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La palabra persona viene del latín persona, palabra de origen desconocido, que según el Gran
Larousse «significaba propiamente la máscara que llevaban los actores y posteriormente, por
metonimia, papel de un actor, personaje representado por él. Por fin, la palabra ha terminado por
significar generalmente la idea de individualidad, de personalidad».
Esta noción de personalidad, de individualidad, ocupa, como se sabe, un lugar importante en
medicina, en psicología, en pedagogía, en criminología, en moral, en filosofía, en política, en
literatura y, sobre todo, en la experiencia cotidiana de la vida, donde domina las relaciones
interhumanas.
De esta experiencia trivial es de la que queremos partir hoy, dejando deliberadamente de lado
los antiguos debates de los realistas y nominalistas sobre el principio de individuación, sobre la
ecceidad (1), la ipseidad (2) y otros escolasticismos.
¿Qué es, por tanto, para todo el mundo, una persona humana?
Es un extraordinario compuesto de cuerpo y alma, una mezcla psicosomática; es un rostro, unas
expresiones, una sonrisa, una mirada, el timbre de una voz, los gestos familiares, una manera de
andar, una escritura (este «retrato vivo», como decía Marceline Desbordes-Valmore); es una
sensibilidad, un carácter, un cambio de ánimo, una gracia, un pasado... Es, en resumen, todo un
mundo, un microcosmos inagotable: ¿quién osaría, incluso con el talento minucioso de un Marcel
Proust, ensayarse en el inventario completo de una persona, aunque fuese la más sencilla, la más
corriente, la más trivial, la más transparente, la más legible?
Y quiero citar, a este propósito, como preámbulo, una página que siempre me ha parecido
extremadamente chocante y emocionante en su desnudez, una página en la que el gran escritor
místico Novalis ha esbozado la descripción de una joven: se trata de su pequeña prima Clarisse, a la
que considera como su novia y que por aquel entonces no contaba más de catorce años; ¡debía
morir un año más tarde, en 1797! Pocos fragmentos literarios nos dan tan bien como este la
sensación de penetrar en ese minúsculo universo que constituye un ser humano.
«Su madurez precoz ... , su actitud en la enfermedad, sus visiones. ¿De qué habla con gusto? ...
Sus juicios, sus opiniones, su manera de vestirse. Baile. Su actividad en casa..., oído musical. Su
gusto. Sus rasgos. Su rostro. Su vitalidad, su salud, su situación política. Sus movimientos. Su
lenguaje. Su mano ... ¿Qué te gusta comer? Su modo de regocijarse, de entristecerse. Lo que más le
gusta en un ser humano, en un objeto... El tabaco que fuma ... El miedo a los espectros. Su espíritu
de economía, su cara cuando se dicen frescuras. Su talento de imitación. Su generosidad... Es
irritable, susceptible... Su temor a las bromas. Su preocupación por los juicios de otros. Su espíritu
de observación. Tiene un miedo atroz a las ratas y a las arañas . No se deja tutear.. . Un signo sobre
su mejilla. Sus platos preferidos: la sopa de hierbas, la carne de buey, las judías, la anguila.
Gustosamente bebe vino. Le gusta el espectáculo, la comedia. Medita mucho más sobre los otros
que sobre sí misma ... »
Sí, confieso que este pasaje me parece extraordinariamente evocador, ya que es el rudimento de
lo que podría ser el retrato completo, exhaustivo de una persona. En esta seca enumeración, en la
que todo se pone en el mismo plano, el mental y el carnal, lo importante y lo accesorio, lo profundo
y lo superficial; en esta corta diagnosis que hubiera podido seguir Novalis sin que jamás se agotara,
aunque fuesen 10.000 páginas el contenido de la pequeña Clarisse, veo algo semejante a la
ilustración del pensamiento de Leibniz: «La individualidad contiene en sí misma, por así decir, lo
infinito en germen.»
¿Es necesario añadir que tales líneas no podrán haber sido escritas más que por un enamorado?
Sólo un enamorado puede valorizar hasta tal punto los mínimos rasgos, dar un destino a las ínfimas
particularidades de un ser. En lo que uno ama no se elige, se toma todo en conjunto. El amor es el
más seguro y más sensible reactivo de la individualidad. Lo que no quiere decir, por lo demás, que
se quiere todo lo del ser amado, y de aquí es de donde provienen la mayor parte de los equívocos y
las tragedias del amor.
En lo que atañe a la personalidad humana, cuántas citas acuden a nuestra mente; y será una
hermosa antología la que esté consagrada a la singularidad del ser.
Montaigne: «Porque era él, porque era yo...»
