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La construcción del Estado nacional: liturgia,

símbolos y héroes.

El Estado nacional es sin lugar a dudas una de las mayores expresiones políticas de la modernidad,
una construcción oportuna al servicio de los gruposi de poder que tuvieron auge en la América
latina del siglo XIX. Así, aquella elite dirigente reproducía sus intereses por medio de un Estado
que si bien aún era débil estructuralmente, ofrecería novedosos mecanismosii que favorecerían la
construcción de una identidad al mismo tiempo que aseguraban el monopolio de la violencia
simbólica. La principal característica del Estado moderno es la creación de intereses compartidos y
representaciones de sus habitantes que, siempre regulados por los aparatos institucionales y una
constitución de carácter jurídico, forman parte de la estructura social.

Siguiendo a Chiaramonte, la realidad nos habla de una marcada heterogeneidad que se expresaba
en los fuertes sentimientos regionales que generaban resistenciaiii ante el intento de imposición de
cualquier sentimiento de nacionalidadiv. Dicha situación planteaba un grave problema a los
hombres del XIX: ¿De qué manera se podría construir (y reproducir) un sentimiento de
nacionalidad en una sociedad que tiene rasgos de diferenciación social tan acentuados y en las
que predominan culturas del viejo continente? La liturgia cívica aparece como el gran estandarte,
fue el instrumento mediante el cual se (re)presentaría la patria. Semánticamente, liturgia hace
referencia a un ‘conjunto de reglas para celebrar actos religiosos’, aunque lo cierto es que en el
XIX adoptó otras connotaciones. En efecto, estos espectáculosv no sólo se abocaban a construir
identidades sino que eran además un fuerte medio de diferenciación social entre ‘nosotros’ y
‘ellos’vi, es decir, los que no se encontraban en cada celebración y por tanto no formaban parte. En
palabras de Carretero, “hacernos sentir miembros del grupo con el que compartimos ‘algo’, que
por regla general, está formulado en un relato primigenio; además, ese mismo relato nos separa
de aquellos que no pertenecen al grupo”1. No existe un grupo homogéneo que preceda a la nación
y al estado, en palabras de Balibar:

1
Carretero, M. Documentos de identidad. La construcción de la memoria histórica en un mundo global.
Bs.As., Paidós, 2007, p. 35.
“Ninguna nación posee naturalmente una base étnica, pero a medida que las formaciones
sociales se nacionalizan, las poblaciones que incluyen, que se reparten o que dominan quedan
‘etnificadas’, es decir, quedan representadas en el pasado o en el futuro como si formaran una
comunidad natural, que posee por si misma una identidad de origen, de cultura, de intereses,
que trasciende a los individuos y las condiciones sociales”

(Balibar, E. “La forma nación: historia e ideología” en Wallerstein, I. Balibar, E. Raza, nación y
clase. Iepala, París, 1998, p.146.)

La liturgia cívica: ¿realidad o habitus?

La liturgia tenía una temática puntual ya que “la especificidad del ritual patriótico reside en que
procura presentar públicamente una comunidad y, correlativamente, denegar simbólicamente la
división de la sociedad”2, esos ‘otros’ eran entendidos como enemigos de la patria y por lo tanto
adversarios al poder. Dussel y Southwell trabajan sobre la significación del ritual, el cual genera
emociones (y conexiones) y está cargado de un sentido: nos representan en una experiencia
colectiva. No obstante, no debemos pensar la liturgia cívica como algo inmutable ya que también
ha sufrido modificaciones. Si tomásemos por ejemplo el período 1810-1910, ¿observaríamos lo
mismo en un acto de principio de siglo y uno de final del mismo? En realidad no, y he aquí lo
complejo de la cuestión, “los orígenes colectivos se fabrican con el material disponible y varían
según el clima de las ideas y la suerte de sus promotores”3. En otras palabras, siempre se intenta
reproducir la ideología de la clase gobernante. Es el concepto de habitus de Bourdieu el que nos
permite comprender a fondo el proceso:

“Como trabajo prolongado de inculcación que produce un habitus duradero y transferible, o sea,
inculcando al conjunto de los destinatarios legítimos un sistema de esquemas de percepción, de
pensamiento, de apreciación y de acción (parcial o totalmente idénticos)”.

