, encantado por esta generosa decisión, lo consintió con
alegría; y fue motivo de especial consuelo poderle conservar aún seis meses, que duró
el resto de su vida, como un modelo perfecto de paciencia, de humildad, de
obediencia, de resignación y de fervor. El joven, cuando era asaltado por los dolores,
se consolaba con el recurso continuo a Dios y con miradas al cielo, donde radicaba el
objeto de sus deseos. Su edificante muerte llegó el último día de abril de 1687, a la
edad de veintidós años.
El otro enfermo, afectado como él de tuberculosis, no tuvo la misma constancia.
Aceptó sin mucha demora la invitación de volver a su casa, pero no tardó en
arrepentirse. La casa paterna, que le privó de los mayores ejemplos de virtud, no le
devolvió la salud. Falleció tres meses después de su salida, con un pesar mortal, por
haber abandonado la tierra de los santos. Cuando vio junto a su lecho de muerte a su
pobre madre llorando, su pesar de no estar bajo la guía del señor De La Salle y en
compañía de los Hermanos se hizo más amargo y más sensible; y le dijo a su madre:
¡Ah, madre, me rompe el corazón; si yo estuviera aún con los Hermanos, en lugar de
gemidos, estaría oyendo sólo oraciones!
Los otros que formaron la nueva colonia que la casa de los Hermanos envió al
cielo, muy semejantes a los Hermanos de los que hemos hablado, murieron como
ellos en Reims, en la flor de la edad, con profunda resignación a la voluntad de Dios, e
incluso con muestras de alegría, por ofrecer a Dios el sacrificio de su vida y de
abandonar la tierra para ir al cielo. El señor párroco, que les administraba los
sacramentos, estaba maravillado de ver a aquellos jóvenes Hermanos tan indiferentes
hacia la vida y tan preparados para el viaje a la eternidad. Fue el testimonio que dio
cierto día al padre y a los hijos, en presencia de algunos eclesiásticos, que parecía que
tenían motivo para criticar que el señor De La Salle ejercitara de tal modo a
Hermanos tan jóvenes; y dijo: «No sé a quién debo admirar más, si al señor De La
Salle o a sus Hermanos. He asistido a un buen número de ellos en la muerte y les he
340 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

administrado los sacramentos. ¡Cosa admirable! Jamás he visto a nadie, ni siquiera a


personas de ochenta años, morir con tanto ánimo y con tanta resignación como estos
buenos Hermanos». Y este testimonio podía ser bien admitido, pues era un anciano
con más de treinta años de experiencia en sus funciones pastorales.
<1-258>
El señor De La Salle no escatimaba nada para aliviar a los Hermanos enfermos
y para su curación; pero cuando a Dios le placía disponer de ellos, el aire tranquilo y
gozoso que mostraba parecía decir que estaba seguro de su felicidad. Como les
conocía a fondo y nada de su interior se le ocultaba, veía, sin necesidad de ninguna
revelación, con los principios de la fe, que almas tan puras y corazones tan entregados
a Dios estaban a punto de unirse al Bien soberano, y ya casi en posesión de su fin
último, o al menos cerca de conseguirlo.
Este buen padre, feliz por ver a tales hijos, no tenía ni suspiros ni lágrimas a su
muerte, cuando estaba presente o cuando le daban la noticia. La acción de gracias a
Dios era el único tributo que les debía y que expresaba al instante, y decía: Demos
gracias a Dios, he ahí otro más en el cielo.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 341

CAPÍTULO V

Nuevos fervores del señor De La Salle. Forma el propósito


de dejar el cargo de superior y que lo ocupe un simple Hermano.
Con un santo ardid consigue que todos los Hermanos lo acepten.
Admirables ejemplos de humildad y de obediencia que da después
de su cese. Es restablecido en su puesto por los vicarios mayores
y se entrega a su atracción por la penitencia

1. Nuevos fervores del señor De La Salle; atracción que siente


por la oración y la soledad
Antes que el señor De La Salle se encargara de otras escuelas distintas de las de
Reims, disfrutó a su gusto de las dulzuras de la soledad y del reposo en Dios. El estar
liberado de cuidados extraños o de cuidados múltiples le permitía concentrarse por
completo en su recogimiento, sin distraerse, sin dividir su actividad, sin forzarle a
salir de sí mismo para prestar atención a asuntos que, por muy santos que sean, se
convierten siempre en una carga para las almas interiores, ya que los apartan de la
unión con Dios. La casa de Reims era para él un verdadero desierto en el que se
ocultaba con cuidado, y en el que se hacía invisible a cuantos no eran Hermanos, y del
que no salía al público si no era para buscar desprecios. El fervor que reinaba allí, que
mantenía a todos los Hermanos en su deber, en profundo silencio, en íntimo
recogimiento y en perfecta subordinación, le permitía mucha facilidad para la oración
y libertad para pensar sólo en Dios. En efecto, sus fervorosos discípulos tenían en el
interior de ellos mismos un superior secreto que dirigía todos sus movimientos, y
fuera de ellos tenían una regla que guiaba todos sus pasos y todos sus actos. El señor
De La Salle, por tanto, no encontraba mucha distracción para atender a su dirección.
Sólo necesitaba estar al frente de ellos para presidir los ejercicios de piedad cuando
volvían de la escuela. Y cuando los Hermanos volvían a ellas, su ausencia le dejaba
toda la libertad para dedicarse a Dios en el secreto de su corazón y en el silencio de la
soledad. De ese modo, de una u otra forma, él continuaba su conversación con Dios.
Este modo de orar era distinto, pero continuo. Oculto en una celdilla que parecía un
agujero, no salía de ella más que para asistir a los ejercicios comunes; y no dejaba
éstos más que para sumergirse de nuevo en la contemplación.
<1-259>
Pero cuando las escuelas y el número de sujetos se multiplicaron, los asuntos y los
cuidados también aumentaron, y le exigieron parte de aquellas horas preciosas
dedicadas solamente al trato con Dios. ¡Qué pesar para él, verse obligado a mezclar
los trabajos de Marta con el descanso de María! ¡Qué pena, por tener que interrumpir
342 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

la unión íntima con el soberano bien! Pero la voluntad divina es la ley única de los
corazones puros. Es ella, y no su propio gusto, lo que buscan. Con esta disposición, el
señor De La Salle dejaba con buen ánimo a Dios por Dios, y de buena gana se privaba
de las dulzuras con que el divino esposo favorece a las almas santas cuando están a
solas con Él, para entregarse a su deber y acudir a donde le llamaba la voluntad
divina. Sin embargo, tomaba todas las precauciones posibles para no dedicar a
aquellos deberes de estado más que el tiempo imprescindible, y dedicar todo lo demás
a la meditación, sin exagerar el trato con las criaturas.
Como era avaro del tiempo en favor de la oración, lo administraba con sumo
cuidado para asignar a este santo ejercicio lo máximo que podía. Con esta mira, se
hizo más invisible que nunca, y consideró un deber vivir sobre la tierra como si
estuviera sólo con Dios, y olvidar que en el mundo había también otras personas.
Quienes no habían perdido por completo sus relaciones de amistad con él, le
reprochaban en vano su actitud hosca o su indiferencia para con ellos. En vano las
verdaderas almas de Dios, las únicas que sabían hacerle justicia y estimarle según su
valía, en medio de los desprecios que se hacían al santo varón, deseaban ponerse en
contacto con él y aprovechar sus visitas; él permanecía inflexible en la resolución de
no ver a nadie, y desear no ser visto, impregnado de esta máxima del autor de la
Imitación de Cristo: Los mayores santos evitaban en la medida que podían el trato
con los hombres, y se complacían en no pensar sino en Dios en secreto. Con todo,
cuando le sorprendían, y a su pesar le obligaban a comparecer y demostrar que aún
estaba entre los vivos, se mostraba según lo que era por carácter y por educación, es
decir, educado, afable y con la alegría de los santos en el rostro. Así ocurrió cuando
acudió a visitarle el abad de Saint Thierry, cuya abadía, de la orden de San Benito,
dista dos leguas de Reims. La fama que corría por toda la Champaña sobre el señor De
La Salle por su nuevo Instituto, movió su curiosidad y le llevó a Reims para ver si
todo lo que se decía de él era cierto, y si sus ojos no lo desmentirían en alguna medida.
Cuando llegó con todo su séquito a la casa de los Hermanos, el ruido de su entrada
llamó la atención del señor De La Salle, que bajó en seguida para recibirle. El abad, al
verle, le reconoció tal como siempre había sido, cortés y alegre como de costumbre,
pero bajo un hábito muy diferente. Después de haber examinado de pies a cabeza, le
dijo riendo y tomándole del brazo: ¿Es así como debe vestir una persona de su
rango? El señor De La Salle no respondió sino con una sonrisa y con una actitud muy
educada. Era la única respuesta que daba a semejantes cumplidos. El abad, después
de una larga entrevista con él, se despidió de él, y salió lleno de admiración y de
estima hacia una persona de quien la ciudad de Reims desconocía el valor y la suerte
que tenía por poseerle.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 343

2. Su inclinación por la soledad le lleva en secreto, incluso sin saberlo


los Hermanos, al desierto de los Padres Carmelitas Descalzos,
a algunas leguas de Ruán
A pesar del cuidado que ponía nuestro solitario en huir de los hombres, no podía
librarse por completo de ciertas visitas imprevistas. Los canónigos de la catedral, ya
para edificarse, ya para contentar su curiosidad y ver con sus propios ojos el aspecto
que tenía en medio de sus discípulos su antiguo compañero,
<1-260>
le hacían a menudo visitas muy inoportunas para él, pero muy consoladoras y útiles
para ellos, pues contemplaban a una persona de su corporación renovar los grandes
ejemplos de humildad, pobreza, mortificación, desprendimiento, recogimiento y
otras virtudes que los cristianos de los siglos recientes admiran en los cristianos de los
primeros siglos. Por lo demás, no podían quejarse de que su devoción le hubiera
hecho más rústico o más indiferente, pues encontraban en él el mismo corazón
bondadoso, las mismas muestras de cortesía y los mismos testimonios de amistad de
siempre. Ni siquiera les dejaba vislumbrar la pena que le causaban por venir a
distraerle. Con todo, esta pena era grande, y tal vez a causa de ella pensó hacer el
retiro del que ya hemos hablado, en uno de los desiertos del Carmelo. Lo hizo en
1686, con un secreto tan estricto que ni siquiera lo comunicó a sus propios hijos. La
única precaución que adoptó para procurar su regreso, si durante su ausencia ocurría
algo extraordinario que requiriese su presencia, fue encargar al Hermano a quien
dejaba al frente de la casa de Reims que le escribiese. Le dejó la dirección, pero las
señas no aclaraban su secreto, pues eran indirectas; no indicaba el lugar a donde la
carta, enviada directamente a una abadesa de Ruán, debería llegar a sus manos.

3. Se ve forzado a dejar su soledad para ir a Laón, donde uno


de los Hermanos había fallecido y el otro estaba muy enfermo
La precaución que había tomado el señor De La Salle fue muy prudente, pues
pronto hubo necesidad de llamarle a causa de la enfermedad de los dos Hermanos que
llevaban la escuela de Laón. En cuanto el Hermano que en Reims hacía las veces de
vicario del Superior recibió la noticia, se puso en camino para asistir a los dos
enfermos, que necesitaban su presencia. Pero, a pesar de la prisa que se dio, sólo llegó
para asistir a la muerte de uno de ellos, que ya había recibido la Extrema Unción. Esto
le movió a informar cuanto antes al señor De La Salle y avisarle de que su presencia
era absolutamente necesaria para su rebaño. La noticia era muy triste para el solitario,
porque le arrancaba de su centro y de un lugar de delicias, donde nada interrumpía su
conversación con Dios, y le notificaba la muerte de uno de sus mejores sujetos y la
enfermedad del otro. Pero, con todo, no se turbó; los sucesos más dolorosos y más
imprevistos siempre le dejaban tranquilo. Éste le obligó a salir inmediatamente hacia
Laón, donde se sorprendieron al verle llegar apenas tres días después de haberle
344 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

avisado, y sobre todo por haber obedecido con tanta puntualidad, y a pesar del
cansancio, a un joven Hermano de veinticuatro años.
Después de haber discutido lo que convenía hacer, dio vacaciones a los alumnos
por dos meses. Luego, sin conceder ningún descanso a un cuerpo cansado y agotado
por la fatiga de un viaje tan penoso, tomó su camino hacia Reims con el Hermano que
le había llamado, y marchó con él a pie toda la noche, según su costumbre, sin tomar
otra cosa que un vaso de vino y un trozo de pan poco antes de medianoche en un lugar
a cuatro leguas de Reims. Cuando llegó a esta ciudad, al alba, su primer cuidado fue
mandar al Hermano que le acompañó a dormir y descansar, mientras él fue a rezar. En
efecto, la oración tenía para él mayor atracción que la cama, y como la hora de los
rezos de comunidad estaba cerca, no pudo dejar de lado tal satisfacción. Su alma
buscaba este descanso, y se lo concedió sin escuchar la voz de un cuerpo fatigado por
un largo viaje, hecho a pie durante toda la noche, y casi en ayunas, y que con justicia
reclamaba algunas horas de sueño.
Si el descanso de la oración tenía tantos encantos para el señor De La Salle, el que
<1-261>
procura la verdadera obediencia no tenía menos. Había hecho voto, como se ha dicho,
y lo hizo con santa pasión de cumplirlo, para el buen ejemplo de los Hermanos y para
su provecho personal.¿Pero cómo poner en práctica este voto? El cargo de superior,
que le obligaba a mandar, le impedía, de hecho, poder obedecer. Para poder cumplir
su voto y para satisfacer su humildad, era preciso, pues, dejar de lado el cargo de
superior, y dimitir de él. Pero ¿a quién poner en su lugar? ¿A quién escoger para que
fuera el superior? ¿A quién podría obedecer con la dignidad conveniente a su carácter
sacerdotal? En la comunidad sólo él era sacerdote; la mayoría de los sujetos no tenía
estudios ni formación. ¿Convenía que un sacerdote, doctor, antiguo canónigo,
director, superior, dejase el cargo para poner al frente a un simple Hermano, sin
estudios y sin títulos? ¿La humildad cristiana, que lleva tan lejos el rebajarse, podría
ponerle, sin degradar su carácter sacerdotal, sin rebajar su ministerio y sin deshonrar a
su persona, a los pies de un laico, cubierto con un vestido negro y pedirle permisos?
En todo este asunto había algo que parecía chirriar; parece que hubiera sido
sobrepasar la humildad y escuchar las propias inclinaciones con perjuicio para la
sensatez y la prudencia. El señor De La Salle no podía ignorar esto. Esa dificultad le
detenía y hacía mucho tiempo que trataba de resolverla. Después de todo, la perfecta
virtud no escucha tantas razones. Sólo la fe la guía y la lleva a ciegas tras los pasos de
Jesucristo. Una razón superior aconseja que no se puede hacer nada mejor que
escuchar las lecciones de la Eterna Sabiduría e imitar sus actos. De ese modo, la
solución que el humilde superior encontró a esta dificultad fue contemplar al
Hombre-Dios a los pies de San Pedro, a los pies de los apóstoles, a los pies del mismo
Judas, lavándoles a todos los pies, secándolos con sus manos y besándolos con su
boca adorable. Cuanto más estudiaba la vida y la muerte de Jesús, más pensaba que
debía reprocharse el haber escuchado tanto los razonamientos humanos. En el
Evangelio sólo encontraba rasgos de sumisión y de dependencia en la vida del Señor
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 345

del universo. Ninguno de sus misterios deja de mostrar ejemplos de especial


obediencia. Se sometió a las leyes de la naturaleza y permaneció nueve meses en el
seno de su madre, sin querer anticipar su nacimiento; la sumisión al emperador
Augusto le había llevado a Belén, donde nació. Por su calidad de Hijo de Dios y como
Salvador, por la pureza de su concepción y por el privilegio de su nacimiento, estaba
exento de la vergonzosa y dolorosa herida de la circuncisión, y Él consideró un deber
someterse a su rigor y a su ignominia. El mismo espíritu de obediencia a la ley le
condujo al Templo para ser ofrecido a Dios; todo lo que se sabe de sus primeros
treinta años es que vivió sumiso a María y a José. Y acabó esta vida como la había
comenzado, por obediencia, de la que es modelo perfecto su muerte en la cruz.
En todos estos ejemplos de la obediencia de un Dios, halló resueltas el humilde
superior sus dificultades, y se acusó por haberse ilusionado dando oídos a razones de
conveniencia que el Evangelio no aprueba y que el ejemplo de Jesucristo destruye
totalmente. El atractivo del retiro y de una oración pura y continua se unía al deseo de
humillarse y de obedecer, para despojarse del título de superior. El número de Hermanos
aumentaba con el de las escuelas, y este aumento multiplicaba sus cuidados y sus
asuntos y le privaba de una parte del tiempo que su corazón destinaba por completo a
la comunicación con Dios.
Si estuviera reducido al estado de un simple súbdito, encontraría facilidad para
entregarse sin dificultad a las
<1-262>
humillaciones y a la abnegación de su propia voluntad, y encontraría facilidad para
pensar sólo en Dios y comenzar así en la tierra la vida del cielo, cuya actividad
consiste en contemplar y amar a la hermosura soberana. Con todo, para conseguir que
aceptaran su dimisión era preciso aportar razones. Pero ¿qué motivos podría alegar?
Ésa era otra dificultad, pues decir las verdaderas razones era traicionar a la verdad.
¿Qué hizo entonces? Con el deseo de no herir a ninguna de las dos virtudes, preparó
todas las razones que podrían parecer esenciales a personas que no eran muy
clarividentes, y que no podrían probarles que el bien de la comunidad exigía que otra
persona fuese colocada al frente de ellos. Su esfuerzo no fue vano, pues logró llevar a
su objetivo a los Hermanos, haciendo valer sus vanas razones, de modo que ya fuese
porque estaban persuadidos de ello, o porque no se atreviesen a contradecirle, o
porque no quisieran entristecerle, se avinieron a sus deseos.

4. El señor De La Salle convence a los Hermanos de que le sustituya


otro superior, escogido entre ellos
En fin, el humilde superior, con el propósito de ganarse a sus discípulos a su
piadoso designio, había tomado su tiempo y sus medidas para dar a su cese todas las
señales aparentes de la voluntad divina. No hay que extrañarse. Si el amor propio se
da tanta maña para engañar, la humildad no es menos ingeniosa para conseguir sus
346 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

fines. El medio que el humilde jefe consideraba más aceptable para proponer y
conseguir que todos los miembros se avinieran a su propuesta, era reunirlos y exponerles
sus razones, lograr que el tema lo meditaran delante de Dios, pedirles sus opiniones, y
exponerles la suya, tratando de convencerlos de la necesidad de secundarlo, y recoger
sus votos sólo cuando viera que ya era favorable a su propuesta. Y éste fue el
procedimiento que siguió. Además, consideró que para darle mayor peso y autoridad,
era conveniente enmarcarlo en un retiro, ya que la razón, guiada por la fe, queda más
esclarecida, pues las luces son más puras y las gracias más abundantes.
Con este fin, convocó a sus discípulos y comenzaron un retiro. Él les explicó su
designio, y les hizo una exhortación emotiva y patética para lograr que se sintieran
afectados. No omitió nada de lo que podía dar peso a razones que no tenían otro
mérito que la humildad. Les dijo que el número de las escuelas había aumentado, lo
cual multiplicaba los asuntos que atender y requería personas adecuadas para ellos;
que él solo no podía atender tantos asuntos; que confesar a los Hermanos y la
dirección de sus conciencias era una cuestión importante y bastaba para ocuparle
completamente; que entre ellos había sujetos muy buenos, sensatos, prudentes,
virtuosos y capaces de estar al frente de ellos; que era importante que escogiesen a
uno de entre ellos para ocupar su lugar, pues el bien del Instituto exigía que fuese
gobernado por uno de ellos; que como resultaba necesario hacer un ensayo, al menos,
había llegado el momento de intentarlo, o no volvería a presentarse; que pronto o
tarde habría que llegar a ello, pues él no viviría para siempre, y era conveniente hacer
la experiencia durante su vida de lo que sería absolutamente necesario hacer después
de su muerte, pues el nuevo elegido podría adquirir experiencia bajo su mirada, y él le
podría iluminar con sus consejos; que él se constituiría en su coadjutor o vicario, para
introducirle en sus nuevas funciones y facilitarle la práctica; que la razón natural
demostraba que un cuerpo debería ser gobernado por un jefe de la misma especie, y
por eso un Hermano debía ser quien dirigiera a los Hermanos; que él, por ser
sacerdote, puesto al frente de ellos, constituía una diferencia de estado, y les convenía
darse un superior en todo semejante a ellos; que no pudiendo unir la aplicación a
tantos asuntos con la que debía dedicar a la oración, el cuidado de su vida
<1-263>
interior le llamaba al retiro y a la separación de las criaturas; en fin, que deseaba
acostumbrarlos a prescindir de él y enseñarles, con su ejemplo, a obedecer a otro
Hermano.
Estas razones eran excelentes, nacidas de la humildad y propias únicamente para
favorecer la virtud del señor De La Salle y para facilitarle la libertad de ocupar el
lugar más bajo. Pero en el fondo, sólo eran verosímiles, y al despojarlas del aspecto
especioso que las adornaba, la falsedad quedaba clara. En efecto, los Hermanos,
tomando cada una de las razones que el humilde superior sabía hacer valer tan bien,
habrían podido servirse de ellas para persuadirle de que el bien del Instituto requería
que siguiese en el cargo que ocupaba, y que su humildad, si era atendida, causaría a la
comunidad una herida que su caridad debía evitar. Podían decirle que, pues que él era
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 347

su padre y ellos sus hijos, condiciones que se relacionan recíprocamente y que no


pueden perderse, el orden natural requería que él fuese su superior y ellos, sus
inferiores; que la cabeza debe presidir el cuerpo, como lo denota el lugar que la
naturaleza le asigna, para guiar a los miembros; que si se cambiaba el orden, si se
ponen los pies en el lugar de la cabeza, y la cabeza en el lugar de los pies, podía él
mismo concluir, con este ejemplo, que su humildad iba a ocasionar desorden en la
casa, si se le veía a los pies de un Hermano para recibir órdenes de él y seguir sus deseos.
Podían haberle dicho que puesto que era el pastor, su deber era guiar a sus ovejas; que
sería ridículo ver que una oveja tomaba el puesto del pastor; y que, por consiguiente,
no podían aceptar su humilde petición sin exponer a la pequeña comunidad a una
ruina segura. En efecto, puesto que era su obra, sólo su mano, que la había iniciado,
podría llevarla a su perfección, según el proceder ordinario de la Providencia. El
señor De La Salle era su fundador, su jefe, su padre, su patriarca, y en calidad de tal
tenía, para dirigirlos, dones y gracias asignados a su persona e incomunicables a
cualquier otro.
Todas estas razones eran sólidas y evidentes, y destruían aquellas verosímiles que
el señor De La Salle presentaba. Él mismo hubiera sido el primer sorprendido si su
humildad no hubiese oscurecido la luz a sus ojos. Al compararlas, unas con otras, no
hubiera podido someter a deliberación el designio de dejar el cargo; y hubiera él
mismo podido deducir que la caridad debía anteponerse a su atracción por la oración
y la dependencia.
Sin embargo, o los Hermanos no se hicieron estas reflexiones, o si alguno las hizo
no se atrevió a exponerlas. Todos por igual, extrañadísimos cuando su padre les
expuso su designio, guardaron silencio sin poder emplear la razón; o no tuvieron en
esta ocasión suficientes luces, o les faltó decisión, pues oyeron la propuesta que
hubieran debido rechazar con respeto y con perseverancia. Puesto que el señor De La
Salle estaba tan apasionado por la obediencia, todos hubieran debido reunirse para
mandarle que se mantuviese en su puesto y que les dejase a ellos el que tenían. Esta
sumisión era la única que deberían exigir de su disposición a obedecer; pero eso es lo
que no hicieron. Todos aquellos buenos Hermanos, edificados maravillosamente por
el nuevo rasgo de virtud con que el señor De La Salle les daba ejemplo, consintieron
en que dejara su cargo y consintieron en hacer una elección; es decir, consintieron en
dar a uno de los hijos la autoridad del padre, y en colocar al padre bajo la dependencia
de ese hijo; en colocar la cabeza en los pies, y en escoger a uno de los miembros para
ocupar el lugar de la cabeza; en poner a un simple Hermano por encima del sacerdote,
y al sacerdote, a los pies del Hermano; en
<1-264>
poner al confesor y al director subordinado al penitente, y al penitente en el lugar de
dirigir a su director y corregir a su confesor. Se dejaron convencer de las razones que
sólo la humildad del señor De La Salle hacía aceptables. Es cierto que él procedió de
manera que le creyeran y le obedecieran, y que como conclusión de su viva
348 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

exhortación les dejó entender que dejaran de pensar en él en lo sucesivo, y que al


hacerles ver la necesidad de escoger a otro superior, les imponía la ley.

5. Elección del Hermano l’Heureux


Fue satisfecho; se realizó una votación y la elección recayó en el Hermano Enrique
l’Heureux. Esta elección agradó al humilde depuesto, y recibió su aprobación y su
aplauso. El Hermano Enrique l’Heureux tenía verdadero mérito, y era el que el señor
De La Salle deseaba ver en su puesto y él mismo deseaba como su sucesor. Prudente,
moderado, humilde y sólidamente virtuoso, tenía todo lo que se necesitaba para
dirigir debidamente la pequeña comunidad en otro momento que no fuera en sus
comienzos y en otro puesto que el del padre que le había dado nacimiento. Si el señor
De La Salle no hubiese estado ya en el mundo, el Hermano Enrique l’Heureux era el
que parecía más adecuado para reemplazarlo; pero el Instituto, en aquel momento, era
un edificio que acababa de salir de la tierra, y el fundador era necesario para
construirlo y consolidarlo; cualquier otra mano distinta de la suya no era la que Dios
había escogido para formarlo y llevarlo a la perfección.
Sin embargo, las excelentes cualidades del nuevo superior le ganaron toda la
estima y toda la confianza que los Hermanos podían tener en alguien que no fuera su
padre. El señor De La Salle fue el primero en manifestarle las muestras de respeto, de
sumisión y de dependencia. En seguida se olvidó de quién era para no actuar sino por
las órdenes de este nuevo superior. Era tan escrupulosamente exacto en manifestarle
los deberes de un inferior, que resultaba una cruz para el Hermano l’Heureux y
constituía la admiración de la comunidad.

6. Ejemplos admirables de obediencia y humildad


dados por el señor De La Salle
El señor De La Salle, en el colmo de sus deseeos, encontró entonces la plena
libertad de conceder a su humildad todo lo que podía pedir. Todos sus días estaban
señalados por nuevos ejemplos de sumisión y dependencia. Yo podría decir que en la
lista entera que contiene los ejemplos que dieron los santos en esta materia,
difícilmente se encontraría uno que él no haya practicado. Terminaba un acto de
humildad para comenzar otro de obediencia, y siguiéndole, se le hubiera visto hacer
con ellos como un tejido durante todo el día, sin dejar más intervalo entre ellos que el
necesario para pasar del uno al otro.
Si se le observaba bien, no sé si se le hubiera podido sorprender sin estar en el
ejercicio actual de la oración, o de la penitencia, o de la humildad, o de la obediencia.
Por la mañana y por la tarde, al entrar y al salir del refectorio, se acusaba de sus faltas,
y lo hacía en la postura y con la devoción de un humilde penitente, y eran faltas que yo
podría llamar pecados edificantes. Lo que era más vil, más bajo y más repugnante en
la casa, lo aceptaba su gusto, y se daba santa maña para realizar la ocupación por
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 349

elección, o de hacerlo recaer sobre sí mismo a modo de compartir un encargo. Barrer,


lavar la vajilla, retirar los desperdicios, limpiar los lugares comunes, etc., eran
trabajos que ambicionaba y nunca eran repugnantes a sus ojos. Y no tenía sólo un
superior; todos los Hermanos vinieron a ser superiores para él cuando dejó de serlo.
Su voluntad no hubiera tenido suficientes maestros a su gusto, si hubiese tenido
que obedecer sólo a uno. Para someterse al yugo de una obediencia constante, se
escogió tantos superiores particulares como Hermanos estaban encargados de algún
servicio determinado. A todos los veía con una misma mirada.
<1-265>
Iba a la cocina o a cualquier otro lugar no para ofrecer sus servicios al encargado
del mismo, sino para recibir sus órdenes y pedirle en términos formales si tenía algo
que mandarle. El niño más sumiso nunca dio tantos testimonios de docilidad, ni el
siervo más dócil dio nunca tantas muestras de dependencia. El novicio más fervoroso
nunca se mostró más vigilante contra su propia voluntad, ni más dispuesto a
dominarla que el siervo de Dios.
Había llegado a ser por gracia lo que los niños son por edad: sencillo, candoroso,
sin examinar lo mandado, sin razonarlo, y sólo utilizaba su mente para someterla a las
luces de otra persona. Era tímido y temeroso, y no osaba dar cualquier paso sino por
indicación del Hermano l’Heureux. Como el niño que se fija en los ojos de su madre
para darse cuenta por ellos lo que le agrada o desagrada, él fijaba su mirada en el
rostro del Hermano para descubrir en él sus deseos, sin esperar que los manifestara
con alguna orden. Como se había convertido por virtud en un humilde servidor, no
deseaba más que conocer y cumplir la voluntad del dueño que se había dado; sus
órdenes eran la regla de sus actos y sus palabras las tomaba como leyes. Hacer una
cosa u otra, moverse o permanecer en reposo, comenzar una acción o no terminarla,
etc., todo le daba igual. Era indiferente a todas las cosas, y siempre estaba dispuesto a
hacer lo que se mandaba. Convertido en un novicio por inclinación, apresuraba el
paso en el camino de la perfección, como si acabara de comenzar a caminar por él; y
para no dar ninguno que no le llevase a Dios, los aseguraba todos en el cimiento
sólido de la obediencia. Para él no era suficiente ser el más puntual al primer sonido
de la campana, o ser el primero en las observancias regulares, o el más fiel a las
órdenes comunes; quería recibir mandatos especiales en todo lo que tenía que hacer o
decir. ¡Qué edificación para los Hermanos ver a este santo sacerdote, a este doctor, a
este antiguo canónigo, a su padre, a su fundador, a su superior, y en fin, a su confesor
y director, en todo momento y para las mínimas cosas, a los pies del Hermano
l’Heureux, confesando sus faltas o acusándose de las más pequeñas faltas, y pidiendo
una penitencia! ¡Cuál no era la sorpresa de quienes eran testigos, al ver a una persona
de tanto mérito pedir sin descanso permisos, solicitarlos para las mínimas cosas, y
pedirlos de rodillas, en la postura de un pecador y con la sumisión de un niño!
El Hermano l’Heureux, que se enfrentaba a cada hora del día con nuevos hechos de
este tipo, no podía acostumbrarse a ellos. Confuso por ver a sus pies a quien honraba
350 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

como a su padre y como a un santo, participaba de los sentimientos de san Juan


cuando tuvo que bautizar a Jesucristo. Avergonzado por tener que dar permisos a
aquel de quien él debería recibirlos, estaba perplejo y no sabía qué decir ni hacer;
hasta ese punto estaba desconcertado. Por un lado, tenía miedo de contristar a su
amado padre, por no dejar que se humillase a su gusto; pero por otro, tenía dificultad
en dar órdenes a quien tenía derecho a mandar.
En varias ocasiones rogó al señor De La Salle que le ahorrase la pena que sentía al
verle tan a menudo a sus pies, y pidiendo permisos a un hombre que, cuando entró en
la casa, se había convertido en su súbdito y se había puesto bajo su dependencia. El
señor De La Salle, a su vez, le pidió que no le privara del mérito de la obediencia que
le debía, y que cumplía con tanto gusto. Se podría decir que ambos se mostraban
como un espectáculo de humildad y de edificación ante toda la comunidad; pues si
cualquiera se sentía maravillosamente impresionado por ver al señor De
<1-266>
La Salle prosternado con frecuencia ante el Hermano l’Heureux, acusándose de sus
faltas y pidiendo una penitencia, o esperando permisos para las menores cosas y
comportándose siempre como si nunca hubiera tenido autoridad en la casa, o como si
nunca hubiera salido de la situación de dependencia y del rango de inferior, también
se maravillaba de ver al Hermano l’Heureux humillado por la humillación del señor
De La Salle, dolido por verse como su superior, y triste por estar obligado a darle
órdenes; y nunca podía olvidarse de lo que había sido el humilde desposeído, y lo que
él mismo era. El virtuoso Hermano sólo se acordó de su autoridad en una ocasión, en
la cual el señor De La Salle llevó demasiado lejos su ardor por la humillación, y se
consideró obligado a ejercerla, con el fin de frenar su piadoso exceso, a donde le
arrastraba el celo por la abyección.
He aquí el hecho, que ha sido referido por uno de los primeros discípulos del
piadoso fundador: Entre los múltiples actos —dijo— que el señor De La Salle realizó
durante el tiempo en que había dejado el cargo, yo fui testigo ocular de uno que me
impresionó fuertemente, cuando yo tenía quince años. Al comienzo de un recreo,
alguien dijo al Hermano superior que uno de los lugares comunes estaba muy sucio y
que se necesitaba una mano caritativa que lo limpiase. En seguida el señor De La
Salle se ofreció para este trabajo, y poniéndose de rodillas, pidió permiso con
sencillez de niño. En el transporte de su fervor, sin haber escuchado bien la negativa
respetuosa que le dio el superior, corrió a recoger paja para realizar una actividad que
deseaba de corazón, temiendo que otro se adelantase y le arrebatara el mérito. En
esto, el humilde obediente se había equivocado, al tomar una frase por otra. El
Hermano l’Heureux, recordando que era el superior y que como tal debía intervenir
para contener el celo del bondadoso fundador por rebajarse, marchó rápidamente
detrás de él, le tomó de la sotana y le mandó volver, dándole así ocasión para preferir
la obediencia a las mismas humillaciones externas. No fue esto todo, pues el joven
superior, para poner el freno, por decirlo así, a aquel impetuoso atractivo que llevaba
al señor De La Salle a todo tipo de humillaciones, se permitió decirle que él no le
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 351

había dado permiso para realizar aquello, lo cual iba contra la obediencia. A estas
palabras, el humilde de corazón se arrojó de rodillas delante de todos, y después de
acusarse de temeridad y de desobediencia, rogó al Hermano l’Heureux que le
impusiera una penitencia. A pesar de la mucha insistencia con que el prudente
superior rogó a su buen padre que le tratara como a su hijo, o al menos como a un
igual, no consiguió nada, y no pudo lograr que mitigara un poco su perfecta
obediencia».
No era solamente entre los Hermanos y delante de ellos donde realizaba estos
actos. También lo hacía fuera y ante las personas que acudían a verle, y lo tomaba
como un honor, sin enrojecer por mostrarse como inferior, y someterse a pedir
permisos con la exactitud de un novicio. No hablaba a nadie ni recibía ninguna visita
sin permiso expreso; por lo cual, antes de acudir, siempre tenía cuidado de cerciorarse
de si se había informado al Hermano superior y si lo había concedido; y si quienes
acudían a verle le encontraban por azar, y no estaba provisto del permiso, se imponía
silencio hasta conseguir el permiso expreso que le desatara la lengua, sea porque
enviaba a alguien a pedirlo, sea porque él mismo se apresuraba a solicitarlo.
<1-267>
7. En la ciudad se conoce el cese del señor De La Salle,
y los vicarios mayores acuden a restituirle en su puesto
A causa de esta puntualidad y de esta exactitud tan literal, su obediencia se
traicionó a sí misma y desveló su humildad. Su cese era un secreto mantenido en el
interior de la casa, y no se había dado a conocer. El poco trato que tenía el mundo con
la nueva comunidad favorecía este misterio. Tal vez se hubiera mantenido mucho
tiempo si el señor De La Salle no lo hubiera revelado con su sencillez para obedecer.
He aquí cómo sucedió. Algunas personas distinguidas, amigos suyos, acudieron a
verle, y habiéndole encontrado quisieron hablar con él, pero fue en vano; él se quedó
en silencio, y tan sólo les dijo con naturalidad que no podía hablar sin haber pedido
permiso a su superior. Esas personas, muy sorprendidas por tal recibimiento, se
quedaron mudas, mirándose entre ellas, mientras el señor De La Salle fue a pedir
el permiso. Cuando regresó, pasaron de la sorpresa a los reproches, y criticaron
duramente tal proceder y censuraron una humildad que causaba, a su parecer, grandes
agravios a la prudencia, a su carácter de sacerdote y a todas sus otras cualidades. Un
simple Hermano por encima de un sacerdote, de un doctor, de un antiguo canónigo; el
fundador, el padre, el director, el confesor, el jefe de la pequeña familia, a los pies de
uno de sus hijos, de uno de sus penitentes, les pareció un desorden que había que
cambiar, y algo monstruoso en materia de gobierno. Estas personas no pudieron
callar sobre el asunto y la noticia se difundió por la ciudad.
La novedad del hecho dio mucho que hablar, y cada uno lo enjuiciaba a su modo.
Comunicado de boca en boca, llegó a oídos de los superiores eclesiásticos, que
tampoco lo aprobaron; y como tenían derecho a restablecer el orden en el cuerpo de la
pequeña comunidad, volviendo a colocar la cabeza en su sitio, y a todos los miembros
352 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

que ella debe gobernar en estado de subordinación, acudieron a la nueva casa para
reponer al señor De La Salle, con gran pesar de él mismo, en su puesto de superior, y
hacer que el Hermano l’Heureux bajara de rango, lo cual era su profundo deseo.
Nunca hubo otro día más afortunado para el buen Hermano, ni tampoco hubo otro día
más triste para el humilde fundador; uno se quedó contento con el cambio y el otro se
sintió descontento. El señor De La Salle vivía en el núcleo de la obediencia y de la
humillación como en su elemento natural. Su corazón, tranquilo, gozaba del reposo
prometido a la humildad de corazón y concedida a la perfecta obediencia. Nunca el
tiempo fue para él más dulce ni pasó tan de prisa. El Hermano l’Heureux, por el contrario,
al dejar el puesto, salió de una situación violenta, en la que le mantenía a disgusto la
humildad de su padre, en la que se sentía confundido y avergonzado cuando se
arrodillaba a sus pies; por eso buscaba con ansia el momento de volver al estado de
dependencia.
El humilde superior se vio forzado a retomar el primer puesto, que su corazón
nunca había apreciado, y del que había descendido con tanto gozo; pero al volver a él
no abandonó el derecho a obedecer y a humillarse. Lo único que cambió fue la forma
de hacerlo.Por lo demás, esta muestra de su noble pasión por rebajarse y por
despojarse de la propia voluntad, sirvió de gran ejemplo en la comunidad naciente y
de maravilloso provecho para los Hermanos. Todos se sintieron inflamados por el
mismo ardor y todos corrían tras las huellas de su guía en las vías de la humillación y
de la obediencia.
¡Pero qué alegría tuvieron todos los hijos al ver a su padre, a pesar de su humildad,
repuesto en el primer puesto! ¡Cuál fue su inclinación a obedecer ciegamente a un
hombre que les había enseñado a hacerlo mejor con su ejemplo que con sus palabras!
¡Cuál fue su celo para ir a arrojarse a sus pies y pedirle, en postura suplicante, la
gracia de no perdonarles, y de condenarles a duras penitencias
<1-268>
para expiar faltas que de su propia boca habían aprendido a exagerar, a divulgar y a
castigar severamente! El Hermano l’Heureux, en particular, no podía agradecer a Dios
lo suficiente por haber hecho doble justicia, con él y con el señor De La Salle: a él, por
haberle depuesto y hacerle volver a su nada; al señor De La Salle, por haberle
levantado de su estado de bajeza y haberle obligado a retomar el primer puesto. Todos
juntos se alegraban en el Señor y le bendecían por lo que había hecho. Estaban tan
impresionados por los ejemplos de virtud que habían visto en su padre, que no podían
hablar de otra cosa. Llegaban estas ideas edificantes a todas partes: era el tema
habitual de sus recreos y el asunto más emotivo de sus reflexiones.
El señor De La Salle, que lo sospechaba, esperó la ocasión de tener la prueba. A
causa de esta desconfianza se hizo santamente suspicaz, y tomó medidas para oírlos
sin que se dieran cuenta. No tardó mucho en advertir que hablaban de él. Si se hubiera
dicho todo el mal que él pensaba de sí mismo, hubiera sabido reconocer que sus hijos
le hacían justicia; pero sólo decían de él cosas buenas, y no abrían la boca más que
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 353

para elogiarle; se animaban unos a otros y nadie quedaba plenamente satisfecho


de las alabanzas que le dedicaban. Los ejemplos de que habían sido testigos, ya de
humildad, ya de obediencia o de mortificación, volvían una y otra vez sobre la carga,
y cada uno sacaba consecuencias para su provecho. El señor De La Salle sufría con
aquellos comentarios, que tanto le disgustaban, y que desbarataban el designio que
tenía de lograr que todos perdieran la estima por él; no se puede ponderar lo
mortificado que quedó por haber conseguido tan poco resultado y cuánto le
alarmaron aquellas palabras tan halagadoras para el amor propio. Santamente
enfadado, no pudo dominar el impulso de su santa irritación, y acusó a cuantos le
habían alabado de haber pecado, y exageró cuanto pudo la gravedad de esta
pretendida falta, y les aseguró que no los perdonaría sino a condición de que le
dejaran en el futuro en absoluto olvido.

8. Prescribe a sus discípulos la regla de no hablar de ninguna persona


viva, con el propósito de que no hablaran de él
No quedó ahí la cosa. Quiso llevar más lejos la venganza, por decirlo así, buscando
un medio de hacer surgir un escrúpulo en el alma de sus discípulos en el mismo
instante en que estuvieran tentados a hablar bien de él. En efecto, no podía fiarse
mucho de ellos en este punto, pues por grande que fuera la falta que tan severamente
había reprendido en ellos, no sentirían excesiva contrición y no dejarían de incurrir de
nuevo en ella. Así pues, para corregirlos de ese defecto tan edificante que sólo la
humildad podía condenar, tomó la decisión de incluir en la regla una norma que
decía: Durante el recreo, no hablarán de ninguna persona viva en particular.
Se puede uno imaginar cuán mortificados quedaron, a su vez, todos sus buenos
hijos con semejante prohibición. Esta regla les pareció terrible penitencia, y, a su
parecer, si habían pecado, el castigo no era proporcionado a la falta. Fue preciso
aceptarla y someterse a ella; pero a la larga, molestos por tener que guardar un
silencio sobre él, que en el fondo perjudicaba el progreso en la virtud, ya que nada hay
tan estimulante para el fervor como relatar los ejemplos de virtud que los propios ojos
han visto, o lo que han escuchado los oídos, rogaron al superior que mitigase un poco
aquel yugo, explicándole que resultaba muy difícil y casi insoportable. Por eso se vio
forzado, en lo sucesivo, a modificar esta regla tan cómoda para su humildad y tan
pesada para sus discípulos, y se añadieron estas palabras: ... si no es para hablar bien
de ella.
Este rasgo de humildad, me atrevo a decir, es peculiar del santo fundador, y creo
poder asegurar que no se encontrará ejemplo semejante en ningún otro. Se es muy
humilde cuando uno no se siente afectado por las alabanzas; y lo es todavía más
cuando no se
<1-269>
354 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

pueden soportar y se rechazan con horror; pero no hay que serlo en el último grado
para enfadarse con sus propios panegiristas, para reprocharles los elogios como si
fuera un crimen, vengarse de ellos y cerrarles las boca como a enemigos.

9. Ejemplos de humildad, de mortificación y de penitencia


dados por el señor De La Salle
Algún tiempo después de que el humilde superior había retomado el cuidado de la
casa, impuso a un Hermano, como penitencia, tomar la sopa en medio del refectorio;
el Hermano se hizo el renuente para obedecer, y el señor De La Salle pareció
santamente indignado, y para reparar el escándalo, quiso él mismo considerarse
culpable y practicar la penitencia que había impuesto al que sí lo era. Se levantó de su
lugar y fue a arrodillarse al lado del Hermano, tomó su cuchara y comenzó a comer la
sopa de la forma que le había ordenado; el Hermano, confuso y contrito, quiso tomar
la cuchara de la mano del señor De La Salle, y ante la negativa de éste, con el
propósito de desalentar al humilde superior y obligarle a que le dejase terminar una
penitencia que para su vergüenza él había comenzado, metió la mano en la taza y
tomó de la sopa para comérsela. El Hermano creía que el señor De La Salle,
disgustado por ello, no podría ya comerla, pero se equivocó. El superior que en otras
ocasiones se había impuesto singulares violencias para combatir su natural
delicadeza, la había vencido de tal manera que parecía muerta y ya no le importunaba
en nada. Así, sin dar ningún signo de repugnancia, siguió comiendo la sopa; pero un
rasgo de descortesía por parte del Hermano fue seguido por otro más mortificante,
que hizo al alimento aún más repugnante. El indiscreto Hermano añadió la imprudencia
a la descortesía, y confuso como estaba al ver a su superior practicar la penitencia
para su vergüenza, añadió un nuevo motivo de mortificación al que acababa de dar, y
consideró que debía impedirle que comiera, para lo cual le retiró la sopa, con tan mala
suerte que dejó caer la taza. La ocasión era demasiado bella para un hombre como el
señor De La Salle, para llevar la mortificación hasta el extremo que podía llegar; y
así, se puso a recoger del suelo todo lo que pudo de la sopa derramada, y lo tomó con
nuevo placer. El Hermano quiso imitarle, y emulándose mutuamente, cada uno
recogió lo que pudo del potaje, y se lo tomaron. Así es como el fervoroso superior
sabía reparar a sus expensas las faltas de sus discípulos. Los mínimos retrasos en la
obediencia eran faltas que no podía dejar sin castigo. Para expiarlas, él mismo se
condenaba a practicar la penitencia, y así enseñaba a todos los que dependían de él
que la verdadera obediencia es pronta y aborrece los retrasos.
El fervor del señor De La Salle seguía creciendo. Una vez repuesto en el cargo de
superior, el único placer que tuvo fue disfrutar de la libertad de hacer penitencia a su
gusto y no ser molestado en este asunto. El Hermano que ocupaba por entonces la
misma celda vio cómo se pasaba una parte de la noche en oración; y la otra, tendido
sobre una puerta que había en una pequeña recámara, que le servía de lecho, y sobre
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 355

ella tomaba un poco de reposo y de sueño, sin mantas, ni colchón ni jergón, y sin
ninguna otra ropa de cama.
El mismo Hermano, que fue director en la misma casa, asegura haberle visto pasar
la Semana Santa en continuo ayuno. Desde el domingo de Ramos hasta el de Pascua
se abstuvo de todo alimento, excepto el Jueves Santo, en que tomó después de la
celebración de los santos misterios un trozo de pan y un poco de agua, pues no tenía
costumbre de beber vino, y por aquellas fechas apenas se consumia en la casa de
Reims, la ciudad de Francia en que más abundante y excelente es el vino.
Pasó toda esa Semana Santa en meditación y oración, retirado en su
<1-270>
cuarto, del que no salía sino para celebrar la santa misa. Este lugar estaba tan desnudo
y vacío de todo, que en ella no se hallaba ni siquiera una silla para descansar, de
manera que cuando no podía estar más tiempo de rodillas, se tenía que sentar en el
respaldo de una cama destartalada, que era el único mueble de la habitación. El buen
Hermano testigo de la abstinencia excesiva de su superior, hizo todo lo posible para
que la mitigara, pero no lo consiguió. Tal vez el señor De La Salle lo tuvo que
lamentar el día de Pascua, pues cuando acudió al refectorio con los demás, su
estómago que tan poco había preparado no podía aguantar el alimento y lo devolvía
en cuanto lo había tomado. De ese modo, el rígido abstinente se encontró condenado a
hacer penitencia por su misma penitencia. El Hermano no desaprovechó la ocasión de
hacerle ver que esta nueva pena era el fruto de su larga abstinencia, y para hacerle un
reproche respetuoso por haberla llevado demasiado lejos.
El señor De La Salle no se convenció, y atribuyó la causa de sus vómitos a la poca
precaución del cocinero, que preparó la sopa en una marmita poco limpia. Si esta
razón hubiese sido cierta, los Hermanos que habían comido de la misma sopa
hubiesen experimentado el mismo efecto; pero ninguno sintió molestias. Fue la
réplica que el Hermano se tomó la libertad de dar al superior, que sólo respondió con
una sonrisa, habitual en tales ocasiones; pues cuando le hablaban de sus
mortificaciones y de otras virtudes, después de sonreír, hablaba de otra cosa y
cambiaba la conversación.
356 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

CAPÍTULO VI

El señor De La Salle no pierde de vista el plan que acababa de gustar,


de ocupar el lugar más bajo y caminar por la senda
de la pura obediencia.
Su virtud sale de la obscuridad y le gana mucha fama.
Varias personas buscan el honor de ponerse bajo su dirección;
se aviene con algunas, pero por poco tiempo.
Sufre nuevas persecuciones y la divina Providencia le da ocasión
de abrir una segunda comunidad, para maestros de escuelas rurales,
y una tercera de jóvenes postulantes

1- El señor De La Salle intenta un nuevo medio de abandonar


el primer puesto, mandando a estudiar al Hermano Enrique l’Heureux
para que pudiera ordenarse sacerdote y luego nombrarle superior
El señor De La Salle fue obligado por los vicarios mayores a tomar el primer lugar,
pero permaneció en él con pesar; sentía una inclinación dominante por el último
puesto, y solicitaba constantemente volver a ocuparlo; pero este camino estaba cerrado
por los superiores eclesiásticos. Éstos, casi escandalizados por ver que estaba bajo las
órdenes de un Hermano sin carácter eclesiástico, aun cuando admiraron en secreto su
humildad, le censuraron por haberla llevado demasiado lejos, y aparentemente le
condenaron en público por el exceso a que esta rara virtud le había empujado.
Pero, con todo, la grave falta que le habían echado en cara no era irreparable, y bien
pensado, podía encontrar un medio para volver a dimitir de su cargo de superior, y al
mismo tiempo ponerse a cubierto del justo reproche que le hicieron de someter su
persona y su carácter sacerdotal a un simple Hermano. La humildad tiene muchos
recursos y es difícil cerrarle todas las vías que llevan a la
<1-271>
abyección y al desprecio. Suele ser ingeniosa para abrirse las puertas de la
dependencia y de la obediencia, y cuando se le cierra una, sabe entrar por otra.
¿Qué hizo el señor De La Salle para cavarse un agujero en la tierra en el que
pudiera desaparecer a vista de los hombres, dejando el cargo de superior, y
permanecer en estado de dependencia eterna? Él no podía degradarse ni borrar su
carácter sacerdotal, pero sí podía elevar a esa sublime dignidad a uno de los
Hermanos, colocarlo a su derecha, primero, y luego por encima de él, sin que nadie
pudiera, en ese caso, reprocharle nada.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 357

El procedimiento no podía ser mejor, pues superaba todas las críticas que le habían
hecho. Un sacerdote estaría en situación de reemplazar a otro sacerdote en la
dirección de los Hermanos, y su sacerdocio le hubiera llevado a tener todos los
derechos del señor De La Salle; el carácter sacerdotal no hubiera quedado deslucido
por verle a los pies de un co-hermano. La ordenación de éste, al comunicarle todos los
poderes del otro, le hubiera hecho capaz de ejercer todas sus funciones. El señor De
La Salle no tenía mejor medio de abandonar el puesto que hacer que se ordenase
sacerdote el mismo que había sido escogido como superior. Ésa fue la decisión que
tomó; pero esa salida, tan bien encontrada, tenía su dificultad.
El Hermano l’Heureux tenía virtud sólida, eminente piedad, mucha prudencia y
verdadero mérito, pero no había estudiado mucho y no sabía perfectamente el latín.
Era necesario enseñárselo, y es lo que hizo el señor De La Salle, lográndolo
perfectamente. Este Hermano era inteligente y tenía tan buena disposición para
aprender, que en menos de dos años estuvo en disposición de estudiar la teología, y
hacerlo con éxito, lo cual admiró a los otros compañeros de clase. Hasta este punto, el
plan del humilde superior salía como tenía previsto, pero Dios tenía otras miras y lo
deshizo en el momento mismo en que el señor De La Salle se disponía a presentarle
para la ordenación, como se verá muy pronto.

2. La muerte del Hermano l’Heureux deshace los planes


del señor De La Salle
Una muerte tan inesperada ocasionó grandes destrozos en los planes del siervo de
Dios y le hizo pensar mucho. En el aspecto de la formación de los Hermanos, había
pensado en tener un sacerdote en cada casa principal, para confesar a los Hermanos y
celebrarles la misa. El Hermano Enrique l’Heureux debía ser el primer ministro de las
funciones sagradas en la Congregación, y el santo superior, al designarle en su alma
como su sucesor, estaba esperando el momento en que pudiera reponerlo en su
puesto. Parecía que todo favorecía esta esperanza. El Hermano contaba con todas las
cualidades de cuerpo y de alma necesarias. Joven, laborioso y de constitución
robusta; si el hombre no estuviera condenado a muerte, se hubiera pensado que éste
Hermano era inmortal. Prudente, sensato, inteligente, con suficientes conocimientos,
celoso y lleno del espíritu de su estado, hubiera sido adecuado para hacer revivir en su
persona al santo fundador, que le amaba, le honraba y tenía puestas sus miras en él.
¿Podía ser insensible a tan gran pérdida? No, sin duda, y sobre todo porque su
corazón no estaba preparado para ello; por eso lo sintió en toda su crudeza. Nunca le
vieron los Hermanos tan emocionado, tan dolido y tan afectado como en esta ocasión.
Hasta entonces nunca le habían visto perder la tranquilidad; siempre dueño de sí
mismo, poseía su alma en la paciencia. Los más tristes sucesos no podían llegar hasta
el fondo de su corazón, y nunca denotaba en su rostro el menor rasgo de turbación o
de enfado; pero en este momento la emoción y la tristeza se
<1-272>
358 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

manifestaron en él. Sin embargo, sólo fue, todo lo más, por un cuarto de hora; pues
después de un corto espacio de tiempo volvió a su disposición ordinaria de paz y de
tranquilidad, con entera sumisión a la voluntad de Dios y con abandono pleno a sus
designios y a los de su Providencia.
Más aún, pues creyó ver en este proceder de la divina Providencia la prohibición de
pensar en lo sucesivo en preparar a algún Hermano para el sacerdocio, y abandonó
totalmente su proyecto. Este sentimiento, que le fue inspirado de lo alto, se imprimió
tan fuertemente en él que estableció como ley para los suyos una regla expresa que les
cierra a todos las puertas del santuario y les prohíbe para siempre acceder a las
órdenes sagradas.
Por mucho cuidado que pusiera el señor De La Salle por concentrarse en su obra y
comunicarse con los de fuera lo menos posible, no había podido esquivar a cierto
número de personas que habían depositado en él, en otro tiempo, su confianza. Por
eso, a la dirección de la Comunidad de niñas huérfanas, unía la de cierto número de damas,
de piedad distinguida, que acudían a la casa de los Hermanos a darle cuenta de
conciencia; pero, satisfechas con sus sabios consejos, se iban mortificadas porque no
podían obtener su bendición, aunque para obtenerla se postrasen en el umbral de la
puerta, con mucha humildad, suplicándole que les concediese aquella gracia,
vinculada a su carácter sacerdotal. Nunca pudieron conseguirlo; sus mismos
discípulos le vieron rehusar obstinadamente este signo de superioridad.
Uno de ellos, a quien envió más tarde a Roma, se arrojó a sus pies en el momento de
partir para recibir su bendición, y le suplicó con insistencia que le concediese tal
consuelo; pero él se contentó con trazar sobre su frente, con el dedo pulgar, la señal de
la cruz, práctica que continuó hasta la muerte. En cuanto a las mujeres, les daba como
excusa que sólo daba la bendición en el altar. Con el paso del tiempo, las horribles
persecuciones que el infierno suscitó contra el siervo de Dios no incrementaron sus
penitentes y devotos. Nadie se movía para ponerse bajo un director tan criticado por
el mundo. Ya se sabe que la dirección, como cualquier otra cosa, está de moda.
Mientras un director es famoso, está en boga; pero la gente le abandona en cuanto su
reputación baja algo y pierde su crédito. Sin embargo, pronto o tarde la santidad sale a
la luz del día, se disipan las nubes que oscurecían su luz y brilla con nuevo resplandor.
Es lo que le sucedió al siervo de Dios.

3. En Reims se hace, por fin, justicia al señor De La Salle.


Numerosas personas desean ponerse bajo su dirección,
recibe sólo a algunas, y poco después se desliga de ellas
Su virtud, que tantos censores había tenido, también encontró, al fin, admiradores y
panegiristas. El olor que de ella se había extendido hacia el exterior, después de
los actos de humildad tan singulares, forzó a sus enemigos y a los que le habían
tachado de ambición a reconocer que sólo la tenía para un estado de dependencia y
de desprecio. Algunos concibieron, por eso, gran concepto de su santidad. Personas de
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 359

relevante distinción, entre ellas el señor duque de Mazarino, cultivaban con cuidado
su amistad. Este señor no dejaba de visitarle cada vez que viajaba a Reims, y se sintió
movido a ponerse bajo su dirección. Todas las personas piadosas se las arreglaban
para aumentar su rebaño, pero él se reservaba lo más que podía; y sólo después de
mucha insistencia consintió en aceptar un reducido número de ellas; y sólo se encargó
de su dirección después de diversas pruebas, muy sensibles al amor propio. Entre las
que habían mostrado mayor celo para llegar a ser sus hijas espirituales, una religiosa
era de las más
<1-273>
ardientes. Ella tenía razón, pues necesitaba reformarse a fondo. Esta joven era de
buena voluntad, pero tenía numerosas bagatelas que cierran el corazón de una esposa
de Jesucristo a su divino amor, y que agostan sus gracias. Estaba atada por vanos
entretenimientos y apegada a menudencias que la impedían caminar por el sendero de
la perfección que había escogido, y tenía muy poca fuerza para romper sus cadenas,
ya que no tenía ánimo para despojarse de las cosas superfluas. Necesitaba la mano del
señor De La Salle para librarse de sí misma y de todas las pequeñeces que cautivaban
su corazón.
Él se la prestó con caridad, y en la primera ocasión en que ejerció su ministerio con
ella le propuso la pregunta que Jesucristo dirigió al leproso: Vis sanus fieri? (¿Quieres
ser curada?). ¿De verdad desea que yo sea su director? ¿Me escoge como su guía y su
ángel custodio? ¿Ve usted en mí con los ojos de la fe a Jesucristo y está dispuesta a
obedecerme como a Él mismo? La religiosa le contestó a todo de forma afirmativa.
Entones, le dijo que la primera señal que exigía de su obediencia y la condición con
que se comprometía a dirigirla era que le llevase todos los objetos inútiles que tenía
en su habitación. La condición era muy dura, pues la religiosa tenía pequeñas joyas y
varias cosas curiosas; las apreciaba y el sacrificio le iba a resultar doloroso; con todo,
obedeció, y después de haber limpiado su celda de todo lo superfluo, lo quemó ella
misma, por orden del nuevo director y ante su mirada.
Con condiciones parecidas aceptaba el siervo de Dios dirigir a alguien; hacía que
consiguieran tal favor con sacrificios costosos para el corazón. Sin entretener a las
almas con largos razonamientos, hacía que se aplicaran a la práctica y les enseñaba a
experimentar la verdadera devoción, que no usa la dirección sino para ir a Jesucristo
con más seguridad y rapidez, por el camino de la obediencia y de los sacrificios.
Aunque se hubiera encargado de la dirección de sólo unas pocas almas de élite,
entre ellas la de su propia hermana, todavía pensaba que eran demasiadas, y buscaba
el modo de desentenderse de ellas. Se sabe muy bien que las devotas requieren mucho
tiempo, y a pesar de la precaución que ponga el sacerdote para arreglarlo, le roban
otro mucho, a pesar de sus atenciones. Las mujeres tienen el arte de decir poco con
muchas palabras, y siempre tienen algo que decir, si es que hay alguien dispuesto a
escucharlas. De ordinario no quedan contentas con un director sino cuando las deja
hablar mucho, y si él habla tanto como ellas; hay pocas que deseen recibir un buen
360 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

consejo en pocas palabras. De ese modo, rara vez un hombre avaro de su tiempo y
muy ocupado es del gusto de las mujeres piadosas que, con tiempo por delante, tienen
el talento de entretener más y más a un confesor, que sienten más curiosidad por
recibir nueva información sobre las virtudes que por practicar lo que ya saben.
El señor De La Salle, para quien los días eran demasiado cortos, y que programaba
con cuidado los momentos para la oración y para los deberes de su cargo, no se
acomodaba a las visitas que iban a robarle parte de ese tiempo precioso, so pretexto de
dirección espiritual. Se convenció de que tenía poco que ganar y mucho tiempo que
perder en la dirección de tales devotas, y experimentando además que la dirección de
una sola de ellas le ocupaba más tiempo que el dedicado a varios Hermanos, concluyó
que debía dejar tal ocupación a personas que se sintieran atraídas por ello, con más
tiempo, y sin nada mejor que hacer.
Otro de los inconvenientes derivados de la dirección de las mujeres era que le
incomodaba.
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Aparecían por la casa de los Hermanos, y aunque no pasaran del recibidor, eran vistas
en un lugar donde el señor De La Salle no quería que las vieran nunca. El alejamiento
que recomendaba a sus discípulos hacia las personas del sexo femenino no podía ser
nunca excesivo, y tenía miedo de debilitarlo si dejaba que entrasen en la casa. Es
cierto que aquellas que acudían a verle eran de mucha edificación, y que lo
demostraban con su sólida virtud y obediencia a la orientación del santo director; pero
también sabía que el sexo femenino es igualmente peligroso por sus vicios que por
sus virtudes, y hace que su modestia y su bondad sean temibles para unos ojos
piadosos; y que para los hombres más virtuosos una mujer santa es tan temible como
una mujer libertina, porque inspira más estima y hace surgir la seguridad que expone
a la sorpresa y a la tentación.
El mejor medio que el prudente superior encontró para preservar de ellas a sus
discípulos fue suprimir toda posibilidad de verlas y de encontrarlas. Al ir dejando el
acto de caridad que las llevaba a la casa, el inconveniente no era excesivo. Si aquellas
que le perdían no podían encontrar entre mil directores otro mejor, al menos tenían el
consuelo de encontrarlos a todos dispuestos a recibirlas y a aprovechar la negativa
que daba el señor De La Salle. Sin embargo, no se deshizo bruscamente de aquel
rebaño. Si todas sus ovejas habrían lamentado a la vez la pérdida de su pastor,
hubiesen podido producir demasiado ruido, y le habrían movido a compasión; pero
despedidas una tras otra, en ocasiones y tiempos diferentes, sus voces fueron
demasiado débiles para hacerse oír y para moverle a piedad. Por otro lado, nuevas
persecuciones que parece que sucedieron en esta época favorecían el despido de unas
y la deserción de otras.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 361

4. Nueva persecución desatada en Reims,


a causa de algunos castigos dados en las escuelas
Así es el mundo: no deja a los santos en paz por mucho tiempo. Como es enemigo
irreconciliable de la virtud, siempre tiene nuevos procesos que intentar contra los que
la practican; y si a veces acuerdan la paz, no pasan mucho tiempo sin violarla y
recomenzar las hostilidades.
El motivo de la nueva guerra que declaró al santo fundador y a sus discípulos
parece que fueron los castigos impuestos a los niños. Tal vez no haya ningún lugar en
el mundo donde los niños fuesen más revoltosos, indóciles y pervertidos como lo eran
en aquel tiempo los niños de Reims. Habían nacido en un ambiente poco acogedor; se
sentían inclinados a seguir las iras de quienes les habían dado nacimiento; habían sido
educados en la casa paterna, donde sólo veían malos ejemplos y donde sus oídos sólo
escuchaban palabras capaces de envenenar su corazón; habían quedado entregados a
la ignorancia y abandonados a las inclinaciones de la naturaleza; se sabían protegidos
por la ira de sus padres contra las correcciones que les hacían los Hermanos, y se
daban maña para aprovecharse de ella. Estos ídolos mimados por los padres y madres
estaban seguros de que, a la primera queja, encontrarían ayuda en sus corazones, y
pensaban que en la escuela, como en su casa, tenían que tratarlos con algodones y que
había que aguantar ver cómo charlaban, reían, jugaban y molestaban; y que incluso en
los lugares sagrados, ante el altar, durante la celebración del santo sacrificio, tenían
derecho a mostrar su impiedad. Todas las personas honradas de Reims gemían por
ello, y ni siquiera se atrevían a quejarse a los padres, por miedo a irritar a aquella
chusma, que a un reproche corresponden con torrentes de injurias.
El daño era grande, e iba de mal en peor. Incluso parecía que no tenía remedio, pues
quienes deberían ponerlo eran quienes lo
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consentían, a causa de su amor ciego. Ya que ellos no lo hacían, correspondía a los
Hermanos corregirlos. Puesto que estaban encargados de la educación de aquella
niñez indócil, eran ellos los que debían frenar, con el castigo, su libertinaje y su
maldad. Eso es lo que se esperaba de su celo, y las personas de bien les recordaban
que tenían el deber de hacerlo; pero cuando quisieron cumplirlo, ¡qué lamentos no
lanzaron aquellos pequeños revoltosos! ¡A qué furor no excitaron a sus padres! El
demonio se puso de su parte, ya que era él quien más tenía que perder con las escuelas
gratuitas. Como es enemigo de todo bien, odiaba la nueva fundación más que ninguna
otra, pues ya veía los frutos que producía, y temía que progresaran más.
La educación cristiana que recibían los niños en las nuevas escuelas iba hasta la
raíz misma del mal, y corregía los defectos de su desgraciado origen. Al hacerles
creer en la inmortalidad de sus almas, en la brevedad de la vida y en la incertidumbre
de la muerte, el temor de Dios se apoderaba de sus corazones insensiblemente y ponía
freno a sus pasiones incipientes, pero ya muy fogosas. Al enseñarles a servir a Dios, a
tributarle mañana y tarde los homenajes de la religión, a asistir en los lugares
362 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

sagrados, con respeto y piedad, a la santa misa y a prepararse para recibir los
sacramentos, parecía que al salir de la niñez eran cristianos, y cabía esperar que la
semilla de las enseñanzas que habían recibido germinaría con el tiempo, y que
produciría grandes frutos. Esos frutos ya estaban apareciendo, y por eso el demonio
se dio prisa a sembrar, sobre la buena simiente, la cizaña, y sofocar el buen grano con
la abundancia de las malas hierbas.
Los niños incorregibles le parecieron adecuados para este plan. Eran enemigos de
toda disciplina y se rebelaban contra el vergajo y el castigo, y no se podía ni tocarlos
con la punta porque armaban enorme ruido. Antes de eso, los Hermanos pusieron en
práctica todas las formas de corregir que producen efecto en las almas que no son
absolutamente intratables. Habían precedido las advertencias caritativas, las muestras
de dulzura y de severidad, de forma sucesiva y mezcladas; luego habían seguido las
amenazas, pero los libertinos se reían de todo ello. Los remedios blandos quedaban
sin efecto, y por ello fue necesario, para impedir el perjuicio de la clase y el desorden
entre los niños, emplear otros más violentos; de usar la autoridad y las amenazas,
pasar a los cachetes, siguiendo el consejo del Sabio, que advierte a los encargados de
la educación de los niños que no escatimen la corrección, porque si se les azota con el
vergajo no morirán, y por el contrario, se libran sus almas del infierno.
El castigo real, que siguió a la amenaza, que había resultado tantas veces inútil,
resultó eficaz en aquellos cuyo carácter no era totalmente indomable; pero los que
siempre habían vivido a su modo, y que desde la cuna habían sido sus propios dueños
y vivían a su antojo ante los ojos de sus padres, indolentes e incapaces de llevarles la
contraria, en vez de aprovecharlo, se amargaron; y como de común acuerdo
suscitaron en sus familias sediciones domésticas que desembocaron en otra general y
pública contra los Hermanos. Para llegar a este punto, los pequeños revoltosos
exageraron los castigos que les imponían en la escuela. Fue suficiente para sus
padres, que no atendían ni a la fe ni a la razón. Se dejaron llevar del furor, y en lugar
de aprobar y apoyar con toda su autoridad las prudentes correcciones hechas en la
escuela, y en lugar de obligar a aquellos niños maliciosos a pedir perdón a sus
maestros y reparar el escándalo que habían dado, apoyaron a la chiquillería; acusaron
a los Hermanos ante la justicia, escupieron injurias contra ellos, se armaron con
piedras y los persiguieron, y ellos mismos excitaron a sus hijos a correr
<1-276>
tras ellos, arrojarles barro, apelotonarse para hacer barricadas y vengarse de la sabia
corrección con todo tipo de ultrajes.
Los Hermanos, ya habituados a estas escenas públicas e ignominiosas, dieron
nuevos ejemplos de humildad, de mansedumbre y de paciencia. Según el modelo del
divino Maestro, sólo abrían la boca para bendecir a los que vomitaban injurias contra
ellos y les llenaban de maldiciones. No se les escapaba ni una palabra de amenaza o
de impaciencia contra aquellos que les maltrataban, y hacían penitencia por aquellos
hijos mal nacidos que tanta necesidad tenían.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 363

El señor De La Salle tuvo la mejor parte en esta persecución. Considerado como el


autor de las escuelas gratuitas, se le culpaba de todo lo que pudiera ocurrir en ellas.
A él le correspondía dirigirlas adecuadamente, y debería prevenir las imprudencias
que daban ocasión a las revueltas; a él correspondía mitigar los castigos y enseñar a
los suyos el secreto de poner en ellas la justa medida que las hiciera eficaces. En
conclusión, el señor De La Salle era el único culpable, y sólo él debía llevarse la
vergüenza de los desórdenes que ocurrían. ¿Y qué pensaba él mismo? Pensaba como
los demás: condenado por la gente, también se condenaba él mismo a beber el cáliz de
confusión que le presentaban en todas partes por donde iba, y que le hacían llegar
hasta su casa en la persona de sus discípulos. Dios lo permitía así, pues sus
persecuciones preparaban los grandes frutos que debían producir en Reims las
Escuelas Cristianas. Durante todo el tiempo que el señor De La Salle permaneció
todavía allí, es decir, hasta el año 1688, en que fue a París para intentar abrir una
escuela, se enfrentó con la contradicción y se vio expuesto a ofensas diarias.
Una vez que se marchó a París, las cosas cambiaron en Reims; la ciudad se
apaciguó y se comportó de manera muy distinta con los Hermanos. Se diría que en ese
momento todos los demonios causantes de los jaleos y de los problemas se marcharon
de Reims con él, y le siguieron a la capital del reino para realizar allí lo que habían
promovido en la capital de Champaña. Al señor De La Salle le era dado, empleando
las palabras del Apóstol, no sólo creer en Jesucristo y darle a conocer, sino también
sufrir por Él. Estaba destinado a preparar los caminos de la gracia en sus Escuelas
Cristianas, mediante la práctica de una paciencia sin límites y una humildad perfecta.
Las de Reims, que fueron el objeto primero de su caridad y el primer teatro de sus
cruces y humillaciones; fueron también las primeras en recibir las bendiciones del
cielo, pues después de su partida, la semilla que había arrojado con lágrimas germinó
en abundancia, y los Hermanos que dejó allí recogieron los frutos centuplicados.
La juventud de la ciudad, educada bajo la guía de tan buenas manos, se hizo muy
asidua a las escuelas, atenta a las instrucciones, dócil a las correcciones, inclinada a la
piedad y dispuesta a la virtud. Este cambio fue lento, pero abundante y duradero, pues
continúa todavía hoy, y hay razón para esperar que será permanente.

5. Penoso viaje que hizo el señor De La Salle para ir a visitar


a un Hermano enfermo
Durante este tiempo de constantes contrariedades, que daban al siervo de Dios, casi
a cada momento, nuevas ocasiones de practicar la paciencia, la humildad y la
mortificación, la divina Providencia le dio la oportunidad de ilustrarlas con un rasgo
de singular caridad. En 1687, el primero de los Hermanos que dirigió la escuela de
Guisa cayó gravemente enfermo. Después de recibir los últimos sacramentos,
desesperado y abandonado de los médicos, sólo esperaba el momento de entregar su
alma a Dios en paz; pero antes
364 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

<1-277>
de emprender el viaje a la eternidad tenía vivo deseo de ver a su amado padre. El
deseo del enfermo era piadoso y legítimo, pero no era fácil de satisfacer, pues desde
Guisa a Reims hay dieciocho leguas; se necesitaba tiempo para realizar el viaje. La
solución que se adoptó para apresurar el alivio del enfermo fue enviar una persona a
Laón, que está más o menos a la mitad del camino entre Guisa y Reims, con una carta
dirigida a los Hermanos, informándoles del hecho, y rogándoles que enviaran otro
mensajero a su superior, para ponerle al corriente de los deseos del enfermo. El
primer mensajero llegó hacia las cuatro de la tarde, y el Hermano ***, que aún vive y
es uno de los autores de las memorias que sirven para componer esta obra, salió en
seguida desde Laón a Reims, a donde llegó al día siguiente a mediodía. Con la misma
premura, el señor De La Salle se puso en camino y salió en compañía del mismo
Hermano hacia la una del mediodía, cuando más se notaba el fuerte calor del verano,
cubierto de su pesado manteo, ya que éste fue su vestido ordinario mientras vivió en
la ciudad de su nacimiento, y sólo lo dejó en París, por mandato de sus superiores
eclesiásticos, y lo cambió por el manteo largo de los clérigos. De la misma tela, vil y
tosca, tenía una sotana que llevó siempre y que llegaba a media pierna, con un pobre
cinturón de lana, y caminaba a pie. Además llevaba ceñida una faja con púas, que
llevaba de forma ordinaria, y que le molestaba tanto que casi no podía inclinarse, lo
que se vio bien claro por la dificultad que tuvo para recoger en el camino el pañuelo, que
se le había caído. Con todo, hizo a pie siete leguas con esta vestimenta de penitencia,
bajo los más ardientes ardores de un sol abrasador. Al menos hubiera podido desprenderse
de la carga del pesadísimo manteo, dejando que lo llevara su compañero de viaje;
pero no era hombre que buscara la comodidad, y menos aún a costa de otro. Durante
ese penoso viaje su sangre se alteró de tal manera en sus venas que, a consecuencia de
su gran movimiento, perdió mucha por la nariz. El único alivio que buscó fue la
oración.
Durante todo el camino no hizo otra cosa que suspirar elevando los ojos al cielo.
Allí era a donde su corazón levantaba sus deseos, y el lugar en el cual prometía a su
cuerpo que le satisfaría por las penas y las fatigas. Al acercarse a un pueblo donde la
noche le obligaba a pararse, recitó el rosario en voz alta, con el joven Hermano que le
acompañaba. Después de tomar un poco de reposo en un pobre albergue, partió de
nuevo, a las tres de la mañana. Sin embargo, no llegó antes a Laón, aunque no había
más que tres leguas de distancia del sitio donde había dormido, porque empleó mucho
tiempo para rezar el breviario y en hacer un viacrucis de devoción. En efecto, de vez
en cuando se detenía cerca de algún árbol y se arrodillaba para derramar su alma en
Dios y ponerse en mayor unión con Él. Tal vez fuera también porque el cansancio del
día anterior le impedía ir más deprisa. Por otro lado, y con mucho acierto, los
Hermanos le prepararon, sin que él lo supiera, mientras estaba en el altar, un caballo;
pues, efectivamente, al llegar a Laón su primer cuidado fue ir a celebrar. Con la ayuda
del caballo no tardó en llegar a Guisa.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 365

6. El Hermano enfermo se siente curado cuando el señor De La Salle


le abraza
El enfermo se hallaba a punto de morir; pero a vista de su buen padre, que le abrazó
con ternura, pareció resucitar. Incluso lo dijo al instante, que estaba curado. Y en
efecto, pocos días después estaba fuera de peligro, totalmente restablecido y en condiciones
de dar la clase. El señor De La Salle tenía en esta época unos treinta y seis años, y
pensaba que la fuerza de la edad le daba derecho a cargar a su cuerpo con todas las
austeridades que pudiera soportar; su fervor no tenía límites, y es sorprendente que no
sucumbiera y que no abreviara sus días con una penitencia desmesurada.
<1-278>

7. Los párrocos rurales solicitan Hermanos al señor De La Salle;


él lo rechaza, y da razones de por qué
Hacia esta misma época, la divina Providencia parece que brindó al señor De La
Salle un amplio campo en el que ejercer su celo, sin tener que salir de la finalidad de
su Instituto. El olor de sus virtudes y las de sus discípulos se extendió por todas partes,
y el fruto de las Escuelas Cristianas fue conocido por todas las ciudades y pueblos
cercanos a Reims; esto despertó el celo de los buenos párrocos, y cada cual se
apresuró a tener Hermanos para encargarles la educación y la instrucción de la
juventud abandonada y como entregada a la ignorancia. Estos buenos pastores
buscaban remedio a un mal por el cual el siervo de Dios se lamentaba desde hacía
mucho tiempo. Tenía más ganas que ellos mismos de curar una llaga que llegaba a ser
mortal para la mayoría de los pobres habitantes de la zona rural. Pero cuanto más
pensaba en ello, menos creía que pudiera remediarlas. Es cierto que sus discípulos
podían hacer en los pueblos el mismo bien que producían en las ciudades. Incluso con
facilidad lo hubieran hecho mejor, pues habrían encontrado más docilidad por parte
de los niños y menos contrariedades por parte de sus padres.
Pero ¿dónde encontrar en cada pueblo la suma necesaria para la subsistencia de dos
Hermanos? El pastor mejor intencionado, incluso con la ayuda de sus parroquianos,
no habría sido capaz de proporcionarla. Además, si en las parroquias extensas se
necesitase un segundo Hermano, en las que eran demasiado pequeñas hubiera sido
demasiado. Si se inclinaba por enviar Hermanos a los pueblos, sería preciso enviarlos
solos; pero ésa era una solución que el piadoso fundador no quería adoptar. En esa
solución preveía importantes inconvenientes. Los peligros de perversión o de
relajamiento le parecían evidentes para Hermanos solitarios, abandonados a ellos
mismos, sin testigos, sin buenos ejemplos y casi sin apoyo, en medio de un pueblo.
Esta única razón era ya motivo, para el señor De La Salle, de adoptar la norma de
no enviar nunca a un solo Hermano, sin compañero; y jamás quiso quebrantar este
criterio. Por mucho celo que tuviera para secundar los deseos de los párrocos rurales,
366 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

no se avino a sus peticiones; y a todos los respondió que tenía como regla inviolable
no enviar nunca a un Hermano solo.
Pero el celo es ingenioso y tiene más de un recurso. Él se animó, incluso, con las
dificultades, e hizo tantos intentos, que al final encontró una solución que podía tener
éxito. Estos buenos párrocos, ya sin esperanza de contar con discípulos del señor De
La Salle, no desesperaron de tener, al menos, alumnos y personas formadas por él.
Para realizar este plan se trataba de escoger entre los jóvenes de sus pueblos los que
parecieran más sensatos, los más ordenados, los mejor dispuestos a aprender y
enviarlos a la nueva academia de los Hermanos para instruirse y formarse. Eso es lo
que hicieron los pastores. Cada uno eligió, entre los jóvenes de su rebaño, a aquel a
quien la gracia parecía señalar, por sus buenas cualidades, para llegar a ser maestro, y
los enviaron al santo fundador para que los formase bajo su dirección. Muy pronto la
casa se vio colmada, pues el celoso superior, encantado por ver que aquel grupo de
alumnos podría reemplazar a los Hermanos en cada pueblo, y llevar allí, con la
instrucción, las semillas de las virtudes y de la piedad, los recibió con sumo afecto, y
formó otro seminario separado del de los Hermanos.

8. El señor De La Salle abre un seminario de maestros de escuela


para las zonas rurales, que floreció mientras él estuvo en Reims,
pero que desapareció cuando se marchó
Esta nueva comunidad, compuesta por unos treinta jóvenes, tuvo sus reglamentos
especiales y sus ejercicios propios. Se les enseñaba a leer, a escribir, el canto
gregoriano y todo lo que concierne a la profesión a la que estaban destinados. La
meditación, la oración, la lectura espiritual y todos los deberes de la piedad cristiana
tenían marcada su hora. Un Hermano puesto al frente de ellos velaba sobre este nuevo
rebaño, y lo guiaba, bajo la mirada y con los consejos del señor De La Salle.
<1-279>
Este aumento de obras buenas incrementaban también los gastos que recaían sobre
el siervo de Dios, pues los párrocos, al enviar a los jóvenes a formarse, no pensaban
que eso corriera a sus expensas. Esperaban que el hombre de Dios realizaría el acto de
caridad por completo, y que proveería a las necesidades corporales de aquellos cuya
formación espiritual se le encomendaba. No se engañaron; el que alimenta a los
pájaros del cielo y cuida con tanta bondad de las crías de los cuervos, extendió su
providencia sobre una persona que se abandonaba a sus cuidados, y no permitió que
faltara nada a quienes ella había puesto entre sus manos.
El señor De La Salle no trabajó en vano en la formación de este nuevo campo que
se le encomendaba cultivar. Al arrojar la simiente de la piedad en aquellos corazones,
no sembró en tierra ingrata. Vio coronadas sus penas y su caridad al conocer que las
bendiciones del Señor seguían a estos jóvenes maestros de escuela por todos los
pueblos a los que regresaron. Produjeron frutos maravillosos, y fueron el buen olor de
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 367

Jesucristo con su ejemplo, con su piedad, con su celo y por la diligencia con que
cumplían santamente las obligaciones de su profesión. Fueron, al mismo tiempo, el
buen olor del nuevo Instituto, y enseñaron, con sólo el testimonio de su santa vida,
cuál era la casa donde un joven grupo de campesinos había cambiado tan pronto de
costumbres y de espíritu, de la cual salían como una nueva colonia de hombres
fervorosos y llenos de fuego espiritual para ir a la campiña a enseñar la doctrina
cristiana e instruir a los niños.
Eran distintos de los Hermanos en el exterior y por el modo de vestir, pues los
jóvenes llevaban ropa seglar y sólo se distinguían por el cuello y por los cabellos
cortos, pero tenían la misma vida interior, la modestia y el recogimiento que ellos.
Varios de ellos, incluso, no quisieron abandonar la casa donde habían encontrado el
espíritu de Dios y donde saboreaban la dulzura de estar a su servicio. Suplicaron al
piadoso fundador que les permitiera pasar de la comunidad de maestros de escuela a
la de los Hermanos, y les fue concedido. Así, el señor De La Salle recogió los
primeros frutos de la semilla sembrada. Los otros, los que regresaron con aquellos
que les habían enviado, no olvidaron nunca ni la casa donde habían recibido el primer
impulso de la gracia, ni al que con tanta bondad los había formado. Siempre le
consideraron como a su padre y conservaron siempre hacia él un afecto de hijos.
Una fundación tan necesaria y que tanto habría de ser deseada no tuvo un final tan
feliz como lo había sido su comienzo. Cuando faltó aquel que había sido su apoyo, no
tardó en desaparecer. Poco después de haber dejado el señor De La Salle la ciudad de
Reims para ir a París, este seminario dejó de existir. El santo varón, que conocía su
utilidad mejor que nadie, intentó relanzarlo en varias ocasiones. Parecía incluso que
lo había logrado en París, hacia el año 1700, en la parroquia de San Hipólito; pero
después de un inicio realmente prometedor, encontró su ruina en la ambición y en la
codicia del Hermano a quien había confiado su dirección.
Sin embargo, este proyecto del siervo de Dios, que tanto apreciaba, no se ha
abandonado aún. Sus hijos, llenos del espíritu de su padre, han heredado su celo por
esta buena obra, y piensan encontrar los medios para conseguirlo en su gran casa de
San Yon, muy cercana de Ruán.

9. El señor De La Salle abre otro seminario de niños con vistas


a ser Hermanos
Hacia la misma época se abrió en la casa del señor De La Salle una tercera
comunidad, distinta de las dos anteriores; estaba constituida por cierto número de
muchachos, de 14 y 15 años, a quienes el Espíritu de Dios había inspirado que
ingresaran en el nuevo Instituto. El único obstáculo que se oponía a su aceptación era
su excesiva
<1-280>
368 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

juventud. El prudente superior, desconfiando en este asunto, prevenía que los niños
no metieran en la casa un espíritu infantil o de escolares. Por otro lado, esos niños
mostraban buena voluntad y ofrecían una determinación por encima de su edad.
Querían, por encima de todo, ser hijos de aquel que habían escogido como padre; sin
desanimarse por sus negativas, siguieron llamando a su puerta, y al final se les abrió.
La confianza hacia ellos ganó al hombre de Dios, y le hizo esperar que seguirían
siempre firmes en el estado que habían pedido con tanta perseverancia.
Con todo, su prudencia le movió a hacer la prueba. Formó con ellos un grupo
aparte y les puso unos ejercicios acomodados a su edad, propios para alimentar su
vocación y para prepararles al ministerio de los Hermanos y hacerlos crecer en virtud
y en piedad. Como su edad no podía soportar el yugo de la regla común, necesitaban
una más suave y acomodada a sus fuerzas, que les inspirase devoción y espíritu de
oración, sin disgustarles ni cansarles con una serie de ejercicios espirituales
demasiado serios, largos y exigentes. Eran plantas tiernas que había que cultivar con
cuidado, pero con esmero y discreción, para que madurase su mente y se formase su
razón, y prepararlas para ser trasplantadas a las comunidades de los Hermanos.
Con estos preparativos y precauciones el prudente superior los admitió en la casa.
Les asignó una sección del edificio que no tenía nada en común con los maestros de
escuela, ni tampoco con los locales de los Hermanos, sino sólo la cocina, que se
comunicaba con los tres comedores separados. Los medios de subsistencia de esta
juvenil comunidad eran los mismos que los de las otras dos: la divina Providencia y la
caridad del señor De La Salle eran el único recurso. A él le correspondía encontrar el
dinero en los tesoros del Padre celestial. Pero eso no le preocupaba. Aquel por quien
se había desprendido de todo sabía proveer a todas sus necesidades y proporcionar lo
necesario a todos aquellos que Él le enviaba.
El señor De La Salle no cambió casi nada en las costumbres de estos jóvenes. Cada
uno utilizaba lo que había llevado consigo. Las únicas cosas que fueron comunes
entre ellos fue el cuello y los cabellos cortos, y ésas eran también las diferencias con
los extraños. Su forma de vivir, muy distinta de las de los maestros de escuela para el
campo, era un reflejo y a la vez ensayo de la vida de los Hermanos. Tenían un tiempo
señalado para aprender lectura, escritura y aritmética. El resto del tiempo se distribuía
en diversos ejercicios de piedad, propios de su edad.
Todos los días rezaban el oficio parvo de la Santísima Virgen, recitaban el rosario,
y dos veces al día se examinaban personalmente; también tenían lectura espiritual y
oración mental, bajo la dirección de un Hermano de los más piadosos y competentes;
comulgaban, normalmente, cada ocho días; en una palabra, el horario diario se
organizaba más o menos tal como hoy lo está el noviciado. A la edad de 16 ó 17 años,
el prudente superior escogía a los que parecían mejor dispuestos y los hacía pasar a la
parte de los Hermanos, les daba el hábito y los empleaba en las escuelas.
Este seminario menor de jóvenes servía de preparación y de noviciado para el
Instituto, y era el lugar de delicias del siervo de Dios. Su mayor placer consistía,
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 369

cuando las ocupaciones se lo permitían, en asistir a sus ejercicios de piedad y


dirigirles alguna exhortación. El día de Navidad se ponía al frente de ellos para
consagrarse y enseñarles a consagrarse al Santísimo Niño Jesús. Sobre todo la
primera vez que lo hizo, su devoción fue tan sensible y tan viva que impresionó a
todos. Para dar a esta acción piadosa un signo sensible adecuado para hacerla
<1-281>
más devota, mandó colocar en el oratorio una imagen de Jesús Niño, ante la cual
todos, por turno, se postraban para hacer su consagración. Comenzó la ceremonia el
piadoso fundador, y se puso a los pies de la divina imagen para hacer su consagración
en voz alta, con el mismo sentido de fe, reverencia y devoción como si hubiera visto
con sus ojos al Niño divino en persona. A ejemplo suyo, todos hicieron su
consagración, por turno, con un fervor tal que llenó de alegría al señor De La Salle.
Nada había tan edificante como ver a aquellos jóvenes muchachos, en edad tan
temprana e inquieta, que sólo dejaban traslucir su juventud en el rostro, pero no en sus
actividades. Eran interiores, recogidos, modestos, y al verlos en la casa se pensaría
que eran ya religiosos en sus claustros, consumados en virtud; y si se les veía fuera de
casa, por las calles, se pensaba que eran aquellos antiguos solitarios que, cuando
salían de sus cuevas, parecía que no hacían ningún uso de sus sentidos. En efecto,
tenían ojos y no veían, oídos y no oían, y se comportaban, en medio del mundo, como
extraños que pasan por un lugar sin preocuparse de mirar a nadie. Eso es lo que yo
mismo vi cuando ayudaban a misa en la iglesia de San Sulpicio.

10. El señor De La Salle llama a París a estos jóvenes para formarlos


bajo su cuidado; pero, a pesar de su repugnancia, les encargan
de ayudar a misa en la parroquia de San Sulpicio,
por lo que casi todos se disipan y pierden la virtud
Esta pequeña comunidad subsistió en Reims unos dos años, después que el señor
De La Salle se marchara. Cuando se estableció en París, consideró que era conveniente
llamarlos para tenerlos ante su vista, y dio el hábito de Hermano a algunos de ellos. A
otros, a petición del señor Baudrand, párroco de San Sulpicio, se les dedicó a ayudar
en las misas de la iglesia parroquial. Toda la mañana estaba ocupada por esta santa
actividad. Llegaban por la mañana a la sacristía y salían a mediodía para volver a casa
de los Hermanos, en la cual comían y dormían. En aquel lugar, tan expuesto a la
disipación, se les veía en perpetuo silencio, todos de rodillas, y en actitud de quien
medita. Unos tras otros iban, con una sotana morada, a ayudar al sacerdote en el altar,
y cuando volvían con ellos a la sacristía, regresaban sin decir palabra al lugar de
donde habían salido, y seguían de rodillas, en una meditación que duraba tanto como
la mañana. Nada era más edificante, y todos les miraban con admiración, pero en esto
encontraron su pérdida, ya que se sacó a estos muchachos de su centro, y les mantenía
lejos de su casa, y por muy santo que fuera el servicio en que los empleaban, no
correspondía a su vocación. De ese modo, insensiblemente fueron decayendo en la
370 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

virtud, en un lugar que tenía sus peligros, y donde no todos los que subían al altar les
servían de modelos de piedad.
El señor De La Salle no ignoraba el peligro que corrían estos jóvenes, ni los
inconvenientes a los que les llevaba la función que les imponían; pero él no era el
dueño de la situación, sino aquellos de quienes dependía, o más bien, quería
depender, pues tenía necesidad absoluta de ellos, y lo exigían así. Pero esta situación
duró cierto tiempo, pues al fin se libró de ella, retirando de la parroquia a los que
ayudaban a misa; despidió a los que habían decaído en su fervor o que no eran
adecuados para el Instituto, y admitió a los demás, que habían conservado el espíritu
y la gracia del mismo. De este modo, el señor De La Salle, antes de marchar a París, a
donde le seguiremos, se vio en Reims, en los últimos años de su estancia, al frente de
tres comunidades que, por vías diferentes, tendían al mismo fin.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 371

<1-282>
CAPÍTULO VII

El señor De La Salle conoce la muerte del señor Niel


y manda rezar por él. Deja Reims para ir a París.
La cruz le sigue y constituye el cimiento de sus fundaciones

1. Muerte del señor Niel en 1687. El señor De La Salle se siente


impresionado y celebra por el reposo de su alma una misa solemne,
a la que manda asistir a todos los alumnos de las Escuelas Cristianas
El señor Niel, que había dado comienzo al nuevo Instituto en Reims, a donde le
había enviado la señora de Maillefer con esa finalidad, había regresado a Ruán, como
ya se dijo, después de abandonar todas las escuelas fundadas por él y de haber
forzado, con su marcha, que el señor De La Salle se encargara de ellas. Así, lleno de
gozo por haber sido la primera mano de que se valió la divina Providencia para poner
los cimientos del edificio de las Escuelas Cristianas, que el señor De La Salle
comenzaba a edificar con tanta habilidad, ya podía decir con el santo anciano
Simeón: Señor, deja que tu siervo muera en paz. Ya no tengo nada que hacer en esta
tierra extraña desde que mis ojos vieron al que Tú destinaste a cumplir tus designios
para el establecimiento de las Escuelas Gratuitas, que siempre fueron el objetivo de
mi celo, y sólo esperan cerrarse con una muerte preciosa. Ésta no tardó en llegar,
pues, ya de regreso en Ruán, a donde le llevaba su inclinación, falleció allí el 31 de
mayo de 1687.
El señor De La Salle pareció verdaderamente afectado, y en cuanto conoció la
noticia, en todas sus conversaciones manifestó lo mucho que le había afligido esta
pérdida. Inmediatamente mandó hacer rezar en público y en privado por el eterno
descanso del piadoso difunto. Además, para honrar su memoria mandó cubrir de
duelo la iglesia de las Hermanas del Niño Jesús, y él mismo celebró en ella una misa
solemne, a la que asistieron todos sus discípulos, y también todos los alumnos, que
fueron conducidos a ella en filas, con mucho orden y gran modestia. En esto, la divina
Providencia se tomaba ella misma el cuidado de honrar la memoria de un virtuoso
laico que ardía en celo por la propagación de la doctrina cristiana, y que había
dedicado sus días y sus esfuerzos a enseñarla, con total desinterés, a la juventud más
pobre y abandonada. Se diría que la bondad de Dios, al escogerle como el primer
promotor del Instituto de los Hermanos, haya querido que su nombre se mantenga en
bendición y manifestar cuán agradables le habían sido y cuán útiles a la Iglesia los
servicios de este buen cristiano. En efecto, el señor Niel tuvo su parte en esta historia;
se ha visto cómo dio ocasión al nacimiento del Instituto; por lo cual los Hermanos
tienen con él este deber de gratitud y deben reverenciar su nombre y su memoria.
372 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

El señor De La Salle lo hizo, y se puede decir que le debía tal gratitud, pues me
permito asegurar que el señor Niel es el hombre del mundo que le prestó mayores
servicios. ¿No fue él, efectivamente, quien utilizó la mano de Dios para abrir al señor
De La Salle las vías de la santidad más eminente? Si este simple laico no hubiera
abierto las Escuelas Cristianas y gratuitas, si no hubiera puesto al piadoso canónigo
en acción para procurar su establecimiento y cuidar de ellas, probablemente el señor
De La Salle no habría realizado los grandes sacrificios que se han relatado. El piadoso
canónigo, de haberse mantenido en lo que era, habría cumplido su vocación en toda
su amplitud y gracia; habría seguido viviendo como un santo, tal como lo había
comenzado; pero en la santidad hay grados, y es de suponer que no hubiera llegado al
nivel que llegó de esta otra manera.
<1-283>

2. El señor De La Salle se siente más afectado aún por la muerte


del reverendo padre Barré, mínimo; elogio del padre Barré
La muerte del señor Niel nos da ocasión de hablar también de la del padre Barré,
acaecida el año anterior, el 13 de mayo de 1686. La pérdida de este insigne religioso
afectó en gran manera al señor De La Salle. Los dos estuvieron movidos por el mismo
espíritu y sentían la misma atracción: la instrucción y la educación cristiana de la
juventud abandonada a su suerte era el objetivo del celo de ambos. La fundación de
Escuelas Cristianas y gratuitas para los pobres niños de los dos sexos era el único
remedio para su vergonzosa ignorancia y para su pésima educación, y esto les llevaba
a realizar empresas que sólo se podían construir sobre las ruinas del amor propio. Esta
unidad de objetivos unía a los dos, pero los separaba en la forma de realizarlo. El
padre Barré había tenido una gracia especial para la fundación de las escuelas de
niñas, pero no la tuvo para abrir escuelas de niños. Esta gracia estaba destinada para el
señor De La Salle, y es la herencia que le correspondió. Y la realidad es que el piadoso
mínimo emprendió las dos partes del proyecto; más de una vez intentó la fundación
de escuelas de niños, pero sin éxito, pues ese talento no se le había confiado. Pero
cuando lo descubrió en manos del señor De La Salle, en vez de sentir envidia,
desbordó de gozo, y no se puede describir su alegría cuando vio con sus ojos a la
persona que Dios había escogido para llevar a cabo una obra que él había tenido tan a
pechos. Como el mayor deseo del padre Barré era ver al hombre de Dios instalado en
París trabajando en esta obra, para utilidad de esta inmensa ciudad y de todo el reino,
ejerció sobre el espíritu del siervo de Dios toda la autoridad que tenía para moverle a
trasladarse allí; y el señor De La Salle, que consideraba al santo religioso como el
altavoz del Espíritu Santo y una persona inspirada sobre todo lo que se relacionaba
con las escuelas gratuitas y cristianas, hubiera seguido sus anhelos y hubiera
obedecido su deseo marchando para París, si su director no le hubiera mandado
quedarse en Reims. Por otro lado, si el santo mínimo no tuvo durante su vida la
alegría de ver al señor De La Salle establecido en París, la tuvo en el cielo, dos años
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 373

después de su muerte. La obra del señor De La Salle siempre estuvo en su mente,


como objeto de su celo, hasta el último suspiro, y vio llegar con gozo el final de su
vida cuando supo los excelentes progresos que conseguía en Reims.
Después de todo, si el santo mínimo no tuvo ante los hombres la gloria de haber
realizado esta Institución, sí la tuvo, sin duda, delante de Dios, pues de hecho fue el
primero que concibió el proyecto, el primero que lo planificó y el primero que trabajó
en él. Y no basta con decir eso, ya que fue él quien animó al señor De La Salle a
comenzar su Instituto; él quien le dirigió en esta empresa; él quien le inspiró el
espíritu y las máximas con las que debía guiarse; él quien le sostuvo en las
dificultades y contradicciones que encontró; él quien le sugirió los consejos heroicos
de abandonar la canonjía, de despojarse de su patrimonio, de distribuirlo a los pobres, de
fundar sus escuelas sólo sobre la pobreza evangélica, y de abandonarse él mismo y los
suyos a la divina Providencia. En una palabra, fue el padre Barré quien arrojó en el
alma del santo fundador las semillas de esta sublime perfección que admiramos. De
ese modo, a los ojos de Dios, el santo mínimo es el primer autor de la doble fundación
de las Escuelas Cristianas para los dos sexos. En la de las niñas trabajó personalmente
y lo consiguió con abundantes frutos; en la de los niños él fue quien la inspiró, y llevó
como de la mano a quien las comenzó, trazó su proyecto y contribuyó con sus
consejos a su empresa. En fin, se puede decir que dejó al señor De La Salle como
heredero de su espíritu y de su gracia.
El reverendo padre Barré y el señor De La Salle son dos hombres a quienes la
divina Providencia
<1-284>
asoció para la realización de sus designios, a los que condujo, a cada uno por su
camino, al mismo objetivo, y a ambos los llevó al mismo término en dos estados
diferentes. Los dos han muerto en olor de santidad: uno en París, el otro en Ruán. El
primero fue hombre admirable en obras y en palabras, y fiel imitador de su santo
Patriarca, Francisco de Paula, que marcó también, como él, su paso por diversos
lugares del reino, con muestras de caridad, de celo, de humildad, de penitencia y de
prudencia celestial. Es tiempo de ver cómo el segundo llegó a París en una nueva
carrera sembrada de espinas y de escollos, y recorrió un camino lleno de cruces.
Sólo la obediencia había retenido en Reims al santo fundador. Su director, que
consideraba necesaria su presencia en un lugar donde la obra acababa de brotar, se
opuso a que se alejara, como ya se vio. Sin embargo, su corazón estaba en París,
donde el padre Barré deseaba con ardor verle establecido. El bien de la obra lo exigía,
pues sólo en esta capital podría darse a conocer y extenderse por todas las partes del
reino. La ciudad de Reims, donde había nacido, hubiera sido su tumba si no hubiese
salido de ella. No hubiera podido vivir con sus propias leyes, sometida, como hubiera
estado, a todas las normas que los superiores eclesiásticos nuevos, uno tras otro,
hubieran querido imponer. ¿Cuántas veces las hubiera visto cambiar, con ellos, sin
poder establecer reglas invariables? Menos aún hubiera podido pensar en erigirla en
374 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Congregación, en solicitar a Roma la gracia de llegar a ser una familia religiosa


mediante la aprobación de las Constituciones, y el permiso de vincularse con los tres
votos de religión. El superior del Instituto, al estar bajo la dependencia de superiores
particulares, que no siempre le hubieran gustado, al experimentar sus caprichos,
hubiera estado expuesto a ver alterarse la subordinación y debilitarse su autoridad. Su
fe y la de toda la comunidad se habría visto probada, a causa de los diversos cambios
de los prelados, con la diversidad de criterios. Y aun cuando todos estos inconvenientes
no hubieran sido circunstancias que temer, la ciudad de Reims, que había sido la cuna
del Instituto, no hubiera podido ser su tutora; sólo la capital podía proporcionar los
conocimientos, la protección y la ayuda que necesitaba. El señor De La Salle estaba
convencido de ello, pero esperaba el tiempo que marcara la Providencia, de la cual
quiso ser esclavo. Sin pretender adelantarse ni atrasarse a ese momento, permanecía
tranquilo. Estaba preparado para partir a la primera señal que Dios le indicase. Con
vistas a ello, lo había arreglado ya todo en la casa, y había dispuesto todo para que
pudiera funcionar sin ningún riesgo en ausencia suya. Este proyecto, que no se
mantuvo oculto, no tardó en llegar a oídos de su arzobispo, que se dio cuenta,
entonces, del tesoro de persona que había tenido, y comenzó a temer que lo iba a
perder. Siempre apreció a un sacerdote que en todo se mantuvo sumiso a sus órdenes,
y que había buscado su aprobación para todos sus proyectos. Es cierto que los grandes
sacrificios que el señor De La Salle había realizado ante sus ojos no siempre habían
sido de su agrado, y había considerado como una especie de locura la sublime
prudencia que despojó a aquel hombre de todos sus bienes, de todos sus títulos y de
todas las comodidades, y que le hizo víctima de la pobreza y de las miserias que ésta
lleva consigo; sin embargo, él lo había consentido, y eso no le permitía criticarlo.
Después de todo, monseñor Le Tellier, que había nacido en el seno de la riqueza,
con unas rentas verdaderamente inmensas para un particular, no había podido
experimentar las ayudas de la Providencia y la felicidad de una vida austera, y es
lógico que se sintiera incómodo con un hombre que le recordaba el sacerdocio en su
primitiva pobreza, y que daba
<1-285>
ejemplos de humildad, de desprendimiento y de una virtud cuyos ejemplos se
pensaba que sólo se dieron en los siglos remotos; y había tenido tiempo de comprobar
y convencerse de que ese sacerdote, despojado de todas las riquezas que poseía, había
puesto, con razón, su confianza en Dios y buscaba los tesoros de su Providencia, ya
que ella le proporcionaba, para alimentar a tres comunidades, las ayudas que nunca
hubiera podido conseguir de su canonjía, ni de su patrimonio, ni de su familia.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 375

3. Monseñor Le Tellier ofrece al señor De La Salle condiciones


muy ventajosas para fijarle en su diócesis y limitar su celo a ella,
pero el santo sacerdote no se rinde a tales deseos
El prelado, que sabía gobernar y conocía cómo hacerlo, juzgaba el mérito del señor
De La Salle por sus obras. Tenía ante los ojos la casa que el siervo de Dios había
formado, y admiraba el progreso que hacía; por eso pensó, con buen tino, en hacer
que toda su obra redundase en provecho de la diócesis. Para conseguirlo, había que
poner límites al celo del piadoso fundador y retenerle en ella. Lleno de este
sentimiento, pensó que el medio más eficaz para ligarle a ella era abordarle por el
interés mismo de su obra, y hacerle dueño de su hacienda para fundar
económicamente a la Institución, con el fin de que pudiera extenderla por todos los
rincones de su diócesis, con la condición expresa de mantenerse en ella.
Si la oferta era generosa, el rechazo lo fue aún más, pues la gloria de Dios y el
beneficio de la Iglesia se habrían visto perjudicadas por tanta generosidad. Por lo
mismo, no logró afectar en nada a un corazón indiferente ante lo que no era Dios. Sin
embargo, era necesario justificar el rechazo y razonarlo de forma conveniente.
Monseñor Le Tellier era persona que se avenía a razones, que no se oponía al mayor
bien posible, ni se apegaba de tal modo a los intereses de su iglesia particular que los
hubiese buscado a costa de la utilidad común de las demás. Por ello se mostró
satisfecho cuando el señor De La Salle le expuso el motivo profundo de su negativa, y
apoyó la obligación que tenía de cumplir la promesa hecha al señor de La
Barmondière de abrir una escuela en la parroquia de San Sulpicio. Además, lo que el
señor De La Salle no decía se dejaba entender: el vivo deseo que tenía de marcharse
de la ciudad de su nacimiento y del centro de su familia. Un lugar que comenzaba a
cambiar de actitud respecto de él y donde ya no encontraba desprecios, no tenía ya
atractivo para él. Incluso era de temer que una estancia más prolongada le atrajera
mayores honores, al darle cierta fama de santidad. Y, en fin, al sentirse ante las
miradas de sus parientes, de sus amigos, de sus paisanos, no se consideraba
plenamente libre para dar a su celo y a sus virtudes toda su amplitud.

4. El señor de La Barmondière intenta de nuevo llevar al señor De La Salle


y a sus Hermanos a su parroquia; lo consigue, y de qué manera
Mientras el Espíritu de Dios le inspiraba estos pensamientos, le preparaba también
el camino para ir a París. El señor de La Barmondière volvió a recordar la promesa
que el señor De La Salle le había hecho, y tuvo una vez más el deseo de verla
cumplida. El señor Compagnon, encargado de las escuelas de San Sulpicio, lo
deseaba más aún; esta persona, que había sucedido en la misma función al señor
L’Espagnol, que se había retirado, con la ayuda de un jovencito atendía a más de
doscientos alumnos, y se sentía como aplanado bajo el peso de tal multitud de niños.
Esperando conseguir pronto la ayuda, en el mes de julio de 1687 escribió al señor De
La Salle para pedirle un Hermano. El prudente superior se sintió indeciso sobre la
376 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

respuesta que debería darle, pues de un lado, tenía como norma no enviar nunca a un
Hermano solo, y lo consideraba tan importante que por observarla había rechazado
abrir algunas escuelas en zonas rurales, como ya vimos; por otro lado, el interés del
Instituto le llamaba a París, y esta ocasión le abría las puertas de la capital del reino.
Al no tener seguridad sobre la decisión que debería tomar, dio una respuesta ambigua,
que reflejaba su indecisión. El señor
<1-286>
Compagnon no quedó satisfecho, y salió hacia Reims para hablar directamente con el
señor De La Salle y meterle prisa sobre la ayuda que necesitaba. Por desgracia, hizo
un viaje inútil, pues llegó cuando el santo fundador estaba ausente, y no tenía tiempo
para esperar su regreso. La divina Providencia lo dispuso así para asegurar mejor el
compromiso, pues no era con el encargado de la escuela de San Sulpicio con quien
el prudente superior quería contactar, sino con el párroco mismo de San Sulpicio.
Cuando el señor De La Salle regresó a Reims, y fue informado del viaje y del
motivo que tenía para el mismo el señor Compagnon; pero no quiso concluir nada por
su cuenta. Su humildad le hacía desconfiar continuamente de su propio parecer y de
sus propias luces, y le indujo a consultar la decisión de este asunto a un tribunal
distinto del suyo. El examen de la dificultad le llevó a mantener de forma inviolable la
regla de no confiar nunca a un solo Hermano a su propio gobierno, y rechazar las
fundaciones más ventajosas cuando no se quisiera admitir en ellas a dos Hermanos.
Como consecuencia de esta decisión, el piadoso fundador escribió al maestro de
las escuelas de San Sulpicio diciéndole que estaría satisfecho si el señor párroco
aceptaba a dos Hermanos y a él con ellos. Esta condición sólo podía resultar
agradable a una persona que gemía bajo el peso de su fardo; por lo mismo, le
interesaba conseguir que el señor de La Barmondière lo aceptase, y no tuvo mucha
dificultad en conseguirlo; pues, en efecto, bastaba mostrar el bien a este santo varón
para que de inmediato se comprometiera en conseguirlo. El señor Compagnon
escribió, pues, de parte del señor párroco al señor De La Salle que ya podía ponerse en
camino, que sería muy bien recibido con los dos Hermanos que llevara consigo. El
asunto se orientaba bien, y el señor De La Salle veía con gozo el camino que le tendía
la divina Providencia para ir a París. Sin embargo, pensaba que todavía no estaba
totalmente despejado para tener que apresurarse y salir cuanto antes. En efecto, era el
señor Compagnon quien escribía y quien llevaba el asunto, y eso no era suficiente, y
no debía precipitarse; adelantarse y hacer decir al señor de La Barmondière lo que no
había dicho son cosas que pueden darse con frecuencia, cuando uno se apasiona por
algo. Cree que ha oído lo que no ha oído, y atribuyen sus propios criterios a aquellos
en quienes quisieran encontrarlos. Por todo ello, el señor De La Salle deseaba recibir
directamente del señor párroco una respuesta positiva. Y para poder conseguirla
respondió que su hermano, que se disponía a ingresar en el seminario de San Sulpicio,
hablaría del proyecto y tomaría las medidas convenientes para resolverlo. Y así lo
hizo: el seminarista acordó todo con el señor Compagnon, y le dijo que comunicase al
señor De La Salle el momento de encaminarse a París. Eso era, al parecer, lo que el
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 377

señor Compagnon deseaba, pero este hombre, tan apremiado al principio, parecía
olvidar su interés, y dejó pasar dos meses enteros sin dar noticias a quien las estaba
esperando. Con todo, queriendo mostrar extrañeza, al cabo de ese tiempo, de no ver ni
al señor De La Salle ni a sus discípulos, fue a preguntar la causa al seminarista. Éste le
dijo que su hermano no se pondría en camino mientras no le llamaran y le indicaran el
día exacto para hacerlo. Esto le correspondía hacerlo al párroco, y no al señor
Compagnon. Con todo, éste, pensando que una simple carta suya sería suficiente, y
que el señor De La Salle no tardaría en ir a París con los dos Hermanos, le escribió en
seguida. Pero el siervo de Dios, que deseaba una orden clara del señor cura párroco, y
que la esperaba, no se movió. El señor de la
<1-287>
Barmondière, conocedor del retraso del señor De La Salle, quedó edificado. Él
mismo era un partidario fervoroso de la obediencia, de la que daba, en su cargo,
admirables ejemplos, y quedó maravillado de que hubiera todavía en la tierra
personas así, que daban todos sus pasos por obediencia; mandó en seguida al señor
Baudrand, en cuyas manos iba a dejar muy pronto el cargo de párroco, que escribiera
de su parte al señor De La Salle para decirle que viniera con dos de sus Hermanos.

5. El señor De La Salle se aloja, con dos Hermanos, en la escuela


de San Sulpicio, y se da cuenta de los desórdenes existentes;
él calla y manda a sus Hermanos que callen
Recibida esta orden, el piadoso fundador tomó con dos de sus discípulos el camino
de París, para comenzar allí una escuela muy deseada, pero que debía costarle penas
de todo tipo hasta el final de su vida. Llegó, con los dos Hermanos, la víspera de la
fiesta de San Matías; muy bien recibidos por el párroco de San Sulpicio, fueron
alojados en la casa donde estaba la escuela, en la cual el señor de La Barmondière,
muy celoso por promover el trabajo manual, había montado una manufactura de lana,
con el fin de ocupar a los pobres escolares. El señor Compagnon, que residía en la
comunidad de sacerdotes que atendían la parroquia de San Sulpicio, proveyó a la
alimentación de los Hermanos y de su superior, después de haber unido a ellos a un
muchacho joven que le ayudaba a él en la escuela y el fabricante de la manufactura,
ambos alojados y alimentados en el mismo lugar.
Esta casa era una pequeña Babilonia, donde todo era desorden y confusión. Las
normas, la disciplina y el orden, tan necesarios cuando hay una multitud de escolares,
no aparecían para nada. El lugar estaba abierto desde las cinco de la mañana hasta las
diez, y desde la una hasta la cuatro de la tarde, y se entraba sin ningún orden.
Ninguna actividad tenía fijado su comienzo y su terminación. Todo se realizaba
allí al buen tuntún. La escuela comenzaba ya a una hora, ya a otra; hoy terminaba
pronto, y mañana más tarde. El catecismo se daba muy pocas veces, y nunca estaba
regulado. Los alumnos, amontonados en el patio fuera del tiempo de clase, se jugaban
378 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

dinero. De ahí provenía el libertinaje, pues bien se conoce cómo contribuye el juego a
excitar las pasiones y cuántos desórdenes arrastra. Todos los días lectivos los niños se
perdían la misa, y ni siquiera se pensaba en procurar que tuviesen posibilidad
de practicar este deber de religión, aunque el señor de La Barmondière tenía vivo
deseo de que lo hicieran. Aquella multitud tumultuosa no tenía ninguna piedad, ni
ningún comportamiento aceptable, pues estaba dirigida por personas que tampoco lo
tenían.
En cuanto el señor De La Salle entró allí, se dio cuenta del desorden, y sufrió en
secreto. Vio el mal, pero no el medio de corregirlo. Aquella casa necesitaba una
buena reforma, y para introducirla había mucho que hacer. Pero ¿cuándo trabajar?,
¿cómo y con quién? Esto era lo que le turbaba. Así, con sólo una ojeada, comprendió
las cruces que le esperaban; con todo, se calló, y ordenó a los Hermanos que se callaran
también a ejemplo suyo, y que no se mezclaran en nada, sino que se entregaran sólo a
su ministerio, cerrando los ojos sobre todo lo demás, dejando en manos de la divina
Providencia el cuidado del futuro, y el momento de poner orden en un lugar donde no
había ninguno ydonde, sin embargo, tanto se necesitaba.
Él practicó a la letra lo que había recomendado a los Hermanos. Todos parecieron
sordos, ciegos y mudos en un lugar en el que, al menos por el momento, lo mejor era
hacer la vista gorda y mantenerse en paz en medio del desorden. Con todo, después de
unos días de descanso, los dos Hermanos comenzaron a trabajar junto con el joven
maestro ayudante, que residía antes que ellos en la
<1-288>
casa, en la instrucción de la juventud; y para no hacer infructuoso su trabajo
dividieron a todos los alumnos en tres grupos, y les dieron clases adecuadas a su edad
y a su capacidad. Este primer arreglo, que no ofreció dificultad, atrajo a tantos
escolares que los dos Hermanos se vieron sobrecargados de trabajo, e incluso uno de
ellos sucumbió y se sintió tan agotado, que ya no estuvo en situación de hacer nada.
Este lugar vacío fue llenado en seguida, pues el señor De La Salle no había olvidado
una función en la que ya se había ejercitado.
El superior, que ya en Reims, en una situación parecida, sustituyó a un Hermano
que faltó, también lo reemplazó en París. Era justo que París no tuviera que envidiar a
Reims este ejemplo de humildad, y que las dos ciudades vieran con edificación a un
sacerdote, a un doctor, a un antiguo canónigo de una de las más ilustres metrópolis de
Francia, desempeñar el oficio de maestro de escuela. La presencia del señor De La
Salle sirvió para que el señor Compagnon se diera cuenta del desorden que había en
su escuela. Él no estaba en disposición de velar por sí mismo, pues no residía allí. Y
además, aun cuando hubiera residido allí, no tenía habilidad para mantener exacta
disciplina entre los alumnos, que tanto la necesitaban. Esta cualidad le era
desconocida, y aun cuando la hubiera poseído, no habría tenido temperamento para
soportar las dificultades con paciencia y ecuanimidad. De este modo, el remedio más
rápido y mejor que podía adoptar , y que lo tomó efectivamente, fue pedir al señor De
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 379

La Salle que le reemplazase y que se encargara del cuidado de la casa. Pero el humilde
superior, que leía en el corazón de quien le hacía tan conveniente propuesta un secreto
desacuerdo y la retractación que en ella se encerraba, después de haber pedido
consejo, se excusó de la manera más cristiana y modesta, e incluso renovó la
prohibición que había hecho a sus discípulos de que se mezclaran en los asuntos de
la escuela.
Sin embargo, los Hermanos comenzaban a molestarse con una situación cuyos
inconvenientes los sufrían ellos. Estaban acostumbrados a seguir unos ejercicios que
se encadenaban y se sucedían unos a otros, y se disgustaban al tener que ser
espectadores pasivos de un desorden que aumentaba su trabajo, y del cual no podían
adivinar pronto el final. Su virtud, sometida a esta prueba, sucumbía, y para
sostenerla tuvieron necesidad de los ejemplos de su superior, que veía todo sin
quejarse, y de las exhortaciones que les hacía para sostener su paciencia. Les alentaba
a que no se desanimasen por estos inicios tan espinosos, y les hacía esperar que el
tiempo trajera el orden en aquella escuela tumultuosa, y así se suavizarían sus penas y
se allanarían las primeras dificultades. Él conocía el remedio, pero no quería
adelantarse a los tiempos marcados por la divina Providencia. En espera de que esto
llegara, se contentaba con aparecer por las clases, pasar entre las filas de niños,
enseñar a los niños la doctrina cristiana, ganárselos con la mansedumbre e inspirarles
la modestia mediante su presencia y el amor al bien, por medio de sus palabras. La
semilla que arrojaba en aquellos tiernos corazones no estuvo mucho tiempo sin
germinar y sin dar esperanza de fruto, pues pronto se vio que los niños se hacían más
tratables y que cambiaban sus costumbres. El encargado de la escuela se dio cuenta de
ello, y este pequeño cambio le hizo ver lo que un gobierno sensato y unas normas
claras podían realizar en la casa.

6. El señor de La Barmondière, testigo del desorden de los alumnos,


encarga al señor De La Salle el cuidado de la escuela
Las cosas siguieron de este modo hasta comienzos de abril, cuando el párroco
visitó la escuela, acompañado de uno de sus sacerdotes, el señor Métais. Este santo
pastor, en una parroquia tan extensa y tan llena de necesidades, unía a la austeridad de
su vida la más fervorosa regularidad
<1-289>
eclesiástica, nota típica, en aquel momento, del seminario de San Sulpicio, del cual él
era uno de los principales miembros; le gustaba el orden y era muy celoso de la
observancia de la regla. Por lo mismo, se sintió molesto por la poca disciplina que
observó en la casa, y que tanto necesitaba. Comprendió en seguida que sería inútil
reunir a tantos niños, con un coste elevado, para instruirlos en la religión, enseñarles a
ganarse la vida y educarlos en el temor de Dios, mientras no contaran con una norma.
Se decía a sí mismo que la mayoría harían tal vez menos mal en casa de sus padres,
indolentes en cuanto a la educación, que en tan numerosa compañía, porque
380 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

aprenderían menos, pero no contemplarían malos ejemplos contagiosos. Este


pensamiento le llevaba a concluir que habría que cerrar totalmente esta escuela a los
escolares, o bien introducir entre ellos una exacta disciplina y lograr que reinase el
orden. Después de muchas reflexiones sobre los medios para curar aquel mal, vio que
tenía en su mano la solución en la persona del señor De La Salle. Éste poseía a la
perfección el arte de hacer funcionar bien las escuelas; Dios, que le había llamado a
fundar esta obra, le había dado el talento para ello. Se lo había comunicado a los
Hermanos y lo desempeñaban con eficacia. Se les había hecho venir a París para
participar en los beneficios que se derivaban de su trabajo. Para ver el fruto, era
suficiente dejarles a ellos solos el cuidado de la escuela. El santo párroco de San
Sulpicio se inclinó por esta solución, y pidió al señor De La Salle que se encargara de
ellas; y como se le expuso que con dos Hermanos no se podía atender a tantos
alumnos, consintió en que se hicieran venir tantos como exigiera el trabajo, y se
convino en dar por cada uno de ellos 250 libras.
El encargado de la escuela estaba presente, y no sufría poco por lo que oía. Pero su
enfado fue mayor cuando le pidieron que no se mezclara para nada en asuntos de la
escuela. Esta orden le abrió una llaga en el corazón, y la reacción recayó sobre el
señor De La Salle, y vamos a ver hasta dónde llegaron el resentimiento y la envidia
que le dominaron. El piadoso fundador, perfectamente sumiso a la orden del señor
párroco, aceptó lo que le pedían, aunque con repugnancia, pues no era difícil prever lo
que iba a costarle por parte del señor Compagnon y sus dos asociados. Además, como
estaba perfectamente al tanto de lo que exige una escuela, desesperaba de poder
arreglarla a su voluntad e imponer un orden completo mientras subsistiera la
manufactura. Se trataba de la obra del santo párroco, que era tan celoso en este punto,
que la consideraba de extrema importancia para acostumbrar a los jóvenes al trabajo y
apartarlos de la ociosidad, que es la madre de todos los vicios. Todavía no era el
momento de hablar de desmontarla, y era preferible esperar un momento mejor para
este propósito, y mientras tanto dejarlo como trabajo manual.

7. Orden y arreglos que el señor De La Salle puso en la escuela.


Envidia que siente por ello el señor Compagnon y preocupaciones
que suscita al señor De La Salle
El señor De La Salle, al verse encargado de la dirección de la casa y del cuidado de
la escuela, recurrió, como de ordinario, a la oración y a la meditación para cumplir
eficazmente el cometido que le habían encomendado. Con el propósito de poner en
ella orden en todo, adoptó todas las medidas que la prudencia puede inspirar para
conseguirlo, sin ruido y sin murmullo. Puesto que los Hermanos tenían que ser los
modelos de la regla, era justo comenzar a establecerla entre ellos; sólo su ejemplo
bastaría para introducir la reforma entre los alumnos. El primer cuidado del piadoso
fundador fue, por tanto, vivir con los Hermanos en París como lo había hecho en
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 381

Reims. No se cambió nada, sino que se realizaban los mismos ejercicios, se mantenía
la misma regularidad y el mismo espíritu de recogimiento,
<1-290>
de silencio, de retiro, de oración, de mortificación y de obediencia. Luego se dedicó a
organizar una distribución justa del tiempo para todos los ejercicios de los alumnos,
de forma que cada uno tuvo atribuido su duración fija y el momento exacto. La
primera norma fue para la entrada y la salida de la casa a una hora precisa, y cuando
esto se consiguió, se mantenía regularmente abierta y cerrada en los momentos
señalados, de modo que los niños se vieron obligados a ser puntuales y a cumplir con
su deber; pues los perezosos, que tardaban en llegar, se encontraban con la puerta
cerrada y no podían entrar; y los revoltosos, que querían tener campo libre cuando les
apetecía, se encontraban cerrados, sin poder salir. Se introdujo la práctica laudable de
ir todos los días a la santa misa, y esto se convirtió para todas las Escuelas Cristianas
en norma corriente, y constituyó un espectáculo nuevo y edificante para la ciudad de
París. Entonces se vio a centenares de niños, revoltosos por naturaleza, juguetones y
disipados por costumbre, poco piadosos y sin respeto hacia los lugares santos,
caminar de dos en dos, por orden, y cada uno en su fila, en silencio y con modestia,
seguidos y precedidos por los Hermanos, para ir a asistir al santo sacrificio de
nuestros altares con devoción y reverencia. El catecismo ya no quedó nunca en el
olvido ni descuidado; se reguló su duración, el momento y el modo de hacerlo. Este
santo ejercicio, que es la característica que distingue a las Escuelas Cristianas y
gratuitas de las escuelas de pago, pareció tan importante al padre Barré y al señor De
La Salle que los dos obligaron a sus maestros y maestras a impartirlo todos los días.
También se determinó el tiempo de aprender a leer, a escribir, a enseñar aritmética y
la ortografía, y con tanta exactitud que los niños tenían el tiempo suficiente para
aprender y no tenían lo suficiente para aburrirse.
El resto del día se dedicaba al trabajo manual, pero de manera adecuada para
santificarlo, pues a la actividad se añadía la oración. Pero no era suficiente, pues los
niños, poco disciplinados, se hacían revoltosos y luego apasionados por el juego, y no
había esperanza de lograr que estas jóvenes plantas diesen fruto, mientras quedaran
viciadas en aquel lugar. Esta pasión era un cáncer que consumía la savia de las buenas
enseñanzas y que corrompía el fondo de su corazón. Había que dedicarse a curarlo, y
a ello se entregaron el señor De La Salle y sus Hermanos. En fin, como la finalidad del
Instituto era educar en la inocencia y en el servicio de Dios a niños abandonados, sin
instrucción y sin formación, emplearon todo su celo en destruir los vicios y las malas
inclinaciones de sus almas, y en plantar en ellas la piedad, el temor y el amor de Dios.
La escuela sulpiciana comenzaba ya a tomar buena marcha cuando el enemigo del
género humano se asustó, y se apresuró a detener la carrera. La empresa le pareció
fácil, pues contaba con tres personas, tanto más interesadas en servirle bien cuanto
que sus intereses particulares coincidían con los suyos, y que sus pasiones favorecían
sus perversos planes; de los tres, dos no estaban afectados por los nuevos
reglamentos, pero el tercero los consideraba como un ultraje a su honor. Éste puso en
382 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

marcha la intriga, que tendía a hacer fallar la manufactura, que consideraba como
la palanca que ponía en movimiento el celo del señor de La Barmondière hacia la
escuela. Estaba convencido de que el santo párroco, que tan a pechos tenía el trabajo
manual, se disgustaría con las personas que no eran capaces de mantenerla, y puso
todo su esfuerzo para que triunfase su malicioso intento. Con todo, no había que
precipitar las cosas, y así hubo que esperar el momento de realizarlo con total
seguridad. Por lo mismo, esperó hábilmente,
<1-291>
y se contentó en ese intervalo de tiempo con mostrar, mediante un silencio sombrío,
lo que sentía en el alma, y sembrar con murmuraciones y quejas la preparación de su
venganza.
Vamos a ver, con este ejemplo, que la pasión es ciega, y que sobre todo la envidia
apenas da golpe que no hiera el corazón cobarde que se entrega a ella; pues si el señor
Compagnon hubiera mirado los intereses de su reputación, se hubiera dado cuenta de
que él mismo iba a recibir todas las infamias con que pretendía manchar el prestigio
del señor De La Salle. En efecto, había sido él quien tanto se había movido para
conseguir que el santo varón fuera a París con sus discípulos; él había hecho un viaje a
Reims para solicitarlo; él quien había comprometido al señor cura párroco para que
hiciera todos los trámites para llevarle allí; también quien había querido descargar
sobre él el cuidado de la escuela, y quien le había rogado, antes que el señor de La
Barmondière, que se hiciera cargo del gobierno de la casa. Nadie como él estaba más
interesado en el éxito de la escuela puesta bajo la dirección del señor De La Salle. El
crédito o el descrédito de uno tenía que recaer infaliblemente sobre el otro. Por poco
que hubiera reflexionado sobre ello, hubiera caído en la cuenta de que iba a trabajar
contra él mismo al intrigar contra el santo fundador; pero es preciso que la fe y la
razón se callen cuando domina la envidia. Este vicio pernicioso, que sólo se complace
en el mal, a menudo, incluso, a su propia costa, encontró motivo de desahogarse en el
lento ritmo de la manufactura. Los alumnos, dedicados sucesivamente a los trabajos
de la clase, a la oración, al catecismo y a la asistencia a la santa misa, no podían
dedicar tanto tiempo como antes al trabajo manual. Al encargado de la manufactura
no le salían las cuentas. La disminución del rendimiento disminuía sus ganancias.
Viendo que todas las modificaciones introducidas le perjudicaban, soportaba con
impaciencia sus pérdidas. Con todo, no quiso exasperarse desde el comienzo, ni
quejarse con demasiada fuerza por su descontento personal, pues el señor de La
Barmondière no era persona ante quien la pasión se atreviese a mostrarse a las claras;
era mejor disimular, para actuar con habilidad y hacer ver al santo cura párroco que
no había que atribuirlo a los nuevos reglamentos, sino a la disminución de la
producción. El razonamiento era ingenioso, pues hacía recaer la acusación
indirectamente en el objeto que se tenía ante la vista, y parecía seguro que el juicio del
señor de La Barmondière condenaría el proceder del señor De La Salle, y que molesto
por la disminución del trabajo, eliminaría los nuevos reglamentos y pondría las cosas
en el punto en que antes estaban.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 383

El ardid no triunfó, aparentemente, en la medida que lo deseaban sus autores, y el


señor párroco no se rindió fácilmente a los que expresaban sus quejas. Si el trabajo no
rendía tanto como antes, la escuela, en cambio, iba mucho mejor; se instruía a los
niños, su conducta parecía mucho más asequible; la ganancia, por tanto, superaba las
pérdidas, y compensaba con abundancia a éstas. Así, el santo sacerdote, que siempre
prefería el mayor bien, no prestó atención a un ligero interés económico. Lo sintieron,
pero tomaron medidas para espolearle con más fuerza. Se esperó que el cese total del
trabajo produjera, al menos, el efecto que se había esperado por la disminución, y se
pensaba que, al final, el señor de La Barmondière se resolviera a quitar el cuidado de
la casa a una persona que era incapaz de hacer funcionar la manufactura. Nada estaba
mejor urdido contra los intereses de las Escuelas Cristianas como este malicioso
ardid. Al parecer, tenía que triunfar con plena satisfacción de sus autores. Pero Dios,
que sabe hacer caer en la fosa a quienes la han cavado, y que se complace en
desbaratar los proyectos inicuos, cambió éste en contra de quienes lo habían
concebido. Era el
<1-292>
señor Rafrond, y era el promotor de la manufactura. Pensaba que si él se retiraba,
haría caer la empresa, y con ello obligaría al señor de La Barmondière a llamarle de
nuevo para ponerla en marcha. En ese punto era donde esperaban él y el señor
Compagnon, que de hecho le movía, al santo párroco para imponerle su punto de
vista, y establecer con él las condiciones, de las cuales la primera consistía en
despedir al señor De La Salle y a los Hermanos; pero los dos se engañaron, y el señor
Rafrond fue víctima de su malicia. Primero habló de retirarse, y luego se retiró, en
efecto, pero para su desgracia no encontró trabajo ni otra persona que quisiera
emplearle. La manufactura cayó sin que al señor de La Barmondière le importase. El
señor De La Salle tuvo el proyecto de restablecerla y hacerla funcionar con éxito,
pero sin que causara ningún perjuicio a la escuela; y lo hizo. Precisamente fue del
señor Rafrond, abandonado a su mala suerte, de quien se valió para poner en marcha
este proyecto. De acuerdo con el párroco, le prometió una suma de dinero al día para
que enseñara a uno de los Hermanos a tejer perfectamente y a dirigir la manufactura.
En tres semanas el discípulo aprendió lo que sabía el maestro, y ya no fue necesario el
servicio de éste; de ese modo el hombre malicioso fue el primero en pagar los gastos
de su malicia. Este Hermano, puesto al frente del taller, junto con otro que el señor De
La Salle hizo ir desde Reims, que era experto en tejidos, supo conciliar este trabajo
con el de la escuela y con los demás ejercicios. Más aún: el trabajo del telar funcionó
mejor que antes y produjeron buenos beneficios, porque los niños, menos distraídos y
más aplicados al trabajo, produjeron mucho más. La escuela y los ejercicios de piedad
tampoco tuvieron dificultades, pues el silencio y la disciplina hicieron ganar el
tiempo que antes hacían perder la disipación y la charlatanería.
384 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

CAPÍTULO VIII

El encargado de la escuela de San Sulpicio calumnia al señor


De La Salle en una reunión de damas caritativas. El señor cura
párroco, condicionado por la acusación está a punto de reenviar
a Reims a los Hermanos, pero Dios le cambió el corazón en el
momento en que el piadoso fundador se despedía de él; al final
se hace justicia. El señor Baudrand, sucesor del señor de
La Barmondière en la parroquia de San Sulpicio, funda una segunda
escuela en su parroquia, lo cual provoca un proceso promovido
por los maestros de escuela, que gana el piadoso fundador

1. La envidia levanta calumnias contra el señor De La Salle, con el fin


de que el señor de La Barmondière le despida a él y a sus Hermanos
El poco éxito de la intriga tramada por el señor Compagnon no le desanimó.
Aunque él no hubiera sido reconocido como autor de la misma, su conciencia se lo
reprochaba con vergüenza, mientras que el señor Rafrond se llevaba el castigo. Con
todo, la envidia no había sido desarmada. Una malicia profunda, de la cual sabe
servirse muy bien la envidia, encontró nuevos recursos en la calumnia. Esta forma de
atacar es odiosa y abominable, pero a falta de otra, había que servirse de ella, a menos
de resignarse a ver con tranquilidad que el gobierno de la casa estaba en manos de una
persona a la que se deseaba alejar de allí. Todo funcionaba con orden en aquella casa.
El trabajo progresaba, lo mismo que la enseñanza; incluso la piedad se introducía
insensiblemente y todo redundaba en el elogio del superior que la dirigía. Así, no
quedaba ningún resquicio por donde atacar, si no fuera por medio de imposturas. Pero
como la presencia del señor De La Salle hubiera bastado para disiparlas, el señor
Compagnon
<1-293>
quiso aprovechar una ausencia suya para dar pábulo a su mentira. Se habría podido
sembrar la calumnia de casa en casa, pero eso hubiera requerido mucho tiempo hasta
hacerlo llegar a oídos del señor cura párroco. Lo que más rápido pareció fue hacerlo
público y escoger el momento adecuado, para que divulgándose pudiera ganar buen
número de partidarios. El mejor teatro para exponerlo y hacerse escuchar fue una
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 385

reunión de damas que se celebró en casa del cura párroco; si en ella se conseguía
prevenir a las personas de bien que la formaban, era seguro que su número y prestigio
llevarían al señor de La Barmondière a ponerse de su parte, en contra del señor De La
Salle. Una ocasión tan adecuada no fue desaprovechada. El impostor se preparó a
fondo para revestir la calumnia con visos de autenticidad, y a darle todos los colores
de verdad; y supo presentarla con tanta pose y elocuencia que nadie sospechó de la
falsedad de lo expuesto, y menos aún de la envidia y el resentimiento de quien hizo el
informe.
No sabemos sobre qué asunto versó la calumnia; pero sí sabemos que produjo los
efectos que pretendía su autor. Y lo que es más extraño, también la creyó el señor de
La Barmondière, que quedó convencido de ello. Hay que reconocer que las personas
de bien son a menudo las que menos están en guardia contra la sorpresa. Como están
exentos de resentimientos, de pasiones y de envidias, ni siquiera piensan que estos
vicios mueven la lengua de aquellos cuyo corazón no ven. El santo párroco de San
Sulpicio, amigo de la sencillez, del candor, de la buena fe y de la verdad, ni siquiera se
imaginaba que estas virtudes fuesen traicionadas por una persona que gozaba de su
confianza y también de la de muchas personas de mérito. Se dejó, pues, influenciar, y
esta situación no es la primera en la que un santo llega a ser perseguidor de otro santo,
y trabaja en tejer su corona.
La calumnia tuvo tiempo para difundirse y afianzarse, y se tuvo el placer maligno,
desde los meses de julio a septiembre, de adornarla con ribetes atractivos, para
hacerla más fidedigna y bien recibida. El señor Compagnon había colmado sus
deseos, y para alcanzar un triunfo total, iba a la escuela a anunciar la noticia del
despido de los Hermanos y de su superior, y para testimoniar la alegría que sentía por
ello. Efectivamente, había conseguido inclinar al santo párroco de San Sulpicio a
dicha solución. Y para el señor De La Salle no fue difícil darse cuenta de ello. El señor
de La Barmondière, seco y frío en su trato, le insinuaba con suficiente claridad, con su
actitud helada, que se volviera, y que no esperase a la vergüenza de ser despedido.
Más aún, el señor de La Barmondière, queriendo ahorrarle este bochorno, se lo
comunicó por medio del señor Baudrand, que en aquella época era director de
conciencia del inocente perseguido. El señor vicario se tomó buen tiempo para
comunicárselo al señor De La Salle, y decirle que siendo imposible llegar a un
acuerdo con el párroco, era prudente aprovechar el tiempo de vacaciones para
regresar a Reims; y le dijo, además, que estaba dispuesto a acompañarle a ver al señor
párroco, para poderse despedir de él. El piadoso fundador, que sólo buscaba a Dios, y
se abandonaba en todo al cuidado de la Providencia, se avino a ello. No sé cuál sería la
impresión que este adiós produjo en el señor de La Barmondière, pero cuando lo
escuchó, ya no mostró tanta prisa para despedir al señor De La Salle y a sus
Hermanos. Se puso pensativo, y después de conversar con el señor Baudrand, se
mostró inseguro sobre qué decisión tomar. Por toda respuesta dijo al señor De La
Salle que ya lo pensaría. «Lo pensará todavía tres años antes que se decida por algo
—dijo el señor Baudrand al señor De La Salle al salir del despacho del cura párroco—;
386 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

por tanto, manténgase tranquilo». Y ésta fue la actitud que adoptó el señor De La
Salle. Sosegado en medio de tantas agitaciones,
<1-294>
inseguro de saber por la tarde si al día siguiente dormiría en la misma casa, buscó
descanso en los brazos de la divina Providencia, preparado para cualquier suceso.
El señor Compagnon no permanecía ocioso durante este tiempo. Su mente
trabajaba para inventar nuevos medios con que manchar el prestigio del piadoso
superior y desacreditar a los Hermanos ante el señor de La Barmondière. Espiaba
todos sus pasos, penetraba sus intenciones, vigilaba su comportamiento, y en ellos no
encontraba nada poco inocente; su pasión consideraba un pecado todo lo que hacían,
y continuamente les llevaba, sin avisarlos, ante el tribunal del señor cura párroco o
ante el de la comunidad de sacerdotes para añadir nuevas acusaciones que les llevaran
a ser condenados a marcharse. Un tejido de calumnias eran las pruebas, y servían de
testimonio contra la inocencia oprimida, y el nuevo celo que demostraba por el bien
de la escuela daba crédito a sus engaños. En efecto, una emulación maligna le hacía
muy activo, vigilante y ardoroso para sobrepasar al señor De La Salle, y parecer más
inteligente que él para dirigir bien la escuela e inspirar la piedad a los alumnos.
Al señor de La Barmondière le gustaba ver a los niños asistir a la primera misa. Así,
le agradaba verlos aparecer en la iglesia muy temprano, ante él. El tramposo señor
Compagnon, para conseguir que los alumnos aparecieran a esa hora, no escatimó ni
ruegos ni recompensas. Conseguía de ellos esta complacencia con generosidades
muy estudiadas. Para tener con que procurárselas, comprometía a personas piadosas a
que le entregaran a él sus limosnas, y que consintieran que él las repartiera entre sus
preferidos. Incluso empleaba para otro fin la limosna de pan que se hacía en el
seminario, de la cual sabía apoderarse para distribuirla en la escuela a quien él quería,
ante los ojos de los demás, con el propósito de excitar su diligencia para que
acudieran a la primera misa, dándoles a entender que tendrían que seguirle a él, y no a
los nuevos maestros llegados, si querían verse favorecidos.

2. El señor De La Salle no se defiende sino con el silencio,


y al final resplandece su inocencia, para confusión de su enemigo
El señor De La Salle se mantuvo como espectador tranquilo de la escena que se
desarrollaba contra él, y no se defendía sino por el silencio y por la paciencia. Le
hubiera resultado fácil obligar a los niños a que asistieran a la primera misa y hacer
que los llevaran a ella los Hermaanos; e incluso, sin obligarles a ello, habría
encontrado la forma de lograr que fueran voluntariamente, y con gusto. Pero eso
hubiera sido actuar con miras humanas y dejarse llevar por motivos humanos en su
proceder, lo cual era para el santo sencillamente horroroso. En vez de seguir ese
proceder, prohibió a los Hermanos que dijeran o hicieran algo singular y
extraordinario para cautivar el corazón de los niños, y para comprometerlos a que
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 387

acudieran a la primera misa. «Hay que exhortarles a que lo hagan —les dijo—, y a
que lo hagan sólo con miras de Dios y de su salvación, y nada más».
En vano el encargado de la escuela agotó toda la ciencia maligna que poseía para
difamar al siervo de Dios. Al abrir la puerta por la cual pensaba que iba a arrojarle de
la casa, él mismo se abrió la otra puerta por la que habrá de salir con vergüenza. ¿No
era justo que él mismo quedara preso en las redes que su mano había tejido, y que
verificó en su persona la verdad de que los calumniadores no prosperan sobre la
tierra? He aquí, a continuación, el sesgo que tomó el asunto.
El señor de La Barmondière, para terminar con el desacuerdo que existía entre
aquellos a quienes había confiado la dirección de la escuela, rogó al padre Janson, que
más tarde sería arzobispo, que examinara la causa, y que viera quién era el autor de las
desavenencias. El piadoso sacerdote acudió a la escuela, y no tardó en darse cuenta de
qué parte estaba la inocencia. Vio que en la casa reinaba el orden y la regla, y le
pareció que era un dato muy favorable para aquel que la gobernaba. Los niños se
aplicaban a su labor,
<1-295>
eran instruidos, tenían ocupación y eran muy disciplinados; los Hermanos eran
silenciosos, modestos y recogidos, y todo esto hablaba muy alto en favor del acusado,
y con una fuerza superior a la elocuencia humana, sostenían, sin decir nada, el buen
derecho del fundador y de los Hermanos contra su calumniador. El virtuoso
sacerdote, temiendo haberse engañado por las primeras apariencias, volvió varias
veces a la casa, y siempre quedó edificado de lo que vio. Y lo más edificante era que
ni el señor De La Salle ni los Hermanos abrían la boca para defenderse y purificarse
de las calumnias con que los habían manchado. Veía en ellos a hombres tranquilos
que abandonaban a la Providencia el cuidado de defenderlos, y que tomaban como
única defensa la norma de callarse.
El silencio, en efecto, en estas ocasiones es la señal auténtica de la perfecta virtud y
la apología completa de la inocencia. ¡Cuántas victorias se habrán tenido que ganar
sobre el amor propio para llegar a imponerse silencio y no usar recriminaciones! Es
necesario que un corazón esté previamente bien poseído por el Espíritu Santo para
que no se muestre inquieto por el juicio que se hace de su inocencia, marchitada por
acusaciones injustas. El sacerdote señor Janson quedó todavía más edificado cuando
habló con el señor De La Salle y le presionó para que se justificara y para que
rompiera su silencio sobre un enemigo declarado, que no tenía ninguna consideración
con él, y le oyó responder que como no estaba encargado de la conducta del señor
Compagnon, no la había examinado. En fin, el virtuoso sacerdote conoció cómo era
el hombre sobre el cual tenía que dar información, cuando le oyó decir que el único
favor que le pedía era que le dijese los defectos que notaba en su proceder, y que le
diera los consejos que necesitaba.
Este rasgo de humildad dio a conocer al juez comisario de qué lado estaba la
pasión, y qué clase de persona era aquella cuya virtud, puesta a prueba desde hacía
388 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

mucho tiempo, no abría la boca para quejarse del autor de las calumnias. Por ello,
no tardó en hacer justicia, informando de todo al señor de La Barmondière, y
manifestándole la estima que había concebido por un hombre que se mostraba tan
pacífico con gente que era enemiga de la paz tan a las claras, y que no quería
responder nada a las mentiras e imposturas que se decían gratuitamente contra él. El
santo cura párroco, mejor informado, volvió a los primeros sentimientos que tuvo
hacia los Hermanos y hacia su superior, y pensó en los medios de ponerle a resguardo
de las persecuciones y en estado de dirigir las escuelas sin contradicción y sin
molestias. Pero poco después dimitió del cargo de párroco en favor del señor
Baudrand, y puso en manos de éste el encargo de ejecutar el proyecto. No podía
ponerlo en mejores manos, pues el señor Baudrand, que era el director espiritual del
inocente calumniado, conocía mejor que nadie su eminente virtud. Sin embargo, para
actuar con más madurez, se tomó el tiempo necesario para ponerse al corriente de las
disensiones internas de la escuela.
Después de haber tomado posesión de la parroquia, en enero de 1689, se tomó todo
el año para examinar de cerca el proceder del señor Compagnon; y este examen le
puso al corriente de que este eclesiástico sólo era bueno para poner desorden y
molestias en una casa donde todo era orden; desde entonces pensó en el modo de
hacerle salir por la puerta más adecuada, y no tardó en encontrarla cuando falleció la
persona que estaba encargada de los monaguillos de la parroquia. Y así, por Navidad
de ese mismo año, le encargó de su formación.
El señor De La Salle, liberado ya de un enemigo tan molesto e importuno, no
mostró ninguna señal de alegría por ello; ni tampoco buscó vengarse del mal que
había recibido sino por medio de sus mejores servicios. Además se aprovechó del
tiempo de paz que se le
<1-296>
concedía para introducir en la casa todo el fervor y en la escuela toda la disciplina que
deseaba. Pues por mucho cuidado que hubiera puesto en establecer el orden, el
maestro no tenía el suficiente para introducir todas las santas prácticas que él tanto
deseaba. El tiempo era, pues, favorable ahora para ponerlas poco a poco en marcha y
hacerlas eficaces; y lo aprovechó.
Este intenso ambiente de orden y de disciplina en la escuela la llenó de alumnos.
Toda la gente acudía a ella, y muy pronto las clases quedaron pequeñas para contener
a todos. Los niños, sometidos a las normas, se hicieron más dóciles, más atentos, más
religiosos, y su cambio demostró el fruto que producen las Escuelas Cristianas si
funcionan bien. El mismo siervo de Dios estaba admirado de las bendiciones que
Dios derramaba sobre sus trabajos, y no cesaba de bendecir y dar gracias a Dios por
ello.
El nuevo párroco no quedó menos sorprendido cuando acudió a visitar la escuela.
Al ser testigo del fruto que producía, no pudo contener su alegría y sintió que su celo
se enardecía para sostenerla y crear más. Muy pronto tomó la resolución de abrir otra
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 389

escuela nueva en la calle del Bac, cerca del Puente Real. Se lo propuso al señor De La
Salle, que lo aceptó con suma alegría. Él mismo había tenido ya la idea de hacerlo,
y había hablado de ello al señor de La Barmondière, pero la propuesta no había
prosperado. Esta escuela se abrió a comienzos de 1690, con total satisfacción del
señor Baudrand, que muy pronto vio que se llenaba de los frutos que esperaba.

3. Nueva persecución promovida por los maestros de escuelas menores,


de la que sale victorioso
El señor De La Salle pensaba que había llegado la paz, y que sería duradera, pues
no preveía nada que pudiera turbarla, y se prometía poder disfrutar su dulzura y
aprovecharla para el bien de su obra. Pero se equivocaba, pues no sabía en qué
medida su Instituto alarmaba al infierno, y cómo el Príncipe de este mundo le estaba
preparando diversos embates. Se puede decir, en efecto, que la antigua serpiente, tan
hábil para realizar el mal y tan dispuesta a asestar golpes mortales a las empresas que
buscan la gloria de Dios, había agotado toda la profundidad de su maligna ciencia
contra su obra.
Él había provocado las disensiones domésticas en la casa de la escuela, y apenas
se habían apaciguado, cuando tenía preparadas otras desde fuera. En los días transcurridos,
el siervo de Dios había soportado una guerra desde dentro; en los días venideros había
otra que venía de fuera; intus timores, foris pugnae. Ya vimos que el anterior párroco
de San Sulpicio se puso de parte de sus enemigos y los apoyó; vamos a ver al nuevo
atacarle con más peligro y energía; y todos estos comienzos de dificultades no son
más que el preludio de otras mayores y ensayo de una persecución que iba a durar
toda su vida.
La envidia acababa de hacer sentir al siervo de Dios los pinchazos de una lengua
afilada como dientes de serpiente; y ahora es el interés lo que arma a la comunidad de
maestros de escuela de París en contra de las suyas. Estos mercenarios, que sólo viven
de su empleo y que encuentran su pan en en los rasgos de su pluma, asustados por los
frutos y por el progreso de las Escuelas Cristianas y gratuitas, se imaginaban ver la
ruina de sus escuelas en la apertura de éstas. Los maestros más cercanos a estas
nuevas escuelas comenzaron a sentir la mengua de sus ganancias, y no pudieron ver
sin enojo que las de los Hermanos se llenaban con sus propios alumnos. Su
imaginación, acalorada e irritada, les predecía que muy pronto se quedarían ellos
solos en sus casas, y que sentirían la vergüenza de ver sus escuelas vacías,
<1-297>
mientras no se cerraran las de los Hermanos. ¡Qué amargura suponía el verse
suplantados por unos advenedizos, que iban a obligar, a ellos y a sus familias, a
terminar en el asilo, porque hacían, de un oficio lucrativo, una obra de caridad!
¿Había que permitir, se decían, que se establecieran sobre sus propias ruinas unos
maestros que llegaban con el nombre de Hermanos para destruirlos? ¿No era infalible
390 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

que las escuelas gratuitas iban a dejar desiertas a las que cobran la enseñanza, y que
los padres que sólo lamentan tener que pagar por la educación de sus hijos los iban a
llevar, a montones, a los maestros que trabajaban sólo por caridad? Estas vanas
razones aglutinaron a todos los maestros de París, y sin examinar la falsedad del
raciocinio, siguieron la impresión que surgía de sus pasiones. Si hubieran querido
calmarse y consultar sin prejuicios los fines de las escuelas gratuitas, se hubieran
enterado de que están abiertas sólo para los pobres y para los que no tienen medios de
comprar la instrucción: los que no son capaces de enriquecer a sus maestros,
permanecen siempre en el abandono, y nunca tienen prisa para entrar en la escuela.
Personas que venden sus servicios, al no tener ningún provecho que esperar de gente
que no tiene nada que dar, están más predispuestas a echarlos de su casa que a
llamarlos a ella. ¿Qué perjuicio podían recibir los antiguos maestros con la llegada de
los nuevos, que sólo abren sus escuelas de favor a una juventud a quien le falta a
menudo el pan, tanto como la instrucción? ¿No deberían, más bien, apoyar a quienes
se encargaban de un tropel de niños a los que el mundo llama chusma?
Pero los ricos se mezclan con los pobres, decían, y van a buscar en las escuelas de
caridad, con perjuicio para nosotros, una instrucción gratuita. He ahí la única
objeción razonable que los primeros maestros podían hacer a los últimos; pero la
refutación resulta fácil. Se puede decir que es declararse pobre cuando se envía a los
hijos a escuelas que sólo están abiertas a los pobres. Si los más pobres sienten mucha
dificultad en parecerlo, ¿cómo aceptarían los ricos la vergüenza de parecer pobres?
¿No se sabe cómo se rebela el orgullo contra todo lo que parece miseria? No parece
probable que las personas que tienen medios para hacer instruir a sus hijos vayan a
mendigar esta ayuda a escuelas de caridad.
Sea como fuere, sucede a menudo que gentes que parece que llevan vida cómoda,
no la llevan así. Los maestros de escuela no han ido a mirar en la bolsa de aquellos
cuyos hijos van a la escuela de los Hermanos. ¿Cuántos niños hay que asisten a la
escuela de los Hermanos, a quienes habría que darles pan, en vez de pedirles dinero?
Después de todo, nada en el mundo está al abrigo de todos los inconvenientes. Si
algunos padres acomodados envían a sus hijos a la escuela de los Hermanos, lo hacen
a expensas de su amor propio. El abuso se introduce por todas partes, y en ningún sitio
se le puede cerrar la puerta. Ciertamente no correspondía a los Hermanos comprobar
la pobreza de sus alumnos. Se reconoce a todos, públicamente, su propia confesión
desde el momento en que solicitan la entrada en sus escuelas. Esta confesión propia es
notoria, y por lo mismo no se puede rechazar esta confesión de pobreza.
En fin, algunos niños de padres acomodados encuentran lugar entre los hijos de los
pobres en las Escuelas Cristianas, y el inconveniente es pequeño, en comparación con
el de una juventud abandonada a la ignorancia y a la mala educación, que es horroroso
y desolador. Por otro lado, los mismos maestros forman parte del público, que tiene
un interés inmenso en el establecimiento de las Escuelas Cristianas y gratuitas. Y la
multiplicación de éstas es de gran importancia, tanto para la Iglesia como para el
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 391

Estado, y para procurarlo, quienes son miembros de ellos no deben mirar la pérdida
de un interés reducido, aun cuando fuera verdad que lo tendrían que sufrir.
<1-298>
Los maestros de París se dejaron llevar de una falsa alarma por la apertura de las
Escuelas Cristianas, por no haber considerado lo suficiente que se llenaban con una
multitud de niños que para ellos eran una molestia, y sin posibilidad de pagarles sus
servicios. Se consideraron ya arruinados, y ya veían a sus familias condenadas a la
mendicidad si no se apresuraban a conseguir que arrojasen de la ciudad a aquellos
hombres caritativos, que no ponían precio a sus lecciones. Además, fueron incitados
por el encargado de las escuelas sulpicianas, de quien ya hemos hablado, que al no
haber conseguido con la calumnia y con sus manejos secretos arrojar al señor De La
Salle y a los Hermanos de un lugar al que él mismo les había llamado, se propuso
servirse de la ayuda de los maestros de escuela, a quienes manipuló y puso en acción.
Éstos, sin perder tiempo, recurrieron a la vez a las vías de hecho y de derecho. Para
comenzar hicieron confiscar todo en la escuela; luego, uniendo a los Hermanos y a su
superior, promovieron contra ellos un proceso, con el pretexto de que atentaban a sus
privilegios, y que se arrogaban, sin ningún título, el derecho a ejercer sus funciones.
Los primeros pasos se dieron ante el escolano de la catedral, que dictó sentencia a su
favor, en contra de las Escuelas Cristianas y gratuitas.
Este incidente pareció desconcertar los planes del señor De La Salle, y asfixiaba su
obra nada más nacer, pues el horror que él tenía a los procesos, le ataba las manos, y
hubiera abandonado todo si hubiera podido hacerlo sin traicionar la causa de Dios.
No podía decidirse a pleitear, y dudaba si no debería antes ceder sin más a las
demandas de sus adversarios. Con todo, se le hizo ver que su causa era la de los
pobres y la del público, que sólo se trataba de los intereses de éstos, y no de los suyos
propios; y que después de haberse encargado de la instrucción de la juventud
ignorante y miserable, no podía, por comodidad o por pusilanimidad, dejarla en su
primera ignorancia y presa de su mala educación; que la misma caridad que le había
impulsado a despojarse de todo para ponerse al frente de una Sociedad de Hermanos
dedicada a la instrucción cristiana y gratuita de los hijos del pueblo pobre e indigente,
quedaría lesionada si dejaba su causa indefensa, y que ella le exigía asumir en favor
de ellos el oficio de abogado, como había hecho el de maestro de escuela; que debería
haber previsto que los maestros interesados no verían sin envidia que las escuelas
gratuitas se alzaban ante sus ojos, sin gritar y sin tocar a rebato; que, si lo había
previsto, no podía esperar que bajaran sus armas e intentaran reconciliarse con
personas a las que miraban como rivales; que, después de todo, un proceso injusto es
una cruz, y que un hombre que tantas había soportado no debía rechazar esta otra que
permitía la Providencia. Finalmente, su director se lo planteó como punto de
conciencia y como un deber, por el cual debía sostener su causa y la causa de Dios y
de los pobres. Él se sometió, persuadido de cuál era la voluntad de Dios, afrontó el
proceso y lo llevó con tanto vigor que en poco tiempo se terminó, y la sentencia le fue
favorable. También es cierto que la gente estaba a su favor. El bien de las Escuelas
392 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Cristianas y gratuitas les afectaba a ellos, y él estaba afrontando el proceso en favor de


ellos. Todo el mundo sabía que si los pobres se quedaban solos, perderían un proceso
que les afectaba. Estaba claro que la envidia y la avaricia movían a los enemigos de
los Hermanos, y que el hecho de cerrar sus escuelas hubiera significado que esas dos
injustas pasiones triunfaban sobre los intereses de la religión y de la caridad.
Me olvidaba de decir que el señor De La Salle debió esta victoria a la oración y a la
intercesión de la Santísima Virgen, pues para interesar en su causa a la santa Madre de
Dios, condujo a los Hermanos en peregrinación a Nuestra Señora de las Virtudes,
lugar de devoción muy frecuentado, situado a unas dos leguas de París; celebró
<1-299>
allí la santa Misa y en ella comulgaron todos. Pero ¿cómo se realizó esa
peregrinación? Casi toda la mañana se dedicó a la oración. Salieron de este piadoso
lugar después de haber pasado allí tres horas, y el día terminó como había comenzado,
en silencio, en oración y en recogimiento. Entre los Hermanos se distribuyó un pan, y
fue el único alivio que tuvieron en aquella jornada tan fatigosa. En cuanto al superior,
él volvió en ayunas, y sólo tomó algo al anochecer.

4. El señor De La Salle sufre otra persecución


a causa del hábito de los Hermanos
El señor De La Salle, al terminar el espinoso asunto del pleito, tuvo que afrontar
otra situación, que sería el primer anillo de una larga cadena de cruces que tuvo que
soportar en la parroquia de San Sulpicio. Enemigos opuestos a su obra habían
intentado procesarle, y apenas concluyó el pleito a favor suyo, cuando los amigos
protectores le enfrentan a otro. En el primero, llamado ante un tribunal en el que los
jueces no estaban de su parte, fue escuchado, se aceptaron sus razones y ganó.
Llamado ahora a este segundo tribunal, favorable a su persona pero contrario a su
espíritu y a sus prácticas, encuentra en el juez a la parte que condena a sus Hermanos a
cambiar el hábito. El piadoso fundador, que contaba con luces y gracia para el
gobierno de su comunidad, y que los brillantes hombres que le atacaban no habían
recibido de Dios, previó las consecuencias de ese cambio y se opuso a él. Por muy
respetuosa que fuera con él la autoridad de quien daba la sentencia, consideró que era
de suma importancia apelar contra ella, y sostener su apelación con razones
convincentes. Todos los que tuvieron conocimiento de la naturaleza de su causa
aprobaron la fuerza de sus razones y sostuvieron su actitud; pero tuvo que soportar la
pena de su victoria porque se suspendieron algunas ayudas económicas y porque le
atribuyeron los odiosos calificativos de obstinado y testarudo.
Hay que decirlo todo: la persona que estaba por encima de él era un hombre de
mucho renombre en París y de gran prestigio. El hábito de los Hermanos era en aquel
tiempo tan singular que les atraía las burlas del populacho y el rechazo de las gentes
del mundo, y eso le desagradaba a él. Temía que ese desprecio hacia sus personas
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 393

recayese sobre su ministerio. Su celo por las Escuelas Cristianas y gratuitas, cuya
parroquia recibía en París los primeros frutos, le inducía a no exponer al desprecio a
aquellos que lo producían, a causa de una forma de vestimenta excepcional, que no
gustaba a nadie. Esta ilustre persona, que tenía tanto mérito como fama, pensaba,
como otros muchos, que el señor De La Salle no debía mantenerse tan firme en lo
referente a un cambio en lo externo que no debería afectar en nada a lo interno; y ya
que el hábito no hace al monje, no tenía por qué apegarse a éste, que sólo atraía las
miradas a causa de su novedad y para hacer reír y poner en ridículo a los que lo
llevaban.
El señor Baudrand, que era el cura en cuya parroquia estaban las Escuelas
Cristianas, en cuanto su bienhechor y protector, y como director espiritual del siervo
de Dios, creía tener derecho para hacer este cambio y exigir al señor De La Salle esta
sumisión y esta benevolencia. El hábito que él deseaba para los Hermanos era el
manteo largo y el hábito eclesiástico. Si sobre este segundo punto era el único que lo
sostenía, en lo referente al primero, que era el cambio de hábito, la gente pensaba
como él. Pero el público ignoraba las fuertes razones que habían llevado al señor De
La Salle a dar al hábito de los Hermanos la forma que tiene. Son tan sólidas que se
ganan la aprobación de quienes las leen.
Como tenía que esperar que el señor Baudrand, que sólo buscaba el bien, que
apreciaba al señor De La Salle y que tenía mucho celo por su obra, se aviniera a
razones, el
<1-300>
siervo de Dios tomó una vez más la pluma para desvelar los motivos que le habían
determinado a dar a los Hermanos el hábito que tienen y elaborar una memoria sobre
esta cuestión. Este escrito es tan claro y tan sólido, que la persona a quien se lo mostró
y a quien había pedido consejo le sugirió que se mantuviese firme. Es verdad que el
señor De La Salle no ha dado el nombre de la persona a quien consultó, y que se
contentó con decir que era persona muy prudente. Pero con este honroso calificativo
ha querido designar al célebre superior del seminario de San Sulpicio, el señor
Tronson, cuya prudencia era bien conocida en toda Francia, y porque era a él a quien
recurría en todas las grandes dificultades, como a una fuente de luz y a una persona
que tenía fama de ser uno de los oráculos del clero de Francia. Por otro lado, el señor
De La Salle había sido alumno suyo, y había tenido la suerte, durante el tiempo en que
estuvo en el seminario de San Sulpicio, de haber estado bajo la dirección de este santo
superior, que a un sólido fondo de ciencia e inteligencia unía una humildad y una
virtud excepcionales; era natural, pues, que pidiera sus consejos. Siempre los recibió,
en efecto, mientra vivió el señor Tronson; y sin reparar en la caminata iba a menudo a
consultar a esta ilustre persona al seminario de Issy, donde tenía entonces su
residencia. Y si no podía contar con el consejo de un hombre tan preclaro, iba a
pedírselo al señor Baüyn, director del seminario de San Sulpicio, cuya santidad era
patente a cuantos se aproximaban a él.
394 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

De ese modo, pues, el piadoso fundador, que sólo tenía como norma de conducta la
obediencia, en sus dudas iba a buscar en los mayores siervos de Dios la manifestación
de la voluntad divina para con él, y una vez que se la habían manifestado, permanecía
inquebrantable. Pues su máxima era no escuchar ninguna otra voz sino la de aquel a
quien había consultado con espíritu de fe, y a quien había considerado como órgano
de la voz de Dios.
Su pena, en esta ocasión, fue tener que contradecir al que era su superior, tanto
como párroco como por ser su director de conciencia y el protector de su obra. Esta
aparente falta de sumisión no dejó de ser tildada de obstinación y de testarudez. El
hombre de Dios fue señalado como persona llena de sus ideas, que jamás sabía ceder,
y que en todo quería tener razón. Se le dijeron y se le hicieron amargos reproches,
pero, por suerte, tenía como garantes de su parecer a las prudentes personas a las que
había consultado. Por lo demás, antes de que el señor Baudrand se opusiera al siervo
de Dios, no tenía por qué atenerse a su confianza, puesto que su parecer ya no le servía
de norma, desde el momento en que consideraba el punto en cuestión como asunto
que no entraba en la competencia del tribunal de la penitencia y de la dirección
espiritual.
Añadamos que hacía ya varios años que la forma del hábito de los Hermanos se
había regulado; si no se comenzaba entonces a aprobarla, al menos la gente se
acostumbraba a verlo. Por eso, no se habría podido cambiar entonces sin dar otro
motivo para hablar. Además, no era conveniente volver sobre ese asunto y
recomenzar a discutir sobre el hábito, pues sería un procedimiento que nunca tendría
fin, ya que cualquier párroco que tuviera las escuelas, y cuantos las establecieran, se
sentirían legitimados para proponer cambios sobre el hábito y sobre la regla de los
Hermanos.
Como conclusión, digamos que en todas las dificultades que le plantearon
sucesivamente al señor De La Salle las dos eminentes personas de las que se ha
hablado, el piadoso fundador sólo actuó con el parecer de las personas más prudentes,
a las que había consultado. Respecto del señor de La Barmondière, no hizo nada sino
con el consejo del señor Baudrand; y respecto del señor Baudrand, no actuó en nada
sino con los sabios consejos del señor Tronson. Sin esta consulta, no habría dado ni
un paso, y no habría hecho nada
<301>
por sí mismo. Ése es el testimonio que ha dejado de sí mismo el virtuoso superior de
los Hermanos en la memoria que dejó escrita de su mano.
Mientras se veía crucificado fuera del Instituto, no lo era menos en el interior, a
causa de los dos Hermanos a quienes había llevado consigo desde Reims a París, a los
cuales había elegido para que fueran como sus dos brazos en las fundaciones que
preveía realizar en la capital del reino. Su elección parecía que no podía ser más
juiciosa, pues estos dos jóvenes habían recibido de Dios excelentes talentos para
desempeñar su vocación. Al comienzo, el señor De La Salle no tuvo motivo de
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 395

arrepentirse de la preferencia que había hecho sobre los demás para esta empresa,
pues trabajaron con celo y llegaron a ser los compañeros de sus desvelos. Fueron
testigos de su paciencia, de su humildad, de su silencio y de su moderación en las
calumnias y en las contradicciones, y pareció que ellos mismos imitaban sus
ejemplos. Como estaban asociados a sus penas y a sus sufrimientos, también
compartieron con él su cáliz. ¡Pero cómo es la fragilidad humana! Estos dos hijos, tan
unidos a él, y en apariencia tan semejantes a su padre y tan dignos de él, al cabo de dos
años se levantaron contra su autoridad y se convirtieron en sus perseguidores
domésticos. El espíritu maligno, que conoce la debilidad del corazón humano, veía en
ellos un fondo de secreta ambición, y de ese fino orgullo que gusta del primer lugar
y que piensa que no se hace justicia a sus méritos cuando no se le concede el
reconocimiento. Como la envidia es el resorte ordinario que mueve la presunción y la
desenmascara, también fue por medio de ella como Satanás atacó a los dos Hermanos
y llevó el desorden a sus almas. ¡Qué sorpresa la del siervo de Dios al ver a sus dos
confidentes convertirse en dos tejedores de sus penas y de la turbación interior de la
casa cuando puso a un tercero por encima de ellos! Ya hemos dicho que el orden que
reinaba en las escuelas había multiplicado los alumnos, y como dos Hermanos no
podían hacer frente a tan alto número, el señor De La Salle mandó venir a otros dos
desde Reims, para compartir el trabajo y para ayudar a los anteriores a recoger la
mies. Uno de los dos últimos llegados, con parecido talento para dar clase como los
dos primeros, les ganaba en piedad, y a él le puso el piadoso fundador al frente de
todos.
El orgullo secreto oculto en el corazón de los primeros se manifestó en esta
ocasión. Su amor propio recibió una profunda herida al verse por debajo del recién
llegado, en un lugar donde habían sido los primeros en trabajar, y con evidente éxito,
y donde habían compartido con su padre las humillaciones y las penas. La envidia,
que se ofende con la preferencia que se da a los demás, y que mira su mérito como
injuria personal, les amargó contra su superior y los llevó a la rebelión. El primero de
los dos, después de haber puesto a prueba durante algún tiempo la virtud de su padre,
salió de la casa, y le dejó una profunda herida en el alma. El señor De La Salle, que le
quería mucho por numerosos motivos, lloró su salida, como el padre de familia lloró a
su hijo pródigo. Este Hermano, de gran mérito, y que hubiera sido perfecto si a las
hermosas virtudes del cuerpo y del espíritu, a los dones de la gracia y a las cualidades,
hubiera sabido unir la humildad, era muy necesario para una comunidad naciente. Ya
se sabe que cuando el rebaño es pequeño, la pérdida de una sola oveja es muy sentida
por el pastor; y el dolor es mucho mayor cuando la oveja que se pierde es de gran
valor. Por eso el virtuoso fundador quedó en extremo afligido del daño ocasionado y
de la salida de este Hermano. Además del escándalo que dio a los demás Hermanos,
la pérdida no podía llegar en circunstancias más lastimosas en relación con la nueva
fundación de París. Ningún maestro
<1-302>
396 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

era más adecuado que él para una escuela tan importante. Era corpulento y de buena
presencia, buen calígrafo, hábil en el trato con los jóvenes, celoso por su instrucción
personal, piadoso e irreprensible en su comportamiento. Hoy hubiera sido incluido en
la lista de los Hermanos más fervorosos si hubiera sabido dominar su orgullo.
El segundo hubiera sido totalmente semejante al primero si su soberbia no le
hubiera empujado más lejos. Si no salió de inmediato de la Sociedad, hizo pagar caro
a su paciente superior la estancia de dos o tres años que aún mantuvo. Y parece que no
se quedó sino para convertirse en su tormento, ya que el demonio le retuvo para
someter a las más rudas pruebas la virtud del santo fundador. Esta audaz e insolente
persona, después de haber causado mil clases de penas a su buen padre, llevó su
insolencia e impiedad hasta levantar su mano sacrílega y violenta contra él, y pegarle.
El demonio, diría yo, a quien había dado tanto dominio sobre su alma, no le dejaba
salir de la comunidad hasta que se manchara con tan grave pecado. Cuando lo
cometió, le abrió las puertas, y salió en 1692. ¡Qué buenos servicios habría seguido
produciendo este desgraciado en las Escuelas Cristianas, para las que Dios le había
dado múltiples talentos, si no hubiera dejado entrar en su corazón el espíritu de
soberbia! Pero ¿para qué sirven los dones y los talentos si no es para llevar a su
perdición al corazón que no es humilde?
La salida del primero, que fue la más precipitada, dejó en las escuelas de París un
lugar vacío, que era absolutamente necesario llenar. Al parecer, Reims no podía
proporcionar a París un maestro de un nivel similar al de quien acababa de desertar; o
habría sido necesario hacer una acomodación de personal demasiado grande en las
escuelas de Laón, Guisa y Rethel, para encontrar entre ellos uno con aptitudes
apropiadas para ocupar el lugar vacío de París. Sea como fuere, el caso es que durante
varios meses el puesto del desertor hubiera quedado vacío si no lo hubiera ocupado el
señor De La Salle. Era en todo el suplemento de los Hermanos, y se mostró encantado
de manifestar con su ejemplo cómo estimaba y honraba sus funciones de maestro, y
consideraba un placer, un honor y un deber ejercerlas cuando faltaba alguno.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 397

CAPÍTULO IX

El señor De La Salle cae gravemente enfermo, pero se cura;


hace un viaje a Reims y a su regreso encuentra que el Hermano
l’Heureux ha fallecido; impresiones que esta muerte produce en él;
disposiciones que le inspira para su comunidad

La virtud del señor De La Salle, purificada con tantas cruces de diversos tipos, fue
sometida a una nueva prueba hacia finales de 1690. Cayó enfermo y creyó que moría,
lo cual fue para él motivo de practicar las más heroicas virtudes. El comienzo de la
enfermedad fue el agotamiento de sus fuerzas, y su poca atención por el mal lo hizo
tan violento que se temió por su vida. Esta debilidad con que comenzó la enfermedad
tuvo su origen en la extraordinaria severidad que usaba con su cuerpo.
A poco que se recuerde lo que ya se ha dicho de sus vigilias, de sus ayunos, de sus
fatigas en los viajes, que siempre hacía a
<1-303>
pie, de sus crueles y frecuentes disciplinas, de la alimentación pobre y descuidada a la
que se había acostumbrado con tantos esfuerzos, de su costumbre de acostarse a
menudo vestido, o sobre una puerta, o sobre una plancha de madera, o sencillamente
en el suelo; de su uso casi continuo de cilicios, de fajas con pinchos y de cadenillas de
hierro, reforzadas con puntas, y de su continua aplicación a mortificar sus sentidos,
sólo extrañará que no hubiera sucumbido antes a tantas austeridades, y que la
enfermedad respetara tanto tiempo su cuerpo destrozado por la penitencia. Pero al fin
llegó, y alarmó a los Hermanos, que temieron por su vida.
Este nuevo Job debía todavía a sus hijos los ejemplos de virtud en la enfermedad,
pues todavía no se los había dado, y tal vez el demonio se podía felicitar porque el
señor De La Salle no mereciera ser colocado aún entre los perfectos, ya que no había
soportado la prueba de la enfermedad. En efecto, en el pensamiento de este espíritu,
superior a cualquier otro en malicia, y que conoce a fondo el corazón humano y los
puntos débiles por donde puede atacar con éxito, la enfermedad, entre todos los tipos
de combates, es el que más le cuesta al hombre, amigo de la carne, salir victorioso.
Esta tentación forja las almas en el más recio temple. El hombre no estima nada
tanto como su cuerpo, que es la mitad de sí mismo. Sin tener una virtud eminente,
puede, con cierta indiferencia, verse privado de las riquezas, de los hijos o de todo lo
que más quiere fuera de sí mismo; y Job, este hombre tan perfecto, de quien el mismo
Dios hace el elogio, en el pensamiento del tentador no debía ser digno de las
398 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

alabanzas que Dios le daba, sino después de la prueba de la enfermedad. Por muy
perfecto que fuera Job, el espíritu maligno se prometía que su corazón, inquebrantable
ante todas las demás tentaciones, podría sucumbir a ésta.
Hay que reconocer que una enfermedad grave no podía llegarle al piadoso
fundador en situación más crítica para su virtud, pues venía a ser como una especie de
crisis para su comunidad, la cual, casi con seguridad, si él hubiera fallecido, hubiera
quedado sepultada con él en la misma tumba.
El siervo de Dios había, al fin, comenzado en París el establecimiento que el
reverendo padre Barré tanto había deseado. Para fundarlo, ya había soportado raras
dificultades. Las escuelas florecían en medio de espinas, prosperaban en medio de
cruces e inspiraban preciosas esperanzas para el futuro. El éxito de esta obra, según el
proceder ordinario de la Providencia, parecía ligado a su vida, y su muerte la hubiera
arruinado. Ése era el doble sacrificio que Dios le pedía al ponerle al borde de la
muerte, y esto acontece para que tuviera ocasión de hacerlos con todo el mérito.

1. Viaja a pie desde París a Reims, donde cae enfermo


Una persona menos despreocupada de su salud que el señor De La Salle hubiera
podido preverlo y prevenirlo, pues el agotamiento de sus fuerzas le anunciaba con
claridad que su complexión se alteraba, y que no podía ya llevar el pesado yugo de los
trabajos y austeridades bajo el cual gemía desde hacía tiempo. Si hubiese suavizado
este pesado fardo y hubiese tomado descanso y una alimentación más sustanciosa,
sus fuerzas se habrían restablecido y su salud no habría sucumbido. Pero ya se sabe
que los santos nunca tienen piedad de su cuerpo. A su parecer, nunca son demasiado
severos con él, y lejos de arrepentirse por haberle tratado con rigor, se acusan de
haberlo cuidado demasiado y haber escuchado excesivamente sus quejas. Si esta
santa dureza es una falta, hay que reconocer que aquel cuya historia escribimos es tan
culpable de ello como cualquier otro, y que no admite excusa en esta situación; pues
en vez de hacer caso a los secretos gemidos de una carne que se quejaba de su
debilidad y de la alteración de la salud, el señor De La Salle añadió a sus
<1-304>
austeridades habituales un viaje, a pie, desde París a Reims, a donde le llamaban
algunos asuntos del Instituto. La enfermedad que le esperaba allí no tardó en
manifestarse. Sin duda ya sintió los síntomas durante el viaje, pero su ánimo le sostuvo
hasta que llegó. Después de haber atendido con rapidez los asuntos que le habían
llevado a Reims, ya pensaba en regresar a París. Él quería vencer el mal, pero era
demasiado serio para poderlo disimular mucho tiempo. Tuvo que ceder a la violencia
del mal y tuvo que acostarse. Esta circunstancia, en un hombre que nunca se
escuchaba a sí mismo, dio a conocer el peligro de la enfermedad y el justo temor a las
posibles consecuencias.
¡Cuál fue el terror del pequeño rebaño a vista de su pastor enfermo! ¡Cuál fue la
alarma de los hijos al ver a un padre tan necesario a la familia acostado en un lecho
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 399

que sólo auguraba cosas tristes! Es una situación fácil de imaginar. Las lágrimas de
alegría que, con su regreso, habían brotado en sus ojos, pronto se tornaron lágrimas de
tristeza, y lamentaban el consuelo que sentían por verlo en Reims. Hubieran preferido
que estuviese en París, pero con buena salud.
Sin embargo, en medio de la consternación, el ejemplo de su constancia, de su paz
y de su serenidad les daba seguridad, y creían leer en su rostro que la enfermedad no
se rendiría a la muerte; que debían calmarse y que el mejor remedio que podían
ofrecerle era el de una oración continua por su salud. Así pues, cada uno se esforzó
por hacer violencia al cielo, y conjurarle a que devolviera a los discípulos un maestro
tan necesario y a sus hijos un padre tan querido. Con todo, los otros remedios
tampoco se descuidaron, y además eran sencillos, pues se trataba de devolver las
fuerzas a un cuerpo agotado, con un poco de reposo y mejor alimentación. La
dificultad estaba en encontrar todo eso en una casa donde todo faltaba. Es verdad que
en Reims había una familia opulenta, con muchas posibilidades para proporcionar los
remedios necesarios; pero él la había olvidado, y él estaba aún más olvidado en ella.
Sus parientes habían cortado con él radicalmente, desde que se había unido en
sociedad de vida con maestros de escuela; y sobre todo desde que se despojó de todo
su patrimonio en favor de los pobres, y de su canonjía en favor de otro que no era su
hermano. Se puede decir, además, que desde que se había vestido como los
Hermanos, se había convertido en la cruz de sus parientes, como ellos habían
constituido la suya. Por tanto, por esa parte, no se podía esperar ninguna ayuda. Su
único recurso era la Providencia, y ella nunca le faltaba; sus hijos pudieron atender
sus necesidades con todo tipo de cuidados y con ternura, y la bondad divina les
proporcionó todos las ayudas que necesitaba la salud de su padre para restablecerse.
Pero un hombre que se consideraba como un extraño en su tierra, se molestaba por el
cúmulo de atenciones y sólo buscaba el modo de evitarlas. Todos los alivios que se
procuraban a su cuerpo parecían ofender su fervor; le sobrepasaban, y si no podía
dispensarse de ellos, los usaba con una sobriedad molesta para los sentidos, y de
manera tal que la carne no pudiese quedar contenta.

2. No permite que su abuela le vea en su habitación;


se levanta y recibe su visita en el locutorio
Al comienzo de su enfermedad dio un ejemplo singular de regularidad. Su abuela,
que aún vivía, le tenía especial cariño. La buena señora, alarmada por la noticia de su
enfermedad, acudió a la casa de los Hermanos, y se dirigió hacia su pobre habitación
para verle. Ella pensaba que su condición de mujer no podía ser obstáculo para
detenerla a la puerta de su nieto, y que el título de madre le concedía un derecho que
justamente podría ser negado a las demás personas de su sexo. Por otro lado, como la
comunidad de los Hermanos no era todavía una comunidad regular,
<1-305>
400 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

no tenía ningún privilegio de clausura ni ningún carácter que excluyera absolutamente


a las mujeres. Y si hubiera sido adecuado negarle la entrada, no parecía justo que se le
prohibiera a una abuela.
dddddd Entonces, el enfermo, con grandes esfuerzos y juntando las pocas fuerzas
que le quedaban, se levantó de la cama, se vistió y bajó para recibir la visita. La buena
señora, muy sorprendida, pareció como ofendida por no haber encontrado en su nieto
ningún privilegio sobre las demás mujeres. Tuvo dificultad para aguantar una
negativa que chocaba con su condición de madre. El señor De La Salle tuvo que
aceptar algunos reproches de su parte.
«¿Qué inconveniente hay —dijo ella— en que una madre entre en la habitación de
su hijo? ¿No ha recibido ese derecho de la naturaleza? ¿Qué mala consecuencia puede
derivarse de esa visita? ¿No es falta de gratitud hacia mí, cuando yo misma he venido
a manifestarte mi cariño? ¿Deberé atribuir tu comportamiento a indiferencia o
dureza? Este ejemplo de regularidad, ¿no es irregular en sí mismo? Y en todo caso,
¿no debe ser considerado como un escrúpulo?»
El siervo de Dios, para justificar su proceder, se refirió a la prohibición que había
dado de introducir mujeres en la casa, y que era necesario que él avalara esta regla con
su ejemplo.
«En realidad, dijo, no hay inconveniente en que venga a verme enfermo en mi
lecho; pero era un valioso ejemplo que no nos permitiéramos, ni a usted ni mí, esta
libertad. En el futuro, ningún Hermano verá mal que la puerta de su habitación esté
cerrada para las mujeres, y que se prohíba la entrada en ella incluso a sus familiares
cercanos, cuando sepa que mi abuela tampoco tuvo el privilegio de verme enfermo,
sino en el recibidor». Luego el siervo de Dios intentó esconder su mal a la buena
señora, y conversó con ella tal como hubiera hecho con buena salud.