Pascal: «La diversidad es tan amplia como todos los tonos de voz, todos los andares, las formas
de toser, de sonarse, de estornudar.»
Vigny: «Ama lo que nunca se verá dos veces.»
Bernard Shaw rebaja la singularidad individual: «Amar a una mujer es sobreestimar la
diferencia entre una mujer y otra.» Mientras que William James la exalta: «Hay poca diferencia
entre un hombre y otro, pero esta diferencia lo es todo. »
La diversidad de rostros humanos ha excitado la curiosidad de los pensadores e inspirado a los
escritores toda la vida.
Plinio: «Aunque en el hombre el rostro no esté compuesto más que de diez partes, sin embargo,
no existen entre tantos miles de individuos dos rostros de parecido perfecto; y el arte, a pesar de sus
esfuerzos, no puede alcanzar esta diversidad en el número muy limitado de sus combinaciones,»
Fontenelle preguntaba: «¿Qué secreto tendrá la naturaleza para hacer tantas variaciones de una
cosa tan simple como un rostro?»
Por su lado, el anatomista Lemery se extasiaba de hasta dónde puede llegar la -diferencia de los
rostros aunque estén formados todos sobre el mismo modelo, es decir sobre el mismo número, la
misma naturaleza, la misma forma, la misma colocación de partes. Esta diferencia es tal, que si en
la multitud de hombres que pueblan el universo el azar pudiera encontrar dos rostros que, colocados
uno al lado del otro, se pareciesen en todo perfectamente para no dejar apercibir ninguna diferencia
que pudiese servir para distinguirlos, sería uno de los fenómenos de la naturaleza más singular y
curioso por su novedad.
Según Lemery, la variedad de la figura humana estaba ya en el plan, en la intención de la
naturaleza; es querida por el Creador, ya que es necesaria al orden social. Si, en efecto, todos los
hombres fueran «tan perfectamente parecidos que no se pudiese percibir nada de particular, ¿cómo
se reconocerían? Tendrían los ojos abiertos los unos frente a los otros sin verse, o, por lo menos, sin
distinguirse; tendrían tan pocos medios de hacerlo, cual si fuesen ciegos; se perderían en todo
momento sin encontrarse, y este martirio continuo les haría detestar aún más la sociedad, que
entonces no podría procurarles los bienes que les procura en la situación contraria.»
El delicado Joubert se contenta con decir: «Solamente por el rostro se es uno mismo.»
Uno de nuestros ilustres contemporáneos, Francois Mauriac, en una obra, en la que nos ha
confiado lo más profundo de su pensamiento -Lo que creo-, cuenta la extraordinaria emoción que
suscita en él el espectáculo de la diversidad de los rostros: «Un milagro que ya ni siquiera vemos,
por ser tan corriente como es, el que ningún rostro humano, de tantos como existen y han existido,
reproduzca a otro... No se encuentran dos rostros semejantes en la naturaleza. No hay ningún rostro
que reproduzca rasgo por rasgo uno de los millares de vivientes que nos han precedido. Un ser
humano es sacado en ejemplar único y nunca jamás repetido desde que el mundo es mundo. Este
rasgo singular, irreemplazable, de la más humilde criatura humana, es un hecho, una evidencia..., y
nos confundir la gente entre sí, nos los hace reconocer entre la masa..., este carácter singular me
ayuda a comprender que cada uno pueda ser el héroe de este drama de la salvación, cuya apuesta es
la eternidad.»
De la singularidad de cada ser humano el biólogo Vandel saca una lección moral:
«Un hombre no es uno de los representantes intercambiables de una especie, sino una persona
diferente a cualquier otra, y, por consiguiente, irreemplazable. Suprimir un solo hombre es, más o
menos, empobrecer la humanidad de una manera segura.»
Ya el filósofo Schopenhauer había escrito:
«El profundo deber que nos hace sentir la muerte de un amigo proviene del sentimiento de que
en cada individuo hay algo indefinible, propio únicamente de él y, por consiguiente, absolutamente
insustituible. Omne individum irreparabile.»
Es el mismo sentimiento que encontramos de nuevo en una página admirable en la un eminente
médico, el profesor Hamburger, ha anotado las reflexiones que le inspira una niña, Nicole, sobre la
que va a intentar la arriesgada operación del trasplante de riñón:
«Recuerdo -escribe-a esta niña enclenque, su mirada atemorizada, su pálida tez, sus rasgos tan
profundamente marcados por el sufrimiento. ¿Había que resignarse a ver pararse esta vida, bajo
pretexto que nueve hermanos y hermanas bastaban para perpetuar la familia? Desde lo más
profundo de las raíces por donde se inserta en nosotros la carrera de médico, sentimos que es
imposible consentir esta actitud. Nuestra regla simple y sin más vueltas, es la de conservar la vida
sea como sea, y no la vida de la colectividad, sino la vida del individuo. Desde luego; es verdad que
esta pequeña Nicole no es absolutamente nada, nada más que un eslabón fracasado, nada que
ofrezca un interés pragmático para la especie. Pero esto no quita nada para que sea irreemplazable.