(Bourdieu, P. Passeron, J.C. La reproducción. Elementos para una teoría del sistema de
enseñanza. Fontamara, París, 1979, p.75)

2
Signal, S. La plaza de mayo. Una crónica. Bs.As., Siglo XXI, 2006, p.21.
3
Ídem. p.27.
Para reforzar ese habitus, la autocelebración es fundamental dentro de la liturgia en la medida
que la constituye como tal. De tal manera, luego del proceso revolucionario haría su aparición en
el Río de la Plata. Por supuesto no se haría esperar y un año después de 1810 se verían sus frutos
aunque su significado tuviera aún muy pocos matices. Los morenistas mas radicalizados insistieron
en celebrar y conmemorar la revolución, y aunque en nuestras estructuras mentales ronden vivas
imágenes de un país entero en las calles, la realidad es que dicha celebración sólo tenía lugar en
Buenos Aires, cuna de la revolución, y no en el resto de los territorios que por otro lado, no
constituían aún ningún Estado nacional e incluso adoptaban posicionamientos anti-
independentistas. Si hasta utilizaron el stock colonial disponible, es evidente que las estructuras
coloniales tenían raíces profundas y difíciles de quitar.

Si cada gobierno reproduce su ideología y la liturgia sirve a este fin, ¿cuál fue el modelo ideal a
seguir? En realidad fueron varios. Así, podemos observar que durante el segundo mandato de
Rosas la plaza de Buenos Aires, símbolo supremo de la revolución, había perdido esa calidad de
sede del poder. En efecto, en lugar de tintes coloridos estaba llena de militares. Las
representaciones giraban en torno a la apariencia, “bastaba usar la chaqueta federal o el poncho
colorado, una melena copiosa, granes bigotes, patillas, escribir ‘Viva la Santa Federación’ en todos
los documentos”4 para ser rosista. Además del atuendo, el restaurador de las leyes impuso una
nueva bandera: blanca y azul oscuro eran sus colores, con un sol rojo en el centro y en los
extremos el gorro frigio de la libertad, tan efímera durante su gobierno. Un fuerte contraste existe
con la presidencia de Mitre, durante su mandato la liturgia cívica sufrió una fuerte transformación.
De las coloridas y festivas celebraciones de 1811 y las arbitrarias del gobierno de Rosas, pasamos a
una conmemoración jerarquizada y regulada por el gobierno de Mitre. Las trivialidades ya no
estabanvii, la espontaneidad de la participación ciudadana se había perdido y como afirma Signal
(2006) la alegría se había pulverizado al igual que los bailes y los payasos hacia 1870 (p.85).

Si bien la liturgia cívica, tan manoseada durante todo el siglo XIX (e incluso hasta nuestros días), no
ofrecía garantías en materia de invención de tradiciones, si estamos en condiciones de reafirmar
su importancia e influencia sobre el aparato social. Con más o menos alcance y a veces limitado

4
Op. Cit. p.64.
por las fuertes guerras civiles, no caben dudas de que “las conmemoraciones públicas expresan
problemas de la dominación política, son momentos de exhibición del poder”5.

La importancia de la representación

“La pregunta por la identidad es legítima. En efecto, saber quiénes somos es una condición
imprescindible para poder imaginar y proyectar futuros para el país. Pero esta pregunta no
encuentra una respuesta única ni simple.”.

(Grimson, A. Mitomanías argentinas. Cómo hablamos de nosotros mismos, Bs.As. Siglo XXI
Editores, 2012. Pág. 20)

La construcción de la nacionalidad opera sobre la invención de una identidad colectiva que,


además de delimitar el campo social (en el cual el Estado ejercerá la violencia simbólica) actuará
como egente del orden. Sin intenciones de realizar un profundo análisis sobre el complejo proceso
que conlleva, me enfocaré en dos elementos constitutivos del mismo: los símbolos y los héroes. El
siglo XIX que Hobsbawm denominó ‘período de fabricación de naciones’ tendría una fuerte
connotación simbólica en el Río de la Plata. Más aún, “el campo de producción y de circulación de
los bienes simbólicos se define como el sistema de las relaciones objetivas entre diferentes
instancias caracterizadas por la función que cumplen en la división del trabajo de producción, de
reproducción y de difusión de los bienes simbólicos”6. El campo de producción de bienes
simbólicos, como bien señala Bourdieu es restringidoviii, mientras que su reproducción es masiva.

El más importante de los símbolos es la bandera nacional y aunque actualmente posea una
legitimidad estable, su creación estuvo atravesada por fuertes tensiones ideológicasix. Pero
entonces, ¿cuál es la bandera utilizada por los hombres del XIX? En realidad es relativo, la
pregunta no es válida si nos situamos antes de 1853, cuando las provincias eran estados
autónomos que poseían su propia carta constitucional y también una bandera que representaba
su carácter soberano. Incluso luego del ’53 se dificulta responder a esta problemática ya que a
pesar de haberse sancionado la Constitución nacional, Buenos Aires no formaba parte de la
denominada ‘Confederación Argentina’. Una respuesta más acertada podríamos enarbolarla en

5
Op. Cit. p.44.
6
Bourdieu, P. El sentido social del gusto. Elementos para una sociología de la cultura. Bs.As., Siglo XXI, 2014,
p.89.
base a casos específicos, como lo es por ejemplo el caso de Santa Fe y Buenos Aires. De tal
manera, mientras en la provincia del litoral se utilizaba la bandera artiguista que tenía una faja
blanca en el centro y dos celestes a los lados, en la ciudad del puerto se utilizaba una bandera con
blanco y celeste que eran, paradójicamente, los colores que simbolizaban la monarquía de
Fernando VIIx. La simbología era propia de la cultura del XIX y cada provincia, es decir, cada uno de
los estados soberanos, hacía uso de ella.