3. Regresa a París y vuelve a caer enfermo, a punto de muerte;


sin embargo, sana, y consagra su salud a Dios con nuevo fervor
Apenas creyó que estaba algo aliviado, pensó volver a París. La estancia en una
ciudad que ya no tenía desprecios que ofrecerle le aburría. El deseo de alejarse de la
ciudad de su nacimiento y del seno de su familia, la impaciencia por volver a tomar su
ritmo de vida y dar curso libre a sus austeridades, le impelían a abandonar Reims. La
dejó, en efecto, y al ponerse en camino hacia París, en contra del parecer de los
médicos, iba a encontrar en esta ciudad una nueva enfermedad. Llegó tan fatigado y
enfermo que se vio forzado a acostarse en cuanto puso el pie en casa. El mal se hizo
sentir aún más en medio del reposo, y al cabo de seis semanas dio origen a una
retención de orina que le llevó a las últimas. Esta nueva enfermedad produjo en la
casa de París lo mismo que había sucedido en la de Reims: dejó consternados a todos
los Hermanos. Todos se sintieron atenazados por el temor de perder, en su querido
superior, al alma y sostén del Instituto. Pero, acostumbrados como estaban a no
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 401

recibir consuelo y ayuda más que de Dios, acudieron a Él para rogarle con una
oración continua, y todos se unieron para hacer dulce y santa violencia al Padre de las
misericordias, y obligarle a que les dejara a aquel que ocupaba su lugar en la tierra
para con ellos, y que, como tal, constituía su apoyo.
¡Qué no puede sobre el corazón de Dios una oración pura, ardiente y unánime!
Rara vez es presentada ante el trono de su Majestad sin ser escuchada. Ésta, bastante
semejante a la de la Iglesia naciente, que oraba por san Pedro, pidiendo sin cesar a la
divina misericordia
<1-306>
que devolviera a la familia desolada su jefe y pastor, fue suficientemente poderosa
para conseguirlo.
El señor Helvecio, médico holandés, que era célebre en París por aquel entonces,
propuso un remedio, pero advirtió al mismo tiempo que su aplicación era a vida o
muerte del enfermo, y que por tanto, antes de aplicarlo, debería recibir el santo
Viático, para atraer la bendición de Dios sobre el remedio, y proteger al enfermo de
los peligros. El señor Baudrand asumió como un deber llevárselo él mismo, con
pompa y solemnidad, en una procesión formada por varios sacerdotes de la
comunidad y del seminario de San Sulpicio, todos con roquete y con un cirio
encendido en la mano. Numerosas personas de todo tipo seguían al Santísimo
Sacramento, ya para honrar al piadoso enfermo, ya para contemplar a un santo a las
puertas de la eternidad. El mismo médico quiso estar presente para aprovecharse de la
edificación común. Los Hermanos, en torno al lecho del enfermo, lloraban como
hijos a su padre, y con sus sollozos y gemidos mostraban la gran herida que iba a dejar
en sus corazones la pérdida de un ser tan querido y tan necesario.
Estaban tan consternados que el señor cura párroco creyó que su caridad le exigía
consolarlos ante la mirada de su piadoso fundador, y a consolarle él mismo mediante
la promesa firme que hizo de servirles de padre. Como esta ilustre persona era
naturalmente elocuente, e improvisando hablaba con unción y facilidad, empleó todo
su talento para animar, con palabras llenas de ternura, el corazón de los Hermanos,
desolados, que ya lamentaban su suerte, considerándose huérfanos.
El único legado que aquellos pobres hijos podían esperar de un hombre más pobre
que ellos era su bendición y algunas palabras edificantes. La humildad del señor De
La Salle se vio forzada a conceder esta gracia, por orden del señor Baudrand, su
párroco y director. El enfermo estaba tan débil que sólo pudo pronunciar estas dos
frases, que el corazón ponía tan a menudo en su boca, pero las dijo con todo el amor y
la ternura de un padre: Os recomiendo mucha unión y mucha obediencia. No habría
podido darles la bendición si una mano no le hubiese ayudado, moviendo la suya.
Dado este testamento, el único que podía dejar, se sentó en la cama, revestido de
roquete y de estola, y recibió a su Creador, con aquella actitud de fe, de reverencia y
402 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

de devoción que nunca le abandonaba. El poderoso médico del alma bendijo el remedio
del cuerpo, cuya aplicación, tan insegura, tenía que decidir entre la vida y la muerte.
El doctor Helvecio se interesaba mucho por la salud del enfermo y no le
abandonaba. Una vez que el señor párroco se hubo retirado, esperó con inquietud el
resultado del remedio, y durante algún tiempo estuvo en suspenso, entre el temor y
la esperanza. Pero muy pronto pudo asegurarse, al ver que cesaba la retención de la
orina, que su remedio había tenido éxito. El enfermo, ya aliviado, en pocos días
estuvo en situación de tomar alimento, y pronto recobró la salud.
En cuanto el humilde enfermo se sintió con algunas fuerzas, se valió de ellas para
dar nuevas muestras de humildad; pues esta virtud, que no quiere incomodar a nadie,
le hacía soportar con impaciencia las molestias y los cuidados que su enfermedad
causaba a los Hermanos. Un asilo era el lugar que su corazón deseaba y lo que pedía.
Este último refugio de la miseria humana era el lugar que envidiaba a los otros pobres.
El espíritu de pobreza le hacía sentir atracción por él, el espíritu de humildad se lo
imponía como un deber, y el espíritu de caridad le inspiraba el deseo.
<1-307>
Dentro de esta actitud, el ruego que hacía a sus discípulos era que le llevasen al
asilo, y que se liberasen de él. Buscando como excusa las molestias que les causaba,
les suplicaba que se desprendiesen de él y les pedía el favor de buscarle una plaza en
el refugio abierto a todos los pobres. Pero los Hermanos no pudieron, en modo
alguno, darle satisfacción en ello. No podían confiar a los cuidados de extraños un
enfermo que les era tan querido. Adoptaron todos los cuidados que los buenos hijos
pueden tener para con un padre amadísimo, y atendieron todas sus necesidades en la
medida en que su extrema pobreza se lo permitía.
En estas dos enfermedades, o mejor en esta enfermedad continuada, el señor De La
Salle no mostró inquietud por la situación de su Instituto, al que su próxima muerte
parecía amenazar con una ruina cercana, ni deseo de la vida, ni alarma por la suerte de
sus queridos hijos. Toda su preocupación fue la de mantenerse unido a Jesucristo,
participar en paz de sus sufrimientos y mantener su corazón en equilibrio y en
perfecta indiferencia por la vida o por la muerte, abandonarse entre las manos de Dios
y resignarse perfectamente a su santa voluntad, ofrecerse como sacrificio a su
grandeza, y, en el estado de víctima voluntaria, esperar con paciencia la mano que
debería inmolarle.
El piadoso fundador, enterado casi contra toda esperanza del peligro y de los
dolores de muerte que le habían rodeado, no pensó más que en dedicar la vida que
Dios le devolvía, con renovado celo y con mayor fervor, a la gloria de Dios y al
progreso de su Instituto. Su primer cuidado al salir de la enfermedad fue olvidarla.
Acababa de comprobar que no tenía un cuerpo de hierro, y que el suyo necesitaba
cuidados, más que ningún otro. Esta experiencia, con todo, no le hizo más indulgente
que antes respecto de él; fue siempre el único del que no tuvo piedad y siguió
maltratándolo.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 403

4. El señor De La Salle, en su viaje a Reims, conoce la enfermedad


mortal del Hermano l’Heureux; vuelve a París y no lo halla, pues
estaba enterrado desde hacía dos días; entonces el señor De La Salle
da como norma a los Hermanos no acceder al santuario
Un nuevo viaje a Reims, donde se requería su presencia, le dio ocasión de ofrecer
un nuevo sacrificio a Dios, tal vez el más sensible de su vida. Se sabe muy bien cómo
los padres naturales quieren a sus hijos y cuán sensible es para ellos la pérdida de los
que en su corazón ocupan el primer lugar. Los padres espirituales no sufren menos
cuando Dios les arrebata a aquellos de sus hijos que por su virtud han llegado a ser los
más queridos, y sobre quienes habían fundado sus mayores esperanzas. El señor De
La Salle acababa de ofrecer a Dios el sacrificio de su vida, y Dios se había contentado
con las disposiciones de su corazón; su bondad le había devuelto a un Instituto
naciente que sólo tenía apoyo visible en él; pero en su lugar, quiso otra víctima, una
víctima escogida, la mejor que había en su pequeño rebaño. Esta víctima fue el
Hermano l’Heureux, del que ya hemos hablado bastante.
Ningún otro de los hijos de este patriarca era más digno de sustituirle ante Dios. El
señor De La Salle, teniéndole previsto como su sucesor, le había dado preferencia
sobre todos los demás; los mismos Hermanos se la habían dado también cuando le
escogieron como superior, en lugar de su padre. En el corazón de éste y de los
Hermanos ocupaba, pues, el primer puesto. Era quien aparecía como brazo derecho
del santo fundador, el único capaz de sustituirle en su ausencia, y el que pudiera
hacerle revivir después de su muerte; por eso, era la víctima más agradable a Dios y
aquella cuyo sacrificio más debería costar al señor De La Salle.
Dios le escogió y le inmoló por medio de una muerte prematura, en un momento y
en unas circunstancias que constituyeron otras tantas espinas que desgarraron el
tierno corazón
<1-308>
de un Abrahán que amaba a este Isaac, y que fundaba sobre él la esperanza de su
posteridad espiritual. Ya dijimos que el siervo de Dios mandó a este Hermano a París
con vista a que se ordenase sacerdote. Al salir hacia Reims, le había dejado en su
lugar para dirigir la casa y esperaba que al volver lo encontraría y le llevaría él mismo
a la ordenación. Era el plan que se trazaba el piadoso fundador, pero en el de Dios, el
Hermano l’Heureux debería morir como simple Hermano y, con su muerte, deshacer
las miras del señor De La Salle.
Acababa de llegar a Reims cuando recibió una carta que le comunicaba la
enfermedad del Hermano; otra carta le hablaba de la gravedad del caso, y una tercera,
que estaba abandonado de los médicos. El tranquilo superior, que había dejado a su
Isaac en plena salud, leyó sin turbación carta tras carta, que le anunciaban una
enfermedad que no consideraba tan grave ni tan precipitada hacia la muerte. Pensó
que los Hermanos de París, asustados sin motivo suficiente, no tenían razón para
inquietarle. No tenía preocupación por el caso, cuando una última carta, en que se le
404 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

reprochaba que no había prestado suficiente atención a las anteriores, le anunciaba


que el enfermo estaba en situación extrema.
Entonces, el buen padre, como despertado de un profundo sueño, echándose en
cara su incredulidad, percibió el peligro en que estaba su hijo espiritual y sintió
vivamente el peligro de perderle. Retomó el camino hacia París, y lo hizo con toda la
rapidez posible. Aunque el mal no parecía casi nada al principio, se agravó hasta
la muerte sin dar tiempo a tratarlo. Había comenzado con una ligera fiebre, que se
hizo tan violenta que causó el delirio. La muerte, que siguió casi de inmediato, no dio
al enfermo tiempo para confesarse y para recibir la Extremaunción.
Cuando el señor De La Salle llegó, hacia media noche, hacía ya dos días que el
Hermano l’Heureux había sido enterrado. Fue la primera noticia que le dieron cuando
entró en casa. Le atravesó el alma, y se cree que nunca en su vida recibió una herida
tan profunda en su corazón. La primera reacción por la pena que sintió le arrancó
algunas lágrimas, pero, dueño de sí mismo, pareció avergonzarse y que se reprochaba
esta debilidad natural. Estas primeras reacciones de dolor fueron seguidas por
sentimientos de religión y de resignación a la santa voluntad de Dios. Adoró sus
eternos designios y dijo, allí mismo, que la muerte prematura del Hermano l’Heureux
era una advertencia del cielo, que señalaba que el Instituto no debía contar con
sacerdotes. Desde ese momento, siempre estuvo persuadido de que su casa debía
estar fundada en la sencillez y en la humildad, y que el sacerdocio, si se introducía en
ella, causaría su ruina.
En efecto, el sacerdocio, al establecer distinción entre sus miembros, hubiera
puesto entre ellos la desigualdad, y ésta hubiera causado la división. Este elevado
rango, al obligar a algunos a estudiar las ciencias reveladas, hubiera llevado a ellos
más conocimientos que los que requiere el oficio de maestro de escuela, y a
continuación de una ciencia superior a la del común de los Hermanos, hubiesen
seguido la vanidad, la curiosidad, la singularidad, la suficiencia, la entrega al estudio,
la dispensa de las reglas, la ambición y el deseo de ejercer las funciones, más
brillantes, del ministerio sagrado. Todas estas desviaciones no hubiesen tardado en
demostrar los graves peligros derivados de ellas, y hubieran hecho surgir el disgusto
por la función de Hermano de escuela gratuita, y el rechazo de sus ocupaciones
laboriosas y fatigosas, y ello acabaría en los antojos y en la envidia. En una palabra,
los Hermanos escogidos y preferidos para entrar en el santuario y subir al altar, no
habrían tardado en ponerse por encima de los demás, en dominarlos, en menospreciar
su vocación, en perder el espíritu y
<1-309>
la gracia de la misma, y en hacérsela perder a los otros.
¿Habrían sido bastante humildes estos sacerdotes para mantenerse en los límites de
una vocación que no tiene nada de brillante a los ojos del mundo, ni de halagadora
para el amor propio? ¿Se habrían limitado todos ellos al oficio de maestro de escuela
y a la función, tan útil y necesaria, de enseñar el catecismo, sin relumbrón ni brillo, y
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 405

de manera sencilla y familiar? Quienes hubiesen creído que tenían talento, ¿no
habrían sentido la tentación de manifestarlo a la gente, de dejar las escuelas y subir a
la cátedra para enseñar en ella con más brillo la doctrina cristiana? El deseo halagador
de unir al brillo de la cátedra el del tribunal de la penitencia, ¿no habría servido para
hacer directores de conciencia después de haber hecho de ellos predicadores? En esos
casos, el director y el predicador, ¿habrían tenido disposiciones para dejar la cátedra o
el confesonario para volver a dar escuela? Un auditorio numeroso y célebre, o un
cortejo de devotas de fama, ¿no hubiera atado al Hermano ordenado sacerdote a esas
funciones brillantes; no hubiera preferido, a la instrucción de una juventud pobre y
repelente, los sermones relumbrantes y las demás funciones gloriosas del sacerdocio?
Es preciso estar de acuerdo en que el estado sacerdotal no conviene al del Hermano
y al del maestro de las Escuelas Cristianas; y que el señor De La Salle estuvo muy
inspirado al prohibir a sus hijos el ingreso en el santuario. Nada más prudente ni nada
más necesario que las normas con que les cerró la entrada en el sacerdocio. Tal vez no
haya otras más interesantes para el estado del Hermano, ni más importantes para
conservar el espíritu y la gracia del mismo. La muerte del Hermano l’Heureux, que
dio ocasión para establecerlas, parece, en todas estas circunstancias, que fue el
testimonio de la voluntad divina sobre este asunto. Todos deben recordarlo y servirse
de ese recuerdo para rechazar la tentación de estudiar, si acaso les viniera.
El señor De La Salle pensó que este punto era de tanta importancia, que le llevó
incluso a prohibir el deseo de estudiar latín, y a mandar que no lo usaran aquellos que
lo supieran, bajo ningún pretexto, para ponerlos a todos al mismo nivel, y para
mantenerlos a todos en el espíritu de sencillez y de simplicidad que debe caracterizar
su estado. Esta regla es la guardiana de las demás y el baluarte que las defiende.
La experiencia, en efecto, enseña que los Hermanos que conocen el latín, o que
tienen nociones de Filosofía y de Teología, no son, con frecuencia, quienes mejor
logran cumplir sus funciones en el Instituto, y que algunos no perseveran porque no
adquieren suficientemente el espíritu de sencillez y humildad de su vocación, y que
desvaneciéndose en vanos pensamientos, pretenden hacer de doctores, en lugar de
aprender a desempeñar perfectamente las funciones de su estado, que no son tan
fáciles de ejercer como podría pensarse.
Con todo, hay varios Hermanos que dejaron de lado lo que habían aprendido en el
estudio de las letras y de las ciencias, se aplicaron a no conocer sino a Jesucristo,
y Jesucristo crucificado, a imitar su vida oculta y desconocida, y a hacerse pequeños y
obedientes; y de ese modo adquirieron el espíritu de su estado, y habiendo conservado
la sencillez y la humildad, ejercieron como maestros de escuela, con excelentes
resultados. Así fue el Hermano l’Heureux. Después de sus estudios se mostró tal
como era antes, sencillo, humilde, regular, mortificado, obediente, o más bien, un
modelo vivo de todas estas virtudes. Después de su muerte, el señor Baudrand mandó
tributarle exequias solemnes, y él mismo se encargó de preparar la ceremonia. El
señor párroco de San Sulpicio quiso, con esta muestra de generosidad, distinguir a
406 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

aquellos a quienes el mundo se complacía en envilecer y menospreciar, y quiso dar


una prueba clarísima de la estima con que honraba al nuevo Instituto.
<1-310>

5. Características de la virtud del Hermano l’Heureux


Este virtuoso Hermano, cuya pérdida fue tan lamentada por su superior, había
merecido un lugar distinguido en su corazón y la estima universal de todos sus
Hermanos, que le respetaban y querían como al retrato vivo y sensible del señor De
La Salle. En los felices comienzos de un Instituto naciente, este Hermano estaba a la
cabeza de los más fervorosos y se distinguía por la práctica de las más puras virtudes.
Aquella cuyo ejercicio más amó, y de la que dio los mayores ejemplos, fue la
humildad. Como uno de los primeros Hermanos que se unió al señor De La Salle,
también compartió sus desprecios y humillaciones, y dispuso de todo el tiempo
posible para hartarse de los oprobios con que toda la ciudad de Reims recompensó los
trabajos de los nuevos obreros durante ocho o diez años seguidos.
El Hermano l’Heureux, lejos de desanimarse de una vocación tan humillante, supo
sacar para su alma todo el provecho que le ofrecía. Como estaba bien instruido a los
pies de Jesús crucificado de que los sufrimientos y los desprecios eran gracias
exquisitas y la riqueza de los más grandes santos, se esmeró por recibirlos con santa
disposición, siguiendo el modelo del señor De La Salle. Este hijo, tan digno de tal
padre, se había hecho tan semejante éste, que los Hermanos creyeron ver al fundador,
cuando la humildad del señor De La Salle les forzó a darles un sustituto en el puesto
de superior. Cuando el hijo estuvo en el puesto del padre, y el simple Hermano
colocado por encima del sacerdote, no olvidó, en absoluto, ni lo que él era ni lo que
era el humilde degradado que veía a sus pies. Obligado a mandar a aquel a quien debía
y quería obedecer, trató de hacerlo con el espíritu y la humildad que mostraba san
José cuando contemplaba a Jesús y a María sometido a su voluntad.
Estaba avergonzado por ver al señor De La Salle bajo su dependencia, y se
humillaba y confundía en su interior tanto como el santo varón mostraba rebajarse
bajo su mano. El Hermano l’Heureux, además de esta rara humildad, que le
conquistaba todos los corazones, tenía otras cualidades excelentes. A una inteligencia
viva y penetrante, y a una facilidad especial para hablar, unía una mortificación
perfecta de todos los sentidos, singular don de oración y exquisito espíritu de
obediencia, que nacía de su profunda humildad. Estas dos últimas virtudes
resplandecieron en él cuando los vicarios mayores de la diócesis acudieron a la casa
para deponerle y para restablecer al señor De La Salle en su cargo. Nunca hubo un
momento más dulce para este humilde Hermano como cuando vio a su amado padre
en el primer lugar. Aprovechó con avidez este retorno tan deseado para aficionarse a
las prácticas de humildad y de obediencia con un celo que parecía querer imitar los
ejemplos que el señor De La Salle había mostrado ante sus ojos.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 407

Estas dos virtudes le ayudaron en gran manera en los estudios que hizo de la lengua
latina, de la filosofía y de la teología, por orden de su superior, pues le facilitaron la
adquisición de luces tan vivas y amplias que fue motivo de admiración en la escuela
de los canónigos regulares de Saint-Denis, en Reims. Cuando se le preguntaba o se
discutía con él, parecía soñador y pensativo. Apenas había salido de su boca la
primera frase, se dejaba oír y provocaba la impaciencia de sus condiscípulos, que le
hacían bromas y a veces le llamaban el buey gordo; pero cuando había comenzado a
hablar, lo hacía con tanta facilidad y daba respuestas tan ajustadas, que todos le
miraban como a un águila, cuando antes le habían llamado buey.
En eso seguía el consejo que le había dado el señor De La Salle, que no
<1-311>
precipitara sus respuestas, sino que las preparase en su mente antes de confiarlas a sus
labios, y que no les permitiese llegar a los oídos de sus oyentes antes de haberlas
llevado ante Dios, mediante una elevación del corazón. La fidelidad a esa práctica era
la que hacía al Hermano lento para hablar, y la que le procuraba luego de Dios el
talento de hacerlo con gracia y facilidad. Por lo demás, el amor al estudio no debilitó
en nada su espíritu de oración y de mortificación. La ciencia no le hinchó el corazón,
y sólo se sirvió de ella para mantenerse más pequeño a sus propios ojos, más sumiso a
las órdenes de los superiores y más humilde respecto de sus Hermanos.
El tiempo que dedicaba a los estudios no impidió en absoluto su puntualidad a los
ejercicios de la comunidad. Su regularidad en este punto no podía ser mayor. Al verle
ssiempre el primero en dirigirse a los ejercicios comunes, se habría pensado que no
estudiaba otra cosa que el saber acudir puntualmente al primer sonido de la campana.
Sin embargo, como la ciencia no viene por infusión, y sólo un trabajo asiduo puede
facilitar su adquisición, tomaba del reposo de la noche el tiempo que no quería hurtar
a los ejercicios de piedad.
La pérdida de una persona tan excepcional provocó en todos gran pesar, y en
particular en el santo fundador, que tanto le apreciaba. La estima era grande, y su
desaparición no podía por menos que ser muy sensible a aquel que tanto se interesaba
por el progreso de una obra cuyo bien parecía que requería una vida más larga para el
Hermano l’Heureux.
408 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

CAPÍTULO X

Medios que adopta el señor De La Salle para no dejar sucumbir


el Instituto y para formarlo bien. Con dos discípulos hace voto
de no abandonar nunca la obra. Piensa en abrir un noviciado.
Dificultades que sufre en este asunto y que supera con la oración
y la penitencia. Fervor en esta casa de formación

En lo que se ha referido hasta ahora, se ha visto todo lo que el señor De La Salle


hizo y sufrió con el nacimiento de su obra. Hacía más de quince años que había puesto
la mano en aquel trabajo espinoso, que regó con sus sudores y sus lágrimas y que tiñó
con la sangre de sus venas con crueles disciplinas y mortificaciones. Y sin embargo,
su obra no avanzaba mucho. A cada piedra que él colocaba para la construcción de
aquel edificio, encontraba un nuevo obstáculo; y mientras su mano caritativa lo
elevaba por partes con extremo esfuerzo, había otro, maligno y malhechor, que lo
destruía y lo demolía.
Cuando el santo fundador fue a París, había dejado en Reims una comunidad
formada por tres tres grupos, en las que había casi cincuenta personas, sin contar los
Hermanos de las escuelas de Laón, de Guisa y de Rethel. Al cabo de dos o tres años de
ausencia, esta triple comunidad parecía desvanecida. El seminario de maestros de escuela
para el campo, que con tanto éxito había comenzado, y que había dejado, cuando
partió para París, con tan grande fervor, al perderlo, perdió su apoyo y desapareció
casi en seguida. Es verdad que los sujetos que lo constituían produjeron copiosos
frutos; pero esos preciados bienes sólo sirven para lamentar el cese de una obra tan
útil y de tanta esperanza.
El seminario de Hermanos jovencitos no tuvo mejor suerte. Estos muchachos, a los
que se educaba
<1-312>
desde los trece o catorce años, eran la semilla que germinaba al ciento por uno, y que
la comunidad de los Hermanos mayores recogía a su tiempo; pero este segundo
recurso se marchitó en poco tiempo, bajo los ojos mismos de su prudente superior.
El señor De La Salle los había llamado junto a él, como se dijo anteriormente, para
formarlos bajo su tutela, y hacer con ellos en París lo que se hacía en Reims, es decir,
un semillero de Hermanos bien cultivado y muy fértil. Pero fue obligado por el señor
Baudrand y por el señor Sadourni, sacristán de la parroquia de San Sulpicio, a
enviarlos a la sacristía para ayudar en las misas; en ello encontraron su pérdida,
porque allí no disponían de los ejercicios adecuados para alimentar su piedad, y, en
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 409

cambio, sí tuvieron ocasiones de disipación, que apagaron insensiblemente la que


tenían.
En fin, el señor De La Salle, cuando salió de París, había dejado dieciséis
Hermanos, sin contar los dos que llevó consigo a París; pero en el mismo año de 1688
salieron ocho, por culpa de aquel a quien había dejado como superior, que era una
persona dura e indiscreta. Para incremento del dolor, durante cuatro años, es decir,
entre 1688 y 1692, continuó este sensible vacío en la casa, ya que sólo ingresó un solo
sujeto para reemplazar a los que salieron. ¿Se pueden admirar aquí lo suficiente los
designios incomprensibles de Dios sobre sus siervos? Él se complace unas veces en
bendecir sus trabajos y otras en destruirlo. Algunas veces pone la mano en su obra, y
entonces ésta fructifica y prospera según su deseo; y otras la retira, y entonces los
obreros trabajan mucho, como san Pedro, pero sin lograr nada.
Ésa es la triste situación en que se encontró el piadoso fundador a finales de 1690.
Después de tantos sacrificios, después de tantas penas y trabajos, después de tantas
cruces y persecuciones, después de tantas apariencias de éxito, se encontró en la
misma situación, o casi, de diez años antes, con pocos Hermanos, sin haber avanzado
casi en la obra y con miedo a verla sucumbir.
Entonces se encontró sumido en gran perplejidad, como se verá por el voto cuyo
proyecto y ejecución se referirá. Se veía casi solo, abandonado y sin recursos;
acababa de salir de las puertas de la muerte, y la vida que llevaba y que no quería
mitigar no prometía ser muy larga. El Hermano l’Heureux, que había sido su apoyo,
había muerto, y ningún otro podía reemplazarle. Varios de los que le quedaban
estaban enfermos o agotados por el trabajo. Los demás necesitaban renovarse y
habían decaído demasiado de su primitivo fervor. Este doloroso panorama le daba
malos presagios sobre el éxito de un Instituto que todavía no tenía ni forma perfecta ni
fundamento sólido.
Después de muchas reflexiones sobre los medios de apuntalar un edificio que
amenazaba ruina, al mismo tiempo que se alzaba, determinó: 1. Asociarse con los
dos Hermanos que consideraba más adecuados para sostener la comunidad naciente,
y vincularlos a él con un compromiso irrevocable, para continuar su establecimiento;
2. Buscar cerca de París una casa apropiada para poder restablecer la salud de los
Hermanos cansados y enfermos; 3. Reunir, durante el tiempo de vacaciones, a todos
sus hijos y mantenerlos en retiro, para devolverles, con su primer fervor, el espíritu y
la gracia de su estado; como todos necesitaban sus consejos, su dirección y sus
atenciones, quería reunirlos y juntarlos bajo sus alas, como hace la gallina con sus polluelos,
y así calentarlos y hacerlos volver a su primera caridad; 4. Establecer un noviciado
para formar a los sujetos. Todo esto se fue realizando según sus deseos, ¡pero con
cuántas contradicciones y angustias! Lo vamos a ver.
<1-313>
410 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

1. Voto que inspiró el señor De La Salle a dos de sus principales


Hermanos para el sostenimiento del Instituto
Su primer cuidado, con vistas a un futuro incierto, fue asegurar al Instituto dos
Hermanos capaces de sostenerlo después de su muerte. Necesitaba que fueran
celosos, animosos, constantes y apegados a su vocación. Tenía miedo de que,
desanimados por las dificultades y los obstáculos que habrían de encontrar y
desalentados por la multitud de contradicciones y persecuciones que tendrían que
afrontar, fallase su corazón y abandonasen una empresa que encontraba tantos
enemigos como demonios hay en el infierno y, casi, como hombres hay en la tierra.
Por lo cual consideró que era conveniente imponérselo como una obligación,
sugiriéndoles emitir con él, y a su ejemplo, un voto cuya fórmula es la siguiente:
«Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, postrados con profundo respeto
ante vuestra infinita y adorable Majestad, nos consagramos enteramente a Vos, para
procurar con todas nuestras fuerzas y con todos nuestros cuidados el establecimiento
de la Sociedad de las Escuelas Cristianas, del modo que nos parezca más agradable a
Vos y más ventajoso para dicha Sociedad. Y a este fin, yo, Juan Bautista De La Salle,
sacerdote; yo, Nicolás Vuyart, y yo, Gabriel Drolin, desde ahora y para siempre, y
hasta el último que sobreviva, o hasta la completa consumación del establecimiento
de dicha Sociedad, hacemos voto de asociación y de unión, para procurar y mantener
dicho establecimiento, sin podernos marchar, incluso si no quedáramos más que
nosotros tres en dicha Sociedad, y aunque nos viéramos obligados a pedir limosna y a
vivir de sólo pan. En vista de lo cual, prometemos hacer unánimemente y de común
acuerdo todo lo que creamos, en conciencia y sin ninguna consideración humana, que
es de mayor bien para dicha Sociedad. Hecho el veintiuno de noviembre, día de la
Presentación de la Santísima Virgen, de 1691. En fe de lo cual hemos firmado».
Este triunvirato fue para el Instituto el triple lazo, o la triple cuerda, de que habla el
Espíritu Santo, que no se rompe fácilmente, y que es capaz de arrastrarlo todo. Estos
tres asociados se sintieron con el mismo ardor para hacer un pacto juntos, y para
confirmarlo por voto, de no abandonar nunca la comunidad, de perseverar en ella
hasta la muerte, de sacrificarse para sostenerla, para perpetuarla, para hacerla
subsistir, y en fin, de encargarse, hasta el último de ellos que viviera, de todos sus
intereses. Tuvieron la inspiración de emitir este voto, y lo hicieron de rodillas, uno
después de otro, en un momento en que no había ninguna esperanza de que el Instituto
pudiera subsistir. Aquella barquilla, que ya había sufrido tantas y tan furiosas
tormentas, estaba a punto de perecer. Casi siempre a dos dedos del naufragio, se
preparaba los caminos para escapar y salvarse en la unión indisoluble y en la
constancia invencible de su cabeza y de dos de sus principales miembros. Este
compromiso de dos Hermanos que el señor De La Salle consideraba como columnas
de su Instituto vacilante, fue el único recurso sobre el cual depositó entonces sus
esperanzas. En el caso de que la muerte le llegase antes de haberlo consolidado, él
confiaba en el celo de sus dos discípulos el cuidado de terminar lo que él había
comenzado.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 411

Pero se equivocó en su elección, pues uno de los dos se convirtió más tarde en un
Judas, como se dirá, que olvidó el voto que había hecho y al padre a quien debía
obediencia, creó un cisma en la Sociedad y la abandonó. Por lo que respecta al
Hermano Gabriel Drolin, fiel a su promesa, fiel a su vocación, inseparablemente
unido a su virtuoso superior, nada en el mundo le ha podido arrancar de su santo
estado: ni la lejanía de los lugares, ni los ofrecimientos de prebendas, ni las furiosas
sacudidas soportadas por la comunidad tan a menudo durante su ausencia, ni la salida
de numerosos Hermanos, ni la muerte civil del señor De La Salle. Llamo muerte civil
a la huida y
<1-314>
retirada de París que se vio obligado a hacer para ocultarse y esconderse del furor de
sus perseguidores. Este buen Hermano, el más antiguo y el decano de todos,
actualmente con 72 años, regresado de Roma, a donde había sido enviado, y donde
pasó veintiséis años por orden del señor De La Salle, reside en Aviñón. Como había
estudiado y recibido la tonsura antes de ingresar en el nuevo Instituto, estaba
capacitado para poseer beneficios y ocupar determinados puestos; pero su virtud,
puesta a prueba en este punto en varias ocasiones, siempre salió victoriosa. En razón
de la promesa hecha a la Santísima Trinidad, prefirió permanecer abyecto en la casa
del Señor a salir de ella para alcanzar un puesto entre los Beneficiarios, o para ocupar
puestos de distinción. Habrá ocasión de hablar de esto más adelante.

2. El señor De La Salle proyecta abrir un noviciado;


dificultades que se le presentan por parte del párroco de San Sulpicio
Después de que el señor De La Salle resolvió, como podía hacerlo, que su
comunidad no quedara huérfana si era voluntad de Dios apartarle de ella, su primer
cuidado fue buscar, en Issy o en Vaugirard, algunos locales o una casa, para llevar a
ella a los Hermanos con mala salud, pues se dio cuenta de que algunos caían en un
agotamiento cuyas consecuencias podrían ser serias. Contribuía a ello la módica
alimentación, unida al trabajo de la escuela y a una vida interior muy intensa.
Necesitaban descanso y sobre todo aire puro, pues la casa que ocupaban en París,
pequeña y sin jardín, no lo proporcionaba suficientemente a personas que pasaban
jornadas enteras en ejercicios muy exigentes, o en una clase, donde el ambiente era
sofocante a causa de la multitud de alumnos. Después de buscar mucho, encontró una
mansión a la entrada de Vaugirard, que le pareció adecuada para lo que pretendía,
pues estaba aislada, tenía aire puro y era pobre; para él reunía todas las condiciones
que podía desear.
Esta pobre casa es la que los Hermanos pueden considerar como la segunda cuna
del Instituto, pues fue en ella donde se revitalizó, donde retomó su primer fervor,
donde comenzó el noviciado, y donde las virtudes de humildad, pobreza, obediencia,
mortificación y penitencia encontraron hombres que dieron de ellas ejemplos tales,
que de ellos podrían gloriarse los tiempos heroicos de las antiguas órdenes nacientes.
412 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Por eso el demonio, que desconfiaba de todo ello, puso inmensos obstáculos a la
creación del noviciado.
En lo primero que pensó el señor De La Salle después de haber trasladado de París
a Vaugirard a los Hermanos delicados de salud, fue en reunir allí, bajo su mirada, a
todos los que habían ingresado en la comunidad desde hacía tres o cuatro años, para
renovarlos en el espíritu por medio de un retiro intenso. El tiempo de vacaciones
favorecía su plan, pues sin molestar a las escuelas podía llamar a los Hermanos y
reparar las pérdidas de su primitivo fervor mediante diversos ejercicios y ejemplos de
piedad. Así lo hizo, y el primer fruto que obtuvo fue dar a conocer a aquellos neófitos,
con exhortaciones llenas de fuego y del Espíritu de Dios, en particular y en público,
cómo habían decaído de su primera caridad, y cómo necesitaban un buen noviciado
para reavivar el fuego celestial que empezaba a extinguirse en sus corazones.
En efecto, se habían hecho exteriores, disipados y tibios, y un retiro de ocho o diez
días no era suficiente para lograr que reencontraran el espíritu interior, el espíritu
de recogimiento, oración, mortificación, humildad y obediencia, que no habían
adquirido todavía perfectamente, o que habían perdido en parte; todo lo que ese retiro
les podría dar era prepararlos para conseguir esa adquisición y darles la buena
voluntad para adquirirlas.
Ya se sabe que la gracia, como la naturaleza, no perfecciona su obra sino a medida
que pasa el tiempo; tanto una como otra necesitan, de ordinario, largos años para
formar al individuo. Las etapas se suceden, y en el paso de la infancia
<1-315>
a la adolescencia, y en el de la adolescencia a la juventud, es necesaria, antes de que el
hombre sea perfecto. Ocurre lo mismo con la virtud: una virtud comenzada necesita
mucho tiempo y continuo ejercicio, para que llegue a consumarse.
El santo fundador, que quería llevar a sus discípulos a ese objetivo, consideró
que lo mejor que podía hacer era retenerlos cerca de él el mayor tiempo que pudiera,
para terminar de formarlos mediante todo tipo de ejercicios de vida interior.
Afortunadamente tenía a disposición algunos externos que el seminario de Reims
para maestros del campo le había proporcionado.
Estos maestros le sirvieron para reemplazar a Hermanos retenidos en Vaugirard.
De esa manera, todas las escuelas de París, Reims, Laón y otros sitios siguieron su
ritmo, y el noviciado se abrió el 8 de octubre de 1691.
Todo esto tuvo el éxito que podía esperar el señor De La Salle. Los Hermanos que
retuvo cerca de sí para tratar de reformarlos, al final del año parecían otros hombres.
El santo varón los encontró tal como había deseado: interiores, recogidos,
mortificados, penitentes, sumisos y con obediencia ciega. Al despedirlos les mandó
que le escribieran cada mes para darle cuenta de sus disposiciones interiores y recibir
sus consejos. Consideraba que esta fiel rendición de conducta era el sostén de la
regularidad de los Hermanos que trabajaban en la escuela; por eso la recomendaba
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 413

mucho y era exacto a responder a ella. Sus cartas estaban llenas de piedad y de
unción, y servían para mantener el fervor de los que estaban lejos de él; la reunión que
hacía cada año en el noviciado de Vaugirard, durante el mes de vacaciones, servía
para renovarlos en el espíritu y en la gracia de su estado. Así, tanto ausente como
presente, velaba sobre ellos, guiaba sus pasos, dirigía sus conciencias, y por la
obligación de dar fiel cuenta de conducta, con todo detalle, los mantenía en una
perpetua dependencia, en perfecta regularidad; y encontraba el modo de mantenerlos
como si fueran novicios, en cualquier lugar que estuviesen, y conseguir fuera de
Vaugirard lo mismo que eran cuando estaban en esa casa, a la cual acudían para vivificar
en ellos la gracia de la vocación, y de donde salían llenos de ardor para realizar sus
funciones y para santificar, en las escuelas, a los niños confiados a sus cuidados,
después de haberse santificado ellos mismos. El santo sacerdote, sin limitar su
vigilancia a lo dicho, realizaba todos los años la visita a las escuelas y a los Hermanos
que en ellas estaban, y examinaba el progreso, tanto de las primeras como de los
segundos.
Este primer ensayo de noviciado le dio a conocer la necesidad de establecer uno en
debida forma, y de hacer pasar por él a todos los postulantes antes de ser admitidos
en la Sociedad, con el de probar su vocación y de formarlos en la virtud. En los frutos
que acababa de recoger veía las primicias de la abundante cosecha que le prometía
aquella tierra de bendición. El mismo demonio se asustó, y por ello montó todas las
trampas posibles para dificultar el proyecto. Y éste, precisamente, encontró el
poderoso obstáculo de la misma persona que más lo hubiera debido apoyar.
Si el señor De La Salle hubiera continuado lo que había comenzado en silencio, y
no hubiera dado explicaciones al señor Baudrand, no habría encontrado un adversario
en su protector. Pero un hombre que buscaba en todo la voluntad de Dios y que
abandonaba todos sus proyectos en manos de la Providencia, no sabía lo que era usar
simulaciones, artimañas o disfraces. El candor, la sencillez y la pureza de intención,
que formaban su personalidad, no le permitían emprender nada sin el consejo y la
aprobación del párroco de San Sulpicio, a quien consideraba como su superior. Por
eso se creyó obligado a pedirle permiso para abrir su noviciado;
<1-316>
pero no fue escuchado.
No todas las gentes de bien tienen las mismas miras, como se sabe; y a menudo
contradicen sus proyectos, cuando la voluntad de Dios no se manifiesta. Yo no sé por
qué motivo el señor Baudrand no quería consentir en el deseo del señor De La Salle.
Tal vez temía que esta nueva empresa que de día en día, sin duda alguna, crecería en
gastos a causa del número de sujetos, hiciera recaer sobre él todos los gastos; tal vez
tenía el plan secreto de contener en su amplia parroquia el celo y los trabajos de los
Hermanos y de su superior, algo así como monseñor Le Tellier, arzobispo de Reims,
había querido encerrarlo en su diócesis; o tal vez la sagacidad le había hecho prever
que los tiempos que venían iban a ser muy difíciles, y que la multitud de pobres que le
414 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

iba a aplastar no le permitiría proporcionar según sus deseos las ayudas caritativas
que con toda seguridad iban a necesitar los postulantes, reunidos en comunidad. Sea
como fuere, pues no se puede decir con exactitud la razón del señor Baudrand,
hombre por otro lado muy celoso, muy caritativo y muy amigo del señor De La Salle
y protector de su obra, el caso es que se opuso a su proyecto de noviciado, y lo que
sabemos es que rechazó la propuesta y hasta prohibió al señor De La Salle
que pensara en ello.
Esta prohibición sumió al santo varón en una extraña perplejidad. Por un lado,
veneraba sinceramente al señor párroco de San Sulpicio; sus palabras eran para él
leyes que respetaba; le consideraba como persona de bien, amigo de buenas obras y
sostén de la suya. Sabía que el señor Baudrand sólo tenía buenas intenciones, y que
unía preclaras luces a sólidas virtudes. Por otro lado, sentía la necesidad absoluta de
un noviciado. Veía la imposibilidad de sostener su obra sin esta ayuda. La deserción
de varios de sus discípulos, la relajación de los veteranos que quedaban, la disipación
y el poco espíritu interior de los nuevos, la irresolución y la incertidumbre de la
mayoría en su vocación no tenían otra causa que la falta del noviciado. Además, ¿no
han señalado un tiempo de prueba todos los santos Institutos para todos los que
desean ingresar en ellos? ¿No se lo ha mandado la Iglesia a todos los Institutos
religiosos? ¿Dónde y cómo conocer, probar y formar a los sujetos, si no es en un
noviciado? ¿Qué solidez puede poner en su vocación? ¿Qué conocimiento puede
tener de su temperamento y de sus disposiciones? ¿Qué seguridad se puede tener de
su perseverancia si no se tiene cuidado de examinarlo durante un tiempo suficiente
de probación? ¿Qué otro medio puede haber para vaciarlos del espíritu del mundo y
llenarlos del espíritu de Dios, de purificar su conciencia por una buena confesión
general, y de que adquieran el santo deseo de hacer penitencia y de expiar sus
pecados, de curar las llagas de sus almas y de corregir sus malas costumbres; de
prevenirles contra las inclinaciones de la naturaleza, y enseñarles a combatir sus
pasiones y a mortificar su carne, si no se tiene cuidado de formar para esta milicia
espiritual? ¿Dónde y cuándo aprenderán a ser recogidos, a ser hombres interiores,
partidarios de la soledad, del silencio y de la oración, a someter su juicio y su voluntad
al yugo de la obediencia, a perder el gusto de los placeres del siglo, a adquirir el gusto
por la piedad, a ejercitarse en la virtud, y a hacer de su santificación su única
preocupación, si no es en un buen noviciado? Enviar Hermanos a las escuelas sin
haberlos preparado previamente contra ellos mismos, contra el mundo y contra el
demonio, ¿no es enviar obreros a trabajar sin instrumentos al campo del padre de
familia, o enviar al combate soldados sin armas?
<1-317>
¿Qué fruto puede producir en la escuela un Hermano que no está bien asegurado en la
virtud? ¿Puede trabajar en la santificación de los demás sin estar santificado él
mismo?, dice el Espíritu Santo. ¿Con qué gracia puede dar lecciones sobre las
virtudes quien no da ejemplo de ellas? La piedad se enseña mejor con acciones que
con palabras, y los niños, en este asunto, por pocas luces que tengan, se dejan llevar
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 415

más por sus ojos que por sus oídos. Las personas destinadas a ser maestros en las
Escuelas Cristianas deben ser luz y fuego para aquellos a quienes instruyen; luz para
iluminarlos, fuego para calentarlos; luz para descubrir la hermosura de la virtud y los
horrores del vicio, fuego para devorar y destruir el amor al pecado y abrazar el amor a
Dios. A todos aquellos que están destinados a enseñar la doctrina cristiana les dice
Jesucristo: Vosotros sois la luz del mundo y la sal de la tierra. Puesto que los
Hermanos participan de esta bendita vocación, ¿pueden ser alguna vez
suficientemente santos? ¿Y pueden llegar a serlo si no hacen, en un buen noviciado,
su única dedicación a la perfección? El señor De La Salle, penetrado de estas
importantes verdades, deseaba con ardor establecer un noviciado, y consideraba
como la ruina de su comunidad posponer tal ayuda. Acababa de experimentar los
maravillosos frutos que un año de ejercicio en la vida interior y mortificada había
producido en los Hermanos que había retenido en Vaugirard. Y su experiencia no era
poca de los males que había producido entre los suyos la falta de tiempo suficiente de
prueba. En fin, la casa se vaciaba de sujetos llegados sin saber bien a qué iban o poco
seguros en su vocación; y aquellos a quienes Dios llamaba no tenían una puerta
abierta para entrar en ella. Era, pues, de absoluta necesidad abrirla mediante un
noviciado, y señalarles el lugar donde tenían que ir y cuál era el lugar destinado a
probarlos, a formarlos y a santificarlos.
El señor De La Salle, al ver que no podía ganar para su causa al señor Baudrand,
recurrió al ayuno, a la oración, a las vigilias y a la penitencia. Durante casi un año,
tiempo que duró esta oposición, ayunaba todos los días, oraba casi toda la noche en
una habitación retirada, y sólo dejaba de hacerlo cuando, a su pesar, el sueño le
cerraba los párpados y le quitaba el uso de los sentidos. Entonces, forzado a rendirse,
caía por tierra y así tomaba su reposo. Fue en ese lecho de yeso, tan malo para la
salud, donde contrajo los crueles dolores de reúma, con peligro de que sus miembros
quedasen tullidos, y los Hermanos le encontraban caído, frío y aterido, cuando iban
por la mañana a hablarle por algún asunto.
El interés que se tomaban por su salud movió a los Hermanos a exponerle el peligro
de parálisis o de alguna otra enfermedad funesta, a lo que se exponía durmiendo en
el suelo de yeso, y le suplicaron que no les diera más motivo de alarma. Se rindió a
sus consideraciones y por ellas puso fin a ese tipo de penitencia. Pero las otras
maceraciones del cuerpo, disciplinas sangrientas, fajas de púas, cilicios y cadenillas
de hierro, las redobló y sólo las mitigó cuando desapareció la oposición del señor cura
párroco a la apertura del noviciado. Por tanto, tuvo tiempo de sobra para orar y hacer
penitencia, pues el señor Baudrand no se rindió demasiado pronto a sus deseos.
Incluso llegó a decirle, por medio de un Hermano, que pusiera fin a sus austeridades y
oraciones, y que cesara de combatir contra la voluntad de Dios, ya que su designio era
que no hubiese casa de noviciado. Pero algún tiempo después dejó de oponerse a ello,
y tuvo que ceder a la
<1-318>
416 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

fuerza de las oraciones del siervo de Dios, que tuvo la precaución de obtener de
monseñor de Harlay, arzobispo de París, el permiso necesario para dar a la casa que
ocupaba forma de comunidad, para poder evitar todas las dificultades que podrían
haber surgido.
El señor De La Salle, victorioso ante la divina Majestad, ya no pensó más que en
mantener la posesión de su querido Belén, pues es el nombre que merece una casa
cuya soledad y pobreza podían equipararse con el establo donde nació Jesús. En
efecto, estaba casi tan desnuda y tan pobre como la gruta en que nació el Salvador.
Los únicos muebles eran algunos bancos para sentarse y unos pocos jergones sobre la
tierra para acostarse. Tenía grietas por todos los lados y quienes la habitaban no
estaban resguardados ni siquiera del viento, de la nieve y de la lluvia. Las ventanas y
las puertas no encajaban bien, tenía cristales rotos y otros huecos, propios de una casa
tomada en mal estado, y de la que ni siquiera se había pensado arreglar los
desperfectos y las incomodidades, y de esa forma se convertía en verdadera casa de
penitencia.
Cuantos la habitaban tenían como lecho un jergón lleno de paja de avena y un mal
colchón lleno de rotos y muy duro, colocado sobre planchas apoyadas en caballetes,
sin colchón, sin cortinas, con una delgada manta y sábanas de la tela más basta.
Cuando se acostaban así, casi al aire, sentían todo el rigor del frío y de las estaciones.
Los que estaban cerca de las ventanas se veían empapados por la lluvia o cubiertos de
nieve en el invierno; otros estaban helados y no podían calentarse porque el aire frío
entraba por todas partes; al despertarse, todos comprobaban cómo su aliento se había
helado sobre la sábana en que se acostaban, y que estaba rígida como una plancha de
madera. En fin, hay que decir que se levantaban de la cama con tanto frío como
cuando se acostaron.

3. Austeridades de este noviciado


Únicamente tenía el privilegio de calentarse por la noche el señor De La Salle. Su
cama, sin embargo, no era mejor que las otras, ni estaba en mejor sitio, pues se hallaba
junto a una ventana. En la casa sólo había uno o dos colchones, para los enfermos.
Uno se había asignado al santo varón, pero no lo usaba. Los Hermanos tenían cuidado
de colocarlo sobre el jergón, pero él lo quitaba cuando iba a acostarse. De ese modo,
no se sabía cómo podía calentarse por la noche, ya que estaba expuesto, como los
otros, al aire frío y helado.
Los Hermanos que se acostaban en el mismo local que él, extrañados de que
pareciera ignorar tal incomodidad, se lo dijeron un día, para sonsacarle, que estando
expuestos a los cuatro vientos el calor les abandonaba durante toda la noche, y que
cuando se levantaban se encontraban con tanto frío como al acostarse. El señor De La
Salle se extrañó de lo que oía, y confesó que él estaba tan congelado como la cama en
la que se metía al acostarse, pero que poco a poco recobraba el calor. Y añadió,
además, que nunca le había ocurrido sentir frío durante la noche.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 417

El cambio de ropa era en esta casa otra mortificación muy dura. El sábado por la
tarde cada uno encontraba sobre su jergón, durante todo el invierno, una camisa fría y
congelada, que no se había podido secar bien a causa del tiempo gélido, y se la tenía
que poner tal como la encontraba. De ese modo, la noche servía para deshelarla y
secarla, y todos, por la mañana, al levantarse la llevaban como si acabase de salir de la
lejía; era otra mortificación para la jornada: llevar sobre el cuerpo una camisa mojada
y tener que secarla a costa del calor natural. Sin duda que esta penitencia, para
algunos, se extendía también a la noche siguiente, y que un cuerpo frío y medio
congelado no tenía suficiente calor
<1-319>
que proporcionar a una camisa mojada, el que se necesita para secarla en poco
tiempo. De ese modo, durante todo el invierno, esa molestia no terminaba sino para
recomenzar. Durante el día no veían el fuego, por la noche no sentían el calor, y de ese
modo el uso de las disciplinas era para estos penitentes el único medio de calentarse.
El uso de las mismas era continuo entre ellos, y las fajas de puntas y los cilicios
eran también bastante frecuentes. El ejemplo de su superior les daba deseos de
usarlos. Desde el tiempo en que se constituyó en verdugo de su propio cuerpo, aún no
había podido satisfacer su cólera y su venganza contra él. Su santo furor para
atormentarlo crecía, en lugar de disminuir, y es raro que haya podido resistir tanto
tiempo los rigores de tantas austeridades. No cesaba de desgarrar sus carnes y de
enrojecer con su sangre las crueles disciplinas, guarnecidas con bolas puntiagudas,
de las que se servía. Por este tiempo, uno de los Hermanos, que barría la habitación
donde él dormía, cuando el señor De La Salle estaba con los demás en la huerta,
encontró una disciplina manchada de sangre fresca y derramada recientemente,
envuelta en un papel que también estaba manchado de sangre.
Con este modelo, los Hermanos, movidos por noble emulación, caminaban con
ansia por el camino de la penitencia. Resueltos como estaban a ser hombres de dolor,
usaban todos los tipos de mortificación que puede soportar la carne. Sólo la
obediencia ponía límites a su ardor, pero ¿qué no hacían para conseguir que fuera
favorable a sus deseos? El señor De La Salle necesitaba emplear toda su firmeza para
moderarlos y toda su paciencia para admitir con mansedumbre todas las importunidades
que le hacían en este asunto. Por lo demás, este gran penitente no se resistía
demasiado, y concedía con bastante liberalidad las gracias que le pedían en esta
materia. Después de la oración de la tarde, muchos Hermanos le rodeaban para
pedirle permiso, unos para tomar la disciplina, otros para prolongar la oración o la
meditación hasta las once o las doce de la noche, otros para acostarse en el suelo, y
otros para practicar algún otro tipo de mortificación.
De esta forma, apenas había un lugar en la casa que no estuviese dedicado a la
práctica actual de alguna penitencia. Cada cual se buscaba el lugar donde martirizar el
cuerpo con facilidad y con total libertad. El ruido de las disciplinas resonaba por todas
partes, pero los oídos, ya acostumbrados al mismo, no prestaban atención.
418 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Con todo, sin contar todas estas austeridades, el género de vida que se llevaba en la
casa era por sí solo una verdadera penitencia; pues toda la jornada estaba distribuida
en ejercicios de piedad penosos y costosos, y así mantenía, a todos los que allí vivían, en
constante aplicación a Dios. Rezaban con mucha lentitud el Oficio parvo de la
Santísima Virgen, de pie y sin apoyarse en ningún sitio; en diversos momentos,
dedicaban tres horas a la meditación, siempre de rodillas; hacían dos horas de lectura
espiritual, en dos momentos, por la mañana y por la tarde, y otros actos semejantes de
piedad o de mortificación ocupaban el resto del tiempo.
El alimento era conforme a la pobreza de la casa y al rigor de la penitencia que
reinaba en ella. La única bebida era el agua. Durante los siete años que se ocupó la
casa, nunca se cocinó en ella ni se realizó la limpieza de cacharros. Todos los días se
llevaba desde la casa de la calle Princesa, en una especie de cajón, el pan necesario, el
potaje y los pobres y mortificantes alimentos que se empleaban, y el hecho de
calentarlos ya parecía que era demasiado. ¿Se creerá que las sobras de la comunidad
de sacerdotes de San Sulpicio y de otras comunidades pobres constituían los recursos de
la mesa del señor De La Salle y de su noviciado?; lo más que
<1-320>
se añadía eran callos y pies de buey. Ya he dicho antes que las personas delicadas no
habrían podido ni fijar sus ojos sobre estas raciones, por lo asquerosas que parecían a
la vista, o hubiesen pensado, si las miraban para mortificarse, que habían ganado una
victoria sobre la naturaleza. Sólo el apetito hambriento, o la costumbre de la
mortificación, podrían encontrar gusto en tales alimentos.
Por lo demás, la divina Providencia cuidaba de que los encontraran apetitosos
quienes se alimentaban con ellos; a veces tenían que esperar bastante tiempo, pues
como todos los días los llevaban desde lejos, la lluvia, el mal tiempo, los malos
caminos y otros sucesos fortuitos obligaban al Hermano que los llevaba a llegar tarde.
Algunas veces, incluso, se los quitaban en el camino, bien a su pesar. Había algunos
ladrones que esperaban a que pasase, y en varias ocasiones se los quitaron, llevándose
la caja. Como ellos mismos, sin duda, estaban más hambrientos que los Hermanos, ya
que estos casos ocurrieron en una época de gran carestía, se consideraban felices de
encontrar comida ya preparada. Por mala que fuese, el apetito les servía de salsa y el
hambre hacía que lo encontraran bueno. En una de estas ocasiones, cuando el
caritativo portador de la comida de los novicios llegó consternado a la casa para dar la
noticia al señor De La Salle, éste respondió con semblante alegre: ¡Bendito sea Dios!
Luego pidió con mansedumbre al Hermano que regresara a París a buscar las
provisiones de otra comida, que sirvió al mismo tiempo de comida y de cena, y que
como podemos creer, no les parecieron insípidas a aquellos hombres, a los que el aire
vivo y fuerte del campo y el trabajo de todo el día tenía que haber agudizado el
apetito.
Lo admirable es que el señor De La Salle y sus novicios se creían que estaban bien
alimentados, y que la mayor parte se privaban de su ración o de parte de ella. Sólo
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 419

vivían de limosnas, de aquellas que los mendigos más miserables esperan en la puerta
de los ricos, ya que los Hermanos de las escuelas de París, como he dicho, iban a
recoger a varias comunidades las sobras de las comidas, y se las daban por caridad
a los novicios.
La costumbre de confesar la culpa antes de la comida y de la cena llevó a otra
penitencia que era fruto de ella, y que no era menos mortificante que la primera. La
penitencia ordinaria de la culpa consistía en ir a darse la disciplina, y ocurría a
menudo que casi la mitad de los Hermanos estaban ocupados en aquel doloroso
ejercicio, mientras los otros estaban en el refectorio. De ordinario, en todas las
comidas había algunos que comenzaban con estos aperitivos, y lo más exquisito para
los más mortificados era que podían disfrutarlo a su gusto, pues ocurría a veces que el
piadoso superior, sin acordarse de los que estaban practicando la penitencia, olvidaba
mandarles terminarla, y les dejaba mucho tiempo para maltratarse. En efecto,
aquellos humildes penitentes no se atrevían a tomar la disciplina si no era por
obediencia, y también esperaban la orden para dejarla, y mientras tanto se azotaban
sin descanso. Con todo, sucedía que algo tarde, algún Hermano, más atento sobre los
ausentes, recordaba a su superior el exceso de tiempo que llevaban en la penitencia, y
les hacía llamar. Entonces otra mortificación se añadía a la anterior, pues habiendo
pasado el tiempo de la comida, cuando los penitentes entraban en el refectorio, salían
con los otros, habiendo comido muy poco, y a lo más media comida o media cena.
Como nunca se les mandaba ir a terminar la comida comenzada, tenía la ventaja de
unir el ayuno a la disciplina, o a
<1-321>
otra especie de mortificación. Aquellos a quienes esto ocurría parecían los más
contentos, y los que pasaban el recreo con mayor alegría. Lejos de murmurar, como
aquellos de quien habla el profeta, cuando no están saciados, se alegraban de su buena
suerte, encantados de haber flagelado su cuerpo, como una mala bestia a la que se
hace caminar a fuerza de golpes y que se lamenta del poco alimento que se le da,
porque se piensa que es indigna de él.
Era tan grande el fervor en este noviciado que para contentar a sus componentes no
había que perdonar las penitencias. Las más duras se aceptaban con mayor alegría. La
mayoría, para obligar a su santo superior a tratarlos con todo rigor, exageraban sus
faltas, y cuando no les imponía tan grandes penitencias como deseaban, se arrojaban a
sus pies y le rogaban que fuera más severo y que armara su brazo para castigar su
negligencia y su tibieza. Había otros que, siguiendo la máxima de san Francisco de
Sales, no pedían nada, sino que aceptaban con alegría mortificaciones que no
escogían ellos: comer sólo un trozo de pan, beber sólo un sorbo de agua, o quedarse
de rodillas en medio del patio casi todo el tiempo de la comida o de la cena o cerca de
una ventana si la curiosidad les había hecho mirar al pasar, a través de los cristales.
Éstos sólo iban al refectorio hacia el final, y decían la acción de gracias con los demás
por una comida que dejaban al salir a mitad o toda entera sobre la mesa, habiendo
comido muy poco. En una palabra: en aquella escuela de virtud se solicitaban todas
420 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

las prácticas de mortificación, y toda la ambición se ponía en correr por el camino


estrecho y espinoso de la perfección.

4. Extrema pobreza de este noviciado


Por la pobreza de la casa y de la alimentación se puede juzgar la pobreza de los
hábitos y de los vestidos. Eran personas que vivían de las sobras mendigadas, y si
puedo aplicar las palabras del Evangelio, se sentían felices por recoger, como los
cachorritos, lo que cae de las mesas, y así, vestían como los que piden limosna. Las
gentes más pobres no se hubiesen dignado recoger los despojos de todos los
Hermanos y de su superior. Realmente, todos ellos tenían el aspecto y la figura de
pobres en todo su exterior. Estoy persuadido de que si las medias, los zapatos, las
sotanas, los manteos, los sombreros de los Hermanos y todos los muebles de la
comunidad, se hubiesen arrojado a la puerta de la casa, hubieran conseguido atraer
miradas de compasión de los transeúntes, pero nadie hubiera echado una mano para
recogerlo. Todos los vestidos, juntos, habrían formado un montón de andrajos
cubiertos de miseria, dignos de ser tirados a un vertedero. Al mirarlos, todos ellos
movían a horror o a piedad. No se habría podido encontrar ni uno cuyos zapatos,
sombrero, sotana, o los demás vestidos, no se hubiera colocado entre los objetos
inútiles o para tirar. Tenían zapatos viejos y usados que difícilmente se mantenían en
los pies, medias desteñidas y rasgadas, sotanas y manteos remendados y recosidos
con diversos retazos de tela, a veces de color diferente, sombreros viejos roídos por
los bordes, llenos de agujeros o mugrientos, que hacían de cada Hermano en
particular una persona digna de lástima, y de todos ellos una tropa de gente miserable,
que sólo la profesión les distinguía de los pordioseros, y sólo la compasión los hacía
venerables para aquellos que la tenían. El señor De La Salle, tan pobre como ellos, y
<1-322>
en todo semejante a ellos, cubría su mala sotana con un manteo que no valía más que
ella, y cuya antigüedad lo hacía cambiar de color, y se cubría la cabeza con un
sombrero de alas anchas que le llegaba hasta los hombros. Cuando salían todos juntos
para ir a una capilla cercana, donde el señor De La Salle celebraba la santa Misa y les
daba la comunión, se podía pensar que eran pobres que salían del asilo o gente que
venía de otro mundo. Se parecían realmente a aquellos gabaonitas que sorprendieron
a Josué haciéndole creer, con sus ropas viejas y el desorden de su equipaje, que eran
extranjeros de una tierra muy alejada. Recordaban la imagen de aquellos hombres
divinos que se consideraban como las barreduras del mundo, y servían a Dios en
hambre, sed y desnudez.
Estaban todos tan lastimosamente vestidos que cuando tenían que ir a la parroquia
para cumplir con Pascua, o asistir a ella el día de San Lamberto, que es el patrón de la
misma, necesitaban dos o tres días de preparación para disponerse, con el fin de
mostrarse de forma decente. Con cualquier cuidado que tomasen para no chocar a los
enemigos de la santa virtud de la pobreza, tan despreciada y odiada en el mundo, y sin
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 421

herir la vista de los menos atentos y más indiferentes, se ganaban el desprecio de unos
y la compasión de otros. Para incrementar la confusión, los parásitos, que rara vez van
separados de la pobreza extrema, atraían la indignación y los desprecios, alejaban de
ellos a todo el mundo, y en la iglesia dejaban en torno a ellos un amplio espacio vacío.
Lo más admirable era que todos estos pobres voluntarios consideraban la pobreza
como un tesoro, y parecían estar más contentos que Salomón en medio de su gloria.
El que estaba al frente de ellos, después de haber cambiado las riquezas de Egipto por
la pobreza de Jesucristo, sabía hacer que gustasen, con su ejemplo y con sus palabras,
el maná oculto que él encontraba en ella. En efecto, la prueba de la satisfacción de su
corazón y del cuidado de la divina Providencia sobre el pequeño rebaño, es que
ninguno de ellos estuvo enfermo durante los siete años de rigor excesivo y de pobreza
extrema en que el noviciado estuvo en la casa de Vaugirard. Villa dichosa, puede
decirse que fue ésta, que estuvo santificada por la residencia y la presencia del señor
Olier, y luego por la del señor De La Salle, que debe llamarse hijo suyo, ya que fue
formado en su casa y lleno de su espíritu; ¡dos de los más santos personajes que ha
poseído París en este último siglo! ¡Villa dichosa, que tuvo el honor de ser la cuna del
célebre seminario de San Sulpicio, semillero de tantos santos eclesiásticos, y la del
Instituto de los Hermanos de las Escuelas Cristianas y gratuitas! Parece como si la
divina Providencia, que tiene cuidado de oponer los mayores ejemplos a los mayores
escándalos, y las acciones más heroicas al torrente de pecados, se hubiera complacido
en ofrecer como espectáculo, en una ciudad tan censurada por los desórdenes y los
desvaríos, un pueblo santo, adecuado para edificarla y santificarla.
En efecto, en todas partes por donde se veía a los discípulos del señor De La Salle,
se pensaba ver a hombres diferentes de los demás, y que sólo tenían en común con
ellos la misma tierra y la misma morada. Al ver a aquellos jóvenes, en la flor de la
vida, caminar silenciosos por las calles de París, tan recogidos como si estuviesen a
los pies del crucifijo, atentos a Dios, sin distraerse por el rumor de una ciudad tan
tumultuosa, tan sordos al ruido que hiere los oídos de los transeúntes como a los
insultos que les dirigían, ¿no se podía pensar en muertos que salen de su tumba, y que
aparecen entre los vivos, sin
<1-323>
querer tener trato con ellos? Por mi parte, cuando veía en aquella época al señor De La
Salle acompañado de los suyos, me imaginaba a san Francisco con los hermanos
menores, que salía para edificar, y que pensaba que había predicado lo suficiente
cuando había aparecido en público.
422 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

CAPÍTULO XI

Continuación del mismo asunto;


fervor del noviciado de Vaugirard

El fuego divino que ardía en el noviciado de Vaugirard sirvió para calentar a todos
los Hermanos del Instituto. Los fervorosos encontraban allí nuevo ardor, y los que
habían dejado caer en la tibieza su primera caridad vinieron a adquirir allí, al precio
de su sangre y de las más duras mortificaciones, el oro puro que no tiene precio y que
hace soberanamente rico. No diré sino la pura verdad cuando exponga que el celo
ingenioso del señor De La Salle para la santificación de sus hijos, encontró el medio
de tener tantos novicios como Hermanos había, y de mantenerlos en el noviciado todo
el tiempo que subsistió en Vaugirard y en París bajo su dirección.
¿Cómo ocurrió esto? Porque todas las semanas llamaba a esta casa de prueba a
todos los Hermanos que residían en París, y todos los años mandaba ir durante las
vacaciones a los que residían en las escuelas dependientes de Reims, para convivir
con los novicios y seguir sus ejercicios. Con esta santa práctica el fervor del
noviciado de Vaugirard se extendía a todos los Hermanos; cualquiera que era
Hermano, era novicio, y lo era para toda su vida.
Las dos escuelas de París, como eran las más cercanas a Vaugirard, pasaban allí la
mitad del año, pues sin contar el tiempo de vacaciones, acudían allí las tardes de las
vísperas de los jueves, de los domingos y de las fiestas, y volvían a su casa al día
siguiente. Sus camas, que consistían en jergones rotos tirados por el suelo, siempre
estaban preparadas; y durante su estancia en aquella santa casa no había ninguna
diferencia entre ellos y los novicios. Todos estaban juntos y practicaban los mismos
ejercicios, y los novicios sólo se distinguían de los recién llegados por su mayor fervor;
servían de modelos a los Hermanos, y les animaban a practicar mortificaciones y
penitencias dándoles los mayores ejemplos.
La molestia de ir y volver tan a menudo desde París a Vaugirard, y de Vaugirard a
París, en verano y en invierno, haciendo un largo camino embarrado o sobre la nieve,
con grandes calores o con grandes fríos, no frenaba en absoluto el ardor con que
acudían, bajo las alas de su padre, a aquella casa de mortificación. En cualquier
estado en que se hallasen, empapados, embarrados, sudorosos, mojados por la lluvia
o por la nieve, una vez llegados a Vaugirard, sin tomarse tiempo ni la satisfacción de
descansar, de limpiarse, de calentarse o de secar los hábitos, se unían inmediatamente
a los ejercicios que se estaban haciendo, como si acabasen de salir de un lecho de
reposo, frescos y descansados.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 423

Después de todo, en estos encuentros, el espíritu de mortificación reemplazaba


muy a propósito las pequeñas comodidades que el instinto natural deseaba en un lugar
que no tenía ninguna; pues si hubiesen escuchado las inclinaciones de la carne,
<1-324>
amiga del descanso, en vano hubieran buscado los medios para contentarla, en una
casa que carecía de todo. Estaba desprovista de todo mueble, y vacía de todo lo que no
es absolutamente necesario para el sostenimiento de la vida, y no se veían ni sillas
para sentarse ni hábitos para cambiarse, ni siquiera fuego para el uso ordinario de la
vida; éste sólo se utilizaba para recalentar los alimentos que se llevaban desde París.
En todo el tiempo restante, por muy rigurosa que fuese la estación y por intensa
que fuese la helada, el fuego no aparecía en absoluto. Los Hermanos, ateridos de frío,
no encontraban otro medio para calentarse que el calor de su caridad, o al sol, cuando
aparecía en el verano; o, como ya he dicho, en el ejercicio de la disciplina; habría
podido llamar con razón a aquel lugar la casa donde falta todo. Para complacerse, era
preciso dejar el cuerpo a la puerta, al entrar. Sólo quienes olvidaban que tenían una
carne enferma o quienes se acordaban de ella para maltratarla, eran los que podían
acomodarse en una casa donde la naturaleza estaba tan crucificada como contento
estaba el espíritu.
El fervor, por consiguiente, era necesario allí para sostener la humana debilidad, y
los que no lo tenían no podían permanecer mucho tiempo, como vamos a ver. Pero, en
fin, como decía santa Teresa, allí donde hay menos naturaleza hay más gracia; Dios
se comunica al alma que no tiene en cuenta su cuerpo, y que aunque está unido a él, lo
olvida y se eleva por encima de sus deseos. La abundancia de los dones y de los
consuelos divinos se mide por el cuidado que pone en renunciarse. En estas
academias de virtud, los más contentos son siempre los más mortificados. Los
Hermanos llegados desde París a Vaugirard, a menudo con tantas molestias, cansados
del trabajo, del camino y de los ejercicios del noviciado, veían con alegría cómo a un
día laborioso le sucedía una noche enojosa, que alimentaba su mortificación
ofreciéndoles lechos húmedos o helados durante el invierno, en unos locales donde el
uso del fuego estaba prohibido.

1. La fama de la virtud del señor De La Salle y de los Hermanos atrae


a muchas personas a la casa; muy pocos quedan; y, con todo,
el número de los que perseveraron llegó a treinta y cinco
Estos nuevos habitantes de Vaugirard, que su superior tenía consigo, ocultos en el
silencio y en la oscuridad, a los que sólo se les veía salir de la casa para ir a la iglesia,
no pudieron esconderse a los ojos de los transeúntes y de los que vivían en la zona. Su
nuevo género de vida y su vestimenta, que les distinguía claramente, no tardaron en
darles a conocer. La fama de su virtud impresionó, y sea por curiosidad o por el
atractivo de asociarse con ellos, hubo gente que quiso verlos más de cerca y entrar en
424 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

relación con ellos, que precisamente se aplicaban a romper su relación con el mundo
entero.Ya se sabe que la santidad, pronto o tarde, rasga las nubes en que se envuelve,
y a pesar de sus esfuerzos brilla a lo lejos. Sus atractivos sirven a la gracia para atraer
a los que son llamados a ella. La vista de los santos inspira el deseo de la santidad, y su
sociedad es un poderoso medio para adquirirlo. Dios, después de haberlos ocultado
en el secreto de su rostro, según la expresión de la Escritura, los descubre a aquellos a
quienes quiere hacer semejantes a ellos, y cuando se los ha mostrado, les urge para
que se junten con ellos. Eso es lo que sucede.
Al ver al señor De La Salle a la cabeza de sus discípulos, se hubiera pensado que la
célebre casa de la Trapa estaba en las cercanías de la capital del reino, o que una
colonia de aquellos santos penitentes habían venido a edificar a aquella gran ciudad y
enseñarla que los últimos tiempos se hacían revivir la pobreza, la humildad, el
espíritu de penitencia y de oración de los primeros siglos de la Iglesia. Personas
tocadas por Dios e impresionadas por la santa vida de los Hermanos pidieron el
ingreso en la casa; el año mismo en que
<1-325>
se abrió el noviciado, el señor De La Salle dio el hábito a cinco novicios y a un
Hermano sirviente, el 1 de noviembre de 1692. En lo sucesivo pudo escoger entre el
número de aquellos que se presentaron. La prueba era fácil, y no tardaba en hacerse,
pues los que acudían a aquella casa, que a justo título se podía llamar la casa de los
mártires de la pobreza y de la penitencia, no podían permanecer en ella si no tenían el
generoso designio de serlo. Aquellos a quienes la curiosidad o la necesidad llevaba
allí, ya sentían su pena al entrar, pues la compañía, la vida y el ejemplo de aquellos
hombres crucificados les parecían insoportables. La penitencia y la mortificación que
allí se practicaban, y que sólo la gracia, apoyada en una sólida vocación, podía hacer
gustar, les daba miedo, y les inducía a pedir lo antes posible que les abrieran la puerta
de una casa que consideraban como una cárcel para criminales voluntarios, que se
condenaban a sí mismos al suplicio de la vida más pobre y más austera. Si el respeto
humano les retenía allí algunos días, esas jornadas se convertían para ellos en meses y
años, y suspiraban por ser liberados de una cautividad que sometía sus sentidos, sus
cuerpos y sus almas a la tortura.
El señor De La Salle, por su parte, recibía a todos los que se presentaban, sin
examen ni selección, persuadido como estaba de que el género de vida que se llevaba
en la casa era como un viento impetuoso que dejaba caer el grano en la era del padre
de familia, lo limpiaba y lo separaba de la paja y de la cizaña. Y no se engañaba, pues
los más firmes y resueltos que acudían sin vocación y sin el deseo eficaz de entregarse
a Dios, no podían aguantar una semana, o diez días, a lo sumo; y una vez que habían
salido no tardaban en pregonar por todas partes que era preciso querer suicidarse para
permanecer con los Hermanos.
El hambre de los años 1693 y 1694 condujo allí a personas que carecían de pan e
iban a buscarlo, mas no permanecían mucho tiempo, pues el rigor de la penitencia
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 425

alejaba muy pronto a quienes habían acudido empujados por el hambre, pues
preferían salir y sufrirlo en el mundo, a permanecer allí para saciarla, pero
imponiendo otras muchas penitencias a su cuerpo. Había otros a los que conducía el
espíritu de Dios, y a quienes el buen ejemplo retenía allí; éstos daban muy pronto
pruebas de una sólida vocación, por el contento que se reflejaba en su rostro, por el
fervor que los animaba y por el gusto que mostraban hacia la vida crucificada.
De ese modo, aquella casa era la gran red que recoge toda clase de peces, buenos
y malos, pero que el Maestro celestial no tarda en separar, escogiendo los buenos y
rechazando los malos. De doce no quedaban más que uno o dos, como mucho. Y esta
pequeña tropa de elegidos llegó a alcanzar el número de treinta y cinco, que
perseveraron con ánimo invencible en una casa que estaba centrada en la pobreza, en
la penitencia, en la humillación y en la mortificación.

2. Entre estos treinta y cinco que quedaron, sólo dos eran pobres,
y los demás eran ricos o de vida acomodada
Lo que dejaba sentir el dedo de Dios, es que de todos ellos sólo había dos que
fueran pobres. Los otros vivían con comodidad, y podían ser felices en su estado; pero
el buen ejemplo y el fervor hacían que encontrasen gusto en una casa que sólo ofrecía
horrores para la naturaleza, y rechazo por parte del mundo.
Esta gracia tan abundante, que hacía brotar
<1-326>
el agua de la piedra y que endulzaba a aquellos verdaderos israelitas las aguas
amargas de la mortificación, era la recompensa a los generosos sacrificios que el
señor De La Salle había hecho de su canonjía y de su patrimonio. Desde que dejé
todo, decía a menudo él mismo, no he conocido a uno solo que se haya visto tentado
de salir con el pretexto de que nuestra comunidad no tiene bienes fundacionales. Con
estas palabras termina la memoria con la cual hemos trabajado hasta ahora, desde el
comienzo de este segundo libro.
Era preciso que la vocación de aquellos jóvenes estuviese bien afianzada para
mantenerse en un estado tan crucificado, y que la gracia fuera abundante para repartirse
sobre tantos postulantes que acudían a solicitar el ingreso en una casa tan pobre donde
a menudo faltaba hasta el pan. En efecto, muy pronto vamos a ver hasta qué extremos
vio el señor De La Salle sometido a su pequeño rebaño, los años 1693 y 1694. Esta
etapa de hambre le hizo sentir todos sus rigores, y es maravilla de la Providencia que
pudiera escapar, con los suyos, a los rigores del hambre y de la miseria; sólo un fervor
extraordinario podía retener en una casa, donde la carestía se dejaba sentir más que en
otras partes, a personas que, si se hubiesen marchado, habrían encontrado en sus
casas más comodidades.
426 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Pero ¿cómo pudo hacer frente el señor De La Salle a los gastos de todos los que se
presentaban a él, a los que admitía indiscriminadamente en su casa en tiempos tan
desgraciados? Pues, como según el testimonio de un Hermano que aún vive y que fue
testigo de todo lo que aquí se relata, de doce que entraban en aquella casa de
Vaugirard sólo quedaban uno o dos, sería preciso que hubieran ingresado trescientos
o más, para que quedaran treinta y cinco. He ahí, sin duda, una de las maravillas de la
Providencia; esos tipos de milagros se obran para aquellos que se abandonan a ella y
que han dejado todo por Jesucristo.
Como todo el mundo era bien recibido en aquella pobre casa, que abría su seno a
todos los pobres, se acudía a ella con confianza. El ingreso no le costaba nada a nadie.
Cuando después de haber permanecido algún tiempo quería retirarse, la salida era
igualmente gratuita, como la entrada. Algunas veces servía de refugio a los
abandonados, y de lugar de paso para los que buscaban un rincón. Entre ellos había
sacerdotes forasteros que acudían allí a refugiarse, y vivían sin obligaciones, con
libertad para celebrar la santa Misa todos los días, para levantarse más tarde que la
comunidad, para salir y dedicarse a sus asuntos; pero a excepción de medio cuartillo
de vino que el señor De La Salle mandó que les diesen en cada comida, su
alimentación no era distinta en absoluto de la que que tomaban los Hermanos; una
casa tan pobre y penitente no tenía nada mejor que ofrecer. Sin embargo, este
caritativo asilo a las puertas de París era cómodo para los que tenían que arreglar
algún asunto, y siempre había dos o tres que lo aprovechaban. Cuando el señor De La
Salle tenía que viajar a Reims, uno de estos sacerdotes le reemplazaba en la
celebración de la santa Misa a la que asistían los Hermanos.

3. El señor De La Salle reúne, durante las vacaciones, a todos los Hermanos,


en Vaugirard y allí llevan vida de novicios, con gran fervor
Cuando llegó el tiempo de vacaciones, el celoso superior se esforzó por ofrecer a
los Hermanos de Reims, Laón, Guisa y Rethel los beneficios de su noviciado, y los
reunió a todos en aquella casa de bendición, donde iban a renovarse en el espíritu y en
la gracia de su vocación. Su estancia en la casa comenzó con un retiro de diez días, o
más bien, todo el mes de septiembre fue un retiro para ellos. El señor De La Salle, a su
cabeza, les dirigía en todos los ejercicios, y los animaba más con sus actos que
<1-327>
con sus palabras, llenas de unción y del espíritu de Dios. Así, este buen padre tenía la
satisfacción de ver todos los años a sus queridos hijos que recorrían con alegría
treinta, cuarenta o cincuenta leguas, para arrojarse entre sus brazos, dispuestos a
recibir todas las impresiones que quisiera comunicarles. Todos acudían con una santa
emulación a recibir sus instrucciones, a buscar sus consejos, a someterse a sus
correcciones y a aprovechar sus ejemplos. Toda su aplicación durante este mes era
hacer con los Hermanos de fuera el servicio que realizaba con los que estaban en
París, es decir, el oficio de padre tierno, de pastor vigilante, de superior esclarecido,
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 427

de director caritativo y de médico hábil y experimentado. Los esclarecía con sus luces
y penetraba en el fondo de sus almas; les descubría las raíces de los vicios y de las
pasiones y les enseñaba a combatirlos y a conseguir sobre sí mismos una victoria
diaria.
Todos aquellos buenos Hermanos no recibían en vano la gracia; como los obreros
llamados a la última hora para cultivar la viña, se esforzaban por alcanzar a los que
habían sido enviados a la primera hora; y reforzando el fervor, intentaban conseguir,
durante el mes, los progresos de virtud que los otros habían logrado durante todo el
año.
Esta noble emulación sólo podía producir buenos efectos, pues al redoblar el fervor
de unos y de otros, también redoblaba la humildad. Los antiguos, avergonzados de
ver a los nuevos tan adelantados en la vía estrecha y espinosa que lleva a la Vida,
apresuraban el paso para seguirlos y para adelantarlos. Éstos, confundidos al verse
adelantados, se acusaban de flojedad y tibieza, y hacían mayores esfuerzos para no
ser los últimos en correr en una carrera en la que cada paso es costoso a la naturaleza,
y donde sólo se avanza en la medida en que uno se hace violencia.
La casita de Vaugirard estuvo en esta ocasión tan llena que sólo se encontró un
granero para alojar a los Hermanos venidos de fuera, pues no era tan rica como para
ofrecer a cada uno un jergón. Así, el único medio de alojarlos a todos fue instalarlos
en aquel granero, más o menos como se hace en un establo donde se meten animales,
sobre un lecho común de paja. Un solo jemplo servirá de testimonio al fervor de los
Hermanos llegados de las provincias. Uno de ellos, que vino a pie, como todos los
demás, aunque estaba muy fatigado, buscó su reposo en los ejercicios de piedad, que
siguió el resto del día en que llegó. Luego, al ser testigo ocular de los diversos tipos de
penitencias que se hicieron durante la cena, se reprochó su flojedad, y confuso de sí
mismo y lleno de la santa cólera que observaba en toda la casa contra la carne, no
pudo ir a acostarse sin haber hecho sentir los mismos efectos en la suya. Lleno de
impaciencia en este punto, no pudiendo posponer hasta el día siguiente una
penitencia que le parecía que era diaria en la casa, fue demasiado para él esperar hasta
después de la oración de la tarde para pedir un permiso que le parecía vergonzoso
solicitar tan tarde. Cuando lo hubo obtenido, se sintió aún más avergonzado porque
en el camino había perdido su instrumento de penitencia, o lo había dejado en la casa
de donde venía. Pues por entonces, todos los Hermanos, como buenos soldados
siempre armados, llevaban siempre esta arma con ellos. El Hermano en cuestión,
queriéndose entregar al combate sangriento con su enemigo doméstico, como
soldado sin armas, y al no querer volverse atrás ni retrasar el momento del ataque,
tuvo que acudir a la caridad de otro Hermano y pedirle prestada su disciplina. El uso
que hizo de ella fue tan violento, que la dejó manchada de sangre. Al devolverla, el
que la prestó sintió la humedad y vio su mano roja de sangre. Éste se la mostró al día
siguiente
<1-328>
428 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

al señor De La Salle con la muestra de fervor del Hermano forastero, y pensó que le
extrañaría; pero el siervo de Dios, acostumbrado ya a parecidos espectáculos, y que él
mismo dejaba en aquellos instrumentos de penitencia las marcas de su fervor cada
vez que las usaba, sorprendido por la sorpresa del Hermano, simplemente le sonrió e
hizo un gesto levantando los hombros.
El modo como todos los Hermanos de las escuelas, reunidos en Vaugirard, pasaron
las vacaciones de 1691 sirvió de norma para los años siguientes. Todo el tiempo que
el noviciado subsistió en este lugar, que fueron siete años, todos los Hermanos
acudían de todas partes, por orden del señor De La Salle, y renovaban allí su fervor
con un retiro de diez días y un mes de noviciado, cuyos ejercicios seguían. Fue en esta
casa donde se sirvió un día en la mesa ajenjo, tal como ya se dijo. El Hermano
cocinero, al ver que la huerta estaba llena de esta planta, creyó de buena fe que era
buena para comer, y que podía reemplazar a otras verduras, y la puso en la mesa,
demostrando así su ignorancia y la pobreza de la casa. La mortificación había
establecido en ella su imperio, hasta el punto de que no se permitía nadie quitar las
moscas que caían en la sopa o en las porciones que se servían. Nada repugnaba a
aquellos hombres tan mortificados, testigos de los ejemplos que su superior les daba en
esa materia, pues él se tomaba una sopa llena de moscas sin aparentar que se daba
cuenta. Un día, al ver a un Hermano que trataba de limpiar la suya le hizo la señal
de que no mirara tan de cerca. Por lo demás, por muy austera que fuese la casa de
Vaugirard, para el señor De La Salle era un paraíso terrenal y un lugar de delicias,
porque allí se encontraba libre para no poner límites a su fervor y para entregarse sin
preocupación al espíritu de penitencia y de oración. Al estar despreocupado de
cualquier cuidado que no fuese su perfección, se aplicaba constantemente a la
abnegación y a la muerte de sí mismo. Sólo enseñaba a los demás lo que él practicaba
delante de ellos. No había nada de humillante, nada de austero, nada de amargo a la
naturaleza, de lo que no diese continuos ejemplos; ningún oficio vil, ningún trabajo
penoso, ningún ejercicio mortificante de los que él no hiciese la prueba en su persona
antes de inspirar su práctica a los demás.
Por otro lado, en esta pequeña comunidad era el hombre universal, desempeñando
el oficio de superior, de maestro de novicios, de ecónomo y de procurador. Es verdad
que el oficio de procurador en una casa que sólo vivía de limosnas, y donde no había
nada que defender ni contra el robo ni contra reclamaciones, no le daba muchas
preocupaciones. Por eso, el cuidado de proveer a todo no le quitaba demasiado
tiempo, ni a su recogimiento ni a su oración, ni siquiera a su descanso, de manera que
a menudo, por la mañana, no oía el despertador, aunque estuviera cerca de él; pues su
humildad le había hecho tomar sobre sí el cuidado de despertar a la comunidad, y
durante varios meses añadió este oficio a los otros que ya ejercitaba en la casa. Como
se acostaba muy tarde y su sueño era corto, no hay que extrañar que fuera tan
profundo que el ruido del despertador no fuera suficientemente fuerte para
despertarle. Pero cuando ocurría esto, hacía pública penitencia, y se condenaba a sí
mismo a comer durante la comida sólo un pedazo de pan, arrodillado en el refectorio,
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 429

después de haberse acusado en público de su falta y de haber pedido perdón a todos


los Hermanos, uno por uno, de rodillas y profundamente inclinado, en actitud de un
pecador.
El señor De La Salle, cuando vivía en Vaugirard, tenía en sus proximidades a un
señor de gran virtud, que vivía en una especie de soledad, próxima al Observatorio.
<1-329>
Era el señor conde de Charmel. Solía pasar en la Trapa una parte del año, sobre todo
durante la Cuaresma, y el resto del mismo lo empleaba en realizar toda clase de
buenas obras. Llevaba vida de oración, y mostraba al mundo, bajo un vestido secular,
el recogimiento de aquellos ilustres solitarios cuyos ejemplos y prácticas de
penitencia él iba a copiar. El religioso de la Trapa, retirado en su desierto, parecía
revivir en él y aparecer en París para edificar a la gente y anunciar a los hombres cuál
era la casa de donde salía. Sin embargo, estos dos siervos de Dios, encerrados
únicamente en ellos mismos y ocupados en agradar al Señor y permanecer en el
olvido, vivían bastante próximos sin conocerse. El encuentro con tres Hermanos que
iban de viaje, que fueron conducidos al castillo del señor conde de Charmel por el
párroco del lugar, dio a conocer a este señor que, casi a la puerta de su casa, próxima a
París, tenía una comunidad a la que podía considerar como la imagen de la vida
penitente y mortificada de la abadía de la Trapa, y que el señor De La Salle era casi su
paisano, ya que el castillo del señor conde de Charmel, en la diócesis de Soissons,
sólo estaba a nueve leguas de Reims.
Los tres Hermanos, que pasaron por allí, fueron a pedir hospitalidad al señor
párroco, quien sorprendido más de la modestia de aquellos jóvenes, de su piedad y
regularidad que de la novedad de su vestimenta, quiso compartir su descubrimiento
con el señor del lugar. Por el relato que el pastor del lugar le hizo de sus huéspedes,
tuvo curiosidad de conocerlos y de hablar con ellos. Se informó minuciosamente de
su modo de vida y de las finalidades de su Instituto, y todo lo que conoció le encantó.
Y lo que observó en los tres jóvenes le edificó de tal modo que quiso que su casa
pudiera servir en adelante para alojar a todos los Hermanos que pasaran por el lugar.
Les pidió, además, que rogaran al señor De La Salle, de su parte, que escogiera su
castillo como domicilio de los Hermanos, y que dirigiera desde allí el viaje de cuantos
pasaran por aquella zona.

4. El señor De La Salle es visitado por el señor conde de Charmel,


que vivía cerca de Vaugirard, en soledad y oración
La visita de aquellos Hermanos, a quienes alojó con santa caridad, y que fueron
invitados a hacer oración con él en su capilla, le inspiró el deseo de conocer a su
superior, y cuando regresó a París no dejó de ir a ver a una persona de quien Dios se
servía para establecer una obra tan útil a la Iglesia. Y como testimonio de su estima y
afecto, le regaló un frontal para el altar y una casulla, muy ricas las dos. En fin,
430 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

estableció con el siervo de Dios un comienzo de piadosa relación que duró toda su
vida. El señor De La Salle, por su parte, tuvo singular estima a este piadoso señor, y
en cierta ocasión hizo su elogio en dos palabras, al decir de él que era un hombre de
continua oración.
El señor Baüyn, el célebre director cuya eminente virtud dio tanto prestigio al
seminario de San Sulpicio, también solía visitar, de vez en cuando, el Belén de
Vaugirard para hablar con su superior, pero antes de preguntar por él tenía cuidado de
informarse de si estaba en oración o en algún ejercicio que requiriese su presencia;
pues en tal caso no permitía que le avisaran, y se contentaba con pedir noticias sobre
su salud. Así era en todo la puntualidad y la fidelidad de este eminente maestro de la
vida espiritual a las cosas pequeñas.
Si se le respondía que el señor De La Salle podía fácilmente acudir, entonces
entraba en la huerta, y allí, de rodillas y en oración, esperaba a su discípulo, pues
él era a quien el piadoso fundador había tomado como director al faltar el señor
Tronson. Como la comunidad de los Hermanos en Vaugirard no estaba lejos de la
casa de campo del seminario menor de San Sulpicio, que está en la misma zona, el
señor De
<1-330>
La Salle iba con frecuencia a consultar al señor Baüyn, que estaba allí de superior, en
lugar del señor Brenier, que residía por entonces en Angers. Hablo del tiempo de
vacaciones de 1695, tiempo feliz en que los seminaristas veían a un santo ir a
consultar a otro santo, a pedir su consejo y someterse a él con respeto.
El señor De La Salle, al entrar en aquella casa, dejaba sentir la presencia de Dios,
por lo penetrado que parecía estar de ella, e impresionaba a los que no le conocían,
por el aspecto de gracia y de virtud que llevaba siempre en su rostro. Los que aún no le
conocían se preguntaban unos a otros: ¿quién es este sacerdote tan venerable que
tiene el aspecto de un santo? El señor Baüyn a veces les respondía que era un antiguo
canónigo de Reims, que había dejado todo para seguir las huellas de los Apóstoles. El
padre se mostraba entonces lleno de estima y de respeto por la virtud de su hijo
espiritual; y como algunos de los jóvenes eclesiásticos se deshicieran en alabanzas,
unos sobre la pobreza, otros sobre la penitencia, o sobre el recogimiento, o sobre el
estado humilde y mortificado del señor De La Salle y de sus discípulos, el señor
Baüyn les dijo que lo que más admiraba en él, era su actitud de abandono perfecto a la
divina Providencia, y su resignación sin reserva a la voluntad de Dios. Y añadió,
además, para dar idea del grado de perfección a que había llegado el fundador de los
Hermanos de las Escuelas Cristianas, que estaba dispuesto a ver con total
tranquilidad la ruina de su obra, y que en este asunto tan delicado se ponía en
situación de total indiferencia y se abandonaba plenamente al divino querer.
Durante las mismas vacaciones, los eclesiásticos del seminario menor de San
Sulpicio y los Hermanos contemplaron a los dos superiores subir al altar, uno tras otro,
para celebrar los santos misterios. Fue el día de San Lamberto, patrón de la parroquia
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 431

de Vaugirard. Estuvo expuesto el Santísimo Sacramento; el señor Baüyn condujo allí


a su comunidad para asistir a la santa Misa, y el señor De La Salle también había
llevado a la suya, con el mismo propósito. Nunca un espectáculo de devoción fue tan
impresionante y edificante, al ver en el altar a aquellos dos sacerdotes de la nueva ley,
que reiteraban de forma cruenta el sacrificio de la cruz. Tan sólo el verlos ya inspiraba
respeto, recogimiento y devoción. Parecían tan embebidos en la presencia de Dios,
que se hubiera creído que veían con sus ojos a Jesucristo en el Santísimo Sacramento.
Los dos se mantenían ante Él en el anonadamiento y religioso temor que san Juan, en
el Apocalipsis, atribuye a los veinticuatro ancianos y a los cuatro animales
prosternados a los pies del trono de Dios.
El señor Baüyn celebró la santa Misa el primero, y dio la comunión a sus
seminaristas; ¡pero con qué aire de santidad lo hizo! Se le hubiera tomado por uno de
los siete primeros espíritus que están cercanos a Dios, y que se consumen en amor
ante sus ojos. Parecía que no habría en el mundo otro más santo que él, y más lleno de
Dios y de su santo amor. Con todo, me atrevo a decir, el señor De La Salle, que
celebró a continuación y dio la comunión a los suyos, pareció que tenía algo distinto e
incluso superior en el orden de la gracia. Realmente se creería ver a dos serafines en
estos dos santos sacerdotes; aunque el segundo parecía mostrar en su rostro mayor
elevación ante Dios, una participación más eminente de su santidad. No hay que
extrañarlo, pues la vida que llevaba en Vaugirad era un verdadero martirio y una
auténtica crucifixión de la carne, como se acaba de ver. Allí, todos sus sentidos
estaban en cautividad, y apenas había un solo miembro de su cuerpo que no tuviera su
particular tormento. Con todo, plugo a Dios
<1-331>
añadir, a tantas penas voluntarias de su siervo, otros sufrimientos aún más duros; y
lo que es más extraño, el remedio que el antiguo canónigo de Reims añadió, más cruel
que el mal, fue él mismo un suplicio.

5. El señor De La Salle se ve afectado de reúma, que le lleva


a una especie de paralización de sus miembros; remedio que puso
Se recordará lo que dijimos anteriormente, que el hombre de Dios, después de
haber pasado buena parte de las noches, durante casi un año entero, en penitencia y
oración, pasó otro acostándose en el suelo de yeso, sobre el cual contrajo un reúma
que en lo sucesivo iba a alimentar en abundancia su paciencia. En efecto, después de
haber sufrido durante mucho tiempo los más duros dolores, se sintió a menudo como
paralizado de los brazos, de las piernas y de todo el cuerpo. Lo admirable es que el
mal se mitigaba los domingos, y desaparecía la impotencia que había sentido a lo
largo de la semana, para poder celebrar la santa Misa. Entonces, esos días pedía que
le llevaran a la capilla, arrastrándose como podía con la ayuda de los Hermanos, que le
sostenían por los brazos para que pudiera ir a celebrar. Cada paso le producía dolores
tan fuertes como si hubiera caminado con los pies desnudos sobre un camino erizado
432 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

de espinas. Una vez que subía al altar, le sostenía el redoblamiento de fervor y de


gracia, y sobrepuesto a su flaqueza, olvidaba sus males para no acordarse más que del
sacrificio que ofrecía. Luego, consolado por haber inmolado la divina Víctima y
haberse alimentado con ella, volvía contento a su lecho de dolor.
Sin embargo, buscó un remedio para una enfermedad que le santificaba, pero que
le hubiera convertido en algo inútil para su comunidad, si hubiera continuado así. No
sé quién fue el médico que le habló de un remedio que sólo podía ser del gusto de un
santo. Este remedio entra en el número de esos que nadie quiere experimentar en su
persona, y que sólo se lo aconsejaría a un enemigo. Pero el señor De La Salle pensaba
que no tenía mayor enemigo que su cuerpo, y por eso no hay que extrañar que
aprovechara esta ocasión para añadir este nuevo tormento a tantos otros como le hacía
sufrir. He aquí cómo se aplicó este remedio. Una vez extendido el enfermo sobre
sillas dispuestas como si fueran una parrilla de madera, se colocaban debajo de él dos
grandes recipientes de hierro, como sartenes, llenos de carbones encendidos, sobre
los que se arrojaban ramas de enebro, cuyo humo ardiente, metiéndose por los poros,
debía producir la transpiración de las serosidades reumáticas, o consumirlas,
fortificando los nervios y las demás partes del cuerpo. Además, mientras el paciente,
desnudo de un costado, recibía un calor abrasador, por el otro estaba cubierto con una
colcha y una manta, para concentrar en su cuerpo todos los efectos del fuego. De ese
modo, en este nuevo tipo de suplicio, una parte del cuerpo no tenía motivo para
quejarse de la otra, ni envidiar su suerte; el hombre de Dios, todo entero, estaba
sometido al sufrimiento y ninguno de sus miembros se podía librar del dolor.
La pequeña habitación donde se aplicaba este remedio, recalentada por el fuego, no
tardó en convertirse en un horno, y tan lleno de humo que había dificultad para
respirar. El Hermano que cuidaba al enfermo no tenía motivo para quejarse, viendo
con sus ojos un espectáculo de paciencia que le impresionaba demasiado para dejarle
pensar en sus penas. Al mirar al señor De La Salle tendido sobre una especie de
parrilla ardiente, se imaginaba a san Lorenzo sobre la suya, quemándose a fuego
lento, y entendía, por la generosidad del santo sacerdote, la fuerza de la caridad que
había comunicado al santo levita para soportar el rigor del más cruel de los suplicios.
La curiosidad que tuvo el Hermano de comprobar si las sillas sobre las que estaba
tendido el enfermo se quemaban, le llevó a darse cuenta de lo que sufría, pues las
encontró tan calientes que no pudo poner la mano en ellas, ni soportar el calor. El
único alivio que el piadoso paciente se permitía durante un tratamiento tan cruel,
<1-332>
era suspirar y repetir sin cesar estas palabras, con mansedumbre: ¡Dios mío, Dios
mío!, y también a menudo aquellas otras que tenía siempre en su boca: ¡Bendito sea
Dios! Por lo demás, no fue ésta la única ocasión de este suplicio, ya que el reúma, al
ser de ordinario un mal habitual, que se repite a menudo, y que en algunas épocas del
año se hace más doloroso, fue necesario repetir con frecuencia este remedio tan
violento, colocando de nuevo sobre su parrilla de madera a este mártir de la
penitencia.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 433

Sin embargo, este estado de sufrimiento no le impedía mantenerse siempre con un


ojo sobre su noviciado, y de velar por la observancia de la regularidad en todas las
casas de los Hermanos. Incluso, no esperaba a estar totalmente curado para ir a visitar
los lugares donde era necesaria su presencia, pues no tenía para nada en cuenta su
salud en todo lo que mirase al servicio de Dios, y consideraba un placer sacrificarla
por su gloria. La fama del nuevo Instituto se extendía a medida que el número de
Hermanos aumentaba, y virtuosos eclesiásticos acudían a hacer allí retiros bajo la
dirección del señor De La Salle. El señor Guyard, canónigo de Laón, entre otros, hizo
un retiro de quince días completos bajo la dirección de este ilustre maestro de la vida
espiritual. Impresionado por los ejemplos de virtud de los que fueron testigos sus
ojos, y movido por la abundancia de gracias que se dejaban sentir en aquella casa,
salió de allí tan edificado como consolado.

6. Grandes pecadores acuden al señor De La Salle


para buscar la conversión a sus pies
El brillo de la santa vida del señor De La Salle, llevado así a lugares lejanos, le
atrajo a famosos pecadores que acudieron a reclamar su caridad, y encontrar en ella
remedio para las llagas de su alma. Al ser instrumento adecuado en la mano de Dios
para las acciones más difíciles de la gracia, Dios se sirvió de él para operar
conversiones desesperadas, que pueden ser consideradas como milagros de la bondad
divina. Por lo demás, la caridad del santo superior ofrecía a aquellos hombres de
pecado, a aquellos hombres entregados a la iniquidad, un confesor tal como
deseaban: afable, solícito, paciente y tranquilo para escuchar el relato de los más
horribles pecados, de los cuales se confesaban. Una vez que habían abierto su
conciencia ulcerada, ennegrecida y pervertida, a un hombre que consideraban como
un santo, se extrañaban de ver que no se turbaba, sin emocionarse y tan tranquilo
como si le hubiesen relatado la vida de un santo. Y se extrañaban aún más al verse
más estimados por él que lo que se estimaba a sí mismo. De ese modo se generaba, en
las almas más perdidas, una confianza perfecta en un hombre que miraba la suya
como más pecadora, y que pensaba hacer justicia al considerarse el mayor de los
pecadores. No diremos aquí más sobre este punto, que reservamos para cuando
hablemos de sus virtudes. Bástenos señalar, siguiendo el hilo de su vida, que Dios le
hizo entonces útil para su gloria y para la salvación de varias almas desesperadas.
A pesar de todo, la caridad que llevaba a este santo varón a atender a los que el
espíritu de Dios le enviaba, como a otro Juan Bautista en el desierto, para ser
bautizados en las aguas saludables de la penitencia y enseñar a practicarla en una casa
que estaba consagrada a ella, no le apartaba de la atención que debía a su noviciado.
Nadie sabía mejor que él que toda la esperanza de la casa descansaba sobre el modo
como se le atendía, y por eso no acudía a nadie, sino a sí mismo, para la formación de
los novicios. El tierno padre acompañaba a sus hijos en todo, los consolaba, los
animaba, los instruía, les hacía exhortaciones patéticas y emotivas, presidía sus
434 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

ejercicios, les precedía en los trabajos más penosos y en los oficios más viles; les
mostraba en su persona con qué tranquilidad hay que afrontar las burlas, el arte de
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complacerse en los desprecios, en la pobreza y en las cruces, y, en fin, la
mansedumbre con que hay que recibir los insultos, los ultrajes, las calumnias y las
persecuciones.
Dios bendecía los trabajos del celoso superior, regados con sus sudores, sus lágrimas y
sus penas. Tenía la alegría de ver a sus novicios, como tiernos arbolitos, adaptarse con
docilidad a los pliegues que su mano les daba. Los formaba sin contradicción por su
parte, y grababa en sus almas abiertas a la gracia las huellas que deseaba. Los hijos,
moldeados según el padre, daban a conocer, con su conducta, que estaban en la
escuela de un insigne maestro de la virtud, y que sabían aprovechar sus enseñanzas y
ejemplos. Aun cuando no hubiesen sido reconocibles por la singularidad de su hábito,
su silencio inviolable, su modestia siempre igual, su perpetuo recogimiento, su
mansedumbre inalterable en medio de los ultrajes, hubieran mostrado a todo el
mundo que eran novicios o Hermanos del nuevo Instituto.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 435

CAPÍTULO XII

El hambre de los años 1693 y 1694 obliga al señor De La Salle y a


los suyos a pasar desde Vaugirard a París para poder subsistir.
Experimenta con ellos sus rigores, sin que la Providencia
los abandone. Regresa luego a Vaugirard para continuar
con el noviciado. Redacta sus reglas y los escritos

La casa de Vaugirard, para el señor De La Salle, contaba con las bendiciones del
cielo. El fervor que allí reinaba hacía deliciosa su estancia. Sin embargo, fue
necesario salir de ella, al menos temporalmente, cuando el hambre comenzó a
sentirse con todo su rigor, hacia finales de 1693; entonces ya no hubo seguridad para
los Hermanos en Vaugirard. Su casa, abierta a quien quería entrar en ella, e indefensa,
porque estaba habitada sólo por corderos, quedaba expuesta a los lobos. Su
alimentación, aunque pobre, daba envidia a los hambrientos. Ya se la habían quitado
al Hermano que la llevaba desde París, y los mismos ladrones, u otros parecidos,
esperaban encontrar todos los días, aproximadamente a la misma hora, una comida ya
preparada.
El señor De La Salle, dándose cuenta, por los robos que se cometían en todas partes
a viva fuerza, y por el que acababan de hacerles, de que los víveres no podrían
llegarles y que ya no podrían llevarlos con seguridad desde París a Vaugirard, pensó
que era mejor ir a vivir a París. Éste es el motivo que le forzó a dejar, por algunos
meses, su querido Belén, y a llevar a los novicios a la casa de los Hermanos, donde le
esperaban los rigores del hambre, y donde pronto podría decir: No hay pan en mi
casa. En efecto, aunque estaba tranquilo en medio de los temores generalizados de la
gente, vio las tempestades del hambre amenazar a su comunidad, y a los suyos temer
las flechas terribles que la mano de Dios irritado lanza contra justos y pecadores, para
avivar la piedad de los primeros y reprochar a los segundos sus desvaríos. En cuanto a
él, personalmente, sabía vivir en abundancia y soportar la escasez, al haberse
acostumbrado a ello con ayunos tan largos como rigurosos. Sin embargo, aunque
encontró mucho que sufrir con toda su familia en este
<1-334>
tiempo de calamidad, tuvo la experiencia de que nada falta a aquellos que temen a
Dios.
Lo admirable es que durante el tiempo en que ricos y pobres sintieron un miedo
bien fundado a carecer de pan, él buscó sólo en el seno de la Providencia los medios
de preservarse contra las necesidades de un hambre cruel. En los tiempos en que el
robo se temía por doquier y en que nada estaba a cubierto de su violencia; en los
436 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

tiempos en que también parecía que se desconocía la justicia y se despreciaba a la


autoridad; en los tiempos en que, por decirlo así, se le arrancaba a uno el pan de la boca,
él comía el suyo con sus hijos, con escasez, es cierto, pero sin inquietud. En aquellos
tiempos en que se veía a todo París, y casi por todas partes, un pueblo amotinado
pidiendo pan con ánimo de rebelión y de sedición, y en que se veía a algunos rebuscar
entre los desperdicios arrojados junto a las puertas algo que llevarse a la boca, y
recoger para comer lo que algunos meses antes no habrían podido ni siquiera mirar;
cuando se veía a otros, arrojados de la ciudad por el hambre, buscar errando por los
campos algunas hierbas comestibles..., el señor De La Salle daba a sus discípulos,
más temerosos que él sobre el futuro, una lección diaria sobre aquellas palabras de
Jesucristo: No os inquietéis ni digáis qué comeremos o qué beberemos y con qué nos
cubriremos. Pues así hablan los paganos, y vuestro Padre celestial sabe que
necesitáis todo eso.
Mientras a las puertas y por las calles de París se veían tropeles de pobres
hambrientos, cuyos quejidos conmovían las entrañas más crueles y cuyo rostro lívido
predecía los horrores de la muerte, y caía el terror en las almas más intrépidas;
mientras se veía a madres consumidas, que ya no tenían leche en los pechos para el
hijo que llevaban en los brazos, y los otros hijos la seguían arrastrando una vida
lánguida, y, como ella, habían perdido casi la figura humana, por lo pálidos, delgados
y desfigurados que estaban; mientras otros miserables se echaban en tierra por todas
partes, sin sostenerse apenas sobre sus pies y sin fuerza para mantener la mano
extendida en espera de recibir una limosna, ni casi para abrir la boca para pedirla..., el
señor De La Salle, tranquilo por él y por los suyos, se entregaba a los cuidados del Padre
celestial y esperaba de Él, en paz, el alimento diario, o al menos una parte del mismo;
y cuando faltaba, o más bien cuando tardaba, recurría a la bondad de Aquel que lo
distribuye, pidiéndola con confianza al Padre común, que no se lo niega a nadie en la
necesidad cuando se le pide con humildad y confianza. Antes de pasar a hablar por
menudo de las virtudes heroicas, para las cuales el hambre proporcionó al señor De
La Salle largo ejercicio, tenemos que recordar las pequeñas diferencias que tuvo que
sostener con el señor Baudrand con motivo del hábito de los Hermanos y de la
apertura del noviciado. Desde entonces, este ilustre personaje, aunque celoso por
realizar todo tipo de bien, había cerrado su corazón al nuevo Instituto. Ya no miraba
al señor De La Salle como ayer y anteayer, según la expresión de la Sagrada
Escritura, y ya no le daba muestras de benevolencia. Dios lo permitía así para dar a su
siervo ocasión de ejercitar la paciencia, pues ya se sabe que las cruces más duras para
los santos son las que están talladas por la mano de personas de bien. Dios santifica a
uno por medio de los otros, y permite a menudo que se crucifiquen mutuamente.
Como el señor Baudrand había previsto que los gastos del noviciado de Vaugirard
podían recaer sobre él, en un momento en que las limosnas estaban agotadas, a causa
de la multitud de pobres, y en que le sería imposible socorrerle, no hay
<1-335>
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 437

que extrañarse de que se opusiera a su apertura, y que se hiciera tan lento para prestar
ayuda en tiempo de hambre. Además, el venerable párroco, que no había olvidado
aún la resistencia encontrada en el siervo de Dios a su propuesta de introducir
cambios en el hábito de los Hermanos, pensó que no debería compartir sus
liberalidades con una persona a quien consideraba como testarudo.

1. El señor Baudrand se niega a pagar las 500 libras de pensión


prometidas para los dos Hermanos encargados de la escuela
de la calle du Bac
El señor De La Salle comenzó a sentir los efectos de aquel prejuicio por la
supresión de las 500 libras de pensión de los dos Hermanos que atendían la escuela de
la calle du Bac. Sin embargo, había sido el señor Baudrand quien había abierto esa
escuela y quien había establecido la pensión; pero Dios permitió que la olvidara o que
cambiara de criterio, y que el señor De La Salle y los Hermanos tuvieran que soportar
la consecuencia de este olvido o del cambio de disposiciones, con la supresión de esta
cantidad tan importante en una época de pública calamidad. Esta negativa súbita e
imprevista de las 500 libras y de otras limosnas que esperaban el señor De La Salle y
sus Hermanos, por ser pobres, de la caridad del señor párroco, que tenía un corazón
grande y caritativo, los dejó en manos de la miseria, y les dio tiempo para
experimentar las flechas agudas del hambre, y de sentir sus crueles heridas, según la
expresión de un profeta. Esta situación le tuvo que parecer muy triste a un hombre que
había nacido en rica casa y había sido educado en la delicadeza y alimentado en la
abundancia; a un hombre que había tenido riquezas y que habría contado con todas las
comodidades si no hubiera hecho el sacrificio de todo ello.
En tal circunstancia, otro menos entregado a Dios hubiera podido dar entrada en su
alma a la tentación de pesar por los sacrificios y despojos realizados, y podría haberse
acusado por su exceso e imprudencia. Pero él, inquebrantable en medio de las
tormentas del hambre, no perdió nada de su paz y de su confianza en el Padre
celestial. Con todo, Dios, para someterle a la prueba extrema, permitió que le faltase
todo: pan, provisiones, dinero, y todo lo que la vida necesita. El pan, que se servía en
la mesa a peso, y que solía ser muy poco, se acabó, y no se encontró más en la casa, ni
tampoco dinero para comprarlo. Entonces, diciendo a sus Hermanos In domo mea
non est panis, (En mi casa no hay pan), los animó y los exhortó a la paciencia, y se
mostró tan contento que ninguno de ellos se pudo afligir.
Entonces ocurrió que al ir al refectorio y salir en ayunas, la acción de gracias seguía
al Benedicite, o que la comida se terminaba cuando habían tomado una sencilla sopa
de verdura. Con todo, a pesar de que salían como habían entrado, sin haber comido,
salían del refectorio con nueva alegría, que el espíritu de Dios derramaba en el
corazón de aquellos pobres evangélicos. De esta forma, su alma se encontraba
saciada mientras su cuerpo se quedaba en ayunas. En cierta ocasión quedaron
gratamente sorprendidos cuando, sin esperar nada, hallaron pan en el refectorio,
438 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

aunque muy negro y en poca cantidad. El señor De La Salle lo presentó a la


comunidad, pero como no quiso tomar nada, ninguno quiso tocarlo; así se vio
obligado a tomar algo, y sólo comió un trocito. Y este ejemplo lo siguieron todos, de
manera que cada uno tomó tan poco que todavía sobró. Este pan había sido fruto de la
diligencia del Hermano ecónomo, que al parecer lo había recibido de limosna.
Esta ayuda tan ligera y pasajera los dejó a todos, al día siguiente, en su primera
escasez; y fue tan grande y larga, que pudo agotar el ánimo más constante y la
paciencia más heroica. Así, el ánimo de los Hermanos sí se quebró, y les pareció mal
que su superior agotara, al parecer, su confianza en
<1-336>
Dios, al recibir, incluso en los momentos de mayor calamidad, a nuevos sujetos, a los
cuales parecía que era el hambre, más que la vocación, lo que les llevaba a su casa, y
que al aumentar el número, incrementaban también la miseria. En cuanto al señor De
La Salle, nada le turbaba, nada le daba miedo, nada le separaba del seno adorable de la
Providencia, en el cual descansaba sin preocupación y con la tranquilidad del niñito
que duerme en los brazos de su madre.

2. El señor De La Salle experimenta con sus Hermanos


el rigor del hambre, y la divina Providencia les socorre
Esta amable Providencia que nunca le había abandonado, dio una nueva prueba a
su siervo, cuando estaba, con los suyos, reducido a la última necesidad, de que no le
había olvidado y que no se dormía en lo referente a cuidar de su familia. Después de
haber probado suficientemente su virtud, tuvo el placer de proveer a su necesidad con
una aventura singular. El señor Baudrand, algo descontento con el señor De La Salle,
como ya dijimos, le olvidaba, y su caridad parecía dormida sobre sus necesidades;
pero he aquí la voz de que se sirvió Dios para despertarla. Cierto día en que no había
en casa de los Hermanos ni pan, ni nada que sirviera de alimento para el hombre, ni
dinero, excepto una moneda de cuatro sueldos, el Hermano provisor salió para
comprar unas berzas y hacer con ellas la última comida, al parecer, para una
comunidad que sólo tenía que esperar la muerte después de terminarla.
Este Hermano, al ir a buscar una especie de retraso de la muerte en unas pocas
provisiones de verduras, habría podido decir, más o menos, como la viuda de Sarepta:
Voy a comprar unas berzas, cocinarlas para los Hermanos, y después de este pequeño
alivio del hambre, esperar con ellos, en santa paciencia, el final de nuestras vidas.
En esta ocasión Dios le inspiró que se presentara con otros pobres a recibir limosna a
la puerta de una caritativa dama que las estaba distribuyendo. El ruido que se hacía
allí le forzó, al pasar, a levantar los ojos, y vio un montón de pobres que se
apresuraban a tender la mano para recibir el donativo, y parecía que le invitaban a que
se uniera a ellos. Así lo hizo, pero su alta estatura y la figura de su hábito llamaron la
atención de la piadosa dama, que se extrañó. Hizo entrar al Hermano y le preguntó
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 439

por qué le veía confundido con los miserables pidiendo a su puerta una pequeña
limosna.
«¿Es que entonces —añadió—, el hambre se deja sentir en su casa? ¿El señor
párroco deja en la extrema necesidad a los primeros pobres de su parroquia, a los que
él mismo emplea para instruir a los pobres?». El Hermano respondió con sencillez
que su comunidad estaba reducida a la mayor necesidad y que desde hacía tiempo
sufría los rigores del hambre; que en aquel momento iba a comprar unas berzas con
una moneda de cuatro sueldos, el único dinero que había en la casa, para hacer una
comida a los Hermanos, que podría ser la última. La virtuosa dama, más sorprendida
aún, le dijo: «Vaya en paz, que voy a dar orden sobre ello». En efecto, no tardó en
hacerlo, pues fue a avisar al señor párroco de la extrema necesidad en que se hallaba
la comunidad de los maestros que había escogido para la instrucción de los pobres en
su parroquia.
Como esta dama era una de las fuentes de recursos del señor cura párroco para los
pobres de su parroquia, no había peligro de que no la escuchara. Sus palabras fueron
para él una orden, y no tardó en enviar al señor De La Salle algo de dinero para aliviar
la extrema necesidad de su casa. Pero su corazón, abierto una vez más, ya por
compasión hacia la miseria de los Hermanos, o bien por consideración hacia una
persona de quien recibía tantas ayudas para los pobres, no tardó en cerrarse de nuevo.
Hacia mediados de enero de 1694, que fue el tiempo más duro de la escasez, ya fuera
porque
<1-337>
el señor Baudrand hubiera agotado todas sus limosnas, ya porque creyera que no
debía mostrar a los Hermanos preferencia sobre los demás pobres, comunicó a su
superior que no le daría más, y que ponía en su cuenta lo que le había entregado a
finales del año anterior, y que lo consideraba como un anticipo de la pensión de los
Hermanos que atendían las escuelas de la parroquia.
Fue una nueva tentación para la paciencia del señor De La Salle. Una vez más vio
su casa reducida a la extrema necesidad: sus hijos le pedían pan y no tenía qué darles.
¿Qué haría en este incremento de aflicciones? El ayuno y la oración eran los dos
medios seguros para obtener del Padre de bondades todo lo que se desea. El señor De
La Salle empleó los dos, lleno de confianza, y la víspera de la Conversión de San
Pablo fue a la iglesia, a arrojarse a los pies de Jesucristo, para exponerle las
necesidades de su familia y conjurarle a que recordara que Él era su padre.
Al terminar aquella oración, al parecer el siervo de Dios tuvo la inspiración de Dios
de ir a ver al señor Baudrand, y tuvo el presentimiento de que sería escuchado, pues
iba a exponerle sus miserias y las de su familia. El momento resultó ser el más
favorable. El señor Baudrand acababa de recibir el dinero que le enviaba el rey para
ayudar a los pobres de su parroquia. La alegría de una ayuda tan necesaria, llegada tan
a propósito, dilató su corazón y le ablandó por las necesidades de los Hermanos y de
su superior. Le abrazó y le entregó allí mismo 200 libras; le aseguró que no contaría el
440 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

dinero dado el año anterior, y le prometió en el plazo de quince días o tres semanas
otras 200 libras, que en efecto le entregó. De este modo, el hombre de Dios
experimentó una vez más que su bondad nunca deja confundidos a los que esperan en
Él. Por lo demás, esta ayuda resultó ser bien corta.
Las 400 libras no duraron mucho tiempo en una casa donde todo faltaba, y cuando
esta cantidad se hubo gastado, el señor De La Salle se encontró de nuevo en su
primera miseria. La solución fue acudir de nuevo al señor Baudrand, y esperaba
encontrar una vez más, en su caridad, el mismo lugar que tenían los demás
desgraciados, y que su corazón, tan compasivo con las miserias de los pobres de su
parroquia, tendría piedad de las de sus Hermanos. Tampoco se engañó en esta
ocasión. El piadoso pastor, impresionado por las necesidades de esta nueva familia,
quiso proveer a los gastos del pan que necesitasen; y a ruegos del señor De La Salle
dio orden al panadero que les proporcionase cierta cantidad. Esta actitud sorprendió
agradablemente al siervo de Dios. El pan necesario para la vida era su mayor deseo, y
el principal alimento de su pobre comunidad. Ya le podía faltar todo lo demás, con tal
de tener pan, que por el resto no se preocupaba demasiado. Pero si su alegría fue
grande, no duró demasiado. Él se hizo la idea de que cuando el señor Baudrand le
quiso abastecer del pan necesario para su comunidad, lo hacía como limosna. Si el
señor Baudrand había tenido tal intención, no tardó en arrepentirse de ella, y la anuló
cuando el panadero le presentó, hacia finales de julio, una factura de 800 libras. El
pan proporcionado, que montaba a esa cantidad, y que correspondía sólo a dos meses
y medio, asustó al señor párroco, que retiró su palabra, resuelto a no echar sobre sí una
carga tan grande. Incluso hizo recaer todos los gastos sobre el señor De La Salle, pues
se negó a darle nada, y aseguró que sólo había querido adelantar la suma que se había
marcado él mismo, para la pensión anual de los Hermanos que daban clase en su
parroquia.
Cualquier cosa que pudiera alegar el señor De La Salle sobre la cuestión, no quiso
escucharla, y permaneció sordo a sus ruegos y
<1-338>
consideraciones. Pero la divina Providencia intervino con una disminución súbita del
precio del trigo, y por una vuelta, aún menos esperada, a los primeros sentimientos de
estima y amor a la familia del señor De La Salle en el corazón del señor Baudrand. En
efecto, el generoso párroco prometió gratificar a los Hermanos con 100 libras
mensuales para el resto del año. El regalo era importante, pero no era suficiente para
el gasto necesario de pan, que suponía unos cincuenta escudos al mes. Pero la divina
Providencia, que ya había probado la confianza de su siervo con las más duras
tentaciones, fue su recurso. Ella proporcionó lo necesario a la comunidad más pobre
de París, mientras que los más ricos tenían bastante dificultad para superar las
desgracias de aquel tiempo. Y para hacer que el señor De La Salle viera que Ella era la
única a quien debía las ayudas inesperadas que había recibido, permitió de nuevo que
el señor Baudrand, una vez más, cerrase los ojos a sus necesidades, y que perdiera
respecto de él y de los Hermanos el fondo de ternura que tenía con los demás pobres.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 441

3. El señor De La Salle experimenta nuevas dificultades


por parte del señor Baudrand, por cuestión de la casa
Los seis primeros meses del año siguiente, 1695, los Hermanos no recibieron nada
del pastor que los empleaba en su parroquia. Más aún, pues el señor Baudrand se negó
a pagar el alquiler de la casa, que él mismo había alquilado para ellos, y que hasta
entonces siempre había pagado. Y no paró ahí, pues también hizo recaer sobre ellos el
pago del alquiler de la casa correspondiente al año anterior, 1694, es decir, el año
terrible que había sido para ellos un año de paciencia, de penitencia y de la mayor
pobreza. El motivo de esta nueva negativa tuvo su origen en la resistencia que
encontró en el señor De La Salle para salir de la casa en que se alojaban los Hermanos,
en la calle de la Princesa. El señor Baudrand quería que pasaran a la calle Guisarde, y
para obligarles a trasladarse, se negó a renovar el alquiler de la primera. Pero la casa
nueva no era adecuada para una comunidad. El señor De La Salle no pudo decidirse a
un cambio tan negativo. Prefirió incurrir una vez más en la indignación del señor
párroco, y sufrir la dificultad, por la retirada de una ayuda caritativa y justa a la vez, a
exponer a su rebaño a los inconvenientes de la nueva casa.
Sin embargo, como desconfiaba siempre de sus propias luces, consultó lo que
debería hacer. El consejo que recibió fue que continuara con el alquiler de la calle de
la Princesa, si se la querían alquilar. Pero ¿querrían alquilarle una casa tan cara? Eso
era dudoso, y ni siquiera parecía posible, pues ¿qué seguridad podría haber de la renta
anual? ¿Qué garantía se podía tener de la comunidad más pobre del reino, que vivía
sólo de limosnas, que tenía tantas dificultades para defenderse de las miserias de la
vida, y a la que el hambre había casi devorado en el último año, en medio del
naufragio generalizado de tantos desgraciados muertos de hambre? El señor De La
Salle, con todo, que en casi todas las cosas esperaba contra toda esperanza, intentó el
alquiler, y lo consiguió. El contrato fue sólo oral, pero subsistió, con gran extrañeza
del siervo de Dios mismo, que no acababa de admirar el dedo del Todopoderoso en
este asunto. Era extraño, desde luego, que el propietario de una casa importante se
arriesgase a alquilarla a personas que eran tan pobres como los que viven en el asilo.
El señor Baudrand, enterado del nuevo alquiler, mandó a buscar al señor De La
Salle y le armó toda una escena; pero el siervo de Dios se libró de ella consintiendo en
correr con los gastos del alquiler, es decir, que en lo sucesivo pagaría él los gastos de
alquiler de la casa. El señor cura párroco no tuvo más que decir, sino que era un
testarudo, que siempre había pretendido
<1-339>
estar por encima de él y del señor de La Barmondière. Con todo, el siervo de Dios,
con relación al señor de La Barmondière, nunca hizo nada sino por consejo del señor
Baudrand; y respecto del señor Baudrand, no hacía nada sino con el parecer de
personas a quienes el mismo señor Baudrand tenía en gran estima, como ya se dijo.
442 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

4. Regresa a Vaugirard para continuar con el noviciado


El tiempo de la miseria había pasado, y París ya no tenía ningún interés para el
señor De La Salle. El tumulto que reinaba en ella, la gente rica que allí residía y los
obstáculos de los negocios que en ella se daban, le hacían suspirar por la soledad de
Vaugirard; y por eso regresó allí con premura, lo más pronto que pudo, con cinco o
seis novicios y Hermanos. Allí, tranquilo en el lugar de su reposo, pareció olvidarse
de nuevo de que estaba en el mundo, e incluso de que hubiera mundo, por lo muy
ocupado que estaba en Dios y en el deseo de la perfección. Trabajaba como una
persona que sólo tiene un negocio, y que este único negocio lo lleva muy a pechos. Al
considerar que cada día era el último de su vida, y considerando que todavía no había
hecho nada por Dios, se esforzaba por agradarle en todo momento y por entregarle
cada día lleno por la práctica continua de las virtudes. Se mantenía siempre con los
ojos fijos en el camino que le faltaba por recorrer, y se daba prisa para avanzar a
grandes pasos, sin tomarse reposo ni descanso. A ejemplo del gran Apóstol, olvidaba
todo lo que había hecho y sufrido por Dios, y sólo pensaba en lo que aún quedaba por
hacer y sufrir.
Los Hermanos que dejó en París, unos ocho o nueve, para atender las escuelas de la
parroquia de San Sulpicio, acudían a Vaugirard para pasar allí los días de asueto y de
fiesta, como lo habían hecho antes del año de carestía, y en consecuencia se
encontraban buena parte del año bajo las alas de su padre y en los ejercicios del
noviciado. El digno superior, solo con ellos, no pensaba sino en encaminarlos hacia el
cielo y avanzar con ellos. Estando atento únicamente a su santificación y a la suya
propia, se desentendía de todo lo demás, y no pensaba en todo ello más que los
muertos ocultos en el sepulcro. Todo le hablaba de ello, y le guiaba eficazmente a la
virtud sublime: humildad, mansedumbre, mortificación, penitencia, caridad, recogimiento,
vida interior, espíritu de oración, práctica de la pobreza y del desprendimiento, etc.,
eran virtudes que brillaban en todos sus actos. Los enseñaba con el silencio mismo, y
los predicaba con la práctica continua. A los Hermanos les bastaba mirarle para
animarse al fervor. Siempre estaba a su cabeza para los oficios más viles, más
humillantes y más repugnantes a la naturaleza, y les enseñaba con su ejemplo que
todo se hace con alegría cuando se ejecuta con mucho amor de Dios.

5. Compone la Regla; de qué manera lo hace


En este tiempo, encontrándose descansado, tuvo la inspiración de aprovecharlo
para trabajar en la redacción de una Regla. Como había tenido cuidado de hacer
preceder la práctica de los reglamentos que quería establecer, sólo se trataba de redactar
por escrito las prácticas que el fervor ya había autorizado. Tal era el prudente proceder del
piadoso superior. Todo lo que deseaba que pasase a la Regla, había tenido la
precaución de insinuarlo acertadamente en sus palabras y proponerlo con sus actos.
Estudiando a Jesucristo había aprendido a actuar antes de enseñar, a insinuar antes
de aconsejar, y a aconsejar antes de ordenar. Su santo proceder tendía de ese modo a
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 443

elaborar leyes duraderas y observantes fieles, y no leyes pasajeras, cuyo yugo,


sacudido con la misma facilidad con que se acepta, sólo sirve para multiplicar las
prevaricaciones y los prevaricadores. Acorde con esta actitud, había realizado un
largo ensayo de todos los reglamentos que deseaba establecer, y la experiencia de
más de quince años le había mostrado lo que tenía que añadir o eliminar en las
prácticas introducidas. Al recogerlas todas juntas en un cuerpo de Regla, sólo
proponía prácticas
<1-340>
antiguas y ya acreditadas. Los Hermanos menos perfectos no podían oponerse,
puesto que no se trataba de ninguna ley nueva, y porque se contentaba con poner por
escrito lo que ya estaba establecido.
Con todo, antes de poner mano a la obra, este nuevo Moisés recurrió, como de
ordinario, a las luces del Espíritu Santo; y para merecerlas, al ayuno, a la oración, a la
meditación y a nuevas penitencias. Después de haberse aplicado a ello durante mucho
tiempo con fervor, sintió que su corazón se abría a la inspiración celestial, y lleno del
espíritu de Dios, compuso el conjunto de las Reglas. Esto no fue suficiente. El
humilde superior no quería imponer nada por autoridad, sino que todo tuviera la
aprobación y buena voluntad de los Hermanos. Aunque tuviera, por su condición de
padre, de jefe y de fundador, derecho para dictarles normas y someterlos a ellas,
siempre tuvo la humildad de no hacerlas sino con su aceptación. Llevaba ante ellos, y
sometía a su parecer, sus pensamientos, sentimientos y resoluciones, y él mismo los
suprimía por cualquier resistencia que encontrase en ellos para aceptarlos y
confirmarlos con sus votos. Lo que siempre había hecho, también lo hizo en esta
importante ocasión. En una asamblea de todos los Hermanos veteranos les dejó el
conjunto de las Reglas, tal como están aún hoy, para que las leyeran y examinaran.
Les dio plena libertad para que hicieran sus observaciones y para que le dijeran con
franqueza lo que habría que añadir o suprimir.
Cada uno pudo hacer sus reflexiones particulares, y luego él los escuchó con
mansedumbre y docilidad; y todos le encontraron dispuesto a hacer los cambios que
deseaban. Pero aquellos buenos hijos, persuadidos de que su virtuoso padre tenía él
solo más luces que todos ellos juntos y que no había escrito nada con su mano en la
Regla sino lo que el Espíritu Santo le había inspirado y lo que el uso ya había
autorizado, la recibieron con respeto y sumisión, y aprobaron todos los artículos en
unidad de espíritu y de corazón.
Esta disposición de corazón humilde y dócil que el señor De La Salle ponía en
todas las cosas, y que le movió a someter al examen de sus discípulos la Regla que
acababa de escribir, fue en él una disposición permanente y habitual, y en este punto
como en todos los demás. Pues, más tarde, cuando algunos imperfectos le decían que
la Regla era demasiado molesta y austera, le encontraban dispuesto a introducir los
cambios que quisieran hacer personas prudentes y esclarecidas. Llevémosla —decía—
a tres superiores de comunidad de los más virtuosos y doctos. La someto a su juicio, y
444 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

suscribo de buena gana las añadiduras o las supresiones que consideren oportuno
hacer en ella». El único cambio que hizo a las prácticas introducidas fue en el asunto
de los recreos. Entre los Hermanos se hacían como se hacen en todas las
comunidades: cada uno tenía libertad de hablar sin impedimento y sin ser forzado. De
ese modo se introducían algunos defectos. De esa manera, una acción necesaria para
el descanso del cuerpo se convertía en acción peligrosa para el alma.

6. Intenta cortar todos los defectos que se daban en los recreos


con disposiciones particulares
Si los desórdenes de los recreos poco cristianos no se notaban todavía en su
comunidad, al menos había que temer que con el tiempo, y con la disminución del
fervor, se introdujeran algún día en ellos. No habiendo posibilidad, ni siquiera de
pensarlo, que se recibiera un privilegio en este punto para su Instituto, que ningún
otro ha recibido, era prudente ver si había algún modo de prevenir ese inconveniente.
Lo más corto hubiera sido suprimir, si hubiera sido posible, un acto tan peligroso, y
del cual es fácil abusar para propia perdición; pero el descanso del espíritu y del
cuerpo es necesario, y la debilidad humana rara vez se puede privar de él. Un arco
siempre tenso se rompe; el espíritu siempre esforzado se agota, y
<1-341>
los ejercicios de piedad fatigan y disgustan si nunca se interrumpen. Sólo en el cielo
es donde el hombre en su totalidad puede vivir de la vida del espíritu y encontrar su
descanso y un placer siempre nuevo en el ejercicio actual, único y continuo del amor
de Dios. Mientras lleva un cuerpo corruptible, cuyo peso carga sobre el alma y
deprime sus deseos, necesita recrearse, como necesita dormir y comer. El secreto está
en hacerlo de manera cristiana y de santificarse en ellos. Es el secreto que el señor De
La Salle buscaba desde hacía mucho tiempo, y para encontrarlo recurrió a la oración.
A ejemplo de los santos, tenía como norma no hacer nunca nada que tuviera cierta
importancia sin haberlo consultado durante mucho tiempo y a menudo con el divino
oráculo. Para conseguir que sus oraciones fuesen más puras y prolongadas, tenía la
costumbre, en esos casos, de hacer un retiro. Así pues, hizo uno sobre el asunto de los
recreos, para conocer de Dios el secreto de eliminar los defectos que suelen tener y
que los destrozan. El plan que siguió después de hacerlo nos dirá el consejo que le fue
inspirado sobre el modo de santificar los recreos. Nos enseñará, al mismo tiempo, con
qué mansedumbre y con qué acierto el prudente superior insinuaba con su ejemplo las
prácticas que quería introducir en su comunidad. Al acabar su retiro, comunicó a
algunos de sus discípulos más fervorosos el plan que le había sido inspirado sobre el
modo de santificar los recreos, y les pidió que se unieran a él para ayudarle a
introducir varias reglas sobre este asunto, que no traeremos aquí porque tendremos
ocasión de hablar de ello más adelante.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 445

Una vez que el señor De La Salle hubo recogido a su gusto en un cuerpo de Reglas,
todas las prácticas y usos de la comunidad, pensó enriquecerlo con otras varias obras,
muy útiles para los Hermanos y para sus escuelas. Entre ellos están la Urbanidad
cristiana, las Instrucciones sobre la santa Misa, el modo de oírla bien y de recibir
dignamente los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, catecismos de todo
tipo, pequeños para los niños, otros para los Hermanos, más amplios, profundos y
doctos, mezclados con reglas de moral y prácticas piadosas. Estos catecismos
constituyen la fuente en donde obtienen los maestros de las Escuelas Cristianas sus
conocimientos para explicar las grandes verdades de la religión. También compuso
meditaciones y otros libros de piedad, para uso particular de sus discípulos.
446 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

CAPÍTULO XIII

Se introducen entre los Hermanos los votos perpetuos;


en la ceremonia, el señor De La Salle busca la ocasión de dejar,
una vez más, el cargo de superior, pero en vano.
Obtiene permiso del señor arzobispo para erigir una capilla
en la casa del noviciado; oposición que encuentra por parte
del párroco de Vaugirard

1. Los Hermanos piden vincularse con votos perpetuos


Los Hermanos, fervorosos y firmes en su vocación, no habían perdido ni la
atracción por los votos perpetuos ni la esperanza de hacerlos. Los votos por un año o
por tres años les parecían compromisos demasiado pasajeros, y se dolían de no contraer
compromisos perpetuos con un dueño que es inmutable por naturaleza, e infinitamente
bueno por esencia. Pensaban que sólo le pertenecían a medias mientras los lazos que
le unían a Él no fueran indisolubles, y
<1-342>
esperaban encontrar en su gracia la fuerza que su voluntad no tenía en sí misma.
Determinados a ser de Dios sin reserva y sin retorno, sentían vergüenza por no
haberle hecho todavía el sacrificio total de su libertad. «No nos relacionaremos con
Dios —decían a este propósito al señor De La Salle— sino como los criados de
labranza con los amos a quienes sirven. Terminado el año de servicio que han
prometido, se comprometen con otro amo de su agrado, o renuevan con el primero el
contrato de un año. Con un pie dentro y otro fuera de la casa donde sirven, están
siempre preparados a quedarse o a marchar, según lo exija su interés. Ninguno de esos
dueños puede asegurar sus servicios más allá del plazo convenido, porque ninguno de
ellos posee el corazón de esos mercenarios. Pues bien, nosotros no servimos a Dios
como lo hacen los criados a sus amos, comprometiéndonos por un año, o a lo más por
tres, y recobrando nuestra libertad una vez que ha expirado este tiempo. Por
desgracia, al recobrarla, encontramos el instrumento de nuestros desórdenes, y tal vez
de nuestra pérdida. Si el sacrificio estuviera hecho, la necesidad de perseverar en
nuestro santo estado fijaría nuestras voluntades en él de manera inmutable, y al
comprometernos con Dios para siempre, uniría a Él nuestros corazones».
El señor De La Salle se complacía en oír tales razonamientos, y su silencio daba
ocasión para que los repitieran con frecuencia. Tales deseos le gustaban, pero en la
inseguridad de saber si todavía eran prematuros, o si nacían de una piedad profunda o
simplemente superficial, optaba por dejarlos caer, aparentando no prestarles mucha
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 447

atención. Con esta indiferencia aparente quería saber qué espíritu movía a hablar a
sus discípulos: si era el espíritu humano o el de Dios quien les impulsaba a desear
hacer votos perpetuos. La longanimidad y la perseverancia, que son dones del
Espíritu Santo, son indicios de su inspiración, y ésos eran los que esperaba el
prudente superior para saber qué debería pensar de los deseos de sus discípulos.
Por muy constantes que los veía, quería dejar más tiempo antes de darles la
esperanza de escucharlos. Para ponerlos a prueba una vez más, a comienzos de 1694
les dijo que les dejaba los cuatro meses que faltaban hasta la fiesta de la Santísima
Trinidad, para pensarlo. Escribió también a los Hermanos veteranos que estaban en
las cuatro escuelas de provincias y les rogó que reflexionasen seriamente sobre el
tema y lo encomendasen mucho a Dios. Por su parte, su postura fue recurrir, como
hacía de ordinario, a las vigilias, ayunos, meditación, oración y otras austeridades
para alcanzar gracias y luces, pues consideraba este asunto de la máxima importancia,
que exigía la mayor madurez y prudencia posibles. Por un lado estaba encantado de
encontrar en sus hijos tan vivo celo por la perfección, y tanta presteza para ser de Dios
sin reserva. Pero como la experiencia enseña que los votos perpetuos, que por su
naturaleza son compromisos de perfección, pueden convertirse con frecuencia en
ocasiones de condenación cuando se hacen temerariamente, temía que su discípulos
se ligasen ellos mismos con ligereza. Con la duda de si los vínculos que iban a escoger
servirían al espíritu de Dios para llevarlos a la perfección, o al espíritu maligno para
arrastrarlos a su perdición, dudaba y estaba indeciso, y no cesaba de consultar a Dios.
La voluntad divina no se le manifestaba
<1-343>
sobre este asunto. Se mantuvo indeciso en este punto y no dejaba de sopesar las
razones a favor y en contra; y cuanto más las comparaba, más temía volver atrás o
seguir adelante en una cuestión tan delicada e importante. Como no encontraba en sí
mismo luces suficientes para determinarse, ni señales seguras de la voluntad de Dios,
las buscó en sus discípulos, y con el fin de conseguir que ellos mismos las tuvieran,
pidió a los que consideraba capaces de contraer compromisos irrevocables que
hicieran un retiro, uno tras otro, durante los cuatro meses que faltaban. Sus objetivos
eran: 1. Disponerlos a una acción tan santa e importante; 2. Que estudiaran con
calma las disposiciones de cada uno, y examinar si encontraría en ellos la gracia y la
virtud necesaria para realizar tal proyecto; 3. Preparar sus almas y ponerlas en estado
de purificarse y de exponerse a los rayos del sol de justicia, para recibir la luz divina.

2. El señor De La Salle explica a los doce Hermanos


las consecuencias de los votos perpetuos
Los retiros particulares que hicieron los doce Hermanos veteranos que él había
escogido, y que consideraba como los únicos capaces de realizar los compromisos
perpetuos, habían terminado al cabo de los cuatro meses. Entonces los convocó a
448 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Vaugirard y llamó también a los que estaban en provincias. El día de Pentecostés


comenzó con ellos otro retiro general, que terminó el día de la Santísima Trinidad.
Durante estos ocho días el prudente superior no se cansó de presentar a sus discípulos
todas las consideraciones necesarias sobre los compromisos que deseaban hacer. No
dejó nada sin decir sobre las consecuencias que iban a tener en el negocio de su
salvación.
Al instruirles a fondo sobre el mérito y la excelencia de los votos perpetuos, les
habló de las obligaciones y de los peligros. Les expuso con viveza que estos lazos de
perfección se convierten a menudo en trampas, en expresión de san Pablo, en relación
con el voto de castidad, en el que caen las almas presuntuosas o imprudentes; que no a
todos se les da hacerlos por vocación; que aquellos a quienes no se les concede esta
gracia los hacen para su propia desgracia; que más vale volverse atrás por precaución
que seguir adelante con temeridad en un paso tan resbaladizo; que un retraso prudente
para probarse a sí mismo y consultar la voluntad de Dios no tiene ninguna
consecuencia peligrosa; y que, por el contrario, la precipitación en este asunto expone
a diversos arrepentimientos, y a veces a horribles sacrilegios, y al menos a pedir
dispensas vergonzosas y odiosas.
No se contentó con comunicarles sus ideas sobre una cuestión tan importante, sino
que quiso conocer de su propia boca hasta qué punto se le entendía. Para ello tuvo
varias reuniones con los Hermanos, en las que todos tenían libertad para exponer sus
disposiciones. La única materia de que se hablaba eran los votos, y cada uno pensaba
a su modo y exponía sus sentimientos. Al concluir estas reuniones parecía que los
Hermanos, iluminados con las luces de su superior sobre esta materia tan delicada, no
se dejaron llevar de un fervor indiscreto, pues el resultado de aquel noble deseo de
hacer los votos perpetuos se limitó a los de obediencia y estabilidad. El futuro
demostró cuánta razón tenía el señor De La Salle para no dejarse llevar de la
impetuosidad del celo de sus hijos en este asunto, pues de los doce que se
comprometieron con los votos de obediencia y de estabilidad, no hubo más que seis,
de los cuales aún viven tres, que perseveraron. Quiso que la ceremonia de la emisión
de estos votos quedara desconocida para el resto de los Hermanos, y que aquellos que
eran testigos y actores de la misma simulasen perder la memoria y se obligasen a un
secreto inviolable; y para no dar a nadie motivo de sospecha, se retiró con los doce al
lugar más alejado de la casa, para realizar allí la ceremonia con comodidad y con total
libertad.

3. Él es el primero en hacer los votos, con profunda devoción


En medio de los doce, él fue el primero,
<1-344>
e hizo su consagración con un tono y una voz tan llenos de unción y de devoción, que
les hizo llorar.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 449

Su voto, que fue el mismo para todos los demás, contenía, en esencia, que se
consagraba a Dios para procurar su gloria tanto como le fuera posible, y que para ello
se unía a tal y tal, y nombraba a los doce Hermanos, para tener juntos y por asociación
las escuelas gratuitas, etc.; que hacía voto de obediencia, tanto al cuerpo de la
Sociedad como a los superiores, y que añadía el de estabilidad en la Sociedad durante
toda su vida. El acta de este voto está firmada de su propia mano de la siguiente
manera, J. B. DE LA SALLE, sacerdote romano. Todos los demás Hermanos, a
ejemplo suyo, pronunciaron el mismo voto, uno tras otro.

4. En esta asamblea hace todo lo posible para que se elija


a otro superior
Esta asamblea de los doce principales Hermanos, unidos y fijados por medio de
voto en su vocación, presentaba, una vez más, al humilde fundador, la ocasión
favorable de abandonar el primer puesto. Su humildad, siempre descontenta por verse
en tal lugar, nunca abandonó el designio de hacer subir a él a uno de los Hermanos.Ya
había aprovechado, felizmente, otra asamblea parecida para llegar a tal fin, y había
adoptado tan bien todas las medidas que lo logró a gusto de la santa pasión de
humillarse, que le atormentaba. También ahora esperaba, más que nunca, lograr el
mismo éxito en esta segunda asamblea semejante a la primera. Con elocuencia para
hablar de este asunto, se disponía a hacer valer las mismas razones que ya se habían
ganado otra vez los votos de todos los Hermanos, a los que habían seducido sus
razones. Además, el respeto, la ternura y la entrega que tenían hacia él, le daban ahora
más fuerza contra ellos mismos, y esperaba que el temor de ofrecerle resistencia o
causarle pena les obligaría a concederle, también esta vez, el último lugar, a pesar de
su carácter sacerdotal.

5. Razones del señor De La Salle


Con esta esperanza, los reunió al día siguiente y no descuidó nada para ganarlos a
su idea. Dejando de lado el aire de reserva que solía mostrarles, adoptó un aire más
familiar, más afectuoso e insinuante, y les abrió su corazón de manera adecuada para
llevarles a su objetivo. Les dijo, entre otras cosas: que puesto que la Providencia los
había unido por medio de votos perpetuos, era prudente buscar medios para hacer
más fuerte y sólida esta unión, de modo que ni el mundo ni el demonio los pudieran
alterar; que el primer medio era poner su confianza sólo en Dios, recordando que
quienes se apoyan en el hombre, se apoyan sobre una caña frágil, que al romperse
bajo la mano en que sostiene, la hiere, tal como dice la Escritura; que no deberían
mirarle a él sino como a un pobre sacerdote, sin recursos y sin poder para sostenerlos;
que sería una locura contar sobre un hombre mortal, y poner sus esperanzas en un
poder humano; que no debían olvidar que tres años antes había estado a las puertas de
la muerte, y que en tres días podía ocurrirle lo mismo, y que en tal caso, estarían
forzados a elegir otro superior; que más valía prevenir que esperar a que esto
450 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

ocurriera para hacer esta elección por necesidad; que razones muy importantes
requerían que se apresurasen a hacerlo, y que el retraso de esta cuestión, que podría
durar hasta su muerte, conllevaría gravísimos inconvenientes para su Sociedad.
Añadió que el segundo medio eficaz para lograr que su unión fuera indisoluble, era
tener como cabeza a un hombre semejante a ellos, que no fuera sacerdote; que el
carácter sacerdotal establecería entre ellos y su superior enorme diferencia, y eso
debilitaría la unión; que los inferiores mal unidos al que los gobierna forman un
cuerpo que, al tener la cabeza y los miembros mal unidos, permanece sin vida y sin
salud; que por esta misma razón,
<1-345>
era tiempo de relevarle en el gobierno de los Hermanos, y que si demoraban hacerlo,
tendrían motivo para arrepentirse; que, si él llegaba a morir, la primera experiencia
que tendrían, a su pesar, sería tener tantos superiores como escuelas hubiera; que esta
diversidad de pastores dividiría necesariamente el rebaño, y que las ovejas,
desunidas, permanecerían sin relación entre ellas y sin subordinación a un pastor
común; que en este caso, al no tener el mismo actuar, dejarían de tener el mismo
espíritu, el mismo corazón y los mismos sentimientos; que los grupos, separados de
ese modo, no formarían ya la misma Sociedad, cambiarían sus objetivos, su doctrina
y la forma del hábito, y que pronto encontrarían, en su división, la ruina; y que los
Hermanos, apartados, ya no podrían ser reemplazados sino con personas de talentos,
costumbres y objetivos diferentes, y que pronto verían a maestros mercenarios dirigir
las escuelas, que al dejar de ser gratuitas dejarían de ser cristianas y el medio de
educación para la juventud pobre.
«Imaginaos, incluso, si queréis —decía también— que los diferentes superiores
eclesiásticos de los lugares donde se hallen los Hermanos acuerden juntos daros,
después de mi muerte, un solo sacerdote como superior, lo cual sería casi una
quimera, ¿sería adecuado para dirigiros? ¿Tendría el espíritu de la comunidad?
¿Tendría el espíritu de la vuestra? ¿Seguiría las Reglas? ¿Querría acomodarse a
vuestra forma de vida? ¿Podría simpatizar con vosotros y vosotros con él? ¿Os
encontraría dispuestos a darle vuestra confianza, y estaría él dispuesto a vivir en
medio de vosotros como uno de vosotros? Supongamos incluso que fuera un santo,
lleno del espíritu de Dios, de celo por el prójimo, de caridad y ternura hacia vosotros,
¿podría ser el adecuado, no habiendo sido formado con vosotros y como vosotros?
»Además, como su dignidad pone entre vosotros y él una diferencia, al ignorar
vuestras costumbres, vuestros usos, vuestras máximas y vuestras prácticas, ¿cómo
podríais formar un corazón y un alma? En cuanto a vuestras Reglas, ¿no las querría
cambiar? En una palabra, ¿sería adecuado para gobernaros? ¿Cuánto tiempo
necesitaría para adquirir la experiencia necesaria para gobernaros según el espíritu
del Instituto? Realmente, ¿no se necesitaría un milagro para encontrar un hombre que
fuera adecuado para vosotros? ¿Esperáis ese milagro? Si no lo esperáis, ¿por qué
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 451

diferís el retirar la superioridad a un sacerdote, y os comprometéis a no encomendarlo


nunca a una persona revestida de esa dignidad?».

6. Los Hermanos, para complacerle, consienten en realizar la elección.


La hacen dos veces, y unánimemente escogen al señor De La Salle
como superior
Este discurso era patético; las razones eran fuertes y convincentes, y el señor De La
Salle esperaba que triunfasen. No dudaba de que tendrían los mismos efectos que
tuvieron en otro encuentro semejante; pero se equivocó. Los Hermanos, que en
aquella primera ocasión quedaron seducidos por el brillo de sus razones, no lo fueron
en esta segunda ocasión. Se acordaban del error que habían cometido, del reproche
que se les había hecho, de la vergüenza que habían sentido por haber colocado los
pies como cabeza, y la cabeza como pies; quiero decir, al haber dejado al señor De La
Salle sucumbir bajo el peso de su humildad, y de haber contemplado con tranquilidad
a este santo canónigo, a este doctor en teología, a este santo sacerdote, y a este jefe de
su Instituto, su padre y su primer superior, sometido a la autoridad de un simple
Hermano, viviendo bajo su dependencia, y obedeciéndole con la sencillez de un niño.
Es cierto que este admirable ejemplo de humildad y de obediencia, que
<1-346>
reproducía tan fielmente el de Jesús sometido a José y a María, había servido de
profunda edificación para los de dentro y para los de fuera de la casa, y que había dado
alta idea de la virtud de aquel que llevaba tan lejos su amor a la dependencia y a la
abyección; pero no había honrado en nada a aquellos que permitieron que su padre se
rebajara ante sus hijos, y que uno de ellos sustituyera a su superior. Al permitirlo,
habían cometido una equivocación; se habían arrepentido de ella, y no estaban
dispuestos a reincidir.
El humilde superior, viendo que los Hermanos todavía no estaban dispuestos a
satisfacer su amor por la abyección, y que tenían dificultad para decidirse a realizar
una elección, que sólo él consideraba necesaria y beneficiosa, buscó en el fondo de su
humildad nuevos rasgos de elocuencia, y nuevas razones para lograr que se rindieran.
Para conseguirlo comenzó otro razonamiento, con tanta convicción y ardor que
sudaba intensamente.
Los Hermanos, sintiendo profundamente la pena que le causaban con su
resistencia, y no queriendo contradecirle, dejaron entrever que aceptaban sus razones
y consintieron proceder a una nueva elección. «No adelantaríamos nada, —se decían
a sí mismos— si no sucede que le confirmemos en el cargo de superior por
unanimidad de votos. Colocar a nuestro padre al nivel de sus hijos, y escoger a uno de
ellos para dirigirle, sería invertir el orden establecido en la naturaleza y en la gracia.
Si lo hacemos, se reirán una vez más de nosotros, y se diría que nuestra nuestra
ingenuidad fue la víctima de su humildad. ¿Nos expondremos una vez más al
552 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

reproche que ya tuvimos que sufrir, de haber puesto a la oveja en el puesto del pastor,
al hermano por encima del padre, al penitente encargado de dirigir al confesor? Aun
cuando hubiese perdido su carácter sacerdotal, su calidad de doctor, el título de
antiguo canónigo, títulos que le elevan por encima de nosotros, y aun cuando fuera
del mismo nivel que todos los Hermanos, ¿quién de ellos se le asemeja en luces, en
ciencia, en prudencia, en experiencia, en virtud y en santidad? ¿Habría que escuchar
su inclinación dominante por el anonadamiento y la obediencia, a costa de nuestra
Sociedad? ¿Es preciso que su humildad pase por encima de nuestra obligación, de
nuestra gratitud y de nuestra equidad?». Éstos fueron los pensamientos de todos, pero
como no se atrevían a expresarlos, lo disimularon; y con ello dejaron al señor De La
Salle en la humilde ilusión que se había formado, de que una vez más iba a poder
ponerse en el último lugar.
Con alegría vio que los doce Hermanos aceptaban realizar lo que él deseaba, y que
harían una votación para elegir a otro superior. Sin dudar de que el Espíritu Santo
confirmaría su cese, y que les diría al corazón lo que él les había expuesto con tanta
vehemencia, esto es, que debían poner a un Hermano en el primer puesto, les rogó que
hicieran media hora de meditación para prepararse a hacer santamente la elección, y
para pedir a Dios que les mostrara aquel que Él mismo había escogido como superior.
Todos se pusieron en oración, pero el Espíritu Santo tuvo en el corazón de los
Hermanos un lenguaje muy contrario a la humildad del santo varón. Todos ellos,
resueltos en la decisión de no tener nunca durante su vida a otro superior distinto de
él, lo tomaron como resolución. Se hizo la votación y se recogieron las papeletas, y no
hubo ni una sola que no volviera a colocar en el primer lugar a aquel que había
querido descender de él.
Nunca ha habido una sorpresa mayor que la del señor De La Salle en aquel
momento, pues ya cantaba victoria y se felicitaba por verse una vez más como el
último de los Hermanos. Se había imaginado que no le
<1-347>
negarían la gracia que les pedía, y que esperaba tanto por los servicios que les había
prestado, como por los ruegos que les había hecho, por la fuerza de las razones que
había expuesto y por el interés de la Sociedad, la cual, les había demostrado,
necesitaba su cese. Pero se engañó. Por eso, confundido por aquella especie de
obstinación en negarle el último lugar, se emocionó tanto que su rostro se encendió;
pero recobrada la calma, les habló de nuevo y se lo reprochó con mansedumbre; se
quejó de que se olvidaran de sí mismos al olvidar los motivos que les había expuesto
para elegir a uno de ellos como superior; y que perdieran de vista el interés del
Instituto, y que no pensaran en ello; y en fin, les rogó que lo pensaran mejor y que
cambiaran de idea. En una palabra, su humildad, indignada, en esta ocasión pareció
llegar al enfado. Nunca se le había visto tan emocionado. Se sintió turbado y fuera de
sí cuando advirtió que le volvían a colocar en el primer puesto. Cualquier otro distinto
de él se habría sentado tranquilamente y, adorando el designio de Dios, habría
sometido su inclinación a la abyección a su santa voluntad. Pero él consideró que
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 453

podía permitirse un nuevo intento para entrar en el olvido y colocarse en el último


lugar. Su repugnancia para ocupar el primer puesto era casi invencible, y pensó que
no debía hacer menos esfuerzos para ser rechazado que el que hacen los ambiciosos
para ser ensalzados. Para conseguirlo, su último recurso fue la oración. Pidió a los
Hermanos que volvieran a hacer otro rato de meditación, con la esperanza de que el
Espíritu Santo depositara, por fin, en su corazón lo que él había puesto en el suyo, y
que les diera a conocer que era indigno e incapaz de ser su superior, tanto como él
mismo lo sabía.
Pero este bajo sentimiento de sí mismo le engañó una vez más, pues los Hermanos,
puestos en oración, juzgaron la humildad de su superior y su capacidad para
dirigirlos. Nunca le consideraron más digno de estar a su cabeza que cuando él se
empeñó en darles pruebas de que era indigno. Así, todos, sin hablar, se confirmaron
en la decisión inviolable de mantenerle en el primer puesto. Terminada la oración se
hizo una nueva votación, y esta segunda, igual que en la primera, le designó superior,
una vez más, por unanimidad.
Ahora fueron los Hermanos, autorizados por las muestras, tan reiteradas y tan
precisas de la voluntad de Dios, quienes se tomaron la libertad de decirle que estaba
obligado a someterse a ello, y que resistirse a su elección era contradecir la voluntad
de Dios. Le suplicaron que no se negara a reconocerlos como hijos suyos, y que les
permitiera el derecho de honrarle como a padre. Añadieron que su muerte, cuando
llegara, siempre vendría demasiado pronto para ejercer la libertad de sustituirle por
un Hermano como sucesor; y que la gracia que pedían era no proceder a ese cambio
antes de que acabara su vida.

7. El señor De La Salle les hace firmar un acta, en la cual se obligan


a elegir como superior, después de su muerte, a un Hermano
En fin, el humilde padre se rindió a los piadosos deseos de sus hijos, y levantando
los ojos y las manos al cielo, después de haberse sometido a la voluntad de Dios, tan
evidente, recuperó su tranquilidad. Sin embargo, el prudente superior no quiso que su
elección tuviera como consecuencia que antes o después de su muerte se volviera a
dar a un sacerdote la calidad de superior de los Hermanos, y no quiso consentir en ella
sino a condición de que los doce firmaran el acta de su elección, y que a ella se
añadiera la exclusión formal de cualquier sacerdote, o de cualquier otro con órdenes
sagradas, para gobernar a los Hermanos. Con sumo gusto le contentaron en este
punto, para tener el placer de verle continuar, sin repugnancia, en su cargo de
superior. Todos firmaron el acta que sigue: «Los abajo firmantes,
<1-348>
Nicolás Vuyard, Gabriel Drolin, etc., después de habernos asociado con el señor Juan
Bautista De La Salle, sacerdote, para tener juntos las Escuelas gratuitas, por medio de
los votos que hicimos en el día de ayer, reconocemos que como consecuencia de tales
454 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

votos, y de la asociación que hemos contraído con ellos, hemos escogido como
superior al señor Juan Bautista De La Salle, a quien prometemos obedecer con total
sumisión, lo mismo que a quienes nos sean dados como superiores. También
declaramos que queremos que la presente elección no tenga ninguna consecuencia en
el futuro. Y que nuestra intención es que después del citado señor De La Salle, en el
futuro y para siempre, no haya ninguno, ni admitido entre nosotros ni escogido como
superior, que sea sacerdote, o que haya recibido las órdenes sagradas; que no
tendremos ni admitiremos ningún superior que no esté asociado, y que no haya hecho
voto como nosotros y como todos los demás que se nos asocien en el futuro. Hecho en
Vaugirard, el 7 de junio de 1694».
El señor De La Salle, obligado a permanecer en el primer puesto que ocupaba, se
dedicó con renovado celo a cumplirlo dignamente. Todo su esfuerzo consistió en
copiar a Jesucristo, hacerle revivir en su persona y representarle ante sus Hermanos
por la expresión de su vida y de sus virtudes, y esculpirlo en sus almas. Sus discípulos
aumentaron, pero su casa no era menos pobre y la vida no era menos austera.
Fue en este tiempo cuando ilustres obispos desearon tener Hermanos, y se los
pidieron al virtuoso superior para abrir Escuelas Cristianas en sus diócesis, pero el
señor De La Salle no se apresuró en concedérselos. Quiso tomarse el tiempo
necesario para formar bien a sus discípulos, y hacerlos maestros en humildad,
paciencia, mortificación, caridad y todas las demás virtudes cristianas, antes de hacer
de ellos maestros de escuela. Estaba convencido, como ya dijimos, de que antes de
trabajar en la santificación de los demás, nunca trabajarían lo suficiente en
santificarse a sí mismos, y que harían su ministerio útil para la gente sólo cuando
unieran a las lecciones de piedad que daban a la juventud eminentes ejemplos de
virtud, y cuando acreditaran sus palabras con la santidad de su conducta.
Con esta convicción, sólo predicaba a sus novicios la estima de la virtud, y el deseo
de adquirirla. Les enseñaba, por el celo que mostraba en adquirir la perfección, que
ésta era lo único necesario, y que como dependía de sus cuidados, sólo ella los
merecía; que no servirían eficazmente al prójimo sino en la medida en que fueran
virtuosos; que la verdadera piedad es la perla del evangelio, la única que tiene valor
ante Dios y que debe ser adquirida a costa de todo lo demás; que no había que pensar
adquirirla sin un esfuerzo largo y costoso, y que para encontrarla había que realizar
una búsqueda diligente y cuidadosa, y trabajar como hacen los que buscan oro en las
entrañas de la tierra, o las perlas en el fondo del mar.
Así, en esta paz y en el esfuerzo por adquirir las virtudes, pasaron casi dos años. Por
esas fechas, el arzobispado de París, vacante por la muerte de monseñor Francisco de
Harlay, fue ocupado por monseñor Luis Antonio de Noailles, que era obispo de
Châlons-sur-Marne, y se realizaron importantes cambios en el gobierno de la
diócesis. El nuevo prelado, en sus visitas, se esforzó por tomar nota de los abusos que
se habían introducido, se sorprendió de las numerosas capillas domésticas
<1-349>
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 455

que había por todas partes, y pensó limitarlas. El uso de estas capillas, en efecto, se
había convertido en una moda, y hasta un simple particular deseaba tener una en su
casa de campo. Para reformar este abuso, el señor arzobispo dictó una disposición por
la cual se suprimían todas ellas. La que estaba cerquita a la casa del noviciado, en la
que el señor De La Salle iba a celebrar la santa Misa y donde daba la comunión a los
Hermanos, también cayó dentro de la prohibición general, y el virtuoso sacerdote se
encontró ante una seria dificultad, pues esta capilla, casi a su puerta, era para él y para
los suyos sumamente cómoda. Le dispensaba de tener que llevar a los Hermanos a la
parroquia, que estaba bastante alejada, y cuyos caminos eran casi impracticables
durante el invierno y en el mal tiempo. Además los mantenía ocultos a la vista de
unas gentes que insultaban, se mofaban de ellos y eran maliciosas; y también los
preservaba de las seducciones, tentaciones y ocasiones de disipación.

8. Monseñor de Noailles concede al señor De La Salle permiso


para erigir una capilla en su casa
Ante esta dificultad, el celoso superior recurrió a la bondad del señor arzobispo, y
después de exponerle su situación, le pidió permiso para erigir una capilla en la casa
de Vaugirard, con potestad de celebrar la santa Misa. Fue recibido por el prelado, que
le estimaba y estaba encantado de poderle dar muestras de su consideración, de la
manera más cumplida y cortés. Monseñor de Noailles conocía la fama del santo
sacerdote y tenía una idea muy elevada de su virtud. Había sido obispo de Châlons,
ciudad no muy alejada de Reims, y había oído hablar de él como de un santo. En
efecto, toda la Champaña había oído los comentarios sobre los sacrificios y las
virtudes heroicas de aquel canónigo, que había dejado todo para ponerse al frente de
algunos pobres maestros de escuela.
Una persona que había dado tantos extraordinarios ejemplos de virtud, era
considerada como un hombre nuevo y digno de los tiempos apostólicos por todos
aquellos que habían oído hablar de él. Por eso, monseñor de Noailles, felizmente
predispuesto desde hacía mucho por la estima hacia el señor De La Salle, le quiso dar
muestras de singular benevolencia. Le concedió lo que pedía, y además confirmó por
escrito el poder verbal que su predecesor les había dado para establecer en París
una comunidad. También añadió, para siempre, la concesión de todos los poderes
necesarios para ejercer su ministerio, gracia que no otorgaba a casi nadie, y lo hizo
para darle una señal de distinción y mostrar que el señor De La Salle gozaba de
especial distinción en su espíritu, y que ocupaba un lugar aún más especial en su
corazón. El prelado, en efecto, mantuvo estos sentimientos hacia el señor De La Salle
hasta su muerte. Siempre le veía con gusto, le recibía con cordialidad y le concedía
sus peticiones con bondad. Y cuando encontraba a sus Hermanos, como sucedió en
cierta ocasión en San Dionisio de Francia, un día que hacía allí la visita pastoral, les
pidió noticias de su superior, les rogó que le encomendaran en sus oraciones, y
refiriéndose al fundador les dijo: Es un santo; le pido que rece por mí
456 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

9. El señor párroco de Vaugirard protesta por la erección de la capilla


El señor De La Salle, provisto de los poderes concedidos por su arzobispo, no tardó
en utilizarlos. En el sitio más decente de la casa hizo preparar un oratorio, y él mismo
ayudó a colocar un altar. La pequeña capilla, terminada en pocos días, fue bendecida
por uno de los vicarios mayores, que acudió a Vaugirard para la ceremonia. La alegría
del pequeño rebaño y de su pastor fue grande, pero pronto se vio turbada por el señor
párroco de Vaugirard, que aunque era amigo del señor De La Salle, se extrañó de esta
novedad, y fue a presentarle sus quejas. Lo realmente extraño es que él, que había
tolerado pacientemente y sin decir nada una capilla doméstica en una casa de
seglares, y al parecer no había puesto ninguna objeción a que el señor De La Salle
llevara allí a sus Hermanos y les diera la comunión, se ofendiera ahora y se
escandalizara porque se abría una en la casa de los Hermanos
<1-350>
para reemplazar a aquélla. Esta nueva capilla se había abierto con permiso expreso,
escrito y firmado por el prelado de la diócesis, pero a pesar de ello, el párroco se
enfadó muchísimo, y sin ningún miramiento hacia la autoridad superior y respetable
que había autorizado la erección canónica, se lo imputó al señor De La Salle como
un gravísimo pecado. A su parecer, era algo escandaloso, porque retiraba a los
Hermanos de la parroquia. Además, como buen doctor por la Sorbona, quiso mezclar
con ello su teología para intimidar la conciencia del virtuoso sacerdote y echarle en
cara el escrúpulo del mal efecto que iba a producir en el lugar semejante iniciativa.
Añadió que no entendía cómo a un hombre que hacía profesión de estar tan apegado a
las normas de la Iglesia, no le importaba transgredir un punto tan esencial; que
privaba a los Hermanos del mérito que había en asistir a la misa parroquial; que con
ese ejemplo, la mayoría de los feligreses se dispensarían de ella, y que cargaría
delante de Dios con los desarreglos que su singularidad iba a causar.
En el fondo, el párroco de Vaugirard era un buen sacerdote y sólo actuaba por celo
de su obligación parroquial. Honraba la eminente virtud del señor De La Salle, y
apreciaba la de los Hermanos; y cuanto más estimaba al primero y más consideraba a
los segundos, más se apasionaba por verlos en su parroquia, edificando a los fieles.
Dispuesto a devolver al señor De La Salle su estima y amistad, si se corregía en este
asunto, que a él le afectaba en gran manera, empleó todo su saber para probarle en
buena forma que tenía que dejar su capilla y llevar a los Hermanos a la parroquia. El
buen ejemplo, las normas de la Iglesia, el peligro de escandalizar y de autorizar la
deserción de la parroquia..., en una palabra, todos los argumentos que un buen
teólogo sabe utilizar con destreza, los empleó para crear un caso de conciencia al
superior de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, por ausentarse, con su
comunidad, de la misa y del oficio parroquial.
Hay que reconocer que todos los argumentos del señor cura párroco de Vaugirard
eran excelentes en sí mismos; pero tenían su excepción y no anulaban el privilegio
concedido por el primer superior. Demostraban claramente que un buen cristiano
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 457

debe poner, entre sus principales obligaciones, asistir a los sermones y a las
instrucciones de su párroco, y a la misa mayor de la parroquia; pero no eliminaban el
poder que el señor arzobispo había concedido por escrito al piadoso fundador, para
establecer una comunidad y erigir una capilla en su casa.
El señor De La Salle recibió con suma tranquilidad las quejas del señor cura
párroco, y escuchó con absoluto respeto sus razones. Honraba a su pastor mucho más
aún de lo que él era honrado. Su amistad era recíproca. El siervo de Dios estaba
convencido de que se trataba de un excelente párroco, que actuaba por celo del bien
de su parroquia, y hubiera deseado contentarle de todo corazón, y asistir a su iglesia,
si hubiera podido hacerlo con seguridad y sin exponer a muchos inconvenientes a un
grupo de jóvenes novicios que deben estar retirados, vivir bajo la Regla, ser dirigidos
con una presencia constante, y mantenerse encerrados en el interior de la casa. Por lo
cual, el celo del señor párroco de Vaugirard para que asistieran a la parroquia, animó
más aún el del señor De La Salle para alejarlos de un lugar que, aunque era
infinitamente santo por la presencia de Jesucristo, no dejaba de tener importantes
peligros para jóvenes salidos recientemente del mundo.
El hombre de Dios conversó más tarde con el señor párroco, y estuvo de acuerdo en
que la causa, en general, era buena, y le dijo que comprendía de buena gana que se
quejara con tanta energía: «Es loable que un pastor quiera poblar su redil
<1-351>
—le dijo—, y que su celo abarque todos los deberes de su cargo, y eso es muy
edificante. Está claro que el espíritu de la Iglesia quiere que vayan a la parroquia
todos los que tienen la posibilidad de ir, y que tiene como norma que se asista a la
misa mayor, a los sermones y a las instrucciones del párroco para todos los que
pueden hacerlo fácilmente, como dice el Concilio general hablando de este asunto.
Pero no hay ninguna regla que no tenga su excepción, ni ninguna ley humana que no
reciba dispensa, ni ninguna autoridad superior que no pueda conceder privilegios. Si
la regla de asistir a la parroquia puede tener excepciones, concédasela a un grupo de
jóvenes que no pueden salir de su casa sin peligro. Usted se la concedería en un caso
parecido, por ejemplo, a un hombre amenazado de prisión. Si esta persona, para
escapar de la mano de la policía que le busca, va muy temprano a oír la primera misa,
usted le dispensaría de asistir a la misa parroquial. Extienda, pues, su caridad a
personas que no pueden aparecer en público sino con peligro para su vocación y a
costa de sus almas. Si esta norma eclesiástica, como todas las demás, recibe dispensa,
¿quién la merece más que unos jóvenes que todavía no han perdido las huellas del
mundo, y que no pueden comparecer ante él sin sentir que su atracción renace en
ellos, y que están expuestos a las burlas, a las bromas y a los insultos, que su virtud
todavía no es capaz de soportar? Si la autoridad superior puede conceder privilegios,
respete el que nuestro común arzobispo me concede de establecer una comunidad y
erigir una capilla, pues este privilegio, por la fe, parece que pasa por encima de las
obligaciones parroquiales. En efecto, ¿puede usted exigir de aquellos que tienen unas
Reglas, ejercicios y un estilo de vida muy distinto del que tienen los seglares, y que,
458 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

simplemente, forman una especie de parroquia regular, que acudan a la vuestra,


donde no hay nada que ganar para el bien de sus almas?».
Después de estos razonamientos el siervo de Dios rogó al señor cura párroco que
prestase atención al peligro que corrían unos jóvenes salidos recientemente del
mundo, que todavía no habían perdido su impronta, ni el amor, ni el atractivo, al
encontrarse en una iglesia, en la cual con frecuencia la gente menuda que viene desde
París da unos ejemplos muy distintos de aquellos que hay que imitar; que aun cuando
es verdad que si los llevara a la parroquia irían a un lugar santo, no era menos cierto
que ante los ojos del Señor se presentaban a veces objetos peligrosos, capaces de
seducir los corazones, o al menos distraerlos y enfriar el fervor que tienen; que
aunque él fuera el párroco, no podía expulsar de la iglesia a muchas personas
sospechosas o peligrosas, que acudían a la parroquia los domingos y fiestas, atraídos
por la proximidad; y que tampoco podría limpiar los caminos y calles que conducen a
la parroquia de los jóvenes libertinos que hacían maliciosas bromas a los Hermanos; y
que, en fin, no podría dejar de reconocer que unos novicios, que necesitaban
recogimiento, espíritu interior y mucha soledad, no podrían acudir a la parroquia sin
peligro de perder, más que ganar, devoción; y que, en consecuencia, le rogaba que
accediese a que los mantuviera encerrados en su casa.
Este encuentro, concluido de la forma expuesta, no tuvo el éxito que cada una de
las partes esperaba. Lo mismo que el señor cura párroco no pudo convencer al señor
De La Salle con sus razones, el señor De La Salle tampoco pudo satisfacer con las
suyas al párroco. Con todo, se acordó que iría el primer jueves de mes a celebrar en la
parroquia una misa solemne del Santísimo Sacramento y que llevaría a ella a los
Hermanos. Cumplió su palabra. El señor De La Salle llevó en procesión el Santísimo
Sacramento, cantó la misa mayor,
<1-352>
e hizo toda la ceremonia con el recogimiento, la modestia y la devoción de un santo.
Durante este tiempo estaba tan absorto en Dios, que el diácono tenía que decirle con
frecuencia lo que tenía que hacer. Sus discípulos, a su ejemplo, se mostraron tan
recogidos, tan devotos y anonadados ante la majestad de Dios, que toda la parroquia,
que quedó muy edificada, pareció que participaba de su devoción. Desde ese día
Vaugirard ya no fue Vaugirard. El señor cura párroco, más edificado aún que sus
feligreses, puso ahora más empeño que antes para lograr que los Hermanos y su
superior acudieran a su parroquia: reiteró sus ruegos y les suplicó que no le negasen
aquel consuelo; pero como no pudo conseguirlo, su descontento aumentó y estalló
con fuerza algún tiempo después.
El mismo día de la fiesta del Corpus Christi, el párroco, más molesto de lo que se
puede pensar, por no haber podido quebrar la firmeza del señor De La Salle, ni por
la fuerza de sus razones ni por la insistencia de sus ruegos, intentó imponer por la
violencia lo que no había podido conseguir por las buenas. Acudió para ello a la comunidad
y turbó el silencio y la paz con gritos y amargas quejas. Hablaba de escándalo y de
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 459

desorden, y al oírle se diría que todo en la Iglesia estaba invertido, porque los novicios
no se colocaban en el cortejo de la procesión del Santísimo Sacramento. En aquel
momento los novicios recitaban el oficio, y su atención a realizarlo santamente
cerraba sus oídos a unos gritos jamás escuchados en aquel lugar de silencio. El
párroco, más enfadado que antes porque sus voces quedaban apagadas por las de los
novicios que cantaban las alabanzas de Dios, redobló sus gritos, y se reía de una
devoción que encerraba en casa a aquellos que, a su parecer, deberían salir para rendir
homenaje a Jesucristo, llevado procesionalmente. El señor De La Salle intentó
calmarle y justificar su proceder por la cantidad de inconvenientes que conllevaba la
salida de los novicios; el párroco no quiso escuchar nada y se marchó más
descontento de lo que había ido. Con todo, poco después restableció su amistad con el
señor De La Salle, y éste, por su parte, para agradarle, llevaba de vez en cuando a su
comunidad a la parroquia, especialmente el día de Pascua y de San Lamberto, patrón
de la iglesia de Vaugirard.
No fue sólo con el párroco de Vaugirard con quien el piadoso fundador tuvo
dificultades parecidas por el mismo motivo. Como los pastores más piadosos son los
más celosos de la asistencia a la parroquia, otros hicieron sufrir también al siervo de
Dios, con peticiones inoportunas y con quejas que en el fondo eran poco razonables.
Estos buenos párrocos, deseando hacer buenos parroquianos de personas que vivían
bajo una Regla, mostraban claramente que tenían el espíritu de su estado, pero no el
de la comunidad.

10. Molestias que recibió el señor De La Salle, más adelante,


de los párrocos de San Severo y de San Nicolás, de Ruán,
por motivo de la asistencia a la parroquia
Cuando algunos años después el señor De La Salle estableció a los Hermanos en
Ruán, y su noviciado en San Yon, en el extremo del barrio de San Severo, encontró,
en dos de los mejores párrocos de la ciudad, dos verdaderos enemigos, que le
acusaban sin cesar ante los superiores eclesiásticos para obligarle a hacer de sus
Hermanos feligreses ejemplares.
El párroco de San Severo era piadoso y celoso, y por estas dos cualidades era muy
estimado en el arzobispado, en tiempo del difunto señor d’Aubigné, prelado de
mucha fama, y que amaba a los buenos eclesiásticos. Es increíble hasta qué punto la
solicitud de este pastor para llenar su iglesia con feligreses acosó e inquietó a los
Hermanos de San Yon. Sin descanso los citaba ante el tribunal del prelado, para que
les obligaran a asistir al oficio de la parroquia y a llevar a ella a los Novicios
<1-353>
y a los alumnos internos. La petición era imposible de cumplir en la práctica, pues
cierto número de Hermanos tenían que estar ocupados en la vigilancia de algunos
internos forzosos, que estaban en la casa, por sentencia, por orden del rey, por
460 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

disposición del Parlamento o a petición de los padres. Y no eran los únicos a quienes
había que vigilar de cerca. Había otros internos, más libres, que sólo esperaban un
descuido para escaparse. Era necesario mantener una vigilancia constante, y a pesar
de la que ejercían los Hermanos, algunos encontraban el modo de evadirse, ya fuera
saltando las tapias, ya huyendo por una puerta sin cerrar o abierta con llave falsa.
Cuando los Hermanos, para contentar al párroco o para librarse de sus denuncias
importunas, se impusieron el deber de llevar a la parroquia a aquellos jóvenes
internos, la mayor parte internados a su pesar, con frecuencia vieron cómo se
escapaba alguno, con la misma rapidez con que los prisioneros se escapan de la
prisión cuando la hallan abierta. Si alguno de los Hermanos intentaba perseguirlo a la
carrera, o no podía alcanzarlo, o bien los otros también aprovechaban para escaparse.
En vano los Hermanos de San Yon intentaban explicar al párroco de San Severo este
asunto, y se excusaban por no poder llevar a la parroquia a aquellos jóvenes presos,
encerrados en la casa por sus padres, para ser allí instruidos y corregidos, y sobre la
imposibilidad de dejarlos salir sin ver cómo se escapaban. Estas excusas parecían
frívolas y el pastor no las admitía. Para contentarle era absolutamente necesario
llevarlos a la parroquia; pero, para poderlos llevar allí, hubiera sido necesario
encadenarlos.
Respecto de los Novicios de San Yon, el párroco de San Severo seguía el mismo
proceso que antes que él había seguido el párroco de Vaugirard, y los Hermanos se
defendían con las mismas razones que empleó el señor De La Salle. Esas razones no
satisfacían en absoluto al difunto párroco de San Severo, y por muy caritativo que
fuese con todo el mundo, consideraba como enemigos a los que no podía tener como
feligreses. Con el correr del tiempo, la Providencia divina puso fin a esas dificultades
por la profesión religiosa, que liberó a los Hermanos, como a todos los que la abrazan,
de la jurisdicción parroquial y de las obligaciones parroquiales.
La disputa con el antiguo párroco de San Nicolás, de Ruán, no llegó tan lejos, pues
el señor De La Salle la zanjó cambiando de parroquia la residencia que los Hermanos
tienen en la ciudad. Este párroco, que falleció hace poco con fama de eminente virtud,
era uno de los pastores más regulares de toda la diócesis, de los más celosos y
piadosos; pero, como todos los demás hombres, tenía su punto débil. Este buen pastor
quería ordenar su parroquia y su clero al estilo de un superior de seminario, y limitaba
todo su celo a ese horizonte. Todo el bien que sobrepasara ese límite le dejaba
indiferente. Si se quería darle gusto, era preciso no salirse nunca de su parroquia, ser
tan asiduo como él, entregar en ella todas las limosnas y limitar a ella todo el bien que
se quisiera hacer. Ignoraba los ejercicios de las comunidades; sólo conocía a las que
estaban en su parroquia y no podía soportar que los que residían en la suya prefiriesen
otras.
Y no se trata de que los Hermanos que atienden las escuelas se alejen de las
parroquias; muy al contrario, son sus pilares y llevan a ellas a los alumnos los
domingos y fiestas, y ellos van a la cabeza de sus jóvenes. Pero tienen una Regla, y no
pueden apartarse de ella, y siguiéndola escogen como parroquia, en lo que se refiere a
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 461

la asistencia al oficio, no aquella donde está la vivienda de los Hermanos, sino aquella
en la que se encuentra la escuela, porque uno de sus principales deberes es llevar a ella
a sus
<1-354>
alumnos para la misa mayor y para vísperas. Esta norma, esencial para la buena
educación de la juventud y para el Instituto de los Hermanos, exigía su asistencia a
la parroquia a la que llevaban a los niños, y justificaba su ausencia de aquella otra en la
que tenían la residencia en Ruán; y de ello se quejaba amargamente el antiguo párroco
de San Nicolás. Quería, además, que los Hermanos acudiesen ellos mismos,
personalmente, a presentar el pan bendito, cuando les tocase, lo cual nunca lo había
exigido ningún otro pastor. Y no podían hacerlo, pues su pobreza les impedía
comprarlo, y además tenían obligación de estar al frente de los niños los domingos y
fiestas.
El párroco de San Nicolás, molesto por esta confrontación, llevó la queja al
arzobispado, donde le dieron la razón, pero de una forma que no le agradó demasiado,
pues se tuvo que obligar a pagar de su bolsillo el pan bendito. «¿No se da cuenta —le
dijo monseñor d’Aubigné, hablando de los Hermanos— que ellos llevan en su
pobreza la exención de tener que pagar el pan bendito? Puesto que usted quiere que
ellos hagan la ofrenda, hágales usted primero un regalo de la misma, y después ellos
harán la ofrenda. La caridad que usted tenga, ayudando su indigencia, dejará satisfecha
su piedad». Así se hizo. El párroco se quedó contento, y consiguió que presentaran el pan
bendito tal como quería. Pero al hacerlo para los pobres, tuvo buen cuidado de medir
su gasto. Velando siempre por los deberes parroquiales, durante el tiempo que siguió
ya no fue tan celoso para que se cumpliera, cuando el costo corría a su cargo.
Con todo, como era el hombre del mundo más difícil de contentar, aunque no tuvo
nada que reprochar a la ofrenda, hecha como él quería, quedó muy enfadado por la
forma como se presentó. Ningún Hermano estuvo presente a la ofrenda del pan
bendito, y fue otro motivo de queja. Sin embargo, no fue con ella al arzobispado, ya
que la decisión ventajosa que le habían dado la vez anterior no era de aquellas que
se desean ver multiplicadas. Se contentó, en esa ocasión, con reprochárselo a los
Hermanos, y luego a su superior, cuando volvió a Ruán. En vano intentó el señor De
La Salle hacerle comprender que era imposible satisfacer su doble deseo: ofrecer el
pan bendito e ir a distribuirlo, porque era imprescindible que llevaran ellos mismos
a los niños a la misa mayor y a las vísperas de sus propias parroquias, y acompañarlos
con su presencia para mantenerlos en la modestia.
«Este deber —añadió— es necesario para la buena educación de la juventud, y
esencial para el Instituto de los Hermanos. ¿Lo deben abandonar para estar presentes
en la iglesia de San Nicolás? ¿Les parecería bien a los párrocos de Saint-Maclou, de
Saint-Godard y de Saint-Eloi que los maestros dejasen a sus alumnos, los domingos y
fiestas, abandonados a su libertad, o más bien, a su libertinaje? Así, dejados a su
voluntad, ¿no perderían esos niños, en esos días, el fruto de las enseñanzas de toda la
462 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

semana? ¡Vaya!, ¿de qué serviría la institución de las Escuelas Cristianas, si aquellos
que las dirigen dejan los días del Señor a la discreción de una chiquillería nacida en el
libertinaje y en la ignorancia?».
Estas razones no causaron ninguna impresión en el párroco de San Nicolás, que
muy contento con ver en su redil todo tipo de ovejas forasteras, nunca pudo consentir
en que las suyas salieran de su iglesia. En esto se contradecía a sí mismo, pues años
más tarde autorizó con su ejemplo lo que hasta ahora había censurado; pues no tuvo
en cuenta la queja que le hizo otro párroco interesado en el asunto. El señor De La
Salle, al no poder convencerle, optó por buscar otra casa para los Hermanos de las
escuelas de Ruán ubicada en otra parroquia, pues, como era amigo de la paz, odiaba
las discusiones, y sacrificaba todo para evitarlas. Si hemos
<1-355>
anticipado estos dos hechos, que sólo ocurrieron bastantes años después del tiempo
cuya historia escribimos, ha sido porque teníamos la ocasión de hacerlo casi de forma
natural, y no habríamos tenido oportunidad de relatarlo más tarde.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 463

CAPÍTULO XIV

El incremento de discípulos del señor De La Salle le obliga


a buscar otra casa capaz de alojarlos. El señor de la Chétardie,
sucesor del señor Baudrand en la parroquia de San Sulpicio,
apoya el proyecto, después de oír sus razones.
Interés que demuestra por el Instituto

El Señor derramó abundantes bendiciones sobre el noviciado de Vaugirard. El olor


de la virtud que se difundía hasta lo lejos atrajo a numerosos postulantes, hasta el
punto que la casa ya no podía alojar a todos. El señor De La Salle tuvo necesidad de
buscar otra más amplia. Pero ¿qué posibilidad había de encontrarla? Su pobreza no le
permitía ni pensarlo. Era pobre y padre de los pobres. Su casa de Vaugirard, a los ojos
de la carne, parecía sólo un asilo o el lugar de encuentro de los indigentes. Allí faltaba
todo, y se requería una sólida vocación para mantener allí a personas que en sus casas
podían vivir con comodidades.
A pesar de ello, por muy pobre que fuera la vida que se llevaba en ella, el elevado
número de los que pasaban por allí y de los que residían requería elevados gastos, y no
se sabe de qué manera podía proveer a ellos un hombre que no se había reservado
nada. Es cierto que encontraba recursos en las liberalidades de personas caritativas, y
que los señores párrocos de San Sulpicio también le ayudaban; pues todos,
bienhechores del Instituto de los Hermanos, como por piadosa emulación, se
disputaron el derecho de beneficiarle. Con todo, el señor De La Salle aguantaba
mucho tiempo antes de manifestarlo, y sólo cuando estaba reducido al último
extremo recurría a sus bienhechores. Como no le gustaba ni importunar ni molestar,
se mantenía en los límites de la absoluta necesidad, y de ordinario sólo se conocían las
necesidades de su comunidad cuando ya no podía ocultarlas al conocimiento de la
gente.
Los Hermanos, que no eran tan desprendidos como él, a veces estaban tentados de
desconfiar de la Providencia y hacer provisiones de víveres cuando se presentaba la
ocasión; pero su superior, que no quería que se conservase nada para el día de
mañana, inseguro, con inquietudes inútiles, rechazaba esas precauciones, que le
parecían injuriosas para los cuidados de la Providencia; y la realidad es que ésta
nunca le abandonó. En el momento en que eran más pobres, y en que estaban más
despojados de todo, Dios les envió, en el sucesor del señor Baudrand, un nuevo padre,
un protector celoso y un hombre capaz de sostener su obra.
En 1697 el señor de la Chétardie tomó posesión de la parroquia de San Sulpicio,
por la dimisión del señor Baudrand, y no pasó mucho tiempo para que pudiera
464 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

demostrar que ninguna obra le interesaba tanto como las Escuelas Cristianas y gratuitas.
Fue continuador de la piedad así como del cargo de los señores Baudrand y de La
Barmondière, y los superó en ayudas a favor de los Hermanos; incluso pareció que
envidiaba al señor De La Salle el honor de haber dado a la Iglesia un Instituto tan
necesario. En
<1-356>
efecto, se declaró padre, defensor y promotor del mismo; y se verá el progreso que las
Escuelas Cristianas realizaron bajo su protección cuando hayamos retomado la
narración del año 1694.
Los doce Hermanos que habían hecho voto de obediencia y de estabilidad, y que el
piadoso superior había elegido como sus doce principales discípulos, fueron
distribuidos por las cinco casas del Instituto, para que fueran las piedras
fundamentales y los firmes cimientos. De aquellos que habían sido llamados de las
provincias para estar cerca de él, retuvo a algunos que aún no estaban bien
fundamentados en la virtud, y los sustituyó por otros de más piedad.
Entonces, dedicado únicamente a santificarse y a santificar a aquellos que Dios le
había dado, recibió entre 1694 y 1698 a buen número de personas que Dios le envió,
pues no podía cerrarles la puerta de una casa en la que pedían el ingreso, en una época
en que la abundancia, que había sucedido a la carestía, no permitía sospechar que otro
motivo distinto del de consagrarse a Dios fuera la razón de su petición. Por otro lado,
el noviciado de Vaugirard no tardaba en separar la harina pura del salvado, y en
separar la paja y los deshechos. La vida que se llevaba allí era tan terrible para la
naturaleza, que sólo la gracia podía hacerla dulce, y nada más que una sólida vocación
podía aguantarla. El Padre celestial dejó a su siervo tres años completos tranquilos y
en paz, para cultivar, regar y cuidar aquellas jóvenes plantas que había trasplantado
desde el mundo a su casa.