No sé exactamente por qué tiene tanto precio y por qué estoy tan afectado por la idea de su muerte,
ya que sé que ésta, un día u otro, será' inevitable. ¿Por qué cada gota de esta vida es tan preciosa,
cada hora ganada tan necesaria? ¿Quizá esta pequeña Nicole es insustituible por el único hecho de
no ser igual a ninguna otra? Ninguna niña, ni siquiera su hermana gemela, posee exactamente el
alma, el pensamiento, la sensibilidad, el mundo interior de Nicole. He aquí por qué los fundamentos
de nuestra ética son sencillos. El juez puede quejarse de que la justicia es, por definición,
complicada; el político puede dudar sobre los principios de su acción; el arqueólogo puede elegir
entre veinte programas diferentes; nuestra meta sólo tiene un objeto: la salud y la vida del hombre
tomada en tanto que individuo, como individuo único. No tenemos que filosofar sobre la
significación de esta vida, sobre su valor para la comunidad, sobre su lugar en la continuidad
humana. Para nosotros, la más frágil, la más precaria, la más inútil de las vidas tiene todavía un
valor infinito.» (Bruxelles Medical) 8 octubre 1961.)
Para el biólogo Darlington, el reconocimiento de la individualidad humana debería de ser «el
fundamento mismo de toda legislación». En cuanto al sociólogo J. Fourastié, desea que la sociedad
futura, al establecer sus reglas, haga valer el derecho de esa originalidad de cada persona, para lo
cual exige una cierta individualización de las soluciones colectivas. «El reconocimiento objetivo de
la diversidad de necesidades económicas, afectivas, filosóficas, estéticas y espirituales de los
hombres debe conducir a la sociedad del siglo XXI) a la tolerancia, a la diversidad coexistente de
las producciones, de las relaciones humanas, de las actividades y de los centros de interés.»
Si la persona física depende en gran parte de la dotación química constituida por los ácidos
nucleicos germinales es evidente que también depende, en gran parte, del modo de vida del sujeto,
de las circunstancias que ha padecido. La talla, por ejemplo, depende de la cantidad de alimentos
recibida en edad temprana. El sistema muscular se desarrolla con el ejercicio, etc.
Si se trata de la persona intelectual y moral, el papel de los factores externos es también muy
poderoso, aunque, respecto a esto, así como los ácidos nucleicos personalizan al individuo, se
concibe que el espíritu, la sensibilidad, el carácter, pueden ser influidos por la educación, la cultura,
el medio escolar y social, el clima familiar, las relaciones afectivas con los padres, hermanos y
hermanas, por las amistades, por los compañeros, los espectáculos, las lecturas, etc., sin olvidar el
estado físico de la madre durante el embarazo, las primeras sensaciones del recién nacido, los
primeros rostros advertidos, el modo de alimentarlo en su infancia, la manera de destetarlo ¡e
incluso el nombre que se le da!
Sobre esa influencia -posible-del nombre, citaré un fragmento curioso, poco conocido de
Bernardin de St. Pierre:
«Un niño -escribe el autor de Paul et Virginie-se encasilla por su nombre... He visto niños
desgraciados, tan enojados con sus compañeros, e incluso con sus propios padres, a causa de sus
nombres bautismales que conllevaban una idea de simplicidad y campechanismo, tomar
insensiblemente un carácter opuesto: de maldad y ferocidad. Dos de nuestros más famosos
escritores satíricos, de teología y poseía, se llamaban, uno, Blaise Pascal, y el otro, Colin
Boileau ...(3)
Así, para Bernardin de St. Pierre, la ferocidad de las Provinciales tendría por causa la
benignidad del nombre: ¡Blaise!
Sin adherirme a esta interpretación, admito que todo puede actuar sobre un individuo, todo
¡salvo la posición de los astros en el momento de su nacimiento!
Señalemos, además, que hay una interacción continua entre la persona física y la moral. El
humor y el carácter dependen de la cenestesia e incluso, hasta cierto punto, de la imagen reflejada
por el espejo. Un hombre muy corpulento o muy grande no tendrá el mismo carácter que un hombre
débil o de talla pequeña, como tampoco una mujer muy fea lo tendrá como una mujer muy guapa,
etcétera.