Además de los símbolos, los héroes son trascendentales a la hora de pensar en una nación fuerte y
el fundamento reside en que toda nación es una construcción. Grimson trabaja sobre la noción del
mito, que exalta los valores patrióticos y certifica la existencia de aquellos superhombres que
lucharon por la independencia y el Estado nacional. Hablo de los próceres de nuestra historia que
tienen un orígen y una unidad verosímil. El gran prócer de la historia Argentina es José de San
Martín y aunque a alguno le resulte extraño o hasta le genere cierto impacto, el general se había
formado como sujeto político dentro del universo español. Su primera acción en combate la
realiza como soldado de las tropas realistas de Fernando VII en España, lugar donde se formó
militarmente. No obstante, luego de las batallas de independencia y de su ‘paseo’ libertador por
America latina, estaba “óptimamente calificado para personificar al país unificado”7.

Los héroes se crean, como bien afirma Signal, y con ellos todo un universo simbólico muy
oportuno: monumentos, bautismo de calles, entre otros. El héroe dignifica y da sentido, si San
Martín cruzó los andes a caballo, ¿cómo podríamos no formar parte de tan espectacular nación?
La cultura y hasta la propia historia han sido modificadas en detrimento de la estabilidad estatal,
ladrillo sobre ladrillo han logrado construir la nación y dotarla de sentido, o al menos eso es lo que
pensamos. ¿Deberíamos estar seguros?

“Una nación, se supone, tiene una cultura. O debe tenerla. La primera afirmación indica que eso
sucede de manera efectiva. Pero es obviamente falaz, porque eso de hecho puede no suceder:
¿cuál era la cultura yugoslava?¿A qué vertientes de Brasil se excluye si se habla de una única
cultura brasileña? La segunda afirmación admite que eso podría no suceder. Pero es normativa,
nos indica lo que debería suceder. O sea, si España no tiene una única cultura (la vasca, la
catalana, la asturiana, etc.), si tiene varias, algo anda mal. Porque debería tener una. Lo mismo
sucede en muchos otros países”.

7
Op. Cit. P. 104.
(Grimson, A. Mitomanías argentinas. Cómo hablamos de nosotros mismos, Bs.As. Siglo XXI
Editores, 2012. Pág. 109)
NOTAS
i
Las elites que se formaron hacía principios y mediados del siglo XIX abrazaron el poder de la mano de los
nuevos estados nacionales.
ii
“Los elementos que compondrían la nacionalidad no existen, hay que ‘conquistarlos’ como dice Alberdi”.
(Herrero, A. “Algunas cuestiones en torno a la construcción de la nacional argentina” en Estudios Sociales,
Revista Universitaria Semestral. Año VI, N° 11, Santa Fe, Argentina, 1996, p.60.)
iii
No sólo lo desplazaba, sino que tenía legitimidad por sobre él. De tal manera, el ‘santafesino’ o ‘correntino’
tenían preponderancia sobre el ‘argentino’.
iv
Hablamos del sentimiento de nacionalidad de lo que años después sería Argentina, tengamos en cuenta
que las provincias y sobre todo luego de 1820 se caracterizaron por su demarcada autonomía, incluso tenían
sus respectivas cartas constitucionales.
v
Por espectáculos entendemos a los actos formales organizados por las diferentes instituciones,
predominantemente las escuelas.
vi
Esta diferenciación generó tensiones, porque los que no estuvieran presentes en cada uno de los actos (y
por consiguiente quizás tampoco estuviesen de acuerdo con el modelo de país al que se aspiraba consolidar)
no eran dignos de formar parte del nuevo Estado.
vii
“Habían desaparecido las contradanzas, los jóvenes vestidos como indios peruanos y los escolares con
turbantes” (Signal, S. La plaza de mayo. Una crónica. Bs.As., Siglo XXI, 2006, p.80.)
viii
El campo de creación de símbolos es restringido como tambien lo es el poder, aún en una democracia son
algunos pocos los que ocupan cargos de gobierno.
ix
Aunque el proceso de modernización fue bastante potente para generar e inculcar imágenes y símbolos de
identificación colectiva, al menos en la región dominante de la sociedad argentina, trajo también consigo las
divisiones y los conflictos que le son inherentes.
x
Los colores celeste y blanco que persisten hasta nuestros días y forman parte de nuestra bandera nacional,
son propios del universo simbólico de la corona española.

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