1. Al multiplicarse el número de sujetos y de asuntos, el señor


De La Salle se ve forzado a descargarse del cuidado del noviciado
y encomendarlo a un Hermano virtuoso, pero indiscreto y duro
Al cabo de este tiempo, el número de sujetos y los múltiples cuidados que surgían
le obligó a descargarse de la dirección inmediata de los novicios de Vaugirard y de los
Hermanos de las escuelas de París sobre dos de sus principales discípulos. No eran de
los doce que se habían vinculado con voto perpetuo a la Sociedad, pero como eran
piadosos, de buena voluntad y con celo por la regularidad, el señor De La Salle los
consideró adecuados para suplirle durante su ausencia. Mas la experiencia enseñó al
señor De La Salle, y a su costa, que había hecho una mala elección. Esta elección fue
el origen de terribles persecuciones que tuvo que sufrir el resto de su vida; en varias
ocasiones destrozó su comunidad y durante algún tiempo alteró el espíritu y el
gobierno de la misma.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 465

Y no es que estos dos Hermanos no tuviesen un fondo de virtud, sino que su piedad
salvaje, y en cierto modo bárbara y feroz, no estaba bien esclarecida ni era discreta.
Eran penitentes y severos, duros con ellos mismos, pero no lo eran menos respecto de
los demás, y no sabían moderar la actividad de su celo, ni sazonar con la sal de la
sabiduría sus correcciones, ni proporcionar las penitencias a la debilidad humana, ni
tampoco sondear los grados de debilidad y de fortaleza, de pusilanimidad y de ánimo,
de gracia y de virtud de aquellos a quienes tenían que dirigir.
En esto, como en tantas otras cosas, los juicios de Dios son incomprensibles.
A menudo abandona a sus más grandes siervos a sus propias luces, y les hace sentir,
con sus abandonos, que el espíritu propio, por bueno y sensato que parezca, sólo es
propio para seducir si no está dirigido por el suyo.
Quien permitió que san Francisco, aquel hombre apostólico, aquel hombre divino,
y que parecía en todo que estaba inspirado por la mano de Jesucristo, se equivocase al
designar como sucesor suyo a fray Elías, permitió que también el señor De La
Salle se equivocase varias veces en las elecciones que hizo de aquellos que le debían
representar. Si aquellos a quienes eligió hubiesen sido dignos, o hubiesen tenido la
capacidad necesaria para desempeñar bien su cargo, su Instituto, en
<1-357>
poco tiempo, hubiese hecho admirables progresos; pero, para su desgracia, algunos
de los Hermanos a quienes el señor De La Salle confió el cuidado de sus escuelas
destruían con su mano lo que él había construido con tantas penas y esfuerzos. El
orgullo o la indiscreción les dominaba, y cuando estaban al frente de sus Hermanos,
mostraban lo que eran realmente en su interior, personas sin muchas luces y sin
prudencia, como ciegos que no saben dirigirse ni dirigir a los demás.
Ya vimos lo floreciente que era la comunidad que el señor De La Salle dejó en
Reims cuando marchó a París. Si hubiera continuado tal como estaba, se hubiera
convertido en un fecundo semillero de maestros de escuela para el campo y de
novicios para la comunidad de los Hermanos. Pero apenas el piadoso fundador se
trasladó, cuando la dureza del Hermano que había dejado para dirigirla introdujo el
desorden. El seminario de maestros de escuela para el campo se disolvió, el de los
niños se disipó, y la mitad de los novicios se retiró.
Muy pronto vamos a ver las esperanzas de otro seminario de maestros de escuela
para el campo, resucitado en la parroquia de San Hipólito, en París. Pero veremos
también cómo quedó sepultado en sus ruinas, después de un feliz comienzo, a causa
de la ambición del Hermano que fue puesto al frente del mismo.
En la época en que estamos, el señor De La Salle va a pasar a una casa amplia, con
un noviciado numeroso y fervoroso; y después de haber tenido el consuelo de ver
multiplicarse el número de discípulos y las buenas obras, y a su Instituto extender por
todas partes el buen olor de Jesucristo, verá también cómo surgen imprudencias por
parte de los que había escogido, y convertirse en suplemento de tempestades y
tormentas tan furiosas que durante veinte años su comunidad estuvo amenazada de
466 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

ruina. Sus protectores se convertirán en sus más violentos perseguidores; sus amigos
y sus consejeros le abandonarán a sí mismo, y se negarán a prestarle ayuda con sus
luces; los prelados más predispuestos a su favor y que le honraban como a una de las
personas más santas de Francia, perderán toda estima por él y pensarán que le hacen
un favor con no echarle de su casa; él mismo se verá perseguido por la justicia y
forzado a huir para evitar la mano de la policía y la prisión; y será durante el tiempo
de su ausencia cuando Satanás aprovechará para zarandear a sus Hermanos, para
consternarlos, desalentarlos, disgustarlos y hacer salir a una buena parte de ellos,
para introducir entre ellos otra forma de gobierno y alterar el espíritu inicial. Era
necesario que el señor De La Salle contemplara todos estos desórdenes antes de
morir, y que encontrara la causa en la dureza e indiscreción del maestro de Novicios y
del director de la casa de París, a quienes iba a nombrar muy pronto. Esta espina
permanecerá hundida en su corazón todo el tiempo que viva, y sólo podrá poner
remedio perfecto a esta herida recibida por su Instituto, cuando esté en el cielo.

2. Temperamento del maestro de Novicios y


del Hermano director de la casa de París
El maestro de Novicios del que hablo sabía asumir la autoridad del señor De La
Salle en su ausencia, pero no sabía desempeñarla con prudencia. El uso indiscreto que
hizo de ella tendía a la destrucción y no a la edificación, y al dejar caer el peso de su
brazo sobre los jóvenes que dirigía, con correcciones duras y mortificaciones mal
administradas, consiguió crear descontentos, en vez de verdaderos penitentes. Es
cierto que deseaba imitar al señor De La Salle y copiarle en todo, pero no era la buena
voluntad lo que le faltaba, sino la clarividencia. Era semejante a esos malos pintores
que desfiguran los objetos que desean pintar, y pretendiendo representar a su
prudente superior, se mostraba a sí mismo, tal como era. En vez de copiar su original,
lo desfiguraba, y sin poder superar su carácter, ni
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alcanzar el del señor De La Salle, deshonraba, con una pésima imitación, a aquel a
quien deseaba parecerse.
El señor De La Salle, siempre al frente de sus novicios, les decía más con sus actos
que con sus palabras. Todo hablaba en él, y causaba impresión. Su fervor arrastraba a
los más tibios y a los más negligentes. Para corregir, a menudo no necesitaba ni abrir
la boca, pues lo hacía con su rostro; su aspecto, su aire, su mirada, su gesto...
mantenían a todos en el deber o les hacía volver a él; impedía las faltas, o movía a
repararlas. Como era dulce, afable y solícito, se ganaba la confianza; y como era
esclarecido y penetrante, descubría en las conciencias lo que en ellas se escondía.
Siempre tenía el rostro sereno, tranquilo y amable, y así atraía hacia él a los más
tímidos, y les inspiraba total libertad. Siempre se mostraba ecuánime, siempre el
mismo, no había necesidad de acomodarse a su estado de humor, ni estudiar sus
momentos adecuados para comunicarse con él; y cuando se daba cuenta de que en su
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 467

rostro había alguna nube, examinaba en sí mismo qué era lo que le disgustaba y
encontraba la causa de su descontento. Su forma de actuar era cordial, tierna y
caritativa, y unía todas las almas a la suya; en todos sus discípulos encontraba un
corazón de hijo, porque todos encontraban en él un corazón de padre.
Si les imponía penitencias o les hacía alguna corrección, siempre eran bien
recibidas, porque en ellas no se mezclaban ni el estado de ánimo, ni la pasión, ni el
talante natural; las sazonaba la bondad, y sólo la caridad era su principio, y la
prudencia, la regla. No daba un solo golpe sin medir la profundidad de la herida
que iba a causar, y la eficacia del remedio que aplicaba. El conocimiento perfecto que
tenía de cada sujeto le enseñaba los diversos medios para ganárselo. El conocimiento
que tenía de sus fuerzas y de sus debilidades, de sus vicios y de sus virtudes, de sus
pasiones y de sus gracias, le proporcionaba los instrumentos para pesarlo y medirlo
todo, para proporcionar el rigor de las correcciones a la gravedad de las faltas y, sobre
todo, a la disposición de los sujetos.
Además, la norma general que se había impuesto, de no mandar nada sino después
de haberlo practicado, de no aconsejar nada sino después de haber hecho la prueba, le
había dado un conocimiento perfecto de todo tipo de mortificaciones y penitencia, y
le había ganado la gracia de no imponerlas sino a medida de las fuerzas, y siempre con
fruto. En fin, su ejemplo, su fervor y la unción de sus palabras le hacían todo fácil, y le
daban sobre los corazones un poder que era inseparable de su persona, y que no podía
comunicar a quienes hizo depositarios de su autoridad. Por eso, el uso de una
autoridad que no estuviera sostenida por el mismo ejemplo, por la misma gracia y por
la misma prudencia, podía hacerse odiosa y producir efectos totalmente contrarios a
los que se esperaba.
El maestro de novicios, duro consigo mismo, lo era aún más con los otros; en
ausencia del señor De La Salle, corregía las mínimas faltas con castigos exagerados, y
prodigaba a voleo y sin ningún fruto las correcciones amargas y las penitencias
severas. Si él mismo hubiese sido capaz de corrección, sus faltas hubieran podido
enseñarle a cambiar de conducta, pues el descontento de los novicios imperfectos y
flojos, dibujado en su rostro, le decía con suficiente claridad que echaba sobre sus
espaldas unas cargas insoportables, y que a su prudencia y a su caridad correspondía
acomodar al grado de sus fuerzas espirituales las mortificaciones con que los cargaba.
Los hijos, maltratados por el exceso de un maestro inconmovible,
<1-359>
acudían con sus quejas a su buen padre, y él los consolaba y animaba, e intentaba
curar las heridas de su corazón, y devolverles el respeto, la confianza y la sumisión a
aquel que estaba encargado de su dirección. Siguiendo las normas del buen gobierno,
no daba la razón a los inferiores, pero les hacía reconocer su poca virtud y obediencia,
por su resentimiento y su enfado, y les obligaba a corregir el mal ejemplo con una
reparación adecuada y con una sumisión total a las penitencias impuestas.
468 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

El siervo de Dios tenía miedo de amargar los espíritus si se hubieran reconocido las
faltas del maestro de novicios; y también temía que si se acostumbraba a los novicios
a quejarse de la conducta de sus maestros, surgiese en ellos una actitud en contra de la
mortificación, y a favor de la propia voluntad y del orgullo, que habría degenerado en
rebeldía y en espíritu de independencia. Así, pues, para doblegarlos cuanto antes
y para enseñarles a morir por completo a sí mismos, los sometía a un yugo duro y
pesado.
Por otro lado, como su proyecto constante era retirarse del gobierno de la casa y
encomendarse a sus discípulos, se esmeraba en lograr que la confianza que le tenían
los Hermanos pasara de él a los Hermanos a quienes ponía a su cabeza, y
acostumbrarlos a que sólo le vieran en ellos. Sea porque el señor De La Salle estaba
demasiado inclinado a favor del maestro de novicios, no le consideró culpable de
dureza ni de imprudencia; sea porque creyera que la experiencia le llevaría a
corregirse de esos dos defectos; sea porque consideró conveniente no condenar a un
superior por las quejas de algún inferior descontento y mal dispuesto, no se vio
obligado a corregir al maestro de novicios, ni reprenderle. De ese modo, el interesado
no cambió de conducta, y con el tiempo consiguió abrir llagas más profundas que las
anteriores, y añadir otras nuevas a las antiguas, con lo cual se multiplicaron los
descontentos.
El maestro de novicios tenía su semejante en el director que estaba al frente de los
Hermanos de París. Estos dos hombres, moldeados uno sobre otro, se copiaban en
todo. Los dos tenían virtud y piedad, pero eran una piedad y una virtud indiscreta,
apoyadas en el carácter, y cuya dureza e imprudencia formaban su temperamento. Por
eso, los Hermanos imperfectos que atendían las escuelas de París no estaban menos
descontentos de su superior que los novicios poco virtuosos lo estaban del suyo.
Tanto unos como otros no veían al señor De La Salle en las personas que habían sido
nombradas por él, y al no encontrar en ellos un padre tierno y un médico caritativo,
gemían bajo el peso de una obediencia que el amor divino no conseguía suavizar.
El señor De La Salle mantenía respecto de ellos el mismo proceder que observaba
con los novicios. Se ponía como mediador, por decirlo así, entre ellos y su director, y
trataba de reconciliar y unir los corazones, por los lazos de una obediencia perfecta.
Siempre ocupado en cerrar las llagas antiguas, y apartar de las nuevas, quería que
buscasen la paz en la paciencia, y que llegasen a ser tan humildes y mortificados que no
pensaran en quejarse sino de sí mismos. A todos los empujaba hacia esa alta virtud,
pero no todos eran capaces de hacerlo, y pronto veremos las cruces que recogió por la
conducta de estos dos hombres indiscretos, a quienes él había puesto por encima de
los novicios y de los Hermanos.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 469

3. La casa de Vaugirard resulta demasiado pequeña, y el señor


De La Salle traslada su noviciado a una casa muy amplia y cómoda,
bastante cercana de la huerta de los Carmelitas descalzos
La casa de Vaugirard resultaba demasiado pequeña para alojar a todos los
postulantes y su distancia desde París aumentaba la dificultad de llevar a ella todos
los días los víveres, lo que impedía al vigilante superior dedicarse a la vez al aspecto
temporal y al espiritual de los novicios y de los Hermanos, por estar separados. Esto
le movió a buscar otra casa más espaciosa y más cercana de París.
<1-360>
Había una casa vacía desde hacía mucho tiempo, que había estado ocupada por las
religiosas de las Diez Virtudes, donde habían sido educados los Hijos de Francia, al
norte de las tapias de los Carmelitas, en una larga calle que lleva a Vaugirard. Estaba
retirada y solitaria, era amplia y extensa, cerrada por todos los lados con puertas
sólidas y una buena tapia, adornada con patios amplios y con jardines en las cercanías
de la propiedad; ofrecía al señor De La Salle todo lo que buscaba. Sólo el precio era
lo que le quitaba casi totalmente la esperanza de conseguirla. La dejaban en mil
seiscientas libras, ¡pero qué precio tan elevado para personas tan pobres como las
que viven en el asilo! ¿Querrían alquilarla a una persona que no tenía nada y que,
encargado de una numerosa comunidad, ignoraba cada día si al día siguiente tendría
pan para dárselo? ¿Se atrevería él mismo a hacer la petición? ¿Era prudente asumir
su coste, un alquiler cuyo precio anual excedía el valor de todos los bienes de un
Instituto que no tenía ningún fondo económico ni ninguna renta?
Estas reflexiones dominaban el espíritu del señor De La Salle y le impedían
escuchar su deseo de contar con una casa tan cómoda y tan necesaria. Sin embargo,
después de recomendar mucho a Dios este asunto, se enardeció, y puesta su confianza
en la divina Providencia, que siempre le había sido favorable, se convenció de que no
podía encontrar mejor garantía que ella para responder de su solvencia.
Expuso su proyecto al señor de la Chétardie, que se extrañó, y le dijo: «Si tiene
usted tanta dificultad para vivir, ¿cómo podrá pagar un alquiler tan elevado?». Con
todo, cuando escuchó las razones del señor De La Salle, consintió en que siguiera
adelante con su proyecto, y para contribuir al mismo aumentó en cincuenta libras la
pensión anual de los Hermanos que atendían las escuelas en su parroquia. Esta
liberalidad imprevista, al confirmaba al piadoso fundador cuánta razón tenía al
confiar en la divina Providencia; esto le dio a entender que su plan le era agradable, y
que no arriesgaba nada al cargarse, con su ayuda, con el costo de una casa tan cara.
Realizó el alquiler lo antes posible, y pasó a ella, con su comunidad, en abril de 1698.
470 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

4. El señor De La Salle, que no tenía nada con que amueblar


esta amplia casa, recibe siete mil libras de la señora Voisin
Una vez que hubo entrado en ella con su Compañía, la casa se vio poblada, pero no
estaba menos desnuda y desguarnecida, pues los muebles que se llevaron desde la
casa de Vaugirard eran pobres y despreciables, y apenas se dejaban ver en un lugar
tan amplio. El señor cura párroco de San Sulpicio, impresionado por esta extrema
pobreza, envió a uno de los Hermanos a la señora Voisin Doüairière, para rogarle que
extendiera sus donativos a una casa que tenía tanta necesidad. Esta piadosa dama, que
donaba abundantes limosnas a los pobres de la parroquia y a las comunidades
de París, le dio allí mismo cuatrocientas libras, y prometió darle una cantidad similar
todos los años. Pero ¿qué era esa cantidad para amueblar una casa con sesenta
personas, desprovista de todo, y donde todo faltaba? El señor cura párroco le hizo ver
la pequeñez de su limosna comparada con las necesidades de una casa tan pobre, y
tuvo la generosidad de enviar en seguida siete mil libras para adquirir los muebles
necesarios. Con esta ayuda, la Casa Grande, provista de camas, de cortinas, de
jergones, de mantas, de sábanas y de los muebles imprescindibles, tomó un aspecto
nuevo, y dejó sentir la suavidad de la situación y de las comodidades; pero si la
morada de los novicios se hizo más cómoda, su vida no se hizo más floja. El señor De
La Salle, al llevarlos a un lugar más amplio, sólo había pretendido alojarlos a todos
<1-361>
pero no conceder a sus cuerpos más satisfacción. Contar con una casa más amplia era
necesario para admitir a los postulantes que se presentaban y para acomodar a los que
ya habían ingresado; pero todos ellos, viviendo en ella, no estaban menos acuciados
que antes en lo que respecta a la naturaleza. En esta nueva residencia todavía se bebía
sólo agua, y la alimentación no era mejor que la de Vaugirard. Los ejercicios de
piedad, las mortificaciones y las penitencias llevaban el mismo ritmo. El fervor
aumentaba con el número de novicios. El nuevo Instituto nunca había estado tan
floreciente, y en poco tiempo iba a extenderse, como un inmenso árbol, a todo París y
a toda Francia, y hubiera dado sus frutos si la persona que era enemigo suyo no
hubiera logrado detener su progreso.
En esta nueva casa había una pequeña capilla que había sido utilizada por las
religiosas que residieron en ella anteriormente. Se encontró el medio de ampliarla y
de añadir un presbiterio. Cuando estuvo preparada, uno de los vicarios mayores de
París acudió para bendecirla y consagrarla a Dios en honor de san Casiano, mártir. No
sé por qué el señor De La Salle tomó por patrón de su capilla a este santo mártir, si no
es porque la función de instruir a los niños en los comienzos del cristianismo, que este
santo había ejercido, le relacionaba con los Hermanos de las Escuelas Cristianas.
Éstos, en efecto, realizaban en los tiempos actuales de la Iglesia lo que este santo
mártir hizo en los primeros siglos, con peligro de su vida, y parecía natural que lo
tuviesen como patrón. Quizá quiso también la divina Providencia, al inspirar al señor
De La Salle que tomase como patrón a este santo, martirizado por sus alumnos, darle
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 471

a entender que también él participaría de su suplicio con las numerosas penas que le
iban a causar algunos de sus discípulos.

5. Apertura de la tercera escuela de la parroquia de San Sulpicio,


en la zona de los Incurables; esta escuela provoca un juicio
por parte de los maestros calígrafos
El señor De La Salle, al encontrar en el señor de la Chétardie un corazón de padre
y un celo evidente por las Escuelas Cristianas, que parecía superar al suyo, lo
aprovechó para dotar de una escuela a una de las zonas más pobladas del barrio de
Saint-Germain, y que tenía mucha necesidad de ella. El piadoso párroco, dispuesto a
toda clase de bien, dio satisfacción a su celo correspondiendo al del fundador. La
nueva escuela, que el señor De La Salle ya tenía deseo de abrir desde hacía años, se
ubicó en el sector de los Incurables, en la calle de San Plácido, donde sigue todavía, y
en cuanto se abrió fueron tan numerosos los alumnos que acudieron, que los cuatro
Hermanos que la atendían estuvieron desbordados de trabajo, y posteriormente hubo
que enviar otros dos para ayudarlos. De este modo, la parroquia de San Sulpicio, de
París, que es más extensa y está más poblada que las mayores ciudades del reino, se
dividió en tres sectores, en los cuales los Hermanos tenían, y tienen todavía, las
Escuelas Cristianas y gratuitas, bajo los auspicios y por las liberalidades de los
señores párrocos. No podemos renunciar a rendir aquí, aunque sea de pasada, nuestro
testimonio sobre el celo que anima a estos santos pastores en favor de las Escuelas
Cristianas.
Se diría que con el cargo de párroco se transmitían este celo, y que se esforzaban
por ser los mayores protectores de una obra tan excelente. El señor de La
Barmondière, aquel celoso pastor que falleció en olor de santidad en 1694, llamó al
primero de los Hermanos y los estableció en su parroquia para que tuvieran en ella las
escuelas gratuitas. Quienes le sucedieron, que se sabe que todos fueron de distinguido
mérito y de piedad poco común, lejos de decaer en el celo por la educación cristiana
de la juventud pobre, se han señalado en este asunto con una especie de emulación, y
parece que al último se le puede aplicar
<1-362>
la alabanza de haber superado a sus predecesores en atenciones y en señales de
bondad hacia el nuevo Instituto. Volvamos al hilo de nuestra historia.
Esta llamativa multitud de alumnos que llenaron las Escuelas Cristianas y gratuitas
dejaba desiertas las de los maestros que cobraban, y esto alarmó de nuevo a los
maestros de escuela de París. Esta tercera vez, como en las dos anteriores, les pareció
que la vía de hecho era la más corta y la más fácil para cerrar las puertas de la nueva
escuela. Temiendo que no se les hiciera la justicia que pretendían, comenzaron por
tomársela por sí mismos, y en la escuela de la calle de San Plácido, como ya habían
472 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

hecho años antes en la escuela de la calle del Bac, se apoderaron de todo lo que
utilizaban los Hermanos y los alumnos.
El señor De La Salle llegó en el momento mismo en que se apoderaban de todo, y al
ver que después de apoderarse se lo llevaban, dijo a sus caritativos rivales, con la
misma tranquilidad con que había encarado el insulto: «Tomad, llevadme también a
mí». Pero ellos respondieron: No es a usted a quien queremos, sino a los Hermanos.
En efecto, éstos fueron citados ante la justicia, y durante los tres meses que duró el
proceso las escuelas gratuitas estuvieron cerradas. En este intervalo el celoso superior
estuvo enfermo, aunque su enfermedad no tuvo mayores consecuencias; la divina
Providencia que le había destinado a ser abogado, como también fundador, de las
Escuelas Cristianas, le devolvió la salud para defender una vez más, ante los
magistrados de la tierra, el interés de la gente y de la juventud pobre. El señor de la
Chétardie no ponía menos interés que el señor De La Salle en el asunto de las escuelas
gratuitas, y era por consejo y mandato suyo que el celoso fundador se encargaba de
continuarlo.
Los Hermanos citados comparecieron ante el tribunal acompañados de su superior,
que, después de un silencio que se hizo, tomó tan a propósito el momento de hablar
que no se le pudo negar la gracia de reconocerle su buen derecho. Él mismo, pues,
defendió su causa, en la que estaba interesada únicamente la caridad, y lo hizo con
tanta sensatez y con tan sólidas razones que arrastró, por decirlo así, al juez a ponerse
de su lado, y dejó en el ambiente un interrogante para los maestros de escuela, que los
llenó de confusión, e hizo ganar la causa a los Hermanos.
Para ilustrar debidamente el motivo del interrogante que el juez hizo a los
adversarios de los Hermanos, hay que decir que los maestros apoyaban su derecho en
una razón falsa. Sabían muy bien que la causa de las escuelas gratuitas era la causa del
público y el interés de los pobres, y que ya habían perdido una vez, para vergüenza
suya, por atacarlos; y estaban persuadidos de que serían enviados de nuevo con
confusión si se declaraban enemigos y agresores de ellos. El éxito de su causa estaba,
por el contrario, en convencer de que los Hermanos no eran menos interesados que
ellos, y que estaban obteniendo beneficios de las dificultades que ellos padecían. Si
esta calumnia hubiese encontrado acogida por parte del juez, la causa de los
Hermanos hubiera cambiado a sus ojos, y ya no hubiera sido la causa de la gente y de
los pobres; y entonces, al no merecer ningún favor, hubiesen sido condenados, y
también a pagar las costas, por entrometerse en el oficio de otros.
Toda la fuerza del razonamiento del caritativo abogado se centró en la gratuidad de
las Escuelas Cristianas. Quien había abandonado todo para establecerlas, y que se
había despojado de su canonjía y de su patrimonio, encontró en su desinterés personal
un impulso de elocuencia natural y el medio para ser creído. Pero como el prudente
superior advirtió que el juez estaba indeciso, por los razonamientos expuestos por las
dos partes con la misma convicción —pues ya se
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Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 473

sabe que la osadía de un mentiroso cierra con frecuencia la boca al defensor de la


verdad—, y que el asunto quedaría indeciso si la verdad no triunfaba allí mismo sobre
la mentira, desafió a los maestros de escuela a que aportaran la mínima prueba de lo
que decían, y se comprometía a aceptar la pérdida de la causa y a cerrar todas las
escuelas de los Hermanos si sus rivales podían demostrar que no eran gratuitas.
Este desafío desconcertó a los maestros, y puso en la boca del juez la pregunta que
debía hacerles; y se vio obligado a decidir contra los calumniadores. El juez les exigió
que probasen que los Hermanos vendían, igual que ellos, los servicios que prestaban a
la juventud; como no pudieron hacerlo, se retiraron con vergüenza, y obligaron al
magistrado a condenarlos. El señor De La Salle reconoció el dedo de Dios en el modo
de desenvolverse este asunto, y consideró la feliz conclusión del mismo como un
favor singular de la divina bondad. Así se explicó él mismo en una carta que escribió a
un Hermano de provincias. Le decía, entre otras cosas, que parecía que Dios sólo le
había devuelto la salud para concluir este proceso con sentencia favorable para las
Escuelas Cristianas.
Las escuelas gratuitas, perseguidas una vez más por sus rivales, recobraron su
primer resplandor y produjeron abundantes y visibles frutos. La bendición del Señor
recayó en ellas antes de que se abrieran, y desde su apertura hasta ahora no han
decaído. El orden y la disciplina se mantienen, y el progreso en la instrucción y en la
educación cristiana son evidentes en los alumnos.
Como nadie se interesaba en ellas tanto como el señor cura párroco de San
Sulpicio, nadie parecía estar más encantado que él. Se complacía en visitar las
escuelas, para informarse por sí mismo del progreso de los niños, y los animaba con
pequeños regalos. Realizaba esta visita regularmente todos los meses, acompañado
de la señora Voisin, que le llevaba en su carroza, y siempre con una satisfacción
renovada. Iba cargado de premios, y dejaba por donde pasaba las huellas de sus
liberalidades; derramaba la alegría y la noble emulación entre los niños para que
acudieran con asiduidad a las escuelas y mostraran su modestia.
El señor De La Salle, en cierta ocasión, supo que el señor cura párroco y la señora
Voisin iban a realizar la visita habitual de la escuela de la calle de San Plácido, y fue
allí para recibirles. El señor de la Chétardie, a vista del elevado número de alumnos
que llenaban las clases, pues había más de cuatrocientos, no pudo contener su gozo, y
exclamó, dirigiéndose al autor de estos bienes: «¡Ah, señor, qué obra! ¿Dónde estaría
ahora esta multitud de niños si no estuviera recogida aquí? Se les vería corretear por
las calles, pegarse y aprender, para su desgracia, el mal y el pecado». Luego interrogó
a los niños, delante de la señora Voisin, sobre los misterios de nuestra santa religión, y
encantado por sus respuestas, por su modestia y por el buen orden que observó,
abrazó a los Hermanos y les dio el signo de la paz como muestra de amistad. Así,
recorriendo las clases, una tras otra, con una especie de avidez y santa curiosidad,
quedaba contentísimo; y cuando salía de ellas lo hacía a su pesar, pero dejaba en ellas
un nuevo fuego, entre los alumnos para aprender mucho y entre los Hermanos para
enseñar muy bien.
474 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Su celo llegó aún más lejos, pues para mostrar de manera sensible y luminosa el
bien que realizaban las Escuelas Cristianas, ordenó una especie de procesión de
los niños de las diversas escuelas todos los primeros sábados de mes. Los Hermanos los
llevaban en filas de a dos a la parroquia, para asistir a una misa solemne en honor de la
Santísima Virgen
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que se decía para ellos, y en la cual se distribuía a todos, por orden, una parte del pan
bendito. La señora Voisin era quien pagaba el coste, que se elevaba a casi cincuenta
libras. Entonces, la alegría del señor de la Chétardie era inmensa, por ver juntos, ante
sus ojos, a casi mil niños a quienes su caridad hacía instruir y educar con tanta
edificación. Se los mostraba a la señora de Montespan, a la señora de Voisin y a otras
piadosas damas, que quedaban muy edificadas; y les presentaba, como un pequeño
milagro, el hermoso orden, la modestia y el silencio que reinaba entre aquellos niños,
que se consideraban como incapaces de guardar disciplina.
El afecto que el piadoso párroco de San Sulpicio sentía por las Escuelas Cristianas
alimentaba el de la señora Voisin, y movía a la piadosa dama a continuar sus
liberalidades, pues ella consideraba que no podía emplear mejor sus bienes que para
sostener y aumentar una obra tan útil a la gente y tan necesaria para los pobres. A
petición del señor cura párroco llevó su generosidad más lejos, pues en el momento
en que el pan se puso tan caro, mandó distribuir, como limosna, una libra diaria a cada
alumno de los Hermanos.
Como el celo del señor de la Chétardie por las Escuelas Cristianas crecía de día en
día, buscó el modo de multiplicarlas en su parroquia todo lo que pudo. Dentro de este
plan, hizo abrir una escuela nueva en el sitio llamado Fossés de Monsieur le Prince,
cerca de la puerta de San Miguel. Como todas las otras, llegó a ser tan numerosa que
hubo que poner a cuatro Hermanos. Es verdad que sólo subsistió tres o cuatro años,
pues la caridad de los bienhechores se enfrió, y fue necesario cerrarla. Los maestros
de la ciudad vieron la erección de esta escuela como un nuevo desafío, pero no osaron
oponerse a ella. El prestigio del señor párroco de San Sulpicio, que se había declarado
como su autor y protector, les ató las manos, y les obligó a guardar en un corazón que
sólo respiraba guerra, una paz simulada con los Hermanos.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 475

CAPÍTULO XV

Segundo intento de abrir una escuela gratuita


y un seminario de maestros de escuela para el campo,
en la parroquia de San Hipólito, en París

La divina Providencia, al facilitar al señor De La Salle la apertura de una escuela en


la parroquia de San Hipólito, en el barrio de San Marcelo, le preparó la apertura de un
nuevo seminario de maestros de escuela para el campo. Ningún otro establecimiento
interesaba al santo varón tanto como éste. El plan que se había formado sobre su
Instituto abarcaba la institución de los Hermanos para las ciudades y la formación de
los maestros de escuela para las zonas rurales. La primera parte de su plan se
consiguió felizmente, a pesar de todas las dificultades y persecuciones del mundo y
del infierno; pero la segunda, intentada en Reims con feliz éxito, encontró su fin
durante su ausencia de aquella ciudad, y deseaba con santa pasión resucitarla. Dios le
dio esta alegría, pero no tuvo larga duración, pues vio cómo se destruía esta obra por
aquel de sus hijos de quien más se fiaba, y al que había puesto al frente de ella como
promotor. He aquí cómo sucedió.

1. Apertura de una escuela en la parroquia de San Hipólito


El señor cura párroco de San Hipólito, conocedor de los grandes beneficios que
producían en la
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parroquia de San Sulpicio las Escuelas Cristianas, tuvo la inspiración de procurar los
mismos beneficios a la suya. Encontró al señor De La Salle totalmente dispuesto
a dejarle dos Hermanos, y él contribuyó a su sostenimiento con generosidad
verdaderamente cristiana. Había sido testigo directo de los copiosos frutos que
producía una escuela gratuita, dirigida por maestros desinteresados y llenos de
piedad, y quiso ampliar sus miras; concilió, además, la idea de extender a las
parroquias rurales las bendiciones que el Señor derramaba sobre la suya. Se lo
comunicó al señor De La Salle y estudió con él la manera de realizarlo.
El prudente superior, que tenía como norma no enviar Hermanos a los pueblos, a
causa de las razones que ya se expusieron, le dio a entender que se podían reemplazar
con maestros de escuela educados y bien formados en la virtud y en la ciencia de
su profesión. Luego, al ver que el párroco de San Hipólito estaba dispuesto a secundar su
idea de abrir un seminario de maestros de escuela para zonas rurales, le hizo la
confidencia de que esperaba con santa impaciencia el día en que pudiera ver que esta
476 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

importante obra se ponía en marcha. El pastor, encantado al ver que sus piadosas
ideas estaban tan bien desarrolladas, y después de conocer los medios rápidos y
fáciles para ponerlo en marcha, estuvo de acuerdo con el proyecto del señor De La
Salle; a él le dejó el trabajo de organizar la apertura y él se encargó de poner los
fondos necesarios. Los dos hombres de bien parecieron sumamente contentos. El
señor De La Salle encontró en el párroco de San Hipólito al hombre que esperaba para
poner de nuevo en marcha, en París, el seminario de maestros de escuela para el campo,
cerrado en Reims, y el señor cura párroco de San Hipólito encontró en el señor De La
Salle al hombre adecuado para realizar sus planes y satisfacer su celo.

2. Apertura de un seminario para los maestros de escuela del campo


Cada uno por su parte trabajó en la empresa. Con las gestiones realizadas por el
piadoso pastor, un particular dio una casa, y un virtuoso eclesiástico puso ochocientas
libras de renta para comenzar la obra. Antes de que la casa estuviese acondicionada,
el señor De La Salle ya envió a varios sujetos llegados de la zona rural, y para
formarlos designó a un Hermano veterano, que era su hombre de confianza, aunque
pocos años después se convirtió en su Judas. La escuela funcionaba en la misma casa.
Una de las dos clases estaba dirigida por otro Hermano, y la otra, por uno de los
seminaristas, bajo la dirección del responsable del seminario. Todos los jóvenes
formandos daban escuela, por turno, como ejercicio práctico, para ser moldeados e
instruidos en el método de impartir la clase con fruto.
El estilo de vida de los Hermanos y casi todos sus reglamentos se introdujeron en
este seminario. Se levantaban a las cuatro y media y se acostaban a las nueve; la
meditación, la lectura espiritual y el examen de conciencia se distribuían a lo largo de
la jornada, con los ejercicios convenientes para la profesión; es decir, se aprendía a
leer y a escribir, la aritmética y el canto gregoriano a horas fijas. El silencio y el
recogimiento se observaban allí, como también todas las demás prácticas de piedad
que están en uso entre los Hermanos. En esta casa, cada uno conservaba los vestidos que
había llevado, y los usaba, pues todos estos maestros vestían como seglares. Por lo
demás, se les alimentaba, alojaba e instruía gratuitamente, y sólo se les pedía que
tuvieran buena voluntad.
Este seminario subsistió tanto como el tiempo que vivió el párroco, es decir, cinco
o seis años; pero cuando éste murió, desapareció, precisamente por las mismas
precauciones que había adoptado para lograr que se mantuviera. Tan cierta es la
palabra del Sabio: las miras del hombre son cortas, y su prudencia, igual que su
destreza, son inseguras. El piadoso párroco de San Hipólito, iluminado en su lecho de
muerte, más que nunca, sobre la importancia de la buena obra de la que era autor, no
tenía otra inquietud que la de lograr
<1-366>
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 477

que continuara después de él. Como no disponía de letras patentes ni de los permisos
requeridos, tuvo que tomar muchas medidas para asegurar al seminario un fondo
económico. Después de haberlo pensado mucho consideró que resolvía todas las
dificultades si declaraba heredero de los fondos al Hermano que llevaba la dirección
del seminario. El buen párroco contaba con su rectitud, ¿y quién no lo hubiera hecho?
Este Hermano era uno de los dos que el piadoso fundador consideraba como sus
brazos y que había escogido como firmes columnas de su comunidad. Este Hermano,
con el señor De La Salle y el Hermano Gabriel, formaban el triunvirato que se había
obligado con voto a no abandonar nunca el Instituto y a procurar su progreso hasta la
muerte, con todas sus fuerzas, como se vio anteriormente.
El señor De La Salle tenía tanta confianza en él que le escogió como superior de
este seminario. Por eso, el párroco de San Hipólito, al parecer, no podía actuar con
más prudencia al honrar a este Hermano con el título de heredero suyo. No era normal
pensar que este depositario de su secreto, y ministro de su confianza, pudiera abusar
de ello y apropiarse de unos bienes dados para el seminario de maestros de escuela
para el campo. El Hermano no podía ignorar las intenciones del fundador, que se las
había comunicado personalmente. Con todo, en cuanto se terminaron los funerales
por el párroco de San Hipólito, el señor De La Salle supo que había escogido a un
Judas en la persona de aquel a quien eligió como director del seminario, y que el
desgraciado, a ejemplo del pérfido discípulo, quería enriquecerse con unos bienes
dados a Dios y dedicados a una obra piadosa.

3. El seminario encuentra su ruina en la avaricia y la perfidia


del Hermano nombrado para dirigirlo
Cuando el vigilante superior conoció la muerte del señor cura párroco y sus
disposiciones testamentarias, acudió para adoptar las medidas adecuadas con el
Hermano, y se quedó extrañamente sorprendido al ver que su principal discípulo
renegaba de él y que le decía con altivez que no le reconocía más, que sabría pasar
muy bien sin él, y, en una palabra, que no quería tener más trato con él. El avaro,
preocupado de su buena fortuna, estaba decidido a aprovecharse de ella. Aseguraba
que el testamento estaba hecho en su favor y que aquellos bienes le pertenecían.
Fue en esta ocasión cuando la eminente virtud del señor De La Salle brilló con todo
su resplandor. La perfidia de su discípulo era manifiesta; su ingratitud, negra; su
injusticia, clamorosa; su insolencia, ofensiva. Pero todo ello sirvió de fondo para que
resaltaran a plena luz la mansedumbre, la humildad y el desinterés del maestro. El
señor De La Salle recibió el trato injusto y ofensivo del Hermano en humilde silencio,
y no se permitió ni la más mínima queja.
Satisfecho con una ocasión tan feliz que le ponía en relación con Jesucristo
traicionado por su discípulo, sólo lamentó la ruina del seminario, tanto tiempo
deseado. Si acaso alguna vez un hombre imitó perfectamente a Judas en su perfidia y
en su avaricia como este desventurado Hermano, nunca un hombre imitó mejor a
478 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Jesús en su mansedumbre y en su paciencia como el señor De La Salle en esta


situación. Regresó tranquilo a casa y se olvidó de la ofensa que acababa de recibir,
y de la idea de continuar con la reclamación del legado hecho en favor del seminario
proyectado.
Como un abismo llama a otro abismo, y los que caen desde lo alto se llevan las
peores caídas, el Hermano ambicioso no cometió su pecado a medias: abandonó el
hábito, echó al otro Hermano, compañero suyo, pidió la dispensa de los votos y sólo
pensó en disfrutar en paz de aquellos bienes usurpados a la Iglesia. El caritativo
eclesiástico que había contribuido a la buena obra con el difunto señor cura párroco, y
que a petición suya había dejado ochocientas libras de renta, escandalizado por el
abusivo uso que hacía el legatario de los bienes dejados por el difunto, revocó su
donación.
<1-367>
De este modo, el seminario puesto en marcha con tanta rapidez y éxito, se hundió por
sí mismo, con sumo pesar del siervo de Dios, que no pudo impedir su desaparición.
El sacrílego usurpador, sin embargo, continuó con la escuela de niños en la
parroquia, y algún tiempo después, sea porque habría disipado parte del legado del
que se había apropiado, sea porque quisiera apaciguar los amargos remordimientos
de una conciencia que era su suplicio, trató de volver a unirse al cuerpo del que se
había separado con tanta vergüenza y escándalo. El señor De La Salle, semejante al
buen padre de familia, tendía los brazos a este hijo pródigo y desnaturalizado. Este
Absalón todavía encontraba un lugar en el corazón caritativo de su tierno padre, y le
hubiera recibido en la casa con suma alegría si no fuera por el consejo de personas
sensatas y prudentes, que temían las consecuencias de un ejemplo tan pernicioso, que
le recomendaron no hacerlo.
Ésa fue la segunda herida que el corazón del señor De La Salle recibió en la Casa
Grande. En seguida hablaremos de la primera, que ponemos después de la segunda
porque, aunque la haya precedido, también la ha seguido. Es fácil imaginar cuán
sensible fue para el siervo de Dios el inicuo proceder del Hermano de quien hemos
hablado. Nuestro corazón siente mejor que lo que se expresa con la boca cuán negra y
cruel fue la ingratitud, la perfidia, la injusticia y la insolencia del Hermano. Con todo,
un alma pura sufre menos con los dardos afilados de esos vicios que por la ruina de
una obra importante para la gloria de Dios y la salvación del prójimo.
Pero todavía no es tiempo de que el superior de los Hermanos pese sus cruces.
Éstas no son más que el comienzo de sus dolores. Al pasar de una casa a otra más
amplia, encontró mayores cruces. Si en esa casa es donde ve a su Instituto hacer
grandes progresos, es también en ella donde se multiplicarán sus penas. La tierra
sobre la cual camina sólo producirá para él cardos y espinas, y tras todos sus pasos
verá surgir nuevas persecuciones que no le dejarán descansar hasta que deje de vivir.
Con todo, el nuevo Job sufría los más tristes sucesos con aire de constancia y de
tranquilidad, que extrañaba a los que gozaban de su confianza. Manteniéndose
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 479

siempre ecuánime, encontraba su consuelo en la perfecta sumisión a las órdenes de la


divina Providencia y en el abandono absoluto a su querer.
El pérfido discípulo del que hemos hablado sobrevivió a su maestro, pero no por
mucho tiempo. Después de continuar con la escuela de niños en la parroquia de San
Hipólito durante casi veinte años, cayó enfermo, del mal por el cual murió, al día
siguiente de la muerte del señor De La Salle. El santo varón, fallecido el Viernes
Santo de 1719, pareció, desde el siguiente, que interesaba al cielo en la venganza de
un pecado que había perdonado, con buen corazón, durante su vida. El Hermano cayó
enfermo el Sábado Santo, día en que se enterró al siervo de Dios; y después de cinco
meses de sufrimientos fue a rendir cuenta a su Juez de la enorme injusticia que había
cometido contra la Iglesia, de la afrenta hecha a su superior, de la escandalosa
deserción que había ajado el honor de la comunidad, y de la ruina completa del
seminario de maestros de escuela para el campo, que él había originado.

4. El señor De La Salle recibe en su casa a cincuenta jóvenes irlandeses


para darles educación cristiana
Por este tiempo, el señor De La Salle abrió su casa a cincuenta jóvenes irlandeses
que habían pasado a Francia desde hacía poco, para poder mantener su religión. La
propuesta se la hizo el señor cura párroco de San Sulpicio, de parte del señor
arzobispo. El prelado, por recomendación del rey de Inglaterra, refugiado en este
reino, después de buscar un lugar conveniente para el joven grupo que se exilaba
<1-368>
voluntariamente de su país para poner su fe al abrigo de la persecución, no encontró
otro lugar más propio que la Comunidad de los Hermanos, para alimentar la piedad y
poner a salvo de la corrupción del siglo la inocencia de aquellos jóvenes, más
expuesta aún que su fe.
Todavía el señor de Noailles no había sido predispuesto contra el antiguo canónigo
de Reims, ni se había borrado de su mente la idea de santidad que el rumor de sus
virtudes heroicas había dejado en ella, cuando era obispo de Châlons. Apreciaba y
honraba al siervo de Dios como a un hombre apostólico, y en esta ocasión quería darle
una prueba evidente de su confianza al encomendarle la educación de un grupo
escogido de celosos católicos que el mismo rey, Su Majestad británica, le había
recomendado a él. Además, el prelado, en este asunto, usó un procedimiento del que
le eximía su propio cargo, pues aunque hubiera podido, como primer superior, abrir a
aquellos jóvenes irlandeses las puertas de una Comunidad que le estaba plenamente
sometida, prefirió emplear la bondad antes que la autoridad, y requirió del superior de
los Hermanos su consentimiento, para una cosa que podía ordenar.
El señor De La Salle se esmeró en responder a la confianza que su prelado le
manifestaba. Por obediencia a su superior y por caridad hacia los piadosos exilados,
los alojó a todos y llenó la casa. Él mismo puso cuidado especial en su educación, sin
480 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

dejar totalmente la atención sobre ellos en la vigilancia del Hermano que nombró para
acompañarlos, de manera que en poco tiempo estuvieron en situación de cumplir con
honor los diversos puestos que les estaban destinados.
Mientras estos jóvenes, tan católicos y tan apegados a la Iglesia romana, se
formaban en tan santa escuela, el rey de Inglaterra, acompañado del señor cardenal,
les honró con su visita. Este insigne príncipe, víctima de su religión, y que había
sacrificado su trono a los intereses de su fe, se preocupaba de manera especial por la
buena educación de aquella juventud perseguida por la religión. Ya se conoce, sin
necesidad de decirlo aquí, que la importante revolución acaecida en Inglaterra varios
años antes de la persecución de que hablamos fue efecto del celo que este santo rey
había mostrado por la fe católica. Se vio obligado a huir con la reina, su esposa, y con
el príncipe de Gales, su hijo y heredero de la corona, ante el tirano que, mediante el
crimen, consiguió apoderarse del trono. Buscaron un asilo en Francia, bajo la
protección de Luis XIV, celoso defensor de sus derechos y de su fe. Los fieles
súbditos que le habían seguido, y que fueron bien recibidos en un reino que acababa
de expulsar de su seno la herejía, que tantos daños había causado, dieron ejemplo a
los que se habían quedado en su país, expuestos al furor de la persecución, para
que, a su vez, vinieran a asegurar su salvación en la seguridad de Francia.
Como el celo por la religión católica era la única causa de la desgracia del rey y de
la reina de Gran Bretaña, el usurpador de su corona hacía continuos esfuerzos para
abolirla en sus Estados. El tirano, que sabía que el legítimo rey aún tenía numerosos
súbditos fieles en el reino que había abandonado, y que no ignoraba que lo que les
mantenía fieles a su legítimo soberano era la fidelidad a la verdadera religión, pensó
que el mejor medio de triunfar sobre su doble fidelidad era endurecer la fuerza de su
brazo asesino y aplastar, bajo el peso de su autoridad, a los católicos romanos. De ese
modo, sin miedo a juntar al odioso título de usurpador el de tirano,
<1-369>
repetía periódicamente la persecución, y los seguidores de la fe antigua, que preferían
abandonar sus bienes y su patria antes que su religión, acudían a implorar protección
al rey cristianísimo, que consideraba un honor y un deber de piedad recibirlos en su
reino.
A estos fieles súbditos a quienes la espada de la persecución les había hecho huir de
su país para reunirse con su legítimo príncipe, los apreciaba mucho. Como su causa
era también la suya, se interesaba con corazón de padre por todo lo que les afectaba y
cuidaba de ellos como de sus propios hijos. Lo demostró claramente en la ocasión de
que hablamos, pues sin considerarse descargado del cuidado de la juventud irlandesa, que
había recomendado al señor cardenal y confiado a su caridad, quiso ver con sus
propios ojos el lugar donde residían, examinar la educación que se les daba e
informarse de lo que se refería a ellos. Una vez que fue testigo de la forma cristiana
como eran educados, manifestó mucha amabilidad al señor De La Salle, y se mostró
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 481

muy agradecido y satisfecho de los cuidados que se tomaba para instruirlos y del
progreso que habían hecho.

5. Habilidad del señor De La Salle para instruir y educar a la juventud


y para convertir a almas endurecidas en el mal
La exquisita habilidad que poseía el virtuoso sacerdote para educar a la juventud
y para convertir las almas endurecidas, le ganaba la confianza de los mayores
pecadores. Padres que estaban descontentos de sus hijos rebeldes, que desesperaban
de poder lograr que cumplieran su deber, buscaban en él la habilidad que no
encontraban en sí mismos para apartarlos de sus extravíos. A menudo lo conseguía
por encima de sus deseos, y devolvía a los hijos libertinos e indomables a quienes los
habían enviado, pero ya mansos, dóciles, sumisos y piadosos. El cambio rápido y
repentino de un joven abate de buena familia, confiado a sus cuidados, pareció algo
así como un milagro a quienes le conocían.
Con él se habían probado todos los medios imaginables para hacerle entrar en
razón, y que no olvidase el estado eclesiástico, al cual se le destinaba. Se pensó
inútilmente que su estancia en las comunidades más regulares le daría un baño del
espíritu eclesiástico, o que al menos despertaría en él la vergüenza por sus excesos y
desarreglos; pero él transformó en veneno todos los remedios que se le facilitaron, y
abusó infelizmente de todos los medios de salvación, convirtiéndolos en motivos de
perdición. El único lugar donde encontró el sentido común y la fe fue la comunidad de
los Hermanos, pero como nos reservamos hablar de las conversiones que Dios obró
por medio del ministerio del señor De La Salle en el libro cuarto, en que expondremos
sus virtudes, no diremos aquí nada más de ésta.
El cambio rápido y repentino de un joven abate de buena familia, confiado a sus
cuidados, pareció algo así como un milagro a quienes le conocían. El primero que
hizo la petición fue el señor Godet des Marais, obispo de Chartres, prelado cuyo celo
y piedad muchas veces han servido de muralla a la sana doctrina; era un prelado que
se puede considerar como el azote de las novedades de los tiempos, y al que todos los
novadores le temían como al más aguerrido de sus enemigos; el primer prelado que
declaró la guerra a la falsa espiritualidad, y que descubrió con clarividencia el veneno
sutil y los horrores ocultos en ella.
Él y el señor De La Salle, a la sazón canónigo de Reims, se habían conocido en el
seminario de San Sulpicio, y se puede decir que los dos estaban recíprocamente
edificados, que mantenían una estima y una consideración mutua. Hacía ya varios
años que el ilustre obispo de Chartres había pedido algunos de sus discípulos al señor
De La Salle, pero el siervo de Dios, con el pretexto de que aún no tenía suficientes
sujetos bien formados, le suplicó que esperara. Aunque
<1-370>
482 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

hubiese tenido total interés en contentar a un prelado que tenía tanto prestigio en la
corte, y al que la piedad y la pureza de su fe le hacían tan poderoso ante el rey, creyó
que debía retrasar el envío de Hermanos hasta que viera la voluntad de Dios bien
señalada en este asunto.

6. Monseñor Godet des Marais, obispo de Chartres, renueva la petición,


hecha varias veces al señor De La Salle, de enviarle algunos discípulos.
Acuerdo de los párrocos de Chartres en este asunto
Monseñor Godet des Marais había comenzado a hacer su petición en 1694, y la
reiteró a menudo. En fin, en 1694 insistió tanto que el señor De La Salle no pudo
retrasarlo más. Con todo, el humilde superior, antes de prometer sujetos al señor
obispo de Chartres, quiso contar con el consentimiento de los Hermanos. En la
asamblea que celebró, les expuso la propuesta del ilustre prelado, y después de
ponderar su eminente piedad y el celo ardiente para la religión, les dejó que
decidieran lo que creyeran mejor.
Los Hermanos, atendiendo al honor que les hacía un santo obispo a quien los
celadores de la doctrina sana y antigua honraban como adalid de la fe en Francia, se
ofrecieron voluntariamente a su superior para recibir su misión. Por otro lado, el
piadoso prelado tuvo la satisfacción de ver que todos los párrocos de la ciudad de
Chartres concordaban por unanimidad con su proyecto. Aquellos celosos pastores,
informados de que su obispo trabajaba para llevar a Chartres maestros de escuela
competentes y ejemplares, se unieron para suplicarle que realizara su proyecto lo
antes posible; ya tenían motivo de alegría con las maestras que había llevado a sus
parroquias para dirigir las escuelas de niñas, y por eso esperaban con ansia una ayuda
parecida para los niños.
El temor de que esta ayuda fallase o se hiciera esperar demasiado, les llevó a dirigir
a su obispo una petición, firmada por todos, para apoyarle. Estos pastores
experimentados, vigilantes y celosos dicen, en esa petición, que sienten la obligación
que tienen de trabajar en la instrucción y en la salvación de sus feligreses, y que
reconocen que el mayor mal de su rebaño tiene origen en la deficiente educación de la
juventud, y que hay que curarlo con la ciencia y la piedad de maestros desinteresados.
«Después de habernos reunidos varias veces —dicen en su petición—, hemos
estado de acuerdo en que una de las grandes causas de la indocilidad, inmodestia,
incluso de ignorancia y de desorden patente de la mayoría de los niños de la ciudad,
de uno y otro sexo, proviene de que no ha habido escuelas gratuitas para los pobres.
Esto ha sido así o porque los maestros y maestras que hasta el presente han
desempeñado esta función lo han hecho sin ninguna garantía, o sin el conocimiento
de los superiores, al no proponerse en este empleo ninguna otra finalidad, sino la de
ganarse la vida, o no lo desempeñan como es preciso para el bien de los niños, unas
veces por falta de capacidad, y otras por falta de celo y de aplicación. Hemos visto
que hay que trabajar para remediar tan grave mal, consiguiendo que haya en la ciudad
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 483

maestros y maestras de escuela, establecidos por encargo de Vuestra Excelencia, con


capacidad, piedad y celo, de los cuales hay que estar perfectamente informados para
encomendarles el cuidado de la juventud. Y es preciso, sobre todo, que haya escuelas
gratuitas para los niños pobres, porque ellos, al no poder pagar a los maestros y
maestras, no son instruidos ni acuden a las escuelas, sino que andan errantes como
vagabundos, se corrompen fácilmente y se hacen incorregibles. Con esta idea, hemos
sabido que en París hay un sacerdote de profunda piedad que se preocupa de educar y
formar para esta función a jóvenes que poseen las cualidades necesarias para
desempeñarla dignamente, y que los proporciona a todos los lugares que se lo piden, a
condición de que se asegure su subsistencia y alimentación, cuyo
<1-371>
coste es una cantidad bastante asequible. Nos hemos creído obligados a recurrir a
Vuestra Excelencia, monseñor, para suplicarle muy humildemente que interponga su
prestigio, e incluso sus limosnas, para conseguir para esta ciudad ayuda tan preciosa y
para colaborar a la reforma de las costumbres de su pueblo».
El señor obispo de Chartres, encantado al comprobar que su celo estaba apoyado
por el de los pastores de su ciudad principal, urgió el envío de Hermanos ante su
piadoso superior, que le mandó seis para atender las escuelas gratuitas y un séptimo
para el servicio doméstico de la casa. El virtuoso prelado les recibió con suma alegría.
Dejando de lado el puesto que ocupaba, les manifestó su amistad y les dio toda clase
de testimonios de caridad cristiana, pues no era de aquellos hombres que no se bajan
nunca de su pedestal, y que sólo quieren ser vistos en la cúspide de su rango y en el
resplandor de su dignidad. Gozaba de popularidad y por temperamento y por virtud le
gustaba ser accesible a los pequeños, y lograr que vieran en su obispo a un hermano o
a un padre.
Como el prelado no era menos docto que celoso, ni menos prudente que piadoso,
adoptó todas las medidas necesarias para lograr que el ministerio de los Hermanos
fuese útil para la juventud. La protección evidente que les dispensaba, el generoso
gasto para su subsistencia, que recaía sobre él, y la petición que los pastores de la villa
le habían dirigido para conseguirlos, eran motivos importantes para comprometer al
pueblo fiel a que descargase la educación y la instrucción de sus hijos sobre los
nuevos padres espirituales que la bondad de Dios le enviaba. Sólo faltaba autorizar,
mediante un mandato público, la apertura de las escuelas gratuitas y cristianas. Así se
hizo el 4 de octubre de 1699.
El piadoso obispo declara en él, con su habitual unción, que desde que plugo a Dios
encargarle del gobierno de la diócesis, no ha tomado nada con más empeño que el
proyecto de establecer Escuelas Cristianas, y sobre todo escuelas de caridad, en las
parroquias que mayor necesidad tenían de ellas. «Nada nos ha parecido más útil
—dice el prelado— para inspirar al pueblo que nos está confiado las máximas
evangélicas que le deben servir de pauta. Una experiencia muy funesta nos ha
enseñado que el desorden de las costumbres, extendido en todo tipo de personas,
484 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

proviene solamente del poco cuidado que se ha tenido en procurar a los fieles, durante
su juventud, una educación digna de la dignidad tan honrosa de hijos de Dios, que
adquirieron en el bautismo. Creemos que podemos contribuir en gran manera a
descargar a los padres y madres de esta tarea, ya que ellos están obligados, sin posible
excusa, a educar cristianamente a sus hijos, pero a menudo no pueden hacerlo con
éxito, porque se lo impiden las ocupaciones o trabajos, o porque no tienen las
cualidades necesarias para realizarlo. Piensen, sin embargo, con temor, en aquellas
palabras tan terribles de san Pablo: que las madres (y con mayor razón hay que
decirlo también de los padres) no se salvarán sino por la buena educación que den a
sus hijos; haciendo de manera que permanezcan en la fe, en la caridad, en la santidad
y en una vida ordenada. La experiencia de gobierno nos ha enseñado también, más
que nunca, la verdad de estas palabras de uno de los mayores doctores de la Iglesia en
los últimos siglos, que a pesar de la eminencia de su saber, hacia el final de su vida
quiso rebajarse a dar escuela: No sé si hay algo más grande y más agradable a Dios
que cultivar estas jóvenes plantas del jardín del Señor y regarlas con las aguas
saludables de la doctrina celestial. Hemos reconocido con su consuelo que Dios
comenzaba a derramar
<1-372>
abundantes bendiciones sobre las escuelas de caridad que establecimos para las niñas
en algunas parroquias de esta villa; y esto ha confirmado el deseo que teníamos de
ampliar este beneficio y procurar uno semejante a los muchachos. Nos ha movido a
ello con más fuerza ver que el Rey, siempre grande en cuanto emprende, pero que es
siempre aún mayor en lo que emprende cuando concierne a la religión, ha extendido
sus cuidados a la apertura y multiplicación de las escuelas, y que quiso despertar en
este punto, por efecto de su piedad, el celo y la vigilancia de los pastores. Para
secundar sus piadosas intenciones, hemos traído maestros bien formados para un
trabajo tan santo, y capaces de edificar con sus ejemplos, al mismo tiempo que dan a
los niños las enseñanzas necesarias, etc.». A continuación señala el 12 de octubre de
1699 como fecha de apertura de las escuelas.
El mandato tuvo todo el fruto que su autor podía esperar. Los padres, dóciles a la
voz del primer pastor, se dieron prisa en enviar a sus hijos a las escuelas de caridad,
que no tardaron en llenarse. El excelente fruto que produjo la educación cristiana de
una juventud abandonada a sí misma, dio inmensa alegría a monseñor Godet des
Marais, que abonaba los gastos con generosidad digna de su inmenso corazón, pues
quería que no faltase nada. Temiendo que las necesidades de la vida los apartasen de
su ministerio, tan útil para la gente, o que la inquietud de lo necesario frenara su celo,
tenía sumo cuidado de proveer en todo. Pero fue después de su muerte cuando los
Hermanos sintieron el bien que les hacía, y cuánta gratitud le debían. Al perderle, a
los años de abundancia sucedieron años de escasez, y sus trabajos caritativos serían
recompensados con persecuciones, como veremos. La caridad del prelado con los
Hermanos iba unida a un celo admirable por el éxito de sus escuelas. Su humildad le
llevaba con frecuencia a ellas; se complacía en visitarlas y, al parecer, lo consideraba
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 485

uno de sus deberes. Realizaba estas visitas con noble familiaridad y majestuosa
sencillez; mostraba a los niños rostro de padre y les hablaba con ternura de madre. No
puede saberse quiénes quedaban más contentos y sentían más vivamente la dulzura
de las visitas, si los Hermanos o los niños. Exhortaba a los segundos y consolaba a los
primeros, y a todos animaba a la perseverancia. La unción de sus palabras dejaba, por
donde pasaba, el buen olor de Jesucristo y semillas de virtud; y, sobre todo, no
olvidaba cuanto podía sostener a los Hermanos, particularmente en los comienzos,
que fueron tan espinosos; ni ahorraba nada de lo que necesitaban los Hermanos para
reponer su salud cuando estaban agotados.
En este asunto tuvo ocasiones frecuentes de ejercer su caridad, pues el celo que
devoraba a los Hermanos más fervorosos por la instrucción de los niños, el esfuerzo
hecho en el trabajo asiduo de las escuelas, unido a los ejercicios de una vida dura e
interior, y a menudo los excesos de mortificación y de penitencia, minaban la salud de
los más robustos. Algunos murieron bendiciendo a Dios por haberles hecho ingresar
en una profesión tan santa. El caritativo pastor, que sentía mucho la pérdida de sus
mejores maestros de escuela, no ahorró nada para restablecer o conservar la salud de
los otros. Y como estaba convencido de que era su excesivo fervor el principal
obstáculo, les rogaba y suplicaba con bondad que tuvieran presentes las reglas de la
prudencia.
Aunque él mismo era amigo de la penitencia y singular defensor de las
austeridades evangélicas, como se deduce de su admirable carta pastoral sobre la
falsa espiritualidad, advertía a los Hermanos que pusieran
<1-373>
límites a su fervor, para asegurar su duración y esperar el momento de Dios para el
sacrificio, pero sin pretender apresurarlo. Les decía que si no querían cebar la
víctima, para inmolarla mejor, al menos debían alimentarla, y no sobrecargarla con
un trabajo agotador y con un peso excesivo de austeridades; que debían recordar que
la instrucción cristiana y la santa educación de la juventud pobre eran la finalidad de
su vocación, y la materia de sus méritos para el cielo, y por tanto debían medir su
penitencia con el trabajo al que compromete esta vocación, y subordinar la primera al
segundo; que, después de todo, el cansancio de la escuela era ya una dura
mortificación en sí mismo, que requiere la preferencia y el mérito sobre los otros, y
que sólo aprueba la que puede convenir.
El buen prelado empleaba todos los medios para aliviar a estos piadosos enfermos.
No descuidaba tampoco visitarlos, y él mismo buscaba sus libros espirituales y sus
instrumentos de penitencia, y les quitaba aquellos cuyo fervor podía impulsarlos a
hacer un uso indiscreto. Tantas atenciones por parte de un prelado de tanto prestigio
en Francia tenía como principios su fondo de bondad y de caridad, que era
característica en él, el celo ardiente que tenía por las Escuelas Cristianas y la
veneración singular que profesaba al que era su fundador.
486 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

El señor De La Salle, por su parte, nunca olvidó expresarle su gratitud. Honraba en


monseñor Godet des Marais a un verdadero sucesor de los Apóstoles, y le apreciaba
aún más por la pureza de su fe y de sus costumbres, por su celo por la buena doctrina y
por su horror hacia todas las novedades profanas, que por la protección con que
favorecía a sus discípulos.

7. El señor obispo de Chartres, con una piadosa artimaña,


retiene al señor De La Salle para que coma a su mesa
Cuando el siervo de Dios, a causa de los viajes que le imponían sus visitas a las
escuelas y a los Hermanos, se veía obligado a pasar por Chartres, acudía a saludar al
piadoso obispo, y éste le solía recibir como a un ángel de Dios o como a un antiguo
compañero del seminario de San Sulpicio, con aquella cordialidad y santa familiaridad
con que las grandes almas mantienen en sus cargos y dignidades a sus antiguos
amigos.
El buen prelado siempre invitaba a su mesa al virtuoso sacerdote, pero agotaba en
vano sus modales insinuantes para retenerle. En fin, cansado de rogar a un hombre
que siempre se escudaba en la regla de su comunidad, de no comer nunca fuera de
casa, excepto en los viajes, quiso un día conseguir, mediante una piadosa artimaña, lo
que no podía alcanzar por amistad. El siervo de Dios, sin desconfiar de la inocente
trampa que se le tendería, a su llegada a Chartres no dejó de ir al palacio episcopal,
como de ordinario, para saludar al prelado; al entrar halló las puertas abiertas, pero al
salir las encontró cerradas, por orden del piadoso obispo. Al verse así prisionero,
y al considerar que toda la pena que le preparaba el obispo de Chartres era que
comiera con él, y que no se liberaría antes de complacerle, cedió al deseo del prelado.
Después de la comida, el señor obispo de Chartres y el señor d’Aubigné, a la sazón
vicario mayor, y después obispo de Noyon, y posteriormente arzobispo de Ruán,
hablaron con el siervo de Dios con sumo detalle de todo lo referente al Instituto de los
Hermanos; intentaron convencerle de que tenía que suavizar la vida y tener más
moderación consigo mismo. Eran testigos de la sencillez, de la penitencia y de la
extrema pobreza a la que se había reducido, y quisieron combatir en él las virtudes de
las que, en el fondo, eran admiradores. Pensaban estos dos ilustres personajes que el
virtuoso sacerdote llevaba demasiado lejos la práctica de las austeridades,
<1-374>
y que el trabajo de la escuela, añadido a una vida tan dura y tan mortificada, agotaría a
los más fuertes. Con esta mira, para obligarle a moderar su fervor y frenar el de sus
discípulos, le dijeron todo lo que la amistad puede inspirar.
Pero un hombre que creía que no hacía nada por Dios, consideraba estos reproches
caritativos sólo como motivos de confusión y advertencias tácitas de imitar a
Jesucristo con mayor cuidado. En fin, estando delante de unos amigos, advirtió que se
le estaba examinando de pies a cabeza, y que nada escapaba a la censura o a los
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 487

reproches de sus caritativos hospederos. Se le reprochaba la pobreza de sus hábitos, o


su singularidad; o la forma y tosquedad de su calzado; o la hechura del sombrero;
pero sobre todo le criticaban por exagerar las virtudes, y trataban de que se
mantuviera en el justo medio.
Por lo demás, en el examen que se hacía de su vestimenta, la pobreza de su manteo
es lo que más impresionó a aquellos señores, pues además de estar confeccionado con
tela malísima, era viejo y estaba tan usado que sólo valía para tirarlo. Esto obligó al
caritativo obispo a mandar hacerle otro, pero para que fuera de su gusto y no lo
rechazara, dijo que emplearan tela muy tosca. Este regalo era una verdadera limosna,
y el santo sacerdote lo aceptó de buena gana, con humildad y agradecimiento. Aquel
manteo, sin embargo, no lo usó durante mucho tiempo, pues poco después de
recibirlo, unos ladrones se lo quitaron, una noche que volvía a París caminando; y él
se lo cedió con el mismo espíritu con que lo había recibido, es decir, que habiéndolo
recibido por caridad, lo dio por caridad.
El fruto más evidente que produjeron las escuelas gratuitas en los niños de Chartres
fue una modestia especial en la iglesia. Aquellos jóvenes retoños, a quienes la edad
temprana los hace adaptables bajo una mano caritativa y hábil, adoptaron por fin, ante
la extrañeza de toda la ciudad, las marcas que se les quería imprimir, y se moldearon
con los ejemplos de piedad que contemplaban en sus maestros. Al ver a los Hermanos
al frente de ellos, con postura humilde y recogida, quedaban más impresionados que
con las lecciones que recibían. Al verlos entrar en la casa de Dios, aprendieron, con su
silencio y su exterior devoto, el modo de hacerlo; al ser testigos de la piedad con que
sus maestros asistían al oficio divino o a la santa Misa, ellos se reprochaban no haber
asistido nunca así, de corazón y de espíritu, y haber estado presentes en ellos sólo con
el cuerpo. En fin, convertidos ya en este punto, ellos mismos llegaron a ser los
predicadores mudos de la devoción y del temor respetuoso de que todos los fieles
deben estar penetrados, desde el primer paso que dan en el templo del Señor.
El celoso señor Godet des Marais, encantado del cambio tan edificante de la
juventud educada en las Escuelas Cristianas, sintió un profundo deseo de aprovecharlo
para la reforma de toda la ciudad, sobre este punto tan importante. Desde hacía mucho
se lamentaba por la profanación de la casa del Señor, y él mismo era testigo de la poca
fe y de la poca reverencia de los cristianos en el lugar sagrado, donde deberían entrar
temblando, y no sabía qué dique oponer al torrente de impiedad que triunfa ante la
vista misma de Jesucristo. En Chartres, como en todos los demás lugares, el religioso
prelado veía con pena cómo los santuarios eran profanados con risas, charlas,
ostentación de vanidades y otros mil desórdenes que son la abominación de la
desolación en el lugar santo, y no sabía qué medio adoptar para evitar aquellos
pecados que atraen la maldición de Dios.
<1-375>
En fin, después de mucho pensarlo, esto es lo que dispuso. Creyendo que el ejemplo
de los Hermanos en los ciudadanos de Chartres tendría el mismo efecto que había
488 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

producido en los niños, si eran testigos del religioso respeto que mostraban en el lugar
santo estos hombres de fe, propuso el plan de que se distribuyeran por todas las
parroquias de la ciudad los domingos y fiestas. Este plan era loable y santo, pero no
convenía ni al Instituto ni al bien espiritual de los Hermanos; por eso, su prudente
superior no lo admitió. Y tuvo también otra dificultad con el señor obispo de Chartres
a propósito de la lectura en latín.

8. El señor obispo de Chartres pretende obligar al señor De La Salle


a que restablezca en las escuelas gratuitas el uso tradicional
de enseñar a los niños a leer primero en latín antes que en francés,
pero se rinde ante las irrebatibles razones del señor De La Salle,
sobre la necesidad de comenzar con el francés
El uso establecido en las Escuelas Cristianas es enseñar a los niños a leer
comenzando por el francés, antes de enseñarlos a leer el latín. Este orden, totalmente
novedoso, no le parecía natural al señor Godet des Marais, y quiso cambiarlo. Pero el
señor De La Salle, que había cambiado el uso tradicional apoyado en importantes
motivos, pidió ser escuchado, y explicó el cambio con tan serias razones, que el
prelado se rindió. Éstas son fundamentalmente:
«1. La lectura del francés es de mucha mayor utilidad y más universal que la
lectura del latín. 2. Al ser la lengua francesa la nativa, es, sin comparación, mucho
más fácil de enseñar que la latina, a niños que entienden aquélla, pero que no
comprenden ésta. 3. En consecuencia, se necesita mucho menos tiempo para enseñar
a leer en francés que para enseñar a leer en latín. 4. La lectura del francés prepara
para la lectura en latín; en cambio, la lectura en latín no prepara para la francesa,
como enseña la experiencia. La razón es que para leer correctamente el latín, basta
con apoyar todas las sílabas y pronunciar debidamente todas las palabras, lo cual
resulta fácil si se sabe deletrear y leer en francés. De donde se sigue que las personas
que saben leer correctamente el francés aprenden fácilmente a leer el latín; y que, al
contrario, se requiere aún mucho tiempo para enseñar a leer en francés, después de
haber dedicado también mucho para enseñar a leer en latín. 5. ¿Por qué se necesita
mucho tiempo para enseñar a leer en latín? Ya se ha dicho: porque las palabras son
extrañas para las personas que no entienden el sentido de las mismas, y les resulta
difícil retener sílabas y deletrear correctamente palabras cuyo significado no
comprenden. 6. ¿Qué utilidad puede tener la lectura del latín para personas que no lo
utilizarán nunca en su vida? ¿O qué uso pueden hacer de la lengua latina los jóvenes
de uno y otro sexo que acuden a las escuelas cristianas y gratuitas? Las religiosas que
recitan el Oficio Divino en latín, sí necesitan, realmente, saber leerlo muy bien; pero
de cien niñas que acuden a las escuelas gratuitas, ¿habrá apenas una que llegue a ser
joven de coro en un monasterio? De igual modo, de cien niños que asisten a las
Escuelas de los Hermanos, ¿cuántos hay que tengan que estudiar luego la lengua
latina? Y aun cuando hubiera varios, ¿se tendría que favorecerlos en perjuicio de los
demás? 7. La experiencia enseña que aquellos y aquellas que acuden a las escuelas
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 489

cristianas no perseveran mucho tiempo en su asistencia; no acuden durante el tiempo


necesario para aprender a leer bien el latín y el francés. En cuanto tienen edad para
trabajar, se les retira; y ya no pueden volver, a causa de la necesidad de ganarse la
vida. Siendo así, si se comienza enseñándoles a leer en latín, los inconvenientes que
se siguen de ello son los siguientes: Se retiran antes de haber aprendido a leer el
francés, o de saber hacerlo debidamente. Cuando se retiran no saben leer el
<1-376>
latín sino imperfectamente, y en poco tiempo olvidan lo que sabían. De ello se sigue
que nunca saben leer, ni en latín ni en francés. 8. Y, en fin, el inconveniente más
perjudicial es que casi nunca aprenden la doctrina cristiana. 9. En efecto, cuando se
comienza enseñando a los jóvenes a leer el francés, al menos saben leerlo bien cuando
dejan la escuela. Al saber leer bien, pueden instruirse por sí mismos en la doctrina
cristiana; pueden aprender en los catecismos impresos; pueden santificar los
domingos y fiestas con la lectura de libros buenos y con oraciones bien compuestas
en lengua francesa. Por el contrario, si al retirarse de las escuelas cristianas y gratuitas
no saben leer más que el latín, y de forma muy imperfecta, permanecen toda su vida
en la ignorancia de los deberes del cristianismo. 10. Finalmente, la experiencia
enseña que casi todos aquellos y aquellas que no entienden el latín, que no tienen
estudios, ni usan la lengua latina, sobre todo las personas corrientes, y con mucha más
razón los pobres que acuden a las escuelas cristianas, nunca llegan a saber leer bien el
latín; y cuando lo leen, dan lástima a quienes entienden esta lengua. Por lo tanto, es
totalmente inútil dedicar mucho tiempo para enseñar a leer debidamente una lengua a
personas que nunca la han de utilizar».
Ha parecido necesario recoger estas razones, con el fin de cerrar la boca de muchos
que critican que, en contra de la costumbre habitual, en las escuelas gratuitas se
comience a aprender a leer con el francés antes de hacerlo con el latín. Esperamos que
si quienes censuran este uso quieren prestar atención a los motivos que lo avalan,
serán los primeros que lo aconsejen.

9. Dificultades que los Hermanos encontraron en Chartres


después de la muerte de monseñor Godet des Marais
El ilustre obispo Pablo [Godet] des Marais vivió demasiado poco en beneficio de
las Escuelas Cristianas. Su muerte, muy sentida por los defensores de la antigua
doctrina, privó a los Hermanos de un verdadero padre y de un poderoso protector de
su Instituto, y al señor De La Salle de un verdadero amigo. El celoso prelado hubiera
hecho todo lo posible en favor de las escuelas gratuitas si hubiera dejado, para
después de su muerte, un fondo suficiente para continuar su presencia en Chartres,
como han hecho otros ilustres obispos. Pero al carecer de recursos seguros, han
quedado después de su muerte en terrible miseria aquellos que durante su vida
estuvieron en la abundancia. Las Escuelas Cristianas, sin poseer ningún fondo
490 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

económico, se vieron, con frecuencia, vacilar en una ciudad en la que encontraron


como enemigos a aquellos que, en todos los demás sitios, han sido sus defensores.
Como nadie colaboraba en la subsistencia de personas cuyo ministerio es
puramente gratuito, era normal que su celoso superior los retirase de una ciudad que
pensaba que les hacía un beneficio con soportarles y no expulsarlos; pero el santo
varón, que actuaba sólo por los principios sublimes de una sabiduría plenamente
celestial, no escuchaba ni los resentimientos de la naturaleza ni los motivos de
descontento que el mundo le daba. Por el contrario, los lugares donde sus discípulos
tenían más que sufrir y donde se encontraban en mayor abandono, eran los lugares a
los que más se apegaba, persuadido de que la cruz es la característica de las obras
buenas, igual que de los elegidos, y que se puede realizar mucho bien en los sitios
donde hay que sufrir mucho. Un hombre que sólo se guiaba por las máximas de los
santos, pensaba que las escuelas más contrariadas son las que van acompañadas de las
mayores bendiciones de Dios, y que hay mucho que esperar para ellas del cielo
cuando les falta el apoyo de las criaturas. Tenía como máxima que abunda más la
gracia donde hay menos naturaleza, y que las obras contra las que el demonio suscita
mayores persecuciones son aquellas que resultan más útiles para el prójimo y rinden
mayor gloria a Dios.
<1-377>
Siguiendo estos principios, prefirió abandonar a sus discípulos a la mayor pobreza
antes que retirarlos de Chartres. Con todo, la necesidad le obligó a reducirlos a cuatro,
de siete que eran, en espera de que la divina Providencia cambiase, con relación a las
escuelas gratuitas, el corazón de los habitantes de una ciudad que está de manera
especial bajo la protección de la santísima Virgen, y que posee un fondo patente de
religiosidad y de piedad. La singular devoción a la Madre de Dios que distingue a la
ciudad de Chartres, y que la hace famosa en todo el reino, fue uno de los motivos de
dejar en ella a los Hermanos. Sintiendo pena por abandonar un lugar tan favorecido
por la Reina del cielo, los Hermanos se decidieron a vivir allí en medio de una
extrema pobreza. Efectivamente, sólo viven con cierta cantidad de trigo y de vino que
les proporciona el ilustre sobrino y sucesor de Paul des Marais en el episcopado, y
unas pocas limosnas que reciben de algunas personas piadosas, sobre todo del señor
abate de Truchis, actualmente sochantre, cuyo celo por el sostenimiento de las
Escuelas Cristianas es propio de un hombre lleno del espíritu del seminario de San
Sulpicio, donde se formó.
Este piadoso canónigo, entregado a todas las buenas obras y lleno de actividad por
la instrucción de los ignorantes, ha facilitado, desde hace algunos años, el
establecimiento de los Hermanos en Nogent-le-Rotrou, en la diócesis de Chartres.
También hay que rendir honor y gratitud a la piedad de Su Alteza Real el señor duque
de Orleans, que desde hace poco tiempo ha extendido su caridad a las escuelas
gratuitas de Chartres. Ha asegurado a esta ciudad, con una pensión anual de
quinientas libras, un bien que no podía sostenerse más, y ha conseguido añadir un
quinto Hermano a los cuatro que trabajaban allí, a ejemplo de san Pablo, en el
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 491

hambre, en la sed, en el frío, en la desnudez, en la pobreza y en las persecuciones. Hay


que esperar que, bajo la protección de este insigne príncipe, los Hermanos, en el
futuro, no dejarán de recibir algún piadoso legado que personas de bien les dejarán en
testamento, y que están en derecho de recibir merced a las letras patentes que Su
Majestad ha otorgado a la casa de San Yon, de Ruán.

NOTA: Una piadosa dama, llamada señora Lardé, después de haber asistido a los
Hermanos con sus limosnas durante su vida, les dejó, al morir, tres mil quinientas
libras en el testamento; pero sus herederos y los administradores del asilo de
Chartres han pensado, en derecho, hacer otro uso de esa cantidad, so pretexto de que
los Hermanos no tenían letras patentes para esta ciudad; con todo, el testimonio de
veintisiete abogados de París demostraron que las letras patentes concedidas a la
casa de San Yon, de Ruán, eran válidas para todas las ciudades donde haya
Hermanos. Pues bien, estos pobres desposeídos, formados en la escuela de su
fundador, el hombre más desinteresado del mundo, no han hecho ninguna gestión
para obtener justicia. Pero, con todo, no desesperan de obtenerla algún día de
aquellos que ahora se la niegan, cuando se convenzan de que la ley natural y la civil
mandan seguir a la letra las piadosas disposiciones de los testadores.

No sé por qué en Chartres, como en otros lugares, se ha dejado correr la falsa idea
de que los Hermanos podrían un día recluirse en un monasterio, o multiplicarse
demasiado. ¿Pues qué signo hay de semejante cambio o multiplicación, que destruiría
el Instituto? Es propio de todos los seres conservarse como son. Ninguno busca su propia
destrucción. Todos tienden a su fin, por inclinación y por la disposición de su
naturaleza. Siempre está uno apegado a su primera vocación, y se la estima más que a
ninguna otra. Según estos principios, la idea de encerrarse en un monasterio no puede
tentar a los Hermanos, pues si lo hicieran dejarían de ser lo que son, destruirían su
Instituto,
<1-378>
saldrían de su vocación y cambiarían de estado. Incluso si dieran cabida en su corazón
a esta tentación ridícula, no podrían seguirla, al ser imposible su ejecución, pues
perderían todas las fundaciones realizadas en favor de las escuelas gratuitas, y al
perderlas, no se encerrarían en un convento, sino en un asilo, para perecer de miseria
en él. Por otra parte, ¿qué harían en un monasterio, si están excluidos, por Reglas
formales y esenciales, de las órdenes sagradas y del ministerio sacerdotal, de modo
que ni siquiera pueden entrar en la iglesia con roquete ni cantar desde el ambón?
Además es un artículo de sus Constituciones que no aprenderán la lengua latina, o no
harán uso de ella.
Si alguien teme que a pesar de estas normas fundamentales del Instituto los
Hermanos abandonen un día su profesión y prefieran la vida conventual a la función
de maestros de las Escuelas Cristianas, construyen fantasías para tener el gusto de
492 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

combatirlas. Sin embargo, es increíble cómo se ha extendido esta ilusión en muchas


personas de la ciudad de Chartres. Si no proviene totalmente de la sentencia del
Juzgado, que ha sido desfavorable a las escuelas gratuitas de los pobres, ¿no cabe
pensar que ha contribuido mucho a extender esta idea?
Se conoce muy bien en qué medida los maestros de escuela, que viven de esta
profesión, se han desencadenado contra los Hermanos, que no obtienen ningún
salario por sus servicios. Mientras vivió el difunto prelado Paul des Marais, se
contuvieron en su trabajo. La protección que este insigne prelado concedía a los
Hermanos que empleaba, y que había traído a Chartres, sirvió de freno a sus
maquinaciones; pero su muerte los liberó del temor de su autoridad y les dejó plena
libertad para declarar la guerra a sus piadosos rivales. Para desgracia de éstos, se les
podía considerar como huérfanos sin defensa, después de la muerte de un obispo que
hacía de padre, y la queja de sus enemigos fue admitida a trámite en el tribunal.
Los magistrados, lo mismo que el alcalde y los concejales de la ciudad, pensaron
que el bien público exigía que se encontrase un medio de vaciar las escuelas gratuitas,
y de engrosar aquellas donde el dinero sirve de precio a la instrucción. Así, por
sentencia del año 1717 o 1718, se ordenó a los Hermanos que no recibieran
indiscriminadamente a todos los niños que se presentaban, como se había hecho hasta
entonces, sino sólo a aquellos cuyos nombres figurasen en el registro de pobres de
solemnidad; que los Hermanos no sobrepasaran el número de cuatro; que no pusieran
la cruz encima de sus portales de entrada, etc. Había también otras disposiciones por
el estilo, cuyo fin se coronaba con la orden de publicar dicha sentencia en los
sermones de las parroquias.
Cuando leyeron al señor De La Salle, que estaba entonces en el seminario de
Saint-Nicolas du Chardonnet, después de su regreso de Marsella, el contenido de esta
sentencia, que cerraba las Escuelas gratuitas cristianas a todos los hijos de los pobres
que no eran mendigos, aunque lleno de aflicción, quedó admirado de un decreto que
arrojaba con honestidad a los Hermanos de la ciudad de Chartres, y alabó la cortesía
con que los magistrados despedían a unas personas a las que podían haber expulsado
con actitud vergonzosa.
Pero cuando le leyeron la conclusión, que mandaba leer la sentencia en los
sermones de las parroquias, pensó que allí había un misterio. Su primer pensamiento
fue que el nuevo obispo de Chartres hablaba por boca de los jueces, o que los jueces
asumían la función del prelado. «Semejante sentencia —dijo a quien se la mostraba—
sólo puede emanar de la autoridad episcopal; es, pues, consecuencia necesaria que el
señor obispo de Chartres
<1-379>
haya prestado en esta ocasión su autoridad a los magistrados, o que los magistrados la
hayan usurpado».
Sea lo que fuere de la segunda consecuencia, como la primera no era verdadera, el
piadoso eclesiástico que hablaba al señor De La Salle descartó la sospecha, y le
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 493

aseguró que el sobrino del señor Paul des Marais, digno sucesor de su tío, prelado que
tanto honró al seminario de San Sulpicio, donde se formó, por su singular piedad, por
su celo ardiente por la sana doctrina, por su vida dura, mortificada y laboriosa y por
la práctica de las demás virtudes que hacen de él un obispo de los primeros tiempos de la
Iglesia, estaba muy lejos de haber prestado su autoridad a un acto que la lesionaba y
que era tan contrario a la instrucción y a la educación cristiana de los hijos de las
familias pobres.
Pues, en fin, ¿es que sólo son pobres aquellos cuyos nombres aparecen en la
relación de limosnas de un asilo? ¿Cuántos son aquellos que perecen en la miseria, o
que languidecen en ella mucho tiempo, antes de decidirse a aceptar la limosna
pública? ¿Cuántos hay que sufren en secreto los más duros rigores de la pobreza, y
prefieren ser víctimas de ella antes que afrontar la vergüenza de darse a conocer?
¿Cuántos artesanos y cabezas de familia que no figuran en el catálogo de la caridad, y
que no quieren recibir el alivio de la misma, no tienen con qué comprar para sus hijos
las instrucciones que los Hermanos imparten sin interés alguno? Todos éstos, que son
la mayoría, quedan excluidos de las escuelas gratuitas por la sentencia de Chartres,
eliminados de las escuelas de los maestros por su pobreza, y crecen en la ignorancia,
en la holgazanería y en el libertinaje. Si el bien público exige que todos estos queden
abandonados a su triste suerte, y que se queden sin la educación que no pueden pagar,
porque no tienen dinero, ése era al misterio que el señor De La Salle no podía
comprender, y cuya solución hay que dejársela a los sabios de este siglo. El señor
obispo de Chartres, que vio cómo quedaba lesionada su autoridad, y el bien público
herido por la sentencia de que hablamos, apeló al Parlamento de París, que al
comienzo del año siguiente, por disposición del 31 de enero de 1719, mandó ejecutar
dicha sentencia que prohíbe recibir en las escuelas de caridad a aquellos niños cuyos
padres no figuran en el listado de pobres de la oficina del Asilo.
Pues bien, como es propio de la perfecta caridad inflamarse, en vez de apagarse por
los malos procedimientos, el siervo de Dios, desde este momento, se mostró más
apegado a una ciudad que era tan poco favorable a sus discípulos, e incluso su caridad
llegó, en 1705, hasta dejar expuestos a sus discípulos al contagio de una enfermedad
mortal que despojó a Chartres de numerosos ciudadanos, antes que privar de ellos a la
juventud pobre, que los necesitaba.
El piadoso fundador sacrificó en esa ocasión, por el bien público, a cuatro de sus
principales discípulos, a los que arrebató el mal llamado de la «púrpura», como a
otros muchos ciudadanos, en menos de seis meses. El primero fue un novicio de
mucha virtud; el segundo, un Hermano anciano, excelente calígrafo y experto
maestro de escuela, y además, lo que realmente merece alabanza, un verdadero
discípulo del señor De La Salle, lleno de su espíritu y de la gracia de su vocación; el
tercero, que había sido maestro de novicios, era un hombre muy duro consigo mismo
y muy amigo de la mortificación; el cuarto fue el enfermero de París, a quien el tierno
padre envió a sus hijos para socorrerlos en su enfermedad; su preciosa muerte, que
fue la prueba de su obediencia, fue la recompensa de su caridad.
494 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

<1-380>
CAPÍTULO XVI

Establecimiento en Calais, en 1700

El establecimiento de los Hermanos en Calais, que se realizó poco después que


el de Chartres, fue totalmente distinto de éste, tanto en sus circunstancias como en el
éxito. El señor De La Salle podía decir con san Pablo cuando envió a sus discípulos a
la capital de Beocia: Se me ha abierto una gran puerta para enseñar a los pequeños y
a los pobres abandonados la doctrina cristiana; pero he encontrado numerosas
contradicciones y enemigos. Era muy esperado en Calais, solicitado con santa
impaciencia, y fue recibido con honor y con alegría, por lo que también podía decir
con el mismo apóstol, que había sido recibido como un ángel del cielo y como
ministro de Jesucristo. Esto me da pie para explicar la especie de lentitud y
repugnancia que el piadoso fundador manifestó cuando le pidieron discípulos para
Chartres, y por el contrario, la prontitud y la alegría que sintió al enviarlos a Calais;
quiso atribuirlo a un movimiento profético o a un instinto sobrenatural de lo que iba a
suceder en ambas ciudades.
Como el difunto señor Paul des Marais era su amigo y compañero desde que
estuvieron en el seminario de San Sulpicio, era normal que se apresurase a dar
Hermanos a un prelado tan bueno, tan piadoso y tan considerado en Francia, que
podía prestar importantes servicios a su Instituto, y que, en efecto, se ofreció para
ello; pues este ilustre obispo de Chartres ofreció al señor De La Salle la mediación de
su autoridad para obtener las Letras patentes para su Comunidad, como se dirá en otro
lugar. Con todo, el siervo de Dios, lejos de aprovechar un ofrecimiento tan beneficioso,
hizo esperar al prelado varios años antes de enviarlos. Al contrario, si no se adelantó a
la petición que le hicieron para Calais, la recibió con suma alegría y pareció darse
santa prisa para realizarla.
Esta ciudad fronteriza con Inglaterra, de la que está separada por un brazo de mar
de siete leguas, donde reina la franqueza, la buena fe, la generosidad, la liberalidad y
donde existe un sólido fondo de religión, de piedad y de fidelidad a la Iglesia romana
y a la antigua doctrina, que constituye la característica de sus habitantes, atrajo las
inclinaciones del siervo de Dios. Se sintió atraído por ella, y pareció que ya desde
entonces presentía en el corazón de todos sus ciudadanos las favorables disposiciones
que muestran hacia los Hermanos; así, pues, ningún lugar mejor para el
establecimiento de las Escuelas Cristianas y gratuitas. Era un pueblo bueno, de
burgueses y magistrados religiosos y amigos del bien, que preparaban al santo
sacerdote una total libertad para avanzar en la gloria de Dios y para enseñar, por boca
de sus discípulos, la doctrina cristiana, con éxito siempre nuevo y especiales
bendiciones de Dios. He aquí la ocasión que dio origen a este establecimiento.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 495

1. Cuál fue la ocasión para el establecimiento de Calais


Hacia finales de 1699 o comienzos de 1700, el señor Ponthon, que estudiaba la
teología en París, en el seminario de Bons-Enfants, pasaba un día, por casualidad, por
la parroquia de San Sulpicio, y quedó agradablemente sorprendido al ver con sus ojos
a una multitud de niños, con un Hermano al frente de ellos, que asistían a la santa
Misa con un aire de piedad que la juventud, en general, apenas conoce. El orden y la
disciplina que mantenían en el deber a una masa de niños, revoltosos de nacimiento;
la modestia y la
<1-381>
compostura en el lugar santo, observada por numerosos alumnos traviesos y
disipados por temperamento o por la ligereza de la edad; el silencio y la piedad de
tantos niños tan dados a distraerse y tan inclinados a charlar y enredar, y, en fin, el
raro recogimiento y la actitud devota de los Hermanos, que constituyeron para él un
espectáculo nuevo y edificante, le impresionaron tan fuertemente que concibió desde
entonces el deseo de mostrar el mismo objeto de edificación en Calais, de donde él iba
a ser párroco por dimisión de su tío.
En efecto, en seguida escribió al señor Ponthon, su tío, antiguo párroco y decano de
la ciudad de Calais, lo que había visto en la parroquia de San Sulpicio; y por la
descripción que este joven señor Ponthon hizo de los Hermanos a su tío, que era
pastor celoso y lleno de piedad, éste tuvo tal deseo de tenerlos que temió morir sin
haberlos visto en Calais. Esta urgencia le llevó a escribir a su sobrino y mandarle que
tomara todos los medios para conseguir maestros de escuela semejantes a los que había
visto. El venerable anciano suspiraba cada día por ellos, y escribió a su sobrino carta
tras carta para acelerar esta ayuda. Estando ya maduro para la eternidad, sólo
esperaba la llegada de los discípulos del señor De La Salle para entregar su alma a
Dios. El consuelo que deseaba antes de su muerte, que rogaba a la divina majestad
que le concediera, era ver en su ciudad la apertura de las Escuelas Cristianas y
gratuitas antes de morir.
A este deseo se unía una sólida razón para apresurar la ejecución de su proyecto, y
era que Dios había llamado por aquellas fechas a su seno al anciano maestro de
escuela de la ciudad. El puesto estaba vacante y la escuela, vacía; los alumnos sin
maestro perdían el tiempo, y la holgazanería exponía a la juventud a serios peligros.
El joven señor Ponthon, de parte de su tío, acudió a pedir al señor De La Salle que
concediera algunos Hermanos a la ciudad de Calais. Fue recibido con alegría y
escuchado con agrado. Sin embargo, como el siervo de Dios no precipitaba nada, se
tomó el tiempo necesario para asegurar las medidas convenientes para una fundación
sólida.
El anciano párroco de Calais, que veía que su fin se aproximaba, temía morir sin
haber abierto las Escuelas Cristianas, y no podía esperar más. Impacientado por los
retrasos inevitables en un asunto de este tipo, escribió carta tras carta y removió a toda
496 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

la ciudad para acelerar la llegada de los Hermanos. Los concejales de la ciudad,


movidos por su pastor, escribieron al señor duque de Béthune, gobernador de Calais,
para solicitar su conformidad, y también para pedirle que interpusiera su autoridad
para la realización del proyecto.
El asunto no podía estar en mejores manos. El señor duque de Béthune era un señor
más distinguido por su piedad que por su dignidad. Tomó a pechos la petición de la
ciudad, más por el celo de la gloria de Dios que por complacer a quienes habían
recurrido a su autoridad. No descuidó tampoco unir sus peticiones a las del pastor de
Calais y de su rebaño, para rogar al señor De La Salle que enviase Hermanos lo más
pronto posible. El siervo de Dios se rindió a sus ruegos y envió a Calais a dos de sus
discípulos para que abriesen allí las Escuelas Cristianas.
Antes de que esto sucediese, el señor De La Salle salió un día de casa muy
temprano para ir a visitar al duque de Béthune en su residencia, y hacia las seis de la
mañana entró en una iglesia cercana para orar, en espera de una hora conveniente para
presentarse a la
<1-382>
puerta de dicho señor y pedirle audiencia. Apenas hubo entrado, cuando sus ojos se
fijaron en uno que comulgaba en aquel momento, pero como era desconocido para el
santo sacerdote, sólo quedó impresionado por el cordón azul que distinguía al ilustre
comulgante. El señor De La Salle, sorprendido y edificado de haber visto tan
temprano a uno de los más ilustres señores del reino en una acción tan santa, salió
después de haber orado, para acudir a la casa del que había visto en la santa mesa sin
conocerlo. Su sorpresa fue mayor cuando, ya en casa del señor de Béthune, comprobó
que era el mismo a quien había visto comulgar con tanta devoción. El siervo de Dios
quedó tan encantado con este ejemplo, que contra su costumbre, quiso edificar a la
comunidad y les contó la piadosa aventura.
Un señor tan dispuesto a practicar el bien, en cuanto escuchó al superior de los
Hermanos le concedió lo que pedía, que era enviar su consentimiento por escrito,
firmado de su mano y con el sello de sus armas, a los concejales de la ciudad y
recomendarles la obra que ellos mismos le habían encomendado, y exhortarlos a que
la apoyaran y la favorecieran. Esta recomendación, hecha por tan ilustre señor, cuya
autoridad en la ciudad era tan amada como respetada, tuvo todo su efecto. Los
concejales de la ciudad siempre mostraron a los Hermanos todo tipo de benevolencia,
y se puede decir que han ejercido con ellos el oficio de padres más que el de
protectores. También colaboró el señor Bignon, a la sazón intendente de Picardía
y de Artois, persona que en todos los cargos que ha ocupado siempre protegió con
celo verdaderamente cristiano a las Escuelas gratuitas.
De este modo, el establecimiento de la escuela que tanto bien había de producir, se
hizo con el acuerdo unánime de todos los que tenían poder y autoridad, pues la del
señor obispo de Boloña no tardó en unirse a ellas. Los Hermanos habían recibido
orden de su superior de que, antes de abrir la escuela, fueran a solicitar, a los pies del
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 497

prelado, el permiso para enseñar la doctrina cristiana y pedir su bendición. Así lo


hicieron, y fueron muy bien recibidos por el señor Pierre de l’Angle, obispo de la
diócesis, que en aquella época todavía no era tan famoso como lo fue después.
Autorizó su misión mediante un mandato público, en el que este primer pastor de la
diócesis de Boloña exhortaba a sus fieles de Calais a que llevasen a sus hijos a las
Escuelas Cristianas.
Cuando los Hermanos entraron en la ciudad, encontraron todo preparado y
dispuesto para ellos. Les esperaban con impaciencia, pero nadie colaboró tanto para
su llegada como aquel que tanto los deseó. Me refiero al anciano párroco, señor
Ponthon. Su alegría por contar ya con ellos fue semejante al ardor que había puesto
para conseguirlos. Los dos Hermanos se alojaron al principio en una parte del
colegio, que posteriormente les fue cedido por entero por el alcalde y los concejales,
pues su buena disposición por las Escuelas Cristianas y por quienes las dirigen crece
de día en día. Con todo, como los Hermanos tenían pocos recursos en la ciudad para
vivir, el señor decano escribió al señor marqués de la Vrillière. Fue el último servicio
que el señor Ponthon prestó a los Hermanos, pues falleció poco después; y su sobrino,
a quien había cedido el cargo de párroco, sólo le sobrevivió dos o tres meses. Este
joven eclesiástico, que era persona que inspiraba grandes esperanzas, falleció cuando
proseguía sus estudios en París, con excesiva entrega. La pasión por el estudio le
llevó a encontrar una muerte prematura a causa de su aplicación poco moderada, y
según las apariencias, viviría todavía si hubiese sabido moderar su entrega al estudio,
que aunque es noble y rara tarea, convierte en víctimas a aquellos de quienes se
apodera. Su muerte, que fue el tributo pagado por alcanzar la ciencia, y
<1-383>
la de su tío, que le precedió en sólo unos meses, fueron muy sentidas. Los Hermanos
perdieron con el tío y el sobrino a dos amigos y dos protectores, y la ciudad de Calais,
dos buenos pastores. Si la muerte del joven señor Ponthon no hubiera dejado vacante
la parroquia, es de creer que los apelantes contra la Constitución Unigenitus hubieran
encontrado cerradas las puertas de una ciudad tan católica, y no hubieran podido
turbarla, como ocurrió. Por eso, los celosos seguidores de dicha Constitución,
poseedores de la antigua doctrina de la Iglesia, no se hubieran visto expuestos a la
persecución y a la prisión, y el padre Quesnel no hubiera podido gloriarse de tener
seguidores en una costa tan cercana a Inglaterra. Volvamos a nuestro asunto.
El señor marqués de Vrillière respondió al señor Ponthon que en el primer consejo
hablaría de ello al rey, cosa que hizo. Ésta fue la respuesta: «Señor, he recibido la
carta que usted me escribió el 5 de este mes, con relación a los maestros de escuela de
Calais. Informaré de ello a Su Majestad en el primer consejo en que se hable de los
asuntos referentes a los nuevos convertidos, y comunicaré al señor Bignon lo que
resuelva Su Majestad; indíqueles que tengan paciencia hasta entonces, y que continúen
cumpliendo bien su empleo. Quedo de usted, señor, muy afectuoso servidor. La
Vrillière. En Versalles, el 12 de junio de 1701».
498 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Luis XIV, tan inclinado a las buenas obras como celoso por la religión, concedió
donativos a los Hermanos, como consecuencia de la petición que se le hizo;
recibieron más de 450 libras en menos de dos años a cuenta de los bienes de los
religionarios. Una gracia parecida se les concedió en 1702, por la solicitud del señor
duque de Béthune. Este piadoso señor comunicó al señor d’Aguesseau que los dos
Hermanos de Calais no tenían de qué subsistir, y éste le prometió proveer a ello; al
año siguiente les concedió una suma importante, tomada también de los bienes de los
religionarios, de acuerdo con la palabra que había dado en su carta a los concejales de
la ciudad, en fecha del 4 de febrero de 1702. El éxito de esta escuela fue tan rápido
y tan notable que se buscaron los medios para aumentar el número de Hermanos. Los
Hermanos habían enseñado durante dos años con tanta edificación y con tanta
satisfacción para la gente, que se concibió el plan de pedir otros dos Hermanos y otro
más para atender lo temporal.
Fue el señor Le Prince, capellán del barrio de los marineros, el autor de este
proyecto, y quien continuó la ejecución en 1703. Este celoso sacerdote deseaba para
los niños de sus marineros la misma instrucción de la que disfrutaban los niños de la
ciudad, y se propuso conseguir para ellos la misma ayuda. Habló de ello al señor de
Thosse, presidente de la ciudad, a quien gustó el plan y lo apoyó con toda su
autoridad, con celo verdaderamente cristiano. Sin perder el tiempo, el religioso
magistrado lo trató con las autoridades de la ciudad, a quienes encontró tan bien
dispuestas como él sobre este asunto. Puestos de acuerdo, escribieron al señor de
Pontchartrain, a través del señor cura párroco, para exponerle la necesidad de contar,
en la ciudad de Calais, con otros dos Hermanos para instruir a los hijos de los
marineros, y para rogarle que obtuviese de Luis XIV, en el barrio de Court-Gain, un
sitio que estaba vacío, donde hubo tiempo antes un batallón de militares. El rey
concedió la petición, y el señor de Pontchartrain escribió al señor Bignon y le envió la
disposición del rey, orden que se ejecutó de inmediato, con el complemento de una
imposición económica que el señor intendente impuso a los habitantes de Court-Gain
para los gastos del edificio necesario para los Hermanos y la escuela. El señor de
Pontchartrain tuvo también la bondad de dar respuesta al decano, para indicarle que el
rey había aceptado su petición y la de la ciudad. El contenido de su carta de 4 de mayo
de 1705 es el siguiente: «He recibido su carta del 24 de abril. He explicado al señor
<1-384>
Bignon, intendente de Picardía y de Artois, las intenciones de Su Majestad con
relación a los Hermanos de las Escuelas Cristianas para la instrucción de los hijos de
los marineros de Court-Gain. No tiene que hacer usted otra cosa que dirigirse a él, y él
proveerá a su subsistencia».
Court-Gain es un barrio separado de la ciudad de Calais, en la zona cercana al
puerto, que está habitada por marineros. Son personas, como todo el mundo sabe, que
en la juventud no tienen educación ni instrucción; son gentes que tienen un fondo
religioso, pero es una religión tan grosera como ellos mismos; sus hijos están
acostumbrados al mar desde que son pequeños, y llegan a ser semejantes a sus padres,
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 499

personas que se las tomaría por medio hombres, o por bestias que saben hablar, si no
se supiera que tienen un alma inmortal. Casi todos ellos nacen con la atracción de la
pesca o de la navegación y siguen, por instinto o por inclinación natural, la vocación
de sus padres; en cuanto saben hablar, ya manejan los remos y disfrutan
practicándolo. En general son de ignorancia deplorable, y sobre la religión, son tan
mudos como los peces que pescan; y si se tercia hablar de ello, lo hacen con la
tosquedad que les es natural. Rara vez realizan prácticas religiosas que no estén
exentas de superstición. Por eso era muy importante proporcionar a los niños pobres
de los marineros el medio de recibir la instrucción religiosa que sus padres son
incapaces de darles.

2. Progreso de las escuelas gratuitas. Caridad de las autoridades


y de los habitantes de Calais con los Hermanos
Esta escuela, iniciada en 1705, siempre ha producido copiosos frutos. Ha estado
llena de hijos de marineros, y ha sido para ellos una academia de la ciencia de la
salvación. Estos pobres niños aprenden en la escuela para qué han sido creados y
puestos en el mundo; aprenden a conocer, a temer y a amar a Dios; aprenden la
doctrina cristiana y la práctica de la religión. Para atender la subsistencia de los
Hermanos, ocupados en la instrucción de la juventud de Court-Gain, la piedad de
Luis XIV había determinado darles una pensión anual de cincuenta escudos, que les
eran abonados anualmente por una ordenanza expedida en estos términos: «Guardas
de mi tesoro real, paguen y entreguen en contante a los Hermanos de las Escuelas
Cristianas de Calais la suma de ciento cincuenta libras que les he concedido por
gratificación, en consideración de las penas y trabajos que se toman para la
instrucción de los marineros que sirven en mis bajeles. Dado en Versalles, etc.».
Antes de la apertura de las Escuelas Cristianas en Court-Gain, había un anciano,
que llamaban el señor de Francia, que recibía también de Su Majestad una pensión de
ciento cincuenta libras para instruir a los marineros, y que al final de su vida ya no
podía ejercer su empleo a causa de sus achaques. Esta persona falleció unos años
después de la llegada de los Hermanos a Calais, y las autoridades de la villa dieron
una nueva prueba de su celo por las escuelas gratuitas y de su afecto hacia aquellos
que las dirigen con tanta eficacia, pues se unieron todos para conseguir para ellos la
pensión que daba la Corte al antiguo maestro, y lo consiguieron.
Estas dos pensiones fueron pagadas a los Hermanos con exactitud durante la vida
de Luis XIV, pero fueron suprimidas, a pesar de los calamitosos tiempos, por el señor
Regente durante la minoría de edad de Luis XV. Pero este joven rey, que ha heredado
con el trono de su bisabuelo su celo por la religión, las ha restablecido al llegar a la
mayoría de edad, a petición del señor marqués de la Vrillière, ministro y secretario de
Estado, y ha seguido
<1-385>
500 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

pagándolas hasta el presente. El contenido de la primera ordenanza, dada el 19 de


julio de 1716, es el siguiente: «Guarda de mi tesoro real, señor Juan de Tulmence de
Nointel, pague en contante a los Hermanos de las Escuelas Cristianas de Calais la
suma de trescientas libras como gratificación concedida por el difunto rey, mi
bisabuelo, en dos ordenanzas de ciento cincuenta libras cada una, de las cuales una
debía ser abonada el 15 de diciembre del año pasado, y la otra el 8 de febrero pasado,
en consideración de las penas y trabajos que se toman para la instrucción de los
marineros. Dado en París, el 19 de julio. Firmado: Luis, Phelippeaux, Philippe
d’Orléans». La caridad de las autoridades de la ciudad de Calais para con las Escuelas
Cristianas no se limitó a todos estos favores, sino que continuó hasta que lograron
asegurar la subsistencia necesaria para los Hermanos.
No fue sólo la ciudad, en general, sino casi todos sus habitantes los que se
esforzaron por hacer bien a los Hermanos. Todos, a porfía, les hicieron partícipes de
su caridad. Apenas habrá un mercader o comerciante que al regresar de un viaje por
mar, o que lograra éxito en algún negocio, o después de una pesca abundante, que no
les haya pagado, en cierto modo, los diezmos de sus ganancias. En una palabra, lo que
Tobías dijo del ángel Rafael, todos los bienes nos han venido con él, lo pueden decir
también los Hermanos de la ciudad de Calais.
Mientras vivió el señor duque de Béthune, los Hermanos siempre encontraron en él
un corazón de padre. Su caridad se interesó por todo lo que se relacionaba con las
Escuelas Cristianas, y su cuidado se extendió a todas las necesidades de los
Hermanos. Su prestigio, su autoridad y sus gestiones les sirvieron de mucha ayuda
para establecerse bien en Calais, y para obtener del rey cristianísimo las pensiones
necesarias para su subsistencia. Los Hermanos lloraron su muerte, y no tardaron en
darse cuenta de que el padre seguía vivo en la persona de su hijo, pues el señor duque
de Charost, heredero de la piedad del señor duque de Béthune, su padre, lo ha sido
también por su celo en favor de las Escuelas Cristianas. Fue amigo de los Hermanos,
si se me permite usar este término, y su celo protector parecía que no ponía límites a
los beneficios que deseaba hacerles; y en este asunto se puede decir que el hijo
sobrepasó al padre. Feliz familia en la que la piedad parece hereditaria, y donde el
amor por la religión parece que se comunica a los hijos con la noble sangre de sus
padres.
Los Hermanos, en todas sus dificultades, recurrieron al señor duque de Charost,
con la confianza que los hijos tienen con su padre, y siempre lo encontraron como tal.
Nunca reclamaron su protección en vano; nunca sufrieron un rechazo; nunca se
dieron cuenta de que importunaban. Siempre se mostraba atento y favorable, y
siempre que tuvieron que hablarle los escuchó con bondad ejemplar, sin que su
dignidad ni su prestigio pusieran barreras entre él y los Hermanos. Además, en varias
ocasiones, con generosidad y caridad singulares, defendió él mismo sus intereses, y
los apoyó con su competencia y autoridad, realizando él mismo gestiones en su favor.
Veamos un ejemplo.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 501

Cuando los guardas del tesoro real no pagaban exactamente la pensión que Su
Majestad había concedido a los Hermanos, lo que sucedía con frecuencia, a pesar de
las ordenanzas expedidas, el señor duque de Charost, dejando de lado su dignidad, se
encargaba en cierto modo de este cuidado, y no descuidaba hablar él mismo con los
tesoreros y presionarles para que
<1-386>
ejecutasen el pago. Cuando se retrasaban, enviaba a su oficina a su propio secretario
con las ordenanzas, para recibir, en nombre de los Hermanos, los atrasos, y para hacer
que les pagasen todo el importe.
Y no fue sólo a los Hermanos de Calais y de Boloña a quienes el señor duque de
Charost prestó su protección; tampoco se lo negó a los demás Hermanos cuando se lo
pidieron. En todo momento encontraron abierta la puerta de su palacio cuando
acudían a él, sus oídos siempre estuvieron dispuestos a escucharlos, y el corazón
siempre abierto y generoso para prestarles cualquier servicio.
En efecto, hay que reconocer con qué celo trabajó este piadoso señor para obtener
de Su Majestad las Letras patentes para la casa de San Yon. Él fue personalmente a
solicitar el consentimiento del señor duque de Luxemburgo, gobernador de Ruán, que
era necesario, y lo llevó escrito y firmado a quienes estaban encargados de continuar
las gestiones. Sería demasiado prolijo detallar todos los demás favores que los
Hermanos de las Escuelas Cristianas deben a este ilustre bienhechor. Más que a
ningún otro le deben lo que son. Siempre practicó con ellos el bien, y no cesa de hacerlo.
Su memoria será imborrable en su Instituto, y es justo que el señor de Béthune, su
padre, y él mismo, reciban el testimonio de su gratitud beneficiándose de sus
oraciones.

3. Elogio del señor Gense


Al hablar del establecimiento de las Escuelas Cristianas en Calais, la gratitud
obliga a hacer mención honrosa del señor Gense. Este piadoso laico, tan ferviente en
la virtud, tan entregado a las buenas obras, tan celoso por la fe antigua, tenía una
fortuna importante, que sólo utilizó para aliviar a los pobres y para promover la gloria
de Dios. Aunque fue hijo único, buscó en el celibato perpetuo la feliz libertad de
dedicarse a Dios y a la oración, y consagrarle su corazón por completo. Sólo su
humildad le cerró la puerta del santuario, y le privó de un ministerio para el que la
ciencia y la virtud le hacían muy adecuado. Prefirió asegurar en medio de los
cristianos una virtud perfecta antes que exponerse al peligro de las funciones
sagradas. Fue amigo de todo tipo de buenas obras, y de ellas era el autor o el promotor, o
el apoyo, o el consejero. Su celo por la fe católica le dio tanta fama que se le encomendó
la misión de vigilar a los hugonotes, y esclarecerlos en cuantas gestiones hicieran
durante el tiempo en que estuvo prohibido en Francia el ejercicio de su religión. Así,
bajo una vestimenta seglar, venía a hacer las funciones de Inquisidor de la fe; y como
502 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

centinela vigilante de la casa del Señor, se aplicaba con esmero a arrojar a los lobos
vestidos con piel de oveja, o a lograr que volvieran al redil las ovejas perdidas.
Después de la supresión de las prédicas protestantes, se multiplicaba por todas partes
para perseguir a los predicadores y pastores falsos, para informarse de sus
conventículos y de los lugares donde celebraban sus asambleas para darles caza y
obligarlos a marcharse del país. Este piadoso empeño le llevaba a todas partes donde
los pretendidos reformados parecían reunirse. Recorría todo Flandes y hacía huir
delante de él a todos los partidarios del error, y además conseguía convertir a muchos
de aquellos a quienes la seducción había engañado, pues era sabio y elocuente, y unía
a los talentos naturales la gracia y la fuerza divina que tocaba y persuadía. Su
actividad para la destrucción de la herejía se vio frenada a causa de la maltrecha salud
de su padre, que le forzó a quedarse junto a él, para ayudarle en su vejez y servirle de
consuelo. Si el anciano, de noventa años, que falleció en 1704, sirvió de barrera para
las correrías evangélicas del hijo,
<1-387>
no le ató ni la mano ni la lengua contra los errores del tiempo. Hablaba sin cesar
contra los novadores y, donde quiera se encontrase, los atacaba con santa intrepidez.
Ninguna otra persona estuvo más a favor de las Escuelas Cristianas que él. Este
ardiente amigo de todas las buenas obras, dedicó a ésta toda su estima y su
predilección. Cuando las vio establecidas en Calais, su alegría fue total. Él había
llevado allí a las Hijas de la Providencia, y les fundó económicamente seis lugares,
además de haberles cedido su propia casa, donde hizo construir para ellas una capilla.
En cuanto a los Hermanos, nunca tuvieron un amigo más fiel, un defensor más
ardiente, un protector más celoso. Se interesaba por todo lo que les afectaba, y
consideraba como asunto propio lo que concernía a su Instituto o a sus escuelas. Se
complacía de estar con ellos, y exultaba de gozo cuando se le permitía algunas veces
unir sus oraciones con ellos, y cuando le admitían a los recreos. Él iba a edificarse
estando en su compañía, pero era él mismo quien dejaba los exquisitos ejemplos de
virtud que iba a buscar.
No se sabría ponderar la estima que sentía por su Instituto. Hablaba de él con tal
honor y con tantos elogios, que lo hacía desear, y a aquellos mismos que lo habían
abrazado les hacía sentir la más noble idea de su vocación. Les animaba a cumplir
bien sus obligaciones, y los exhortaba a superar con alegría las dificultades y las
fatigas, y constituyéndose en su defensor en las persecuciones, les enseñaba a
soportarlas con paciencia y con gozo.
«Ustedes —les decía entre otras cosas— han sido contratados para cultivar el
campo del padre de familia, y aunque no hayan sido los primeros invitados para
trabajar en él, están llamados a cultivar la parte más abandonada. Ustedes son como
los espigadores que van detrás de los pasos de los recolectores para recoger, aquí y
allá, las espigas abandonadas y pisoteadas. Su consuelo consiste en que el número es
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 503

tan inmenso que las pueden recoger a manos llenas y llenar con ellas los graneros del
Padre celestial.
»Si ustedes no suben al altar ni al púlpito, si no se sientan en el tribunal de la
penitencia ni administran el bautismo, si sus funciones no ponen en la mano el
incensario para ofrecer en el templo el incienso al Altísimo, al menos tienen el honor
de preparar templos vivos y trabajar en la santificación de la juventud más
abandonada. Si su ministerio es el menos brillante, también es el menos llamativo. Si
hay en la Iglesia otros más honrosos, casi no hay otros que sean más útiles. Se ven
bastantes monjes y religiosos, pero apenas se ven catequistas destinados por estado y
por vocación a instruir a la juventud. Enseñando la doctrina cristiana realizan ustedes
las funciones de los Apóstoles; saben muy bien que su celo les llevó a todos los
rincones del mundo para predicarla y publicarla; y saben también que la oración y la
predicación de la doctrina de Jesucristo son las dos partes del ministerio que
consideraban como las más dignas de su apostolado. Se desprendían de todas las
demás actividades caritativas para entregarse, sin división, a estas dos. San Pablo
consideró esto como su riqueza, y él mismo declaró que el Cielo le había enviado para
evangelizar y enseñar la doctrina cristiana». En resumen, este fervoroso cristiano no
tenía otras palabras más vibrantes para inspirar a los Hermanos la más alta idea de su
vocación. El señor Gense tenía mucho trato con el señor de Rancé, abad de la Trapa.
Todos los años acudía allá para pasar en este desierto algún tiempo importante,
y regresaba con un corazón verdaderamente religioso bajo una vestimenta de
seglar. La estima por los Hermanos le llevó a tener en gran consideración a su santo
fundador,
<1-388>
y quiso tener la satisfacción, antes de morir, de verle; y sin esperar a que el tiempo
le diese ocasión para ello, emprendió un largo viaje con el señor de la Cocherie,
fundador de las escuelas de la ciudad de Boloña, para ir a San Yon, cerca de Ruán, a
buscar al Salomón que le atraía desde tan lejos.
El contento de conocerse fue recíproco por parte de los dos siervos de Dios. El
espíritu divino que animaba a ambos hizo nacer una simpatía mutua, y se apreciaron
antes de verse, porque se encontraron relacionados por las inclinaciones y por los
sentimientos. El sacerdote admiró en el laico el fervor de los primeros cristianos, la
noble sencillez evangélica, el celo ardiente por la salvación del prójimo, y un corazón
inmenso y magnánimo para las obras de Dios. El laico admiró en el sacerdote a un
hombre apostólico, a un vaso de elección que el Señor, en su misericordia, había
preparado en estos últimos tiempos para ser el ornamento de la Iglesia de Francia, y a
un hombre de cruz, que había sido probado con todo tipo de sufrimientos y de
ignominias.
El señor De La Salle recibió a los visitantes con la cordialidad y las muestras de
gratitud debidas a los bienhechores de su Instituto. Habló con ellos largo y tendido y
contentó plenamente el deseo que tenían de verle y de gozar de su presencia. Después
504 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

de verle y haber hablado con él, se fueron tan edificados y admirados que se decían a
sí mismos que la estima que le profesaban antes de conocerle estaba muy por debajo
de la que merecía, y que la fama que tenía no llegaba a la que merecía su eminente
virtud.
No podían cansarse de admirar a este nuevo Salomón, lleno de sabiduría celestial,
pero no en estado de gloria y riquezas, sino en una situación vil y abyecta, en la mayor
pobreza, y más contento en los sufrimientos, humillaciones y persecuciones que el
famoso rey de Israel sobre su trono y en su magnífico palacio.
Encontraron en él el espíritu de Dios, que buscaban, y un modelo perfecto de
la más eminente virtud. La conversación de estas tres personas, conforme con sus
inclinaciones, sólo se refería a Dios y a las cosas de Dios. Para poder hablar con más
recogimiento y tranquilidad, el señor De La Salle llevó a sus visitantes a una pequeña
y devota habitación que había al final de la huerta de San Yon. La comida que les
ofreció en aquella especie de ermita no interrumpió la piadosa conversación. Los tres
siervos de Dios, más ávidos del alimento espiritual que del corporal, pasaron así
la mayor parte de la jornada, inflamándose mutuamente en el amor divino. La
satisfacción que tuvo el señor Gense con esta visita fue proporcionada al deseo que le
había llevado desde Calais a Ruán. En 1716 recibió, con la misma satisfacción, al
señor De La Salle cuando fue a visitar por primera vez a los Hermanos de Calais. El
santo sacerdote no pudo excusarse de comer en casa del piadoso laico. Lo hizo dos
veces, y hubieran sido más si no se hubiese dado cuenta de que detrás de unas cortinas
había un pintor para hacer un retrato de él. Su humildad quedó tan ofendida que el
señor Gense no pudo hacerle volver a su mesa. Este fervoroso cristiano coronó tan
santa vida con una muerte parecida, que llegó pocos años después de la del señor De
La Salle.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 505

<1-389>
CAPÍTULO XVII

Apertura de la escuela dominical en la casa del noviciado de París.


El señor De La Salle envía a Roma a dos Hermanos.
Otras escuelas en Troyes y Aviñón

1. Apertura de la escuela dominical en San Sulpicio


El señor de la Chétardie, tan célebre por su adhesión a la sana doctrina y por el
noble rechazo que hizo del obispado de Poitiers, cuando Luis XIV se lo ofreció,
parecía disputar al señor De La Salle la cualidad de padre para con los Hermanos,
pues a tal punto llegaba en aquel entonces su celo por su Instituto. Este santo párroco
de San Sulpicio, que con tanta agudeza supo sacar de sus sesenta y seis años sesenta y
seis razones para excusarse de subir al trono episcopal, en la carta de agradecimiento
y de excusa por su rechazo que escribió a Su Majestad, consideraba aquel número de
años como otros tantos motivos para santificar al amplio pueblo del que Dios le había
escogido como pastor, y para contribuir a la multiplicación de las Escuelas Cristianas.
Siempre se las ingeniaba para todo lo que pudiera contribuir a la instrucción de los
pobres, y concibió el plan de establecer una escuela dominical en favor de los jóvenes
que tenían que ganarse la vida ocupando en el trabajo toda la semana, pero que tenían
libres los domingos y fiestas para instruirse. Nadie como el señor De La Salle podía
realizar un proyecto de esta naturaleza. Por eso, por necesidad y por inclinación, el
señor de la Chétardie se lo encargó a él. El siervo de Dios, que no tenía menos celo
que el párroco de San Sulpicio, concordó gustoso con el proyecto y se encargó de
buena gana de aquella obra que le confiaba la obediencia y que le complacía en gran
manera. Sin tardanza obtuvieron la aprobación del proyecto por el señor arzobispo, y
un domingo de 1709, a mediodía, abrió en la casa del noviciado una academia
cristiana para todos los jóvenes que no sobrepasasen los veinte años. No tardó en
llenarse. Doscientos alumnos, distribuidos por clases, recibían en ella las
instrucciones adecuadas a su edad y a su capacidad. Los más atrasados aprendían a
leer y a escribir. A los demás se les enseñaba la aritmética, y a algunos, dibujo. A este
primer ejercicio, que duraba dos horas, le seguía el catecismo, y a éste, una
exhortación espiritual, que hacía uno de los Hermanos. Esta escuela estaba abierta a
todos los que se presentaban con buena voluntad. De ese modo, ninguno de los
jóvenes podía excusarse por ignorar la doctrina cristiana y los deberes de la salvación
porque tuviera que ganarse la vida durante la semana.
Es fácil imaginarse el bien que producía esta escuela de nueva invención, tan
necesaria para una juventud desocupada los domingos y fiestas, y que de ordinario se
dedicaba a aprender el vicio. Se puede afirmar que el señor de la Chétardie, con este
506 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

medio, había encontrado la forma: 1. De apartar del vicio, del desorden y de la


ocasión de pecar a numerosos jóvenes, de los cuales los más inocentes se contentan,
en esos días santos, con corretear y perder el tiempo, mientras los otros lo profanan
con el juego y el desenfreno; 2. Despertar en ellos el gusto por las artes y emulación
para el trabajo, e incluso sacarlos de la indolencia, de la grosería y ayudarlos a poder
mejorar y a establecerse en el mundo; 3. Apartar de las malas compañías, de los
<1-390>
bares y de otros lugares peligrosos y funestos a una juventud tan inclinada al mal;
4. En fin, disponerlos a llevar vida cristiana el resto de los días.
Por lo demás, si he dicho que las escuelas dominicales eran una invención nueva,
no he pretendido afirmar que el señor de la Chétardie fuera el primer autor de las
mismas; pues anteriormente existían en Flandes, como se puede ver en Van Espen (p.
2, tit. II, c. 5, de Scholis puerorum, n. 6). Este canonista flamenco dice que de estas
escuelas dominicales se habló a menudo en los concilios de Flandes, y se referían a
las lecciones de catecismo que daban los domingos y fiestas en las parroquias los
párrocos y vicarios. El concilio de Malinas (p. 11, c. 5) dice que aunque estas escuelas
no se hayan creado para enseñar a leer y escribir, se pueden enseñar estas materias a
los niños que acudan a ellas, y que aprendan también, y sobre todo los principios de la
religión y de las verdades de fe. Van Espen añade que esta disposición del concilio de
Malinas, celebrado a comienzos del siglo XVII, fue confirmada por la autoridad del
rey, y que se recomendó con fuerza a los obispos que procuraran establecer estas
escuelas dominicales, y mantenerlas atendiendo a la subsistencia de maestros y
maestras adecuados para atenderlas, cuya obligación debería ser enseñar a leer y a
escribir a los niños los domingos y fiestas, y además, y por encima de todo, el
catecismo. Lo que el señor de la Chétardie añadió a esta institución de las escuelas
dominicales fue que se enseñara también el dibujo, la geometría y algunas partes de
las matemáticas.

2. Después de notables éxitos, se cierra la escuela dominical,


por la salida de los dos Hermanos que la atendían
El señor De La Salle era testigo de los abundantes frutos de las escuelas
dominicales y no ahorraba ni esfuerzos ni gastos para sostenerlas. Pero Dios, que se
complacía en crucificarle en todo, permitió al enemigo de todo bien destruirlo, a
través del mismo medio que su siervo había empleado para establecerlo. Había
puesto al frente de esta obra a dos Hermanos, bien capaces y con disposiciones
naturales para las bellas artes. Para conseguir que fueran excelentes maestros, les hizo
aprender dibujo y cuanto les podía hacer aptos para llevar a cabo los proyectos que el
señor de la Chétardie había concebido para esta academia; pero muy pronto tuvo el
disgusto de comprobar que los había formado para su propia pérdida. Se envanecieron
con sus cualidades y se halagaron con la esperanza de una ganancia fácil, por lo cual
los dos se deshonraron con una vergonzosa deserción.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 507

La salida de los dos Hermanos hizo sucumbir esta nueva escuela, pues el señor De
La Salle no tenía Hermanos preparados para reemplazarlos; y el tiempo que dedicó
para formar a otros capacitados para aquel empleo hizo que las cosas cambiaran
mucho, y le quitó las esperanzas de poder abrirla de nuevo; y añadió, además, a la
sensible aflicción de haber perdido una obra tan excelente y a dos de sus más queridos
hijos, la vergüenza de pasar como el causante de todo. Fue declarado autor de todo
el mal. Recibió hirientes reproches de boca de personas de autoridad. El inocente
culpable que nunca defendió su proceder se dejó acusar y condenar, como de ordinario;
y contento con el único testimonio de su conciencia y de la aprobación de Dios,
abandonó su reputación a la censura y a los efectos de los prejuicios más falsos e
injustos, optando por el silencio y la paciencia. Es lo que se relatará en el capítulo
siguiente, en la historia de la nueva persecución que el infierno suscitó contra él y que
duró hasta el resto de sus días.

3. Apertura de las Escuelas gratuitas en Troyes


En 1702 se pidieron al señor De La Salle algunos de sus discípulos para abrir una
escuela gratuita en Troyes, en la Champaña. Concedió dos, que la abrieron con la
aquiescencia del obispo de la ciudad y bajo su protección. Esta escuela
<1-391>
debe su nacimiento al señor Le Bé, párroco de Saint-Nizier. Una piadosa dama dejó
doscientas libras de renta para establecer en su parroquia una escuela de caridad, y él
pensó que esta fundación pertenecía en cierto modo a quienes hacen profesión de
atender las escuelas gratuitas. Habló de ello al señor De La Salle en un viaje que hizo
a París. Aunque la cantidad era muy módica para dos Hermanos, el siervo de Dios lo
aceptó, temiendo perder la ocasión de instruir a los pobres de una gran ciudad por
excesivo miramiento a un interés material. Con tal que sus Hermanos tuviesen lo
imprescindible, él estaba contento. Con todo, como necesitaban una vivienda, y si
hubieran tenido que pagar el alquiler con las doscientas libras apenas les hubiera
quedado algo con qué vivir, pidió al párroco de Saint-Nizier, que entonces residía en
el seminario, porque era superior del mismo, que alojara a los dos Hermanos en la
casa parroquial, que estaba vacía. Llegaron a un acuerdo e inmediatamente firmaron
el contrato en París.
Los Hermanos han ocupado esta casa parroquial durante la vida del celoso párroco,
que siempre favoreció mucho a las escuelas cristianas y a los que las dirigían; pero, a
su muerte, su sucesor, que no deseaba residir en el seminario, les obligó a desalojarla.
Estuvieron muy apurados para encontrar con qué pagar una casa alquilada, ya que los
medios de su escuela no eran suficientes para vivir. Pero Dios, que nunca ha
abandonado a los que se consagran a su servicio y olvidan sus propios intereses para
procurar los divinos, inspiró a varias personas ayudarlos a pagar su alojamiento.
Y desde hace algún tiempo, una persona piadosa ha dejado una cantidad importante,
que está en depósito, para contribuir a la compra de una casa.
508 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Algunos años después de la apertura de la primera escuela en Troyes, por el señor


Le Bé, el reverendo padre Chantreau, que estimaba sobremanera al Instituto del señor
De La Salle y a su persona, se dedicó con éxito a aumentar en su patria chica el
número de las Escuelas Cristianas. Este célebre oratoriano, que tenía el don de la
palabra y que predicaba con fruto y unción, comprobaba que las bendiciones del
Señor le seguían por doquiera donde fuese enviado. Como sólo buscaba a Dios, tenía
suma autoridad en el púlpito, con la gracia especial de mover los corazones. Era una
persona de fe pura, de doctrina sana y perfectamente ortodoxa, y también de profunda
piedad; su virtud, probada con importantes dificultades domésticas, que ocultaban su
modestia y su prudencia, se purificaba de día en día por el santo uso que hacía de
ellas.
Había nacido pobre, como decía él mismo a sus íntimos amigos, y vivía como
pobre; a menudo carecía de lo necesario, y se veía forzado a recurrir a manos
caritativas para poder afrontar los gastos de sus viajes y sus más urgentes
necesidades. De este modo anunciaba la palabra de Dios este celoso predicador, a
ejemplo de san Pablo, con absoluto desinterés personal, y viv
ía
despojado de las riquezas de este mundo, mientras enriquecía a los demás con los
bienes del cielo. Por eso hay que reconocer que no predicaba en vano, y que su
palabra, como la del Apóstol, era eficaz e iba acompañada de virtud y fuerza para
convertir a las almas.
Los intereses de Dios eran los únicos que le preocupaban, y los buscó en la
multiplicación de las Escuelas Cristianas. Mediante la autoridad que se había ganado
ante sus conciudadanos con el éxito de sus predicaciones, les comprometió a solicitar
otros cinco Hermanos, y atender a su subsistencia, con el fin de que procurasen
instrucción y educación cristiana a todos los niños pobres de la ciudad. Para
<1-392>
conseguirlo, durante el Adviento y la Cuaresma que predicó en Troyes, no cesó de
insinuar desde el púlpito y en las reuniones la necesidad y los beneficios de las
escuelas gratuitas, cuyos frutos eran tan abundantes y tan sensibles en las que ya
estaban funcionando.
Su celo movió la caridad de la ciudad a constituir una pensión de trescientas libras,
y a otras varias personas también les exhortó a contribuir a una obra tan buena, y con
ello se abrieron otras dos escuelas, una en la parroquia de Santa Magdalena y otra en
la de San Juan, con el beneplácito del obispo de Troyes, que las tomó bajo su
protección. De esta forma, hubo en Troyes siete Hermanos, que se dedicaron con
eficacia a la instrucción y a la piadosa educación de una juventud bastante incrédula.
Su retribución era tan escasa como abundante era el trabajo; con todo, la inquietud de
encontrar lo necesario no frenó el celo de estos hijos de la Providencia, que han
aprendido de su padre a confiar en ella.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 509

4. El señor De La Salle envía a Roma a dos de sus discípulos


En el mismo año de 1702, el señor De La Salle realizó un proyecto que Dios le
inspiraba desde hacía mucho tiempo. Se trataba de enviar a Roma a dos de sus
discípulos para establecerse allí. El deseo de llevar su Instituto a la capital de la
catolicidad, y extenderlo un día por todos los rincones de la Iglesia, no fue la finalidad
principal de este proyecto; tal vez su misma humildad le impidió tener semejantes
miras. Los verdaderos motivos fueron: 1. Plantar el árbol de la Sociedad y enraizarlo
en el centro de la unidad, a la sombra, ante los ojos y bajo los auspicios de la Santa
Sede; 2. Fundarlo sobre piedra sólida, la piedra contra la cual no pueden prevalecer
las puertas del infierno, y ligarla a esta Iglesia que no puede perecer ni fallar;
3. Crearse un camino para llegar a los pies del vicario de Jesucristo para solicitar la
aprobación de sus reglas y constituciones, y para sus Hermanos, la gracia de emitir los
tres votos solemnes de religión; 4. Obtener la bendición apostólica sobre su Instituto,
autorizarlo con la protección del jefe de la Iglesia, y recibir su misión para enseñar la
doctrina cristiana con el beneplácito y aceptación de los obispos. En fin, el piadoso
fundador quería enviar a la ciudad principal, fuente de la comunión católica, a
algunos de sus discípulos para que fueran garantes de su fe, de su unión inviolable con
la Santa Sede y de su sumisión a sus decisiones, en un tiempo en que tantas personas
en Francia parecían desentenderse.
Ésos son los sentimientos que siempre inspiró a sus discípulos, según los cuales los
ha formado, y que les ha explicado desde el año 1694, cuando emitieron el voto
perpetuo de obediencia. Desde entonces pensó que era preciso trabajar para obtener
la aprobación de la Santa Sede. Es lo que indica él mismo en el primer artículo de su
testamento. Es lo que quiso dar a entender cuando a su nombre añadió el calificativo
de Sacerdote Romano, al firmar el voto del que se habló anteriormente.
Si hasta este momento el piadoso fundador no había podido enviar discípulos a
Roma, el único impedimento había sido la pobreza. Había tenido la esperanza de que
la divina Providencia le procurase los medios para hacer frente a los gastos de un
viaje tan largo, o que le presentase una ocasión favorable para que los dos Hermanos
que él pensaba enviar pudiesen hacerlo a expensas de una persona caritativa. Pero sea
porque esta ocasión no llegaba, sea porque después de pensarlo mucho cayó en la
cuenta del gran peligro que suponía para la virtud de sus discípulos exponerlos a
la disipación de un viaje tan largo, si lo hacían en compañía o bajo la dependencia de
algún bienhechor, tomó la resolución de enviarlos solos, a su costa. Pero ¿de dónde
sacar el dinero que necesitaban los viajeros para
<1-393>
tan largo camino y para alojarse en Roma una vez llegados? Esta dificultad, capaz de
detener a cualquier otro, ni siquiera pasó por la cabeza del señor De La Salle. Nada
paraba a este hombre de Providencia, que a menudo había experimentado felizmente
el cuidado que se toma por quienes confían en ella. Abandonó, pues, en los brazos de
la Providencia a los dos generosos Hermanos, que con su palabra encomendaron a
510 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

ella el cuidado de proveer a su subsistencia cuando llegasen al lugar donde les


enviaba la obediencia, y él les proporcionó una pequeña cantidad de dinero para
ayudarlos a hacer el viaje. En este año de 1702 la comunidad era tan pobre que no
tenía más dinero para proporcionar a los viajeros que diez pistolas [cada pistola valía
unas 10 libras]; es cierto que una cantidad tan pequeña era todo el tesoro de la casa y
no bastaba para afrontar los gastos del viaje, pero al menos podía suplir si, en alguna
ocasión, faltaban las limosnas de los fieles. Lo que el señor De La Salle había
previsto, sucedió: aquel dinero no podía llevar a los dos Hermanos hasta Roma, y
como las ayudas de las limosnas también faltaron, se encontraron entre las manos de
la divina Providencia, a la que él les había confiado; y fue ella la que proveyó a la
subsistencia del Hermano que tuvo el ánimo y la paciencia de afrontar sus pruebas.
Pues, por lo que respecta al otro, que era el más joven, regresó a Francia algunos
meses después de llegar a Roma, y dejó al mayor, llamado Gabriel Drolin, que
perseveró allí con constancia durante veintiséis años. Al comienzo tuvo que sufrir
extrema pobreza y encontró numerosas dificultades; pero en el tercer año obtuvo una
de las escuelas caritativas fundadas por el papa en diversos barrios de la ciudad de
Roma, aunque la pensión era sólo de quince libras al mes, insuficiente para las
necesidades de la vida.
Este virtuoso Hermano habría podido encontrar mejor fortuna, e incluso se le
presentó, como ya se dijo, pues llegaron a ofrecerle beneficios con rentas
importantes, ya que había recibido la tonsura y había estudiado; pero este fiel
discípulo de un maestro a quien había visto renunciar a todo, prefirió seguir su
ejemplo antes que la fortuna que le tentaba.
Como el Instituto de las escuelas gratuitas no recibió la aprobación de la Santa
Sede sino bastante tiempo después de que el señor De La Salle enviara a dos de sus
discípulos a Roma para preparar el camino, el Hermano Drolin se vio forzado a
cambiar el hábito. Y sin duda que él lo usó más largo, por consejo de su virtuoso
superior, que no juzgó conveniente mostrar, en la ciudad de la Iglesia madre, un
hábito que todavía no había sido consagrado con su aprobación.
El Hermano estaba tonsurado, y por ello usó el hábito eclesiástico, que era el más
conveniente para su profesión y el más adecuado para mostrarse ante la corte de
Roma. A pesar de la distancia de los dos lugares, el discípulo se dirigía por los sabios
consejos de su director espiritual y mantenía con él estrecha relación. El buen padre
no olvidaba a este querido hijo tan alejado, y cuidaba de enviarle de vez en cuando
algún dinero, para no dejar que le faltase algo.
La perseverancia del fiel discípulo de Roma, después de la muerte del señor De La Salle,
ha tenido parte en el efecto que se esperaba, pues el Instituto ha sido aprobado y erigido
como orden religiosa, con la autorización de emitir los tres votos solemnes. A este favor
apostólico, el papa Benedicto XIII, de feliz memoria, añadió otro, que podrá ser la
fuente de otros muchos: entregar a los Hermanos en posesión la escuela en la que Clemente
XI había empleado al Hermano Gabriel, con el nombre de señor Gabriel Drolin.
Después de todo esto, el Hermano Gabriel, al cabo de veintiséis años, conseguido el
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 511

<1-394>
piadoso proyecto que había sido el principal objeto de su estancia en Roma, dejó su
puesto a otros dos que fueron enviados a reemplazarle, y regresó a Francia en 1728.
De regreso a Aviñón, a los 65 años de edad, emitió sus votos ante el Hermano
Superior general, que se encontraba allí, y al fin gozó, con toda la alegría de su alma,
la gracia que él había ido a solicitar tan lejos, y que había esperado con perseverancia
desde 1702 a 1728. Así es como este venerable Hermano cumplió a la perfección el
voto que había hecho con su querido padre, de no abandonar nunca el Instituto y de
procurar, hasta la muerte, su establecimiento con todo el celo posible. Merece las
mayores alabanzas, tanto más cuanto que el segundo Hermano que hizo con él el
mismo voto fue infiel, y añadió a esta prevaricación la ingratitud, la rebelión contra su
superior y la usurpación de unos bienes que se habían cedido para la apertura de un
seminario de maestros de escuela para las zonas rurales; usurpación que ha provocado
la ruina total de una obra excelente que no se ha podido reanudar después. En estas
dos personas se cumple de forma evidente el oráculo de Jesucristo: Se tomará a uno y
se dejará al otro. El director del seminario de San Hipólito para los maestros de
escuela para el campo, que sólo tenía vínculos exteriores con su Sociedad, salió
cuando la ocasión le abrió la puerta; y quien conoce el corazón y sus ligaduras, le ha
librado de la ambición que le dominaba y que le ha arrastrado a gravísimos pecados.
Por el contrario, el Hermano Gabriel Drolin, que apreciaba de todo corazón su
estado y que caminó con generosidad tras las huellas de su superior, renunció a los
deseos terrenos, y ni siquiera se dejó tentar de los ofrecimientos legítimos, y prefirió
su estado vil y abyecto a otro honroso y cómodo, que le habría hecho pasar, en un
momento de extrema pobreza, a la vida desahogada. Esta fidelidad le ha ganado la
gracia de ver a su Instituto aprobado por la Santa Sede y de haber profesado en él,
después de haber dado a sus Hermanos el ejemplo de una fidelidad inviolable en su
vocación, de desprendimiento perfecto de las cosas terrenas y de unión y sumisión
constante a su amado padre.

5. Apertura de las escuelas gratuitas de Aviñón


Hablamos aquí de la apertura de las Escuelas Cristianas de Aviñón, aunque no se
realizó sino en 1703, porque ya se habían solicitado y concedido en 1702, en la época
en que comenzó la persecución contra el señor De La Salle, de la que se hablará en el
capítulo siguiente. Según todas las apariencias, esta persecución que hizo estremecer
al nuevo Instituto hasta en sus cimientos, debería haberlo destruido. Al verle siempre,
durante más de quince años, al borde de la caída, cualquiera se extrañará de que no
haya sido, al fin, enterrado bajo sus propios escombros. Y se extrañará aún más de
que Dios haya escogido los cuatro primeros años de esta larga persecución, que
fueron los más tristes, para extender a diversas ciudades del reino una congregación
naciente, vacilante y amenazada de un naufragio cercano.
512 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

En efecto, vamos a ver a la autoridad más legítima herir al pastor, intimidar a sus
ovejas, intentar someterlas bajo el mandato de un extraño y trabajar luego para
desunirlas, para disgustarlas poco a poco de su estado y para cambiar la forma de
gobierno; y todo esto por las artimañas de una persona situada en un elevado cargo,
hombre de notable prestigio y de fama deslumbrante, que de protector se convirtió en
perseguidor más que exagerado del siervo de Dios. El señor De La Salle, forzado a
huir delante de él, dejará a su rebaño a los cuidados de la Providencia; y el piadoso
enemigo del virtuoso fundador aprovechará su ausencia para intentar abolir sus
prácticas con su memoria, y hacer olvidar el padre a los propios hijos.
Sin embargo, este tiempo de tormenta espiritual en el nuevo Instituto es la época de
mayor
<1-395>
progreso. Éste es precisamente el momento que la divina sabiduría había preparado
para abrir, en varios lugares del reino, las escuelas cristianas. Este Instituto, como en
constante combustión, parece que siempre renace de sus cenizas. La persecución sólo
sirve para extender y multiplicar los sujetos, y experimenta en sí mismo lo que
sucedió en la Iglesia naciente. ¿Qué hizo ésta cuando el cristianismo estaba en su
cuna? Al caer con furia sobre los apóstoles, los obligó a dispersarse por todo el
mundo; y esta dispersión de los primeros héroes del Evangelio sirvió a Dios como
medio para la conversión de los gentiles. De forma parecida, mientras la persecución
más cruel va a quitar al siervo de Dios casi toda su autoridad sobre los suyos, mientras
le obliga a huir o a esconderse, mientras le suscita enemigos por todas partes, Dios
abrirá ante él un inmenso campo donde ejercer su celo y donde multiplicar las
escuelas cristianas. En efecto, en menos de cuatro años se abrieron diez escuelas, y la
primera de ellas fue la de Aviñón.
Desde hacía tiempo, varias personas importantes y virtuosas le venían insistiendo
para que les concediera Hermanos con el fin de abrir escuelas gratuitas en la
Provenza, en el Languedoc y en las cercanías de estas provincias. Esta propuesta, que
hubiera sido halagadora para un hombre que aún tuviera algo de amor propio, y que
no se hubiera molestado porque sus discípulos llevasen su nombre tan lejos, al siervo
de Dios le pareció temeraria y que merecía pensarse mucho. En vez de apresurarse a
ejecutar este proyecto, el temor al peligro que parecía amenazar a sus discípulos le
detuvo, y estuvo mucho tiempo ponderando la solución que debía tomar.
Temía que sus ovejas, demasiado alejadas de su pastor, y fuera de la posibilidad de
escuchar su voz, se marchasen por otras sendas. Temía que las distancias que
separaban a los hijos del padre les llevasen insensiblemente a sacudirse el yugo de su
autoridad legítima. Temía que al no tenerlos ya ante sus ojos ni bajo su dirección
cercana, perdiesen, con su presencia, el espíritu de su estado, y que debilitados en su
piedad se dedicasen a buscar la relajación, que dejaran de ser observantes de la Regla
y que al final se desanimasen. Temía que al aceptar nuevas escuelas se causara
perjuicio a las antiguas, y que forzado a aumentar el número de sujetos a medida que
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 513

las escuelas aumentaban, se viera forzado a admitir a personas poco aptas para
mantener las que se hubieran comenzado. En fin, su mayor temor era exponer a las
personas en una región infectada por la herejía en otro tiempo, sobre todo en el
Languedoc, o al peligro de la seducción o del contagio con tantos malos ejemplos de
gente sin religión, que la pretendida reforma había dejado allí, incluso después de su
abolición. Con todo, como siempre se abandonaba al proceder de la divina
Providencia, creyó ver su voluntad en las repetidas solicitudes para que enviase
discípulos a estas alejadas regiones.
La ciudad de Aviñón fue la primera donde se abrió, a petición del señor de
Château-Blanc, tesorero de Nuestro Santo Padre el Papa en el condado de Aviñón. Su
esposa, dama de profunda piedad, legó al morir una suma para fundar una escuela de
caridad, y recomendó vivamente a su esposo que se diera prisa para procurar esta
ayuda tan necesaria para la juventud pobre. Su marido, que no tenía menos virtud que
su esposa, tomó a pechos esta buena obra, y para satisfacer su caridad y ejecutar la
última voluntad de la difunta, sólo esperaba a encontrar personas aptas para realizar el
trabajo.
Mientras estaba indeciso para escoger los maestros a los que debería
<1-396>
confiar su escuela de caridad, llegó por suerte un piadoso personaje de la ciudad de
Lyon que le dijo que había en París un Instituto de Hermanos dedicados a esta tarea.
Esta primera noticia que tuvo le infundió un profundo deseo, y poco después
escribió al señor De La Salle para pedirle que le enviara Hermanos. El retraso que el
siervo de Dios puso en la ejecución de esta petición no le había desalentado; pero en
ese tiempo, de forma imprevista, pasó por allí un Hermano del Instituto y sirvió para
reavivar su deseo. Este Hermano era uno de los dos que el señor De La Salle había
enviado a Roma, que a su regreso a Francia pasó por Aviñón. El señor de
Château-Blanc y otras varias piadosas personas, encantados al tratar con él, le
retuvieron algún tiempo. Puestos de acuerdo, hicieron nuevas instancias ante el
prudente superior, para contar lo antes posible con discípulos suyos. El señor de
Château-Blanc y otras varias piadosas personas, encantados al tratar con él, le
retuvieron algún tiempo. Puestos de acuerdo, hicieron nuevas instancias ante el
prudente superior, para contar lo antes posible con discípulos suyos. Envió a Aviñón
a dos de sus discípulos, que fueron recibidos con singulares testimonios de estima y
afecto. El piadoso tesorero de Su Santidad, que tanto había deseado y luego solicitado
Hermanos con tanto ardor, los alojó en una casa que tenía a su disposición, en espera
de que la casa que había comprado para ellos estuviera en condiciones para ser
habitada. Y como el legado dejado por su difunta esposa no era suficiente, lo
completó con una liberalidad digna de un hombre que consagra su persona y todos
sus bienes a Dios y a las buenas obras.
Mientras se disponían las cosas necesarias para la apertura de la escuela de caridad,
los Hermanos fueron a ponerse a los pies del señor Francisco Mauricio de Gontery,
514 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

arzobispo de Aviñón, para recibir su bendición, sus órdenes y su misión. El piadoso


prelado los recibió con muestras de bondad poco comunes. Desde entonces se
ganaron su corazón y su benevolencia, y el tiempo lo ha ido aumentado. Como este
ilustre arzobispo es uno de los más insignes bienhechores del Instituto de los
Hermanos, no se le puede olvidar en la historia de la vida de su Padre. Es justo
consagrar su memoria en su sociedad y eternizar el recuerdo por la gratitud que se le
debe. Bajo los auspicios de este celoso prelado, la escuela de caridad se abrió en 1703.
El fruto de los comienzos fue tan abundante y evidente que todas las personas de bien
tuvieron deseo de que se multiplicaran.
No se dejó pasar mucho tiempo sin comunicárselo al señor De La Salle. Ya en
marzo de 1705 el señor de Château-Blanc le escribió para disponerle a un segundo
envío de Hermanos. Se lo insistió con todos los motivos que pueden impresionar a un
hombre que sólo busca a Dios, y le aseguraba que estaba muy contento de sus
discípulos, que la ciudad estaba muy edificada con ellos, y que Su Excelencia el
señor vicelegado estaba muy satisfecho de la escuela, y que daba muestras de ello en
todos los encuentros. Mantuvo su palabra, como se va a ver, y con su autoridad ayudó
poderosamente a los Hermanos en la corte de Roma para conseguir la aprobación del
Instituto. Después de haberse escrito esta carta, uno de los párrocos de la ciudad hacía
gestiones para asegurar a su parroquia la fundación de una escuela gratuita; pero la
muerte de una insigne persona, muy rica y piadosa, de quien esperaba una generosa
donación para la obra proyectada, deshizo sus planes.
El que no se desconcertó fue el señor de Château-Blanc. Al pedir al señor De La
Salle otros dos Hermanos, se encargó de atender a su subsistencia, hasta que la divina
Providencia se encargara ella misma por medio de otra mano. No dudo (añade en la
carta al señor De La Salle) que el Señor lo va a hacer, porque esta obra, entre todas
las obras de caridad, es la más necesaria en esta ciudad.
<1-397>
Espero, señor, que usted mismo venga y juzgue por sí mismo, y que tendremos la
dicha de saludarle. La petición del señor de Château-Blanc era demasiado razonable
para poderla rechazar. El trabajo aumentaba día a día en la escuela existente, y era
excesivo para dos Hermanos. Hubo, pues, necesidad de enviarles ayuda y de
aumentar las clases. La divina Providencia se declaró ella misma su patrocinadora,
como lo había esperado el piadoso tesorero, pues el señor arzobispo y el señor
vicelegado, por orden del papa Clemente XI, atendieron las necesidades de los
Hermanos. El vicelegado mismo quiso ser fundador de nuevas clases. Dios no tardó
en mostrar la recompensa que preparaba en el cielo a este piadoso arzobispo por esta
buena obra, con el consuelo de contemplar con sus propios ojos los abundantes frutos
producidos. Iba personalmente a visitar la escuela y se complacía en contemplar el
buen orden y la disciplina que reinaban en ella. Encantado del método que los
Hermanos empleaban para enseñar, se pasaba las horas mirándolos y escuchando a
los alumnos. Él mismo era juez de los progresos que hacían en la ciencia de la
doctrina cristiana, y su delicia era ver cómo disputaban, con inocente emulación, para
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 515

tener el honor de ser el mejor en conocer el catecismo, y llevarse el premio de la


victoria. Incluso, hacía que fueran a su palacio para ser allí testigo de su saber, y tener
la dicha de escuchar sus repasos del catecismo. En fin, cuando llegaba el tiempo de
vacaciones, se encargaba él mismo de ir a la escuela para anunciar y dar a los
maestros y a los alumnos la despedida. La ayuda de este prelado tuvo gran peso en
Roma para conseguir la aprobación del Instituto de los Hermanos. El certificado
auténtico que él redactó, firmado el 20 de febrero de 1720, y que les entregó para que
lo presentaran a la Santa Sede, era un auténtico elogio y predispuso a la corte romana
para concedérselo.
Entre otras cosas, decía: «que desde la apertura de las escuelas gratuitas en la
ciudad de Aviñón, siempre han cumplido esta función con mucho celo y asiduidad,
que la gente obtuvo grandes beneficios de sus cuidados y dedicación a educar a los
niños cristianamente; y que su modestia y pureza de costumbres habían sido, en todo
momento, de singular edificación para el pueblo». Este virtuoso prelado extendió su
bondad hacia los Hermanos hasta en las menores cosas; incluso se esforzó por dar a
aquellos que conoció su testimonio personal.
En 1728 recibió en Aviñón al antiguo Hermano director de esta escuela gratuita, en
calidad de Superior general del Instituto, con singulares muestras de tierna caridad, y
le permitió erigir una capilla para celebrar en ella la santa Misa y el encuentro de los
Hermanos de las localidades cercanas, con el fin de hacer el retiro y luego emitir los
votos, de la forma como lo hicieron todos los demás en San Yon, como consecuencia
de la bula otorgada por Benedicto XIII, de santa memoria. La humildad del prelado
no se hubiera contentado si no hubiera visitado él mismo la capilla y si no hubiera
honrado a la asamblea con su presencia. Esta capilla, actualmente, es el punto de cita
general de todos los Hermanos de los lugares demasiado alejados de San Yon, y
donde acuden todos los años para celebrar sus encuentros, hacer el retiro y renovar los
votos cuando el Hermano superior pasa para hacer la visita. Éste es el testimonio de
honor que la justicia y la gratitud debían a este piadoso prelado, al que los Hermanos
consideran como poderoso protector y como verdadero padre.
El señor de Château-Blanc, en un nivel inferior, ha tenido hacia ellos un corazón
parecido.
<1-398>
También los ha ayudado poderosamente con su autoridad ante la corte de Roma, y
más que su patrono ha sido su panegirista. No hay servicios que no les haya hecho
este fervoroso laico, que merecería tener un lugar entre los primeros fieles de la
Iglesia naciente. Su modestia no permite decir más por el momento; será después de
su muerte cuando habrá que alabar, según el consejo del Espíritu Santo, a un hombre
que es el alma de todas las obras buenas de la ciudad de Aviñón, y que después de
haber consagrado su persona a Dios, emplea su elevada fortuna en la asistencia a los
pobres o en obras de piedad.
516 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

CAPÍTULO XVIII

Origen y comienzo de la furiosa persecución desatada


contra el santo fundador, que le arrojó de París,
y desoló su Instituto hasta el final de sus días

El origen de la furiosa persecución que se desató en 1702 contra el fundador de las


Escuelas Cristianas, con la impetuosidad repentina e imprevista del rayo que cae del
cielo, fue, en apariencia, el proceder duro e indiscreto del maestro de novicios a quien
él había escogido para suplirle durante su ausencia; pero en la realidad, nació de una
actitud injusta que tenía contra él una persona de mucho prestigio en París, que
aprovechó la citada circunstancia.
Cuando nos referimos a ella, después de su muerte, pensamos que no se marchitará
su memoria ni se disminuirá en nada la fama brillantísima de que gozó durante toda
su vida, y que la tumba no enterró con su cuerpo. Pues, en efecto, no ocurre sólo hoy
que las personas de bien actúan en contradicción con sus sentimientos, y la diversidad
de miras y de medios para procurar la gloria de Dios enfrenta a aquellos que
persiguen este mismo objetivo. No ocurre sólo en nuestros días que los santos en la
tierra se han causado sufrimientos, y que siguiendo ambos diversos caminos para ir a
Dios, se pongan obstáculos unos a otros.

1. En la Iglesia, no es raro encontrar que los siervos de Dios


se causan sufrimientos y se persiguen
Si es cierto que la persecución que los elegidos de Dios sufren en su cuerpo mortal
proviene, de ordinario, de los partidarios del mundo, no es menos cierto que a veces
proviene de personas de bien, y éste es, de todos los tipos de persecución, el más
humillante y doloroso; pues, en fin, que los santos se enfrenten al mundo y sean
objeto de sus desprecios y de sus ultrajes, es experiencia que prueba cada día las
palabras divinas: Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí el primero; si os
persigue, antes me ha perseguido a mí; todos los que quieren vivir piadosamente
sufrirán persecución. Pero que haya siervos de Dios que declaren la guerra a los
amigos de Dios, es lo que sorprende y lo que aumenta la vergüenza y el sufrimiento de
éstos. Pues en el mundo se condena de antemano a las gentes de bien, y se tienen
como bien fundados los juicios negativos y el proceder mortificante de unos contra
otros. Como el mundo, por su maldad, está inclinado a creer el mal, pronuncia sus
sentencias sin examen objetivo, con ligereza y temeridad sorprendentes, y procesa a
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 517

los mayores santos antes de ver que les atacan quienes poseen acendrada bondad. En
estos casos, incluso las personas más honestas están tentadas de pensar con éstos, y
ponerse de su parte. Por eso
<1-399>
sucede que la oposición de las personas de bien se convierte, para la más eminente
virtud, en una mancha que la oscurece, o en una cortina que la oculta por completo.
No nos sorprendamos de ver a los ángeles de la tierra luchar, por decirlo así, unos
contra otros, pues vemos a los del cielo, a veces, disputar entre ellos cuando se les
oculta la voluntad de Dios sobre los asuntos en que se interesan. Los ángeles que
deseaban la conversión de los babilonios querían retener en medio de ellos a los
adoradores del verdadero Dios, para que su doctrina, acompañada del ejemplo,
pudiera ser eficaz sobre aquellos espíritus engañados, y abrirles los ojos sobre la
unidad de Dios, el culto que merece y la verdadera religión. En cambio, los ángeles
tutelares del pueblo de Dios, por una razón opuesta, temían el contagio con los malos
ejemplos de los idólatras y el trato con un pueblo corrompido, y que se alterase la
pureza de la fe y de las costumbres de los israelitas, por lo cual querían apresurar la
salida de una tierra pecadora, e insinuaban al rey que permitiera el retorno a Jerusalén.
De ese modo, aquellos espíritus bienaventurados emprendían entre ellos un combate
de caridad, que sin duda hubiera retrasado el retorno de los judíos cautivos en tierra
extranjera, si la autoridad del príncipe San Miguel no hubiera dado la victoria a los
ángeles tutelares del pueblo de Dios.
Las diferencias de san Pablo y de san Bernabé, que ocasionaron su separación, y
que los dividió en sus correrías evangélicas, son conocidas de todos. ¿Quién ignora la
querella que mantuvieron a propósito del bautismo de los herejes, por un lado san
Cipriano y varios obispos unidos a él, y del otro, el papa san Esteban, que defendía,
con la autoridad de su sede y de la Tradición, el sentir de la Iglesia? ¿Y el eco que tuvo
en Constantinopla y en todo el Oriente el enfrentamiento entre san Epifanio y san
Crisóstomo, con relación a los monjes que llamaban Grandes Hermanos? ¿Y el de san
Jerónimo con san Agustín, más o menos por la misma época, no fue al principio vivo,
aunque no duró mucho? La historia eclesiástica proporciona mil ejemplos de
altercados parecidos, incluso entre los santos, que con frecuencia se declaraban la
guerra, y provocaron persecuciones en la tierra, buscando todos el mismo objetivo,
que es la gloria de Dios, pero por caminos diferentes.
No es, por tanto, novedad, que el señor De La Salle sufra persecución de parte de
una persona cuyo mérito y virtud le merecían alta consideración en París. Si no
decimos el nombre del perseguidor del hombre de Dios, si evitamos, incluso, todo lo
que pudiera dar alguna pista, no es porque pensemos que no se le puede nombrar sin
ajar su memoria, pues pudo tener muy buenas intenciones al hacer lo que hizo. La
verdad es que el piadoso perseguidor del inocente condenado tenía fundamento para
desaprobar y hacer condenar por los superiores mayores prácticas de penitencia
exageradas e imprudentes; pero ya que habían sido impuestas con desconocimiento y
518 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

durante la ausencia, incluso, del señor De La Salle, no tenía por qué haberle hecho
responsable, ni atribuir al padre las indiscreciones y las violencias de dos de sus hijos,
a los cuales había puesto al frente de los demás.

2. El maestro de novicios y el director de los Hermanos de París,


por su indiscreción, desatan contra el señor De La Salle
una persecución que duró todo el tiempo de su vida
Hemos llegado casi sin darnos cuenta al origen de la persecución de que hablamos.
Ya vimos anteriormente que la necesidad de dedicarse a los asuntos del Instituto, que
se multiplicaban a medida que progresaba, obligó al fundador a encargar a uno de los
Hermanos la dirección del noviciado durante su ausencia. Este Hermano, que tenía un
fondo de virtud, carecía de suficientes luces y de prudencia; era duro consigo mismo,
y más duro aún con los demás, y parecía que tenía un doble en la persona del director
de las escuelas de París.
Estos dos hombres, tan semejantes por su indiscreción y
<1-400>
por su amargo celo, hacían insoportable un yugo ya demasiado pesado por sí mismo,
pero que el fervor, el ejemplo y la prudencia del señor De La Salle suavizaban a las
almas flojas que le escuchaban. Al principio, estos novicios, disgustados y desalentados
por la excesiva severidad de su maestro, encontraban en la mansedumbre y en la
caridad de su buen padre el remedio a sus heridas. Como el prudente superior exigía
de ellos una virtud perfecta, les llevaba a que atribuyesen su indisposición con el
maestro de novicios a su poca humildad y obediencia, y que se humillasen
reconociendo su debilidad, y que practicasen una pronta sumisión. Enseñaba a los
descontentos a condenarse a sí mismos y no condenar nunca al responsable de
dirigirlos, y a que buscasen la paz del corazón en la paciencia y en la mortificación.
Estos dos Hermanos, que no tenían bastantes luces para sacar provecho de sus
mismas faltas, y servirse de ellas para enmendar su proceder, se aprovechaban de la
sumisión que el prudente superior pedía que se les tuviera, amargaban más y más
algunos corazones ya indispuestos, y al forzar con rudeza a sujetos débiles, los
hundían y les hacían caer.
La presencia del señor De La Salle era el remedio de todas las heridas. Levantaba al
que había caído, animaba a los pusilánimes, sostenía a los vacilantes, reparaba, con la
gracia y la unción de sus palabras, los desórdenes que causaba el proceder de los dos
Hermanos indiscretos. El mal, aunque ya algo antiguo, se mantuvo secreto mientras
los heridos acudieron al médico que los curaba; pero cuando tuvo que ausentarse, la
dureza y la imprudencia de los dos Hermanos que los causaban, hirieron de tal forma
a los sujetos descontentos que sus corazones, agriados, sólo buscaron la venganza, e
hicieron estallar, por quejas públicas, las penitencias exageradas que les habían
impuesto.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 519

El que más impresionado quedó fue aquel que menos debería serlo. Aunque de
mérito distinguido, dotado de grandes luces y de piedad sólida y probada, se dejó
manipular, y Dios lo permitió así para la santificación del señor De La Salle, y de
amigo, protector y bienhechor se convirtió en el enemigo secreto y en el perseguidor
oculto, pero violento, del siervo de Dios. ¡Extraño ejemplo de la debilidad humana!
Esta insigne persona, que parecía honrar al señor De La Salle como a santo, y admirar
su virtud, cambió en un momento su corazón y su disposición para con él, perdió toda
la estima que le tenía, le consideró como persona sin criterio y sin sensatez, y le acusó
ante los primeros superiores y ante otros ilustres prelados, presentándole como
hombre ridículo y como un piadoso extravagante.
Sin embargo, quien iba a manchar al hombre de Dios, con razones de piedad y de
caridad, era precisamente quien mejor debería conocerle, quien había sostenido
relaciones más estrechas con él, quien mantenía con él, desde hacía mucho tiempo, un
trato continuo en las buenas obras. Era él quien se había declarado su defensor, su
patrono, y quien había mostrado un celo patente por el nuevo Instituto. Su error
consistió en imputar a un inocente las faltas cometidas en su ausencia, faltas que él
ignoraba, faltas que dos Hermanos indiscretos habían cometido sin su aprobación.
Merecían reprensión, y quienes habían corregido a los otros con bárbara severidad,
merecían ellos mismos severa corrección. Pero ¿por qué acusar y condenar a un
superior por las faltas de sus inferiores, en su ausencia y sin oírle? Y es que se pensaba
que los dos Hermanos indiscretos actuaban siguiendo instintivamente a su padre,
y que su modo de ser era también el suyo; que él había autorizado, o con sus órdenes o
con su ejemplo, las correcciones inhumanas de las que se escandalizaba.
<1-401>
Era precisamente el hecho lo que se suponía que había que examinar. Era atribuir, sin
prueba y sin fundamento, a un padre tan prudente como virtuoso, las barbaridades de
un celo amargo y sin sensatez. Al menos, hubiera sido necesario, antes de acusarle
y proceder a su deposición, informarse bien del hecho, escuchar a los testigos, y
convencerse de las pruebas ciertas de que el superior era el autor o, al menos, el
testigo secreto de las prácticas indiscretas que se censuraban. Puesto que en aquel
momento él estaba ausente de París, había motivo para pensar que no estaba
informado de lo que ocurría en la casa y que los Hermanos indiscretos se
aprovechaban de su lejanía para llevar hasta el extremo su rigor y para abandonarse a
imponer unas penitencias que estaban inspiradas más por el humor y el temperamento
que por el espíritu de Dios. La caridad y la prudencia exigían, pues, al menos,
suspender el juicio en esta ocasión, y no hacer recaer por los hechos de los inferiores
la condena del superior.
Pero la realidad es que se estaba buscando el enfrentamiento. Desde hacía algún
tiempo existía una indisposición contra el siervo de Dios, y ocurre, de ordinario, que
unos inicios insignificantes preparan las situaciones más clamorosas, y no es raro
que pequeños enfriamientos acaben en rupturas y en divorcios de amistad. La persona
de la que hablamos, antes tan favorable al siervo de Dios, se había dejado influenciar
520 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

contra él, sin que se sepa el porqué. Esos prejuicios funestos habían preparado su
corazón para escuchar y creer todo lo que se quisiera decir contra el superior de los
Hermanos. Este momento era el adecuado para poner la división entre dos personas
cuya unión había producido ya tan grandes beneficios con la apertura de las Escuelas
gratuitas, y hacía esperar otros aún mayores. Por eso el espíritu maligno no dejó de
aprovecharlo y de aumentar los prejuicios de uno contra el otro, con relaciones que
terminaron por herir su corazón.
Dejemos a aquel que sondea el fondo de los corazones que examine por qué motivo
el amigo del señor De La Salle se convirtió en su temible adversario, aunque oculto, y
si alguna pasión secreta, recubierta o no de santo celo, fue el resorte que movió tantas
máquinas contra el hombre de Dios. A menudo la pasión nos hace actuar, y creemos
que actuamos por celo, dice el autor de la Imitación, y a menudo parece que sólo hay
caridad allí donde reina la codicia. Es cierto que las quejas que la persona de la que
hablamos escuchó contra el proceder duro e indiscreto de los Hermanos tenían mucho
que ver con los prejuicios que ya se había formado contra el señor De La Salle, y al
demonio le resultó muy fácil hacer el cambio, y conseguir que atribuyera al superior
ser el culpable de las faltas de sus inferiores. Así es como el demonio encuentra
siempre en nosotros la materia de nuestras tentaciones. Cualesquiera que sean los
motivos secretos que movieron las pasiones más violentas contra el siervo de Dios, he
aquí los hechos que dieron el pretexto y originaron la ocasión.

3. Dos novicios se quejan de los malos tratos que han sufrido


El indiscreto maestro de novicios que presidía en la Casa Grande durante un viaje
de varios días que tuvo que hacer su superior, se creyó autorizado para seguir la
impetuosidad de su celo amargo contra algunos novicios, que tenían menos virtud
que él prudencia. Las penitencias indiscretas que les impuso, sin servir para su
corrección, se convirtieron en las pruebas públicas de su dureza, y fueron los
elementos del proceso que se intentó contra el señor De La Salle en el arzobispado.
Estos novicios, maliciosos y amargados, presentaron sus quejas, que no tardaron
<1-402>
en hacerse públicas, y buscaron que la vergüenza y la venganza de su resentimiento
recayera sobre el autor de las penitencias que les habían irritado.
La persona a la que se dirigieron, indispuesta ya, como hemos dicho, contra el
señor De La Salle, recibió favorablemente a los quejicosos y los escuchó con bondad
y benevolencia, lo cual les desató la lengua y les dio libertad para vomitar todo el
veneno que tenían en su corazón; en seguida les pidió que pusieran sus quejas por
escrito y las firmaran, lo que hicieron con gusto. Sirvieron al enemigo del siervo de
Dios más de lo que él podía esperar, pues exageraron los pretendidos malos tratos que
habían recibido, y las penitencias que se les habían impuesto. De ese modo,
saboreando el placer de la venganza, su amor propio les enseñó a colorear y a
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 521

justificar las falsas acusaciones mezcladas con las verdaderas. Estos ciegos y
exaltados sujetos no sabían que no iba a ser su maestro, sino su buen padre, el que iba
a beber a amargos sorbos, y por el resto de su vida, el cáliz lleno de hiel y amargura de
su corazón.
El confidente de las quejas de los novicios irritados no era un hombre que
comenzara haciendo ruido y aireara el plan que preparaba. Sabía llevar un asunto y
darle eficacia mediante cierta actitud mesurada y circunspecta. Por otro lado, como
no veía la pasión secreta que le indisponía, en la persecución que tramaba sólo se
proponía los más nobles motivos de la gloria de Dios, el beneficio de las escuelas
gratuitas, la necesidad de dar a los Hermanos una nueva forma de gobierno, y
de sostener el Instituto apartando a un jefe que era incapaz de gobernarlo. Después de
todo, él no era el superior del señor De La Salle ni tenía ningún derecho sobre la
comunidad ni sobre su persona. Por eso, sólo podía actuar contra él por medio de
intrigas y tejemanejes ocultos. Se trata, por tanto, de indisponer contra él a sus
primeros superiores, y hacerle pasar por una persona monolítica, testaruda,
presuntuosa, llena de sí misma, rigurosa y sin piedad para con sus hijos, y de una
dureza exagerada para castigar las faltas más leves, sin perdonar nada a la debilidad
humana, y en fin, con una inteligencia muy limitada y muy por debajo del mérito que
exigía el buen gobierno de un nuevo Instituto.
Pero no resultaba tan fácil oscurecer la figura del señor De La Salle ante el señor
arzobispo, que no tenía los mismos prejuicios, que era naturalmente bueno y
moderado, y que estaba bien predispuesto a favor de una persona a quien había
estimado incluso antes de conocerle, por la fama de santidad que se había extendido
por las zonas cercanas a Reims. Además, las acusaciones que se habían recibido por
escrito no iban contra el señor De La Salle, sino contra el maestro de novicios, y no
era fácil hacerle cómplice de las faltas de otro ante el cardenal, que estaba exento de la
secreta pasión que promovía la acusación. La prudencia exigía, por tanto, esperar
nuevos cargos que pudiesen implicar y alcanzar en la misma acusación a un inocente
a quien se quería presentar como culpable.
La ocasión no tardó en presentarse, pues el maestro de novicios tenía su doble en el
director de las escuelas de París, capaz de usar la misma violencia y cometer las
mismas imprudencias, y no tardó en incurrir en los mismos extremos y proporcionar
al piadoso perseguidor nuevas armas contra su inocente rival. Este director acudió un
día a la casa de noviciado, como de ordinario, con su comunidad para pasar allí el
domingo, e hizo el mismo uso de su autoridad que el otro Hermano, con un novicio
que por una temporada estaba bajo su autoridad, ya que seguía prácticas en su escuela
de París de los ejercicios de su vocación. Este joven, ya muy tentado
<1-403>
contra su estado, se escapó y fue a quejarse del rigor de la penitencia que le habían
impuesto al mismo a quien habían acudido a presentar su malestar los primeros
acusadores. Las señales que mostraba del trato indigno que había recibido eran
522 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

pruebas elocuentes de la verdad del hecho. Sin duda que hubieran debido avergonzar
a quien era el autor, y antes de ser imputadas al señor De La Salle, hubiera sido
necesario examinar si él había dado lugar a ello con órdenes secretas o públicas, con
su aprobación o por su consejo, por su ejemplo o con su tolerancia; pero si este
segundo hecho, igual que el primero, había ocurrido en su ausencia, sin que lo
supiera, y contra sus intenciones; pero si acaso nunca, con su conducta, su espíritu o
sus actitudes, había podido ocasionar semejantes indiscreciones, no era justo
achacárselo a él; y sin embargo, eso fue lo que se hizo. Se pensó que si un segundo
Hermano, puesto también por el señor De La Salle al frente de los otros, se
comportaba como el primero, no actuaban por sí mismos, sino que seguían las
consignas de su superior.
Con estos indicios, que un corazón ya predispuesto tomaba como pruebas, el
enemigo del siervo de Dios se consideró con derecho a imputar al padre las faltas de
los hijos. Pero, con el fin de actuar contra él con toda precaución, mandó al último
acusador, como había hecho ya con los primeros, que pusiera sus quejas por escrito, y
preparó una memoria con las últimas y las primeras, que él completó con sus
reflexiones, y sin hacer al piadoso fundador autor del proceder de sus discípulos, le
consideraba culpable, y concluía que era necesario deponerle y sustituirle en el cargo
por una persona más prudente, que pudiera gobernar a los Hermanos y cuidar de un
Instituto tan útil a la Iglesia. Cuando la memoria estuvo terminada, le fue presentada a
Su Eminencia, y el portador aprovechó el momento para insinuar, de viva voz, los
otros prejuicios y los otros temas que eran causa de su indisposición oculta contra un
hombre cuyo único pecado, a decir verdad, había sido el no querer seguir ciegamente
su parecer, y no haberle dejado gobernar a su gusto la nueva Sociedad.