A su vez lo moral no deja de influir sobre el aspecto físico. Se ha podido decir que, después de
una cierta edad, cada uno tiene el rostro que merece. Esto es, sin duda, exagerado; pero el interior
anima y modela el exterior; la tontería, la maldad, la amargura, la mezquindad, el mal humor se
graban en el rostro, así como sus contrarios.
Pero no se terminaría nunca de nombrar las causas, los factores que pueden cooperar con el
patrimonio hereditario para moldear al individuo.
Abreviando, cada uno de nosotros es lo que es porque ha salido de un huevo determinado y
porque ha vivido cierta historia; es doblemente único, gracias a la singularidad de su origen y a la
singularidad de su aventura personal.
Pensemos en la descripción que ha dado Novalis de su joven novia: es probable que su «oído
musical» se hallase inscrito en sus genes, pero de todo lo demás, ¿quién podría aclarar qué es lo que
se debió a los ácidos nucleicos de Clarisse y lo qué se debió a las circunstancias?
Hemos insistido en el papel que desempeña, en la génesis de la persona, la personalidad
química de la célula original.
Y esta personalidad se mantendrá a través de todas las divisiones celulares que, a partir del
huevo, van a efectuarse en el organismo, de tal manera que se hallará en cada una de las miles de
millones de células que componen al individuo. Los glóbulos sanguíneos de Pablo, las células de su
epidermis y de sus glándulas, las fibras de sus músculos, las neuronas de su cerebro, difieren, por
sus ácidos nucleicos, de los glóbulos sanguíneos, de las células epidérmicas y glandulares, de las
fibras musculares, de las neuronas de Pedro.
Pablo y Pedro son ellos mismos -y únicos-hasta en el último de sus elementos.
Además, esta identidad se conservará durante toda la existencia, a pesar de la renovación de los
tejidos, tan activa para algunos de ellos; a pesar de la decadencia senil, de los cambios de aspecto,
de las enfermedades, de los accidentes, de los tratamientos médicos, e incluso, de las transfusiones
de sangre.
Desde la concepción hasta la muerte, la personalidad biológica permanece invariable,
constante; cada uno permanece fiel a sí mismo hasta el final.
De todas formas, en algunos individuos con herencias mosaicas (4), el cuerpo contiene partes
que no se hallan conformes con el resto de su persona y no responden a la determinación genética
dada por la célula-huevo. Es debido a que, a lo largo de su desarrollo, se ha producido un cambio en
el contenido cromosómico de una de sus células (mutación somática): toda la descendencia de la
célula mutante habrá heredado la mutación.
Así se producen los ojos de dos colores, o los zarcos, por efecto de una mutación que ha
afectado a las células formadoras de uno de los iris.
Accidentes de esta índole pueden alcanzar a los cromosomas llamados sexuales, que
intervienen en la determinación del sexo, produciendo individuos sexualmente heterogéneos, que
presentan una mezcla de tejidos masculinos y femeninos, accidentes que pueden compararse a los
de esas extrañas mariposas que tienen por un lado alas de macho, y, por otro, alas de hembra.
Otros mosaicos asocian tejidos normales a tejidos de «mongólico». Incluso se han señalado
algunos que asocian tres, e incluso cuatro, tipos de poblaciones celulares; y además sólo conocemos
los mosaicos fácilmente descubribles mediante el examen de los cromosomas. ¡Cuántos otros, más
finos, pasarán inadvertidos!
Una de las importantes novedades de la biología humana es la revelación de estos seres que son
genéticamente varios en uno solo.
Es verosímil que los tumores malignos -o al menos algunos de ellos-son debidos, como los
mosaicos, a mutaciones somáticas, pero que se producirían en edad adulta. En este caso, la minoría
celular de nueva formación estaría dotada de propiedades agresivas y tendría el funesto poder de
destruir la mayor parte del ser.
Si existen, como acabamos de ver, hombres que son varios en uno, existen también al
contrario, uno en varios: son los verdaderos gemelos.
¿Por qué verdaderos?
Porque los hay falsos.
La especie humana cuenta, en efecto, dos clases de gemelos o individuos nacidos de un mismo
parto: unos -llamados falsos gemelos-proceden de dos óvulos diferentes, que han sido fecundados
por dos espermatozoides diferentes. Los otros -los verdaderos- proceden de un solo y mismo óvulo,
fecundado por un solo espermatozoide, que se ha dividido en dos en un cierto estado de su
evolución.
