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Robert de Langeac

La vida oculta en Dios

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN.........................................................................................................3
CAPÍTULO I........................................................................................ 10
EL ESFUERZO DEL ALMA......................................................................................10
CAPÍTULO II....................................................................................... 37
LA ACCIÓN DE DIOS...............................................................................................37
CAPÍTULO III...................................................................................... 59
LA UNIÓN CON DIOS..............................................................................................59
CAPÍTULO IV...................................................................................... 82
FECUNDIDAD APOSTÓLICA.................................................................................82

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INTRODUCCIÓN

El autor de estas páginas es un sacerdote que sufrió mucho y a quien


el Señor colmo visiblemente. Enteramente desligado de sus notas
espirituales, autorizó la publicación de parte de ellas en 1929. Virgo
Fidelis, prologada por el R. P. Garrigou-Lagrange, tuvo un gran éxito en
Francia y en el Canadá. Su acento «vivido» y su profunda sencillez
conmovieron a muchas almas.
Posteriormente, el autor, definitivamente inmovilizado por el
sufrimiento, aceptó entregarnos sus papeles inéditos —él, que tan amigo
era del Carmelo y que tan impregnado estaba de su espiritualidad—, con la
esperanza de poder hacer todavía algún bien a las almas, a las que tanto
amaba y a las cuales ya no podía llegar por sí mismo sino en lo invisible. Y
murió en el mismo memento en que aparecía la primera edición de La vida
oculta en Dios. El señor obispo de Limoges nos autorizó entonces a revelar
que bajo el seudónimo de Robert de Langeac se ocultaba el reverendo
señor Delage, sacerdote de San Sulpicio y profesor de Dogma del
Seminario Mayor. El prelado concluía su escrito con este elogio, que tan
hermoso es en su brevedad: «El autor vivía lo que expresaba.»
La concepción de esta obrita difiere de la de Virgo Fidelis. Entre los
textos reunidos por una mano fiel y religiosa, hemos escogido los que más
directamente se re ferian al más sublime desarrollo de esta «vida oculta en
Dios» de la que habla el apóstol, tal como se realiza en la «transformación
amorosa». Estas páginas constituyen, pues, una especie de testimonio de
honda vida espiritual.
Sin embargo, para evitar falseamiento de perspectivas, hemos
cuidado de subrayar primero el esfuerzo ascético del alma, y de evocar el
ambiente de oración y de carencia en el que se coloca ella misma con la
ayuda de Dios y sobre el cual los Consejos a las almas de oración
insistieron ya lo suficiente como para que ahora necesitemos volver con
más amplitud sobre ello. El capítulo segundo describe luego la acción de
Dios en el alma. «Dios y su obra es Dios», decía San Juan de la Cruz. Esta
intervención divina tiene que padecerla el alma que se ha resuelto, cueste
lo que cueste, a soportar todas las pruebas interiores que el Señor juzgue
necesarias para prepararla a la unión. La cual se describe luego en límpidas
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páginas: el alma, convertida en la presa del amor divino, sosegada,
tranquila, silenciosa, pero viva y amante, oye la voz de su Dios que le dice
esta sola palabra: «Mira. Es la hora de las iluminaciones, de las
revelaciones íntimas… Los ojos se abren.»
Pero lejos de guardar celosamente para ella los favores recibidos, el
alma plenamente unida a su Dios desborda de fecundidad apostólica, pues
por «dondequiera que está, el amor actúa… Aun privada de los medios
ordinarios de la acción, que son la palabra y las obras, sigue actuando, y tal
vez más eficazmente que nunca. Le quedan la oración, el sufrimiento, la
misma impotencia. Todo lo encuentra bien. Convierte en flecha cualquier
madera».
El ciclo de una vida espiritual profunda concluye así con la plena
entrega de uno mismo a Dios y a los demás.
No conviene, por otra parte, que este plan, aparentemente riguroso,
equivoque al lector sobre el verdadero sentido de este libro. Porque estos
«trozos escogidos» de ningún modo pretenden constituir una doctrina
completa de la unión a Dios, sino que más bien quieren comunicar, a
través de las palabras, una experiencia que se refiere con mucha
espontaneidad. No nos hemos preocupado así, al encadenar los textos, de
establecer en ellos una rigurosa continuidad de estilo. A veces el autor
habla del alma espiritual en general, mientras que otras se expresa en
primera persona. A menudo parece también interrumpir su discurso para
hablar directamente al lector. En otros pasajes, quien habla es Cristo. Y
aunque las leyes literarias de la composición hayan de padecer por tanta
libertad, parece que, a cambio de ello, la lectura de estas páginas dará la
impresión de un diálogo muy libre y muy cordial con un alma que ha
encontrado a Dios.
El estilo de esta obrita parecerá, sin duda, de una sencillez
desconcertante. Los escritores espirituales conocen el drama de la
expresión todavía más que los autores profanos. Pues sí difícilmente se
dejan los sentimientos de un hombre definir y transmitir por él a sus
semejantes, ¿qué habremos de decir de las operaciones de la Gracia en un
alma? Lo que un Dios oculto y trascendente realiza allí, a su arbitrio, bajo
el manto de la noche o en el alborear de una fe ya irradiante, no lo han
visto los ojos ni lo han escuchado los oídos… «¿Cómo hablar, Dios mío,
de la unión íntima contigo? Harían falta palabras más blancas que la nieve,
más ardientes que el fuego. Estas palabras no existen. Y, sin embargo,
¿cómo callarse sobre la única cosa que verdaderamente tiene valor y que
cuenta?» Y el alma gime: «¡Oh Amor!, las palabras son demasiado
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pequeñas para contenerte y por eso las destrozas; son demasiado débiles
para expresarte, y por eso las aplastas.»
Pero el espiritual se resigna más fácilmente que el escritor a esa
deficiencia de la expresión. La considera como una miseria más que añadir
a tantas otras de que se ve acribillado y la acepta con la misma humilde
dulzura con que soporta aquéllas. Por lo demás, y a su manera, la pobreza
del lenguaje humano es un himno a la gloria de lo Inefable: «…puesto que
(esas palabras) proclaman por su misma impotencia Tu grandeza y Tu
fuerza.»
El místico renunciará, pues, a torturarlas para tratar de hacer que
digan lo que no pueden decir. Pero la sencillez de su estilo será una especie
de escándalo para esas inteligencias carnales que querrían apreciar el valor
y la intensidad de la experiencia espiritual, no por el comportamiento
moral, sino por las palpitaciones de la sensibilidad y por los dones de la
expresión. Piensan como el apóstol Tomás: «Sí no veo en sus manos la
señal de los clavos —la señal de las heridas que el amor ha causado al
alma— y meto mí dedo en el lugar de los clavos y mi mano en su costado,
no creeré». Pero esas heridas son invisibles, y si la carne participó en los
trastornos espirituales del alma, no guardó su huella exacta y no es capaz
de expresarlas perfectamente. Lo que es espíritu sigue siendo espíritu y se
mantiene más allá de lo sensible; es de otro orden.
E incluso, el espíritu se deleita a veces en borrar sus propias huellas,
como para desafiar a la carne. Ciertos espirituales escogen
voluntariamente, tal como el Señor lo hizo en su Evangelio, los términos
más sencillos para decir las cosas más sublimes. Les importa poco
parecernos banales o monótonos, sí el amor les hace hallar a esas palabras
usuales un sabor constantemente nuevo.
«El canto de la tórtola tiene algo dulce, apacible, constante,
gratamente monótono. Diríamos que es la voz de un afecto seguro de sí
mismo, que para gustarse no tiene necesidad sino de repetirse sin brillo,
casi sin ruido, pero también sin pausa. En el fondo del alma interior hay
una voz muy semejante. Canta dulcemente y como muy bajo una melodía
muy sencilla, que se contenta con unas pocas notas a intervalos muy
cercanos: «¡Oh Amor, Te amo! ¡Dios mío, Tesoro mío, mi Todo, mi
Amor!»
Las almas interiores de todos los tiempos han cantado
sustancialmente siempre, aunque sin duda con infinitas variantes, esa
misma cantinela del Amor. El Amor las ha escogido, perseguido y, poco a