4. El enemigo del señor De La Salle le acusa ante el arzobispado,


e intenta, con todos sus medios, que le depongan;
lo que sucedió en este asunto
El acusador tuvo cuidado de reforzar de palabra todos los motivos de la acusación,
que ya aparecían en la memoria, y darles un aire de verosimilitud. Él suponía que
había división entre los Hermanos y que estaban desanimados de su vocación, y lo
explicó por la incapacidad de su superior, que era persona impropia para mantener el
buen orden y la paz, e insistió en la necesidad de deponerle. Como esta deposición era
el objetivo que esperaba de la memoria presentada, empleó toda su elocuencia para
llevar a monseñor de Noailles a esta misma conclusión; y oyéndole, se diría que Su
Eminencia tenía que dar sin demora a los Hermanos otro superior si quería evitar la
ruina total del Instituto.
El cardenal, que era de carácter moderado no fue tan deprisa. Incluso tuvo
dificultad para admitir todo lo que se le refería, y hubiera pensado que era una
calumnia y hubiera echado al fuego aquel escrito como un libelo difamatorio si
hubiese venido de otra mano en vez de la persona que lo presentaba. En efecto, éste
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 523

era un hombre venerable por su virtud, más aún que por su edad. Dominaba el arte de
decir lo que deseaba de manera atractiva, y con majestuosa sencillez, que demostraba
la buena fe, el candor y la verdad de todas sus palabras. Todo en él invitaba a creerle,
y merecía plena confianza: pureza de costumbres, amplitud de miras, uso del mundo
unido a profunda piedad, exterior imponente, y sobre todo apariencia de moderación
y de prudencia que no dejaba traslucir ningún movimiento
<1-404>
de pasión.
En esta situación el buen prelado no podía salir de su sorpresa, y cuanto más
reflexionaba sobre el acusador y el acusado, más crecía su extrañeza. ¿A quién de los
dos considerar inocente? Necesariamente uno de los dos era culpable, o el otro
calumniador. Al menos había que pensar que uno estaba muy dominado excesivamente
por los prejuicios, y seducido por falsas sospechas e informes de impostores, o que el
otro había dado ocasión a las quejas presentadas contra él. La caridad no le permitía
tachar al portador de la memoria de impostura, de calumnia ni considerarle capaz de
dar falso testimonio contra su prójimo; su elevada fama y su virtud le ponían al abrigo
de toda sospecha. Acusarle de pasión, de prevención, de imprudencia, de baja
envidia, de resentimiento y de despecho oculto y coloreado del celo por el bien, no era
nada probable; su simple aspecto ya desmentía estas desconfianzas y mostraba su
bondad reflejada en su rostro. Por otro lado, creer que la memoria fuese verdadera y
que contenía hechos ciertos, la alta estima que el señor de Noailles tenía desde hacía
mucho tiempo del señor De La Salle no lo soportaba. La fama de santidad que seguía
por todas partes a un hombre que se había condenado a una vida tan pobre y tan
mortificada, y que había ilustrado su nombre con una virtud heroica, impedía al señor
arzobispo dar oídos a tantas acusaciones. Se extrañaba de ver que un hombre al que ya
miraba como fundador, que había dado nacimiento a una nueva Sociedad, y que
desde hacía veinte años la había construido y la había sabido preservar del naufragio,
en medio de las tormentas más furiosas y de continuas tempestades con que había
sido agitada, fuera presentado como persona de inteligencia limitada y de piedad
presuntuosa y obstinada.
En fin, el señor cardenal, que siempre había visto en el siervo de Dios
excepcionales cualidades para gobernar una casa, que él mismo había admirado el
buen orden en la suya, el día en que la visitó con el rey de Inglaterra, permanecía
indeciso sobre lo que debía creer, y no resolvía lo que debería hacer. La decisión que
adoptó, y que era la más sensata que podía tomar, fue no precipitar el juicio, y dejar
que el tiempo aclarase la verdad. El asunto era tan ambiguo como delicado y
necesitaba informes exactos, para discernir lo que en realidad sucedía.
La única respuesta que el autor de la memoria pudo conseguir del cardenal, que ya
estaba determinado a examinarlo a fondo, fue que tomaría las disposiciones que
fueran necesarias. En efecto, pocos días después envió a uno de sus vicarios para
ponerse al corriente y comprobarlo con sus propios ojos.
524 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Para colmo de desgracias, las quejas contra los dos Hermanos en cuestión llegaron
a oídos del señor de la Chétardie. Los descontentos le mostraron sobre sus espaldas
las señales de la sangrienta disciplina que habían recibido, y moviéndole a
compasión, excitaron su indignación. Por muy inocente que fuera el señor De La
Salle, el relato le convirtió en el primer objeto de la indignación del señor párroco de
San Sulpicio, y convencido de que el superior era el primer motor de todo lo que se
hacía en su casa, le consideró como causa principal de las mortificaciones indiscretas
y crueles de las que se quejaban. Este prejuicio cambió su corazón con relación al
piadoso fundador. Ya no le miró con los mismos ojos, perdió toda confianza en él, y
pasó de la mayor estima al desprecio, y de la amistad más evidente a la indiferencia; e
incluso rompió con él durante algunos meses, despidió a sus discípulos y cerró las escuelas.
Es cierto que algunos años después devolvió a los Hermanos su benevolencia, pero
<1-405>
al digno superior no le devolvió ni su primera confianza, ni su antigua protección, ni
tampoco su bolsa, que anteriormente estaba abierta para atender las necesidades de la
comunidad. De manera que el siervo de Dios, abandonado por su mejor amigo y el
mayor colaborador de las escuelas cristianas, se vio obligado a buscar fortuna y mejor
suerte en otra parroquia, como lo veremos más adelante. Sin embargo, el señor
arzobispo, que había permanecido indeciso e inquieto sobre lo que debía pensar de
aquel asunto, tomó las medidas oportunas para esclarecer la verdad. Para preparar su
decisión resolvió establecer una especie de tribunal de la Inquisición en el lugar
mismo en donde se habían cometido las faltas. El inquisidor fue el señor Pirot, a quien
encargó el examen de este asunto. Este vicario mayor empleó en torno a un mes para
obtener la información, y para ello acudió a la casa un día de cada semana para hacer
el examen de los hechos e interrogar a cada Hermano en particular. Temiendo que se
trastocaran las cosas y para obligar, en cierto modo, a que le dijeran la verdad, mandó
a los Hermanos que antes de hablar con él levantaran la mano, como signo de que
iban a decir la verdad.
La precaución era prudente, pero no era necesaria en absoluto en una casa donde
reinaban la sinceridad, el candor y el respeto a los superiores. Personas
acostumbradas a decir sus culpas, y a publicar en plena comunidad las mínimas faltas,
con el propósito de deshonrarse y atraerse la confusión y la vergüenza, no necesitaban
prestar juramento para dar testimonio de la verdad. Aquellos hijos, acostumbrados
a descubrir a su buen padre con ingenuidad y sencillez los más insignificantes
movimientos de su corazón, a revelarle todas sus miserias, a confiarle sus
tentaciones, y los desastres que los vicios, las pasiones y el amor propio podían
originar en su interior, no eran personas que pudieran hablar en contra de su
conciencia.
El señor De La Salle regresó a su casa cuando comenzaron los secretos manejos de
su enemigo o de su disfrazado rival; vio, en actitud respetuosa, con un corazón
sumiso y un aire ecuánime y tranquilo el tribunal de la inquisición que se había
levantado en su casa. Ignoraba cuál era el motivo, quién había dado ocasión a ello,
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 525

cuál había sido el principio, y cuál debería ser el final; pero no hizo ningún intento
para saberlo. El amor propio, muerto en él (en la medida en que puede serlo sobre la
tierra para los grandes siervos de Dios), no suscitó en él ni curiosidad, ni comentario,
ni inquietud por todo lo que veía. Su silencio fue admirable en una ocasión en que a
otra persona le hubiera sido imposible guardarlo. No habló a ningún Hermano de lo
que estaba sucediendo ante sus ojos; a nadie preguntó qué pasaba; y aunque advirtió
el descontento marcado en el rostro de todos, aunque le hubiera sido tan fácil conocer
todo lo que ocurría y ser el confidente de los testimonios secretos que se habían dado,
no se informó de nada. Su silencio cerraba incluso la boca de sus hijos, y su reserva
personal no les permitía abrirse a su padre y descubrirle que él mismo era el objeto de
aquella inquisición, y que sin duda le estaban preparando alguna actuación humillante.
El señor Pirot tuvo la habilidad de mantener sus informes en silencio impenetrable.
Nadie hablaba de lo que se estaba haciendo ni de lo que se decía; nadie hablaba de las
preguntas que le habían hecho ni de las respuestas que había dado; incluso, ninguno
estuvo tentado de informarse de ello, y si alguno lo hubiera hecho, sin duda que el
superior le hubiese parado, pues tan grande era su respeto hacia los superiores. El
antiguo profesor de la Sorbona, único encargado de este asunto, no pasó su tarea a
nadie ni unía a él a ninguna persona para las indagaciones que hacía. Único juez y
testigo, comisario y secretario, escribía de propia mano todas las deposiciones que
recibía, y encerraba bajo el sello del secreto absoluto los diversos testimonios
<1-406>
que recogía escrupulosamente. Terminó su visita y sus indagaciones sin que el señor
De La Salle supiera cuál era el propósito, y sin preocuparse de querer sondear los
motivos de un procedimiento tan poco habitual.
La información no estuvo de acuerdo con los informes presentados a Su
Eminencia. Con excepción de las quejas firmadas por los tres descontentos, nada de
la memoria se halló verdadero. Antes bien, el vicario mayor quedó edificado por el
orden, la paz y la unión que reinaban entre los Hermanos, y no pudo reconocer en la
casa del Instituto el lugar de desorden, de rebelión y de discordia cuya pintura había
sido hecha con las más negras tintas.
El señor Pirot, al tanto de todas las cosas, podía ver la verdad con sus propios ojos,
y disipar, con la lectura de las deposiciones que había recibido, la nube que la
calumnia había formado contra el superior de los Hermanos en el espíritu de Su
Eminencia. ¿Lo leyó? Es lo que se ignora. Como su informe fue tan secreto como su
inquisición, no se puede decir con certeza si fue favorable o desfavorable al piadoso
perseguido. Si se juzgase por la conclusión, parecería que el comisario tomó postura
contra el testimonio de sus ojos y de sus oídos en favor del acusador, y que prefirió
creer que no le habían dicho la verdad a sospechar que era falsa la deposición de un
testigo que estaba por encima de toda duda, y que se constituía en parte contra el señor
De La Salle, y daba a su acusación un peso enorme a causa de su prestigio, por la
autoridad que tenía en París y por su fama, que nada podía minusvalorar.
526 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Así, según todas las apariencias, el comisario se dejó arrastrar por el crédito del
adversario del santo fundador y por la verosimilitud de sus prejuicios. O no tuvo
suficiente firmeza para apoyar la inocencia reconocida, en contra del parecer del
poderoso adversario que le atacaba, o lo que es más probable y más justo de creer, el
inquisidor dio la razón a las quejas firmadas por los descontentos contra los dos
Hermanos puestos al frente de ellos, lo cual en el fondo era verdad, y pensó que esta
deposición recaía sobre el señor De La Salle, que debía ser considerado cómplice de
los dos culpables, y como tal, ser degradado con ellos, depuesto y declarado incapaz
de gobernar la nueva comunidad.
Con todo, aun cuando el señor De La Salle hubiese merecido participar en la
censura con que se ennegrecía el proceder de los dos Hermanos a quien había
nombrado para sus cargos, parece que la falta no tenía proporción con el castigo que
se le destinaba. Parece que antes de imponerle la vergüenza de la destitución, se le
habría podido advertir, con caridad, que sazonara con la sal de la sabiduría las
correcciones que se daban en su casa, moderar las penitencias y prohibir las que
fueran indiscretas. Hubiera sido posible, al parecer, probar su docilidad para seguir
los prudentes consejos de los superiores, y no desesperar de la corrección de un
hombre a quien hasta entonces no se le había advertido ninguna, ni sobre este asunto
ni sobre ningún otro. Llama la atención que con sólo simples sospechas se quisiera
difamar a un hombre a quien pocos años antes se le había distinguido en el
arzobispado, y a quien el mismo señor de Noailles había honrado por su virtud y
gratificado para todo lo que se refería a su comunidad, concediéndole todos los
poderes relacionados con la administración de los sacramentos.
Además, aun cuando hubiera sido cierto que el señor De La Salle hubiese
introducido en su comunidad las penitencias que habían originado las indiscreciones
de los maestros y las quejas de los dos o tres descontentos, el santo fundador hubiera
podido justificar esta práctica con el uso que se hacía de ellas en las más santas
comunidades antiguas. Habría podido aducir ejemplos desde el siglo XI en el célebre
monasterio
<1-407>
del desierto de Font-Avellane, en la diócesis de Eugubio, que dirigía el cardenal
Pedro Damián, y en las Constituciones de la orden del Carmen, y otros varios. Es este
mismo cardenal quien refiere en la vida de san Rodolfo, obispo de Eugubio, uno de
los grandes penitentes de su siglo, que entre otras austeridades asombrosas, cuando
iba con sus Hermanos, los Eremitas de Luceola, en Umbría, no entraba nunca al
Capítulo sin haber tomado previamente la disciplina, o recibirla; y que su gozo era
perfecto cuando la recibía, no de la mano de uno solo, sino de dos Hermanos.
El mismo Pedro Damián refiere un hecho muy semejante al que fue motivo de las
quejas del último novicio descontento; pero que produjo un efecto muy distinto:
«Había en este mismo eremitorio —dice Pedro Damián—, un Hermano que salía con
frecuencia de su celda sin motivo, por ligereza y disipación. Juan, prior del
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 527

eremitorio, después de haberle advertido severamente, le impuso un rudo castigo a


fuerza de latigazos. El culpable se puso de nuevo los hábitos, pero habló con
arrogancia, y el superior mandó que le despojasen de la vestimenta y se repitiera el
castigo. Lo que sucedió seis veces seguidas. Pero al final, cuando por séptima vez
recibió una buena disciplina, se hizo sensato y dijo mientras se ponía la ropa: «He ahí
el diablo que se está marchando; he ahí el que dominaba mi corazón, el que lo ataba,
que se marcha y me deja libre. En adelante obedeceré a mi superior». Pedro Damián
dice que él mismo utilizó este castigo con un joven religioso que se excedía en la
abstinencia. Y dice además, en el capítulo II de la vida de Santo Domingo, que «este
santo, cuando iba al capítulo, nunca descuidaba despojarse de sus ropas para recibir
la disciplina».
La vida de san Romualdo nos proporciona un ejemplo bien raro de corregir las
faltas con castigos semejantes, pues lo realizó con su propio padre. Éste, después de
haberse retirado a un monasterio para hacer penitencia de sus pecados, tuvo el
designio de abandonarlo y volver al siglo; san Romualdo, su hijo, fue informado de
ello; emprendió un largo viaje para ir a encontrarlo, y llegado al monasterio de San
Severo, cerca de Rávena, donde residía su padre, empleó una autoridad superior para
con él, con una severidad que pareció sorprendente, pero que resultó salvífica, pues le
puso grilletes en los pies, le encerró en una cárcel y le azotó con durísimos golpes.
Acción tan condenable en sí misma fue el resultado de una inspiración extraordinaria,
como lo probó el resultado, pues Sergio, padre de san Romualdo, cayó en la cuenta de
su propósito, reconoció su falta, recibió especiales favores de Dios y murió con suma
edificación. Es lo que refiere el cardenal Pedro Damián en su vida.
Se lee en la Historia general de la Reforma de los Carmelitas Descalzos (l. 4, c. 31)
un hecho que tiene bastante parecido con los que dieron motivo a las quejas de que
hablamos: «Cierto día —dice el historiador— que el padre Vicario salió del convento
de Nuestra Señora del Socorro, de Altomir, con un hermano profeso, sólo quedaron
en la casa los novicios con un hermano converso que había hecho ya la profesión, y
que durante dos días gobernó este convento y se empleó en ello con una autoridad tan
absoluta como si hubiese sido el general de toda la Orden. Desde la primera noche en
que presidió la comunidad, dirigió la corrección de las faltas, según la costumbre,
después de la cena, y sin perdonar a nadie, reprendió a cada uno con todo su celo y
según las luces que Dios le daba. Pero para no olvidar nada de lo que pensaba que era
el deber de su cargo, les hizo una exhortación en la cual les habló de sus obligaciones.
Estos
<1-408>
actos de jurisdicción no fueron suficientes para contentar el celo del buen hermano,
que quería ejercer plenamente su autoridad. Con esta idea, mandó a todos los
religiosos que se dispusieran a recibir de su mano la disciplina; y cuando todos
estuvieron preparados, comenzó a descargar sobre sus espaldas desnudas los más
rudos golpes, con todo rigor, por el espacio de un Miserere y de un De profundis.
Aquellos inocentes recibieron la dolorosa mortificación con tanta humildad como si
528 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

el converso que los trataba de aquel modo hubiese sido el provincial, en la visita, y
que les hubiera impuesto semejante penitencia para expiar sus pecados. Pero estaban
tan lejos de murmurar o de quejarse, que no quisieron hablar de ello al padre Vicario
cuando regresó».
He ahí un hecho semejante al que fue, desgraciadamente, el origen de la terrible
persecución desatada contra el señor De La Salle, con dos variantes: la primera, que
esta corrección estaba en vigor en la reforma del Monte Carmelo y autorizada por las
Constituciones; la segunda, que todos aquellos fervorosos novicios del desierto de
Altomir fueron tan mortificados que no hubo ni uno solo que murmurase o que se
quejara contra aquel hermano, a quien un celo indiscreto había armado con las
disciplinas para azotar con dureza a sus hermanos. Con todo, se puede decir para
justificar a este buen hermano que creyéndose, en la ausencia de los superiores y de
los más veteranos que él, el primero del monasterio, pensaba que era su deber
observar aquel cargo, y hacer lo que hubiera hecho el superior. En efecto, el mismo
historiador (l. 5, c. 18, n. 11), al hablar de la rigurosa observancia del convento de
Nuestra Señora del Socorro, fundado en el lugar de la gruta de la V. Catalina de
Cardona, refiere que el superior, los días de feria, al final de maitines, entregaba a
todos los religiosos la disciplina para satisfacer las negligencias que podían haber
cometido en el oficio divino. Todo el mundo sabe también que, según la Regla de san
Benito y los cánones del concilio de Agda, se ordenaba azotar a los religiosos
rebeldes y desobedientes, y que el monje Gotescalco fue condenado por sus errores a
esta penitencia por trece obispos en el concilio de Quercy sur l’Oise, en 849. Éstas
son las palabras del concilio de Agda, celebrado en 506, can. 38: «Que se haga lo
mismo respecto de los monjes, y si las palabras no bastasen para corregirlos,
empléense también los azotes».
Estos ejemplos enseñan que, aun cuando hubiera sido verdad que el señor De La
Salle hubiese dado lugar a aquellas penitencias indiscretas que fueron el motivo de las
quejas que presentaron dos o tres descontentos, su falta, que habría tenido como
principio un exceso de fervor, habría sido corregida de forma suficiente con un aviso
de los superiores. Por lo tanto, se incurría en un mayor exceso de severidad que lo que
se reprochaba, al hacérselo expiar con una vergonzosa destitución. Pero, ya que
según el testimonio de los Hermanos que vivieron casi siempre con el santo fundador,
y que aún hoy viven, él no había dado lugar a tales penitencias indiscretas, ni directa
ni indirectamente, que no había sido ni el autor, ni las aprobó, y que incluso se
impusieron sin él saberlo y en ausencia suya, ¿era justo, con simples suposiciones,
acusarlo ante sus primeros superiores, y condenarle a ser destituido de su cargo como
hombre exagerado, sin sentido común y sin un proceder sensato? Pues eso es
precisamente lo que se hizo, y el servicio que su antiguo amigo y protector lo hizo so
pretexto de piedad y de celo.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 529

<1-409>
CAPÍTULO XIX

El señor Pirot acude a la casa del noviciado para nombrar


al nuevo superior, pero se encuentra con la oposición frontal
por parte de los Hermanos

El señor De La Salle vio terminar la visita del Vicario mayor como la había visto
comenzar, sin el menor atisbo de curiosidad para conocer el asunto, sin inquietud por
lo que había sido la ocasión y el motivo, y sin el menor temor hacia lo que seguiría. El
señor Pirot, que no podía ocultar su visita a la casa a aquel que era el jefe, no tuvo
reparo en ocultar su designio a un hombre que nunca examinaba el proceder de sus
superiores, y que respetaba infinitamente sus gestiones. Esta visita se realizó en
noviembre de 1702, y el piadoso fundador pensó que tenía el deber de ir a saludar a
Su Eminencia y agradecerle humildemente las atenciones que mostraba hacia su
comunidad. El prelado, que no había perdido por el siervo de Dios la estima y el
afecto que le profesaba, a pesar de los informes con que le habían prevenido, le
recibió como de ordinario, con evidentes testimonios de amistad.
Una acogida tan halagadora prometía, al parecer, al hombre de Dios un trato
favorable, y le anunciaba una feliz salida de la visita del señor Pirot, y al mismo
tiempo, la continuación de las bondades del señor arzobispo.
Aquí es donde aparece en todo su esplendor la humildad profunda, la sumisión
ciega y la muerte perfecta del hombre viejo en el señor De La Salle. Aquí viene uno de
esos momentos críticos de la virtud, cuando el verdadero resplandece y el imperfecto
deja notar sus defectos. Cuando el hombre, atacado de improviso, cuando menos lo
espera, se ve de repente víctima de la calumnia, de la injusticia y de la persecución,
¡ah!, qué fácil le resulta mostrarse como hijo de Adán, y permitir a su boca alguna
sombra de rebelión contra las órdenes duras y humillantes, algún gesto de queja
contra sus enemigos declarados u ocultos, o al menos, permitir a su corazón algún
resentimiento o algún comentario; ¡ah!, qué difícil resulta, incluso para los más
virtuosos, no mostrar en el rostro, en tales encuentros tan mortificantes, algún gesto
de enfado o de tristeza; ¡ah!, cuán difícil resulta verse, en el mismo momento,
acusado y condenado, sin saber por qué, sin haber sido reconvenido, sin ni siquiera
haber sido escuchado.
530 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

1. El señor arzobispo comunica al señor De La Salle


que ha buscado otro superior para ocupar su cargo;
admirable humildad del santo varón
A los mayores criminales se les lee la sentencia que les condena, y no se descuida
que conozcan los hechos que lo han merecido. Con todo, el señor De La Salle,
condenado sin ser oído, oyó de la boca que acababa de expresarle sus cumplimientos
la sentencia de su destitución, y se vio vergonzosamente rechazado por un prelado de
natural dulce y afable, que siempre le había sido muy favorable y de quien había
recibido todas las muestras de honor, de estima y de afecto que un simple sacerdote
puede recibir de uno de los más insignes príncipes de la Iglesia. El siervo de Dios
advirtió en aquel momento que era necesario que el señor arzobispo hubiera sido
arteramente
<1-410>
prevenido, y que la calumnia, que tiene un acceso tan libre a los palacios de los
grandes, hubiera tenido suficiente crédito para sorprender la bondad del cardenal.
Pero como su antiguo y declarado amigo era el enemigo secreto que le había acusado,
él no supo a quién debía aquel agravio. O más bien, distraído sobre las causas
segundas, adoró el proceder de Dios y escuchó en silencio, con profundo respeto y
con agradecimiento a Jesucristo en su arzobispo, que pronunciaba estas palabras:
Señor, usted ya no es superior, yo he dispuesto que sea otro el de su comunidad. Estas
palabras, bajo un aliñamiento de dulzura y cortesía, equivalían a una sentencia muy
humillante; era decirle, más o menos, y con la proporción que exigen los rangos y las
dignidades, lo que el profeta Ezequiel le dijo de parte de Dios al impío Sedecías: Baja
de tu puesto, ponte en el nivel más bajo; tú ocupas el primero y no lo mereces. Estás a
la cabeza de una comunidad que no sabes gobernar. Tu propio interés y el de la obra a
la que diste nacimiento exige que se te sustituya con un superior más adecuado para
gobernarla.
La sentencia de destitución que pronunció Su Eminencia, con voz tranquila y
moderada, encerraba el sentido oculto del comentario que hemos hecho, como es
fácil de comprobar por lo que ha precedido y también por lo que va a seguir. El señor
De La Salle no era hombre que no se diera cuenta ni sintiera las cosas; y esta
penetración es la que realza el mérito de su humilde aceptación de la destitución, que
fue tan rápida como repentina e imprevista fue la sentencia que se le comunicó.
Hubiera podido informarse de los motivos de su rechazo, de los enemigos que lo
habían pedido, y solicitar que le oyeran sobre los hechos y los asuntos. Le hubiera
resultado fácil justificar su conducta, y demostrar que su destitución estaba fundada
sólo en sospechas, en quejas que no se dirigían contra él personalmente, y en faltas de
las que en justicia no se le podía responsabilizar.
Sabía que tenía que vérselas con un juez bueno y amable por carácter, que le
condenaba a su pesar, que habría escuchado con gusto su defensa, y que, al haberle
sido siempre muy favorable, tenía un fondo de inclinación para hacerle justicia. Pero
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 531

el humilde Jesús, que escuchó en silencio su condena injusta, como pronunciada por el
Padre Eterno, y que se sometió a ella con la mansedumbre de un cordero, que calla
cuando le degüellan, no le había dado inútilmente ese ejemplo, ni le había enseñado a
hacer la apología de su conducta. Por eso, el siervo, que quería parecerse en todo a su
Maestro, no rompió el silencio sino para dar gracias a su juez, y después de haberlo
hecho con el gozo de su corazón dibujado en su rostro, se retiró de su presencia, más
tranquilo y contento que cuando se presentó ante él.
Después de todo, la corona que le quitaban sólo estaba formada por espinas; la
superioridad de la cual le despojaban, hasta entonces sólo le había atraído cruces,
ignominias y persecuciones; y éste era el único aspecto por el cual pudiera parecerle
gustoso al siervo de Dios. A cualquier otro le hubiera resultado insoportable, y el
amor propio no hubiera podido acomodarse a ello. Nunca hubiera podido el señor
cardenal hacerle un favor más deseado por el superior de los Hermanos como el
apartarle de la dirección de su comunidad para confiársela a otro. Nunca hubiera
podido su enemigo secreto hacerle un mayor favor como encargarse él mismo de ello
y ponerle a sus pies. Esta persona, tan prudente y clarividente, ignoraba, sin duda, que
eso era atacar a su rival por el punto que más le halagaba, secundar su amor por la vida
humilde y oculta, y favorecer su horror hacia el primer puesto. ¡Cuántos
<1-411>
intentos no había hecho el humilde superior para conseguir el descanso al que le
condenaban con vergüenza! Un descanso tan favorable para su atracción por la
oración continua, por la soledad, por la penitencia y para la unión íntima con Dios le
parecía un anticipo del descanso eterno.
De vuelta a su comunidad, no abrió la boca sobre lo que había ocurrido. No habló
con nadie de su desgracia, y sin buscar en su más querido discípulo un amigo fiel, no
para consolarse, sino para hacerle partícipe de su alegría, se fue a los pies de
Jesucristo, a suplicarle que confirmara Él mismo la destitución que su ministro había
pronunciado, y que la hiciera perpetua. En espera de este feliz momento, que no tardó
en llegar, el siervo de Dios se comportó en la casa como de ordinario, y no dejó
escapar, ni en su rostro, ni en sus palabras, ni en su actuar, una sola señal que pudiera
servir de presagio o de sospecha de lo que iba a suceder.

2. El señor Pirot avisa al señor De La Salle del día escogido


para nombrar al nuevo superior; admirable sumisión del santo varón
El señor Pirot deseaba terminar su comisión en el lugar en que la había comenzado,
y ejecutar por sí mismo la sentencia que había puesto en la boca del prelado; mandó
avisar al señor De La Salle, por medio de una persona de confianza, del día que había
escogido para dar posesión al nuevo superior y para que fuera recibido por los
Hermanos. Ciertamente era someter su virtud a la última prueba, o más bien, el
vicario mayor iba a ponerla en todo su resplandor, al obligarle a abrir él mismo la
532 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

puerta a su competidor. Se necesitaba que el comisario estuviera bien seguro de la


sumisión del culpable a quien había condenado, para mandarle que estuviera presente
en la ejecución de la disposición que le había destituido de la superioridad. Este
testimonio de la virtud del perseguido, ¿no parece que prueba su inocencia y que
justifica su conducta?
El vicario mayor tenía razón al fiarse de la perfecta obediencia del santo sacerdote,
pues ejecutó su orden con toda la puntualidad que podía desear, y además con un
secreto y una circunspección que demostraba que. si bien no tenía la sabiduría del
mundo, estaba lleno de la sabiduría de Dios. El único medio de conseguir que el plan
del señor Pirot saliese adelante era mantenerlo en secreto y no dar pie a ninguna
sospecha en la casa; pues en cuanto los Hermanos hubiesen desconfiado en algo, y
que se les reunía para hacerles espectadores de la destitución de su superior, el vicario
mayor no habría encontrado la sumisión que esperaba. Incluso debería temer que
aquellos hijos, todos ellos muy amantes de su padre, rechazasen unas órdenes que les
parecerían tan contrarias a su honor y a su salvación, y que el señor Pirot
comprometiera la autoridad del señor arzobispo al darles, con imposición, un
superior que no habían elegido, que no conocían y que no tenía ningún vínculo con
ellos. Era seguro que el señor Pirot, que había encontrado durante su visita tanta
sencillez, candor y sumisión entre ellos, vería que terminaba en un escándalo y en
confusión, si se le ocurría hablar de darles un pastor extraño. Si la humildad del santo
varón le hacía insensible a la degradación pública, el amor y la confianza que los
Hermanos tenían por él jamás les hubiese permitido soportarlo, y todos estarían
dispuestos a dejar la casa antes que ver instalado en ella, para vergüenza de su padre,
otro superior. Todas las ovejas estaban dispuestas a dispersarse antes que a cambiar
de pastor, o a dejar la diócesis para reunirse en otra, donde hubieran tenido libertad
para vivir bajo su dirección.
El silencio era, pues, tan necesario para lograr lo que se tramaba, y el santo varón
mantuvo tan secreto y tan oculto el plan existente, que ningún Hermano pudo
<1-412>
sospecharlo. Sin decirles nada, ni de la nueva visita que iba a hacer el señor Pirot, ni
cuál era el motivo, ni de cuál sería la salida, tomó las medidas adecuadas para
recibirlo con el honor y el respeto debidos a su cargo; y para que los Hermanos
estuviesen reunidos a su llegada, como al acaso y sin ninguna intención, dijo a los
Hermanos de París y a los que hubieran tenido que salir que estuvieran presentes en
casa después de vísperas, sin indicarles para qué, y lo dijo con aire de indiferencia,
propio para apartar cualquier curiosidad o sospecha. Por otro lado, la obediencia
ciega para con su santo fundador que reinaba entre ellos no les permitía hacer ninguna
reflexión sobre sus órdenes.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 533

3. El señor Pirot se esfuerza en vano en conseguir


que los Hermanos reciban al nuevo superior que les llevaba
Si había sido fácil sorprender a los Hermanos, no lo fue cambiar sus corazones.
Molestos por haber sido víctimas de su enorme simplicidad, cuando conocieron el
tema que les había reunido contra su intención, determinaron no ser ni los ministros ni
los testigos de la destitución afrentosa de su superior, a quien miraban como ángel
guardián. Ante todo, se sorprendieron al oír en el patio, a las cuatro de la tarde,
el primer domingo de Adviento, después de vísperas, el ruido de una carroza. Se
sorprendieron aún más cuando vieron entrar al señor Pirot acompañado de un
sacerdote desconocido. ¡Pero cuál fue su extrañeza cuando supieron, de boca del
vicario mayor, que aquel desconocido era un nuevo superior, a quien venía a nombrar
en lugar de su santo fundador!
Entonces el señor Pirot, desde el momento en que, sentado en el sillón que se le
había preparado, comenzó a hablar del designio que le llevaba allí, se encontró ante
personas desconcertadas, con el dolor pintado en sus rostros, y esto le expresaba
claramente que estaba llevando a una casa muy tranquila y muy unida la turbación, al
ponerles un nuevo jefe. En vano comenzó su discurso con alabanzas a su antiguo
superior, antes de hacer el elogio del nuevo sujeto que les presentaba; en vano intentó
disponer a los Hermanos a recibirle con el respeto debido a la autoridad que le
enviaba; en vano intentó ganarse su confianza para con el recién llegado; en vano
pretendió inspirar afecto hacia su persona, realzando el brillo de sus méritos; en
vano les hizo esperar, bajo un nuevo gobierno, una situación más dichosa y les hizo
vislumbrar las dulzuras de una vida más cómoda, menos pobre, menos penitente,
menos molesta, con un jefe menos austero, más complaciente y más compasivo con la
debilidad humana.
Unos corazones ligados con los lazos de su vocación y por los atractivos de la
gracia a aquel que los había engendrado en Jesucristo; personas que tenían para con
su padre un corazón de hijos; discípulos que no pensaban que su maestro espiritual
tuviese un semejante en la tierra, no estaban dispuestos a otorgar su confianza a un
desconocido. Aquellos hombres, habituados a respetar a Jesucristo en la persona de
los superiores, y a someterse a las órdenes más molestas, que no tenían temperamento
para resistirse, para amotinarse o para rebelarse, buscaron en las lágrimas la defensa
natural, y en sus humildes reconvenciones los medios de impedir la ejecución de la
sentencia que se acababa de imponer.
En todo caso, los que no estaban ligados por los votos tenían la puerta de la casa
abierta para marcharse, y con su salida, dejar libre al nuevo superior para recoger
nuevas ovejas, para formar con ellas un nuevo rebaño, adecuado para ser dirigido con
nuevas leyes. Los que habían hecho voto de obediencia al señor De La Salle, al
considerar este voto como personal, quiero decir
<1-413>
534 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

como ligado a su persona, no se consideraban obligados a prestar la misma sumisión a


un jefe que no pertenecía a su cuerpo, que no habían escogido, que no habían pedido,
que no tenía su espíritu ni sus modales, que no conocía sus costumbres ni sus
prácticas, que no era adecuado para mantener la disciplina ni las normas de la casa, y
que aún menos podía mantener la austeridad y dar ejemplo de ella. Así, todos, sin
hablarse, formaban ya en su corazón la decisión de retirarse y dejar al nuevo superior
solo en la comunidad si se insistía en la destitución del señor De La Salle.
Con todo, como la prudencia del señor Pirot le inspiró no comenzar a hablar del
cambio del maestro, para intentar ganarse el corazón de los discípulos del señor De
La Salle, colmándole de alabanzas delante de ellos, le escucharon con mucho gusto
mientras hizo el elogio del santo fundador, y cuando dijo en su honor que era el
hombre a quien Dios había escogido para comenzar una obra tan útil a la Iglesia, y
que tenía la gloria de haberla dirigido hasta el presente con prudencia. Pero cuando
tomó la corona de alabanzas que acababa de colocar sobre las sienes del fundador
para ponerla sobre la del nuevo superior, quiso extenderse sobre su mérito y su virtud,
y con un giro bastante común en los oradores, añadió que no osaba decir en favor suyo
todo lo que sabía, pues temía ofender su modestia y su humildad, el vicario mayor se
dio cuenta de que los Hermanos, muy contentos de la primera parte de su panegírico,
estaban distraídos durante la segunda y no escuchaban con gusto.
Pero era necesario llegar a la conclusión, y como el objetivo de todo el discurso era
la instalación del nuevo superior, había que presentar la elección hecha por Su
Eminencia y la orden de recibirlo. Aquí se mostró de nuevo la prudencia del señor
Pirot, pues sin querer leer públicamente el decreto, lo explicó en su contenido, y trató
de preparar los corazones a someterse a él con gozo, diciendo que aquel a quien
presentaba merecía su estima y su confianza, y que debían prestarle total obediencia.
Era ya decir demasiado a personas atentas y en guardia contra la propuesta que se
acababa de hacer. En cuanto quedó expuesta, uno de los principales Hermanos se
aproximó respetuosamente al señor Pirot y le dijo con modestia que los Hermanos
tenían un superior, y que le rogaban que no hablase de darles otro.
El señor Pirot, por este preludio, presintió la escena que se iba a abrir; pero como
estaba comprometido y no quería perder el fruto de sus indagaciones, ni dejar sin
efecto la sentencia que había sacado de la boca de Su Eminencia contra la inclinación
de su corazón, continuó su discurso sin responder, apartando suavemente con la mano
al Hermano que hablaba, como señal de que se retirase.
Pero el Hermano, que se hacía portavoz de todos, permaneció tranquilo e inmóvil
en su sitio. El señor Pirot, sin conmoverse, habló más abiertamente de las órdenes que
venía a ejecutar, y de la obligación de someterse a ellas. El Hermano que se permitía
representar a la comunidad, elevando algo el tono, repitió más alto lo que había dicho
con voz más baja. El antiguo profesor de la Sorbona, que estaba acostumbrado al
ruido de las aulas, sin desconcertarse, trataba de terminar su discurso, que tenía como
objetivo una tranquila aceptación del superior de su elección, y mandar a la
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 535

comunidad que le prestase la misma obediencia que al señor De La Salle. Los demás
Hermanos, que temían esa conclusión, se apresuraron,
<1-414>
por su parte, a detenerla en los labios de quien iba a pronunciarla, uniéndose al
primero que había tomado la palabra en su nombre. Estaban muy molestos por lo que
estaban oyendo, y necesitaban toda su virtud para contenerse en el deber y no faltar al
respeto que merecía quien les hablaba. En fin, perdiendo la paciencia y abatidos por
su aflicción, como hijos que ven que les arrancan a su padre de los brazos, unieron sus
voces para protestar contra la disposición que se les quería imponer: todos
exclamaron que no tenían otro superior que Su Eminencia y el señor De La Salle. «El
señor De La Salle es el único superior que queremos; no queremos otro»; fue la única
respuesta que oyó el comisario. Los Novicios unieron sus voces a las de los
Hermanos, y aumentaron el ruido con sus palabras; y todos, con voz unánime,
apelaron en contra de la sentencia del señor arzobispo, mal informado, al señor
arzobispo mejor informado, y aseguraron que si tenían el honor de ser escuchados por
un prelado manso, bueno y equitativo, él mismo les haría justicia, según la
inclinación de su corazón, revocando su decisión. El señor Pirot, al verse
interrumpido por los gritos y quejas de los afligidos, al final pareció desconcertado
por la unión estrecha de los hijos, que reclamaban a su padre. Extrañado al advertir
tan profunda unión de los miembros con su jefe, y ver a los discípulos tan apegados al
maestro, comenzó a darse cuenta de la falsedad de los informes que habían hablado
de poca concordia y subordinación que había en aquella casa, y comenzó a
arrepentirse de haber sido tan crédulo.
El señor De La Salle, espectador de esta escena, y que esperaba el feliz momento
de ser destituido para terminarla, sufría más que los Hermanos, pero por un motivo
contrario. Lo que ellos temían, él lo deseaba. Molesto por la resistencia que hacían
a la autoridad superior, impuso silencio y habló, a su vez, para comprometer a los
Hermanos a obedecer. Cualquier otra orden del humilde superior dada a los Hermanos
hubiera sido ejecutada en seguida y a la letra, y el señor Pirot hubiera visto, en el
ejemplo de su sumisión, que una persona que sabía hacerse obedecer tan bien, sabía
gobernar mejor de lo que le habían dicho; pero recibir a otro superior en su lugar es lo
que no querían oír, y todos se creían con derecho a no desdecirse de su negativa. En su
opinión, quitarles el fundador era querer destruir el Instituto; era querer dar
cuidadores a hijos que todavía tenían un padre.
«¿No es una crueldad —decían— querer arrancar del pecho de la madre al hijo que
ha engendrado, cuando quiere alimentarle y es capaz de hacerlo? ¿Quién tendrá
gracia para nuestra obra, si se le niega a quien es el autor? ¿Quién encontrará el
talento de gobernarnos, si nuestro fundador la ha perdido? ¿Desde cuándo le ha
abandonado el espíritu de Dios, para pasar a otro? Nos quieren cambiar el superior
sólo para cambiar el gobierno; se quiere cambiar el gobierno sólo para introducir
nuevas leyes, nuevos modales, nuevo espíritu; tal vez, para alterar la disciplina y
debilitar la austeridad y la penitencia. Es decir, que se quiere que seamos más flojos,
536 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

más tibios, más disipados y menos mortificados. Al querer darnos un nuevo ser, se
pretende destruir el nuestro, y vamos a dejar de ser lo que somos: regulares, retirados
del mundo, seguidores de la pobreza y discípulos de un Dios crucificado, si se nos
retira el maestro que nos ha inspirado el amor de estas virtudes, quien sostiene su
práctica con sus ejemplos, y quien nos obtiene con sus oraciones la gracia de imitarle.
<1-415>
»En vano, —dijeron al señor De La Salle— empleará su autoridad para obligarnos
a sustraernos de ella; en vano nos mandará por obediencia que no le obedezcamos; es
para obedecerle en todo y siempre por lo que nos negamos a obedecer en este asunto».
En fin, todos aseguraron que dejarían su estado si se les quitaba a quien era su
superior nato.
El señor Pirot, al ver que el señor De La Salle no había adelantado nada, retomó la
palabra y habló con mayor fuerza, y para revestirla con una autoridad más respetable,
mostró, y leyó en voz alta, el decreto de Su Eminencia, firmado por su mano, que
nombraba al nuevo superior. Esta lectura, que acabó abatiendo a todos, aumentó el
dolor pero no apaciguó los ánimos. Todos, sorprendidos de nuevo de que se hubiera
manchado a su superior ante el señor arzobispo, hasta aquel punto, pasaron de la
extrañeza a la indignación contra los autores de la calumnia y de la persecución; y
considerándose con el derecho de suspender su obediencia a un decreto que la
impostura había arrancado de la boca, más que del corazón, de un prelado siempre
dispuesto a justificar la inocencia, pensaron que actuarían conforme a sus intenciones
si se negaban a aceptarlo.
Fue entonces cuando el maestro de novicios, que con sus imprudencias había
ocasionado la tormenta que recaía sobre el señor De La Salle, quiso intervenir, y
defenderse a sí mismo defendiendo a su superior. Se lo podía inspirar, en buena
medida, el amor propio, ya que su conciencia le reprochaba que era el culpable de las
indiscreciones que se castigaban con tanta severidad en el siervo de Dios, que era
inocente; pero pagó cara la libertad que se permitió.
A él le correspondía humillarse y confesar públicamente sus faltas; a él le tocaba
gritar que era el Jonás que había desatado la tempestad, y pedir que le arrojasen de la
casa, o al menos del noviciado, y que se ejerciera en él todo el rigor de la pena, para
calmar la tempestad. Le convenía hablar con la actitud del pecador, para pedir perdón
y penitencia, y no hacer el papel de abogado; pero no lo pudo hacer durante mucho
tiempo, pues por muy moderado que se hubiera mostrado hasta entonces el Vicario
mayor, se sintió emocionado, y cerró la boca de aquel defensor indiscreto, y le
reprochó con vehemencia que era el autor de la borrasca y la causa principal del
desorden. Luego, el fuego del Vicario mayor aumentó, y con santa indignación, con
la impetuosidad de su celo, añadió: ¡Vaya, usted se atreve a hablar, usted indigno,
usted indigno del cargo que ocupa!
El señor Bricot, que era un joven lionés, muy sorprendido al ver que se volvía
contra él, para su vergüenza, una escena preparada para su gloria, sufría con dureza
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 537

por todo lo que veía y escuchaba. Este nuevo superior, escogido por el señor Pirot y
nombrado por Su Eminencia, se veía rechazado por los Hermanos de forma unánime.
Estaba desconcertado. ¿Quién no lo hubiera estado en semejante ocasión? Llegado
para ser espectador de la deposición del señor De La Salle y colocarle en seguida en
su lugar, estaba muy mortificado por servir de fondo para realzar la virtud de un
maestro de quien todos sus discípulos eran panegiristas. Por eso, con el fin de acabar
un espectáculo que se le hacía demasiado largo, y del cual estaba molesto, rogó con
habilidad al señor Pirot que dejase a los Hermanos el superior que deseaban. No
deseaba otra cosa sino salir cuanto antes de una casa de la cual podían entregarle las
llaves, pero no podían abrirle los corazones.
El Vicario mayor, que pensaba terminar este asunto tan fácilmente como lo había
comenzado, insistía en la ejecución de la sentencia que había leído, y
<1-416>
sabiendo que no era muy honroso para él, ni tampoco para Su Eminencia, salir sin
haber logrado que la aceptasen, empleó todo su saber para demostrar a los Hermanos
la obligación de aceptarla.
Como hijos apegados a su padre no se dejan persuadir fácilmente, de que alguien
tenga derecho o motivo para pedir el consentimiento del interesado para ser destruido
o aniquilado, el antiguo profesor de teología perdía su tiempo y sus argumentos
queriendo probar a los Hermanos que debían, para vergüenza de su antiguo superior,
aceptar al nuevo. Ellos, a su vez, empleaban también todo lo que sabían en el arte de
bien hablar, para que el Vicario mayor suspendiera la ejecución de la orden que les
daba, y que les diera tiempo para suplicar a Su Eminencia que la revocase,
convencidos de que el prelado no dejaría de hacerlo en cuanto estuviese bien
informado de que le habían sorprendido en su natural bondad.
Esta especie de disputa entre el Vicario mayor, que quería consumar su encargo
antes de marcharse, e instalar al nuevo superior, y los Hermanos, que pedían que se
remitiese al señor arzobispo, para defender en su presencia su causa, más que la causa
del señor De La Salle, duró casi media hora.
Esta tragedia parecía demasiado larga a quien era sujeto y espectador. Su rostro
denotaba que sufría más por la resistencia de los Hermanos que por la ignominia
pública que se le acababa de hacer por parte de la autoridad superior. Como él la
respetaba infinitamente, y como recibía aquellas órdenes como si fueran dadas en el
cielo, estaba confuso por ver a sus discípulos hacer apelaciones y pedir retrasos para
la ejecución de una orden que a él tanto le agradaba. Sin que el amor propio tuviera
parte alguna en el gozo que podía causarle naturalmente la constante fidelidad de sus
hijos, se afligía por no verlos tan dóciles como él y tan partidarios de su destitución
como él. De vez en cuando, tomaba la palabra para apoyar lo que decía el señor Pirot,
y para obligar a los Hermanos a terminar el altercado con humilde sumisión, pero
inútilmente. En este asunto, los Hermanos se consideraban dispensados de obedecer.
La obediencia misma que le habían prometido les servía de razón contra su petición.
538 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

«Puesto que nosotros le hemos prometido obediencia —decían—, tenemos


obligación de someternos a su gobierno; pero esta obligación nos impone otra, la de
manteneros en el cargo de superior; ¿pues a quién obedeceremos si usted no ocupa
ese cargo? A usted, y no a ningún otro, hemos hecho nosotros voto de obedecer. La
misma autoridad que quiere reemplazarle por un extraño para gobernarnos, al romper
nuestro voto, nos deja libres y nos abre la puerta de una casa en la cual nos encerraba
esta promesa. Si el voto es libre, es un acto de pura elección y nos permite no
obedecer a otro, ya que nos obliga a no obedecer sino a aquel a quien se lo
prometimos. Y haciendo uso del derecho de nuestra primera libertad, le declaramos
que deseamos hacer uso de ella, y rechazamos a un maestro que se nos quiere dar a
pesar de nosotros, y respecto del cual nuestro voto deja de obligarnos».
Este razonamiento convenció al señor Pirot de que no tenía nada que avanzar con
personas que fundamentaban su resistencia en principios de piedad, y que justificaban
con el voto de obediencia hecho al señor De La Salle el rechazo que hacían del nuevo
superior. Salió, pues, después de agotar todas sus razones. El señor De La Salle, al
guiarle, le rogó que esperase algún tiempo, y le prometió que sabría doblegar a los
Hermanos a su deber y llevarlos a la sumisión.
«Eso no puede prometerlo —replicaron de inmediato algunos que
<1-417>
estaban calientes—; nuestra resolución está ligada a nuestro voto; una depende del
otro, y los dos constituyen la exclusión del nuevo superior. Si a pesar de nuestra
resistencia se le introduce en la casa, él podrá traerse nuevos sujetos que le prometan
obediencia, y serán muy libres; en cuanto a nosotros, saldremos con aquel a quien se
la hemos prometido».
Esta intervención, más vigorosa que las anteriores, acabó de convencer al Vicario
mayor que no podría avanzar nada con aquellos hijos cuyo padre poseía sus
corazones. Incluso desesperó que el tiempo pudiera obrar un cambio. Las medidas
que tomó a continuación fue tratar de salir con dignidad de un asunto en el que, tan
desgraciadamente, le había metido su excesiva confianza en el perseguidor del señor
De La Salle. Con todo, amargado por haber tenido que comprometer en vano su
autoridad, dio a entender a Su Eminencia que el deshonor también recaía en él, y que
debía descargar la fuerza de su brazo sobre los refractarios. Pero ¿qué hacer? Cuando
se trata de la autoridad, si se la ha llevado demasiado lejos y no ha tenido éxito, ¿qué
remedio puede haber? ¿Hay forma de someter al imperio de la autoridad a personas
que pueden sustraerse a ella, y que pueden también cambiar de lugar y escogerse un
maestro?
Eso fue lo que consiguió el celador de la obra de Dios, que pensaba piadosamente
que no iba bien en manos del señor De La Salle, y que creía que aquel cuerpo, para que
tuviese salud, necesitaba otra cabeza. Confió demasiado en sí mismo y se equivocó en
sus pensamientos. Su prudencia fue tan corta como equivocado su celo; y ambos
fueron pésimos guías que llevaron al señor Pirot a un laberinto del que no sabía salir.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 539

En fin, después de muchas reflexiones, vio que era necesario dejar las cosas como
estaban. No resultó difícil optar por una de estas dos salidas: o se destruía el nuevo
Instituto, o se dejaba que lo gobernase su fundador.
Destruir una obra que era claramente de Dios, que parecía tan útil a la Iglesia y tan
necesaria a la juventud pobre, era una solución violenta y perjudicial, que el señor
cardenal, con su consejo, no estaba dispuesto a escuchar. El iniciador mismo del
proceso contra el señor De La Salle la hubiera rechazado, pues estimaba en gran
manera las Escuelas Cristianas, y sólo por un falso prejuicio decía que no era la
persona adecuada para dar a esta obra toda su perfección; y por ello había suscitado el
tumulto contra él. Prefería ver al señor De La Salle al frente de su obra antes que verla
destruida, y él mismo se hubiera mostrado inconsolable si hubiera visto destruido el
nuevo Instituto. Una persona de tan gran piedad no hubiera podido sobrevivir a su
ruina y habría muerto de dolor si hubiera sido la causa.
Todos concluían, pues, que aun cuando el señor De La Salle no gobernara su casa
como hubiera sido deseable, era mejor dejarla existir y crecer bajo su dirección, que
verla hundirse si se le arrojaba a él. El meollo de la dificultad consistía en encontrar
los medios de salvar las apariencias, y reconocer a la autoridad legítima el respeto
debido y las muestras de sumisión que se debía esperar por parte de los Hermanos,
pero dejándoles en posesión de sus derechos y de su superior. Para conseguir el éxito
de un asunto tan delicado se necesitaba una persona tan prudente e ilustrada como el
señor de la Chétardie. Él se hizo cargo del caso, y lo terminó felizmente, como se va
a ver en seguida, sirviéndose del abate Madot, que actualmente es obispo de
Châlons-sur-Saône.
540 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

<1-418>
CAPÍTULO XX

El tumulto se apacigua; el señor De La Salle permanece


en su cargo; los Hermanos siguen en su primer estado y su paz
llega al arzobispado. El perseguidor, al no haber triunfado
por medio de la acusación ante los superiores eclesiásticos,
prepara otro medio más peligroso, que es sembrar cizaña
entre los Hermanos, e inspirarles el disgusto
por su superior y por su forma de gobierno

1. Las intrigas del adversario del siervo de Dios quedan al descubierto


y dan que hablar en París
Esta última visita del señor Pirot a la casa del noviciado tuvo más eco que las
anteriores, y al fin se conoció en París cuál era el propósito del antiguo profesor de la
Sorbona al hacer sus indagaciones y por qué las había mantenido tan en secreto. Se
conoció el poco éxito que había tenido la intriga, dirigida con tanta maña y
precaución, y se comenzó a sospechar quién era el autor. El conocimiento que se tuvo
de este asunto sirvió para que los verdaderos amigos del señor De La Salle y los que
apreciaban su obra, tomaran las medidas necesarias para desengañar a Su Eminencia
y contrarrestaran en el arzobispado el crédito que tenía la persona que quería
desprestigiar al siervo de Dios. Esto es lo que conocemos a través de una carta que el
párroco de Villiers, de la diócesis de París, escribió por aquellas fechas a un párroco
de la ciudad de Laón, en Picardía, que reproducimos a continuación:
«Yo no me he sentido menos afectado y menos sorprendido que usted, señor, por
las noticias que me ha dado sobre el señor De La Salle; como no le aprecio y le estimo
menos que usted, he participado y participo todo lo que puedo en la pena que se le ha
causado; he tenido el honor de ir a verle, y no se puede quedar más edificado como me
ha ocurrido a mí, por su constancia, su firmeza, su perfecta resignación, y su total
abandono a la Providencia. No le enseño nada nuevo si le hablo de sus virtudes; no es
de hoy que usted conoce sus preciosos méritos. He visto al señor cardenal y al señor
Pollet, y espero que con el tiempo Su Eminencia cambiará las ideas que le han dado
contra el señor De La Salle. No hay nada de quietismo; solamente se le acusa de ser
demasiado austero con sus Hermanos, de practicar penitencias demasiado rigurosas,
y de estar entregado a ellas de tal forma que no quiere cambiar nada; ante el señor
cardenal se ha intentado hacerle pasar por una persona poco capaz de tener una
conducta sensata, y sobre todo por un hombre extremadamente apegado a sus
criterios, que sólo dirige, a él mismo y a sus Hermanos, por su propio espíritu. Su gran
pecado, por lo que he podido descubrir, es que no se deja dirigir por el espíritu del
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 541

señor ***. Él querría inmiscuirse en la dirección interior de sus Hermanos, y es lo que


hasta ahora le ha negado el señor De La Salle. No sé muy bien cuál será el final de este
asunto, pues usted ya conoce el modo de ser del señor ***, que es el principal
adversario del señor De La Salle, y si éste estuviera de acuerdo con el señor ***,
tendría buena acogida en el arzobispado. De la casa del señor De La Salle han salido
dos o tres novicios, que se han quejado de malos tratos, que dicen que recibieron allí.
El señor *** agrandó las quejas, hizo nuevas indagaciones, elaboró memoriales y los
presentó a Su Eminencia; y con eso, el señor cardenal encargó al señor Pirot, uno de
los Vicarios mayores, que acudiera a hacer una visita a la casa del señor De La Salle
<1-419>
y que interrogara a los Hermanos, lo que realizó tres o cuatro veces, de modo
sucesivo, y en otra visita llevó, por encargo de Su Eminencia, al señor abate Bricot,
para ponerle como superior; al oír esta palabra de superior, todos los Hermanos han
replicado que tenían un superior, y que era el señor De La Salle, y que no reconocían
a ningún otro, sino a él y a Su Eminencia. Con eso, el señor Pirot se retiró. Desde
entonces se han celebrado diversas entrevistas particulares en casa del señor Pirot,
tanto del señor De La Salle como de los principales Hermanos. En fin, ocho días
después el señor Pirot volvió a casa del señor De La Salle con dicho sacerdote, habló a los
Hermanos, les hizo mil promesas, y entre otras, que no se cambiaría nada, que conservarían
siempre su Regla, que no se les quitaría al señor De La Salle; pero que era preciso
obedecer y recibir al citado sacerdote como superior, que tendrían el consuelo de
contar con el señor De La Salle, y que dicho sacerdote sólo iría a su casa una vez al
mes. Y si el proverbio dice que quien calla otorga, se puede decir que ellos han
consentido en la elección de este sacerdote, ya que ni un solo Hermano ha dicho una
palabra. En ese punto es donde están las cosas en estos momentos; no parece que
puedan durar mucho, y se espera que todo esto no tenga consecuencias. Se ha dado un
primer paso y se quiere mantener durante algún tiempo. Todo lo que se puede hacer es
preparar los momentos favorables para tratar de desengañar a Su Eminencia, y para
poner de relieve todas las buenas cualidades del señor De La Salle, en lo cual yo ya he
trabajado, y procuraré continuarlo en todas las ocasiones que me presente la
Providencia; le debo esta justicia, y, además, el interés que usted tiene en ello me
obliga a trabajar aún con más celo».
Todo su pecado consistía en no permitir la relajación en el cumplimiento de las
Reglas que había establecido en la casa, con la participación de los Hermanos. La
pretendida desunión que se decía reinaba entre ellos quedaba desmentida por este
concierto unánime de voces y sentimientos, que había demostrado que entre ellos no
había más que un solo corazón y una sola alma.
En efecto, el señor Pirot, aunque había quedado descontento por el poco éxito de su
gestión, e irritado porque había encontrado en los Hermanos la oposición a sus
deseos, no pudo por menos que hacerles justicia, y al dar cuenta de su actuación a Su
Eminencia, le dijo que si todos los inferiores estuvieran tan unidos a sus superiores
como los Hermanos lo estaban al señor De La Salle, las comunidades serían un
542 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

paraíso y que en ellas sólo se verían santos. Dijo también que había puesto en marcha
todo su saber y todo su arte para influir en los espíritus, para hacerles aceptar el
cambio del superior, pero en vano, y cuantos mayores fueron sus esfuerzos para
desunirlos de su padre, más habían servido para unirlos a él.
El señor cardenal, con este informe, se dio cuenta de que había sido sorprendido, y
que no hubiera debido prestarse con tanta facilidad al servicio de un falso celo; y que
su corazón habría estado en lo cierto si hubiera tomado partido, en este asunto, en
favor de un hombre a quien siempre había estimado, y si hubiera anulado, a causa de
la repugnancia que sentía, la sentencia que había dado contra él, arrastrado por el peso
de las acusaciones y por el crédito otorgado al acusador.
También se dio cuenta de que en el procedimiento seguido contra el inocente
culpable había algo equivocado, que el asunto había sido llevado con demasiada
violencia y precipitación. En el fondo, estaba
<1-420>
descontento de haber encomendado a su vicario mayor, y no haber sabido él mismo,
por las indagaciones realizadas, separar las falsas acusaciones levantadas contra el
siervo de Dios. Todas estas reflexiones enfadaron al señor arzobispo, y al ponerle en
apuro, le dejaron una especie de indisposición hacia la nueva comunidad. Y encontró
muy extraordinario el hecho de que unos simples Hermanos hubiesen actuado de
forma que retrasaran sus órdenes y que hubieran discutido con su vicario mayor.
Después de todo, el deshonor de este feo asunto recaía sobre aquel que lo había
promovido. Al menos en este momento hubiera debido desengañarse a sí mismo y
reconocer que se había equivocado al imaginar que el señor De La Salle no tenía
cualidades para gobernar adecuadamente, y menos aún para hacerse amar. Hubiera
debido convencerse de que estaba engañado al imputar a la nueva comunidad cierto
espíritu de discordia y de disgusto por su vocación. Al menos, se le deberían haber
abierto los ojos de su espíritu y haberse dado cuenta de que estaba totalmente
equivocado al hacer responsable de las faltas de los dos discípulos indiscretos a un
superior que estaba ausente; y que tenía obligación de reparar en el arzobispado
el honor de aquel a quien había difamado, por un celo demasiado ardoroso y
precipitado.
¿Cómo podía ocurrir que una persona tan esclarecida pudiera ilusionarse a sí
misma, y no viera la obligación que tenía de apaciguar la tempestad que había
desatado? Eso es lo extraño; pero ¿no es algo ordinario que aquellos que son tan
prudentes a sus propios ojos, y que piensan que toda la sabiduría está encerrada en su
cabeza, falten ellos mismos contra ella, y se deshonren con indiscreciones y faltas de
conducta muy reales y palpables, mientras achacan sombras y apariencias de faltas a
los más grandes amigos de Dios?
Ésa era la disposición de aquel de quien hablamos. El poco éxito de su intriga sólo
sirvió para confirmarle en sus sentimientos contra el señor De La Salle. Lleno de
prejuicios, él nunca pensó que se había equivocado y que había engañado. Actuando
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 543

de buena fe y por celo del mayor bien, se imaginaba estar en lo cierto, y tener su
conciencia tranquila después de todo el tumulto que había causado, sin reprocharse
ninguna falta, y se daba un testimonio consolador, y se felicitaba porque había
buscado sólo a Dios tratando de arrojar al señor De La Salle de su propia casa. Así, sin
molestarse por el primer fracaso que tuvo en su actuación, se valió de esta misma
desgracia para volver a sus propósitos, y dio a entender a Su Eminencia que la
oposición de los Hermanos a la ejecución de sus órdenes había salido de aquel que
tenía interés en conservar su puesto.
El enfoque era malicioso y capaz de inspirar al más poderoso prelado del reino las
ganas de llevar hasta el extremo a personas sencillas y sin malicia, a hijos afectos a su
padre, cuyo enorme pecado era no querer suscribir sin más su condena, con la
esperanza de que el tiempo disiparía las nubes de la calumnia y pronto o tarde haría
brillar su inocencia.
Con todo, si esta nueva acusación contra el señor De La Salle no tuvo todo su
efecto, lo tuvo en parte; si el señor cardenal no la creyó, la gente sí la creyó. Los
rumores que supieron difundir entre la gente indispuso a los crédulos contra los
Hermanos y contra su superior. Se dijo, incluso, que el Parlamento quiso informarse
de este asunto para obligar a los Hermanos a dar todo tipo de satisfacción a su primer
superior o para vengar la negativa; pero que monseñor de Noailles, que en el fondo no
había perdido la alta estima que tenía de la virtud del señor De La Salle, lo impidió.
Por lo demás, en vano quiso el autor de la intriga hacer
<1-421>
responsable al señor De La Salle de la resistencia que el señor Pirot encontró en los
Hermanos, pues el cardenal le creyó totalmente inocente. Esta injusta sospecha
quedaba desmentida por el informe que el señor Pirot hizo de lo que pasó ante sus
ojos. Había sido testigo de la humildad y de la sumisión del siervo de Dios, lo mismo
que de su celo para conseguir que sus discípulos se sometieran a una pronta
obediencia a la autoridad episcopal, y al acusar a los Hermanos había justificado a su
superior. Dio testimonio de que el señor De La Salle había empleado todo su
ascendiente sobre sus discípulos para que se sometieran; pero que la respuesta
unánime de que se marcharían de la casa si se enviaba otro superior le tapó la boca. En
fin, el vicario mayor, que había oído, ya en la puerta, cuando salía, la promesa que le
hizo el señor De La Salle de conseguir que todos se sometiesen, pero que fue
rechazada con vehemencia por una boca que hablaba por la abundancia del corazón,
no podía admitir la nueva acusación.
Por su parte, el piadoso fundador nunca se había encontrado en otro apuro tan
grande. Aunque hubiera visto en varias ocasiones a su comunidad muy quebrantada,
nunca la había visto tan cercana de la caída. ¿Qué hacer para preservarla de la ruina?
Se hallaba sin posibilidad de actuar. Si se rendía al deseo de los Hermanos, que no
querían otro superior distinto de él, se hacía culpable y daría la impresión de que
estaba ocupando un cargo que le estaba prohibido; si salía de la casa, los Hermanos le
544 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

hubieran seguido y le harían responsable de su deserción. En una coyuntura tan


delicada, al no saber qué partido tomar, consultaba al cielo y le encomendaba la
defensa de su causa. Por un lado sentía miedo al ver que en pocos días se podía
destruir una obra que le había costado tantos sufrimientos; por el otro, sentía consuelo
al acordarse de la mano de Dios, que tantas veces le había sostenido contra los
frecuentes ataques del mundo y del infierno; y así, vivía entre el temor y la confianza.

2. El señor De La Salle va a postrarse a los pies del señor cardenal


para presentarle reparación por la resistencia de los Hermanos
a sus órdenes; recibe una nueva afrenta
Después de muchas reflexiones y oraciones, persuadido de que el señor cardenal
sólo tenía buenas intenciones, esperó todo de su bondad. Sólo se trataba de borrar las
desdichadas impresiones que había recibido, y sobre todo de ofrecerle humilde
satisfacción de lo que acababa de suceder. Esta salida no le pareció mal al varón de
Dios. El señor arzobispo, por su parte, se daba cuenta de que había sido engañado, y
se arrepentía de haber prestado oídos a los falsos informes. No aprobaba todo el proceso
que se había seguido contra el siervo de Dios. Incluso se dejó decir que el asunto se
había precipitado, y que no se habían tomado todas las medidas de prudencia
requeridas para terminarlo sin escándalo. Por parte del señor De La Salle, una persona
tan humilde como él no mercadeaba con las humillaciones. Estaba dispuesto a asumir
la postura de un pecador arrepentido, y cargar con los sentimientos y las faltas de sus
discípulos. Con esta disposición fue a echarse a los pies del señor arzobispo, y lleno
de lágrimas le expresó su deseo de reparar su honor, por la repugnancia que los
Hermanos habían manifestado por el nuevo superior, y le suplicó que no creyera que
era él el autor. Aseguró que no había descuidado nada para hacer que prestasen a Su
Eminencia obediencia pronta y ciega, y puso como garantes y testigos de la verdad a
los señores Pirot y Bricot.
El señor cardenal, que estaba a punto de salir hacia Conflans, permaneció en total
silencio cuando vio al señor De La Salle echado a sus pies, sea porque estuviese
emocionado por la pena y la humillación del santo varón, sea porque la pena que él
mismo sentía por todo lo sucedido le cerrase la boca. El sacerdote se mantuvo
postrado por tierra,
<1-422>
delante de todos los presentes, que sentían piedad de él; y el señor arzobispo seguía
callado. Se marchó en aquel mismo instante, sea por un sentimiento de indignación,
sea por cierta conmiseración que le impedía la palabra, y dejó al siervo de Dios con el
rostro pegado al suelo y regándolo con sus lágrimas.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 545

3. Los Hermanos intentan suavizar la actitud del enemigo


del señor De La Salle
El señor De La Salle, de vuelta a casa, no dejó vislumbrar nada de la vergüenza y de
la nueva afrenta que acababa de recibir. Al abandonar a Dios su causa y la de sus
Hermanos, volvió a vivir con su calma habitual. No se le vio ni sombrío ni inquieto
por lo que pudiera suceder; y a los Hermanos que le consultaban, el único consejo que
les daba era el de obedecer. En esta situación transcurrieron cinco o seis días. Durante
estos días, los Hermanos de París, en cuya casa el señor Pirot no había hecho
indagaciones, puesto que estaban ocupados en las escuelas, tuvieron la idea de
conjurar la tempestad tratando de apaciguar a quien la había desatado. Sabían que aunque
tuviera cierta aversión por el señor De La Salle desde hacía algún tiempo, no había
perdido su afecto por el Instituto, y querían intentar un medio de que abandonara sus
prejuicios.
El plan era atrevido, y en aquella visita corrían el riesgo de verse arrastrados por los
prejuicios de un hombre que sabía dar a todo ello un impresionante color de verdad.
Los Hermanos no lo ignoraban. En vano intentaban luchar contra un gigante, ante el
cual no podían ni vencerle con razonamientos ni plantarle cara. Con todo, después de
ayunar todos a pan y agua la víspera de la visita, y de pasar toda la noche en oración,
por turnos, sin que el señor De La Salle lo supiera, fueron a ver a su temible
adversario. Tratando de ser prudentes, disimularon su resentimiento y aparentaron
desconocer sus planes e intrigas, y le manifestaron profunda confianza. Después de
esto, entraron en el tema, y le explicaron la decisión que habían tomado de retirare
todos de la casa si ponían en ella a otro superior distinto del señor De La Salle. Como
conclusión, le rogaron que se valiera del gran prestigio que tenía en el arzobispado
para conseguir la revocación de la orden que les habían dado, de admitir como pastor
a un extraño que no conocían y que no les conocía, en el cargo de aquel que había sido
el primero en comunicarles el espíritu de gracia.
No se le podía hacer un cumplimiento más desagradable a la persona que aún no
había abandonado su propósito; se sintió vivamente ofendido de la visita y de la
petición, pero no se atrevió a mostrarlo. Habían venido a pedirle, como gracia, que
para mantener al señor De La Salle en su puesto, empleara todo el prestigio que había
empleado para que lo expulsaran. Le pedían que destruyera él mismo su propia obra,
y que fuera a actuar de intercesor después de haber hecho el de acusador. Se le quitaba
toda esperanza de triunfar en sus pretensiones, y evidentemente, al mostrar una
fidelidad inviolable hacia su rival, se le excluía de una casa en la que él no quería
entrar sino para dominar. Su paz con el señor De La Salle se hubiese restablecido si el
santo varón hubiera querido seguir en todo sus orientaciones y dejarle gobernar a él la
comunidad a su modo. Si el santo varón hubiera deseado tenerle como maestro y
constituirse en su dócil discípulo, no tenía más que presentarse, y al hacer voto de
obediencia hubiera visto a su perseguidor convertido en protector. En fin, para el
antagonista del señor De La Salle, la petición que le hacían era un reproche tácito a
sus falsos prejuicios, a sus sospechas, a sus informes, a su conducta y a sus intrigas;
546 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

era pretender obligarle a confesar y retractarse, al pedirle que fuera al arzobispado a


deshacer todo lo que había tramado. Sin embargo, este discurso tan
<1-423>
sencillo e ingenuo, que exteriormente indicaba tanta estima y confianza, tenía un
fondo oculto de elocuencia: era capaz de obligar al perseguidor a bajar las armas. En
efecto, por lo que se le decía, sólo tenía que adoptar una de estas dos soluciones: o
continuar con la destrucción del Instituto entero, o dejar en paz al fundador en su
cargo. Pues bien, él era muy consciente y tenía profunda bondad para sentirse tentado
por la primera; su piedad se habría dolido infinitamente con la ruina del Instituto, que
él estimaba. Por eso, cuanto más descontento estaba con el discurso que le habían
hecho, más trataba de no aparentarlo.
Convencido de que en la nueva comunidad él no produciría más que ruido,
mientras que el señor De La Salle sería el dueño de los corazones, se dio cuenta de que
no tenía otra salida sino ceder, y esperar el momento favorable de arrebatarle unos
discípulos tan fieles. Con todo, en esto él mismo veía fracasar su política; pues si
había fundado el éxito de su intriga en el pretendido descontento de los inferiores con
el superior, si se había imaginado que éstos, hundidos bajo el pesado yugo que se les
imponía, estarían encantados de sacudírselo, había comprobado su engaño. Lo que
había sucedido y lo que acababan de decirle le daban a conocer hasta qué punto había
abusado, y se sentía confuso por haber llevado las cosas tan lejos, con falsas
sospechas e incluso de haber comprometido, de tan mala manera, la autoridad
superior, a quien él había envuelto con sus prejuicios.
Su política, así equivocada, le inspiró allí mismo otra estratagema para conseguir
alejar al señor De La Salle. Consistió, ante todo, en sembrar entre los principales
Hermanos la indiferencia hacia su superior, disgustarles de su dirección e
indisponerles contra su persona. Luego, tratar de suscitarle en el mundo enemigos
desde todos los ángulos, para que sintiéndose acosado desde dentro y desde fuera, se
viera forzado a ceder el cargo y retirarse. De hecho, es lo que sucedió, como lo
veremos en lo que sigue. Para comenzar el primer tipo de ataque, el hombre que sabía
acomodarse para interpretar el personaje que quería pareció apaciguado cuando oyó a
los Hermanos; pero al principio los había recibido con ojos exaltados, con rostro
severo y aire de descontento y enfado. Pero luego adoptó un tono suave y un exterior
más benévolo, y les dijo con aparente sencillez: «Ustedes no piensan en ello; ustedes
son unos inocentes. El señor De La Salle es sólo un jefe arbitrario, que ustedes se han
dado, o más bien, que se ha puesto a su cabeza, para gobernarlos. No es un superior
eclesiástico. ¿Qué jurisdicción tiene sobre ustedes? ¿Quién le ha establecido como su
juez y pastor? ¿Con qué autoridad se erige en maestro?».
Los Hermanos, en aquel momento, le podían haber tapado la boca replicando que
el señor Harlay le había dado permiso para formar una comunidad, que el señor de
Noailles se lo había confirmado por escrito, y que le había otorgado todos sus
poderes. De ese modo, tal comienzo llevaba al engaño; pero prosigamos. El enemigo
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 547

del siervo de Dios añadió: «¡Vaya situación la que ustedes han creado! Han escupido,
por decirlo así, al rostro del señor vicario mayor. ¿Qué puedo hacer yo?». Sin
embargo, les prometió que trabajaría para conciliar todas las cosas.

4. El señor de la Chétardie, a ruego de los Hermanos, intenta apaciguar


al señor arzobispo y obtener de él que dejara al nuevo Instituto con
su superior y sus prácticas; para conseguirlo se sirve del abate Madot.
Los Hermanos, para no hacer las cosas a medias, pensaron que era preciso acudir al
párroco de San Sulpicio, para intentar que interviniera en sus intereses. Es verdad que
en aquel momento el señor de la Chétardie, indispuesto con el señor De La Salle, no
se portaba con él como lo había hecho antes; nunca una persona se mostró más
ardiente que él para apoyar al Instituto durante algunos años. Se declaraba su patrono,
defensor y padre nutricio del mismo. Sin embargo, y Dios lo permitía así, el señor de
la
<1-424>
Chétardie había perdido casi toda la estima por un hombre al que consideraba muy
devoto, pero encerrado en su propio criterio; al que creía además un genio limitado y
exagerado, pero sin perder su atracción y su celo por las Escuelas Cristianas. Si sólo
se hubiese tratado del superior de los Hermanos, le hubiera abandonado a la
persecución, y hubiera dejado que él saliera airoso del asunto que le habían
promovido, pues en el fondo no le habría disgustado ver a otra persona en su lugar,
que se mostrase más humano, menos austero y menos riguroso, más acomodaticio,
más acorde con las prácticas del mundo; y también más susceptible para aceptar los
consejos que se le dieran para el buen gobierno de su casa y el bien de su obra. Pero
se trataba del interés de las Escuelas Cristianas, por las que estaba santamente
apasionado, y el alcance de sus luces le permitía ver, en lo que había sucedido, y en las
disposiciones de los Hermanos, que era preciso, o ver la ruina de su Sociedad, o dejar
a su superior en su puesto. Por eso, este gran amigo del bien, este sincero celador
de las Escuelas Cristianas, pensó que tenía el deber de interponer su crédito para
acomodar el asunto al honor de Su Eminencia y al beneficio del Instituto.
El plan era amplio, pero no era fácil encontrar los medios de hacer que saliese
adelante. Para conseguirlo era necesaria una persona tan poderosa y tan prudente
como el señor de la Chétardie. No se sabe cuál fue el camino que buscó para arreglar
el asunto. Era realmente muy delicado, pues para terminarlo con éxito era necesario
dejar a los Hermanos su antiguo superior, y con todo, obligarles a reparar el honor de
la autoridad por haber rechazado al nuevo. Dos extremos que parecían de difícil
acuerdo, y había que conciliarlos por el honor de la autoridad episcopal y para
beneficio de los Hermanos, y había que conseguir que se ratificasen en el arzobispado
y por la comunidad. El señor de la Chétardie se hizo cargo de ello y lo logró, sin que
sepamos por qué camino.
548 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Todo lo que sabemos es que se sirvió, para llevar adelante un asunto tan espinoso,
del abate señor Madot, que residía a la sazón en la comunidad de San Sulpicio, y
después fue nombrado, por sus muchos méritos, obispo de Châlons-sur-Saône. El
asunto se confiaba a una persona competente, pues el señor Madot era inteligente e
insinuante, hablaba muy bien y tenía la cualidad de ganarse los corazones. Cuatro
días después de la visita que los Hermanos habían hecho al párroco de San Sulpicio,
acudió solo, en carroza, precisamente el día de la Inmaculada Concepción de la
Santísima Virgen, a las siete de la mañana, a la Casa Grande, donde estaba el
noviciado, para escudriñar los corazones, por decirlo así, y para sondear los espíritus,
para compaginar su proyecto con las disposiciones que encontrase.
Era un camino muy prudente. El objetivo al que quería llevar a los Hermanos era a
la sumisión pura y simple a las órdenes del arzobispado. Pero si no lo conseguía,
había previsto otra forma de llegar al mismo fin, dando un rodeo. Esta salida consistía
en prometerles que obtendría que el señor De La Salle quedase en su puesto, si ellos
se avenían pura y simplemente a la voluntad de Su Eminencia. Si encontraba a la
gente demasiado suspicaz y desconfiada de que su total sumisión quedara frustrada
y no se cumpliese la promesa, su último recurso sería proponerles una sumisión
condicional. Ahora bien, este último punto era al que no quería llegar a menos que no
tuviera más remedio; pero resuelto como estaba a resolverlo, no dudaba de que los
Hermanos aceptarían las condiciones de paz y las promesas de perdón que les hacía.
El señor abate Madot
<1-425>
empleó para este cometido cuatro horas completas, y siempre con mansedumbre, con
súplicas, consideraciones, consejos y cariños. Usó todo tipo de procedimientos; no
quedó ninguna razón sin considerar; y ningún inconveniente del que no se hiciera un
vivo retrato. Mostró perfectamente con qué destreza sabía manejar el don de la
palabra que el cielo le había concedido. Si no habló a todos juntos, si no se sirvió de
ese talento que le distinguía, al parecer fue porque temía usar en vano su elocuencia
ante una comunidad reunida, y porque se prometía conseguir más si trataba con cada
persona en particular.
Entró en la casa sin convocar a los Hermanos al son de campana, y los abordaba
donde los encontraba, como por casualidad, y trataba de ganarlos en una
conversación familiar, lo que no esperaba conseguir con una intervención pública.
Iba de un sitio a otro, donde encontraba a tres o cuatro distintos. De esa forma recorrió
toda la casa y se encontró con todos, y les habló con el mismo lenguaje o con otro
nuevo, según le inspiraba la prudencia. En estas conversaciones familiares, en las que
la mente y el corazón se unen para hablar con menos formalismo y trabajo, él se
mostraba más elocuente que en la cátedra. Utilizó todas las figuras retóricas y todos
los instrumentos de su elocuencia de manera sencilla y natural. Unas veces defendía
al señor De La Salle y otras deploraba su suerte y la de los Hermanos. A unos les
dibujaba los terribles males que se seguirían si se rechazaba la sumisión perfecta; a
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 549

otros les daba sabios consejos para que se librasen de la tormenta; con éstos
compadecía las penas de su superior y concordaba con los inconvenientes de su
destitución; a algunos les reconvenía y les daba a entender que su deber pasaba por
encima de su apego al señor De La Salle; a todos les hablaba del respeto debido a la
autoridad episcopal.
Les describía el poder del prelado a quien habían ofendido, y trataba de inspirarles
temor; y completando su retrato con su carácter dulce y bondadoso, les hacía esperar
todo tipo de benevolencias si abandonaban su conducta. En fin, también les hablaba
de la ruina de su Instituto y la suerte deplorable de su fundador, si se obstinaban en
retenerle como superior en contra de las órdenes de Su Eminencia.
El abate Madot, después de los encuentros individuales, a las once de la mañana se
dio cuenta de que no había adelantado nada. Todavía no había celebrado la santa Misa
y no tenía tiempo que perder para poder celebrarla. Al fin, molesto pero no
desanimado, pareció que quería llegar a una conclusión proponiendo su propuesta a
deliberación. La calma y el silencio de los Hermanos le dieron a entender que tenía
que emplear otro lenguaje, o al menos modificar lo que había mantenido de forma
constante, con condiciones y promesas que asegurarían su estado, mantendrían sus
Reglas al abrigo de cualquier innovación, y dejarían a su superior en su cargo.
Esta propuesta era el último remedio, y la reservaba para el final, después de haber
intentado inútilmente que se aceptasen todas las demás. El abate Madot, que
prudentemente la había disimulado durante todo el tiempo, la dejó caer como por
sorpresa: «Bien, Hermanos míos, no se les quitará al señor De La Salle. Sólo es para
ponerles a cubierto por lo que se pide que admitan a otro, para hacer honor a la orden
que han recibido, y rendir respeto a la autoridad legítima que la envía. Por lo demás, el
nuevo superior sólo tendrá el nombre
<1-426>
pero sin ejercer el oficio. Vendrá a su casa sólo una vez al mes; ¿qué pueden temer de
una visita tan poco frecuente, de un hombre que cuando venga y se marche no habrá
dejado ningún vestigio de su paso? No se tocarán ni sus prácticas ni sus reglamentos.
El señor Bricot respetará todo lo que el señor De La Salle ha hecho, dejará las cosas
tal como las encuentre, y le dejará en su puesto».
Esta promesa, como escapada de la boca del prudente abate, que la había medido y
la guardaba como último recurso, siempre dispuesto a decirla o a suprimirla, según el
caso, tuvo el efecto que esperaba. Era, por decirlo así, su última arma, que no la quería
utilizar sino en caso de necesidad; pero para lograr que se aceptase, tenía que
ocultarla y esperar el momento oportuno de utilizarla. Como supo aprovechar ese
momento, la impresión que produjo llegó a los corazones y curó el mal. ¿Por qué no
se dijo eso, replicó un Hermano con una sencillez tan natural como ingeniosa y eficaz
había sido la del abate Madot, cuando trajeron a ese sacerdote? ¿Y por qué usted,
señor, ha tardado tanto en decirlo?
550 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

En efecto, Su Eminencia, como ya se dijo, no había aprobado el procedimiento


que había seguido su vicario mayor. Le pareció poco mesurado y autoritario, más
adecuado para provocar la rebelión de la gente que para someterla. Usted ha
procedido mal, le dijo. No era necesario emprender una guerra: la gente queda
amargada cuando se la quiere someter a un nuevo yugo, es preciso que la persuasión
tome el lugar del mandato. El corazón humano se inclina, por sí mismo, a
contradecir, cuando se le quiere obligar a algo. Desde siempre, se ha ganado con la
mansedumbre lo que no se ha ganado por la fuerza. La autoridad se hace odiosa
cuando se la lleva demasiado lejos, y queda comprometida cuando el uso que se hace
de ella es violento. Esto es lo que usted ha experimentado.
El abate Madot notó que ganaba terreno y que los corazones comenzaban a
ablandarse, y como hombre hábil, aprovechó la apertura que encontraba para lograr
que se aceptase su proyecto. Al principio se ganó a tres, y los tres ganaron a otros. Su
conquista aumentó hasta doce. Los demás no quisieron rendirse por temor a ser
engañados. Temían comprometerse con algo que en el futuro causara perjuicio al
Instituto, y sirviera de llave al señor Bricot para entrar en su casa y arrojar de ella al señor
De La Salle.
Pero el abate Madot, que se vio bastante fuerte con aquellos doce, que parecían
como representantes de los demás ante el vicario mayor que llevaban el consentimiento
de toda la comunidad, y para no dar tiempo a nuevas reflexiones, se apresuró a
sacarlos de casa y encaminarlos hacia la Sorbona, para ponerse a los pies del señor
Pirot, reparar su honor ofendido y dejar constancia de perfecta obediencia: «Vengan
ustedes conmigo —les dijo— para presentar excusas al vicario mayor. Como está
molesto por vuestra resistencia a sus órdenes, es justo que se exija satisfacción, y se
escandalizaría si ustedes tardan más en pedirle perdón. Pero no hagan la cosa a
medias, quiten el motivo de descontento que le han dado, y exprésenle su total
sumisión. De ese modo, ganándose de nuevo su benevolencia, apaciguarán también
al señor arzobispo, y se dispondrán a dejar al señor De La Salle en su lugar y a su casa
en paz».
Ya estaba el abate Madot en su carroza, con el señor De La Salle y un Hermano que
no podía ir a pie, dispuesto a llevar a sus cautivos como en triunfo a los pies del
vicario mayor, cuando uno de ellos, más receloso, les habló sobre lo que iban a
conceder,
<1-427>
sin que tuvieran ninguna promesa positiva; los hizo entrar en casa y volver a
reflexionar: ¿Qué van a hacer?, les dijo, ¿a qué se van a obligar? ¿A qué?
Tendríamos que saberlo. ¿Qué les han prometido? Habría que preguntarlo y poner
todas esas promesas juntas en un acta, con las palabras que ustedes van a dar y
firmar.
El señor Madot, que se encontró de nuevo en el punto que tan sutilmente había
evitado, y del cual había sabido con tanta destreza apartar a los Hermanos que al
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 551

principio le habían querido llevar a él, sin desconcertarse y con aire de franqueza que
sabe ganarse la confianza de las personas sencillas y de buena fe, les pidió que se
fiaran de su palabra y que confiasen en él. Sin duda que si hubiera comenzado con esa
propuesta, y no hubiera llegado a ella como en cascada o como alguien obligado a
bajar por peldaños hacia aquellos a quienes no puede hacer subir hasta él, habría
tenido mejor resultado con personas que no desconfían sino cuando se emplean
rodeos con ellos. Pero los Hermanos advirtieron que el abate Madot sólo había hecho
esas promesas después de haber intentado todas las anteriores durante cuatro horas,
para llevarles a la sumisión pura y simple, se pusieron en guardia y desconfiaron de la
propuesta que hacía.
Por eso, para no ser víctimas de su simplicidad, acordaron que era necesario, antes
de salir, elaborar un acta de condiciones que modificarían su sumisión. El hábil
negociador se encontró en un apuro; toda su inteligencia no fue capaz de librarse de él
si no accedía a la petición. Al ver que nadie se fiaba de unas simples palabras, que se
quería un escrito que diese fe de ello, se tuvo que rendir temiendo que su labor
fracasara.
Con esta especie de contrato de seguridad, los Hermanos acudieron raudos a la
casa del vicario mayor, y llegaron casi al mismo tiempo que la carroza del comisario.
Estaban dispuestos a dar todo tipo de satisfacción a un superior a quien siempre
habían respetado profundamente, y a reparar una injuria de la cual su conciencia no
les creaba ningún escrúpulo, y de la que se consideraban muy inocentes delante de
Dios, y no había ningún tipo de humillación, de excusa, de perdón y de reparación del
honor que no estuviesen dispuestos a expresar, con tal que no se tocasen sus
reglamentos y no se les cambiase el superior. En estos dos puntos eran inflexibles, y
los más virtuosos de entre ellos consideraban con más fuerza que se trataba de un
deber donde no debían ceder en nada. Eso hay que perdonárselo a personas que viven
en comunidad. Cuanto más apegados están a sus reglas, y cuanto más se tensa su
conciencia por las mínimas violaciones contra ellas, más virtud tienen y más firmeza
muestran para conservar el primer fervor de su estado. Y una vez más hay que decir
que es preciso perdonar a los hijos los violentos esfuerzos que hacen para conservar a
su padre. De hecho, si tomaban tantas precauciones y mostraban una inocente
obstinación, era porque los Hermanos temían ver la innovación entrar en su casa con
el nuevo superior.

5. El abate señor Madot consigue su propósito, y cómo lo hizo


El abate señor Madot quiso informar al vicario mayor de lo que había hecho, y de lo
que se debería hacer, y le tomó aparte, y le dio cuenta de su negociación. Este informe
agradó en gran manera a un hombre que estaba muy enfadado por haber querido
imponer con tanto vigor la dimisión del señor De La Salle, y por haber llevado la
turbación a una casa que estaba perfectamente en paz; pero quedó muy sorprendido al
oír decir que los Hermanos ponían condiciones para obedecer. Aquí apareció de
552 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

nuevo el modo conciliador del mediador: mandó a los Hermanos que se arrodillasen a
los
<1-428>
pies del señor Pirot para darle reparación, y cuando el vicario mayor preguntó si los
cuatro artículos eran condiciones, el mediador respondió que sólo las pedían como
gracias. La mayoría de los Hermanos guardó silencio sobre esta respuesta,
preocupándose muy poco por los términos con los que se atenderían sus deseos. Ellos
se detenían en la realidad de las cosas, no sobre las palabras, y poco importaba a
aquellos hombres celosos por su primera forma de vida emplear los términos más
sumisos con tal de mantener la posesión de sus reglas y de su primer superior. A su
boca y a la autoridad superior, los términos más respetuosos y más humildes eran los
más convenientes; pero aquellos términos ocultaban un fondo de dificultad, y podían
ocasionar nuevos trastornos, ya que una gracia puede ser negada, mientras que una
condición no se puede negar sin anular el contrato de la que es fundamento. Algunos
Hermanos más sagaces se dieron cuenta del cambio de términos y del peligro que
corría su petición, y dijeron espontáneamente y en voz bastante alta para hacerse oír,
que aquellos artículos eran condiciones vinculadas a su sumisión, y que el no
cumplimiento de las mismas suponía la nulidad del resto; pero, por prudencia, el
señor Pirot se hizo el sordo y simuló no haberlo oído.
El abate señor Madot, encantado de su feliz éxito, preguntó si se podía saludar a Su
Eminencia y si tendría a bien permitir que los Hermanos fueran a postrarse a sus pies
y rendir homenaje a su autoridad. Pero el vicario mayor respondió que el señor
arzobispo no estaba disponible en aquel momento, y todos se volvieron felicitándose
por su victoria. Los Hermanos triunfaban porque seguían en posesión de sus
reglamentos y de su fundador. El mediador triunfaba por haber logrado la paz y por
haber sabido unir el respeto debido a la jurisdicción del obispo con el derecho de los
Hermanos a no sufrir cambios en su forma de vida. Al domingo siguiente, el señor
Pirot llevó por segunda vez al señor Bricot a la casa del noviciado, y habló de nuevo a
los Hermanos que encontró, pues la mayoría de los maestros de escuela no
aparecieron. Luego toda la comunidad fue llamada a la capilla y el vicario mayor
entonó el Te Deum, que los asistentes continuaron salmodiando como de costumbre.
Todo esto se hizo tan solo para salvar las formalidades, y ante la autoridad
episcopal servía para salvaguardar el respeto que le era debido; esto bastó para disipar
la tormenta que amenazaba con tanta fuerza. El nuevo superior acudió a la casa
todavía una vez, al cabo de tres meses, y no apareció más. Esta visita fue una
formalidad que se creyó conveniente hacer. Pero no hizo ningún acto de jurisdicción
ni dio ocasión a que se le disputase el título, ya que no hizo ningún uso de él. Como
este cargo le dejaba libre todo el tiempo, Su Eminencia procuró darle otra ocupación.
Pero como este empleo dejó su cargo vacío, el perseguidor no lo descuidó para
intentar que lo ocupase otro eclesiástico que le estaba muy cercano, con la intención
de servirse de él para suscitar nuevas tempestades.
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 553

6. El señor De La Salle, con mucho pesar, es obligado a moderar


las austeridades de su casa
El señor De La Salle presentía que tenía que seguir temiendo al antiguo amigo
irritado, y que mantenía una paz simulada, por lo cual adoptó todas las precauciones
posibles para no darle ninguna ocasión, y para poner su gobierno al abrigo de su
censura. Suprimió todas las penitencias de las cuales habían abusado aquellos dos
discípulos. Y aunque previó el perjuicio que iba a sufrir la piedad con aquella
prohibición, prefirió que disminuyera la piedad a ver que se extinguía con los nuevos
ataques que se preparaban. Estaba convencido de la verdad de aquella máxima que
dice que lo
<1-429>
mejor es enemigo de lo bueno, es decir, que en materia de perfección, hay que
conseguir de los otros lo que se puede, y que hay que temer que se pierda todo el bien
cuando se corre, con un celo indiscreto, hacia lo más perfecto; y se avino a los
consejos de personas prudentes, que le aconsejaron suprimir las disciplinas públicas,
e incluso suspender las particulares durante algún tiempo; y además, que moderara
todos los demás tipos de mortificación que daban pie a la gente del mundo a
componer fábulas, y a sus enemigos, a hacerle reproches.
Este consejo se apoyaba en el temperamento de los sujetos que al salir de la casa,
casi siempre descontentos, justificaban su retirada o su deserción por las relaciones
maliciosas o con descripciones odiosas. Estos individuos, le decían, o son personas
que entraron en ella con una intención muy distinta de la de Dios, y por tanto no
pueden permanecer, o son infieles a su vocación, o son espíritus mal formados, llenos
de caprichos y atravesados, que atribuyen a las cosas el color de la pasión que los
domina; pues bien, la prudencia exige quitar a esos ojos maliciosos y a todas las bocas
indiscretas y envenenadas cualquier motivo de maledicencia.
Los superiores eclesiásticos confirmaron estos consejos, y pidieron al siervo de
Dios que suavizara un yugo que parecía demasiado pesado. Le decían que sus
discípulos, cuya vocación es la santificación de la juventud, y cuyo Instituto es tan
útil a los fieles, no debían buscar en una penitencia desmedida, el camino más corto
para pasar a la otra vida. «Si su peregrinación en este mundo es larga, será más
saludable. Al hacerlo, deben escoger bien el camino y llevar con ellos a los niños
confiados a sus cuidados. No deben presentarse ellos solos a las puertas del cielo, sino
con un grupo numeroso, si quieren ser bien recibidos en él. Esta numerosa escolta que
los debe acompañar a la gloria es la juventud, a la que tienen que instruir y santificar.
»Es pues necesario —le decían— que la penitencia les permita cumplir bien su
ministerio, en el tiempo, y que esté bien medida para su vocación, para que no abrevie
sus vidas y tampoco disminuya su recompensa. Considerándolos como víctimas
destinadas a un sacrificio, pero lejano, es preciso que mientras tanto se conserven en
buen estado para que puedan llegar con honor al altar. Además, ya que su trabajo es
parte de su penitencia, no deben hacer ésta de tal manera que les incapacite para
554 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

cumplir sus obligaciones. Combinad, pues, su salud con la penitencia de modo que
puedan unir larga vida con vida laboriosa, y que coronen ambas con vida fervorosa.
Moderad de tal modo las austeridades, que sirvan para mortificar el cuerpo, no para
destruirlo. La penitencia tiene que ser como la sal, que si es excesiva corroe la carne y
la consume, pero en la medida justa la conserva y la sazona».
Estas reflexiones que preceden son parte de las que le hicieron al señor De La Salle,
quien, sin entrar en el examen de las mismas, se sometió por humildad a esos consejos
de los prudentes, y por obediencia a las reconvenciones de sus superiores. Recogió
todas las disciplinas y reguló su uso, y también el de los otros tipos de mortificación
que se practicaban en la comunidad. A los que había puesto al frente de los demás
también les dio normas sobre el particular, y les prohibió que sobrepasaran los límites
que las personas prudentes habían indicado, y los superiores marcado. Los amantes
de la penitencia se afligieron mucho con estos nuevos reglamentos, pues no se les
podía imponer una mortificación más dura que retirarles los instrumentos de sus
suplicios, y necesitaron toda su virtud para someterse a una norma que amenazaba su
fervor.
Hubieran tenido dificultad para
<1-430>
prestar obediencia ciega en este punto a otro que no fuera el señor De La Salle, pues
temían que el espíritu sufriera las mitigaciones que se concedían a la carne. Pero era
su padre quien les daba esta orden: la confianza que tenían en él, y la idea que tenían
de su virtud, les mantenía sumisos y no les permitía pensar que se extraviaban si
seguían sus orientaciones. Además, se dieron cuenta de que aquel gran penitente
habría de tener razones superiores para dar normas tan contrarias a su inclinación y a
sus ejemplos. Comprendieron que no actuaba por su propia inclinación, sino por
impulso de alguien extraño, y que era el primero en practicar la obediencia que exigía.
Uno de los Hermanos le preguntó en cierta ocasión por qué había prohibido el
ejercicio de tantos tipos de penitencia tan adecuados para alimentar el fervor, y su
única respuesta fue: Dios nos ha dado a conocer que no era necesario continuarlas
ahora.
Sin duda Dios disponía así las cosas para lograr que pudiera subsistir a lo largo del
tiempo, y para que los Hermanos llevasen un ritmo de vida proporcionado a la
debilidad humana y a su estado, pues hay que reconocer que el rigor de la austeridad
era tan grande entre ellos que la salud de algunos habría sucumbido pronto; y la
penitencia, haciendo mártires en el nuevo Instituto, habría abreviado la vida de
quienes la abrazaban con tanto ardor. Su vida, que era más pobre que en la Trapa, no
era menos mortificada ni menos dura para la naturaleza. Por eso era motivo de admiración
ver florecer, no en un desierto, sino a las puertas de la mayor ciudad de Francia, la
penitencia de la Tebaida. No debe ser menor la extrañeza al comprobar que
numerosos Hermanos, de los que algunos viven todavía, no fueran víctimas de ella; y
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 555

que con una austeridad de vida que se puede comparar con la de la Trapa, los
fallecidos no fueran más frecuentes.
Era por tanto necesario moderar una austeridad de vida que el cuerpo no podía
soportar mucho tiempo sin sucumbir, y que al aumentar el pequeño número de
grandes penitentes, habría hecho disminuir el de santos maestros de escuela, tan
necesarios para la república cristiana. Hay que reconocer, con todo, que este
profundo espíritu de penitencia alimentaba un ardiente fuego de piedad y de devoción
en aquella pobre casa, y que al limitar uno, también se limitaba el otro. Y es muy
cierto lo que dice la incomparable santa Teresa, que donde hay menos naturaleza, hay
más gracia. Cuanto más se hace por Dios, más se recibe de Dios. A los grandes
penitentes, cuando la obediencia les autoriza, les siguen los mayores favores del
cielo. Los grandes ánimos se enardecen en esta carrera, y marchan hacia la perfección
ayudados por las austeridades, que como vientos favorables les impulsan y ayudan a
volar. La carne, espiritualizada por las maceraciones y por las austeridades, se hace
ligera, en cierto modo, y deja al alma libre para elevarse y unirse a Dios, sin hacerla
caer por su peso hacia la tierra.
Sin duda que para uno de los mayores penitentes de este siglo no fue leve la
aflicción de verse obligado a temperar el ardor de sus discípulos en la penitencia, y
apagar en parte el fuego que había encendido en ellos, más con sus ejemplos que con
sus palabras. Conoció por experiencia, y con profundo dolor, que es casi imposible
disminuir las prácticas de mortificación sin que se relaje el espíritu. Casi nunca
sucede que el fervor del espíritu se mantenga sostenido por la carne, pues la gracia,
que se mide por la violencia que
<1-431>
se hace el alma, disminuye cuando se relaja en algo. Con todo, el señor De La Salle,
que se abandonaba en todo a la dirección de la divina Providencia, y que no quería ser
prudente a sus propios ojos, en esta ocasión sacrificó sus atracciones, sus luces y su
experiencia, y buscó en la obediencia ciega la seguridad que no se encuentra en la más
austera penitencia, cuando no está ordenada ni regulada.
Este sacrificio no apaciguó la tempestad, lo que era natural que hubiese sucedido,
ya que las prácticas de penitencia de las que se había servido su enemigo para
suscitarla se habían cortado. Y aunque él vio que su intriga había fracasado, no se
desanimó. No atacó al siervo de Dios a cara descubierta, sino que ahora lo iba a hacer
por caminos torcidos. Esto es lo que veremos en el capítulo siguiente.
556 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

CAPÍTULO XXI

El enemigo del señor De La Salle intenta sembrar,


por medio de su aliado,
murmuraciones y descontentos en la comunidad

La persecución parecía que había terminado, pero continuaba. El autor de la


misma, al ver el poco efecto que tuvo su primer ataque, intentó otro nuevo que le
resultó bastante bien y que encendió en el señor De La Salle nuevas alarmas, porque
exponía a su Instituto a nuevos peligros. Ya hemos dicho que el certero enemigo del
siervo de Dios había encontrado la forma de reemplazar al señor Bricot por otro
eclesiástico de su devoción, que sin desempeñar el oficio de superior, iba a sembrar la
cizaña en la comunidad.

1. Reflexiones maliciosas que siembra en la comunidad


de los Hermanos el eclesiástico que iba a visitarlos,
para indisponerlos contra el señor De La Salle
Este sacerdote, lleno del espíritu de quien le enviaba, acudía de vez en cuando a la
casa del noviciado para ver lo que se hacía en ella, sondear los espíritus y las
disposiciones de los Hermanos, y preparar el camino para un cambio de gobierno. El
designio del enemigo era alejar, con astucia, a quien no había podido destituir por
medio de la autoridad, y emplear para arrojarle a los mismos que se habían mostrado
tan celosos para mantenerlo en su puesto. Para llevar la intriga a tal extremo, era
preciso encontrar el medio de influenciar a los Hermanos, insinuarles el disgusto por
su estado, romper la unión que tenían con su superior, y reemplazar el apego de sus
almas por la indiferencia, la confianza, por el disimulo y la apertura del corazón por el
silencio.
Quien prestaba su ministerio para semejante plan no desesperaba de encontrar
caminos para conseguir que los Hermanos le escuchasen, y sacar de la pobreza de la
casa, de la sencillez de su alimentación, de la vileza de sus hábitos y de la pretendida
dureza del gobierno, argumentos adecuados para desanimarlos. Los que le hacían
caso, le oían quejarse de la mala suerte que ellos tenían, y formulaba reproches acerca
de su miseria. «¡Vaya!, ¿ustedes van a ser siempre así, —decía el caritativo visitante
con palabras encubiertas—, pobres, desarrapados, mal cuidados, casi desnudos, o con
hábitos hechos girones? ¿Es que el señor De La Salle no tiene medios con que atender
a sus necesidades más apremiantes? Entonces, ¿para qué se encarga de tantos
Hermanos y llena la casa con gentes que no puede alimentar? Pero, después de todo,
¿no tiene en las pensiones de las escuelas, que se le abonan fielmente, un fondo
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 557

<1-432>
suficiente para los maestros que las atienden? ¿No es justo que a quienes viven de su
trabajo no se les prive del premio de sus servicios?». Estos y otros razonamientos
parecidos eran seguidos de cálculos sobre el dinero que proporcionaban las pensiones
destinadas a los maestros de escuela, y después de hacer la cuenta exacta, el Jeremías
deploraba la desgraciada condición de los Hermanos, y añadía con tono lastimero:
«¿A dónde va ese dinero? ¿Por qué no se emplea en las necesidades de quienes lo
ganan? ¿Por qué se permite que carezcan de todo quienes no deberían carecer de
nada? ¿En qué piensa, pues, su superior? ¿Dónde está su caridad, su humanidad,
incluso, que llega a negar lo necesario a los obreros que emplea? ¡Vaya casa, que
alimenta a sus hijos peor que el asilo a los suyos! ¿Querrían cambiar sus condiciones
de vida con las vuestras los que viven en la Salpêtrière? ¿Trata peor Bissetre [nombe
del Asilo de la ciudad] a los que viven allí? Los que están encerrados allí, bien a su
pesar, no querrían salir si les abrieran la puerta para venir a la casa de ustedes. ¿A
quién les compararé, sino a prisioneros que después de haber perdido su libertad se
ven aplastados por un yugo duro y pesado, y después de haber sudado todo el día en
trabajos penosos empapan el pésimo pan que se les da con el agua de sus lágrimas, y
sólo encuentran un poco de paja para el descanso de la noche? ¿En esta descripción
no reconocen ustedes su retrato? ¿Se les verá siempre con un hábito tan ridículo como
raro, convertidos en la risa de la gente, o en su objeto de desprecio? Si se empeña en
ocultarlos bajo sombreros tan enormes, y en envolverles en una casaca que es un
sayal negro, al menos será necesario que se lo facilite cuando lo necesiten». Insistía
sobre todo en que sólo bebían agua, y sus quejas iban seguidas de la promesa de que
no les faltaría el vino si aceptaban un superior que les diese ejemplo bebiéndolo. Uno
de los Hermanos, ya cansado de tanta queja y escandalizado de la promesa, le replicó
un día: «Señor, el agua es buena, y está fresca. Por tanto, si usted ve en nuestras caras
señales de salud, que ni los ayunos ni la penitencia han podido borrar, nosotros se lo
debemos al licor que nos proporciona el río».
Después de semejante discurso, este eclesiástico no hablaba ya contra el siervo
de Dios en términos tan hirientes. Supo adaptar sus palabras al tiempo y a las
circunstancias presentes, y se supo acomodar a la disposición de aquellos a quienes
hablaba. En una palabra, que se sirvió de todo tipo de medios para merecer crédito,
y llegó incluso a buscar en los retratos horrorosos de la vida mortificada de los
Hermanos con qué disgustarlos de un hombre que sólo predicaba la penitencia y cuya
vida era modelo de ella. Unas veces pintaba una especie de agradable paraíso y se
esforzaba por inspirarles el deseo de un gobierno nuevo bajo la autoridad de un jefe
menos austero; otras, trataba de ganárselos sugiriéndoles la relajación. A éstos los
persuadía exagerando en la imaginación las dificultades de su estado; a otros les
halagaba con hermosas esperanzas; a los de más allá los intimidaba con el temor de
un futuro que sólo tendría espinas para ellos, y, en fin, a todos les prometía una vida
más dulce y más feliz. Unas veces recordaba el pasado, y quería convencerles de que
habían cometido una falta al rechazar al nuevo superior, que Dios mismo les había
558 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

enviado por medio de su arzobispo; otras, les reprochaba que se hubieran dado un
superior, que al ser de su elección, no lo era de la elección del Espíritu Santo, y que no
tendría ya gracia para dirigirlos; o también se esforzaba para que lamentasen su
pretendida ceguera por haberse dado un jefe por su propia autoridad, y les hacía
primero desear y luego pedir otro distinto. «¡Qué beneficios —decía— habrían
encontrado ustedes en una sumisión perfecta
<1-433>
al nuevo superior que el cielo les destinaba! Ustedes habrían estado mucho mejor, y él
habría sabido proveer a todas sus necesidades. Ahora que ustedes se han quedado en
un camino tan estrecho, ¿dónde van a encontrar recursos para aliviar su pobreza?
Todos los amigos de su fundador le abandonan; incluso el señor de la Chétardie, su
insigne bienhechor, está molesto con él. ¡Oh, si ustedes lograran sacudirse el yugo
que los agobia, qué dulzura encontrarían con un nuevo gobierno! Pero ustedes están
acostumbrados a ofrecer el cuello y a llevar el peso sin quejarse. Con todo, nosotros
gemimos por ustedes, y les defendemos; puesto que no saben defenderse, nosotros les
echamos una mano caritativa para liberarles, si quieren consentir en la ruptura de
sus cadenas. ¿No es extraño que algunos de ustedes no quieran aprovechar este
ofrecimiento que se les hace, y que prefieran seguir, con sus hierros, al señor De La
Salle, a salir de su cautividad? ¿Es eso lo que quieren? Pero ¿es posible amar a un
superior tan austero y guardar afecto a un hombre que no favorece en nada a la
naturaleza? ¿Es tal vez porque le temen, que le permanecen fieles? Pero ¿qué será el
señor De La Salle para ellos, si siguen apegados a él? Seguirá haciéndolos
desgraciados. ¿Qué tienen que temer de él si se sustraen a su dirección? ¿Qué mal les
puede ocasionar? No podrá hacerles ni bien ni mal, porque su prestigio es demasiado
limitado. Por tanto, los que no se atreven a emanciparse se condenan ellos mismos a
arrastrar por el resto de sus días una vida penosa y lánguida».
Si todas estas reflexiones no se hacían siempre de una forma tan burda, ni en
términos tan simplistas, al menos se quería transmitir el sentido, y su objetivo era
hacer odioso el gobierno del señor De La Salle. Seríamos demasiado largos si se
quisieran poner por menudo las peligrosas conversaciones del visitante. No exponía
estas ideas desde los tejados, sino que las susurraba al oído, y de ese modo proponía
tan brillantes temas de meditación. Daba y exponía estas reflexiones, no como si
tuviera un propósito formado, sino como por casualidad. Se tomaba sus tiempos,
estudiaba las ocasiones y sondeaba las disposiciones. Aquí soltaba una palabra, allá
otra; a uno se lo decía como broma, a otro de forma maliciosa, y todo parecía salir de
su boca como al acaso, aunque todo era premeditado. Para decirlo en una palabra: este
sacerdote, que tan bien servía al perseguidor, iba a la casa con la misma disposición
con que Absalón iba al palacio de David, para indisponer contra el gobierno, para
llamar a la traición a los hijos de Israel y para armarlos contra su superior. Pero todas
estas intrigas no tuvieron el mismo éxito que las del pérfido hijo del rey más santo que
hubo en Israel. O bien el orador hablaba sin ser escuchado, o bien le escuchaban sin
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 559

creerle, o bien, si algunos le creyeron, no produjo desprestigio personal para el señor


De La Salle.
Si estas ideas maliciosas tuvieron algún efecto, el superior recibió las heridas sólo
de rechazo. Antes de que apareciese el peligroso emisario, los Hermanos se
escondían. Trataban de evitar el encontrarse con él. Si él se ponía a espiar sus
movimientos para cogerlos de paso, resultaba en vano, porque le dejaban lo antes
posible. Por lo que se refiere al señor De La Salle, él mismo le acompañaba e iba por
delante para rendirle honores, y no le hablaba sino con profundo respeto. Con todo,
hay que reconocer que esta triste moral, aplicada con arte y en secreto, en un
momento en que la severidad de la penitencia estuvo floja, no sirvió para aumentar el
fervor en la casa; pero a los tibios les hizo el efecto de una trampa en la que cayeron y
encontraron su pérdida. Esto fue otro motivo de aflicción para un hombre que amaba
a sus discípulos como un padre a sus
<1-434>
hijos, y lloraba su pérdida como una madre tierna llora la del hijo único.
Todo lo que quería el siervo de Dios era santificar a aquellos que Dios le había
dado; y su comunidad, aunque fuese obra suya, no tenía atractivo para él sino en la
medida en que Dios era bien servido y el espíritu de Jesucristo reinaba en ella. Ver
que el fervor disminuía, era el mayor martirio que su alma podía soportar, y de buena
gana hubiera consentido en la destrucción del Instituto, y él mismo hubiera sido el
primero en abandonarlo, si los miembros que lo componían hubiesen degenerado de
su primera virtud. ¿Cuál era, pues, el tormento de su corazón cuando algunos se
arrepentían y volvían sobre sus pasos en un camino en el que siempre hay que
avanzar? Ésta fue la cruz interior que sucedió a la externa de la que hemos hablado.
La pérdida de varios de los principales discípulos del santo sacerdote fue el fruto
mortal que produjeron las frecuentes visitas del eclesiástico comisionado para espiar
todo lo que se hacía en la Casa Grande, y vigilante para captar todas las ocasiones de
removerle o de arrojar prejuicios contra el superior.

2. Malos efectos de estas maliciosas reflexiones en dos Hermanos


El primero que aceptó estas maliciosas sugerencias, y que se perdió, fue aquel a
quien el señor De La Salle consideraba su brazo derecho. Disgustado, desanimó
también a otro, y una vez corrompido, se fueron juntos a un lugar donde se esperaban
Hermanos. Se trataba de una escuela nueva, que había sido concertada con el siervo
de Dios. El pérfido discípulo se valió del conocimiento que tenía de ello para
marcharse de la casa y aprovechar la ocasión de asegurarse el pan para el resto de su
vida. Con la misión recibida de sí mismo, se marchó con su compañero, sin que lo
supiera el superior, a hacerse cargo, o más bien a robar, la escuela, con el hábito de
Hermano y con una apariencia de obediencia que engañó al párroco. No adelantaron
nada, pues después de haberlos acogido, a él y a su compañero, con todo tipo de
560 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

muestras de estima y de bondad, como a hijos del señor De La Salle, fueron arrojados
con deshonor en cuanto los superiores eclesiásticos descubrieron su hipocresía y su
deserción.
El señor párroco recibió orden de los señores vicarios de arrojar fuera de la
parroquia a aquellos dos desertores indecentes, que se habían ingerido en su empleo
sin misión de su parte ni tampoco de su santo fundador. Los desgraciados fugitivos
volvieron a la casa que habían deshonrado y escandalizado con su salida clandestina;
pero la comunidad les cerró la puerta y suplicó a su padre común que no se ablandase
con aquellos dos hijos de Belial, cuyo pecado era necesario castigar para que sirviese
de escarmiento.

3. El maestro de novicios indiscreto, que tantas cruces atrajo sobre


el señor De La Salle, se desanima, va a la Trapa, y allí no le admiten
El segundo que atravesó el corazón de su padre fue el maestro de novicios, aquel
indiscreto inmisericorde director que había hecho gemir a los novicios bajo el duro
yugo de su dirección, que con ocurrencias de un espíritu de penitencia condicionado
por su temperamento, había atraído, no sobre su cabeza, sino sobre la del siervo de
Dios, la horrible persecución de que anteriormente hablamos, y cuyo efecto son todas
las demás que siguieron. Este penitente antojadizo que había desanimado, o de su
vocación o de la perfección, a varios de los que estaban encomendados a sus
cuidados, por el abuso que hacía de su cargo, también él mismo se desanimó. Si se
hubiera desanimado algunos años antes, habría ahorrado al santo fundador pesadas
cruces, y a su Instituto los estragos espirituales cuyo relato comenzamos.
Aburrido de su cargo, pidió que le descargasen de él, y que le enviasen a una
escuela a la que le llevaba su fantasía. El señor De La Salle se lo negó, por razones que
nos son desconocidas, y entonces él se dejó llevar
<1-435>
de una seducción que le apartaba de una casa de penitencia, y le hizo correr a otra
cuya puerta no encontró abierta. Era la Trapa, a la cual se quería retirar. Dejó bien
claro, con el procedimiento que escogió para realizarlo, que aquel plan no estaba
inspirado por el Padre celestial. En efecto, este hombre, dominado por un
movimiento más de pasión que del Espíritu Santo, en lugar de comunicar su proyecto
a su superior, se lo ocultó cuidadosamente, y sólo se lo comunicó a un Hermano de
bastante edad, a quien escogió como compañero de su evasión. ¿Cuándo y cómo lo
hizo? Lo normal era que saliera por la puerta, y si estaba cerrada podía pedir que la
abriesen. Si deseaba mantener en secreto su retirada, podía aprovechar el momento en
que se abría por la mañana o en que se cerraba por la noche. Quien no entra y no sale
por la puerta, dice Jesucristo, es un ladrón, o imita las mañas del mismo. Quien obra
mal, huye de la luz, dice también Nuestro Señor, y busca hacer su acción en las
tinieblas. Este pobre Hermano, al escoger la noche para evadirse, y hacerlo saltando
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 561

las tapias de la casa, con un poco de reflexión podría saber que estaba realizando
una acción de tinieblas, y que estaba engañado por un espíritu seductor. Los dos
desertores llegaron a la Trapa llevando el hábito de la comunidad, y encontraron la
puerta cerrada, pues el abad que había sucedido al señor de Rancé, y que conocía
personalmente al siervo de Dios, no quiso recibirlos sin estar informado de por qué y
de qué manera habían dejado su comunidad. Tuvo incluso la amabilidad de escribir al
señor De La Salle para conocer si estos dos Hermanos habían recibido órdenes suyas
para retirarse a la Trapa.
El santo sacerdote recibió esta carta justo en el momento en que la evasión de los
dos sujetos le ponía en un extraño aprieto, porque no tenía otros a mano para
sustituirlos. La esperanza de recobrar a estos dos mitigó su dolor. Después de haber
agradecido al abad de la Trapa la noticia que le daba y que había calmado su inquietud
al saber que los dos Hermanos habían llegado a la Trapa, le suplicó que los enviase de
nuevo, y que no recibiera a ningún otro en el futuro sin su consentimiento; y así lo
hizo.
Este maestro de novicios cuya conducta indiscreta y exagerada ocasionó tantos
trastornos, murió tres años después en la casa de los Hermanos, en Chartres, de una
enfermedad dolorosa y tan violenta que sólo podía abrir la boca para dar gritos
horribles, que los prolongó hasta expirar. El otro salió de la Sociedad poco tiempo
después. Son ejemplos terribles de la venganza de Dios sobre aquellos que se guían
por su propio criterio, o que son infieles a la vocación. Sirven para dar a conocer la
verdadera y la falsa virtud y para mostrar que una devoción temperamental nunca fue
la verdadera; y que la única pura es aquella que se funda en la abnegación perfecta del
propio espíritu, del temperamento y de la inclinación natural.

4. Deserción de los dos Hermanos que atienden la escuela dominical


Los que sucedieron a este Hermano para ser tormento de su fundador fueron los
dos Hermanos que atendían la escuela dominical, de la que se habló anteriormente. Se
ha dicho ya que el señor De La Salle no había escatimado ni cuidados ni gastos para
que aprendieran dibujo, geometría y matemáticas. Poseían aptitud natural para las
ciencias, por el estudio y por las cualidades recibidas de la naturaleza, y tenían
posibilidad de ser excelentes maestros y de enseñar con mucho éxito. Pero se vieron
halagados por algunos de sus alumnos, que les dijeron que podían ganar abundante
dinero si destinaban para provecho propio el trabajo que dedicaban a la caridad
gratuita. Y abrieron los oídos de su corazón a tan halagüeña propuesta, que les sugería
la antigua serpiente.
La tentación, escuchada, causó terribles destrozos en su interior y dio origen a un
incendio que consumió el resto de virtud, que la vanidad
<1-436>
562 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

secreta y la vana complacencia ya habían viciado y estropeado. Se sintieron


disgustados de un estado que habían abrazado por vocación y que les había satisfecho
mientras no tenían más conocimientos que los demás Hermanos; pero seducidos por
la esperanza de mejor fortuna, comunicaron ellos mismos al señor De La Salle la
decisión que habían tomado, y le pidieron que les abriese las puertas de una casa que
como salario de las escuelas avanzadas sólo prometía recompensas invisibles y
alejadas.
Una fuerte cadena les retenía en aquella casa, y ellos mismos la habían fabricado
al hacer voto perpetuo de obediencia y de estabilidad. Pero este lazo, por muy
indisoluble que fuera para un alma que no ha perdido todo el temor de Dios, no es
nada fuerte para la que se ha hecho tibia y ha decaído de su primer fervor.
En vano intentó el siervo de Dios, extrañado, afligido y escandalizado de la
decisión de los dos Hermanos, después de la amabilidad y de las reflexiones,
detenerles por las obligaciones de una conciencia que se había hecho ya sorda y ciega;
en vano se esforzó por mostrarles, después de haberles hablado de los gastos
realizados para la adquisición de una ciencia que se convertía en peligro para su alma,
el pecado que iban a cometer, y el castigo que debían esperar de la justicia divina.
Hablaba a hijos pródigos que ya habían tomado la decisión y que no podían
permanecer más tiempo en la casa de su padre.
Incluso escucharon con un corazón duro al siervo de Dios esbozarles el triste
estado en el que iban a ponerle con su deserción. «Saben ustedes —les dijo— cuánto
interés tiene el señor de la Chétardie en la escuela dominical, y en las ciencias que la
sostienen? Ellas desaparecen si ustedes se retiran. ¿Cómo podré comunicarle la triste
noticia al señor párroco de San Sulpicio, tan santamente apasionado por este tipo de
escuela, que fue idea suya, y en la cual ha visto tantos frutos? ¿Qué van a conseguir
ustedes si dejan caer la escuela, si no es enterrar también las otras en sus ruinas, y
terminar de quitarme mi apoyo, y al mayor protector y bienhechor del Instituto?
Todos estos males, que van a seguir a su salida, y que les interesan, porque afectan a
un cuerpo del que ustedes son miembros, ¿no son capaces de hacerles cambiar su
decisión? Si ustedes son inflexibles y se hacen insensibles a los intereses de su alma y
a las de los prójimos, al menos retrasen la ejecución de su plan tan precipitado,
y denme el tiempo necesario para preparar a otros dos Hermanos en las ciencias cuyo
estudio les facilité a ustedes, para su desgracia, y que tanto lamento. ¡Vaya!, ¿pueden
decidirse ustedes a encender de nuevo en esta casa el fuego de la persecución que
ustedes han sufrido por mí, y que aún no está apagado? ¿Pueden dudar ustedes de
que excitando con su deserción la indignación del señor párroco de San Sulpicio
contra mí, no acabarán indisponiendo a esta persona, de la que tanto necesita el
Instituto, y que no trabajarán para apagar el vivo celo que tenía por su crecimiento?».
El superior habló inútilmente a personas que se habían hecho sordas a la voz del
Espíritu Santo. Su salida estaba decidida; la avaricia y la ambición habían concurrido
por igual a tomar aquella decisión. Se ejecutó con gran tristeza del siervo de Dios, y a
pesar de la constante oposición que hizo. El más apasionado, arrastrado por la
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 563

impaciencia de salir, se evadió. El señor De La Salle cubrió su puesto como pudo. El


otro, después de haber puesto mucha dificultad para retrasar unos meses su salida,
imitó el funesto ejemplo del primero. Este escándalo acabó de desolar al hombre de
Dios y arrojarle en un terrible apuro. Pero Dios no tardó en vengarlo, obligando al
primero de estos cobardes desertores
<1-437>
al castigo de su pecado. Apesadumbrado al ver que sus planes se desvanecían, y por
encontrar la miseria donde había ido a buscar riqueza, murió sin sacramentos, en la
parroquia de San Roque, de París, en 1709, con una muerte causada por la extrema
pobreza que le vino a acoger en vez de la abundancia cuya esperanza engañosa había
ocasionado su pecado.

5. Cierre provisional de la escuela dominical porque los Hermanos


se niegan a aprender las ciencias que se enseñaban en ella
El señor De La Salle, que no se desanimaba nunca, y a quien las continuas cruces y
contratiempos habían formado en la paciencia, lo antes que pudo destinó a uno de sus
discípulos, a quien él consideraba más dispuesto, a aprender las ciencias que gustaban
al párroco de San Sulpicio, porque daban brillo al éxito de la escuela dominical. Pero
quedó muy extrañado por la oposición que encontró en la repugnancia de dicho
Hermano para aquel trabajo. Esta repugnancia tenía como principio su virtud. No era
ni disgusto de su vocación, ni ilusiones, ni su propia voluntad; ni tampoco era la
pereza lo que le indisponía contra el estudio de aquellas materias brillantes, sino el
amor a su estado y el deseo de perseverar en él.
El ejemplo de los dos desertores le estremecía, y temía encontrar su propia pérdida
en un trabajo que había ocasionado la de los otros. Lleno de santa desconfianza de sí
mismo, para guardarse del funesto ejemplo, quería permanecer en la sencillez de su
profesión, y cerrar todas las entradas de su corazón a la vanidad, a la ambición y a la
avaricia. Con este sentimiento se excusó de prepararse a un trabajo cuyo peligro
temía, y que consideraba con miedo como una ocasión de caída, como les había
ocurrido a los dos anteriores. Incluso se tomó la libertad de exponer a su superior que
la pérdida de los dos Hermanos a los que la ciencia había hinchado el corazón, era una
advertencia de Dios para todos los demás, con el fin de que se limitasen a las sencillas
funciones de maestros de escuela gratuita, que son la lectura, la escritura, la
aritmética, el catecismo y las instrucciones cristianas.
Además, este Hermano, temeroso de la desgracia de los dos desertores, comunicó
su miedo a todos los demás, y dándoles sus puntos de vista, los indispuso contra el
estudio de las ciencias superiores, como si fuera un escollo casi inevitable, donde
naufragaría la virtud más sólida. Todos, prevenidos con esta idea, suplicaron al señor
De La Salle que les permitiese seguir en su primera sencillez, y que no les obligase a
adquirir, con peligro para su salvación, ciencias extrañas a su profesión.
564 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

El señor De La Salle, muy apurado por este acuerdo unánime de sus discípulos
contra un plan que era tan útil, se contentó con responder que, sin entrar a examinar
las razones que podían apoyar su repugnancia, por una razón superior debían hacer el
sacrificio; que la obediencia, la desconfianza en sí mismos y la pureza de intención
les servirían de defensa contra aquel escollo, donde la débil virtud de los dos primeros
maestros de geometría y de dibujo se había hundido; que era necesario sostener la
escuela dominical cuyo fruto era sensible y abundante, y que estaba seguro de que se
hundiría si se dejaban de enseñar aquellas ciencias. En fin, les dijo que no era él el
dueño del proyecto, y que sabían muy bien que era el señor párroco de San Sulpicio,
de quien dependían, y cuya ayuda les era necesaria; que el señor párroco tenía sumo
interés en aquella obra, y que había que temer que su resistencia pudiera ser castigada
con su indiferencia y su abandono; que, por tanto, entre esos dos peligros, había que
evitar el mayor, que era enfrentarse con su bienhechor y protector.

6. Razones que dan los Hermanos en apoyo de su negativa


Estas razones eran sólidas, y deberían obligar a los Hermanos a vencer su
repugnancia, aunque muy bien fundada, contra el estudio de las ciencias, ya funestas
para los dos compañeros, y peligrosas para los demás. Si se hubiesen dejado
<1-438>
persuadir, hubiesen ahorrado a su superior nuevas aflicciones, pues siempre era él
quien tenía la culpa, y en quien recaía el castigo de las faltas de sus discípulos. Estos
hombres, movidos por principios de salvación y de piedad, no quisieron desdecirse de
su resolución, y para demostrar que no se trataba de un impulso de desobediencia,
sino el temor saludable de fracasar donde los otros ya habían perecido, compusieron
un escrito, y el autor del mismo lo presentó al señor De La Salle; en él combatía con
tanto vigor el estudio de las ciencias en cuestión, que no dudaban de verlo refrendado
con el voto del señor De La Salle, si tenía la bondad de leerlo. El siervo de Dios lo
leyó, pero no respondió ni una sola palabra, ya porque consideró que no había réplica
posible, ya porque se dio cuenta de que era inútil hacerlo. Si se juzga de lo que
pensaba por lo que hizo, quedó convencido por la fuerza de las razones de sus
discípulos, y estuvo de acuerdo con ellos. Luego fue a entrevistarse con el señor de la
Chétardie para pedirle su aprobación y suplicarle que consintiera en la supresión de
aquel tipo de estudios. Por desgracia, el señor párroco de San Sulpicio estaba ya muy
indispuesto contra el siervo de Dios. Lleno de prejuicios —trampa de la que los más
ilustres hombres no saben defenderse en esta vida—, aunque todavía mantenía su
celo por las escuelas gratuitas, se mostraba frío con el fundador. El señor De La Salle,
que no podía ignorarlo, y que tenía profundo respeto por el mérito insigne del señor
de la Chétardie, y profunda gratitud por cuanto había hecho, estaba muy afligido por
haber perdido a tan buen amigo y tan poderoso protector. Le consolaba, sin embargo,
que el párroco de San Sulpicio no descargaba la indiferencia hacia su persona sobre lo
que era la obra. Por eso, por deber y por interés, intentaba conseguir del virtuoso
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 565

párroco de San Sulpicio, con todas las precauciones posibles, un resto de celo para el
Instituto y de bondad hacia sus discípulos. Ése era el principal motivo que le llevaba a
hacer estudiar a sus discípulos las ciencias necesarias para continuar con la escuela
dominical; pero todas sus precauciones y cuidados quedaron sin efecto: el señor
párroco de San Sulpicio atribuyó al superior la negativa que daban los Hermanos, y le
recibió muy mal, pensando que era él mismo el autor de la petición que venía a
presentar.

7. El cierre provisional de la escuela dominical desata sobre el señor


De La Salle la persecución por parte del párroco de San Sulpicio
Como un prejuicio lleva a otro, el señor de la Chétardie, que no ignoraba la
deserción de los dos Hermanos, consideró culpable al señor De La Salle y le hizo
hirientes reproches. El santo sacerdote los escuchó con paciencia, dulzura y
tranquilidad, que además de demostrar su inocencia, denotaban el gozo de su alma en
medio de las ofensas. Los días de humillación eran para él días de fiesta, y se volvió a
casa, después de haber recibido aquel saludo y cumplimiento de boca de uno de los
más insignes hombres de París de entonces, con el corazón lleno de alegría. Algunos
días después, el santo fundador, apenado por ver al señor párroco de San Sulpicio tan
indispuesto contra él, creyendo que era necesario hacer todo lo posible para que
superase sus prejuicios, le llevó el escrito que el Hermano le había entregado, con el
fin de disculparse y probarle que no era él, sino sus discípulos los que manifestaban
repugnancia invencible contra las ciencias, de las que temían abusar.
Los designios de Dios sobre sus siervos son incomprensibles, y permite a veces
que lo que les justifica sirva para condenarlos. El señor párroco de San Sulpicio creyó
que era una artimaña aquella conducta tan sencilla, y pensó que el autor de la
memoria era quien se la presentaba. La lectura
<1-439>
que hizo de la misma aumentó su sospecha de que el señor De La Salle había
trabajado en ella; por lo cual le echó en cara con cierta emoción que en el escrito
reconocía su modo de pensar, y que si el escrito no era suyo, al menos él lo había
mandado hacer.
En vano el humilde sacerdote quiso convencer al párroco de que él no había tenido
parte en aquel escrito, y que lo habían elaborado sin saberlo él. No fue creído. El señor
de la Chétardie olvidó incluso en ese momento quién era su interlocutor, y le trató de
mentiroso. Dios lo permitió así para probar la virtud de su siervo, y se valió del rasgo
de vivacidad escapado de la boca de un hombre muy moderado, para ejercitar la
paciencia del inocente acusado. Esta injuria no hiere a las almas rectas y cándidas más
que las otras, y no pasó al corazón de un hombre naturalizado con el desprecio y las
afrentas, sino que pareció despertar otro rasgo de vivacidad con que sazonó la
respuesta: «Pues bien, señor—replicó con mucho respeto—, con esta mentira me voy
566 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

a celebrar la santa Misa. Y efectivamente, fue a la parroquia a celebrar el santo


sacrificio.
Por lo demás, al santo sacerdote no le salió todo esto tan barato. Su destino era
cargar con el castigo de las faltas de las que no era culpable, y expiar tanto las reales
que cometían sus discípulos, como las imaginarias que le imputaban. El señor
párroco castigó el cese de la escuela dominical suspendiendo la pensión que pagaba.
Esta penitencia causó mucho sufrimiento a la comunidad más pobre de París, y al
humilde superior le causó más pena que la injuria que le había hecho. Pero una y otra
le fueron menos sensibles que el cierre de la escuela dominical. La supresión de esta
buena obra llegó cuando se dejaron de enseñar las ciencias que atraían a los
numerosos jóvenes, lo cual justificó la firmeza que el señor de la Chétardie había
opuesto a la decisión de los Hermanos, y el señor De La Salle se vio doblemente
afligido, por la ruina de un bien tan grande y por el justo descontento del señor
párroco de San Sulpicio.
Sin embargo, la escuela dominical no cayó de repente, sino que pasó por diferentes
grados. El primero fue la deserción de los dos hábiles maestros de los que hemos
hablado; el segundo fue la negativa de los Hermanos para aprender aquellas ciencias
peligrosas para ellos. Con todo, uno de ellos, al ver el terrible apuro en que esta
negativa había sumido a su superior, y la extrema pobreza de la casa que sufría las
consecuencias, se ofreció a él para aprender dibujo. Lo aprendió en poco tiempo, y la
escuela dominical remontó el vuelo. Más de doscientos jóvenes la llenaron, como de
ordinario. Lo maravilloso es que no se aburrían en casa de los Hermanos, donde
pasaban la tarde casi entera, distribuida entre ejercicios de piedad y ejercicios de
lectura, escritura, aritmética y otras ciencias.
El mayor provecho que sacaba aquella pobre juventud, de ordinario muy libertina,
era que olvidaba el camino de los bares y de otros lugares peligrosos, y aprendía a
santificar los domingos y las fiestas con la oración, y a ganar las riquezas del cielo y
las de la tierra. Algunos cambiaban de conducta y vivían como verdaderos cristianos,
frecuentaban los sacramentos y las iglesias, después de haber reparado los desórdenes
de su vida pasada con una buena confesión general.
Una vez abierta la escuela dominical, el párroco de San Sulpicio también abrió su
bolsa, ya que la había cerrado para hacer más elocuente la necesidad en el espíritu de
los Hermanos que lo que habían sido sus palabras. La enseñanza del dibujo también
se puso en vigor en las escuelas ordinarias, pues el señor párroco lo estableció para los
niños. Y esto subsistió durante algún tiempo, hasta que terminó en la parroquia de
San Antonio, como se dirá pronto. Este tercer grado en la caída supuso su
<1-440>
ruina total. Sin embargo, todavía hoy en París, quienes lo conocieron, suspiran por su
restablecimiento, y piden a los Hermanos que recomiencen con la escuela dominical.
Todas las desgracias que se acaban de relatar fueron seguidas por el indigno
comportamiento de un Hermano que estaba al frente del seminario de maestros de
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 567

escuela para las zonas rurales, en la parroquia de San Hipólito, de su desunión con la
Sociedad, y de la ruina sin recursos de una obra tan excelente; lo que se refirió
anteriormente.

8. Deserción de otro Hermano, y lo que hizo el señor De La Salle


para hacerle volver
Para incremento de la aflicción, otro Hermano abandonó su escuela y se fue a la
casa de un señor de París para dejar allí el hábito. En cuanto el pastor fue avisado,
corrió detrás de esta oveja descarriada y la hizo volver al aprisco. ¿Cómo?
Arrodillándose delante de él, reemplazando con las súplicas los reproches y con
ruegos las amenazas. Este hijo pródigo no merecía que su buen padre corriese tras él,
ni que se esforzara tanto para su regreso, pues como indigno fue expulsado de la casa
diez años después por orden del señor oficial de Ruán. Pero en el tiempo de que
hablamos sus cualidades le hacían necesario, y su salida, después de las deserciones
de que hemos hablado, dejaba un vacío que era muy difícil de llenar. Este hombre era
excelente calígrafo, y no le faltaba nada para su vocación, sino la piedad. Digámoslo
mejor le faltaba todo, puesto que le faltaba la piedad; sin ella, todos los talentos
resultan inútiles en un estado cuya finalidad es la santificación de la juventud; ella
puede suplir la falta de grandes talentos, pero los grandes talentos nunca pueden
suplir su falta.
Para colmo del dolor, como se dirá en el libro siguiente, el enemigo del señor De La
Salle aprovechó este momento para armar de nuevo a los maestros de escuela contra
la nueva Sociedad de los Hermanos, que no venden, como ellos, sus servicios. Hasta
ahora, el prestigio del señor párroco de San Sulpicio les había puesto a cubierto de las
persecuciones de los maestros, y había desbaratado sus intrigas; ya no se atrevían a
declarar la guerra a personas que él protegía, y a las que defendía con firmeza. Sin
esta protección, ya retirada, esperaban obtener buenos provechos de gentes que sólo
se distinguían por su pobreza y por el desprecio público.
En efecto, el señor de la Chétardie, celoso amigo del Instituto, parecía que ya no
hacía caso de él, y que no se interesaba por su progreso. Su frialdad crecía con sus
prejuicios, y esta frialdad llegó hasta el descontento, y el descontento, al abandono.
Para los rivales de los Hermanos este momento era favorable, y no lo dejaron pasar.
Recomenzaron un nuevo ataque contra personas caritativas pero que les perjudicaban, y
tan furioso, que pareció que triunfaban; y poco faltó para que su victoria fuese
seguida de la total destrucción de las escuelas gratuitas.
568 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

9. La disminución del fervor fue efecto de la disminución


de las prácticas de humillación y penitencia
Hay que reconocer que todos estos males fueron efecto del debilitamiento del
espíritu de penitencia que reinaba en la casa, y que mantenía el fervor. El mismo
señor De La Salle se vio obligado a disminuir esas prácticas, acatando los consejos de
los prudentes y sometiéndose a los ruegos que le habían hecho los superiores, y que él
ya había previsto. Se puede decir que la obediencia le exigió el mayor sacrificio que la
piedad puede ofrecer a Dios. Fue precisamente durante este tiempo de mitigación
cuando el visitador fue a predicar la relajación, a sembrar quejas contra la austeridad
de vida, de las que el superior daba constantes lecciones sostenidas con sus ejemplos.
Parecía que Dios, al presentar ante los ojos de una ciudad que se puede llamar un
pequeño mundo ejemplos vivos de la antigua penitencia,
<1-441>
quería hacer ver a los más incrédulos y a los más flojos que la débil naturaleza,
fortificada con la gracia, puede, en los últimos siglos de la Iglesia, lo que pudo en los
primeros, y que hay que buscar, no en el debilitamiento del cuerpo humano, sino en
nuestra flojedad natural, la verdadera causa de la relajación de la austeridad cristiana.
Es verdad que la Casa Grande, donde residían los Hermanos, estaba mejor amueblada
que la pequeña casa de Vaugirard. La señora Voisin, a ruegos del señor párroco de
San Sulpicio, la había provisto de camas, de los utensilios de cocina más necesarios, e
incluso de vajilla de estaño para el comedor; muebles magníficos en un lugar donde
nunca había entrado otra vajilla que la de tierra vil y basta. Por lo demás, la pobreza, la
austeridad y la mortificación más rigurosa habían pasado del noviciado de Vaugirard
a la Casa Grande, y había crecido con el número de novicios. Los hábitos eran tan
pobres, tan usados, tan recompuestos, que sólo se dejaban cuando ya no se los podía
zurcir más. El agua pura sacada de los pozos era la única bebida de esta casa de
penitencia; el vino sólo entraba para usarlo en el sacrificio de la santa Misa.
Es verdad que en 1700 ó 1701 llegó un obsequio de quince o dieciséis medios muid
[1 muid de vino = 274 l], y que esta limosna casual proporcionó a cada Hermano
medio cuartillo de vino a la comida y a la cena; pero lo más que pudieron ver los
Hermanos fue el color y el gusto del nuevo licor que les daban, pues este alivio no
duró mucho tiempo en una comunidad tan numerosa. Al beber el vino, podían decir
que no lo bebían, por lo poquito que tomaban. Y lo usaban sobre todo para enrojecer
el agua, que ponían en buena cantidad, según la regla y el ejemplo de su superior. El
alimento, de acuerdo con la bebida, era de la carne más común. Este alimento tan vil,
que sólo tenía gusto para un apetito irritado por el hambre, conseguía para los
Hermanos algún mote del populacho, pues los llamaban comedores de patas de buey.
Por estas fechas ya no recibían las sobras de la comunidad de San Sulpicio, que eran
para ellos un exquisito regalo y un manjar delicioso. Por muy largo y riguroso que
fuese el invierno, estos fervorosos sujetos no encontraban alivio contra el rigor del
frío sino poniéndose al calor del sol o usando frecuentemente las disciplinas. Esta
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 569

maceración de la carne, que era el alimento diario de una piedad viva e insaciable de
sufrimientos, no servía de suplemento a las otras austeridades, pues todas tenían su
momento. No había ningún tipo de humillación o de mortificación cuyo uso no se
hubiese hecho familiar en un lugar donde el señor De La Salle daba ejemplo de ellas.
Con todo, los Hermanos no gemían bajo el peso de las austeridades. El fervor, que
las hacía ligeras, moderaba la amargura con la unción de la gracia. Las delicias del
espíritu sazonaban las maceraciones de la carne, y el corazón, inclinado al mayor
placer, quería comprar las dulzuras de la gracia a costa de la naturaleza. Los más
mortificados eran los más contentos, y al mirarles no se podía saber que utilizaban
instrumentos de penitencia. En esta casa nunca se oyeron quejas contra el rigor de la
vida, ni contra su estilo de vida duro, ni contra las mortificaciones, pues ellas reinaban
allí con todo su rigor, y el mundo lo ignoraba. Como el profundo espíritu de
penitencia nunca dice basta, algunos discípulos del nuevo Juan Bautista hubieran
querido medirse con él
<1-442>
en este punto, e imitarle si se lo hubiesen permitido. Por muy mortificante que fuera
su alimentación, se consideraban demasiado bien tratados, y se privaban de la mayor
parte de lo que se servía en la mesa. Los discípulos, al poner los ojos sobre su maestro,
veían que ellos hacían muy poco. Su ejemplo, que no podían imitar, en vez de
desesperarlos, les animaba sin cesar a realizar nuevos esfuerzos contra ellos mismos,
y a llegar a esa muerte perfecta de la naturaleza que admiraban en él. En efecto, sea
porque al estar familiarizado con la mortificación ya no sentía los sabores amargos,
sea porque la victoria había dominado su delicadeza natural, obtuvo la gracia de
encontrar sabroso todo lo que anteriormente le causaba horror, y veían que comía, al
parecer, con buen apetito, todo lo que más disgustaba y lo que peor preparado estaba.
Tal era la vida que se llevaba en la Casa Grande cuando les llevaron el nuevo
superior; y porque temían verla relajada por este nuevo dueño, so pretexto de suavizar
el rigor excesivo, es por lo que seguían apegados al antiguo. Si estos penitentes
hubiesen estado disgustados de una vida tan crucificada, como se imaginaba el
perseguidor, hubiesen estado contentos de cambiarla en otro más suave, poniéndose
bajo un gobierno más favorable a la carne. Pero, realmente, ellos daban prueba de su
virtud al querer justificar la de su fundador. El rechazo de un superior más humano,
fundado en el temor de ser ellos mismos más humanos con él, y suavizar una vida
extraordinariamente pobre y penitente, poniéndose bajo una dirección mitigada, es
un rechazo bien nuevo, y si esto es una falta, casi no se encuentran ejemplos de los
mismos sino en los santos. Al intentar poner en esta comunidad un jefe nuevo, se
prometía introducir allá, con él, la abundancia y las comodidades de la vida;
se halagaba a las víctimas de la más rígida penitencia y de la mayor pobreza
liberándolos de aquel yugo pesado, y devolviéndoles una parte de los derechos de la
naturaleza; y fue esta misma promesa la que les indispuso. Una vez más, si este
motivo es vicioso, hay que reconocer que es bien raro, y que es muy espiritual.
570 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Si el señor De La Salle había encantado a los Hermanos, y si había pegado, por


decirlo así, sus almas a la suya, como se expresa la Sagrada Escritura al hablar de
Jonatán tan apegado a David, ¿cómo lo había hecho? Con los atractivos de su virtud,
por la impresión de sus ejemplos. Los lazos de quienes él tenía apegados eran
totalmente espirituales, pues por el deseo de la perfección de sus discípulos, ¿no era
justo que permaneciesen inviolablemente unidos? Ellos le fueron, en efecto, fieles y
sumisos, y la prueba más evidente que pudieron dar de su confianza y sumisión fue
consentir en la reducción que hizo de numerosas prácticas de humillación y
penitencia que habían nacido con el Instituto. Con todo, era para manetenerse en esa
posesión por lo que habían rechazado a aquel de quien temían una mitigación; pero se
sometieron cuando fue su padre quien lo propuso y se lo mandó. Sin duda, ellos
sabían que el santo sacerdote no actuaba en esto por su propio criterio, sino por el de
personas a las que consultaba, o que tenían derecho a mandarle. Además, no
ignoraban que el señor De La Salle elevaba, por encima del recorte de muchas
mortificaciones externas, un trofeo a la mortificación interior, y sobre el sacrificio de
su juicio y de sus atractivos
<1-443>
más sobrenaturales, una corona a la obediencia y a la humildad perfecta. Además su
pesar por la pérdida de estos importantes medios de santificación se marcaba en su rostro,
cuando recogía a sus discípulos los instrumentos de penitencia; y manifestaba su
dolor con suspiros, que respondían a las quejas que le hacían: Dios no aceptaría ya un
sacrificio que no era del gusto de los superiores.
La penitencia había echado tan profundas raíces en los corazones de los discípulos
del santo fundador, que el hombre enemigo que acudía con tanta frecuencia a su casa
para arrancarlas pensaba que sembrando promesas de una vida más dulce y más feliz
los disgustaría del yugo que llevaban, y de aquel que se lo había impuesto. Perdió su
trabajo y su tiempo, y no recibió como salario de los servicios prestados a quien le
daba misión sino el disgusto y la confusión de ver al señor De La Salle y a los
Hermanos transplantarse a otros lugares.
Nunca hubo otra unión más sincera ni más generosa que la de estos buenos hijos
con su padre, puesto que prefirieron cargar con todo tipo de persecuciones, compartir
sus cruces y su pobreza, sufrir ataques de todas partes, vencer dificultades y
obstáculos que cada día se multiplicaban y, en fin, renunciar a la especie de
bienaventuranza con la cual les halagaban si querían apartarse de él, y abandonarlo.
Después de todo, su fidelidad no era arbitraria. La gratitud y la justicia se lo exigían
como un deber. Se debían a aquel que era su padre en Jesucristo. La gracia, que rompe
incluso los nudos de la naturaleza, los había unido a él, y además se habían dado la ley
de no someterse a un superior extraño, cuando hicieron voto de no aceptar a nadie que
no perteneciera a su cuerpo. Este voto hecho y firmado de su puño en 1694, del que se
habló anteriormente, sirve para apoyar el rechazo constante que hicieron del señor
Bricot para superior. Su conciencia, ligada por este compromiso, hubiera creído que
lo violaban si hubieran consentido en tal nombramiento. La divina Providencia había
Tomo II - BLAIN - Libro Segundo 571

contribuido a la seguridad de su estado cuando les inspiró hacer este voto en un


momento en que ni ellos ni el señor De La Salle podían prever qué iba a ocurrir.

Fin del Tomo primero

<1-444>

APROBACIÓN
Por orden de Monseñor Guarda del Sello, he leído este primer tomo de la Vida del
señor Juan Bautista De La Salle, sacerdote, doctor, canónigo de la catedral de
Reims, y fundador de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. La lectura de esta
historia sólo puede ser muy edificante para los fieles, y capaz de inspirar a los
Hermanos de las Escuelas Cristianas todos los sentimientos de religión de su piadoso
fundador. No contiene nada contrario a las buenas costumbres y a la fe de la Iglesia
católica, apostólica y romana. En la Sorbona, el 18 de noviembre de 1732. Firmado:
DE MARCILLY.
Este tomo II de BLAIN comprende los libros III y IV
de la Vida del Señor Juan Bautista de La Salle.
En el presente volumen se publican los libros
I, II y III. El libro IV, Espíritu y Virtudes del señor de La Salle,
se recoge en el volumen siguiente, tomo III de la serie
«Las cuatro primeras biografías de san Juan Bautista
de La Salle
<2-1>
VIDA

DEL SEÑOR JUAN BAUTISTA de La Salle,


FUNDADOR DE LOS
HERMANOS DE LAS ESCUELAS CRISTIANAS

LIBRO TERCERO

Donde se presenta al señor de La Salle como el insigne promotor


de la instrucción y de la educación cristiana de la juventud
pobre y abandonada

Variadas tribulaciones que le surgen por todas partes


y que dan lugar a varias fundaciones
576 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

Ha dicho Jesucristo que si el grano de trigo no muere en la tierra, no produce fruto.


Sólo renace por su muerte y se reproduce al ciento por uno. La verdad de esta
sentencia tiene sus pruebas en el mismo que la pronunció, pues fue su muerte la que
dio vida al género humano, y fue su cruz la llave del reino de los cielos. En cuanto fue
clavado en ella, atrajo todas las cosas a Él, e hizo del instrumento de su suplicio el
trofeo de sus victorias. Los miembros siguen la suerte de su cabeza. Cuanto más
mortificados son, tanto más los vivifica el espíritu; la muerte de la naturaleza les
procura la vida de la gracia. La persecución es la que, al purificar su virtud, la hace
fructificar, crecer y multiplicarse. Fue, en efecto, la persecución la que, al dispersar a
los apóstoles, mostró al universo sus conquistadores, y la que al hacer que huyeran de
ciudad en ciudad, llevó la fe, el evangelio y el nombre de Jesucristo a todos los
rincones del mundo. Pues bien, lo que la Iglesia tuvo en su nacimiento lo reproduce
cada siglo. Los miembros particulares de este inmenso cuerpo místico no tienen otros
principios en sus orígenes y en su progreso espiritual. Crecen y se fortifican, como Él,
en medio de las cruces. Las plantas
<2-2>
escogidas para la nueva tierra, que es el reino de los cielos, tienen su raíz en el
Calvario, sólo crecen a la sombra de la cruz y sólo se multiplican en la medida en que
son regadas por la sangre que los clavos, los azotes y las espinas sacaron de las venas
del Salvador. De este modo, es la cruz la que, al probar la virtud de los santos,
perfecciona sus obras. Precisamente, cuando el enemigo del género humano agita con
más furor la planta que el Padre celestial ha colocado en el campo de la Iglesia, su
mano todopoderosa la sostiene con mayor fuerza, y consigue que eche raíces más
profundas. De este modo, vamos a ver en este libro tercero que el viento de la
persecución llevará al Instituto, con su fundador, a diversas ciudades del reino, y que
el señor de La Salle dejará Escuelas Cristianas en los lugares donde se vea obligado a
huir.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 577

CAPÍTULO I

En 1703, el señor de La Salle, forzado a abandonar


la Casa Grande, se establece en el barrio de San Antonio;
la persecución le sigue y le arroja de allí

1. Los Hermanos aconsejan al señor de La Salle que abandone


la Casa Grande para evitar la persecución de su enemigo;
siente mucho tener que hacerlo
Las frecuentes y peligrosas visitas que el emisario del enemigo del siervo de Dios
hacía al noviciado de la Casa Grande, después de haber cansado, probado y ejercitado
la paciencia de los Hermanos durante mucho tiempo, llegaron a ser insoportables, y
por eso pedían al que era objeto de las mismas que cediera el terreno y que fuera a
buscar paz a otro lugar.
Aunque el enemigo agotó en vano todas sus artimañas contra el virtuoso fundador,
sí que había conseguido sembrar el campo de cizaña, y su pernicioso fruto fue la
pérdida de ocho o nueve de sus principales discípulos. Los demás, que tenían menos
cualidades pero más virtud, y que estaban bien apegados a su vocación y fueron
testigos del naufragio de los desertores, temblaban y querían precaverse contra la
tentación.
El maestro no era del mismo parecer que sus discípulos. Sentía especial atracción
por la Casa Grande, donde residía con ellos, porque era muy apropiada para una
comunidad; incluso parecía que estaba hecha particularmente para el señor de La
Salle. Estaba próxima a uno de los límites de la ciudad, gozaba de aire puro y
saludable, era ampliaa y espaciosa, con extensa huerta y buenos patios, y estaba lejos
de todo ruido, por lo cual favorecía todas las inclinaciones del hombre de Dios. Si
hubiera tenido que poder escoger, en París o en sus alrededores, una casa de su
agrado, sin duda ésta habría sido su elegida. Anteriormente ya había estado habitada
por una comunidad de religiosas, que se llamaba de Nuestra Señora de las Diez
Virtudes. Era fundación de la beata Juana de Francia, y su retrato estaba pintado en la
pared de una de las salas, y también el retrato del padre Gabriel María de Jesús,
carmelita descalzo, que había dirigido esta casa, y existían en el tiempo en que la
habitaban los Hermanos; debajo de la capilla había una cripta, y en ella se enterraba a
las religiosas. Además, el señor de La Salle, desde hacía tiempo, deseaba tener una
casa en propiedad, donde el noviciado pudiera estar fijo en París, y que fuera un sitio
cómodo. Esta capital era el centro del reino, y por eso deseaba también hacer de ella el
centro de su sociedad, por razones que son fáciles de adivinar.
578 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

Esta casa estaba, en aquel momento, en venta, y la compra hubiera sido fácil para
un hombre menos pobre que el superior de los Hermanos. La propietaria le urgía,
desde
<2-3>
hacía algún tiempo, para que suscribiera un contrato de compra, y él estaba dispuesto
a hacerlo por 45. 000 libras, aunque era una propiedad que valía más de cien mil; en
efecto, quien la compró por el precio indicado la revendió poco después por el doble.
Pero ¿dónde habría encontrado el piadoso fundador la suma que le pedían para
comprar la casa? La pobreza le hacía perder toda esperanza. Como ni siquiera se
atrevía a poner ante Dios sus deseos por una casa tan cara, se contentaba con pedir a la
bondad de Dios que le concediera una casa apropiada para el noviciado.

2. Hacía tiempo que el señor de La Salle había mandado rezar


a la comunidad para obtener de Dios la casa;
es escuchado, y le dejan un legado de 50.000 libras,
pero su enemigo consigue que se lo quiten
Con esta finalidad, desde que se instaló en la Casa Grande, estableció una
procesión todos los días, a la que él mismo asistía revestido de roquete, que se hacía
después del rezo del oficio parvo de la Santísima Virgen, por la huerta, cuando el
tiempo lo permitía, y cantaban los salmos Domini est terra et plenitudo ejus, etc.,
Miserere mei Deus, etc., las letanías de la Santísima Virgen, con la oración que
comienza con Memorare, y la otra de la Iglesia, Deus cujus providentia, etc., y Deus
qui culpa offenderis, etc. Sus deseos y los de su comunidad fueron escuchados por
Dios, pues un particular, inspirado del cielo, le dejó en testamento cincuenta mil
libras, precisamente para establecer el noviciado. ¿Pero quién lo creería? El poderoso
enemigo del siervo de Dios tuvo bastante influencia para lograr que este legado se
cayera de sus manos, y aquel que era el destinatario se quedara burlado, como se dirá
en otro lugar. Por eso, esta casa fue para el señor de La Salle lo que la tierra prometida
para Moisés: cuando estaba dispuesto a tomar posesión, se vio despojado de ella.
Con todo, parecía de forma visible que el cielo se la destinaba a él, ya que como
estaba abandonada y deteriorada cuando entró en ella, una vez que la dejó volvió a la
misma situación. El que la había comprado a tan bajo precio no pudo acomodarse a
ella y la dejó; y el último comprador la descuidó tanto que se degradaba día a día. Es
cierto que, según un rumor popular, estaba infestada de espíritus, lo que le dio mala
fama, y ésa puede ser la causa de que siga vacía. Con todo, estos espíritus nunca
perturbaron a los Hermanos; sólo después de su salida parece que han disputado el
terreno a los nuevos habitantes, como se dirá después.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 579

3. La Casa Grande es alquilada, pero el señor de La Salle logra


que el propietario le permita seguir en ella algún tiempo más
Al perderse el piadoso legado que habría venido tan a propósito para la compra de
una casa tan deseada, el señor de La Salle y su comunidad quedaron en la calle; pues
al haberse realizado la venta, el comprador les despidió. Este nuevo desastre ocurrió
siete meses después de los asuntos que le habían montado al siervo de Dios ante el
señor arzobispo. Aunque había conseguido el beneplácito de Su Eminencia, no pudo
alcanzar la paz con quien le había declarado la guerra. Al menos tuvo una ventaja para
él, que al dejar la casa en la que el cielo le había concedido un regalo tan patente, y del
que su enemigo le privaba tan injustamente, se alejaba de él y se escondía de la vista
de sus emisarios.
Pero surgió una nueva dificultad: ¿a dónde ir al dejar la Casa Grande? El siervo de
Dios, en esta situación, se encontró al descubierto, pues el nuevo propietario quería
disponer lo antes posible de la casa para alquilarla, y urgía a los Hermanos y a su
superior a que salieran de ella. Ellos no sabían a dónde ir a dar con su cuerpo, pues no
tenían recursos; pero por una disposición secreta de la divina Providencia, que no los
abandonaba nunca, nadie se presentó para alquilarla. Entonces el señor de La Salle
aprovechó la ocasión de este retraso en el alquiler para pedir al nuevo propietario, que
era persona bondadosa, que les diera tiempo para buscar una casa apropiada para su
comunidad. Se lo concedió generosamente e incluso gratuitamente, con la condición
de que no tocasen los frutos de la huerta, que era
<2-4>
amplia, y que alojaran en la casa al hortelano y a su pequeña familia. Este hombre,
atento a los intereses de su amo y a los suyos propios, escogió para vivienda el lugar
de la casa que ofrecía una vista completa de la huerta, desde donde podía vigilar por la
conservación de los frutos.

4. Rumores populares sobre esta casa, que impiden que la habiten


Aparentemente, esta desconfianza ofensiva para una comunidad muy sacrificada
no gustó a los pretendidos espíritus que acudían, según se decía, a aquel lugar. Se
empeñaron en conseguir que el hortelano y su pequeña familia se marcharan cuanto
antes, porque habían escogido para residir el lugar de la casa que resultaba más
incómodo para los Hermanos. Parece que los espíritus visitantes eran muy celosos de
que se observara la regularidad, y que no consideraban conveniente que una familia
secular pudiera turbarla. Según el relato de dos Hermanos muy virtuosos, pero de
excesiva simplicidad, era la Hermana de San Fiacre, religiosa de las Diez Virtudes,
enterrada en la cripta, debajo de la capilla, la que más alborotaba. Cumplía en aquel
lugar su purgatorio, y ella misma se lo había revelado a los dos Hermanos, al tiempo
que les dijo su nombre. Los dos buenos Hermanos la creían y se habrían
escandalizado si alguien hubiera considerado sus visiones y conversaciones como
580 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

sueños o cuentos de hadas. Tal vez con el propósito de curar su imaginación, el señor
de La Salle celebró una misa de Requiem para alivio de la religiosa difunta, y mandó
que todos los Hermanos comulgaran por esta intención. Pero las oraciones no la alejaron
de aquel sitio, y siguió apareciéndose a los dos crédulos Hermanos. A la noche
siguiente ella organizó un enorme alboroto en las habitaciones de los hortelanos, que
no gozaban de su beneplácito, pues es durante la noche cuando los vivos ven que los
difuntos se aparecen, ya que las tinieblas son más adecuadas que el día para construir
visiones o favorecerlas.
Antes de armar el alboroto, dejó que aquellas buenas personas se acostaran
tranquilamente con la esperanza de dormir en paz; pero apenas habían cerrado sus
párpados cuando ella comenzó el jaleo, y los despertó removiendo todo en la
habitación, de forma que ya no se les ocurrió dormir más. Todo quedó revuelto y
patas arriba: vajilla, armarios, sillas, ropas y muebles. Y se permitió más, pues
después de intervenir con toda malicia en medio de las tinieblas y en los primeros
momentos del sueño contra aquellos huéspedes que no le agradaban, arrebató de
entre sus brazos al hijo más pequeño y lo puso en medio de la plaza. Estos sucesos
hicieron que la noche fuese bien larga para aquellas personas muertas de miedo, que
sólo esperaban el alba para abandonar el lugar. Con todo, como la luz del día trae
consigo el sentido común y cura el miedo o la imaginación, el hortelano, muy
tranquilo durante todo el día, se fue a dormir a la noche siguiente, esperando no tener
ningún sueño o al menos estar mejor dispuesto a sostener los ataques del espíritu
visitante. Pero en vano quiso combatir con el fantasma; tuvo que ceder el lugar y
desalojarlo cuanto antes. Se marchó a ocupar los cuartos que había debajo de las
caballerizas en el patio bajo de aquel amplio pabellón, que quedaba muy alejado de
los lugares que ocupaba la comunidad. El fantasma quedó satisfecho por la huida del
hortelano y le dejó en paz. Aquel pobre hombre, por su parte, después de haber sufrido
tan duro castigo por haber querido mezclarse con los Hermanos y por haber
sospechado de su honradez, no volvió a sentir la tentación de hacer de centinela para
vigilarlos, y se quedó más contento que ellos por haber vaciado su dormitorio. El
espíritu amigo de los Hermanos, cuando el hortelano abandonó la casa, quiso señalar
su disgusto e impedirlo a su manera, pues ante sus ojos, muy temprano, sacudió la
última carretada de sus muebles durante el tiempo de un Miserere, con tanta violencia
que estuvo a punto de
<2-5>
volcar. Eso es lo que se imaginaron ver algunos Hermanos presentes durante el
tiempo en que el mueble cama estaba ya sobre el suelo, y que nadie se acercó a él.

5. El señor de La Salle se traslada al barrio de San Antonio


En fin, el señor de La Salle, después de haber aprovechado durante seis semanas la
caridad del nuevo propietario de la Casa Grande, la abandonó el 20 de agosto de
1703, y pasó a residir a otra bastante incómoda, que encontró en el barrio de San
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 581

Antonio, en la calle Charonne, cercana al convento de las religiosas de la Cruz. Los


gastos de este traslado, que fueron muy elevados, a causa de la distancia, terminaron
por dejar presa de la miseria a la más pobre de las comunidades. El santo sacerdote
alquiló esta nueva casa contando con el parecer y consentimiento del párroco de San
Pablo, de quien dependía el barrio de San Antonio. Cuando fue a saludar al pastor y a
pedirle su consentimiento, fue recibido con cordialidad. El señor párroco, que
conocía de oídas la fama del piadoso fundador, encantado por tenerle en su parroquia,
acogió y aprobó su proyecto y le dijo con mucha amabilidad que, aunque era opuesto
a las nuevas fundaciones, y a pesar de que ya había apartado de su parroquia a
algunas, aceptaba la suya, y que le otorgaba su benevolencia. Parece que el señor de
La Salle hubiera alquilado esta nueva casa, en la cual sólo vivió en torno a año y
medio, como si previera que pronto se vería forzado a dejarla. Ni siquiera pidió
permiso para celebrar en ella la santa Misa, sea porque estuviera inspirado de no
hacerlo, sea porque tenía para su comunidad y en frente de la casa la iglesia de las
religiosas de la Cruz, donde iba a celebrar el santo Sacrificio, y a ella llevaba para
oírla y comulgar los días señalados, a su comunidad. La distancia existente no
impedía a los Hermanos de las escuelas acudir a la casa para pasar en ella, según la
costumbre, los domingos, fiestas y días de asueto.
El fervor que les animaba en aquellas ocasiones y la alegría de estar bajo los ojos de
su querido padre, les hacía leve la distancia del camino que hay entre los extremos del
barrio de Saint Germain y del barrio de San Antonio.
Por muy atento que el santo sacerdote estuviese para ocultarse, y para no mostrar
nada singular, cuando subía al altar le distinguía cierto aire de santidad. En aquellos
momentos su fervor traicionaba su humildad, y al mostrar la devoción dibujada en su
rostro, denotaba que era un amigo y un preferido de Dios. Las religiosas de aquel
monasterio no tardaron en darse cuenta de ello. La majestad, la religión, el
recogimiento que le acompañaban en el altar, al mostrar quién era aquel sacerdote
desconocido, les excitó el deseo de aprovechar su vecindad. Ante todo, la curiosidad
tan natural a las religiosas les hizo poner empeño para oír su misa y verle celebrar.
Para ellas era todos los días un espectáculo nuevo de devoción, que avivaba la suya, y
les parecía ver a un ángel en el ejercicio de las funciones sagradas. Muy pronto
algunas de ellas quisieron ponerse bajo su dirección, y le insistieron mucho para
obtener tal favor.

6. Caridad de las religiosas de la Cruz con el señor de La Salle


y los Hermanos
Esta petición no era del gusto del piadoso fundador, que desde siempre se lo había
negado a los extraños, y más aún a las religiosas, cuya dirección exige una persona
que disponga de tiempo que, a él, el cuidado de su comunidad no le dejaba. Pero
aquellas buenas jóvenes obligaron al siervo de Dios, por decirlo así, a concederles,
por agradecimiento, el favor que por muchas razones les podía negar; pues se puede
582 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

decir que aquella caritativa comunidad fue la madre nutricia del nuevo Instituto, y su
principal recurso desde 1703 hasta 1711, cuando el señor De La Salle se marchó a la
Provenza.
Así es como la divina Providencia
<2-6>
no faltó nunca, en las necesidades, a aquel que se abandonaba a ella. Dios es
admirable en sus designios e incomprensible en los medios que emplea para santificar
a sus siervos. El señor de La Salle, abandonado por sus mejores y antiguos amigos,
encuentra otros nuevos y desconocidos a su llegada a uno de los extremos de París. Al
verse obligado, como el profeta Elías, a sustraerse a la persecución, encuentra una
comunidad que parece haber recibido de Dios la orden de alimentar a la suya, como la
viuda de Sarepta había recibido la de alimentar al profeta.
Aquellas admirables religiosas no esperaron a que el siervo de Dios les expusiera
sus necesidades; ellas se adelantaron cuando fueron informadas por algunas personas
de fuera, y le proporcionaron importantes ayudas para la subsistencia de su familia,
trasplantada de un extremo a otro de la inmensa ciudad, donde desconocida y
forastera tenía que sufrir todas las incomodidades de la pobreza. La limosna de
diversos conventos siguió al señor de La Salle por todas las partes por donde pasó con
sus hijos, pues la persecución, que le iba a buscar por doquier, no tardó en arrojarlos
del barrio de San Antonio, después de haberle barrido del barrio de Saint Germain. La
caridad del monasterio, que no estaba ligada a la proximidad, no cesó cuando el
siervo de Dios tuvo que alejarse. La distancia de los lugares no cambió en nada las
disposiciones de los corazones. El mismo año de 1709, tan desastroso por las
calamidades que causaron el hambre y el rigor del invierno, no empañó en nada la
generosidad de las religiosas de la Cruz. El piadoso fundador encontró en ellas una
ayuda segura para mantener a sus hijos y librarlos de la muerte, con que les
amenazaban el hambre y el frío, estrechamente unidos. En aquellos momentos, estas
siervas de Dios enriquecieron con sus bienes a una comunidad reducida a la extrema
pobreza; y como si hubiesen querido ponerlos en común, decidieron compartirlos con
el santo varón. El noviciado estaba entonces en la casa de San Yon, que está casi a las
puertas de Ruán, en un abandono general, afligido por la mayor miseria. Todos los
corazones, y más aún las bolsas de una ciudad tan rica, estaban cerradas para unas
personas que desde hacía varios años ofrecían sus servicios gratuitos a la juventud
pobre. Nadie se compadecía de ellos, y sólo encontraban rechazos y ultrajes en las
casas de los grandes, adonde acudían a pedir misericordia. Habrían perecido de
hambre y de frío si el señor de La Salle los hubiera abandonado durante más tiempo al
olvido y la dureza de la gente. París, de la que se puede decir que la virtud tiene en ella
su imperio, igual que el vicio, y donde la caridad la practican con magnificencia
muchas personas de corazón grande y generoso, aunque sea también teatro de todas
las miserias del reino, que parece que se han concentrado en ella, le pareció al santo
sacerdote un asilo más seguro contra las miserias del tiempo que una ciudad de
provincia, que aunque era realmente opulenta, las limosnas no salían de las manos de
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 583

los ricos sino con peso y medida, después de largas búsquedas y de maduras
reflexiones. Así pues, dispuso que los novicios de San Yon regresaran a París, con la
esperanza de encontrar allí corazones más tiernos para las necesidades de sus hijos.
No se engañó, pues sólo en el monasterio de las religiosas de la Cruz encontró más
ayudas que en la floreciente capital de Normandía. Cuando el siervo de Dios carecía
de todo, tomaba el camino hacia la casa de sus bienhechoras y decía con humor:
Vamos a la Cruz, y volvía cargado de sus donativos. En cuanto estas bondadosas
damas le veían, sin darle tiempo a abrir la boca para explicar sus necesidades, se
apresuraban a compartir con él sus bienes, más de acuerdo con la amplitud de su
caridad que por lo que podían darle. Éste es el elogio que la historia del Instituto de las
Escuelas Cristianas debe a una casa tan caritativa.
<2-7>

7. Terrible persecución por parte de los maestros calígrafos,


que saquean la casa de los Hermanos
Después de que el señor de La Salle fue a vivir a la casa del barrio de San Antonio,
no permaneció mucho tiempo en paz. Los maestros de escuela le declararon la guerra
con nuevo furor, y con éxito, porque el párroco de San Sulpicio se desentendió de él.
Las Escuelas Cristianas se habían abierto, por orden suya, a todos los niños, sin
distinción, que pedían instrucción gratuita.
Esta orden era justa, ¿pues qué medio puede haber para separar en una ciudad
grande a las familias que pueden pagar el salario a los maestros de las que no pueden?
Con todo, lo que alarmaba a los maestros de París era únicamente la orden de admitir
en las Escuelas Gratuitas a todos los niños que se presentasen. Y como entre un
centenar de niños muy pobres que acudían a las Escuelas Cristianas podría haber tres
o cuatro de familias ricas o acomodadas, esto ya era suficiente para molestar a los
Hermanos y pretender, sin misericordia, que se cerraran todas sus escuelas.
Tal vez la pretensión de los maestros podría encontrar aceptación entre la gente si,
al exigir unos honorarios de los niños ricos a los que enseñaban, hubieran ofrecido
clase gratuita a todos los que no podían pagarles; pero ¿lo hacían así? Se hallarían
muy incómodos si admitieran en su casa a un montón de niños que sólo llevarían la
miseria a sus escuelas de pago. Si los maestros querían aplicar un principio de
equidad, aplicando sus máximas a las escuelas gratuitas, tendrían que concluir que
sus escuelas no sufrían perjuicio, y que las escuelas de los Hermanos sólo se podrían
llenar con los niños que todos los demás rechazaban. Sin embargo, como el interés es
muy suspicaz, y se forma con prejuicios vanos y fantásticos, los maestros de escuela
se mantenían en la falsa persuasión de que los Hermanos menguaban sus ingresos,
porque daban clase a todos los niños que se lo pedían por caridad; por eso mantenían
hacia ellos una actitud de mal humor, que estallaba en cualquier momento.
584 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

Hasta cierto punto estuvieron bien dominados por el prestigio del señor de la
Chétardie, que tenía poder para mantener la orden que había dado, y no se atrevieron
a moverse, y cuando lo hicieron tuvieron que arrepentirse y mantenerse tranquilos.
Había dejado salir de la Casa Grande el noviciado; no lo había mantenido en su
parroquia; no mantenía excesivas relaciones con el superior de los Hermanos, y no
tenía ninguna confianza en él. Sus liberalidades con la nueva comunidad estaban
deterioradas y su celo por las escuelas gratuitas parecía extinguido.
Los maestros de escuela se dieron cuenta por los rumores que corrían, y después de
informarse sobre ello, comprendieron que no tenían nada que temer por parte del
hombre a quien más habían temido como defensor de los Hermanos. Hicieron más,
pues para asegurarse de sus disposiciones fueron a hablar con él en grupo bastante
numeroso, y no descuidaron nada para moverle a compasión, hablándole de la
protección que hasta entonces había dado a las Escuelas gratuitas, que se habían
llenado con sus propios alumnos, y de ese modo había aumentado el número de
pobres de su parroquia, pues con el pretexto de dar a los niños una instrucción
gratuita, había quitado el pan a los antiguos maestros, que eran ellos, y a sus familias.
No se sabe lo que el señor de la Chétardie les contestó, pero se puede adivinar por lo
que sucedió. Los escuchó con demasiada complacencia, y como no se opuso a sus
planes, les dejó libres para atreverse a todo lo que quisieran emprender.
<2-8>
La declaración de guerra comenzó con una denuncia presentada ante el
lugarteniente de policía, en enero de 1704. En ella se quejaban de la empresa del
señor de La Salle, sacerdote, y de otros varios particulares, de los que él decía que era
el superior, que no tenían título ni requisitos, pero so pretexto de caridad mantenían
varias escuelas, y le suplicaban que detuviera algunos abusos que se habían
introducido en ellas y que les perjudicaban. Añadían que, aun cuando los Hermanos
tuvieran derecho a tener escuelas de caridad, deberían limitarse a recibir solamente
alumnos pobres; pero que en vez de seguir esa norma, admitían en más de veinte
clases que atendían, tanto en la ciudad como en los alrededores de París, a todos los
que se presentaban, sin tener en cuenta ni su estado ni sus posibilidades ni la
parroquia a la que pertenecían. Como prueba de que era verdad lo que decían,
juntaron a la denuncia una lista con los nombres, condición y domicilios de alumnos
que consideraban que no necesitaban recurrir a la caridad, y los principales de ellos
eran hijos de un rentista, de quirurgos, de un carretero, de un serrador, de un
comerciante de vinos, de un tendero, de un joyero y de dos casas de comidas. Al
parecer, los maestros de escuela habían hecho inventario de las riquezas de todas
aquellas personas, e investigando en el secreto de sus familias, habían logrado que sus
jefes les diesen cuenta exacta de sus ganancias; pues sin tales inventarios, hechos con
seriedad, ¿cómo podían asegurar al juez que las personas que consideraban ricas lo
fuesen realmente? ¿Cuántas veces el interior de muchos hogares oculta al público
miserias secretas? ¿Cuántos indigentes existen que sufren en secreto las
incomodidades de la pobreza, mientras la fama asegura que viven en la abundancia?
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 585

Esta denuncia, llena de falsedades, encontró crédito. El lugarteniente, en


consecuencia, mandó citar a los Hermanos y a su superior, lo que se hizo de
inmediato. El señor de La Salle podía defenderse fácilmente alegando: 1. Que tenía
autorización de Su Eminencia para tener una comunidad de Hermanos, con la
finalidad de atender las escuelas gratuitas. 2. Que este permiso le constituía en su
superior, y le autorizaba a abrir escuelas gratuitas. 3. Que no era posible, ni a él ni a
sus discípulos, entre tantos niños pobres que acudían a recibir instrucción por caridad,
saber quiénes podían vivir con holgura. 4. Que aun cuando pudieran saberlo, no
podrían dar un juicio recto y equitativo sin hacer previamente un examen jurídico de
sus bienes. 5. Que como no tenía derecho a realizar tal verificación, tampoco podía,
sin temeridad, dar un juicio sobre algo tan desconocido, tan secreto y tan difícil de
saber. 6. Que si él y los suyos quisieran meterse a hacer separación entre niños ricos
y pobres, además de exponerse a equivocarse, se expondrían a todo tipo de ofensas y
ultrajes. 7. Que los oficios de quirurgo, albañil, carretero, serrador, o camarero, etc. ,
no dan a todos los que los ejercen el privilegio de vivir con comodidad; pues hay
muchos pobres que tienen ese oficio. 8. Podía responder, especialmente, que
aquellos a quienes reprochaban aquellos títulos podían tener a su cargo una familia
muy numerosa, y que el elevado número de hijos agota los recursos de quienes viven
solamente de su oficio, y tienen ganancias muy módicas. 9. También podía añadir
que las enfermedades, las pérdidas y otros infortunios llevan cada día al hospital a
personas de todas esas profesiones, a pesar de que sean expertos y trabajadores.
10. Habría puesto en apuros a los maestros de escuela preguntándoles si quisieran
<2-9>
prestar fianza por la fortuna que atribuían a aquellos a quienes habían puesto en la
lista, y si estaban dispuestos a suplir, de su bolsillo, lo que faltase a las personas si
hubiesen exagerado la fortuna. 11. En fin, hubiera podido alegar que no parecía muy
evidente que padres ricos o acomodados tuviesen ganas de enviar a sus hijos a
escuelas llenas de niños hijos de soldados, mozos de cuerda, carreteros y otras
personas del populacho.

8. El señor de La Salle deja que le condenen por segunda vez,


sin defenderse
Respuestas tan apropiadas para cerrar la boca a los maestros de escuela no las
empleó un hombre que consideró que, en aquellas circunstancias, debía guardar
silencio y dejar que hablasen los que tenían el cargo para hacerlo. El señor de La
Salle, que no miraba la causa de las escuelas gratuitas como la suya personal, sino
como la causa de la gente en general y de los pobres, estimó que no debía responder a
la citación, ni comparecer.
Los maestros no desaprovecharon la no actuación y forzaron el proceso. Ni el
señor de La Salle ni ninguno de los suyos comparecieron, y fueron condenados, en
ausencia, el 22 de febrero de 1704. La sentencia les prohibía recibir en las escuelas de
586 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

caridad a otros niños que no fuesen aquellos cuyos padres eran realmente pobres,
y certificados como tales, y sin poder enseñarles otras cosas que aquellas que
correspondiesen al nivel de sus padres. El señor De La Salle fue condenado, además,
a pagar las costas y una multa de cincuenta libras, y lo mismo cada Hermano. Esta
sentencia, que concedía a los maestros calígrafos todo lo que solicitaban, y que
causaba una herida terrible a las Escuelas de caridad, no intimidó en nada al santo
fundador, ni impidió que los Hermanos continuasen impartiendo sus clases como de
ordinario. No se sabe si el señor De La Salle pagó la multa. Parece que los maestros
calígrafos se tuvieron que contentar con la esperanza de que la pagara, y a esperar a
que se pagaran las costas cuando la fortuna de los Hermanos mejorara, pues por aquel
entonces eran más dignos de piedad que de envidia; sus rivales tuvieron que perder la
esperanza de recuperar las costas del proceso, teniendo que pagarlas una comunidad
que vivía con limosnas, y a los cuales la extrema pobreza les preservaba de cualquier
confiscación. Las cosas permanecieron en esta situación durante tres meses, pero al
cabo de este tiempo los maestros calígrafos presentaron una nueva denuncia al
lugarteniente de la policía, en fecha de 7 de junio del mismo año, 1704. En ella
renovaban todas las quejas que ya habían presentado contra el señor De La Salle y sus
discípulos, y les acusaban de haber desobedecido la sentencia del 22 de febrero;
pedían que se llevara a cabo la ejecución de la sentencia y una indemnización de
quinientas libras por los perjuicios causados por cada uno de los acusados. Pedían,
además, que el señor De La Salle fuese condenado, de inmediato, a abonar dos mil
libras por perjuicios a los intereses de la comunidad de los maestros calígrafos, a causa de
las pérdidas considerables que les había ocasionado; que se prohibiera a todas las
personas interesadas, que se aprovechaban del establecimiento de las escuelas de caridad,
que enviaran a sus hijos a dichas escuelas, y que sólo podrían hacer que los
instruyeran personas que tuvieran carácter sacerdotal o que estuvieran autorizados
para ejercer aquella función pública; que dicha sentencia se hiciese pública colocándola
donde fuese preciso, y que se pasara nueva citación a los implicados. Todo ello fue
ejecutado. Esta nueva citación no fue capaz de abrir la boca del señor De La Salle, ni
de forzarle a comparecer. Como esta causa era la de la gente y la de los pobres, él
pensó que correspondía defenderla a los magistrados mismos, por ser tutores y
defensores del bien público; o bien pensó que, al estar desprovisto de toda protección,
causaría un perjuicio a la causa si parecía que tomaba su defensa como algo personal.
<2-10>
Este silencio dio plena victoria a sus enemigos, que obtuvieron todo lo que habían
deseado: la condena del señor de La Salle y de sus Hermanos por incomparecencia.
La sentencia del 22 de febrero dictada contra ellos fue confirmada, y por haberla
contravenido, el señor de La Salle fue condenado a pagar cien libras, y cada uno de
los Hermanos que daban clase, cincuenta libras, por perjuicios e intereses a la
comunidad de los maestros calígrafos, más las costas.
A los padres cuyos hijos no estaban en situación de necesitar las escuelas de
caridad se les prohibió enviar a sus hijos para aprender a escribir, bajo pena de multa y
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 587

pago de costas, perjuicios e intereses hacia la citada comunidad. En fin, al citado


señor de La Salle se le ordenaba quitar, en el plazo de tres días, la inscripción que
había colocado encima de la puerta de su casa, en el barrio de San Antonio, para indicar
que allí formaba a Hermanos o maestros de escuela, sin estar autorizado para ello por
Letras patentes debidamente registradas. Esta inscripción que hería los ojos de los
maestros calígrafos sólo tenía las palabras Los Hermanos de las Escuelas Cristianas,
y era, por tanto, tan antiguo como la apertura de las escuelas. La sentencia fue
colocada en seguida en todos los barrios de París donde estaban abiertas las escuelas
de los Hermanos. Pero al día siguiente ya habían desaparecido, porque personas
celosas las habían arrancado, indignadas por la herida que se hacía a la obra más
necesaria para la juventud cristiana pobre y abandonada.
Los maestros calígrafos multiplicaban inútilmente sus quejas y exigían multas y
costas a un hombre y a una comunidad a quienes la extrema pobreza les daba derecho
a no pagar nada. Pero si no encontraron dinero que llevarse de la casa de los
Hermanos, tuvieron el placer malicioso de pagar a personas armadas con escaleras,
martillos e instrumentos propios para el pillaje. El letrero fue arrancado, y los bancos,
las mesas, los libros y todo lo que servía para enseñar a dibujar,a le y a escribir a más
de doscientos jóvenes, las tardes de domingos y fiestas, fue cargado en carretas sin
ninguna resistencia. El señor de La Salle y sus Hermanos vieron cómo se asaltaba su
casa sin quejarse ni oponerse.
El griterío que produjo este saqueo llamó en seguida la atención de las religiosas de
la Cruz, que pudieron observar todo desde su convento. Sus lágrimas corrieron en
vano ante un espectáculo semejante. La escena realmente era nueva. Una casa de
caridad, cuyo único objetivo era el bien público, cuyo fruto era la instrucción gratuita
de la juventud pobre y cuya recompensa era el pillaje, merecía lágrimas, desde luego,
y no se escatimaron. Con extrañeza y compasión se contempló cómo esta casa era
sitiada por sus enemigos y luego devastada como un campo de conquista. Las
personas de bien se lamentaron por ello; los pobres, que estaban interesados en el
asunto, sintieron que eran ellos, más que los Hermanos, los que sufrían el despojo,
pero sus lamentos y quejas, no llegaron a estallar. La indignación se mezcló con las
quejas y se puede asegurar que el público, tan interesado en la causa de las escuelas de
caridad, consideró como perdedores del proceso a aquellos que lo habían ganado,
pues condenaron un procedimiento tan violento y tan injusto.
Con esta opresión terminó la escuela dominical, después de un éxito maravilloso
de seis años. El fruto que producía hace que todavía hoy lamenten su desaparición
todos los que aman el bien y son sensibles a la salvación de las almas. El deseo de
aprender dibujo, geometría, matemáticas, escritura, aritmética y lectura atraía, desde
todos los barrios de París,
<2-11>
a numerosos jóvenes, de todas las profesiones, que no disponían de medios para pagar
aquellas lecciones, ni tampoco otro tiempo que dedicar a ellas, aparte de las tardes de
588 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

los domingos y fiestas. En ella encontraban la doble ventaja de llegar a ser buenos
cristianos y obreros competentes; pues los ejercicios santos santificaban sus
corazones, después que sus espíritus se habían cultivado mediante el estudio. Al
alejarse de los paseos peligrosos, de los bares y de los lugares de desenfreno,
aprendían a frecuentar las iglesias, perdían el gusto por los vicios y adquirían el amor
al bien. Las lecciones saludables que recibían les abrían los ojos sobre su vida pasada,
y les inspiraban horror por ella; los efectos inmediatos eran las confesiones generales y
la frecuentación de los sacramentos; y los frutos que se derivaban eran la enmienda de
vida y el cambio de costumbres. Ésa fue la pérdida que sufrió el pueblo con la ruina de la
escuela dominical. La envidia, más que el interés, es la que movió a los maestros
calígrafos a conseguir su ruina; pues cosa cierta que ninguno de sus compañeros, que
acudieron de todas partes, tenía voluntad, y menos aún la comodidad, de añadir a su
jornada el tiempo y los gastos de las lecciones, incluso tasadas con dinero.
Se ve, pues, que la queja que los maestros calígrafos presentaban en su denuncia
contra esta escuela no tenía fundamento. Oyéndoles se diría que les causaba un daño
importante; pero ¿qué daño podría hacerles por no acoger en sus escuelas a personas
que no tenían dinero para pagarles, ni tiempo para acudir a sus clases, que sólo están
abiertas los días de trabajo?. La pena que se sintió en París al ver perecer esta obra
todavía perdura. El deseo, siempre nuevo y urgente, de verla renacer hace que a
menudo se pare a los Hermanos por la calle para pedirles que la abran. Todos estos
desastres, de los que fueron autores los maestros calígrafos, fueron solamente el
preludio de la tormenta que se estaba formando y que llegaría a caer sobre el fundador
y su Instituto. El señor de La Salle esperaba que la tormenta, comenzada con las
escuelas del barrio de San Antonio, iba a extenderse con mayor furia sobre las del
barrio de Saint Germain. Se preparó a ello con ánimo invencible, y el ataque le
encontró firme como una roca.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 589

CAPÍTULO II

Los Hermanos son llamados a Marsella para hacerse cargo


de las escuelas de caridad, luego a Darnétal, cerca de Ruán,
y después a Ruán

El nuevo Instituto de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, casi asfixiado en


París, fue a respirar a otros sitios. El viento de la persecución, al arrojar al señor de La
Salle de París, llevó su Instituto a otros lugares, como Marsella, Ruán y Dijón, tres de
las ciudades más florecientes del reino. La escuela de Aviñón, cuyo origen ya se ha
relatado, se hizo tan famosa en poco tiempo que llevó a la apertura de otra escuela en
Marsella. El orden, el silencio, la modestia que se veía en las clases de los Hermanos,
reinando sobre un grupo de niños, nacidos revoltosos, ligeros, indóciles y casi
incapaces de atención, era un espectáculo siempre nuevo para quienes lo
contemplaban. La gente de la ciudad acudía a la escuela para satisfacer su curiosidad
y ver a aquellos niños, naturalmente distraídos, convertirse en un grupo recogido y
atento a unas lecciones que se impartían sin hablar. Los forasteros
<2-12>
que iban a Aviñón se sentían atraídos por rumores de una novedad, y se les llevaba a
verlo cuando se advertía que había en ellos un fondo de piedad, por el que se podía
juzgar que eran sensibles a los asuntos religiosos. Los señores Morelet y Jourdan,
ricos comerciantes de Marsella y de piedad ejemplar, consideraron conveniente
comprobar directamente si era cierto todo lo que se decía en loor de las escuelas, y si
la fama no exageraba los elogios que se daban a los Hermanos. Así fueron ellos
mismos testigos del funcionamiento que había en las clases, de la disciplina que
reinaba entre los alumnos y de la regularidad de los maestros, y quedaron edificados
por la piedad que acompañaba a todos los ejercicios; quedaron encantados por el
nuevo método de enseñar sin palabras, y por medio de signos, y se sintieron movidos
a ofrecer a la ciudad de Marsella el beneficio de que ya disfrutaba Aviñón.

1. Apertura de una escuela en Marsella, en 1704


Estos dos señores, de vuelta a sus casas, comunicaron su designio al señor
Trovillard, a la sazón vicario mayor de Arlés, quien les aconsejó que constituyeran
una oficina, es decir, reunir a unas doce personas y asociarlas para conseguir la suma
de cuatrocientas libras necesarias para la pensión de dos Hermanos. El proyecto fue
aprobado en cuanto fue propuesto, y ejecutado al mismo tiempo. El señor de La Salle
envió sin tardanza desde París a dos Hermanos, que a su llegada abrieron una escuela
en la parroquia de San Lorenzo, en favor de los marineros, pues encontraron una
590 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

casita ya preparada que les fue entregada en propiedad por uno de los fundadores. La
pensión anual de los dos Hermanos estaba en la bolsa de los caritativos señores que
los habían llamado; y para asegurarla, la mayoría tuvo cuidado de dejarlo como fondo
al morir. El señor Jourdan no sobrevivió mucho tiempo a la buena obra de la que
había sido autor con el señor Morelet; pero tuvo cuidado de suplirlo con dos celosos
protectores, que fueron su padre y un hermano, prior de la parroquia de San Lorenzo,
y les rogó en su lecho de muerte que tomaran a pechos aquella escuela, y que le
sustituyeran para procurar sus beneficios, lo que han cumplido con celo, a ejemplo
suyo.
Esta escuela comenzó a funcionar en 1704, en la época de mayores agitaciones
contra el señor de La Salle y su nueva sociedad, y tuvo tanto éxito como las demás;
pero sólo la parroquia de San Lorenzo se ha beneficiado de sus frutos durante mucho
tiempo, pues Marsella, ciudad muy rica y bien poblada, con posibilidades de
multiplicar este bien tan grande y necesario, durante dieciséis años sólo tuvo esta
escuela de los Hermanos. Con todo, más de una vez se tuvo el proyecto de aumentarlas.
Este plan se planteó, e incluso se comenzó, cuando el señor de La Salle se estableció
allí, pero sólo se llevó a cabo después de su muerte. Dios quería que el santo varón
fuera a aquella ciudad a regarla con sus sudores, y a sembrar la semilla de sus virtudes
y de sus sufrimientos, antes de que su comunidad pudiera recoger los frutos. Así,
desde 1704 a 1720 la escuela de la parroquia de San Lorenzo fue la única de los
Hermanos en Marsella; y sólo después de la horrible epidemia de peste que afectó a la
mayoría de sus habitantes, se llevó a cabo el plan de incrementarlas. El contagio, que
diariamente hacía nuevos estragos, tampoco perdonó a los dos Hermanos. Uno de
ellos falleció, y el otro, curado cuando estaba a las puertas de la muerte por una
especie de milagro, empleó la vida que Dios le había devuelto en servicio de los
apestados de su barrio.

2. Apertura de cuatro escuelas en las otras cuatro parroquias


de la ciudad, en 1720
Fue entonces cuando el ilustre y caritativo prelado, monseñor H. F. Xavier de
Belsunce de Castel-Moron, que acababa de realizar en Marsella lo mismo que san
Carlos había hecho en Milán, en tiempo de la peste, quiso coronar los brillantes
ejemplos de caridad y de virtud que había dado durante la desolación de la ciudad,
presa del
<2-13>
contagio, y determinó crear nuevas escuelas de caridad; y las abrió en las otras cuatro
parroquias de la ciudad. Contribuyeron a ello varias personas de piedad, entre ellas el
señor Morelet. Este virtuoso comerciante, que puso la mayor parte de su fortuna en
reserva para la eternidad, dedicándola a las buenas obras, siempre mostró un celo
singular por la instrucción de la juventud. Ya había establecido una escuela en la
parroquia conocida como La Mayor, y había encargado de ella a un eclesiástico; pero
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 591

después de dar otro puesto a este ministro del Señor, se la encomendó a dos
Hermanos, y la fundó con medios suficientes, a los que ha añadido hace poco otras
cuarenta libras de renta.

3. Los Hermanos entran en el asilo de Marsella


Una vez que todas las parroquias de Marsella estuvieron dotadas de escuelas de
los Hermanos, dedicados a la instrucción de los pobres de la ciudad, era justo que los
niños del asilo no se vieran privados de tal ayuda, y así, los administradores del
mismo, algunos años después, se apresuraron a procurárselo. Para conseguirlo,
emplearon el prestigio de su piadoso prelado, y actuaron con todo su celo, favorable a
la instrucción de los ignorantes. El asunto no era fácil de realizar. En el ánimo del
superior de los Hermanos se agolpaba un montón de inconvenientes y peligros,
contra el deseo que tenía de satisfacer a los señores administradores. Temía que los
suyos, mezclados en esta casa con extraños, con otro espíritu y otra profesión, se
convirtiesen en objeto de envidia o de aversión si tenían parte en la dirección de la
casa, o bien en objeto de desprecio o de bromas si no tenían autoridad. Temía además
que los Hermanos, mezclados con los seglares de la casa, por medio del trato con
ellos se familiarizaran y los imitaran para hacerse semejantes. Los judíos, mezclados
con los gentiles, siguieron sus ejemplos y aprendieron a ser como ellos. Eso es lo que
ocurre muchas veces a quienes secuestrados del mundo por estado mantienen
contacto con los seglares. Insensiblemente pierden el espíritu de retiro, de
recogimiento y de mortificación, y se llenan del espíritu del mundo, del que tanto
esfuerzo les costó vaciarse.
Con todo, los administradores deseaban con laudables ansias que los niños del
hospicio estuvieran encomendados a los cuidados y a la educación de los Hermanos,
e insistieron tanto al superior, que no pudo negarse. Ellos, por su parte, tuvieron la
bondad de aceptar las condiciones que se les exigían, como sabias precauciones para
mantener a los Hermanos en perfecta regularidad. Después de todo, sólo el tiempo
puede enseñar lo que la virtud de los Hermanos tiene que temer en un lugar donde,
aunque tengan un reglamento, no es una comunidad propiamente regular, y qué bien
pueden desarrollar en una casa donde el orden, la subordinación y la piedad no tienen,
de ordinario, profundos cimientos en el corazón, y donde el temor, el respeto humano
y el interés mueven a casi todos los que la habitan.
Si quieren resguardarse de la envidia que reina en todas partes donde hay hombres,
ganarse la benevolencia de aquellos a quienes dirigen sin halagar sus pasiones, y
mantenerse con autoridad ante los niños a quienes educan, sin que nadie pretenda
arrebatársela; y si quieren atraerse el respeto de aquellos a quienes no pueden
ganarse, y vivir en soledad en medio de un mundo de niños, tumultuoso y poco
disciplinado, necesitan suma atención y singular prudencia. Por lo demás, si la pasión
de otro y la malicia humana les dificultan producir fruto, donde hay tanto que esperar,
y les obligan a dejar un lugar en el que entraron con mucha repugnancia, la
592 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

experiencia les servirá como prueba de que la gracia de su estado no es atender a los
asilos.
<2-14>

4. Bondad de la ciudad de Marsella con los Hermanos,


donde en este momento son dieciséis
Por lo que acabamos de decir, se puede ver que la ciudad de Marsella mostró
mucho celo por la fundación de las escuelas gratuitas. Dieciséis Hermanos,
distribuidos por los diversos barrios, instruyen con éxito a los hijos de los pobres. Se
ha provisto cuidadosamente a su sustento mediante fundaciones que la caridad de los
concejales y jueces-cónsules de la ciudad quieren aumentar actualmente con
ochocientas libras. Para ello se ha dirigido una petición a la Corte, y han encargado al
Hermano superior que la presente al cardenal Fleury. Además, como los Hermanos
vivían con poco espacio en la casa que habitaban, los miembros de la ilustre Cofradía
de Nuestra Señora del Buen Socorro, formada por los principales burgueses de la
ciudad, los han alojado en una casa hermosa y cómoda, casi toda amueblada, llamada
Casa de la Cofradía de Nuestra Señora del Buen Socorro. En fin, para que no faltase
nada para el perfecto establecimiento de los Hermanos en Marsella, han sido
admitidos entre los Regulares como comunidad, por el señor obispo de la ciudad,
en 1727.
Creo que no hay ninguna otra ciudad en Francia donde los Hermanos puedan
congratularse con más motivo que Marsella. Tienen hacia ella profundo
agradecimiento y tratan de ser útiles ante el Señor con sus deseos y oraciones. Esto es
cuanto tenemos que decir actualmente de las escuelas cristianas que funcionan en
ella.

5. El señor de La Salle se ve forzado a volver de la casa del barrio


de San Antonio a la casa del barrio de Saint Germain;
le piden Hermanos para Darnétal
Antes de relatar cómo el señor de La Salle fue a la capital de Normandía para
padecer nuevas cruces al crear nuevas escuelas, hemos de volver al barrio de San
Antonio, lamentando aún los escombros de lo que los maestros calígrafos acababan
de destruir. El santo varón, al ver destruida la escuela dominical, formó el designio de
abandonar una casa donde ya no podía hacer nada, y una ciudad en la que sólo
encontraba enemigos. Presentía que la tormenta iba a pasar del barrio de San Antonio
al de Saint Germain, y que causaría los mismos desastres en las escuelas de los
Hermanos, ya que nadie intentaba calmarla.
Ya había recibido en dos ocasiones cartas que le llamaban a Ruán. Su inclinación
le empujaba hacia ella, y la situación del tiempo le invitaba. Su extrema pobreza no le
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 593

permitía seguir con el alquiler de una casa inútil. Las furiosas acometidas que habían
sacudido a su pequeña congregación desanimaban de ingresar en ella a quienes lo
deseaban. La persecución había afectado a los novicios y le quedaban muy pocos.
Para completar el apuro, conservaba aún el buen número de muebles con que les
había enriquecido la señora de Voisin, y no sabía dónde dejarlos en depósito; pero la
divina Providencia, que no le olvidaba nunca, inspiró a una buena persona para que le
cediera un amplio almacén vacío, y allí los llevó. Luego hizo transportar sin llamar la
atención los que se necesitaban en la casa de los Hermanos de la parroquia de San
Sulpicio, y él, con los pocos novicios que le quedaban, se retiró allí, a comienzos de
1705. No estuvo mucho tiempo en ella, pues no tardó en presentarse la ocasión que
estaba esperando para salir de ella. En la parroquia de San Roque le pidieron dos
Hermanos para atender una escuela. Quedó encantado; los cedió de inmediato, y se
retiró con ellos y con tres sacerdotes a la misma, pues siempre acogía a alguno en
los diversos sitios donde vivía; pero esta escuela no duró más de dos o tres años, y los
Hermanos fueron sustituidos por jóvenes estudiantes. La razón de este cambio fue
que se quería obligar a los Hermanos a asistir a los catecismos que daban algunos
eclesiásticos de la parroquia en la iglesia, para mantener el orden y el silencio, y
exigir buen comportamiento a una juventud disipada. Esta exigencia era
<2-15>
laudable, pero no convenía a personas tan regulares, que en esta función se exponían a
la disipación y tenían que dejar algunos ejercicios de piedad.
Desde el mes de septiembre del año anterior, 1704, el señor de La Salle había
recibido cartas desde Ruán, en que le pedían encargarse de una escuela en Darnétal,
extensa barriada casi a las puertas de la ciudad, muy poblada y famosa por las
manufacturas de telas, y donde la señora de Maillefer ya había fundado, hacía años,
una escuela gratuita para niñas. Los miembros de la Congregación de los jesuitas
financiaban el mantenimiento de un maestro, cuyo fallecimiento forzaba a buscar un
sustituto. El señor abate Deshayes, uno de los miembros de la congregación, que
actualmente es párroco de San Salvador, alabó tanto ante aquellos señores a los
Hermanos de las Escuelas gratuitas y a su superior, al que había conocido en el
seminario de San Sulpicio, que ganó en favor de ellos todos los votos. Así,
determinaron pedir que fueran dos, si querían contentarse con la pensión de cincuenta
escudos, más el alojamiento, que era lo que se abonaba al maestro difunto.
El abate Deshayes, encargado de gestionarlo, hizo la propuesta al siervo de Dios,
en París, por medio del señor Chardon de Lagny, sacerdote que residía en la
comunidad de la parroquia de San Sulpicio, que hasta su muerte estuvo encargado de
los nuevos conversos de aquella extensa parroquia, ya que él había seguido durante
algún tiempo la religión pretendidamente reformada, y conocía bien la situación de
tales personas; desempeñó su cargo con sumo celo y éxito. Aparte de eso, había
compuesto siete u ocho volúmenes en formato de doce, que son sabios y muy
buscados para diversas materias. El que se titula Tratado de la comunión bajo las dos
594 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

especies, donde demuestra el engaño y el abuso de los protestantes que afirman que es
necesaria, es de los mejores. Sólo un hombre tan desprendido como el señor de La
Salle podía escuchar favorablemente semejante propuesta, pues le pedían dos
Hermanos pero dejaban a su cuidado su sustento. Pedían dos, y sólo ofrecían por ellos
la módica pensión que pagaban al difunto, que no bastaba para uno solo. Así el siervo
de Dios contaba con otra bolsa distinta de la de aquellos señores de la Congregación de
los jesuitas, acogiendo favorablemente su petición. En esto tuvo claramente razón,
pues se cerró algunos años después, como se verá.
Su recurso era la divina Providencia, y vio claramente que a ella debía confiar sus
discípulos, si quería establecerlos en la capital de Normandía. Cualquiera se
sorprenderá de ver allí hasta doce Hermanos, de los cuales diez están empleados en
las escuelas gratuitas, sostenerse desde hace casi treinta años, ellos y las escuelas, por
pura caridad. Mayor será la sorpresa al saber que han estado durante todo ese tiempo
abandonados completamente a su pobreza, y que sólo han recibido limosnas de fuera.
Es el único lugar del reino donde no se ha tenido consideración ni a sus necesidades ni
a los grandes servicios que han hecho al pueblo. Sin embargo, este lugar donde han
sido tan despreciados y abandonados, es el que escogió la divina Providencia como
escenario de su inmensa asistencia en su favor, como se va a ver. Otra dificultad podía
frenar el consentimiento del señor de La Salle de aceptar la propuesta que le hacían, y
era que él tenía como norma, y siempre la había observado, no aceptar escuelas en las
zonas rurales, pues las consideraba peligrosas para la salvación de sus Hermanos, que
en la soledad y fuera de la compañía y de los ejemplos de los demás, podrían
encontrar mayor libertad y más
<2-16>
ocasiones de extraviase. Pero esta dificultad se desvaneció cuando supo que el lugar
para el que pedían discípulos suyos estaba a las puertas de la ciudad de Ruán, más
próspera y poblada que muchos otros lugares que tienen el nombre de ciudad. Por
otro lado, el señor de La Salle presentía que sus Hermanos, a las puertas de Ruán, no
tardarían en entrar en la ciudad, y que los llamarían cuando vieran su método de llevar
las escuelas y de educar a los niños.