La verdadera gemelidad es aproximadamente dos veces y media menos frecuente que la falsa;
desde que un embarazo doble se produce una vez en ochenta embarazos, el nacimiento de
verdaderos gemelos se produce una vez en doscientos embarazos.
Un huevo humano produce algunas veces más de dos individuos gemelos y hasta tres o cuatro,
e incluso cinco, como en el famoso caso de las pequeñas Dionne, del Canadá.
Los falsos gemelos llevan, evidentemente, patrimonios genéticos diferentes. Cada uno de ellos
tiene su propia personalidad, su unidad biológica. Son, a fin de cuentas, dos hermanos o hermanas
ordinarios, pudiendo ser de sexo diferente, el uno moreno y el otro rubio, uno alto y el otro bajo...
En cambio, los verdaderos gemelos, siempre del mismo sexo, se parecen de un modo que llama la
atención y hasta en el más pequeño detalle de la morfología y de la fisiología. Son «el mismo
individuo en dos ejemplares», según la acertada fórmula del doctor Apert.
Seguramente pensaba en verdaderos gemelos cuando Pascal escribió: «Dos rostros parecidos,
de los que ninguno en particular produce risa, hacer reír juntos por su parecido». Frase que Bergson
comentaba a la luz de su teoría sobre la risa, diciendo que «la vida bien viva no debería repetirse
jamás. Analicen ustedes su impresión frente a dos rostros que se parecen demasiado; verán cómo
piensan en dos ejemplares obtenidos con un mismo molde, o en dos reproducciones del mismo
cliché, o en dos huellas del mismo sello; en resumen, en un procedimiento de fabricación industrial.
Esta tendencia de la vida hacia la mecánica es la verdadera causa de la risa (5)».
Se cita el caso de dos jefes de orquesta, gemelos verdaderos, que podían cambiarse a lo largo de
un concierto sin que nadie en el auditorio se diera cuenta.
Cuando uno de los gemelos verdaderos es un hombre célebre, cuyo rostro y silueta son
universalmente conocidas, como en el caso de los hermanos Piccard, la identidad es aún más
«espectacular».
Incluso en lo que se refiere a huellas digitales -carácter individual entre todos-, el parecido
entre verdaderos gemelos es generalmente muy acusado.
De todas formas, estas huellas pueden servir para distinguir verdaderos gemelos por lo demás
muy parecidos.
Según Ch. Sannié, una mujer, en el Estado de Indiana, tenía dos hijas, verdaderas gemelas,
cuyo parecido era tal, que temía no poder reconocerlas. Se dirigió a la oficina de Investigaciones de
Evansville, que hizo tomar sus huellas y establecer sus fórmulas digitales; desde entonces, la
confusión ya no era posible.
Viene a la mente la historia de Mark Twain, que decía no saber si vivía aún porque, en su
infancia, su madre lo había mezclado en el baño con un hermano gemelo, ahora muerto...
Naturalmente, el hecho del parecido entre los gemelos no debe inducirnos a pensar que haya
entre ellos una misteriosa comunicación psíquica; y nadie creerá lo que contaba hace poco un
periódico de la tarde, a saber: que cuando una gemela se corta el dedo, la otra gemela sentía el dolor
a distancia.
¿Es necesario subrayar el inmenso interés biológico, psicológico 'e incluso filosófico que está
unido al estudio de estos seres idénticos en su principio, y, por tanto, originariamente comparables?
Nos permite, en algunos casos, desenredar lo que en la formación de la persona pertenece a la
herencia y lo que pertenece al medio. Un gemelo es, evidentemente, por lo que al otro se refiere, un
«testigo perfecto».
Además, hay que saber que, incluso cuando dos verdaderos gemelos están criados en
condiciones que parecen idénticas, éstas no lo son jamás del todo; no ocupaban el mismo lugar en el
útero; uno ha tenido una enfermedad, el otro no; uno ha leído un libro que el otro no ha leído... Su
origen ha podido ser el mismo, pero su historia es personal.
Precisamente porque el caso de los verdaderos gemelos constituye una infracción y una especie
de reto a la gran' ley de la unidad biológica de la persona, dicho caso destaca, acusa esta unidad. El
hecho de que sean dos los que se repartirán el mismo yo biológico, nos recuerda que somos los
únicos en poseer el nuestro, que sólo somos uno en nuestro ser. Y si el tema de los gemelos ha sido
tan abundantemente explotado por los escritores, sobre todo por los autores dramáticos, desde los
griegos Antígonas, Anaxandrida, Aristófanes, Jenarques, Alexis, Eufion, Posidipo, Menandro, hasta
Jean Cocteau, Jean Giraudoux, Sacha Guitry y Jean Anouilh, pasando por Menaechmi, de Plauto,
no es únicamente por proporcionar una fuente de graciosos equívocos, sino, también, porque
concreta la emocionante noción de la personalidad biológica.
