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EL PENSAMIENTO RENACENTISTA
Ramón Sola

Tomado de Manual de Filosofía. Cuba, 1970. Universidad de La Habana, t.


I, pp. 73-74.

LOS FINALES del siglo Xiv y los albores del XV, señalan en la historia el
momento en que surgen en Europa, en torno a la cuenca del Mediterráneo,
«los primeros gérmenes de la producción capitalista» (Marx), iniciándose
así el proceso que elevaría a la palestra histórica a una nueva clase, la
burguesía, a la sazón aún con carácter comercial.
El proceso que conduce a la cristalización de esa burguesía como clase,
abarca los siglos XV y XVI, período durante el cual, por su enfático interés
en el desenvolvimiento de lo que hoy llamamos «fuerzas productivas», así
como por la creciente pugna de las formas de producción de que era
portadora con las entonces prevalecientes que eran feudales, esa incipiente
burguesía determinará, de una forma más o menos inmediata, una serie de
trascendentales sucesos históricos en el plano económico, con el
descubrimiento de América en 1492, echará «los cimientos del comercio
mundial posterior, y los del paso del artesanado a la manufactura»
(Engels); en el plano político, con su apoyo al poder real en pugna con los
señores feudales romperá «el poderío de la nobleza feudal y formará
grandes —por su esencia— monarquías nacionales en la que obtuvieron su
desarrollo las actuales naciones europeas y la moderna sociedad burguesa»
(Engels); en el plano cultural, su abominación de la escolástica medieval la
llevará a crear una nueva y brillante cultura antifeudal, cuyo signo
predominante será un marcado interés en los valores de una cultura en la
que se consideraba que el hombre había encontrado su mejor realización,
esto es, la cultura greco-romana. Esta actitud, que pretendía hacer
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«renacer» culturalmente al hombre desde sus orígenes, recibió un nombre:


Renacimiento, y, por extensión, todo el período histórico que cubre los siglos
xv y xvi, es conocido como época del Renacimiento.
El centro de irradiación de esta nueva cultura, fueron los pueblos
situados en la península italiana. Una serie de circunstancias, tales como el
intenso flujo migratorio de sabios y filósofos griegos que se trasladaron a la
península luego de la toma de Constantinopla por los turcos en 1453 y el
hecho mismo de asentarse en la zona geográfica que acusara el esplendor
del imperio, determinaron que fueran en los pueblos de la Italia de entonces
(Milán, Venecia, Florencia) de donde surgieran los más notables exponentes
de este periodo. Sin embargo —es bueno recordarlo—, el fenómeno cultural
renacentista alcanzó a toda Europa, siendo posible encontrar alemanes,
franceses, ingleses y españoles, entre las personalidades más destacadas de la
época.
Junto a estupendos arquitectos, grandes pintores y magníficos literatos, el
Renacimiento produjo un destacado grupo de pensadores que se
encargaron de elaborar la filosofía y las ciencias.
La filosofía renacentista expresa en sus distintos aspectos la actitud ante
la vida de la nueva burguesía en ascenso, y se desenvuelve en torno a cuatro
problemas fundamentales:
1) La comprensión del hombre como «totalidad» de alma y de cuerpo, en
la que el último tiene cuando menos tantos derechos como la primera. Esta
interpretación del hombre, reivindica para éste el derecho al placer, así
como a la dignidad y a la libertad. Afirma igualmente la superioridad de la
vida activa sobre la contemplativa y, finalmente, reclama para el hombre el
puesto central en el ordenamiento de la naturaleza, a la que deberá someter
a sus designios.

2) El reconocimiento del hombre como ser «histórico», es decir, unido por


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nexos con un pasado del que simultáneamente se distingue y al que se


opone. De aquí se deriva la rigurosidad, en el estudio de los textos de la
antigüedad griega, rigurosidad que trata de encontrar en ellos el auténtico
significado de verdad filosófica que contienen. Los filósofos del
Renacimiento, a diferencia de los medievales que asimilaron lo más
regresivo y mistificado del pensamiento clásico, tomaron de las mismas
fuentes lo más progresivo y racional.