6. Deseo del señor de La Salle de ver las escuelas establecidas en Ruán


En su interior, el señor de La Salle tenía santa pasión de establecerse en Ruán, y
este vivo deseo lo tenía desde el nacimiento del Instituto. Le parecía que Ruán había
sido el origen y era justo que recogiera también los frutos. El señor Niel había tenido
escuelas gratuitas en Ruán antes de ir a enseñar a Reims. Fue la virtuosa señora de
Maillefer quien había concebido en Ruán el proyecto de abrir un escuela en su tierra
natal, y quien envió al señor Niel para intentarlo. Era, pues, natural que así como las
aguas vuelven a la mar, de donde salieron, también los Hermanos llegaran a tener las
escuelas de caridad en el lugar donde, por decirlo así, fue concebido el Instituto.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 595

7. Apertura de la escuela gratuita para los niños de Darnétal, en 1705


El señor de La Salle, al considerar la ciudad de Ruán como el lugar de origen de su
Sociedad, creyó que había que atenderla con generosidad y con entero desinterés.
Así, sin inquietarse por la alimentación y el vestido de sus hijos, concedió todo lo que
pedían, en la respuesta que dio al señor Deshayes. Pero les puso la condición expresa
de que aquellos que enviase a Darnétal se limitarían a desempeñar la función de
maestros de escuela, como se hacía en todos los demás lugares. Tomó esta precaución
porque temía que se quisiera obligar a los Hermanos a hacer lo que tienen costumbre
de realizar en los pueblos los maestros de la escuela, como cantar, ponerse el roquete
y ayudar al párroco en su ministerio, funciones todas ellas prohibidas a los Hermanos
por reglas esenciales, cuya infracción cambiaría la naturaleza del Instituto. A esta
precaución, el prudente superior añadió otra: enviar a Darnétal a un Hermano para
visitar el lugar, ver si convenía para una escuela, y disponer con el señor Deshayes lo
necesario en la casa que sería la vivienda de los Hermanos y tener todas las cosas
dispuestas.
Hecho esto, el señor de La Salle, después de haber pedido la aprobación del señor
arzobispo de Ruán, envió a dos Hermanos, hacia comienzos de febrero de 1705, y en
cuanto abrieron la escuela, esta se llenó de alumnos, y con ellos entró también la
bendición del Señor. En menos de dos meses los frutos fueron más abundantes que en
ningún otro sitio.
El brillo de la nueva escuela llegó muy pronto a Ruán, y despertó el celo de algunas
personas de bien, que desearon tener en la ciudad el beneficio que ya gozaba el
amplio y próspero barrio cercano. Desde entonces formaron el proyecto de establecer
allí a los Hermanos, y no tardó en ser realizado, como se va a ver; lo que el señor de La
Salle había previsto e incluso predicho. Esta esperanza fue la que le indujo a aceptar
esta escuela, a pesar de la módica pensión, que era sólo de cincuenta escudos, y no
muy seguros. En efecto, pocos años después se la quitaron. Los mismos que habían
llamado a los Hermanos a aquel lugar los abandonaron y no les pagaron ni la pensión
prometida de cincuenta escudos, ni las reparaciones, grandes o pequeñas, de la
vivienda. Esa era la penitencia, se dice, que merecía el ya fallecido párroco de
Longpaon, enfrentado a la constitución Unigenitus; pero quienes se la impusieron no
se dieron cuenta de que no era el cura apelante quien la sufría, sino los Hermanos. Sea
como fuere, como no sucedió nada que el señor de La Salle no hubiese previsto, y que
si al enviar a los Hermanos a Darnétal confió sobre todo en Dios, consideró que no
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había perdido nada por el cese de la módica pensión, si no habían perdido la confianza
en el autor de todos los bienes. Conforme con este sentimiento, no quiso retirarlos de
Darnétal, cuando les retiraron la pensión. Esta escuela subsiste aún hoy aunque sólo
cuenta con setenta y cinco libras de renta. El señor cura párroco que hoy gobierna la
parroquia, muy afecto a los Hermanos, ha encontrado el medio de completarla por
medio de una cuestación que se realiza entre los habitantes cada tres meses. Esta
596 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

escuela todavía hoy es floreciente y está tan llena de niños como lo estuvo en los
comienzos. En cuanto se abrió, como acabamos de decir, fue envidiada en Ruán,
y ella misma se recomendó a sí misma y se ganó buena fama por los frutos que
producía. En la ciudad se advirtieron los beneficios y la necesidad de contar con una
ayuda semejante para la juventud pobre, y se esforzaron por conseguirlo. Los vicarios
mayores no tardaron en ser informados y en ser urgidos a establecer en Ruán escuelas
de caridad. Les gustó este proyecto, y ellos mismos se constituyeron en celadores ante
monseñor Colbert, a la sazón arzobispo de Ruán. Felizmente, éste acababa de llegar y
pudo dar las órdenes hacia el final de la Cuaresma. El prelado, que amaba el bien
y juzgaba mejor que nadie lo que era sólido e importante, supo apreciar en este plan su
justo valor, y después de la erección del seminario, ninguna otra obra pesó tanto
en su espíritu. Su testamento lo probó, pues en él no se acordó de otra cosa que de su
seminario menor y de la comunidad de maestras que había fundado en Ernemont.
Estas obras, al tenerlas más a pechos que todas las demás, ya que eran sus propias
obras, las consideraba en su espíritu como obras fundamentales y de orden superior, y
las enriqueció con sus liberalidades. De ese modo, estando siempre bien dispuesto a
favor de las obras importantes, apreció de inmediato el plan de sus vicarios mayores.
El plan se formalizó en cuanto se propuso. Monseñor Colbert no creyó necesario
someter a deliberación un proyecto de tal naturaleza, pues hay obras que no admiten
dilación ni discusión para su aprobación, ya que se ganan la mente y el corazón de
quienes tienen un fondo de bondad desde que se las exponen, por los importantes
beneficios y grandes bienes que ofrecen. Así pues, no hubo que hacer otra cosa que
adoptar los medios para establecer a los Hermanos en Ruán lo más pronto posible.
Monseñor Colbert sintió nuevo celo por la ejecución de este plan cuando vio a sus
pies a los Hermanos de Darnétal, que acudieron a presentarle sus respetos y pedirle su
bendición. Ya estaba predispuesto a su favor por todo lo bueno que había oído de
ellos, y los recibió con suma benevolencia, y deseó contar con otros semejantes a
ellos lo antes posible para la ciudad, capital de Normandía.
La escuela de Darnétal se acababa de abrir y ya producía muchos frutos, y el señor
arzobispo se prometía frutos semejantes para Ruán, y sentía impaciencia por
recogerlos. Así, después de haber pedido noticias de su superior, les preguntó si
podría enviar algunos de sus Hermanos a Ruán, para establecer allí escuelas gratuitas.
Como el señor de La Salle lo deseaba tanto como monseñor Colbert, los Hermanos,
que lo sabían, no corrieron ningún riesgo al asegurar al prelado que su superior estaba
dispuesto a satisfacerle.

8. El señor de La Salle es llamado a Ruán


por el arzobispo monseñor Colbert
Con esta respuesta, el señor arzobispo mandó al abate Coüet, que gozaba de su
confianza, que escribiera al señor de La Salle para que fuera cuanto antes a Ruán, para
hablar con el prelado antes de que éste saliera, al día siguiente de Pascua, para atender
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a las parroquias; tenían que tratar con él sobre la apertura de una escuela con sus
Hermanos. El plan del santo fundador, de trasladar su noviciado a Ruán,
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no quedaba de lado, puesto que el abate Coüet le habló de ello en esta carta, y le
expresaba el deseo que tenía de colaborar con él en la realización de buenas obras.
Esta carta, tan favorable para los planes del piadoso fundador, llegó en unas
circunstancias tales que no la podían hacer más agradable; pues la recibió en un
momento en que, rechazado por todos, arrojado de todos los sitios, no sabía a dónde ir
a parar, ni en dónde juntar los despojos de su noviciado. Era necesario que él se
marchara de París y que se eclipsase a los ojos de sus enemigos, declarados o
disfrazados, para mitigar el furor de unos y disipar los prejuicios de los demás. Los
Hermanos de Darnétal también le escribieron para informarle de la buena marcha de
la escuela, de los piadosos deseos que con ella se habían suscitado, de su visita y
conversación con el señor arzobispo, y le insistían en que acudiese él mismo, lo antes
posible, para terminar lo que felizmente se había comenzado. Así lo hizo, y viajó en la
diligencia hasta Ruán, y llegó fácilmente a un acuerdo con el prelado, que no
planteaba problemas para realizar buenas obras, y que sabía hacer que progresasen.
El señor de La Salle, por su parte, regresó al poco tiempo de haber llegado y volvió
a París para preparar a los Hermanos que debería enviar; mientras tanto, el señor
arzobispo habló con el señor de Pont-Carré, primer presidente del Parlamento, para
adoptar con él las medidas necesarias para conseguir realizar su designio, el cual
gustó mucho a aquel ilustre magistrado, que unía una mente preclara a una piedad
eminente. El señor de Pont-Carré prometió que lo apoyaría con toda la fuerza de su
autoridad y con todo su celo. Y cumplió su palabra, pues se ha convertido en el padre
más que en el protector del Instituto, como se verá en lo sucesivo.
La intención de monseñor Colbert no era fundar nuevas escuelas gratuitas para los
Hermanos, sino darles posesión de las que ya estaban fundadas, de las que el señor
Niel tuvo en otro tiempo la dirección, y de las cuales disponían en aquel momento los
administradores del Asilo de pobres válidos. El asunto no carecía de dificultad, y a
pesar del prestigio que podía tener en su diócesis un arzobispo que era hijo de uno de
los grandes ministros que haya habido en Francia, y de la ventaja que le daba su
dignidad en la asamblea de la Oficina, de la cual era jefe, pensó que no conseguiría
hacer aprobar el proyecto si no era sostenido con la autoridad, el celo y la elocuencia
del señor de Pont-Carré.
Este ilustre magistrado se expresa con tanta facilidad, con tanta agudeza y con
tanta gracia, que es difícil resistir a su palabra, y no dejarse llevar a donde él quiere
conducir. El prudente prelado quiso contar con esta ventaja tan poderosa, de un
primer presidente. Pensaba que sería suficiente con que el jefe del Parlamento
mostrase su apoyo y hablase en su favor en la asamblea de los administradores, para
lograr que su propuesta fuese aplaudida y aceptada con todos los votos. Con este
propósito convocaron de común acuerdo la asamblea de la Oficina y presidieron la
598 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

reunión. El señor arzobispo explicó su plan, y el primer presidente usó su talento y


buen decir para lograr que se aceptara.

9. Oposición que encontró monseñor Colbert a este plan


Se sentirá tristeza al saber que un plan tan piadoso y ventajoso para la gente no fue
aprobado por los señores administradores, que son los jefes de la Oficina, en cuanto
se les propuso. Con sólo su presencia, con sólo su autoridad y tan sólo con haber
indicado su deseo, hubieran conseguido el éxito, si no se hubiera tratado de una obra
buena; pero yo no sé por qué fatalidad sucede que todo lo que es bueno y todo lo que
interesa a la gloria de Dios encuentra contradicción. Tal vez fue la prevención contra
los nuevos centros; o tal vez la aprensión de ver que una Comunidad nueva,
desconocida, penetraba en una ciudad que se consideraba
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sobrecargada con el número de las que ya existían; o tal vez fue el recelo de perder el
derecho adquirido de nombrar a los encargados de aquellas escuelas, como
agraciados por un beneficio; o acaso la antipatía y aversión secreta hacia los
forasteros; yo no sabría decirlo. Pero cualquiera que fuese, la propuesta del señor
arzobispo sorprendió a los administradores, y el señor arzobispo no se extrañó menos
de la sorpresa que mostraron. Ciertamente, esperaba encontrar dificultades, pero de
ningún modo esperaba ver a aquellas personas tan alteradas con la propuesta que
había hecho, como si se tratase de introducir en la ciudad a sus mismos enemigos. Se
puede asegurar que en cada lado hubo cierto desconcierto.

10. Lo que hizo el señor arzobispo para superar las dificultades


Sin embargo, al abordar la deliberación, el prelado intentó distender los ánimos
aduciendo sólidas razones; les hizo considerar que no se trataba de llamar a una
comunidad onerosa, cuyos miembros no eran buenos sino para ellos mismos, sino
que eran personas dedicadas a la instrucción y a la educación de la juventud más
pobre y abandonada.
Quiso que considerasen la diferencia que existe entre unos cuerpos dotados, por
decirlo así, de bocas inútiles para el Estado, que hacen sentir la incomodidad de su
vecindad y que llegan a estar a cargo de las localidades donde se hallan, o a causa de
la amplitud del terreno que ocupan, o por las múltiples riquezas que poseen, o por el
comportamiento y disipación de los sujetos que la forman, y unos Institutos cuya
finalidad inmediata es hacer bien a la gente, practicar la caridad con el prójimo y,
sobre todo, ejercer un servicio gratuito para con los más pobres y miserables. Hizo
que sintieran que los desórdenes, el libertinaje y la corrupción del pueblo bajo, y en
consecuencia los desórdenes del Estado, no tenían otro principio que la falta de
instrucción. Añadió que resultaba extraño que en medio del cristianismo hubiera
hombres que quizás no conocen a Dios, que ignoran a Jesucristo y sus misterios, y
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 599

que quizás no sepan la diferencia que existe entre ellos y los animales, entre los vicios
y las virtudes, y que desprecian tanto la ciencia de la salvación como los deberes de la
sociedad civil, porque crecieron en edad pero sin religión, sin cultura y sin que nadie
tuviese cuidado de su educación.
Dijo también que no se necesitaban largas reflexiones para saber lo que el rey tiene
que temer de sus súbditos que no tienen temor de Dios; lo que los ciudadanos
soportan de las gentes que sólo siguen la ley de sus cuerpos y de sus sentidos; lo que
el Estado puede esperar de personas que son en su mayoría juradores, blasfemos,
borrachos, iracundos e impíos por naturaleza; que no se podía desconocer que este
mal, que es la mayor llaga tanto del Estado como de la Iglesia, tenía como única
fuente la ignorancia y la mala educación. De lo cual concluía que el Estado no tenía
menos interés que la Iglesia para buscar el remedio; y que ese remedio, tan importante
y necesario, era establecer escuelas gratuitas para los que no tienen posibilidad de
comprar la instrucción con dinero.
Estas reflexiones tan sensatas daban mucha ventaja a la piadosa causa que defendía
el señor arzobispo, y tenían que producir fuerte impresión en los administradores, que
por lo general son personas inteligentes y formadas; de forma insensible llevaban las
mentes a donde el prelado quería llevarlas; y a aquellos señores de la Oficina les
enseñaba que como buenos ciudadanos y como buenos cristianos, tenía que desear a
los Hermanos, y favorecer, tanto por amor al Estado como por espíritu de religión, a
un Instituto tan necesario para la gente.
En fin, existen escuelas gratuitas cuya fundación depende de la Oficina, y cuyos
maestros son nombrados por los administradores. A ellos corresponde la elección;
pero la conciencia les obliga a preferir a los mejores, a los que tienen mejores
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disposiciones para educar e instruir convenientemente a los hijos de los pobres. Este
oficio conviene perfectamente a clérigos jóvenes, pero el capital que debe servir para
su retribución no es suficiente para ellos; incluso es demasiado módico para laicos
que no sean completamente ignorantes de su oficio. Como cada uno debe vivir con lo
suyo, cuando no alcanza para lo necesario se desquita con obras extrañas o por vías
ilegítimas. De ese modo, si las escuelas de caridad, fundadas para ser gratuitas, no
proporcionan a los que las atienden lo necesario para vivir, tendrán que buscarlo en
otro sitio, realizando otras cosas o exigiendo secretamente recompensas o salarios
que destruyen la gratuidad de las escuelas. De donde se deriva que las fundaciones
módicas no son nunca adecuadas, o lo cubren muy mal.
Esta sola razón, en aquel momento, debería bastar para decidir; pero hoy uno se
irrita cuando se habla de personas de comunidad; parece que comprometerse con
ellos fuera como cargarse de cadenas; y, sin embargo, sólo una comunidad puede
proporcionar de forma habitual buenos sujetos para las escuelas. Educados y
formados en este espíritu, poseen un saber hacer, para tenerlas, superior al de todos
los demás que ejercen esa función. Les gusta este estado porque se consagran a él por
600 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

vocación. Al ser la caridad únicamente quien les llama, sólo piden lo imprescindible
para dedicarse a él. Si se quiere valorarlo, se verá que, teniéndolos, siempre se sale
ganando. Los niños son bien instruidos y bien educados bajo su mano, porque es una
mano caritativa. Cuando se llama para la instrucción de los niños a otras personas
distintas de los Hermanos, si se quiere que sean competentes y entregados, habrá que
contar con darles el doble o el triple.
Puesto que la Sociedad de los Hermanos proporciona excelentes maestros para la
lectura, la escritura y la aritmética; puesto que su método para aprender es el más
corto y el mejor; puesto que en sus escuelas se aprende en poco tiempo, por el silencio
que reina en ellas, lo que se tarda mucho en aprender con los maestros calígrafos;
puesto que ninguno de éstos se contentaría con el doble de la pensión de un Hermano,
es evidente que siempre se sale ganando con tenerlos. E insisto una vez más: con los
Hermanos los niños se instruyen antes, se educan mejor, se forman con mayor
cuidado en las buenas costumbres y en los deberes del cristiano, y se les prepara
mucho mejor para hacer la primera comunión. Pues bien, todas estas ventajas,
plenamente gratuitas y necesarias para los hijos de los pobres, a los que tengan el celo
de procurárselo, apenas les supone una reducida pensión.
Por consiguiente, la razón, las ventajas para los pobres y el mismo interés de
la Oficina, todo ello se expresaba por la boca de monseñor Colbert, que proponía fijar la
mirada en los Hermanos para confiarles las escuelas de caridad. Sin embargo, era ésa
la elección que no podía satisfacer a mentes empantanadas en sus prejuicios. Sólo con
mucha dificultad consiguió el señor arzobispo hacer que comprendieran las ventajas
del plan que proponía. Pero, con todo, al final, los ánimos se acercaron, y ya fuera por
complacer a monseñor Colbert, ya por deferencia hacia el primer magistrado, ya
simplemente por hacer justicia a las razones aducidas, se llegó al acuerdo de admitir a
los Hermanos en el asilo para atender las escuelas y para confiarles las de la ciudad
que ya estaban sostenidas, que eran aquellas que había dirigido, en otro tiempo, el
señor Niel.

11. El señor de La Salle es enviado a Ruán por monseñor Colbert;


manera como realizó el viaje con los Hermanos
Monseñor Colbert, de regreso a París, comunicó esta noticia al señor de La Salle, y
le urgió para que enviase a Ruán el número suficiente de Hermanos para enseñar a los
pobres de la Oficina, y para hacerse cargo de las escuelas de caridad de la ciudad. El
motivo secreto para apresurar la salida de los Hermanos era, ciertamente, el recelo
que tenía de que, si se demoraba el asunto, los señores de la Oficina tuvieran
tiempo de volver a sus prejuicios. Su
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sospecha estaba bien fundada, y había previsto lo que ocurrió en efecto. Pero se
puede decir que los deseos del santo fundador se cumplieron en esta ocasión, pues
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 601

hacía más de doce años que anhelaba que sus Hermanos se hiciesen cargo de las
escuelas que había tenido el señor Niel. Incluso había asegurado, con espíritu como
profético, que ellas serían su herencia, y ahora veía con gozo que su predicción se
cumplía.
Su mirada, sin embargo, iba más lejos. Pues era necesario tener un noviciado, y
sabía que no podía mantenerlo con suficiente tranquilidad en París. Por eso estaba
pensando en trasladarlo a Ruán. Ninguna otra ciudad del reino, aparte de la capital, le
parecía que era más adecuada para cumplir este plan. Se trataba de una ciudad grande,
rica y bastante cercana a París, y por eso esperaba encontrar en ella el apoyo que en
París se le negaba, y, sobre todo, pensaba que en ella no encontraría las mismas
persecuciones. Además, el comercio que existe entre ambas ciudades y la facilidad de
transporte para ir de una a otra permiten hacer el viaje con poco gasto.
Pero mientras se preparaba el traslado de los Hermanos, los sentimientos habían
cambiado en Ruán. Los que dirigían las escuelas tenían interés en conservarlas y
habían comenzado a moverse para impedir que fueran sustituidos. Las primeras ideas
ya se habían despertado, y los administradores, que en ausencia del señor arzobispo y
del primer presidente olvidaron fácilmente las decisiones que habían adoptado con
tanta dificultad, ya no querían oír hablar de los Hermanos.
Este contratiempo no desalentó al prelado, pues algo así se le esperaba. Dijo al
señor de La Salle que no se inquietase y que enviase a los Hermanos, y que los
acompañase él mismo; además le prometió que él saldría sin demora hacia Ruán para
solventar todas las dificultades y que volvería a encontrarse con él en cuanto llegase.
602 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

CAPÍTULO III

El señor de La Salle lleva a sus Hermanos a Ruán,


y se establecen allí, pero con muchas dificultades
y sometiéndose a unas condiciones durísimas y adversas

El piadoso fundador tomó con sus Hermanos el camino de Ruán, casi como hiciera
san Antonio al salir hacia Alejandría acompañado de sus monjes, en silencio y
en oración. Este viaje, santificado con el recogimiento y la oración continua, podía
ser considerado como una peregrinación de devoción, perfectamente regular. Lo
hicieron con una modestia tal, que ni el cansancio del camino ni la variedad de
paisajes ni los encuentros fortuitos la pudieron alterar. Todos los ejercicios de
comunidad se hicieron en el camino, con la misma puntualidad con que se
observaban las reglas en casa.
Los caminantes asistían todos los días a la misa, celebrada por quien les servía de
ángel visible, y comulgaban en ella. Este nuevo Rafael, al guiarlos hasta Ruán, sólo
les mostraba los caminos hacia la eternidad, y sólo les dejaba ver el camino que lleva
al cielo. Para los que se cruzaban con ellos, aquello era todo un espectáculo, y a todos
dejaban el buen olor de Jesucristo. Al verles en su forma de caminar, en seguida se
pensaba que eran hombres de Dios; y como la forma de su hábito no se había visto por
aquellos lugares, todos se preguntaban quiénes eran aquellas personas que, al
contrario que los demás viajeros, caminaban sin hablar, y que sólo se servían de los
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ojos para guiar sus pasos. Su llegada a las posadas era otro motivo para informarse
sobre aquellos nuevos huéspedes; pues cuando los veían entrar en aquellas casas
públicas, que a menudo son también lugares de confusión y de desorden, como si
entrasen en la iglesia, y buscar la habitación más alejada para ponerse en oración, y
para descansar luego, con más oración, de las fatigas de un viaje hecho a pie, hasta los
más indiferentes se sentían intrigados por la curiosidad de saber quiénes eran aquellos
forasteros que hacían de una posada un convento. En resumen, un viaje hecho de
aquella manera era un verdadero retiro. Así es como lo llamaron los Hermanos que lo
hicieron. Todos sus pasos, marcados con los rasgos de la virtud, tenían que
conducirlos, al parecer, a una ciudad favorable y lograr que los recibieran en ella
como a hombres llegados del cielo. Y sin duda hubiera sido así, si en los designios
eternos no estuviera ya determinado que las mejores obras son aquellas que deben
saborear las contradicciones más amargas.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 603

1. El señor de La Salle encuentra nuevas oposiciones,


que monseñor Colbert trata de eliminar con acierto
El señor de La Salle, al cambiar de lugar, sólo cambiaba de cruz. Al ir a Ruán, iba a
la ciudad donde le esperaba la tumba y donde se preparaban nuevas dificultades para
él; pero como ya estaba acostumbrado, ninguna cosa de este género le extrañaba.
Muy al contrario, se habría sorprendido sobremanera si no le hubiese acompañado
allí la contradicción, como había ocurrido en otras partes. La llegada del señor
arzobispo tuvo lugar poco después de la suya. El santo varón fue a solicitar su
bendición y recibió la orden de asistir a la primera reunión de la Oficina.
El prelado, sin demorarlo más, hizo la convocatoria, después de haberlo tratado
nuevamente con el primer presidente, que se entrevistó con él. Los dos escucharon los
nuevos argumentos que se habían formado para oponerse, e intentaron superarlos,
pero fue inútil. Los prejuicios que se habían formado los señores administradores se
les presentaban como razones insuperables. Monseñor Colbert, viendo que resultaba
imposible hacer que volvieran sobre su primera decisión, apeló a la experiencia, y les
rogó que hicieran una prueba con los Hermanos. Era la única salida que se podía dar a
aquel asunto, para lograr que lo admitiesen, después de haberlo tratado bajo todos los
ángulos, sin haber avanzado nada. Las actitudes estaban tan radicalizadas, que cada
cual aducía las razones a su favor, y quedaba sólo la experiencia para ver de qué lado
estaba lo cierto. A los señores administradores les parecía ver un montón de
inconvenientes al hacer que los Hermanos entrasen, y pensaban que su admisión
en el Asilo acarrearía la ruina y el desorden de las escuelas. Monseñor Colbert, por el
contrario, pensaba que con ellos se impondría el orden, la instrucción y el buen
ejemplo. El litigio sólo se podría eliminar con la experiencia. «Hagan la prueba
—dijo monseñor Colbert—, y tengan conmigo la atención de probar si los
inconvenientes que ustedes temen son reales o imaginarios. Sólo la experiencia nos lo
puede mostrar; por tanto, no rechacen la posibilidad de comprobarlo, y hacer una prueba».
Esta propuesta era lógica y resultaba difícil rechazarla sin ponerse en evidencia y
demostrar la mala voluntad. Por eso fue aceptada, y consiguió, al parecer, que
desaparecieran todas las demás dificultades. Se acordó, pues, alojar a los Hermanos
en el Asilo, llamado Hospital de válidos, y encargarles la instrucción de la juventud.
Monseñor Colbert se congratuló por ello, y pensó que ya se había ganado todo.
Pero estaba muy equivocado. Tenía que vérselas con personas retorcidas, que saben
negarse a una cosa aparentando aceptarla. El prelado no se encontraba a gusto con el
giro que había dado al asunto, y desconfiaba que encerrase alguna trampa. Y en
efecto, los administradores tuvieron habilidad suficiente para convertirla en un ardid.
Al abrir una puerta para que los Hermanos entrasen en la Oficina, les abrían otra para
que se marcharan
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de manera infalible. Monseñor Colbert esperaba que el Asilo cambiaría de pies a
cabeza con la presencia de los Hermanos, y que al entrar con ellos la instrucción y el
604 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

buen ejemplo, quedarían expulsados los vicios y la ignorancia. Tenía derecho para
esperarlo, y si los Hermanos hubieran tenido tiempo y libertad para realizar lo que
hacen en otras partes, también él hubiera tenido este consuelo. Pero los
administradores, que sólo habían cedido en apariencia a su propuesta, por pura
complacencia y porque era demasiado razonable para contradecirla, estaban
decididos a hacer que fracasara.

2. Duras condiciones que imponen a los Hermanos


para admitirlos en la Oficina
¿Qué hicieron para conseguirlo? Limitaron a cuatro el número de Hermanos, sin
permitir nunca que aumentase. Los sometieron a obligaciones ajenas a su estado e
incompatibles con sus ejercicios regulares; los sobrecargaron de trabajo agotador:
1. Obligándoles a vigilar el tiempo de levantar y de acostar a los pobres, y de rezar
con ellos; 2. Obligándoles a instruir a los internos y a ir a dar clase a las cuatro
grandes escuelas de la ciudad; 3. Forzándoles a regresar desde los barrios más
alejados de la ciudad para la comida; 4. Exigiéndoles que antes de tomar su comida,
al volver de las escuelas, sirviesen a los pobres del Asilo.
Los administradores habían previsto que los Hermanos no podrían atender por
mucho tiempo estas duras y maliciosas condiciones, y que el señor de La Salle no
tardaría mucho en retirarles de una esclavitud tan onerosa. Todo iba a sufrir los
efectos: el cuerpo y el alma, lo espiritual y lo temporal, la salud y la regularidad.
Aquellos pobres israelitas, que gemían bajo el peso de su carga, y al comprobar que
su virtud se asfixiaba, no tardarían mucho en suplicar a su padre y pedirle que los
sacase de un lugar que era, para ellos, una especie de Egipto. Eso es lo que la sagacidad
de los administradores vieron en el futuro, y eso mismo fue lo que la sencillez
cristiana ocultó a los ojos de monseñor Colbert y del señor Coüet, aunque llenos de
luces.
No sé si el Espíritu de Dios descubrió al señor de La Salle la trampa tendida de
manera oculta con aquellas condiciones, y la exclusión real de sus Hermanos
disimulada con esta admisión simulada. Tal vez lo presintió, pero se calló, ya que su
modestia no le permitía contradecir al señor arzobispo y negarse a suscribir el
acuerdo que proponía para conciliar los ánimos. Por otro lado, la propuesta del
prelado consistía en algo tan equitativo que no se podía rechazar sin aparentar que se
ponían obstáculos. Tal vez el señor de La Salle se dio cuenta del remedio en el mismo
mal, y se ilusionó con encontrar en la dureza de aquel yugo el pretexto justo para
sacudírselo. Después de todo, la prueba que se hacía no tenía mayor importancia,
puesto que no conllevaba ningún compromiso, sino que sólo permitía realizarla con
más conocimiento. Acabada la prueba, ambas partes eran libres para tomar una
decisión. El santo fundador, no teniendo, en consecuencia, nada que arriesgar, aceptó
la ley tal como quisieron hacerla.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 605

Los Hermanos llegaron a Ruán el 19 de mayo de 1705, y cinco de ellos fueron


admitidos en la Oficina pocos días después. Además del alojamiento y la comida les
daban una pequeña pensión para su sostenimiento. La escuela de San Maclou se abrió
ya en el mismo mes de mayo, sólo unos tres meses después de la de Darnétal; y poco
después las de San Godardo y de San Eloy. La de San Viviano fue la última en abrirse.
Los Hermanos cuidaban de levantar a los pobres y hacían con ellos la oración. Hacia
las ocho de la mañana, cuatro iban cada uno a un barrio para enseñar a los niños.
Cuando regresaban, a mediodía, servían la mesa y cuidaban del orden durante la
comida. Cuando terminaban, iban ellos a comer juntos, y luego cada cual volvía a
su escuela. De vuelta, hacia las seis de la tarde, servían de nuevo a los pobres en el
comedor, y acababan la jornada
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como la habían comenzado, con la oración de la tarde. El quinto Hermano
permanecía en la casa para atender la escuela y para instruir a los pobres que estaban
acogidos en el Asilo. Hubiera sido deseable que este reglamento hubiese encontrado
en aquellos a quienes les estaba impuesto tanta fortaleza como buena voluntad; pero
como no era proporcionado a la capacidad humana, no pudo mantenerse mucho
tiempo.

3. Los Hermanos sucumben bajo el yugo insoportable


que los administradores del Asilo les han impuesto
Los Hermanos sucumbían bajo aquel fardo, y su espíritu se apagaba entre las
molestias y la actividad desbordante. Su salud quedó dañada y su virtud afectada, y en
esta esclavitud, que ocurría con peligro de ambas, perseveraron dos años. El señor de
La Salle, a quienes presentaban sus quejas, creyó que debían soportarlas. Esperaba
que los señores administradores, al final, se apiadarían de ellos, y que sentirían
remordimiento por forzar hasta tal extremo el servicio que exigían de los Hermanos.
Pensaba que serían los primeros en querer aumentar su número, o al menos que
aceptarían el ofrecimiento que les hacía; pero fue en vano.
Los administradores, que habían admitido a los Hermanos en la Oficina sólo para
complacer al señor arzobispo, no estaban dispuestos a conservarlos en sus puestos
por deferencia con el señor de La Salle. Si la cortesía no les permitía arrojarlos
de ellos, la política les ofrecía un recurso engañoso para deshacerse de ellos,
poniéndoles en la necesidad de marcharse. Con la excusa del interés de los pobres,
que no debían descuidar, se consideraban con derecho a no aumentar el número de
Hermanos, para no incrementar los gastos. Este motivo, que siempre parece como
honesto en boca de quienes tutelan los bienes de los pobres, y que es aplaudido por la
gente, no podía ser censurado por el señor arzobispo y por el primer presidente,
también ellos comprometidos, como jefes de la administración, a favorecer el bien
del Asilo.
606 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

Lo que resultaba favorable para el señor de La Salle era que aquella razón engañosa
le daba derecho a retirar a los Hermanos de la Oficina, pues era evidente que el yugo
que se les imponía estaba por encima de sus fuerzas, y la mayoría de ellos sucumbían
bajo el peso y caían enfermos. Los dos Hermanos que iban a San Maclou tenían cada
uno cien alumnos, y lo mismo ocurría con el que atendía la escuela de San Eloy; el
cuarto Hermano, en la escuela cercana a la puerta de Bouvreil, tenía ciento cincuenta,
y el quinto, en la Oficina, aún tenía más. Mantuvieron este exceso de trabajo como
pudieron, desde mayo de 1705 hasta junio de 1707. Cuando alguno de ellos caía
enfermo, o se sentía agotado, el señor De La Salle le sustituía con otro más vigoroso.
Pero esta situación no podía durar más.
Hacía bastante tiempo que este buen padre gemía a causa de la dura situación de
sus hijos. Y ante la impotencia de aliviarlos, oraba, ayunaba y hacía penitencias
extraordinarias para obtener del cielo el remedio a tal mal, o la luz para conocer lo que
debía hacer en tal situación. Él sentía mucha atracción por las escuelas del señor Niel,
y había creído que el cielo las destinaba a los Hermanos. Ya se veía en posesión de las
mismas, y sentía pena por tener que abandonarlas. Mientras su espíritu se debatía y
agitaba entre estas diversas reflexiones, recibió de sus discípulos una memoria que le
sacó de la indecisión y le ayudó a tomar una decisión. En esa memoria los Hermanos
sostenían la necesidad de salir de la Oficina, en la cual corrían tanto peligro el espíritu
del Instituto como su salud. El beneficio de los pobres, lo mismo que el suyo
particular, se veía afectado, y no les resultaba difícil demostrarlo: 1. El reducido
número de Hermanos, poco proporcionado con el número de alumnos, no era
suficiente para instruirlos bien; 2. Las
<2-25>
clases estaban demasiado llenas, con lo cual se agotaban los maestros y se descuidaba
el bien del niño; 3. El exceso de trabajo alteraba la salud de los maestros; por lo cual
se veían dañados la disciplina, el orden, el silencio y la instrucción; en una palabra, se
dañaba el fruto de las escuelas; 4. La fatiga, las molestias y el trabajo excesivo
causaban desorden en su interior y no les dejaba el tiempo suficiente para dedicarse a
la oración y a sus ejercicios ordinarios de piedad. De todo ello concluían que era
conveniente salir de la Oficina, alquilar una casa en la ciudad y vivir en ella de manera
conforme con el espíritu del Instituto. Añadían, además, que si los señores
administradores querían concederles los salarios destinados a los maestros de las
escuelas gratuitas de la ciudad, estarían contentos con una pensión tan módica, y
consentirían en aumentar su número para poder tener las escuelas con fruto; y que
temían menos sufrir la pobreza que quebrantar la regularidad.
El digno superior, después de haber sopesado a fondo ante Dios estas razones y
otras semejantes, no quiso decidir nada sin consultar antes con el primer presidente,
que se interesaba cada vez más por su obra.
Este distinguido magistrado apreció adecuadamente las razones de la memoria, y
aconsejó al siervo de Dios que las desarrollara en una petición y las presentara a los
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 607

administradores de la Oficina; al mismo tiempo le prometió que la apoyaría. Y es lo


que hizo. El señor de Pont-Carré no comprometía nada en esta ocasión. La petición
no necesitaba de su prestigio para pasar. Veía claramente que la retirada de los
Hermanos no necesitaba ninguna solicitud, y que se vería cómo se retiraban con más
gusto que como habían entrado. No encuentro que monseñor Colbert haya hecho
ninguna gestión para este asunto, y no sé por qué. Al parecer, o estaba ausente, o no
quiso mostrar que se interesaba en ver salir a los Hermanos de un lugar para el que
tanto los había sostenido; pues, por otro lado, siempre honró con su favor al señor de
La Salle y a sus discípulos, y nunca perdió su celo por las escuelas cristianas y
caritativas. Incluso no descuidaba el visitarlas, y fue un placer singular para él ser
testigo del nuevo método que los Hermanos emplean para enseñar sin hablar.

4. El señor de La Salle retira a los Hermanos de la Oficina, en 1707


El señor de La Salle fue muy bien recibido en la asamblea de los administradores
cuando supieron la propuesta que había hecho. Los participantes se hallaron muy a gusto
por haber conseguido el objetivo de sus deseos, y lograr echar con maña a quienes
habían recibido por respeto humano. Tuvieron además la alegría de ver cómo se
interesaban en la salida de los Hermanos las mismas autoridades que, por decirlo así,
habían mendigado su entrada. Su satisfacción fue perfecta cuando encontraron en la
petición el medio de convertir en beneficio para el Asilo la salida de los Hermanos, al
exigirles, para las escuelas de fuera, los mismos servicios, pero al más bajo costo.
La petición constaba de dos artículos: en el primero se suplicaba a los señores
administradores que aceptasen la retirada de los Hermanos, después de haberles
expuesto los motivos; en el segundo, los Hermanos se ofrecían a encargarse de las
escuelas gratuitas de la ciudad con las condiciones con que estaban fundadas, y
contentarse con la escasa paga que tenían asignadas. El primer artículo no presentó
ninguna dificultad; fue aceptado en cuanto se leyó. El segundo presentó a los
administradores la ocasión de tratar a los Hermanos con cierta especie de usura, por
permanecer en la Oficina; les concedieron que se hicieran cargo de las cuatro escuelas
de la ciudad con unas condiciones tan onerosas que se hubiera dicho que les hacían
comprar a precio abusivo el feliz privilegio de servir a los pobres.

5. Se concede al señor de La Salle que viva en la ciudad,


con la condición de atender las escuelas de San-Maclou,
San Viviano, San Godardo y San Eloy casi por nada
Mientras los Hermanos habían permanecido en la Oficina, sin querer limitar
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su trabajo, su número se había mantenido escrupulosamente en cinco, sin permitir
nunca que se sobrepasase. Estaban agobiados bajo el peso de tal carga. El exceso de
608 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

trabajo agotaba a unos, y a otros los hacía enfermar. No importaba, pues el Asilo
estaba siempre bien atendido, pues el reducido grupo era renovado cuidadosamente
por otros más vigorosos, que se sometían, a su vez, a aquel peso agotador. La salida
de los Hermanos iba a aliviarlos, al disminuir su trabajo casi a la mitad; pero les
impusieron como condición duplicar el número de maestros, colocando a diez entre
las cuatro escuelas de San-Maclou, Sant Viviano, Sant Godardo y San Eloy. La
segunda condición impuesta al señor de La Salle fue que se contentara con la mitad de
la pensión, esto es, con seiscientas libras. Al aceptar estas dos condiciones, se les
concedió el cuidado de las citadas escuelas.
El señor de La Salle consintió a todo, aunque se le pedía mucho y se le ofrecía casi
nada. Para comprender hasta qué punto el señor de La Salle llevó su desinterés en esta
ocasión, hay que saber que la pensión ordinaria de los Hermanos es de cien escudos
por cada uno, sin contar el alojamiento y los muebles que les proporcionan. Además,
cuando son varios en un mismo lugar, necesitan otro Hermano sirviente y un director
para gobernar, y para estar siempre dispuesto a reemplazar a alguno de los Hermanos
que se pueda sentir indispuesto.
Según eso, para proporcionar diez Hermanos empleados en las escuelas había que
contar con doce; su pensión a razón de cien escudos, sería de 3.600 libras; y si se
calcula en doscientos cincuenta libras, que es lo mínimo, suman mil escudos, sin
hablar del alquiler de la casa, que nunca es por su cuenta. Pues bien, por los doce
Hermanos no les daban más que seiscientas libras, y de esta cantidad, más de la mitad,
es decir, trescientas diez libras, se necesitaban para pagar el alquiler de la casa. Es,
por tanto, evidente que en Ruán sólo recibían la décima parte de la pensión que se les
paga en otros sitios para tener las escuelas gratuitas. Por eso me he adelantado a decir,
con razón, que se les pedía mucho y se les ofrecía muy poco. Hablando claro: se
encontraban muy cómodos aprovechándose de sus dificultades; pero no estaban
dispuestos a retribuirles con justicia. Sus servicios se tasaban al más bajo nivel, y
tenían que contentarse con ello o abandonar la ciudad.
El señor de La Salle se contentó con ello, en efecto, con la esperanza de que
la divina Providencia le haría encontrar, en la caridad de personas particulares de la
ciudad, lo que la Oficina no estaba dispuesta a concederle. Alquiló una casa, y con los
Hermanos se retiró a ella el 2 de agosto de 1707; allí tuvieron que sufrir todo lo que
la pobreza tiene de más terrible, pero estaban muy contentos por ser libres para
reemprender sus ejercicios de piedad y para cumplir sus Reglas; y se consideraban
felices de ser más pobres, pero también de ser más regulares.
Según este acuerdo, que subsiste todavía hoy, después de veinticinco años, sin que
el tiempo haya ofrecido más cambio que el de aumentar el trabajo de los Hermanos al
aumentar el número de alumnos, una vez que se paga el alquiler de la casa no queda
para doce Hermanos más que cien escudos, para vivir y para alimentarse. Pero ¿cómo
pueden vivir? ¿Cómo han vivido durante veinticinco años con cien escudos para
doce? Seguramente es uno de esos misterios que sólo es explicable para aquellos que
creen en la Providencia. Hay un Otro que les permite consumirse tranquilamente en
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 609

servicio de los pobres, sin que nadie se interese en asistirlos, como si su servicio no
interesase al público, como si los Hermanos no tuvieran derecho a lo que dice el
evangelio, que los obreros
<2-27>
recojan allí donde han sembrado y que vivan del ministerio; como si fueran los
únicos, en el campo del Padre de familia, que deben trabajar a sus expensas.

6. Indelicadezas con que han sido recompensados en Ruán


los trabajos gratuitos de los Hermanos
Han quedado abandonados a su suerte y hasta el presente nadie ha pagado en Ruán
sus servicios sino con desprecios continuos y con frecuentes ultrajes. Ninguna ciudad
de Francia ha llevado más lejos contra ellos los malos tratos. En los comienzos,
difícilmente podían aparecer en la calle sin recibir alguna ofensa. La gente se
complacía en molestarlos cada día con algún insulto nuevo. No les ahorraron ni el
barro, ni las piedras, ni los golpes. Ni la presencia del señor de La Salle les preservaba
de ello, e incluso ni él mismo se salvaba. Sin respeto por su dignidad sacerdotal, y sin
consideración a su aire de santo, que llevaba dibujado en el rostro, se arrojaban
piedras por las calles a los Hermanos, ante sus ojos, y se las tiraban a él mismo, y así
compartía las afrentas el padre con sus hijos. Con toda la sangre fría, se paraba a los
Hermanos y les empujaban a los arroyos, y a veces intentaban hacerlos caer en
montones de barro. Les escupían y les golpeaban al pasar; grupos de chicos se
amontonaban para reírse a su paso y les cargaban de ultrajes, como si se tratase de
enemigos declarados. La insolencia ha llegado a más, pues ha habido malvados que
públicamente les dieron bofetadas para disfrutar del malicioso placer de probarlos o
de terminar con su paciencia. A cuenta suya, todos los días había alguna nueva
historia que divertía a la gente. Incluso en sus mismas escuelas, a las que se puede
llamar el escenario de su caridad, no estaban resguardados de las afrentas. Más de una
vez entraron en ellas para maltratarlos. Sin embargo, ellos lo soportaban en Ruán; La
insolencia ha llegado a más, pues ha habido malvados que públicamente les dieron
bofetadas para disfrutar del malicioso placer de probarlos o de terminar con su
paciencia, en vez de castigar las nuevas ofensas que les hacían y de parar con severos
castigos aquella serie de desórdenes. «Vaya, mis queridos Hermanos —(dijo un día
un sacerdote a dos Hermanos a quienes vio pasar por la calle entre el griterío de la
chiquillería)—, qué dicha la de ustedes si saben reconocerla, y que yo envidiaría si
tuviera suficiente gracia para saborearla; ustedes son cubiertos de oprobios, pero si
estos desprecios les gustan y se complacen en ellos, no tienen que quejarse. Lo que
hay de más precioso y de más glorioso es vuestra herencia, como dice San Pedro».
Con todo, hay que reconocer que la ciudad de Ruán comienza a cambiar en
relación a los Hermanos, ya sea porque se han cansado de poner a prueba su virtud, ya
porque se han acostumbrado a verlos. En fin, hoy los aguantan y les dejan bastante
tranquilos. Personas tan despreciadas e incluso tan odiadas por hacer el bien, y que a
610 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

ejemplo de su divino maestro podían decir que les odiaban sin motivo, no podían
esperar nada para vivir de donativos caritativos. Sólo se acordaban de ellos para
desearles que se marchasen de la ciudad. Sus servicios no atraían la atención más que
sus personas; y cuando se hablaba de su extrema pobreza, no se esperaba oír otra
cosa, con toda frialdad, sino que el señor de La Salle había cometido un gran error al
llevarlos a un lugar donde no les podía alimentar. Abandonados a la más cruel
indigencia, no se puede ponderar lo que han sufrido desde hace treinta años. Su
trabajo sin salario y sin retribución no les ha valido hasta el presente sino para
amontonar sufrimientos y desprecios. El hambre, la sed, la desnudez, el frío y el calor,
y las persecuciones que son la riqueza de los varones apostólicos, también han sido
hasta el presente su única recompensa. Hasta hoy han combatido con sus propios
medios; han cultivado la viña del Señor a su modo, sin saborear los
<2-28>
frutos; en una palabra, se han dedicado al servicio de la Iglesia sin esperanza de
retribución. Desde hace treinta años han vivido en Ruán careciendo de todo: de ropa,
de muebles, de hábitos, de camisas...; a menudo también de pan y de las demás cosas
necesarias para la vida; y eso sin faltar a sus deberes y sin descuidar sus trabajos
ordinarios. Durante los años 1709 y 1710 estuvieron a merced del hambre y del frío, y
sufrieron, casi hasta el borde de la muerte, todo lo que el hambre y el invierno más
largo y rígido, tuvieron de más cruel. Con todo, su miseria no era desconocida para la
gente, pero no se tenía piedad de ellos, y no recibían sino rechazo por parte de
aquellos mismos que podían aliviarlos y que hubieran debido interesarse por su
subsistencia. Con todo, Dios inspiraba de vez en cuando a personas de bien que
extendieran también a ellos su caridad; pero parece que Dios, al hacerlo, sólo quería
que se les proporcionase lo absolutamente necesario para la vida, e impedir
solamente que murieran de frío y de hambre, pero sin pretender ahorrarles los rigores
de ambos.
Las limosnas que recibían eran tan raras y tan reducidas, que consideraron como
algo extraordinario y como milagroso una limosna de 22 libras que les hicieron en
aquel tiempo de calamidad. Junto con ella, una mano desconocida había escrito una
nota con estas palabras: No os preocupéis por saber de dónde viene esta limosna;
poned vuestra confianza tan solo en Dios; cuidad de servirle fielmente, y Él mismo os
alimentará. La enseñanza era excelente; los Hermanos hubieran quedado maravillados si
la hubieran recibido con más frecuencia, unida a una limosna parecida.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 611

CAPÍTULO IV

El señor de La Salle traslada su noviciado a San Yon,


cerca de Ruán

1. Importancia de un buen noviciado


La esperanza de la cosecha está en la sementera; la duración de un edificio depende
de sus cimientos, y la santidad de un Instituto se forma en un buen noviciado. Si una
tierra mal sembrada no produce más que malas hierbas y si la casa que no tiene
cimientos sólidos está amenazada de ruina, hay que concluir que una Comunidad
encuentra desde su nacimiento el origen de su destrucción en la falta de un buen
noviciado. Es un edificio espiritual que falla por los cimientos y que es destruida por
los mismos que la componen. No hay ninguna esperanza de santidad en las almas en
las que la simiente de las virtudes no se ha sembrado, y donde no pueden germinar. Si
un Instituto no forma a los sujetos en la virtud, no los forma ni para la gloria de Dios ni
para el bien de la religión. Aunque se multipliquen como las estrellas del cielo, la
Iglesia no recibirá de ellos ninguna ventaja, y se les podrán aplicar estas palabras del
Profeta: Habéis multiplicado el pueblo, peo no habéis aumentado su gozo (Is 9, 3).
El señor de La Salle, penetrado como estaba de estas verdades, nada cuidaba tanto
como el hacer santos de todos aquellos que deseaban ser sus discípulos. Él mismo
hubiera sido el primero en destruir lo que había hecho, o en asfixiar su Instituto en la
cuna, si no hubiera podido encontrar el medio de trabajar en su santificación. Lo que
le satisfacía no era el número de Hermanos, sino el de santos. Desde que tuvo la
inspiración de reunirlos, sólo pensó en formarlos en una piedad eminente, y en hacer
de ellos hombres nuevos. Ellos,
<2-29>
en efecto, llegaban a serlo, o no tardaban en salir de la casa; y antes de ver crecer su
número, buscó un lugar de retiro para santificarlos a gusto por medio de los ejercicios
de un fervoroso noviciado.
La formación de los novicios fue siempre el objetivo principal de sus cuidados, y
nunca se descargaba de ese trabajo, dejándoselo a algún otro, sino cuando le resultaba
totalmente imposible encargarse de la dirección. Este trabajo era lo más querido, pues
sus intereses estaban mezclados con los de su Instituto; quiero decir que encontraba el
progreso en su perfección al procurar el de sus Hermanos. Nada cuidó nunca tanto
como formar en él una academia de virtudes, persuadido de que el grado de santidad
de su Instituto podría medirse por el grado de fervor de su noviciado. Al considerarle
como el corazón de su sociedad naciente, ponía en él sus principales cuidados, a
ejemplo de Dios, que como autor de la naturaleza, comienza por el corazón de la
612 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

misma la formación del cuerpo humano; y que, como autor de la gracia, comienza por
el interior la santificación de los hombres.
Pero ¿de cuántas maneras no ha sabido el demonio turbar al santo hombre en la
dirección de su noviciado? Atacado el santo varón por todas partes, el noviciado
sufría las consecuencias de todas las persecuciones que el infierno le suscitaba para
extender el Instituto en sus orígenes; y después de haberlo trasladado de un lugar a
otro, a medida que él mismo era arrojado de ellos, llegó un momento en que no sabía
dónde ponerlo. Además, el estado indeciso e inseguro en medio del cual lo había
sostenido como pudo, lo había debilitado mucho, y era tiempo de encontrar una casa
adecuada para restablecerlo. Veía con mucha pena la necesidad de sacarlo de París,
que es el centro del reino y el lugar más idóneo para multiplicar los sujetos y para
formarlos bien; pero, al fin de cuentas, era imprescindible salir de allí y trasplantar a
otro lugar su seminario.
Ruán atraía sus preferencias por su proximidad y por su comercio con la capital.
Estaba considerando este plan cuando la Providencia le ofreció los medios para
realizarlo, mediante el establecimiento de los Hermanos en Darnétal y en la Oficina.
La mirada principal que tuvo al aceptar aquellas escuelas con las condiciones que le
imponían, era encontrar una casa adecuada para la formación de sus novicios. Estaba
inquieto por ver a su pequeño rebaño siempre errante, pasando de una casa a otra sin
poderle asentar en ninguna, y triste al ver cómo decaía el fervor en aquella pequeña
comunidad naciente; y, en medio de tantas agitaciones, pedía a Dios con ardor que le
concediera un lugar de descanso, en donde pudiera servirle y hacer que sirviera con
tranquilidad. Para obtener esta gracia recurría, como era habitual, a la oración, las
vigilias y las penitencias extraordinarias.

2. El señor de La Salle escribe a monseñor Colbert para obtener


su aprobación del proyecto de trasladar su noviciado de París a Ruán
Como era un hombre muy respetuoso de la jerarquía, a la cual consideraba como
sus superiores y como oráculos que señalan la voluntad de Dios, no quiso decidir
nada sin haber escrito antes a monseñor Colbert para conocer su parecer sobre este
asunto. Le comunicaba su proyecto de establecer el noviciado en Ruán y le suplicó
que le concediese su aprobación, si lo consideraba oportuno. La respuesta fue muy
favorable. Se la dio el abate Coüet, y le comunicaba la aprobación de su proyecto por
parte del señor arzobispo, y además le habló del celo del prelado que deseaba facilitar
el establecimiento de los Hermanos en diversos lugares, para poblar su diócesis con
escuelas cristianas. Esta respuesta sirvió al siervo de Dios como testimonio de la
voluntad divina, y no perdió tiempo para asegurarse una casa adecuada. Después de
haberla buscado durante mucho tiempo en la ciudad, la encontró en el extremo del
barrio de San Severo, y la prefirió a otra que le ofrecían en otra barriada.
<2-30>
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 613

Esta casa, llamada San Yon, es muy antigua y su tapia encierra diez acres de
terreno. En otro tiempo se la llamaba finca de la Ciudad-Alta, y durante casi
doscientos años fue propiedad de diversos señores importantes, como consta por los
antiguos contratos de venta que poseen los Hermanos. Quien le dejó su nombre fue el
señor de San Yon, que tuvo su propiedad hasta 1615. Su devoción le llevó a hacer
construir junto a la casa una capilla, no muy grande, y le dio el nombre de su santo
patrón, discípulo de san Dionisio, y mártir. Éste es el origen de la denominación de
esta casa.
En 1670, la señora de Bois-Dauphin la compró para las Damas de Souvré,
hermanas del señor de Souvré, su primer marido, una de las cuales era abadesa del
célebre monasterio de San Amando, en Ruán. Como la capilla de la casa era
demasiado pequeña, la señora de Bois-Dauphin la agrandó al doble, para comodidad
de las religiosas. Esta noble señora quiso, además, gratificar a la abadía de San
Amando con esta casa, y las Damas de Souvré la recibieron con gratitud. Después
de la muerte de la que fue abadesa, la señora de Barentin, sobrina de la señora de
Bois-Dauphin, que la sucedió, siguió usando la casa de San Yon. Y en fin, a la muerte
de la señora de Barentin, la casa quedó en herencia para la señora de Louvois, hija de
la señora de Bois-Dauphin y del señor de Souvré, su primer marido, y dicha
propiedad se puso en alquiler en la época en que el señor de La Salle llegó a Ruán para
establecer allí las escuelas cristianas y gratuitas. La vio y le gustó, y después de
haberlo hablado con monseñor Colbert regresó a París en diligencia, para pedírselo a
la señora de Louvois.

3. El señor de La Salle alquila la casa de San Yon


y se instala en ella con sus novicios
Por fortuna, ella ya estaba prevenida a favor del señor de La Salle, pues había oído
hablar a monseñor Le Tellier, arzobispo de Reims, y a su hijo, el señor abate de
Louvois, que durante mucho tiempo vivió con su tío, todo el bien que se puede decir
de un gran siervo de Dios. Encantada de poder complacer a un hombre a quien su
familia consideraba como santo, y también por el ya difunto arzobispo de Reims,
cuñado suyo, que por carácter no se inclinaba a dar a nadie fácilmente ese título de
santo, cedió la casa de San Yon al señor de La Salle por un alquiler de 400 libras al
año; era un precio sumamente módico, e hicieron contrato por seis años. El señor de
La Salle arregló el asunto con tanta rapidez y con tanto secreto que sus enemigos, que
hubieran podido poner dificultades, e incluso impedirlo, ni siquiera pudieron
sospecharlo. Con la misma rapidez hizo enviar a Ruán todos los muebles que había
dejado almacenados en París, en el barrio de San Antonio, y amuebló la nueva casa.
De esta forma la comunidad estaba instalada a las puertas de Ruán antes de que en
París se supiera que había salido de la capital.
Cuando las Damas de San Amando supieron a qué manos pasaba la casa de San
Yon y cuál el uso que de ella quería hacer el señor de La Salle, con suma generosidad
614 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

les cedieron los cuadros y tapices que había en la capilla y diversos muebles de la
comunidad. Fue hacia finales de agosto de 1705 cuando el señor De La Salle con los
suyos se instaló en aquella casa que Dios destinaba desde entonces como posesión
suya, y que desde entonces se ha convertido en su herencia. Cuando salió de París,
monseñor Colbert le concedió los más amplios poderes, sin límite de tiempo, con el
fin de hacer útil a su diócesis unos méritos tan poco comunes, y para vincularle a ella;
pero el siervo de Dios los usó con moderación, considerando que era deber suyo
dedicar su celo a su propia casa, y no destinar a extraños el tiempo que Dios le
concedía para progresar en la santificación de sus hijos y la perfección de su Instituto.
Si alguna vez salía, sólo era ocasionalmente, para encuentros extraordinarios, en los
que la necesidad o la caridad le forzaban a asistir al prójimo y trabajar en su salvación.
El hombre de
<2-31>
Dios, viéndose en San Yon como un hombre que ha superado cien tempestades y que
ha escapado a otros tantos naufragios, pero llegado ya a puerto, no pensó más que en
reparar sus pérdidas, y sacar provecho de su paz y tranquilidad, para el bien de su
alma y para la santificación de sus hijos. Ninguna otra casa en el mundo podía serle
más agradable y acogedora, pues aunque está a las puertas de una de las mayores y
más ricas ciudades del reino, se halla retirada y solitaria. Allí el aire es vivo y puro, la
situación muy buena y la extensión de la huerta muy grande. Esta atractiva soledad
favorecía su inclinación dominante por la vida retirada y unida a Dios, y le permitía
total libertad para entregarse a la oración y de vivir, junto a Ruán, más oculto que en
un desierto. Esta casa, tan del gusto del santo fundador, y hecha, al parecer, para su
Instituto, producía el mismo atractivo al señor de Pont-Carré, que hizo de ella el lugar
habitual de sus paseos. A ella iba el primer magistrado para descansar de las molestias
de su despacho y de las fatigas de su cargo. Se complacía de estar a solas en aquella
quietud, y cuando él entraba, se cerraban las puertas a todos los demás, para dejarle en
paz consigo mismo y con Dios.
El señor de La Salle consideró desde entonces este retiro como el lugar de su
reposo. Cuando se vio bien asentado y en paz, tomó todas las precauciones
imaginables para apartar a su Comunidad de la relajación, y cerrar a ésta todas las
posibles entradas. Su primer cuidado fue repoblar su noviciado y conducirlo a su
primitivo fervor. Eso no resultó fácil al principio, pues las diversas conmociones que
había experimentado, desde hacía algunos años, habían separado a algunos sujetos y
desalentado de seguir en una vocación tan perseguida. Con todo, con el tiempo, la
regularidad de vida que allí se observaba atrajo a buen número de postulantes, cuya
dirección la confió al Hermano Bartolomé, hombre prudente y de carácter suave;
pero él no se descargó del todo, pues la formación de los novicios fue siempre su
principal cuidado, y sólo la compartía con otros cuando la necesidad le obligaba a
dividirse entre varias ocupaciones.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 615

4. El señor de La Salle llama a San Yon


a todos los Hermanos para reavivar su fervor
Al renovar su noviciado se formó el propósito de renovar a toda su comunidad por
entero en el espíritu de su Instituto, y aprovechar las ventajas de su soledad para
resucitar en sus hijos la gracia primitiva y el antiguo fervor. Temía que las
dificultades, las inquietudes y las agitaciones tan largas y tan continuas que su
comunidad había experimentado en París hubiesen llevado la languidez en la piedad
incluso a las provincias. Así, para reparar este mal o para prevenirlo, hizo que
acudieran a San Yon, durante las vacaciones, todos los Hermanos dispersos por todos
lados, en el mayor número posible, e hizo con ellos un retiro de ocho días. Estaba
siempre al frente de ellos para sostener con vivos ejemplos de virtud las enseñanzas
que les daba. Cada mañana les hacía una exhortación, y por la tarde la hacía también
uno de los sacerdotes, pues los tres o cuatro sacerdotes que se habían unido a él en la
parroquia de San Roque, en París, le habían seguido a San Yon, y vivían allí.
El padre, retirado de este modo con sus hijos, les comunicaba nueva vida,
encendiendo su celo e inspirándoles nuevos deseos de perfección, avivando en sus
personas el espíritu de dependencia, de mortificación, de penitencia, de pobreza y de
amor a su vocación, e inspirándoles todas las virtudes de su estado. Como los
Hermanos sólo le oían decir lo que le veían practicar, se sentían suavemente forzados
a imitarle. En todas partes donde se encontraban, y en todo momento, veían en él un
hombre profundamente recogido, unido a Dios,
<2-32>
severo consigo mismo, ávido de desprecios y sin ninguna otra inclinación que para
la oración y los sufrimientos. Era religioso observante de las reglas, y cuando los
Hermanos le testimoniaban su temor de que todo lo que se observaba entre ellos no
fuese de larga duración, y que parecía que su muerte comportaría cambios en ello,
respondía que Dios no le pediría cuenta más que del presente, y no del futuro, y que
estaba resuelto a serle fiel hasta el final. Lleno de estos sentimientos, estaba muy lejos
de mitigar en nada sus prácticas de penitencia.
Este retiro hecho tan oportunamente y bajo la dirección de un maestro tan perfecto,
dio nueva vida interior a toda la comunidad, y reparó el desgaste que había podido
sufrir con las pasadas tribulaciones y con las persecuciones continuas. Los
Hermanos, llenos del gozo y del consuelo del Espíritu Santo, regresaron a sus casas
con nuevo fuego, y al salir de San Yon pensaron que acababan de entrar al servicio de
Dios.

5. La casa de San Yon se llena de internos y se gana mucha fama


por la buena educación de la juventud
Esta casa, santificada por la presencia del siervo de Dios, no tardó en extender su
buen olor por todas partes, y en convertirse en el recurso de los padres que se
616 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

consideraban incapaces de dar buena educación a sus hijos. En un primer paso, le


pidieron que aceptara en pensión a varios muchachos de la ciudad y de sus
alrededores, para instruirlos y formarlos en la piedad. La petición, que concordaba
con sus miras, le agradó. Como el primordial objetivo de su celo y la finalidad de su
Instituto era la instrucción y la educación cristiana de la juventud, abrió con
satisfacción su casa a todos los niños que se quisieran enviar a ella para ser educados
y formados en la inocencia y en el conocimiento de la religión. A todos ellos los
reunió bajo la dirección de uno de los principales Hermanos, les dio reglamentos
adecuados a su edad y condición, y estableció una especie de noviciado menor, con
todas las actividades reguladas y los ejercicios de piedad señalados a su hora.
El fruto de esta especie de seminario de alumnos externos no tardó en manifestarse.
Cuando los padres iban a ver a sus hijos, ya no los reconocían. Estaban cambiados, y
la mayoría mostraba tanta modestia, bondad y docilidad que incluso los mismos que
les habían engendrado tenían dificultad para creer lo que veían con sus ojos. Con su
testimonio, otros padres se apresuraron a enviar a sus hijos a tan buena escuela, de
manera que en poco tiempo el número aumentó por encima de todo lo esperado. Ruán
no fue la única ciudad que envió pensionistas a la casa de San Yon, pues acudieron de
muchos sitios, incluso de París. La gente, informada del talento que tienen los
Hermanos para instruir a la juventud, alertó a las familias afligidas a causa de hijos
revoltosos, indóciles, libertinos e intratables, para buscarles en San Yon un lugar de
retiro y de corrección, prometiéndose encontrarlos a su salida totalmente cambiados.
Muchos padres quisieron hacer la prueba y confiaron a aquellos maestros, más
expertos que ellos, el cambio de sus hijos. En seguida se llenó la casa. El éxito de esta
educación, casi desesperada, de hijos libertinos atrajo a San Yon a personas mucho
más difíciles de transformar. En ella fueron encerrados delincuentes de profesión,
unos por sentencia judicial, otros por orden de la policía, y varios por la voluntad de
sus propios padres. Se ha tenido la satisfacción de ver que algunos se han convertido y
que han hecho verdadera penitencia en el lugar en que fueron encerrados para que la
hicieran. Es increíble el número de personas, totalmente pervertidas, que han
encontrado la conversión en esta casa; ¡cuántos muchachos rebeldes e indómitos
perdieron en ella su violencia e impiedad!; ¡y cuántos otros encontraron la senda del
deber y el camino de la salvación! Algunos han
<2-33>
querido permanecer en ella el resto de su vida. Varios solicitaron el hábito de los
Hermanos y se han unido a ellos. Otros no han querido salir de ella sino para ingresar
en algún monasterio. Pero son mucho más numerosos los que, una vez vueltos a sus
casas, han dado en ellas ejemplo de vida santa como prueba de la buena educación
que en ella recibieron.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 617

6. En la casa de San Yon hubo tres tipos de internos


Muchos de los bienes que tienen por autor al señor de La Salle y al que deben su
nacimiento, crecen cada día. Aunque después de la muerte del santo fundador la casa
de San Yon ha aumentado en dos tercios, resulta demasiado pequeña para recibir a
todos los internos que se presentan en ella. Los hay de tres clases.
La primera está formada por muchachos libres y voluntarios, que acuden a ella en
busca de instrucción y educación cristiana. Tiene como maestro a un Hermano que
vela por ellos todo el día y que les enseña a leer, a escribir y la aritmética, y además, a
quienes lo desean y tienen capacidad para las ciencias más elevadas, les enseña
dibujo, geometría y arquitectura.
La segunda clase la forman los jóvenes libertinos e insumisos, a quienes se quiere
corregir y reformar. Son vigilados más estrechamente y están como encadenados a la
mano de un Hermano que no les quita ojo, y que no les permite apartarse de su vida.
Con todo, su educación no es distinta de los otros. Todos hacen los mismos ejercicios
de piedad, reciben exhortaciones y se les da el catecismo; se les enseña a recibir
debidamente los sacramentos; se les prepara a la primera comunión, si no la han
hecho; y si la han hecho, se les enseña a reparar la vida pasada con una buena
confesión general. En una palabra, viven como en un seminario o como en una
comunidad regular, con ejercicios sucesivos de piedad, o con lecciones adecuadas a
su edad y condición. Comen en un refectorio común con los Hermanos, y pueden
presenciar sus diversas prácticas de piedad. De ordinario esto es lo que más les
impresiona y lo que les inspira el deseo de volver a Dios.
La tercera clase de internos de San Yon está formada por los encerrados [o
reclusos], que son jóvenes que por decisión de la policía o de un tribunal están
encerrados en una celda y guardados con cuidado. Encerrados así, disponen de todo el
tiempo para reflexionar, lo que nunca hicieron, y para repasar sus vidas con la
amargura de sus almas. Encerrados entre cuatro muros, la soledad les enseña lo que el
mundo les ocultaba, y les invita a pensar en verdades que habían olvidado o
pretendido olvidar. Obligándoles a recordar que hay un futuro, y que su prisión sólo
es la sombra de la del infierno, aprenden insensiblemente a lamentar los pecados que
llevan a la condenación a quienes los cometen, a temer a Dios y a volverse a Él. Es
cierto que a menudo, al ingresarlos, manchan con juramentos y blasfemias, sugeridas
por la rabia y el despecho, la celda que les sirve de prisión; pero también, a menudo,
encuentran una gracia que les toca el corazón y que, cambiando sus corazones, logra
que las lágrimas y la compunción sucedan a los movimientos de furor y de
desesperación.
Cuando parecen verdaderamente arrepentidos, se les abre la puerta de la celda y se
les deja en libertad de seguir los ejercicios de piedad que se hacen en la casa; en ese
momento es cuando la caridad termina en ellos la conversión, que ya había
comenzado el temor del infierno. Estos ejemplos de conversión no son raros en San
Yon,
<2-34>
618 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

y se podría hacer una larga lista de quienes, después de haber perdido a Dios, lo han
reencontrado.
Siguiendo el modelo que estableció el señor de La Salle en la casa de San Yon, se
hallan tres tipos de comunidades. La primera son los internos de los que acabamos de
hablar; la segunda, la de los novicios, y la tercera, la de los Hermanos sirvientes y
otros que se ocupan del servicio del Instituto; y todos ellos tienen ejercicios propios o
comunes que se observan con tanta exactitud, que la variedad de actos y las
numerosas personas que viven juntas no dejan notar ninguna sombra de desorden o de
confusión. El orden que reina en la casa es tan exacto, que no se ve a nadie, interno,
Hermano o novicio, fuera de su lugar ni mezclarse con los otros; y menos aún
disiparse o no hacer lo que debe. Lo más edificante es que en esta casa todo se hace
con tan profundo silencio, que los extraños que entran en ella no se dan cuenta de que
está habitada. Y sin embargo, lo normal es que más de un centenar de personas, de
edad, humor, carácter, estado y empleo distintos, viven en ella bajo el mismo techo;
pero, considerándose extraños los unos con los otros, no tienen trato entre ellos sino
en la medida que lo prescribe la Regla o lo permite la obediencia.
Este buen ejemplo siempre es nuevo y siempre choca, y es digna de admiración una
casa en la cual los internos no causan desorden ni molestia, y donde los novicios no
conocen a aquellos con quienes viven, y los mismos Hermanos sólo mantienen
relación con el superior. Probablemente lo que más sirvió para merecer a los
Hermanos la benevolencia y la protección del señor primer presidente de Pont-Carré,
fue este espíritu de retiro y de recogimiento que admiraba en San Yon, cuando iba allí
para descansar de sus duras responsabilidades. Hablaba a menudo de ellos con
monseñor Colbert, que se felicitaba por tener en su diócesis una comunidad tan útil y
edificante. El prelado, satisfecho por contar entre sus ovejas al nuevo patriarca de una
familia tan virtuosa, le mostraba su aprecio y le exhortaba a que se sirviera, por el bien
de la diócesis, de los amplios poderes que le había confiado. Pero la inclinación del
santo varón no consistía en salir de la casa y mostrarse al exterior; se dedicaba a su
Noviciado lo más que podía, y sólo casos muy urgentes podían obligarle a salir de él.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 619

CAPÍTULO V

Nuevas persecuciones suscitadas en París


contra el señor de La Salle y su Instituto

Por muchos atractivos que la soledad de San Yon tuviera para nuestro santo
sacerdote, salía en seguida de ella en cuanto la voluntad de Dios le llamaba a otra
parte. No hacía mucho tiempo que saboreaba aquella dulzura, cuando la misma
persecución que le había alejado de París le obligaba a volver allí. Bien es verdad que,
oculto a la vista de sus enemigos, estaba, personalmente, al abrigo de sus golpes;
pero, como padre, sentía los que recaían sobre sus hijos y sobre su obra.

1. Nuevas persecuciones de los maestros calígrafos


contra las escuelas de San Sulpicio
Había pensado que huyendo de ellos su furor se calmaría, y que se hubieran
avergonzado de proseguir la guerra contra un hombre que les dejaba el campo libre;
pero se engañó. El infierno, que los movía, iba más contra su
<2-35>
Instituto que contra su persona; e incapaz de reconciliarse con uno y con otro,
suscitaba en las escuelas de la parroquia de San Sulpicio desórdenes y ataques como
los que habían destruido la del barrio de San Antonio, con el propósito de enterrarla
bajo sus ruinas. El señor de La Salle lo experimentó en el tiempo tal vez más tranquilo
de su vida. Disfrutaba en San Yon de profunda paz, y por fin se encontraba, después
de tantos y tan duros ataques, como el hombre llegado a puerto después de un largo
viaje, que se vio zarandeado sin cesar por las tempestades. Tuvo, pues, necesidad de
salir de su reposo e ir a París a afrontar nuevas tormentas para servir de piloto a sus
Hermanos, y para empuñar el timón de un barco siempre agitado y siempre
amenazado de naufragio.
Le comunicaron que las Escuelas Cristianas de la parroquia de San Sulpicio podían
seguir la misma suerte que la del barrio de San Antonio, pues los maestros calígrafos
se sentían con libertad para cometer los mismos desórdenes, para molestar a los
Hermanos en el ejercicio de sus funciones y para amedrentar a los alumnos para que
abandonasen las escuelas. Se le daba a entender, al mismo tiempo, que las personas
de las que cabía esperar protección, cerraban los ojos ante tales hechos y parecían
ignorar las vejaciones que sufrían, y que, al tomarse el asunto con indiferencia,
permitían que se desencadenase el combate, sin preocuparse de qué lado estaría la
victoria.
620 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

El santo fundador lo había previsto. Después del saqueo de la escuela del barrio de
San Antonio, había comprendido que los maestros calígrafos, envalentonados por su
éxito, se lanzarían sobre las escuelas de la parroquia de San Sulpicio tratando de
arruinarlas. Precisamente para distinguirla de ellas, había creado otra escuela en el
barrio de San Roque. Precisamente, si él había desaparecido y se había ido a ocultar
en Ruán con los pocos novicios que quedaban, era para hacerles olvidar el propósito
que tenían. Pero en vano debía esperar que podía pacificar a hombres movidos por la
envidia y a quienes su interés personal armaba en contra de su Instituto, más que
contra su persona. Después de haberle echado de París, querían arrojar también a sus
discípulos, e incluso aniquilar el nombre de escuelas gratuitas.
Después de todo, la pena del santo fundador no era ver a su Instituto perseguido
con tanto furor. Sabía que en vano tratarían los hombres de destruir su obra si Dios era
su protector. Se acordaba de que los primeros predicadores del Evangelio nunca
tuvieron tanto ardor para anunciarlo como cuando estaban en prisión y cargados de
cadenas. Con estas reflexiones consolaba a los suyos y formaba su paciencia. A
menudo se refería al célebre oráculo de Gamaliel: «Si esta obra es de Dios, ¿quién
podrá destruirla? Y si Dios no es su principio, yo consiento en que se arruine. Yo
mismo trabajaría con nuestros enemigos en su destrucción si creyera que no es Dios
su autor, o que Él no quisiera su progreso. Si Él se declara su defensor, no temamos
nada. Él es todopoderoso. Ningún brazo podría arrancar lo que Él ha plantado, ni mano
alguna podrá arrebatar lo que el guarde en las suyas. Él es quien sostiene el universo y
quien hace que todo se mueva. Nada ocurre sino bajo su mirada y por orden suya; a
los que Él maldice, quedan malditos; y en vano se querrá maldecir a quienes Él
bendice. Abandonémonos, pues, a su gobierno. Si Él toma nuestra obra en su mano,
se servirá para hacerla avanzar, incluso de quienes están resueltos a destruirla.
Además —les decía—, nuestra alegría la debemos sacar del fondo de nuestras
aflicciones. Si la prueba de que una obra es de Dios es la persecución, consolémonos,
<2-36>
pues nuestro Instituto es obra suya; la cruz que le acompaña por doquier es la mejor
prueba».
Este lenguaje de fe reanimaba a los suyos, y cuando lo saboreaban, su gozo era
perfecto. Pero sus sentimientos se velaban a veces, y entonces era su desolación y su
pusilanimidad ante la persecución, que no la persecución misma, la que les daba miedo.
Amedrentados como estaban, en el tiempo del que hablo, por la persecución que se preparaba,
Juan Bautista presintió la necesidad de darles seguridad con su presencia, y compartir
con ellos las dificultades que les amenazaban, si no podría librarles de ellas.
Cuando llegó a París encontró a sus hijos alarmados. Los maestros calígrafos, al
ver que todos los destrozos causados en la escuela del barrio de San Antonio no
habían producido el cierre de las escuelas del barrio de Saint Germain, y que no
habían cambiado en nada, comenzaron de nuevo sus vejaciones con mayor furor, si
cabe.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 621

Primero, cuando estaba ausente el señor de La Salle, trataron de intimidar a los Hermanos
con amenazas reiteradas de multas, de procesos y de denuncias. Y los intimidaban, en
efecto, pues el solo hecho de oírles hablar de pleitos y de condenas, producía pavor en
aquellos discípulos pacíficos, que habían aprendido del apóstol san Pablo que los
siervos de Dios no deben meterse en litigios. En vano trataban aquellos virtuosos
Hermanos de pacificar a sus adversarios con respuestas de mansedumbre y humildad,
y con ruegos y explicaciones. Como no adelantaban nada, se decidieron por guardar
silencio; pero al mostrarse sordos y mudos, no consiguieron otra cosa que enfurecer a
los que se sentían heridos por todo, y que no buscaban otra cosa que la guerra, pero
una guerra maliciosa y teñida con apariencias de justicia.
Ya vimos que los maestros calígrafos, al no poder destruir las escuelas gratuitas,
como habían intentado hacer en varias ocasiones, se habían obstinado en pedir que se
permitiera a los Hermanos recibir en sus clases sólo a los públicamente reconocidos
como pobres; una propuesta, en apariencia, plenamente razonable. Pensaban que el
señor de La Salle, al establecer las escuelas cristianas, sólo tenía en vista la
instrucción de la juventud pobre, ya que los ricos tienen medios para instruirse. Sin
embargo, esta propuesta, que parece tan equitativa, en el fondo era muy perniciosa,
pues proporcionaba un pretexto especioso a los que tenían interés en acudir
continuamente a las escuelas gratuitas para desestabilizarlas, y para disputar con los
Hermanos la elección de los alumnos que admitían a sus clases.
El señor de La Salle, que se había dado cuenta de la trampa que le tendían con una
propuesta disfrazada de equidad, nunca quiso admitirla, y con razón; pues si la
hubiera aceptado, habría puesto límites a su caridad, y con un arreglo engañoso,
habría firmado la ruina de las escuelas cristianas, y habría proporcionado a sus rivales
un motivo inagotable de protestas, y a sus Hermanos, procesos sin fin. Habría
ocurrido que cada día el síndico y los guardias de los maestros calígrafos hubieran
declarado rico al niño que los Hermanos hubieran considerado como pobre. La
protesta presentada hoy para uno, al día siguiente se habría repetido en otro. ¿Qué
medio habría para zanjarlo? ¿Quién habría tenido el derecho de hacer el inventario de
bienes de los padres del niño, para probar su pobreza o su riqueza? Y aun cuando el
mismo señor de La Salle no hubiera estado informado de la mala voluntad de sus
adversarios, y aunque pensara que no habían suscitado esta nueva querella para
arruinar las Escuelas cristianas, ¿podría haberse sometido a condiciones tan nefastas?
¿Le correspondía a él hacer acepción de personas en la selección de los alumnos? ¿Le
convenía constituirse en juez de la pobreza o de la riqueza de
<2-37>
sus padres? ¿Podría aventurarse a tomar esa decisión? Si se hubiera comprometido a
hacerlo, ¿qué habría dicho la gente? ¿Es que no todos tienen derecho a pedir instrucción
gratuita en las escuelas abiertas para los pobres? Si los que enseñan gratis tienen un
talento especial para instruir, que no tienen los que cobran por su trabajo, ¿es preciso
que quien aparentemente es rico, y que a menudo no lo es, tenga que escoger a un
maestro incompetente, sólo porque no figura en la lista de los que reciben limosna?
622 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

Estas razones y muchas otras que ya se han expuesto en diversos lugares muestran
que el señor de La Salle, si hubiera admitido la petición de los maestros calígrafos, les
habría concedido poder para destruir su Instituto. La prueba estaba clara en el caso
presente. En cualquier momento los maestros calígrafos iban a perturbar las escuelas
cristianas. A cualquier hora presentaban quejas a los Hermanos porque admitían en
sus clases a niños que podían pagar; so pretexto de este examen, se los llevaban
consigo al comisario, comenzaban a discutir, hacían perder el tiempo y alejaban o
disipaban a los alumnos. Ése era el medio para dejar desiertas las clases de los
Hermanos, y ése el fin al que pretendían llegar. Eso hubiera ocurrido con las escuelas
cristianas si esa licencia hubiese continuado mucho tiempo.
Sin embargo, los que tenían derecho para oponerse a ello y que hubieran podido
pararlo fácilmente, no lo hacían. Parecían dormidos, y afectaban ignorar el desorden
que crecía cada día ante sus ojos. El remedio era muy fácil. El señor cura de San
Sulpicio, si hubiera intervenido, habría podido disipar la tormenta, ya que tenía
establecido un acuerdo, hecho entre los párrocos de París y los maestros calígrafos,
que prohibía a estos últimos entrar en las escuelas de caridad sin permiso del párroco.
La infracción manifiesta de este acuerdo quitaba la razón a los calígrafos, y hubiera
sido fácil cerrarles la puerta de los lugares en donde entraban sólo para molestar y
causar jaleo.
Los enemigos del señor de La Salle, que habían sabido prevenir al señor de la
Chétardie contra él y ganarle para ponerse de su lado, o no permitían que fuese
informado del desorden o le impedían actuar. Incluso se dieron maña para
comprometerle a que cerrase la escuela que había abierto en Fossés de Monsieur le
Prince desde hacía algunos años, con el pretexto de apaciguar a los calígrafos y
preservar de sus ataques las demás escuelas con la supresión de ésta. El plan de los
enemigos del hombre de Dios era obligar a los Hermanos a vaciar las escuelas de la
parroquia y seguir al señor de La Salle en su especie de destierro.
Eso era lo que querían conseguir molestándolos continuamente. Y lo lograron, en
efecto, pues los Hermanos, disgustados y cansados al verse atacados y molestados sin
descanso, y ahora más que nunca, en sus funciones escolares, al comienzo de 1706
rogaron al señor de La Salle que les permitiese retirarse y ceder un terreno que ya no
podían defender por más tiempo.

2. Las escuelas de la parroquia de San Sulpicio se cierran


porque los Hermanos se retiran
Se lo permitió, después de haber consultado con varias personas prudentes. Los
Hermanos desaparecieron, y las escuelas, al día siguiente, estaban cerradas, sin que se
supiera la razón ni qué había pasado con los Hermanos. La noticia se extendió, y el
ruido, con el tiempo, se hizo mayor. Al principio se pensó que los Hermanos habían
dado vacaciones extraordinarias de varios días, o que alguna enfermedad o algún otro
asunto importante decidía su retirada. Pero esta suposición, desmentida por la
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 623

prolongada ausencia, hizo pensar que el cierre de las escuelas fuese definitivo y que
no tuviera fin, con gran perjuicio para el público. El temor que se sintió aumentó el
tumulto, y movió a los padres, interesados en la educación de sus hijos, porque éstos
ya empezaban a volverse
<2-38>
vagabundos, y dejaban sentir, con el libertinaje naciente, la necesidad que tenían de
una educación cristiana; y eso les obligó a buscar la solución en el señor párroco.
Fueron, pues, en multitud a hablar con el señor de la Chétardie para expresarle el
disgusto que tenían por la retirada de los Hermanos, la imposibilidad que tenían de
dar por sí mismos a sus hijos la instrucción y la educación, o procurársela con
maestros que cobraban por ello; ponderaban la habilidad que tenían los Hermanos
para instruir y hacer buenos, dóciles y piadosos a aquellos que en todos los demás
sitios eran ignorantes, díscolos, disipados y libertinos, y hablaban del importante
perjuicio que notaban ya por el cierre de las escuelas.

3. El señor de la Chétardie, a causa de las quejas de los padres


de los niños, adopta medidas para restablecer la paz en las escuelas
e impedir que los maestros calígrafos las perturben
Estas consideraciones, tan sencillas pero tan realistas, tuvieron efecto. El señor de
la Chétardie se sintió afectado. Este caritativo pastor, plenamente entregado al bien
de sus parroquianos y que mostraba particular ternura hacia los pobres, los calmó
prometiéndoles que haría regresar a los Hermanos. Nunca como en ese momento
comprendió la necesidad que su parroquia tenía de ellos, el bien que hacían, el
servicio que prestaban a la gente y el interés que la religión tenía de emplear a tales
operarios. Al señor de La Salle, le avisó para que reabriera las escuelas gratuitas, con
la seguridad de que los Hermanos nunca serían molestados y de que iba a poner orden
en todo ello. Y cumplió su palabra.
Después de haber celebrado en su casa una asamblea con los principales maestros
calígrafos, mandó levantar acta en su presencia, ante dos notarios, en la que se
declaraba que era él quien había encargado a los Hermanos, a los que nombraba con
el nombre de pila, que atendieran las escuelas de caridad de su parroquia; que el señor
J. B. de La Salle, sacerdote y doctor en teología, había sido molestado injustamente
con este motivo por los maestros calígrafos, ya que él había empleado a sus discípulos
en aquella obra bajo sus auspicios, abonando los gastos, y por orden suya; que él,
como párroco, no había hecho en esto más que seguir el ejemplo de sus antecesores,
que llamaron a París al señor de La Salle y a sus discípulos para que prestasen servicio
a los pobres de la parroquia; que los alquileres de los locales donde se daban las clases
y también el alojamiento de quienes enseñaban, los pagaba con sus fondos; y, en fin,
que había sido él quien había alimentado y mantenido a los Hermanos citados en el
acta, y que esperaba que en el futuro tuviesen toda la libertad necesaria para continuar
624 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

sus funciones; y que hacía la presente acta notarial para que sirviera y valiera a
cualquiera que correspondiese.
Esta acta la hizo llegar al santo fundador, que quedó satisfecho y mandó reabrir las
escuelas después de tres semanas de interrupción. Esta acta sirvió de freno a los
maestros calígrafos y enfrió su petulancia y su animosidad mientras vieron al señor de
la Chétardie resuelto a mantenerlo. Así, pues, la calma volvió a las escuelas cristianas
por algún tiempo, y los Hermanos retomaron el ejercicio de sus funciones. Pero si
ellos recobraron la paz, el señor de La Salle no la disfrutó, pues cuando cesaba la
guerra contra sus discípulos, iba a continuar contra él.
El señor párroco, que no abandonaba sus prejuicios, negaba sus atenciones al
padre, incluso cuando se las concedía a sus hijos. El santo varón estaba muy
mortificado y no sabía qué hacer para reconciliarse con un pastor tan respetable por su
edad y su prestigio, al que amaba, al que honraba y a quien estimaba por inclinación y
por agradecimiento a tantos bienes como había recibido. Fue a verle, y aunque fue
mal recibido, hizo todo lo posible para disipar las nubes de su mente y para derretir el
hielo de su corazón. Y a pesar del rostro frío y severo con el que se encontró, intentó
aproximarse a él y superar las indisposiciones de aquel hombre, que le era tan
necesario; pero en
<2-39>
vano; y Dios lo permitía así para purificar la virtud de su siervo y ser el único apoyo
de su Instituto.

4. El señor de La Salle se encierra para hacer un retiro de varios días


en los Carmelitas descalzos, para ocultarse a sus enemigos
El señor de La Salle, en efecto, en aquel momento, fuera de Dios, no tenía ningún
recurso, y en París, no tenía ningún amigo. Todo le era contrario, y bajo sus pasos sólo
encontraba mortificaciones. En esta época recibió una muy hiriente, que ni siquiera
podía esperar, por parte del señor de la Chétardie, y fue que le pagó en billetes
de Estado la pensión ordinaria correspondiente a los Hermanos empleados en las
escuelas de la parroquia. Esos billetes, tan desacreditados en aquel momento, eran
prácticamente inútiles en sus manos, y le impedían atender las necesidades de la
comunidad, pues esa moneda no se podía llevar ni al carnicero ni al panadero, ya que
nadie la admitía.
Sin embargo, se necesitaba vivir y contar con pan. El señor de La Salle tenía papel
moneda, pero no tenía dinero para comprar lo necesario para vivir. Su ya profunda
pobreza, agravada con esta pérdida, le ponía en una situación extrema; pero Aquel
que era su confianza supo sacarle del apuro y convertir en dinero contante un papel
inútil. Ya fuera por compasión, por caridad o por algún otro motivo, algunas personas
le hicieron ese servicio y le cambiaron los billetes por dinero contante, con suma
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 625

extrañeza de cuantos lo conocieron, y entre otros, el párroco, que con todo su


prestigio no habría podido esperar aquella especie de milagro.
Cuando ya tuvo en su poder aquella suma, acudió al señor párroco para buscar el
resto que le debía de la pensión; pero, como de ordinario, sólo recibió palabras de
desprecio y le despidió sin dinero y sin billetes. Esta negativa le puso en nueva
dificultad. En la casa faltaba de todo y todas las personas que podían ayudarle estaban
cerradas, y consideraban que era un mérito especial negarle toda caridad. Estonces,
más que nunca, se dio cuenta de que su persona, llegada a ser tan odiosa, atraía los
malos tratos. Su dolor era mayor porque, aunque su persona fuese el objeto de la
persecución, eran sus discípulos los que se convertían en víctimas. Se convenció de
que era él el Jonás que debería ser arrojado al mar para que cesara la tempestad del
hambre en cuanto hubiese desaparecido.
No tardó mucho en comprobar la verdad de su sospecha, con la habilidad que usó
para obtener el dinero necesario para la alimentación de los Hermanos. De buenas a
primeras desapareció, yendo a ocultarse a la casa de los Carmelitas descalzos. Pensó
que era buena ocasión para hacer un retiro de quince días. Nadie sabía dónde estaba,
excepto dos o tres de los principales Hermanos, a los que avisó previamente. Durante
ese tiempo, uno de los Hermanos, a quien el señor de la Chétardie apreciaba en gran
manera, fue a verle, según lo que previamente le había dicho el señor de La Salle, y le
comunicó, después de pedirle el dinero, que su superior había desaparecido y nadie
sabía dónde estaba. El párroco, sorprendido, le dio todo el dinero que quiso. No fue
ésta la primera vez en que este Hermano, siempre bien acogido por el párroco, había
sido utilizado por el siervo de Dios para conseguir lo que a él le había negado.
El señor cura párroco, pensando que el señor de La Salle estaría muy lejos, quiso
aprovechar la ocasión para sustituirle por otro superior, y fue en el mismo Hermano
de quien hablamos, que, sin embargo, era un Hermano sirviente, en quien puso su
vista. Es cierto que tenía buena presencia, y aspecto venerable; pero, por otro lado, era
bastante simple, de dotes limitadas, no tenía facilidad para hablar y no sabía
explicarse adecuadamente; era sencillamente incapaz del cargo que se le ofrecía.
Había nacido para obedecer, y no era capaz de prestarse a los deseos de otro. El señor
cura párroco le hizo la propuesta, y le insistió en varias ocasiones para que aceptase el
primer puesto. El Hermano se sintió confuso y no pudo escuchar sin pena una oferta
que le humillaba, sin sentirse tentado
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ni deslumbrado. Amaba sinceramente a su superior y estaba muy apegado a él. Le honraba
como a un santo, y él se hubiera considerado un usurpador; y, además, incluso los
mismos Hermanos le hubieran mirado con horror, si hubiera aceptado el puesto.
Durante este tiempo, el piadoso perseguido, libre y desprendido de cualquier
cuidado, se entregaba con fruición a la oración y a la contemplación. Su atracción por
la oración era tan grande que venía a ser como su elemento y su alimento. Nunca
quedaba plenamente satisfecho de haber cumplido esta inclinación celestial. Cuando
626 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

estaba retirado de todo en la soledad de San Yon, había debido de llenarse, al parecer,
y saciarse del pan de vida que allí saboreaba. Sin embargo, cada vez se sentía más
hambriento de ello, y cuando se encontraba en alguna dificultad, y le envolvían las
ocupaciones de Marta, sentía nuevos atractivos por el reposo de Magdalena, ya fuere
para purificar su alma mediante una revisión general de sí mismo, ya para sumirse en
el seno de Dios y en la unión íntima con el amado de su corazón, cuya lejanía la
consideraba como un suplicio.
La devoción particular que tenía a santa Teresa, la gran amante de Jesús y de la
cruz, en cuyas obras había bebido su gran espíritu de oración y el amor a los
sufrimientos, unida a la especial veneración que sentía hacia sus hijos, que hacen
particular profesión de vida interior y contemplativa, le llevaron a escoger su casa
para hacer allí aquel retiro. Pasados allí quince días en profundo recogimiento y en
íntima comunicación con Dios, alimentado con la oración y fortificado con la virtud
de lo alto, salió con nuevos ánimos, dispuesto a soportar nuevas dificultades.
Reapareció en medio de sus discípulos tan súbitamente como había desaparecido,
y les comunicó el gozo con su presencia. Estaban inquietos por su ausencia, y no
sabían qué pensar. Su regreso los calmó, y aprovecharon las nuevas luces que este
Moisés había sacado de su retiro. Se sintieron, como él, con mayor ardor para la
perfección de su estado, para la paciencia y para las persecuciones. Y tenían razón
para prepararse a ellas, pues recomenzaron en cuanto el siervo de Dios se dejó ver.
Como estaba lleno del espíritu de Jesucristo, la cruz le seguía por todas partes, y el
demonio no podía dejarle vivir en paz.

5. Reaparece el señor de La Salle y comienza de nuevo la persecución


El hombre de Dios hizo todo lo que pudo para ocultarse en la casa de los Hermanos,
pero resultó inútil. Su regreso se comentó en toda la parroquia, y sirvió a sus
enemigos de pretexto para presentarle nuevas luchas, con el fin de arrojarle de París
y obligarle a no reaparecer nunca por allí. En efecto, no habían perdido de vista
su primer objetivo, que era cambiar la forma de gobierno del Instituto, y alterar su
espíritu y las Reglas. Como el señor de La Salle no se avino a someterse a su querer en
esos puntos, se había vuelto odioso para ellos, y removieron el cielo y la tierra para
poderle apartar, tal como se vio antes, y para poner en contra de él a los Hermanos.
Pero como no lo consiguieron, intentaban otro camino para lograrlo, y fue el de
plantearle tantas dificultades en París que se viese obligado a marcharse, pues tenían
esperanza de lograr en su ausencia lo que ya desesperaban de conseguir si estaba
presente.
Recuérdese siempre que sus mayores enemigos eran los enemigos ocultos, que se
habrían sentido molestos de aparecer como tales. Eran personas de bien y con elevada
fama de virtud, y pensaban que harían buen servicio a Dios persiguiendo a su siervo.
Según ellos, el señor de La Salle había concebido un plan excelente, pero era incapaz
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 627

de realizarlo. Su Instituto era importante para el bien de la Iglesia, pero se necesitaba


otra persona distinta de él para
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llevarlo a su perfección. Los que pensaban así se consideraban llamados a terminar lo
que el hombre de Dios había comenzado. Primero vieron que era dócil a sus
propuestas, mientras no alteraban el espíritu de su Sociedad, y se habían declarado
sus defensores; pero luego, viendo que era poco flexible sobre los cambios que ellos
deseaban introducir, le tomaron aversión y le habían acusado al arzobispado de ser un
hombre de pocas luces, incapaz de gobernar; habían querido poner a sus propios
discípulos en contra de él, y hacer que se disgustasen de su persona y de su proceder.
Como no pudieron conseguirlo, promovieron divisiones, e incluso armaron a los
maestros calígrafos contra las escuelas gratuitas. Llegados a este punto, no
desesperaban de triunfar, manteniendo la guerra, y lograr una victoria tanto tiempo
disputada; obligarían al santo sacerdote a marcharse de París, a dejarles libre el
campo de batalla, y así poder establecer las normas entre los Hermanos, introducir
otras Reglas, suprimir las prácticas antiguas y poner a otro superior, bajo cuya
autoridad poder gobernar.
Los enemigos del siervo de Dios no abandonaron este viejo proyecto, e hicieron
nuevos esfuerzos para terminar de quitar a los Hermanos la protección del párroco de
San Sulpicio y para desacreditar en sus ánimos a su superior. Lo consiguieron. Los
hombres más eminentes tienen su punto flaco, y siempre se encuentra en ellos el
aspecto humano. No están exentos de prejuicios, y cuando están preocupados, la
fuerza de sus prevenciones les lleva a hacer lo que otros realizan por la violencia de
sus pasiones. Al pretender que sólo buscan a Dios, les ocurre a veces que se ponen a
perseguir a sus más fieles servidores y se declaran, por un sentimiento de virtud, en
contra de los más virtuosos.
El señor de la Chétardie, a pesar de sus luces, a pesar de su buena intención y a
pesar de su inclinación a la piedad, no supo desconfiar de sí mismo en esta ocasión, ni
de aquellos que le creaban prejuicios contra el santo fundador. Cayó en la trampa de
su falso celo y se convirtió en su instrumento para causar nuevas penas al señor de La
Salle. Éste las soportaba con actitud de santo, pero no dijo ni una palabra de queja o de
censura, ni mostró ningún signo de tristeza a aquellos con los que vivía. Más aún, su
alegría parecía aumentar con las penas que le causaban y se complacía en ellas.
Nunca se le vio más tranquilo, y quienes ignoraban lo que pasaba hubieran creído que
todo transcurría según sus deseos, y que por fin la calma había sucedido a la
tempestad. Salvo el Hermano de quien se servía para actuar ante el párroco de San
Sulpicio, y del director de la casa, nadie conocía el estado de tristeza en que se
debatía. Su silencio era total sobre todo lo que le acontecía y sobre todo lo que le
concernía en particular. Sólo hablaba de ello a Dios.
628 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

6. El señor de La Salle cierra por segunda vez las escuelas de la parroquia


de San Sulpicio; quejas y descontento que se levantan a este propósito
Sería inútil hablar en detalle de todas las penas que le causaron. En una palabra,
diría que llegaron tan lejos, que se consideró obligado a ceder por temor a que la
persecución pasara de su persona a sus discípulos, como sucedía de ordinario.
Además, éstos comenzaban a desalentarse. Su corazón abatido sucumbía bajo
ataques tan violentos, a pesar de todo lo que les podía decir para consolarlos.
Entonces, persuadido de que un mal tan violento sólo podía curarse con un remedio
también violento, mandó cerrar todas las escuelas y envió a los maestros, de dos en
dos, a diversas escuelas. Sólo permaneció en París el director, para guardar la casa y
para responder a los que acudieran a informarse. Esto sucedió en el mes de julio de
1706, cuando el señor de La Salle residía en la casa de San Roque.
El motivo que impulsó al santo fundador a retirar a los Hermanos y a cerrar las
clases, fue la nueva guerra que los maestros
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calígrafos, movidos y apoyados secretamente, volvieron a declararle. Continuamente
se presentaban en las escuelas y molestaban, echaban a los alumnos, insultaban a los
Hermanos, y los amenazaban incluso con la prisión. El pretexto de su combate
siempre era que se encontraban en las escuelas gratuitas niños cuyos padres eran
acomodados. El señor párroco lo sabía y no decía ni una palabra. Su silencio, tomado por una
aprobación tácita, les daba la libertad para hacerlo, y la ejercían hasta la insolencia.
Con todo, el párroco no se esperaba ver que esta tragedia terminara con la retirada
de los Hermanos, y si lo hubiera sospechado, su celo por las escuelas cristianas le
hubiera inducido a hablar; y hacerlo con tono de dueño, que sabía encarnar mejor que
nadie cuando lo necesitaba, hubiera obligado al silencio y al cese de la persecución al
Instituto. Con todo, se extrañó mucho cuando supo el nuevo cese súbito de actividades en
las escuelas cristianas. No le resultó difícil adivinar el motivo, y menos aún caer en la
cuenta de que lo había provocado él, al dejar indefensos a los inocentes perseguidos.
Las escuelas permanecieron cerradas tres meses, con gran pesar de la gente. No se
tardó mucho tiempo en sentir los perjuicios que este cierre causó en la parroquia. La
mayoría de los padres y madres se quejaban abiertamente al párroco. Los pobres, que
perdían un beneficio tan grande para la educación de sus hijos estaban desolados,
mientras que los enemigos del santo sacerdote se alegraban de su victoria. Para
completarla, sugirieron al señor de la Chétardie que buscara otros maestros para las
escuelas gratuitas, pues al fin y al cabo, eran necesarias, y el celoso pastor no quería
abandonarlas, ni privar a los pobres de la parroquia de una ayuda tan necesaria para la
salvación. Incluso, a los que acudieron a quejarse les había prometido trabajar sin
descanso para que las cosas volvieran a estar en su sitio.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 629

Los que tenían interés en alejar a los Hermanos llegaron a presentarle algunas
personas para sustituirlos. Se trataba de algunos que habían abandonado el Instituto,
pero, aparte de que su número era insuficiente para atender todas las escuelas, al
párroco no le salían las cuentas. Apagada en ellos su antigua caridad, habían pasado a
la codicia, y no querían prestar sus servicios a un precio tan bajo como hacen los
Hermanos, que, a ejemplo de san Pablo, se contentan con lo imprescindible.

7. El señor párroco de San Sulpicio se ve precisado a llamar de nuevo


a los Hermanos; medida que adopta para impedir nuevas persecuciones
de los maestros calígrafos
Así pues, el señor de la Chétardie se vio en la necesidad de llamar a los antiguos
maestros, con sumo pesar de aquellos que habían trabajado para arrojarlos
definitivamente. Hizo saber su disposición al señor de La Salle, quien, como manso
cordero, consideró un deber obedecer, sin permitirse presentar ni una queja ni
reprochar al señor párroco haberle abandonado en la persecución. El párroco,
encantado de saber que el siervo de Dios estaba en tal disposición, le escribió para
pedirle que volviera para abrir sus escuelas lo antes posible. El santo sacerdote le
contestó que había preferido retirarse a tiempo, antes que ver las escuelas expuestas
continuamente a agitaciones que causaban considerables perjuicios a los Hermanos;
que el modo con que se había procedido con él desde hacía tiempo, había desalentado
a algunos; que no tenía posibilidad de reemplazarlos de forma inmediata, y que no
estaba dispuesto a enviar a otros sino en la medida en que se le confirmara que
estarían tranquilos y seguros bajo su protección.
En fin, el prudente superior, para librarse de una vez por todas de golpes parecidos,
que al afectar a los Hermanos molestaban a las escuelas, dio órdenes al Hermano
director, que se había quedado solo en la casa, que negociara este asunto con el señor
párroco, de manera que en el futuro no hubiera necesidad de afrontar catástrofes
semejantes.
<2-43>
Una vez que estas medidas fueron adoptadas por orden del señor de la Chétardie, el
santo fundador llamó a los Hermanos de las provincias, y fueron en total doce: diez
para enseñar, uno para ocuparse de lo temporal y otro como director de la casa.
También se reguló su pensión, con las mismas bases que tiene actualmente; y a
ruegos del Hermano que era tan bien acogido por el señor párroco, éste tuvo la
bondad de abonar también los tres meses que estuvieron cerradas las escuelas, y de
abonar los gastos de viaje de los Hermanos que fueron llamados. Esta caridad del
párroco era absolutamente necesaria, porque la pobreza de la Congregación no
permitía hacer gastos para los viajes. Apenas se había conseguido esta reconciliación,
cuando estuvo a punto de romperse a causa de otro contratiempo. El Hermano tan
bien acreditado ante el señor de la Chétardie, fue enviado sin su conocimiento, por el
señor De La Salle, a una casa de provincias, para resolver algún asunto. El pastor
630 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

quedó tan afectado por ello que fue preciso llamarle de nuevo cuanto antes, por temor
a que los enemigos del siervo de Dios aprovechasen esta ocasión para empezar de
nuevo a indisponer el ánimo del párroco. Las escuelas se abrieron de nuevo, y en
seguida se llenaron, a comienzos de 1706. La impaciencia con que el pueblo lo
esperaba fue seguida de alegría, y ambas les enseñaron de nuevo, tanto a la gente
como al párroco de San Sulpicio, la enorme ayuda que las escuelas de caridad,
dirigidas por maestros tan piadosos como expertos, suponen para la instrucción de la
juventud.
Para que en lo sucesivo los maestros calígrafos no volvieran a molestar a las
escuelas, que constituían el objeto de su envidia, el señor de la Chétardie envió al
abate de Gergy, que era su vicario, y actualmente su sucesor, a la oficina de San
Sulpicio, para que realizara el examen de las posibilidades de los niños. Este piadoso
sacerdote dedicó varias semanas para realizarlo, e hizo un registro exacto de
nombres, edades, situación y domicilios de todos los alumnos, y dio a los Hermanos
la orden de que no admitieran sino a aquellos que llevasen un certificado firmado por
el sacerdote de la comunidad de San Sulpicio que estuviera encargado por el párroco
de elaborar la información sobre la situación económica de los padres de los alumnos.
Por esta nueva disposición, los padres y madres se vieron obligados a acudir desde
todos los rincones de la parroquia a buscar este certificado, que venía a ser como la
llave que abría a los niños las escuelas gratuitas. Esta formalidad desarmó por entero
a los maestros calígrafos y les quitó todo pretexto para cometer nuevos desacatos, y a
los Hermanos y a sus escuelas les sirvió de salvoconducto para establecer en ellas la
paz y la tranquilidad. Sin embargo, esto no les hizo perder ni un solo alumno. Las
clases gratuitas estuvieron tan nutridas como de ordinario, y ninguno de los que se
presentaron quedó excluido. Esta multitud de alumnos era nuevo motivo de pena para
los maestros de París, pero ya no podía ser objeto de querella. Esta formalidad, que
sirvió de barrera a sus visitas ofensivas, en el fondo fue simplemente pura ceremonia,
pues los mismos alumnos cuya vida pretendidamente acomodada había servido de
motivo para los procesos planteados por los maestros, volvieron ahora con su
certificado, ya que el sacerdote encargado de examinar las posibilidades de los padres
de tales escolares pensó que, en conciencia, no se lo podía negar. Como estaba mejor
informado que los maestros de la fortuna de aquellas familias, sin dejarse llevar
simplemente por su imaginación, consideró que no debía colocar entre los ricos
a gente que poseía algunos bienes, pero que tenían una familia muy numerosa, o a
gentes que tenían una tienda bien provista, pero que debían más dinero del que tenían.
Así se apaciguó este enfrentamiento entre los Hermanos y sus rivales. Como esto
servía de materia a los enemigos del señor de La Salle para mantener el fuego de la
persecución, ésta se redujo un tanto. Esta tranquilidad favoreció a algunos centros, de
los que se va a
<2-44>
informar después de que hayamos hablado de la nueva casa que ocuparon los
Hermanos en la parroquia de San Sulpicio.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 631

Desde hacía dieciocho años los Hermanos se alojaban en la calle de la Princesa,


donde además estaba la escuela del barrio, en una casa muy incómoda por su
situación, que estaba a la vista desde todos los ángulos, y a merced de más de veinte
talleres vecinos. Los Hermanos no podían salir de la casa sin ser vistos, ni siquiera
tenían libertad para respirar el aire puro del patio durante los recreos, pues se
convertían en espectáculo de todos los ojos curiosos o maliciosos. Esta dificultad
hacía que la vivienda fuese incómoda, además de carecer de huerta, y era demasiado
pequeña para una comunidad.
La dificultad no estribaba en encontrar otra más cómoda, sino en conseguir que el
párroco de San Sulpicio lo aceptase. Para lograrlo, el señor de La Salle, que no había
podido ganarse de nuevo la confianza del virtuoso pastor, pensó que podía servirse,
sin que lo pareciera, del Hermano que era tan poderoso ante él. Este Hermano buscó
una casa adecuada, y no tardó en encontrarla. Estaba próxima al límite de Sèvres, en
el barrio de los Incurables, y era tal como la necesitaban los Hermanos, con buen aire,
retirada, cómoda y con huerta. Pertenecía al abate Mascarini.
El santo fundador fue a verla de incógnito, y dijo al Hermano que la había
encontrado que hiciera todo lo posible por conseguirla. El superior fue obedecido, y
el éxito siguió a la obediencia. El señor de la Chétardie estuvo de acuerdo en cuanto el
Hermano se lo expuso, y le felicitó por su hallazgo. Una vez que se convenció de las
ventajas de esta casa a través del informe que le presen tó el abate Languet de Gergy, a
quien envió con el Hermano para hacer una visita, dio orden de alquilarla.
El santo sacerdote se sorprendió cuando le dieron la noticia de que el señor de la
Chétardie había accedido con tanta rapidez; y, al mismo tiempo, se sintió consolado
de que al fin la divina Providencia otorgara a sus discípulos en París una casa cómoda,
apartada y favorable para la mayor regularidad. Admiró en este suceso la bondad de
Dios, que del seno de las persecuciones y contradicciones había sabido conseguir un
beneficio para los Hermanos y disponer en un momento, a favor suyo, un corazón
agriado con él desde hacía tanto tiempo. Pocos meses después la escuela de San
Roque pasó a otras manos, y el señor de La Salle se vio precisado a refugiarse en la
nueva casa. Al año siguiente, 1709, que causó tantas desgracias por la carestía del pan
y por el rigor del invierno, tuvo la suerte de encontrar en ella un alojamiento cómodo
para los novicios, que se vieron forzados a regresar a la capital del reino para buscar
en ella el pan necesario para la vida.
El Noviciado, llevado a un lugar tan favorable para el fervor, quedó allí siete años,
y la escuela siguió en los locales que el señor párroco alquiló en la calle de la Princesa.
Esta casa tan cómoda, cuyo alquiler era de 400 libras, la han ocupado los Hermanos
hasta el año 1722. Luego pasaron a otra, cerca de Santa Tecla, todavía más adecuada
para establecer en ella su tienda y tener una residencia estable.
632 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

<2-45>
CAPÍTULO VI

Diversas fundaciones de escuelas cristianas en Dijón, Mende,


Alais, Grenoble y San Dionisio-en-Francia

1. Fundación en Dijón, en 1705


Aunque la escuela de los Hermanos en Dijón se abrió poco después de la de
Darnétal, hemos retrasado el relato para unirlo al de otras varias escuelas que la
siguieron, y para no interrumpir la sucesión de la vida del santo fundador.
Las escuelas cristianas de Dijón deben su fundación al señor Rigoley, primer
presidente de la Cámara de Cuentas de dicha ciudad, y a toda su ilustre familia, que se
puede calificar de familia santa. El padre, la madre y los hijos participaron en ella de
acuerdo y con santa emulación. La comenzó el padre, su esposa la sostuvo y los hijos
la perfeccionaron. El señor Rigoley, padre, era ejemplo para toda su ciudad.
No se le veía en su puesto sino en la medida que lo exigía su cargo. Durante el resto
del tiempo, como era amigo del retiro, de la oración y de las buenas obras, llevaba una
vida que le mantenía preparado para la comunión diaria, que se le había permitido.
Este piadoso magistrado ofreció al señor de La Salle cuatrocientas libras de pensión
y alojamiento para dos Hermanos. Su ofrecimiento fue aceptado, e inmediatamente
salieron hacia Dijón dos Hermanos, que abrieron las clases en el mes de junio de
1705. Mientras vivió este bondadoso fundador, concedió a los Hermanos su protección; y
la misma caridad que había tenido para fundar en su ciudad escuelas gratuitas le
animó con vivo celo para sostenerlas y ampliarlas. Si no vivió el tiempo suficiente
para realizar todo el bien que quería, tuvo en sus hijos a los herederos de su celo.
Los Hermanos lo perdieron en 1716, en París, donde murió, y fue enterrado con la
honra debida a su dignidad, por el señor párroco de San Sulpicio, su cuñado, en
la capilla de San Carlos. Su esposa, hermana del señor arzobispo de Sens y del
párroco, señor Languet de Gergy, dama de virtud eminente, que ha merecido el
nombre de madre de los pobres por su extrema caridad para con ellos, después de la
muerte de su esposo siguió con celo parecido sosteniendo las escuelas. Y lo que no es
menos edificante, también sus hijos, con su piedad heredada y un celo vigorizado, y
con la ayuda del señor de Rochefort, consejero del Parlamento, y de la familia del
señor Rigoley, han incrementado la escuela comenzada por sus padres, con otros
cuatro Hermanos, de manera que las escuelas cristianas y gratuitas se han abierto, con
éxito y la bendición de Dios, en tres barrios de la ciudad de Dijón, con la aprobación
del señor alcalde y de los concejales, que las han aceptado mediante acta oficial.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 633

22. Escuela de Mende, en 1705


La apertura de la escuela cristiana en Mende, capital de Gévaudan, fue fruto de la
bondad del señor de Piancourt, su obispo, y de la humildad del señor de La Salle.
Nadie demostró tener tanto deseo de contar con Hermanos y tanto celo por la
instrucción de la juventud como este ilustre prelado, que por caridad se despojó de
todos sus bienes, antes de morir, en favor de los pobres y de las buenas obras. Lleno
de méritos y ya casi al final de su santa vida, consumida en los trabajos de su
ministerio y en la santificación de su diócesis, quiso
<2-46>
coronarla con la fundación de un asilo y de escuelas gratuitas. Consideraba este doble
beneficio en favor de los pobres como la obra maestra de la caridad; a la hora de la
muerte hubiera pensado que no había hecho por sus ovejas todo lo que su celo le pedía
si no les hubiera dejado esta doble ayuda espiritual y temporal.
«Convencido —dice él mismo en su testamento, fechado el 19 de octubre de
1707— de que la salvación de los pueblos y su felicidad temporal dependen
principalmente de una educación santa de la juventud de ambos sexos, y de que
después de las muestras de afecto y predilección que hemos dado a los habitantes de
nuestra querida ciudad de Mende, con la construcción y fundación que hemos hecho,
de un asilo, que es el socorro universal y perpetuo para todas las desgracias de la
naturaleza y de la fortuna que pueden ocurrir en la vida, no podemos darles otras
muestras mayores que la de fundar escuelas públicas, que no carezcan de nada de
cuanto puede concurrir a la salvación de sus almas y a su felicidad temporal...».
En efecto, cuando supo que en París había una familia de maestros de escuela
destinados a ello por vocación y dedicados por pura caridad a la educación e
instrucción de la juventud pobre, y que el señor de La Salle, antiguo canónigo de
Reims y doctor en teología, su padre y fundador, estaba al frente de este nuevo
seminario, aplicado únicamente a formarlos y santificarlos, se apresuró a enriquecer a
su diócesis con esta adquisición y coronar sus buenas obras con la fundación de
escuelas gratuitas. Por desgracia, el santo sacerdote no estaba en aquel momento en
situación de satisfacer totalmente la petición del piadoso prelado, por falta de sujetos,
ya que algunos se habían desanimado y otros habían sido apartados por aquella red de
persecuciones de las que hemos hablado. Con todo, contento por encontrar en aquel
santo obispo tanto celo, hizo lo posible por satisfacerle, y le envió un Hermano capaz
de comenzar con éxito la escuela gratuita, y de dar una imagen elevada de la misma, y
le prometió enviarle en seguida otros Hermanos cuanto antes. El Hermano enviado a
Mende hizo más aun de cuanto podía esperar el prelado, y éste quedó tan satisfecho
que escribió al señor de La Salle una segunda carta, para que se diera prisa en enviar
otro más. Dejémosle que él mismo se explique sobre este asunto, recogiendo sus
palabras.
«Señor, no puedo bendecir a Dios lo suficiente por que le haya inspirado el
designio de formar maestros de escuela para instruir a la juventud y formarla en la
634 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

piedad cristiana. Los seminarios forman buenos eclesiásticos, pero los buenos
maestros de escuela, que graban las primeras impresiones de la piedad y de la
religión, pueden contribuir a santificar a todos los cristianos. No se puede estar más
contento de lo que yo estoy del Hermano que me ha enviado, que ha comenzado, en
espera de que llegue otro para ayudarle, a instruir a nuestros jóvenes; le quedaré muy
agradecido por enviar a un sujeto excelente, que esté capacitado tanto para la
escritura como para la aritmética, pues ése es el medio para atraer a toda la juventud, y
con ello comunicar las primeras impresiones de la piedad cristiana. Por mi parte, yo
les daré toda la protección que puedan esperar, de manera que se hallen plenamente
satisfechos en su empleo en esta ciudad. El Hermano *** le podrá informar de mi
buena disposición hacia él y hacia esta escuela. Le ruego que haga aumentar mis
buenos sentimientos con la buena elección de los maestros de escuela que me envíe.
Le estaré profundamente agradecido. Le ruego me considere, con especial estima, su
muy humilde y muy obediente servidor, F. P. de Piancourt, obispo de Mende. Mende,
a 8 de abril de 1707».
<2-47>
El segundo Hermano consiguió tanto éxito como el primero, y ambos vieron crecer
la mies bajo sus cuidados, y no fueron suficientes para el momento de la cosecha.
Otro más, el tercero, acudió en su ayuda, y se encontró con tanto trabajo como los
otros, y tuvo como ellos motivos para consolarse con su trabajo. El piadoso prelado,
ya hacia el fin de sus días, no podía tener un gozo más cumplido, y para no dejar sin
terminar la obra que tan provechosamente había comenzado, y para anticiparse a las
sorpresas de la muerte, hizo testamento, y en él legaba, para el sostenimiento de tres
Hermanos, quinientas diez libras de renta anual, más el alojamiento, y otras doscientas
cincuenta libras para dos maestras.
Parece que Dios estaba esperando que el piadoso prelado consumara esta buena
obra, para concederle la recompensa de todas las demás. Falleció poco después de
haberlo hecho, con gran pesar de los Hermanos, que le conocieron demasiado tarde y
lo perdieron demasiado pronto. Tenían buen motivo para llorarle, pues su muerte
afectó a las escuelas gratuitas que había fundado y las llevó casi a su pérdida.
Los Hermanos que sucedieron a los tres primeros, muy distintos de ellos, fueron
ocasión para que su santo superior ejercitase la paciencia; su insolencia fue causa
de que pudiera dejar a sus discípulos uno de los ejemplos más eminentes de
mansedumbre y de humildad cristianas. He aquí cómo ocurrió.
Estos tres indignos súbditos de un jefe tan virtuoso fueron enviados a Mende
después de la destrucción del noviciado de Provenza, del que hablaremos muy
pronto; se separaron y formaron grupo aparte, creando un cisma en la Sociedad y
rompiendo la unión con sus Hermanos y la subordinación a su legítimo superior. El
origen de este cisma fue el desarreglo en que vivían. Estos hombres, tibios y relajados
en cuanto se apartaron de la vista de su vigilante superior, sin contar con el ejemplo de
sus Hermanos y sin el apoyo de las reglas, se constituyeron en dueños de sí mismos,
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 635

se entregaron a su propia voluntad y emprendieron, dejándose llevar de sus


inclinaciones naturales, el camino de su perdición. De forma insensible pasaron de
una vida sin molestias y sin exigencias a otra vida de molicie y de sensualidad, que los
llevó al total desarreglo. El señor de La Salle se apenó por ello, y como buen padre,
trató de que aquellos hijos perdidos volvieran al buen camino. Habían imitado al hijo
pródigo en sus desórdenes, pero no le imitaron en su penitencia. Estos enfermos
incurables, a quienes la mansedumbre no conseguía otra cosa que endurecerlos,
hubieran podido ser llamados a su deber por medio de la autoridad y la corrección;
pero parecía peligroso intentar esa vía. El mejor remedio para su actitud recalcitrante
hubiera sido, sin duda, sacarlos del lugar donde se habían relajado y enviarlos al
noviciado, para que recapacitaran y volvieran al espíritu de su estado; pero esto no era
fácil. El señor de La Salle tenía todo el derecho a hacerlo, ya que la fundación estaba
hecha a su nombre y estaba ligada a su congregación. Eso lo sabían, y era lo que
temían, aquellos hijos de Belial, resueltos a sacudirse el yugo de la obediencia. Y por
eso, para guardarse del golpe, hablaron al sucesor de monseñor de Piancourt y a los
consejeros del municipio, y supieron ganárselos tan bien, que el cambio resultaba
imposible. El santo varón, que ignoraba esta intriga, se sorprendió sobremanera
cuando acudió a saludar al señor obispo de Mende, pues éste le escuchó con actitud de
amo, y le amenazó diciéndole que se guardase bien de cambiar a los tres Hermanos
que estaban en Mende, pues no quería otros, y si los enviaba, él despediría a los
reemplazantes. Su extrañeza fue aún mayor cuando oyó hacer un razonamiento
parecido al primer consejero, que es el alcalde o juez de la ciudad.
Si el virtuoso superior hubiera querido responderle, tenía razones de sobra para
<2-48>
desengañar a aquellos señores, ganados por los rebeldes. Hubiera podido
demostrarles que de sus desarreglos nacían los inconvenientes que había para
dejarlos en el lugar que los había ocasionado. Además, en el testamento de monseñor
de Piancourt hubiera hallado razón suficiente para realizar el cambio; pero no se
sentía con ánimo para contestar. Su humildad le llevaba siempre a ceder y a callar.
Así lo hizo también en este encuentro, y con su silencio y su tranquilidad sirvió de
prueba para su derecho y de justificación para su proceder.
Con todo, el santo superior vivía con sus hijos díscolos, y no manifestaba mal
humor por su conducta artificial y simulada. Vivía con ellos como un cuarto
Hermano, intentando ganar con su buen ejemplo a los que no podía corregir con su
autoridad. Pero eso era demasiado para aquellos tres hombres que no querían ningún
freno, y que por la impaciente previsión de no poder volver a su anterior forma de
vida, deseaban ver muy lejos de ellos a aquel que se lo impedía. La presencia de un
santo se les hacía pesada; incluso se convertía en el tormento de aquellos libertinos, y
temían más sus ejemplos que sus advertencias; pues su ejemplo los cargaba de
confusión y servía de monitor secreto que les hacía reproches más duros que las más
amargas correcciones.
636 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

Entonces, para deshacerse de este censor mudo, cortaron por lo sano y decidieron
echarle de la casa y despedirle. Uno de ellos se encargó de hacerlo, y sin miramiento
alguno le dijo con insolencia que si quería quedarse en la casa debería pagar su
estancia. Semejante cumplimiento hubiera podido parecer extraño si no estuviera ya
preparado por el ultraje que le habían hecho aquellos rebeldes por boca del prelado y
del alcalde. Sin duda, hubiera podido ofender a otra persona, más sensible a las
injurias y menos muerto a sí mismo que el santo sacerdote.
La persona más moderada del mundo, en una situación semejante, hubiera
esgrimido el contrato de fundación y mostrado a aquellos infames los términos que le
permitían arrojar de la casa a los tres. Si lo hubiera hecho, se habría alabado su
prudencia y firmeza. Algunos, incluso, pensarían que, de estar en su caso, lo hubieran
hecho, porque a los enfermos de orgullo hay que tratarlos con azotes de hierro, y
obligar a los soberbios a someterse al peso de la autoridad.
Se dice de ordinario que un superior que no sabe hacerse obedecer, no sabe
gobernar, y que el arte de acertar a someter a los rebeldes es el de saber mandar
adecuadamente. Pero los santos tienen otras luces; su prudencia viene de arriba, y les
inspira ideas muy contrarias a las de la prudencia humana. La del señor de La Salle
era la de humillarse en todo, ceder siempre y aprovechar todas las ocasiones que la
divina Providencia le proporcionaba para abajarse a los pies de todos, incluso de sus
discípulos y de sus propios hijos. Este ejemplo no fue el primero que dio en este
asunto; ya se han visto otros muchos. Para saber hasta qué punto supo el santo
sacerdote olvidarse de sí mismo en esta ocasión, diremos que el sujeto que trató de esa
manera a su buen padre y santo superior era hijo de un pobre zapatero de Picardía, a
quien había recibido por caridad y formado con sumo cuidado en la Comunidad. Le
había recibido cuando era un absoluto ignorante, apto para nada, que ni siquiera sabía
escribir; y él le había hecho experto y le había dado todo lo que era. Este sujeto ingrato
lo olvidó, y se olvidó también de sí mismo, para llegar a no reconocer como a padre,
bienhechor y superior a la autoridad que le había formado, y que podía colocarlo tan
bajo como lo había encontrado. El ofensivo ultraje del arrogante discípulo parecía
merecer el que hizo un emperador a un patriarca, al que había educado: Hombre de
nada, yo te eduqué; hombre de nada, yo te rebajaré y te repondré en tu primer polvo;
pero el rebelde
<2-49>
sabía a quién hablaba, y que se dirigía a un hombre humilde, que no era en absoluto
soberbio. Había aprendido, por ejemplos deslumbrantes anteriores, cuál era la
humildad del santo sacerdote, que sabía callar en estos enfrentamientos y someterse a
la mano que le humillaba. Lo vio también en esta ocasión, que para desgracia suya,
fue la última. El santo superior oyó el ultraje y se calló. Y su silencio, que era más
elocuente que las más amargas quejas y que los reproches más hirientes, no conmovió
en nada al discípulo endurecido. Éste vio cómo su padre, a quien él echaba de casa, se
retiraba sin replicar, tranquilo y contento, para ir a continuación a solicitar cobijo en
una casa ajena.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 637

Esta impiedad sirvió al hijo rebelde para avanzar un peldaño más en el abismo
profundo. Después de enarbolar la bandera de la independencia, se deshizo del tercer
Hermano, pidió la tonsura, contrató a una sirvienta y cometió mil actos escandalosos,
y eso, manteniendo el hábito del Instituto al que ya no pertenecía, y que sólo
conservaba, por instigación del diablo, para deshonrarlo. Es cierto que no pensaba
dejarlo sino para conservar su escuela, pues monseñor de Piancourt había dejado la
cláusula expresa de que las escuelas que fundaba irían unidas a la Sociedad de los
Hermanos del señor de La Salle. Así pues, este cismático no guardaba el hábito del
Instituto que había rechazado por ningún sentimiento religioso, sino por un
movimiento de interés. Prolongó el escándalo con su compañero durante seis años, al
cabo de los cuales la justicia divina pareció vengarse, pues los dos murieron de la
peste, cuando ésta se extendió de Marsella a Mende para llevar allí sus estragos.
Las escuelas quedaron cerradas durante más de dos años; pero luego fueron
asumidas por otros tres Hermanos que el obispo de Mende y algunos de los
principales de la ciudad solicitaron hacia 1724. La mala conducta de los difuntos,
después de haber dado ocasión al prelado y a los concejales de arrepentirse por
haberles protegido, sirvió de prueba de que la rama separada del árbol se seca y
perece, y que los inferiores que salen de la dependencia de sus superiores, pronto o
tarde se convierten en ejemplos estremecedores del abandono de Dios. Aunque todos
estos hechos hayan ocurrido en épocas diferentes, los hemos reunido para tener una
historia seguida, aunque sea un relato anticipado. Y esto es lo que hemos hecho casi
siempre en la relación sobre el establecimiento de los Hermanos y de las Escuelas
gratuitas, para no interrumpir el hilo de la narración.

3. Escuela de Alais, en 1707


La fundación de las escuelas cristianas en Alais siguió de cerca a la que se hizo en
Mende. No había lugar en el reino donde esta ayuda de caridad fuese más necesaria.
Todavía no se ha borrado el recuerdo de los horribles estragos causados por los hugonotes
rebeldes en los Cévennes. Esta tierra, enrojecida con la sangre de los católicos, fue
escenario del furor calvinista cuando estaba para expirar en Francia. Allí, más que en
ningún otro sitio, la herejía, unida al fanatismo, y armada de espada y fuego,
demostró el odio que el infierno profesa a los miembros de la Iglesia romana,
desgarrándolos, degollándolos y martirizándolos con nuevos tipos de suplicios, con
crueldad inusitada, cuyos detalles se pueden encontrar en la historia que de ellos se ha
escrito. Al final, vencida y derrotada en sus últimos reductos, fue víctima de sus
propios furores, bajo las armas del mariscal de Villars, a quien envió Luis XIV para que
diera el golpe de muerte a la cruel hidra que había engendrado Calvino, para
desgracia de su patria, y que durante más de un siglo había sembrado por doquier la
muerte y el espanto.
Este rey insigne, después de haber exterminado el error libertino, disfrazado con el
nombre
638 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

<2-50>
de reforma, que había hecho temblar a sus antecesores y desolado por mucho tiempo
toda Francia, quiso triunfar de ella como príncipe cristiano; pues, como venganza de
la sangre de sus súbditos, se contentó con exigir la conversión de quienes la habían
derramado o habían ayudado a su derramamiento. Este propósito era infinitamente
loable y digno de la religión de quien lo había concebido, pero no resultaba fácil.
Se puede decir, realmente, que era más fácil vencer a aquellos fanáticos rebeldes
que convertirlos, cuyas manos aún estaban manchadas con la sangre de los católicos y
cuyo corazón sólo anhelaba herir y matar. Eran gentes que se habían hecho una
religión de su bandidaje y un deber de piedad matar y degollar; gentes que se creían
llamadas a afrontar los combates del Señor rebelándose contra su rey; gentes que
se consideraban a sí mismas inspiradas y movidas por una virtud divina, para
convertirse en verdugos de sus compatriotas, y no estaban dispuestos a volver al seno
de una Iglesia a la que habían desgarrado.
Éste fue, sin embargo, el plan que pensó Luis XIV, y para realizarlo adoptó las
medidas más justas. Necesitaba dos clases de personas muy diferentes para trabajar
en esta obra: personas de guerra y obreros evangélicos.
Los primeros debían mantener a los rebeldes en su deber, y los segundos,
instruirlos y desengañarlos. Sin los primeros, los segundos corrían peligro de
convertirse en víctimas de un falso celo que fácilmente se reaviva. Sin los segundos,
los primeros sólo hubieran conseguido fomentar el desorden y aumentar la irreligión.
Las personas de guerra fueron distribuidas por todas partes en una región donde todo
se podía temer de unos súbditos en apariencia sometidos, pero rebeldes en su corazón.
Se sabía por experiencia que este fuego oculto bajo las cenizas podía volver a
reavivarse en un instante y ocasionar un nuevo incendio. Era, por tanto, necesario
poner centinelas en todas partes para vigilar, y mantener a la gente preparada para
apagarlo en seguida, si recomenzaba.
Por ahí había que comenzar y es lo primero que se hizo. Las tropas del rey fueron
colocadas por todas las ciudades y pueblos importantes en los que se podría temer una
sublevación, para mantener en el deber a los errantes perdidos, que sólo predican la
caridad, y en cambio sólo obran por temor, y para preparar a aquellas almas feroces y
sanguinarias a la paz y a la tranquilidad que exige el sagrado ministerio. Una vez que
estuvieron restablecidos el orden y la tranquilidad, el rey llamó a obreros evangélicos
para reemplazar a los que habían sido víctimas del furor fanático. Necesitaban una
cabeza para ponerlos en movimiento y conferirles la misión. Esta cabeza, según
instituyó Jesucristo, es el obispo; por lo cual se pensó que para hacer progresar
y asegurar la religión en los lugares donde el error y el fanatismo habían prevalecido y
dominado, era preciso crear un nuevo obispado, y es lo que se hizo. Luis XIV
desmembró la ciudad de Alais de la diócesis de Nîmes, e hizo que Inocencio XII la
erigiese como obispado.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 639

Fue designado como primer obispo monseñor François Maurice, jefe de las
misiones reales del país. Su primer cuidado fue el de tener buenos colaboradores para
sus trabajos, es decir, dignos ministros que con él pudieran arrancar y plantar, destruir
y edificar en una región donde se había ido a refugiar el error eliminado en el reino, y
en la cual apenas una de cada doce familias era católica. Entre los celosos operarios
que llamó en su ayuda escogió al señor Mérrez, canónigo de Nîmes, recomendable
por su celo de la salvación de las almas; le nombró vicario general y preboste de su
nueva catedral. Ambos tenían amplia experiencia que los hacía expertos en el arte de
ganar almas para Dios, y pensaron que de todos los nuevos
<2-51>
establecimientos de piedad que había que oponer a la herejía dominante en aquellos
lugares, el más necesario era el de buenos y expertos maestros de escuela. La
reflexión que hicieron sobre el origen de la rebelión de los fanáticos de los Cévennes,
les confirmó en esta idea. En efecto, la historia escrita sobre este asunto nos dice que
fue un malvado maestro de escuela quien encendió las primeras mechas de este
funesto incendio; de donde dedujeron que para destruir el mal, comenzando por el
principio que lo había causado, se necesitaba acudir a maestros de escuela celosos
y ejemplares. Los que formaba el señor de La Salle ya tenían fama. Su regularidad y
sus aptitudes se difundían por todo el reino. Su merecida reputación habían llevado su
nombre incluso a los Cévennes, donde el señor Mérrez había sabido que el señor de
La Salle, uno de sus antiguos compañeros en el seminario de San Sulpicio, se había
despojado de sus bienes y de su canonjía para dar a la Iglesia una nueva familia de
catequistas y de maestros, aptos para sembrar las bases de la religión en los corazones
de los jóvenes. No tenía duda de que los discípulos de semejante maestro, formados
por él mismo, serían dignos de él.
Además, la fama de las escuelas de Aviñón y de Marsella había llegado hasta él. Y,
en fin, estaba convencido de: 1. Que los maestros de escuela que ejercen este empleo
sólo por vocación y lo ralizan por pura caridad, disponen de una gracia, que no tienen
los demás, para instruir y educar debidamente a la juventud; 2. Que no hay otros más
hábiles y virtuosos que aquellos que se forman desde jóvenes y con gusto en una comunidad,
y que la tienen como objeto principal; 3. Que no hay más que una Comunidad que
pueda asegurar buenos sujetos y sustituir a los que mueren o que ya no pueden
trabajar.
Con estos criterios, el señor Mérrez sugirió a su obispo que llamara a su diócesis a
los Hermanos de las Escuelas Cristianas. El prelado aprobó sus consideraciones y le
encargó que escribiera al señor de La Salle, lo que hizo en carta del 2 de junio de
1707, cuya transcripción es la siguiente: «Señor, no sé si mi nombre le resultará
conocido y si tiene algún recuerdo de mí; pero yo nunca le he olvidado, y me acuerdo
muy bien de usted a quien conocí en el seminario de San Sulpicio; a la sazón usted era
canónigo de Reims. Fue en 1671. He sabido que dejó usted su canonjía y se dedicó a
todo tipo de obras buenas, y entre otras, a formar una Comunidad de maestros de
escuela, que producen mucho bien en todas los lugares donde se han establecido.
640 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

Nosotros, en este país, los necesitaríamos, pues aquí tenemos dificultad para
encontrar católicos a quienes pudiéramos encomendar la educación de la juventud.
»Desde este momento necesitaríamos dos para Alais; se trata de destruir la herejía
en este lugar y restablecer la religión católica. La obra es grande y se necesitan buenos
operarios. Haremos que sea la comunidad quien los pague. Por tanto, sus maestros no
tendrían que pedir nada a los padres de los niños. Las pensiones de los maestros ya
están establecidas por Su Majestad, así que no será nada nuevo. Pero hay que ganar a
estos hugonotes por sus intereses, y hacerles ver que estos nuevos maestros formarán
buenos calígrafos. Recurro, pues, a usted, señor, para tener discípulos suyos.
»El padre Beauchamp, jesuita, me ha ponderado mucho a los que ha visto en
Aviñón y en Marsella, que son ciudades muy católicas. La diócesis de Alais es casi
totalmente hugonote, y por eso tiene una necesidad muy grande de buenos operarios
que puedan restablecer aquí la religión a través de la educación de los niños...
Teniendo un celo como el que usted siente, es preciso, si tiene la bondad, volver los
ojos a este lugar, que es el cantón del reino donde la religión
<2-52>
necesita más ayuda; y puedo decirle, además, que tenemos más necesidad de
maestros de escuela que de otros operarios, pues hay predicadores, pero nos faltan
catequistas... Quedo a la espera del honor de su respuesta, y soy, etc.».
Grande fue la alegría del señor de La Salle por tener la oportunidad de satisfacer su
celo en la destrucción de la herejía, y de la elección que se hacía de sus Hermanos para
combatirla en los lugares donde se había fortificado, y donde se había creído con
derecho a insultar la verdadera religión y martirizar a los católicos. Estaba más
convencido que nadie de la importancia que tenía el contar con maestros capaces de
apartar insensiblemente a los niños de los prejuicios del error en que nacen, y
combatir esos errores lo antes posible, inspirándoles las verdades contrarias.
Envió, pues, sin tardanza, dos Hermanos, que comenzaron las clases en el mes de
octubre del mismo año de 1707. Para proveer a su subsistencia, el señor obispo de Alais
obtuvo de la bondad del rey los fondos necesarios, por lo cual a las escuelas dirigidas
por los Hermanos se las ha llamado escuelas reales. El primer obispo de Alais no
tardó mucho en darse cuenta de que había estado muy inspirado al llevar a los
Hermanos a su diócesis. Encantado con su manera de enseñar y testigo personal del
bien que hacían, quiso que fueran ellos los únicos encargados de la instrucción de los
jóvenes, y prohibió que hubiera otros maestros de escuela. Su plan consistía en llenar
las clases de los Hermanos con los alumnos de los otros maestros, y no quedó
frustrada su esperanza. Este cambio incrementó el números de alumnos, y el prelado
quiso aumentar el número de Hermanos, y su deseo era multiplicarlos en las ciudades
y en los más extensos lugares de su diócesis, tal como él mismo dice en la carta que
escribió el 28 de enero de 1708 al señor de La Salle para pedirle nuevos Hermanos.
Dice así:
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 641

«Señor: tenemos aquí a vuestros Hermanos, maestros de escuela, de los que


estamos muy contentos, y esto me ha hecho desear otros más, para extenderlos en
nuestras ciudades de los Cévennes y en todos los pueblos importantes. Incluso si
tuviera treinta, lo emplearía bien. Tengo el honor de agradecerle los que tenemos y de
pedirle otros. Hago y haré por ellos cuanto me sea posible. Producen frutos infinitos.
Cuidaré de mantenerlos en el espíritu que usted les infunde, de velar por ellos, y
de darles buenamente mis consejos, cuando sea necesario, y además de informaros de
ello. Aquí necesitamos un Hermano más para otra clase muy numerosa, pues tenemos
obligación de aliviar la que ahora existe, a causa del número y para comodidad de los
habitantes. Espero que si podemos extender la ayuda de vuestros buenos y queridos
Hermanos, eso será un medio infalible de conseguir gran progreso en las familias de
nuestros pobres católicos.
»Le expreso, señor, mis sentimientos, para que usted pueda desear que actuemos
conjuntamente en esta región perdida, que merece su caritativo celo. Puede estar
seguro de que yo no perdonaré nada para ayudar a sus Hermanos, y que atenderé con
afecto sus intereses en todos los encuentros. Solicito, señor, sus oraciones y le
aseguro que quedo sinceramente y de todo corazón su humilde y obediente servidor.
F., primer obispo de Alais».
El señor de La Salle, contento con el fruto de las escuelas cristianas en una zona
donde la herejía se había concentrado, envió el Hermano que pedía el celoso prelado,
a reserva de enviar mayor número cuando fuese preciso. De ese modo,
<2-53>
el Señor, que se cuida de ofrecer sus consuelos por los trabajos que se soportan por su
amor, cuidaba de consolar a su siervo en medio de sus tribulaciones. Pero no hay que
pensar que los Hermanos de Alais estuviesen sin dificultades por parte de los
calvinistas. El espíritu de la pretendida reforma es demasiado maligno y sedicioso
para rendir sus armas sin combatir.
Los hugonotes, dominados, no se atrevían a atacar por la fuerza las nuevas
escuelas, pero hacían lo posible para que sus hijos no asistieran a ellas. Los niños
tenían otros maestros, públicos o privados, y no era posible atraerlos a las escuelas
cristianas. De esa manera, la escuela de los Hermanos hubiera resultado inútil si el
vigilante pastor, que corría tras las ovejas perdidas, no hubiera descartado, por orden
del rey, a todos los pequeños maestros del error. Hizo aún más, pues se valió de la
autoridad del rey para obligar a los padres y madres a que enviasen los domingos y
fiestas a sus hijos al catecismo de los Hermanos bajo pena de multa. Fue preciso
obedecer, y el celo de la falsa religión cedió al interés, lo cual es bastante corriente.
De esta forma las escuelas cristianas se llenaron; pero al principio el fruto no fue
grande, pues si los Hermanos tenían en sus clases a muchos niños, sólo acudían para
hacerlos sufrir; pues su elevado número, lejos de procurar la alegría a los Hermanos,
sólo sirvió para incrementar sus dificultades, ya que los niños sólo llevaban a ellas el
corazón y la mente de sus padres, es decir, un espíritu y un corazón rebeldes contra las
642 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

lecciones que estaban forzados a escuchar. Y los padres, temiendo que aquellas
enseñanzas produjeran su efecto, procuraban borrar las huellas que podían dejar en el
alma de sus hijos, en cuanto éstos llegaban de vuelta a su casa.
Los Hermanos, ante tal testarudez, oponían un celo perseverante, y sin desanimarse
seguían presentando, en sus saludables instrucciones, una medicina considerada
como veneno. El buen prelado, que recibía de aquellos corazones rebeldes el mismo
disgusto que los Hermanos, visitaba a éstos con frecuencia para consolarles y
animarles, y les daba ejemplo de una caridad que nunca se deja vencer. Aquellos
buenos Hermanos también encontraban en el señor de la Fond, canónigo de la
catedral, su celoso director, un padre que los sostenía, los animaba, los protegía y les
hacía todos los servicios que inspira la más tierna caridad. Ya dije antes que el rey
proporcionó los fondos para las escuelas de Alais. Se tomaba de las tallas, o
impuestos de la ciudad, según un edicto de Luis XIV, que ha sido confirmado por
Luis XV en otro edicto publicado en 1724.
De acuerdo con estos edictos, en todas las ciudades, pueblos y aldeas de los
Cévennes hay maestros y maestras de escuela, que disfrutan de una pensión de ciento
cincuenta libras, asignadas por el rey. En lo tocante a esta ciudad de Alais, monseñor
Maurice de Sault nunca quiso admitir otros maestros de escuela distintos de los
Hermanos; si algún otro, tanto católico como hereje, se atrevía a enseñar en secreto a
los niños, tenía como pena la cárcel. A pesar de los ruegos que recibió sobre este
punto de las autoridades de la ciudad, nunca concedió autorización a otras personas
distintas de los discípulos del señor de La Salle. En vano hicieron los hugonotes mil
intrigas para mitigar su postura en este asunto; fue inexorable, y todos los maestros
seglares que no querían morir de hambre, tuvieron que marcharse para conseguir
vivir de su oficio en otros lugares. No estimaba en absoluto los placets que le
presentaban sobre el asunto, y amenazaba con la prisión a quienes se atrevían a
renovarlos. A quienes le objetaban que los Hermanos de Alais no sobresalían en la
escritura, respondía que no los había hecho venir para hacer de
<2-54>
los niños buenos escribientes, sino para hacerlos buenos católicos. Este celoso
prelado combatió hasta el último suspiro de su vida los restos de la herejía
atrincherada en su diócesis, y nunca quiso dejar, para ascender a puestos superiores,
el rebaño que le había confiado la divina Providencia, y que tanto necesitaba de sus
cuidados. Al celebrar los santos misterios en su iglesia catedral, predicaba a menudo,
y acompañaba con ejemplos de virtud las instrucciones que daba. Su sucesor,
heredero de su celo, ha continuado su protección y sus cuidados con los Hermanos.

4. Escuela de Grenoble, en 1707


El mismo año, 1707, los Hermanos fueron llamados a Grenoble de la manera que sigue.
Varios eclesiásticos de singular bondad formaron una sociedad cristiana que tenía
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 643

como objetivos aliviar a los pobres e instrir a la juventud. Muy pronto formaron parte
de ella las personas de más prestigio de la ciudad y del parlamento, que quisieron
colaborar en la práctica de buenas obras. Monseñor Ennemond Alemard de
Montmartin, su obispo, se puso al frente de ellos, y todos, de común acuerdo,
aceptaron ciertas normas de conducta que se comprometieron a cumplir.
La humildad cristiana les inspiró la atracción de la obediencia, y eligieron entre
ellos un superior al que rendían perfecta sumisión. Para ser recibido en dicha
sociedad, formada por las personas más importantes, había que solicitarlo y quedar a
la espera entre los postulantes bastante tiempo. Cuando moría uno de los socios, todos
asistían a su funeral solemne, cuyos gastos se repartían, por el descanso de su alma.
Además, los miembros sacerdotes decían cierto número de misas, y los no sacerdotes
las mandaban celebrar. Constituían una Oficina donde se reunían determinados días,
para proveer a las necesidades públicas; y como la ignorancia y la falta de educación
les pareció que eran la fuente de los desórdenes de los pobres, su celo les indujo a
buscar remedio en la fundación de escuelas cristianas.
Antes era preciso proveer a la subsistencia de los maestros y elegirlos. Y eso es lo
que hicieron en una asamblea en la cual todos cotizaron, unos veinte libras, otros
veinticinco, y algunos hasta cincuenta, cada cual según sus medios y su generosidad,
y prometieron dejar como fondo la renta después de su muerte. En cuanto a la
elección de los maestros, parece que se encargaron de hacerlo los abates de Saléon y
Canel. Estos dos eclesiásticos eran personas de especial relevancia. El primero era, a
la sazón, canónigo de San Andrés, y más tarde fue obispo de Agen; había residido en
San Sulpicio y conocía especialmente al señor de La Salle y el bien que realizaba con
su Instituto. Por eso estaba decidido a pedir al señor de La Salle algunos discípulos, y
así lo hizo en un viaje que por este tiempo hizo a París.
El segundo era también sulpiciano y por su virtud honraba a la casa donde se había
formado y al parlamento del que formaba parte como consejero eclesiástico.
Habiendo ido también a París, renovó al señor de La Salle la petición que le había
hecho el abate de Saléon, de concederles dos Hermanos, en espera del momento en
que pudieran pedir mayor número. La estima que el señor de La Salle tenía hacia
estos dos virtuosos sacerdotes no le permitió demorar mucho la respuesta a su
petición. Con todo, aún transcurrieron quince meses hasta que en Grenoble estuviese
todo dispuesto para recibir a los Hermanos. Cuando todo estuvo preparado, el señor
abate Canel, encargado por la sociedad para pedirlos, escribió al señor de La Salle
esta carta, fechada el 30 de agosto de 1707:
«Señor: Hace unos quince meses que, estando de paso por París, tuve el honor de
hablarle
<2-55>
para saber si usted podría darnos dos Hermanos de su comunidad para tener en
Grenoble una escuela de caridad, y usted tuvo la amabilidad de darme esperanzas de
644 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

que nos los concedería. Creo que el señor obispo de Gap, que se quedó en París
después de mi visita, le habrá hablado también de ello.
»Desde entonces, hemos dispuesto todas las cosas, tanto para el alojamiento como
para su sustento; por eso le ruego que nos envíe dos, lo antes que pueda, y que nos
diga, más o menos, qué tendremos que proporcionarles, tanto para el viaje como para
su sustento en Grenoble. Lo que se necesite lo tomaremos del fondo de limosnas
destinado a obras de caridad, y lo consideraremos como una de las mejores que
podamos hacer. Si tiene usted la bondad de escribirme lo que se necesita para su viaje,
se lo remitiré cuanto antes a París. Quedo de usted, señor, etc.».
El señor de La Salle recibió esta carta con alegría, y al mismo tiempo con sorpresa
del ofrecimiento que se le hacía. Sin más tardanza hizo salir a los dos Hermanos
destinados a Grenoble. El motivo de su extrañeza fue que se encargaran de los gastos
del viaje de los dos Hermanos, lo cual nadie había pensado en las demás fundaciones,
aunque era totalmente justo. Tampoco había pensado hablar de ello a los fundadores,
que no hubieran dejado de aceptar una propuesta tan razonable. Al santo fundador le
bastaba con ver la orden de Dios y su mayor gloria en una cosa, y se olvidaba de lo
demás, dejándolo al cuidado de la Providencia.
Con solo un ejemplo se podrá juzgar cuán onerosos resultaban los viajes de los
Hermanos para una comunidad tan pobre. Cierto día tuvo que enviar a un Hermano de
París a Aviñón, y le dio todo el dinero de la casa; el Hermano, con todo, no quedó
excesivamente cargado, pues no recibió más que veintiocho libras.
Los que más contribuyeron a la fundación de que hablamos, y que mostraron
singular celo por las escuelas cristianas, fueron el señor presidente Bara, el señor
preboste mayor, su hermano, señor Gelin, y la señora Vincent, madre de ambos. El
señor de Montmartin también honró al Señor con sus bienes en esta buena obra.
Incluso, había prometido añadir a su primera donación una suma de dos mil libras,
pero la muerte se le adelantó durante su último viaje a París, y sólo le dejó el mérito de
su buena voluntad, aunque no le concedió el de ejecutarlo. El señor de Chaulnes, su sucesor,
profesó un afecto similar a los Hermanos, que también él ha dejado, con su cargo, al
señor Caulet, actualmente obispo de Grenoble. Éste, convencido de que los
Hermanos poseen la cualidad de instruir y educar bien a la juventud, quiso
encargarlos de las escuelas del asilo.
La primera escuela que se abrió fue en la parroquia de San Lorenzo. Algunos años
más tarde hubo que abrir otra en la de San Hugo, para poder aliviar a la primera, que
estaba sobrecargada de alumnos. El señor Didier, canónigo de San Lorenzo, que
también contribuyó a la fundación, los ha cuidado de manera particular, y ocupó el
lugar del señor de La Salle, al encargarse con afecto de padre de todos sus intereses
espirituales y temporales.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 645

5. Escuela de San Dionisio en Francia, en 1708


Al año siguiente el santo fundador envió dos Hermanos a San Dionisio, en Francia,
a petición de la señorita Poignant, que dio parte de los fondos necesarios para su
subsistencia, y del padre de l’Hôtellerie, prior del célebre monasterio de ese lugar. El
santo varón accedió a complacerle, pero no sin dificultad, pues no le gustaban los
lugares pequeños, donde dos Hermanos solos, dejados a sí mismos, estaban en
peligro de echarse a perder, y comenzaba a aborrecer
<2-56>
estas pequeñas escuelas que tenían dificultad para sostenerse. Sin embargo, como no
podía negarse a las peticiones que le hicieron, y porque cabía esperar que la
fundadora aumentase sus liberalidades, y que con ello se podría aumentar el número
de Hermanos, dejó de lado sus repugnancias. Pero la señorita Poignant murió sin
haber tenido tiempo de completar lo que había comenzado; de manera que la escuela
ha quedado hasta el presente en la misma situación. Había sido proyectada en 1705 y
era uno de los asuntos que llevaron a París al piadoso superior, pero no se resolvió el
asunto hasta 1708.
Durante ese tiempo, el siervo de Dios encontró fondos suficientes para volver a
abrir su seminario de maestros de escuela rurales. Nunca había perdido de vista este
importante proyecto, ni la esperanza de conseguirlo. Siempre creyó que a su Instituto
le faltaría algo, o que su Instituto dejaría de prestar a la Iglesia todo el servicio que le
debía, mientras no formara para las zonas rurales, lo mismo que para las ciudades,
maestros piadosos y capaces de dar a la juventud la instrucción y la educación
necesarias para la salvación. Hizo un tercer intento, y compró una hermosa casa en
San Dionisio; pero esta casa se convirtió para él en fuente de nuevas tribulaciones. La
ciudad se opuso a sus planes en cuanto se conocieron. Los padres del donante se
apoderaron de ella y le acusaron de haber sobornado a un menor. Fue llevado a los
tribunales, condenado a perder la casa, a pagar los gastos, y se vio obligado a huir.
Eso es lo que ocurrió en 1712, como se verá en seguida. De ese modo, el proyecto del
santo sacerdote se volvió contra él, para su vergüenza y confusión.
Tan cierto es que Dios no siempre quiere el efecto de los más nobles proyectos que
Él inspira, o que destina a otros la ejecución de los mismos. El reverendo padre Barré
había sido el primer autor del proyecto de erección de seminarios de maestros de
escuela, pero no fue él, sino el señor de La Salle, el escogido para hacer este servicio a
la Iglesia. El santo mínimo lo intentó varias veces, pero en vano, porque Dios no le
había escogido a él para que fuera su instrumento. De modo semejante, el señor de La
Salle, en tres ocasiones diferentes, emprendió la erección de un seminario de
maestros para las zonas rurales, y otras tantas fracasó su plan. ¿Por qué? Los juicios
de Dios son impenetrables, y no corresponde a nosotros sondearlos. Tal vez que en
los designios de Dios le está reservado realizarlo a otro distinto que al fundador de los
Hermanos.
646 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

CAPÍTULO VII

En 1709 Dios deja al señor de La Salle y a sus discípulos


en su nueva casa de París, acuciados por la pobreza,
pero sin abandonarlos. Lleva allí a los Novicios de San Yon,
cuya necesidad era aún mayor, para proveer a su sustento.
Nuevas cruces que ponen a prueba su paciencia

1709: Parece que Dios se complacía en conceder a su siervo tantos sufrimientos


como él deseaba. Sin cesar pasaba de uno a otro, y su vida no ha sido sino un tejido
continuo de ellos desde que se unió a los maestros de escuela. Su virtud, siempre en
sobresalto, no tenía tiempo para distenderse; la divina Providencia
<2-57>
se cuidaba de proporcionarle el ejercicio continuo. El santo sacerdote, tranquilo en la
nueva casa de París, respiraba con placer el aire de la soledad y se consolaba con su
Dios después de tantas dificultades superadas.
Este tiempo tan tranquilo no duró mucho. Del reposo de que gozaba tuvo que pasar
a las molestias y preocupaciones que el año 1709 hubiera hecho infinitamente más
terribles y dolorosas a un corazón de un temple distinto del suyo. No es exagerar, para
este año en que el hambre se juntó con lo largo del invierno y con la aspereza del frío
para hacer miserables a las gentes; también él vio cómo se asentaban en su pobre casa
todas las dificultades que de ellas se derivan; pero nunca estuvo más alegre ni más
contento que cuando se halló sin pan, sin dinero y sin recursos. Era entonces cuando,
elevado por encima de sí mismo y de todos los acontecimientos de la vida,
resguardado de todos los temores y desconfianzas humanas, ponía en Dios su
confianza y descansaba en su divina Providencia.
Después de todo, se había familiarizado desde hacía mucho tiempo con todos los
tipos de aflicción con que está sembrada la vida del hombre, y con las que Dios tiene
costumbre de ejercitar a las almas grandes; estaba endurecido contra todos los golpes
de la fortuna, y miraba de la misma forma lo malo y lo bueno, pues en uno y otro veía
la voluntad de Dios y un motivo de mérito para él. Por otro lado, la larga experiencia
que tenía de las cruces le había enseñado que cuanto más pesadas parecen a la
naturaleza, más cuidado tiene la gracia en suavizarlas. En fin, había recibido mil
pruebas de las atenciones de Dios para con él y para con sus discípulos, y estaba
persuadido de que ni ellos ni él carecerían de lo necesario siempre que no perdieran su
confianza en el Padre celestial, encargado por su bondad de alimentar a sus hijos.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 647

1. Dificultades extremas que el señor de La Salle sufrió con su familia


en el invierno y durante la carestía de 1709
Rebosante de estos nobles sentimientos, permanecía tranquilo, y su descanso
en Dios crecía con sus necesidades. Con todo, no permanecía ocioso entre los
brazos de la divina Providencia, sin buscar las ayudas necesarias que ella envía, sin
que sean milagros sensibles, mediante el curso normal de los acontecimientos que
ella dispone y que dirige con infinita sabiduría a sus fines. Buscando, encontraba;
encontraba poco, realmente, pero ese poco bastaba a personas que saben contentarse
con poco, y que han enseñado a la naturaleza, a ejemplo de san Pablo, mediante
larga práctica de la mortificación y de la pobreza, a sufrir, sin murmurar y con
gozo, el hambre, la sed, el frío, el calor, la desnudez y las demás incomodidades de la
vida.
Al ver a la nueva familia del hombre de Dios, se hubiera dicho que en su casa todo
abundaba, y que el invierno y el hambre que desolaban Francia, y que por todas partes
mostraban víctimas de su furor, muertas o moribundas, no tenían derecho a extender
su rigor a los Hermanos. Sólo el fervor les calentaba en aquel invierno tan largo y
riguroso. En el refectorio no encontraban cosa que comer sino en la medida precisa
para no morir. Para ellos era ya suficiente; estaban satisfechos y nadie pensaba en
quejarse. ¿Cómo podrían hacerlo? Veían a su cabeza al santo superior que mostraba
la alegría en su rostro, y que con su ejemplo les enseñaba a gustar, en el seno de la pobreza,
el maná celeste que Dios oculta en ella, y a buscar en el ayuno y en la abstinencia
necesarios el mérito de una penitencia voluntaria.
Aparte de esto, entre ellos y él había una diferencia, a saber, que cada uno de ellos
sólo sentía sus dificultades particulares y las sufría en su propia persona; pero él,
además del ayuno y de la abstinencia, junto con el rigor de un invierno largo y frío en
exceso, que compartía con ellos, sentía en su corazón, como jefe que era, la pena de
todos sus miembros, y ellos no compartían con él la solicitud que le ocupaba para
proveer a todas
<2-58>
sus necesidades.
El santo sacerdote, el hombre más desinteresado del mundo, había aceptado lo que
se le ofreció en las diversas escuelas de los Hermanos; y como de ordinario lo que le
dieron no bastaba sino para las necesidades más esenciales en tiempo ordinario, no
era suficiente para tiempos de carestía y de calamidades públicas. Por eso no era
solamente en París donde los Hermanos sufrían el rigor del hambre y del invierno;
eso ocurría casi por todas partes a donde eran enviados. Su padre lo sabía, desde
luego, y como el amor le hacía sufrir todas las penas, padecía en su alma lo que cada
uno soportaba en su cuerpo.
Los que más le preocupaban y alarmaban eran aquellos que había dejado en San
Yon. Eran presa de la pobreza, olvidados y abandonados en un lugar seco y árido, que
648 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

no producía más limosnas que el grano, y al ser víctimas del frío y del hambre, sólo
les quedaba esperar la muerte. De todos los discípulos del santo fundador, eran a los
que más había que compadecer, pues les faltaba todo, incluso la esperanza de
encontrar ayuda. En efecto, habían acudido incluso a las casas más opulentas, a
personas importantes y a gente que tenía fama de caritativa; pero en todas partes
habían encontrado negativas y rechazos.
La desesperación de encontrar ayuda en otras partes les había llevado incluso al
arzobispado, como último recurso, con la idea de que en el piadoso prelado que
había sucedido a monseñor Colbert encontrarían las entrañas de compasión que había
tenido con todos los demás pobres de la ciudad. Por desgracia, monseñor d’Aubigné
estaba ya prevenido contra el señor de La Salle y sus Hermanos. Aquel enemigo de
tanto poder y en relación con los más importantes prelados, había sabido crear
prejuicios en éste contra el siervo de Dios, inspirándole una actitud de rechazo hacia
su Instituto.
El nuevo arzobispo de Ruán, tan religioso, celoso y virtuoso, siempre mostró una
actitud de indiferencia hacia el siervo de Dios y hacia sus Hermanos. Pensaba que
ya hacía mucho con no echarles de su diócesis. Ciertamente, si no se los hubiera
encontrado ya, nunca los hubiera llamado. Los soportaba porque su antecesor los
había admitido. Eso es todo lo que sus prejuicios le permitieron hacer en su favor. Por
lo demás, los olvidaba y no les gustaba verlos ni oír hablar de ellos. Más adelante
veremos lo que el mismo señor de La Salle tuvo que sufrir de este obispo santo, pero
prevenido contra él. Por eso no podía ser favorable a los que acudieron a solicitar su
caridad, y tuvieron que regresar con las manos vacías.

2. El señor de La Salle llama a París a los novicios de San Yon,


que eran víctimas de la miseria
El vigilante superior comprendió que no tenían nada que esperar en una ciudad
donde se creía que se les hacía un favor al permitirles prestar sus servicios de caridad
a la juventud. En efecto, como ya vimos anteriormente, los diez Hermanos ocupados
en las escuelas de Ruán no obtuvieron de la Oficina que les empleaba más que
seiscientas libras, de las cuales, una vez abonado el alquiler de la casa, les quedaban
cien escudos. El señor de La Salle se había contentado con ello, y no hubiera sido bien
recibido si hubiese pedido aumento de pensión.
Al exigirle que diera diez Hermanos, le habían obligado a contentarse con la
décima parte de lo necesario para la vida, y aprovechándose de sus servicios se le
dejaba el cuidado de proveer a su subsistencia. Él, en efecto, proveía a su sustento
como podía, y encontraba en las ayudas de la divina Providencia la recompensa
de una caridad tan desinteresada. Los Hermanos de San Yon compartían con los de
Ruán, como hacen todavía hoy, el pan que el Padre celestial les enviaba, y también los
frutos de la huerta, muy amplia, pero arenosa y estéril, que regaban con sus
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 649

<2-59>
sudores, y a la que obligaban con su trabajo a no ser totalmente ingrata.
Así vivían y viven todavía hoy estos pobres Hermanos, cuyo número, en aquel
momento, pasaba de treinta; diez tenían las escuelas de Ruán y los otros componían
el noviciado, o el grupo de Hermanos ocupados con los internos, o empleados en el
servicio de la casa de San Yon y en el cultivo de la huerta.
Como los padres del desierto, más o menos, se alimentan con el trabajo de sus
manos, y de ordinario se contentan con pan, verduras y algo de cerveza. Ninguno
tenía renta ni ganancias en el tiempo de que hablo; encontraban o en su trabajo o en
los cuidados del Padre celestial un fondo módico pero seguro para su subsistencia, sin
contar con casi ningún socorro de caridad por parte de una ciudad donde las limosnas
son muy escasas con relación a las riquezas que tiene. Entre los Hermanos residentes
en Ruán y los otros, residentes en otras ciudades, existía, y aún existe, una diferencia:
que éstos cuentan con unos bienes de fundación y aquéllos no los tienen; que los
segundos encuentran en sus escuelas una pensión suficiente, al menos para lo
necesario de la vida, pero los primeros aún no han encontrado a nadie que haya tenido
el poder o la voluntad de proveer a su subsistencia. Así, en el año 1709, en que eran
tan numerosos en San Yon y en Ruán, se sintieron presos del hambre, del frío y de la
desnudez.
El señor de La Salle, su padre, estaba muy atento a sus necesidades como para
olvidarlos o para descuidarlos. Pero ¿cómo proveer a ello? Él mismo en París, y los
que vivían con él, sólo tenían una parte de lo necesario; compartirlo con los de Ruán
era aumentar el hambre en unos y aliviar escasamente a los otros. ¿Cómo pensar en
aumentar una familia que ya se hallaba a merced del rigor del tiempo? Aumentar el
número era, al parecer, reunirlos para hacerlos morir a todos juntos. Pero, por otro
lado, ¿cómo dejar en San Yon a los que languidecían en la miseria? El señor de La
Salle, después de haberlo pensado bien, esperaba encontrar recursos para ellos en la
capital del reino; por eso se resolvió a llamar a una parte de ellos. ¿A cuáles llamar?
¿A los novicios o a los diez maestros de escuela? Éste era otro apuro. Éstos,
empleados a su propia costa en prestar un servicio público, no recibían ninguna
ayuda. La caridad los olvidaba mientras ellos se consagraban y se consumían por ella.
El barro, los escupitajos, las burlas, las piedras, y a veces hasta los golpes, eran el
salario con que se pagaban sus servicios. Hubiera sido, pues, natural quitárselos a
gentes que apenas se preocupaban de ellos, y retirar a los maestros de un lugar donde
eran tan maltratados. Cualquier otra persona distinta del señor de La Salle hubiera
optado por esta medida; pero para él, que estaba decidido a combatir en todo a la
naturaleza, y hacer lo que es más perfecto, creyó que la mayor gloria de Dios le exigía
no vaciar las escuelas gratuitas de Ruán, y que debía alegrarse por mantener allí el
interés de los pobres, a pesar de la ruina de los de su familia. Después de todo, aún no
estaban muertos de hambre, y Aquel a quien servían en sus miembros era bastante
poderoso para asistirlos y demasiado bueno para abandonarlos.
650 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Así, pues, la elección recayó en los novicios. Llegados a París incrementaron en


más de la mitad la comunidad. La casa, que era razonablemente amplia para
los Hermanos de París, fue demasiado estrecha al acoger a los nuevos
huéspedes. Los residentes, que eran casi cuarenta, se amontonaban unos sobre
otros, por decirlo así, tanto de día como de noche. Como camas utilizaban
jergones de paja, con una manta delgada, y con sábanas que no eran mejores, todo
ello extendido sobre el suelo, pero con orden, en las habitaciones, detrás de las
puertas y por todos
<2-60>
los sitios donde se podía. Con todo, por muy pobre que fuese esta casa de la
providencia, estaba abierta a cualquiera que pidiera ingresar en ella. La caridad
del superior no la cerraba a ninguno de los que mostraban buena voluntad, y que
no eran inducidos por la necesidad. Los discípulos que tenían menos fe o
menos caridad soportaban mal que su padre compartiese con ellos y con los
recién llegados el pan que les faltaba a menudo, y del que nunca podían saciarse
en este tiempo. Con todo, algunos de éstos no comían durante mucho tiempo,
pues se retiraban al cabo de uno, dos, tres o cuatro meses, más o menos. El
señor de La Salle se consolaba y consolaba a quienes le reprochaban su excesiva
facilidad para recibir postulantes, con esta sensata réplica: han hecho un buen retiro,
que les será provechoso para su salvación. Por lo demás, estos postulantes salían
como habían entrado. Como no se les pedía nada al ingresar, tampoco se les pedía
nada a la salida.

3. A pesar del hambre, el señor de La Salle recibe


a cuantos se presentan con el propósito de servir a Dios
El señor de La Salle confiaba en la divina Providencia, y como al Padre celestial,
encargado por el título de creador del cuidado de sus criaturas, no le resulta más
difícil proveer a la subsistencia de un grupo numeroso que de otro pequeño, él no
encontraba dificultad en contar con cuarenta personas para alimentar todos los días.
Tampoco se mostraba inquieto cuando en la casa faltaba de todo; y esto ocurría con
frecuencia, pues Dios no hace milagros todos los días, y se complace en ejercitar la
paciencia, e igualmente en probar la confianza que se tiene en Él.
Los que esperan en Dios no siempre encuentran, en el momento justo, el remedio
de sus necesidades; si nunca les faltara nada, el abandono a la Providencia no sería
una virtud tan rara y heroica; la pobreza no ejercitaría mucho la paciencia, y la
perfección de estas dos virtudes, tan sublimes y exigentes, no resultaría tan difícil
adquirirla. No hay que extrañarse, pues, si la confianza que el señor de La Salle tenía
en Dios le ponía, a él y a su rebaño, al abrigo de todas las calamidades del tiempo.
Baste decir que Dios no le falló nunca en la necesidad extrema, y que después de
haberse complacido en dejarle sufrir, se complacía también en socorrerle a tiempo.
He aquí un ejemplo
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 651

. Se habían agotado totalmente las provisiones de la casa, y también las limosnas


que la sostenían, y la comunidad vio que faltaba de todo, incluso pan, ya que el
panadero que tenía costumbre de procurárselo se negó a ello por falta de pago. En esta
situación el hombre de Dios recurrió, como de ordinario, a la oración. No pasó mucho
tiempo sin sentir sus efectos, pues al día siguiente, yendo a celebrar la misa, se
encontró con una persona de cuya caridad, al parecer, no debía esperar más; le
preguntó dónde iba, y le dio esta respuesta: Voy a celebrar la santa misa y a pedir a
Dios que envíe a nuestra comunidad lo que es necesario para vivir hoy, porque está
desprovista de todo alimento y no tiene con qué comprarlo. Dicha persona se
conmovió y le contestó: Vaya en paz; yo mismo voy a atenderlo. Cumplió su palabra
y al poco tiempo acudió a entregar diez escudos a la comunidad, con lo cual salió de la
urgente necesidad en que se hallaba.
En estas situaciones extremas, el prudente superior tenía cuidado de animar a sus
Hermanos a la paciencia y a la confianza en Dios con palabras llenas de fuego y con
ejemplos de sumisión. «No temáis —les decía—, Dios no falta nunca a los que
esperan en Él. Todo se concede a la fe viva y a la confianza perfecta, incluso los
milagros, si son necesarios. Jesucristo
<2-61>
se ha obligado a proporcionar a los que buscan su reino y su justicia todo lo demás.
Nunca se lo ha negado a quienes le sirven. Cada página de la Escritura es un
testimonio de esta verdad. Después de todo, nada sucede en el mundo sino lo que
Dios permite o desea. Los bienes y los males, la pobreza y la riqueza salen de su
mano. Es ella la que los distribuye, y siempre con bondad y sabiduría. Si hemos
recibido de su liberalidad tantos bienes, ¿por qué no vamos a aceptar de su justicia
algún castigo? Él es el Señor, hágase todo lo que le plazca. Si ponemos nuestros deseos
en su beneplácito, aliviaremos nuestras penas, terminarán nuestras inquietudes, y del
fondo de la pobreza sacaremos un tesoro de méritos. Aun cuando deberíamos morir
de hambre, si Dios ve que somos sumisos, coronará nuestra virtud, al menos en el
cielo, y nos colocará entre los mártires de la paciencia».
De este modo, juntando la palabra a los ejemplos, confirmaba a sus Hermanos
en la sumisión a las órdenes de Dios. Si tenía tanto cuidado por los presentes, no
olvidaba a los ausentes. Su caridad le llevaba, en espíritu, a todos los sitios a
donde no podía ir, y en cierto modo le multiplicaba en todos los lugares en donde
tenía discípulos. También estaba atento a las necesidades espirituales y temporales de
cada uno de ellos, como si no tuviera a ninguno más que cuidar. Como todos se
resentían de las calamidades de la época, y de sus bienes de fundación sólo obtenían,
en los años normales, lo más imprescindible, quedaban englobados en la multitud de
gente que tenía necesidad y a quienes faltaba el pan. El tierno padre lo sabía y no
suponía para él pequeña tristeza el no poder aliviarlos sino con sus oraciones y con
sus cartas.
652 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

En la impotencia de procurarles otras ayudas, ¡con qué gemidos dirigía sus votos al
Padre celestial, para suplicarle que les concediera el pan de cada día y la gracia de
usar santamente su pobreza! Todas las cartas que les escribía desarrollaban estos dos
puntos. Al consolarlos les mostraba, en la carestía, las riquezas espirituales que se
encierran en ella para quienes las buscan con ojos de fe y con el ejercicio de la
paciencia.
Dios mostró claramente el cuidado que tenía de su pobre familia, pues dejándola en
su pobreza, siempre le proporcionó lo necesario que faltaba a otros muchos; en todas
las casas de los Hermanos, al final de aquel año tan desastroso, se encontraron sin
ninguna deuda, mientras que las comunidades más ricas se vieron cargadas de ellas.
Fue en París, sobre todo, y en Ruán, donde la divina Providencia se mostró más
generosa con los Hermanos, pues se encontraban en los lugares donde había mayor
necesidad y no tenían ningún recurso.
Si Dios tuvo la gloria de ver, en esas dos casas, milagros de virtud en la confianza
del señor de La Salle y en la paciencia de los Hermanos, también se puede decir que el
señor de La Salle y los Hermanos fueron testigos de milagros de la Providencia, en las
ayudas inesperadas que les llegaron de su mano. Ésta es la reflexión que hacía a
menudo un piadoso eclesiástico, en cuya casa encontraban asilo caritativo todos los
Hermanos que iban de París a Ruán o volvían de Ruán a París.
«¿Cómo ha podido ocurrir —les decía— que los años 1693 y 1709 os hayan
perdonado una vida que quitaron a otros muchos, y que habiéndoos envuelto en la
misma carestía no os haya enterrado en la misma tumba? ¿Quién era más pobre que
vosotros, y quién ha encontrado en la pobreza más ayudas que vosotros? ¡A cuántos
miserables parecía haber olvidado la divina Providencia para acordarse sólo de
vosotros! Si habéis sufrido hambre,
<2-62>
al menos el hambre no os ha consumido. Vuestra comunidad es la más pobre del
reino, y con todo ha sobrevivido a los años crueles que, al parecer, debían terminar
con ella. Sin bienes, sin rentas y sin fondos, habéis subsistido en una época en que el
hambre se dejaba sentir o temer en las familias más opulentas. Varias comunidades,
ricas o acomodadas, han encontrado su ruina o se han visto cargadas de deudas. En
cuanto a vosotros, he ahí donde os encontráis: si no tenéis nada, tampoco debéis nada;
y, además, vuestro número se ha multiplicado durante los días más desgraciados».

4. El escorbuto entra en la comunidad


Todo esto era verdad, pero si Dios no abandonó a su siervo, bien le hizo sufrir.
Parece que se complacía en hacer de él un mártir de la paciencia, pues no ponía ni
medida ni término a las dificultades con que le afligía. El fin de una cruz servía de
paso para la siguiente. Es lo que se ha visto en todo el relato ya hecho de su vida, y es
lo que se va a ver también en lo que sigue. La extrema pobreza de su casa dio lugar a
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 653

una enfermedad contagiosa. Seis de los principales Hermanos fueron atacados de


escorbuto, mal tan difícil de curar como fácil de contraer.
¡Qué estrago no habría causado en un rebaño que vivía amontonado, si el vigilante
pastor no hubiera separado lo antes posible a los enfermos de los sanos! En esta
circunstancia, urgido, pero sin turbación, y diligente sin inquietud, atajó el mal, con
los que estaban afectados por él, en una enfermería elevada y separada, con dos
Hermanos caritativos y vigilantes para cuidarlos. No perdonó nada para aliviarlos y
curarlos. Su caridad, en estas ocasiones, le hacía santamente pródigo.
Pero por muy decidido que estuviera para procurarles pronta ayuda, su pobreza no
le permitía comprar unas medicinas para el mal, que costaban mucho. Había entonces
en París un hábil médico, que tenía fama de curar el escorbuto; pero si sus remedios
eran buenos, los vendía muy caros, y pedía sumas importantes para sanar a los que
querían ponerse en sus manos. ¿Dónde habría encontrado el señor de La Salle el
dinero necesario para pagar a un médico cuyas medicinas costaban tanto? Por un
lado, dejar a seis de sus hijos afectados por un mal tan peligroso, sin ayuda, es algo
que la ternura de un padre no podía soportar.

5. Elogio de la caridad del señor Helvecio


El famoso señor Helvecio, que entonces estaba tan en boga en París, le sacó de esta
perplejidad. Fue él quien dio a conocer al santo sacerdote a este médico, y pensó que
podía convencerle de que echara una mano caritativa a los pobres que no disponían de
medios para pagarle. Aquí la historia de la vida del señor de La Salle debe un elogio a
este célebre médico holandés. El santo sacerdote obtenía de él todo tipo de ayudas, y
siempre gratuitamente. Estimaba al señor de La Salle, y a su comunidad le prestaba
todos los servicios que la más desinteresada y generosa caridad podía inspirarle.
Consejos, medicinas, remedios y visitas encontraban los Hermanos gratis en él, con
una acogida favorable y rostro amable. Cuando la enfermedad los retenía en cama,
tenía la bondad de ir a verlos, y si el tiempo no se lo permitía, lo que sucedía con
frecuencia al médico más ocupado de toda Francia, les enviaba de su parte a otro
médico que se ponía a su disposición. El doctor de quien hablamos, avisado por el
señor Helvecio, quiso, a ejemplo de éste, otorgar a los Hermanos sus servicios por
caridad, y mandó a decir al señor de La Salle que se los llevase. El buen padre así lo
hizo, y para realizarlo con más diligencia y seguridad, alquiló dos carrozas, y quiso
acompañarlos él mismo, para sostenerlos con su presencia y animarlos con su palabra
a soportar con valor la dolorosa operación a que
<2-63>
tenían que someterse, y que se repitió varias veces en días diferentes. Los Hermanos
curaron y sólo les costó los vivos dolores que sufrieron y la humilde gratitud. El
médico se contentó con ello, y su caridad suplió de buena gana la falta de pago. Se
puede decir, incluso, que terminó, por respeto a la santidad del señor de La Salle, y en
654 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

atención al bien que su Instituto hacía en el público, la curación de los Hermanos, que
había comenzado por consideración al señor Helvecio.
El santo varón no salió de esta cruz sino para abrazar otra más espinosa y
humillante, preparada por uno de sus discípulos. Tal ingratitud de parte de uno de los
suyos no era nada nuevo para él. Ya había visto absalones en su propia familia y judas
en su grupo. Por muy santo que éste pudiera ser, no quedaba resguardado de la
tentación. Desde que la iniquidad entró en el cielo, en el paraíso terrenal y en el
colegio de los Apóstoles, no hay que extrañarse de que también se introduzca en las
comunidades más santas. No son los lugares los que santifican a los hombres, sino los
hombres los que santifican los lugares. No hay nada que esté cerrado al acecho del
demonio y a la malicia de los hombres. Siempre ha habido malos mezclados con los
buenos. El primer hombre tuvo en su familia un pecador semejante a él, que tiñó sus
manos con la sangre de su hermano. El Arca de Noé, que salvó los restos del género
humano del naufragio universal, conservó la vida a uno de los que tenían que repoblar
la tierra con pecadores, y mancharla con nuevos pecados. La misma Iglesia, esposa de
Cristo, santa y sin mancha, oculta en su seno a los justos mezclados con los malos, a
los elegidos confundidos con los réprobos. No hay, pues, nada de nuevo, si se
encuentra en la familia del señor de La Salle hijos rebeldes y discípulos pérfidos. Dios
quiso someter su virtud a todo tipo de pruebas, y valerse de cualquier mano para
golpearle y modelar su heroica paciencia, que a los perfectos les da los últimos rasgos
de semejanza con Jesucristo.
No se habrá olvidado que el designio del poderoso enemigo del siervo de Dios, en
todas las persecuciones que le suscitó, era quitarle el gobierno del Instituto para
apoderarse de él por medio de otra persona de su devoción. El camino que había
seguido para llegar a su fin había sido la intriga secreta; todo lo removía sin ponerse él
en evidencia, y en todos los artificios que armaba para arrojar al santo sacerdote de su
casa, o para ponerle en el lugar más bajo, no aparentaba sino que perseguía el mayor
bien posible, la gloria de Dios y el servicio de la Iglesia. Según él, el señor de La Salle
tenía virtud, pero no tenía suficiente cabeza para dirigir la comunidad. Era austero
consigo mismo, pero se sobrepasaba con sus discípulos, que sucumbían bajo el rigor
de su yugo. Para dar valor a sus acusaciones y teñirlas de veracidad, había imputado
al superior las imprudencias del director y del maestro de novicios, de los que hemos
hablado. Con aquellos vapores malignos había creado en el arzobispado una tormenta
contra el santo sacerdote, que al final, después de haber hecho mucho ruido, se había
disipado. Al no haber conseguido su propósito con tantos ataques externos, por boca
de sus emisarios intentó conseguirlo desde dentro. El efecto fue la pérdida de algunos
Hermanos, aunque sin que el golpe recayese en el virtuoso superior. Desanimado,
pues, por no conseguir su propósito, dejó en paz al siervo de Dios, pero después de
algún tiempo de calma, pensó encontrar la puerta por la que expulsar al santo
sacerdote de su casa, y apoderarse del gobierno del Instituto.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 655

<2-64>
6. Perfidia de un Hermano que idea un plan
para que todos los Hermanos abandonen al señor de La Salle
Para este objetivo, el demonio encontró a un mal sujeto que llevaba en la
comunidad cinco o seis años. Sea porque nunca fue fervoroso, o porque se había
relajado, se sentía a disgusto con la vida pobre, humilde, laboriosa, mortificada e
interior de los Hermanos, y para hacer que su cuerpo se sintiera cómodo y con el
derecho de seguir sus inclinaciones, concibió la idea de traicionar a su maestro y
sacudir el yugo de su obediencia. Este rebelde, una vez pensado tal plan, buscó la
forma de realizarlo. Y el único medio infalible era acudir a la persona que le podía
servir de ayuda, capaz de aconsejarle bien y de apoyarle en la rebelión.
No tenía mejor elección que acudir a quien desde hacía siete u ocho años fue el
primero que intentó el mismo proyecto, y que después de haberlo intentado varias
veces inútilmente, había desistido sólo porque había perdido la esperanza de lograrlo.
A ese mismo fue a quien se dirigió. Si este pérfido sujeto no le dijo las mismas
palabras que Judas al sumo sacerdote, al menos se expresó en el mismo sentido.
Después de relatarle su descontento por la pobre alimentación, por la dureza de
vida y por la extrema pobreza que había llevado durante algunos años en la casa del
señor de La Salle, le dio a entender que estaba enfadado y desanimado, y que la
humanidad sucumbía bajo una carga tan pesada. Le habló también del gran número
de sujetos que el señor de La Salle recibía sin tener medios para sustentarlos, y le dio a
entender que sería más prudente recibir a menos gente y alimentarlos mejor.
Manifestó su sorpresa de que el señor de la Chétardie dejase morir de hambre a los
diez Hermanos empleados en las escuelas de su parroquia, dejando las pensiones que
les correspondían en manos del señor de La Salle, que las empleaba en alimentar a
toda la comunidad. Según su comentario, no había nada tan injusto como repartir
entre tantas bocas inútiles el pan necesario y debido sólo a los obreros. Concluyó
pidiendo una vida más suave, y prometió hacerse seguir de otros muchos y casi de
toda la comunidad, si alguien quería sacarlos de aquella miseria y ofrecerles vida más
cómoda.
Nunca gustó tanto semejante razonamiento a aquel a quien se había dirigido. Ya se
congratulaba de su buena fortuna y renacía en él la esperanza de tener poder en la
nueva comunidad por medio del artificio de este pérfido discípulo, y conseguir así,
por medio de él, lo que no había logrado con su propia autoridad. El arreglo quedó
concluido en seguida, y se tomaron todas las medidas para apartar al señor de La Salle
de todos sus discípulos.
El enemigo del siervo de Dios prometió al traidor que alquilaría para él y sus
seguidores una casa, y les daría buen alimento, proveería con generosidad a su
subsistencia, le pondría a él como superior y cambiaría inmediatamente todas las
cosas de acuerdo con él. «Si usted es suficientemente hábil —dijo al rebelde— para
656 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

convencer a la gente y conseguir que le siga una parte de la comunidad, espero que yo
conseguiré lo demás, y obligaré al señor de La Salle a que permanezca solo en su
casa. Tengo un medio infalible en las pensiones que el párroco de San Sulpicio paga a
los doce Hermanos empleados en las escuelas de su parroquia, pues me las arreglaré
para hacer que pasen a la casa nueva y destinarlas a aquellos que le sigan a ella.
»El corte de estas ayudas, que al señor de La Salle le sirven para sostener a su
comunidad, hará desaparecer la mayor de las ayudas de que dispone, y dejará en la
miseria extrema a todos los que se queden con él. Esta hambre, que será mucho más
larga que la que usted ha experimentado en su casa, separará insensiblemente de
él a los demás, porque no les podrá defender del hambre. Y si algunos se resisten a
rendirse, el ejemplo de los demás les arrastrará y veremos
<2-65>
cómo todos se juntan en la nueva casa bajo su dirección y la mía.