«Si jugamos -dice el psicólogo René Zazza-con el parecido de los gemelos en nuestras fábulas
nuestras leyendas, si lo tornamos tantas veces en ridículo, es, sin duda, para librarnos del malestar
que este parecido nos produce.»
Y añade: «La actitud de todo hombre con respecto a la idea del doble, del sosias) del gemelo,
es mucho más completa que una simple reacción de intolerancia. Está formada de angustia, de
deseo, de rebelión, pero también de una extraña fascinación. Sin duda es porque en todo hombre,
incluso en el menos metafísico de los hombres, se plantea la cuestión de ser o no ser. La idea del
doble representa una respuesta ambigua a esta cuestión... Contiene a la vez la amenaza de una
alienación, de una disgregación y la promesa de un descubrimiento, de una toma de posesión de sí
mismo.»
En lo que respecta a las relaciones psíquicas entre los gemelos, Zazzo ha puesto de relieve las
turbaciones de la personalidad, que están unidas a la situación de los gemelos. En general, los dos
gemelos están unidos por un «extraño amor», pero también se constata, a veces, reacciones de
agresividad, incluso de rebelión frente al compañero demasiado parecido. La presencia de un
«doble» irrita el narcisismo y torna más difícil la construcción del yo. Se produce el conflicto entre
«el placer de parecerse y la necesidad de ser una persona».
¿No nos confía acaso Simone de Beauvoir en sus Memoires d'une Jeune fille rangée, que
hubiera tenido, en lo que a ella atañe, una gran dificultad en soportar la existencia de una gemela,
que hubiera quitado a su persona «lo que le daba todo su valor: su gloriosa singularidad»?
Al existencialismo no le gusta repartir...
Hasta estos últimos años era un dogma en biología la identidad orgánica de los gemelos
verdaderos.
Y sabemos que en la actualidad esta regla tiene muy pocas excepciones.
Puede ocurrir que, en el momento en que el huevo se fracciona para producir dos verdaderos
gemelos, suceda una mutación en uno de los fragmentos; por ello el doctor Lejeune ha podido
constatar por qué en una pareja de gemelos verdaderos, uno era sexualmente normal (de tipo
masculino), mientras el otro presentaba el tipo femenino. La célula de donde nació este último había
perdido un cromosoma sexual -el cromosoma X- que determina la masculinidad. Se trata, en
resumidas cuentas, del mismo accidente que hemos visto que acaecía en la formación de los seres
mosaicos.
Si en el interior de un mismo individuo es posible la pluralidad genética, ¿cómo extrañarse de
que lo sea en una pareja, de verdaderos gemelos?
Dos verdaderos gemelos, no idénticos, constituyen un «mosaico disociado», fenómeno
rarísimo, ya que exige la concurrencia de dos sucesos, que resultan improbables que se den
separadamente: el fraccionamiento del huevo y una mutación.
¿Qué es, por tanto, esta verdadera persona, esta persona central, en provecho de la cual David
repudia conjuntamente el yo físico y el yo moral?
¿Acaso sería el alma de los espiritualistas?
De ningún modo. Es una llamita misteriosa, y probablemente parecida en todos los seres
humanos... De modo que, muy paradójicamente, ¡la persona humana estaría caracterizada por su
impersonalidad!
Son -dice David- las máquinas corporales, que son únicas, las que difieren de individuo a
individuo. ¿Acaso no proclama el Derecho «la igualdad de las personas, a pesar de los ojos azules y
de los verdes?»
Hemos insistido, al comienzo de este estudio, en nombre de la biología, sobre la unicidad de la
persona. Tal y como se ve, David recusa esta noción, y uno estaría tentado de preguntarle por qué si
todas las personas son iguales se preferiría la persona de Constanza a la de Camila, o viceversa ...
Antes de abandonar a David y su extraño «personalismo», démonos cuenta de que el gran
Pascal planteaba, en torno a la persona, cuestiones bastante cercanas a las que plantea nuestro
jurista. (No es una casualidad que, por tercera o cuarta vez, vuelva a nuestra pluma el nombre de
Pascal, ya que el autor de los Pensées estaba obsesionado por el problema de la persona.)
Escuchémosle: «Un hombre se coloca junto a la ventana para ver la gente que pasa; cuando yo
paso, ¿puedo decir que se ha puesto allí para verme? No; ya que no piensa particularmente en mí.