Los problemas esbozados en los puntos 1) y 2), dieron lugar a una literatura
filosófica que recibió el nombre de «Humanismo», y algunos de cuyos
principales expositores fueron Nicolás de Cusa (1401-64), Juan Pico de la
Mirándola (1463-94), Desiderio Erasmo (1467-1536) y Miguel de Montaigne
(1533-92), entre otros.

3) El reconocimiento del hombre como ser «natural», para el que no puede


ser «pecado» ni mucho menos el conocimiento de la naturaleza —sustancia
pecaminosa, para la escolástica—, sino por el contrario, un elemento
indispensable de vida y éxito. En este aspecto, el reflorecimiento del
aristotelismo, de la magia y de las especulaciones naturalistas, son el
preludio de la ciencia moderna. Máximos representantes de esta vertiente
fueron: Bernardino Telesio (1508-88), Giordano Bruno (1548-1600) y Tomás
Campanella (1568-1639).

4) La renovación de las concepciones políticas, que no seguirán viendo la


organización social de los hombres como producto de un orden universal
derivado de Dios, para empezar a interpretarla como producto de la
reglamentación necesaria de la relaciones humanas que el hombre descubre
confiándose a la razón y que, por lo tanto, es independiente de la voluntad
de Dios. Las obras surgidas en torno a este problema fueron, en algunos
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casos Tomás Moro (1480-1535) y Tomás Campanella (1568-1639) de un


marcado carácter utópico. Otras, como las de Nicolás Maquiavelo (1469-
1527) tienen un carácter tan realista, que a menudo suele ser confundido
con el cinismo.

Tomás de Aquino fundó parte de sus tesis en los textos de los filósofos de la
antigüedad clásica y dio un impulso decisivo a la tendencia de apoyarse en
ellos, cuya tendencia se ligó estrechamente con la escolástica. Esta había
venido gestándose desde los días de Juan Escoto Erígena (815-877), que fue
el que en rigor la inició en la época de Carlos el Calvo.

Escoto Erígena llegó en sus reflexiones a resultado panteístas, que trató de


ocultar invocando fórmulas ortodoxas y textos de las Escrituras; pero su
pensamiento fue racionalista: ya no dependía de la revelación y buscaba
sustento en la filosofía neoplatónica, que en el siglo IV rivalizaba con el
cristianismo y con el maniqueísmo.

E1 pensamiento teológico había desechado la autoridad fue los clásicos


paganos a partir de la obra de Agustín: después de éste, pocos rastros de
aquéllos se encuentran, distinguiéndose a este respecto los trabajos de
Boecio (480-524) y los de Isidoro de Sevilla (556-636).

Boecio intentó traducir al latín la totalidad de la obra de Platón y


Aristóteles y se empeñó en demostrar, como muchos neoplatónicos, que la
filosofía de ambos puede ser conciliada; pero no logro su propósito debido a
una muerte prematura, y sólo pudo hacer la versión de algunos de los
escritos de los dos grandes filósofos griegos y producir una escasa obra
original, en la que sobresale "La consolación de la filosofía", influida
notoriamente por el pensamiento helénico.
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Isidoro de Sevilla fue un erudito de extraordinario saber: sus "Etimologías"


son una síntesis de los apuntes que tomaba de sus lecturas, una verdadera
enciclopedia, que su discípulo Braulio ordenó y agrupó en veinte libros.
Figuran en esa obra los principales autores de la antigüedad pagana, entre
los cuales el más citado es Aristóteles'.

Aparte Isidoro y Boecio, el neoplatonismo sobrevivió en la especulación de


algunos sabios de escaso relieve, y, cristianizado, fue transmitido en los
escritos de Máximo el Confesor y del Seudo Dionisio el Areopagita, que, con
los tratados platónicos de Agustín, engendraron las reflexiones de Escoto
Erígena, que por órdenes de Carlos el Calvo tradujo al Seudo Dionisio,
supuesto senador de Atenas convertido por Pablo de Tarso, aunque en
realidad un desconocido cuya obra fue difundida hacia 532, bien que muy
escasamente. Esa obra tiene características neoplatónicas y quizás su autor
fue discípulo de Proclo.