7. Se descubre el plan del traidor; mansedumbre y caridad


del señor de La Salle para con él
No se puede negar que estas medidas tan maliciosamente prudentes no estuvieran
bien planificadas y que el plan no hubiera triunfado en parte si Dios no lo hubiera
hecho fracasar. La perfidia del discípulo ya había comenzado en secreto su labor de
zapa.
Aquel primer sujeto a quien expuso su proyecto se puso de su lado. Pero si fue el
primero, también fue el último. El mal no llegó más lejos, porque el Espíritu Santo lo
sofocó en su nacimiento, suscitando en la conciencia del cómplice la inmensidad de
su falta, y unos remordimientos tan vivos, que para mitigarlos se vio obligado a
declarar todo el plan urdido en pleno capítulo de faltas, y delante de toda la
comunidad. Confesó que el plan se había montado para echar de la casa al señor de La
Salle y para llevar a toda la comunidad a otra casa, bajo la dirección del rebelde.
Todos los Hermanos, sorprendidos e indignados, se estremecieron de horror. Tenían
dificultad para dominar su resentimiento contra el jefe de la rebelión, que pensaba
que todos le iban a seguir. De común acuerdo y con voz unánime quisieron vomitar de
su seno aquella víbora infernal, que se preparaba a desgarrarlo para salir de él.
El único que permanecía tranquilo era el señor de La Salle, que con el ejemplo de
su mansedumbre y de su caridad, quería que aquel nuevo Absalón se reconciliase con
los otros Hermanos. Le lloraba como otro David, y olvidando la injuria que había
recibido sin sentirla, sólo se preocupaba de su perdición, y ponía en juego toda su
caridad para ganárselo de nuevo; pero resultó inútil, pues aquel pecado era de esos
que se cometen a sangre fría y por pura malicia, que obstruyen casi todas las vías de
retorno, y se hacen irremisibles porque el autor no se quiere arrepentir de él.
La vergüenza que sintió el traidor al verse descubierto ante la comunidad, tal como
había ocurrido, no le permitió atender las reflexiones saludables que la gracia le
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 657

inspiraba por boca de aquel a quien había ofendido. Se entregó cada vez más a la
inestabilidad de su corazón, y promovió nuevos desórdenes en la casa. El señor de La
Salle, conmovido por su desgracia, por muy contagioso que resultara, no se decidía a
cortar aquella rama podrida. Esperaba, contra toda esperanza, que con el tiempo y la
paciencia conseguiría hacer volver a su deber a aquella oveja descarriada; el pesar de
dejar perecer a aquella alma confiada a sus cuidados no le permitía abandonarla. Pero
el culpable tomó él mismo la decisión de dejar el Instituto, en el cual, pensaba, todos
le mirarían con horror. Con su retirada cesó el escándalo y la comunidad reencontró la
tranquilidad.
658 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

CAPÍTULO VIII

Apertura de las escuelas gratuitas de las ciudades de Versalles,


Les Vans, Moulins y Boloña

1. Apertura de las escuelas cristianas de Versalles, en 1710


Todavía no había concluido el azaroso año del que acabamos de hablar, cuando
pidieron dos Hermanos para Versalles. Fue el párroco de la ciudad, señor Huchon,
quien procuró esta ayuda a los pobres de su parroquia. No le resultaba difícil
encontrar los fondos y la protección necesaria para esta escuela
<2-66>
ante Luis XIV, pues todo el mundo sabe que el rey le trató con gran estima y
confianza hasta la muerte. Al comienzo la escuela se abrió en una casa situada en el
Parque de los Ciervos, y en poco tiempo tuvo el mismo éxito que había tenido en otros
lugares.
Este celoso misionero, maravillado de las grandes bendiciones de su naciente
escuela, trabajó con coraje para consolidarla. La primera cosa necesaria para
establecerla debidamente fue tener una casa propia, adecuada para la escuela. La
compra no parecía posible en un lugar donde la estancia habitual del rey y de su corte
hace que las casas cuesten mucho dinero y que pocas veces estén en venta. Pensaba
que era más difícil encontrar un inmueble que el dinero con que pagarlo. Sin
embargo, encontró uno cerca del Parque de los Ciervos, y lo compró inmediatamente,
con el dinero que era necesario para la subsistencia de los Hermanos. Algunos años
después falleció el maestro que tenía una escuela con fondos, cercana a la parroquia, y
el señor Huchon destinó su lugar a un Hermano; pero al saber que el señor de La Salle
no enviaba nunca a un Hermano solo, pidió dos, para no quebrantar la Regla. Poco
después se juntó el quinto Hermano, para atender lo temporal, y así dos enseñaban en
el Parque de los Ciervos y otros dos en la escuela cercana a la parroquia.
Después de la muerte de Luis XIV, la casa que servía de seminario menor para
los sacerdotes, y que está cerca de la iglesia, quedó vacía, y vino a ser posesión de los
Hermanos gracias a la caridad y a la habilidad del párroco de Versalles, que hizo
buenos esfuerzos para obtenerla. En esto, como en lo demás, les ha hecho un
importante servicio, pues esta casa, tal como es, cómoda y retirada, es muy adecuada
para una comunidad.
El señor Bailli, sucesor del señor Huchon en la parroquia de Versalles, también le
ha sucedido en el celo por las escuelas cristianas y por quienes las atienden. Se puede
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 659

decir, para honra suya, que los Hermanos han encontrado en él al padre que perdieron
al morir su predecesor. Se puede decir algo parecido de los demás misioneros que
forman la comunidad de Versalles. Estos señores, tan celosos de la salvación de los
pobres y de los ignorantes, aman por inclinación a las personas cuya vocación es
instruirlos.

2. Nueva dificultad que el señor de La Salle encuentra en esta escuela


Por muy boyante que pareciese esta escuela, establecida bajo la mira del rey y de la
Corte, y a pesar del beneficio que el Instituto pudiera obtener por ello, el señor de La
Salle llegó a temer que cambiara, con vergüenza, la suerte de esta escuela tan bien
situada, y que la misma mano que la había levantado trabajara en destruirla. Fue el
señor Huchon quien la había levantado, y era el señor Huchon quien amenazaba con
arruinarla. ¿Por qué y de dónde provino este cambio? Es necesario decirlo, y si uno se
sorprende de esta situación, más se sorprenderá al conocer la causa; el relato que voy
a hacer servirá de aviso a los Hermanos y de advertencia para quienes los apoyan
contra la disposición que quiera hacer el superior.
El más veterano de los Hermanos que había comenzado la escuela en Versalles era
un sujeto excelente: maestro de escuela perfecto, contaba en grado superior con todos
los talentos propios de su vocación. Estas hermosas cualidades no tardaron en atraer
el afecto del señor párroco, y el Hermano no dejó, por su parte, de aprovecharse de
ello. Su propósito era afianzarse en un lugar que le agradaba, y quería encontrar una
mano poderosa que le retuviera allí cuando su superior quisiera cambiarlo. Lo
consiguió, pero para su pérdida y para vergüenza de su protector.
<2-67>
El Hermano, a la sombra del párroco, comenzó a permitirse, y cada vez más,
alguna licencia. Su compañero, que era su inferior, o no se daba cuenta de su
relajación, o no se atrevía a advertírselo. El aire de la corte que respiraba en Versalles
una persona que no está acostumbrada a ello, le inspiraba el espíritu del mundo,
modos de actuar inadecuados y el deseo de conocer a gente. Y la conoció, y mantenía
con ella relaciones a expensas de los ejercicios de piedad. Al perder el espíritu
de retiro, de recogimiento y de mortificación, perdía el de regularidad, y se degradaba
insensiblemente. Dejaba de ser Hermano y se hacía hombre, pero hombre de mundo,
vuelto hacia el exterior, disipado, sin cuidado de su interior y sin amor a la virtud.

3. Deterioro del primer Hermano que dirigió la escuela de Versalles;


el señor de La Salle quiere cambiarlo, pero el párroco se opone
El señor de La Salle fue advertido de ello, y él mismo lo contempló con sus ojos
antes de ver al Hermano, en la visita que hizo a la escuela de Versalles. El mal estaba
surgiendo, y el remedio aún era fácil. Se hubiera curado, efectivamente en poco
660 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

tiempo, si el señor de La Salle hubiera sido dueño de la situación. Era necesario retirar
a aquel Hermano de Versalles, pues el aire le resultaba contagioso; si hubiera ido a
respirar otros aires más puros, habría recobrado la salud de su alma. El prudente
superior estaba persuadido de ello, y pensaba cambiarlo. Quería, incluso, hacerlo
cuanto antes, convencido de que los males del alma, semejantes a los del cuerpo, son
fáciles de curar al principio, pero luego se incrementan por la negligencia, y se hacen
incurables por el paso del tiempo.
El Hermano previó la decisión de su superior y adoptó los medios para impedirlo.
Al perder el espíritu de sencillez, había perdido también el de docilidad, y no estaba
dispuesto a dejar una escuela de distinción, que adulaba su vanidad por cuanto era
apropiada para su voluntad personal. Para asegurar su desobediencia, recurrió al
párroco y le comunicó el plan que tenía el señor de La Salle de cambiarle de
Versalles. El celoso pastor consideraba el cambio del Hermano como una pérdida
para su parroquia, y se creyó en el deber de oponerse. Se puede decir que la caridad le
creó una ilusión en este suceso, pues se creyó con derecho de sustraer al Hermano a la
obediencia, para conservar un maestro de escuela de grandes cualidades para sus
ovejas, aunque no tardó mucho en darse cuenta de su falta y de arrepentirse.
Al mantener al Hermano contra la voluntad del señor de La Salle, él mismo
trabajaba, no en conservarlo, sino en perderlo. El señor Huchon recibió muy bien al
Hermano, y le mostró su complacencia por el apego que mostraba a la escuela de
Versalles. Le recomendó que permaneciera tranquilo, que él acertaría a oponerse a su
cambio. Demasiado bien cumplió su palabra, pues con su ejemplo autorizó algo que
habría condenado y considerado como funesto y contagioso en su congregación de la
Misión, al retener a un sujeto contra la orden de su superior, o mejor, obligando al
superior a obedecer la voluntad de su inferior. En efecto, hizo saber al santo sacerdote
que si retiraba a aquel Hermano, le rogaba que retirase también a su compañero.
Semejante advertencia entristeció no poco al siervo de Dios. Se extrañó de que
viniera de boca de un pastor tan virtuoso, él mismo formado bajo la obediencia, y
miembro de una comunidad donde la voluntad del superior se mira como ley, donde
la elección de los lugares nunca se deja al gusto de los individuos y donde se condena
cualquier intriga para quedar o salir de un lugar.
El señor de La Salle se afligió por la pérdida del Hermano, y lloró ya en aquel
momento la caída de un sujeto tan bueno, pues la consideraba como inevitable si
permanecía en Versalles. Además, temía el contagio de tan mal ejemplo en el
Instituto, y con razón; pues, ¿qué medio tiene para detener la pérdida de un Hermano
cuando éste encuentra
<2-68>
protectores poderosos que le autorizan a resistirse a las órdenes de su superior? La
pérdida de los Hermanos de la ciudad de Mende no tuvo otro origen, como ya vimos.
Y la pérdida de éste surgirá del mismo principio.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 661

Esto fue lo que el señor de La Salle no dejó de exponer al señor Huchon; pero éste
no le escuchó. El pastor, que sólo miraba el bien de su parroquia, no prestaba
demasiada atención al Hermano; pues respondió que él asumía las consecuencias, y
que sabría poner remedio. Presumía demasiado al hacer esta propuesta, y parecía
olvidar que su poder alcanzaba a tanto. El señor de La Salle no insistió, y pensó que
no debía contradecir a un hombre resuelto a retener al Hermano o a despedir a su
compañero con él, es decir, a destruir la escuela que acababa de fundar.

4. El Hermano en cuestión abandona su estado sin que el señor Huchon


lo pueda impedir
El Hermano quedó, pues, en Versalles, según su deseo. Pero ¿qué sucedió? Una
vez destruido el muro de la Regla, que protege de los peligros contra la salvación a las
almas dóciles, ya no pudo defenderlo a él por mucho tiempo contra las tentaciones y
los asaltos del espíritu maligno. Se hizo más independiente de lo que ya era, perdió la
gracia de su estado, y también el gusto por su vocación. Una mañana hizo su maleta,
se quitó el hábito de Hermano y se marchó.
El párroco se enteró en seguida y envió en pos de él a un veterano misionero de la
casa, que le alcanzó al final de las avenidas de Versalles. ¡Qué no hizo para ganar esta
alma aquel fervoroso sacerdote, experto en conquistar almas para Dios! Todo lo que
el celo y la caridad emplean como más eficaz, ruegos y razones, se lo expuso con
ardor, pero sin fruto. Todo lo que en otras ocasiones había producido fruto en los
mayores pecadores, no produjo ninguno en éste; y con este ejemplo comprendió que
quienes han recibido muchas gracias y han abusado de ellas, se hacen incorregibles,
llegan a abandonar su vocación y, con ella, también su salvación.
¡Cuál fue entonces la sorpresa del párroco! Se dio cuenta, pero tarde, del error
cometido al oponerse a la voluntad del señor de La Salle, y que había presumido
demasiado de sí mismo y del Hermano; pero al final reparó su falta y la hizo
provechosa para el Instituto, pues aprovechando esta experiencia, entregó a los
Hermanos al gobierno de su superior. Y como se persuadió de que su regularidad
depende del número de Hermanos, lo aumentó, como se ha dicho. Desde entonces los
Hermanos han sido la edificación de un lugar que tiene mucha necesidad de ellos, y
las escuelas cristianas han florecido en la ciudad.

5. Apertura de la escuela de Les Vans, en 1710


La apertura de Versalles fue seguida de la de Les Vans, diócesis de Uzès, en el
Languedoc, región de los Cévennes, a seis leguas de Alais. Les Vans es una localidad
pequeña, casi en su totalidad hugonote, con sólo una parroquia. No se sabe por qué el
fundador de esta escuela tuvo predilección por este lugar, por encima de otros
muchos de la zona, infectados también por el veneno de la herejía, pues ni tenía
662 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

domicilio en ella ni había nacido allí; además, ni siquiera pertenecía a la misma


diócesis de Uzès, sino a la de Viviers.
Este bienhechor es el virtuoso sacerdote señor Vicente de Saint Jean Delze
Duroure. Hallándose en Aviñón, quiso ver por sí mismo si era cierto todo el bien que
se decía de las escuelas. Su estima por las Escuelas Cristianas se incrementó con el
testimonio de sus ojos, y se sintió movido a establecer alguna de ellas en favor de la
villa de Les Vans, y no quiso salir de Aviñón sin haber asegurado su buena voluntad
a través de un testamento totalmente legalizado. Lo hizo ante notario el 20 de julio
de 1708.
Después de declarar que quería vivir y morir en la fe de la santa Iglesia católica,
apostólica y romana
<2-69>
y ser inhumado con la sencillez propia de un pobre sacerdote, dejó a los Hermanos
como herederos de todos sus bienes, «encargándoles —son sus palabras— del
cuidado y de la instrucción de la juventud de la ciudad de Les Vans, para formarla en
la piedad y darle los principios de la religión católica, persuadido como estoy
—añade— de que la mayoría de los jóvenes de dicha ciudad, por falta de educación,
caen en el desorden de las costumbres, y como han nacido en el seno de la herejía, no
tienen ningún sentimiento ni conocimiento de la religión católica, causa funesta de
sus desarreglos y desórdenes».
Si el legado que deja a las Escuelas cristianas no es muy importante, es porque su
fortuna no era excesiva. Este religioso sacerdote ha dado mucho a Dios, puesto que le
ha dado todo lo que tenía, salvo lo dejado a sus herederos, a cada uno de los cuales
dejó cinco sueldos, para salvar las formas y preservar su testamento de apelaciones.
Su celo por la instrucción de la juventud brilla en los términos que empleó para mover
a los Hermanos a cumplir su glorioso ministerio. Ruega a sus parientes que no tomen
a mal que prefiera los intereses de la religión y de los pobres a sus intereses
particulares, y suplica a los obispos de Uzès que concedan su protección, autoridad y
apoyo a la ejecución de la citada fundación, tan útil y necesaria para el bien de la
religión católica y el bien público de la ciudad de Les Vans, cuyas necesidades son tan
urgentes a causa del mal estado en que se halla con relación a la fe. Este breve extracto
del testamento de este buen sacerdote constituye el elogio de su fe, de su piedad y de
su celo. Sería deseable que cuantos se honran con la misma dignidad tuviesen el
mismo espíritu de religión y una virtud semejante.
Este testamento fue enviado al señor de La Salle después de la muerte del piadoso
eclesiástico, que ocurrió dos años después, el 19 de septiembre de 1710, en la ciudad
de Aubens, diócesis de Viviers. La ejecución no se hizo esperar. El celo del señor De
La Salle le urgió, según la intención del piadoso fundador, quien en el lecho de la
muerte mostró nuevo ardor por esta escuela, y dictó nuevas medidas para asegurarla.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 663

6. Escuela de Moulins, el mismo año


El mismo año de 1710, el señor de La Salle envió a Moulins, en el Borbonesado, a
dos Hermanos para abrir allí una escuela, a petición de un buen sacerdote, de apellido
Aubri, que había pasado la mayor parte de su vida instruyendo a los niños de la
ciudad. La edad y la experiencia le enseñaron la importancia que tiene educar bien a
la juventud, y pensó que no se podía descargar mejor de este cuidado, al cual ya casi
no podía atender, que confiándolo a los discípulos del señor de La Salle, que tenían
mucha fama.
El alto ascendiente que tenía sobre las personas, su piedad y sus largos servicios le
allanaron todas las dificultades que cualquier otro hubiera podido encontrar en la
ciudad para que se aceptase su proyecto. Habló de forma laudatoria de los Hermanos,
y le dieron crédito, porque todos estaban convencidos de que mejor que nadie estaba
en situación de juzgar su mérito. Los admitieron en la ciudad en virtud del testimonio
que dio de ellos, y todos se felicitaron cuando comprobaron que los frutos superaban
lo que se había dicho de ellos.
Esta escuela comenzó bajo la tutela del señor abate Languet, a la sazón vicario
mayor de Autun, y luego obispo de Soisons, y actualmente obispo de Sens, que residía
entonces en Moulins. Su celo le llevó a ser testigo de la manera de instruir que seguían
los Hermanos. Y quedó tan encantado, sobre todo de la forma en que enseñaban el
catecismo, que mandó al Hermano de más edad de los dos, que fuese dos o tres veces
a la parroquia para dar públicamente el catecismo a los niños,
<2-70>
en presencia de todos los clérigos jóvenes y de otros catequistas de la ciudad, a los que
obligó a asistir para que aprendieran el método de los Hermanos y se adecuaran a él.
El Hermano obedeció, aunque con repugnancia, pues no es costumbre en el
Instituto explicar el catecismo en la iglesia; ésa es función que dejan para los
eclesiásticos que pertenecen a ella. El vicario mayor estaba a la cabeza del clero a
quien había mandado asistir. Esta señal de distinción por parte de una persona en
cargo y en mérito superiores sirvió en gran manera para dar fama a los Hermanos.
Pero estas escuelas están tan llenas que los tres Hermanos que atienden a casi
trescientos alumnos están hundidos bajo el peso del trabajo. Hay que esperar que
Dios inspire a alguna persona de caridad para terminar lo que comenzó y sostuvo tan
felizmente el celo del ya difunto señor Aubri.

7. Escuela de Boloña, en 1710


La escuela de Boloña se abrió en el mismo año de 1710, y fue la última en la que el
señor de La Salle intervino. No ha habido otra con mayor éxito y al mismo tiempo con
mayores dificultades. Al principio comenzó bajo los auspicios del obispo, monseñor
Pedro de Langle, y contó con su protección, se benefició de sus ayudas y floreció
tranquilamente durante bastante tiempo. Pero luego se vio expuesta a las turbulencias
664 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

que provenían de los nuevos errores y enfrentada al falso celo que combate todo lo
que no está de su parte. Al fin, quebrantada por los esfuerzos de sus enemigos, poco
ha faltado para que desapareciera.
La ciudad de Boloña debe la apertura de su escuela gratuita a un santo caballero,
llamado señor de la Cocherie, que vivió como religioso bajo un vestido de seglar,
célibe y en entrega total a las buenas obras. Este hombre, de pureza de fe semejante
a la de su vida, inquebrantable en el seno de la Iglesia romana, fue amigo íntimo de su
obispo hasta que éste cambió de sentimientos; tuvo vivo celo por las escuelas
gratuitas en cuanto le hablaron de aquellos que las dirigían. Este piadoso caballero se
inclinó por esta escuela movido por el señor Bernard, sacerdote de la congregación de
la Misión, del seminario de Boloña, quien le dio la primera idea sobre ella y le inspiró
el proyecto. Pero como ya había dedicado la mayor parte de sus bienes a otras obras
de piedad, no tenía dinero suficiente para afrontar los gastos de esta empresa, y se vio
obligado a recurrir a los bienes de sus amigos y a solicitar de personas de bien que
contribuyeran con él.

8. Celo del señor de Langle, obispo de Boloña, por las escuelas cristianas
Su obispo fue una persona de las más ardientes en secundar su celo. El fondo para
la fundación se halló y se adjudicó al asilo de la ciudad. Pidieron cuatro Hermanos, a
los que recibió el obispo de Boloña, cuando acudieron a saludarle, con tanta
benevolencia como a aquellos que diez años antes se habían presentado en Calais ante
él para pedirle su consentimiento y su bendición. A los de ahora les dio nuevas
pruebas de bondad, pues quiso que se alojasen en el seminario, después de haberlos
presentado a la ciudad, en espera de encontrar una casa adecuada para alquilar.
Se había encontrado una casa en la zona baja de la ciudad, pero era pequeña e
incómoda, por lo cual hubo que buscar otra más cómoda. Permanecieron en la
primera durante dos o tres años, y eran seis Hermanos, pues el señor obispo de
Boloña, animado por el ejemplo del virtuoso caballero, quería ser el fundador de esta
nueva escuela, para la cual solicitó otros dos Hermanos, escuela que abrió en la zona
alta de la ciudad, para facilitar a todos los niños el medio de instruirse. Esta segunda
escuela fue una gran ayuda y de sumo provecho, porque la lejanía de la primera
impedía asistir a ella a los niños del otro extremo de la ciudad.
<2-71>

9. Celo de la ciudad de Boloña por las escuelas gratuitas


y por los Hermanos
La incomodidad de la primera casa obligó a cambiarla, y de la bondad del rey se
obtuvo la cesión de un solar en la zona baja de la ciudad, y se determinó construir en
él. La obra, al principio, se comenzó con mucho entusiasmo, gracias a las
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 665

aportaciones de los primeros donantes y de otras personas importantes de la ciudad


que quisieron participar en una obra tan excelente; pero pronto se tuvo que parar, al
carecer de materiales suficientes. El marqués de Colembert, comandante de la ciudad
a las órdenes del duque de Aumont, lo solucionó. Él mismo había diseñado los planos
de la casa y se preocupó de hacerla avanzar. Luego consiguió más materiales y mandó
a los carreteros que hicieran algunos viajes gratuitos, y a todos los obreros que
ofrecieran su trabajo por caridad. Alentó a trabajar en la obra con su presencia y el
edificio se continuó con eficacia y quedó dispuesto, en poco tiempo, para que los
Hermanos se alojaran en él.
El señor de La Salle, como ya se dijo, fue a Calais y pasó por Boloña, y quedó
gratamente sorprendido cuando fue testigo del ardor con que todos se entregaban a
trabajar en la casa. Y más sorprendido aún quedó cuando vio el honor con que se le
recibió en esta ciudad. No estaba acostumbrado a recepciones semejantes, pues los
desprecios eran su homenaje habitual. Además, su humildad no le permitía pensar
que tuvieran de él otra opinión que la que él mismo tenía, y que se quisiera honrar a
una persona que estaba convencida de que se hacía justicia cuando le condenaban con
ultrajes.
En esto se engañaba, según ocurre habitualmente con las almas realmente
humildes. En Boloña tenían de él una opinión muy distinta de la que él mismo
imaginaba. El aprecio que tenían de su virtud le atrajo la atención de toda la ciudad.
Todos querían ver a este personaje tan respetable, cuya fama las virtudes de los
Hermanos extendían por todos los lugares a donde iba. Su humildad se sentía herida
con ello. Todos se apresuraban a mostrarle señales de distinción; pero él era el único
que pensaba que no las merecía, y comenzó a sentirse molesto en una ciudad donde,
al revés que en las otras, le expresaban importantes honores.
Hubiera deseado dispensarse de hacer algunas gestiones importantes, sin faltar a la
cortesía cristiana, pero no tenía posibilidad de hacerlo; era necesario aparecer en
público y presentarse. Lo hizo con su habitual vestimenta de pobreza, con unas ropas
tan sencillas y usadas, que tuvieron que quitarle, casi a la fuerza, su vieja sotana y
obligarle a recibir otra nueva, que le hicieron a toda prisa.
Nadie prestó al señor de La Salle mejor acogida que el santo caballero señor de la
Cocherie. Pensaba que veía en él a un ángel del cielo, y se esforzaba en hacerle ir a su
casa para tratarle bien; pero no tardó en arrepentirse de haber pretendido dar tantos
halagos a una persona tan mortificada y penitente; pues desde la primera vez se dio
cuenta de que al pretender complacer al santo sacerdote, había conseguido alejarle de
su casa. En efecto, ya no consiguió hacer que volviera a ella, como dijimos en otra
parte.
El señor de La Salle, cansado y disgustado por tantos honores que su humildad no
soportaba, se apresuró a ir a otro lugar donde encontrara los desprecios que tanto
le atraían. El santo fundador, al marchar de Boloña, dejó allí a los Hermanos, para
que recogieran los frutos de su fama personal y la de ellos. Todos los tenían en
666 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

consideración y sus trabajos se coronaban con los plácemes del público, hasta que la
Constitución Unigenitus les atrajo todos los enemigos que ella había suscitado. El
año 1713, en que apareció, fue el comienzo de sus dificultades. Quisieron ganárselos
a su causa antes que perseguirlos; pero cuando su firmeza inflexible les quitó
cualquier ilusión de poderlos seducir, fue cuando comenzaron a perseguirlos y a
ofenderlos.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 667

<2-72>
CAPÍTULO IX

Viaje del señor de La Salle a la Provenza para visitar las casas


de su Instituto. Durante su ausencia surge un desgraciado asunto
relativo a una casa comprada en San Dionisio para formar en ella
maestros para las zonas rurales; no se defiende, y es condenado
como culpable de haber sobornado a un menor

1711: la historia de la vida del fundador de los Hermanos de las Escuelas


Cristianas está tan erizada de cruces, que no se termina el relato de una sino para
comenzar el de la siguiente. Aquella de la que se va a tratar en este capítulo supera a
todas las demás. Hasta ahora el santo sacerdote había salido de las humillaciones
como el sol sale de una nube oscura y espesa, con nuevo resplandor de su virtud.
Disfrutaba de una reputación sin mancha, que jamás se había visto ajada ante
ningún tribunal. Todas las persecuciones que habían urdido contra él los maestros
calígrafos jamás habían empañado su nombre. Habían conseguido condenarle por
intereses civiles y por motivos pecuniarios, pero no habían ido más allá. No era
su honor lo que atacaban, sino sus escuelas. Su victoria no afectaba en absoluto a su
fama. Incluso se puede decir que, a pesar de las intrigas de sus enemigos, era
considerado como un insigne siervo de Dios y mirado en París como un santo. Este
resplandor es halagador, y por muy humilde que uno sea, siempre deja recursos al
amor propio. La reputación es el mayor de los bienes naturales, y a menudo es el
único del que tienen dificultad para desprenderse las personas más virtuosas. Sin
embargo, Dios lo pide, como todo lo demás, a las almas escogidas. Y éste fue el
sacrificio que el señor de La Salle le tuvo que ofrecer.
Para ilustrar al lector sobre el motivo de esta persecución hay que remontarse a su
origen. Todavía conservamos la memoria justificativa que el señor de La Salle
escribió sobre este asunto antes de marcharse. Será suficiente que hagamos un
extracto de la misma; no podremos disponer de una garantía de verdad más segura. Si
se hubiera actuado con justicia, tal como el señor de La Salle lo esperaba de la caridad
de las personas en cuyas manos lo puso antes de su partida, no habría salido del
tribunal que juzgaba este asunto una sentencia tan ofensiva para su memoria.

1. Origen de la gran persecución que se gestó en 1707


contra el señor de La Salle
En diciembre de 1707 el señor Clément, abate de Saint-Calais, fue a visitar las
escuelas cristianas de la calle de la Princesa. Después de haber examinado durante
668 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

bastante tiempo lo que en ellas se hacía y el orden que se observaba, mostró interés
por entrevistarse con el señor de La Salle, y pidió al Hermano a quien se había
dirigido que le llevara a la casa de la calle San Honorato, donde el señor de La Salle se
había puesto en manos de los médicos para que le curaran de la lupia que le había
salido en una rodilla, a causa de su asiduidad a la oración.
El santo varón se sorprendió sobremanera al ver la actitud del joven clérigo, que le
llevaba a arrodillarse a sus pies y pedirle, con insistencia, que le diera dos Hermanos
para ayudarle en la obra santa que proyectaba. El abate añadió que ya disponía de una
buena provisión de sábanas nuevas, adecuadas al uso de varios muchachos a quienes
pensaba educar desde los siete años hasta los veinte, enseñándoles un oficio e
instruyéndolos en todo aquello que convenía a su edad y a su estado. Este deseo era
loable, pero en lo sucesivo se vio
<2-73>
que era de aquello que san Pablo llama juvenilia desideria, deseos de joven, de los
que hay que desconfiar.
El santo sacerdote respondió que no podía colaborar en la realización de tal
proyecto si quedaba fuera de la esfera del Instituto. Pero ¿cuáles eran los fines del
Instituto de los Hermanos? El señor de La Salle no se lo dijo. La curiosidad del joven
le indujo a pedir una memoria sobre ello, y la caridad del señor de La Salle le movió a
dársela allí mismo.
El abate se la llevó y después de estudiarla durante tres días volvió a decir al santo
sacerdote que no tenía ningún interés en el Instituto de los Hermanos, pero que
deseaba participar en la formación de maestros de escuela para el campo. De ese
modo unía en su cabeza la educación de los muchachos que proyectaba a la formación
de maestros de escuela para el campo, y concibió el deseo de unirlos en una misma
casa. Más tarde llegó a decir que deseaba financiar, en dicha casa, veinte plazas de
maestros de escuela que tenían que ser formados para las zonas rurales.
Cada día surgían en el corazón de este joven eclesiástico nuevos ardores para la
ejecución de su proyecto. Importunaba al señor de La Salle hasta la saciedad a que se
uniese a él y para que proporcionase el dinero para la empresa, que en efecto
proporcionó por sus premiosas solicitaciones al señor Rogier. Este señor Rogier era
un amigo del santo sacerdote y su confidente. No tenía que hacer otra cosa sino
prestar su nombre en este asunto. Lo prestó, en efecto, al principio, de buena fe, pero
luego le traicionó, o al menos abandonó la causa del inocente. El fervor del joven
abate Clément para la ejecución de su proyecto no podía resistir a sus deseos, y así
acudieron los dos juntos a verle y a insistir sobre el tema. Sea porque el siervo de Dios
no prestara suficiente atención a la realidad de aquellos fervores, que a menudo se
desvanecen en los jóvenes con la misma rapidez con que nacen, o sea porque quiso
tomarse algún tiempo para consultarlo y examinarlo ante Dios, parecía que
abandonaba la empresa a medida que el abate quería apresurarla. Como los jóvenes a
menudo ansían las cosas demasiado, y se dejan llevar de sus piadosos entusiasmos,
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 669

destinaba todas sus ganancias al progreso de su proyecto. Y decía que su padre, en


espera de que llegaran aquellos dineros, le daría una pensión de 800 libras para sus
pequeños gastos, y que él deseaba dedicarla por completo, salvo 100 francos, a su
empresa. Eso era lo que aseguraba al señor de La Salle para llevarle a su plan.
El hombre de Dios no se rendía, pues quería aprender del tiempo lo que tenía que
hacer y probar también la perseverancia del abate. Ésta se mantuvo constante durante
todo el año. (2-73)..

2. Repetidas peticiones del joven abate Clément para comprometer


al señor de La Salle en sus piadosos planes
El abate Clément nunca perdía de vista su proyecto, y la manera como lo seguía
parecía provenir de Dios, pues antes de comenzar la empresa la sometió al parecer de
su legítimo superior, que era el señor cardenal de Noailles. Con todo, como no quería
que fuese conocido su nombre, rogó al señor de La Salle que fuera al arzobispado
para hablar de ello a Su Eminencia, o a alguna persona que pudiera abordarle, para
conocer su consejo. El abate tenía en vista, para su obra, una casa del barrio de San
Antonio, perteneciente al señor Boyer, que vivía en el barrio de Saint Germain, y
había ido a verle con frecuencia para cerrar la compra; pero antes de realizarlo, quiso
contar con el beneplácito de su arzobispo,
<2-74>
y para conseguirlo comprometió al señor de La Salle a que fuera al arzobispado.
Este encargo se conformaba con la voluntad de Dios, y así el santo sacerdote lo
aceptó. Fue a encontrar al sacerdote señor Vivant, penitenciario mayor, a los
Quinze-Vingts, donde predicaba todos los días durante la cuaresma, y le propuso el
plan proyectado y le rogó que se lo comunicara al señor cardenal. Volvió otro día al
mismo lugar para conocer la respuesta, y supo que al señor cardenal no le agradaba
que se pusiera en París el seminario para maestros de escuela de las zonas rurales, y
que consideraba más oportuno establecerlo en cualquier otro lugar próximo a París.
Algún tiempo más tarde, el penitenciario mayor propuso al señor de La Salle que
pusiera aquel seminario en Villers-le-Brie, a cuatro leguas de París, en una casa muy
grande que había comprado el párroco del lugar. El párroco mismo de Villers
encontró un día al señor De La Salle en la calle Saint Denis, y le insistió para que
aceptase su ofrecimiento. El siervo de Dios informó al abate de la propuesta que se
hacía, pero no le gustó y la rechazó a pesar de las consideraciones que le hizo el señor
De La Salle. La razón de su rechazo se basaba en la lejanía de dicha casa, que le
impediría visitarla con frecuencia. Incluso, sobre ello, escribió una carta muy dura al
santo sacerdote, y además de exponerle los motivos de su rechazo, le avisaba del
peligro de dejar una cosa buena por otra mala.
El siervo de Dios llegó, incluso, a manifestarle que tenía miedo a comprometerse,
en su compañía, a dar algún paso en falso. El abate comprendió en seguida lo que
670 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

quería decirle, y volvió a escribir al señor de La Salle otra carta muy dura, en la cual le
aseguraba que nunca faltaría a su palabra, y que estaba dispuesto, incluso, a vender su
camisa antes que faltar a ella. Con todo, no la mantuvo, como se verá en seguida, y
esta mala fe, de la que se hizo culpable, a petición de su padre, fue la que oscureció al
siervo de Dios ante los ojos de quienes no profundizan las cosas. Fue precisamente
por esta misma época cuando se abrió la escuela de San Dionisio en Francia, de la
cual ya se habló.

3. El joven abate Clément compra una casa en la ciudad de Saint-Denis,


para formar maestros de escuela para el campo.
El señor de La Salle proporciona el primer pago
El abate Clément, después de intentar inútilmente en varias ocasiones hacerse con
la casa del Priorato, con la rescisión del contrato de quien la tenía alquilada, insistió al
señor de La Salle para alquilar la parte delantera de la casa de la señora de Lâge, una
parte de la cual ocupaban ya los Hermanos, para colocar en ella a los maestros de
escuelas rurales que proyectaba abrir. El santo varón sólo se avino a ello a condición
de que el señor cardenal lo aprobara; pero quiso tener además la aprobación del padre
prior de Saint-Denis. Ambos lo aprobaron, pero la señora de Lâge no quiso ceder su
casa, por lo cual el abate tuvo que buscar otro lugar. Después de varias búsquedas
encontró, por fin, una vivienda adecuada para sus intenciones. Era la casa de la señora
Poignant, hermana de la fundadora de la escuela. Se decidió por ella y acordó la
adquisición por trece mil libras, después de haberla visitado varias veces y haber
llevado a ella, para que la viera, a su preceptor, el señor Langoisseur.
Alrededor de un mes después de este acuerdo, sabiendo que el señor de La Salle
estaba en Saint-Denis, el abate acudió allí junto con el señor Rogier, a quien llevó en
su carroza, para hablar con él. Le dijo que ya había fijado el precio con la señora
Poignant, le rogó que terminara aquel asunto sin tardanza, y que fuera a solicitar del
padre prior una buena reducción de los derechos de venta; y añadió que mientras tanto
él iría con el señor Rogier a ver a un señor que tenía algo que ver con el asunto. Luego
se marcharon y arreglaron los derechos de venta con el padre administrador. Pocos
días después, estas personas firmaron el contrato de compra, en octubre de 1708,
<2-75>
con la señora Poignant. Para hacer el pago de esta adquisición, el abate Clément instó
al señor de La Salle a que proporcionara al señor Rogier la suma de cuatro mil libras.
Poco después volvió a pedir al santo sacerdote que prestase en su nombre, al mismo
señor Rogier, la suma de mil doscientas libras. Este dinero, lo mismo que el primero,
estaba en manos del notario, señor Le Mercier, y se lo habían dado al señor de La
Salle para las necesidades de su comunidad, y especialmente para que sirviera para
establecer un seminario de maestros de escuela para el campo, bajo la dirección de los
Hermanos.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 671

Yo no sé por qué razón el señor de La Salle propuso al abate Clément, después de la


compra de la casa de Saint-Denis, que se uniera con el señor Desplaces, que formaba
en comunidad a buen número de eclesiásticos, dejándole entender que en él
encontraría a personas adecuadas para dirigir el seminario de maestros de escuela
para el campo, y a los niños que él proyectaba educar. El abate siguió ese consejo
y quedó muy contento del señor Desplaces en la visita que le hizo. Se juntaron y
elaboraron una plan sobre la manera de educar a los jóvenes, que llevaron al señor
cardenal, que dio su aprobación. Desde ese momento los dos proyectos, el del
seminario de maestros de escuela para el campo y el de la casa para educar
muchachos, fueron dos asuntos distintos en la cabeza del abate. Algún tiempo
después de la compra de la casa de Saint-Denis, realizada con el dinero del señor de
La Salle, el abate quiso darle un recibo de las cinco mil doscientas libras, con las que
se había comenzado el pago, ya que el señor Rogier se había negado a dárselo. Este
recibo, sin embargo, quedó en poder de este último, y sólo se lo entregó al señor de La
Salle cuando el abate comenzó a desdecirse de sus promesas, para que le sirviese
como prueba de que había proporcionado dicha cantidad de cinco mil doscientas
libras para pagar una parte del precio de la casa comprada en Saint-Denis a nombre
del señor Rogier.

4. Lo que hizo el cardenal de Noailles para favorecer


el proyecto del abate Clément
En cuanto se hizo la compra de la casa, el abate Clément hizo salir de ella al bailío
de Saint-Denis, que la ocupaba, y no descansó hasta que vio en ella a los Hermanos.
Éstos la ocuparon en Pascua del año siguiente, es decir, de 1709. Poco después
recibieron a tres jóvenes para formarlos como maestros de escuela para el campo. Los
domingos y fiestas iban con sotana y roquete a la iglesia de San Marcelo, su
parroquia, y permanecieron en esta casa hasta que la carestía se dejó sentir, y entonces
se les envió a sus casas con el propósito de llamarlos cuando el tiempo fuera más
favorable. Para favorecer la adquisición de esta casa, el señor cardenal obtuvo del
duque del Maine, por escrito, la exención de recibir soldados desde el mismo año de
1709, y en la misma se señala que se concede por orden del rey, que en ella debe haber
tres Hermanos, uno de ellos encargado de enseñar canto gregoriano. Con esa nota se
quería indicar que dicha casa estaba destinada a la formación de los maestros de
escuela para el campo, bajo la dirección de los Hermanos.
Poco después de comprar la casa, la señora Poignant quiso recuperarla, y devolver
el dinero, pero el abate se opuso. Tampoco quiso admitir la propuesta que le hizo el
señor Rogier de revenderla cuando se presentó una buena ocasión. Y en fin, como
poco después el señor Clément, padre, fue informado de la adquisición que había
hecho su hijo bajo el nombre de otro, y este señor quiso aprovechar el privilegio de la
minoría de edad del abate para anular el contrato, éste, a quien la conciencia no le
permitía semejante fraude, le
672 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

<2-76>
respondió con firmeza que nunca se valdría de su minoría de edad para causar
perjuicio a nadie.
Así estaban las cosas cuando el señor de La Salle emprendió por primera vez la
visita de las casas que estaban en la Provenza, en el Languedoc y otros lugares
alejados. Y no era porque no estuviese exactamente informado de todo lo que en ellas
ocurría, pues la norma que establece entre los Hermanos la rendición de cuentas de
cuanto prescribe la Regla, no permitía que el superior ignorase nada de lo que pasaba
aun en las casas más alejadas. Pero todavía no había visto todas las escuelas y
resultaba fácil conocer con sus propios ojos todo lo que en ellas sucedía. Su salida de
París para emprender este viaje tuvo lugar en febrero de 1711.
Fue recibido con alegría por todos los Hermanos y con deferencia por los señores
obispos de los lugares donde existían las escuelas cristianas, a quienes no dejaba de
visitar para saludarlos. Comprobó, con gran consuelo, las bendiciones que el Señor
derramaba sobre los trabajos de sus discípulos, pero no lo disfrutó por mucho tiempo,
pues recibió cartas desde París en las que le reclamaban cuanto antes, para defender la
adquisición de la casa de Saint-Denis.

5. El padre del abate Clément, de acuerdo con él,


introduce un proceso civil y criminal contra el señor de La Salle
El asunto era serio, pues se mezclaban en él los intereses y el honor del señor De La
Salle. Se le atacaba por la compra de la casa en cuestión, y se pretendía acusarlo de
haber causado perjuicio a un menor, asegurando que le había sobornado, por lo cual
se le instruía un proceso en toda forma, civil y criminal.
Era, pues, necesario que volviese, no para pleitear, pues estaba bien determinado a
ceder antes que acusar, sino para ver de qué se trataba y de qué le acusaban. Cuando
regresó fue a ver a los demandantes, y comprobó que eran personas intratables. No
quisieron escuchar ninguna razón ni oír ninguna propuesta de arreglo. En su ánimo,
era para ellos un impostor y un mentiroso, que había sobornado a un menor, a quien
había soprendido en su buena fe y con quien había usado fraude; necesitaban que
fuera declarado así en una sentencia jurídica y humillante, y que se le condenara a
todas las penas que emplea la justicia con las personas que cometen tales desafueros.
En vano ofreció el señor de La Salle al señor Clément, padre, cederle la casa entera,
comprada en parte con su dinero, pues aquel hombre esperaba que la justicia se la iba
a adjudicar; pero eso era poco para satisfacerle. Era preciso que el santo varón pagara
con la pérdida de su honor y de su libertad, no diré la falta, sino el fervor de su hijo.
Las citaciones personales y la prisión ya le estaban preparados; incluso, no sé si es
que deseaba que lo ahorcasen o si esperaba que de la cárcel pasara al patíbulo.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 673

Nota. El padre reconoce en la denuncia presentada al señor lugarteniente civil que


su hijo tenía entonces 22 años, para los 23.
No se comprende cómo este eclesiástico, con edad de 22 a 23 años, pudo juntarse a
su padre y declararse demandante contra el señor de La Salle, con la petición
totalmente injuriosa contra el santo varón, presentada en nombre de ambos, al señor
lugarteniente civil; pues por el extracto que hemos hecho de la memoria justificativa
del santo sacerdote, parece que el joven abate había actuado con la mejor fe del
mundo con el señor de La Salle, que era inteligente, educado y con discreción; que
tenía un fondo bondadoso, o al menos lo manifestaba; que no actuaba con
atolondramiento y que tomaba medidas y precauciones; que
<2-77>
sabía tomar consejo y el parecer de sus superiores; que no había emprendido nada
sino con la aprobación de su arzobispo; y que su preceptor no ignoraba los pasos que
iba dando y había sido el confidente de sus proyectos.

6. Indignidad del proceder de este abate


Está claro que el hijo podía oponerse a los arrebatos de su padre, haciéndole
comprender que cualquier edad es adecuada para realizar buenas obras, y que nadie
prohíbe a un menor eclesiástico practicarlas, sobre todo si no causa daño a nadie y no
compromete el bien de otro; que teniendo ya veintitrés para veinticuatro años, le
quedaba poco tiempo para ser mayor de edad, y que su propósito era ratificar la
adquisición que había hecho en su minoría de edad, antes de haber adquirido la edad
suficiente; que debía a su conciencia, a la caridad, a la justicia, a la buena fe y a su
palabra, aquella ratificación; que no podía, sin traicionar todas las leyes de la equidad,
constituirse en adversario legal contra un hombre a quien había importunado, durante
todo un año, para unirse a él; que si alguno era culpable en la adquisición de la casa en
cuestión, era sólo él mismo, ya que nada era más cierto sino que él había comprado la
casa; que en aquel asunto no había realizado nada que no estuviera aprobado por su
arzobispo; que aquella casa no redundaba de ninguna forma en provecho del señor de
La Salle, sino en provecho de las parroquias rurales, que tenían que conseguir de ella
maestros de escuela expertos y bien formados; que el señor de La Salle había
proporcionado realmente la cantidad de cinco mil doscientas libras para pagar parte
de la casa adquirida; y podía decir, además, a su padre, que si le disgustaba la
adquisición le resultaría fácil revender la casa y volver a la primera situación, sin
necesidad de hacer tanto ruido y sin causar escándalo. Pero, al fin de cuentas, se
pretendía hundir al santo varón, y el abate, mentiroso o engañado, consintió en ello.
O fue muy débil, o fue malicioso; tanto en un caso como en otro, actuó a la ligera, y
consintió en que se atribuyera al siervo de Dios un delito de algo en que él mismo le
había embarcado.
674 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

Se cree que el secreto enemigo del señor de La Salle se mezcló en este asunto, y que
se aplicó a avivar el fuego en vez de apagarlo. Desde hacía mucho tiempo deseaba ver
lejos de París al señor de La Salle para aprovechar su ausencia para imponer su ley en
el Instituto. Si esto es verdad, como hay razón suficiente para creerlo y como el señor
de La Salle estaba convencido, al final lo consiguió. El siervo de Dios se alejó de
París y su adversario, aprovechándose de su ausencia, se inmiscuyó en su rebaño y
pretendió gobernar a su modo, como se va a ver en lo que sigue.
Ya hemos visto hasta qué punto odiaba los pleitos el hombre de Dios; y por eso, a
pesar de lo injuriosa e infamante que era la acusación presentada contra él, y por muy
negras y falsas que fueran las imputaciones que le hacían, y a pesar de cualquier
derecho que hubiera adquirido sobre la casa en cuestión, prefirió ceder, de acuerdo
con el consejo del Evangelio, antes que comparecer ante la justicia para afrontar un
proceso.

7. El señor de La Salle redacta una memoria justificativa que pone


en manos de personas capaces de defenderle, que le dejaron indefenso
Con todo, para no exponerse al reproche de haber abandonado la causa de Dios, y
de comprobar que le traicionaba indignamente el mismo que era autor del proyecto,
sin abrir la boca para defenderse, puso en manos de algunas personas de confianza y
autoridad algunos documentos, una memoria y trece cartas del abate, que constituían
su justificación, y les rogó que, por caridad, le hicieran justicia. Pero el uso que
hicieron de todo ello fue enviarlos a examinar a algunos abogados que se
relacionaban con la parte acusadora del siervo de Dios, según siempre se ha creído,
pues en la memoria que redactaron y que enviaron a quienes les consultaron,
procedieron no como abogados sino como enemigos declarados del señor de La
Salle, y el resultado de su consulta fue dar en todo la razón a la
<2-78>
denuncia presentada al tribunal civil. Este resultado, remitido al señor de La Salle, le
sorprendió en extremo, sobre todo por encontrar en sus mismos abogados a censores
inicuos que sentenciaban su condena antes, incluso, que los jueces mismos. Entonces
fue cuando concluyó que no tendría seguridad sino en la huida, y que sería totalmente
inútil pretender justificarse, ya que se había determinado condenarle. Cualquier cosa
que hubiera dicho, habría sido distorsionada, pues no querían considerarle inocente.
Se construían prejuicios y sólo hacían caso a tales prejuicios. Se le consideraba
culpable porque se deseaba que lo fuera.
En esta triste disposición de los hombres respecto de él, adoptó la decisión de dejar
que actuaran, de abandonar la casa, su honor y su fama, pero quitándoles de en medio
su persona. Todavía no había puesto en práctica tal decisión cuando el señor Rogier,
que era quien había prestado su nombre para la compra de la casa, acudió a decirle
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 675

que ya estaba condenado, que la casa iba a ser confiscada, que había decidido ponerse
en su contra y que viera qué tenía que hacer para defenderse.

8. Sentencia humillante pronunciada contra el siervo de Dios


El siervo de Dios, sorprendido por un juicio tan precipitado, aún lo fue más por el
abandono de su causa de aquellos a quienes había encomendado su protección. Está
claro que si hubiesen querido hacerse cargo de la defensa del santo sacerdote,
hubieran conseguido cambiar la sentencia. Por su prestigio, al menos, le habrían
sacado de su tribulación, si hubieran querido conseguir para él un juicio favorable. En
efecto, el señor Rogier, que estaba implicado en el negocio tanto o más que el señor
de La Salle, y que no tenía mayor prestigio ni autoridad, logró en seguida que le
hicieran justicia, pues cuando vio que la casa iba a ser confiscada y que pronto la
perdería el señor de La Salle, intervino en su propio nombre en el asunto y declaró
tener intereses en el mismo, y solicitó la devolución de las cinco o seis mil libras que
había adelantado para la compra; y le fue concedido, ya que la casa fue vendida y se le
devolvió lo reclamado, mientras el resto quedó confiscado. El señor de La Salle no
habría tenido menos suerte que él y le hubieran otorgado justicia parecida, sin serle
denegada, si no se hubiera quedado en situación de indefensión.
¿Fue malicia o negligencia de las personas que había escogido como defensores el
que quedase abandonado a la opresión? No nos corresponde juzgarlo. Pero es cierto que
también ellos tenían sus prejuicios y que estaban en relación con aquel que deseaba
alejar de París al siervo de Dios. ¿Por qué, pues, cabe preguntarse, puso el señor de La
Salle su defensa en manos de ellos? El caso es que sin contar con algún apoyo y sin
ayuda de nadie, no había quien quisiera interesarse en su causa. Él esperaba que los
prejuicios cederían ante la caridad, y que aquellas personas de bien, pues así
consideraba a aquellos cuya ayuda había implorado, dejarían de lado sus
sentimientos humanos para sostener la causa de Dios.
Lo habrían hecho en cualquier otra ocasión; pero en relación con un hombre a
quien Dios quería crucificar en todo, el Señor permitía que nadie le defendiese, y que
le dejaran en manos de la justicia, como a Jesucristo en manos de Pilatos, en la
opresión y en el abandono universal. El mismo señor Rogier, íntimo amigo del señor
de La Salle, se hizo culpable en esta ocasión, al separar sus derechos de los del siervo
de Dios, que sin embargo iban unidos. En efecto, le hubiera resultado fácil, al
defender sus intereses, proseguir los de su amigo, y fácilmente hubiera conseguido
salvar el honor y los intereses del siervo de Dios, igual que los suyos. Pero Dios no lo
permitió, y quiso que se añadiera esta nueva mortificación a tantas otras.
<2-79>
676 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

9. Paciencia heroica del señor de La Salle en esta situación


El señor de La Salle sólo encontró alivio para tantas tribulaciones en su virtud. Al
recibirlas de la mano de Dios, como el santo Job, bendecía a quien es el primer autor
de las mismas y quien dispone todos los sucesos de la vida según sus fines. No se le
escaparon ni quejas ni murmuraciones contra tantas personas distintas que parecía
que se habían conjurado para oprimirle. El silencio y la paciencia, sus armas
ordinarias en las aflicciones de la vida, fueron los únicos remedios que usó contra la
mala fe del abate, contra la ira de su padre, contra la injusticia de la sentencia, contra
la maldad de sus abogados, contra la indolencia de sus protectores y contra el
abandono de su amigo.
Así pues, hallándose en París como en país enemigo, donde sólo encontraba
perseguidores secretos o declarados, amigos descuidados o pérfidos, donde todo le
resultaba sospechoso, y donde ni siquiera encontraba seguridad para su persona,
partió al día siguiente de su condena, en 1712, en la primera semana de cuaresma,
para desaparecer ante los últimos excesos de la persecución, conforme con las
palabras de Jesucristo: Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra. Fue a
ocultarse en lo más remoto de Provenza, y no volvió a aparecer por París sino cuando
pudo hacerlo con seguridad, es decir, cuando su perseguidor secreto, que ponía en
movimiento a todos los demás contra él, ya no pudiera dañarle.
Después de la partida del santo varón, los Hermanos recibieron dos citaciones que
le enviaron a su casa, una por parte del señor Rogier, que se había constituido en
adversario, aunque hubiera sido su amigo íntimo, y otra del señor Clément, padre. En
ambas se le trataba de manera muy indigna, y se habían referido a él, de forma muy
especial, señalándole como sacerdote de la diócesis de Reims y superior de los
Hermanos de dicha casa, pero no de los de París y de San Dionisio;ésta es la prueba
clarísima de la relación de sus adversarios con su gran enemigo oculto. Éste, que
desde hacía diez años había trabajado por quitar al siervo de Dios la autoridad sobre
su propia obra, y que no tenía en vista otra cosa que obligarle a regresar con los
Hermanos de Reims, para acaparar él mismo el gobierno de los de París, puso
claramente en evidencia sus intenciones con la explicación anterior, y mostró de
forma evidente que era él quien tenía en sus manos todos los resortes de esta última
persecución. Venció, al final, en su propósito, y consiguió plena victoria sobre el
siervo de Dios.

10. El santo varón siente cierto recelo respecto


de los principales Hermanos de París
La mayor pena que tuvo el fundador fue que se imaginaba que todos los Hermanos
de París ya estaban ganados por su enemigo. Era una idea falsa, pues los Hermanos de
París permanecieron en su ausencia, respecto de su persona, tal como había sido en su
presencia, sumisos e inviolablemente apegados a su persona. La causa de esta idea
ilusoria fue que el Hermano Bartolomé, pensando que actuaba bien, le envió las dos
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 677

citaciones en las cuales el santo fundador era calificado superior de los Hermanos de
Reims, y no de París. Tales términos, que sólo podían haber sido dictados por su rival,
hicieron que surgiera en él la sospecha sobre la fidelidad de sus discípulos de París, y
que llegara a pensar que se habían prestado a las artimañas de su enemigo. Pues, se
preguntaba a sí mismo, ¿por qué le habrían enviado tales citaciones donde se
empleaban las citadas expresiones, si no era para darle a entender que ya no le
consideraban como su superior? Pero su sospecha era falsa. El Hermano Bartolomé le
había enviado ambas citaciones por sencillez, considerándose obligado a informarle
y a ponerle al corriente de todo lo que ocurría en su ausencia. El santo varón, inducido
por su sospecha, siguió su modo de proceder habitual, que era ceder, humillarse y
abandonar a su propio gobierno a los que parecía que rechazaban el suyo, tal como
había hecho con los Hermanos de Mende. Llevado de este pensamiento, no quiso
<2-80>
mantener correspondencia con el Hermano Bartolomé, de quien pensaba que se había
pasado a su adversario, y que sólo quería recibir cartas suyas para traicionarle bajo la
apariencia de confianza.
Por desgracia, el Hermano Bartolomé no podía ejercer ningún acto de autoridad,
pues el señor de La Salle no le había nombrado como sustituto suyo en su ausencia,
y tampoco había sido elegido por los demás Hermanos. El demonio no dejó de
aprovechar para su malicia esta falta de entendimiento, y lograr que sirviese para
perjuicio del Instituto, pues los Hermanos de las otras provincias que decaían de su
fervor, al no temer ninguna corrección, se relajaban con más facilidad. El señor de La
Salle, escondido en lo profundo de las provincias más alejadas, no descubría a nadie
dónde se hallaba. Por otro lado, el Hermano Bartolomé no tenía autoridad para
reemplazarle. Así, los Hermanos que no eran de los más fervorosos, al no dar cuenta
de su conducta, y al no recibir de ningún director ni advertencias ni órdenes
adecuadas para enderezarlos, se permitían más libertades y perdían el espíritu y la
gracia de su estado.
El mal fue más lejos que en 1702, pues incluso podía arruinar al Instituto. Esto era
lo que pretendía el demonio al suscitar contra el santo fundador tantas persecuciones
que desalentaban a los Hermanos y menguaban su fervor. Si esta obra hubiese sido
obra de los hombres, hubiera llegado a su final; pero Dios, que permitía todas estas
sacudidas para asegurarla mejor, y para purificar la comunidad de los malos sujetos,
supo llevarla a su primitivo estado e hizo que recuperara su antiguo fervor con el
regreso del santo fundador.
Hasta ahí llegó esta terrible persecución: el señor de La Salle fue engañado por un
menor, abandonado por quienes había escogido como defensores, traicionado por su
amigo y oprimido por sus enemigos. Víctima de su buena fe, objeto de la envidia
de un rival poderosísimo, calumniado, acusado y condenado como impostor y
sobornador, vio cómo su propio bien pasaba a manos de quien le acusaba de
usurpación. Vio mancillado su nombre por haber emprendido una buena obra para la
678 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

cual había prestado su nombre y dado su dinero; y vio cómo, por tercera vez, se
deshacía el proyecto, tan felizmente comenzado, de un seminario de maestros para las
zonas rurales. Los espíritus críticos y que no están dispuestos a dejar pasar nada a los
buenos, le tacharon, sin duda, de imprudente, de haber hecho proyectos con un menor
y de no haber desconfiado de la situación. Pero aquí se trataba de una obra buena.
Ahora bien, ¿es que no se permite a un menor que dedique a ellas sus ganancias
eclesiásticas y los ahorros de dinero recibido para sus gastos personales? Además, ¿el
joven abate no había conseguido la aprobación de su arzobispo para su proyecto? ¿A
la edad de veintitrés a veinticuatro años tenía valor para quejarse de haber sido
sobornado? ¿Acaso el señor de La Salle no hubiera podido fiarse de un joven que
durante todo un año le había importunado con peticiones para que se uniese a él en el
proyecto de una obra piadosa? ¿Habría que extrañarse de que este abate Clément,
culpable de todos los desastres señalados, haya terminado desastrosamente? Después
de la muerte del Regente fue acusado de maquinaciones contra el Estado y estuvo
condenado a prisión lejos de París. En cuanto al señor Rogier, reconoció su falta y
trató de repararla como pudo. Y digo como pudo, porque él ya no podía reparar el
honor del santo sacerdote; pero indemnizó al señor de La Salle por las 5.200 libras
que éste perdió por su culpa. Lo hizo dejándole en su testamento una renta de 360
libras, una vez que muriera su criada, por motivos de conciencia.
Nunca hubo un legado dejado en ayuda del santo sacerdote como éste, cuando
acababa
<2-81>
de regresar de la Provenza. Dios le dio a conocer con esta medida de su divina
Providencia, que había inspirado dicho legado para compensar al señor de La Salle
por su pérdida, y para proporcionarle los medios para contar, al fin, con una casa
estable para su Instituto, y adecuado para poner en él un noviciado; pues la criada que
debía disfrutar de los legados antes que él, no sobrevivió mucho tiempo a su señor, y
aunque ella contaba sólo con cincuenta años, con su muerte dejó el beneficio para el
señor de La Salle, que tenía más de setenta. Añádase a esto que, a petición del santo
varón, se le concedió el fondo total que producía las 360 libras, y dicha cantidad
sirvió de gran ayuda para adquirir la casa de San Yon. Pero esto ocurrió varios años
más tarde, y una vez que había regresado de la Provenza, donde ahora vamos a
seguirle.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 679

CAPÍTULO X

El señor de La Salle huye a la Provenza, donde encuentra


nuevas cruces. A lo largo del camino le reciben con honor;
todo le sonrió cuando entró en una ciudad por donde pasó;
los eclesiásticos del lugar, divididos a causa de la doctrina,
trataron de llevarlo a su bando. Abre un noviciado y ve cómo se
hunde por no prestarse a las cuestiones del tiempo.
Tiene el propósito de ir a Roma y lo abandona por espíritu
de obediencia. Al final, se ve obligado a retirarse

El santo sacerdote huye a las provincias más apartadas del reino, pero no es para
buscar el descanso; la cruz le persigue por doquier, y será totalmente inútil que trate
de esquivarla. Al cambiar de lugar, yendo desde París a la Provenza, lo que hace es
cambiar de cruces. Al principio su viaje fue agradable. Los Hermanos a quienes
encontró en su camino le recibieron como a un padre amado tiernamente por sus
hijos. Todos enjugaron sus lágrimas y aliviaron su aflicción, compartiéndola con él
con suma ternura. Al principio se sorprendieron al verle, pero luego se sintieron
consolados y le testimoniaron su confianza y su apoyo. El motivo de su huida fue en
ellos causa de sus lágrimas, y las derramaban sobre él mientras trataban de enjugar las
suyas. Los Hermanos eran más sensibles que él mismo a sus penas, y necesitaban
toda su virtud para apagar en su corazón las quejas y las murmuraciones contra los
autores de las mismas. Si se les escapaba alguna, el santo varón, en vez de aprobarla,
o incluso de prestarle oídos, les exhortaba a que adorasen con él la voluntad de Dios, y
que vieran sólo sus órdenes en todos los sucesos de la vida. Les pedía que unieran sus
oraciones a las suyas por sus perseguidores, para cumplir el mandato de Jesucristo y
seguir su ejemplo.

1. En todas partes se hacen honrosas recepciones al señor de La Salle,


pero de los lugares donde le tributan mucho honor es de donde huye
Sucedió en Aviñón hacia finales de la cuaresma de 1712. Los Hermanos de la
ciudad, contentos como los demás de poseer a su superior, le retuvieron lo más que
pudieron. Allí se preparó a hacer la visita de todas las escuelas que tenía en aquellos
lugares. Los Hermanos se alarmaron por ello, pues existía el peligro de que se
adentrara demasiado en la zona, donde los camisardos dominaban la región, y
perseguían cruelmente a los eclesiásticos. Se sabe que su mayor pasión consistía en
680 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

hacerlos víctimas de su furor, y satisfacer su odio contra los católicos derramando la


sangre de los ministros del Señor. Fue inútil explicarle que no debía exponerse a
<2-82>
la cuidadosa búsqueda de aquellos fanáticos, que sólo tenían de humano su exterior,
pero que llevaban bajo la figura de hombre el corazón de bestias feroces; nada pudo
detener su celo. Sin embargo, bajo las alas de la divina Providencia, su viaje desde
Aviñón a Alais fue feliz y no tuvo ningún accidente.
La premura de los Hermanos para ver a su superior fue imitada por numerosas
personas que sólo le conocían por su fama, y se apresuraban a rendirle honor por el
cuidado y el celo que sus discípulos mostraban para instruir a la juventud. Pero nadie
pareció mostrarle mayor consideración como el obispo de Alais, cuando fue a saludar
a Su Excelencia. El prelado no sabía con que distinciones debía honrar a un sacerdote
que gozaba de toda su estima. De todo lo que este piadoso obispo dijo al santo
sacerdote, nada le plugo tanto como el elogio que hizo de la aplicación de los
Hermanos a convertir a los niños herejes, cuyo número disminuía desde que se habían
encargado de instruirlos. Como la salvación de las almas era el único objeto de sus
trabajos, también era el único motivo de sus alegrías.
Después de algunos días de estancia en Alais, se encaminó hacia la pequeña villa
de Les Vans, pasando por la parroquia de Gravières, que está algo alejada de ella. Allí
fue recibido como un ángel del cielo, y tuvo que detenerse varios días, a pesar de su
resistencia, en atención al prior del lugar, amigo íntimo del virtuoso sacerdote que
fundó la escuela de Les Vans, el cual le había comprometido a dirigir a los Hermanos.
Pero este buen eclesiástico manifestaba demasiado honor hacia el humilde sacerdote,
y le dio diversas pruebas de la profunda veneración que sentía hacia su persona, y de
la elevada estima que sentía hacia él por su virtud; por ello el señor de La Salle no
pudo encontrarse a gusto en su casa.
El virtuoso prior llevaba este respeto hasta el punto de estar deseoso de ayudar a
misa al santo sacerdote. El señor de La Salle estaba confuso por ello, pero no podía
impedirlo. Cuando el prior veía al santo varón en su casa, lo consideraba una fiesta, y
hacía todo lo posible para atraerle a ella. Si hubiera ocultado en el fondo de su corazón
tan santa pasión, habría tenido el gozo de satisfacerla más tiempo y con más
frecuencia. En efecto, el santo varón se excusaba de ir a ella cuanto podía, para evitar
las muestras de respeto que tanto rehuía. Éste fue el motivo que le indujo a cambiar de
camino cuando pasaba por aquella región.
Desde Gravières llegó a Les Vans, y los Hermanos se quedaron gratamente
sorprendidos, pues nunca hubieran esperado ver a su superior en aquella tierra;
consideraron aquella visita como algo providencial. El gozo del padre y de los hijos
fue recíproco, pues por su parte quedó encantado al ver con qué paciencia se
aplicaban aquellos buenos Hermanos a instruir a los niños de los herejes. Después de
haberlos exhortado a la perseverancia, los dejó al cabo de algunos días, para ir a
Mende. Este viaje fue peligroso e incómodo; en más de una ocasión estuvo en peligro
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 681

de perder la vida al atravesar las difíciles montañas del Gévaudan, bordeadas por
espantosos precipicios. En estos parajes le afectó con rigor el frío riguroso que encontró,
y llegó a Mende con la salud algo afectada; pero como no era hombre que atendiera
demasiado a sus dificultades, después de algunos días de descanso comenzó las
visitas, y la primera fue al obispo de la ciudad, que sentía hacia él una estima especial,
y de ello le dio todas las muestras imaginables.
El prelado, después de decirle, en loor de los Hermanos, todo cuanto podía
complacerle, le insistió para que se quedara a comer con él; pero el santo varón, que
tenía siempre preparada una excusa en lo que eran prácticas de comunidad, para
evitar
<2-83>
este honor, rogó al prelado que viese como normal que él mismo sirviera a los
Hermanos de ejemplo de la Regla que les había dado. El señor obispo de Mende,
edificado por su modestia, prefirió admitir su excusa en vez de oponerse a su
exquisita regularidad.

2. Llega a una ciudad célebre, muy dividida entre los eclesiásticos,


y cada cual quiere llevarle a su partido
La diligencia que hubo en la ciudad para conocer al fundador de los Hermanos le
atrajo muchas visitas que le ocupaban todo el tiempo (pues los que acudían a verle no
sabían dejarlo, encantados por la gracia de sus palabras y por el aire de santidad que se
notaba en su rostro, por lo que no se cansaban ni de verle ni de escucharle); por eso
tomó la decisión de marcharse cuanto antes, sin ruido y despidiéndose tan sólo de
muy pocas personas, por temor a que le impidieran partir. Así lo hizo, y volvió a Les
Vans afrontando los mismos peligros e incomodidades que encontró a la ida. De allí
salió hacia Uzès, donde tenía que ultimar algunos asuntos y para saludar al señor
obispo. El prelado, al comenzar la visita, le puso en varias dificultades, al pedirle
cosas que no podía concederle si no era vulnerando las prácticas del Instituto; pero
una vez que escuchó las razones del santo sacerdote, cesó en sus peticiones y no
volvió a insistir.
El señor obispo de Uzès se había convencido de que el fruto de las Escuelas
cristianas requería la estabilidad de los maestros, y con esta idea se opuso al cambio
de los Hermanos en la villa de Les Vans; pero cuando el señor de La Salle le explicó
los inconvenientes de esta petición y se los hizo palpables, el bondadoso obispo, que
sólo deseaba el bien, se rindió a la fuerza de sus razones. Así, pues, la visita terminó
con plena satisfacción para el señor de La Salle, que además recibió importantes
testimonios de la bondad del prelado y la firme promesa de proteger a los Hermanos
de Les Vans.
Continuó su camino y, volviendo a pasar por Alais, llegó a una ciudad célebre, que
se iba a convertir en el teatro de las nuevas persecuciones que el infierno le preparaba.
682 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

Hacía mucho tiempo que le esperaban allí. Su fama había precedido a su llegada y la
impaciencia por conocerle era universal, sobre todo entre los eclesiásticos. Todos
le preparaban bienvenidas y ofrecimiento de ayudas. Unos querían ganarse la
benevolencia de un hombre cuyo prestigio lo había precedido por su virtud; otros
querían, a fuerza de favores, que pasara de la estima de sus personas a la aceptación
de su doctrina. Todos deseaban ganárselo para su partido.

3. Lo que hacen los novadores para ganárselo


Apenas había llegado el señor de La Salle cuando se encontró con un río de
personas de todo tipo que acudían a tributar a su virtud el honor que merecía y para
hacerle toda clase de ofertas para ayudarle. Algunos eclesiásticos importantes, de los
más distinguidos de la ciudad, ambicionaban formar sociedad con él. No les resultó
difícil, ya que se mostraban como personas de bien, celosos por las buenas obras y
muy favorables al Instituto. Con frecuencia acudían a tratar con él sobre los medios
de extender en la ciudad y en la provincia las Escuelas cristianas. Estas disposiciones
tan deseables hicieron nacer en el siervo de Dios la idea de abrir un noviciado en la
ciudad. Todo prometía el éxito rápido. Se trataba de una ciudad grande, rica e
inclinada a las buenas obras, y había un grupo numeroso de eclesiásticos prestigiosos,
celosos y tales como los quiere san Pablo, preparados para todo tipo de bien; había
también numerosas personas ricas, piadosas y generosas en sus liberalidades y
prácticas de caridad; y había, en fin, un ambiente de estima y de inclinación por las
Escuelas cristianas. Todo esto le daba buenas esperanzas, y cuanto más lo
consideraba, más pensaba que Dios le había sacado de París, por secretos designios
de su providencia,
<2-84>
para llegar a esta ciudad y abrir en ella un noviciado para formar a sujetos de la tierra,
que estarían en disposición de trabajar en la zona mejor los extranjeros, que no
conocían ni la forma de ser ni las costumbres, y cuyas inclinaciones, igual que la
lengua, eran muy distintas.
Animado por estas reflexiones expuso su proyecto a quienes le parecieron más
celosos. El plan se aprobó y cada uno lo consideró como algo propio. El santo
fundador no quedó poco sorprendido al ver que la ejecución de un plan que él había
concebido con sumo temor, y para el cual había encontrado tantas dificultades en
Reims, en París y en Ruán, sólo encontraba facilidades que nunca hubiera esperado.
De concierto y como por ensalmo, todos se apresuraban para contribuir a esta
fundación. En ella se interesaron casi todos los párrocos de la ciudad, y el que más, el
señor obispo. A ellos se unieron muchas personas de la ciudad, y como ocurrió que
uno de aquellos caballeros comenzó dando un fondo económico, en seguida otras
personas ofrecieron seguridad para el futuro.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 683

Nunca se afrontó la obra de Dios con más unanimidad, prontitud y celo. Se alquiló
una casa y en seguida quedó amueblada. Hubo personas que ofrecieron novicios, y el
número de éstos aumentó en poco tiempo. Cada día iba marcado con una señal de
buena fortuna.

4. Al principio todo tiene éxito, y los rápidos progresos


le ponen en guardia sobre el futuro
Tan felices comienzos infundían muchas esperanzas. Todo el mundo deseaba ver
que se ponía en marcha esta fundación. Se consideraba ya como algo hecho. Tan sólo
el señor de La Salle, receloso ante un éxito tan rápido, temía verlo todo sepultado bajo
las ruinas ocultas, presagiadas por tan halagüeños comienzos. Desconfiaba de su
estabilidad porque él sólo lo veía bien asentado sobre el Calvario. Este santo varón,
tan esclarecido en los caminos de Dios, había aprendido, por propia experiencia y por
la de los santos, que las obras que no tienen como cimiento la cruz y que se elevan sin
dificultad, o no causan excesivo miedo al demonio o son de poca duración.
Por ello, no se atrevía a dejarse llevar de la alegría, por temor a ver desaparecer los
éxitos presentes sumidos en las desgracias de un futuro próximo. Temía que por
algún motivo secreto, escondido en muestras engañosas de aparente devoción,
ocupara el lugar de la caridad y se convirtiera en el freno del celo con que algunas de
aquellas personas parecían animadas. Según él, todo esto era ya suficiente para ver
fracasar todo el proyecto. Dios no bendice en absoluto lo que no se hace por Él; si el
Señor no es el objetivo del edificio que se pretende elevar, Él no pone en el mismo su
mano; y cuando Él no trabaja, en vano se pretende construir.
Sus recelos eran tanto más fundados cuanto que no estaba habituado a ver tan bien
secundados sus proyectos. Resultaba una cosa totalmente nueva para él toda esta
concurrencia de voluntades unidas para apoyarle, así como todo este concierto de
personas que le abrían sus bolsas. Las continuas contradicciones que había
experimentado en sus anteriores fundaciones le hacían desconfiar de ésta, y le daban
motivo para temer que la rapidez con que se realizaba fuese el presagio de su caída.
Sin embargo, todos los sucesos de la vida no siempre se parecen, y el éxito de uno,
bueno o malo, no permite concluir el resultado malo o bueno de otro. El futuro está
sólo en las manos de Dios, y sólo Él lo conoce.
El santo varón, por este motivo, vacilaba entre el temor y la esperanza, y por
su parte realizaba todo aquello que Dios le pedía, y dejaba todo lo demás en manos de
su Providencia. El noviciado se había llenado, y todo iba viento en popa; el ardor de
las personas que más habían contribuido a poner en marcha el proyecto, lejos de
disminuir, adquiría más fuerza a medida que pasaba el tiempo. Cada día hacían algo
nuevo en favor de la obra. Su celo, antes
<2-85>
684 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

extendido y multiplicado en otras varias obras, parecía que ahora se centraba en ella.
Se había convertido en su única empresa; las otras, las dejaban y las olvidaban.
Recorrían la ciudad y el campo para conseguir cualquier nueva limosna o para
comprometer a algunas personas ricas a contribuir con su generosidad a la empresa.
Si a todos los celadores les hubiese animado el mismo espíritu y si el deseo del
honor de Dios hubiera sido el único resorte de su actividad, hay motivo para pensar
que el noviciado de la Provenza subsistiría aún hoy; pero la mayoría de ellos sólo tenía
como objetivo ganarse a los Hermanos y a su superior, y serles favorables sólo en la
medida en que apoyasen los intereses de su bando. Si permanecían inflexibles y no
daban esperanza de rendirse, la destrucción del noviciado estaba decidida, así como
la guerra declarada contra las Escuelas cristianas.
Con todo, entre tantos colaboradores de esta empresa había algunos que actuaban
de buena fe, y que en la obra de Dios sólo le tenían a Él como mira; y por eso estas
personas perseveraron algún tiempo sosteniendo el noviciado, e incluso adoptaron
medidas para establecer y extender en la ciudad las Escuelas cristianas. En parte ya
estaban dotadas de fondos, y sólo se trataba de encargárselas a los Hermanos.
Respecto de las parroquias que no tenían escuela, se propuso abrir en ellas una
Escuela cristiana. Para adelantar en este proyecto, un padre jesuita muy celoso, que
predicaba la cuaresma en una iglesia muy importante, se encargó de exponer el tema a
su auditorio y apoyarlo con tesón. Lo hizo con éxito. Lo que dijo sobre la importancia
y le necesidad de dar a la juventud buena educación y la adecuada instrucción gustó
mucho, y varias personas piadosas se unieron para hacer la fundación de una escuela
gratuita.

5. Después de abrir felizmente un noviciado,


se dedica a formar sólidamente a los sujetos
Mientras todo se orientaba al crecimiento del Instituto, el señor de La Salle
trabajaba por su parte en formar a los sujetos que se le habían confiado. Lo
consideraba como su única ocupación y no pensaba en dedicarse a otras, ya que
habiendo ido allí para esconderse, como se ha dicho, no se manifestaba a nadie, y
dejaba sin respuesta todas las cartas que le llegaban de todas partes enviadas por sus
discípulos. Actuaba de ese modo por la idea que tenía de que el interés del Instituto
exigía esta suspensión de cualquier trato, con el fin de que sus enemigos no volviesen
contra los suyos la cólera que no podían descargar sobre él. Por otro lado, y de
acuerdo con la idea que se había formado de que los Hermanos de París no le habían
sido fieles, no sabía ya en quién confiar. En fin, pensaba también que el Hermano que
había dejado en París en su lugar era suficiente para ocuparlo y cumplir todos los
oficios.
Este Hermano, en efecto, de un carácter prudente y moderado, suplía del mejor
modo que sabía la ausencia del santo fundador, y lo hacía con mucha prudencia,
aunque con mucha dificultad, ya que los Hermanos díscolos alegaban, para
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 685

dispensarse del yugo de la sumisión, que no había sido ni elegido por los otros ni
nombrado por el señor de La Salle, como ya se dijo. El señor de La Salle, con todo,
mantuvo siempre correspondencia con el Hermano que dirigía el noviciado de San
Yon, convencido de que este semillero debía ser cultivado con sumo cuidado, y que
sería el remedio de todas las pérdidas que preveía que iba a sufrir la Sociedad con su
ausencia.
Él formó allí a muy buenos sujetos, que suplieron con ventaja la salida de aquellos
a quienes la relajación o la seducción arrastraron a su pérdida. Éstos constituían su
consuelo, y podía aplicarles las palabras de san Pablo: Sois mi corona en el Señor, y
también las del discípulo amado: No tengo mayor alegría que ver a mis hijos caminar
en la verdad. Con todo, no abandonaba la dirección de los Hermanos de la Provenza y
de los alrededores. Como
<2-86>
estaban cerca de él, seguía para ellos con sus cuidados ordinarios. Hacía que de vez en
cuando volvieran allí, para renovarse en el espíritu, seguir días de retiro y fortificarlos
contra la relajación.
En cuanto a los que residían en la ciudad, los llamaba para que acudieran a donde él
estaba, del mismo modo que solía hacer en París y en San Yon, para que se unieran
a los ejercicios del noviciado y mantenerlos en el fervor, la dependencia y la
regularidad. Este celo por su perfección, que agradaba mucho a los que habían
conservado tal deseo y que no descuidaban practicarlo,desagradaba a algunos tibios y
relajados, que hubieran deseado que estuviera lejos de ellos, y no tan cerca, aquel
cuya presencia los impelía a la observancia y que se mostraba enemigo de la falsa
libertad.
Este profundo espíritu de regularidad del señor de La Salle, del cual él mismo era el
mejor ejemplo, comenzaba a disgustarlos, y sólo por exigencia y por apariencia
acudían los días señalados al noviciado, cuyos ejercicios constituían un tormento
para aquellas almas tibias y descuidadas. La vida de novicios les parecía insoportable
a personas que comenzaban a emanciparse y que estaban cansadas de estar siempre
ante los ojos de un superior vigilante, que sólo rezumaba virtud y santidad, y que sólo
hablaba de los esfuerzos que hay que hacer para llegar a ella. Tristes, enfadados y
aburridos de un ritmo de vida que sólo el fervor es capaz de saborear, pensaron, desde
el comienzo, en encontrar el modo de terminarlo. ¿Cómo encontrarlo? Ahí estaba
su apuro, y no era pequeño. Ir a quejarse era confesar su poca virtud, su debilidad y su
relajación; esto no lo podía sufrir el amor propio. Los tibios tienen más amor propio
que los demás, y se puede decir que el amor propio aumenta en ellos a medida que
disminuye el fervor. Quienes tuvieron virtud y la han perdido, están atentos a
conservar las apariencias, y a menudo se convierten en grandes hipócritas, porque al
querer conservar la fama de la santidad que han perdido, se hacen sepulcros
blanqueados, que ocultan los vicios y las pasiones bajo una capa especiosa de virtud.
686 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

6. Maligno artificio de que se sirven los dos discípulos que daban escuela
en la ciudad, para sustraerse a la obediencia
En fin, después de muchas reflexiones, el medio que encontraron los dos
Hermanos de los que hablo, para llegar a sus fines sin que sufriera su fama, fue alegar
la obligación de cumplir su deber, y cierta pretendida imposibilidad para ir al
noviciado, y dar a entender, pero no a su superior, quien no habría atendido tales
razones, sino a los fundadores de la escuela, que el bien de la misma se resentía con
sus tan frecuentes idas y venidas a la casa del señor de La Salle. El artificio no estaba
mal pensado, y resultaba fácil engañar a personas que se interesaban, sobre todo, en
las escuelas que habían fundado.
Los dos Hermanos fueron muy bien acogidos, y se apreció favorablemente el celo
que mostraban por cumplir su deber, cuando acudieron a quienes habían puesto en
marcha las escuelas para exponerles una especie de confesión: que su conciencia les
obligaba a avisar que las clases no iban tan bien desde que se vieron obligados a
acudir tan a menudo a la casa del noviciado, y que no podían mejorar si ellos no eran
sedentarios en la parroquia, como anteriormente. Añadieron además, con cierta
malicia, que consideraban un deber informar a aquellos señores que una parte
del dinero de la fundación iba en provecho del Noviciado y que servía para el
sostenimiento de los novicios; y que como ellos no querían hacer nada contra las
intenciones de los fundadores, se veían obligados a informar de ello.
Esta advertencia era maliciosa y muy hipócrita, pues servía de cobertura a su
propia voluntad, que anhelaba volver a su dominio y vivir según su fantasía, fuera de
los ojos y de la
<2-87>
dependencia de su santo fundador. Estos hombres, acostumbrados desde hacía años a
vivir en ambiente de libertad, a causa de la lejanía en que se hallaban de su superior,
soportaban con disgusto la exactitud que les exigía en la observancia de las reglas, y
no encontraban otro medio de liberarse de ella que la artimaña y la mentira; y la
emplearon para su propia pérdida y para la destrucción de todos los bienes que el
señor de La Salle comenzaba a lograr, y que eran una esperanza para la Provenza y
para los lugares cercanos a ellos.
La queja maliciosa de estos dos hijos de Belial fue el comienzo de la persecución
contra el superior, que semejante a aquella ligera nube que el profeta Elías atrajo
sobre las tierras de Israel, fue aumentando insensiblemente hasta formar la tormenta
que vamos a ver estallar sobre la cabeza del santo sacerdote.
Las personas que recibieron estas quejas consideraron que eran justas e
importantes. Se prestaron a la mala voluntad de aquellos Hermanos y les ayudaron a
conseguir su libertad anterior. La sujeción que a estos voluntarios parecía molesta e
incómoda, a aquellos señores les pareció perjudicial para las clases. Creyeron lo que
se quería que creyesen, que la necesidad en que el señor de La Salle ponía a los dos
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 687

maestros de asistir diariamente a los ejercicios del noviciado, perjudicaba a las clases,
porque al compartir el tiempo de ese modo, se dedicaba menos a los alumnos; y que
so pretexto de mantenerles en el espíritu de pobreza y en el desprendimiento de todas
las cosas, los ingresos de la fundación pasaban al noviciado y allí se desvanecían
insensiblemente.
De ese modo, sin profundizar en el motivo que movía a los dos Hermanos, sólo
prestaron atención a sus quejas, que se consideraban prudentes y necesarias, y se
creyó que era justo devolver la libertad a personas que la deseaban apasionadamente,
sin permitirles verla. Con sumo dolor y temiendo las consecuencias, el digno superior
vio cómo aquellos dos rebeldes se sustraían a su vigilancia. Pero ¿qué hubiera podido
hacer para impedirlo? Los fundadores se lo pedían sin saberlo, y deseaban que los dos
Hermanos quedasen en su casa, como habían hecho anteriormente. Aquellos señores
insistían, y aunque el pretexto del bien de las clases, que los rebeldes habían sabido
manejar con tanta habilidad para sus fines, era especioso, hubo que ceder y dejar a los
dos Hermanos que vivieran en la independencia.

7. Los jansenistas quieren quitar al señor de La Salle una escuela,


porque el promotor había sido un padre jesuita, y lo consiguen
El señor de La Salle comenzó a pensar que en esta ciudad no iba a tener todo el
apoyo que se había prometido al comienzo, y que estas molestias iniciales no iban
a ser las últimas. No se dejaba de trabajar en la apertura de la nueva escuela, de la que
hemos hablado. Seguía avanzando y se había avisado ya al santo fundador que
tuviese preparados los Hermanos que destinaba a ella. Todo estaba preparado cuando
de repente todo falló. Fue un padre jesuita, como se ha visto, quien estuvo en el origen
de esta obra, y ésa fue su desgracia. Si cualquier otra persona se hubiera inmiscuido
en ello, nadie se habría opuesto. Ya hemos dicho que en la ciudad de la que hablamos
la nueva doctrina había progresado mucho y contaba con partidarios de prestigio y
numerosos.
Hubo otra circunstancia que, con la indicada, contribuyó al fracaso de esta escuela.
Se trataba de una persona de la ciudad, sumamente inteligente y de especial mérito,
que era enemigo secreto del señor de La Salle desde que no consiguió ganarle a sus
sentimientos. Esta persona, al frente de todos los demás personajes de los que hemos
hablado, exquisito hombre de mundo, dúctil e insinuante, se había aproximado al
señor de La Salle y había establecido con él especial relación. Era, aparentemente,
buen amigo del siervo de Dios, pero pretendía serlo realmente cuando lo hubiera
ganado para su partido. Ninguno de los dos
<2-88>
se explayaba sobre el tema y permanecían en la reserva. Hay un tiempo para todas las
cosas: un tiempo de callar y un tiempo de hablar. Y éste, por fin, llegó. El eclesiástico
de gran prestigio hizo las primeras sugerencias; no tardó mucho en darse cuenta, por
688 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

la expresión y el rostro del señor de La Salle, que no le gustaba la nueva doctrina. Eso
fue suficiente para este sabio del mundo; desde ese momento concibió por el santo
sacerdote la misma antipatía que había advertido en él contra sus opiniones, y
determinó hacerle en lo sucesivo una guerra clandestina, sin mostrar externamente
que rompía con él.

8. Engaño que usa contra el señor De La Salle


un eclesiástico que aparentaba ser amigo suyo
En efecto, apenas el jesuita hubo acabado el sermón sobre las ventajas y la
importancia de las escuelas cristianas, que el partido [jansenista] comenzó las
asechanzas y las intrigas para hacer fracasar el proyecto. Se habló en secreto contra el
plan, y se acordó que si no podía pararse, se encomendaría a otros distintos de los
Hermanos. Para lograrlo se necesitaba una persona de autoridad, inteligente y de
acreditado prestigio.
Con todo, como persona inteligente que era, quiso mantener las apariencias de la
caridad para no exponerse a la indignación del pueblo. Sin romper con el señor de La
Salle, antes al contrario, afectando que mantenía con él mayor relación que nunca,
trabajó bajo cuerda para ganarse la voluntad de quienes estaban implicados en el
asunto y que habían dado los fondos. Les fue insinuando que el destino que de ellos se
hacía a los Hermanos era más conveniente destinarlo a eclesiásticos, porque además
de dar clase podrían prestar otros servicios a la parroquia. Como era elocuente, sutil y
manipulador, no tuvo dificultad en persuadir a aquellas personas que sólo buscaban el
bien, mostrándoles en apariencia un bien mayor. Cuando ya tuvo todo asegurado en
este campo, tuvo buen cuidado de informar al obispo de la ciudad, y con sus buenas
artes le dio a entender que las personas que habían hecho la nueva fundación habían
cambiado de disposición respecto de los Hermanos, y que su intención era confiar
la escuela a eclesiásticos; que esta función no les impediría servir a la parroquia en la
que se establecía; y, en fin, que habían tomado tal decisión de forma que si se les
forzara a hacer otra cosa, aplicarían los fondos a otras obras de caridad.
El prelado, que sentía una clara inclinación por los Hermanos, y que tenía el
proyecto de multiplicarlos en cuanto pudiera en su diócesis, se sorprendió por tal
cambio, cuyo motivo ignoraba; pero como aún no había tenido tiempo suficiente para
conocer a la gente, temió que se enfadaran si lo imponía con su autoridad; por lo cual,
dejó que las cosas siguieran su curso, sin oponerse a ello.
El actor que estaba actuando en aquel escenario terminó de interpretar al personaje
que encarnaba y fue a visitar al señor de La Salle, con aire triste y abatido, como un
hombre que siente tristeza, con tono plañidero y voz trémula, le expresó que con suma
pena acudía a comunicarle el cambio de disposición con respecto a la nueva escuela,
y que ya no serían Hermanos, sino eclesiásticos, los que se destinaban a ella. Bendito
sea Dios, respondió el siervo de Dios; parece que Dios lo quiere así. Y como los
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 689

corazones rectos no desconfían nunca de la mala fe, el santo sacerdote, convencido de


que quien le hablaba sentía en el alma lo mismo que decía con la boca, le dio efusivas
<2-89>
gracias, pensando que le debía mucha gratitud por el interés que se tomaba por el
Instituto de los Hermanos.
Después de haberle despedido, fue a prosternarse ante Dios, para adorar las
órdenes de su Providencia, agradecérselas y someterse a su voluntad. Desde aquel
momento previó la tormenta que se estaba formando contra él, y se armó de fuerza y
ánimo para afrontarla. Persuadido de que nuestro único mal es el pecado y que todos
los demás males de la vida son, en los designios de Dios, medios de santificación, no
pensó en otra cosa sino en obtener provecho de quienes le amenazaban, y en ir por
delante de ellos, en espíritu, con un corazón sumiso. Se ofreció, con Job, a los golpes
de la mano de Dios, que sentía levantarse sobre él, y estaba preparado para recibirlos,
y decía como este santo varón de la Biblia: Sea mi consuelo que al afligirme no me
perdonáis, y que multiplicas las llagas según tu deseo, o según el número de mis
pecados.
Preparado para todos los acontecimientos, no pasó mucho tiempo sin que oyera los
bramidos de la tempestad que había presentido. Quienes habían manifestado tanto
celo por las escuelas de los Hermanos fueron los más dispuestos a arruinarlas; pero
sólo hicieron sonar a rebato las campanas de la guerra que preparaban cuando
perdieron toda esperanza de arrastrar al superior a las ideas a donde querían llevarle.
Mientras acariciaban esta posibilidad, no hubo trampa alguna que no pusieran por
obra para lograr sus intentos. Le prometían grandes beneficios para el Instituto si
aceptaba aproximarse a sus ideas. Le hacían regalos, con la mira de ablandar su
corazón; utilizaban amenazas mezcladas cuidadosamente con halagos; acudían con
frecuencia a visitarle, y en estas visitas siempre aparecían sobre la mesa los asuntos
del tiempo. Máximas nuevas, presentadas con atrevimiento, eran sostenidas con
calor, pero el santo varón, o aparentaba no oírlas, o las rechazaba con rostro severo, o
las rebatía con alguna corta reflexión, pues odiaba las discusiones, convencido de que
el error se fortifica con la disputa.

9. Los partidarios de la nueva doctrina atraen al señor de La Salle


a sus conferencias, y en ellas queda disgustado por las discusiones
que presencia
Estos señores, que tenían juntos conferencias reguladas en ciertos días, estaban
contentos de ver en ellas al señor de La Salle, y le comprometían con frecuencia para
que asistiera a ellas. Las exposiciones que en ellas se tenían no todas eran de piedad;
y el tema ordinario eran los asuntos del tiempo. El señor de La Salle se sorprendía
siempre de ver que salían de las mismas bocas, sobre Dios, el lenguaje de los ángeles,
y contra el Papa y los obispos, el lenguaje de Lutero y de Calvino. No encontraba
690 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

ninguna caridad en quienes son panegiristas perpetuos de esta virtud y no comprendía


que quienes tanto recomiendan su necesidad supiesen dispensarse con tanto arte de su
práctica, pues no había comprensión de ningún tipo para quienquiera que no fuese de
su partido. Se consideraba un mérito mancillarla, y se consideraba como el más
celoso a quien mejor sabía maldecir. La tensión, la pasión y la vanidad seguían
siempre a las materias curiosas que se trataban. Todos querían brillar, triunfar y
distinguirse; y rara vez se ponían de acuerdo si no era para poner a los molinistas,
según el lenguaje de estos señores, entre los pelagianos y enemigos de la gracia de
Jesucristo. El señor de La Salle sufría no poco en estas reuniones, y solía guardar
silencio. Cuando le obligaban a hablar, defendía con ardor tanto las verdades que se
habían combatido como a las personas a quienes se había ofendido; y confesaba que
no quedaba edificado de lo que oía y escuchaba; lamentaba el tiempo que se perdía en
discusiones, en ofensas y en muestras de una vana ciencia; aconsejaba sustituir
aquellas cuestiones curiosas, vanas y nuevas, que generan lucha de palabras y que
tanto hieren la caridad, por temas de piedad o de ciencia útil. Estas consideraciones
<2-90>
no agradaban; incluso agriaban a aquellas personas que sólo le llamaban para que los
escuchara y se sometiera a sus decisiones. Su orgullo quedaba herido cuando veían
que les daba lecciones un hombre al que consideraban discípulo dócil. Resolvieron,
pues, vengarse, y concluyeron que no había ya nada que tratar con él, pues de él no se
podía esperar nada.

10. Le persiguen
Con todo, era necesario colorear ante los ojos de la gente la persecución que se iba
a comenzar, y dejar de lado cualquier sospecha de pasión o de odio en los comentarios
negativos que se iban a sembrar. Después de haberle honrado, alabado, y casi
canonizado, se le iba a mancillar, criticar y difamar; la gente se hubiera escandalizado
si no se la hubiera preparado con sordos rumores, con calumnias coloreadas de un aire
de verdad, sembradas por bocas devotas o por lenguas hábiles en dar a la mentira
cierto tinte de verdad. Pero ¿qué se podía reprender en un hombre de vida tan íntegra
y de costumbres tan puras? Un exceso de regularidad, una severidad exagerada, una
inflexibilidad indomable, una dureza molesta, una testarudez y una obstinación de
ideas sin vuelta de hoja. Con estos conceptos se acordó desacreditar su gran virtud, su
sana doctrina y su espíritu de recogimiento, de mortificación y de penitencia. Estas
virtudes se habían convertido en vicios en él desde que le consideraban como
molinista. Sin embargo, si se toma esta palabra en su sentido natural, como discípulo
de Molina, no lo era. Pero lo era, en efecto, en el sentido que ellos querían darle, es
decir, como opuesto al jansenismo.
El hombre de Dios no se detenía en semejantes acusaciones de parte de quienes
se glorían de tanta regularidad que predican con atrevimiento la moral severa y que se
tienen por restauradores de la antigua penitencia. En los últimos siglos, cuando los
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 691

protestantes se adornaban con el hermoso nombre de Reforma, el resplandor de la


penitencia de san Carlos Borromeo abrió los ojos a todos aquellos que se obstinaban
en cerrarlos para ver de qué lado estaba la verdadera virtud interior y sobrenatural,
que es inseparable de la verdadera fe. En esta ocasión se pudo hacer la misma
comparación oponiendo al señor de La Salle los seguidores de la novedad. Unos
predicaban públicamente la penitencia, y él la practicaba en secreto; aquéllos
adoptaban cierto aire de reforma, pero él daba ejemplo de la misma; los primeros sólo
hablaban de gracia y de caridad, mientras que él se aplicaba a crecer en la primera y
aumentar en la otra. De ese modo, al compararse con él, reconocían tácitamente, al
tacharle de excesiva regularidad, de reforma y de penitencia, que él poseía la realidad
de las virtudes, mientras que ellos sólo tenían la apariencia.

11. Pretextos con que los discípulos de Jansenio


colorearon las persecuciones que le hicieron sufrir
Como no tenían nada que decir del santo varón, criticaban su modo de gobernar;
desaprobaron las prácticas de piedad establecidas entre los Hermanos; tacharon de
actitud molesta el aire de recogimiento que le distinguía; censuraron todos los tipos
de penitencia y de mortificación que el señor de La Salle había aprendido de los
santos, y que había introducido en la comunidad; le hicieron pasar por un hombre
singular, duro, exagerado, inflexible y en cuyo espíritu no había nada que ganar.
Según ellos, el capricho era el alma de todo su proceder; era testarudo y aferrado a su
idea; y lo que es peor, quería moldear a todos los demás como era él; cargaba sobre
ellos pesos insoportables, y les sometía a una forma de vida impracticable y sin
ejemplo. En una palabra, supieron oscurecer una a una las virtudes más brillantes que
hayan adornado la Francia de nuestro tiempo. Al considerarle como un censor tácito
de su conducta, formaron el designio de conseguir que se marchara de la ciudad, y
para obligarle, levantaron contra él
<2-91>
todos los espíritus inquietos y le hicieron odioso a todos los que se relacionaban con
él. No se pararon en las palabras, sino que trabajaron de manera oculta para desviar
las limosnas, después de haber anulado las que tenían costumbre de darle y ofrecerle.
Este medio les parecía que era el más corto para deshacerse de él y para disipar, sin
ruido y sin luz, a toda su comunidad. El hambre obliga a las ciudades más fuertes a
rendirse, y siempre se está seguro de la derrota de los enemigos cuando se les hace
pasar hambre.
Pero como el señor de La Salle era hombre que sabía, a ejemplo del gran Apóstol,
soportar el hambre y la sed, y enseñar a sus discípulos, con su ejemplo, a ayunar y a
practicar largas abstinencias, vieron muy pronto que esta forma de rendirle, tan rápida
para los demás, sería muy larga para él, que sabía contentarse con el pan y el agua,
y que estaba acostumbrado a tomar con mesura. Adoptaron otra decisión, que fue
trabajar bajo cuerda para vaciar el noviciado. Esto les resultaba más fácil, pues ellos
692 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

mismos lo habían llenado con sujetos que eran de su gusto. No les resultaba difícil
apartarlos de la vida elegida. Fueron hablando con la mayoría de los novicios y les
facilitaron el marcharse de la casa en la que les habían ayudado a entrar. Y también
cambiaron la decisión de otros que deseaban ingresar, con el pretexto de que el señor
de La Salle era demasiado austero.
Los novicios salidos sirvieron a estos señores de eco, o más bien de trompetas, para
publicar en voz alta y sin pudor lo que habían sembrado a escondidas en contra del
santo sacerdote. Era de una rigidez excesiva, sin tener en cuenta para nada la
debilidad humana, y tan duro como los demás como lo era consigo mismo. Con él, no
se podía levantar los ojos, ni abrir la boca, ni hacer uso de los sentidos; la mínima falta
era condenada a alguna penitencia; allí uno se volvía huraño, arisco, taciturno; toda la
jornada estaba jalonada con ejercicios de piedad y de mortificación; y a menudo,
agotados ya la cabeza y el estómago, se iba al refectorio donde no había casi nada para
comer, o nada que no fuera repugnante. Para vivir allí era preciso renunciar a la
voluntad, al juicio propio, y había que despojarse del propio cuerpo. Nadie podía
soportar una vida semejante, salvo el señor de La Salle, que arruinaba la salud de
quienes querían imitarle, o terminaban locos.
Así fue como estos señores, por boca de sus emisarios, que ofrecían su experiencia
como prueba, atribuían al señor de La Salle, como crímenes, las virtudes de amor al
retiro, de recogimiento, de abnegación, de mortificación, de obediencia y de
penitencia, de las que era consumado maestro y perfecto ejemplo. Con estos nombres
odiosos supieron difamar una virtud que eclipsaba la suya.

12. Se difunde contra él un panfleto difamatorio; él responde al mismo


de una manera llena de mansedumbre y de caridad
Llegaron aún más lejos: publicaron un panfleto lleno de calumnias, donde la más
pura malicia supo reunir todo lo que podía hacerle odioso y perder toda estima. Este
panfleto tuvo todo el fruto que sus autores esperaban. Como la malicia del corazón
humano le lleva naturalmente a creer el mal, este panfleto impostor desacreditó al
santo varón en todos los espíritus. De él se creyó todo el mal que se decía, sin otro
fundamento sino que estaba escrito. Así es el veneno de la calumnia: se hace gustar
aunque no muestre ninguna apariencia de verdad. Y a menudo, aunque la acusación
lleva en sí misma las pruebas de su falsedad, se la cree, por increíble que sea, sobre
todo cuando se difunde entre gentes de bien.
El contagio de este panfleto se extendió por todas partes, y el siervo de Dios pensó
que tenía la obligación de oponerle una contención. Redactó una respuesta, en la cual
dejaba hablar sólo a la verdad, y en la cual la caridad sazonaba todas las expresiones.
No dejó
<2-92>
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 693

escapar de su pluma ninguna que pudiera satisfacer el amor propio herido, que
pudiera molestar a sus adversarios y que les diera a entender que estaba herido por los
dardos de su cólera. Se contentó con exponer lo que era falso en su calumnia, sin
permitirse nada que pudiera herir a sus calumniadores. Lo más fuerte que decía era
que aprendía por experiencia cuánto debía temer la Iglesia de un partido que se
fortificaba cada día, y que preveía con dolor las llagas que de ella recibiría la esposa
de Jesucristo.

13. Funestos efectos del panfleto difamatorio


A pesar de todo, y a pesar de las precauciones, la calumnia prevaleció. Desde la
ciudad se extendió a la Provenza, y llegó hasta las escuelas de los Hermanos de
aquella región, donde produjo malos efectos. Se creyó al impostor simplemente por
su palabra; y porque mentía con tanto atrevimiento, no se dudó de los hechos que
decía, ni se comprobaron. Sucedió lo que casi siempre sucede en lo referente a la
devoción y de las personas devotas. Se leyó el panfleto difamatorio con un gusto
maligno y curioso, y nadie se preocupó de leer la respuesta. Se dio oído a quienes
querían deshonrar al santo sacerdote, y se cerró a quienes querían defenderle, pues
había algunos que tomaban su defensa, pero no se les escuchaba. Trataban de parar
los golpes que descargaban contra él, de suavizar los corazones amargados y de
restablecer el mérito del santo varón; pero los espíritus estaban demasiado
predispuestos en contra de él, y los enemigos del santo varón no cesaban de confirmar
las antiguas calumnias y de añadir otras nuevas. Las cosas llegaron a tal extremo, que
los Hermanos vieron frustradas sus esperanzas de extenderse más. De la escuela que se
había prometido en otra parroquia muy grande de la ciudad ya ni se habló.
El mal llegó más lejos, y entró incluso en los corazones de los Hermanos de la
ciudad, de la provincia y de los alrededores. El noviciado cerró, por falta de sujetos.
Incluso los Hermanos más firmes sufrieron la sacudida. Algunos de ellos
abandonaron el Instituto, a pesar de las oraciones y de las consideraciones de su
padre. Los que estaban dispersados en los lugares circunvecinos y que no estaban al
corriente de los hechos, daban fe a los falsos rumores que se extendían sobre su
superior, y comenzaron a unir sus voces a las de los otros para quejarse y murmurar
públicamente. Aquel famoso director de París del que hablamos anteriormente, tan
duro consigo mismo como con los demás, que con el maestro de novicios había
ocasionado, con penitencias exageradas e indiscretas, la durísima persecución que
fue el principio de todas las que siguieron; este Hermano, digo, a quien el señor de La
Salle había enviado para abrir la escuela de Mende, y al que había confiado la visita
de las casas de Francia y de la Provenza, se dejó arrastrar por el torrente y abandonó
la Sociedad. Con todo, esta caída no fue ni repentina ni precipitada; la hizo con toda la
sangre fría de una persona que lo venía preparando desde lejos. Y antes de salir de la casa,
tuvo buen cuidado de despojarla y juntar buena cantidad de dinero. Cuando ya tenía
una suma considerable, huyó con sus robos. Podemos imaginar qué herida recibió el
corazón de tal padre cuando supo la infidelidad y la pérdida de este hijo, que más que
694 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

ningún otro merecía el nombre de hijo de su dolor. Fue entonces cuando bebió hasta
las heces el cáliz de esta persecución. No gustó a fondo su amargura sino cuando sus
entrañas se sintieron desgarradas por los mismos hijos que había engendrado en
Jesucristo. La guerra externa que le hacían no fue cruel para él sino cuando dio origen
a otra en el interior de su familia, que armó contra él a sus propios hijos.
Se puede decir que las personas que formaban el partido supieron herirle en el
punto más débil y atacarle en el sitio más sensible. Si sus enemigos se hubieran
limitado a quitarle la fama, le hubieran
<2-93>
prestado el mayor servicio que podía esperar, pues al procurarle desprecios,
trabajaban en hacerle semejante a Jesús humillado. Si aquellas personas hubiesen
limitado la guerra que le hacían a desalentar a los novicios, el santo varón se hubiera
consolado, pues era su propia obra la que quedaba destruida por su mano; pero lo que
le hundía de dolor es que tuvieron la maña de penetrar hasta en su propia familia y
crear en ella Absalones rebeldes.
En efecto, estos dos Hermanos de los que hemos hablado, que fueron causa de la
persecución que hemos relatado, añadieron por aquel entonces la insolencia a
la traición precedente contra el santo fundador. Cierto día, sin pudor alguno, le
dijeron que no había ido a la Provenza sino para destruir el Instituto, en vez de
edificar. Este reproche le fue tan sensible como lo había sido su primera
desobediencia. Pero él se vengó con nuevas muestras de mansedumbre y de bondad.
Sea por necesidad y por culpa de otros, o sea por elección señalada, este Hermano fue
uno de los dos que envió a Mende algún tiempo después; y fue allí también donde
consumó su pérdida por una rebelión plena y por nueva insolencia, igual que aquel
otro que se había instalado allí sin permiso del señor de La Salle; pues si recordamos
lo que ya dijimos, fue allí donde queriendo quedarse, supieron ganarse la
benevolencia del señor obispo y del primer magistrado de la ciudad para oponerse a
su superior, que quería cambiarlos de aquel lugar donde se estaban echando a perder.
Allí fue donde sacudieron el yugo de su dependencia, y donde estos hijos ingratos y
desnaturalizados echaron a su padre de su casa, diciéndole que si quería quedarse sólo
tenía que pagar la pensión.

14. Piensa en ir a Roma y se ve impedido de hacerlo por orden


del señor obispo
El tiempo, que todo lo suaviza, no sirvió sino para agriar los espíritus. Su paciencia
no apagó en absoluto el odio de sus adversarios. Incluso aprovechaban su retiro, ya
que no se mostraba en público, para sembrar nuevas calumnias contra él. Los asuntos
del Instituto parecían desesperados en aquella región. Más que nunca comenzó a
temer que pronto se quedaría sin recursos. Como se acusaba a sí mismo de ser la causa
de todo ello, pensó en abandonar por completo esta región de Francia. Con todo,
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 695

como se encontraba en una ciudad que es de paso para ir a Roma, tomó la decisión de
embarcarse para ir a postrarse ante el sepulcro del Príncipe de los Apóstoles y
presentar sus respetos y obediencia a su sucesor. Este deseo no era nuevo en él. Hacía
tiempo que sentía deseo de hacer este viaje para satisfacer su devoción personal por el
jefe del Colegio apostólico, para recibir misión del Soberano Pontífice y para pedirle
la confirmación de su Instituto. Si el tiempo se lo hubiera permitido, o si no hubiera
tenido el presentimiento de perjudicar a su rebaño si se alejaba de él, hubiera
cumplido aquel deseo con sumo gusto; pero, al fin, ahora se presentaba la ocasión y el
momento de satisfacerlo. Liberado de toda ocupación y como arrojado de un sitio a
otro, parecía que la misma divina Providencia le abría el camino de Roma.
Un barco, dispuesto a zarpar hacia la capital del mundo cristiano, le invitaba a
aprovechar una comodidad que no volvería a encontrar. Estas circunstancias le
determinaron a reservar una plaza y a adquirir todas las provisiones necesarias para el
trayecto por medio del Hermano que había escogido como compañero de viaje. Con
todo, no quiso emprenderlo sin contar con la aprobación de Dios. La voluntad divina
era su única regla. No escuchaba los atractivos de la naturaleza más que cuando
reconocía que venían del Espíritu Santo. Y a fin de no mezclar en este proyecto nada
de humano y de natural, cuidaba de mantenerse en total indiferencia
<2-94>
en lo relativo a este viaje y en una dependencia absoluta del buen placer de Dios. Lo
que sigue es la prueba.
En espera del viento favorable, el santo varón oraba y encomendaba a Dios su viaje,
preparado para partir, y preparado para quedarse, según lo que dispusiera su divina
Providencia, que le marcarían los acontecimientos. Hasta aquel momento nada se
oponía a su plan; al contrario, todo lo favorecía. El barco estaba preparado para levar
el ancla, todos los que iban de viaje se dirigían al muelle. El señor de La Salle les
seguía, y llegó al puerto; en el momento en que se disponía a embarcar, encontró al
señor obispo, que le paró y le dijo que volviera a casa, porque quería que tomase
posesión de una escuela que destinaba a los suyos. Inmediatamente el santo sacerdote
obedeció y no pensó más en el viaje. A la voz del prelado, como a la voz de Dios,
volvió a casa, y al entrar dijo a sus Hermanos: Bendito sea Dios; heme aquí vuelto de
Roma. No es su voluntad que vaya allí. Quiere que me dedique a otro asunto.
He ahí un rasgo de virtud que no es común, y que deja ver hasta dónde el señor de
La Salle llevaba la muerte de sí mismo. No hay que tener casi voluntad para no
manifestarse en el designio ya formado de un viaje a Roma. Cada uno sabe por
experiencia cuán mortificado se siente cuando encuentra obstáculos a sus mínimos
proyectos. Sin embargo, a pesar de las seguridades dadas por el prelado, la apertura
de la referida escuela no tuvo lugar entonces, por la mala voluntad de sus enemigos.
Es verdad que el Instituto no ha perdido nada allí, y que ha aprovechado con usura de
las dificultades que entonces recibió. En efecto, no hay ninguna ciudad de Francia
donde se haya llevado más lejos el celo por las escuelas cristianas y la buena voluntad
696 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

por los Hermanos. Actualmente tienen clases abiertas en todos los barrios de la
ciudad, y todas están llenas, como si no hubiera más que una. Si las bendiciones
con que Dios las favorece son tan grandes, se podría decir que son los frutos de las
cruces que el señor de La Salle tuvo que llevar allí.
Sus hijos recogen ahora en ella con gozo lo que el padre sembró con tantas
dificultades. La tierra que ellos trabajan es tan fecunda porque él la regó con sus
lágrimas. Actualmente disfrutan en paz de un terreno donde se le hizo una guerra
cruel. Las tribulaciones fueron para él, y las recompensas las recogen ellos. Mientras
vivió el santo varón, esta ciudad se portó como enemiga; después de su muerte, se ha
reconciliado con sus discípulos, y supera a todas las demás para llenarlos de bienes.
Así es como Dios actúa con sus favoritos. Sobre la tierra, la cruz es su riqueza; todo
lo que emprenden es censurado, contradicho, arruinado. El mundo los mira sólo con
desprecio; el infierno sabe armar contra ellos la mano de los pecadores, e incluso la de
los inocentes; y la guerra que les hacen los justos es, de ordinario, la que más sienten.
Dios mismo parece que se pone contra ellos y los abandona, cuando los ve, como a su
Hijo, pegados a la cruz en donde los ha clavado. ¿Y cuando han muerto? Todo lo que
perdieron redunda en su provecho; Dios sabe poner sus pérdidas a interés. Repara con
gloria los despojos de su honor, y derriba, por fin, todo lo que el mundo y el demonio
emprendieron contra ellos. Allí donde el señor de La Salle tuvo más que sufrir, es
donde su Instituto florece mejor. Allí donde más rechazado fue, es donde sus hijos
son mejor recibidos. Allí donde sembró sobre la cruz y las espinas, es donde los
Hermanos cosechan con mayor a
bundancia.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 697

<2-95>
CAPÍTULO XI

El señor de La Salle, después de la destrucción del noviciado


que había establecido, ve su Instituto quebrantado y a punto
de arruinarse en aquella región.
Atribuye esta desgracia a sus pecados. Se retira a un lugar solitario
para dejar pasar la tempestad. Va a Grenoble donde vive
desconocido y retirado y visita la Gran Cartuja.
Es atacado violentamente por el reuma,
y cura mediante un nuevo tormento.
Visita a una solitaria con fama de santidad

Sabemos lo que el celo hizo emprender a san Pablo, y lo que el amor por sus
compatriotas le hizo sufrir. Sabemos que la dureza de corazón de los judíos causaba
en su corazón una llaga que constituía su continuo tormento. Para evitar su pérdida, se
ofrecía en sacrificio a Dios y consentía en ser anatema por Jesucristo. No había nada
que no estuviera dispuesto a sufrir y a sacrificar por su salvación. Los más crueles
suplicios hubieran constituido su delicia si así hubiera podido expiar sus pecados y
lavar con su sangre su ingratitud y su malicia. Comprobar su ceguera era para él
motivo de aflicción que no encontraba remedio. Cada día lo lloraba con nuevas
lágrimas, y lo que le desolaba es que les lloraba como Samuel lloraba a Saúl, con
lágrimas inútiles, porque su malicia había llegado a su culmen.
El mismo amor y la misma ternura se daban en san Pablo por los gentiles que había
ganado para Jesucristo. Se apropiaba sus bienes y sus males, y amaba a todos como a
hijos suyos. Llevaba a todos en sus entrañas, apasionado por ponerlos en las de
Jesucristo. Lloraba con los que lloraban, se regocijaba con quienes sentían gozo, se
hacía todo para todos para ganar a todos para aquel que los había rescatado. Los
acariciaba y los consolaba con afecto de madre, y sentía en sí mismo todas sus penas.
Este retrato del insigne apóstol no le representa a él solo. Se puede decir que el
mismo pincel que le ha servido para perfilar el suyo sirve para pintar el de todos
aquellos que tienen eminente caridad y a los que Dios ha hecho padres espirituales
de una familia santa. Todos ellos sienten, según el grado de su amor, la pérdida de
quienes ellos han engendrado en el espíritu. Júzguese, con eso, lo que el señor de La
Salle tuvo que sufrir cuando veía a algunos de sus Hermanos estropearse y perderse,
sin poder impedirlo. Esta especie de martirio fue tan larga como su vida, desde que
dejó de ser canónigo de Reims, pues en todas las épocas vio a discípulos suyos
desdecirse de su primera virtud, volver atrás y causar escándalo.
698 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

A cuántos hemos visto insultarle, o rebelarse contra él, traicionarlo, maltratarlo o


abandonarlo. Había tenido tantas experiencias de este tipo, que al exilarse de París no
creyó poderse fiar de ninguno. Y no se trata de que la mayoría no le fuera muy fiel y
muy afecto; sino que, como había probado tantas veces la ingratitud, la perfidia, la
indiscreción o la pérdida de aquellos sobre los cuales se apoyaba, y que consideraba
como columnas de su Congregación, temía, para los demás, caídas parecidas, y para
él, disgustos semejantes.
Si todos los patriarcas de órdenes religiosas han tenido semejantes motivos de
aflicción, creo
<2-96>
poder adelantar, con verdad, que ninguno ha sido tan crucificado de esta manera y tan
a menudo como el piadoso fundador cuya vida estamos escribiendo. Parece como si
Dios se complaciera en destruir él mismo lo que el santo sacerdote había hecho, y lo
que Él mismo le había inspirado hacer. Casi todo lo que el santo varón emprendía era
dificultado, contradicho o destruido. O no podía lograr sus proyectos, o sólo veía el
éxito para contemplar la ruina. Por lo demás, bendecía a Dios como el santo Job
cuando iban a anunciarle alguna pérdida de sus bienes, o alguna destrucción de casas,
o alguna desgracia parecida; pero permanecía inconsolable por la pérdida de sus
hijos. Siempre era esta cruz la más dolorosa. La caridad, que al ir creciendo en él
disminuía el sentimiento por las demás penas, incrementaba el dolor por aquéllas.
El único alivio que encontraba para su dolor era la ciega sumisión a los
impenetrables juicios de Dios. En ellos encontraba ocasión para humillarse y para
redoblar sus penitencias y su fervor. De ese modo sabía hacer uso él mismo, para su
propia santificación, de la relajación y de las caídas de sus propios discípulos. Sentía
tristeza de ver la cizaña crecer en una parte del campo que había cultivado, y
redoblaba sus cuidados para cultivar la otra y conseguir que diera buen grano.
Avergonzado por encontrar el pecado en una tierra donde el rocío celestial caía en
abundancia, se humillaba delante de Dios y culpaba de ello o a su negligencia o a su
mal ejemplo. Triste por ver nacer vicios en medio de las virtudes, creía encontrar en sí
mismo la causa de tal desorden, y se consideraba culpable, ante Dios, de las faltas de sus
inferiores. Al contemplarse a sí mismo ante la santidad divina como objeto de horror,
se confesaba culpable y hombre pecador, que atraía la maldición de Dios sobre todo
lo que emprendía.

1. Perplejidades que molestan al señor de La Salle sobre su estado


Entonces fue cuando el señor de La Salle comenzó a dudar si su empresa venía de
Dios, y si una obra que todo el mundo contradecía no era acaso la obra de su propio
espíritu. El ayuno y la oración fueron los medios que empleó de nuevo, como era
habitual, para esclarecer la voluntad de Dios o calmar su cólera. A la oración asidua
añadió severas penitencias. Trataba de vengar a Dios, sobre su propia carne, de las
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 699

faltas de sus discípulos, de las cuales se consideraba responsable. Ya se ha dicho


bastantes veces qué atractivos tenía para él el trato íntimo con Dios. Fuera de la
meditación y de la oración, no encontraba ningún placer.
En sus penas y trabajos, era a ella a la que acudía para consolarse o descansar; en
sus dudas y en sus perplejidades, era a ella a donde acudía a buscar luz y consultar al
oráculo divino. Pero entonces este santo ejercicio se convirtió para él en un terreno
seco y árido, que sólo le presentaba espinas sin flores. Su alma ya no saboreaba la
dulzura divina. El cielo se guardaba su maná y no permitía que cayese. Dios ya no le
decía nada y le dejaba sumido en las tinieblas. El sol de justicia, eclipsado para él,
dejaba su alma sin ardor y sin gusto.
Se añadió a esto otro motivo más triste de desolación, como bien lo saben las almas
santas. Las lágrimas son muy dulces cuando Jesucristo se toma el trabajo de
enjugarlas. Las cruces son muy ligeras cuando Él se presenta al alma para llevarlas
con ella. El abandono de las criaturas apenas se deja sentir a un corazón que está
unido a Dios y que goza de su presencia. Cuando Jesucristo consuela, las penas y
contradicciones de las criaturas son como espinas despuntadas, que ya no dejan sentir
el pinchazo. Pero cuando Dios se pone de acuerdo con las criaturas para crucificar a
un alma, es cuando ésta se halla en una especie de infierno, o mejor dicho, en un
verdadero purgatorio. En tal caso, cuanto más puro y ardiente es su amor a Dios, más
vivo y cruel es el suplicio.
<2-97>
El santo varón se hallaba entonces en este estado de víctima crucificada, y ofrecía a
Dios las palabras que el profeta-rey pone en boca de Jesucristo en la cruz: Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Unas veces añadía: ¿Me separarán de Ti
mis pecados? ¿Cuándo quedaré reconciliado contigo, Señor? Y otras decía, con el
santo rey Ezequías: Mis ojos se han debilitado de tanto mirar al cielo y de dirigirte
mis votos y mis deseos. Y decía también con el profeta-rey: Tengo mis ojos pegados a
esas montañas donde Tú has puesto tu trono, y de las cuales yo espero la ayuda. Mi
alma desfallece mientras espero a aquel que es mi salvación. ¿Cuándo querrás,
Señor, consolarme? Mis lágrimas brotan sin cesar de mis ojos, día y noche, mientras
me preguntan, o más bien, yo me pregunto: ¿Dónde está tu Dios?
De este modo, el santo sacerdote, probado por Dios más aún que por los hombres,
parecía luchar con Él, para obligar a su bondad a ceder a sus lágrimas y a sus
oraciones. Como ya no sentía estos consuelos que solían ser los que dulcificaban sus
penas, acusaba a sus pecados y creía que eran la única causa de la doble persecución
que sufría de parte de Dios y de los hombres.
Con este convencimiento, tomó la decisión de ocultarse en algún lugar solitario,
para poder, según decía, llorar sus pecados y arrojarse, como otro Jonás, al mar, para
calmar la tempestad. Se veía abandonado de Dios y de los hombres, y pensaba que ya
no servía para nada; consideraba que su presencia era el principio de la persecución, y
creía que podría hacer que cesara mediante su retiro. Mi ausencia, decía, podrá
700 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

calmar a quienes buscan perderme, e inspirarles pensamientos de paz para con mis
hijos queridos.

2. Se retira a una ermita para entregarse a la meditación y a la oración


Se retiró, en efecto, a una ermita distante unas diez o doce leguas de la ciudad. Allí,
elevado por encima de sí mismo y de todo lo creado, se encontró como sobre la cima
de las montañas, donde los vientos y las tormentas ya no hacen ruido, en un descanso
profundo y en dulce tranquilidad.
Allí, dedicado sólo a Dios, olvidaba todo lo demás. Si sus pensamientos le
recordaban a sus hijos o a sus perseguidores, era para rogar a Dios por ellos, y suplicar
a la divina Majestad que sostuviera a unos y convirtiera a otros. Las injurias y los
ultrajes no habían dejado en su espíritu otras trazas que las que deja la perfecta
caridad respecto de los enemigos, amados en Dios y por Dios.
Ya estaba el santo varón a punto de encontrar su Tabor, en medio de aquel desierto,
y decía como san Pedro: ¡Señor, qué bueno es estar aquí...! Gozaba de tal paz y de tal
calma que le llevaban a desear terminar allí sus días, desconocido de los hombres.

3. Los miembros del partido siembran nuevas acusaciones contra él


Durante este tiempo, los enemigos hicieron correr el rumor de que había
abandonado su Instituto, y que su deserción había llevado consigo la salida de una
parte de los Hermanos. Nada era más falso. Realmente, el santo sacerdote estuvo
tentado varias veces de retirarse a alguna parroquia para trabajar en ella en la
conversión de los pecadores, y abandonar a la Providencia una casa de la que querían
echarle, por todos los medios posibles. Pero sea porque algún buen consejo le apartó
de ella, o porque alguna luz particular le dio a conocer que no era aquélla la voluntad
de Dios, tales ideas se deshicieron y no tuvieron ningún efecto. Siempre conservó
para con sus hijos la misma ternura, y sólo los perdió de vista en esta ocasión por
prudencia y sólo por poco tiempo. Si se retiró a la soledad no fue por capricho, ni por
impulso de temperamento, y menos por melancolía; fue solamente para esconderse a
los ojos de sus
<2-98>
adversarios y para procurar tranquilidad a los Hermanos.
Sin embargo, el rumor que se extendió fue que se había dejado llevar de su mala
fortuna, y que la desesperación de poder sostener el Instituto le había llevado a
abandonarlo.
Aquel rumor, aunque falso, causaba malos efectos en las almas, y tentaba a los
Hermanos, incluso a los más constantes, a imitar a su superior. Aquellos cuya piedad
y sincera vocación les unían estrechamente al fundador, estaban consternados, y en
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 701

una situación tan inesperada, se encontraban perplejos, titubeando sobre el partido


que deberían seguir. Por suerte, la falsedad de tal rumor fue descubierta muy pronto
por personas de buena fe, que desengañaron a los crédulos, y les hicieron notar que
aquella falsa noticia, construida por personas del mundo, preparadas para mentir y
hábiles para manipular a la gente, era una estratagema inventada por ellos para causar
la ruina del Instituto.

4. El director del Noviciado cerrado va a Mende a buscar


al señor de La Salle, y es despedido por los Hermanos, que permanecen
en la situación en que los había dejado el fundador
Después que el piadoso fundador hubo permanecido durante algún tiempo en la
ermita de la que acabamos de hablar, se retiró a otra soledad en la ciudad de Mende.
Allí el siervo de Dios, escondido a la vista de los hombres, creía que ya no pensaban
en él más de lo que él pensaba en ellos; como él los olvidaba, pensaba que él también
era olvidado. Por eso quedó muy sorprendido cuando vio llegar, a su nueva soledad,
al Hermano director a quien había encomendado la dirección de la casa del noviciado
que él había dejado. Ya no había nada que hacer, pues no quedaban sujetos. La
ausencia del señor de La Salle había terminado por vaciarlo. Sus enemigos, como
hemos dicho, habían hecho perder la vocación a todos los que habían llevado. Este
buen Hermano había ido a buscarle para informar a su superior y consolarse con él, y
también para pedirle una obediencia. La noticia no extrañó al santo sacerdote, pues se
había preparado para ello. Lo que le admiró fue que todavía se pensara en él. Por eso,
como un hombre que piensa que su memoria ha quedado borrada sobre la tierra,
respondió: ¡Bendito sea Dios!, mi querido Hermano. ¿Pero por qué piensa usted en
dirigirse a mí? ¿No conoce mi insuficiencia para mandar a los demás? ¿Ignora que
varios Hermanos parece que no quieren saber nada de mí, y parece que se dijeron
para mí aquellas palabras del Evangelio: Nolumus hunc regnare super nos. No le
queremos más como superior? Y tienen razón, añadió, pues soy incapaz de serlo.
El Hermano, confundido, edificado y conmovido por estas palabras, mostró en su
rostro todos los sentimientos de su alma, y dejó que sus ojos hablaran por su boca, y le
dijo con sus lágrimas todo lo que su corazón deseaba decirle. En efecto, este buen
hijo, que siempre había conservado hacia su padre un profundo sentimiento de
ternura y de veneración, acudía, con rectitud de corazón, a pedirle sus órdenes. Se
arrojó a sus pies y le dijo que no le dejaría hasta que le diera su bendición y la
obediencia.
Este Hermano es el que ha sucedido al Hermano Bartolomé y que hoy gobierna el
Instituto como superior general. Al llegar a Mende para buscar al señor de La Salle,
como acabamos de decir, pensó que le encontraría en casa de los Hermanos, pero no
estaba allí. El padre había sido despedido por sus propios hijos, que le habían dicho
que no le conocían. El mismo saludo le dieron al Hermano que iba a buscar a su
superior. Le dijeron que no había lugar para él en la casa. Este cumplimiento,
702 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

acompañado de desprecio, pareció muy nuevo a aquel que lo recibió, pero su sorpresa
desapareció, y tuvo motivo para consolarse, cuando supo que el señor de La Salle lo
había recibido antes, y que habiendo ido a su casa, recibió este nuevo rasgo de
semejanza con Jesucristo, que los suyos no le recibieron. El Hermano encontró al
santo fundador en un aposento que le había
<2-99>
preparado la señora de Saint-Denis, donde vivía como en un verdadero desierto.
Esta piadosa dama estaba soltera y poseía bienes, que dedicaba a la educación
cristiana de muchas niñas de padres herejes. Se habían juntado con ella otras señoras
con el mismo caritativo y necesario designio, y formaban una comunidad que
llamaban las Unidas. Cuando supo el insulto que habían hecho al santo fundador sus
propios discípulos, tuvo la idea de aprovechar aquella desgracia para bien de su alma
y de su comunidad. Llena de estima y de respeto por su virtud, quiso tener el honor y
el mérito de prestar al siervo de Dios los mismos servicios que Marta y María
ofrecieron al mismo Jesucristo, con la misma alegría, alojándole, alimentándole y
proporcionándole todo lo que necesitaba.
El señor de La Salle estuvo alojado en el convento de los padres Capuchinos, en
retiro, durante algún tiempo. Les había pedido hospitalidad cuando no fue admitido
en la comunidad por los Hermanos de Mende, y fue recibido con mucha caridad. La
señora de Saint-Denis, deseando disfrutar ella de ese mérito, ofreció al señor de La
Salle correr con sus gastos y alimentarle, lo que él aceptó. La piadosa dama,
encantada con tener tal lumbrera cerca de ella, sólo pensó en aprovechar su luz.
Obtuvo de él excelentes consejos para dirigir su nueva comunidad. Todo el tiempo
que podía obtener de él le parecía corto, y como Magdalena a los pies del Salvador, no
dejaba de escuchar su palabra. Su celo la indujo incluso a hacer lo posible para lograr
que el señor de La Salle se quedara en Mende, con el propósito de relacionarlo lo más
posible con su comunidad. Con este fin, le ofreció pagarle la pensión durante toda su
vida, y después de su muerte pagársela a un tercer Hermano añadido a los dos que
había en Mende. Y aunque el santo varón no lo aceptó, sí consiguió de él unos
reglamentos para su comunidad, y además aprovechó todo lo que pudo su estancia en
Mende, que fue de unos dos meses. Cuando Juan Bautista se marchó, la señora de
Saint-Denis le regaló un caballo para que pudiera continuar sus viajes.

5. 1713: el señor de La Salle va a Grenoble


y allí lleva una vida muy retirada
De Mende se marchó a Grenoble, donde creyó encontrar otro cielo y otra tierra,
donde reinaba una calma profunda. Los Hermanos que estaban allí supieron apreciar
el tesoro que les llegaba y disfrutar de él. Encantados por poseer a su padre,
perseguido en la Provenza por más de uno de sus hijos, sin hablar de los extraños, con
su afecto y atenciones supieron reparar las tristezas que le habían hecho aquellos
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 703

ingratos. Como recompensa, él determinó prolongar su estancia en medio de ellos lo


más que pudiera. Todo le invitaba a ello: el buen corazón de los Hermanos, la paz que
reinaba entre ellos, la soledad de la casa y la vida oculta y retirada que llevaba allí.
En efecto, desconocido de casi todo el mundo y opuesto a tener nuevos
conocimientos, esperaba vivir en Grenoble como un anacoreta en medio de los
bosques, en oración y en penitencia continuas. Su atractivo por ambas le movió a
escoger la parte más alejada y elevada de la casa. Lejos de los hombres, en trato con
Dios, oculto al mundo: así era como él deseaba vivir. En esta ocasión, una vez más,
tuvo la alegría de poder seguir aquella atracción y entregarse sin reserva a la oración y
a la mortificación. Su oración duraba tanto como la jornada, sin otra interrupción que
el tiempo que se requería para pasar de un ejercicio a otro. No abandonaba a los
Hermanos sino para pasar a la contemplación, y no dejaba la meditación sino para ir a
orar con ellos, pues era exacto
<2-100>
a las prácticas de comunidad; era el primero en llegar a ellas y el último en salir. Al
sentirse solo con Dios, nada interrumpía su trato con Él. Vivía sin ver y sin ser visto
de nadie. Ésa era su inclinación.

6. Va a visitar la Gran Cartuja


Cerca de Grenoble se halla el célebre lauro de la Gran Cartuja, fundada por un
santo salido de la misma Iglesia que él, en una región de nieves y hielo, para hacerse,
junto con sus compañeros, invisible a los hombres, cuyo trato es tan peligroso,
incluso para la más exquisita virtud; y el señor de La Salle no quiso perder la ocasión
de visitarlo. Al dejar su retiro e ir a visitar la Gran Cartuja, que sólo dista tres leguas
desde Grenoble, salía ganando. ¿Podía acaso no tener devoción a san Bruno, a quien
había imitado tan de cerca, renunciando, como él, a una canonjía de Reims, a todo lo
que podía serle agradable en el mundo y queriendo abrazar un género de vida tan
austero como humillante?
Cuando llegó a aquel desierto horroroso, se sintió encantado en Dios, al
contemplar los lugares que el restaurador de la vida solitaria en Occidente santificó
con sus lágrimas y con los rigores de su penitencia. Vio con admiración las montañas
escarpadas que mantienen un invierno casi perpetuo, escondidas con frecuencia bajo
la nieve y los hielos, y donde aquellos que las habitan parecen estar enterrados
en vida. Edificado por el silencio y el recogimiento que reinaban entre aquellos
solitarios, su inclinación por el retiro se enardecía, y deseaba terminar sus días entre
ellos.
El santo sacerdote fue recibido con bondad, pero no con las muestras de distinción
que tienen costumbre de manifestar en aquella santa casa a los canónigos de Reims,
pues quiso que ignorasen que él había estado distinguido con aquella dignidad, y no
permitió al Hermano que le acompañaba que lo dijese. Entre todos los lugares de
704 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

devoción de este santo eremitorio, que visitó el señor de La Salle, su corazón quedó
prendado de la cueva de san Bruno. La relación que él tenía con el santo le conmovió,
y si se hubiera dejado llevar de su atracción, hubiera escondido entre los escondrijos
de aquellas rocas a un segundo canónigo de Reims. Tuvo que forzar a su piedad para
salir de allí; pero retiró sólo su cuerpo, porque su espíritu se quedó allí.
El padre prior, impresionado por la modestia y la insigne piedad que el santo varón
no podía borrar de su rostro, comprendió que se trataba de un huésped distinguido.
Sin prestar atención al aspecto pobre de aquel sacerdote, honró en él, sin conocerle, la
virtud que brillaba bajo los hábitos miserables y viles que vestía, e hizo lo posible
para retenerle más tiempo en el monasterio. Se puede decir que la edificación era
recíproca por parte del religioso y del señor de La Salle. A su pesar, su mérito, oculto
bajo el velo de la pobreza, se advertía que había en él un fondo de santidad, y como
quienes mejor se entienden para discernir la verdadera virtud son quienes la
practican, aquellos santos solitarios se dieron cuenta en seguida de que aquel pobre
sacerdote que tenían con ellos era un insigne siervo de Dios. Por otro lado, el señor de
La Salle obtuvo en aquella santa soledad toda la edificación que había ido a buscar. Se
marchó después de tres días, tras haber dado a su devoción, no todo el tiempo que
hubiera deseado, sino el que pudo tomar a los asuntos de su Congregación. Volvió a
Grenoble lleno de estima y veneración por aquel monasterio.
Al regresar a Grenoble, volvió a su retiro con nuevo atractivo hacia él. Su ardor
para servir a Dios pareció el de un fervoroso novicio que se apresura, al salir del
mundo, a reparar las faltas de su vida pasada y el tiempo perdido. Se entregaba a la
oración como un hombre que hace de ella su principal elemento y que no puede vivir
sin ella. Cuando la campana llamaba a los Hermanos por la mañana, le
<2-101>
encontraban ya en el oratorio, de rodillas, en la actitud de quien ha pasado allí parte de
la noche, o que ya ha dedicado a ella bastante tiempo. Durante el día, si se le quería
encontrar, no había que buscarle en otro sitio sino en aquel pequeño lugar de
devoción, donde tres personas no habrían podido moverse con facilidad ni adoptar
una postura cómoda. Él se mantenía allí como la paloma en el agujero de la piedra,
según el lenguaje de la Escritura, y sólo gemía cuando tenía que salir. Con cuidado
siempre nuevo dejaba de lado todo lo que podía distraerle de Dios o abreviar su trato
con Él. Por todo ello, recibía menos visitas que nunca. Hacía ya tiempo que residía en
Grenoble sin que se supiera dónde estaba. No quería conocer a nadie ni ser conocido,
y mostraba claramente que deseaba pasar de todo el mundo mientras conversaba con
Dios.

7. En 1714 da clase en Grenoble, y este empleo le da a conocer


A pesar de todo lo dicho, no se entregaba de tal modo a la oración continua que le
impidiera gustar la deliciosa leche con que Dios alimenta a las almas puras cuando se
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 705

presentaba la ocasión de practicar otras virtudes heroicas. Sabía salir del abrazo del
celestial esposo cuando la voluntad divina le llamaba a otra parte. El Hermano
encargado de la escuela de San Lorenzo tuvo que emprender, por mandato suyo, un
largo viaje por asuntos de la comunidad, y el señor de La Salle le sustituyó, y se aplicó
a enseñar a los niños con una dulzura, paciencia, atención y tranquilidad tales como
todos los Hermanos tienen que practicarlo en esta función.
Se podía ver a este doctor, antiguo canónigo de Reims y cabeza de la Congregación,
considerar un honor, tenerlo como placer y constante deber enseñar a los niños; a los
más pequeños les enseñaba el abecé; a otros, a leer y escribir, y a todos, las primeras
lecciones de la doctrina cristiana. El modo como desempeñaba este oficio permitía
ver el gusto que ponía en él y el cuidado para practicar las diferentes virtudes que a
cada momento se presentan en la escuela.
Si hacía alguna distinción con los alumnos, era en favor de los más pobres. Su
dedicación a ellos se notaba por el esfuerzo que hacía para lograr que avanzasen en la
lectura y en la escritura, porque, decía, esto es muy necesario. De este modo su
humildad sabía ocultar su caridad; y si entre todos ellos algunos tenían su preferencia,
eran los más ignorantes. Como por lo común éstos son abandonados a su ignorancia
natural o a su ligereza mental, por maestros poco celosos o poco caritativos, ellos se
convertían en objeto de su predilección y en ejercicio de su paciencia.
Dios quiso bendecir sus cuidados y hacer ver que un celo dulce y paciente llega a
todo y consigue hacer milagros en las mentes más atrasadas o más ignorantes, pues
les enseñó las verdades de la religión y les hizo avanzar mucho en la lectura y en la
escritura. Excelente ejemplo que pueden imitar todas las personas encargadas del
cuidado de la juventud. Si no se tiene cuidado, el amor propio se contenta en una
escuela, como en cualquier otro sitio, y en ella domina el espíritu natural. Se deja
abandonados a los pobres, a los más cortos de inteligencia, y a todos aquellos que por
naturaleza producen disgusto, y sólo se tiene celo por aquellos que gustan.
El santo sacerdote, para no cumplir a medias su función, llevaba a los niños, en fila
de a dos, según la costumbre de los Hermanos, a la iglesia para oír la santa misa; y
después de haberlos colocado con orden, subía al
<2-102>
altar para celebrarla. ¿Pero cómo? Con una modestia, con un espíritu interior, con una
actitud religiosa que fijaba sobre él las miradas de sus pequeños alumnos y de todos
los asistentes. El santo varón se traicionó entonces a sí mismo, y a su inclinación por
la vida oculta, pues dio a conocer a todo el mundo quién era. Después de haberle visto
llevar a los niños a la iglesia, o subir al altar, no se le llamaba sino el santo sacerdote.
Éste fue el que su ministerio de humildad le mereció en Grenoble.
Cuando regresó el Hermano, tanto él como el señor de La Salle tomaron de nuevo
sus ocupaciones ordinarias. El Hermano retomó las funciones de maestro de escuela,
y el siervo de Dios volvió a su retiro, con su vida de oración y de penitencia. La única
distracción que se permitió fue la composición de varias obras de piedad, tanto para la
706 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

instrucción de la juventud como para la utilidad de sus discípulos. También revisó el


libro de Deberes del cristiano, del que dio una tercera edición más exacta.
Mientras se ocupaba tan útilmente en su soledad, supo con satisfacción que Dios
había devuelto, por fin, la paz a sus escuelas de la Provenza, y que todo estaba
tranquilo en ellas. Como estaba convencido de que su presencia podría causar nuevos
desórdenes si regresaba, pues sus enemigos no habían muerto ni cambiado respecto
de él, tomó la decisión de mantenerse alejado, y limitó todo su celo, en lo que a él se
refería, a la oración, a la correspondencia y a la algunos visitadores que enviaba. La
ciudad donde había sido tan maltratado fue la primera participar de sus santos
sacrificios. Los Hermanos, que habían sido tan azotados y tan expuestos a la seducción,
centraron toda su vigilancia. Por medio de cartas sostenía a unos y consolaba a otros.
En fin, entendiendo que no podía aventurarse a ir a verlos personalmente, confiaba
este cuidado de las visitas a algunos de sus discípulos a quienes consideraba con
especial mérito.

8. Se queda como paralizado por el reuma, y sólo se cura mediante


el remedio del que ya hablamos, que era un verdadero suplicio
Al poco tiempo de terminar la edición de la que hemos hablado, se sintió asaltado
violentamente por el reuma. Esta enfermedad la debió a su mortificación, pues
cuando sintió los primeros síntomas, los descuidó, y no suavizó en nada su género de
vida ordinaria. Este poco cuidado le costó caro. El mal aumentó los dolores y le
atenazó tan fuertemente que tuvo que rendirse; al principio tuvo que mantenerse en su
celda, y muy pronto tuvo que guardar cama, estando en ella impotente, sin poder
mover ningún miembro. Luego se añadió la fiebre y todo ello hizo temer por su vida.
Las pocas personas de piedad a quienes su función de maestro de escuela le había
dado a conocer, con el temor de poderle perder tan pronto habiéndole conocido tan
tarde, se apresuraron a buscarle algún alivio. Sus discípulos, apenados por ver a su
padre en peligro de muerte en su propia casa, rodeaban su cama día y noche, y no
descuidaban ningún remedio que pudiera contribuir a conservar aquella vida que les
era tan necesaria. Se afligían ante sus ojos, y se apiadaban de los males de su padre
con ternura de hijos. Él los consolaba y se consolaba con ellos, recordando el ejemplo
de Job, y repitiendo estas palabras: ¡Bendito sea Dios! Cúmplase su voluntad y no la
nuestra. Si recibimos de Él la salud, es justo que aceptemos también la enfermedad.
¡Sea eternamente bendito su santo nombre! Estas primeras y últimas palabras,
grabadas en el fondo de su alma, salían sin cesar de su boca, y las dio a sus hijos como
divisa.
Se puede decir que debía sentirse entonces contento, pues su deseo de sufrir estaba
más que satisfecho. Sus dolores eran vivos y agudos, y afectaban a todo el cuerpo.
Todos las medicinas no hacían otra cosa que agudizar el mal; y como para encontrar
un remedio eficaz hubo que probar varios, tuvo la satisfacción
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 707

<2-103>
de ver incrementados sus dolores con las mismas curas que deberían suavizarlos.
Con todo, había uno eficaz, y ya lo había probado con éxito en París. Pero el
remedio era peor que la enfermedad; era un verdadero martirio, como se vio en su
momento. Aun así, fue necesario utilizarlo, a menos de tener que permanecer inmóvil
en la cama. La alternativa de estas dos opciones fue terrible, pues ambas hacían
estremecer la naturaleza. Con todo, si hubiera escuchado a la carne, hubiera preferido
soportar largo tiempo los dolores del reuma, en vez de curarlo con un remedio que era
un terrible suplicio. Pero esto era suficiente para que se decidiera por el último.
Además, él deseaba más su salud para aliviar y consolar a sus hijos, afligidos y
fatigados, que para su propia satisfacción. Así pues, fue por segunda vez colocado el
lecho del dolor sobre una parrilla, cuyo sufrimiento le puso en relación con san
Lorenzo. Sufrió este tormento con paciencia heroica, y parecía que el fuego espiritual
que la caridad encendía en su alma, era más vivo que el material que hacía sufrir a su
carne. El siervo de Dios encontró esta segunda vez, como la primera, la curación en
este suplicio. En poco tiempo se sintió aliviado y poco a poco recobró sus fuerzas.
Su mayor sacrificio en los primeros días de su convalecencia, como lo había sido
durante la enfermedad, fue no poder subir al altar para inmolar al Cordero sin
mancha, pues estaba muy lejos de pensar como los que ponen su devoción en
excomulgarse, en cierto modo, privándose del cuerpo de Jesucristo, y que consideran
un mérito ser sacerdotes, pero dejando inoperante esta augusta cualidad. Él, que había
aprendido del Apóstol que el oficio de pontífice es ofrecer sacrificios a Dios,
consideraba un deber celebrar la santa Misa cada día. Su amor por Jesucristo y su
deseo de procurar la gloria de Dios, hacía de esto una ley para él, y nada le podía
impedir celebrar la santa Misa sino la imposibilidad de hacerlo. Este atractivo le
empujaba al santo altar en cuanto era capaz de caminar sin caerse. Para contentarle, y
al no poder ir más lejos, le llevaban a la capillita del asilo que los Cartujos tienen en
Grenoble; en ella celebró en cuanto fue capaz de sostenerse de pie. Durante el curso
de esta enfermedad, que le mantuvo casi sin movimiento en la cama, para suplir el
Oficio Divino, que no podía rezar, y todos los demás ejercicios de piedad, recitaba
todos los días varias veces el rosario, y se mantenía unido a Dios por el uso continuo
de jaculatorias.

9. Va a la montaña de Parmenia para hacer allí un retiro


en la casa del abate de Saléon, y luego visita a la célebre sor Luisa
Su primer cuidado al salir de su enfermedad fue hacer un retiro para reparar «sus
pérdidas». Así llamaba él a las omisiones de sus rezos y de otros ejercicios de
devoción habituales. Cuando pensaba dónde encontrar un lugar apropiado para este
fin, el señor abate de Saléon le ofreció ir a pasar algunos días a una propiedad suya,
llamada Parmenia, a unas cuatro leguas de Grenoble. Esta gentil oferta era muy
708 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

conveniente para el santo sacerdote, y la aceptó porque aquel lugar solitario favorecía
el recogimiento y muchas personas lo escogían para seguir allí ejercicios de retiro.
Parmenia está situada en la cima de una alta montaña, antiguamente deshabitada,
que frecuentaban los pastores que llevaban allí sus rebaños para pacer, o por los vecinos
del pueblecito que está situado en la parte baja de la montaña, que todos los años
acuden en procesión para honrar a la santa cruz, que allí se eleva. Este lugar
campestre, hoy bastante conocido, debe su fama a una pobre mujer del pueblo,
llamada Luisa, que gozaba de fama de santidad, y que puso en ella su morada, al pie
de
<2-104>
la cruz de la que hemos hablado. La atracción de la soledad y la presencia de la cruz
que veía allí, le hacían deliciosa la estancia en esta montaña. Como su profunda
piedad y su excepcional inocencia la disponían a las comunicaciones de Dios, huía
con cuidado del trato con los hombres, y hacía un paraíso de un lugar donde se
aproximaba al cielo, y donde tenía como libro la cruz de Jesucristo.
A medida que las gracias de Dios crecían en su alma, también crecía el deseo de
fijar su estancia en aquella montaña, con el designio de estar allí más sola con Dios, y
de tener trato sólo con Él. Obtuvo el consentimiento del señor abate de Saléon, a
quien pertenecía el lugar, e hizo construir una casa de mediana amplitud, con la ayuda
de limosnas que ella misma mendigó personalmente, pues su pobreza no le permitía
hacer tales gastos. Vivió en la nueva habitación como la cortesana Tais en su celda.
Pero cuando más deseaba ser desconocida, más se daba a conocer, y el nombre de la
pastora solitaria se hizo famoso y pronto muy conocido. Acudían a verla para
edificarse, y algunas personas, tocadas por Dios, se quedaban cerca de ella durante
algún tiempo para hacer algunos días de retiro.
Muy pronto aquella casa, demasiado grande para ella, fue demasiado pequeña para
los que acudían allí, para consultarle o para aprovechar sus enseñanzas y ejemplos.
Ante esta avalancha de gente que acudía a su ermita, se sintió inspirada de ampliarla
con nuevas habitaciones, unas para hombres y otras para mujeres. Necesitaba dinero,
y acudió a buscarlo al sitio donde había encontrado el primero, en la liberalidad de
personas que abren su bolsa para obras de piedad. Con estos fondos, que la humildad
mendiga y que la caridad ofrece, unió una pequeña iglesia a los dos pabellones que se
había propuesto edificar.
Con todo, si lo que se dice es cierto, todo esto le costó más que la vergüenza de
mendigar para juntar el dinero necesario para su construcción; pues pidiendo tales
limosnas, al parecer en la diócesis de Lyon, fue detenida y llevada a la cárcel por
orden del señor arzobispo. Esta humillación, en vez de apagar su celo, no consiguió
otra cosa que inflamarlo en pro de la realización de su designio. Incluso consolaba a
las personas de piedad que se afligían por su detención, y les aseguraba que muy
pronto el mismo que la había apresado la pondría en libertad. Lo cual ocurrió tal como
había predicho. Pero no sólo eso, sino que el señor arzobispo, para reparar de algún
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 709

modo la ofensa que había infligido a su reputación, por haberla encarcelado, hizo que
le dieran una cantidad considerable para construir la iglesia.
Esta nueva Genoveva se convirtió en oráculo de toda la zona. De todas partes
acudían a consultarle; los mismos ministros del Señor buscaban sus luces y no
consideraban que era rebajarse cuando pedían los consejos de aquella sencilla mujer,
que además les parecía como un prodigio de santidad. Entre las gracias con que la
favoreció el cielo sobresalían el discernimiento de espíritus y el conocimiento del
futuro.

10. La solitaria de Parmenia da al señor de La Salle saludables consejos,


y luego recibe de su boca importantes avisos
El señor de La Salle, al estar tan cerca de la célebre sor Luisa, de la que todo el
mundo hablaba, no dejó escapar la ocasión de edificarse con su presencia. Fue a verla
y conversó con ella mucho tiempo y más de una vez. Como fue testigo de las
extraordinarias gracias que Dios se complacía en derramar en el alma de esta pobre
aldeana, fue también, como otros muchos, su panegirista. Ella, a su vez, descubrió en
el interior de quien le hablaba la eminente perfección que ocultaba al mundo la nube
de falsedades y de calumnias lanzadas contra él, y se sintió penetrada de respeto y de
confianza hacia él. Como semejantes personas son raras en la tierra, ella quiso
aprovechar su presencia y abrirle el corazón, consultarle y
<2-105>
pedirle consejo. Lo hizo con todo el candor y sencillez de un alma humilde que busca
a Dios y no oculta nada.
El relato que ella hizo de su vida al santo sacerdote, se extendió sobre los combates
que había tenido que sostener contra los demonios en la soledad en que vivía; le hizo
notar que desde que había levantado las dos construcciones de que se ha hablado, sus
ataques habían sido más violentos y frecuentes. El siervo de Dios le dio sobre el
particular los consejos que el Espíritu de Dios le inspiró, y con ellos quedó muy
satisfecha.
Él, a su vez, creyó que debía aprovechar las luces de aquella nueva Débora. Le
expuso las dificultades pasadas y presentes, y los contratiempos con que su vida
se había visto agitada desde que había emprendido la fundación de las escuelas
cristianas. Sor Luisa quedó extrañamente sorprendida. No podía admirar bastante que
una obra tan santa, tan útil e incluso tan necesaria hubiera podido encontrar
contradictores en medio del cristianismo. Ella dijo sobre el particular al señor de La
Salle, como por inspiración, que aún no había llegado el término de sus trabajos, y
que le quedaba mucho que sufrir; pero que la corona para su paciencia estaba ya
preparada.
El santo sacerdote le confesó que sentía un inmenso deseo de pasar el resto de sus
días en la soledad, que tanto atractivo tenía para él, y de no pensar sino en Dios y en sí
710 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

mismo. No es ésa la voluntad de Dios, replicó Sor Luisa. No debe, en absoluto,


abandonar la familia de la que Dios le ha constituido padre. El trabajo es su
herencia, y tiene que perseverar hasta el fin de sus días, uniendo, tal como lo ha
comenzado, la vida de Magdalena con la de Marta. El señor De La Salle vio en
aquella respuesta la voluntad de Dios, y admiró las disposiciones de la Providencia,
que le había llevado hasta un extremo del reino para escuchar a aquella intérprete de
la divina voluntad. De este modo, estas dos lumbreras se esclarecieron mutuamente, y
sus bocas sirvieron a Dios de órgano para comunicarse entre ellos su voluntad.
Este santo trato pareció corto a los dos, y terminó al final de la quincena, que era el
término del retiro que el siervo de Dios se había prescrito. El señor de La Salle y sor
Luisa se despidieron con recíproco gozo por haberse conocido, y con pesar de no
poder verse en otra ocasión. No se podría decir quién de los dos quedó más edificado
y satisfecho. Sor Luisa se congratulaba de haber visto a un santo sobre la tierra, y de
que Dios se lo hubiera enviado a su desierto. No podía por menos de bendecir la
sabiduría divina que le había llevado sobre la cima de aquella montaña a un director
tal como ella necesitaba, tan esclarecido en los caminos de Dios. El santo fundador,
por su parte, no admiraba menos las disposiciones de la divina Providencia, que por
caminos desconocidos para él, pero infalibles, le había llevado desde París hasta una
elevada montaña en el extremo de Francia, para presentarle a la aldeana que debía
instruirle, y luego pedirle, también, como humilde discípulo, lecciones de perfección.
Esta celestial aventura fue considerada por ambas partes entre las mayores gracias
de Dios, cuyo recuerdo fue perpetuo y la acción de gracias cotidiana. Sor Luisa, que
no sabía leer, quiso tener las obras publicadas por el siervo de Dios, aunque no
pudiera utilizarlas. Él no pudo negárselas. Eran para ella un signo de la gracia que
Dios le había hecho de conocerle, y constituían un depósito que conservaba como una
reliquia en su soledad. El señor de La Salle, por su parte, quiso aprovechar por el resto
de su vida aquel vaso de elección oculto en un desierto, pues le escribía de vez en
cuando, en sus mayores dificultades, para que le iluminara en sus dudas.

11. Fruto que el señor de La Salle obtuvo de la visita a sor Luisa


El santo sacerdote, de vuelta a Grenoble, habló del provecho que había sacado de la
conversación que tuvo con un ángel sobre la tierra, perteneciente al sexo débil.
<2-106>
Todas sus palabras eran puro fuego y su alma parecía renovada. Su fervor era más
sensible y su ardor por la perfección no conocía dificultades. Era un Moisés
descendido de la montaña, que no mostraba en sí mismo nada del hombre, que parecía
estar deificado después del intenso trato con Dios y de las conversaciones con su
sierva. Los Hermanos que tenían la dicha de poseerle, le miraban con nueva
admiración y le escuchaban con nuevo respeto. Él recompensaba su hospitalidad con
admirables instrucciones que les daba sobre la perfección, sobre los caminos que
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 711

conducen a ella, sobre el ánimo que exige, sobre la renovación del espíritu, sobre la
importancia de trabajar en ella durante la juventud y sobre la constancia en perseverar
en la práctica de las virtudes.
Estos hijos supieron aprovechar las instrucciones y los ejemplos de su padre
caminando sobre sus pasos por el sendero del cielo. Bebieron de aquella agua que
brotaba hasta la vida eterna, que él les llevaba con abundancia desde Parmenia, y en
su compañía se hicieron más intensamente hombres espirituales. El maestro no podía
tener mayor consuelo por ver cómo sus discípulos avanzaban en la virtud. Y así lo
disfrutaba cuando un nuevo motivo de sufrimiento vino a turbarlo.
Todavía estaba con ellos cuando se recibió y aceptó en Francia la constitución
Unigenitus. En Grenoble fue publicada, como en casi todas las diócesis del reino, en
1714, por monseñor Ennemond Allemand de Montmartin, quien, sin embargo,
cambió de parecer más adelante, y dio un nuevo mandamiento contrario al primero;
este segundo sólo gustó, en una diócesis muy católica, a quienes lo habían inspirado.

12. El señor de La Salle, cuando fue publicada


la constitución Unigenitus, se declara a su favor
El señor de La Salle, muy reservado sobre estas materias, y que tenía como máxima
anunciar su fe por medio de las obras, más que por las palabras, pensó que era el
momento de hablar, en una situación en que todo el mundo lo hacía en pro o en contra
del decreto apostólico. Con todo, para hacerlo con mayor seguridad y fruto, esperó a
que esta célebre bula de Clemente XI, que condena las ciento una proposiciones
sacadas del libro titulado Reflexiones morales sobre el Nuevo Testamento, estuviera
revestida de todas las formalidades necesarias. Entonces consideró como asunto de
conciencia declararse y confesar de boca los sentimientos de su corazón, sin
preocuparse de exponerse a la ira de un grupo poderoso, cuya cólera había sufrido
recientemente en la Provenza.
Hubiera guardado silencio de buena gana si las circunstancias de aquel momento
se lo hubiesen permitido, pues era amigo de la paz. Sabía muy bien que el progreso de
la novedad apenas se detiene con la disputa, y que sólo se pueden ganar calumnias y
persecuciones con los combates que se emprenden. Pero, por otro lado, no colocarse
públicamente entre los partidarios de la Constitución, sería adoptar una actitud
equívoca en materia de doctrina, o parecer que se situaba entre los tolerantes o los
indiferentes. Así lo hizo, pues, y con vivo celo, esclarecido, prudente y guiado por las
mociones del Espíritu Santo, leyó a sus discípulos la célebre bula Unigenitus, con la
Instrucción pastoral del clero. Insistió en cada una de las ciento una proposiciones,
explicó su sentido, mostró el veneno oculto o manifiesto, y señaló claramente el error
y el peligro.
Su celo hubiera quedado satisfecho a medias si se hubiera limitado a sus
discípulos. En un tiempo en que todo tipo de personas y de todos los estados, incluso
712 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

mujeres, se tomaban la libertad de dogmatizar, de hablar contra la Santa Sede y contra


los obispos, él consideró que, en su calidad de sacerdote y de doctor, estaba obligado
a entrar en liza para defender a los ungidos del Señor y la doctrina de la Iglesia. En la
santidad de su vida encontraba una ventaja contra el error que no todos tenían: la
regularidad de su proceder, la
<2-107>
pureza de costumbres y la austeridad de su penitencia le daban derecho a
desenmascarar el fariseísmo de los partidarios de Quesnel, y a confundir a personas
que se adornan por fuera con la virtud.
Sin remontarse a la disciplina de los primeros siglos, sin hacerse pasar por
predicador o restaurador de la antigua penitencia, mostraba en su persona un
excelente modelo, y hacía revivir los ejemplos. Con todo, nada de agrio ni de
ofensivo dejó escapar contra los enemigos de la Constitución. Sin pasión, sin falso
celo, perdonaba a las personas aunque combatiendo sus sentimientos, y con su
proceder demostraba que es con obras, y no sólo con palabras, como hay que elogiar a
la caridad. Con todo, ponía mucho cuidado en hacer desconfiar de ellos y de sus libros
a cuantos le consultaban. Les prohibía frecuentar a los unos y la lectura de los otros; y
sin hablar mal de los enemigos de la Iglesia, inspiraba el temor a dejarse seducir por
ellos.
El celo del siervo de Dios recibió la recompensa de los santos en esta vida; quiero
decir que fue coronado con la calumnia y la persecución. Los seguidores del padre
Quesnel, que hablan y escriben tan bien de la caridad, emplearon contra él las
maledicencias que saben construir. Nadie ignora lo que saben decir contra el celo por
la Constitución, por tanto no hace falta recogerlo. Sin embargo, en Grenoble no
consiguieron difamar al siervo de Dios. Su virtud no era equívoca en esta ciudad, y
todas las nubes de los quesnelistas con que intentaron oscurecerla sólo sirvieron para
realzar su resplandor. En esta ocasión el grupo del partido fracasó totalmente, pues
los menos apasionados entre ellos juzgaron con razón que la verdad no podía ser
cambiada allí donde no hay caridad, y que una doctrina que tenía como enemigo a un
siervo de Dios tan grande como él, debía ser rechazada.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 713

CAPÍTULO XII

Qué ocurrió en Francia durante la ausencia


del señor de La Salle

Año 1714. Si fuera sensato juzgar las acciones de los santos, que tienen principios
de comportamiento muy distintos a los demás hombres y que, a menudo, actúan
contra las reglas ordinarias de la prudencia humana siguiendo el impulso del Espíritu
Santo, se estaría tentado de censurar la huida tan precipitada y tan oculta del señor de
La Salle a la Provenza, pues fue causa de serios desórdenes en su Instituto y lo acercó
a la ruina.

1. Inquietud de los Hermanos por la ausencia del señor de La Salle


En efecto, parece que el santo sacerdote, antes de poner en práctica su decisión, o
antes de la salida de París, o al menos después de su llegada a la Provenza, hubiera
debido advertírselo a los Hermanos, indicarles el lugar a donde deberían escribirle,
darles respuesta y dirigirles por correspondencia desde el lugar de su retiro. En fin,
parece que también hubiera sido conveniente que hubiera nombrado al que
consideraba adecuado para ocupar su puesto en París, y al que debían honrar durante
su ausencia como superior.
El siervo de Dios no hizo nada de eso. Fue a ocultarse a las provincias alejadas, sin
querer decir a nadie a dónde iba. Se mantuvo desconocido, y dejó sin respuesta las
cartas que recibía enviadas por los Hermanos; no designó
<2-108>
a nadie para sustituirle durante su ausencia. En fin, en relación con los Hermanos de
Francia permaneció sin vida y sin movimiento, como un hombre muerto. Sin duda
que una persona tan prudente y esclarecida como él, tuvo importantes razones para
actuar de esta manera, pero no podemos adivinarlas.
Tal vez quiso acostumbrar a los Hermanos a prescindir de él, y obligarles a que
eligieran a uno de entre ellos como superior, lo que nunca quisieron hacer en su
presencia. Tal vez, personalmente llevó su humildad y el bajo aprecio que tenía de sí
mismo, hasta considerarse como objeto de maldición y como causa de todas las
desgracias que estaban afligiendo a su Congregación. Incluso, quizás, llegó a pensar
que algunos de sus propios discípulos estaban de acuerdo con sus enemigos, y que no
podía fiarse más de unos que de otros. Y, en fin, pudiera ser que intentara persuadir a
sus adversarios de que ya no se mezclaba más en el gobierno de su Instituto, con la
mira de desarmarlos.
714 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

2. Inconvenientes de esta larga ausencia


Sea como fuere, ya que nosotros sólo podemos hablar por suposiciones, ya que el
señor de La Salle nunca quiso explicarse sobre este asunto, aunque con frecuencia se
le insistió para que lo hiciera, su huida tan oculta y tan precipitada ocasionó los
inconvenientes que siguen.
El primero fue que, aunque no hubo disputas entre los Hermanos, como ocurrió
entre los apóstoles, sobre quién era o debería ser el primero, sí hubo duda sobre a
quién se debería obedecer. Como el señor de La Salle no se explicó sobre ello,
tampoco había un criterio seguro sobre el asunto. El segundo inconveniente, que se
derivó como consecuencia del primero, fue que la falta de un superior cierto, dejó
impunes muchas faltas y puso a los indóciles a cubierto de la corrección. El tercer
inconveniente fue que algunos Hermanos de poca virtud y vacilantes en su vocación,
considerando su estado como inseguro y flotante, lo abandonaron, y otros, que
sospechaban que el mismo fundador había abandonado el Instituto, se creyeron con
derecho a imitar su ejemplo. La cuarta consecuencia fue aún más funesta, pues dio
lugar a otra forma de gobierno, que el rival del señor de La Salle, de quien se ha
hablado, supo introducir sutilmente en la nueva sociedad. Eso es lo que se había
hecho con el Instituto. Sacudido hasta en sus cimientos, amenazaba ruina. Su
destrucción ya había comenzado, y es una especie de milagro que se haya podido
reconstruir con más resplandor y con más éxito que nunca.
Nada podía probar mejor que esto que Dios era el autor del mismo, y que el antiguo
canónigo de Reims sólo tenía que prestar su ministerio. Si el Instituto hubiera sido
obra suya, hoy no se hablaría de él, y difícilmente se sabría que alguna vez hubo una
comunidad de Hermanos de las Escuelas cristianas. Pero como el principio fue Dios,
no le fue posible, ni al hombre ni al demonio, destruirlo. Si se les permitió por algún
tiempo alterar su espíritu y forma de gobierno, fue sólo para que brillara más el poder
divino, que supo levantarlo de su caída y resucitarlo de su sepulcro.
A la muerte de Jesucristo la sinagoga triunfaba, y pensaba que la Iglesia naciente
quedaba enterrada con Él en el sepulcro. Dios lo permitió para dar a los miembros,
como la cabeza, una vida nueva, y demostrar que Él tiene las claves de la vida y de la
muerte. La resurrección de Jesucristo fue el milagro que probó todos los demás; este
milagro, el mayor de todos, es el testimonio indestructible de su divinidad, y de la
verdad de su religión y de su Evangelio. Es más grande para Él haber muerto y luego
resucitado, que si hubiera subido al cielo sin pasar por la muerte.
Permítaseme aplicar esta reflexión a nuestro tema. Si el Instituto hubiera sido
siempre floreciente ante la mirada y bajo el gobierno
<2-109>
de su patriarca, a pesar de las dificultades que le afectaron, el dedo de Dios se habría
dejado sentir claramente, y no se podría negar sensatamente que el Espíritu Santo
hubiera sido el guía de una familia que habría florecido en medio de las
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 715

persecuciones. El santo fundador, al ver a sus hijos multiplicarse en medio de las


bendiciones de los hombres, y a favor de una alta fama de santidad, hubiera recibido
el consuelo concedido a casi todos los patriarcas de órdenes religiosas; pero lo que ha
sido particular para él, es que lo ha visto sobre la tierra, poco antes de su muerte,
descompuesto, y que lo ha visto en el cielo, poco después de su muerte, sin duda por
sus méritos, restablecido y floreciente como nunca.
¿A quién atribuir esta especie de resurrección sino a Aquel que hace cosas
admirables, como dice el profeta; sino a Aquel que mortifica y vivifica; sino a Aquel
que sabe sacar el bien del mal, y provecho de las pérdidas? En efecto, se va a ver que
el señor de La Salle, antes de su muerte, tuvo el disgusto de ver una forma nueva de
gobierno introducida en su comunidad, que naturalmente le hubiera llevado a la
ruina. Y que al mismo tiempo tuvo el consuelo de ver el final de esa novedad, y que el
duro azote de la persecución que parecía capaz de aniquilar la congregación, sólo
sirvió para purgarla de los malos sujetos que tenía, y hacerla entrar en una situación
estable y floreciente.

3. Perplejidad y apuro de los Hermanos sobre lo que había que hacer


Mientras el señor de La Salle sólo se ocupaba de su propia santificación, a la
sombra de la vida retirada que llevaba lejos de París, los Hermanos de esta ciudad y
los de las escuelas cercanas sufrían mucho por su larga ausencia. No sabían lo que le
había pasado, y las indagaciones que hacían sobre su persona incrementaban más su
tristeza cada día. El tiempo, que de ordinario es buen remedio, no podía mitigarlo.
Entre la esperanza de volver a verles y el temor de haberlo perdido, vivían tristes y
desolados. No sabían a qué atribuir su silencio ni por qué se mostraba tan indiferente
y que incluso se había olvidado de los hijos que tanto quería.
La mayoría, sumidos en inquietudes dolorosas sobre su propia situación, estaban
muy apurados por la de él. Después de numerosas gestiones para descubrir el lugar de
su retiro, perdían toda esperanza de conseguirlo. Unos creían que había fallecido,
otros se imaginaban que había abandonado el Instituto. Todos razonaban a su modo
y algunos dudaban en su vocación. Todos se hallaban en situación de duda e
inseguridad.
Al principio, el apuro era de si esperaban algún tiempo antes de intentar otras
medidas, o si deberían dejar una especie de interregno en el Instituto, hasta que se
tuvieran noticias del fundador, dejando que los directores de cada casa tuvieran el
cuidado de dirigir la suya. El tiempo no daba ninguna noticia del señor de La Salle, y
el apuro aumentó sobre qué debería hacerse. ¿A quién había que obedecer y a quién
había que reconocer como superior? El señor de La Salle no lo había designado; y el
cuerpo de la Sociedad no había escogido a nadie. ¿Habría que escoger uno? ¿Cuál
sería la forma de hacer la elección?
716 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Un cuerpo no puede subsistir sin cabeza; los miembros necesitan una cabeza que
los dirija y que les comunique su influjo. Si el señor de La Salle aún estaba vivo, no se
deseaba ningún otro. Si estaba muerto, era necesaria la elección de otro superior; pero
¿estaba muerto?, ¿estaba vivo? No se sabía nada. ¿Volvería a estar con los
Hermanos? ¿O lo habían perdido? Ésta era otra duda. Si volviera, el hecho de
nombrar un superior, ¿no era hacerle una injuria y dar la impresión de querer
desplazarle? Si no se le iba a ver más, ¿se podía apresurar la elección de otra persona
capaz de ser su sucesor?
Pero, suponiendo
<2-110>
que esta elección fuera necesaria, ¿cuándo y cómo realizarla? El lugar, el tiempo, la
manera, todo tenía sus dificultades. El tiempo de vacación era el único conveniente,
pues cualquier otro molestaba a las casas y ponía desorden en las escuelas. ¿Dónde
reunir a los Hermanos? Otra dificultad. ¿En París? Allí había numerosos enemigos, y
no ignoraban que el rival del señor de La Salle no dejaría de injerirse en todas las
deliberaciones y mezclarse secretamente para imponer su voluntad. Por otro lado,
¿quién debía convocar la asamblea y determinar el lugar? Otra dificultad.
En medio de tan grandes perplejidades, los Hermanos se encontraron como ovejas
sin pastor, sin guía y sin consejo; como familia de huérfanos que acaban de perder al
padre. Todo siguió en la inacción, en una especie de languidez, en la consternación.
Los Hermanos se miraban y no sabían qué decir. No podían tener seguridad de qué
hacer, ni tampoco querían desaprovechar los consejos que les daban. Esperaban uno u
otro ejemplo o la orden de lo que tenían que hacer. ¿A quién debían dirigir la
rendición de cuentas que la Regla prescribe cada dos meses y que es artículo esencial
para el bien del Instituto? ¿Quién tendría que encargarse de responder a ellas? Para
aceptar nuevas escuelas, para cambiar a los Hermanos de lugar, para corregir a los
indóciles, para admitir postulantes, para despedir a los que no convenía mantener,
¿quién debía hablar y actuar? Todo esto quedaba sin resolver.

4. La necesidad obligó a actuar al Hermano Bartolomé,


y se tomó la costumbre de mirarlo como superior
Con todo, la necesidad de actuar puso en movimiento a los Hermanos que estaban
al frente de los de París, y a quien el mismo señor de La Salle había encargado de la
dirección del noviciado. Se llamaba Hermano Bartolomé, y era de carácter muy
suave, dócil y discreto. Todo hubiera permanecido si no hubiera actuado. Era preciso
que, cuando venían a preguntar por el señor De La Salle, se presentase él. Muchas
cartas dirigidas al santo varón pedían respuestas prontas; y hubo que darlas. Así,
insensiblemente y sin pensarlo, se encontró encargado de la dirección de los asuntos y
de los Hermanos, y fue considerado como superior en ausencia del señor De La Salle,
no a causa de una elección formal, sino por el consentimiento tácito y por una
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 717

aprobación del corazón. Puesto que el señor De La Salle le había encargado de la


dirección del Noviciado, se presumía que lo habría nombrado en lugar suyo si hubiera
creído que debería haber hablado en aquella ocasión.
Por otro lado, si los Hermanos hubiesen tenido una asamblea, la elección habría
recaído en él. Era virtuoso, querido y estimado; y se estaba convencido de que al ser
tan manso, su gobierno sería muy pacífico. En eso no hubo equivocación. En tiempos
tan difíciles, adoptó las medidas más prudentes para impedir que el señor de La Salle
no causara al Instituto los perjuicios que cabía temer. Si no pudo impedir todos,
sorteó algunos, y se condujo de modo que los otros fueron fáciles de reparar después
del regreso y de la misma muerte del santo fundador.
Sin embargo, encontró oposición, en los comienzos, por parte de algunos
indóciles, que molestos por vivir sin jefe, teñían su desobediencia con el pretexto de
que no querían reconocer otro superior que al señor de La Salle, o con la excusa de
que el Hermano que aparecía en su lugar no había sido designado por él, ni escogido
en una asamblea legítima. El Hermano Bartolomé no se mostró ofendido por ello;
entendía que la dificultad para reconocerle como superior estaba bien fundada, y que
no había error en discutirle ese título, mientras hubiera duda de si el señor de La Salle
vivía aún, o mientras no se le hubiera revestido de dicha cualidad por una elección
canónica. Así, su gobierno era más al estilo de Hermano mayor, que durante la
ausencia de su padre
<2-111>
asume el cuidado de la familia, que como superior.
Un gobierno tan prudente, tan humilde y tan moderado, le ganó todos los corazones
y le confirió una autoridad completa. Sólo dos o tres rebeldes fueron los que no
quisieron someterse. El humilde Hermano los soportó con paciencia; pero como su
mala conducta seguía a su desobediencia, los Hermanos principales quisieron dar un
escarmiento, para que el escándalo no llegase más lejos. Se reunieron y expulsaron de
su seno a estos soberbios, que hubieran podido comunicar a los otros, en lo sucesivo, su
veneno mortal de independencia, y causar mayores desórdenes.

5. Falta cometida por el Hermano Bartolomé


por demasiada condescendencia
La única falta que cometió el Hermano Bartolomé fue escuchar demasiado los
perniciosos consejos que le dieron, sin que se cayera en la cuenta, por parte del rival
del señor de La Salle. Esta persona le permitió asumir el lugar del superior ausente,
sin suscitar ninguna oposición. Él mismo hubiera escogido a este Hermano como
superior si hubiera tenido derecho a elegirlo, convencido de que a este virtuoso
discípulo, al no tener ni las luces, ni la inflexibilidad, ni la fuerza de alma de su
maestro, sabría llevarlo a sus objetivos y ganarlo para sus planes. Para llegar a eso,
adoptó las siguientes medidas. Se mantuvo oculto y no aparecía en público; si
718 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

hablaba, lo hacía sirviéndose de la boca de otro; si actuaba, lo hacía a través de otra


persona. Es decir, se sirvió de una persona de confianza que se prestó a sus deseos;
una persona, que se dejaba guiar en todo por sus consejos y que intentó que por todos
los medios posibles para ganarse al Hermano Bartolomé y llevarle al objetivo al que
jamás hubiera podido llevar al señor de La Salle, que veía con más lucidez. Ese
objetivo era eliminar en el Instituto muchas prácticas y usos, y darle otra forma de
gobierno, con nuevos reglamentos y nuevos superiores.
El agente de que se sirvió era tal como lo necesitaba, un hombre recto pero simple;
con mucha virtud pero poco esclarecido; con vivo celo por el bien pero poco
habituado al que conviene a una comunidad; en fin, con un buen crédito debido a su
nacimiento y a sus amistades. Este buen eclesiástico estaba tan apegado a él que no
veía nada sino por sus ojos, y no actuaba sino por consejo suyo. Adecuado para
plegarse a él cuanto gustase, le llevaba como de la mano, y a través de esta misma
mano pretendía dirigir a los Hermanos. Lo consiguió, pues logró que el Hermano
Bartolomé se acomodara a su sistema por medio de este virtuoso eclesiástico.

6. Argucias que emplea el rival del señor de La Salle


para cambiar todo en el Instituto
De acuerdo con este sistema: 1. Los Hermanos deberían tener un superior extraño
para dirigirlos, al modo de las religiosas, que tienen un superior externo; 2. La casa
de París debería formar una Sociedad distinta y dependiente por completo de este
superior eclesiástico; 3. El noviciado debía suprimirse, por ser inútil y demasiado
costoso, pues resultaba caro formar y alimentar a los novicios; además, no era
necesario para París, puesto que los Hermanos de las escuelas deberían ser estables,
como voy a decir; 4. Todos los Hermanos tenían que permanecer en su puesto, de
forma estable, sin poder ser cambiados; 5. Para reparar la pérdida de quienes
muriesen, o de quienes se retirasen, o de los que hubiera que despedir en caso de mala
conducta, se proponía tener uno, dos o tres novicios, más o menos, en cada casa,
según sus rentas y necesidades. 6. En fin, se pensó en otra forma de gobierno, de la
cual no nos han dado información.
Este sistema, como es evidente, y como se va a mostrar, destruía el Instituto, todas
sus normas y todas sus prácticas. Borraba el nombre del señor de La Salle y deshacía
su obra de tal manera que al cabo de diez años se habría ignorado
<2-112>
por qué el antiguo canónigo había dejado su tierra, su familia, su canonjía y todos sus
bienes, y lo que había hecho en la Iglesia de Dios. En una palabra, de la Sociedad de
los Hermanos se quería hacer pequeños cuerpos desmembrados, sin subordinación a
un jefe común, y sin otra dependencia que a un superior local, más o menos como
numerosas comunidades de maestras de escuela, que se multiplican hoy en Francia, y
que cada obispo establece o deja que establezcan para su diócesis particular.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 719

Pero ¿por qué este empeño de deshacer la congregación de los Hermanos, y de


hacer que las casas no tuvieran relación ni dependencia común? ¿No era más natural y
más agradable al orgullo constituirse en dueño de la sociedad entera en vez de sólo la
casa de París? Esto halagaba, sin duda, mucho más el amor propio, pero no era
posible. La persona de quien hablamos podía tener cautivos y bajo su dependencia a
los Hermanos de París, y tenía medios para hacerlo; pero su poder no se extendía más
allá. Con toda seguridad, todos los demás Hermanos se hubieran negado a
reconocerle y a obedecerle. Además, si se encargaba de la dirección de todos los
Hermanos, habría tenido que atender a la subsistencia de todos, y eso era a lo que no
quería comprometerse, pues en aquellas fechas los Hermanos sufrían con frecuencia
durante las calamidades públicas. Además, habría sido necesario mantener el
noviciado; pero el gasto era grande y no se atrevía a encargarse de ello. Por lo tanto,
era preciso limitarse al plan expuesto más arriba.
Para conseguir que el Hermano Bartolomé lo aceptase se fue por la vía rápida. Se
hizo ayunar a los Hermanos, y que careciesen de todo; y cuando fueron a reclamar las
pensiones atrasadas o a mendigar la caridad, se les dio a entender que acudieran al
señor..., que era persona muy piadosa y generosa, que no dejaría de socorrerlos. Se les
aconsejó, al mismo tiempo, que confiaran en él, e incluso que lo escogieran como
superior, asegurándoles que en él encontrarían una ayuda en todas sus necesidades y
otro señor de La Salle. Los Hermanos no se precipitaron; desconfiaban, y con razón.
No habían perdido la esperanza de que su padre regresara, y temían que si hallaba su
lugar ocupado por un extraño, tomara la decisión de cederlo para siempre.

7. Un eclesiástico virtuoso e importante se constituye en superior


de los Hermanos, sin elección alguna por parte de éstos,
pero a instigación del enemigo del señor de La Salle
Sin embargo, el virtuoso eclesiástico de quien hemos hablado, hombre distinguido
en muchos lugares, que al prestarse a las intrigas de quien le manejaba sólo buscaba el
bien, iba a la casa de los Hermanos en calidad de superior. Él se daba este título,
esperando que los Hermanos también se lo diesen, e incluso les insistía para que lo
hiciesen. Quería ser su protector, su bienhechor, su padre; les prometía su ayuda, sus
servicios y su generosidad.
Nada de eso les hubiera faltado, en efecto, si hubieran querido que sustituyera al
señor de La Salle, pues reuniendo en casa de los Hermanos las numerosas limosnas
que compartían con otros, los hubiera hecho ricos. A fuerza de halagos y de los
favores que hacía a los Hermanos cuando era necesario, les acostumbró a que le
dieran el título que él mismo se daba, es decir, que le llamaran su superior, término
que le agradaba.
Con todo, no era el nombre, sino la realidad que iba unida al nombre, lo que
buscaba. Deseaba que al llamarle superior le tratasen con espíritu de dependencia,
720 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

como inferiores. Este punto era mucho más difícil de obtener, pues, después de todo,
las palabras cuestan poco, y nadie se arruina dando cumplimientos.
<2-113>
No era un título vano lo que este buen eclesiástico les pedía, sino una verdadera
jurisdicción y plena autoridad. Como estaba bien informado, tomó la decisión, para
llegar a su elección de manera más rápida y segura, de suspender todas sus caridades
y cortar a los Hermanos las pensiones que se les debían. Consiguió hacer sufrir
mucho a los Hermanos y hacer que vivieran una extraña escasez. Pero no logró
hacerse escoger, en buena forma, para lo que deseaba ser.
Mientras tanto, ejercía una autoridad que no se le había conferido. Al Hermano
Bartolomé le quitaba la libertad de recibir postulantes sin su permiso, y él mismo los
despedía, pues según el sistema pretendido no se necesitaban más de tres o cuatro. Era
el medio seguro de aniquilar el Instituto del señor de La Salle. Si esto hubiera durado
mucho tiempo, no habría podido subsistir. Las cosas estaban de esta forma cuando el
señor de La Salle volvió de la Provenza. Sólo encontró tres o cuatro jóvenes en el
Noviciado. El Hermano Bartolomé ya no era nada; se había entregado cautivo y se
dejaba dominar por la persona de quien hablamos. Aun cuando hubiera deseado
recibir mayor número de novicios, se le hubiera prohibido el poder hacerlo,
suprimiendo los recursos necesarios para alimentarlos, pues él no sabía encontrarlos
en los tesoros del Padre celestial, como el señor de La Salle.
Por lo demás, he ahí todo lo que por entonces pudo hacer el rival del señor de La
Salle. Por muchos esfuerzos que hizo, no pudo avanzar sobre el terreno en que quería
imponer su ley. Algunos de los Hermanos más veteranos, que animaban al Hermano
Bartolomé, resistieron con energía y no cedieron en nada. Sin embargo, de forma
muy liberal, concedían la cualidad de superior al que la deseaba, y se la daban; pero
era sólo el título, despojado de la autoridad que indica; y esto no le satisfacía. Incluso,
con habilidad, aprovechó una ocasión para exigir la realidad de aquella
denominación. Vosotros me llamáis vuestro superior, dijo un día, y sería preciso dar
señales de lo mismo. Y temiendo que los Hermanos no entendiesen adecuadamente
sus palabras, añadió que deseo que se levante un acta, y que después de firmarla los
Hermanos, se añada al Registro de la Casa.
Este artículo era importante y afectaba a la esencia del Instituto. Como el señor de
La Salle, penetrando el futuro, había previsto que este caso podía ocurrir, había
comprometido a los Hermanos, como ya vimos anteriormente, a establecer que no
elegirían después de su muerte como superior sino a uno de ellos. Había tenido
siempre presente esta decisión en las diversas ocasiones en que quiso desprenderse de
la superioridad, y obligar a los Hermanos a escoger uno de su mismo cuerpo para
sucederle. Este punto, que le parecía esencial, quería verlo aplicado durante su vida,
para que después de su muerte no hubiera dificultad. Por tanto, era importante no
escuchar la propuesta que hacía el eclesiástico, y no se puede excusar la debilidad del
Hermano Bartolomé por haberlo aceptado. Pues, en efecto, por complacencia, hizo lo
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 721

que se le pedía, pero cuando el señor de La Salle regresó, arrancó del Registro esta
hoja, para borrar la mancha que en él se había incluido.