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poco, ha ido invadiéndolas; a través de la muerte, las ha conducido a la
vida. Las páginas que siguen serán así un testimonio vivo de ese Amor
divino y de su reflejo creado, testimonio que habrá de añadirse a muchos
otros.
Pero tal vez se diga: ¿Para qué divulgar esos secretos interiores? La
evocación de favores tan «extraordinarios» y tan raros no conseguirá otra
cosa sino que los cristianos que caminan a paso mesurado por el camino
«normal» den vueltas a su cabeza. Y en cuanto a los que hayan podido
conocer semejantes gracias, tal vez se corra el riesgo, atrayendo la atención
sobre ellas, de hacerles perder la lozanía de su alma.
Para responder a esta objeción, que tiene su peso, empecemos por
observar que estas páginas no van destinadas especialmente a las almas
místicas, las cuales, ciertamente, existen, pero parecen ser raras. «El
porqué Él se lo sabe», responde San Juan de la Cruz descorazonando de
antemano nuestras explicaciones humanas. En todo caso, la extrema
sensibilidad sobrenatural de los espirituales les impide echar sobre sí
mismos una mirada de complacencia, y en el sentido en que Pascal decía
del verdadero filósofo que éste «se burla» de la filosofía, los verdaderos
místicos «se burlan» de la mística; al menos de la de los libros. Por instinto
divino se dedican a conservar una perfecta desnudez de espíritu para
caminar cada vez más en la Fe.
Por lo demás, lo que nos parece un término, lo consideran ellos más
bien como un principio; y sólo les parece que empiezan a dejarse manejar
por Dios cuando se abandonan a su Espíritu.
Menos todavía se dirige este libro a las almas que creen ser místicas
(y que en un tiempo como el nuestro no son, ¡ay!, legión). Pues aunque
imiten éxtasis y arrobamientos que casi llegan a confundir, y aunque a
menudo lo hagan con una inconsciencia de la cual son las primeras
víctimas; aunque a veces realicen obras casi extraordinarias, les falta en el
Interior ese «no sé qué» sencillo humilde, abierto, llano, que hace huir al
iluminismo y los ofrece a una auténtica iluminación sobrenatural. Haría
falta que se dejasen abrir los ojos, que aceptasen, por así decirlo, cepillarse
con el buen sentido de los verdaderos místicos. San Juan de la Cruz les
aconsejaría que tomasen una «comida sustancial» siguiendo un poco más a
su razón en lo que tiene de legítima (pues tal es el tema de una de sus
máximas). Y Santa Teresa, por su parte, les propondría sencillamente otra
comida: la que imponía a sus falsas visionarias: carne y descanso.