La traducción de Escoto Erígena dio un gran auge a los escritos del


Areopagita. Fueron leídos y comentados por el propio Escoto Erígena,
Hugo de Saint Víctor, Alberto el Grande y otros muchos, hasta llegar a
Tomás de Aquino.

No obstante este auge, algunos doctores notables hicieron que Aristóteles,


cuyas obras les habían sido enviadas por los árabes, substituyera en
autoridad al Areopagita. Entre ellos podría señalarse a Alejandro de Hales,
Alberto el Grande, San Buenaventura, el mismo Tomás de Aquino, y el rival
de éste, Duns Escoto (1265-1308). La Iglesia, que había advertido el peligro
del penteísmo neoplatónico, adoptó a Aristóteles como filósofo oficial de la
Fe, prascursor Christi ira rebus naturalibus, con su Dios personal, amo del
mundo y distinto de él.
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La autoridad de Aristóteles sirvió en mucho a Dante Alighieri (1265-1321)


para fundar su actitud contraria al Papado y favorable al Imperio. Esta
actitud fue expuesta en la obra "De Monarchia", dividida en tres libros: I 9
"De la necesidad de la Monarquía o Imperio", 2) "De qué modo el pueblo
romano se atribuyó con derecho el Imperio" y 3° "En qué forma el oficio de
monarca o emperador depende inmediatamente de Dios".

En el "Libro Primero" Dante define a la monarquía y determina el tema a


que su obra se concreta: "Es pues, la monarquía temporal llamada Imperio
un principado único y sobre todos los demás en el tiempo o en aquellas
cosas medidas por el tiempo. De esta proposición se derivan tres dudas... y
en tercer lugar, si la autoridad del monarca viene inmediatamente de Dios o
de algún vicario o ministro de Dios".

Después de prolijas consideraciones, Dante llega a resultados que él mismo


resume asi: "Toda concordia depende de la unidad en la voluntad. El
género humano cuando mejor vive forma una cierta concordia, porque así
como un hombre se halla mejor dispuesto cuando el alma y el cuerpo tienen
cierta concordia y lo mismo sucede a la casa, a la ciudad, al reino y a todo el
género humano, éste vive mejor cuando depende de la unidad en la
voluntad, lo cual es imposible sin una voluntad única, dueña y rectora de las
demás voluntades, pues la voluntad de los mortales. . . necesita de un rector,
según el Filósofo en su libro último a Nicómaco. Esta única voluntad rectora
no puede existir sin un solo príncipe de todos, cuya voluntad domine y
regule las demás. Si todas las anteriores conclusiones son verdaderas —y lo
son—, es necesario para el bienestar del género humano que haya un
emperador en el mundo, y, por consiguiente, el Imperio".

En el "Libro Segundo", Dante pretende demostrar que en las victorias de


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Roma se manifiesta el juicio de Dios, y para ello invoca al Salmista,


Aristóteles, Cicerón, Virgilio y Tomás de Aquino; pretende demostrar
también que la paz perfecta se logró únicamente bajo el dominio de los
emperadores romanos, y que la destrucción de la unidad del Imperio
Romano precipitó la anarquía, por lo que hace falta restaurar un gobierno
universal.

El "Libro Tercero" es polémico. Dante propone sin reticencias su actitud,


con un lenguaje tranquilo y respetuoso que da más vigor a su postura: "El
Sumo Pontífice, Vicario de Nuestro Señor Jesucristo y sucesor de Pedro —
al cual nos debemos, no como a Cristo, sino como a Pedro—, se alza contra
nosotros quizás por el celo de las llaves. Y también ciertos pastores de la
grey cristiana, y otros, finalmente, que creo movidos sólo por el celo de la
Madre Iglesia, contradicen la verdad, que demostraré más por celo (como
dije) que por soberbia".