8. Trampa que el eclesiástico, manejado por el rival del señor


De La Salle, tiende a la ingenuidad del Hermano Bartolomé
para introducir un nuevo gobierno
El eclesiástico, una vez que hubo conseguido este primer objetivo, quiso ir más
lejos y avanzar en sus propósitos. No se explicaba y sólo hablaba con monosílabos.
Quería preparar los espíritus y disponerlos para que aceptasen sus proyectos, antes de
declarar cuáles eran. Hacía importantes promesas y se ofrecía para instalarlos en una
casa estable; con todo, siempre añadía un pero, que dejaba la frase en el vacío, sin
completar.
Por fin, sea porque creyó que había encontrado el momento adecuado, o sea porque
quería sondear los corazones, les propuso un día una forma de
<2-114>
gobierno. Una de las nuevas modalidades era que cada casa del Instituto tenía que
formar a su personal; la segunda, que había que cortar toda relación entre ellas; y la
tercera, que era consecuencia de la anterior, que era preciso que la casa de París
formase un cuerpo aparte.
No fue escuchado, y para alejar el golpe, los Hermanos respondieron
respetuosamente que antes había que conocer la opinión y obtener el consentimiento
de todos los Hermanos de provincias. Los Hermanos se felicitaron por haber sabido
parar el golpe, y pensaban que habían ganado la causa; pero se dieron cuenta de la
trampa cuando la ingenuidad o la excesiva complacencia del Hermano Bartolomé no
vio las consecuencias de lo que se les exigía.
El eclesiástico del que hablamos era una persona recta y sin malicia; pero quien le
aconsejaba y le manejaba a su gusto era astuto y sabía muy bien cómo abrir las
puertas que se le cerraban. Su consejo fue que había que insinuar al Hermano
Bartolomé que debería escribir a los directores de las distintas casas de los Hermanos,
para que buscaran un superior externo, capaz de dirigirlos y de tener cuidado de sus
asuntos. Si el Hermano Bartolomé caía en esta trampa, el hábil mentiroso
conseguiríaa introducir, de una forma distinta, las propuestas que habían sido
rechazadas, y la negativa de los Hermanos no le impediría implanta otra forma de
gobierno y completar su plan. Para ilusionar al Hermano superior sobre un artículo
tan esencial, y para comprometerle no sólo a suscribirlo sino incluso a realizarlo, y ser
él mismo el instrumento, le hicieron ver que estaba a la cabeza de una obra muy difícil
de gobernar; le dieron a entender que estaba encargado de un peso que ni siquiera el
señor de La Salle había podido soportar, y del cual se había desprendido; y además,
que este fardo era más pesado para él que para el fundador, ya que él no tenía ni su
carácter, ni su autoridad, ni su experiencia, y que no encontraba en los Hermanos el
722 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

mismo corazón, ni la misma docilidad, ni la misma confianza. Se añadía que, si no


quería sucumbir bajo el peso de una carga que había hundido al mismo señor de La
Salle, tenía que armarse con la autoridad de varios eclesiásticos de fama en los
lugares donde estaban establecidos los Hermanos, y descargarse sobre dichos
superiores externos y particulares, de la mayor parte de sus cuidados; que estos
señores, a la sombra de su autoridad, sabrían mantener la regularidad entre los
Hermanos, someter a los indóciles y obligar al deber a quienes se tomaban excesiva
libertad; y que, sin esta ayuda, nunca llegaría a gobernar a personas que podían
sacudirse impunemente el yugo de su obediencia.
Un consejo tan desdichado, al Hermano le pareció prudente, porque no preveía las
consecuencias. Ni siquiera se le ocurrió sospechar que tenía como principio un
motivo muy distinto de la caridad. Se lo agradeció a quienes se lo daban y les rogó que
le sugirieran el modo de ponerlo en práctica. Este medio ya estaba preparado. El
Hermano había ido a donde le querían llevar, y no había más que un paso para que lo
hiciera. Esto no resultó difícil. Le dijeron que debía escribir a todas las partes donde
estaba establecido el Instituto y comprometer a los Hermanos para que eligieran un
superior externo, capaz de gobernarlos y de sostenerlos durante la ausencia del señor
de La Salle, de quien no se oía hablar.
Al mismo tiempo prometieron al Hermano que apoyarían sus cartas con otras que
tendrían su peso. En efecto, a las cartas del Hermano Bartolomé se unieron las de un
sacerdote de prestigio, que las hicieron eficaces. El señor de La Salle tuvo en seguida
por todas partes vicarios destinados a llenar la función de superior. El Instituto vivió
en la medida en que tenía diversas casas. En fin, el plan del rival secreto del señor
<2-115>
de La Salle, tanto tiempo meditado, y hasta entonces sin efecto, se había cumplido.
Durante diez años había trabajado para imponerlo, pero siempre que lo intentó fue
para su confusión. El momento de ejecutarlo había llegado, y no lo dejó pasar. La
larga ausencia del santo fundador le había dado nuevo ánimo para tratar una vez más
de que lo aceptaran. Él había sido propuesto a los Hermanos, y fue rechazado, pero la
argucia suplió a la autoridad. Se disfrazó el proyecto y se le dio otro aspecto; y bajo
una máscara engañosa fue aceptado, al menos por quien ejercía la función de
superior.
He ahí hasta dónde se le permitió llegar al adversario del fundador; pero no pudo
pasar más lejos, y en ese momento mismo en que el Instituto debía naturalmente
terminar, el plan fracasó y se deshizo en humo. Las olas de la persecución, como las
de un mar agitado y furioso, acabaron rompiéndose en este punto. Dios, para poner
por última vez a prueba la virtud de su siervo, quiso dar a su enemigo la victoria
entera, y a él la mortificación de ver la ruina próxima y cierta de su Instituto, con el
cambio de la forma de su gobierno. Era la mortificación más sensible que el santo
varón recibió en la vida, pero no tuvo más que la mortificación, y el mérito de su
paciencia y de su sumisión a las órdenes de Dios.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 723

El Todopoderoso, después de haber tentado a este nuevo Job de todas las maneras
posibles: con la pérdida de los bienes, con la pérdida de sus hijos espirituales, con
enfermedades y dolencias cada vez más agudas y violentas, y, en fin, con el dolor de
ver su obra al borde de la ruina, le dio nueva familia, restableció su Instituto, lo hizo
más floreciente que nunca y, en fin, lo aseguró y lo hizo inquebrantable.
En efecto, quien había permitido el mal, también había preparado el remedio,
inspirando a los nuevos superiores el espíritu con el cual era preciso comportarse,
durante la ausencia del señor de La Salle, con relación a su Instituto. Se contentaron
con declararse defensores y protectores del mismo, y dejaron a los directores de las
casas y al Hermano superior todos sus derechos; restablecieron, incluso, su autoridad,
y contribuyeron a restablecer las relaciones de los inferiores con sus superiores. En
una palabra, hicieron lo que el mismo señor de La Salle habría hecho si se hubiera
multiplicado en cada diócesis.

9. Desórdenes que deberían surgir de este nuevo sistema de gobierno


Incluso algunos de estos mismos superiores locales, previendo las peligrosas
consecuencias que podían derivarse de la nueva forma de gobierno que se pretendía
introducir, hicieron lo posible por abolirla, y advirtieron al Hermano Bartolomé que
intentara él mismo abolirla, y le procuraron medios para conseguirlo. Por otro lado,
quienes se interesaban por el bien del Instituto y que conservaban elevada idea del
señor de La Salle, se alarmaron por esta extraña novedad, y pensaron que aquello era
el final de las Escuelas cristianas y también de la persona que había sido el autor.
Algunos de los principales Hermanos, más esclarecidos que los otros, y más al
corriente del Instituto y del modo de gobernarlo, lo criticaron públicamente y
lamentaron que el servicio que se le había pretendido hacer era el golpe mortal a su
Sociedad. ¿Cuál es el objetivo de la nueva forma de gobierno que se introduce?,
preguntaban. ¿Se quiere despojar al fundador del derecho de gobernar su Instituto, y
cerrarle, cuando regrese, las puertas de todas las casas que él mismo ha establecido?
¿Se pretende simplemente sostener, durante su ausencia, a los Hermanos en su primer
espíritu, y conservar como en depósito a su Instituto, para que él lo vuelva a
encontrar, cuando regrese, tal como lo dejó? ¿Se quiere dar a su obra una forma
mejor,
<2-116>
corregir los defectos y reparar sus cimientos, o crear una sociedad nueva sobre las
ruinas de la primera? Cualquiera que sea el aspecto que se quiera dar al cambio que se
introduce, sólo se puede ver como una novedad perjudicial, nacida de la malicia o, al
menos de un falso celo.
724 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

10. Se le hacen ver al Hermano Bartolomé los desórdenes que se iban a


seguir al introducir la nueva forma de gobierno, y se le ofrecen los
medios para eliminar el mal en su nacimiento
Todo esto, y otras cosas que se omiten, le fueron expuestas al Hermano Bartolomé
por algunos de los principales Hermanos, e incluso por algunos de los superiores
eclesiásticos escogidos en cada diócesis para suplir la ausencia del señor de La Salle.
Estas personas, clarividentes y celosas por el bien del Instituto de las Escuelas
cristianas, lamentaron el pernicioso consejo que se había seguido, y ofrecieron sus
servicios para impedir las malas consecuencias.
Entre sus manos tenían encomendada, por decirlo así, la Comunidad del señor de
La Salle. Les hubiera resultado fácil desmembrarla en partes, según el nuevo
proyecto, y ponerse al frente de la que estaba sometida a cada uno de ellos. Podían
convertirse en cabeza de estas pequeñas congregaciones desmembradas, y atribuirse
de forma barata el nombre de fundadores, confeccionando nuevos reglamentos e
introduciendo nuevas prácticas, a expensas del verdadero fundador. Aparentemente,
éste era el camino por el que los inventores del nuevo sistema pretendían deslumbrar
a aquellos superiores particulares. Sea lo que fuere de esta intención, el
Todopoderoso, que había permitido que se propusiera este proyecto, no permitió su
ejecución.
Para pararlo, al Hermano Bartolomé se le aconsejaron tres o cuatro cosas. La
primera, emprender una visita general a todas las casas, ganarse con suavidad al
director y a los Hermanos de cada una, y comprometerles a que no interrumpieran la
relación que tenían con él y la unión que tenían con el cuerpo de la comunidad. La
segunda, comprometerles a que comunicaran a los superiores externos sólo los
asuntos externos, y las cosas que requerían su protección. La tercera, no dar a tales
señores el título de superior, sino llamares protectores. La cuarta, celebrar durante las
vacaciones una asamblea general, en San Yon, de los principales Hermanos de las
casas, para deliberar sobre el bien general del Instituto, para hacer juntos un fervoroso
retiro y renovarse en el espíritu; y para hacer, en ausencia del señor de La Salle, la
elección de un superior general, y convenir que a los superiores externos sólo se les
consideraría como protectores, y que se procediera con ellos a la manera como en
Roma hacen las órdenes religiosas con su cardenal protector, que se les asigna para
favorecerlas con su poder.
Aquellos superiores que habían dado estos consejos fueron los primeros en
seguirlos. No quisieron realizar ningún acto de jurisdicción con los Hermanos, ni
tampoco quisieron asistir a sus asambleas, ni mezclarse con los asuntos internos de
sus casas. Se contentaron con dar sus consejos cuando los Hermanos se los pedían.
Por lo demás, ya desde su primera posesión, dejaban a los Hermanos gobernarse por
su superior general, y sólo se reservaban el derecho de prestarles ayuda si la
necesitaban.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 725

Lo admirable, y lo que hace sentir el dedo de Dios sobre la Comunidad del señor de
La Salle, es que todos los demás superiores hicieron, por propia iniciativa, o tal vez
por inspiración divina, lo que habían proyectado aquellos de quienes hemos hablado.
Se miraban sólo como protectores de los Hermanos y no interferían en nada sobre su
antigua manera de gobernarse. Si hubo desconcierto entre los Hermanos, no vino en
absoluto por la parte de estos señores, sino que la causó la novedad misma, en sí
misma, que se quiso introducir.
Afectó, en efecto, a sujetos de todo
<2-117>
tipo: a tibios y a fervorosos, a dóciles y a rebeldes. Cada uno pensaba lo suyo en
aquellas circunstancias. Unos gemían por la ausencia del señor de La Salle, como
causa del desorden; otros suspiraban por su retorno, como único remedio a la
decadencia del Instituto. Unos desesperaban de que llegara el remedio y el liberador,
y se sentían tentados a dejar un Instituto que iba a cambiar de rostro y que dejaría de
existir, al tomar nueva forma; otros coloreaban su salida con el pretexto de aquellas
quejas. En fin, tanto de unos como de otros, de los más veteranos y de los mejores
sujetos, algunos salieron, desalentados por estar siempre en una situación como
flotante e insegura, pero la mayoría no renunciaron a su estado de maestros de escuela
sino porque pensaban que se quería que renunciaran a su vocación de Hermanos.

11. Se advierte al señor de La Salle de los desórdenes que está causando


el enemigo en su Sociedad; su resignación a la voluntad de Dios
Desde todos los rincones se escribió al señor de La Salle sobre este asunto, y
muchos le reprocharon su ausencia. La mayoría de las cartas, con una dirección
equivocada o insegura, pues no se sabía dónde estaba, no le llegaron. Pero una sola
bastaba para informarle del asunto, más de lo que él quisiera. Al final le advertían de
ello, y quedó desolado. De tantas cartas que los Hermanos y aquellas personas que se
interesaban por el bien del Instituto le enviaron, algunas le llegaron, y le pusieron
al corriente del desorden que sus enemigos habían introducido en su Sociedad, y de la
decadencia con que estaba amenazada si él mismo no acudía, cuanto antes, a dirigirla
con el mismo pulso con que la había fundado.
Esta desgraciada noticia era para él, en los planes divinos, la mayor prueba que
Dios preparaba para su virtud. Este segundo Job, al conocerlo, se sometió a las
órdenes de Dios, adoró sus designios incomprensibles, bendijo su santo nombre y se
abandonó a su estricta voluntad. Con todo, sin dejarse abatir, esperó contra toda
esperanza, a ejemplo de Abraham, persuadido de que cuando pluguiera a Dios, sabría
suscitar, de las mismas piedras, nuevos hijos, y rehacer el Instituto de las Escuelas
cristianas con nuevo brillo. ¡Bendito sea Dios!, añadió; si es su obra, Él tendrá
cuidado de ella.
726 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

Su confianza en Dios no fue vana, pues le llegaron cartas más consoladoras, que le
informaron de que el mal no era tan grande como se temía; que Dios había sabido
sacar el bien del mal en favor del Instituto; que los superiores eclesiásticos que se
habían pedido para los Hermanos se portaban como protectores y padres, que les
habían ayudado con sus consejos y les habían animado a la observancia de la Regla,
sin mezclarse para nada en el gobierno interno ni en la marcha de las casas; que ellos
mismos habían advertido al Hermano Bartolomé de lo que no iba bien, para que
pusiera el remedio conveniente, y eso mostraba hasta qué punto se abstenían de
interferir en los derechos del Hermano superior, y de no cambiar nada en las casas.
Que incluso algunos de los Hermanos, que se habían dirigido a ellos para que
resolvieran asuntos particulares, con perjuicio del bien general de todos, los habían
remitido con prudencia a sus superiores, como a sus jueces naturales. El señor de La
Salle, en efecto, a su regreso, tuvo el consuelo de saber que el nuevo sistema de
gobierno no había tenido otras consecuencias.
Parecía que todo lo que estaba pasando en todas partes, y sobre todo en París,
respecto de él, le hubiera tenido que obligar a regresar, para poner orden en todas las
cosas con su presencia. Pero, persuadido como estaba, de que era más propio para
destruir que para edificar, y que Dios no tenía necesidad de él para sostener su obra,
sólo pensó en esconderse aún más de lo que había estado. Todas las razones de que
estaban llenas las cartas para retirarle de su soledad no tuvieron fuerza alguna
<2-118>
sobre su espíritu. Él no respondía ni siquiera a las que los Hermanos le escribían sobre
este asunto, para acostumbrarles a que le olvidaran por completo y para desanimarlos
sobre ello, con un silencio afectado.
Pero no ganó nada. Cuanto más quería que le olvidasen, más pensaban en él los
Hermanos, al no poder vivir sin él.

12. Los Hermanos, al no poder convencerle de que regrese,


se lo ordenan, y él obedece
La larga ausencia del señor de La Salle enseñó a los Hermanos cuán querido les
tenía que ser, y cuán necesario era su regreso. Ellos le importunaban sin cesar y le
inundaban con sus cartas. Al final, molestos por usar tantos medios inútiles,
imaginaron uno que fue más eficaz para hacerle volver. Como no tenía cuenta de sus
deseos, de sus súplicas, de sus ruegos, pensaron ordenárselo y hacer de ello un
mandato. El trámite era atrevido y no tenía igual. La orden que le daban parecía,
incluso, un atentado contra la autoridad legítima que debían respetar. Pero ¿qué otra
cosa podían hacer? La necesidad no tiene ley, dice el proverbio, y la caridad, a veces,
hace leyes extraordinarias. Si en esta situación los hijos ordenaron al padre, fue sólo
con la mira de obedecerle; si los discípulos dieron la la orden a su maestro, sólo fue
por el deseo de recibirla de él.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 727

Los principales Hermanos de París, de Versalles y de San Dionisio se reunieron y


decidieron escribirle una carta en nombre del Instituto, por la cual, después de haberle
rogado con las razones más tiernas y conmovedoras, le ordenaban, en virtud de la
obediencia que había prometido al Instituto, igual que ellos, que regresara a París sin
demora. Esta carta, escrita con estilo ingenuo y sencillo, muestra tan vivamente la
estima y veneración que tenían a su santo fundador, y el temor de perderle, que su
lectura es suficiente para refutar todo lo que sus enemigos dijeron de la dureza de su
gobierno y de la obstinación que le reprochaban.
«Señor, nuestro muy querido padre, nosotros, principales Hermanos de las
Escuelas Cristianas, preocupados por la mayor gloria de Dios y el mayor bien de la
Iglesia y de nuestra Sociedad, reconocemos que es de capital importancia el que
vuelva a tomar las riendas y el cuidado de esta obra de Dios, que lo es también suya,
puesto que ha sido del agrado del Señor el servirse de usted para fundarla y guiarla
desde hace tanto tiempo. Todos estamos convencidos de que Dios le ha dado y le da
las gracias y los talentos necesarios para gobernar esta nueva Compañía, que es tan
útil a la Iglesia; y es de justicia testificar ahora que usted la ha guiado siempre con
mucho éxito y edificación. Por todo ello, señor, le rogamos muy humildemente, y le
ordenamos en nombre y de parte del Cuerpo de la Sociedad, al que usted ha
prometido obediencia, que vuelva a asumir de inmediato el gobierno general de
nuestra Sociedad. En fe de lo cual firmamos, en París, a 1 de abril de 1714, y nos
repetimos muy respetuosamente, señor y querido padre nuestro, sus humildes y
obedientes inferiores, etc.»
Esta carta, a mi parecer, es un testimonio bien luminoso de la insigne virtud del
señor de La Salle. Era preciso que los Hermanos tuviesen una elevadísima idea de la
humildad y de la obediencia de su fundador, para atreverse a escribirle de esa manera,
y creer que él quisiera someterse a un mandato, que seguramente estaba mal puesto en
las bocas de quienes lo formulaban, y que él no podría excusar, si la sencillez y la
necesidad no lo hubiesen hecho imprescindible. Una persona menos humilde que su
superior se hubiera impresionado y hasta escandalizado de aquel mandato imperioso;
se habría vengado con un profundo silencio o con una respuesta dura. Es lo que los
<2-119>
Hermanos no temían, en absoluto. Conocían demasiado bien el carácter de su
superior para poder desconfiar de él en este asunto. En toda circunstancia les había
dado ejemplos de humildad y de obediencia tan extraordinarias, que se consideraban
con derecho de esperarlo ahora, e incluso de exigírselo. No se engañaron. Aunque
una carta tan singular sorprendió al principio al santo sacerdote, y si no hubiera
reconocido la escritura de los Hermanos que la firmaban habría podido sospechar de
ella, e imaginarse que había sido escrita como una especie de estratagema por alguno
de los más celosos del Instituto y de los más adictos a su persona. Como no podía
tener ninguna duda sobre la autenticidad de la carta, al leerla se quedó como en
suspenso, sin saber si debía censurar el atrevimiento de quienes la escribían o alabar
el celo que la inspiraba. Los pensamientos que fueron ocupando su mente durante la
728 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

lectura de la carta, terminaron por moverle hacia la deferencia por sus inferiores, y le
inclinaron a darles una vez más un magnífico ejemplo de sumisión y de dependencia,
tal como esperaban de él.
Sus amigos se dieron cuenta de su resolución, y se opusieron a ella con todas sus
fuerzas, pero él les respondía que era preciso cumplir la obediencia. «¿A quién quiere
obedecer?», le preguntaban. «¿Tiene usted un superior en su comunidad?» «Quiero
obedecer a los Hermanos —replicaba—, que me mandan regresar a París». «¡Extraño
equívoco —objetaban—, si el legislador recibe la ley de aquellos a quien él la ha
dado!» En vano quisieron convencerle de que no tenía por qué recibir órdenes de sus
inferiores, de sus hijos, de unos sencillos Hermanos, él, que era el superior, padre,
sacerdote y fundador. No se pudo remover su resolución; incluso se confirmó en ella,
diciendo que después de haber enseñado la obediencia durante tanto tiempo con
palabras, era justo comenzar a enseñarla con la práctica.
Esta humilde máxima cerró la boca de sus amigos, tan edificados como
sorprendidos. Felicitaron a los Hermanos por tener un superior que les daba tales
ejemplos y no dudaron que un Instituto fundado sobre acciones de virtud tan heroica
fuese obra de Dios, y que podría salir floreciente del pozo de cruces y persecuciones
donde parecía asfixiado y perdido. El señor abate de Saléon, hoy obispo de Agen, y el
señor Didier, canónigo de San Lorenzo, que tiene la bondad de unir al título de
protector de los Hermanos el de ser su confesor, fueron los que más sintieron la
pérdida del santo sacerdote, que iban a experimentar.
Las religiosas de la Visitación del primer monasterio de Grenoble también
manifestaron un enorme pesar. Su iglesia había sido la escogida por el santo
sacerdote para celebrar la santa misa, y había sido su actitud profundamente religiosa
y piadosa con que la decía lo que las enseñó a conocerle y a apreciarle. La devoción
que transmitía desde el altar atraía a todas las religiosas a su misa, aunque él no
celebraba la misa de comunidad. El siervo de Dios, después de haber cumplido con
todas las despedidas que tenía que hacer en la ciudad, pasó la víspera de su viaje en
oración, para recomendar a Dios su viaje y los Hermanos de la casa que le había
servido de asilo. Se había dado cuenta, antes de partir, de un pequeño malentendido
de uno de los Hermanos con su director; se esforzó por suavizar la situación, y los
dejó reconciliados y en paz. Después los exhortó, como otro san Bernabé, a
perseverar en la unión, en la caridad, en la fidelidad a su vocación y en el espíritu de
retiro y de alejamiento del mundo. Es fácil comprender cuán afligidos quedaron los
Hermanos por esta separación; y les fue tanto más sensible por cuanto perdían la
esperanza de volver a verle.
El señor de La Salle emprendió el camino en dirección a Lyon. Al llegar, su
devoción le
<2-120>
condujo a la tumba de san Francisco de Sales, donde estuvo una hora en oración, para
obtener de Dios el espíritu de este insigne santo, y su protección para el Instituto.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 729

Algunas personas de la ciudad, a las que conocía y fue a visitar, quisieron retenerle
algún tiempo, pero él se disculpó, poniendo como excusa que la obediencia le forzaba
a regresar cuanto antes a París. De Lyon se dirigió a Dijón, donde los Hermanos le
recibieron con una alegría mezclada de tristeza, por el poco tiempo que les concedía
para consolarlos de su larga ausencia. Por fin, llegó a París el 10 de agosto de 1714.
730 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

CAPÍTULO XIII

Cómo se presenta y es recibido en París el señor de La Salle.


Le causan nuevas penas. Libera a un poseso

1. 1714: el señor de La Salle, de vuelta a París, se presenta


como un inferior, y hace todo lo posible para que los Hermanos
elijan otro superior, pero inútilmente
El señor de La Salle, que había regresado a París por la voz de la obediencia, se
presentó en actitud de inferior, y dijo a los Hermanos al presentarse: Ya estoy aquí;
¿qué deseáis de mí? Los Hermanos, llenos de extrañeza, sólo tuvieron palabras para
rogarle que asumiera el gobierno general del Instituto. El santo sacerdote se defendió
alegando que, si durante su ausencia la obra había sido sostenida por la mano
poderosa que la había comenzado, la suya era inútil. Dijo más: que tenían que suponer
que estaba muerto y proceder como si ya no estuviese en el mundo. Añadió que estaba
decidido a vivir en adelante en el estado singular al que la Providencia le había
llevado por caminos secretos; que después de haber saboreado la dulzura de una vida
libre del cuidado de los otros, no podía decidirse a retomar una carga tan pesada; que
era tiempo de pensar en la elección de un superior general que, con su buen gobierno,
pudiera reparar todas las faltas que él había cometido. A ese punto quería llevar el
fundador a los Hermanos. Ya había intentado varias veces llevarlos a esta cuestión, ya
desde el comienzo de la Sociedad; pero su humildad nunca había podido vencer en
este asunto la inflexibilidad de sus hijos.
Pues bien: sobre este asunto él tenía más de un objetivo, pues además del inmenso
amor que profesaba al estado de abyección y de dependencia, que le inclinaban
continuamente a ocupar el último lugar, quería introducir en la Sociedad, y autorizar
con su ejemplo, mientras vivía, la forma de gobernar que tenía que quedar en ella, por
el temor de que a su muerte se intentara colocar al frente de los Hermanos a un
superior que no perteneciera a su mismo cuerpo. Era, pues, para prevenir este
desorden, que él consideraba como la ruina de su Congregación, que había
comprometido a los Hermanos, incluso por voto (como se vio en su lugar), a escoger
entre ellos a un superior inmediatamente después de su muerte.
Su temor no era vano, porque hemos visto cómo después de diez años de intrigas
para colocar en París a un superior extraño en su lugar, lo habían conseguido. Para
evitar este desorden de raíz, pensó que era absolutamente necesario elegir a uno de los
Hermanos como superior, para hacer inútil el superior externo que se había elegido a
sí mismo, sin ninguna ayuda de fuera. Eso es lo que deseaba ver durante su vida, para
poder esperar, cuando muriese, que su ausencia de este mundo no causaría ningún
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 731

cambio entre los Hermanos. Al contrario, temía que si mientras él vivía descuidaban
gozar del derecho de gobernarse,
<2-121>
como hacen todas las demás congregaciones, después de su muerte alguien podría
despojarles de tal derecho.
Todos sus esfuerzos fueron, una vez más, inútiles. Nunca pudo obtener de sus hijos
el cese que solicitaba desde hacía tantos años. No le habían hecho volver para
deponerle. Cualquier otro distinto de él, puesto en su lugar, no podía gustarles. No
podían ni prescindir de él ni sustraerse a su autoridad. Todos acudieron, pues, a sus
pies, para presentarle sus respetos y someterse a su voluntad. El siervo de Dios,
frustrado una vez más en su esperanza, se retiró a su pobre habitación, con el corazón
lleno de tristeza por no poderse liberar de una carga que se le hacía muy pesada, y para
la cual se consideraba incapaz.
Esta descarga, objeto de sus deseos desde hacía tanto tiempo, fue también el
objetivo de sus continuas oraciones. Sería escuchado, sí; pero sólo dos años más
tarde.
Sin embargo, durante todo este tiempo conservó sólo el nombre de superior, pues
se descargaba de los asuntos en el Hermano Bartolomé, quien, por otro lado, no hacía
nada sin consultarle. El santo varón tampoco quiso dirigir la casa ni presidir los
ejercicios.
Se reservó sólo el ejercicio de su ministerio, que no podía descargar en los
Hermanos. Les decía la santa misa, les confesaba, y los domingos y fiestas les hacía
una exhortación espiritual de media hora. Todo el tiempo restante lo pasaba en su
habitación, dedicado a rezar, a leer la Sagrada Escritura y libros de piedad, y a
componer obras espirituales para el beneficio particular de los suyos. Este proceder
del santo varón mortificaba bastante a sus hijos. Creían que sólo le poseían a medias,
y lamentaban no poder aprovechar plenamente su presencia. Pero disimulaban su
tristeza por miedo de apenarle, y esperaban poderle llevar insensiblemente a sus
deseos.
Como en los eternos designios de Dios estaba dispuesto que el santo varón no
pasase un solo día que no estuviese marcado con la cruz, no pasó mucho tiempo sin
probar nuevas humillaciones. Su gran enemigo ya no estaba en el mundo, pues Dios
se lo había llevado mientras el santo sacerdote residía en Grenoble. El aviso que había
recibido de su muerte facilitó su regreso a París, a donde no hubiera osado volver si su
rival estuviera aún vivo. Así se lo declaró el mismo señor de La Salle a algunos
Hermanos de confianza. Pero si aquel poderoso adversario ya no vivía, había dejado
herederos de su espíritu y de sus prejuicios contra el siervo de Dios.
732 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

2. El eclesiástico que se decía superior de los Hermanos busca conflictos


con el señor de La Salle. Cuestiones sobre las que pide respuesta
Uno de esos herederos se mostró muy escandalizado porque el señor de La Salle
confesara a los Hermanos, pensando que no tenía permiso para ello. Su impaciente
celo por este pretendido exceso hizo brotar críticas de su boca, y se lo comunicó al
Hermano Bartolomé. Y no pudo tampoco ocultar su sorpresa al señor de La Salle, que
no le sacó de su extrañeza sino para que cayera en otra mayor, al mostrarle los
amplios poderes que había recibido del señor cardenal de Noailles desde su entrada
en el arzobispado de París, sin obligación de tenerlos que renovar. El eclesiástico de
quien hablamos quedó tanto más sorprendido cuanto que no sabía de nadie que
tuviera poderes parecidos, y ni siquiera él había recibido una señal semejante de
distinción, que pensaba que merecía tanto por su rango como por su nacimiento.
Como no pudo molestar al santo sacerdote sobre este asunto, buscó otra cosa, y
Dios lo permitía así para hacer brillar más la perfección de su siervo; pues aunque la
persona de que hablamos era hombre de bien, de elevada virtud, estaba imbuido de las
ideas del difunto enemigo, y con su actitud parecía
<2-122>
que hacía revivir las animosidades contra el santo sacerdote. Se puede decir que
buscaba la confrontación, y que estaba descontento porque el señor De La Salle
hubiera regresado a París. No sabía de qué forma echarle de nuevo cuanto antes, tal
vez porque la presencia del siervo de Dios le hacía sombra en el título de superior de
los Hermanos, o quizás porque quería continuar la ejecución del nuevo sistema de
gobierno, cuyo éxito veía que se echaba a perder, mientras estuviera presente el señor
de La Salle. Sea cual fuere el motivo que le hacía actuar, elaboró de propia mano una
memoria que entregó al señor de La Salle, mandándole que respondiera a ella.

3. Apuro en que estas cuestiones ponen al señor De La Salle


He aquí las cuestiones a las cuales se pedía una respuesta pronta y precisa.
¿Quiénes serán, de ahora en adelante, los superiores de la comunidad de los
Hermanos? ¿Cuáles serán los votos? ¿A quién tendrán que dirigirse cuando se quiera
abrir escuelas? ¿A cuánto ascenderá la pensión? ¿Cuáles serán las Reglas de la
Sociedad?
Estas cuestiones eran artificiosas y molestas, sobre todo lo primera, que era el nudo
de las demás. El siervo de Dios no podía responder a ella sin dar nuevas armas contra
él y sin caer en la trampa que se le tendía. Si hubiera respondido que los superiores de
la comunidad de los Hermanos debían ser, en adelante, tomados del cuerpo de la
Sociedad, que debían ser simples Hermanos, y no sacerdotes ni extraños, se le
hubiera acusado por todo ello, pues se le hubiera reprochado a él mismo que quería
innovar sobre este artículo y cambiar el orden de la primera institución de la
Sociedad, puesto que él era, aunque sacerdote, el superior perpetuo y sin interrupción
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 733

desde la fundación. Se le hubiera tachado de orgullo y de singularidad, ya que quería


ser el único en su especie, por decirlo así, y no permitir después de él un segundo caso
de un superior sacerdote en la comunidad. Se le habría acusado de rareza y de
cerrazón de espíritu, ya que pensaba que la congregación estaría mejor gobernada por
simples Hermanos, sin estudios ni ciencia, que por eclesiásticos doctos y sabios. Se le
hubiera recriminado que condenase lo que se acababa de hacer con tanto éxito, y
considerar nefasto que se hubieran nombrado superiores eclesiásticos para los
Hermanos en todos los lugares donde había escuelas, lo cual significaba herir
personalmente al autor de esta memoria, que había sido el primer autor de este
proceso. En fin, esto hubiera significado decirle al autor de la memoria que no se le
consideraba como superior de los Hermanos de París, y que estaba usurpando un
título que nadie había tenido el derecho de darle.
Por otro lado, si el señor de La Salle hubiera respondido que en adelante los
superiores de la comunidad de los Hermanos serían sacerdotes como él, y tales como
los que habían sido nombrados en las diócesis, 1. Habría aprobado la nueva forma de
gobierno que se quería introducir, y que de hecho se había introducido, y que él
consideraba como un desorden y como la ruina total de su Instituto; 2. Él mismo se
habría excluido de su Sociedad, y habría dado un pretexto legítimo para echarle de
ella, pues le habrían preguntado qué había ido a hacer en París, puesto que ya había
otro superior distinto de él; 3. El señor de La Salle habría destruido lo que él mismo
había hecho, pues hubiera inducido a los Hermanos a violar el voto que él les había
inspirado que hicieran; a saber: el no escoger después de su muerte como superior a
ningún sacerdote, ni a ningún extraño, sino a un Hermano del mismo cuerpo.
Está claro que este señor no tenía ningún derecho ni ninguna apariencia de
superioridad sobre el señor de La Salle, y que éste podía negarse a responder y
preguntar a quien le cuestionaba por qué razón se mezclaba en tales asuntos. Pero el
siervo de Dios era demasiado humilde para hacerlo. También es seguro que si el señor
de La Salle hubiera querido llevar estas cuestiones al señor cardenal de Noailles, que
no había dado
<2-123>
el encargo de hacerlo, y que no miraba con ojos muy benignos a los autores de la
memoria, habría hecho recaer sobre ellos su indignación; pero el santo sacerdote era
demasiado prudente para suscitar este embrollo, y demasiado caritativo para
vengarse con toda seguridad de las querellas que le presentaban con demasiada
alegría.
Lo más simple para él hubiera sido despreciar aquellas cuestiones y honrarlas con
un profundo silencio. Pero eso es lo que no osó hacer, pues aunque aquel señor no
tuviese ninguna autoridad sobre él, sí se la había tomado sobre los Hermanos, y
tenían, incluso, necesidad de él, ya que podía hacer mucho bien y también mucho
mal. Por eso, la humildad, la caridad y la prudencia le obligaban a responder. La
humildad se lo ordenaba, pues al hacer que se considerase en su espíritu en el último
734 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

lugar, le impulsaba a rebajarse ante todos y a someterse a todos, como a sus


superiores, de acuerdo con el consejo de san Pedro y de san Pablo a sus discípulos. El
hombre de Dios estaba tan lleno de ese consejo, que nunca hablaba a la persona de
que se trata sino con profundo respeto; se portaba con él como con su superior, recibía
sus correcciones y a menudo sufría sus modales duros y despectivos, sin ofenderse
por ello. La caridad también le obligaba a responder, para desviar los golpes que este
señor podía lanzar contra los Hermanos. En fin, también se lo inspiraba la prudencia,
para no permitir que se ignorase su intención, y por miedo a que su silencio autorizara
las nuevas prácticas. Su apuro, con todo, no fue pequeño; las cuestiones eran
capciosas y sólo tendían a encontrar la forma de sorprenderle con sus propias
palabras.

4. El señor de La Salle resuelve no responder, y su negativa


es causa de que se deje a los Hermanos en terrible carestía
En fin, puesto que había que responder, se entregó al Espíritu de Dios, y respondió
con sencillez lo que creía que Él le inspiraba, a todos los artículos, excepto al primero.
La respuesta llevada a quien la estaba esperando, no logró otra cosa que agriar a un
hombre que quería agriarse, y que estaba buscando la ocasión de estallar contra el
siervo de Dios. Se mostró indignado porque la primera cuestión no había sido
respondida. Era en aquel punto donde quería una respuesta precisa, porque todas las
demás dependían de ella. Para contentarle, habría sido preciso que el santo fundador
le respondiera que la Comunidad de los Hermanos de París sería gobernada por él y
por los señores de ***. Cualquier otra respuesta le hubiera irritado de la misma
manera, pues era allí a donde él quería llegar, deseando ser nombrado superior por el
fundador mismo, y excluyendo a éste, y poner por sí mismo la comunidad de los
Hermanos de París bajo su pleno poder y a su disposición. Era precisamente lo que el
señor de La Salle temía, y lo que consideraba como la destrucción total de su
Sociedad. Y aunque la indignación que este señor mostró le afligió mucho, porque
previó las consecuencias, no se dejó hundir.
Abandonó todo a Dios, dijo que no podía responder y que se le estaba tendiendo
una trampa. En aquel momento, hablando propiamente, no había ningún superior en
función. El señor de La Salle lo era, pero no quería ejercer ninguna función del cargo.
Los Hermanos no se habían dado otro, y sólo dos años después de todo esto es cuando
se realizó la elección del Hermano Bartolomé. Por un lado, la negativa constante de
aceptar la dimisión de su fundador, y por otro, la perseverancia del señor de La Salle
en no hacer ningún acto de superior, dejaba todas las cosas en suspenso. Esta
situación parecía adecuada a aquel que se injería en la comunidad, para hacerse dar
el título de superior por el siervo de Dios, a fin de aprovechar la autoridad que da el
nombramiento, y terminar la ejecución de su sistema.
Aun cuando el señor de La Salle no hubiera tenido en vista estos motivos de temor,
la prudencia no le habría permitido dar ninguna respuesta al primer artículo;
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 735

<2-124>
pues, decía, «si pongo por escrito que la comunidad de los Hermanos será dirigida por
***, se me echará encima el señor arzobispo de París; si digo que estará sometida al
gobierno del prelado, atraeré sobre mí y sobre los Hermanos la persecución de estos
señores». Razones tan poderosas le impidieron aventurar una respuesta al primer
artículo y exponerse por ello a los inconvenientes que deberían seguir. Él fue
castigado y los Hermanos sufrieron la pena. Era lo que temía el señor de La Salle,
pero estaba preparado.
El que planteaba todas estas cuestiones había tenido la habilidad de conseguir que
pusieran en sus manos la pensión debida a los Hermanos que daban las clases, y
estaba dispuesto a no desprenderse de ella hasta que el señor de La Salle le hubiera
dado una respuesta satisfactoria. Cuando llegó el tiempo de recibir la pensión, a
quienes iban a buscarla les preguntaba previamente si el señor de La Salle ya había
respondido. Aquellos Hermanos, sencillos y sinceros, decían sin titubeo que no,
porque no sabía qué respuesta dar. Esto era motivo de nuevo enfado para aquel
hombre que exigía de la boca misma del señor de La Salle el título de superior, y que
lo condicionaba, de algún modo, a la suma de la pensión debida. En efecto, exigió
esta respuesta como recompensa del pago que tenía que hacer, y se negó a entregar el
depósito que estaba entre sus manos.
El señor de La Salle no se inmutó por esta negativa, que ya se esperaba. Los
Hermanos, con todo, le presionaban para que respondiera, haciéndole ver la
necesidad de la casa e intentando sacarle de la inacción en que estaba respecto del
asunto; pero él continuó negándose a responder, previendo que fuera cual fuese la
respuesta, las consecuencias siempre serían nefastas.

5. Los Hermanos encuentran una solución para salir de este conflicto


Los Hermanos, al no poder obtener nada de él en este punto, y al verse, por otro
lado, acuciados por la necesidad, tomaron la decisión de responder ellos mismos,
convencidos de que una respuesta de su parte, sin tener los mismos inconvenientes
que si la diera el señor de La Salle, les facilitaría conseguir lo que se les debía en
justicia, y sacaría a su superior de la extraña perplejidad en que se hallaba desde hacía
seis semanas. Sin entrar en los detalles de lo que ocurrió en esta ocasión, baste decir
que encontraron la manera, si no de satisfacer a quien había propuesto las cuestiones,
al menos sí de aparentar que quedaba satisfecho. Ésta fue la respuesta que dieron por
escrito al primer artículo: que el Instituto de los Hermanos sería dirigido por los
señores***, que de acuerdo con los señores*** escogerían un superior eclesiástico.
Se sabía que esta respuesta no le iba a agradar, pero también se contaba con que se
vería obligado a contentarse, porque él mismo había dado a los Hermanos como
máxima que cuando tuvieran alguna dificultad, debían reunirse dos o tres, según el
consejo del Evangelio, y que él consideraría como bueno lo que decidieran de esta
736 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

manera. De esta máxima se desprendía además que los Hermanos le dijeron que no
correspondía al señor de La Salle, sino a ellos, responder al primero de los artículos
propuestos, y que por tanto no cabía exigirle a él una respuesta. La cosa sucedió como
habían previsto. El señor, una vez leído el escrito, lo devolvió a los Hermanos
sonriendo, y sin dar ninguna muestra de descontento.
Cuando volvieron los Hermanos el señor de La Salle vio el papel y supo que dicho
señor había quedado satisfecho, exclamó, con un profundo suspiro: ¡Oh Dios mío!,
¡qué carga tan pesada me habéis quitado del corazón! Al día siguiente acudieron
para solicitar la pensión, y se les concedió de inmediato, y no se oyó hablar más de
todo este asunto. El señor de La Salle, después de este suceso, resolvió con más fuerza
que nunca abdicar del cargo de superior, procurando con mucho más cuidado no
ejercer ninguna función.
<2-125>
Estaba casi siempre en su habitación, rezando, leyendo y componiendo meditaciones
para el uso particular de los Hermanos, contentándose, por otro lado, con oírles en
confesión y con darles las conferencias espirituales de los domingos y fiestas.

6. Historia del caballero D’Armestat; su conversión y su liberación


de la posesión del demonio por el señor de La Salle
Un año después del regreso del señor de La Salle a París, el caballero D’Armestat
se había retirado al noviciado de los Hermanos. Era un joven de familia ilustre de
Alemania, que había servido en los ejércitos del emperador durante varios años, al
mando del príncipe Eugenio. Después de la batalla de Denain dejó el ejército, sin que
se sepa por qué motivo. Al pasar por Lyon se detuvo por algún tiempo. Durante su
estancia en aquella ciudad había una posesa, a la que se iba a exorcizar, que estaba en
boca de todo el mundo y despertaba la curiosidad de los ociosos.
La suya le tentó a ver el espectáculo, y examinar si lo que se decía de la posesión
del demonio era verdad. Tal vez se quería reír de los exorcismos y de la ingenuidad de
los católicos, que en el concepto de los novadores son demasiado crédulos en esta
materia. Un protestante como él no estaba dispuesto a ver la ceremonia de los
exorcismos de otro modo que como una diversión del pueblo. Un hombre de guerra,
tal como era él, consideraba un honor mostrar una mente fuerte, y no creer que
hubiera demonios.
Con esta disposición entró en la iglesia donde se realizaban los exorcismos. Al
entrar, el saludo que recibió de parte del demonio, por boca de la posesa, recompensó
su curiosidad o su incredulidad, ya que le dijo lo que no hubiera querido saber. Pues la
posesa, mirándole, le espetó temblando de rabia: ¡Tú no crees que haya demonios,
pero un día probarás su furor! Quedó profundamente sorprendido. Si había acudido
para reírse, encontró motivos para llorar. Afectado por una verdad tan saludable, que
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 737

Dios le revelaba por medio del padre de la mentira, lo pensó seriamente; y este primer
pensamiento hizo surgir en él el deseo de abjurar del luteranismo y hacerse instruir en
la religión católica y romana.
No perdió tiempo, pues algunos meses después hizo su profesión de fe en manos
del arzobispo de Lyon. Después de este paso se fue a París, y su primer cuidado fue
ponerse en manos de un hábil director, capaz de llevarle a Dios y sacarle de sus
extravíos. Le encaminaron hacia un virtuoso sacerdote de la comunidad de San
Sulpicio, que le aconsejó que se retirara a la Comunidad del señor de La Salle. Fue
admitido en ella el 8 de octubre de 1714, y el día de San Dionisio comenzó los
ejercicios del Noviciado.
Parece que el demonio le estaba esperando allí para hacerle experimentar su furor,
según la amenaza que le había hecho por boca de la posesa. Esto no le resultó difícil,
pues el caballero había recibido en el ejército diversas heridas que habían sido
curadas por medio de la práctica conocida como el secreto. El espíritu maligno, que
había empleado su ciencia para curar a un hombre que le pertenecía, no quiso que se
aprovechase de ella después de su conversión. El nuevo converso, desde el primer
momento en que entró en la casa de los Hermanos, sintió fuertes dolores por todo el
cuerpo. La violencia del mal que sufría le arrancaba lágrimas de los ojos y suspiros
del corazón.
Los Hermanos, que ignoraban el motivo, achacaban a su fervor y al dolor de sus
pecados pasados, sus lágrimas y sus gemidos. Pero al día siguiente conocieron cuál
era la verdadera causa. Como no se presentó a los ejercicios de comunidad, fueron a
buscarle, y le encontraron en la cama, inmóvil e inconsciente, nadando en la sangre
que salía de todas sus llagas, que se habían reabierto, aunque antes estaban
<2-126>
perfectamente cerradas, de tal modo que ni siquiera se notaban. Inmediatamente le
procuraron todo tipo de socorros, pero como los remedios no le hacían volver en sí,
pues permanecía sin palabra y sin movimiento, se perdió la esperanza de mantenerle
mucho tiempo con vida, y por ello se le administró la Extrema Unción. Este
sacramento tuvo un efecto tan sensible, que al momento sus llagas se cerraron, volvió
en sí y recuperó la palabra, y se encontró con una salud tan perfecta que al día
siguiente estuvo en condiciones de seguir los ejercicios del Noviciado.
Con todo, esta recuperación de la salud duró muy poco, pues algunos días después
recayó en un estado peor que el primero.
Sin conocimiento y sin sentimiento, sólo usaba los sentidos y sus miembros para
hacer contorsiones horribles, vomitando sangre por la boca, y haciendo girar los ojos
en la cabeza como un poseso. Con todo, de vez en cuando fijaba los ojos en un lugar
de la habitació, moviendo los labios como si estuviera hablando con alguien y los
brazos como quien quiere detener golpes y se pone a la defensiva.
738 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

Así pasó la noche, con extraordinarias agitaciones, sin que fuera posible hacerle
tomar algún alimento, y ni siquiera separarle los dientes. Luego cayó en una especie
de rapto que duró cuatro horas. Durante ese tiempo le pareció ver una multitud de
demonios, con horribles figuras, que amenazaban con exterminarle si no dejaba
inmediatamente el género de vida que acababa de abrazar. Esta vista horrorosa le
forzaba a mostrar expresiones horribles, y parecía que se hallaba tan al borde de la
muerte que todos pensaban que iba a expirar. Entonces le pareció ver a la Santísima
Virgen, cuya devoción había saboreado desde su vuelta a la verdadera fe, que disipó
con su sola presencia a aquella tropa infernal, y le consoló.
En cuanto volvió en sí, pidió con insistencia el hábito de la Sociedad, y se le
concedió. Pero pagó esta gracia, pues el demonio, al considerar esta toma de hábito
como un nuevo insulto, se vengó de él con nuevos tormentos. Como si el espíritu
infernal le hubiese agarrado por el cuello y como si quisiera estrangularle, el novicio
no podía respirar, y estaba en la situación de una persona que se asfixia. Su lengua se
hinchaba, de manera que no podía servirse de ella para hablar. Sin embargo, en esta
situación no perdió el conocimiento, por lo cual se le pudo administrar el santo
Viático. Como no quedaban esperanzas de que pudiese vivir, la comunidad se reunió
poco después para rezar las oraciones por los agonizantes. A medida que se recitaban,
el mal iba disminuyendo, y cuando se acabaron, parecía que había resucitado.
Con todo, el demonio no soltó su presa, y ya que con tantos tormentos no había
podido apartar a este esclavo suyo, escapado de su esclavitud, de su designio, acudió
a un artificio. Ya fuera por imaginación, ya por ilusión, el enfermo comenzó a ver al
señor de La Salle, al Hermano Bartolomé, al director del noviciado y al sacerdote que
le había aconsejado que entrara en la comunidad, que le golpeaban y flagelaban
cruelmente. Era el demonio, que bajo sus apariencias lo ejecutaba, ya de manera
efectiva, ya de forma imaginaria. Pero lo que era muy real es que el novicio sufría
muchísimo, y sus dolores no eran un sueño ilusorio.
El artificio del espíritu maligno le dio resultado. Su propósito era persuadir al
paciente de que había encontrado tres verdugos en las tres virtuosas personas; el
novicio estaba persuadido de ello, y se pensó que esto podía causar su pérdida. Se
hizo lo posible para disuadirle, y al final reconoció la malicia del seductor. Una vez
que abandonó su falso prejuicio, se reanimó contra los ataques de Satanás, y los
esfuerzos de Satanás se redoblaron contra él.
Este hecho parecerá increíble, y no osaría nadie hablar de ello en un siglo en el que
no se quiere creer nada que parezca extraordinario, si no
<2-127>
tuviéramos la garantía de los Hermanos que fueron testigos de todo. Una noche, la
antigua serpiente, no habiendo podido arrancar del corazón del novicio la vocación,
le arrancó todas las uñas de los pies. Los Hermanos, al día siguiente, no daban crédito
a sus ojos. Este testimonio se ha recibido de aquellos mismos que hacen fuertes los
espíritus. El señor de La Salle fue testigo, como los Hermanos, de este hecho y de
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 739

otros que se han relatado. Había regresado de Grenoble y durante seis semanas hizo,
en favor de este nuevo convertido, tan cruelmente torturado por el demonio, todo lo
que la más tierna caridad le pudo inspirar.
Reflexionando sobre todo lo que había ocurrido ante sus ojos, se persuadió de que
todos aquellos efectos indicaban una verdadera posesión diabólica. Con todo, como
era muy prudente y en todo tomaba muchas precauciones, no quiso hacer nada que
deslumbrara; pues, después de todo, normalmente no hay demostración clara en este
asunto, y es fácil equivocarse; por eso no quiso hacer públicamente las oraciones que
la Iglesia prescribe para la liberación de los energúmenos. Se encerró con el enfermo
en la habitación de éste, y rezó ante él las oraciones prescritas, con las ceremonias que
se usan en semejantes casos. Resultaron eficaces, y el novicio quedó libre de la
posesión del demonio, que hasta entonces no había dado descanso a su antiguo
cautivo. Y aunque desde este momento el novicio no volvió a sentir los ataques del
maligno espíritu, pero tuvo la desgracia de no ser fiel, y no perseveró en la vocación.
740 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

CAPÍTULO XIV

El señor de La Salle envía el noviciado a San Yon.


Él quiere ir también, pero se lo prohíben, y obedece;
luego se le permite ir y se dedica con celo a la formación de los novicios.
Obtiene, por fin, de los Hermanos, que le den un sucesor.
Les instruye sobre el modo de proceder.
Revisa la Reglas y las deja tal como están hoy

1715: Hacia el mismo tiempo del que acabamos de hablar, ocurrió la muerte de
Luis XIV, y esto fue un nuevo motivo de aflicción para el señor de La Salle. La lloró,
con todas las personas de bien, y temió las consecuencias que pudieran seguirse para
la Iglesia y para el Estado. Las dos minorías anteriores habían enseñado a todo el
mundo lo que se debía esperar de una tercera.
Se puede decir que, a la muerte de este gran monarca, el Instituto perdió un gran
protector, pues Su Majestad le había concedido todo lo que se había pedido hasta
entonces en favor de sus Escuelas Cristianas. Este devoto monarca acababa de
establecer una en Fontainebleau, con una pensión de quinientas libras para dos
Hermanos, y esta fundación no fue ejecutada. El interés de la Iglesia también perdía
mucho con la muerte de un rey que había sido temible para la herejía y para sus
seguidores; esto afectaba al señor de La Salle más aún que lo referente a su
Congregación, pues no le fue difícil prever que las nuevas doctrinas iban a progresar
mucho a la sombra de quienes tutelaban el trono.
En aquellos días aumentaba constantemente en París la escasez de alimentos, y la
falta de víveres, lo cual resolvió al santo fundador a enviar el noviciado a San Yon,
porque allí podrían subsistir más fácilmente; los precios de las mercancías en las
provincias no hacían la vida tan difícil como en la capital del reino.
<2-128>
El Hermano Bartolomé partió hacia Ruán, hacia el mes de octubre, con tres o cuatro
novicios. No había más, porque el nuevo gobierno que se había querido introducir no
quería mayor número, como hemos dicho. El noviciado quedó, pues, restablecido en
San Yon, y allí ha continuado desde entonces.
El señor de La Salle permaneció aún en París un mes, con los Hermanos que daban
escuela. Antes de partir para continuar el noviciado, pidió al Hermano director de la
casa que le dejara orar a Dios durante dos días, encerrado en su habitación, de la que
no salió sino para las comidas, a fin de consultarle si debería ir o no a saludar a
monseñor el cardenal de Noailles. Aparentemente tuvo la inspiración de no ir, pues
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 741

después de haber celebrado la santa misa, muy temprano, en la parroquia de San


Sulpicio, pasó a saludar al abate de Brou y despedirse de él.
Este digno sacerdote, que en la vida humilde y escondida se dedica a todas las
obras buenas que no son de relumbrón, había sido encargado por el señor de la
Chétardie que cuidara de los Hermanos cuando el señor de La Salle se había
marchado a la Provenza, y que les prestara todos los servicios que necesitasen. Eso es
lo que ha hecho desde entonces, con suma caridad. Por el interés que se tomaba por
los Hermanos de París, se adelantó a retener al señor de La Salle, y se opuso a su viaje.
Incluso, al prohibírselo, quiso usar un término que sabía agradaba a un hombre tan
humilde, y que la caridad inspira algunas veces para suplir la falta de autoridad.
El motivo que comprometía al piadoso sacerdote a retener al señor de La Salle en
París, es que no sabía cómo podría subsistir la comunidad durante su ausencia, en un
momento en que todo estaba tan caro, y comenzaba a carecer de todo. El señor de La
Salle, que tenía superiores en todas partes, y consideraba un deber honrar a éste de
manera especial, le obedeció con la sencillez de un niño. Los Hermanos, que no
querían reconocer tantos superiores, se sintieron algo molestos por esta nueva orden,
y por los perjuicios que iba a causar entre ellos este contratiempo. Consideraban que
la presencia del santo sacerdote era absolutamente necesaria en San Yon, y le
insistían para que fuera allí.
El remedio a este perjuicio fue que dos Hermanos acudieron al abate de Brou para
hacerle ver la delicadeza del señor de La Salle, con relación a la prohibición que le
había hecho, de salir de París, y que el santo varón, al honrar en él la autoridad que un
hombre perfectamente humilde reconoce a todos sobre sí mismo, no iba a Ruán,
donde, con todo, le necesitaban absolutamente. Esto debió de ser un motivo de
edificación para el piadoso sacerdote, al ver que una persona de la fama, mérito y
edad del señor de La Salle honraba su juventud hasta el punto de someterse a la
prohibición que él no tenía derecho a hacer. Como la caridad había inspirado a los
Hermanos, el abate retiró la prohibición, al asegurarle que los Hermanos no tenían
absoluta necesidad de la presencia de su superior en París.
El señor de La Salle, venido al lugar donde debía encontrar su tumba años después,
y con la tumba el final de sus penas y de sus trabajos, sólo pensó en prepararse a la
muerte, en desprenderse de cualquier otro cuidado y en dejar el Instituto en el estado
en que él deseaba. Pero como todavía no había llegado su hora, y no había consumado
su obra, los Hermanos no le permitieron disfrutar del reposo que buscaba en Dios, y
que debía prepararle al reposo eterno. Como les había formado para la práctica
detallada de la obediencia, y les había enseñado a no hacer nada sin permiso, tanto en
su ausencia como en su presencia, era justo que fuese la víctima de sus propias
máximas, y que la caridad
<2-129>
le hiciera agradables las inoportunidades continuas que sus discípulos le hacían de
viva voz o por carta, pidiéndole permisos o consejos. Él los remitía al Hermano
742 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

Bartolomé, pero inútilmente; acudían siempre a él, como hijos a su padre, por el
sentimiento legítimo de que no podía despojarse de su autoridad sobre ellos.
El empleo que más le gustaba en esta casa era la dirección de los novicios. Siempre
había constituido su placer, igual que su deber principal, como se ha visto, persuadido
como estaba de que toda la santidad de su Instituto dependía del fervor del noviciado.
Con este principio, se aplicó a ello más que nunca. Al tener los ojos abiertos sobre los
procesos de estos jóvenes, los estudiaba en todas partes y en todo buscaba inspirarles
las máximas de Jesucristo, y darles gusto por sus virtudes y sentimientos. Más celoso
aún se mostraba en cultivar su interior que en formar adecuadamente su exterior;
hacía que le dieran cuenta exacta de cuanto les ocurriera, y al observarlos de tan
cerca, les obligaba a no salir de sí mismos y a estar muy atentos a todos los
movimientos de su propio corazón.
Todo lo que no era Dios o no conducía a Dios no era de su gusto, y en sus novicios
sólo sabía estimar la virtud, y quería enseñarles a estimarla más que todo lo demás. Al
entrar en San Yon había que olvidar el mundo y todas las cosas del mundo, o de lo
contrario salir cuanto antes. En aquella agradable soledad sólo se respiraba el cielo; se
olvidaba todo lo que no mira a la salvación y se olvidaba la ciencia del mundo. Allí se
habría ignorado, incluso, que hay un mundo si no se lo hubiera conocido antes de
entrar. Para complacerse con el señor de La Salle había que tener el ardor por la
perfección, estar determinado a renunciarse y a emprender la obra de una perfecta
muerte a sí mismo. En una palabra: quería novicios fervorosos o que quisieran llegar
a serlo, o no los quería; no era el número, sino la santidad lo que buscaba.
Sus amigos eran aquellos que encontraba con ánimo para trabajar en su perfección.
Los animaba con especial ternura, y eran, sin embargo, aquellos a los que más probaba.
Se esmeraba por hacerles correr un camino espinoso, donde la naturaleza cansada
sólo pide reposo, o al menos recobrar el aliento, cuando necesita el aguijón, de vez en
cuando, incluso en los más fervorosos. A estas almas generosas no les perdonaba
nada, porque quería enseñarles a no perdonarse nada ellas mismas, y a fomentar el
odio irreconciliable entre su corazón y su carne. En esto imitaba el proceder de aquel
sabio superior a quien tanto elogia san Juan Clímaco, que habría pensado que quitaba
el pan de la mano de sus inferiores más perfectos, si no los hubiera humillado y
mortificado, a tiempo y a contratiempo, con y sin razón.
En cuanto a los débiles en la virtud y a los principiantes, el proceder del fundador
era diferente. Los consolaba, los animaba y los sostenía. Intentaba suavizarles el yugo
de Jesucristo, y hacerles gustar su servicio. Se comportaba con ellos como madre
tierna, que lleva en brazos a sus hijos cuando están cansados de caminar, y que los
acaricia en su seno. Atraían su compasión aquellos que le parecían languidecer en el
camino de la virtud, y con todo experimentaban su severidad. Los empujaba con
suavidad, y los espoleaba haciéndoles sentir el aguijón de la caridad, pues ésta tiene
también sus espinas, dicen los santos, y causa heridas, aunque heridas que curan el
mal y no lo empeoran nunca.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 743

¡Qué no les decía para darles a conocer su enfermedad espiritual y sus


consecuencias! ¡Qué no les decía para
<2-130>
obligarlos a buscar el remedio en la oración, en la preparación a los sacramentos y en
la abnegación evangélica! Los corazones que encontraba duros e insensibles le
apenaban, y lamentando su desgracia, y mostrándose muy afectado, les enseñaba a
llorar por sí mismos, a quejarse de ellos mismos y a prevenir los funestos efectos de su
estado.
Los que parecían vacilantes en su vocación atraían todos sus cuidados. Examinaba
las causas de su tentación y les enseñaba a descubrir por sí mismos el origen. Si no
reconocía en ellos señales de la llamada de Dios, les abría la puerta, y era el primero
que los invitaba a marchar. Si advertía vocaciones defectuosas, enseñaba a
corregirlas y a purificarlas.
En cuanto a aquellos que el Espíritu Santo había guiado a su casa, no olvidaba nada
para asegurar su fidelidad a la gracia y confirmarles en su profesión. Siempre estaba
dispuesto a escuchar a todos, y con todos mostraba un corazón de padre, tanto en las
reprensiones que hacía a unos, como en el trato suave que daba a otros. Esta
ocupación nunca le aburría ni le cansaba; dejaba de buena gana todas las demás
ocupaciones para dedicarse a ésta, como la más importante y esencial. En efecto,
¿qué se puede esperar en el futuro de un hombre que no ha sido formado en la virtud
desde que entró en comunidad? ¿O de un hombre que no ha hecho el noviciado o lo ha
hecho mal? ¿Puede subsistir una casa sin cimientos? ¿Puede esperarse que en la edad
viril goce de buena salud el niño que no fue bien alimentado con leche de pequeño, o
que la recibió de mala calidad?
El Hermano Bartolomé. director de novicios, estaba encantado de ver al señor de
La Salle ejercer su función, y se colocaba entre ellos como el Hermano mayor, para
aprovechar las instrucciones del padre común. Esta humildad también maravillaba al
corazón del santo sacerdote y le ganaba su confianza. No ocultaba nada al Hermano
Bartolomé, y haciéndose también, a su vez, novicio del Hermano Bartolomé, recibía
de él sus consejos y los seguía en todo.
Algunos Hermanos veteranos manifestaban en esto una sombra de envidia, y
deseaban que su padre compartiese su confianza con aquellos de sus hijos que
parecían merecerlo por la edad o por la antigüedad. Pero el fundador tenía otros
principios, y creía que en comunidad la edad y la antigüedad nunca pueden suplir la
falta de virtud o de prudencia, y que no había que contar los años transcurridos, sino
sólo aquellos que discurrieron en el fervor y que habían sido coronados por la
humildad de corazón; y que los demás años eran buenos para ser llorados, como
motivos de dolor y de confusión para los veteranos.
Habían transcurrido de esta manera siete u ocho meses en la casa de San Yon
cuando el Hermano Bartolomé puso de nuevo a prueba la humildad y la obediencia
del señor de La Salle, al rogarle que fuera a visitar las escuelas de Calais y de Boloña.
744 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

Sacarle de su querida soledad era pedirle un sacrificio, pero quien había hecho ya
tantos, no se negó a este nuevo. Realizó esta visita a mediados de 1716. Como ya hemos
adelantado, al hablar de estas escuelas, lo que hizo el señor de La Salle en esta visita, y
cómo fue recibido, no diremos aquí nada más.
El señor de La Salle, al regresar de Boloña y de Calais, sólo se dedicaba a la piedad,
sabiendo que es útil para todo, y que a ella están prometidos los bienes de la gracia en
la presente vida, y los de la gloria en la futura. Sólo había una cosa que le inquietaba:
temía morir siendo superior. Su humildad no lo podía soportar, y el interés del
Instituto tampoco lo pedía.
<2-131>
Lo que su corazón amaba era ocupar el último lugar entre los Hermanos, y puesto que
no había podido ocuparlo durante su vida, deseaba con ardor poderlo hacer antes de
su muerte. Todos los intentos que había hecho varias veces y en diversas ocasiones,
sobre este asunto, no le habían hecho perder la esperanza de lograrlo. Cuanta más
distancia encontraba en los Hermanos para avenirse en este punto a sus deseos, más
los importunaba para que se rindieran a sus razones. Las tenía, en efecto, y eran
importantes: sentía que su muerte se acercaba, pues su edad era avanzada; los
Hermanos estaban ya en condiciones de gobernarse por sí mismos y de encontrar en
su Cuerpo un digno superior.
Insensiblemente los había acostumbrado a reconocer al Hermano Bartolomé como
su jefe, al ir descargando sobre él el gobierno; los había acostumbrado a prescindir de
él y de sus servicios, negándose a prestarse a ellos en los distintos asuntos. Era ya
tiempo de que el Instituto tomara la forma que debía conservar, y era importante que
esto ocurriera mientras él vivía, porque temía que los Hermanos encontrasen fuertes
dificultades, después de su muerte, para darle como sucesor a un miembro de su
cuerpo.
Temía, incluso, que se le quisiera arrebatar el derecho a la libertad. La experiencia
del pasado le iluminaba sobre el futuro. Si mientras él vivía habían querido
aprovechar su alejamiento de París para introducir en el Instituto una nueva forma de
gobierno, ¿qué no estarían preparando para después de su muerte? Si a su regreso
había encontrado en la capital del reino una persona en su lugar, ejerciendo como
superior, y dando órdenes incluso a él mismo, y pretendiendo obligar a que se le
reconociera, dándole por escrito un acta de su pretendida autoridad, ¿a qué no
intentarían comprometer a sus discípulos después de su muerte? Peor aún: todos los
nuevos superiores que se había hecho nombrar en las provincias conservaban aún
dicho título respecto de los Hermanos, y había que temer que algunos quisiera ejercer
dicho oficio sin contentarse con el solo título. El medio de apartar este desorden para
el futuro era poner la cosas en su primer estado y colocar un jefe a la cabeza del
rebaño.
Un Hermano elegido en debida forma como superior, en una asamblea legítima y
por común consentimiento, colocado en el cargo ante la mirada del señor de La Salle,
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 745

reconocido y reverenciado por la obediencia del santo fundador mismo y, en fin,


puesto en su jurisdicción por la sumisión general de todos los demás Hermanos,
debía, al mismo tiempo, comenzar la forma de gobierno que se había proyectado
desde la cuna del Instituto, y abolir en su nacimiento la que se había querido
introducir con perjuicio para el mismo.
Resultaba realmente ridículo que los Hermanos no tuviesen un Hermano para
gobernarlos, y que perdiesen desde su origen un derecho que poseen todos los
cuerpos de Comunidad, tanto regulares como seculares, y que se puede llamar
derecho natural o derecho de gentes. Después de todo, su Sociedad, compuesta por
simples Hermanos, se parece, más que ninguna otra, a las que la Iglesia estableció en
el siglo IV. San Antonio, san Pacomio, san Hilarión y otros muchos santos abades,
que tenían bajo su dirección legiones de solitarios, no eran sacerdotes. Los Hermanos
de la Caridad tienen como cabeza un simple Hermano, semejante a ellos y salido de
su familia.
Un hombre que no hubiera vivido con los Hermanos, que no hubiera llevado su
vida, que ignorase su Regla, que no hubiera estado al tanto de sus prácticas, y que, en
consecuencia, no tuviese su espíritu, un hombre diferente de ellos en todo, ¿habría
sido adecuado para ser elegido superior? ¿No hubiera sido, respecto de ellos,
<2-132>
un abate encargado de una nueva especie? ¿Qué inconvenientes no hubiera producido
esta forma extraordinaria de gobierno? El señor de La Salle lo preveía, y ¿resultaba
difícil entender que una institución que había encontrado tanta dificultad para
sostenerse contra las asechanzas de quienes sólo esperaban su muerte para constituirse
como jefes, no llegara a ser realidad cuando cayera en sus manos?
Estas razones, unidas a una humildad profunda que le había impulsado a pedir
siempre poder abandonar el primer puesto para pasar al último en el Instituto, y
constituirse en ejemplo de la más perfecta obediencia, le movieron a tomar las
últimas disposiciones para derribar la resistencia de los Hermanos. Para este efecto,
reunió a los de Ruán y a los de San Yon, y les expuso la decisión que había tomado de
abandonar el cargo de superior y perder incluso el nombre, después de haberse
negado desde hacía tiempo a ejercer sus funciones.
Les dijo que no deberían oponerse a este plan, puesto que estaba ya en parte
realizado; que al haberles acostumbrado a prescindir de él, despojándose de su
autoridad en favor de otro, les había preparado para quitarle también el título; que era
conveniente que mientras él vivía eligiesen a uno de los miembros de su cuerpo para
colocarlo al frente y seguir su gobierno; que no había mucho tiempo que perder para
prevenir los impedimentos que su muerte podría acarrear a la ejecución de un asunto
tan importante; y que deberían adoptar todas las precauciones y todas las medidas
adecuadas para que esta elección fuese canónica y según todas las normas; y, en fin,
les abrió su corazón y les expuso los motivos de aprensión que sentía respecto del
futuro.
746 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

Esta última resolución del santo fundador fue un motivo nuevo de pena y de dolor
para sus hijos. Les anunciaba su muerte próxima y su abdicación presente. Como
hijos que están a punto de perder a un padre que aman, y no quieren oír hablar ni de su
muerte ni de su ausencia, escuchaban más los sentimientos de la naturaleza que las
luces de la razón, y trataban de apartar una propuesta que les entristecía.
Le hicieron ver las dificultades que surgirían de ese cambio, la pena que sentirían al
verse privados de su dirección y de sus prudentes consejos, la poca libertad que la
elección del nuevo superior les dejaría para dirigirse a él con confianza, como habían
hecho siempre. El siervo de Dios les quitó estas dificultades y les prometió seguir
estando por completo a su disposición, y seguir siendo para con ellos lo que había
sido hasta entonces, llevarlos en su corazón, escucharlos, continuar sus servicios y
prestarles toda la asistencia que un buen padre debe a sus hijos. En resumen, que les
dio tantas razones que no pudieron oponerse más a su proyecto.
Todos se rindieron a sus deseos, y sólo quedaba la cuestión de proponer los
preparativos para la elección de uno de los Hermanos como superior. Con el fin de
proceder de acuerdo con las normas, había que convocar una asamblea en un lugar
adecuado y cómodo, lograr que todos los Hermanos la aceptaran, y convocar a todos
los principales y obtener de todos los demás la promesa escrita de suscribir y
someterse a todo lo que en ella se decidiera.
Todos convinieron en estos artículos, y el santo sacerdote les propuso el modo de
emprender la ejecución. «El medio más corto y fácil —les dijo—, para llegar todos a
este objetivo con suavidad y paz, es enviar a todas las casas a uno de vosotros,
agradable para los Hermanos y acreditado por sus cualidades, que los prepare con
prudencia y calma a aceptar vuestras miras, poniéndoles al corriente de los motivos
que obligan a tener
<2-133>
una asamblea, y de las razones para proceder de inmediato a la elección de un
superior, pues, por encima de todo, hay que asegurar el consentimiento de las casas
del Instituto. En cuanto al lugar de la asamblea, no podemos elegir uno más adecuado
que San Yon. Aquí, en la soledad, con toda libertad y en paz, se reunirán de todas las
partes de Francia, y se realizará todo lo que se desee, sin distracción, sin obstáculos,
sin ruido, y sin que el mundo se dé cuenta de ello. Si aceptáis este consejo, elegid al
Hermano que deseáis enviar a los otros, y que consideráis como el más adecuado para
realizar este cometido». Todos se fijaron en el Hermano Bartolomé, que era de
carácter suave, prudente y estimado por todos los Hermanos.
Partió con las instrucciones de su digno superior en el mes de octubre de 1716, y
dedicó el resto del año a visitar las casas más alejadas. De allí, regresó a San Yon para
dar cuenta al señor de La Salle, y para recibir nuevos consejos. Luego salió de nuevo
para acabar lo que había comenzado. Su viaje estuvo marcado de forma sensible por
la protección de Dios, sobre todo en dos trances muy peligrosos de los que Dios le
salvó. El primero fue en una caída del caballo, en que no pudo soltar un pie del
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 747

estribo, y fue arrastrado muy lejos. Naturalmente, pudo haber encontrado la muerte
en este accidente, como ha ocurrido a otros muchos, pero Dios le preservó, y salió de
él por pura suerte.
El segundo trance fue que dos ladrones, al salir de una ciudad, le quisieron asaltar,
y durante largo trecho le siguieron, pero no pudieron hacerle ningún mal, pues se
encontraron como encadenados en su presencia. Siempre próximos a él, deseaban
detenerle, y no podían, al parecer impedidos por una mano invisible. Ellos mismos,
extrañados por lo que estaban experimentando, no sabían qué decir ni qué hacer. El
Hermano, molesto por aquella nefasta compañía, les preguntaba a menudo, con su
habitual tranquilidad, qué deseaban; pero como si tuvieran la lengua atada, lo mismo
que las manos, se desconcertaban y quedaban sin palabra. En fin, se separaron de él,
con satisfacción recíproca, pues los ladrones quedaron encantados por recobrar su
libertad, que creían haber perdido, y el Hermano les dijo adiós de buena gana. Cuando
se encontró solo, reconoció el dedo de Dios en su liberación, y bendijo y agradeció su
bondad.
Por lo demás, el viaje del Hermano fue excelente. En todas partes fue recibido con
evidentes muestras de alegría y de respeto, y sólo encontró corazones abiertos y
dóciles. Consiguió exponer y hacer que se aprobasen todos las disposiciones
proyectadas, y tuvo buen cuidado de conseguir, en cada casa, la firma de los
Hermanos para dar el consentimiento en la elección de un Hermano superior, y la
promesa de ratificar todo lo que se trataría en la asamblea próxima.
El señor de La Salle tomó estas precauciones y otras que se omiten, porque
consideraba esta asamblea como la solución de todos sus planes y el principio de la
Constitución y del estado natural que debía tomar su Sociedad. Desde su nacimiento
en Reims, había querido establecer esta forma de gobierno. La había ensayado ya en
Vaugirard, en 1694, y lo había intentado en varias otras ocasiones durante más de
treinta años; pero siempre había encontrado una oposición invencible por parte de sus
discípulos, como se ha señalado, y la habría encontrado hasta la muerte si no hubiera
utilizado el piadoso artificio que le inspiró su humildad para convencerles. Este
artificio consistió en habituar insensiblemente a los Hermanos a pasarse sin él,
haciendo ociosa en su persona una autoridad de la que no querían prescindir para
revestir con ella a otro de su mismo cuerpo.
Una vez tomada esta resolución, dejó París cuando partió de allí para ir a ocultarse
<2-134>
en la Provenza, y el gobierno del Instituto no se relajó nunca, y él no quiso nunca
retomarlo después de su regreso. Todas las cartas que llegaban hasta él, en lo más
remoto de la Provenza, quedaban sin respuesta, y esto obligaba a los Hermanos a
considerarle como hombre muerto, de quien no se podía esperar ningún servicio. Los
Hermanos, al ordenarle que saliera de su retiro y que regresara a París, le encontraron
dócil a su voz y a recibir sus órdenes, pero no a retomar sus funciones de superior.
Molesto por no haber podido desprenderse de este título, transmitió el uso del mismo
748 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

al Hermano Bartolomé. Así, aunque superior de nombre, no lo era en ejercicio. Fue


esta sola razón la que logró que los Hermanos consintieran en darle un sucesor. «Es
preciso hacerlo —decían—, puesto que no nos quiere gobernar». Era ya tiempo de
que tomaran esta decisión, puesto que al señor de La Salle sólo le quedaban dos años
de vida. Si mientras él vivía el Instituto no se hubiera decidido a encontrar dentro de sí
mismo un jefe para gobernarse, según todas las apariencias, hubiera sido obligado a
recibir uno de fuera.
No se puede expresar la alegría que tuvo el señor de La Salle cuando conoció el
éxito de la misión del Hermano Bartolomé y la protección de Dios en su viaje.
Encantado por poderse, al fin, descargar de un fardo que tanto le pesaba desde hacía
muchos años, bendecía a Dios y suspiraba por el feliz momento en que se vería en
libertad. Pero hubo que esperar la llegada de la primavera para convocar a los
Hermanos; además, estaba ya bien arraigada la costumbre de realizar estas reuniones
en torno a la fiesta de Pentecostés y comenzar todos los participantes con un retiro. En
este caso se siguió el mismo orden. Fueron convocados a San Yon todos los
directores de las casas, y acudieron fielmente, en número de dieciséis, el día señalado.
El día de la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles se comenzó el retiro. El
señor de La Salle hizo la apertura con una plática fervorosa sobre la importancia de
guiarse bien en la acción que iban a realizar. Luego les propuso la forma de proceder
santamente en la asamblea, y para la elección de un superior. Él mismo la había
redactado, tomándola en parte de las Constituciones y Reglas de san Ignacio.
También había compuesto una oración en francés para invocar al Espíritu Santo e
implorar su asistencia, que les dejó para que se sirvieran de ella.
Los Hermanos la recitaron fielmente cinco o seis veces al día, y observaron todos
los consejos del santo fundador, igual que el orden y las disposiciones que había
elaborado para el retiro y para la elección del superior. Los Hermanos le pidieron
repetidas veces que presidiera la asamblea y que se pusiera al frente de todos los
ejercicios, en calidad de su verdadero superior, pero él no lo juzgó a propósito, y se
retiró a su pobre habitación para elevar las manos al cielo y atraer sobre sus hijos
abundancia de gracias, después de haberles recomendado que dejasen al Espíritu
Santo presidir él mismo su asamblea, y que le suplicaran sin cesar que les mostrase
aquel que Él había elegido para superior. «Purificad —les decía— vuestras
intenciones y vuestros deseos si queréis ser sus órganos para elegir a aquel que Él os
destina. Dejad de lado las miras humanas; no escuchéis, en absoluto, la voz de la
naturaleza; rechazad las falsas luces y los prejuicios del espíritu propio. Proceded en
esta elección como hicieron los Apóstoles en la elección de aquel que debía
reemplazar a Judas; sin interés, sin prevenciones, sin simpatía ni antipatía, sin pasión,
sin inclinación, sin ningún atractivo ni repugnancia de la naturaleza. Mantened
vuestros corazones en entera indiferencia, y no los inclinéis sino sobre aquel que os
muestre la mayoría de los votos. Como no sois vosotros los que tenéis que escoger,
sino Dios en y por vosotros,
<2-135>
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 749

tened vuestro espíritu elevado siempre hacia Él, y no os canséis de dirigir esta oración
de los Apóstoles: Ostende quem elegeris: (Muestra a quién eliges Tú). Si queréis
conocerle, dad vuestro voto a aquel a quien vuestra conciencia os pida, a aquel a quien el
mayor mérito designe, a aquel a quien elegiríais a la hora de la muerte, a aquel que es
el más adecuado para gobernar el Instituto, quien más posee su espíritu, quien es
ejemplo y modelo, y quien es más capaz de mantener la regularidad, de hacer reinar
en él el fervor y de santificaros.
»Nombrad a aquel de vosotros que consideráis como el más esclarecido, el más
prudente, el más virtuoso, el más firme. Dad vuestro voto a aquel que con más perfección
posea estas seis cualidades, tan necesarias para gobernar la familia de Dios: la
prudencia, la mansedumbre, la vigilancia, la firmeza, la piedad, el celo y la caridad; a
aquel, digo, que junte en sí, en el mayor grado posible, estas virtudes tan raras de
poseer a la vez: el celo con la prudencia, la luz con la caridad, la firmeza con la
mansedumbre, la bondad con la severidad; a aquel que tenga un mansedumbre sin
blandura, vigilancia sin inquietud, firmeza sin inflexibilidad, celo sin amargura,
bondad sin debilidad y prudencia sin astucia.
»Dad vuestro voto a aquel que es el más santo, o que quiere serlo; que pueda ser
vuestro modelo y que todos vosotros podáis imitar; al que sea el más humilde en el
primer lugar, que tenga un corazón de padre para con vosotros, y que os haga amable
su autoridad. En esta elección no miréis ni los talentos, ni la cuna, ni la edad, ni la
antigüedad en la compañía, ni el aspecto, ni la talla; en una palabra, no miréis al
hombre, sino sólo a Dios. Escogeréis ciertamente a aquel a quien Dios mismo ha
escogido si buscáis un hombre que sea según su corazón, y no según el vuestro; un
hombre de gracia, y en quien actúe la gracia, y no un hombre de vuestro gusto y que
favorezca a la naturaleza».
Con estas palabras y otras semejantes, el siervo de Dios dejó a sus discípulos en las
disposiciones que deseaba. Escogieron un presidente para la asamblea, que fue el
Hermano Bartolomé. Éste fue el mismo Hermano que dos días más tarde, después de
muchas oraciones juntó a su favor los votos y fue elegido superior general del
Instituto. En seguida se comunicó la noticia al señor de La Salle, que pareció no
sorprenderse. Hace mucho que ejerce las funciones, respondió.
Todos los Hermanos aplaudieron una elección que sólo el elegido condenaba.
Pidió, con ruegos y lágrimas, que se retirase la elección, que rehusaba ratificar; pero
no le hicieron caso. Sentía el peso con el cual apechaba, y no podía decidirse a prestar
sus hombros para llevar el fardo del cual el mismo santo fundador deseaba
descargarse desde hacía mucho tiempo. Los Hermanos, al acudir a sus pies a
reconocer su autoridad y someterse a su obediencia, le hacían temible el derecho de
mandarlos, y aumentaba su pesar por no estar ya en situación de obedecer. Cuando
ellos se humillaban delante de él, se sentía confuso y se sonrojaba por verse en el
lugar del señor de La Salle. Su dolor ahogaba su palabra, y la abundancia de sus
lágrimas no hizo que los Hermanos se desdijeran de su elección, a pesar de las
súplicas y quejas, que ninguno de ellos quiso escuchar.
750 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

Sus gemidos no fueron más eficaces que sus ruegos, y le obligaron a aceptar, por
obediencia, un cargo que su humildad rechazaba; pero puso la condición de que se le
dieran otros dos Hermanos, de los más capaces, como adjuntos y para compartir con
ellos la carga. Así se hizo. Se nombró como asistentes a dos de los principales
Hermanos con posibilidad de ayudarle con sus consejos.
El retiro continuó hasta el domingo de la Santísima Trinidad, que es la gran
<2-136>
fiesta del Instituto; los Hermanos renovaron ese día los votos, después del señor de La
Salle y del Hermano Bartolomé, que fueron los primeros en hacerlo. Después del
retiro, por consejo del señor de La Salle, volvieron a reunirse para revisar todas las
Reglas, con el nuevo superior, y para quitar o añadir, con total libertad, lo que se
considerase necesario. Una vez que se hicieron todas las observaciones pertinentes,
se decidió por común acuerdo ponerlas en manos del santo fundador, con el ruego de
que hiciera con ellas el uso que él quisiera. Él prometió trabajar sobre ellas, y se
aplicó a ello, efectivamente, con mucha atención.
Fue entonces cuando compuso los capítulos De la modestia y Del buen gobierno,
tomados en parte de las Reglas y Constituciones de San Ignacio, que añadió al
Instituto de los Hermanos con especial habilidad; igualmente compuso el de la
Regularidad y algunos otros asuntos que todavía no estaban en la Regla. Así,
terminada en el estado en que hoy está, por la mano misma de su autor, se envió a
todas las casas, aprobada y firmada por el Hermano Bartolomé, para ser observada
con uniformidad por todos los Hermanos del Instituto.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 751

CAPÍTULO XV

Algunas observaciones sobre la regla de los recreos


y sobre la regla del Hermano Director

1717. Aunque ya hemos hablado en otro lugar de la regla referente a los recreos,
parece necesario decir aquí algo más, a causa del deseo que tuvieron algunos
Hermanos de introducir cambios.
Fue en esta asamblea donde se examinó de nuevo el capítulo de la regla que
prescribe la manera como los Hermanos se deben conducir durante los recreos.
Entre otros artículos, se ordena a los Hermanos «no hablar antes de haber saludado
al Hermano Director, y de que hayan recibido permiso de él; no hablar de nadie en
particular sino para decir bien de él; no informarse de nada que sea curioso o inútil;
guardar silencio cuando se separa de los demás; no cometer ninguna ligereza, chanza
o gesto indecente; no elevar demasiado la voz, no reír ruidosamente; no contradecir ni
desaprobar lo que se diga, lo cual pertenece al Hermano Director; en fin, conversar de
cosas edificantes que lleven al amor de Dios y a la práctica de la virtud».
Hay que reconocer que este capítulo parece de elevada perfección, y que supone
hombres santos, o personas que quieren llegar a serlo. Los que son santos están llenos
de Dios y les gusta hablar sólo de Dios. La boca habla de la abundancia del corazón,
dijo el mismo Jesucristo. El hombre de bien saca de su tesoro discursos santos y
edificantes. Lleno de Dios, siempre piensa en Él y siempre quiere hablar de Él.
Cualquier otro lenguaje le desagrada, disgusta y enfada. San Francisco de Borja
parecía dormirse, y tenía verdadera dificultad para evitarlo cuando delante de él se
mantenían discursos que no se referían a Dios o que no tendían a Dios. Así han sido
todos los santos: sólo oían hablar del mundo y de las cosas del mundo con pena, dice
el santo autor de la Imitación, y siempre con nuevo gusto de Dios o de las cosas de
Dios. Si una especie de impotencia de hablar de otra cosa que de Dios no es
<2-137>
siempre testimonio seguro de santidad, al menos es un medio importante para
adquirirla. Los que son del mundo hablan del mundo, y los que son de Dios hablan de
Dios y aman oír hablar de Dios, dice Nuestro Señor.
Cuando se habla del mundo, uno se llena del mundo y de las cosas del mundo; si se
habla de Dios, uno se llena de Dios y de las cosas de Dios, se vacía del mundo y de las
cosas del mundo. Los malos discursos corrompen las buenas costumbres, dice el
Apóstol san Pablo. ¿Por qué? Porque los malos discursos llenan el espíritu de malos
pensamientos, y el corazón de deseos semejantes. En cambio, los discursos santos
752 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

llenan el espíritu de pensamientos santos, y el corazón de sentimientos piadosos, que


llevan a Dios. Del mismo modo, nunca se verá un alma fervorosa que se entregue a
conversaciones profanas, y que llene su espíritu de pensamientos inútiles. Al consistir
su esfuerzo en mantener su espíritu elevado a Dios y su corazón unido a Él, su
cuidado es eliminar de sus conversaciones todo lo que la puede disipar; y como nada
lleva más a Dios que el hablar de Dios, no se permite otras conservaciones, y si se las
permite, no se encuentra a gusto.
Fue por estos principios por los que el señor de La Salle mandó a sus discípulos
apartar de sus recreos todo lo que les puede distraer, disipar, vaciarlos de Dios y llenarlos
del mundo y de las cosas del mundo. Si no supone que son todos santos, sí supone que
quieren llegar a serlo. Pues bien, a todos aquellos que lo son, o que quieren serlo, les
gusta esta regla y la consideran deliciosa. Es cierto que los tibios no se acomodan a
ella; y los que comienzan a perderse o a relajarse comienzan a encontrarla molesta. Es
su falta, y deben acusar de ello a sí mismos. Si la regla no les agrada ya, es que no son
como la regla supone y quiere que sean, fervorosos y celosos de su santificación; y
pueden juzgar de su relajación en la virtud por el disgusto que les produce esta regla.
Por otro lado, el señor de La Salle tuvo fuertes razones para establecer esta regla.
Su mucha experiencia le había enseñado el bien y el mal que producen los recreos,
según se hagan bien o mal. Los desórdenes de las comunidades no tienen, de
ordinario, otra fuente que los desarreglos que con tanta facilidad se infiltran en esta
acción. Y como decía santa Magdalena de Pazzi, es de los recreos mal hechos de
donde el demonio saca mayor provecho. De ellos procede la pérdida de las personas
religiosas que se condenan.
El gran reformador de la orden monástica, el célebre señor de Rancé, abad de la
Trapa, lo ha comprendido de tal manera que los ha suprimido totalmente, y no
permite ninguno. El señor de La Salle, concediendo a los suyos tenerlos, buscó el
modo de santificarlos. Pues bien, para santificarlos, es preciso alejar de ellos los
pecados que tan fácilmente se pueden cometer en ellos, e introducir la práctica de las
virtudes conveniente con este acto.
¿De cuántas clases de desórdenes no se hacen culpables, en los recreos, las
personas de comunidad que no se vigilan a sí mismas? La disipación, las palabras
ligeras, indiscretas y poco medidas, el parloteo y las descortesías son sólo faltas
menores. Las palabras de ostentación, de vanagloria, de arrogancia y de desprecio del
prójimo, las conversaciones frívolas, la curiosidad por escuchar noticias o el placer de
decirlas, de hablar del mundo y de las cosas del mundo, o de informarse de ellas, son
faltas que escapan fácilmente a la debilidad humana en los momentos del recreo. Las
amistades particulares, las pequeñas intrigas, las murmuraciones, las bromas, las
maledicencias, las tensiones y las disputas, y mil otros defectos que alteran o que
hieren la caridad,
<2-138>
son los desórdenes más frecuentes en los recreos.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 753

Algunas veces incluso, las palabras hirientes, las animosidades, los resentimientos,
las impaciencias, las acritudes, las cóleras, el enfado, el mal humor, las palabras
altaneras, duras, secas, despectivas, las payasadas, las máximas peligrosas, las frases
poco edificantes, y muchísimas otras faltas, sea contra la modestia, sea contra la
humildad, sea contra otras virtudes, son pecados que cometen las personas de
comunidad.
Pues bien, la regla de que hablamos las elimina por completo. Y añade más, por la
práctica actual de las virtudes de humildad, de obediencia, de recogimiento y de
cortesía cristiana. Enseña a hablar con circunspección, mesura y prudencia; a
escuchar en silencio, y a aprovechar lo que se dice. Lleva el corazón a Dios, mantiene
la devoción, la inflama, y hace del recreo una conferencia espiritual, fácil y agradable,
que instruye, ilumina, enardece, reanima, consuela, produce alegría espiritual y llena
de Dios. En una palabra, de un recreo realizado de esta manera se sale, a menudo,
como varios Hermanos han experimentado, con más fervor y buena voluntad que de
la meditación. Al hablar de Dios y de las cosas de Dios, con sencillez, candor y
alegría, Dios se encuentra en medio de ellos; y a menudo, al separarse, podrían
decirse, como los discípulos de Emaús: ¿No ardía nuestro corazón mientras nos
hablaba con tanta mansedumbre de las cosas de Dios? ¿No parecía que Jesucristo
estaba en medio de nosotros y que Él mismo nos hablaba?
Pero un recreo realizado de esta manera, ya no es un recreo, sino una meditación;
es una conferencia espiritual, se dirá, tal vez. Hace mucho tiempo que se hizo esta
objeción. El señor de La Salle la oyó con frecuencia, y no desistió por ello. Es cierto
que un recreo realizado de esta manera ya no es un recreo de distracción, profano,
mundano, vicioso y peligroso; pero nada impide que sea un verdadero recreo, aunque
santo y espiritual, pues al hacerlo, cuando el tiempo lo permite, se toma el aire, se
camina, se habla, se permite a los ojos y a los sentidos una honesta libertad, se
descansa la mente y se alivia el cuerpo.
¿Acaso porque se pide permiso para hablar, con un signo, porque se habla por
orden, porque no hablan todos a la vez, porque no se grita, porque no se calienta ni la
cabeza, ni el pecho, al hablar con mesura y clamor, ya no se puede considerar como
recreo? ¿Es que la esencia del recreo es hablar todos a la vez, gritar, no escucharse,
levantar un montón de polvo y escupirlo, mientras se hacen exagerados movimientos,
y los brazos, las piernas y todo el cuerpo siguen las agitaciones de la lengua? ¿Acaso
la esencia del recreo consiste en estar jugando todo el tiempo, bromeando, o
excitándose, y cuando termina, marcharse con la cara sudorosa, la cabeza caliente y el
pecho alterado?
«Entre las causas de la relajación —dice un autor célebre—, incluyo los recreos
introducidos en los tiempos recientes, pues la regla de san Benito no dice ni una
palabra en ellos, ni ninguna otra regla antigua, que yo sepa. Esta costumbre parece
fundarse en la opinión de algunos teólogos modernos, que piensan que la
conversación libre y alegre es un alivio necesario después del trabajo de la mente,
como el descanso del cuerpo después de las labores; y le han dado el nombre de virtud
754 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

de eutrapelía al buen uso de esta relajación de la mente. Pero no han reparado en que
esta pretendida virtud, tomada de Aristóteles, la cuenta san Pablo entre los vicios, con
el mismo nombre de eutrapelía; y lo que les ha engañado es que no entienden el
<2-139>
griego, y solo han visto en la versión latina de san Pablo la palabra scurrilité
[permisividad = cuento agradable, placentero], que han colocado entre los vicios; y
así, la misma palabra de san Pablo significa en latín, un vicio, y en griego, una virtud.
Ése es, si no me engaño, el origen de los recreos. En el fondo, no es cierto que la
conversación sea necesaria para ponernos en la situación de trabajar con la mente. El
movimiento del cuerpo es más propio de él, como un paseo o un trabajo moderado,
porque este movimiento afecta a las partes alejadas de las mentes animales reunidas y
agitadas en el cerebro. La conversación, por el contrario, mantiene y aumenta esta
agitación de las mentes; sin contar las tentaciones a que se expone, las bromas
hirientes, las maledicencias, los juicios temerarios sobre asuntos de la Iglesia y del
Estado; pues las noticias públicas a menudo son materia de los recreos. Apelo a la
experiencia, y pido a las personas religiosas que reconozcan cuál es la materia más
habitual de sus frecuentes confesiones».
Sin adoptar la suposición que este autor aventura sobre el origen de los recreos, en
un discurso donde se hallan tantas cosas excelentes, su última reflexión, que toma del
abad de Rancé, parece muy sensata y verdadera. Nadie ha tratado mejor este tema
como este insigne restaurador de la perfección monástica en el último siglo. Lo trata,
con su fuerza y con su elocuencia habitual, en su aclaración decimoquinta sobre
algunas dificultades del libro de la Vida monástica:
«Se nos reprocha —dice— que somos demasiado severos sobre el asunto de las
conversaciones, y se pretende que sea útil, o incluso necesario, que los religiosos
mantengan conversaciones divertidas y que usen esas bromas que se dicen
inocentes». Para alejar este reproche, demuestra que todo cristiano tiene la obligación
de imitar a Jesucristo, de quien la vida entera fue penosa y laboriosa.
«En ningún pasaje de su Vida monástica —continúa— se ve lo que se llama
diversión o recreo; su sagrada boca jamás se abrió para proferir palabras rastreras; la
risa le fue desconocida; maldijo a los que ríen: Vae vobis qui ridetis! San Pablo
—añade—, que estaba totalmente lleno del espíritu de Jesucristo, prohíbió a los
cristianos este tipo de conversaciones. En la Vulgata se las llama con la palabra
scurrilitas (permisividad), es decir, cuentos agradables, placenteros, que se dicen
para hacer reír, y que no convienen al único negocio que tenemos en este mundo, que
es santificarnos, servir a Dios y alabarlo: Scurrilitas quae ad rem non pertinet. Si
abstenerse de bromas y cuentos para reír era una perfección extraña a un monje, se
podría decir que no estaría obligado a practicarla; pero tiene relación tan particular
con su profesión, y va tan estrechamente unida a la penitencia a la que se obliga, que
lógicamente hay que incluir entre aquellas cosas que se encuentran naturalmente en
su camino.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 755

»Nada prueba mejor que es un error querer introducir este tipo de ocupaciones
en los lugares santos, a las que justamente se les puede llamar casas de oración, así
como los inconvenientes que se derivan de ellas. Pues si estos cuentos y estas
conversaciones deben contribuir al recreo de los Hermanos y disipar, como se
pretende, estas nubes que se forman en la soledad y en el retiro; si estas bromas son
atinadas, delicadas y espirituales, como puede ocurrir, y según el modo de ser de cada
persona, tienen su verdadero carácter; ¿no es de temer que se tenga por ellas más
gusto del que conviene tener?; ¿que quienes las hacen sean fáciles de complacer, y
busquen más el aplauso
<2-140>
de quienes las escuchan?; ¿que no se esfuerce, en fin, por encontrar buenas palabras,
que no se prepare en la celda lo que se debe expresar en los recreos?; que este espíritu,
que propiamente hablando es el del mundo, se implante a expensas de la sencillez, la
mortificación y la piedad que debe reinar en los claustros?
»Si, por el contrario, estas bromas son sosas, groseras, y si no tienen la gracia sin la
cual no agradarían, estas conversaciones estarán todas ellas llenas de malos relatos,
de impertinencias y de tonterías, de bagatelas propias para estropear los corazones y las
mentes, para llenarlas de pensamientos bajos y de sentimientos indignos de la eminencia
de su estado. Inducirán a los Hermanos a contraer entre ellos familiaridades
indecentes, y que en vez de mirarse con estima y caridad, sólo sentirán desprecio unos
por otros. Por otro lado, resulta tan difícil guardar, en este tipo de conversaciones,
medidas justas, que apenas hay alguien que no se exceda. Se coloca uno en una
pendiente en la que hay muy poco camino para evitar caer en una libertad que no
permite la ley de Jesucristo, tanto en un simple cristiano como en un monje, que se
halla en mala situación para no dejarse sorprender; escapa de las palabras demasiado
libres, porque la malicia se mezcla con ellas; no tiene, con respecto al prójimo, toda la
reserva que se debiera; la alegría que se desea suscitar, al carecer de la gracia que
necesita, degenera en disipación y en poca reserva. Nunca se sale de estas
conferencias sin sentir la languidez, la disipación, la turbación, el escrúpulo, por poco
que sea, y otras muchas indisposiciones semejantes a éstas. Que me digan, si pueden,
que semejante comportamiento es compatible con la presencia de Dios, el espíritu de
mortificación, la pureza de corazón y la perfección que Jesucristo exige de los
monjes; pues, por mi parte, considero que no se oponen a ellas menos que las tinieblas
se oponen a la luz.
»Encontramos una razón decisiva en las instrucciones que los santos nos han dado
sobre este asunto[...]. San Benito prohíbe y elimina para siempre de las
conversaciones de sus Hermanos las ligerezas, las bromas y las palabras inútiles, las
que pueden mover a risa, o excitar esta alegría totalmente humana, que algunos
piensan que son tan necesarias e inocentes[...]. No se cuidaba de tener otro punto de
vista, él que quiere que sus Hermanos no pierdan de vista la muerte, ni los juicios de
Dios, y que conserven sin interrupción la presencia de los castigos y de las
recompensas eternas[...]. El parecer de este hombre insigne que Jesucristo dio a su
756 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

Iglesia para ser el fundador y padre de todos los monjes de Occidente, debería
imponer silencio a todos los que piensan lo contrario.
El abad de Rancé, después de haber probado lo que dice por la autoridad de san
Juan Crisóstomo, de san Ambrosio y de san Basilio, refuta las dificultades contrarias:
«Se aducen, —dice—, numerosas razones para combatir esta verdad y para afirmar
la idea contraria. Algunos sostienen que no se debe condenar lo que no se concede a
los religiosos para distender las mentes, que pueden abatirse por la sujeción y la
continuidad de los ejercicios. Es una razón que no merece ser escuchada. Primero, ¿es
que basta que una cosa sea útil, e incluso necesaria, para ponerla en práctica? Hay que
saber, ante todo, si no tiene nada de malo, si está exenta de toda malicia y si no hay en
ella nada que se oponga a las verdaderas reglas; pues por poco que se separe de ella o
que se oponga, no hay que dudar en
<2-141>
prohibirlas a pesar de cualquier bien o cualquier ventaja que pueda procurar. Es una
idea simplemente imaginaria pretender que este tipo de recreos, de diversiones y de
regocijos sean necesarios, y que los monjes y los solitarios los necesiten para disipar
las nubes que, pretendidamente, se forman en la soledad. Hay otros medios más
propios y adecuados a su profesión, de los que pueden servirse. Cuando se reúnan en
ciertas épocas, tendrán conferencias de la forma que hemos explicado, y cuando
salgan de esta situación interior, de este recogimiento habitual, hablarán de Dios con
santa libertad y conversarán, sin impedimento ni dificultad, de las cosas que se
refieren a sus obligaciones, vida, acciones, sentimientos y palabras notables de los
santos Padres; de la constancia y felicidad de los mártires, que prefirieron morir por
Jesucristo a todas las dichas del mundo; y en fin, cuando hablen de todo lo que puede
inflamar su celo y aumentar su ardor y su fidelidad para su servicio, hay que convenir
que estos tipos de conversaciones tienen todo lo que necesitan para consolar
realmente, para devolver a los espíritus lo que podrían haber perdido en el fondo del
retiro y del silencio».
Remitimos al lector a lo que sigue en el mismo lugar. Lamentamos tener que
suprimir tan hermosos párrafos, pero son demasiado largos para reproducirlos.
También se puede ver en lo que se dice luego sobre esta misma dificultad, el modo
como responde a lo que acostumbra a decir, que este modo de bromear y de divertirse,
lejos de tener nada que merezca reprensión, es una virtud que los antiguos llamaron
eutrapelíe. Dígase, pues, todo lo que se quiera decir, para servirme de los términos de
este nuevo san Bernardo, pues bien sé que todo lo que ocurre de desarreglos, excesos,
facciones, cábalas, parcialidades, murmuraciones y malas amistades en los
claustros, provienen de la comunicación que los Hermanos tienen unos con otros. No
puedo dejar de aprobar una regla que corta todos estos desórdenes, y que sin prohibir
los recreos, obliga a santificarlos con la práctica actual de la obediencia, de la
humildad, de la educación cristiana, de la discreción en palabras y con discursos
santos y espirituales.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 757

Es cierto que esta regla es molesta para la naturaleza y contraria al amor propio.
Fue por este motivo por el que algunos Hermanos, al ver que se hacía una nueva
revisión de las Reglas, pensaron que era el momento favorable para modificar ésta, y
trabajaron en ello; pero después de muchas conferencias y discusiones, abandonaron
sus prejuicios, como se dirá más adelante, cuando se haya hecho el relato de lo que
dio ocasión a esta regla.
Desde el origen de la Sociedad de los Hermanos, el señor de La Salle estableció
entre ellos un silencio muy riguroso. Al conceder, después de la comida y de la cena,
una conferencia santa, prohibía cualquier uso de la lengua, salvo en caso de
necesidad; y en este caso, tanto los que por deber de su cargo tenían obligación de
hablar, como los que habían obtenido permiso para hablar, debían hacerlo en pocas
palabras y con un tono bajo. Castigaba con severidad todas las faltas sobre este
asunto, que siempre las consideraba importantes, pues según santa Escolástica, el
silencio es el ángel guardián de las comunidades. Para mantener en su perfección un
silencio tan exacto, permitió los recreos, que él consideraba como un alivio
<2-142>
necesario a la debilidad humana, y como nuevo medio de santificación. Las mentes
siempre tensas y aplicadas necesitan relajación, y los cuerpos ocupados en ejercicios
de piedad o de trabajo sucesivos necesitan descanso. Nada socava más el cuerpo
como la vida totalmente interior, y que está siempre atenta a mortificar los sentidos y
a vigilar los movimientos del corazón; es una lima que desgasta la naturaleza sin
ruido e insensiblemente. El recreo es el alivio que se le concede en casi todas las
comunidades para reparar el vigor del alma y renovar su atención sobre sí misma.
Además, esta acción, bien hecha, puede servir, tanto como cualquier otra, a la
santificación, pues proporciona ocasiones frecuentes de todas las virtudes, y se sale
de ellas lleno de Dios y de fervor, cuando se tiene cuidado de llamar a ellas a
Jesucristo, y de conversar de Él con sencillez de corazón.
Estas dos razones, que han introducido la práctica de los recreos en casi todas las
comunidades, no permitieron prohibirlos al santo fundador, lleno de ternura y de
atención a la salud de sus hijos.
Al principio les dejó completa libertad para hablar y recrearse, sin imponerles
ninguna regla; además, no era muy necesaria, pues las almas fervorosas encuentran
en su interior las leyes del Espíritu Santo; siguiendo su conducta, todas sus palabras
están medidas y sus actos santificados. En aquellos felices comienzos, los Hermanos
eran tan recogidos y estaban tan atentos a sí mismos, tan circunspectos en todas las
cosas, que no había necesidad de domarlos mediante reglamentos. Llenos de Dios,
hablaban de Dios; cualquier otro lenguaje les resultaba extraño.
¡Pero, ay, cómo es la debilidad humana! El fervor es siempre en nosotros algo
extraño, al que no se acomoda la flojedad natural, y lo empuja fuera de nosotros.
Durante algunos años, no hubo nada tan edificante como los recreos de los
Hermanos; Dios era el objeto de los mismos, la materia de conversación eran las
758 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

cosas espirituales, y su ejercicio se convertía en la práctica de la virtud. Se parecían a


las conferencias de los padres del desierto: cada uno de ellos iba allí para llevar y para
sacar fervor. La modestia y el recogimiento se unían en ellos a una noble sencillez,
con una agradable apertura de corazón, y con modales honestos y educados. Los
clamores, las ligerezas, las groserías, las charlas incontroladas, los arrebatos del
humor, la vivacidad, las frases frívolas, y todos los demás defectos de las
conversaciones, no se conocían en ellos; pero al final se fueron introduciendo: al
hablar de Dios, se hablaba también de otras cosas; después de comenzar la
conversación sobre cosas espirituales, se terminaba con asuntos del mundo. La
licencia, la disipación y la confusión se sucedieron y atrajeron como consecuencia los
demás desórdenes que se deslizan con tanta facilidad en los recreos. Los más
fervorosos se disgustaron por ello, y el recreo se convirtió para ellos en una especie de
suplicio.
El señor de La Salle vio el desorden en su nacimiento, y no lo pudo extirpar. Ni las
penitencias diarias ni las exhortaciones pudieron detener el contagio. Porque se
estaba en recreo, se pensaba que estaba todo permitido. Algunos de los más
fervorosos se marchaban de él, con el pretexto de tener otras cosas que hacer.
Algunos, incluso novicios, estaban tentados de abandonar su estado, y lo
abandonaron efectivamente. Se perdió el respeto mutuo que se debían unos a otros; se
hería el respeto debido al Hermano Director; algunas veces se faltaba también al
respeto con el señor de La Salle, y algunos abusaban de la bondad del santo varón.
Como se hacía todo para todos, se mostraba entre los demás como un simple
Hermano, y algunos, de poca educación, ejercían su paciencia con expresiones
groseras y poco educadas, de las que él no
<2-143>
parecía darse cuenta, y no dejaba escapar ninguna muestra de descontento por ellas.
Sin embargo, todos estos desórdenes no hicieron surgir en la mente del señor de La
Salle ni la idea de suprimir los recreos ni la de cortar los abusos. El santo fundador
soportaba con paciencia un mal que no podía suprimir, y esperaba de Dios el remedio;
no estaba ni turbado ni extrañado, pues sabía que las más santas comunidades, desde
su fundación, habían tenido desórdenes en los recreos. Yo mismo le oí decir que la
Compañía de Jesús, tan virtuosa y santa, y que incluso sus mayores enemigos se ven
obligados a considerarla como muy regular, en sus comienzos tuvo un fracaso
parecido, y que se vieron obligados a repararlo mediante nuevos reglamentos.
No hacía más que catorce años que el señor de La Salle había dado nacimiento al
Instituto, y ya los desórdenes de los recreos comenzaban a alterar el fervor; pero Dios
no permitió que el mal fuese más lejos. Él mismo puso el remedio sin casi darse
cuenta. Fue hacia el año 1694, cuando todavía no había más que cinco casas y no más
de treinta Hermanos, cuando el señor de La Salle, por un impulso de fervor
extraordinario, haciendo en Vaugirard un retiro de un mes, con otros cuatro de los
principales Hermanos, que estaban con él en el noviciado, tuvo la inspiración de
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 759

cerrar, en los recreos, la puerta de una falsa libertad. Ya vimos en su lugar cómo
procedió, y no lo repetiremos aquí.
Algunos años después el santo varón incluyó en la Regla lo que había autorizado
por la práctica, e hizo de ello el capítulo sexto de sus Reglas. Lo consideraba tan
importante, que lo hacía leer todos los domingos durante la comida, para que todos
tuviesen cuidado y lo cumplieran fielmente. Sus esperanzas no quedaron sin fruto, y
tuvo el consuelo de reponer, en los recreos de los Hermanos, el fervor primitivo. La
regla, que les enseñaba a santificarlos, corrigió todos los abusos, y la fidelidad con
que se observó impidió que volvieran a entrar.
Por lo demás, este capítulo sobre la manera de comportarse durante los recreos, tan
conforme con las máximas del Evangelio y de los santos, estaba en uso entre los
Hermanos desde hacía veinticuatro años, sin que hubiera habido, durante ese tiempo,
ninguno que lo contradijese. Pero fue en la asamblea de 1717 cuando tres o cuatro
Hermanos propusieron a los demás modificar una regla que parecía poner a la
naturaleza en un espacio tan estrecho, puesto que se les permitía revisarla con
amplitud. El santo fundador, como se ha dicho, había dejado en sus manos la revisión
de las Reglas, que aún no habían sido aprobadas por la Santa Sede, y les dio pleno
poder para introducir los cambios que quisieran; en tal situación, el capítulo de los
recreos fue el asunto principal de su examen, a petición de tres o cuatro Hermanos.
Después de larga discusión, en dos sesiones, y después de muchas oraciones, para
terminar el asunto con voto unánime, se convino consultar a los superiores de
comunidad que tenían más fama y experiencia; y para que los partidarios del cambio
no pudieran quejarse de no haber sido escuchados, se encargó a dos, de opiniones
opuestas, para defender ellos mismos su causa ante los jueces escogidos. Sobre este
asunto se pidió la aprobación del señor de La Salle, y su prudencia no pudo negarla.
Él abandonó de buena gana su obra a la reforma de otro.
El R. padre Baudin, director del noviciado de los jesuitas en Ruán, y más tarde
provincial, persona de piedad, prudencia y capacidad poco común,
<2-144>
y de mucha experiencia en el gobierno, fue uno de los principales jueces en el asunto.
Él y algunos otros superiores de las más célebres comunidades no fueron de distinta
opinión. Todos, después de haber escuchado con atención las razones de ambas
partes, concluyeron que había que continuar el modo como se realizaba el recreo
desde hacía veinticuatro años, con tantas complacencias que había que guardarse bien
de cambiar nada en ellas.
El juicio era claro y decisivo; pero es muy raro que quienes perdieron en el proceso
aceptaran la sentencia que los condenaba. El Hermano que apoyaba el cambio de la
regla, apeló la sentencia recurriendo al ejemplo, y pretendió hacer ver la
contradicción entre lo decidido por los superiores y lo que se practicaba en sus
propias comunidades. «Pues la realidad es que en vuestras propias casas, tan bien
reguladas, no hay nada tan molesto en los recreos; los mismos juegos, como la
760 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

petanca, los bolos, la paleta, y otros, se permiten». «Diga, mejor, tolerados, no


permitidos —replicaron aquellos hombres de experiencia—; eso no existía en el
comienzo; no está establecido en las Reglas, sino que son costumbres que se han
introducido insensiblemente. Se las soporta porque no se pueden suprimir». Vemos
las consecuencias desastrosas, pero no podemos poner remedio. El Hermano quedó
mudo con esta réplica, y se rindió. Los otros dos de su misma opinión siguieron su
ejemplo y se determinó, sin ningún voto en contra, que el capítulo de los recreos
permaneciera tal como estaba; y para que en el futuro nadie adujera desconocer lo que
había pasado, se determinó que el modo de realizar el recreo, avalado por un uso de
veinticuatro años, con gran provecho del Instituto, permaneciera siempre inviolable,
como el más conveniente para el cuerpo y para el alma, y la regla más apreciada por
los fervorosos y por los que quieren serlo.
El señor de La Salle, que unía tantas luces a una profunda experiencia, estaba
convencido de ello, hasta el punto de que la regla de los recreos es uno de los cuatros
sostenes fundamentales de su Instituto. Ha ido más lejos, pues en la Regla del
Hermano Director de cada casa, de la que hablaremos más adelante, se manda que
este Hermano esté presente en el recreo con preferencia a la oración; y si tiene
necesidad de ausentarse de uno de estos ejercicios, que tome otro momento para
cumplir con la oración. Tal era su convencimiento de que el bien y el mal de una
comunidad tienen como origen el modo de realizar los recreos.
En fin, para acabar lo que hay que decir sobre este asunto, todos los puntos de regla
que componen el capítulo de los recreos son los antídotos particulares de los defectos
que se pueden introducir en ellos, y que de hecho se deslizaron a pesar de la exquisita
atención y de los cuidados del vigilante superior. Para apartar todos los desórdenes
que se habían cometido ante sus ojos, detalló la práctica de las virtudes contrarias. Y
como la luz del Espíritu Santo le decía que reglas tan importantes podían recibir cierta
mengua por la residencia de personas extrañas con los Hermanos, cerró las puertas de
sus casas con escuela a los internados, enemigos del silencio, demasiado libres en los
recreos y que en todas partes donde existen llevan la disipación, la licencia y la
irregularidad.
A este punto deberían atender los directores. «Recuerden que la regularidad se
perderá en sus casas cuando se abran a los internados; que se refieran siempre a las
luces de su fundador y a su Regla, aprobada por la Santa Sede, que les prohíbe
tenerlos en las casas con escuela, porque el silencio y la Regla del recreo recibirían de
ello
<2-145>
gran perjuicio, lo mismo que los demás ejercicios. Pero ¿cómo negárselo a un amigo,
a un bienhechor, a una persona de autoridad? Mostrándoles la Regla que lo prohíbe.
Es una excusa siempre bien recibida por las personas bondadosas. Negativas que
autoriza la Regla nunca ofenden a quienes hacen uso de su razón. La firmeza en un
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 761

punto de Regla edifica incluso a aquellos que piden su transgresión. La violación que
se hace de ella, a menudo escandaliza a los amigos que la solicitan.
»Nunca los seglares estiman más el estado de las personas de comunidad como
cuando son regulares y exactas en sus deberes. Cuando se está resuelto a negar a un
amigo, a un bienhechor, a una persona de autoridad algo que pide y que Dios no
permite, se está dispuesto a negarla también cuando exige lo que la Regla prohíbe. En
lugar de decir: cómo negar a un amigo, a un bienhechor o a una persona de autoridad,
hay que decir: ¿cómo violar una Regla que el fundador ha considerado como
salvaguarda del silencio y de los ejercicios?».
Se ve, por todo lo que se ha dicho, que el señor de La Salle usó todos sus recursos
para santificar el recreo, y apartar de una acción tan peligrosa todas las faltas que
suelen estropearlo. El proceder que los Hermanos directores deben observar no ha
atraído menos su atención. Se llama Hermano director en el Instituto al que está
encargado, en cada casa, de velar sobre los Hermanos que tiene como inferiores, para
realizar los ejercicios, para cuidar los asuntos externos e internos, y para dar cuenta de
todo al Hermano superior, de quien es vicario.
Es fácil entender que el bien o el mal del Instituto van unidos a su buen o mal
proceder. Los jefes subalternos son los que tienen, cada uno de ellos, una porción del
rebaño que apacentar. Son los capitanes de un pueblo elegido, cuyo cuidado
comparten. Son los ojos y la lengua de la cabeza, es decir, del superior, que debe
gobernar el cuerpo. El señor de La Salle, después de un profundo estudio de las
causas de la decadencia de los monasterios y de los desórdenes de las comunidades
más florecientes, ha pensado que los culpables son los superiores.
Según él, ha sido culpa suya si el demonio ha causado tanto destrozo en estos
paraísos terrenales; fue por negligencia suya que se introdujeron primero la relajación
y luego los vicios y los desórdenes. Si hubieran sido vigilantes, firmes, regulares, los
jardines de delicias del Sagrado Esposo no habrían caído en baldío; hoy serían lo
mismo que fueron en su origen. El fervor primitivo duraría todavía, y el honor de la
Iglesia y el buen olor de Jesucristo. Convencido como estaba de esta verdad, el santo
sacerdote decía a menudo que el Instituto está en manos de los Hermanos directores;
que eran ellos los que trabajaban en destruirlo o edificarlo; que su regularidad iba
unida a la de ellos, y que el fervor no se mantendría sino por la fidelidad a la Regla y a
sus obligaciones. Persuadido, además, de que Dios conoce a aquellos que son según
su corazón, y que sólo su mano sabe formar, hacía ayunos y oraciones continuas para
obtener del cielo Hermanos directores de probada virtud, llenos de fe y del Espíritu
Santo.
Para ser escuchado en este punto, había establecido en la comunidad, desde 1696
hasta 1710, más o menos, la práctica del ayuno y de la comunión diaria, es decir, que todos
los días había uno o varios Hermanos, según su número en cada casa, que ayunaban y
comulgaban por turno cada semana, para pedir a Dios dignos Hermanos Directores.
Luego, a petición de los Hermanos veteranos reunidos en París, el ayuno fue fijado
762 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

por el señor de La Salle el viernes, para todos, y ha llegado a ser el ayuno de regla, en
cierto
<2-146>
modo, o más bien un ayuno consagrado por la costumbre, con la misma finalidad,
igual que la comunión del jueves o del día de asueto de la semana. El señor de La
Salle, que tanta penitencia hizo y que tenía dificultad para limitarse, no se quedó en
un día de ayuno. El suyo fue continuo durante cuatro años, sin exceptuar los
domingos y las fiestas, por solemnes que fueran, como Pascua, Pentecostés y
Navidad; y era tan riguroso, que en la cena se contentaba con un trozo de pan seco y
agua.
Hacia el año 1700 el señor de La Salle compuso una Regla para los Hermanos
Directores, que envió luego, en copias manuscritas, a todas las casas del Instituto con
orden al Hermano Director de que se leyera en el refectorio durante la comida del
primer jueves de cada mes, y a él, de manera especial, que hiciera en ella su lectura
espiritual los domingos y jueves. Y eso lo hizo observar hasta que marchó a la
Provenza, con firmeza inflexible, sin escuchar las quejas de algunos, que la consideraban
molesta. Con todo, para acomodarla a la debilidad humana, y para hacer su práctica
más suave y fácil, cambió algunos términos que resultaban demasiado duros para las
almas timoratas, y que llevaban al escrúpulo a los que estaban inclinados a él. A pesar
de estas mitigaciones, esta regla encontró entre los Hermanos Directores algunos que
tenían dificultad para someterse a leyes que no les permitían el uso de su libertad sino
en la medida que es necesaria para velar por la observancia perfecta de la regularidad,
obligándoles a ser ellos mismos ejemplo vivo de su práctica. El amor propio se sentía
lesionado por el hecho de que el primer puesto en cada casa les dejaba menos libertad
que a los demás, por el hecho de que sus obligaciones eran proclamadas públicamente
cada mes, y por consiguiente, sus faltas; y del hecho de que debían dar cuenta de todo
al superior, los constituía en ejecutores de su voluntad, sin aumentar su poder. Los
Hermanos directores humildes y obedientes, celosos de su perfección y de la de los
demás, estuvieron encantados con esta Regla, que eliminaba en ellos toda posibilidad
de abusar de su autoridad, y que al regular todas sus gestiones, les descargaba ante
Dios de la cuenta terrible que tendrían que dar de su comportamiento ante su tribunal,
por la obligación que les imponía de dar cuenta exacta al superior, y de no hacer nada
extraordinario sin su permiso.
El señor de La Salle, por prudencia, cerró los ojos sobre la queja que recibían estos
importantes reglamentos referentes al director de cada casa, y esperó el remedio, con
el correr del tiempo, en el fervor de sus discípulos por la perfección de su estado. No
habló de ello ni siquiera a su regreso de la Provenza, ni en la asamblea de que
hablamos, aunque la ocasión fue propicia para acomodarlos cuando revisaba todos
los demás puntos, a petición de los Hermanos, y les daba la última mano.
Si se nos permite señalar aquí algunas conjeturas sobre este silencio del santo
varón, podemos creer que la humildad, la prudencia y el abandono a la divina
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 763

Providencia le cerraban la boca. Su humildad no le permitía realizar ningún acto de


superior o de legislador. A su modo de ver, él atraía la maldición sobre el Instituto, y
todo lo mejor que podía hacer, por su bien, era rezar y no mezclarse en el gobierno
propiamente dicho.
En fin, él sabía que toda su habilidad no había podido sostener la Sociedad, y que
después de haberla visto en muchas ocasiones a punto de arruinarse, Dios parecía
resucitarla y darle nueva vida. Por eso, dejó su obra en las manos de quien comenzaba
a levantarla, con el cuidado de llevarla a su perfección. Además, quiso que las Reglas
que se refieren a los Hermanos directores fuesen obra de ellos mismos,
<2-147>
que ellos mismos fueran sus legisladores. Dejó a su fervor que escogieran estas
Reglas de perfección, para que fuesen más meritorias, ya que al ser voluntarias, y al
sometese a ellas voluntariamente, se sometiesen con más exactitud, después de
haberlas abrazado con mayor libertad. El fervor que veía renacer en sus discípulos le
llevaba a esperar que llegarían hasta este punto. No se equivocó, pues ya han hecho
una parte de ellas, tal como él podría esperar, en la asamblea de 1725, compuesta por
treinta y dos Hermanos veteranos. Estos buenos hijos, avergonzados al ver que
habían quedado sepultados en el olvido reglamentos tan sabios y tan importantes de
su santo padre, tuvieron la inspiración de prestarles la obediencia que merecen,
estableciendo que se leerían dos veces en público cada año: una, al comienzo del
curso, durante la comida, y la otra, en el tiempo en que el Hermano Visitador realiza
la visita de la casa.
Se puede decir que es aquí donde se manifiestan los perfectos discípulos del santo
fundador, y los herederos de su espíritu y de sus virtudes. Los humildes no tratan de
esconder sus obligaciones al conocimiento de sus inferiores, ni a ocultar a sus ojos
leyes cuya publicación revela las faltas que se cometen contra ellas. Por el contrario,
consideran un verdadero placer que sus Hermanos sepan lo que ellos tienen que hacer,
con la finalidad de llevar, desde esta vida, la confusión de las faltas que cometen, y
para ser corregidos por sus prudentes consejos, o mantenidos en el deber por el
saludable temor de desedificar a los demás. Los Hermanos, instruidos en los deberes
de aquel a quien están sometidos, son maravillosamente edificados por el celo que
tiene de observarlos, y por emulación se convierten en ardientes observantes de los
suyos. Cuanto más regular le ven, más regulares se hacen ellos. La obediencia que
tiene a sus reglas no les permite a los Hermanos dispensarse de los suyos, y siempre
podrá recomendarles que las cumplan cuando a la palabra une la acción.
Además, los inferiores que conocen los deberes de quien les gobierna, son para él
testigos, censores y jueces de su comportamiento. El director teme sus miradas, sus
palabras y su pluma, y se resuelve a hacer, por amor de Dios, lo que estaría obligado a
hacer por respeto humano. El Hermano que vela sobre los demás tiene tantos
vigilantes sobre sí, como Hermanos están bajo su mandato, y les hacen, poco más o
menos, el mismo servicio que él realiza con ellos. Quiero decir que su presencia le
764 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

recuerda lo que tiene que hacer, y que la lectura pública que hace de las reglas que
tiene prescritas le sirve como testimonio de aprobación, o como humilde confesión
por la cual, al acusarse a sí mismo y descubriendo sus faltas, repara ante los
Hermanos el mal ejemplo que les ha podido dar, y obtiene de Dios el perdón.
Concluyamos, pues, que sólo el espíritu de orgullo es el que no puede soportar la
lectura de los reglamentos de que tratamos, el cual se siente mortificado por ello. Un
Hermano humilde siempre tendrá como placer la publicación de sus obligaciones, y
buscará la reparación de sus faltas. El verdadero obediente, lejos de querer mandar sin
querer obedecer, está encantado de fundar sus mandatos sobre su propia obediencia, y
de predicar con su ejemplo la sumisión, el espíritu de dependencia y la fidelidad a la
Regla. Si los Hermanos directores son en las casas como los hermanos mayores de la
familia, ¿no deben a sus hermanos menores el ejemplo de una fidelidad total en todos
los deseos de su padre? Si son los pastores subalternos del Instituto, ¿no deben
autorizar su conducta con una sumisión total a una conducta superior? Si son los
tutores y los guardianes de la regularidad, ¿no deben mostrarse amigos de las reglas
que el santo fundador les ha prescrito? ¿Pueden acaso dispensarse de llevar el título
de celadores de la Regla común?
No tendrá nunca la gracia para mandar bien
<2-148>
quien no tiene la virtud de obedecer; jamás convencerá a sus inferiores de que ama las
reglas que descuida. Si considera humillante que se publiquen sus obligaciones, da a
entender que falta a ellas; pues si fuera fiel, la lectura que se hiciera de ellas sería su
elogio, y serviría como certificado de su buena conducta. Si lo mira como reproche
tácito a las faltas que comete, la lectura frecuente de las reglas, que miden todas sus
acciones, da a entender que no es ni suficientemente humilde para reconocerlas, ni
bastante obediente para amar el espíritu de dependencia, ni bastante penitente para
querer corregirse, ni suficientemente virtuoso para acomodar su voluntad a las leyes
que se le imponen.
Por mi parte, nunca creeré que el santo fundador, en el cielo, considera como fiel
discípulo suyo al Hermano director que olvida las prudentes reglas que él ha dejado.
Un hijo así deshonra a su padre porque no quiere seguir todos sus deseos; pues si
considera que son impracticables, le está acusando de indiscreción y de dureza; si lo
considera demasiado perfecto, está confesando su relajación y falta de fervor; si está
de acuerdo en que son suaves y prudentes, tiene que obligarse a observarlas, o si no,
debe declararse como prevaricador.
En fin, todos los Hermanos, antiguos y principales, todos los verdaderos discípulos
del santo fundador, deben concurrir con celo a no dejar imperfecta su obra, y para
darle en el cielo el gozo de ver sobre la tierra todas sus Reglas en honor. Sin duda que
a ejemplo de los Hermanos de esta asamblea, los directores de las casas mirarán como
un placer y un deber poner en práctica lo que el señor de La Salle les había pedido en
vida, leer lo más a menudo posible sus reglamentos particulares, y hacer de ellos su
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 765

lectura espiritual. Su regularidad, para ser perfecta, exige fidelidad en este último
punto. Su ejemplo hará agradable el estatuto que ellos elaboren. En efecto, ¿cuál de
los directores se querrá singularizar por un rasgo de orgullo, cando sepa que todos los
demás promulgan todas las semanas las leyes que han recibido de su Moisés? ¿Es un
honor que deben a su Regla, o es una mancha que le echan encima, si faltan a ella? La
justicia y el agradecimiento les compromete a dar a todos los demás Hermanos este
buen ejemplo, y al señor de La Salle, este gozo en el cielo.
Por otro lado, ¿qué otro testimonio más auténtico de la inspiración celestial en
todos los reglamentos que elaboró el señor de La Salle, que el cuidado que ha tenido
la divina Providencia para justificarlos, para restablecerlos y para consagrarlos por la
aprobación de la Santa Sede? ¿No hemos visto anteriormente cómo los rivales del
santo sacerdote, más enemigos de sus Reglas y prácticas de virtud, en las cuales
educaba a sus discípulos, que de su persona, los presentaban como demasiado
perfectos o como demasiado duros, como exagerados o como impracticables? ¿No
hemos visto cómo, con esta excusa, le calumniaron ante el arzobispo, e hicieron mil
intentos para desplazarle y para apartar a los Hermanos de su dirección? ¿No hemos
visto, en fin, cómo una vez adueñados de su casa, después de su huida de París,
introdujeron en ella su espíritu con una nueva forma de gobierno, y alteraron las
Reglas?
¿Qué sucedió después de este vano triunfo? Dios retiró la victoria de las manos de
aquellos que abusaban de ella, y el santo varón vio, antes de su muerte, cómo los
cambios introducidos se quebraban y aniquilaban; y cómo la antigua disciplina volvía
a florecer con su primer resplandor y a resucitar el fervor, y cómo las Reglas eran
aceptadas y confirmadas por el cuerpo de los Hermanos. Lo que sigue nos hará ver
cómo fueron confirmadas más tarde por la Santa Sede.
¿No puedo, pues, afirmar que el dedo de Dios está aquí, y que el espíritu divino se
ha declarado de forma clara autor de los reglamentos que el señor de La Salle dejó a
su Instituto?
<2-149>
Si esto es así, como no cabe dudar, no se puede creer que está inspirado a medias; y si
sus hijos no deben dudar de que el Espíritu de Dios haya escrito Él mismo, por la
pluma de su fundador, los reglamentos que les ha prescrito, deben todos ellos
seguirlos a la letra, sin excepción, sin modificación y sin distinción. Los directores
deben dar este ejemplo. La fidelidad que muestren por las reglas particulares que les
dio, reanimará el celo y la puntualidad de todos los demás para cumplir la Regla
común.
Todavía tengo que subrayar aquí las muestras singulares de la divina Providencia
con las Reglas del Instituto. Hacia finales de 1713, los Hermanos, inquietos por la
ausencia de su jefe, inseguros del lugar donde estaba, y casi perdida la esperanza de
volver a verle, decidieron que Su Eminencia, el cardenal de Noailles, aprobase sus
reglamentos. Este plan se lo inspiró el abate de Brou, que hacía con los Hermanos el
766 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

oficio de padre, durante la ausencia del señor de La Salle, y que manifestaba mucho
celo por sus intereses.
La ocasión que hizo nacer esta idea fue la amabilidad que el prelado manifestó a los
Hermanos de Saint-Denis, cuando acudió a administrar el sacramento de la Confirmación,
y la estima especial que quiso manifestar por el señor de La Salle. Después de haberse
interesado por su salud y por el lugar donde se hallaba, lo elogió ante toda la
asamblea, y añadió que era un hombre santo e insigne siervo de Dios, y recomendó a
los Hermanos que le saludaran de su parte. El señor de la Chétardie, párroco de San
Sulpicio, sensible a estas muestras de bondad del señor arzobispo hacia el Instituto,
acudió acompañado por el abate de Brou, y llevando con ellos al Hermano Bartolomé
y a otro Hermano, a saludar a Su Eminencia, que les recibió amablemente. El prelado
preguntó quién de los dos era el superior, y le interrogó con mucha bondad; le
preguntó si tenían novicios, etc., y le recomendó que formara buenos maestros de
escuela.
Esta feliz disposición del señor arzobispo con relación al Instituto les trajo la idea
de llevarle las Reglas para que las aprobase. Cuando este plan estuvo en marcha, el
Hermano Bartolomé, por consejo del abate de Brou, reunió a los Hermanos de París,
Versalles y Saint-Denis para acordar las modificaciones que había que hacer a los
reglamentos. Pues desde hacía tiempo, los rivales del santo sacerdote habían
exagerado tanto la dificultad, que algunos Hermanos, que no eran de los más
fervorosos, les creyeron. Una vez revisadas las Reglas, con las correcciones aparte, el
abate de Brou fue a suplicar al señor arzobispo que las examinara y las aprobara, a lo
cual el prelado consintió. Este examen fue demorado por el abate Vivant, uno de los
vicarios del arzobispado, en cuyas manos se habían puesto las reglas. Las guardó de
siete a ocho meses, y durante ese tiempo surgieron en París las discusiones sobre la
bula Unigenitus, y la negativa de Su Eminencia para aceptarla. Pasado este tiempo, el
señor Vivant remitió al abate De Brou la documentación que habían presentado,
con una carta del 4 de abril de 1714, donde se decía: «Su Eminencia considera
conveniente que no se decida ni se firme nada en su nombre, ni sobre los reglamentos
ni sobre los cambios que se quisiera introducir en ellos. Confía en su prudencia de
buen director de las escuelas, de las que tiene cuidado, y espera que bajo una prudente
dirección florezcan la piedad y la paz». Se tiene motivo para creer que el prelado, que
consideraba al señor de La Salle como un santo e insigne siervo de Dios, no quiso
cambiar nada durante su ausencia, por respeto a su virtud y a su persona; pues el señor
cardenal le apreciaba y no quería substituirle en el cargo por otro
<2-150>
superior, después de la prueba que había tenido en 1702, de la unión que los
Hermanos tenían con su santo fundador, y la invencible oposición que habían
presentado para recibir al señor Bricot.
En todo esto, la protección de la divina Providencia se manifestó sobre el señor de
La Salle y sobre sus Reglas. En efecto: 1. No se cambió nada en ellas y permanecen
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 767

como están; 2. Nada cambió respecto de él, y no le sustituyó ningún otro superior. La
dirección de las escuelas se encargó al señor abate de Brou, por la carta del vicario
mayor, pero no el gobierno de los Hermanos. Así, el señor de La Salle permaneció
como legítimo superior; ninguna autoridad distinta del señor arzobispo podría
desplazarle; 3. Por lo mismo, los cambios preparados para la Regla perdieron todo
crédito, al no contar con la aprobación episcopal; 4. Por esto mismo, el nombramiento
de los superiores locales, que se había introducido, permaneció vacío, puesto que el
señor de La Salle no había sido desposeído por ningún superior eclesiástico. En fin, la
negativa del señor cardenal de Noailles a modificar los reglamentos de los Hermanos
fue una intervención celestial; pues se sabe muy bien que su aprobación no hubiera
acelerado la de la Santa Sede, sino más bien la hubiera impedido.
768 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

CAPÍTULO XVI

Elogio del Hermano Bartolomé. Ejemplos heroicos de virtud que


dio el señor de La Salle después de su dimisión. Va a París, por
obediencia, para recibir en provecho de la Sociedad la restitución
de 5.200 libras que le dejaron como legado testamentario.
Se aloja en el seminario de San Nicolás, donde brilla su virtud.
Testimonio que da de él uno de los superiores de esta santa casa

El fruto de la asamblea a la que nos acabamos de referir fue el restablecimiento de


la disciplina, de la primera forma de gobierno, de las antiguas prácticas y del fervor
primitivo. Lo que se había determinado fue aprobado con total unanimidad por los
Hermanos de cada casa como lo había sido por los directores que compusieron esta
asamblea. Cada uno de ellos, a su regreso, expuso a los Hermanos lo que se había
hecho, la elección del Hermano Bartolomé y la ratificación de las Reglas después de
una nueva revisión, todo lo cual contó con la plena sumisión de todos los espíritus y el
acuerdo de todas las voluntades.
La pena de perder al señor de La Salle como superior quedó algo amortiguada por
la elección que se hizo del Hermano Bartolomé como su sucesor. Este Hermano era
querido porque era de carácter dulce, complaciente y fácil, y también de
temperamento humilde, prudente y tímido. Estaba siempre dispuesto a aceptar el
mejor consejo, y nunca se apegaba a su parecer. Como desconfiaba de sus propias
luces, era ávido de recurrir a la prudencia de otro; y cuando consultaba, lo hacía con
candor y sencillez, y con la humilde disposición de contar con otro juicio distinto del
suyo.
El oficio de director del Noviciado, que había ejercido durante mucho tiempo con
gran complacencia de todos, le había ganado la confianza de todos los Hermanos
jóvenes que habían pasado por sus manos. El cargo de superior, que ejercía con
mucha prudencia desde hacía años, tanto estando presente el señor de La Salle como
durante su ausencia, también le había ganado el corazón de los Hermanos de edad. De
ese modo, todas las cosas continuaron su ritmo, y nadie se daba cuenta de que en el
Instituto se había escogido un nuevo
<2-151>
jefe. Todo lo que hubo de nuevo entre los Hermanos fue la emulación con que se
apresuraron a reconocer al nuevo superior, expresándole testimonios de respeto y con
señales reales de sumisión. El virtuoso Hermano Bartolomé no ocupó el cargo mucho
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 769

tiempo, pues falleció el 7 de junio de 1720, alrededor de un año después del señor de
La Salle, y tres años después de su elección.
Con todo, fue tiempo suficiente para hacer brillar su virtud ante los Hermanos y
alcanzar una buena cantidad de méritos ante Dios, pues gobernó en tiempos difíciles,
y su paciencia se puso a prueba en varias situaciones conflictivas. La Constitución
Unigenitus, con la cual tanto se calentaron los espíritus y que tanta división originó en
Francia, le supuso más de una cruz, y no porque él se metiese a dogmatizar sobre el
asunto, pues a ejemplo del señor de La Salle sólo rompía su silencio en este tema
cuando se veía obligado a declarar su fe y sostener la de sus inferiores. Pero como
varios de éstos se hallaban en diócesis donde el padre Quesnel tenía numerosos
partidarios, los golpes que se dirigían a los Hermanos repercutían sobre él. Sabias
plumas que escribían con estilo duro, agrio y amargo le remitían cartas llenas de
insultos y de amenazas; y bocas acostumbradas a aparentar mucha justicia y
recomendar caridad mientras desgarraban al prójimo, le honraron con odiosos
insultos y con injurias hirientes.
El celo que el Hermano Bartolomé mostraba para mantener a los Hermanos unidos
a la Santa Sede y en la sumisión al clero de Francia, era el único motivo que tenía su
cólera contra él. Pero él lo consideraba como un honor, y se guiaba en medio de tales
ataques con tanta prudencia que, si bien sus enemigos no le podían amar, sí debían
reconocer justamente el elogio que merecía su proceder manso, humilde y prudente.
La ecuanimidad de su carácter y la serenidad de su rostro ocultaban con destreza
sus penas y sus enfermedades, incluso a quienes trababan a menudo con él, y no les
dejaba adivinar su sensibilidad a los ultrajes que recibía con frecuencia de fuera, ni a
las molestias e incluso durezas que recibía a veces de algunos indiscretos.
Termino este elogio diciendo que no se olvidó jamás de su predecesor. Sabía muy
bien la distancia que había entre un sacerdote y un Hermano laico, entre el maestro y
el discípulo, entre el padre y el hijo, entre el segundo superior de la Sociedad y su
fundador. Como discípulo dócil, sólo habló cuando el maestro quiso callar y guardar
profundo silencio. Como hijo sumiso, no tomó como hijo mayor el gobierno de la
familia sino cuando el padre la abandonó a su cuidado. Como Hermano sencillo,
nunca perdió de vista la eminencia del carácter que elevaba al señor de La Salle por
encima de él, y no cumplió delante de él ningún acto de la superioridad, sino con
vergüenza y forzado por la humildad de quien había descendido del primer lugar para
no dejar nunca el último.
A pesar de la firme resolución del señor de La Salle de no mezclarse en nada, no
pudo impedir que el Hermano Bartolomé se dirigiera a él en todas las situaciones en
que necesitaba de sus luces. Este Hermano superior no hacía nada sin consultarle y
seguía sus orientaciones con la exactitud de un niño. Si el señor de La Salle hablaba al
Hermano superior con todo el respeto y deferencia de un inferior, éste se amoldaba al
modelo que veía, y aprovechaba la ocasión para humillarse, a su vez, ante aquel que le
daba ejemplo. Por esta modestia y este proceder humilde y prudente, el nuevo
770 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

superior se mostraba digno hijo del santo fundador, y se atraía la veneración y la


confianza por parte de los Hermanos.
Estos ejemplos recíprocos de humildad, de unión y de buen entendimiento entre
los dos jefes del Instituto tuvo efectos maravillosos. La unión se cimentó entre
<2-152>
los miembros del cuerpo; la emulación encendió en los inferiores; la familia,
renovada, entró en su primer espíritu y en su primer fervor. Eso es lo que deben los
Hermanos al prudente gobierno de su segundo superior, que murió lleno de méritos y
que fue lamentado por todos los que le conocían.
En efecto, en cuanto el señor de La Salle entró en la situación de inferior, que tanto
había deseado, no pensó en otra cosa que en cumplir sus deberes y en practicar las
virtudes; no se reservó ninguna señal de distinción, y como recompensa de los
servicios que había prestado a los Hermanos, sólo quiso practicar la sumisión y la
dependencia. El único privilegio que envidiaba era ser olvidado y despreciado, y
morir en el estado de abyección en que había pasado toda su vida desde la fundación
de las Escuelas cristianas. Se le veía, como al más fervoroso novicio, puntual a las
mínimas observancias y seguir con escrupulosa exactitud todos los reglamentos.
Ya no se recordaba más ni de lo que había sido, ni de lo que todavía era, sino sólo
para encontrar nuevos motivos de confusión y de humillación. Las cualidades de
superior y de fundador, que le habían sido tan onerosas y mortificantes, estaban tan
bien borradas en su espíritu y por su conducta, que parecía que nunca las hubiese
llevado y que durante toda su vida no hubiese ejercido otra ocupación que la de
obedecer. En lo que se refiere a su calidad de sacerdote, sólo lo dejaba traslucir
cuando subía al altar o cuando entraba en el tribunal de la penitencia; pues las únicas
funciones que se reservó fueron celebrar la santa misa para los Hermanos,
confesarles, e instruir y exhortar a los alumnos internos. En todo lo demás, se
comportaba como un sacerdote degradado, como un ministro de los altares que
hubiera sido condenado a hacer penitencia el resto de sus días en un monasterio.
De acuerdo con este espíritu, rechazaba todas las demostraciones de confianza que
los Hermanos le testimoniaban y que sus hijos no podían dejar de lado con un padre
prudente y virtuoso que les ha educado. Yo no soy nada: acuda al Hermano superior,
decía a los que acudían a él para solicitar algún permiso. En otra ocasión, un Hermano
le había escrito para pedir su consejo, y él no quiso ni siquiera leer sus cartas. Si luego
lo aceptó, lo hizo por obediencia, considerando como una orden el ruego que le hizo
el Hermano Bartolomé. Las respuestas que dio a los que le habían consultado fueron
adecuadas para corregirles de su pretendida falta, pues terminaba los consejos con
esta indicación: Cuídese mucho en lo sucesivo de dirigirse a mí para cosas de este
tipo. Usted tiene un superior: a él debe exponerle sus dificultades. Por mi parte, no
quiero mezclarme en nada de esto, sino sólo en pensar en la muerte y en llorar mis
pecados. De este modo, el santo sacerdote terminaba su vida en la abyección, en la
obediencia y en la dependencia.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 771

El Hermano Bartolomé, que estaba confuso de ver tan a menudo a sus pies al señor
de La Salle para pedir los mínimos permisos, quiso ahorrarle la pena de esta sujeción,
y a él mismo la confusión de mandar a un sacerdote, a su confesor y padre, y le dio
permiso general para hacer lo que considerase a propósito, pero a esto no pudo
sujetarse el perfecto obediente. Aquello que le robaba el mérito de tantos actos de
humildad no le gustó, y no quiso usarlo. Para confirmar con la práctica las enseñanzas
que había dado sobre este tema, pedía nuevos permisos para las mínimas cosas. No
presidía ningún ejercicio de comunidad, ni siquiera los espirituales, como son la
oración y la meditación, en los que el carácter sacerdotal le daba la preeminencia.
<2-153>
Su lugar en estas santas acciones era la del publicano, el último, cerca de la puerta. Ni
siquiera se permitía cambiar la hora de la santa misa sin permiso expreso. Si iba a
hacer el recreo con los Hermanos sirvientes, era con la condición de que presidiera
uno de ellos. Este presidente, convertido en superior suyo, veía cómo le pedía
permiso cada vez que quería hablar. Si querían darle entre ellos alguna señal de
distinción, en seguida se retiraba e iba a terminar el recreo con alguno de los internos.
Cualquier petición que le hicieran de ocupar el primer lugar en el refectorio no era
capaz de vencer su humildad, que le impulsaba a desear el último puesto, y lo ocupó,
en efecto, colocándose después de los Hermanos sirvientes. Se tuvo mucha dificultad
para conseguir que diera la bendición de la mesa. Si se avino a ello fue porque le
explicaron que su carácter sacerdotal no podía admitir que un Hermano la diese en su
presencia. Cuando algún novicio, enviado para barrer su humilde habitación, le pedía
permiso para hacerlo, su respuesta era: Carísimo Hermano, yo no necesito nada;
vaya a preguntar si se quiere que yo salga. Jamás hubiera permitido que nadie le
hiciera este servicio de humildad y de caridad si no lo mandaba el Hermano superior.
En fin, este santo sacerdote fue modelo acabado de perfección para los Hermanos.
Cada uno de sus actos era un ejemplo de virtud. Humilde, sumiso, obediente,
sencillo...; había llegado al feliz estado de infancia espiritual, que elogió el mismo
Jesucristo. Cuando se vio libre y descargado de cualquier cuidado, su única
ocupación fue su propia santificación. Todo lo referente al mundo era nada para él.
Ya no podía dejar de ocuparse de Dios, porque no había nada más que le pudiera
distraer. Su perfección era su única obra, y trabajaba en ella sin descanso, sin dejar
escapar, según el consejo del Sabio, la mínima ocasión de incrementarla.
No exageraré si aseguro que aquellos venerables ancianos del famoso monasterio
del que habla san Juan Clímaco, que obedecían a su superior como niños, habrían visto a
su maestro en humildad y en obediencia en el señor de La Salle, y le habrían podido
tomar como modelo en este punto. Cuanto más se esforzaba el santo sacerdote por
humillarse y abajarse, más se complacía Dios en esclarecerle. El hecho que sigue va a
mostrar cómo el estado de abyección es un estado de luz y la verdadera escuela donde
Jesucristo lo comunica.
772 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

El señor Charon, hombre de profundo celo y uno de los fundadores del hospicio de
Canadá, que había ido a París para diferentes asuntos, insistió tanto para contar con
cuatro Hermanos y llevarlos con él a aquellas tierras, que los superiores cedieron a
sus peticiones. El Hermano Bartolomé dio su consentimiento, el señor de La Salle su
aceptación, y de acuerdo con el Hermano asistente a quien se hizo ir a San Yon ex
profeso, designaron a los Hermanos que destinaban a esta misión. Dos días después,
el Hermano asistente, preparado para volverse, fue muy temprano para despedirse del
siervo de Dios, y quedó muy sorprendido al oírle decir: ¡Ah, Dios mío!, ¡qué van a
hacer! Van a emprender una cosa que les va a traer una infinidad de problemas, y
que tendrá consecuencias desastrosas. El Hermano Bartolomé, que entró en aquel
momento, le dijo que ya no había forma de volverse atrás, pues todo estaba ya fijado y
dispuesto. En efecto, los gastos del embarque ya se habían pagado. El santo varón
repitió: ¡Qué van a hacer!, y no dijo nada más. Esta doble consideración causó mucha
impresión en los Hermanos, que no siguieron adelante, y después de haber roto lo
acordado, no tardaron en saber que les querían engañar piadosamente. El señor
Charon confesó que su plan era poner a los cuatro Hermanos separados, con los
párrocos del campo, para enseñar
<2-154>
a los niños; es decir, que pensaba robárselos al Instituto y exponerles a perderse o a
estropearse. Ciertamente, se hubiesen perdido para la Sociedad; no habrían tenido ni
unión ni relación con ella, y hubiesen salido de su seno, al cesar de vivir en
comunidad y de practicar sus Reglas. En una palabra, lo hemos visto antes: el señor
de La Salle nunca quiso dar sus discípulos para las escuelas del campo, porque habría
sido necesario enviarlos solos y abandonarlos a su propia conducta. Los que habían
sido elegidos para esta misión eran cuatro personas distinguidas en mérito y en virtud,
pues no se necesitan otras personas como obreros de los iroqueses y de los salvajes. Si
se les enviaba, el señor de La Salle los consideraba perdidos. Sin duda tuvo este
conocimiento por una luz sobrenatural, pues ¿por qué otra vía podía penetrar el futuro
y sondear el corazón del señor Charon? Éste se vio obligado a substituir los
Hermanos por otras personas, que no llevó él personalmente a Canadá, pues murió en
el viaje. Había obtenido letras patentes del rey para seis maestros de escuela, pero su
muerte las hizo inútiles, y sus proyectos quedaron enterrados con él.
Sin embargo, el rumor de la dimisión del señor de La Salle se extendió por París y
por todas partes, y los pareceres fueron muy diversos; cada uno hablaba de ello según
sus propias disposiciones. La estima y las alabanzas de los hombres no eran su
fortuna, y era raro que hiciese cualquier acción que no fuese criticada. Ésta lo fue de
todos los que le conocían. Unos decían que ofendía a su carácter sacerdotal, por
someterse a personas que no lo tenían; si se hubiesen acordado de que san Antonio,
san Hilarión, san Pacomio, y tantos otros abades que no eran sacerdotes, estaban a la
cabeza de un número infinito de solitarios y monjes, entre los cuales había a menudo
sacerdotes que se sometían, como los demás, a la obediencia; que san Francisco, que
sólo era diácono, tenía entre sus discípulos sacerdotes y doctores de especial mérito,
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 773

no hubiesen utilizado esta acusación. Otros le tachaban de imprudencia y le


consideraban culpable de la ruina de su Instituto, al confiarlo a un simple Hermano.
Hubo algunos que le acusaron de pereza o de pusilanimidad, y que atribuyeron a su
amor al reposo, a la huida del trabajo, a la tranquilidad del estado que había preferido
a un puesto lleno de preocupaciones y dificultades.
Sus enemigos dieron un sentido mucho más malicioso a su acción. Según ellos, un
orgullo sutil y refinado era el principio, y buscaba, en el último lugar, la estima y las
alabanzas de los hombres que no había podido encontrar en el primero. El siervo de
Dios, que no pensaba más que en prepararse al juicio divino, se preocupaba muy poco
del juicio de los hombres. Dios le llenaba completamente, y todos los comentarios
que se hacían sobre él le parecían sueños, de lo que se reía cuando le forzaban a que
los oyera.
Cuando el siervo de Dios, concentrado en el reposo de la soledad, estaba más
ocupado del cielo y del cuidado de poner su alma en el estado de pureza que exige la
entrada en el santuario, recibió una carta que le reclamaba que fuera a París para
hacerse cargo de un legado testamentario hecho a favor suyo. No se trataba de un
donativo, sino de una devolución que le hacía el señor Rogier, que había tenido con
él, en otro tiempo, una relación amistosa, y que había prestado su nombre para la
compra de la casa de Saint-Denis, de la que ya se habló.
El señor de La Salle llegó a París el 4 de octubre de 1717, para obedecer al
Hermano Bartolomé, que se lo había recomendado mucho, con el fin de que la
Sociedad pudiera aprovechar la restitución
<2-155>
real, que llevaba el nombre de donación. Fue a alojarse al célebre seminario de
Saint-Nicolas, escuela santa donde se forman numerosos ministros del altar, y del que
salen muchos santos sacerdotes. No quiso ir a la casa de los Hermanos para evitar las
señales de sumisión, respeto y confianza que los hijos deben al padre, y que estaban
bien preparados para tributárselos. Tal vez, también, para no despertar la animosidad
de algunos rivales, que no se había apagado, y para no atraer sobre sus Hermanos
nuevas tempestades.
El señor de La Salle, en el seminario de Saint-Nicolas-du-Chardonnet, se
comportó, como en todas partes, como perfecto sacerdote. Este astro fue a brillar a
otro cielo distinto del suyo, y a extender los rayos de virtud y el espíritu eclesiástico a
un lugar donde estaba la fuente. Dejemos que se explique sobre el particular uno de
los superiores de este seminario. He aquí el testimonio que dio, después de la muerte
del siervo de Dios, en una carta enviada al Hermano Bartolomé: «Hemos tenido la
alegría, mi carísimo Hermano, de conocer el designio que ha formado de dar a
conocer al público la vida del señor de La Salle, su venerable fundador. El clero
quedará muy edificado de los grandes ejemplos de virtud que ha dado, y
particularmente por su celo por la instrucción de la juventud y la creación de las
Escuelas cristianas. Nosotros tuvimos el honor y la suerte de tener a este santo
774 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

sacerdote en nuestro seminario desde el 4 de octubre de 1717 hasta el 7 de marzo de


1718. Este tiempo fue corto, como ve, pero no se ha necesitado más para reconocer en
él los dones particulares que Dios le había dado, y las mismas gracias que él
procuraba que quedasen ocultas a los hombres. Hemos notado, sobre todo, un celo y
un fervor extraordinarios por su propia perfección, una humildad profunda y gran
amor por la mortificación y la pobreza. El celo de su propia perfección se ha
mostrado: 1. En que no contento con encontrarse todos los días, sin faltar uno solo, a
todos los ejercicios de piedad, a la oración de la mañana, a las conferencias
espirituales, a los divinos oficios, etc., me confesó que dedicaba regularmente cada
día dos horas y media, o tres horas, a la meditación; 2. En la entera sumisión en que
quiso vivir al reglamento del seminario, pues cada día acudía a ellos de los primeros,
y para él no había ningún artículo que no fuese importante. No se hubiera permitido,
no digo ya salir a la ciudad, sino incluso hablar a algún extraño sin pedir permiso para
ello. En vano le dije varias veces que en nuestra casa contaba con todo tipo de
permisos y que este punto del reglamento no le afectaba. No fue posible hacerle
aceptar la dispensa del mismo. Su humildad también nos pareció admirable, y era
universal. No hacía nada sin consejo y la opinión de los demás siempre le parecía
mejor que la suya. En la conversación, siempre escuchaba de buena gana, en vez de hablar;
nunca se le oía decir nada para ventaja suya. Estaba lleno de horror y de desprecio por
lo mundano que afecta a varios eclesiásticos en su exterior y en sus hábitos; nada más
sencillos que los suyos, que eran de la tela más ordinaria. Todo lo demás de su exterior
respondía a lo mismo, y eso es en parte lo que me ha inducido a decir que amaba la
pobreza. El amor hacia esta virtud ha brillado más aún en la generosidad que tuvo al
renunciar a todo y despojarse de todo, para emprender y sostener la creación de
su comunidad, y en las precauciones que tomó para inspirar y perpetuar en los
Hermanos que la componen el espíritu de sencillez y la supresión de todo lo que no es
absolutamente necesario a la vida y su mantenimiento. Su mortificación, en fin, nos
confundía
<2-156>
y nos edificaba. No quiso aceptar, de ningún modo, una habitación con hogar de
fuego, cuando entró en el seminario; y en vez de calentarse con los otros, al menos
durante el tiempo de recreo, prefería conversar en las salas o en la huerta, con algún
seminarista, para tener ocasión de inspirarle alguna máxima santa y el desapego de
las cosas de la tierra; y como su modestia, su aire recogido y la unción de sus
conversaciones no dejaban dudar que practicaba mucho más aún de lo que inspiraba a
los demás, nadie sabría expresar el fruto que ha producido en este seminario.
»Claramente hay un error al pretender decir que haya sido un hombre inclinado
hacia las nuevas doctrinas; sabio y prudente, como era, hablaba rara vez, porque sabía
que estos discursos sirven de poco y dañan a menudo; en cambio, era de los más
sumisos y de los más apegados a las decisiones de la Iglesia, y recuerdo que tuvo la
experiencia de una comunidad de sus Hermanos establecidos en una importante
ciudad de provincias, que prefirió incurrir en desgracia con las primeras autoridades
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 775

de su diócesis, antes que incurrir en lo que se exigía de ellos, porque la imposición les
parecía contraria al respeto que su fundador les había inspirado siempre hacia la
autoridad de la Santa Sede y de la Iglesia de Francia. Éste es, carísimo Hermano, el
testimonio que yo debo al difunto señor de La Salle, cuya desaparición hemos sentido
profundamente, a usted y al público, y para nuestra propia edificación. Si Dios
escucha nuestros deseos, él seguirá viviendo en su comunidad por la fidelidad que se
tenga en no apartarse nunca de sus máximas y de sus ejemplos de celo por la instrucción
de los niños, por la sencillez, la pobreza, la edificación, la obediencia y la profunda
veneración hacia los obispos, etc. Me encomiendo a sus oraciones y quedo, con
perfecta estima a vuestra comunidad y para usted en particular, mi querido Hermano,
etc. En el Seminario de Saint-Nicolas, el 1 de marzo de 1721».
Esta carta contiene un precioso elogio. Es un elogio que no sale de la boca o de la
pluma de personas ingenuas, que se edifican fácilmente y que, felizmente predispuestas
en favor de la virtud, creen verla por doquier. El vulgo construye en seguida santos,
con ligeras apariencias, de personas que sólo tienen apariencias. Pero los que
entienden de virtud no conceden este nombre fácilmente, pues saben que tales títulos
hay que merecerlos. Una virtud común que tiene mucho brillo, causa mucho eco en el
mundo, porque es una luz que luce en las tinieblas; y en medio de los vicios y pasiones
el mérito sólido se distingue por su singularidad; pero en los lugares donde reina la
piedad, donde los ejemplos de virtud son familiares y donde se ejercita la perfección,
la virtud que brilla es eminente. Hay que ser muy perfecto para brillar entre los
perfectos, y pasar por santo. Ésa es la atención que el lector debe prestar a la carta
transcrita.
El señor de La Salle vivía en este seminario tan retirado y tan solitario, que las
personas que le conocían apenas podían encontrarle. Se escondía de todos a los ojos y
al trato con la gente, incluso de los mismos Hermanos, a quienes negaba el consuelo
de verle. Sólo el Hermano director tenía este privilegio, aunque podía disfrutarlo muy
poco tiempo. Si algunos de los Hermanos que no podían dejar de confiar en él querían
aprovechar sus consejos, tenían que utilizar artimañas para conseguirlo; y cuando lo
lograban, él sintiéndose sorprendido, el primer consejo que les daba era que se dirigieran
al Hermano superior y que se acostumbrasen a pasar sin él, puesto que ya sólo tenía
tiempo para vivir. Esta lección, tan adecuada para separarlos de su persona, no les
contentaba. Y como no podían desprenderse de la condición de hijos, le rogaban que
<2-157>
conservase con ellos su condición de padre hasta su muerte. Con todo, consiguió
que todos abrieran su corazón al Hermano Bartolomé, y tuvo el consuelo de ver cómo
todos los Hermanos estaban perfectamente sumisos a aquel que ellos mismos habían
escogido como superior, y comprobar que eran exactos a descubrirle con candor su
interior, a honrarle con perfecta confianza y a seguir sus consejos con fidelidad.
El señor de La Salle, llamado a París para concluir el asunto del testamento de que
hemos hablado, fue a visitar al notario, que dio lectura del artículo que le concernía.
776 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

En él se le trataba como superior de los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Este


título, que él consideró que no le correspondía, hirió su humildad, y le pareció que
también hería la verdad. Después de responder que él ya no era el superior de los
Hermanos, añadió que no podía apropiarse de un título del que estaba despojado, y se
negó a dar su asentimiento en calidad de tal. El notario le hizo ver, inútilmente, que
aquel título no tenía consecuencia alguna, y no merecía su atención, y por tanto no le
podía causar escrúpulo; que por lo demás, su consentimiento era necesario, ya que la
entrega debía ser hecha de acuerdo con los términos expresados en el testamento. El
humilde sacerdote, tan amigo de la verdad como de la abyección, mantuvo su
negativa, rechazando el título; y al no poder resolverse a aceptar un título que ya no
tenía, prefirió renunciar al legado antes que recibirlo a costa de la verdad y de la
humildad. Se retiró y dejó la suma a punto de ser entregada, en manos del notario,
que siguió sosteniendo que sólo podría entregarla de acuerdo con los términos del
testamento.
En esas dilaciones se pasaron tres meses, sin que fuera posible forzar la humildad
del santo varón. Al final, el notario, edificado por tal resistencia, pensó que podía
consentir en la supresión de la palabra superior, sin temer consecuencias para el
futuro, convencido de que este ejemplo no sería contagioso, y que si había visto a un
hombre rechazar dinero y un título de honor, y rechazar precisamente el uno a causa
del otro, no se volvería a encontrar con un caso parecido. Fue así como el señor de La
Salle dio su consentimiento, y aceptó lo que era una verdadera restitución bajo la
apariencia de una donación.

1718
En este mismo tiempo la divina Providencia, que destinaba la casa de San Yon a los
Hermanos, arregló todos los acontecimientos de manera que el que pareció arrojarles
de esta bella soledad, fue el que les puso en posesión de la misma. La señora
marquesa de Louvois, a quien pertenecía la casa, falleció, y sus herederos anunciaron
a los Hermanos que la dejasen libre lo antes posible y la devolvieran. Éstos, que la
ocupaban desde hacía catorce años, quedaron muy afligidos y sorprendidos; y su
fundador no lo fue menos. No había ninguna posibilidad de poder encontrar un lugar
tan apropiado para la nueva Sociedad, ya que estaba a las puertas de una de las
principales ciudades del reino y a la que el comercio y las riquezas hacen floreciente,
y es, además, la más cercana a París, de la que viene a ser el almacén.
Esta casa, alquilada a precio muy bajo, contaba con aire vivo y puro, y muy
diferente del de Ruán, en pleno campo y con amplias huertas, lo cual favorece por
igual la salud y la piedad, y constituía un retiro agradable. Para el señor de La Salle
era un lugar de delicias, porque allí se encontraba tan solitario como deseaba serlo, y
su noviciado no podía estar en un lugar más conveniente. Él había tenido que pasar de
casa en casa, y se había fijado en ésta; su deseo era no salir de ella nunca, a menos que
la divina Providencia le llevase a otra soledad parecida cerca de París, que por ser la
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 777

capital del reino, es el centro de las buenas obras, y el lugar de Francia donde
encuentran más apoyo, más éxito y más medios para difundirse.
En la extraña necesidad de abandonar cuanto antes una casa tan querida y tan
necesaria,
<2-158>
el padre y los hijos sólo veían ayuda en Dios, pues no cabía hallar buena disposición
por parte de los herederos. No cabe esperar favores cuando hay de por medio
herencias. El señor de La Salle exhortó a los suyos a que se abandonaran a la divina
Providencia, y a esperar, contra toda esperanza, llegar a ser tranquilos poseedores de
un lugar que parecía estar hecho para ellos. Incluso les dijo que había que pensar en
comprarlo. Esta propuesta les sorprendió, pues la gran pobreza en que se hallaban
desde el principio, no les había dejado. No tenían bienes de fundación, ni dinero, y
habían encontrado su mantenimiento en los graneros del Padre celestial. El señor de
La Salle sabía mejor que ellos que todas las casas del Instituto eran adecuadas para
testimoniar los cuidados de la divina Providencia. Era, pues, de ella sola de quien
había que esperar el dinero necesario para la compra de la casa de San Yon. Para
merecerlo no se ahorraron oraciones. El fuerte deseo de poseer la casa animó el fervor
de las oraciones, y resultaron eficaces. El señor de La Salle encontró en los tesoros del
Padre común de los hombres el capital suficiente para realizar la compra. El primer
dinero provino del legado del que hemos hablado; el resto fue proporcionado por
personas generosas y celosas del Instituto, y todo ello de una manera que hacía sentir
el dedo de Dios, ya que éste fue precisamente el tiempo en que el artículo del
testamento del señor Rogier concerniente al señor de La Salle tuvo su ejecución.
La criada que debía ser la primera en gozar las 220 ó 250 libras de renta producidas
por los bienes del señor de Plancy falleció, y había dejado la propiedad a nuestro
santo sacerdote. Sin embargo, esto no era dinero contante, y era éste el que se
necesitaba para comprar la casa de San Yon. Pero Dios hizo que se encontrase
inspirando al señor de Plancy reembolsar de una vez el capital que debía producir la
renta anual. Sólo la caridad fue el principio de este reembolso, y sólo para prestar un
gran servicio a los Hermanos les hizo este ofrecimiento, pues se enteró de la absoluta
necesidad que los Hermanos tenían de dinero. El ofrecimiento se aceptó con sumo
gozo, y sirvió para avanzar el pago de la casa de San Yon, que al final se pudo
adquirir.
La divina Providencia favoreció también de otra manera muy sensible esta adquisición;
pues el señor abate de Louvois, ejecutor testamentario de su madre, se sintió dispuesto a
tratar con benevolencia al señor de La Salle, y en consideración a él, prometió a los
Hermanos que les daría preferencia a otros, y que pondría la casa a un precio muy
razonable para facilitar su compra. El nombre del señor de La Salle, como ya hemos
dicho, gozaba de veneración en toda la familia del difunto monseñor Le Tellier,
arzobispo de Reims. El señor abate de Louvois, informado de lo que era y de lo que
había sido el fundador de las Escuelas cristianas, y de lo que había sufrido, le
778 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

consideraba como un santo, y estuvo encantado por tener la ocasión de poderle


favorecer. Con todo, por muy grande que fuese su buena voluntad con el siervo de
Dios, poco faltó para que el enemigo de todo bien no lograse impedirlo, como efecto
de las intrigas de algunas personas que, por sus intereses particulares, querían incluir
en el contrato cláusulas muy perjudiciales para los Hermanos. Dos veces se había roto
ya el contrato, y el asunto se daba como fracasado; pero al final, después de dos meses
de incertidumbre, el trato se cerró y la casa de San Yon se adjudicó, indicando el
nombre de dos de los principales Hermanos. El señor de La Salle no quiso aparecer en
esta adquisición. Contento con tener el mérito ante Dios, no quiso tener ningún honor
ante los hombres, y cuidó mucho de ocultar su nombre, mientras proporcionaba el
dinero que sirvió para la compra. A este efecto, llamó a París al Hermano Bartolomé,
superior general,
<2-159>
y puso en su mano el legado que se le había hecho, acompañado de un acta por la cual
renunciaba en favor del Instituto.
Su alegría fue muy grande al ver, por fin, a sus hijos disfrutar de un lugar tan apropiado
para el recogimiento y la oración, tan excelente para el Noviciado y tan necesario para
su Instituto. Sin embargo, fue después de su muerte cuando los Hermanos tuvieron la
posesión tranquila de la propiedad, gracias a las Letras patentes del Rey. En este
intervalo, a menudo fueron inquietados y recibieron más de un susto, de dentro y de
fuera, sobre la adquisición hecha. Personas ávidas del bien pero empujadas por la
malicia de otros, trabajaron con disimulo para quitársela a los Hermanos, y no
desesperaban de recuperar un bien que consideraban que había salido de las manos de
sus antepasados, y sobre el cual su avaricia se consideraba con derechos.
Por otra parte, uno de los Hermanos en cuyo nombre se había comprado la casa
había fallecido, y había dejado al otro el dominio aparente. Este Hermano tuvo
profundo espíritu religioso para evitar la tentación de apoderarse para su provecho
particular el bien de la Sociedad, para el cual sólo había prestado el nombre. Con
todo, siempre quedaba el temor de que ocurriera, y ya se habían dado casos entre los
mismos Hermanos, como pudimos ver. Las Letras patentes pusieron fin a tales
alarmas e inquietudes, asegurando la propiedad de la casa de San Yon al Instituto.
La paz y la tranquilidad que el fundador disfrutaba en el seminario de
Saint-Nicolas-du-Chardonnet le retenían en él, y no era fácil sacarle de allí. Puesto
que se consideraba como un novicio en la perfección, creía que el seminario era para
él, y que a la edad de sesenta y cinco años debía entrar como un joven clérigo en el
ejercicio de las virtudes eclesiásticas, de las cuales él pensaba que sólo tenía un tinte
superficial. Así, mostrándose más pequeño, más sumiso, más dócil que un joven
recién tonsurado, que llega con ardor a beber en el seminario, como en su fuente,
el espíritu eclesiástico, y formarse en la piedad, bajo los más grandes maestros,
pretendía renovar en el seminario de Saint-Nicolas las prácticas de fervor que había
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 779

aprendido en el de San Sulpicio, a la edad de 16 y 17 años, y acabar en aquél la vida de


dependencia y de espíritu interior que había comenzado en éste.
Toda su ambición era morir, como Jesucristo, practicando la obediencia, la humildad
y la mortificación; su corazón lo tenía atado a un lugar donde encontraba la facilidad
de ejercerla. Los lazos que le ataban, formados por la más pura virtud, no eran fáciles
de romper, y los Hermanos no fueron escuchados cuando insistieron al santo
sacerdote que regresara a su casa. Tenían a su cabeza un superior general elegido de
entre ellos, y que habían elegido ellos mismos. Era prudente, y su conducta respondía
a lo que habían esperado de su sólida virtud. Tenían, en fin, la propiedad de una casa y
un centro estable, propio para poner el Noviciado. Realizadas ambas cosas, el santo
fundador no tenía nada que hacer en la Sociedad, y yendo allí, según su parecer,
ocuparía inútilmente un lugar. Eso es lo que respondía a aquellos de sus hijos que le
presionaban para que volviese con ellos.
El Hermano Bartolomé, que en todo lo demás estaba de acuerdo con su buen padre,
en este asunto no era del mismo parecer. Creía que su presencia era más necesaria que
nunca al Instituto, y sufría con dolor estar privado de ella, y empleaba todos los
medios que tenía para abreviar el tiempo de su ausencia. Temía, además, que al ser ya
de edad avanzada, enfermo y agotado de sus fuerzas, pudiera morir fuera de su propia
familia, y que otras manos, y no las suyas, le cerrasen los ojos. Además, testigos como
eran él y los Hermanos, desde hacía tantos años, de los actos de virtud más heroicos
<2-160>
que su fundador había practicado durante la vida, deseaban ser testigos también de
aquellos actos que deberían coronarla.
Estas razones eran buenas, pero no eran las que podían tener valor antes el humilde
sacerdote para comprometerle a regresar. El Hermano Bartolomé también tuvo buen
cuidado de exponérselas. Insistía en la conveniencia de que el padre estuviese con sus
hijos, en el deseo que todos los Hermanos tenían de verle entre ellos, y de la cortesía
de no abandonar la Sociedad que él había formado. El santo fundador, forzado por
estas reflexiones, se agarraba a su incapacidad para todo, y considerándose un
hombre inútil, quería persuadir que el Instituto debía tener como una gracia del cielo
verse libre de él. «Soy yo quien debe ser dirigido y no dirigir —añadía—; es tiempo
de que comience la obra de mi propia santificación, después de haber trabajado tanto
tiempo en la de los demás. Puesto que Dios me da tan excelente ocasión, debo
aprovecharla. Si la dejo escapar, será una falta que tendré que reprocharme el resto de
mis días. Hace mucho tiempo que mando; ha llegado el tiempo de obedecer, y debo
enseñaros, con mi ejemplo, a preferir el estado de dependencia al estado de autoridad.
He salido felizmente de todos los cuidados extraños a mi salvación, y estoy
despegado de todas las distracciones que interrumpen el trato con Dios, ¿por qué iría
yo a turbar el dulce reposo de que gozo, para retomar las preocupaciones? Por eso,
sopesando todas estas reflexiones, estoy tentado de terminar mis días en el lugar
donde estoy».
780 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

Esta negativa hacía más vivos y más insistentes los deseos de los Hermanos para el
retorno del santo fundador; pero al ver que no podrían vencerla si no recurrían a la
autoridad, acudieron a los superiores del seminario y les rogaron que le mandaran por
obediencia que volviera a su propia casa aquel que quería permanecer en la de ellos
sólo para practicar todos los ejercicios. Los señores del seminario de Saint-Nicolas-
du-Chardonnet no pudieron negarse a un ruego que, aunque muy contrario a su
inclinación, era totalmente razonable. Encantados con tener con ellos a un sacerdote
tan santo, hubieran estado dispuestos incluso a comprar su posesión; y con todo les
pedían que lo alejaran. Mandándole volver con sus Hermanos, consentían perderlo,
y para ellos era un verdadero sacrificio, y lo hicieron con generosidad. El
cumplimiento que hicieron al santo sacerdote para forzarle a volver con sus Hermanos no
podía ser más gracioso ni más urgente.
Le dijeron que era el ejemplo del seminario, y constituía su consuelo y su gozo en
el Señor; que consideraban un favor del cielo su estancia en su casa, y que para
poseerlo estarían dispuestos a todo, si el interés de Dios, junto con el de su Instituto,
no se opusieran al suyo propio; pero que al concurrir los dos intereses, el primero
debía ceder al segundo; que tenían obligación de hacerle ver que se debía a su propia
familia, y que sería vergonzoso para ellos robar un padre a los hijos que todavía le
necesitaban; y que en este caso, la justicia y la caridad, la educación y el deber se
aliaban para convertir en obligación el que le rogasen que volviera con sus hijos; que
no podía sustraerse por más tiempo a su rebaño, sin exponer a algunos de sus
componentes al extravío, tal vez a murmuraciones, y a todos, a las quejas y lágrimas;
que debería creerles en este asunto, tanto más cuanto que le hacían esta petición con
extremada repugnancia y de parte de los Hermanos, y que ellos se constituían ante él
como sus mediadores contra sus propias inclinaciones.
El humilde sacerdote, sin quedar deslumbrado por un cumplimiento tan honroso y
halagador, que el corazón
<2-161>
pronunciaba más que la boca, y que hubiera podido alimentar el amor propio de
cualquier otro menos fundado en el desprecio de sí mismo (pues, al fin y al cabo,
quienes se lo daban eran personas de excelentes méritos y virtud distinguida, y era
fácil escucharlas con complacencia), el humilde sacerdote, digo, respondió que
puesto que era incapaz de gobernar, su presencia sería inútil para los Hermanos, y su
ausencia no ocasionaría ningún perjuicio; que como aún no sabía obedecer con
perfección, su mayor beneficio sería no salir de un lugar donde no hacía otra cosa que
aprenderlo.
Esta respuesta era digna de él. Ya la esperaban y nadie se sorprendió; pero él no se
esperaba que iban a utilizarla para desbaratar sus pretensiones, y él sí se sorprendió
cuando le replicaron que, puesto que tomaba la obediencia como su norma, debía
hacer por obediencia lo que deseaban de él. La obediencia era, en efecto, su ley
soberana, y se sometió a ella sin réplica, antes de que ésta se expresara en un mandato.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 781

Al instante se dispuso para regresar a San Yon, donde le deseaba el Hermano que le
había sucedido en el puesto de superior.
El sacrificio fue recíproco cuando se despidió de sus caritativos huéspedes. La
semejanza de costumbres les había unido, y la virtud formaba el nudo de su amistad;
cuanto más pura era ésta, más cordial y estrecha era; por eso la separación fue tan
costosa a unos y otros. Los señores del seminario de Saint-Nicolas-du-Chardonnet
lamentaban la pérdida de un santo al perder un amigo; y sentían más aún la pérdida
del provecho espiritual que su presencia procuraba a los numerosos alumnos y
también a ellos mismos. El fundador de las Escuelas cristianas, por su parte, salió con
suma repugnancia de un lugar que él consideraba como la fuente del espíritu
eclesiástico en Francia, que había escogido como lugar de su reposo, donde soñaba
con acabar sus días en la sumisión, la dependencia, la humildad y la continua oración.
En fin, para él constituyó una sensible mortificación el separarse de aquellos
virtuosos sacerdotes, a quienes honraba como a padres de muchísimos santos
ministros del altar, cuyo celo, piedad y competencia en la administración de los
sacramentos, en la instrucción de los pueblos y las funciones pastorales, procuran una
honra infinita a quienes los formaron.
Antes de partir para Ruán, visitó a los Hermanos de la comunidad de París, que lo
estaban esperando con santa pasión. Su alegría fue grande, pero muy corta, pues
estuvo con ellos sólo de pasada, y durante algunos instantes, más o menos como
Jesucristo se mostró a sus apóstoles después de la resurrección, en breves momentos,
que dejaron sus corazones con el pesar de su ausencia, mezclados con el gozo de los
dulces momentos de su presencia. Tal vez estos buenos Hermanos, dejándose llevar
por los movimientos de su ternura, habrían imitado a las santas mujeres de las que
habla el Evangelio, que, encantadas por ver a su divino Maestro resucitado, y
temiendo no poder gozar a gusto de su presencia, le quisieron detener; y así lo
hubieran hecho de haber sabido que era la última vez que veían a su santo fundador.
Sin duda que, con la falta de esperanza de no volverle a ver en la tierra, se habrían
arrojado a su cuello, hubieran regado su rostro con sus lágrimas, y le habrían obligado
a mezclar las suyas con las de ellos al abrazarle, como hicieron los discípulos de san
Pablo cuando le dijeron adiós.
Al menos, todos se apresuraron a pedirle su bendición; pero él no se apresuró a
dársela, y se hubiera negado totalmente, si el Hermano Bartolomé no se lo hubiera
mandado al pedírselo como un ruego; pues el humilde sacerdote que se consideraba
como el último de la Sociedad, y que olvidaba todo lo que era, no hubiera osado
arrogarse el derecho que nunca podía haber perdido, por muy
<2-162>
bajo que se pusiera, y a cualquier degradación de su carácter sacerdotal a que se
hubiere condenado, pues no podía borrarlo. Por otro lado, en presencia del Hermano
Bartolomé, a quien él honraba con profunda reverencia, como a su superior, su
humildad no le permitía hacer tal acto, que es señal de preeminencia; pero esa misma
782 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

humildad, sometida en todo a la obediencia, no pudo negarse, sobre todo porque los
ruegos eran para él mandatos. En compañía del Hermano Bartolomé partió para San
Yon el 7 de marzo de 1718, trece meses antes de su muerte.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 783

CAPÍTULO XVII

El señor de La Salle, de vuelta a San Yon, sólo piensa en


prepararse a la muerte; cuanto más se aproxima a ella, más brilla
su virtud; da nuevos ejemplos de humildad y obediencia, de celo
y caridad. La persecución le persigue hasta la muerte y su honor
recibe una nueva herida por la revocación de los poderes
que le habían sido concedidos en el arzobispado

1718
Los Hermanos volvieron a ver en San Yon a su fundador como si fuera un ángel del
cielo; le recibieron como al mismo Jesucristo. Su regreso supuso para todos ellos un
incremento de alegría y de gracia, y su presencia se hizo sentir por los bienes que
aportó. En efecto, su presencia era necesaria para recordar en la casa el fervor, el
orden, la perfecta regularidad, el espíritu de recogimiento, de silencio, de oración, de
mortificación y de obediencia, que habían decaído un poco. El siervo de Dios,
después de su regreso de la Provenza, habría restablecido, ciertamente, en la casa, la
paz, la unión y la tranquilidad, que se habían alterado. Pero no había tenido tiempo
para restablecer la primera perfección, pues su prolongada ausencia había causado
también en San Yon el desorden que se había dado en todas partes.
Para conseguir que volviera a su primer fervor, se necesitaba tiempo, y el señor de
La Salle, llamado a París poco después de estar en San Yon, no había estado allí
durante mucho tiempo como para conseguir que aquella madre de virtudes volviera a
su primer esplendor; pues, en fin, se sabe cuán fácilmente y cuán deprisa se pierde el
fervor y cuánto tiempo y cuántas dificultades hay que superar antes de recuperarlo. Se
puede decir, con todo, que estaba ya a punto de lograrse en San Yon cuando el señor
de La Salle partió por última vez, y que entró con él cuando volvió. Su ejemplo, su
celo, sus instrucciones volvieron a reavivar el fuego divino que había dejado antes de
su especie de destierro en la Provenza.
Los novicios y los Hermanos de esta casa estaban felices por poseer a su maestro
en la perfección, y se esforzaban a cual más para aprovechar el poco tiempo que les
quedaba por disfrutar. Parece como si el Espíritu Santo les hiciese oír estas palabras
de Jesucristo a sus apóstoles: Ambulate dum lucem habetis. Caminad a grandes pasos
por el camino del cielo mientras tenéis al guía que os conduce allí; daos prisa por
caminar con fervor sobre sus huellas, mientras está al frente de vosotros; aprovechad
la luz que sus acciones y sus palabras os presentan, temiendo que las tinieblas de
la tibieza, de la infidelidad y de la laxitud no os envuelvan: ne tenebrae vos
comprehendant.
784 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

El señor de La Salle estaba en medio de ellos como una antorcha que derramaba su
<2-163>
luz más viva, a medida que se aproximaba a su final. Como otro Elías, su palabra era
ardiente, era todo fuego y brillaba como un astro del firmamento. Se ocupaba sólo de
prepararse a la muerte y vivía como si fuera un hombre del otro mundo. Hablaba de ella
a menudo, y por mucha atención que pusiera en mantener en el silencio los movimientos
de su alma, no podía dejar que se notara que estaba muy infeliz por su destierro en la
tierra, y que su alma suspiraba sin cesar por el cielo. Sentía que su final estaba próximo,
por el peso de los años, por el debilitamiento de sus fuerzas y por el aumento de sus
dolores, y que la divina Providencia ya había señalado su tumba en Ruán, al enviarle a
morir a San Yon.
Además, el santo varón se consideraba inútil en el mundo, y al ver sus deseos ya
cumplidos, aflojaba la brida de su inclinación por la muerte; y como tardaba en llegar,
suplicaba a Dios, si era su voluntad, que la apresurase y la empujase para que viniera
pronto. Hacía mucho tiempo que vivía con esta idea. El Espíritu de Dios le decía que
era tiempo de volver a Aquel que le había enviado. Su obra estaba terminada; nada le
obligaba, pues, a seguir en la tierra. Su deseo era verse libre de la prisión de su cuerpo
y de reunirse con Jesucristo. Su peregrinación aquí abajo le parecía larga, y todos sus
deseos se dirigían hacia la patria celestial. Para hacerse cada día más digno de ella,
señalaba todos los últimos momentos de su vida con algún acto de virtud. Como si
hubiera querido dejar a sus discípulos, sobre todos sus pasos, las huellas de su
caridad, de su celo, de su humildad, de su obediencia... iba a todos los lugares a dar
ejemplo de esas virtudes.
Había olvidado tan perfectamente lo que había sido y lo que todavía era, que al
verle se le habría tomado por lo que pretendía ser: el último de todos. Si la sotana y la
coronilla de sacerdote que llevaba no hubieran dicho lo que era, no se le habría creído
y todos le hubieran mirado como un Hermano sirviente. Nada recordaba en él lo que
había sido y lo que había dejado, de lo que era todavía y lo que le era debido; y fue a
pesar suyo y contra sus deseos que los Hermanos no lo olvidaron tanto como él había
olvidado que era de una de las principales familias de Reims, que había sido canónigo
de aquella ilustre metrópolis, y que lo había dejado todo: padres, patria, canonjía y
riquezas, para seguir a Jesucristo.
Todavía era menos posible reconocer, por algún rasgo de la naturaleza o por algún
movimiento súbito de amor propio, que era el primer superior y fundador de su
Sociedad, el padre, director y pastor de los Hermanos. Era tan sumiso, humilde y
obediente que parecía que nunca había mandado y que no hubiera hecho otro oficio
que el de obedecer. Se le veía hablar al Hermano superior con el respeto de un niño
hacia su padre, y con la reverencia que hubiera mostrado a los pies del Soberano
Pontífice. No hay que extrañarse, porque el humilde sacerdote sólo veía en el
Hermano Bartolomé a Jesucristo, y estaba tan poco atento a sus cualidades personales
como absorto estaba por las de aquel buen Hermano.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 785

La mirada de fe borraba también del espíritu del santo varón la idea de lo que eran
él y el Hermano superior, y en su propia persona le ocultaban su nacimiento, su
dignidad, su ciencia y su mérito, mientras que la falta de todo esto no lo tenía en
cuenta en el primer Hermano del Instituto. En una palabra, diré que el señor de La
Salle, desde que regresó a San Yon, no tuvo otra ocupación que rebajarse y obedecer;
y cuanto más se aproximaba a su fin, más se veía crecer en él el deseo de humillarse y
de pasar al otro mundo sin llevar nada de los restos del viejo Adán.
Los Hermanos que eran testigos oculares de todo esto, al ver este incremento de
fervor
<2-164>
en su padre, con admiración, quedaban asustados, porque les parecía el presagio de su
fin próximo. Creyeron, con razón, que aquella luz iba a apagarse pronto, porque
lanzaba destellos extraordinarios. Se vio, en la continuación de su vida, con qué santa
pasión cultivaba el retiro para mantener trato con Dios. Por eso no hay que extrañarse
si hacia el final de sus días se aplicaba tanto para hacerlo continuo. La estima que
tenía de la meditación era tan grande, que por el progreso que hacía en ella juzgaba
del progreso en la perfección. Quien no se portaba con fervor no era considerado por
su espíritu como hombre espiritual, por mucha fama de virtud que tuviera. No hay
nada de grande en su alma, decía; tiene pocas gracias y dones del cielo. Donde no
reina el espíritu de Dios como dueño, manda el espíritu natural y el amor propio no
deja sitio a la caridad. Pues sólo mediante la oración se vacía el alma de sí misma y se
llena de Dios. Su amor hacia este santo ejercicio le hizo tomar la pluma para hacer su
elogio y para inspirar la atracción por la descripción de sus ventajas y de sus
excelencias. En una pequeña obra, bajo el título de Explicación del Método de
Oración mental, trató de facilitar las vías para hacerla, y desarrolló la manera de
realizarla adecuadamente.
Todos los días explicaba a los novicios este noble tema para comunicarles el gusto
de este divino alimento, que ofrece un maná delicioso a los que han tenido el ánimo de
devorar con perseverancia la primera dificultad y el primer sabor amargo. Lo hacía
después de la meditación que tenían antes de comer, y de la cual les pedía cuenta, que
hablaba con ellos con pormenores instructivos e interesantes. Primero les abría el
espíritu sobre los defectos que habían cometido en ella, sea por negligencia o por falta
de comprensión; luego les daba luz sobre el modo como hubieran debido hacerla.
Después de ello, les leía algunas páginas de su libro y les enseñaba el modo de
emplear útilmente el tiempo de la meditación.
Pero como sabía que el espíritu de oración no se adquiere fácilmente, y que su éxito
depende de la preparación con que se va a ella, les enseñaba a hacer oración mental
fuera del tiempo de la misma, acostumbrándoles a que hablaran con Dios a lo largo
del día, tratando de que su presencia fuese algo familiar, velando con cuidado en la
guarda de los sentidos y aplicándose a hacer todas sus acciones por Dios, en unión
con las de Jesucristo.
786 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