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Resulta, pues (aunque sea bastante paradójico), que este librito se
dirige a los cristianos corrientes que somos nosotros, para quienes el
contacto de los auténticos espirituales es siempre beneficioso. Pues su
éxito sobrenatural, si nos atrevemos a asociar ambas palabras, nos hace
confiar en las energías casi ilimitadas depositadas por la Gracia en el fondo
de nuestras almas y que sólo quieren poder desarrollarse allí. Pues el agua
clara de la vida descendida del Trono de Dios y del Cordero hierve en
nuestras entrañas, anhelando una salida para brotar en nosotros como vida
eterna. Mientras tanto, murmura persuasiva en lo más íntimo de nosotros
mismos aquella invitación que oyera Ignacio de Antioquía: «¡Ven hacia el
Padre!» Después de todo la transformación en Cristo, de la que las
epístolas apostólicas hablaban tan osadamente a los primeros cristianos, no
es más que el pleno desarrollo de nuestra vida de bautizados. San Juan de
la Cruz lo proclamó a su vez cuando vio en la «unión plena» la realización
más profunda de aquella frase de Nuestro Señor a Nicodemo: «En verdad,
en verdad te digo que quien no naciere del agua y del Espíritu no puede
entrar en el Reino de los Cielos».
¿Por qué, pues, un alma interior no había de anhelar obtener desde
esta tierra la plena unión de voluntad con Dios, bajo la forma en que a Éste
le pluguiera darla? (y no hay en el fondo más que una perfección, más o
menos rica en resonancias conscientes). «Cuando el alma hace lo que es de
su parte, dice San Juan de la Cruz, es imposible que Dios deje de hacer lo
que es de la suya» “. «Indudablemente, añade prudente nuestro autor, no
conviene imponerse a Dios; es inútil y es perjudicial. Invita «de hecho» a
quien le place. Pero espera que le deseemos, que le pidamos, que le
llamemos, que le preparemos nuestra alma por un amor delicado y
generoso, constante y abandonado, y tiene derecho a ello. Ése es, pues,
nuestro deber.»
Aun suponiendo que jamás lleguemos a tales cumbres, por pereza o
negligencia de nuestra parte, o por libre voluntad divina de la otra, nos
hará bien que plantemos por un momento nuestra tienda para contemplar
la transfiguración de un alma, nos hará bien respirar el aire de las alturas
espirituales, el cual no es otro que el Espíritu Santo, infinitamente más
vivificante que los impuros soplos de la llanura. Frecuentando a los
espirituales aminoramos nuestra grosería nativa, nos desprendemos de
nuestras maneras de ver y de juzgar que son de aquí abajo para apreciar las
cosas a la luz de lo alto. («Vosotros sois de abajo, Yo soy de Arriba» decía
Cristo a los fariseos.) ¿Y no es ésta una apreciable ganancia?