Para dar cima a su propósito, Dante refuta uno a uno los principales
argumentos esgrimidos por los partidarios del predominio papal, entre ellos
el de las dos espadas, que Bernardo de Claraval y Juan de Salisbury
defirieron con vehemencia: "Toman luego las palabras de Lucas cuando
Pedro dice a Cristo: 'He aquí dos espadas'. Afirman que esas dos espadas
significan los dos predichos regímenes (el Imperio y el Papado)... si las
palabras de Cristo y Pedro han de entenderse figurativamente, no debe
atribuírseles el sentido que les dan algunos, sino el de aquella espada de la
que escribe Mateo así: "No tenéis que pensar que yo haya venido a traer la
paz a la tierra; no he venido a traer la paz, sino la espada. Pues he venido a
separar el hijo de su padre", etc.. . . Cristo mandaba comprar tal espada, a
lo cual Pedro respondió que había dos espadas. Estaban, pues, dispuestos
los Doce para las palabras y las obras, por lo que harían lo que Cristo dijo,
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o sea, lo que El vino a realizar mediante la espada, como antes referí".

También refuta Dante la Donación de Constantino; "Constantino no podía


enajenar el Imperio, ni la Iglesia recibirlo. . . A nadie le es lícito hacer, por el
oficio que tiene conferido, aquello que va contra dicho oficio. . . Ahora bien,
contra el oficio conferido al Emperador va el dividir el Imperio, porque tal
oficio estriba en sujetar a todo el género humano en un solo querer y un solo
aborrecer. .". Dividir el Imperio sería destruirlo, ya que el Imperio consiste
en la unidad de la universal Monarquía; no le es lícito, pues, dividirlo al
emperador reinante. . . la Iglesia no podía recibir por modo de posesión, ni
Constantino dar por modo de enajenación. Podía, en cambio, el emperador
dar en ayuda de la Iglesia su patrimonio y otras cosas, pero dejando firme
el superior dominio, cuya unidad no sufre divisiones. Podía también el
vicario de Dios recibirlo, no como propietario, sino como administrador de
los frutos para los pobres de Cristo en nombre de la Iglesia. Nadie ignora
que así lo hacían los Apóstoles".

En lo tocante a la relación de Dios con el emperador, Dante dejó testimonio


de su criterio en el siguiente pasaje de "De Monarchia": "Y porque la
disposición de este mundo sigue la disposición inherente a las celestes
esferas, es necesario, para la mejor aplicación de los útiles documentos de la
libertad y de la paz, según los tiempos y lugares, que el emperador esté
inspirado por Aquel que instituye presencialmente la total disposición de los
cielos. El es solamente quien ordenó esa disposición para que proveyendo
por medio de ella todas las cosas, fueran a sus órdenes coligadas. Por eso
Dios sólo elige, sólo El conforma, no siéndole nada superior".

El pensamiento de Dante puede resumirse en pocas palabras: I9 La unidad


imperial es necesaria para conseguir el bienestar de los hombres, 2 9 El
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Imperio (o el poder temporal) no ha menester de la consagración


eclesiástica y 3* El emperador está en relación directa con Dios.

En el modo de argumentar de Dante hay todavía mucho de teológico y


escolástico; pero se advierte que el pensamiento ya no está colmado de
teología y escolástica, como hasta entonces había ocurrido, sino que hay
espacio para la cultura clásica. Y si eso sucede en cuanto a la forma, otro
tanto pasa en cuanto a las ideas, que son no sólo distintas, sino opuestas a
las que habían prevalecido en la Edad Media, fundadas en la gracia y no en
la razón. Es por eso que el Alighieri representa un gran progreso en el
desarrollo del pensamiento político.

Sin embargo, en la corriente contraria a las ambiciones papales, no es la de


Dante la obra de mayor importancia en la Edad Media, sino la de Marsilio
de Padua (1270-1340), llamada "Defensor de la paz" (Defensor pacis).

El "Defensor de la paz" es de una violencia polémica extraordinaria, sobre


todo si se tiene en cuenta la época en que fue escrita (hacia 1324). Empieza
Marsilio por afirmar: "Bajo una máscara de honestidad y decencia (el
Papado) es tan peligroso para el género humano que traerá, si no se le
detiene, un perjuicio intolerable a la civilización y a la patria".

Después de tan radical afirmación, Marsilio desenvuelve su tesis. En la


primera parte del "Defensor de la paz", de filosofía política, son estudiados
los principios relativos al Estado. En la segunda, se hace la crítica de la
Iglesia, tras examinar su organización bajo el pontificado y sus relaciones
con el poder temporal.