Para facilitarles la entrada en esta vida espiritual, compuso para ellos una
Colección de sentencias escogidas, de sentimientos vivos y llenos de ardor, de
diversas instrucciones cortas y clarividentes, y de oraciones jaculatorias de todo tipo.
Su propósito era proporcionarles una especie de almacén de armas espirituales contra
las sugerencias malignas y contra los pensamientos inútiles que abusan del alma y la
llenan de vanidades, y a menudo excitan las pasiones y la dejan vacía de Dios.
Por lo demás, la oración continua del santo varón no resultaba ociosa ni infructuosa
en la casa de San Yon. Todos los que habitaban en ella se beneficiaban de las luces y
gracias que producían. El celo que inspiraba le hacía atento a todas las ocasiones de
practicar la caridad con los internos mayores y menores que están bajo la dirección de los
Hermanos en esa casa. Los primeros recibían frecuentes visitas suyas. Tenían mucha
necesidad de ellas, pues encerrados por su mala conducta, por la autoridad de sus
padres o por mandato judicial, cumplen una penitencia involuntaria que, de ordinario,
no sirve ni para su enmienda ni para expiar sus pecados.
Estos jóvenes, cegados por sus pasiones y endurecidos por sus vicios, no se
dejaban abordar fácilmente; a menudo la misma cautividad les hacía furiosos y
difíciles de tratar. El deseo de una
<2-165>
libertad de la que habían abusado les llenaba por completo; y cerraban sus oídos a
cualquier razonamiento religioso que se les hiciera; o si los abrían y se mostraban
dóciles y capaces de buenos sentimientos, sólo lo hacían por astucia y disimulo, con
la intención de hacer servir una conversión fingida a favor de su liberación. Es fácil
entender que tales libertinos no tienen disposición par oír hablar ni de Dios ni de
penitencia, y que personas de virtud común los tengan que dejar, después de muchas
consideraciones y reflexiones, tal como los encuentran. Para estas personas
pecadoras se requieren hombres de gracia eminente y superior. Se necesitan santos,
cuya cercanía hace huir a los demonios y cuyas palabras de fuego ablandan los
corazones de bronce.
No pasó mucho tiempo sin que se dieran cuenta de que el señor de La Salle los
visitaba. La señal y el fruto fue una verdadera y sólida conversión. Primero se ganó su
confianza, y ellos le dejaron el cuidado de su conciencia. En manos de un médico tan
caritativo y hábil, los males de las almas más desesperadas se curaron; las llagas más
antiguas e incurables se cerraron. Todo el mundo se sorprendió. Los mismos
enfermos se extrañaron por tan pronta curación. Su conversión facilitó su liberación,
pero algunos sólo salieron de San Yon para entrar en algún convento; y otros, vueltos
al mundo, demostraron con una vida ordenada y edificante que habían tenido la suerte
de encontrar en su prisión a un santo, y por medio de él, la gracia y la penitencia.
Los internos menores, que están en San Yon para ser formados por los Hermanos,
también sintieron los efectos del señor de La Salle. Confesaba a todos con suma
bondad, sin que el número ni las inoportunidades parecieran molestarle. Se hacía todo
para todos para ganarlos a todos para Jesucristo; se hacía niño con los niños y con
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 787

frecuencia asistía a sus recreos. Ellos, por su parte, estaban encantados de verle, y le
colocaban en medio de ellos, rodeándole, para unir el placer de oírle y para indicarle
su afecto, pues ellos le amaban y él se ganaba sus corazones. Entonces, el santo varón,
después de aguardar el momento oportuno para darles algunas reflexiones cortas y
acomodadas a su edad, para no interrumpir sus inocentes diversiones, se retiraba, con
harto sentimiento de los niños. Si alguno de ellos era poco dócil o había incurrido en
alguna falta, le tomaba en particular y, uniendo los consejos con las exhortaciones y la
reprimenda con la frase cariñosa, conseguía, de ordinario, hacerles cambiar o sentirse
afectados por sus palabras.
Confesaba a todos los Hermanos, aunque el grupo fuera numeroso, una o dos veces
por semana; lo hacía con bondad tan paternal que no pueden recordarlo de ello sin
conmoverse. Los domingos y fiestas les daba alguna charla fervorosa, para animarlos
a la adquisición de las virtudes y reforzar su fidelidad a la vocación.
El santo varón no estaba al abrigo de la persecución ni siquiera en su soledad.
Encontraba espinas tanto dentro como fuera. Después de haber vivido tanto tiempo
sobre la cruz, era justo que muriese en ella, a ejemplo de Jesucristo. Degradado, por
decirlo así, y no siendo nada entre los Hermanos, recogía, según sus deseos, todo el
provecho derivado del último puesto, que había escogido.
Algunos que parecían desconocerle y olvidar lo que había sido y lo que era todavía
respecto de ellos, le trataban con desprecio. Lo cual debe parecernos más
sorprendente y enseñarnos que Dios guarda un proceder particular con sus elegidos
más distinguidos, haciendo que todo sirva para su santificación. Uno de sus más
antiguos discípulos, que siempre estuvo en el rango de los Hermanos sirvientes,
trataba al siervo de Dios
<2-166>
con altanería e insolencia, sin darse cuenta, pues si hubiera reparado en ello se habría
sentido confuso. En efecto, este Hermano llevaba en el alma la estima y el respeto por
su padre; le consideraba como un santo y siempre se había mantenido
inviolablemente fiel a él en todas las críticas ocasiones de las que hemos hablado; sin
embargo, en ciertas ocasiones le trataba con arrogancia y con frecuencia daba al
siervo de Dios motivo para ejercitar su virtud.
El señor de La Salle fue invitado en cierta ocasión por el párroco de un pueblo, con
quien mantenía estrecha relación, a celebrar la misa mayor un domingo en la
parroquia de... No tuvo más remedio que quedarse a comer con él, porque la distancia
de regreso era mucha, y además no podía negárselo porque era una amistad que tenía
que cultivar, pues había hecho buenos servicios a la comunidad y todavía podía
prestar otros muchos. Con todo, al volver, el humilde sacerdote recibió una
reprimenda por parte del Hermano de quien hablo, que le echó en cara haber violado
la regla comiendo fuera de casa. Este mismo Hermano, en otra ocasión, le dijo que se
le alimentaba en la casa por caridad, en calidad de sacerdote pobre que ya no servía
para nada. El siervo de Dios no hizo otra cosa que reírse de aquel cumplimiento.
788 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

Estaba ya acostumbrado a recibir a menudo cumplidos parecidos, con mansedumbre


y tranquilidad.
Otro Hermano, tan tosco como el primero, pero mucho más necio, ejercitó de otra
manera la humildad del siervo de Dios. Era un falso iluminado y verdadero fanático,
que se creía poseer un alto grado de oración y que era muy favorecido de Dios.
Ofuscado con su quimérica perfección, puso al señor de La Salle en el número de
sacerdotes del común, y no le consideraba suficientemente esclarecido para
conducirle a él en sus pretendidas vías sublimes. No sé, pero tal vez este iluminado
Hermano hubiera podido equipararse en su recorrido místico a santa Teresa y a san
Juan de la Cruz. Al escucharle, se intuía que el cielo no tenía secretos para él: todos
sus misterios se le habían revelado y mantenía un trato familiar con sus moradores. La
Santísima Virgen y los santos le visitaban con tanta frecuencia que ya no se
sorprendía al verlos. Todos estos favores ocurrían en un granero, decía, donde se
había preparado un oratorio. El lugar era tan santo, añadía, por los milagros de gracias
que allí se obraban, que había que entrar con los pies descalzos. En cuanto él daba
dentro el primer paso, se veía envuelto en luces y encontraba a algún ciudadano de la
corte celestial que venía a saludarle.
Los Granada, los Rodríguez, las obras de san Francisco de Sales y otros autores
semejantes de espiritualidad sólida y probada eran poca cosa para su espíritu. Esta
águila que sólo se alimentaba con maná del cielo y que estaba tan elevada por encima
de las vías comunes, no se dignaba rebajarse a semejantes lecturas. Malaval y algunos
otros libros quietistas le gustaban, y eran los únicos que juzgaba dignos de él.
En vano el señor de La Salle se esforzó por deshacer este engaño del amor propio
más grosero, pues ese Hermano, dominado por el espíritu de orgullo, despreciaba los
consejos de un hombre a quien ponía muy por debajo de él en materia de
espiritualidad. Todo lo que el siervo de Dios pudo conseguir fue que consultara a otra
persona y le expusiera su situación. Se hizo venir a un canónigo muy amigo del
Instituto, que tuvo la paciencia de escuchar una parte de las orgullosas ilusiones de
este ingenuo, encantado con los prodigios de Satanás, transformado en ángel de luz.
Nunca una persona que no estuviera loca podía tener una ración tan menguada de
sentido común. Era realmente pobre de espíritu, pero no de esa pobreza espiritual que
forma a los verdaderos sabios y los hace
<2-167>
verdaderos humildes, sino de una pobreza real de las luces de la gracia. Sólo hablaba
para elogiarse y para transmitir la alta idea que tenía de sí mismo.
El canónigo, sorprendido antes de que este Hermano buscara consejos de extraños,
le dijo que tenía en su padre a su Moisés, a su san Pablo, y que en ningún otro hallaría
las luces del señor de La Salle. Esto no era lo que el Hermano pensaba. Tampoco es
que anduviese buscando consejos de otros; sólo le valían los suyos propios. No lo
hacía para consultar, sino para que admirasen el interior que el fanático descubría.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 789

En vano pretendió el canónigo abrirle los ojos sobre las ilusiones tan toscas y sobre
una soberbia tan evidente; en vano trató de desengañarle de sus errores y mostrarle la
acción de Satanás en sus pretendidas experiencias místicas. El Hermano le colocó en
el rango de los hombres que no entienden nada de las vías espirituales extraordinarias, y
sus consejos los despreció igual que hizo con los del siervo de Dios.
Al final, la obra del demonio se consumó. El visionario, algunos días después,
aunque ya era de bastante edad, saltó las tapias de la casa y con los esfuerzos de
superarlas se le cayó el sombrero. Fue a presentarse en la Trapa, pero se encontró con
las puertas cerradas. Muy preocupado por su propia persona, fue recibido en una casa
de religiosas para barrer la iglesia y ayudar al sacristán. Su final llegó poco después,
y a la hora de su muerte se sintió bien sorprendido al verse tan desnudo, pobre y
miserable, después de haberse creído tan rico y adornado de gracias. Murió de la manera
que merecía su deserción y que requería su orgullo, como dado a la desesperación y
en el abandono de Dios.
El señor de La Salle tuvo también mucho que sufrir, desde fuera, por parte de los
superiores eclesiásticos. Monseñor d’Aubigné, a la sazón arzobispo de Ruán, le trató
con un rigor que tiene pocos ejemplos, lo mismo que el vicario mayor, que
colaboraba con él. Éste, aunque era de carácter dulce y educado, se declaró opositor
del siervo de Dios y le hizo todos los malos servicios para los que en su puesto
encontraba frecuentes ocasiones. Aquí es donde se puede reconocer que Dios se
complace en valerse de todo tipo de personas para trabajar en la santificación de sus
elegidos particulares, y que los mismos justos se persiguen, a veces, unos a otros.
Entre tantos ilustres obispos cuya virtud brilla en Francia en aquel momento, me
permito decir que no había otro más piadoso, recto, celoso, trabajador y ejemplar
como el señor d’Aubigné. Y, con todo, fue este religioso prelado, todavía hoy tan
añorado en la diócesis de Ruán por los buenos católicos y sacerdotes virtuosos, quien
sembró el camino del señor de La Salle con agudas espinas, y quien le trató como
hubiera merecido el sacerdote más indigno de su extensa diócesis.
Este santo arzobispo, que en la época en que fue vicario mayor de Chartres, con
monseñor Godet des Marais, había dado al señor de La Salle y a los Hermanos todo
tipo de testimonio de estima y bondad, se había dejado prevenir contra ellos, como ya
se dijo, por el enemigo secreto del siervo de Dios, hasta el punto de que no podía ni
verlos ni oír que hablaran de ellos. Con todo, cuando el santo sacerdote llegaba a
Ruán, acudía sin falta a saludarle y presentar sus respetos a monseñor d’Aubigné.
Pero siempre era mal recibido y con actitud de desprecio.
En una ocasión, entre otras, el prelado, aunque muy moderado y que siempre sabía
honrar el estado y el carácter sacerdotal, incluso en los eclesiásticos más escandalosos,
en un momento en que hablaba con severidad contra tales personas, no tuvo ninguna
mesura en las palabras que le dirigió. El humilde sacerdote, que ya estaba de rodillas,
<2-168>
790 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

en cuanto oyó las primeras palabras de su boca, se prosternó por tierra para recibir las
siguientes con más respeto y humildad. Cuando el señor arzobispo terminó de hablar,
el señor de La Salle, sin abrir la boca para excusarse o justificarse, se levantó y salió
después de hacer una profunda reverencia a quien acababa de tratarle de forma tan
indigna. En esta circunstancia, como en todas las demás, el humilde sacerdote no dejó
escapar ninguna palabra de queja ni ninguna señal de tristeza. El Hermano que le
acompañaba, confuso por lo que había escuchado decir a su superior, le vio salir del
arzobispado tan tranquilo como le vio entrar.
El vicario mayor, a quien nos referimos hace poco, lejos de calmar al prelado y de
contener sus golpes, sólo trabajaba para armarle más y agriar sus modales. Él mismo
se había dejado prevenir contra el siervo de Dios por el ya difunto párroco de San
Severo, que era muy estimado en el arzobispado, y que, en efecto, era un buen pastor,
pues éste, como ya se dijo, no dejaba de murmurar contra los Hermanos y contra su
superior, e iba divulgando por todas partes sus quejas, que no observaban el acuerdo
que habían hecho con él; de este asunto ya se habló anteriormente. El acuerdo, como
se ha dicho, se había hecho imposible en algunos de sus artículos, y no era razonable
exigir la ejecución. Sin embargo, éste era el asunto por el cual el pastor, por otro lado
bien intencionado, mantenía un pleito eterno con el señor de La Salle ante los
superiores eclesiásticos.
En vano el santo sacerdote intentó probarle que no se violaba el acuerdo sino en los
artículos en que la experiencia había demostrado que eran impracticables; en vano
intentó que viera los inconvenientes que ya se habían dado, y los desórdenes que
habían seguido a la ejecución de estos puntos siempre que se había intentado
cumplirlos; pero nunca quiso escucharle. No quería ver la verdad. Los prejuicios del
vicario mayor en la última ocasión en que se trató este asunto, llegaron tan lejos que
echó en cara al señor de La Salle haber mentido, y terminó acusándolo ante monseñor
d’Aubigné.
Un canónigo que estaba presente cuando se le hizo esta acusación, movido por ver
que se atribuía esta vergonzosa mentira a un hombre a quien él veneraba como a un
santo, no pudo contenerse y tomó la palabra para justificarle, y dijo al vicario mayor
que seguramente el señor de La Salle no se había expresado con claridad, o que él no
le había entendido; y que un hombre como el señor de La Salle no era capaz de
pretender engañar a sus superiores eclesiásticos con una mentira. Pero a pesar de lo
que dijo este canónigo, el humilde sacerdote fue declarado mentiroso y condenado a
sufrir la pena de la suspensión de las licencias de su ministerio.
El canónigo, extrañado por la sentencia más aún que por la acusación, fue a
encontrar lo antes que pudo al siervo de Dios, que ya estaba enfermo, afectado por el
mal de que murió, y le pidió que le explicara el hecho por el cual había sido tachado
de mentiroso, pero no le informó de lo que había sucedido luego, ni del injurioso
testimonio que se había aportado contra su sinceridad. El piadoso enfermo explicó en
pocas palabras el hecho, con su sencillez ordinaria, sin sospechar que se le culpaba de
mentiroso. Se había explicado muy bien delante del vicario mayor, pero éste había
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 791

comprendido mal, y estando ya en actitud suspicaz, le acusó y condenó por


duplicidad en este asunto. Esto es de lo que el canónigo fue a informar al arzobispado,
pero inútilmente, pues Dios lo permitía así para que su siervo muriese, como
Jesucristo, en el oprobio. El vicario mayor sostuvo que el señor de La Salle había
mentido, y rechazó la información sobre el hecho. No quiso reconocer que se había
equivocado y mantuvo su actitud de forma constante, afirmando que el fundador de
los Hermanos era un mentiroso.
Su condena
<2-169>
se confirmó, y el canónigo que pretendió ser abogado de la inocencia del siervo de
Dios, fue encargado de comunicarle de propia voz la revocación de los poderes que se
le habían concedido. El canónigo se calló, pues era inútil hablar; pero no tuvo ánimo
para encargarse de una comisión tan odiosa, fundada sobre una calumnia y sobre
falsos prejuicios. No tuvo valor para prestarse a la pasión de una persona que,
moderada y bondadosa por carácter, parecía que había olvidado en esta circunstancia
la mansedumbre que le era connatural. Por otro lado, el poco tiempo que al señor de
La Salle le quedaba de vida, requería que se tuviera mucho miramiento con él.
Aunque hubiera sido culpable de la mentira que le imputaban, e incluso de otras faltas
mucho mayores, parecía extraño querer mancharle con la suspensión de sus licencias,
ya al final de su vida. Era conveniente dejarle acabar en paz y con honra. A cualquier
otro distinto de él, no se le hubiera querido infligir esta afrenta ni causar tal tristeza.
Además, ¡qué consternación habría causado en la casa de San Yon semejante
suspensión de poderes! En la casa había casi ochenta personas, de las que el señor de
La Salle confesaba a casi todas. ¡Qué escándalo!, o más bien, ¡qué murmuraciones
contra el gobierno no se habrían derivado de tal suspensión, si se hubiera hecho
pública! Por estos motivos, el canónigo tomó la decisión de callarse y de abandonar
todo a la divina Providencia. Pero como dudaba que, si él no lo hacía, se enviara a
alguien a San Yon para comunicar al santo sacerdote aquella suspensión, a fin de
prepararle y para que no se sorprendiese, el canónigo le advirtió que en el arzobispado
se estaba formando una terrible tempestad contra él, y que no la había podido disipar;
y que el estruendo podía extenderse en breve. No le dijo nada más.
En efecto, como se vio que el canónigo al que se había encargado hacer el oficio de
un pasante no lo hizo, se envió a otro, que sí anunció al santo sacerdote la revocación
de sus poderes, dos o tres días antes de su muerte. Esta injuria no tuvo eco, porque el
santo sacerdote la mantuvo en secreto y porque su muerte, acaecida tan de inmediato,
no permitió divulgarla. El canónigo amigo del señor de La Salle acudió a verle dos
días antes de su muerte, y supo de su boca que, por fin, habían venido a anunciarle la
revocación de sus funciones. «Me habían pedido —dijo el canónigo— que os lo
comunicara; pero no me habían urgido que ejecutara un encargo tan desagradable».
«Yo había tenido la sospecha —respondió el piadoso moribundo—, por lo que tuvo a
bien decirme en su última visita».
792 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

Recibió esta ignominia, que fue la última, sin perder nada de su paz ni de su
tranquilidad. Habló de ello con un aire alegre y contento, sin traslucir el mínimo
disgusto ni el menor resentimiento. Lo que no hay que olvidar es que unos días
después los Hermanos acudieron a comunicar al vicario mayor de que hemos
hablado, la muerte de su fundador, y él exclamó: ¡Es un santo; el santo ha muerto! Él
hubiera podido añadir que él mismo había puesto el último rasgo de su santidad. ¡Pero
cómo un hombre inteligente podía declarar santo a aquel a quien había acusado de
mentiroso, y al cual acababa de retirar las licencias eclesiásticas! Si esta contradicción
de sentimientos y de conducta parece incomprensible, es porque Dios permite que el
corazón mismo de los justos se apasione contra sus favoritos, sin permitir, sin
embargo, que aquéllos pierdan la estima que merece su virtud.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 793

<2-170>
CAPÍTULO XVIII

Enfermedad y muerte del señor de La Salle

1719
Cuanto más sentía el señor de La Salle que su final se aproximaba, más trabajaba
en morir a todo y borrarse en el espíritu de todas las criaturas, incluso de sus más
queridos discípulos. Pero a pesar de todos sus artificios, estaba siempre en sus
corazones lo que había sido y lo que debía seguir siendo: su padre, su superior y su
fundador, y no podía arrancar de sus almas el caudal de confianza, de ternura y de
ayudas que inspira la gracia hacia aquellos que nos han engendrado en Jesucristo. Él
les hablaba sin cesar de la muerte, y les aseguraba que la suya no estaba lejos, que no
debían contarle ya entre los vivos y que, por esta razón, debían acostumbrarse a
prescindir de él. Respondía con el mismo tono a los Hermanos que le consultaban por
carta. «Le ruego por el amor de Dios, mi querido Hermano —escribía a uno de los
más antiguos, cuya confianza nunca pudo perder—, que en lo sucesivo no piense en
dirigirse a mí en modo alguno. Tiene usted sus superiores, a quienes debe comunicar
sus asuntos espirituales y temporales. De ahora en adelante, yo no quiero pensar más
que en prepararme a la muerte, que muy pronto me debe separar de todas las criaturas,
etc.». No pasó mucho tiempo sin temer la verdad de su predicción. El reuma se había
apoderado de él desde hacía tiempo, por sus vigilias y sus austeridades, y por el sueño
pasado sobre el suelo, después de gran parte de la noche gastada en la oración; era un
mal habitual que había resistido a todos los remedios, incluso a los más fuertes. La
especie de suplicio del que se ha hablado, había sido, en parte, un alivio, pero no había
devuelto la curación. A medida que aumentaban los años, también se incrementaban
los dolores y las incomodidades, de forma general, en todos los miembros, de manera
que su deseo de sufrir se vio bien satisfecho. Estos dolores se agudizaron por la
continuación de sus austeridades y de sus ejercicios ordinarios de piedad, pues no los
rebajaba en nada, y trataba a su cuerpo como si estuviese sin sensibilidad, lo que
indujo a pensar que no estaba tan mal. Todos se inclinaban a creer que un hombre que
no se quejaba nunca y que a los dolores más violentos no les permitía exteriorizarse
con ningún signo, no sufría demasiado. En efecto, toda su atención era tener sólo a
Dios como testigo de su paciencia, sufrir en silencio, y ocultar a los Hermanos el
conocimiento de su mal. Y lo consiguió, pues un rostro siempre en calma y sereno,
alegre y tranquilo, sin la menor nube de tristeza y de alteración, les decía que no tenía
sufrimientos, cuando en realidad los tenía, y muy fuertes. Se diría que gozaba de
buena salud si la debilitación de sus fuerzas, unida a la dificultad de actuar, no
hubiesen mostrado lo contrario. El asma del que estaba aquejado desde hacía tiempo,
fue un incremento del mal, aumentado por el ayuno. Estos males complicados no le
impidieron comenzar la cuaresma de 1719, con su austeridad habitual, y aunque tenía
794 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

dificultad para respirar, a causa de la violencia de la opresión del asma, los Hermanos
no pudieron lograr que buscara algún alivio ni que interrumpiera la cuaresma. Les
respondía que la víctima tenía que ser muy pronto inmolada, y que había que trabajar
por purificarla. El Hermano Bartolomé, de vuelta
<2-171>
de un viaje que tuvo que hacer a París, tampoco consiguió más que los otros
Hermanos, y entonces recurrieron al confesor, y le pidieron que prohibiera al humilde
sacerdote una abstinencia que ponía su vida en peligro. Se sometió a ello, e hizo que
el espíritu de penitencia se sometiera al de obediencia.
Pocos días después, un violento dolor de cabeza, causado por la caída de una
puerta, unido a un fuerte dolor del costado, agravaron la enfermedad. El médico a
quien se acudió la consideró mortal, y no lo disimuló. El virtuoso enfermo lo supo, y
mantuvo su aspecto alegre y contento, como si fuera la feliz noticia que esperaba de
día en día. Su deseo era dejar la tierra y unirse a Jesucristo. La vida que llevaba no
dejaba otra esperanza que la de morir cuanto antes. Al morir, no tenía nada que
perder, sino todo que ganar. Una persona desde hacía tanto tiempo apegada a la cruz
de Jesucristo y crucificada con él, no podía sino mirar con alegría su último suspiro,
que debía poner fin a su tormento y comenzar su felicidad.
Con todo, el médico, que desesperaba de la curación del enfermo, trató en vano,
por todos los medios imaginables, de aliviar sus dolores. El santo varón, aunque
consideraba que serían inútiles, no los rechazó, porque eran muy repugnantes y así le
proporcionaban las ocasiones de ofrecer a Dios el sacrificio de sus repugnancias.
Todo lo que se hizo por aliviarle, no tuvo éxito. El mal seguía su avance y aumentaba
considerablemente. Entonces rogó a los Hermanos que no hicieran gastos y que
ahorraran los costes de las medicinas. Añadió que su hora se aproximaba y que sólo
había que recurrir al Médico soberano, que era el único que podría aliviar su mal.
El cese de los remedios y su abandono a Dios, le dejaron en estado de poder subir
todavía al altar para ofrecer en él la Víctima sagrada; o más bien, su fervor, ligado por
el régimen de vida que se le hacía observar, se vio libre para celebrar los sagrados
misterios y confesar, durante casi quince días, a pesar de sus dolores. En estas
ocasiones es cuando la virtud da fuerzas o hace encontrar aquellas que están ocultas,
más que apagadas, en el fondo de la naturaleza. Estas almas grandes, que no escuchan
nunca a sus cuerpos, exigen de ellos, hasta la muerte, esfuerzos que tienen algo de
prodigiosos. El señor De La Salle se hallaba en un estado en que cualquier otra
persona habría guardado cama. Las apariencias decían que en vano trataría de salir de
él, y que la imposibilidad de actuar le llevaría a recaer. No escuchaba estas buenas
palabras, y todos se extrañaron de verle levantado, actuando, y obligando a su cuerpo
a obedecer para satisfacer su devoción. Pero todo lo que es muy violento no dura
demasiado. Si la virtud puede animar el ánimo y suplir la debilidad de la naturaleza,
mediante un incremento del fervor, lo que no puede hacer, sin un milagro, es reparar
las fuerzas agotadas y restablecer el vigor de un cuerpo usado y destruido. En fin,
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 795

hacia el final de la cuaresma el mal se hizo tan violento que obligó al siervo de Dios a
guardar cama. A medida que sentía cómo se debilitaba su cuerpo, el gozo crecía en su
alma y se mostraba en su rostro. Espero, decía, que pronto seré liberado de Egipto,
para ser introducido en la verdadera tierra prometida. Se aproximaba la fiesta de san
José. Su particular devoción a este gran santo, a quien había escogido como patrono y
protector del Instituto, le inspiraba un ardiente deseo de poder celebrar la santa misa
en tal día, en su honor. Pero se contentaba con desearlo, pues no parecía que fuese
posible sin una especie de milagro. Con todo, este favor que el siervo de Dios no
osaba esperar, y menos aún pedirlo, le fue concedido. La víspera de la fiesta del santo,
hacia las diez de la noche, sintió que sus dolores
<2-172>
disminuían y que sus fuerzas volvían. Él mismo se sorprendió y pensó que era un
sueño, por eso no se lo dijo a nadie. Al día siguiente por la mañana se dio cuenta de
que aquella vuelta súbita de la salud no era ni sueño ni ilusión, pues se encontró tan
fuerte que tuvo fuerzas para levantarse y celebrar los divinos misterios. Su alegría fue
muy grande por poder satisfacer su devoción; pero la de sus hijos fue aún mayor, pues
creían que se había curado con un milagro del Todopoderoso. Todos bendijeron,
alabaron y agradecieron la bondad de Dios y de su patrono, san José. El santo varón
aprovechó este favor y subió al altar con el recogimiento y el fervor que requería la
última misa de su vida. La actitud libre y desenvuelta con que la celebró hizo pensar a
los Hermanos que Dios le había devuelto la salud por intercesión de san José. Todos
se apresuraron a pedirle consejos para su progreso espiritual, como si hubiera estado
perfectamente curado. Él se los dio, por última vez, con la facilidad de una persona
vigorosa y robusta; pero, en fin, después de haber satisfecho su piedad y la de sus
Hermanos, volvió a caer en su anterior estado; las fuerzas le faltaron y su fin no
pareció lejano. Entonces supieron los Hermanos, con gran pesar, que no se le había
devuelto la salud, sino sólo se la habían prestado para celebrar la santa misa en honor
de san José, y satisfacer su devoción hacia este gran santo.
El párroco de San Severo fue avisado del peligro en que se hallaba el fundador de
los Hermanos y fue a visitarle, y después de manifestarle que compartía su mal, le
exhortó a la paciencia. El pastor, acostumbrado a ver la turbación y la inquietud por
todas partes cuando iba a visitar a sus enfermos cercanos a la muerte, quedó muy
sorprendido y casi desconcertado al ver a éste tranquilo y en un estado de indiferencia
ante todos los acontecimientos. Como se sintiera chocado y poco edificado de la
seguridad en que parecía encontrarse el siervo de Dios, se creyó en el deber de hacerle
salir de ella, anunciándole crudamente la cercanía de la muerte y el juicio que la
sigue. Sepa, le dijo, que va a morir y que muy pronto tendrá que comparecer ante
Dios. Lo sé, respondió el señor de La Salle, y estoy en todo sumiso a sus órdenes. Mi
suerte está en sus manos; hágase su voluntad. El párroco conoció, por estas pocas
palabras, de dónde procedía la confianza y la tranquilidad del enfermo, y juzgó que no
se necesitaban muchas consideraciones para un hombre totalmente lleno de Dios, y
que parecía estar ya gozando de la paz de los bienaventurados. Incluso tuvo en aquel
796 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

momento la inspiración de arreglar con paz y caridad un malentendido que había


tenido con el santo varón, que no había querido consentir a todo lo que él exigía de los
Hermanos de la parroquia, lo cual constituyó un verdadero consuelo para el piadoso
enfermo. Desde este momento, su corazón se abandonó al deseo del soberano Bien, y
fijó todos sus pensamientos en la celestial Jerusalén. Su unión con Dios y sus
aspiraciones hacia Él eran continuas. Pidió el santo Viático, que él llamaba «su
pasaporte», con una diligencia que sorprendió, y pensaron en la dificultad de dárselo,
proque aún no se creía que su final estaba tan próximo. Con todo, se le prometió
llevárselo al día siguiente. Esta dilación favoreció el gran deseo que tenía de
prepararse bien para recibirlo. Toda la noche la empleó en esta preparación. En
cuanto comenzó a clarear el día, dio orden de que se dispusiera todo para recibir a su
Señor con decencia. Para contentarse se hizo con la magnificencia que podía permitir
la pobreza de la casa de San Yon. Nada podía causarle mayor placer, porque le
gustaba que todo lo relativo a los divinos misterios estuviese limpio y fuera rico.
Mientras se preparaba con diligencia la casa para la llegada de Jesucristo,
<2-173>
el señor de La Salle estaba completamente recogido y absorto para preparar su corazón.
Olvidó en ese momento que estaba enfermo hasta el extremo, y quiso, en su fervor, y
por su respeto profundo y por su devoción ardiente hacia el Santísimo Sacramento,
sacar fuerzas suficientes para levantarse. Avergonzado por recibir en su lecho al
Príncipe de la Eternidad, insistió tanto para que le sacaran de la cama y le revistieran
de estola y roquete, que no se lo pudieron negar. De ese modo, sentado en una silla,
esperó a su Señor y su Dios. Pero cuando el sonido de la campanilla anunció su
proximidad, ya no fue dueño de sí mismo. Confuso por comparecer sentado ante su
Creador y su Juez, un impulso de fervor le hizo arrodillarse delante de Él para
adorarle y anonadarse en su presencia. Entonces, con el rostro inflamado por el
exceso de gozo y el ardor de su caridad, le vieron recibir el santo Viático del modo
como se le había visto tantas veces celebrar la santa misa, con la devoción de un
serafín. El rubor que apareció en ese momento en su rostro le dio un aire de salud que
hizo creer a los asistentes que se encontraba bien. Algunos no pudieron callar su
extrañeza de que se le diera la comunión por viático cuando parecía encontrarse tan
bien.
Era tiempo de concederle este consuelo, que sólo se completó cuando le llevaron
el último sacramento, que él pidió con insistencia, pues sentía que sus fuerzas
disminuían considerablemente y que la prisión de su cuerpo estaba próxima a su
ruina. La Extrema Unción se le dio al día siguiente, Jueves Santo, y la recibió con toda
la lucidez de espíritu, y él mismo respondió a todas las oraciones. Cuando se
acabaron, quedó en profundo silencio por espacio de siete horas, lleno de la gracia
que Dios acababa de concederle.
No rompió este silencio sino para complacer a los que rodeaban su lecho y querían
o ser testigos de su final bienaventurado, o recibir de él algunos consejos, o escuchar
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 797

alguna palabra de edificación. Satisfizo a todos, y a varios les descubrió, incluso, lo


más oculto de sus almas, lo que extrañó mucho. Un seglar que estaba presente, sea por
curiosidad, sea por piedad, quiso hacer la misma prueba, y le pidió que le dijera lo que
pensaba de él. Y él respondió: Sólo a usted le corresponde salvarse, pues Dios le
colma de gracias, pero usted no las aprovecha; no se encamina hacia Él como
debería; usted entierra los talentos que se le han dado. Nada era más cierto, y este
hombre lo confesó, y añadió que el siervo de Dios había visto en su interior todo lo
que le estaba pasando.
Los Hermanos, apenados por la pérdida que iban a sufrir, se apresuraron a recoger
sus últimos sentimientos. He aquí el primer artículo del testamento que les dejó:
«Encomiendo a Dios primero mi alma, y luego a todos los Hermanos de la Sociedad
de las Escuelas Cristianas, a los cuales me ha unido, y les recomiendo, por encima de
todo, que tengan siempre entera sumisión a la Iglesia, sobre todo en estos calamitosos
tiempos; y para dar muestras de ello, que no se separen en nada de Nuestro Santo
Padre el Papa y de la Iglesia de Roma, recordando siempre que he enviado a Roma a
dos Hermanos para pedir a Dios la gracia de que su Sociedad se mantenga siempre
enteramente sumisa. Les recomiendo también que tengan profunda devoción a
Nuestro Señor, que amen mucho la sagrada comunión y el ejercicio de la oración
mental, y que tengan particular devoción a la Santísima Virgen y a san José, patrón y
protector de su Sociedad; que cumplan con su empleo con celo y desinterés; que
tengan entre ellos unión íntima y obediencia ciega a sus superiores, que es el
fundamento y el sostén de toda perfección en una comunidad».
<2-174>
Con todo, como tenía mucha dificultad para hablar y su voz se debilitaba, se pensó
que iba a entrar en agonía. Entonces todos sus hijos se arrodillaron para pedir su
bendición; el Hermano Bartolomé, elevando la voz, le rogó que se la diera a todos los
presentes para así extenderla a todos los Hermanos del Instituto. Al principio su
humildad opuso resistencia, pero al final, cediendo a las peticiones que le hicieron,
levantó lo ojos hacia el cielo y dijo: Que el Señor os bendiga a todos. Esta bendición
hizo correr muchas lágrimas de los ojos de sus discípulos y causó una nueva llaga de
dolor en sus corazones. El sentimiento de la pérdida que iban a sufrir crecía en sus
espíritus a medida que se aproximaba; y todos, como hijos tiernos a quienes la muerte
de su padre iba a dejar huérfanos, no encontraban consuelo para su pena sino en la
piedad, en la sumisión a la voluntad de Dios y en la esperanza de que su fundador,
desaparecido a sus ojos, continuaría en el cielo los servicios que les hacía en la tierra.
Hacia el final del día comenzó a perder el conocimiento, lo que se notó por sus frases
entrecortadas. Se dijeron las oraciones de los agonizantes. Aún no habían terminado
cuando volvió en sí. Aprovechó este último momento que Dios le daba para inspirar a
sus discípulos el horror que él tenía del mundo: «Si queréis perseverar —dijo— y
morir en vuestro estado, no tengáis nunca trato con la gente del mundo, pues poco a
poco tomaréis gusto a sus maneras de actuar y entraréis tanto en sus conversaciones
que no podréis, por educación, por menos que aplaudir sus razonamientos, aunque
798 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

sean muy perniciosos; lo cual será causa de que caigáis en la infidelidad, y al no ser ya
fieles en observar vuestras reglas, os disgustaréis de vuestro estado y al final lo
abandonaréis». No pudo decir más, porque le sobrevino un sudor frío que le privó de
la palabra. En seguida entró en una dura agonía que duró desde la medianoche hasta
las dos y media del día siguiente, que era el Viernes Santo. Luego, vuelto en sí por
unos momentos, se le sugirió el pensamiento de implorar la asistencia de la Santísima
Virgen, con esta oración de la Iglesia, que él tenía costumbre de dirigir todos los días
al final de la jornada: Maria Mater gratiae, etc. El Hermano superior, que no le
dejaba ni un momento, le preguntó si aceptaba con gozo los dolores que sufría: Sí,
respondió. Adoro en todo la voluntad de Dios para conmigo. Éstas fueron las últimas
palabras que dijo. A las tres de la mañana recayó en la agonía, que duró hasta las
cuatro. Las agitaciones que le causó no impidieron que se viera en su rostro un
aspecto tranquilo y seguro. Por fin, hacia las cuatro hizo un esfuerzo como para
levantarse e ir al encuentro de alguien: juntó las manos, elevó los ojos al cielo, y
expiró. Murió el 7 de abril de 1719, día de Viernes Santo, a la edad de 68 años.
Éste fue el final del fundador de las Escuelas cristianas, de este santo sacerdote que
Dios suscitó en estos últimos tiempos, para trabajar en la instrucción y la educación
de la juventud más pobre y abandonada. Si nunca fue más necesaria y útil para la
República cristiana una obra semejante, tampoco nunca ha habido una obra
contradicha y perseguida con mayor crueldad, durante más tiempo y de forma más
universal. Durante casi cuarenta años que el siervo de Dios trabajó en ella con una
constancia sin par, no tuvo casi ni un solo día tranquilo. Los frutos de su celo, de sus
dificultades y de su ánimo siempre fueron nuevas cruces. Apenas podía abrir la boca
sin verse contradicho, censurado, humillado, tratado de indiscreto, de testarudo, de
persona singular, de vano y de soberbio.
<2-175>
Humilde, sumiso, pequeño ante todo el mundo, todo el mundo se creía con derecho a
reprenderle, a mandarle, a considerarse como su juez y su superior. Con relación a los
enemigos que el infierno le suscitaba por todas partes, nadie le ganaba, y no conocía
otro modo de defensa que humillarse y ceder. Inflexible sólo en asuntos de regularidad,
de conservación del espíritu de pobreza, de recogimiento, de mortificación y de otras
virtudes evangélicas que forman a los santos, para todo lo demás se hacía dócil como
un niño.
Intrépido en los mayores peligros que le concernían o que amenazaban de ruina
próxima a su Sociedad, mostraba una confianza en Dios inquebrantable, un abandono
generoso a todas las órdenes de la Providencia, y sentía más horror de la menor
imperfección que de los mayores males de la vida. Estuvo a disposición de quien
quiso maltratarle, humillarle, calumniarle, perseguirle, ya en su persona, ya en la de
sus hijos, sin que jamás abriera la boca para quejarse, durante casi cuarenta años.
Estaba tan familiarizado con las afrentas, los desprecios y las injurias, que se
sorprendía y creía estar en otro mundo, cuando le tributaban honores. Amigos y
enemigos, grandes y pequeños, pobres y ricos, sabios e ignorantes, santos y pecadores,
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 799

prelados y superiores, y hasta sus propios discípulos; todos tomaron las armas contra
él, todos le hicieron cruel guerra, todos fueron, en las manos de Dios, instrumentos
para su santificación. Perseguido en todas partes, huyó de ciudad en ciudad, según el
consejo de Jesucristo, y anduvo errante de provincia en provincia, sin encontrar la paz
en ningún lugar, sin poder encontrar ninguno que no se convirtiera en su Calvario, y
donde no fuera crucificado. ¿Cuál fue el día, desde que pensó en abrir las Escuelas
cristianas, y cuál el lugar que no haya estado marcado, para él, con la señal de los
elegidos, es decir, de la cruz, y que él mismo no haya santificado con algún acto
heroico de humildad, de paciencia, de mortificación, de obediencia, de sumisión a la
voluntad de Dios, de abandono a su divina Providencia, o de cualquier otra virtud?
¿No se puede decir de él, con verdad, lo que el Doctor de las Naciones decía de sí
mismo y de todos los Apóstoles, que se le ha mirado como la escoria del mundo:
omnium peripsema usque adhuc.
Pero en medio de tantas cruces, que se multiplicaron tanto como sus días; en medio
de tantas contradicciones, afrentas, ultrajes e injusticias, ¿quién le vio turbado,
enfadado, desconcertado, molesto?; ¿quién oyó que saliera de su boca una palabra de
acritud, de impaciencia, de resentimiento?; ¿quién vio su rostro marcado por alguna
alteración, o por la indisposición de su corazón? Tranquilo, alegre, recogido,
contento, gracioso y modesto: así es como se le veía en medio de las tormentas. Y
salía de ellas como si saliese de la oración.
¡Cuántas veces se vio en su casa a los hijos amotinarse contra su padre, a los
discípulos tomar partido contra su maestro, a los miembros levantarse contra su
cabeza! ¡Cuántas veces se vio solo, o casi solo, abandonado, traicionado, perseguido
desde dentro y desde fuera, encontrando por todas partes manos que le golpeaban!
¿No se podría decir que Dios mismo se complacía en armar a todos los hombres
contra él, y ser el primero en golpear? Pues, aunque las intenciones del santo varón
fuesen puras, Dios parecía contradecirlas; por santos que fuesen sus proyectos, Dios
parecía atento a contrariarlos. Casi no podía hacer nada que saliera adelante; y si el
plan de apertura de las Escuelas cristianas se consiguió, al final, ¡cómo y cuánto
tiempo requirió! A costa de cuarenta años de trabajos, de penas y de alarmas
continuas, que terminó, como los había comenzado, en la ignominia.
<2-176>
Si Francia admiró tanto al abad de Rancé, encerrado en su monasterio de la Trapa,
y trayendo a nuestros días las austeridades de la Tebaida, ¿no hay que congratularse
también de haber visto, casi al mismo tiempo, a un joven canónigo de Reims
despojarse de su canonjía, en favor, no de su hermano o de un pariente, sino de un
extraño, con fama de hombre de bien; distribuir sus bienes patrimoniales a los pobres
y condenarse a una vida de abyección, de pobreza y de sufrimiento; venir luego, a las
puertas de París, a levantar el estandarte de la penitencia, y llevar una vida tan austera
como en la Trapa y mucho más humilde y más pobre?
800 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

Compárese la vida de los Hermanos que vivían en Vaugirard y en la Casa Grande


con la de los famosos penitentes que hicieron ilustre el desierto de la Trapa, y
consúltese al amor propio cuál de estos dos estados es menos de su gusto. No creo
equivocarme si digo que, teniendo que escoger entre uno y otro, el amor propio
escogiera la vida de la Trapa con preferencia a la de la naciente Sociedad de los
Hermanos. En efecto, si de un lado las austeridades de vida de ambos estados pueden
ponerse en paralelo, por otro lado hay que convenir que la ignominia iba unida al
hábito de los Hermanos y que la gloria, en cambio, a la reforma del santo abad de
Rancé. Ya se vieron los ejercicios de penitencia, de mortificación y de humillación
que reinaban con todo su esplendor en el naciente Instituto, hasta el punto de que los
enemigos del fundador se lo reprocharon como un pecado, y de ello tomaron motivo
para desacreditarlo ante los poderes eclesiásticos, como persona de fervor indiscreto,
de severidad exagerada, como verdugo del cuerpo humano. De buena o mala gana,
obligaron a moderar este excesivo rigor, y a eliminar cierto número de prácticas de
mortificación que consideraban insoportables para el cuerpo. La presión que se hizo
entonces contra el siervo de Dios para suavizar el yugo de sus discípulos sólo sirvió
para incrementar el suyo; pues, como si hubiera querido reparar ante Dios las
maceraciones que se prohibían a sus discípulos, él se reservaba todas para él. Los
cilicios, brazaletes y cadenillas de hierro, las crueles disciplinas, las vigilias durante
la noche, los jergones duros, los alimentos más repugnantes, los ayunos severos y
frecuentes, los hábitos pobres, los viajes a pie, la abstinencia casi entera de vino, y la
privación continua de calentarse al fuego, fueron géneros de penitencia de los cuales
nunca se resolvió a separarse; se puede, con toda verdad, hacerle el reproche que
siempre se ha hecho a los grandes santos: que fue el verdugo de su cuerpo.
La mortificación interior terminaba en la mortificación completa del hombre viejo,
que el exterior sólo puede esbozar. Estaba tan muerto a sí mismo que no daba ningún
signo de repugnancia o de inclinación natural. Ningún movimiento de pasión súbito o
escapado daba a conocer sus deseos o sus temores, sus resentimientos o su vivacidad.
Esta perfecta mortificación le convertía en dueño de sí mismo, y ponía en el fondo
de su persona una paz que ni siquiera los acontecimientos más penosos de la vida
podían turbar; y su confianza en Dios añadía siempre una alegría que el mundo entero
no puede dar ni quitar. Cuando carecía de todo, cuando todo se levantaba contra él,
era el momento en que parecía más seguro. Esperaba contra toda esperanza, y rara vez
esperaba en vano.
Toda su conducta estaba animada por el celo y la generosidad apostólicos. No
había nada que le pareciese difícil cuando se trataba de los intereses de Dios. Pero una
vez que estaba seguro de su divina voluntad, jamás abandonaba su empresa, a pesar
de los asaltos
<2-177>
que tuviera que afrontar de parte del mundo o del infierno. Tenía un talento particular
para ganarse a los pecadores más endurecidos, y nunca emprendía su conversión sin
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 801

conseguirla. Tenía un corazón tierno, generoso y sincero; una cercanía afable,


amistosa y educada. Su natural era dulce y firme, vivo y activo; pero no precipitaba
nada, y nunca flojeaba cobardemente. Dedicaba mucho tiempo a la reflexión, pero
después de tomar una decisión con madurez, se mantenía en ella y pensaba que estaba
conforme con la voluntad de Dios.
Había sido educado en medio de las alegrías de una familia acomodada, y con unos
padres que le querían profundamente; su complexión, al principio, parecía delicada,
pero su cuerpo, formado en el trabajo y las austeridades, se fortificó insensiblemente
con la edad, de manera que la salud aumentó en él con la virtud, y quedó fortalecida
incluso en la edad más avanzada, si no la hubiera alterado con sus excesos de
penitencias. Su estatura era algo más alta que la mediana, bien formada y proporcionada.
Tenía la frente ancha, la nariz bien perfilada, ojos grandes y hermosos, casi azules; los
rasgos del rostro, dulce y agradables; la voz, fuerte y clara; el exterior, alegre, sereno,
modesto y devoto; el color, un poco moreno a causa de sus largos viajes, y animado,
de ordinario, por un colorido de fuego y rojo. Sus actitudes eran sencillas, graciosas y
honestas, sin afectación. Sus cabellos, castaños y fuertes en su juventud, se hicieron
con los años grises y blancos, que le daban aspecto venerable. En fin, la gracia se
asentaba, por decirlo así, en su rostro, lo que le hacía amable e inspiraba piedad. Me
permito asegurar que ninguna persona de nuestros días ha presentado, como él, el
aspecto de un santo. Lo parecía a quien le veía, e inspiraba el deseo de llegar a serlo.
Al acercarse a él se sentía respeto, pues uno se veía confuso, por considerarse
pecador, o tibio, o infiel, al estar en su presencia.
Éste es el retrato del señor Juan Bautista de La Salle, sacerdote, doctor, antiguo
canónigo de la metrópolis de Reims y fundador de los Hermanos de las Escuelas
cristianas. Quien le haya conocido tendrá que reconocer que este retrato es muy
imperfecto.
Cuando la noticia de su muerte se extendió por la ciudad de Ruán, todos corrieron
para ver una vez más a un hombre que habían mirado como un santo, pero al que no se
le había tratado como santo. Después de todo, sólo la muerte sabe dar a la verdadera
virtud su resplandor, y discernir los santos de quienes no lo son. La gloria de éstos,
igual que su falsa felicidad, se termina donde comienza la de los otros, es decir, en la
tumba. La muerte que hace olvidar a todos los seguidores del mundo, y que los borra
de los espíritus, restaura el honor de los siervos de Dios y hace su memoria eterna.
La muerte, que a los primeros los pone a ras de la tierra y los confunde con el polvo,
saca a los segundos del desprecio y pone en evidencia su virtud. ¿Quién es el grande
del mundo, ya fuera príncipe o rey, a quien la muerte no le da un aspecto horroroso y
una figura insoportable? Su cadáver causa miedo, su deformidad es espantosa, su olor
ahuyenta a todos. ¿Pero ha muerto un santo? Atrae hacia él, la gente se apresura para
verle, se quieren guardar sus reliquias, la muerte pierde su horror.
Es lo que sucedió con el señor de La Salle. Su rostro parecía tan hermoso y sereno
después de su muerte como lo era durante la vida. Se dieron prisa en distribuirse sus
802 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

despojos. La dificultad fue contentar a los que los pedían, pues todos sus muebles y
única riqueza eran un crucifijo, un Nuevo Testamento, la Imitación de Jesucristo y un
rosario. Recogida esta herencia por los más cercanos y atentos, se pasó a sus pobres
hábitos, de los cuales cada uno, según su devoción, tomó algún trozo como reliquia.
Los extraños no mostraron ningún
<2-178>
escrúpulo en apoderarse, como un piadoso robo, de lo que caía en sus manos.
Algunos, incluso, cortaron algo de sus cabellos, y otros guardaron como un tesoro lo
que había servido para su uso. Aquellos de sus discípulos que no pudieron tener algo
de sus despojos, se mostraron tan afligidos como los hijos que pierden la herencia de
su padre. Para consolarlos, se hicieron varias copias del testamento, que había hecho
poco antes de su muerte, que fueron distribuidas entre todos los Hermanos presentes
y ausentes. El cuerpo del santo sacerdote, revestido con los ornamentos sacerdotales,
fue expuesto en la capilla de San Yon, desde la tarde del Viernes Santo hasta el
Sábado Santo por la tarde, a fin de contentar la devoción de sus discípulos y del
público. Luego fue enterrado, sin pompa, en la capilla de Santa Susana, de la iglesia
parroquial de San Severo, en presencia de un gran concurso de gente que asistió a los
funerales. Varios religiosos de diferentes órdenes y algunos sacerdotes se unieron a
los de la parroquia para honrar la memoria del difunto. Fue llevado por seis Hermanos,
y seguido por todos los demás, que con sus lágrimas regaban la tierra por donde
pasaban, y mezclaban los sollozos con el canto de los salmos. Éste es el epitafio que
se puso sobre su tumba:

D. O. M.
HIC EXPECTAT RESURRECTIONEM VITAE VENERABILIS
JOANNES-BAPTISTA de La Salle RHEMUS, PRESBYTER,
DOCTOR THEOLOGUS, CANONICUS ECCLESIAE
METROPOLITANAE RHEMENSIS, INSTITUTOR FRATRUM
SCHOLAE CHRISTIANAE. OBIIT SEXTA PARASCEVES, ANNUM
AGENS LXVIII. DIE SEPTIMA APRILIS ANNO 1719.
IN EDIBUS FRATRUM SANCTI YONIS HUJUSCE PAROCHIAE.
DET ILLI DOMINUS INVENIRE REQUIEM IN ILLA DIE.

Como la solemnidad pascual y su octava impedían la misa de difuntos, se celebró


el lunes de Quasimodo, con mucha solemnidad, por los eclesiásticos del seminario
menor de Saint-Patrice, que ahora está en Saint Nicaise. Muchas personas piadosas se
apresuraron a tributar a su memoria los honores que él tanto había evitado durante su
vida; y Dios parece que ha querido aceptar su devoción con testimonios sensibles de
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 803

su poder, que no nos atrevemos a llamarlos milagros, en espera del juicio de la Iglesia.
Así es como Dios recompensa, desde esta vida, a quienes le han sido fieles hasta la
muerte. Vita si in probatione fuerit, coronabitur.
Todos los que conocían al señor de La Salle le echaron de menos y consideraron su
muerte como una pérdida para la Iglesia. La imagen que había dejado de su virtud, en
todos los lugares por donde había pasado o permanecido por algún tiempo, le atrajo,
después de la noticia de su muerte, elogios por toda Francia. Las personas de bien no
pudieron contener las lágrimas, y sus discípulos quedaron casi inconsolables. Las
cartas continuas que recibió sobre este asunto el Hermano Bartolomé no le permitían
olvidar su pérdida y abrieron nuevas llagas en su corazón. Su dolor duró tanto como
su vida. Cuando se encontró sin la presencia del señor de La Salle, se quedó tan
consternado como un niño que por la muerte de sus padres queda a merced de la
Providencia, sin bienes, sin amigos, sin protectores. La vida se le convirtió en una
carga y la tierra en disgusto desde que no veía
<2-179>
a su padre en Jesucristo. Así era como él se explicaba. El alivio que buscó para su
dolor fue recoger y mandar recoger por escrito todas las acciones del santo sacerdote,
mientras era reciente su recuerdo, y elaborar una memoria de su vida por quienes
habían sido testigos oculares. Recibió mucho consuelo del buen corazón de los
Hermanos, que dispersados por todas partes mandaron celebrar, por precaución y por
mayor seguridad, numerosas misas por el descanso de su alma, aunque ya le creían en
el paraíso. Algunos párrocos mandaron celebrar misas solemnes por un sentimiento
de caridad hacia el piadoso difunto.
Otras personas que también sintieron profundamente la pérdida del señor de La
Salle fueron los clérigos del seminario de Saint-Nicolas-du-Chardonnet, que tan
edificados quedaron de él el año anterior, con los ejemplos de su eminente virtud.
Merece que pongamos aquí la respuesta que, sobre este tema, dio uno de ellos al
Hermano Bartolomé. Dice así:
«Mi querido Hermano: He recibido con mucho dolor su carta sobre la muerte de
vuestro querido Padre, el señor de La Salle, de la cual me había informado ya el señor
de la Vertu. He dado a conocer esta triste noticia, y le he encomendado a las oraciones de
nuestra comunidad, con los detalles que usted me comunicó en su carta. No dude de
que todos se han unido a usted para orar por este querido difunto, que todos, y yo en
particular, consideramos que es un santo que ruega por nosotros en el cielo. No creo
que su comunidad pueda fallar, con semejante protector ante el Señor. Usted conoce
mejor que nadie la santidad de su vida, y las contradicciones que sufrió para
fundarlos, señal evidente de que es la obra de Dios, cuyo arraigo espero por sus
oraciones y con la correspondencia de ustedes.
»Hemos tenido la dicha de ser edificados con su presencia durante casi seis meses
que nos hizo el honor de permanecer entre nosotros, y creo que Dios le envió para
predicar con su ejemplo a nuestra juventud, y sacarnos a nosotros mismos de nuestra
804 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

relajación; su vida fue de las más humildes y de las más mortificadas; dormía poco
y rezaba mucho. Nuestro celador me dijo varias veces que le encontraba siempre
levantado cuando él iba a sonar para despertarse, incluso durante los fríos del
invierno, durante el cual no acudió a calentarse más que cuando le llevaba a la fuerza,
lo que ocurría pocas veces, al no coincidir mi horario con el suyo. Todos los días
hacía, regularmente, al menos tres horas de meditación; se mostraba más regular que
cualquier seminarista, y obedecía con prontitud edificante al primer sonido de la
campana, cuando llamaba a los ejercicios; era tan sumiso que fatigaba al señor
prefecto a causa de los numerosos permisos que le pedía, muchos de los cuales ni
siquiera se exigen a los seminaristas; como, por ejemplo, para hablar a los que
preguntaban por él, para llevarles a su habitación, como usted mismo lo experimentó
varias veces, o para salir los días de asueto, o incluso para escribir cartas, pues no
escribió ninguna sin permiso expreso. Aceptaba de tan buena gana los ruegos que se
le hacían, durante los recreos, para asistir a los grupos de caridad, o para participar en
un entierro de niños, que parecía que esto le causaba especial satisfacción; en una
palabra, el retiro, la oración, la caridad, la humildad, la mortificación, la vida pobre y
dura eran todas sus delicias.
»En cuanto a mí y toda la patria, le deberemos gratitud eterna. Tuvo la caridad de
formar, en el barrio de San Marcelo, a cuatro jóvenes para las escuelas, que salieron
de su casa tan bien formados y tan celosos que si hubieran
<2-180>
encontrado en los eclesiásticos del país el modo de cultivar las buenas disposiciones
en que los puso, habrían establecido una comunidad de las más útiles para la provincia.
Uno se ha hecho sacerdote y enseña humanidades con edificación de la juventud, a
pesar de los asaltos que tienen que sufrir por parte de los magistrados, y a veces
incluso de los párrocos y eclesiásticos. Espero que esta muerte no me apartará en
absoluto del afecto de su comunidad, y que usted tendrá la bondad de considerarme
siempre como uno de sus amigos; intentaré, por mi parte, darles siempre señales de
verdadera amistad, en la esperanza de participar también de sus buenas obras, y de sus
oraciones al Señor, en el amor del cual me repito muy humildemente, etc.».
Este testimonio, tributado a la virtud del señor de La Salle por uno que le conocía
tan bien, no está aquí de sobra. Dará su fruto, sobre todo, en los seminarios. El
ejemplo de un antiguo canónigo, sacerdote, doctor, de un superior venerable, de un
fundador célebre, fiel al primer sonido de la campana, a pedir permisos para las
mínimas cosas, a practicar la obediencia como un niño, a guardar el retiro y el
recogimiento, a practicar actividades humildes, de caridad y de mortificación,
enseñará a los jóvenes eclesiásticos que estas virtudes corresponden a todas las
edades, que el tiempo de permanencia en un seminario es el de aprender a
practicarlas, y que el señor de La Salle, en edad muy avanzada, no se ejercitaba con
tanto gozo y facilidad en el seminario de Saint-Nicolas, sino porque siendo joven
formó sus hábitos en el de San Sulpicio.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 805

El Hermano superior no era el único inconsolable por la pérdida del santo


fundador; otros varios Hermanos, como él, no podían impedir que sus ojos la lloraran,
ni cerrar la herida que había abierto en su corazón. El tiempo, que de todos los
remedios es el más eficaz contra la aflicción, no podía aliviar la suya, y sólo
esperaban el final de su dolor en el fin de sus vidas. Así, el Hermano Bartolomé, que
no podía consolarse a sí mismo, estaba obligado a consolar a los demás, y a enjugar
las lágrimas de sus ojos, que no podía impedir. He aquí la forma emocionante como lo
hizo en una carta escrita a un Hermano:
«Mi carísimo Hermano, la gracia y la paz de Nuestro Señor Jesucristo estén con
nosotros. Ha tenido realmente un motivo importante al derramar lágrimas, al conocer
la muerte de nuestro querido padre; no creo que ninguno de nuestros Hermanos se
haya podido impedir de derramarlas, siendo algo tan natural. Pero considerando todo,
querido Hermano, hay que confesar que ésa ha sido la voluntad de Dios, que
habiéndonoslo dado tanto tiempo como le plugo, nos lo ha quitado para recompensar
sus trabajos y su santa vida; tenemos que someternos y conformarnos con su divina
voluntad. Los santos apóstoles de Nuestro Señor también estaban muy tristes al verse
privados de la presencia sensible de su divino Maestro, quien, para consolarlos, les
dijo: «Es conveniente que yo me vaya, pues si no me voy, el Espíritu Santo no vendrá
a vosotros». A nuestro queridísimo padre no lo hemos perdido. Según todos los
indicios, pertenece al número de los santos en el cielo; tiene gran poder ante Dios,
puesto que ha obtenido numerosas gracias sobre la tierra, para él y para tantas almas a
quienes ha ayudado a convertirse y a darse a Dios. Ahora admiramos sus insignes
virtudes: su pureza angelical, su extrema limpieza en los ornamentos de la iglesia y en
los hábitos sacerdotales, para los cuales no escatimaba nada; su gran liberalidad hacia
los pobres, aunque él mismo estuviese tan necesitado viviendo con nuestros
Hermanos; su celo por la salvación de las almas, que en los comienzos le inspiró el
designio de permutar su canonicato con una parroquia, para tener ocasión de ejercer
su celo; su humildad,
<2-181>
su paciencia, su obediencia, su perfecto abandono a la divina Providencia y muchas
otras virtudes heroicas. Pienso que está ya en el coro de los vírgenes, según lo que
aprendí de su conducta, con relación a la castidad y la virginidad. No, querido
Hermano, yo no quiero pedir a Dios que le retire de este mundo, sino que le rogaré
con todo mi corazón que le conserve aún tanto cuanto le plazca para su gloria, para la
salvación de las almas y para vuestro mayor bien; le prohíbo que se muera, si no es a
su propia voluntad y a su propio espíritu.
»Nuestro señor padre no murió sin permiso; creo que habría muerto mucho antes si
hubiera tenido permiso para ello. No se entristezca más por esto, pues aquel a quien
llora como muerto, está vivo y en la paz, que nadie le podrá quitar jamás. Manténgase
en la paz; conserve la unión íntima que nos ha recomendado en la práctica de las
demás virtudes; no entristezca al Espíritu de Nuestro Señor, que está en usted, con su
desmesurada tristeza por nuestro querido padre. Yo mismo no sé cómo me encuentro:
806 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

estoy triste y alegre al mismo tiempo el olor que tengo de su santa vida, unida al
recuerdo de varias cosas extraordinarias sucedidas en el momento y a propósito de su
muerte, me consuela. Esté, pues, más alegre, pues la tristeza que no proviene del
movimiento del Espíritu Santo es peligrosa y de funestas consecuencias; etc.».
Hay que comprender que el dolor de estos buenos Hermanos era muy justo. Qué
pérdida en el mundo podía ser más sensible que la de un padre que había engendrado
a todos ellos en Jesucristo, los había alimentado con la leche de su doctrina, animado
con la fuerza de sus ejemplos, sostenido con la fuerza de sus oraciones, defendido con
su paciencia y por un invencible ánimo contra las persecuciones del mundo y del
infierno ¡durante casi cuarenta años! Al perderle, perdían a su doctor en la vida
espiritual, a su guía en los caminos de la perfección, a su legislador, a su fundador y a
su modelo. Al perderle, perdían a uno de los mayores siervos de Dios que el siglo XVII
ha visto en Francia; un hombre apostólico, un hombre consumado en todas las
virtudes, un hombre según el corazón de Dios, y un verdadero retrato de Jesucristo
sobre la tierra. Después de todo, no lo han perdido: para ellos es en el cielo lo que fue
en la tierra. Poco antes de su muerte, obró en favor suyo verdaderos prodigios, y los
sigue haciendo cada día. En efecto, ¿no puedo llamar con este nombre al cambio
súbito que se verificó en Francia en relación con ellos, cuando casi de repente todo les
ha sido favorable, y cuando se les ha concedido todo lo que podían desear y pedir,
como se va a ver?
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 807

CAPÍTULO XIX

Éxitos inesperados del Instituto de los Hermanos después de la


muerte del señor de La Salle. Obtienen casi al mismo tiempo,
del rey Luis XV, las Letras patentes, y de Benedicto XIII,
una bula de aprobación de sus Reglas,
y de erección de su Sociedad en orden religiosa

Los Hermanos, inconsolables por la muerte de su santo fundador, seguían


llorándole, sin que el tiempo, que disminuye la tristeza del corazón y seca las
lágrimas de los ojos, les hiciera olvidar su inmensa pérdida u obligarles a dejar de
temer sus consecuencias. No eran los únicos que lloraban y temían:
<2-182>
todos los que habían conocido al virtuoso sacerdote, todos los que tenían celo por las
Escuelas cristianas, todos los amigos de los Hermanos, mezclaban con ellos sus
lágrimas; y tanto unos como otros, alarmados por los peligros en que creían ver al
Instituto, temían que éste quedara enterrado en la tumba del señor de La Salle.
Habrían tenido razón en temerlo si este Instituto hubiera sido obra del hombre;
pero lo que sigue va a probar que el Espíritu Santo era su autor, y que el señor de La
Salle sólo había sido su instrumento. En efecto, vamos a ver cómo el Instituto se
afianza, se establece y toma, contra toda esperanza, su última forma y última
perfección, después de quien fue su padre y sostén. Se consiguió una unión perfecta
entre los Hermanos, una subordinación edificante a los directores de las casas, una
sumisión cordial y sin reserva al superior general, un amor sincero del estado y de la
vocación, un celo ardiente de cada miembro de la Sociedad por su perfección, y en
fin, el fervor de los primeros años y la noble emulación por la virtud eran las felices
disposiciones que pedía el cielo, y que Él inspiró para encauzar esta gran obra. Los
Hermanos, a cual más, se esforzaban por llenarse del espíritu de su patriarca, y cada
uno de ellos intentaba hacerlo revivir en su persona. Había desaparecido a sus ojos,
pero estaba siempre presente en su espíritu. Meditaban los avisos que les había dado
en particular, las instrucciones que habían recibido de él en público, los ejemplos
heroicos de virtud de los que habían sido testigos; y el temor de no aprovecharlos,
unido al deseo de imitarlos, les hacía correr sobre sus huellas con más fervor después
de su muerte que durante su vida.
Todo esto fue motivo de admiración para los que conocían a fondo la Sociedad; ver
que se mantenía en el estado en que el fundador la había dejado progresar y
perfeccionarse sin ningún apoyo humano, y sin más ayuda que la de la divina
Providencia. Se extrañaban de ver en el cuerpo un modo tan bello de gobierno, y en
808 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

los miembros, una dependencia tan perfecta del jefe, que era un simple Hermano; en
todos, tan fuerte unanimidad de votos por los mismos proyectos; y desde entonces se
vio perfectamente cumplida aquella verdad que el señor de La Salle había sostenido
con tanta insistencia, a saber: que el buen gobierno de la Sociedad exigía que tuviera
como jefe a uno de sus miembros, y que un superior externo, por muy virtuoso que
fuera, sólo podría causar su ruina, porque nunca poseería ni el espíritu ni las máximas;
y que por su profesión, su temperamento y actitudes diferentes de las de los
Hermanos, perdería la semejanza necesaria entre la cabeza y los miembros, que el
príncipe de los pastores, Jesucristo, ha querido tener con todos los hombres, menos en
el pecado, para hacerse amar, imitar y guiarlos con la mayor ternura y mansedumbre:
assimilatus autem per omnia pro fratribus suis absque peccato.
Todos los Hermanos formaban un solo cuerpo y una sola alma. Entre ellos no había
diversidad de sentimientos. Todos querían y pensaban lo que quería y pensaba el
Hermano superior, y éste no tenía tampoco otro pensamiento y otra voluntad que los
de los Hermanos, pues todos, guiados por el espíritu de su fundador, que parecían
haber heredado de él después de su muerte, se hallaban siempre unidos en las miras
del mayor bien y en la elección de los medios para conseguirlo.
El señor de La Salle parecía todavía vivo en el Hermano Bartolomé; y él, por su
parte, causaba las delicias de sus inferiores. Se había llenado tan bien del espíritu de
su santo padre, que hablaba y actuaba como él. Se había formado en su escuela;
durante mucho tiempo fue su humilde discípulo antes de llegar a ser su humilde
superior, y desde que lo era,
<2-183>
no había perdido nunca la disposición de humilde discípulo respecto del señor de La
Salle. La humildad del Hermano había forzado constantemente la humildad del
fundador para darle todos sus avisos, hacerle participar de sus luces y guiar bajo su
nombre la Sociedad. De ese modo, el Hermano Bartolomé, gobernando el Instituto
durante dos años bajo la mirada y con los consejos del señor de La Salle, no desentonó
como superior. Cuando murió el Hermano Bartolomé, el Instituto tuvo otra pérdida
enorme. Dios se lo llevó catorce meses después de la muerte del señor de La Salle. En
esta circunstancia, las lágrimas, que aún no se habían enjugado, volvieron a brotar de
los ojos de todos los Hermanos. Lloraron por segunda vez la muerte de su padre en la
del hijo, que tan semejante era a él, que ocupaba su puesto y que tan bien le
representaba ante todos. Una vez más, todo pareció perdido para la Sociedad. La
consternación se apoderó de todos los corazones, y cada miembro, al ver que Dios les
había quitado a su cabeza por segunda vez, temió por todo el cuerpo. Los menos
tímidos y humildes temieron que Dios quisiera castigarlos a ellos mismos, en su
furor, abandonando al Instituto, cuya santidad creían empañar con sus infidelidades y
con su tibieza; otros creyeron ser causa de la maldición y obligar a la justicia divina a
vengar sobre toda la comunidad sus pecados personales. Estos sentimientos de
humildad redoblaron el fervor entre los Hermanos y les dispusieron a los favores que
el cielo les reservaba.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 809

Dios tenía hacia ellos sentimientos de bondad y de misericordia, y si les quitaba


aquellos que parecían las columnas del Instituto, no era para convencerles de que Él
sabría sostenerlos sin ellos, y que siendo obra suya, no necesitaba la mano del hombre
para terminarla. Así lo sintieron todos, desde el primer Hermano al último novicio, y
se sintieron reanimados y llenos de nuevas fuerzas, con profunda confianza en Dios
y con una atracción particular por su vocación, con un deseo extraordinario de
perseverar en ella hasta la muerte y de contribuir con un incremento de fervor a la
perfección de la obra que el señor de La Salle tan generosamente había comenzado y
sostenido.
Los dos Hermanos asistentes del difunto Hermano Bartolomé, al verse encargados
del gobierno de la pequeña barca, agitada desde hacía tanto tiempo por tempestades
furiosas, tomaron en mano el timón con ánimo generoso y la condujeron como
hábiles pilotos a través de este nuevo peligro. Su cuidado fue mantener todo en orden
y dar al difunto un sucesor de igual mérito. Sin perder el tiempo, enviaron a todas las
casas del Instituto una carta circular que comunicaba de forma emotiva la muerte de
su superior, e indicaba a los Hermanos directores la fecha de la asamblea para la
elección del nuevo superior.
El espíritu de unión, de subordinación y de dependencia, que el señor de La Salle y
su sucesor habían dejado a su muerte entre los Hermanos, los mantuvo a todos dentro
del orden, sin que la tristeza que parecía llenarlos pudiera alterar su paz. Todos
recibieron con sumo respeto la carta, y los Hermanos directores de cada casa, en
número de dieciocho, se dirigieron fielmente al tiempo y lugar señalados. Un
canónigo amigo del Instituto, que gozaba de la confianza del Hermano Bartolomé, y
con quien había querido confesarse por última vez cuando se vio en peligro de
muerte, quiso saber de él quién de los Hermanos consideraba el más adecuado para
remplazarle. El moribundo le indicó que el Hermano Ireneo, a la sazón director de la
casa de Aviñón, y añadió que era él quien, a juicio del señor de La Salle, merecía la
elección, y que el santo varón
<2-184>
le hubiera designado en lugar suyo, incluso desde que vivía, si este Hermano hubiera
sido más veterano en el Instituto. En efecto, en aquellos momentos era sólo un neófito
en la casa; pero su discreción, su ecuanimidad, su buen espíritu, su mansedumbre y
sus actitudes amables y corteses ya habían atraído los ojos del fundador sobre él, y
merecido su voto para ser un día superior.
Es el testimonio que de él dio este canónigo, sobre lo expuesto por el difunto
Hermano Bartolomé, a algunos de los principales Hermanos llegados para la
elección. Pero no necesitaban ser informados sobre este asunto, pues sea por
inspiración, sea por disposición favorable hacia el Hermano Timoteo, se mostraron
casi unánimes en la elección, y cada uno de ellos estuvo encantado de dar su voto a
quien su mismo buen padre habría señalado, y de conformar en este punto su propio
sentimiento al suyo.
810 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

Esta elección se hizo el día de la Asunción de la Santísima Virgen de 1720, y en la


Asamblea sólo uno quedó descontento, que fue el elegido. El contento de todos los
demás fue tan grande como la tristeza de éste. Los Hermanos tenían la doble alegría
de ver en el primer lugar a aquel que el señor de La Salle habría designado, y de verse
ellos mismos fuera del peligro de ser elegidos, pues cada uno temía para sí mismo este
cargo tanto como lo deseaba para el Hermano Timoteo; de manera que mientras uno
quedó consternado por esta elevación, los demás quedaron consolados y asegurados,
como personas que llegaban a puerto después de haber sorteado los peligrosos
escollos de la costa. Tal era la disposición que todos los Hermanos habían felizmente
heredado de su padre, con relación al primer lugar; su ejemplo les había infundido
una especie de horror. Los Hermanos, testigos de todos los esfuerzos que él había
hecho durante treinta años para descender de él, de las penas y persecuciones
increíbles que había soportado, de la tranquilidad y la alegría de su alma en el último
puesto, de la atracción constante de su corazón por la vida retirada, oculta y abyecta,
se habían apoderado de tal modo de su espíritu que se consideraban enemigos
irreconciliables del cargo de superior. Por eso, todos ellos estaban llenos de alegría
por haber evitado el cargo, y se felicitaron por haberlo hecho recaer sobre quien
parecía más apto para asumirlo, y que el mismo cielo parecía haberle señalado por la
coincidencia de casi todos los votos y de la elección del señor de La Salle.
Esta santa alegría sólo fue turbada por las lágrimas y gemidos del Hermano
Timoteo. Al principio consideraba su elección como una especie de sueño, y no podía
convencerse de que hubieran puesto a la cabeza de los demás Hermanos al más joven
de la asamblea, y al que menos mérito tenía. Creía, o pretendía creer, que por
desprecio habían sustituido un nombre por otro, y que era evidente que la elección no
había recaído sobre él. Pero, al final, las papeletas recogidas dieron fe de su elección,
y su vista le aseguró que sus oídos no habían entendido mal; de la extrañeza pasó a la
desolación, y se comportó como una persona a la cual se le acaba de leer la sentencia
que le condena al suplicio. Fue necesario dejar que llorase su pretendido infortunio, y
escuchar las quejas que dirigía a los Hermanos por su desdichada elección, como
también los ruegos y súplicas para revocarla. Después de estos primeros momentos
de dolor, en los que la razón parecía anegarse en lágrimas, los Hermanos hicieron
todo lo posible para aliviarle y cortar su tristeza, consolándole y prometiéndole que
disminuirían su yugo por medio de la perfecta sumisión a sus órdenes y una fidelidad
exacta a sus deberes. Pero estas edificantes disposiciones, lejos de disminuir la
tristeza del Hermano Timoteo, servían para aumentarla más, pues le indicaban que
tales inferiores deberían
<2-185>
estar a la cabeza del Instituto, y él a sus pies; que cada uno de ellos tenía el mérito que
exige el primer puesto, y que él era el único indigno de ocuparlo; que él no era capaz
sino de atraer la maldición de Dios sobre la Sociedad, de ser la vergüenza de todos y
de encontrar en su elevación la propia pérdida.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 811

Los Hermanos, encantados de encontrar en el nuevo superior sentimientos tan


edificantes, esperaron todo de un hombre que pensaba de sí mismo lo que debía
pensar, lo que enseña a pensar el Espíritu de Dios, y lo que hace sensible la verdadera
humildad. No se engañaron, pues ha sido bajo su gobierno y por su sabia dirección,
cuando se han conseguido los más importantes proyectos para el bien del Instituto,
incluso más allá de toda esperanza, como vamos a ver.
El primer proyecto que se intentó fue asegurar la adquisición de la casa de San
Yon, cosa que parecía tan difícil como importante. Los Hermanos corrían el riesgo de
perderla, aunque había sido comprada con su dinero y con el del señor de La Salle, y
verla pasar, luego, a manos extrañas. En efecto, esta adquisición se había hecho con el
nombre de dos Hermanos, el primero de los cuales fue el Hermano Bartolomé, que
acababa de morir, y el segundo estaba enfermo y era de avanzada edad, lo cual
amenazaba con su cercana muerte, y por lo mismo podrían ser arrojados, de
inmediato, de su propia casa. Si la divina Providencia, que velaba por el apoyo de su
obra, no hubiera conservado a este Hermano tan necesario, la casa de San Yon
hubiera recaído en aquel que había sido su dueño, y hubiera puesto a los Hermanos en
la triste situación en que habían estado durante tanto tiempo, y que había sido tan
desastrosa. Se habrían encontrado en la calle, obligados a ir de un lugar a otro, sin
tener ninguno donde permanecer en paz y donde poner el Noviciado. Se habrían visto
arrojados sin piedad de una casa que les pertenecía y se hubiesen visto con muchas
dificultades para encontrar un domicilio conveniente. ¿Dónde habrían encontrado
otro como San Yon, tan amplio y espacioso, tan saludable y con tan buen aire, tan
solitario y favorable para el recogimiento, a las puertas de una de las más ricas y más
importantes ciudades del reino? Era, pues, para ellos de extrema importancia
asegurarse la adquisición de San Yon. Pero también era muy difícil, pues requería
conseguir las Letras patentes, y los Hermanos, sin ayuda y sin apoyo humano, casi ni
se planteaban el proyecto de solicitarlas y conseguirlas. La dificultad del asunto, por
un lado, los espantaba; por otro, la necesidad de contar con ellas les animaba a esperar
de Dios el éxito.
El nuevo superior y su Consejo se determinaron a trabajar en ello. Se elaboró una
memoria que el señor de Pont-Carré, primer presidente del Parlamento y gran
protector del Instituto, aprobó con la promesa de apoyarlo con todo su poder. El
ilustre y piadoso magistrado, amigo de las obras de Dios, hizo, en efecto, las primeras
gestiones, y escribió al señor de Bezons, arzobispo de Ruán, para rogarle que diera su
consentimiento a la petición de los Hermanos y les concediera su protección. Una vez
obtenido esto, los Hermanos, provistos con las recomendaciones del primer prelado y
del primer magistrado de la provincia, se tomaron la libertad de presentar su Memoria
al señor d’Aguesseaau, canciller, que antes de nada quiso ver el consentimiento de la
ciudad, y escribió al señor intendente de Ruán para que comunicara este asunto al
alcalde y a los concejales.
Se habría concluido felizmente el asunto si no hubieran surgido grandes
obstáculos, pues el Ayuntamiento, a ruegos del primer presidente, dio sin dilación y
812 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

sin reparos su consentimiento. El acta del Ayuntamiento y las demás piezas


necesarias se enviaron al jefe de
<2-186>
la justicia, quien prometió hablar de ello al primer regente. El asunto estaba en buen
camino y el éxito parecía próximo; pero como ocurre que de ordinario las obras de
Dios no van tan deprisa, y suelen encontrar buenas dificultades en su camino, el
proyecto quedó detenido, por decirlo así, a las puertas del consejo del Rey, por
aquella persona misma de quien más se necesitaba para conseguirlo.
En efecto, los Hermanos encontraron en el secretario del señor canciller, que era
primer presidente de la Cámara del Tesoro, un poderoso adversario, que conocía los
medios para hacer fracasar la petición, y que, en efecto lo consiguió por medio de un
pretexto muy especioso y hábilmente concebido. La razón sobre la cual se basó para
oponerse firmemente a la petición de Letras patentes, fue que no era necesaria para
tener escuelas. Lo mantuvo con habilidad en presencia del señor Canciller y de dos
Hermanos encargados de seguir la marcha de este asunto. Su razón parecía
contundente y parecía que no admitía réplica: puesto que las Escuelas cristianas
estaban autorizadas y recomendadas por declaraciones del rey, algunas incluso
recientes, «¿Que necesidad hay —decía— de Letras patentes para que los Hermanos
mantengan el derecho de tener las escuelas?» Y en efecto, no se necesitaban para
tener las escuelas gratuitas; tan sólo el permiso de los obispos diocesanos bastaba
para ello. Pero sí se necesitaban para asegurar la posesión de la casa de San Yon, para
asegurar su estado, para formar cuerpo de comunidad y para llegar a ser capaces de
adquirir y poseer en el reino. Con todo, el señor d’Aguesseau no pareció muy
convencido de las razones de su secretario y respondió con especial bondad que lo
pensaría. Incluso habló del asunto al señor Regente, quien prevenido, según todas las
apariencias, por el secretario que se había declarado en contra de los Hermanos,
rechazó la petición.
Este asunto, fracasado en 1721, se puso de nuevo en marcha con alguna mayor
probabilidad de éxito cuando el señor d’Armenonville fue nombrado Guardia de los
Sellos, una vez que el señor canciller cayó en desgracia. Este cambio dio otro aspecto
al proyecto, y los Hermanos pusieron todo en marcha para aprovecharlo. La situación
no podía ser más favorable, pues el nuevo Guardia de los Sellos era conocido por su
celo por la sana doctrina, y gozaba de un fondo de bondad y de piedad que le hacían
amigo de todas las obras buenas.
Los Hermanos tuvieron acceso a él por la recomendación del señor abate de
Saint-Aubin, superior general de los seminarios de San Sulpicio. Les prometió su
asistencia y su protección. El secretario del señor canciller ya no ocupaba el cargo y
no estaba en situación de dificultar las gestiones, pero tuvo el recurso de retrasar todo
el proceso, por la negativa constante que mantuvo a devolver los documentos que
habían quedado entre sus manos, de los cuales nunca quiso desprenderse. Por tanto,
hubo que recomenzar de nuevo las gestiones, con nuevos gastos, solicitar por
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 813

segunda vez la protección de los señores de Bezons y de Pont-Carré, y pedir copia del
acta de consentimiento del Ayuntamiento. Hecho esto, personas de profunda
religiosidad y de especial consideración solicitaron con celo el interés de los
miembros del Consejo del Rey, que se mostraron todos favorables a un Instituto tan
útil para el público y tan necesario para la juventud pobre, y prometieron su
protección y su voto. El señor marqués de la Vrillière, entre otros, se mostró muy
celoso en este asunto. Con todo, su buena voluntad quedó sin efecto, pues el regente,
sorprendido por la unanimidad de los miembros del Consejo para apoyar las Letras
Patentes para los Hermanos, se quedó confuso; por un lado, tenía pena por negarlas
absolutamente, y por otro, no quería conceder lo pedido. La salida que encontró para
no negarlo y para no
<2-187>
concederlo fue temporizar; y así, diciendo todavía hay que esperar, supo eludir la
demanda y hacerla fracasar.
Un año después de esta negativa, se hizo una tercera tentativa, que el señor regente
hizo fracasar una vez más, sin dar a entender que la rechazaba, pues también esta vez
vio cómo el Consejo y su primer ministro, el señor cardenal Dubois a la cabeza, era
favorable y estaba dispuesto a conceder a los Hermanos su petición. Nuevos amigos,
unidos a los primeros, tan distinguidos por su bondad como por su nacimiento, habían
intercedido en su favor. Por otro lado, la bondad de su causa se dejaba sentir, y todos
convenían en que el Rey debía proteger a un Instituto que se consagraba a sostener las
Escuelas cristianas y gratuitas, que con tanta fuerza habían sido autorizadas y
recomendadas por los edictos públicos. El arzobispado de Ruán estaba en ese
momento vacante por la muerte del señor Bezons. Éste fue ahora el pretexto
especioso que el canciller usó para no conceder la demanda de todo su Consejo. El
señor de la Vrillière, mortificado por este nuevo retraso, tan bien aprovechado,
respondió que el arzobispo difunto ya había dado su consentimiento; pero el señor
duque de Orleans replicó que ahora era también necesario el de su sucesor, y que
había que esperarlo. Por desgracia, aún no había sido designado, y no se hizo de
inmediato. En consecuencia, hubo que estar esperando todavía dos años.
Este nuevo fracaso no desalentó a los Hermanos, que esperando contra toda
esperanza, redoblaron sus oraciones e hicieron todo lo posible para poner de su parte
a la Santísima Virgen. Convencidos del éxito de sus gestiones si ella tomaba su
defensa, hicieron voto perpetuo de ayunar en la vigilia de su Concepción Inmaculada,
y de consagrarse solemnemente a Ella en esa fiesta, si les obtenía las Letras patentes.
Hacia finales de 1723 falleció el señor regente. Había designado para el
arzobispado de Ruán a monseñor de Tressan, obispo de Nantes. El prelado, que era
miembro del Consejo de la Regencia y que ya había protegido a los Hermanos desde
el comienzo de sus trámites, les dio nuevas muestras de benevolencia y les prometió
que en cuanto tomase posesión del arzobispado llevaría su proyecto a feliz término.
Pero este tiempo aún estaba lejos, y la amable palabra del prelado no podía asegurar la
814 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

salud al Hermano enfermo que había prestado su nombre para la compra de la casa de
San Yon. Si se le perdía, también se perdía la casa, y el Instituto volvería a estar como
había estado, flotante y vacilante, y dejaría en la inseguridad a sus miembros. Como
era de una importancia sin límites que las Letras patentes llegasen antes de la muerte
del Hermano en cuestión, se le envió a él mismo a que las solicitara. Era adecuado
para hacerlo. Alto y de buen aspecto, con aire venerable que imponía, tenía en su
exterior la estampa de un antiguo patriarca; pero la enfermedad le daba una palidez y
una delgadez propias de uno de los abades del desierto. Su candor y su sencillez
también predisponían a su favor. Se acordó, pues, enviarle a él mismo para continuar
este asunto, con la esperanza de que al verle se acelerarían los trámites.
Este Hermano partió para Fontainebleau, donde estaba la Corte, a pesar de su
delicada salud, e hizo todo lo que se pudo esperar de él. Su aspecto pálido y
enfermizo, que parecía gritar, a todos lo que solicitaba, que su muerte no estaba lejos,
defendía su causa mejor que él, y convencía, con el testimonio de sus ojos, que había
que asegurar cuanto antes la casa de San Yon al Instituto, y asegurar a éste por las
Letras patentes, o consentir la pérdida de la casa por la debilidad del Hermano.
<2-188>
Monseñor de la Vergne de Tressan, nombrado arzobispo de Ruán, se vio
presionado por muchas personas importantes y de renombrada piedad que presentara
la petición de los Hermanos en el primer consejo, a lo cual se decidió, aunque aún no
había tomado posesión de la sede. En esto, no hacía otra cosa que seguir su bondad
natural, inclinada a favorecer a todo el mundo. Se decidió a ello mucho más
claramente cuando vio el estado físico del Hermano, cuyo final, próximo en
apariencia, tendría tan dramáticas consecuencias para un Instituto tan precioso para la
Iglesia, establecido a las puertas de la capital de su diócesis.
La petición, presentada y leída en el Consejo, recibió los sufragios de todos los
miembros, sin un solo voto en contra. El Rey, ya mayor de edad, se sorprendió por
esta unanimidad, y miró a monseñor el cardenal de Fleury, lleno de estima él mismo
por el Instituto de las Escuelas cristianas, y más favorable que nadie a los Hermanos.
El primer ministro dio a entender a Su Majestad que esta buena obra era digna de su
protección y de la gracia que se le pedía, e inmediatamente el Rey, heredero de la
piedad de su padre y del celo de su abuelo por la religión, concedió benévolamente las
Letras patentes para la casa de San Yon, y mandó inscribirlas en el libro de Estado, y
que serían expedidas en cuanto monseñor de Tressan tomara posesión de su
arzobispado. De este modo, después de cuatro años de gestiones y de cuatro tentativas
diferentes sin resultado, la casa de San Yon quedó asegurada para los Hermanos, y su
situación, hasta entonces vacilante e insegura, quedó asegurada por las Letras
patentes, el 28 de septiembre de 1724, víspera de San Miguel. Tres meses después
fueron expedidas merced a los cuidados del señor arzobispo, que fue a París después
de su toma de posesión del arzobispado de Ruán, ocurrido a comienzos de 1725.
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 815

Los Hermanos no han sido los únicos a los que monseñor de Tressan haya hecho un
servicio tan importante y tan necesario a una comunidad. Su celo por las Escuelas
cristianas le movió también a pedir la misma gracia para las Hijas del Sagrado
Corazón de Jesús, llamadas de Ernemont, dedicadas al cuidado de los enfermos en las
zonas rurales, y a la instrucción gratuita de la juventud en la ciudad y diócesis de
Ruán, y Luis XV se las ha concedido con igual bondad. La apertura de la casa de Ruán
para servir de ayuda y de asilo a los sacerdotes ancianos y enfermos, debe el mismo
favor al pelado. Si no ha procurado al seminario de San Nicolás el mismo favor, que
ya le había sido otorgado a petición de monseñor d’Aubigné, al menos aseguró esta
casa, tan necesaria para la educación de los jóvenes destinados al estado eclesiástico,
y la hizo beneficiaria de los dos mil escudos de pensión, a tomar sobre el clero de la
diócesis, que le había sido concedida por Luis XIV, por solicitud de monseñor
d’Aubigné. Además, ha aumentado la casa de este seminario, y recientemente lo ha
mandado ampliar aún más, para que pueda alojar mayor número de sujetos. De esta
manera, monseñor Tressan ha asegurado, por su celo y cuidado, cuatro clases de
centros de los más necesarios para la Iglesia y para el público.
Las Letras patentes de los Hermanos fueron registradas en el Parlamento de Ruán
el 2 de marzo de 1725, y en la Cámara de Cuentas cuatro meses después; pero en este
momento surgieron muchas dificultades promovidas por el párroco de ... Este pastor,
incitado por el temor al perjuicio que podría causar a sus intereses la sustracción del
terreno seco y árido donde está la casa de San Yon, empeñó en esta ocasión todo su
prestigio para impedir que las Letras patentes se registrasen en esta última Cámara.
Pero era demasiado prudente para intentar manipular las cosas ante los miembros del
Parlamento, pues se habría encontrado en frente a un adversario terrible en la persona
del primer presidente, el señor de Pont-Carré, protector
<2-189>
declarado de los Hermanos y primer promotor de las patentes. Con todo, intervino
con mucha prudencia para impedir la inscripción en el registro de la segunda corte
soberana, y lo hizo con una habilitad extraordinaria. Visitó a todos los miembros del
Consejo de Cuentas, y con su elocuencia consiguió que creyeran una buena parte de
sus razones. Realmente, las Letras patentes habrían sido muy negativas para esta
persona, que ya no tenía confianza en la salud del Hermano en cuestión; pensaba que
si la casa de San Yon volvía a manos de sus primeros propietarios, él mantendría la
jurisdicción sobre un sector de su parroquia de los más ricos en arena.
El señor ... , informado de las intrigas del enemigo de registrar las Letras patentes,
tuvo la caridad de ir a hablar con el señor de la Ribière-Lesdo, primer presidente de la
Cámara de Cuentas, para asegurar su protección a los Hermanos. Esta gestión era
necesaria, pues casi todos los miembros de la corte de Ayudas y Cuentas se habían
dejado influir negativamente por el adversario de los Hermanos. Su influencia era tan
fuerte que uno de los principales magistrados le había prometido hacer fracasar el
asunto, por su negativa personal a admitirlo, ocurriendo que su aprobación era
absolutamente necesaria. Pero el poderoso amigo del Instituto, con una actitud
816 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

superior y con igual autoridad, le informó tan bien en esta circunstancia que se
comenzó a pensar que las cosas podrían mejorar. Con todo, no se pudo impedir que
después de la lectura hecha el 2 de julio de 1725, el procurador instruido por la parte
adversa expresara con toda libertad todo lo que le habían dicho contra los Hermanos,
y atribuirles hechos muy falsos y propios para indisponer a la segunda corte contra
ellos. Estas razones produjeron en parte su efecto, sobre todo con algunos
magistrados ya muy influidos, pues aunque no impidió que se registraran las Letras
patentes, indujo a introducir una serie de condiciones muy duras y muy negativas
para los Hermanos, a pesar de las elocuentes palabras del señor Captot, abogado
general; pero las condiciones no tardaron en ser abolidas por una disposición del
Consejo real, a petición del piadoso y poderoso protector del Instituto. De esta
manera, a pesar de las extrañas intrigas de una sola persona, las Letras patentes
quedaron registradas en las dos primeras Cortes soberanas de Normandía; y el
Instituto, reconocido como orden religiosa por las bulas de la Santa Sede, recibidas en
el Consejo del Rey, fue liberada de la dependencia y de la sumisión en que habían
querido dejarla las cláusulas nuevas, peculiares y contrarias al derecho común y a los
privilegios de todas las comunidades regulares.
Ahora nos falta hablar de la aprobación que la Santa Sede dio al Instituto de los
Hermanos. Cuando se solicitaron a la Corte de Francia las Letras patentes, ya se
trabajaba en Roma para obtener la Bula. Más o menos se dedicó el mismo tiempo para
conseguir el éxito de los dos asuntos, y se terminaron casi al mismo tiempo.
La divina Providencia se sirvió para comenzar estas gestiones de un Hermano de la
Sociedad que había estado al servicio del señor de Soubise, padre del señor cardenal
de Rohan, y al cual el señor de La Salle había recibido hacia 1707, en su comunidad.
Este buen Hermano amaba su vocación, era celoso, tenía buena presencia y facilidad
de palabra, y todavía era muy querido y estimado en la ilustre familia a la que había
servido. Esto movió al Hermano Bartolomé, después de la muerte del señor de La
Salle, el deseo de aprovechar para la comunidad la benevolencia que le mostraba
la casa de Soubise a este antiguo sirviente. Fueron, pues, juntos a saludar a Su
Eminencia, con el plan de obtener su protección, sin saber
<2-190>
aún para qué podría servir. El señor cardenal reconoció con placer, bajo el hábito de
Hermano, al antiguo sirviente de su padre, y le recibió con bondad; le expresó su
satisfacción por el estado que había escogido y le ofreció sus servicios. El Hermano,
que esperaba estas palabras de cumplido, aprovechó el momento para suplicar a Su
Eminencia que tomara bajo su protección a su comunidad, y que prestara, cuando
fuera necesario, sus servicios a un Instituto naciente y tan perseguido como el suyo, y
el señor cardenal se lo prometió.
Después de la muerte del Hermano Bartolomé, el Hermano de quien acabamos de
hablar se ofreció a su sucesor para presentarle a Su Eminencia y solicitar de nuevo su
protección. Fueron juntos a saludarle y les concedió una larga y acogedora audiencia,
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 817

con nueva promesa de benevolencia y protección. En aquel momento el proyecto de


la Bula todavía no se había iniciado. La idea surgió seis meses después, cuando en
1721 los Hermanos supieron, por los rumores que corrieron, que el señor cardenal de
Rohan, nombrado embajador extraordinario en la corte de Roma, estaba a punto de
salir hacia allí.
¿Quién podía servir mejor a los Hermanos, en la capital de la cristiandad, que un
señor tan poderoso? Les había prometido su protección, y su corazón, de acuerdo con
sus labios, estaba dispuesto a hacer el bien, por el amor que tenía a las buenas obras y
por el especial aprecio que conservaba al antiguo sirviente de su padre. La ocasión era
buena para buscar, bajo su favor y su autoridad, el favor de la Santa Sede, y solicitar la
aprobación del Instituto de las Escuelas cristianas. Todas estas ideas, un poco
confusas al principio, se presentaron al espíritu del Hermano superior, y al ordenarlas
le dejaron en el alma el deseo de hacer aprobar en Roma la Sociedad del señor de La
Salle y las Reglas que había elaborado. Este proyecto, comunicado y aprobado por el
Hermano en cuestión, les fue encomendado a él y a otro Hermano que le indicó como
compañero el Hermano superior, para que lo presentaran al señor cardenal, como una
memoria elaborada en forma de placet, en el que se suplicaba que lo utilizara en
Roma, junto con su poder, para hacer aprobar las Reglas y el Instituto de los
Hermanos. Pero no pudieron tener audiencia, porque Su Eminencia estaba a punto de
partir, y en su lugar se dirigieron al abate señor Vivant, que iba también a Roma
formando parte del grupo del señor cardenal de Rohan.
El asunto no podía recaer en mejores manos ni encontrar una persona mejor para
conseguirlo, pues el abate señor Vivant ya había hecho diversos viajes a Roma, donde
había permanecido bastante tiempo, y conocía la tramitación. Por otro lado, era
amigo del bien y tenía buenas disposiciones, y consideraba un placer prestar su ayuda
a las buenas obras; y como éste era de su gusto y de gran esperanza para el servicio de
la Iglesia, lo tomó con mucho interés y prometió comenzar las gestiones con sumo
cuidado; y esto es lo que hizo, con tal celo y habilidad que merece eterno
agradecimiento por parte de los Hermanos.
Parece que el Hermano de quien hablamos vivió sólo para hacer este servicio a la
comunidad, pues murió poco tiempo después de haber presentado el placet citado, a
la edad de sesenta años, en agosto de 1721, con sentimientos extraordinarios de
piedad, después de haber vivido quince años en la Sociedad, con el hábito de los
Hermanos sirvientes.
La llegada del señor cardenal de Rohan a Roma no estuvo muy distante de su
regreso, pues Clemente XI había fallecido, y el prelado tuvo que volver a Francia
después de la elección de Inocencio XIII. Pero este viaje también tuvo algo de
positivo para los Hermanos; pues el abate Vivant cuidó de poner los reglamentos en
manos de personas amigas, de parte de Su Eminencia, y les rogó que gestionaran la
aprobación. Cuando regresó a París
<2-191>
818 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

encargó a un banquero que estaba en la corte de Roma que negociara el asunto. Al


parecer sólo surgió un obstáculo, que no se pudo superar fácilmente. El abate señor
Tencin, actualmente obispo de Ambrun, que a la sazón estaba encargado en Roma de
los asuntos de Francia, mandó a los solicitantes de la Bula que detuvieran el proceso,
en espera de que el rey de Francia hubiera concedido las Letras patentes, o bien un
breve en favor del Instituto. Así, pues, tanto la Bula como las Letras patentes se
solicitaron casi al mismo tiempo, y las gestiones estuvieron paradas casi cuatro años,
sin poder avanzar. Pero al final el tiempo señalado por la divina Providencia para la
consumación de este asunto había llegado, y la Bula siguió muy de cerca a las Letras
patentes, concedidas de la forma que se ha dicho.
La muerte del papa Inocencio XIII, ocurrida poco después de su elección, llamó de
nuevo a Roma, para el cónclave, al cardenal de Rohan, que llevó también en su
compañía al abate Vivant. Éste, durante el tiempo que estuvo en Roma, dispuso todo
para la expedición de la Bula, tal como lo había prometido a los Hermanos antes de
partir. De modo que vuelto a París después de la elección de Benedicto XIII, y viendo
que ya se habían conseguido las Letras patentes, avisó inmediatamente a sus amigos
de Roma, y les pidió que prosiguieran con todas sus fuerzas, ante la Santa Sede, la
aprobación de las Reglas y del Instituto de los Hermanos. Le atendieron con celo y
éxito, y la Bula fue expedida a finales del enero de 1725, después de la apertura de la
Puerta Santa para el gran Jubileo.
No debo omitir aquí algunas circunstancias que muestran la atención de la divina
Providencia para favorecer, después de la muerte del señor de La Salle, todos los
piadosos deseos de su siervo, los cuales, durante su vida, parecía complacerse en
obstaculizar. El fundador siempre había deseado tres cosas para el bien y la
perfección de su Instituto: la primera, que llegara a ser orden religiosa; la segunda,
que su Regla fuese aprobada tal como estaba, sin añadiduras ni recortes; la tercera,
que no fuese unida a ninguna otra orden antigua y ya aprobada.
Estos deseos se cumplieron a la letra, sin ninguna gestión por parte de los
Hermanos, y sin que ni siquiera hubieran pensado en ello. Un año antes de la
expedición de la Bula les habían comunicado desde Roma que la Santa Sede negaría
la aprobación de sus Reglas si no estaban dispuestos a hacer los tres votos de religión.
La Regla sólo hablaba del voto de obediencia, pero todos tenían en su corazón lo que
sabían que su padre guardaba en el suyo, que era el piadoso deseo de añadir al voto de
obediencia los de pobreza y castidad. Varios, incluso, los habían hecho en particular.
Por eso, encantados de que la divina Providencia les ofreciera tal posibilidad,
corrieron presurosos ante el yugo que se les ofrecía, y presentaron con gozo su cuello
a las agradables cadenas que les estaban preparando. Esta santa disposición llevó a
los Hermanos al término de sus deseos. Sus Reglas quedaron aprobadas tal como el
señor de La Salle las había dejado, sin añadidura ni recorte, sin cambios y sin ningún
otro complemento de otras Reglas. Este último artículo era importante, y el santo
varón había temido que fuese rechazado. Y con mucha razón lo temió, pues no se
podía asociar su Regla a ninguna otra, que no fuera de naturaleza distinta, y que por
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 819

consiguiente se cambiase la forma, en lugar de establecerla, y que de ese modo se


hubiera causado su ruina.
Esta Bula de aprobación del Instituto y de las Reglas de las Escuelas cristianas,
presentada al Consejo del Rey, fue aceptada, a pesar de la oposición de algunos
señores de la Corte; y las Letras fueron expedidas y selladas, y luego registradas en el
Parlamento de Ruán el 12 de mayo de 1725.
<2-192>
Estas favorables noticias parecieron a todos los Hermanos del Instituto, a los que se
habían ocultado las negociaciones que hemos expuesto, como una aventura celestial.
Se habían llevado con total secreto, dentro y fuera de la casa, de modo que salvo
cuatro o cinco de los principales Hermanos de la Sociedad, ningún otro lo había ni
siquiera sospechado. El primer presidente, señor de Pont-Carré, que desconocía la
tramitación de las Bulas, quedó tan extrañado por el éxito total conseguido, que, en un
movimiento de sorpresa, dijo que los Hermanos habían recorrido mucho camino en
poco tiempo.
Se puede decir que la navecilla de los Hermanos, que durante más de cuarenta años
había sido juguete de las tempestades y huracanes de las persecuciones del mundo,
enemigo declarado de las obras de Dios, en viaje tan largo como peligroso, y mil
veces amenazado de naufragio, había llegado, por fin, al puerto de su voluntad:
Deduxit eos in portum voluntatis suae. ¡Cuál fue la sorpresa y la alegría de los pobres
Hermanos, hasta entonces tan maltratados en el mundo! Se puede imaginar mejor que
explicar. Salieron de la ignorancia de su mejor condición y del cambio de su estado en
otro más perfecto y seguro, más o menos como las personas que al salir del sueño se
encuentran un tesoro, o la libertad, o una inmensa fortuna. Comprobaron que ya eran
lo que habían deseado ser, aunque no habían osado esperarlo nunca. Las grandes
ventajas que la Bula del Papa les aportaba para la perfección del Instituto en general,
y para la de cada uno en particular, fueron motivos para renovar el fervor entre ellos, y
todos pensaron en aprovechar la extraordinaria gracia que se les ofrecía, y en
prepararse para llegar a ser perfectos religiosos.
En fin, la divina Providencia quiso marcar con una prueba sensible que la Bula,
igual que las Letras patentes, eran obra suya, pues en esta ocasión se mostró más
liberal que nunca con los hijos confiados a sus cuidados, y a los que siempre había
alimentado y cuidado en medio del abandono general en que vivieron por parte de
todas las criaturas; pues en esta ocasión les procuró, por vías muy naturales y en
apariencia ordinarias, todos los socorros que necesitaban. Estas ayudas vinieron a
través de los numerosos internos que envió a la casa de San Yon, Y para que nadie
ignorase que era Ella quien actuaba, nunca, ni antes ni después de este momento,
hubo tanta gente en situación de contribuir con importantes pensiones.
El 6 de agosto de 1725 se tuvo la apertura de la asamblea general de los principales
Hermanos, en número de treinta y dos, tanto directores como veteranos, convocada
para recibir la Bula de Benedicto XIII, en presencia del Santísimo Sacramento. Fue
820 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

recibida como el arca de la alianza lo fue en otro tiempo en Jerusalén, por David y los
principales de Israel, con muestras de alegría, de agradecimiento, de alabanzas y de
devoción, que hicieron de este día una jornada bienaventurada para los Hermanos.
Los días que siguieron a éste, hasta la fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen,
pasados en retiro, en silencio, en estrecha unión, en profundo recogimiento y en
nuevo fervor, sirvieron de preparación a los tres votos de religión. La disposición
particular que el Hermano superior quiso aportar fue dejar su cargo y descender del
primer puesto; pero la oposición que encontró su humildad por parte de los Hermanos
le obligó a permanecer en él, a pesar de sus ruegos y de su insistencia.
Durante estos diez días de retiro se pronunciaron sermones, llenos de gracia y de
unción, que hicieron, por la mañana y la tarde, el
<2-193>
R. P. Bodin, director del noviciado de los Jesuitas de Ruán, persona de especial
mérito y de virtud poco común; el R. P. Malesco, de la misma Sociedad, y los
directores del Seminario Mayor, sobre la gracia particular que el cielo hacía al
Instituto, sobre la excelencia de su estado y sobre la importancia de ser fieles a ella.
Todos ellos sirvieron para encender el fuego del Espíritu Santo en la casa de San Yon.
El retiro se terminó con la emisión de los tres votos de religión, que todos hicieron por
orden, ante el Santísimo Sacramento expuesto, el día de la Asunción de la Santísima
Virgen, en presencia del abate señor Robinet, a la sazón canónigo de la catedral y
vicario mayor de la diócesis de Ruán, como representante y ocupando el lugar de
nuestro Santo Padre el Papa, después de haber celebrado la santa misa en la que
pronunció una vibrante exhortación.
En este Capítulo general se determinó que se imprimieran las Reglas, para evitar
cualquier alteración o cambio que los tiempos y la relajación podrían introducir;
también se revisaron algunos puntos de disciplina, para mantener en su vigor la
observancia regular. Entre ellos figura uno sobre el uso del tabaco, cuya introducción
se quiso prevenir mediante una prohibición clara. Se concluyó que se advertiría a todos
los postulantes de la prohibición que existía, y que sólo se admitiría en la casa a
quienes estuvieran dispuestos a renunciar a él por el resto de su vida.
Desde este tiempo, las bendiciones del Señor se han multiplicado todos los días
sobre la casa de San Yon, según la predicción del señor de La Salle, que dijo la víspera de
su muerte que esta casa florecería. En efecto, si él volviera a la vida, no la
reconocería. Desde su muerte, ha aumentado en casi el doble. Todos los días, con
suma extrañeza del público y de los mismos Hermanos, se ve cómo aumentan los
edificios, cuyos cimientos se deben sólo a la divina Providencia. Hay un pabellón
nuevo, que va de occidente a oriente y se une con el antiguo; está presupuestado en
veinticinco mil libras, y se ha comenzado con una suma de dos mil libras, dadas por el
padre de un niño deficiente, para que esté en la casa de manera definitiva. El mismo
Dios ha provisto para el resto, de manera que los mismos Hermanos tendrían
dificultad para explicarlo. El proyecto de la construcción de la iglesia, que ya está
Tomo II - BLAIN - Libro Tercero 821

muy avanzada, no ha tenido otros fondos ni otros recursos que los tesoros del Padre
celestial. El motivo que inspiró este asunto fue el siguiente: a una de las casas de la
Sociedad se le debían nueve años de trescientas libras de pensión a los Hermanos, y el
cobro parecía desesperado. Esta situación hizo nacer la idea de hacer voto de dedicar
esta suma para comenzar la iglesia de San Yon. Poco después de hacer el voto se
recuperó el dinero, pero la suma no bastaba ni siquiera para poner los cimientos de
la iglesia. Con todo, se empleó el dinero, con la esperanza de que la mano que la
empezaba no la dejaría imperfecta. Desde entonces, el edificio avanza día a día, sin
que los Hermanos hayan podido contar con la ayuda de nadie, y sin que tengan fondos
para mantener el gasto. Es verdad que construyen con muy poco gasto, y como
pueden; entre otras cosas, han aprovechado los cimientos de la hermosa casa del
difunto señor presidente Carel, que fue demolida casi a sus puertas, y en su propio
terreno encuentran toda la arena necesaria; en la casa, el arquitecto y buena parte de
los obreros son ellos mismos, pues los Hermanos trabajan, sacan la arena, acarrean
los materiales, tallan las piedras, sirven de mano de obra, y ayudan en todo lo que se
necesita. Apenas viven con las hortalizas de su huerta, seca y árida, situada sobre un
terreno arenoso, que riegan con sus sudores,
<2-194>
que producen con sus penosos y asiduos trabajos, y como recompensa a sus maestros.
Por otro lado, no beben más que cerveza pobre y comen pan tosco. De este modo,
ellos toman del alimento de su boca con qué construir, y aportan con sus trabajos más
de la mitad de los gastos. El resto está en los fondos de la divina Providencia, que
insensiblemente hace avanzar su obra, sin que hasta el presente la caridad del público,
al que sirven en Ruán con desinterés y generosidad incomparables, les haya ayudado
en nada.

Fin del tercer Libro.


ÍNDICES
Tomo II - BLAIN - Índice general 825

LA VIDA DEL SEÑOR


JUAN BAUTISTA DE LA SALLE,
FUNDADOR DE LOS HERMANOS
DE LAS ESCUELAS CRISTIANAS

ÍNDICE

TOMO II

Introducción a la biografía de San Juan Bautista de La Salle escrita por J. B.


Blain, y traducida para la presente edición, Hno. José María Valladolid 7

Epístola dedicatoria al Santísimo Niño Jesús . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <01a>

Privilegio del Rey . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <04a>

DISCURSO SOBRE LA INSTITUCIÓN DE MAESTROS


Y MAESTRAS DE LAS ESCUELAS CRISTIANAS Y GRATUITAS

Donde se muestra la importancia de este tipo de centros, la necesidad


que de ellos tiene la gente y la futilidad de las objeciones que se les
pueden hacer

I. La importancia de los Institutos de los Hermanos y de las Hermanas de


las Escuelas Cristianas y gratuitas, sacada de la importancia de conocer y
enseñar la doctrina cristiana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1>

Capítulo I
I. La importancia del Instituto de los Hermanos y de las Hermanas de las
Escuelas Cristianas, tomada de la importancia de enseñar y conocer la
doctrina cristiana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <3>
826 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

II. Primera prueba de la importancia de los Institutos de Hermanos y de


Hermanas de las Escuelas de caridad, sacada de la necesidad de conocer
y enseñar la doctrina cristiana. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <3>
Lo que muestra cuán necesario sea conocer y enseñar la doctrina cristiana
es:
1. Que el mismo Hijo de Dios se encargó de enseñarla (Mat. 9, 35) . . . . . <3>
2. Que esta doctrina es la doctrina del cielo, la ciencia de la salvación, la
ciencia de los santos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <4>
3. Esta doctrina contiene todo lo que hay que creer, evitar, hacer, temer y
desear para salvarse . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <5>
III. Segunda prueba de la importancia de los Institutos de maestros y
maestras de las Escuelas Cristianas, tomada de la excelencia de la
función de enseñar la doctrina cristiana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <8>
Dignidad de la función de enseñar la doctrina cristiana: su excelencia.
1. Frutos que siguen a la función de enseñar la doctrina cristiana de
manera sencilla y familiar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <9>
2. Belleza de su contenido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <9>
3. Jesucristo es el primer maestro que enseñó la doctrina cristiana. . . <10>
4. Es el mismo Jesucristo quien enseña cuando se da el catecismo en
su nombre y con su misión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <11>
5. Infalibilidad de la doctrina cristiana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <11>
6. Jesucristo es el primero y el modelo de los catequistas. . . . . . . . . . <12>
7. Los apóstoles son los primeros catequistas de la Iglesia . . . . . . . . . <13>
8. Los obispos eran, en los primeros siglos, los catequistas de la Iglesia <15>
IV. Prueba de la importancia de los Institutos de Maestros y Maestras de
las Escuelas Cristianas, sacada de las ventajas inestimables y de las
prerrogativas de la doctrina cristiana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <17>
1a. prerrogativa de la doctrina cristiana: su nobleza . . . . . . . . . . . . . . <17>
2a. prerrogativa de la doctrina cristiana: su sublimidad. . . . . . . . . . . . <19>
3a. prerrogativa de la doctrina cristiana: su santidad . . . . . . . . . . . . . . <22>
4a. prerrogativa de la doctrina cristiana: es segura y consoladora . . . . <23>
5a. prerrogativa de la doctrina cristiana: su simplicidad y su brevedad <27>
6a. prerrogativa de la doctrina cristiana: su claridad . . . . . . . . . . . . . . <29>
7a. prerrogativa de la doctrina cristiana: su valor inestimable . . . . . . . <31>
Conclusión de lo que se ha dicho . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <34>
Reflexión sobre una Escuela Cristiana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <35>

Capítulo II
Importantes servicios que hacen al público los maestros y las
maestras de las escuelas gratuitas y cristianas . . . . . . . . . . . . . . . . . . <37>
I. Quienes atienden las Escuelas gratuitas y cristianas son los instrumentos
benéficos de la divina Providencia para con los niños pobres . . . . . . <37>
Tomo II - BLAIN - Índice general 827

II. Son los ángeles visibles de los niños pobres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <38>


III. Son el complemento de los padres para la instrucción y educación
cristiana de sus hijos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <41>
IV. Son con los niños, verdaderamente y a la letra, lo que sus
nombres<significan: maestros y maestras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <43>
V. Son los pastores, los doctores y los apóstoles de estos pobres niños . <44>
VI. Grandes servicios que hacen los maestros y maestras de escuelas
gratuitas a los niños pobres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <44>
1. Apartan de ellos la ignorancia, la holgazanería, la mala educación y
el libertinaje, que son las cuatro fuentes de todos los desórdenes . . . <45>
2. Les procuran las cuatro ventajas que deben concurrir a la
predestinación de los niños, que son la instrucción religiosa, la
educación, la ocupación la semilla de la religión y de la virtud. . . . . <46>

Capítulo III
Necesidad de la Institución de los Hermanos y de las Hermanas de las
Escuelas Cristianas y Gratuitas por la necesidad de instruir
separadamente a los niños de los dos sexos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <49>
.......................................................
I. Inconvenientes de las escuelas comunes para los dos sexos . . . . . . . . <50>
1. Inconvenientes de esta promiscuidad respecto de los niños . . . . . . <50>
2. Inconvenientes de esta promiscuidad respecto de los maestros y
maestras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <51>
3. Inconvenientes de esta promiscuidad respecto de la cortesía . . . . . <52>
II. Ordenanzas de nuestros reyes que prohíben esta promiscuidad en las
escuelas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <52>
III. Prohibición de esta mezcla por las disposiciones de los obispos . . . <53>
IV. Prohibición de esta promiscuidad por los Concilios . . . . . . . . . . . . . <54>

Capítulo IV
Donde se demuestra por la Sagrada Escritura, por la doctrina y el
ejemplo de los santos, por los decretos de los Concilios y de los
obispos y por las ordenanzas de nuestros reyes, la estima que debe
tenerse a los Institutos de maestros y maestras de Escuelas cristianas
y gratuitas y el celo que se debe tener en procurar estos <55>
establecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Capítulo V
Se responde a las objeciones que se pueden hacer contra los
Institutos de Maestros y de Maestras de Escuelas gratuitas, y que se
tiene costumbre de formular contra todos los establecimientos nuevos <70>
828 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

1..a objeción: La instrucción de la Doctrina Cristiana es un deber de caridad


y de justicia que los padres deben a sus hijos, y los padrinos y madrinas a
aquellos que sostuvieron sobre la pila del bautismo; en consecuencia, la
institución de las Escuelas Cristianas no es necesaria. . . . . . . . . . . . . . <71>
2.a objeción: El deber esencial de los Pastores es instruir a sus ovejas. La
juventud de su parroquia está confiada a su vigilancia. Están encargados <72>
de procurarles la instrucción de la Doctrina Cristiana; hay, pues, que
referirse a sus cuidados. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
3.a objeción: Si el objeto principal de las Escuelas de Caridad es enseñar la
Doctrina Cristiana, su Institución no parece muy necesaria, pues casi no
hay parroquia donde se descuiden por completo los Catecismos y la
Instrucción de los niños. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <77>
4.a objeción: Si la Institución de las Escuelas Cristianas es tan necesaria, ¿ha
descuidado realmente Dios a su Iglesia, al enviar tan tarde una ayuda tan
importante? Jesucristo ha abandonado a sus hijos durante mucho
tiempo, ya que los primeros establecimientos de estas Escuelas no
tienen aún un siglo en Francia, o poco más . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <77>
5.a objeción: ¿No ha habido en todas las épocas Ministros santos y celosos
que se han dedicado con cuidado a esta importante función? . . . . . . . . <81>
6.a objeción: ¿Alguna vez la Iglesia, desde su origen, ha carecido del
suficiente número de personas adecuadas para enseñar la doctrina
cristiana? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <81>
7.a objeción: A falta de los Ministros de la Iglesia, ¿ha carecido alguna vez
la iglesia de Maestros y Maestras de Escuela, adecuados para enseñar
a la juventud ignorante de los dos sexos? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <81>
8.a objeción: Quienes saben leer pueden instruirse por sí mismos en la
doctrina cristiana; así, no necesitan una ayuda extraña. . . . . . . . . . . . . <82>
9.a objeción Estos nuevos Institutos de Maestros y Maestras de Escuela
aumentan el número de Comunidades, y esta multiplicidad conlleva
grandes inconvenientes. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <83>
Respuesta general. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <85>
Respuestas particulares a las reflexiones críticas del señor Fleuri:
a
1. razón: Los concilios de Letrán y de Lyon prohibieron los nuevos
institutos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <88>
2.a razón: La excesiva diversidad de Institutos crea confusión en la Iglesia <89>
3.a razón: Es difícil encontrar tantos buenos superiores... . . . . . . . . . . . . . . <90>
4.a razón: La multiplicación de los diversos Institutos es fuente de <91>
división... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
5.a razón: La Iglesia, más que una república, debe ser Una... . . . . . . . . . . . <92>
6.a razón: Se podría suponer que los inventores de nuevas órdenes lo hacen
por vanidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <92>
a
7. razón: Sin perjuicio de su santidad, se puede desconfiar de sus luces.... <93>
8.a razón: San Francisco creía que su Regla no era sino el Evangelio puro... . <94>
Tomo II - BLAIN - Índice general 829

9.a razón: Había obligación de alimentar a las personas humildes, que sin
hacer milagros... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <98>
10.a razón: ¿No podían decir los pueblos: ya estamos bastante cargados con
la subsistencia de nuestros Pastores, a quienes pagamos los diezmos? . <99>
11.a razón: ¿No hubiera sido más útil reformar al clero secular, sin llamar en
auxilio de la Iglesia a estas tropas extranjeras? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <99>
12.a razón: ¿No sería mejor que no hubiera más que dos géneros de personas
consagradas a Dios, clérigos y monjes separados del mundo?. . . . . . . . <100>
a
10. objeción: Estos nuevos Institutos de maestros y de maestras de escuela
quedan a cargo del público y son incómodos a las ciudades . . . . . . . . . <105>
Primera respuesta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <106>
Segunda respuesta. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <108>
Tercera respuesta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <108>
Cuarta respuesta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <109>
Quinta respuesta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <110>
Sexta respuesta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <111>
11.a objeción: Estos nuevos Institutos de maestros y maestras de las
Escuelas Cristianas y Gratuitas causan perjuicio a las gentes del oficio,
que viven y que mantienen a sus familias del provecho que de él obtienen. <111>
Conclusión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <111>

VIDA DEL SEÑOR JUAN BAUTISTA DE LA SALLE,


FUNDADOR DE LOS
HERMANOS DE LAS ESCUELAS CRISTIANAS

LIBRO PRIMERO

Donde el señor De La Salle es presentado a los jóvenes como modelo de


las virtudes propias de su edad; a los clérigos, como espejo de espíritu
eclesiástico; a los sacerdotes, como imagen de santidad sacerdotal

La inocencia y pureza de costumbres de su infancia y de su familia: niño


cristiano, alumno piadoso, clérigo fervoroso, sacerdote celoso. Es modelo
de virtud para estas edades y para los diferentes estados de vida

Capítulo I
1. Su nacimiento, infancia y educación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-117>
2. Sus inclinaciones y su infancia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-118>
830 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

3. Su atracción por el servicio de Dios. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-119>


4. Su modestia y respeto en la iglesia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-119>
5. Su aversión a las diversiones profanas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-119>
6. Sus primeros estudios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-120>
Capítulo II
Su entrada en la clericatura y en el ilustre cuerpo de canónigos de
la iglesia metropolitana de Reims . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-121>
1. Su atracción por la clericatura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-121>
2. Recibe la tonsura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-121>
3. Es nombrado canónigo de Reims a la edad de 17 años . . . . . . . . . . . . . . <1-122>
4. Intensa aplicación al estudio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-123>
5. Ingresa en el seminario de San Sulpicio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-124>
6. El señor De La Salle, modelo de los jóvenes en el seminario de San
Sulpicio. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-125>

Capítulo III
Muerte de sus padres; salida del seminario de San Sulpicio;
dificultades en su familia; acceso a las órdenes sagradas;
aplicación a adquirir la perfección . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-126>
1. Muerte de la madre del señor De La Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-126>
2. La muerte de su padre le obliga a dejar el seminario de San Sulpicio . . <1-126>
3. Se pone bajo la dirección del señor Roland, canónigo y teologal de la
catedral de Reims . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-128>
4. Recibe las sagradas órdenes. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-129>

Capítulo IV
Su preparación al sacerdocio; el modo edificante como celebra la
santa misa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-129>
1. Sus dudas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-129>
2. Recibe el sacerdocio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-130>
3. Celebra su primera misa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-131>
4. La devoción con que celebra atrae a la gente a su misa . . . . . . . . . . . . . <1-131>
5. Frecuentes arrobamientos cuando celebraba . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-133>

Capítulo V
Su director le inspira permutar la canonjía con un curato de la
ciudad de Reims; el señor De La Salle le obedece; virtud y
sumisión ciega en esta ocasión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-134>
1. Designio del señor Roland. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-134>
2. Dificultades de este proyecto. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-135>
3. El arzobispo de Reims impide la permuta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-136>
4. El señor De La Salle se dedica al estudio y al oficio canónico . . . . . . . . <1-136>
Tomo II - BLAIN - Índice general 831

5. Muere el señor Roland y encarga su obra a su discípulo. . . . . . . . . . . . . <1-137>


6. Dificultades que encuentra el señor De La Salle para terminar el
establecimiento comenzado por el señor Roland . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-139>
7. Supera todas las dificultades y asegura, al conseguir las Letras Patentes,
el establecimiento de las Escuelas cristianas y gratuitas para niñas. . . . <1-140>

Capítulo VI
El orden y la regla establecida en la casa del siervo de Dios. El
mundo comienza a censurarlo; él desprecia las censuras del
mundo y levanta el estandarte de la perfección . . . . . . . . . . . . . . . <1-142>
1. El orden y la regla de su casa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-142>
2. El mundo censura su proceder . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-143>
3. El padre Barré emprende la fundación de una especie de seminarios para
la formación de maestros y maestras de las escuelas gratuitas . . . . . . . <1-146>

Capítulo VII
Vías ocultas por las que llevó la divina Providencia
imperceptiblemente al señor De La Salle para que ejecutara sus
designios, por medio de una persona enviada a Reims por la
señora de Maillefer para abrir escuelas gratuitas. Resumen de la
vida admirable de esta dama después de su conversión . . . . . . . . <1-147>
1. Inclinación de la señora de Maillefer a lo mundano . . . . . . . . . . . . . . . . <1-148>
2. Su molicie . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-149>
3. Su dureza con los pobres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-149>
4. Su conversión. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-149>
5. Su amor por la abyección . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-150>

Capítulo VIII
Apertura de las escuelas cristianas y gratuitas para los niños de
Reims . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-161>
1. Llegada del señor Niel a Reims . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-161>
2. El señor De La Salle acoge en su casa al señor Niel . . . . . . . . . . . . . . . <1-162>
3. Medidas adoptadas por el señor De La Salle para la apertura de las
escuelas gratuitas para los niños. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-163>
4. Apertura de las escuelas gratuitas para niños en la parroquia de San
Mauricio, en Reims, en 1679 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-165>
5. Apertura de otra escuela gratuita en la parroquia de Santiago . . . . . . . . <1-167>
6. El señor De La Salle se doctora en teología, en 1681. Le sucede un
desgraciado accidente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-167>
832 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Capítulo IX
A pesar de la extrema repugnancia que el señor De La Salle sentía
en lo profundo de su ser por vivir en común con personas tan poco
educadas como los maestros de escuela de quienes cuidaba, el
amor al bien le persuade de acercarlos a él, de velar por ellos y,
luego, introducirlos en su casa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-168>
1. Repugnancia que siente el señor De La Salle a asociarse con los maestros
de escuela, y modo como Dios le prepara a hacerlo. . . . . . . . . . . . . . . . <1-169>
2. Comienza a introducir la regla entre los maestros de escuela . . . . . . . . <1-170>
3. Consulta con el reverendo padre Barré, mínimo, la duda que tiene, de si
debe vivir con los maestros de escuela . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-171>
4. Dificultad de este designio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-172>

Capítulo X
Comienzo de la vida en común del señor De La Salle y los maestros
de escuela. Críticas del mundo. La familia murmura y se rebela
contra este nuevo género de vida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-174>
1. Se decide, por fin, a vivir con ellos, y comienza por llevarlos a comer a su
casa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-174>
2. En 1681 el señor De La Salle aloja, por fin, a los maestros en su casa.
Murmuraciones de la gente y de la familia por este asunto . . . . . . . . . . <1-175>
3. Los parientes, irritados, hacen salir de su casa a dos de sus hermanos . <1-176>
4. Compromete a los maestros de escuela a tener todos el mismo confesor;
al final, todos le toman a él como confesor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-177>
5. Una casa renovada, pues algunos de los primeros maestros se retiran por
propia voluntad y son sustituidos por otros mejores . . . . . . . . . . . . . . . <1-178>

Capítulo XI
Nuevas fundaciones de escuelas cristianas y gratuitas en Rethel,
Guisa y Laón. Motivo que llevó al señor De La Salle a la idea de
abandonar su canonjía y a despojarse, luego, de sus bienes para
dedicarse totalmente al cuidado de su obra . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-180>
1. Escuela de Rethel, en 1682; ejemplos de virtud que el señor De La Salle
da en esta ocasión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-180>
2. Primeros favores extraordinarios con los que Dios prepara al señor De
La Salle para sus designios. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-182>
3. Escuela de Guisa, en 1682 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-183>
4. Escuela de Laón, en 1683. Sutil tentación de desconfianza para el
porvenir y en la inseguridad del propio estado, que turba a los nuevos
sujetos y los impulsa a salir . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-183>
Tomo II - BLAIN - Índice general 833

5. El señor De La Salle los exhorta en vano a confiar en Dios. Le dan una


respuesta que le induce a tomar la decisión de dejar todo, a imitación de
los apóstoles . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-186>

Capítulo XII
El señor De La Salle delibera si deberá abandonar su canonjía;
razones que le inducen a esta generosa resolución; toma la
decisión, pero no se atreve a realizarla hasta que su director lo
autoriza. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-189>
1. El señor De La Salle consulta al padre Barré, mínimo, sobre su propósito <1-189>
2. El religioso mínimo le exige de su plan mayor perfección, y así lo
aconseja . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-190>
3. Motivos que impulsan al señor De La Salle a dejar su canonicato . . . . <1-191>
4. El señor De La Salle encuentra la oposición de su director a este
proyecto, pero al fin cede . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-195>

Capítulo XIII
Medidas que adopta el señor De La Salle para desprenderse de su
canonjía, después de recibir la aprobación de su director;
oposiciones que encuentra y que supera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-197>
1. Comentarios de la gente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-197>
2. El señor De La Salle deja que la gente hable, y él calla . . . . . . . . . . . . . <1-198>
3. Viaja a París para rogar al señor arzobispo de Reims que apruebe su plan <1-200>
4. El arzobispo de Reims hace todo lo posible para cambiar los planes del
señor De La Salle, pero, al no poder disuadirle, consiente en su dimisión <1-201>
5. Extrañeza de monseñor Le Tellier cuando vio que el señor De La Salle
resignó su prebenda en favor de un sacerdote pobre, en detrimento de su
propio hermano. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-203>
6. Monseñor Le Tellier intenta que el señor De La Salle revoque su cesión
al señor Faubert, para hacerla recaer en su hermano, menor que él, pero
los esfuerzos resultan inútiles . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-204>
7. El señor Faubert se desdijo, más tarde, de su primer fervor, y esto fue un
motivo importante de pena para el señor De La Salle . . . . . . . . . . . . . . <1-205>

Capítulo XIV
El señor De La Salle mantiene la dimisión de su canonicato en
favor del señor Faubert, a pesar de las nuevas insistencias que sus
parientes, camaradas de cabildo y amigos, hicieron para cambiar
su decisión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-206>
1. Críticas que la resignación del señor De La Salle en favor del señor
Faubert suscita en la ciudad de Reims. Intentos para obligarle a
revocarlo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-206>
834 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

2. Descontento del capítulo metropolitano de Reims por la resignación a


favor del señor Faubert; el cabildo escribe al señor arzobispo para
detener la negociación. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-208>
3. Vanos esfuerzos del señor Callou, vicario mayor y superior del seminario
de Reims, para inducir al señor De La Salle a que revocara su renuncia . <1-208>
4. El señor Faubert toma posesión de la canonjía del señor De La Salle . <1-209>
5. El señor De La Salle piensa en ir a París; razones que tenía para hacerlo. <1-210>
6. El director le cambia su intención . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-212>

Capítulo XV
El señor De La Salle vende sus bienes patrimoniales y los
distribuye a los pobres con el consentimiento de su director. . . . <1-214>
1. Razones que mueven al señor De La Salle a despojarse de todo . . . . . <1-214>
2. Consulta este plan con su director, con la disposición de realizar todo
cuando le plazca . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-215>
3. Reflexiona sobre el uso que debe hacer de los bienes de los que quiere
despojarse . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-217>
4. Consulta a Dios sobre este asunto, y el hambre de 1684 le decide a dar
todos sus bienes a los pobres. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-218>
5. El director accede a su deseo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-219>
6. Orden que siguió en la distribución de sus bienes a los pobres, y ejemplos
de virtud que dio en esta ocasión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-220>
7. A causa de sus prodigalidades recibe reproches de sus mismos
discípulos; aprovecha la ocasión para inculcarles de nuevo la confianza
en la divina Providencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-221>

Fin del libro primero


Tomo II - BLAIN - Índice general 835

VIDA DEL SEÑOR JUAN BAUTISTA DE LA SALLE,


FUNDADOR DE LOS
HERMANOS DE LAS ESCUELAS CRISTIANAS

LIBRO SEGUNDO

Donde se presenta al señor De La Salle como fundador de una Sociedad


nueva, muy útil y necesaria a la Iglesia

Capítulo I
Dios envía al señor De La Salle nuevos sujetos de valor. Dura
violencia que se impone para acostumbrarse a la alimentación de
sus discípulos. Hasta dónde lleva, en todo lo demás, el espíritu de
retiro, de oración y de penitencia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-223>
1. El señor De La Salle recibe nuevos sujetos que dejan los colegios para
seguirle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-224>
2. Llamativa violencia que se impone el señor De La Salle para
acostumbrarse a la alimentación de los Hermanos. . . . . . . . . . . . . . . . . <1-226>
3. Consigue la victoria sobre su delicadeza por medio de un prolongado <1-227>
ayuno . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
4. Se entrega sin ningún miramiento a la penitencia y a la oración. . . . . . . <1-228>
Capítulo II
El señor De La Salle reúne a sus principales discípulos y hace con
ellos un retiro de dieciocho días. En este retiro estudia con ellos
todo lo que conviene regular, y toma en cuenta sus indicaciones,
sin querer decidir nada por sí mismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-231>
1. Convoca una asamblea de sus doce principales discípulos para regular
algunos puntos importantes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-232>
2. Significado de esta asamblea y asuntos que se trataron . . . . . . . . . . . . . <1-233>
3. Los Hermanos participantes en la asamblea de 1684 hacen voto de
obediencia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-236>
836 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Capítulo III
El señor De La Salle da a sus discípulos un hábito que los distinga;
por qué y en qué ocasión. Hace que adopten el nombre de
Hermanos de las Escuelas Cristianas. Humillaciones que la nueva
vestimenta le procura a él y a los suyos. Él mismo da clase;
persecuciones que sufre por este motivo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-238>
1. El señor De La Salle determina la forma de la vestimenta de los
Hermanos; y en qué ocasión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-238>
2. Los discípulos del señor De La Salle toman el nombre de Hermanos de
las Escuelas Cristianas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-240>
3. El señor De La Salle ejerce, durante varios meses, el oficio de maestro
de escuela; ignominia que atrae sobre él por este acto de humildad . . . <1-243>
4. Persecuciones y ofensas que las Escuelas Cristianas proporcionan al
señor De La Salle por parte de los padres de los alumnos . . . . . . . . . . <1-246>
Capítulo IV
Fervor de los primeros Hermanos del Instituto . . . . . . . . . . . . . . <1-247>
1. El fervor sin límites y la dureza de vida de los primeros Hermanos
llevaron a la muerte a muchos de ellos en pocos años . . . . . . . . . . . . . <1-250>
2. Preciosa muerte del Hermano Juan Francisco; características de su virtud <1-251>
3. Santa muerte del Hermano Bourlette; eminencia de su virtud . . . . . . . <1-252>
4. Muerte del Hermano Mauricio; características de su fervor . . . . . . . . . <1-255>
Capítulo V
Nuevos fervores del señor De La Salle. Forma el propósito de
dejar el cargo de superior y que lo ocupe un simple Hermano.
Con un santo ardid consigue que todos los Hermanos lo acepten.
Admirables ejemplos de humildad y de obediencia que da
después de su cese. Es restablecido en su puesto por los vicarios
mayores y se entrega a su atracción por la penitencia . . . . . . . . . <1-258>
1. Nuevos fervores del señor De La Salle; atracción que siente por la
oración y la soledad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-258>
2. Su inclinación por la soledad le lleva en secreto, incluso sin saberlo los
Hermanos, al desierto de los Padres Carmelitas Descalzos, a algunas
leguas de Ruán. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-259>
3. Se ve forzado a dejar su soledad para ir a Laón, donde uno de los
Hermanos había fallecido y el otro estaba muy enfermo . . . . . . . . . . . <1-260>
4. El señor De La Salle convence a los Hermanos de que le sustituya otro
superior, escogido entre ellos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-262>
5. Elección del Hermano l’Heureux . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-264>
6. Ejemplos admirables de obediencia y humildad dados por el señor De
La Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-264>
Tomo II - BLAIN - Índice general 837

7. En la ciudad se conoce el cese del señor De La Salle, y los vicarios


mayores acuden a restituirle en su puesto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-267>
8. Prescribe a sus discípulos la regla de no hablar de ninguna persona viva,
con el propósito de que no hablaran de él . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-268>
9. Ejemplos de humildad, de mortificación y de penitencia dados por el
señor De La Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-269>
Capítulo VI
El señor De La Salle no pierde de vista el plan que acababa de
gustar, de ocupar el lugar más bajo y caminar por la senda de la
pura obediencia. Su virtud sale de la obscuridad y le gana mucha
fama. Varias personas buscan el honor de ponerse bajo su
dirección; se aviene con algunas, pero por poco tiempo. Sufre
nuevas persecuciones y la divina Providencia le da ocasión de
abrir una segunda comunidad, para maestros de escuelas rurales,
y una tercera de jóvenes postulantes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-270>
1. El señor De La Salle intenta un nuevo medio de abandonar el primer
puesto mandando a estudiar al Hermano Enrique l’Heureux para que
pudiera ordenarse sacerdote y luego nombrarle superior . . . . . . . . . . . . <1-270>
2. La muerte del Hermano l’Heureux deshace los planes del señor De La
Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-271>
3. En Reims se hace, por fin, justicia al señor De La Salle. Numerosas
personas desean ponerse bajo su dirección, recibe sólo a algunas, y poco
después se desliga de ellas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-272>
4. Nueva persecución desatada en Reims, a causa de algunos castigos
dados en las escuelas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-274>
5. Penoso viaje que hizo el señor De La Salle para ir a visitar a un Hermano
enfermo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-276>
6. El Hermano enfermo se siente curado cuando el señor De La Salle le
abraza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-277>
7. Los párrocos rurales solicitan Hermanos al señor De La Salle; él lo
rechaza, y da razones de por qué lo hace . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-278>
8. El señor De La Salle abre un seminario de maestros de escuela para las
zonas rurales, que floreció mientras él estuvo en Reims, pero que
desapareció cuando se marchó . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-278>
9. El señor De La Salle abre otro seminario de niños con vistas a ser
Hermanos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-279>
10. El señor De La Salle llama a París a estos jóvenes para formarlos bajo su
cuidado; pero, a pesar de su repugnancia, les encargan de ayudar a misa
en la parroquia de San Sulpicio, por lo que casi todos se disipan y
pierden la virtud . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-281>
838 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

Capítulo VII
El señor De La Salle conoce la muerte del señor Niel y manda
rezar por él. Deja Reims para ir a París. La cruz le sigue y
constituye el cimiento de sus fundaciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-282>
1. Muerte del señor Niel en 1687. El señor De La Salle se siente
impresionado y celebra por el reposo de su alma una misa solemne, a la
que manda asistir a todos los alumnos de las Escuelas Cristianas . . . . <1-282>
2. El señor De La Salle se siente más afectado aún por la muerte del
reverendo padre Barré, mínimo; elogio del padre Barré . . . . . . . . . . . <1-283>
3. Monseñor Le Tellier ofrece al señor De La Salle condiciones muy
ventajosas para fijarle en su diócesis y limitar su celo a ella, pero el
santo sacerdote no se rinde a tales deseos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-285>
4. El señor de la Barmondière intenta de nuevo llevar al señor De La Salle
y a sus Hermanos a su parroquia; lo consigue, y de qué manera . . . . . <1-285>
5. El señor De La Salle se aloja, con dos Hermanos, en la escuela de San
Sulpicio, y se da cuenta de los desórdenes existentes; él calla y manda a
sus Hermanos que callen . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-287>
6. El señor de la Barmondière, testigo del desorden de los alumnos,
encarga al señor De La Salle el cuidado de la escuela . . . . . . . . . . . . . <1-288>
7. Orden y arreglos que el señor De La Salle puso en la escuela. Envidia
que siente por ello el señor Compagnon y preocupaciones que suscita al
señor De La Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-289>
Capítulo VIII
El encargado de la escuela de San Sulpicio calumnia al señor De
La Salle en una reunión de damas caritativas. El señor cura
párroco, condicionado por la acusación, está a punto de reenviar
a Reims a los Hermanos, pero Dios le cambió el corazón en el
momento en que el piadoso fundador se despedía de él; al final se
hace justicia. El señor Baudrand, sucesor del señor de la
Barmondière en la parroquia de San Sulpicio, funda una
segunda escuela en su parroquia, lo cual provoca un proceso
promovido por los maestros de escuela, que gana el piadoso <1-292>
fundador . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
1. La envidia levanta calumnias contra el señor De La Salle, con el fin de
que el señor de la Barmondière le despida a él y a sus Hermanos . . . . <1-292>
2. El señor De La Salle no se defiende sino con el silencio, y al final
resplandece su inocencia, para confusión de su enemigo. . . . . . . . . . . <1-294>
3. Nueva persecución promovida por los maestros de escuelas menores,
de la que sale victorioso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-296>
4. El señor De La Salle sufre otra persecución a causa del hábito de los
Hermanos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-299>
Tomo II - BLAIN - Índice general 839

Capítulo IX
El señor De La Salle cae gravemente enfermo, pero se cura; hace
un viaje a Reims y a su regreso encuentra que el Hermano
l’Heureux ha fallecido; impresiones que esta muerte produce en
él; disposiciones que le inspira para su comunidad . . . . . . . . . . . . <1-302>
1. Viaja a pie desde París a Reims, donde cae enfermo . . . . . . . . . . . . . . . <1-303>
2. No permite que su abuela le vea en su habitación; se levanta y recibe su
visita en el locutorio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-304>
3. Regresa a París y vuelve a caer enfermo, a punto de muerte; sin embargo,
sana, y consagra su salud a Dios con nuevo fervor . . . . . . . . . . . . . . . . <1-305>
4. El señor De La Salle, en su viaje a Reims, conoce la enfermedad mortal
del Hermano l’Heureux; vuelve a París y no lo halla, pues estaba
enterrado desde hacía dos días; entonces el señor De La Salle da como
norma a los Hermanos no acceder al santuario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-307>
5. Características de la virtud del Hermano l’Heureux. . . . . . . . . . . . . . . . <1-310>
Capítulo X
Medios que adopta el señor De La Salle para no dejar sucumbir el
Instituto y para formarlo bien. Con dos discípulos hace voto de no
abandonar nunca la obra. Piensa en abrir un noviciado.
Dificultades que sufre en este asunto y que supera con la oración y
la penitencia. Fervor en esta casa de formación . . . . . . . . . . . . . . . <1-311>
1. Voto que inspiró el señor De La Salle a dos de sus principales Hermanos
para el sostenimiento del Instituto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-313>
2. El señor De La Salle proyecta abrir un noviciado; dificultades que se le
presentan por parte del párroco de San Sulpicio . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-314>
3. Austeridades de este noviciado. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-318>
4. Extrema pobreza de este noviciado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-321>
Capítulo XI
Continuación del mismo asunto; fervor del noviciado de
Vaugirard . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-323>
1. La fama de la virtud del señor De La Salle y de los Hermanos atrae a
muchas personas a la casa; muy pocos quedan; y, con todo, el número de
los que perseveraron llegó a treinta y cinco . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-324>
2. Entre estos treinta y cinco que quedaron, sólo dos eran pobres, y los
demás eran ricos o de vida acomodada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-325>
3. El señor De La Salle reúne, durante las vacaciones, a todos los Hermanos
en Vaugirard, y allí llevan la vida de los novicios; su fervor . . . . . . . . . <1-326>
4. El señor De La Salle es visitado por el señor conde de Charmel, que vivía
cerca de Vaugirard, en soledad y oración. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-329>
5. El señor De La Salle se ve afectado de reúma, que le lleva a una especie
de paralización de sus miembros; remedio que puso . . . . . . . . . . . . . . . <1-331>
840 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

6. Grandes pecadores acuden al señor De La Salle para buscar la conversión


a sus pies . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-332>
Capítulo XII
El hambre de los años 1693 y 1694 obliga al señor De La Salle y a
los suyos a pasar desde Vaugirard a París para poder subsistir.
Experimenta con ellos sus rigores, sin que la Providencia los
abandone. Regresa luego a Vaugirard para continuar el
noviciado. Redacta sus reglas y los escritos . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-333>
1. El señor Baudrand se niega a pagar las 500 libras de pensión prometidas
para los dos Hermanos encargados de la escuela de la calle du Bac . . <1-335>
2. El señor De La Salle experimenta con sus Hermanos el rigor del
hambre, y la divina Providencia les socorre . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-336>
3. El señor De La Salle experimenta nuevas dificultades por parte del
señor Baudrand, por cuestión de la casa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-338>
4. Regresa a Vaugirard para continuar el noviciado . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-339>
5. Compone la Regla; de qué manera lo hace . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-339>
6. Intenta cortar todos los defectos que se daban en los recreos con
disposiciones particulares . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-340>
Capítulo XIII
Se introducen entre los Hermanos los votos perpetuos; en la
ceremonia, el señor De La Salle busca la ocasión de dejar, una vez
más, el cargo de superior, pero en vano. Obtiene permiso del
señor arzobispo para erigir una capilla en la casa del noviciado;
oposición que encuentra por parte del párroco de Vaugirard. . . <1-341>
1. Los Hermanos piden vincularse con votos perpetuos . . . . . . . . . . . . . . <1-341>
2. El señor De La Salle explica a los doce Hermanos las consecuencias de
los votos perpetuos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-343>
3. Él es el primero en hacer los votos, con profunda devoción. . . . . . . . . <1-343>
4. En esta asamblea hace todo lo posible para que se elija a otro superior <1-344>
5. Razones del señor De La Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-344>
6. Los Hermanos, para complacerle, consienten en realizar la elección. La
hacen dos veces, y unánimemente escogen al señor De La Salle como
superior . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-345>
7. El señor De La Salle les hace firmar un acta, en la cual se obligan a
elegir como superior, después de su muerte, a un Hermano. . . . . . . . . <1-347>
8. Monseñor de Noailles concede al señor De La Salle permiso para erigir
una capilla en su casa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-349>
9. El señor párroco de Vaugirard protesta por la erección de la capilla . . <1-349>
10. Molestias que recibió el señor De La Salle, más adelante, de los
párrocos de San Severo y de San Nicolás, de Ruán, por motivo de la
asistencia a la parroquia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-352>
Tomo II - BLAIN - Índice general 841

Capítulo XIV
El incremento de discípulos del señor De La Salle le obliga a
buscar otra casa capaz de alojarlos. El señor de la Chétardie,
sucesor del señor Baudrand en la parroquia de San Sulpicio,
apoya el proyecto, después de oír sus razones. Interés que
demuestra por el Instituto. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-355>
1. Al multiplicarse el número de sujetos y de asuntos, el señor De La Salle
se ve forzado a descargarse del cuidado del Noviciado y encomendarlo a
un Hermano virtuoso, pero indiscreto y duro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-356>
2. Temperamento del maestro de Novicios y del Hermano director de la
casa de París . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-357>
3. La casa de Vaugirard resulta demasiado pequeña, y el señor De La Salle
traslada su Noviciado a una casa muy amplia y cómoda, bastante
cercana de la huerta de los Carmelitas descalzos . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-359>
4. El señor De La Salle, que no tenía nada con que amueblar esta amplia
casa, recibe siete mil libras de la señora Voisin . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-360>
5. Apertura de la tercera escuela de la parroquia de San Sulpicio, en el
sector de los Incurables; esta escuela provoca un juicio por parte de los
maestros calígrafos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-361>
Capítulo XV
Segundo intento de abrir una escuela gratuita y un seminario de
maestros de escuela para el campo, en la parroquia de San
Hipólito, en París . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-364>
1. Apertura de una escuela en la parroquia de San Hipólito. . . . . . . . . . . . <1-364>
2. Apertura de un seminario para los maestros de escuela del campo . . . . <1-365>
3. El seminario encuentra su ruina en la avaricia y la perfidia del Hermano
nombrado para dirigirlo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-366>
4. El señor De La Salle recibe en su casa a cincuenta jóvenes irlandeses
para darles educación cristiana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-367>
5. Habilidad del señor De La Salle para instruir y educar a la juventud y
para convertir a almas endurecidas en el mal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-369>
6. Monseñor Godet des Marais, obispo de Chartres, renueva la petición,
hecha varias veces al señor De La Salle, de enviarle algunos discípulos.
Acuerdo de los párrocos de Chartres en este asunto . . . . . . . . . . . . . . . <1-370>
7. El señor obispo de Chartres, con una piadosa artimaña, retiene al señor
De La Salle para que coma en su mesa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-373>
8. El señor obispo de Chartres pretende obligar al señor De La Salle a que
restablezca en las escuelas gratuitas el uso tradicional de enseñar a los
niños a leer primero en latín antes que en francés, pero se rinde ante las
irrebatibles razones que le da el señor De La Salle sobre la necesidad de
comenzar con el francés . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-375>
842 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

9. Dificultades que los Hermanos encontraron en Chartres después de la


muerte de monseñor Godet des Marais . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-376>
Capítulo XVI
Establecimiento en Calais, en 1700 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-380>
1. Cuál fue la ocasión para el establecimiento de Calais . . . . . . . . . . . . . <1-380>
2. Progreso de las escuelas gratuitas. Caridad de las autoridades y de los
habitantes de Calais con los Hermanos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-384>
3. Elogio del señor Gense . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-386>
Capítulo XVII
Apertura de la escuela dominical en la casa del noviciado de
París. El señor De La Salle envía a Roma a dos Hermanos. Otras
escuelas en Troyes y Aviñón. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-389>
1. Apertura de la escuela dominical en San Sulpicio . . . . . . . . . . . . . . . . <1-389>
2. Después de notables éxitos, se cierra la escuela dominical, por la salida
de los dos Hermanos que la atendían . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-390>
3. Apertura de las Escuelas gratuitas en Troyes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-390>
4. El señor De La Salle envía a Roma a dos de sus discípulos. . . . . . . . . <1-392>
5. Apertura de las escuelas gratuitas de Aviñón. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-394>
Capítulo XVIII
Origen y comienzo de la furiosa persecución desatada contra el
santo fundador, que le arrojó de París, y desoló su Instituto hasta
el final de sus días . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-398>
1. En la Iglesia, no es raro encontrar que los siervos de Dios se causan
sufrimientos y se persiguen . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-398>
2. El maestro de novicios y el director de los Hermanos de París, por su
indiscreción, desatan contra el señor De La Salle una persecución que
duró todo el tiempo de su vida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-399>
3. Dos novicios se quejan de los malos tratos que han sufrido . . . . . . . . <1-401>
4. El enemigo del señor De La Salle le acusa ante el arzobispado, e
intenta, con todos sus medios, que le depongan; lo que sucedió en este
asunto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-403>
Capítulo XIX
El señor De La Salle es condenado sin haber sido escuchado. Se
escoge a otro eclesiástico para sustituirle en su cargo. El señor
Pirot acude a la casa del noviciado para nombrar al nuevo
superior, pero se encuentra con la oposición frontal por parte de
los Hermanos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-409>
1. El señor arzobispo comunica al señor De La Salle que ha buscado otro
superior para ocupar su cargo; admirable humildad del santo varón . . <1-409>
Tomo II - BLAIN - Índice general 843

2. El señor Pirot avisa al señor De La Salle del día escogido para nombrar al
nuevo superior; admirable sumisión del santo varón . . . . . . . . . . . . . . . <1-411>
3. El señor Pirot se esfuerza en vano en conseguir que los Hermanos
reciban al nuevo superior que les llevaba . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-412>
Capítulo XX
El tumulto se apacigua; el señor De La Salle permanece en su
cargo; los Hermanos siguen en su primer estado y su paz llega al
arzobispado. El perseguidor, al no haber triunfado por medio de
la acusación ante los superiores eclesiásticos, prepara otro medio
más peligroso, que es sembrar cizaña entre los Hermanos, e
inspirarles el disgusto por su superior y por su forma de gobierno <1-418>
1. Las intrigas del adversario del siervo de Dios quedan al descubierto y
dan que hablar en París . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-418>
2. El señor De La Salle va a postrarse a los pies del señor cardenal para
presentarle reparación por la resistencia de los Hermanos a sus órdenes;
recibe una nueva afrenta. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-421>
3. Los Hermanos intentan suavizar la actitud del enemigo del señor De La
Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-422>
4. El señor de la Chétardie, a ruego de los Hermanos, intenta apaciguar al
señor arzobispo y obtener de él que deje al nuevo Instituto con su
superior y sus prácticas; para conseguirlo se sirve del abate Madot.. . . <1-423>
5. El abate señor Madot consigue su propósito, y cómo lo hizo . . . . . . . . <1-427>
6. El señor De La Salle, con mucho pesar, es obligado a moderar las
austeridades de su casa. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-428>
Capítulo XXI
El enemigo del señor De La Salle intenta sembrar, por medio de su
aliado, murmuraciones y descontentos en la comunidad . . . . . . . <1-431>
1. Reflexiones maliciosas que siembra en la comunidad de los Hermanos el
eclesiástico que iba a visitarlos, para indisponerlos contra el señor De La
Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-431>
2. Malos efectos de estas maliciosas reflexiones en dos Hermanos. . . . . . <1-434>
3. El maestro de novicios indiscreto, que tantas cruces atrajo sobre el señor
De La Salle, se desanima, va a la Trapa, y allí no le admiten . . . . . . . . <1-434>
4. Deserción de los dos Hermanos que atienden la escuela dominical . . . <1-435>
5. Cierre provisional de la escuela dominical porque los Hermanos se
niegan a aprender las ciencias que se enseñaban en ella . . . . . . . . . . . . <1-437>
6. Razones que dan los Hermanos en apoyo de su negativa . . . . . . . . . . . <1-437>
7. El cierre provisional de la escuela dominical desata sobre el señor De La
Salle la persecución por parte del párroco de San Sulpicio . . . . . . . . . . <1-438>
8. Deserción de otro Hermano, y lo que hizo el señor De La Salle para
hacerle volver . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-440>
844 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

9. La disminución del fervor fue efecto de la disminución de las prácticas


de humillación y penitencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-440>

Fin del Tomo primero

Aprobación. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <1-444>

TOMO II

VIDA DEL SEÑOR JUAN BAUTISTA DE LA SALLE,


FUNDADOR DE LOS HERMANOS
DE LAS ESCUELAS CRISTIANAS

Libro tercero

Donde se presenta al señor De La Salle como el insigne promotor de la


instrucción y de la educación cristiana de la juventud pobre y
abandonada. Variadas tribulaciones que le surgen por todas partes y
que dan lugar a varias fundaciones

Capítulo I
En 1703, el señor De La Salle, forzado a abandonar la Casa
Grande, se establece en el barrio de San Antonio; la persecución
le sigue y le arroja de allí . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-2>
1. Los Hermanos aconsejan al señor De La Salle que abandone la Casa
Grande para evitar la persecución de su enemigo; siente mucho tener
que hacerlo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-2>
2. Hacía tiempo que el señor De La Salle había mandado rezar a la
comunidad para obtener de Dios la casa; es escuchado, y le dejan un
legado de 50.000 libras, pero su enemigo consigue que se lo quiten . <2-3>
3. La Casa Grande es alquilada, pero el señor De La Salle logra que el
propietario le permita seguir en ella algún tiempo más . . . . . . . . . . <2-3>
4. Rumores populares sobre esta casa, que impiden que la habiten . . . <2-4>
Tomo II - BLAIN - Índice general 845

5. El señor De La Salle se traslada al barrio de San Antonio . . . . . . . . . <2-5>


6. Caridad de las religiosas de la Cruz con el señor De La Salle y los
Hermanos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-5>
7. Terrible persecución por parte de los maestros calígrafos, que saquean
la casa de los Hermanos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-7>
8. El señor De La Salle deja que le condenen por segunda vez, sin
defenderse . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-9>
Capítulo II
Los Hermanos son llamados a Marsella para hacerse cargo de las
escuelas de caridad, luego a Darnétal, cerca de Ruán, y después a
Ruán . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-11>
1. Apertura de una escuela en Marsella en 1704 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-12>
2. Apertura de cuatro escuelas en las otras cuatro parroquias de la ciudad,
en 1720 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-12>
3. Los Hermanos son introducidos en el hospicio de Marsella . . . . . . . . . <2-13>
4. Bondad de la ciudad de Marsella con los Hermanos, donde en este <2-14>
momento son dieciséis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
5. El señor De La Salle se ve forzado a volver de la casa del barrio de San <2-14>
Antonio a la casa del barrio de Saint Germain; le piden Hermanos para
Darnétal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
6. Deseo del señor De La Salle de ver las escuelas establecidas en Ruán . <2-16>
7. Apertura de la escuela gratuita para los niños de Darnétal, en 1705 . . . <2-16>
8. El señor De La Salle es llamado a Ruán por el arzobispo monseñor <2-17>
Colbert . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
9. Oposición que encontró monseñor Colbert a este plan . . . . . . . . . . . . . . <2-18>
10. Lo que hizo el señor arzobispo para superar las dificultades . . . . . . . . <2-19>
11. El señor De La Salle es enviado a Ruán por monseñor Colbert; manera
como realizó el viaje con los Hermanos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-20>
Capítulo III
El señor De La Salle lleva a sus Hermanos a Ruán, y se establecen
allí, pero con muchas dificultades y sometiéndose a unas
condiciones durísimas y adversas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-21>
1. El señor de La Salle encuentra nuevas oposiciones, que monseñor
Colbert trata de eliminar con acierto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-22>
2. Duras condiciones que imponen a los Hermanos para admitirlos en la
Oficina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-23>
3. Los Hermanos sucumben bajo el yugo insoportable que los
administradores del Asilo les han impuesto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-24>
4. El señor De La Salle retira a los Hermanos de la Oficina, en 1707 . . <2-25>
846 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

5. Se concede al señor De La Salle que viva en la ciudad, con la


condición de atender las escuelas de San Maclou, San Viviano, San
Godardo y San Eloy casi por nada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-25>
6. Indelicadezas con que han sido recompensados en Ruán los trabajos
gratuitos de los Hermanos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-27>
Capítulo IV
El señor De La Salle traslada su noviciado a San Yon, cerca de
Ruán . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-28>
1. Importancia de un buen noviciado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-28>
2. El señor De La Salle escribe a monseñor Colbert para obtener su
aprobación del proyecto de trasladar su noviciado de París a Ruán . <2-29>
3. El señor De La Salle alquila la casa de San Yon y se instala en ella
con sus novicios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-30>
4. El señor De La Salle llama a San Yon a todos los Hermanos para
reavivar su fervor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-31>
5. La casa de San Yon se llena de internos y se gana mucha fama por la
buena educación de la juventud . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-32>
6. En la casa de San Yon hubo tres tipos de internos . . . . . . . . . . . . . . <2-33>
Capítulo V
Nuevas persecuciones suscitadas en París contra el señor De La
Salle y su Instituto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-34>
1. Nuevas persecuciones de los maestros calígrafos contra las escuelas
de San Sulpicio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-35>
2. Las escuelas de la parroquia de San Sulpicio se cierran porque los
Hermanos se retiran. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-37>
3. El señor de la Chétardie, a causa de las quejas de los padres de los
niños, adopta medidas para restablecer la paz en las escuelas e
impedir que los maestros calígrafos las perturben . . . . . . . . . . . . . . <2-38>
4. El señor De La Salle se encierra para hacer un retiro de varios días en
los Carmelitas descalzos, para ocultarse a sus enemigos . . . . . . . . . <2-39>
5. Reaparece el señor De La Salle y comienza de nuevo la persecución . <2-40>
6. El señor De La Salle cierra por segunda vez las escuelas de la
parroquia de San Sulpicio; quejas y descontento que se levantan a <2-41>
este propósito. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
7. El señor párroco de San Sulpicio se ve precisado a llamar de nuevo a
los Hermanos; medida que adopta para impedir nuevas
persecuciones de los maestros calígrafos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-42>
Tomo II - BLAIN - Índice general 847

Capítulo VI
Diversas fundaciones de escuelas cristianas en Dijón, Mende,
Alais, Grenoble y San Dionisio en Francia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-45>
1. Fundación en Dijón, en 1705. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-45>
2. Escuela de Mende, en 1705 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-45>
3. Escuela de Alais, en 1707 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-49>
4. Escuela de Grenoble, en 1707 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-54>
5. Escuela de San Dionisio en Francia, en 1708 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-55>
Capítulo VII
En 1709 Dios deja al señor De La Salle y a sus discípulos en su
nueva casa de París, acuciados por la pobreza, pero sin
abandonarlos. Lleva allí a los Novicios de San Yon, cuya necesidad
era aún mayor, para proveer a su sustento. Nuevas cruces que
ponen a prueba su paciencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-56>
1. Dificultades extremas que el señor De La Salle sufrió con su familia en
el invierno y durante la carestía de 1709 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-57>
2. El señor De La Salle llama a París a los novicios de San Yon, que eran
víctimas de la miseria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-58>
3. A pesar del hambre, el señor de La Salle recibe a cuantos se presentan
con el propósito de servir a Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-60>
4. El escorbuto entra en la comunidad. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-62>
5. Elogio de la caridad del señor Helvecio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-62>
6. Perfidia de un Hermano que idea un plan para que todos los Hermanos
abandonen al señor De La Salle. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-64>
7. Se descubre el plan del traidor; mansedumbre y caridad del señor De
La Salle para con él . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-65>
Capítulo VIII
Apertura de las escuelas gratuitas de las ciudades de Versalles, Les
Vans, Moulins y Boloña. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-65>
1. Apertura de las escuelas cristianas de Versalles, en 1710 . . . . . . . . . . <2-65>
2. Nueva dificultad que el señor De La Salle encuentra en esta escuela . <2-66>
3. Deterioro del primer Hermano que dirigió la escuela de Versalles; el
señor De La Salle quiere cambiarlo, pero el párroco se opone . . . . . . <2-67>
4. El Hermano en cuestión abandona su estado sin que el señor Huchon lo
pueda impedir . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-68>
5. Apertura de la escuela de Les Vans, en 1710 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-68>
6. Escuela de Moulins, el mismo año . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-69>
848 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

7. Escuela de Boloña, en 1710 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-70>


8. Celo del señor de Langle, obispo de Boloña, por las escuelas <2-70>
cristianas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
9. Celo de la ciudad de Boloña por las escuelas gratuitas y por los
Hermanos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-71>
Capítulo IX
Viaje del señor De La Salle a la Provenza para visitar las casas de
su Instituto. Durante su ausencia surge un desgraciado asunto
relativo a una casa comprada en San Dionisio para formar en
ella maestros para las zonas rurales; no se defiende, y es
condenado como culpable de haber sobornado a un menor . . . . <2-72>
1. Origen de la gran persecución que se gestó en 1707 contra el señor
De La Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-72>
2. Repetidas peticiones del joven abate Clément para comprometer al
señor De La Salle en sus piadosos planes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-73>
3. El joven abate Clément compra una casa en la ciudad de Saint-Denis,
para formar maestros de escuela para el campo. El señor De La Salle
proporciona el primer pago . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-74>
4. Lo que hizo el cardenal de Noailles para favorecer el proyecto del
abate Clément . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-75>
5. El padre del abate Clément, de acuerdo con él, introduce un proceso
civil y criminal contra el señor De La Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-76>
6. Indignidad del proceder de este abate . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-77>
7. El señor De La Salle redacta una memoria justificativa que pone en
manos de personas capaces de defenderle, que le dejaron indefenso <2-77>
8. Sentencia humillante pronunciada contra el siervo de Dios . . . . . . . <2-78>
9. Paciencia heroica del señor De La Salle en esta situación . . . . . . . . <2-79>
10. El santo varón siente cierto recelo respecto de los principales
Hermanos de París. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-79>
Capítulo X
El señor De La Salle huye a la Provenza, donde encuentra nuevas
cruces. A lo largo del camino le reciben con honor; todo le sonrió
cuando entró en una ciudad por donde pasó; los eclesiásticos del
lugar, divididos a causa de la doctrina, trataron de llevarlo a su
bando. Abre un noviciado y ve cómo se hunde por no prestarse a
las cuestiones del tiempo. Tiene el propósito de ir a Roma y lo
abandona por espíritu de obediencia. Al final, se ve obligado a
retirarse . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-81>
Tomo II - BLAIN - Índice general 849

1. En todas partes se hacen honrosas recepciones al señor De La Salle,


pero de los lugares donde le tributan mucho honor es de donde huye <2-81>
2. Llega a una ciudad célebre, muy dividida entre los eclesiásticos, y cada
cual quiere llevarle a su partido . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-83>
3. Lo que hacen los novadores para ganárselo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-83>
4. Al principio todo tiene éxito, y los rápidos progresos le ponen en
guardia sobre el futuro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-84>
5. Después de abrir felizmente un noviciado, se dedica a formar
sólidamente a los sujetos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-85>
6. Maligno artificio de que se sirven los dos discípulos que daban escuela
en la ciudad, para sustraerse a la obediencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-86>
7. Los jansenistas trabajan para quitar al señor De La Salle una escuela
cristiana porque el promotor había sido un padre jesuita, y lo
consiguen . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-87>
8. Engaño que usa contra el señor De La Salle un eclesiástico que
aparentaba parecer amigo suyo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-88>
9. Los partidarios de la nueva doctrina atraen al señor De La Salle a sus
conferencias, y en ellas queda disgustado por las discusiones que
presencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-89>
10. Le persiguen. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-90>
11. Pretextos con que los discípulos de Jansenio colorearon las
persecuciones que le hicieron sufrir. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-90>
12. Se difunde contra él un panfleto difamatorio; él responde al mismo de
una manera llena de mansedumbre y de caridad . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-91>
13. Funestos efectos del panfleto difamatorio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-92>
14. Piensa en ir a Roma y se ve impedido de hacerlo por orden del señor
obispo de... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-93>
Capítulo XI
El señor De La Salle, después de la destrucción del noviciado que
había establecido, ve su Instituto quebrantado y a punto de
arruinarse en aquella región. Atribuye esta desgracia a sus
pecados. Se retira a un lugar solitario para dejar pasar la
tempestad. Va a Grenoble, donde vive desconocido y retirado y
visita la Gran Cartuja. Es atacado violentamente por el reuma, y
cura mediante un nuevo tormento. Visita a una solitaria con fama
de santidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-95>
1. Perplejidades que molestan al señor De La Salle sobre su estado. . . . <2-96>
2. Se retira a una ermita para entregarse a la meditación y a la oración . <2-97>
850 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. DE LA SALLE

3. Los miembros del partido siembran nuevas acusaciones contra él. . . <2-97>
4. El director del Noviciado cerrado va a Mende a buscar al señor De La
Salle, y es despedido por los Hermanos que permanecen en la
situación en que los había dejado el fundador . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-98>
5. 1713: el señor De La Salle va a Grenoble y allí lleva una vida muy
retirada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-99>
6. Va a visitar la Gran Cartuja. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-100>
7. En 1714 da clase en Grenoble, y este empleo le da a conocer . . . . . . <2-101>
8. Se queda como paralizado por el reuma, y sólo se cura mediante el
remedio del que ya hablamos, que era un verdadero suplicio . . . . . . <2-102>
9. Va a la montaña de Parmenia para hacer allí un retiro en la casa del
abate de Saléon, y luego visita a la célebre sor Luisa . . . . . . . . . . . . . <2-103>
10. La solitaria de Parmenia da al señor De La Salle saludables consejos, y
luego recibe de su boca importantes avisos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-104>
11. Fruto que el señor De La Salle obtuvo de la visita a sor Luisa. . . . . . <2-105>
12. El señor De La Salle, cuando fue publicada la constitución
Unigenitus, se declara a su favor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-106>
Capítulo XII
Qué ocurrió en Francia durante la ausencia del señor De La Salle. <2-107>
1. Inquietud de los Hermanos por la ausencia del señor De La Salle . . . <2-107>
2. Inconvenientes de esta larga ausencia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-108>
3. Perplejidad y apuro de los Hermanos sobre lo que había que hacer. . <2-109>
4. La necesidad obligó a actuar al Hermano Bartolomé, y se tomó la
costumbre de mirarlo como superior . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-110>
5. Falta cometida por el Hermano Bartolomé por demasiada
condescendencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-111>
6. Argucias que emplea el rival del señor De La Salle para cambiar todo
en el Instituto. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-111>
7. Un eclesiástico virtuoso e importante se constituye en superior de los
Hermanos, sin elección alguna por parte de éstos, pero a instigación
del enemigo del señor De La Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-112>
8. Trampa que el eclesiástico, manejado por el rival del señor De La
Salle, tiende a la ingenuidad del Hermano Bartolomé para introducir
un nuevo gobierno. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-113>
Tomo II - BLAIN - Índice general 851

9. Desórdenes que deberían surgir de este nuevo sistema de gobierno . . . . . <2-115>

10. Se le hacen ver al Hermano Bartolomé los desórdenes que se iban a seguir
al introducir la nueva forma de gobierno, y se le ofrecen los medios para
eliminar el mal en su nacimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-116>
11. Se advierte al señor De La Salle de los desórdenes que está causando el
enemigo en su Sociedad; su resignación a la voluntad de Dios . . . . . . . . . <2-117>
12. Los Hermanos, al no poder convencerle de que regrese, se lo ordenan, y él
obedece . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-118>
Capítulo XIII
Cómo se presenta y es recibido en París el señor De La Salle. Le causan
nuevas penas. Libera a un poseso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-120>
1. 1714: el señor De La Salle, de vuelta a París, se presenta como un inferior,
y hace todo lo posible para que los Hermanos elijan otro superior, pero
inútilmente . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-120>
2. El eclesiástico que se decía superior de los Hermanos busca conflictos con
el señor De La Salle. Cuestiones sobre las que pide respuesta. . . . . . . . . . <2-121>
3. Apuro en que estas cuestiones ponen al señor De La Salle . . . . . . . . . . . . <2-122>
4. El señor De La Salle resuelve no responder, y su negativa es causa de que
se deje a los Hermanos en terrible carestía. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-123>
5. Los Hermanos encuentran una solución para salir de este conflicto . . . . . <2-124>
6. Historia del caballero D’Armestat; su conversión y su liberación de la
posesión del demonio por el señor De La Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-125>
Capítulo XIV
El señor De La Salle envía el noviciado a San Yon. Él quiere ir
también, pero se lo prohíben, y obedece; luego se le permite ir y se
dedica con celo a la formación de los novicios. Obtiene, por fin, de los
Hermanos, que le den un sucesor. Les instruye sobre el modo de
proceder. Revisa la Reglas y las deja tal como están hoy . . . . . . . . . . . <2-127>
Capítulo XV
Algunas observaciones sobre la regla de los recreos y sobre la regla del
Hermano Director. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-136>
852 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

Capítulo XVI
Elogio del Hermano Bartolomé. Ejemplos heroicos de virtud que
dio el señor De La Salle después de su dimisión. Va a París, por
obediencia, para recibir en provecho de la Sociedad la restitución
de 5.200 libras que le dejaron como legado testamentario. Se
aloja en el seminario de San Nicolás, donde brilla su virtud.
Testimonio que da de él uno de los superiores de esta santa casa <2-150>
Capítulo XVII
El señor De La Salle, de vuelta a San Yon, sólo piensa en
prepararse a la muerte; cuanto más se aproxima a ella, más brilla
su virtud; da nuevos ejemplos de humildad y obediencia, de celo
y caridad. La persecución le persigue hasta la muerte y su honor
recibe una nueva herida por la revocación de los poderes que le
habían sido concedidos en el arzobispado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-162>
Capítulo XVIII
Enfermedad y muerte del señor De La Salle. . . . . . . . . . . . . . . . . <2-170>
Capítulo XIX
Éxitos inesperados del Instituto de los Hermanos después de la
muerte del señor De La Salle. Obtienen casi al mismo tiempo, del
rey Luis XV, las Letras patentes, y de Benedicto XIII, una bula de
aprobación de sus Reglas, y de erección de su Sociedad en orden
religiosa. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . <2-181>

Fin del libro tercero


de la biografía escrita por J. B. Blain
Tomo II - BLAIN - Índice general 853

ÍNDICE GENERAL DEL TOMO II

Introducción a la biografía de San Juan Bautista de La Salle escrita por J. B.


BLAIN, y traducida para la presente edición . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7

Epístola dedicatoria al Santísimo Niño Jesús . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 10


Privilegio del Rey . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 14

Discurso sobre la institución de maestros y maestrasde las Escuelas Cristianas y


Gratuitas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 16
I. La importancia de los Institutos de los Hermanos y de las Hermanas de las
Escuelas Cristianas y gratuitas, sacada de la importancia de conocer y
enseñar la doctrina cristiana. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 16
Capítulo I:
I. La importancia del Instituto de los Hermanos y de las Hermanas de las
Escuelas Cristianas, tomada de la importancia de enseñar y conocer la
doctrina cristiana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19
II. Primera prueba de la importancia de los Institutos de Hermanos y de Hermanas
de las Escuelas de caridad, sacada de la necesidad de conocer y enseñar la
doctrina cristiana. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19
III. Segunda prueba de la importancia de los Institutos de maestros y maestras
de las Escuelas Cristianas, tomada de la excelencia de la función de enseñar
la doctrina cristiana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25
IV. Prueba de la importancia de los Institutos de Maestros y Maestras de las
Escuelas Cristianas, sacada de las ventajas inestimablesy de las
prerrogativas de la doctrina cristiana. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 36
Capítulo II
Importantes servicios que hacen al público los maestros y las maestras de las
escuelas gratuitas y cristianas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61
Capítulo III
Necesidad de la Institución de los Hermanos y de las Hermanas de las Escuelas
Cristianas y Gratuitas por la necesidad de instruir separadamente a los niños
de los dos sexos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 76
854 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

Capítulo IV
Donde se demuestra por la Sagrada Escritura, por la doctrina y el ejemplo
de los santos, por los decretos de los Concilios y de los obispos y por
las ordenanzas de nuestros Reyes, la estima que debe tenerse a los
Institutos de maestros y maestras de Escuelas cristianas y gratuitas y el
celo que se debe tener en procurar estos establecimientos . . . . . . . . . 84
Capítulo V
Se responde a las objeciones que se pueden hacer contra los Institutos de
Maestros y de Maestras de Escuelas gratuitas, y que se tiene
costumbre de formular contra todos los establecimientos nuevos . . . 101

Conclusión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 150

Designio de esta obra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 151

VIDA DEL SEÑOR JUAN BAUTISTA DE LA SALLE,


FUNDADOR DE LOS
HERMANOS DE LAS ESCUELAS CRISTIANAS

Libro primero
Donde el señor De La Salle es presentado a los jóvenes como modelo de
las virtudes propias de su edad; a los clérigos, como espejo de espíritu
eclesiástico; a los sacerdotes, como imagen de santidad sacerdotal
La inocencia y pureza de costumbres de su infancia y de su familia:
niño cristiano, alumno piadoso, clérigo fervoroso, sacerdote celoso. Es
modelo de virtud para estas edades y para los diferentes estados de vida
Capítulo I
1. Su nacimiento, infancia y educación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 160
Capítulo II
Su entrada en la clericatura y en el ilustre cuerpo de canónigos de la iglesia
metropolitana de Reims. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 164
Tomo II - BLAIN - Índice general 855

Capítulo III
Muerte de sus padres; salida del seminario de San Sulpicio; dificultades en su
familia; acceso a las órdenes sagradas; aplicación a adquirir la perfección. 171
Capítulo IV
Su preparación al sacerdocio; el modo edificante como celebra la santa misa . . 176
Capítulo V
Su director le inspira permutar la canonjía con un curato de la ciudad de Reims;
el señor De La Salle le obedece; virtud y sumisión ciega en esta ocasión. . 182
Capítulo VI
El orden y la regla establecida en la casa del siervo de Dios. El mundo comienza
a censurarlo; él desprecia las censuras del mundo y levanta el estandarte de
la perfección . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 193
Capítulo VII
Vías ocultas por las que llevó la divina Providencia imperceptiblemente al señor
De La Salle para que ejecutara sus designios, por medio de una persona
enviada a Reims por la señora de Maillefer para abrir escuelas gratuitas.
Resumen de la vida admirable de esta dama después de su conversión . . . 199
Capítulo VIII
Apertura de las escuelas cristianas y gratuitas para los niños de Reims . . . . . . . 215
Capítulo IX
A pesar de la extrema repugnancia que el señor De La Salle sentía en lo profundo
de su ser por vivir en común con personas tan poco educadas como los
maestros de escuela de quienes cuidaba, el amor al bien le persuade de
acercarlos a él, de velar por ellos y, luego, introducirlos en su casa . . . . . . 224
Capítulo X
Comienzo de la vida en común del señor De La Salle y los maestros de escuela.
Críticas del mundo. La familia murmura y se rebela contra este nuevo
género de vida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 231
Capítulo XI
Nuevas fundaciones de escuelas cristianas y gratuitas en Rethel, Guisa y Laón.
Motivo que llevó al señor De La Salle a la idea de abandonar su canonjía y a
despojarse, luego, de sus bienes, para dedicarse totalmente al cuidado de su
obra. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 239
856 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

Capítulo XII
El señor De La Salle delibera si deberá abandonar su canonjía; razones que le
inducen a esta generosa resolución; toma la decisión, pero no se atreve a
realizarla hasta que su director lo autoriza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 251
Capítulo XIII
Medidas que adopta el señor De La Salle para desprenderse de su canonjía,
después de recibir la aprobación de su director; oposiciones que encuentra y
que supera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 261
Capítulo XIV
El señor De La Salle mantiene la dimisión de su canonicato en favor del señor
Faubert, a pesar de las nuevas insistencias que sus parientes, camaradas de
cabildo y amigos, hicieron para cambiar su decisión . . . . . . . . . . . . . . . . . 273
Capítulo XV
El señor De La Salle vende sus bienes patrimoniales y los distribuye a los pobres
con el consentimiento de su director . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 283

Libro segundo

Donde se presenta al señor De La Salle como fundador de una Sociedad


nueva, muy útil y necesaria a la Iglesia

Capítulo I
Dios envía al señor De La Salle nuevos sujetos de valor. Dura violencia que se
impone para acostumbrarse a la alimentación de sus discípulos. Hasta
dónde lleva, en todo lo demás, el espíritu de retiro, de oración y de
penitencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 298

Capítulo II
El señor De La Salle reúne a sus principales discípulos y hace con ellos un retiro
de dieciocho días. En este retiro estudia con ellos todo lo que conviene
regular, y toma en cuenta sus indicaciones, sin querer decidir nada por sí
mismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 308
Tomo II - BLAIN - Índice general 857

Capítulo III
El señor De La Salle da a sus discípulos un hábito que los distinga; por qué y en
qué ocasión. Hace que adopten el nombre de Hermanos de las Escuelas
Cristianas. Humillaciones que la nueva vestimenta le procura a él y a los
suyos. Él mismo da clase; persecuciones que sufre por este motivo . . . . . 316
Capítulo IV
Fervor de los primeros Hermanos del Instituto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 328
Capítulo V
Nuevos fervores del señor De La Salle. Forma el propósito de dejar el cargo de
superior y que lo ocupe un simple Hermano. Con un santo ardid consigue
que todos los Hermanos lo acepten. Admirables ejemplos de humildad y de
obediencia que da después de su cese. Es restablecido en su puesto por los
vicarios mayores y se entrega a su atracción por la penitencia . . . . . . . . . . 341
Capítulo VI
El señor De La Salle no pierde de vista el plan que acababa de gustar, de ocupar
el lugar más bajo y caminar por la senda de la pura obediencia. Su virtud
sale de la obscuridad y le gana mucha fama. Varias personas buscan el
honor de ponerse bajo su dirección; se aviene con algunas, pero por poco
tiempo. Sufre nuevas persecuciones y la divina Providencia le da ocasión
de abrir una segunda comunidad, para maestros de escuelas rurales, y una
tercera de jóvenes postulantes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 356
Capítulo VII
El señor De La Salle conoce la muerte del señor Niel y manda rezar por él. Deja
Reims para ir a París. La cruz le sigue y constituye el cimiento de sus
fundaciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 371
Capítulo VIII
El encargado de la escuela de San Sulpicio calumnia al señor De La Salle en una
reunión de damas caritativas. El señor cura párroco, condicionado por la
acusación, está a punto de reenviar a Reims a los Hermanos, pero Dios le
cambió el corazón en el momento en que el piadoso fundador se despedía
de él; al final se hace justicia. El señor Baudrand, sucesor del señor de la
Barmondière en la parroquia de San Sulpicio, funda una segunda escuela en
su parroquia, lo cual provoca un proceso promovido por los maestros de
escuela, que gana el piadoso fundador . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 384
858 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

Capítulo IX
El señor De La Salle cae gravemente enfermo, pero se cura; hace un viaje a
Reims y a su regreso encuentra que el Hermano l’Heureux ha fallecido;
impresiones que esta muerte produce en él; disposiciones que le inspira
para su comunidad. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 397
Capítulo X
Medios que adopta el señor De La Salle para no dejar sucumbir el Instituto y
para formarlo bien. Con dos discípulos hace voto de no abandonar nunca la
obra. Piensa en abrir un noviciado. Dificultades que sufre en este asunto y
que supera con la oración y la penitencia. Fervor en esta casa de formación. 408
Capítulo XI
Continuación del mismo asunto; fervor del noviciado de Vaugirard. . . . . . . . . 422
Capítulo XII
El hambre de los años 1693 y 1694 obliga al señor De La Salle y a los suyos a
pasar desde Vaugirard a París para poder subsistir. Experimenta con ellos
sus rigores, sin que la Providencia los abandone. Regresa luego a Vaugirard
para continuar el noviciado. Redacta sus reglas y los escritos . . . . . . . . . . 435
Capítulo XIII
Se introducen entre los Hermanos los votos perpetuos; en la ceremonia, el señor
De La Salle busca la ocasión de dejar, una vez más, el cargo de superior,
pero en vano. Obtiene permiso del señor arzobispo para erigir una capilla
en la casa del noviciado; oposición que encuentra por parte del párroco de
Vaugirard. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 446
Capítulo XIV
El incremento de discípulos del señor De La Salle le obliga a buscar otra casa
capaz de alojarlos. El señor de la Chétardie, sucesor del señor Baudrand en
la parroquia de San Sulpicio, apoya el proyecto, después de oír sus razones.
Interés que demuestra por el Instituto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 463
Capítulo XV
Segundo intento de abrir una escuela gratuita y un seminario de maestros de
escuela para el campo, en la parroquia de San Hipólito, en París. . . . . . . . 475
Capítulo XVI
Establecimiento en Calais, en 1700 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 494
Tomo II - BLAIN - Índice general 859

Capítulo XVII
Apertura de la escuela dominical en la casa del noviciado de París. El señor De
La Salle envía a Roma a dos Hermanos. Otras escuelas en Troyes y Aviñón 505
Capítulo XVIII
Origen y comienzo de la furiosa persecución desatada contra el santo fundador,
que le arrojó de París, y desoló su Instituto hasta el final de sus días. . . . . 516
Capítulo XIX
El señor De La Salle es condenado sin haber sido escuchado. Se escoge a otro
eclesiástico para sustituirle en su cargo. El señor Pirot acude a la casa del
noviciado para nombrar al nuevo superior, pero se encuentra con la
oposición frontal por parte de los Hermanos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 529
Capítulo XX
El tumulto se apacigua; el señor De La Salle permanece en su cargo; los
Hermanos siguen en su primer estado y su paz llega al arzobispado. El
perseguidor, al no haber triunfado por medio de la acusación ante los
superiores eclesiásticos, prepara otro medio más peligroso, que es sembrar
cizaña entre los Hermanos, e inspirarles el disgusto por su superior y por su
forma de gobierno . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 540
Capítulo XXI
El enemigo del señor De La Salle intenta sembrar, por medio de su aliado,
murmuraciones y descontentos en la comunidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 556
860 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

TOMO II

VIDA DEL SEÑOR JUAN BAUTISTA DE LA SALLE,


FUNDADOR DE LOS HERMANOS
DE LAS ESCUELAS CRISTIANAS

Libro tercero

Donde se presenta al señor De La Salle como el insigne promotor de la


instrucción y de la educación cristiana de la juventud pobre y abandonada.
Variadas tribulaciones que le surgen por todas partes y que dan lugar a
varias fundaciones

Capítulo I
En 1703, el señor De La Salle, forzado a abandonar la Casa Grande, se establece
en el barrio de San Antonio; la persecución le sigue y le arroja de allí . . . 577
Capítulo II
Los Hermanos son llamados a Marsella para hacerse cargo de las escuelas de
caridad, luego a Darnétal, cerca de Ruán, y después a Ruán . . . . . . . . . . . 589
Capítulo III
El señor De La Salle lleva a sus Hermanos a Ruán, y se establecen allí, pero con
muchas dificultades y sometiéndose a unas condiciones durísimas y
adversas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 602
Capítulo IV
El señor De La Salle traslada su noviciado a San Yon, cerca de Ruán . . . . . . . 611
Capítulo V
Nuevas persecuciones suscitadas en París contra el señor De La Salle y su
Instituto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 619
Capítulo VI
Diversas fundaciones de escuelas cristianas en Dijón, Mende, Alais, Grenoble y
San Dionisio en Francia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 632
Tomo II - BLAIN - Índice general 861

Capítulo VII
En 1709 Dios deja al señor De La Salle y a sus discípulos, en su nueva casa de
París, acuciados por la pobreza, pero sin abandonarlos. Lleva allí a los
Novicios de San Yon, cuya necesidad era aún mayor, para proveer a su
sustento. Nuevas cruces que ponen a prueba su paciencia . . . . . . . . . . . . . 646
Capítulo VIII
Apertura de las escuelas gratuitas de las ciudades de Versalles, Les Vans,
Moulins y Boloña . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 658
Capítulo IX
Viaje del señor De La Salle a la Provenza para visitar las casas de su Instituto.
Durante su ausencia surge un desgraciado asunto relativo a una casa
comprada en San Dionisio para formar en ella maestros para las zonas
rurales; no se defiende, y es condenado como culpable de haber sobornado
a un menor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 667
Capítulo X
El señor De La Salle huye a la Provenza, donde encuentra nuevas cruces. A lo
largo del camino le reciben con honor; todo le sonrió cuando entró en una
ciudad por donde pasó; los eclesiásticos del lugar, divididos a causa de la
doctrina, trataron de llevarlo a su bando. Abre un noviciado y ve cómo se
hunde por no prestarse a las cuestiones del tiempo. Tiene el propósito de ir a
Roma y lo abandona por espíritu de obediencia. Al final, se ve obligado a
retirarse . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 679
Capítulo XI
El señor De La Salle, después de la destrucción del noviciado que había
establecido, ve su Instituto quebrantado y a punto de arruinarse en aquella
región. Atribuye esta desgracia a sus pecados. Se retira a un lugar solitario
para dejar pasar la tempestad. Va a Grenoble, donde vive desconocido y
retirado y visita la Gran Cartuja. Es atacado violentamente por el reuma, y
cura mediante un nuevo tormento. Visita a una solitaria con fama de
santidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 697
Capítulo XII
Qué ocurrió en Francia durante la ausencia del señor De La Salle . . . . . . . . . . 713
Capítulo XIII
Cómo se presenta y es recibido en París el señor de La Salle. Le causan nuevas
penas. Libera a un poseso . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 730
862 LAS CUATRO PRIMERAS BIOGRAFÍAS DE S. J. B. de La Salle

Capítulo XIV
El señor De La Salle envía el noviciado a San Yon. Él quiere ir también, pero se
lo prohíben, y obedece; luego se le permite ir y se dedica con celo a la
formación de los novicios. Obtiene, por fin, de los Hermanos, que le den un
sucesor. Les instruye sobre el modo de proceder. Revisa la Reglas y las deja
tal como están hoy. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 740
Capítulo XV
Algunas observaciones sobre la regla de los recreos y sobre la regla del
Hermano Director . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 751
Capítulo XVI
Elogio del Hermano Bartolomé. Ejemplos heroicos de virtud que dio el señor
De La Salle después de su dimisión. Va a París, por obediencia, para recibir
en provecho de la Sociedad la restitución de 5.200 libras que le dejaron
como legado testamentario. Se aloja en el seminario de San Nicolás, donde
brilla su virtud. Testimonio que da de él uno de los superiores de esta santa
casa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 768
Capítulo XVII
El señor De La Salle, de vuelta a San Yon, sólo piensa en prepararse a la muerte;
cuanto más se aproxima a ella, más brilla su virtud; da nuevos ejemplos de
humildad y obediencia, de celo y caridad. La persecución le persigue hasta
la muerte y su honor recibe una nueva herida por la revocación de los
poderes que le habían sido concedidos en el arzobispado. . . . . . . . . . . . . . 783
Capítulo XVIII
Enfermedad y muerte del señor De La Salle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 793
Capítulo XIX
Éxitos inesperados del Instituto de los Hermanos después de la muerte del señor
De La Salle. Obtienen casi al mismo tiempo, del rey Luis XV, las Letras
patentes, y de Benedicto XIII, una bula de aprobación de sus Reglas, y de
erección de su Sociedad en orden religiosa. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 807
Índices . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 823

Fin del Tomo II de esta publicación, titulada


“Las cuatro primeras biografías de San Juan Bautista de La Salle”

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