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JUAN CUEVAS Y FAUSTO ESPARZA: Poemaria, Sevilla-Ciudad de México, Ultramarina, 2017 (2.

ª
edición).$
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Un abanico sutil, con veintinueve varillas desplegando la trama y la urdimbre de su país de col-
or, nos han traído esta tarde a las manos, como un presente de luz, el poeta Juan Cuevas y el
pintor Fausto Esparza. Advertía Ortega y Gasset, en su obra La deshumanización del arte, que la
nueva poesía que eclosionaba en aquellos momentos solía ejercitarse en el «álgebra superior de
las metáforas». Y es evidente que el gran peligro que los experimentalismos poéticos hubieron
de enfrentar no fue otro que la matematización de la poesía. La metáfora considerada como
expresión ¿poética? del principio de identidad. Poesía conceptual, lo que supone una contradictio
in adiecto. Los poetas de sangre —sin embargo— siempre supieron sortear —e ir midiendo— el
peligro. Juan Cuevas lo elude navegando sin miedo en una singladura que le permite hurtar el
cuerpo a las posibles sirtes de las metáforas para atracar en el puerto libérrimo de la imagen vi-
sionaria.$
La imagen visionaria surge de la liberación del símbolo. El clavillo que sujeta el varillaje
del abanico, sin dejar de ser clavillo, se vuelve clavo de olor. Los poemas de Juan Cuevas —sin
perder su esencia como logos del logos— se truecan —en virtud de la paleta de Fausto Esparza—
en logos del color: «La Nature est un temple où de vivants piliers / Laissent parfois sortir de con-
fuses paroles; / L’ homme y passe à travers des forêts de symboles / Qui l’observent avec des re-
gards familiers», que decía Baudelaire.$
Y llega así el momento en que el clavo de olor se convierte en un botón vegetal y esmer-
alda —verde viridiana en el arte de Fausto— que se despliega vertiginoso en forma de «rayo
verde». El rayo verde nace de los ojos de María —pagano proodos—, y a ellos retorna —pagana
epistrophé—, cuando «arde la dulce marihuana de sus iris». $
Poemaria —¿o quizás deberíamos llamarlo Poemaría?— abre sus páginas de luz a la luz de
esta tarde mudéjar, ya casi del otoño sevillano, cuando «todavía se podía morir cada día y tomar
un café a la mañana siguiente»; se trata de un libro epifánico donde las diez mil cosas convergen
en la flor del presente: «Cuando llega ella, yo ya tengo la risa llena de jazmines»; la amada reúne
en sí la luz del tiempo todo: memoria de frutas, remembranza de flores, recuerdo de flores; y
presencia de las tres presencias y entrevisión presente de un futuro que supone cerrar el círculo
de la alegría: «Llenas de polen las mejillas, pecas de flor, / naranjas que ruedan en la circunferen-
cia del verano en tirantas, / así regresas de la memoria deshojada». En el vórtice único donde el
tiempo se vuelve espacio, se disuelve «la añoranza sumergida en el pozo de tu risa».$
El poeta, sin más equipaje que sus maletas llenas de viento, «casi desnudo, / como los hijos
de la mar», emprende, en compañía de la ondina del rayo verde, un caleidoscópico viaje por las
viejas capitales de Europa; contempla —con ojos atónitos—, cómo «París duerme», mientras «el
sueño verde de jazmín salvaje susurra en el Hotel Naufragio, en la cama sedienta de orillas».