Para Marsilio de Padua, el poder temporal no tiene restricciones ni


taxativas de ningún género: "Donde quiera que el poder del príncipe
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encuentra materia para ejercerse sobre el territorio sometido a su


jurisdicción, no debe tener ninguna traba", lo cual no impide que esté
sujeto a la ley, que "es la expresión de la justicia y del bien convenientes a la
vida del Estado". Esta ley no es obra ni disposición del príncipe, que
encarna el poder ejecutivo, sino del pueblo, que es el legislador en el seno
del Estado.

Acerca de la facultad de pueblo para dictar las leyes, el autor del "Defensor
de la paz" es, como en todos sus conceptos, de una gran precisión y energía,
de suerte que no deja espacio para la duda cuando establece que "el legisla-
dor no puede ser otro que el pueblo, es decir, la totalidad de los ciudadanos,
o la mayoría de ellos, que expresan su elección o su voluntad en el seno de la
asamblea general de los ciudadanos".

He aquí, pues, al pueblo convertido en el dueño de su destino, puesto que es


él mismo el que ha de resolver acerca de "la justicia y el bien" que le
convienen. La facultad de legislar, a él imputada, lo coloca en la cúspide del
Estado, y así Marsilio de Padua viene a postular una tesis eminentemente
democrática.

La democracia, además, no debía circunscribirse únicamente al poder


temporal, al Estado, sino también al poder espiritual, a la Iglesia: la
autoridad suprema en el ámbito eclesiástico debería residir en el concilio
general, convocado por la autoridad civil y compuesto por representantes
del clero y del pueblo. Este, presente en el concilio, sería el que eligiera al
papa, pudiendo también destituirlo.

Estas proposiciones tienen como base la idea de que la Iglesia, esposa de


Cristo, no es una institución divina, sino humana: "Todos los fieles de
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Cristo son Iglesia, tanto sacerdotes como laicos, puesto que Cristo los ha
redimido a todos con su sangre. . . Cristo no ha vertido su sangre
únicamente para los apóstoles... no es solamente de sus sucesores, ministros,
obispos, presbíteros o diáconos, de los que se habla cuando se nombra a la
esposa de Cristo".

Lo expuesto basta para persuadirse de que Marsilio de Padua fue un


verdadero rebelde. De ahí sus radicales opiniones, que por serlo, afectan
sorprendentes matices de modernidad, no obstante haberse producido,
como las del autor de "De Monarchia", en la Edad Media.

Marsilio estaba influido por los grandes pensadores griegos en lo referente a


la democracia y por la idea romana de la soberanía popular. En su
pensamiento estaba presente, pues, como en el de Dante, como en el del
mismo Tomás de Aquino, aunque con más fuerza, con más enérgicas
consecuencias, la cultura clásica.

Marsilio de Padua, sería injusto olvidarlo, escribió el "Defensor de la paz"


ayudado por su amigo Juan de Jandun.

Contemporáneo de Marsilio de Padua fue Guillermo de Occam (1300-


1349), el último gran teólogo y gran escolástico de la Edad Media. Sus
preocupaciones teológicas y su escolasticismo llevado a la exageración, le
impidieron una actitud tan radical como la de Marsilio, con el que compar-
tió la adhesión a Luis de Baviera.

El pensamiento de Occam está vinculado estrechamente a una vieja


cuestión filosófica, la de Los Universales. Había sido planteada ésta desde el
siglo III por el filósofo neoplatónico Porfirio, en su "Isagoge", o
introducción a las "Categorías", de Aristóteles. Consiste el tal problema en
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dilucidar si las ideas generales de género, diferencia, especie, propio y


accidente, tienen existencia real (Vniv^rsalia sunt realia) o si son simples
palabras (Universalia sunt nomina).

Este debate proyectaba consecuencias importantes para la Iglesia: si se


acepta que las ideas: generales son simples nombres, esto es, si se admite la
tesis nominalista, ocurre que la Iglesia carece de existencia real y es nada
más que un nombre, mientras que la realidad está representada por los
fieles. Si, a la inversa, se admite que las ideas universales tienen una
existencia real, es decir, si se acepta la tesis realista, la Iglesia tiene una
existencia real, independiente de los fieles.