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Sobre todo cuando al frescor de la experiencia se asocia, como en el
autor, un profundo conocimiento de la teología. Por haber enseñado el
dogma durante largos años, Robert de Langeac había adquirido una
claridad de pensamiento, un equilibrio y una seguridad doctrinal de las que
no podemos sino felicitarnos, sobre todo en semejante materia.
En esta escuela, no sólo aprenderemos a dilatar nuestros deseos
personales a la medida del don de Dios y de su «demasiado grande amor»,
sino también a alimentar nuestra esperanza dentro de la prueba por la que
hoy atraviesa el mundo. Viendo el caos que reina en todos los campos y el
profundo desquiciamiento de los espíritus, no puede uno dejar de pensar,
con un estremecimiento del corazón, que el Señor está allí, en su era, con
la criba en la mano, dispuesto a cernir su trigo.
Parece que nada pueda apaciguar ya ese furor justiciero suyo, que la
Escritura se atreve a comparar, con su vigor habitual, al de un hombre
borracho. Y, sin embargo, ¡que fácil de desarmar seria la cólera de Dios si
nos dirigiésemos a su Corazón! Pues su amor lo hace tan invulnerable a
nuestras oraciones que Él mismo parece asombrarse de ello en la Escritura:
«¿No es Efraím mi hijo predilecto, mi niño mimado? Porque cuantas
veces trato de amenazarle, me enternece su memoria, se conmueven mis
entrañas y no puedo menos de compadecerme de él» (Jer. 31,20)
Si, por tanto, el mundo debe ser salvado —y tiene que serlo—, no lo
será ante todo por esos medios humanos, por esas técnicas que es
necesario llevar a la práctica, pero cuya eficacia sigue siendo limitada.
¡Son medidas humanas, no medidas de Dios! Ahora bien, detrás de las
causas segundas, la fe nos enseña que quien obra es Dios, que Él no mira
al mundo como un espectador entristecido y más o menos impotente, sino
que, por decirlo así, pone sus manos en la pasta humana y la amasa en
todos los sentidos. Ante todo se trata, pues, de doblegar y de conciliarse a
Dios. Eso es posible a aquel que cree y cuya fe viva sube en oración hacia
el cielo. Pues la oración pone en movimiento ese infinito Poder al cual no
teme ella mandar.
Indudablemente que no tenemos demasiado tiempo para orar y que
oramos mal. Pero tras la lectura de estas páginas consuela pensar en esos
«amigos viejos de Dios» de que hablaba San Juan de la Cruz, que,
diseminados por toda la tierra, tratan de arrancarle la salvación del mundo
como antaño Abraham la de Sodoma:
«Perdona, Señor, sólo una vez más:
¿Y si se hallasen en Sodoma diez justos?
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»Y Yahvé le contestó:
«Por los diez no la destruiría».
¡Que puedan llegar a ser cada vez más numerosas esas almas! Ésa es
la oración que dirigimos al Señor, con Robert de Langeac:
«¡Qué bueno sería, Dios mío, que hubiera en esta hora en el mundo
un mayor número de estas almas robustecidas por Ti en el bien! Se diría
que todo va a hundirse para siempre… La pobre Humanidad parece un
hombre borracho que busca a tientas su camino. No sabe a quién con
fiarse. No sabe sobre quién apoyarse… ¿Pero quién le abrirá los ojos y le
enseñará el camino? ¿Quién sostendrá sus pasos vacilantes? Tan sólo las
almas luminosas y fuertes, diseminadas en la masa, pueden prestarle ese
servicio y llevarla hasta Ti. Haz, pues, Dios mío, que el número de esas
almas redentoras aumente entre nosotros para que seas conocido, amado y
glorificado y para que el mundo se salve.»

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CAPÍTULO I

EL ESFUERZO DEL ALMA

LA VIDA INTERIOR

Nuestra Señora del Monte Carmelo es la Patrona de la vida interior,


la Virgen que nos aparta de la muchedumbre y nos lleva dulcemente hacia
esas cumbres donde el aire es más puro, el cielo más claro, Dios está más
próximo… y en las que transcurre la vida de intimidad con Dios.
Según San Gregorio el Magno, la vida contemplativa y la vida eterna
no son dos cosas diferentes, sino una sola realidad; una es la aurora, la otra
el mediodía. La vida contemplativa es el principio de la dicha eterna, su
saboreo anticipado. Que la Reina del cielo nos conceda, pues, la gracia de
comprender el estrecho vínculo que une esas dos vidas para vivir aquí
abajo como si estuviéramos ya en el cielo.
Un alma interior es un alma que ha encontrado a Dios en el fondo de
su corazón y que vive siempre con Él.
Dios está en el fondo del alma, pero está allí escondido. La vida
interior es como una eclosión de Dios en el alma.
Mantengámonos en el centro de nuestra alma, en ese punto preciso
desde el que podemos vigilar todos sus movimientos, para detenerlos o
dirigirlos, según los casos. Vivamos o de Dios o para Dios, pero
repitámonos que no se obra del todo para Dios sino cuando ya no se hace
absolutamente nada para uno mismo. Se obra entonces porque Dios lo
quiere, cuando Él quiere y como Él quiere, por estar siempre unidos en el
fondo con Aquel de quien uno no es más que un dichoso instrumento.
Dos cosas hacen falta para llegar a la perfección y a la íntima unión
con Dios: tiempo y paz.
Lo que da valor a los actos reflexivos del hombre es la unión a Dios
por la caridad. Cuanto más profunda es esa intimidad, más valor de
eternidad tienen sus frutos.
Un alma cuya mirada interior, afectuosa y humilde, está siempre fija
en Dios, obtiene de Él cuanto quiere.
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Entre un alma recogida, desligada de todo, y Dios, no hay nada. La
unión se realiza por sí misma. Es inmediata.
El tiempo pasa; siempre se ama a Dios demasiado poco y muy tarde.
¡Qué delicado eres en tus afectos, Dios mío! Tienes en cuenta lo que
de legítimamente personal hay en nosotros, y tratas al alma que amas
como si en el mundo no hubiera otra cosa que ella y Tú.
Creer es comulgar en la ciencia de Dios: Él ve; nosotros creemos en
su palabra de testigo.
En la fe, Dios habla; por la esperanza, Dios ayuda; en la caridad, Dios
se da, Dios colma.
Elevaos hacia Dios constantemente. Dejad en tierra a la tierra. Vivid
poco con los demás.” menos todavía con vosotros mismos, pero lo más
posible, si no en Dios, por lo menos cerca de Él.
Cuando en el fondo de vuestra alma oigáis, dos voces contradictorias,
conviene que escuchéis generalmente a la que habla más bajo. En todo
caso, ésa es la que pide más sacrificios. ¡Y tiene tanto valor el sufrimiento
bien entendido! Desliga y aproxima a Dios.