Ante su mirada inédita, desfilan «las lunas que Praga acercaba a mis brazos / como lágrimas
desnudas del Moldava», o el «vidrio caliente de las horas», cuando «el amor tendía la ropa al aire
libre en los balcones de Venecia» y «Estambul mostraba sus pechos punzantes». Al final de la
travesía tocan puerto en Lisboa, la ciudad enferma de literatura, «cerradura del viento» y «ancla
de olvido», «donde los barcos inventaban tus ojos», «donde el vino era un pretexto para desa-
parecer en tristes pensiones a media voz» y «un dulce aroma de violines» se desplegaba «cuando
el silencio parte hacia los muelles desterrados».$
Pródiga con su vara de virtud, la Rea Silvia del rayo verde lo sumerge todo en el incendio
de sus iris, donde «todo arde menos los libros»: «un pétalo de escarcha deshojada» —como
grafema que ha emprendido en libertad su vuelo desde la columna trajana del abecedario— «a
su boca toca cuando comienza a ser leída». Trujamán del aire, el poeta descifra la realidad en la
piel de lo presente. «La realidad está herméticamente abierta», nos dice el poeta y filósofo José
—1—
Antonio Antón Pacheco. El poeta lee el libro de la vida con los ojos de la náyade del rayo verde:
«Desaprendidas las matemáticas, anegada de historias rectangulares; / tú, abres las páginas de
tus pestañas y escriben sus cartas de navegación las golondrinas».$
Cercada por un largo paréntesis de dolor, la noche se diluye en jardines ausentes; el largo
lamento de un blues se deja oír «por los bares encallados» donde «recalas la madera ajada de tus
codos, luego el desamor / hace el resto». El aire se aduerme en la espiral ominosa «donde los
crisantemos» —las flores de oro— «desatienden sus caricias de domingo». La escritura se ha ido
borrando en la distancia: «me guardaba la lluvia en los bolsillos / así rehuía la tormenta de su
pelo». Era preciso poner rumbo de nuevo a una nueva Thule: Isla María. Urge tomar el sex-
tante, dar la vuelta completa a la caña del timón: «Para la urgencia de mis besos hilé los verbos
más antiguos, / derramados como vino caliente, los enredé en cada surco, / en la calle de su
pelo». El poeta escribe, febril —sin pausas ni pautas—, «sobre las maderas que flotaban alrede-
dor de la isla». Para conjurar la amenaza el naufragio, que hubiera sobrevenido al «partir sin el
corazón, olvidado en una botella vacía».$
El poeta se une a «la conspiración de los acróbatas», a los saltimbanquis que «regresan sin
peaje de las autopistas desangradas»; se ha vuelto espiral de humo, presencia invisible que se
desvanece, ante la que «rodarán como canicas los átomos desasidos de la inocencia». Círculo de
silencio «donde el vaho que me nombra roza el límite de mi origen». La ninfa del rayo verde —
en busca de las lindes del amado— emprende su camino hacia sí misma: «Hueles a nieve lenta, a
sendero que huye con la lluvia debajo del brazo: / el alma en los tejados y un gato dormido en la
mirada». Como Surya y Uṣas, como el sol y la aurora en los himnos sagrados del Rg Veda, los
amantes encienden el fuego omnipresente de la vida: «el agua que me ofreces en tu boca ha
dibujado la arena de mis manos: / así comienzo a amarte // construyendo las luces del
amanecer». Inmersos en la luz floral del alba, el poeta dejará «derrumbarse mi piel antigua, /
trenzada de escombros por saber si hay otro río que me arrastre, / que el alba traiga el pan
caliente de tus senos, / que sean las alondras quienes beban el granizo intacto de tu vientre».
Sobrepuesto al dolor de la memoria, se vuelve volatinero, equilibrista sobre el filo de la navaja,
sobre el alambre que cruza el puente Chinvat; a la otra orilla lo espera —ya hurtada la presencia
de la muerte— su daena: «María dormida y un sueño de fresas. […] María dormida y un sueño de
alambre». Aunque aún sobrevuelen jirones de niebla, el aire se ha trocado en media granada de
rubíes de luz, «alrededor del mundo sangra, la primavera sueña flores de invierno. / Saltas con
risa de cometa y el aire se cubre de sal y llanto, queda tan lejos la tierra tan triste, / qué cerca la
semilla en la lengua del sol». Atrás quedaron las calles sin salida, el deambular sin rumbo ni des-
tino; la amada lo «reconoce tras los cristales incendiados, / me incita a descubrir el asombro
que pernocta en las calles sin salida». El poeta le pide a la sirena del rayo verde que abra sus
ojos, para que el ser del aire —como en el cuento de Francisco Villaespesa— se colme con la
otra media granada de rubíes.$
Ut pictura poesis: las palabras dicen el color y la línea; el color y la línea dibujan las palabras.
Una teoría encendida de desnudos que fuesen como un álbum de estrellas en el ámbito trans-
parente y urbano. La escritura de Juan y los trazos de Fausto se entretejen en la trama y urdim-
bre de unos signos más antiguos que el tiempo y más nuevos que el agua luminosa que nos besa
esta tarde, enjaezada de lluvia. Ut pintura poiesis. Cuando, en palabras de Lorca, «se abre la
mañana», los colores de Fausto despiertan en el mironiano humo dormido. Nos lo dice el an-
tiguo ṛshi, invocando a Uṣas, la diosa védica de la aurora, multiplicada en la bondad de lo dis-
tinto, como despliegue del eterno femenino, en un himno que tiene más de tres mil años,
aunque, como dijo Borges sobre los textos de Oscar Wilde, podía haber sido escrito esta misma
mañana: «Por ti los pájaros han levantado el vuelo desde su nido y también los hombres que
toman alimento al amanecer».$
$ $ $ $ $ $ $ $ AGUSTÍN MARÍA GARCÍA LÓPEZ

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