Hacia 1090 Roscelino desarrolló a fondo la tesis nominalista y llegó a la


conclusión de que sólo tiene existencia real lo particular, el individuo o la
cosa, y propuso un conjunto de dudas acerca de la religión, el pecado, la
Trinidad. Esto determinaó la excomunión de Roscelino en el concilio de
Sois'sons, en 1092. Abelardo (1079-1142), mediante el conceptualismo zanjó
la cuestión, resolviendo que las ideas generales tienen realidad en cuanto
conceptos.

El conceptualismo fue adoptado por la Escolástica y en él se refugiaron los


grandes teólogos medievales, como Vicente de Beauvais, Tomás de Aquino y
Duns Escoto; pero Guillermo de Occam se apartó de esa postura y renovó
la tesis de Roscelino, aunque sin llevarla hasta sus últimas consecuencias,
que indudablemente lo habrían conducido a conclusiones semejantes a las
de Marsilio de Padua.

Esto no obstante, en sus obras de carácter político, "Ocho cuestiones sobre


la potestad del sumo pontífice" y "Diálogos", Guillermo de Occam expuso
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ideas de una gran audacia. "La autoridad del papa —decía— no se


extiende, según la regla, a los derechos y las libertades de otros, para su-
primirlos o perturbarlos, sobre todo a los de los emperadores, reyes,
príncipes y otros laicos, porque los derechos y libertades de este género
están en el número de las cosas del siglo y el papa no tiene autoridad sobre
ellas". Y, estableciendo categóricamente la inviolabilidad de los derechos
naturales: "Porque el papa no puede privar a nadie de un derecho que él no
haya otorgado, sino que proceda de Dios, de la naturaleza o de otro hombre,
no puede privar a los hombres de las libertades que les han sido concedidas
por Dios o por la naturaleza".

Por lo que toca a la situación de la Iglesia, Guillermo de Occam estaba de


acuerdo con Marsilio de Padua, aunque no lo declarase explícitamente,
pues solía exponer su pensamiento en forma tal, que parecía no tomar
partido y buscaba deliberadamente dejar esa impresión, como lo indica en
el prefacio a las "Ocho cuestiones": "Yo haré a la par de dos personajes y
expondré las opiniones contrarias a las mías, no indicando ni las doctrinas
que combato, ni las que son de mi predilección... de tal forma, en fin, que
después de haber visto las' alegaciones de una y otra parte el amigo de la
verdad pueda discernir por sí mismo lo verdadero de lo falso".

Hecha esa advertencia, no es difícil determinar cuál es su intención,


manifiesta en la energía de las palabras y en la rotundidad de la expresión
del pasaje que se transcribe: "En lo concerniente a la primacía de la Iglesia
romana, se sostienen opiniones diversas y opuestas. Algunos dicen que ni
San Pedro, ni ninguno de sus sucesores, ni la Iglesia de Roma, han recibido
de Dios o de Cristo el derecho de mandar a otras iglesias. Sostienen también
que Cristo no ha dado a San Pedro ninguna autoridad sobre sus
compañeros y que no ha establecido diferencias entre un obispo y los otros".
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Su poca simpatía hacia el papado está sugerida con bastante claridad en las
siguientes palabras: "No es preciso rechazar el testimonio de los soberanos
pontífices cuando afirman que el concilio no puede ser reunido sin su
autoridad; pero hay que oirlo bien y no interpretarlo con detrimento de la
fe cristiana, que por todos conceptos debe ser preferida al sumo pontífice,
aunque éste sea católico".

Guillermo de Occam alcanzó gran autoridad y tuvo enorme influencia:


hasta teólogos como Pedro d'Ailly y Juan Courtecuisse, que censuraron sus
desviaciones emancipadoras, no dudaron en tomar de él ideas y páginas
enteras.

La significación del autor de las "Ocho cuestiones" estriba en que


propiamente con él se extingue el pensamiento medieval, que ya en Agustino
Trionfo y Alvaro Pelayo parece débil y anacrónico.

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