EL DESORDEN Y LA LUCHA

Por un desorden, consecuencia del pecado original, cada facultad,


dice Santo Tomás, busca su bien propio sin ocuparse del bien común,
aunque el conjunto haya de perecer. Sucede entonces como cuando hay
que domar a una manada de fieras. Que no se consigue sino con el látigo y
sin perderlas de vista. Y si uno carece de dominio sobre sí mismo, sobre
todo al principio, aquello es una jaula de fieras. No bajéis a ella so pretexto
de dominarlas a latigazos. No lo lograríais. Cerrad la trampa y subid hacia
Dios. ¿Cómo lograrlo? Es un secreto, pero el Espíritu Santo os lo enseñará.
Además, que el Enemigo merodea siempre alrededor de las almas. Y
aquellas que se le escaparon y se esfuerzan en servir a Dios le son
particularmente odiosas. Para turbarías lo intenta todo. Quiere impedir que
den frutos. Y para eso arremete contra las flores en cuanto éstas brotan.
Pues cada flor que cae antes de tiempo es un fruto perdido para la cosecha.
Y cada buen pensamiento apagado por el miedo, cada buen deseo sofocado
por el te-mor, son otras tantas flores estériles. El Demonio lo sabe. Y por
eso excita en el alma esos mil pequeños brotes importunos y turbadores de
necia vanidad, de envidiosa susceptibilidad, de iracunda impaciencia, de
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caprichosa avidez que molestan, inquietan, paralizan, intimidan, y acaban
por dividir simultáneamente la atención del espíritu y la aplicación de la
voluntad.
Dios, en cambio, jamás está en la turbación o en la inquietud; por
esos signos reconoceréis, pues, siempre, que aquello no es de Él. ¡Es tan
sutil el Demonio para dañar a las almas de vida interior!

DESPOJO DE LA IMAGINACIÓN

Un punto sobre el que hemos de insistir es la educación de la


imaginación.
La imaginación es la zona en que confluyen las facultades superiores
y las inferiores. Adueñarse de ella tiene así la mayor importancia. Pero no
se consigue fácilmente… Paciencia, pues, y tiempo al tiempo.
No tenemos sobre la imaginación un poder despótico, sino político.
Ganémosla por destreza. Presentémosle imágenes buenas y santas;
dejémosla libre, si es necesario, vigilándola. Poco a poco, cuando las
demás facultades hayan sido ganadas por Dios, formará al lado de ellas.
La regla general es el Age quod agis de los antiguos. Terminar con las
discusiones inútiles sobre lo que acabamos de hacer, con las
preocupaciones sobre lo que hemos de hacer más tarde. Lo que hemos de
vigilar, regular y dominar es la imagen que está siempre al final de la
acción lo mismo que estuvo en su origen. Atengámonos únicamente a la
imagen de lo que hacemos, pero sin precisarla más de cuanto sea menester.
Que durante este tiempo el fondo del alma está unido muy suavemente a
Dios. Insistamos mucho sobre este punto.
Multiplicar las imágenes es aumentar el desasosiego, dividir las
fuerzas de la atención. Durante la acción, no tengamos en la imaginación
más que una imagen; la de la cosa que hagamos. En la meditación, por otra
parte, en lugar de combatir las distracciones, vale más que nos volvamos
hacia Dios y vayamos derechos a Él por un movimiento vigoroso del alma.
Ocupad vuestro espíritu, pero en paz y con paciencia. No le deis a
moler más que muy buen trigo. Que trabaje lentamente. Las lecturas
inútiles no sirven más que para hacer girar la imaginación en el vacío. Pero
los molinos no están hechos para girar, sino para moler. La conclusión es
fácil de deducir.

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Para ver mejor los «armónicos» de una idea principal y sus ideas
afines, debilitad el sonido de aquélla. Y dedos: agrando, luego exagero.
No escuchéis el rumor que se forma en vuestra alma; eso es, por lo
menos, perder el tiempo. Dejad más bien que la tierra siga girando.
Procurad vivir a la manera de las almas desasidas. Uníos a Dios por lo más
alto del alma. No esperéis a mañana para concluir vuestros trabajos de
construcción. Hacedlo desde ahora mismo.
Vigilad mucho vuestras fuentes, vuestros puntos de partida, como se
vigila un cruce de agujas o una cimentación. Pues sin eso, y ayudados por
la lógica, podéis construir todo un edificio sobre la arena, sin punto de
apoyo, en el aire. Y ya sabéis lo que sucede… A menos de que las
conclusiones a las que lleguéis os adviertan por sí mismas que habéis
equivocado el camino…
En el descanso, suprimid despiadadamente todo ensueño imaginativo
en cuanto lo vislumbréis. Dad a Dios la fidelidad de no ocuparos más que
de Él y Él os dará enseguida la Gracia, para hacer lo que sea preciso y para
resolver los problemas pendientes.
Hay períodos en los que la «rueda de molino» es muy difícil de parar;
es preciso saber soportar esas importunidades de la imaginación. No
persigáis entonces a Dios, sino volved hacia Él suavemente las facultades
superiores. Es lo más seguro e, incluso, lo más fácil. Velar sobre la salud,
la moderación en la marcha, en la escritura, etc., ayuda mucho. Pues en la
pobre máquina humana todo se relaciona.
Importa mucho evitar todo lo que agita, inquieta y turba. ¿Sobre
quién descansará mi Espíritu sino sobre el humilde y el pacífico?
¡Tenemos tanta necesidad del Espíritu Santo!
Acordaos de que la imaginación es tanto más de temer y de vigilar
cuanto que no siempre se equívoca necesariamente.