Pero..., el que ama a una persona por su belleza, ¿la ama de verdad? No, ya que si ésta tiene viruela,
lo que acabará con su belleza, aquél ya no la amará. Y si me quieren por mi juicio, por mi memoria,
¿acaso me quieren? No, ya que puedo perder estas cualidades, aunque no me pierdan a mí.
Entonces, ¿dónde está ese yo, si no está ni en el cuerpo ni en el alma... ? Hay que deducir que no se
ama nunca a nadie, sino solamente alguna de sus cualidades. Por tanto, que no se rían de los que se
hacen honrar por cargos y puestos, ya que no se ama a nadie más que por cualidades tomadas en
préstamo.»
A decir verdad, la demarcación entre el verdadero yo, entre la verdadera persona y todo lo
tomado en préstamo y añadido es bastante vaga. Por tanto, ¿qué es amar a un ser por mismo?
¿Cómo abstraer -si se trata de una mujer-el peinado, el adorno, las vestiduras, el perfume? y si se
trata de un hombre, su situación social, su fama o, sencillamente, la marca de su coche. Pero, ¿acaso
a todas esas cosas, que no son él, no se les trasmite un poco de sí mismo?
De todas formas, a pesar de las objeciones de Pascal y de los ingeniosos sofismas de David,
pensemos que no hay otra realidad humana, salvo este cuerpo que se ve y que se toca,
este robot protoplásmico, este maniquí de carne, esta «panoplia de órganos», esta «maquinaria
corporal»; en resumidas cuentas, esta persona física, tan criticable, tan equívoca, tan ambigua, tan
comprometida, tan mal protegida, tan mal separada del mundo de las cosas...
Y, ciertamente, en alguna medida compartimos la preocupación de David, sentimos igual que él
cierta emoción al convenir que la persona humana -sagrada para nosotros- es divisible,
desmontable, fragmentable, despedazable, parcialmente reemplazable, fabricable e imitable... Pero,
¿qué medio hay para proceder de otro modo? y cada vez más, lo queramos o no, tendremos que
habituarnos a ver la persona tratada por la ciencia y por la técnica como una cosa, ya que cada vez
serán más eficaces los medios de que se disponga para adulterarla y rectificarla.
Esqueletos hechos de vitalio, tráqueas de silicona, córneas de plástico, válvulas cardíacas de
metal. y no nos hallamos más que en las premisas de esta «cosificación» del cuerpo humano.
¿Es necesario mencionar, también, los tratamientos hormonales, la cirugía del cerebro (que se
ha llamado «la cirugía de la personalidad») y toda la farmacopea, bastante preocupante, de la
«psicoquímica»?
Todo esto es bastante magnífico; y si uno de estos medios pudiese curar o prolongar la vida del
ser que amamos, nuestras objeciones filosóficas no tendrían mucho peso ante la esperanza de ver
persistir un poco más tiempo a esta persona que cada vez nos es más difícil definir, pero cuya
misteriosa realidad se impone a nosotros en cuanto estamos amenazados de perderla.
Esto no impide que, en frío, sintamos una extraña molestia cuando vemos a la ciencia
inmiscuirse hasta tal punto en lo más candente de la persona física y moral.
¿Hasta dónde se llegará por esa vía?
Mañana, tal vez, se habrá acabado con el cansancio, la angustia, el dolor moral. Se terminará
con las penas, como se acaba con un dolor de muelas. Se distribuirá químicamente el placer, la
alegría, la felicidad. Se mandará sobre los sentimientos, las opiniones, las ideas. Se borrarán ciertos
recuerdos para reemplazarlos por otros. Se falsificará hasta el pasado.
Mañana, no satisfechos con actuar sobre los cuerpos, se actuará directamente sobre los
gérmenes; se modificará la persona en su comienzo, alterando la composición de los ácidos
nucleicos que determinan la herencia. Mañana, realizando el «trasplante humano» y sin
consideración al narcisismo de estos hombres fabricados en serie, se sacará de una persona
excepcional tantos ejemplares, tantas copias como puedan desearse...
Y por ligeras y que sean, ¿dejaremos sin decir nada sobre las falsificaciones infligidas
actualmente a la persona corporal por medio de la cirugía estética y otras técnicas de belleza?
Teñidos, ondulaciones, pestañas postizas (¡las parisienses compran, al parecer, 18.000 pares
cada año!), lentillas que modifican el color de los ojos, rectificación de la forma de la nariz (todas
las semanas vemos en la televisión «mutarse» el rostro de los artistas) ...
Que diría hoy día La Bruyère, que condenaba el carmín y el colorete, porque -decía-es una
«especie de mentira que trata de imponerse ante los ojos y pretende ser, según el aspecto exterior, y
en contra de la verdad».