MORTIFICACIÓN DEL CORAZÓN

Dad vuestro corazón a Jesús cada vez más. No esperéis para eso a ser
perfectos. No, dádselo ahora. No busquéis voluntariamente ningún
consuelo. Dios, que os conoce y que vela sobre vosotros, os dará los que
necesitéis in tempore oportuno.
Dios no quiere que procuréis el ser amado y el saberlo. Os lo
concederá por añadidura, pero cuando ya no lo deseéis. Mientras tanto,
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quiere que lo busquéis a Él sólo, siempre por todas partes, en todo,
especialmente en la humillación.
No busquéis nada sensible; no es sólido. Estamos compuestos de una
parte espiritual y de una parte sensible; pero lo que sucede en la segunda es
de orden absoluta. No debe contar prácticamente. Dios es espíritu. So1o
importa, pues, lo espiritual. Si lo que le decís nada os dice, no importa.
Continuad, con tal de que Él esté contento.
Más bien es, preciso temer las emociones sensibles en la vid
espiritual, porque son emociones agradables. Se cree uno virtuoso. Se
apega uno a ellas, porque son emociones agradables. No las pidáis, no las
deseéis. No os adhiráis a ellas nunca. El amor sensible proviene del
conocimiento sensible. ¡Si pudierais comprender la diferencia que hay
entre el mismo amor natural de Jesús y el amor sobrenatural, el verdadero
amor de caridad! Suponed un alma que, sin haber recibido la Gracia,
hubiese amado a Nuestro Señor sobra la tierra únicamente porque Él era
hermoso y bueno… Es algo de orden absolutamente distinto. Lo sensible
debe ser mortificado, eliminado, para dejar sitio a lo espiritual. Fijaos en
San Juan de la Cruz: no sólo quiere que se renuncie a lo sensible, sino,
incluso, en los afectos espirituales, a la alegría sentida por si misma. Sobre
la tierra, no hay proporción entre nuestro conocimiento y nuestro amor.
Por eso es por lo que se puede amar más de lo que se conoce. Debe
bastarnos con saber que Dios es Infinitamente amable y que se le ama
cumpliendo su voluntad. El conocimiento sensible es secundario, pero
podemos figurarnos a Nuestro Señor de tal o de cual manera; depende de
las imaginaciones. En cuanto al conocimiento intelectual, San Juan de la
Cruz dice, y es verdad, que no tenemos sobre Dios más que unas ideas
toscas, pero mientras Dios no nos dé luces infusas, tenemos que servirnos
de ellas aunque sepamos sobradamente que son toscas. Pues nosotros no
somos espíritus puros.

RENUNCIAMIENTO A LA VOLUNTAD PROPIA

Nosotros probamos a Dios que le amamos cuando cumplimos su


voluntad desde la mañana a la noche, cuando la cumplimos bien, cuando la
cumplimos con todo nuestro corazón, no sólo en sus líneas generales, sino
en sus más pequeños detalles.
La amistad verdadera consiste en la unión de dos naturalezas y de dos
personas en una sola voluntad.
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Caminad con la mirada fija en lo alto. Obedeced sencillamente,
inteligentemente. Y, en lo demás, en cuanto no haya pecado, haced la
voluntad ajena, mejor que la vuestra. Lo que cuesta más no es la
mortificación, es la obediencia, esa cesión de nuestra voluntad a la
voluntad de otro. ¡Bajo qué luz tan distinta veríamos la obediencia, si
viéramos en la voluntad de ese otro la de Dios!
A veces, ante un pequeño sacrificio que hemos de hacer, no queremos
ver la voluntad de Dios, porque si la viéramos, estaríamos obligados a
seguirla. Entonces desviamos nuestras miradas para no considerar el
vínculo que une indisolublemente la perfección y ese pequeñísimo
sacrificio.
Tenemos que reprocharnos todas las noches nuestras resistencias a la
voluntad de Dios por falta de generosidad, por falta de amor y, sin
embargo, un sacrificio frustrado queda frustrado eternamente… y quizá era
el comienzo de una cadena de gracias que se rompió porque no supimos
coger su primer anillo. La fidelidad en las pequeñeces para con un Dios tan
grande seria para nosotros el comienzo de los máximos favores. Santa
Teresa del Niño Jesús decía que no recordaba haber negado nada a Dios
desde la edad de tres años.
Desconfiad mucho de los razonamientos a los que os sintáis
apegados. No son fruto normal de vuestra inteligencia, sino más bien de
vuestra voluntad. No siempre veis las cosas como en realidad son, pues
hay imponderables atómicos que se os escapan. Y suplís esta deficiencia
con un alarde de voluntad: “Lo quiero así, pues así lo mando, y si me
preguntáis el motivo os diré que es mi voluntad” (Juvenal). Es algo que
hay que corregir.
No dejéis hacer a Dios lo que podáis hacer vosotros mismos. Todavía
le quedará mucho que hacer.
No puedo actuar fuera de las indicaciones de Dios. Cada vez que me
he mantenido en los límites exactamente trazados por la Providencia se ha
realizado un poco de bien. Cada vez que he querido traspasarlos, aunque
no fuera más que en una tilde y bajo los mejores pretextos, lo he
embrollado todo y el bien no se ha realizado.