Confesémoslo: ya no sabemos muy bien a miramos, a quién admiramos, a quién amamos ...
Ante estas maravillas manufacturadas, ante estas Venus del bisturí -debido a lo que se desvaloriza la
belleza natural (hasta el extremo que oí decir a una joven hace poco tiempo: «y a no vale la pena ser
guapa»)- se piensa en el mago de la Eve future, el cual, artificio por artificio, [prefería confeccionar
una mujer enteramente pieza a pieza!
Después de haber dicho los daños que padece la persona orgánica, e indicado de" los que está
amenazada, ¿puede uno dispensarse de hacer alusión a las causas de despersonalización moral que
parecen inherentes a nuestra época?
Extensión del maquinismo, normalización, estandarización de las actividades, acentuación de
los controles ejercidos por las burocracias de un Estado cada vez más indiscreto y reparón. Todo
conspira para desvalorizar al individuo, para frustrarlo en su necesidad de especifidad, para
humillarlo en su narcisismo, para que sea absorbido por una masa en donde se siente impotente,
anónimo, desdeñado. Un número, un fichero, una abstracción: ¡he aquí a lo que se reduce este
universo que es el ser humano! «Au suivant», canta Jacques Brel; ¡y éste es el triste refrán de
nuestras existencias triviales e indiferenciables!
Sin hablar de los medios cada vez más perfeccionados de una propaganda que, dando a todos
una misma «verdad de Estado», uniformiza y esclaviza las conciencias. Al considerar estos rebaños
en que, cada vez más, se transforman las masas, al ver, cualquiera que sea la dirección en que se
mire, al hombre subyugado, condicionado, amaestrado, gregarizado, ¿cómo no preguntarse con
inquietud, cuál es la suerte reservada a la persona humana, y si un totalitarismo espiritual no acabará
absorbiendo a esta frágil «categoría del yo» de la que Mauss decía que, aunque lentamente, ha
«crecido a lo largo de los siglos, a través de numerosas vicisitudes»?
Raymond Las Vergnas ha evocado -a propósito de Aldous Huxley y de su terrible El mejor de
los mundos- el peligro de las planificaciones y superplanificaciones que, bajo pretexto de organizar
el termitero humano, reducen a los individuos, hasta aquí únicos e irreemplazables, a ser sólo «los
engranajes intercambiables de una relojería demente».
«Cuidado -concluía-, ya que mañana será demasiado tarde. E incluso hoy mismo ya es muy
tarde.»
A las legítimas inquietudes que despierta en tantos espíritus bondadosos el porvenir de la
persona humana, generosos moralistas no dejan de oponer un sólido optimismo, ya se trate de
pensadores laicos como Guyau, o cristianos como Teilhard de Chardin, niegan que la marcha de
nuestra civilización sea necesariamente contraria a los intereses del individuo. Si admiten que el
estrechamiento de los lazos sociales, la comunicación cada vez más amplia de las conciencias, la
«fusión de las sensibilidades», pueden ejercer a veces un efecto de limitación, incluso de opresión,
sobre las personas, se niegan, no obstante, a ver un antagonismo esencial entre el elemento y el
todo, entre el individuo y el grupo, entre lo personal y lo universal.
«El proceso irreversible -escribe Teilhard- que nos reúne en una gran unidad orgánica no debe
comprometer, sino exaltar nuestra personalidad, ya que la unión verdadera, lejos de confundir a los
que reúne, acusa sus diferencias, hace resaltar su originalidad, los ultrapersonaliza.»
Acceder al plural sin renegar del singular, sumarse al prójimo sin vaciarse de sí mismo, realizar
con otro una armonía sin conformidad, un acuerdo sin unión, tal es, seguramente, el ideal hacia el
que se debe de tender; y, en la misma medida que una sociedad nos permitiese acercarnos,
merecería nuestra confianza y nuestro cariño.
Cualquiera que sea el futuro del hombre, en cualquier sentido en que se dirija su progreso, y
cualquiera que sean las ganancias de las que se vanaglorie, en el orden del poder, de la eficacia, del
saber o incluso de la felicidad, todo esto sería pagado a un precio demasiado caro si el rescate
consistiese en la reducción definitiva de la persona humana.
Mientras nos es todavía posible formar y expresar una opinión personal, démonos prisa en
proclamar que preferimos una humanidad descontenta a un rebaño de «rinocerontes» satisfechos.
Jean Rostand
De: Rostand, Jean. El correo de un biólogo. Título original: Le courrier d'un biologiste . Traducción de Inés Ortega. Editions Gallimard,
Paris, 1970 . Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1971