HUMILDAD

No hallaréis la paz verdadera más que en la humildad. Despreciaos


sinceramente delante de Dios y hacedlo cada vez más. Intentad al menos
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hacerlo; veréis los resultados. Si pudierais llegar a mar (voluntariamente)
la humillación y la contradicción, habríais dado un gran paso hacia Dios.
Aceptad francamente y sin discusión interior o exterior las pequeñas
humillaciones cotidianas. Procuradlo; sólo cuesta el primer paso. Podría
así arraigarse el hábito. Y entonces, ¡qué alegría y qué paz!
Amar que a uno le humillen y le tengan por nada es una gracia.
Pedidla sin cesar, pero sosegadamente.
En la práctica, reconocer que no tiene uno razón, es perder poco y
ganar mucho.
Aceptad humildemente no gustar a todo el mundo; querer lo contrario
sería querer lo imposible.
Velad sobre vuestra necesidad de criticar y de contradecir a los demás
como para mejor afirmaros ante vuestros propios ojos. Decid vuestro sentir
con sencillez, exactitud, claridad y brevedad; tened calma luego y orad.
Continuad vuestros esfuerzos, aunque sean infructuosos. Dios os los
pide para poder recompensaros. Permite su fracaso, aparente o real, para
humillaros. Necesitáis de la humillación como de un freno. Cuanto más
doloroso sea, os es más necesario. Pues nada nos esconde como la
humillación. Y nada nos humilla como nuestros defectos.
Amad vuestros defectos. Os humillan y os proporcionan la materia
prima de vuestros esfuerzos. Pero corregidlos también. Acordaos del
proverbio: «Quien bien ama, bien castiga». Y no traduzcáis «bien» por
«mucho». Dejad a esa palabra todo su sentido de mesura, prudencia y
firmeza, pero no de dureza. Consideradlos como una mina inagotable de
méritos y de humillaciones. En este sentido lamentaría que no tuvierais
defectos.
Si alguien nos juzgara tal y como nos conocemos, nos haría sufrir
mucho. Y todavía más si nos dijera su fallo. Pues nada nos duele tanto,
aunque reconozcamos ser unos miserables, como una simple mirada del
prójimo cuando éste nos juzga con nuestra propia medida y, por
consiguiente, nos desprecia. Nuestro fondo de orgullo nos hace sentirla
como un hierro candente, como una quemadura que consume. Hay almas
que no pueden sobrevivir al golpe de haber cometido una falta y al
menosprecio que ésta trae consigo. ¡Qué hábiles somos para responder a
los reproches y cuántas precauciones tomamos para evitar la más pequeña
humillación! Pero nada es tan contrario a la paz como esto. ¿Se tiene paz
cuando no se puede tolerar la menor falta de consideraciones? Jamás podrá
Dios conceder sus gracias a un alma que siga preocupada con estas
16
opiniones humanas que tan inexactas son a menudo; eso es buscar un bien
que Dios se reservó. Y es a Dios a quien hemos de procurar agradar para
que nos mire cada día más favorablemente en lugar de ingeniarnos para
que los demás tengan siempre buena opinión de nosotros, haciendo valer
para ello no sólo nuestros dones naturales, sino, incluso, las gracias
sobrenaturales. Ahora bien, la vanidad espiritual es la peor de todas y
prueba con un signo cierto que esas gracias no vienen de Dios o que Él ya
no las concederá. Porque así es imposible entrar en su Reino.
Se trata, pues, de practicar la humildad en la medida en que exista
realmente en el alma, a fin de practicarla, de desarrollarla, de arraigaría y
de hacerla progresar. Lo que hemos de encontrar es la fórmula sencilla que
traduzca el hecho y de la cual salga a la vez la humillación. Si, por
ejemplo, rompéis un vaso en la mesa, en vez de decir: «Qué torpe soy;
siempre hago lo mismo», o «El vaso se me deslizó de entre las manos y se
ha roto», etc., decid sencillamente: «He roto un vaso», en tono humilde,
con el sincero deseo de no disminuir u ocultar vuestra torpeza. E incluso,
en ciertos casos, no digáis nada, pero que vuestro silencio traduzca las
verdaderas disposiciones de vuestra alma.
No os esforcéis demasiado por hacer que broten en vosotros
sentimientos de humildad, pero «ejercitaos» tal como hemos dicho, a
menos de que por «sentimientos» entendáis, no gustos sensibles, sino
disposiciones del alma, actitudes espirituales.
¡Oh, qué dispuestos estaríamos a recibir las gracias de Dios si
tuviéramos un juicio recto y exacto sobre nosotros mismos; sobre nuestras
verdaderas cualidades, reconociéndolas sin exagerarlas y refiriéndolas a
Dios; y sobre nuestros verdaderos defectos y nuestras miserias, sin
exagerarlas tampoco, sino viéndolas a la luz de Dios! El orgullo sería
entonces imposible. Los Santos vivían bajo esta luz. Pequeñas faltas que
nosotros consideramos como naderías les parecían enormes a causa de su
altísima idea de la santidad de Dios y de su horror profundo por la menor
imperfección. Y como estaban iluminados de una manera extraordinaria, la
humildad de abyección les confundía cuando contemplaban su miseria y
les hacía pronunciar sobre sí mismos unos juicios que nos asombran.

MANSEDUMBRE

La mansedumbre es una de las virtudes morales más importantes para


la vida contemplativa. Para que podamos dedicarnos a contemplar, nos
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hace falta paz interior y exterior. La mansedumbre sosiega la agitación de
nuestra alma, nos permite conservar esa valiosísima paz interna y externa;
facilita la oración, conversación familiar e íntima con Dios; gracias a ella
podemos escuchar la voz de Dios y seguirla.
Hay en nosotros un poder irritativo y de reacción que nos permite
luchar contra el obstáculo, contrarrestar un mal presente. Es bueno y licito
en sí; sin él, no seríamos capaces de vibrar, nuestra alma se asemejaría a
una tela ajada, inerte, y no podríamos reaccionar sensiblemente contra
ningún mal, ni siquiera contra el pecado.
Pero este apetito que en sí mismo no es malo, fácilmente se
transforma en desordenado y reprensible cuando se enfada uno por cosas
que no lo merecen y por razones que no son buenas. Nace entonces en el
alma un deseo de venganza. Cuando se nos contraría o hiere, padecemos, y
porque padecemos guardamos en el fondo del corazón el secreto deseo de
hacer lo mismo cuando nos llegue la vez.
Conviene así tener mucho cuidado, pues eso es lo peor que hay en la
cólera, y no como contrario a la caridad para con el prójimo, a quien
debemos querer bien, sino por serlo también muchas veces a la justicia. El
terreno es resbaladizo; pues ese deseo de venganza plenamente consentido,
salvo en el caso de parvedad de materia, podría convertirse en pecado
mortal. En un alma piadosa ese sordo deseo de venganza no es plenamente
consentido, pero es inquietante desde un principio: y como una corriente
profunda y semiinconsciente puede inspirar toda nuestra actividad sin que
nos percatemos de ello.
De ahí esos alfilerazos, esas burlas, esas amables ocurrencias que
tienen al final su gotita de amargura ¡Y con qué destreza se capta el
momento favorable para herir, morder o pinchar! Pero no es bueno es
esencialmente contrario a la virtud de mansedumbre y a la intimidad con
Dios en sí mismo. Jamás un alma que guarda ese sentimiento —y ni
siquiera hablo de un gran deseo de venganza, sino de ese deseo que está
como escondido y que ni aún a sí mismo quiere uno confesarse—, jamás
esa alma logrará la paz. Es ése un malestar espiritual muy doloroso y que
impide la plena tranquilidad y el sosiego necesario para contemplar a Dios.
La segunda y más corriente forma de los defectos opuestos a la virtud
de la mansedumbre es la impaciencia, el mal humor. Cuando nuestro juicio
es contrario sentimos irritación, descontento, rabieta. Parece que nos
arrancan algo de nosotros mismos, de nuestra alma: una preferencia, un
gusto por una cosa secundaria que nos agradaba, una determinación que

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habíamos tomado ya…, sentimos la necesidad de demostrarlo por una
manifestación exterior, y de ahí los encogimientos de hombros, la réplica
viva, altiva, la mirada torva.
Entonces es cuando debe intervenir la virtud de la mansedumbre para
paralizar el apetito irascible y para reaccionar como una fuerza contra otra
fuerza, para impedir que salga al exterior lo que llevamos dentro de
nosotros. Tenemos que callamos. Ni una palabra. Ni siquiera una de esas
frases que nos parecen tan oportunas, tan justas. No os expliquéis. Callaos.
Si podéis hacerlo, hablad en un tono absolutamente moderado, totalmente
amable. Pero si no sois capaces, callaos para sofocar, detener, comprimir
esa erupción volcánica de la cual no sois dueños.
Para poder entregarnos a Dios en la vida contemplativa, tenemos que
poseernos a nosotros mismos. Un alma que no haya sabido disciplinarse no
podrá lograr la paz. Se tienen más o menos dificultades, según los
temperamentos, pero es preciso que los movimientos tumultuosos sean
dominados por largos y pacientes esfuerzos. De lo contrario, siempre está
uno ocupado en enfadarse o en haberse enfadado. Siempre está uno
dedicado a rumiar en su mente las cosas dichas, por decir o que hubieran
podido decirse, y la pobre alma no logrará salir de ahí. Es una madeja que
no puede devanarse; apenas acabada, vuelve a empezar. Resulta imposible
ocuparse de Dios durante ese tiempo. Todo el lapso de la oración
transcurrirá en esta discusión interior con el que nos hirió. Y es una pena
muy grande perder la propia oración. Al final, nos diremos: «¿En qué he
estado pensando? He sido desdichado, he sufrido y no he orado porque no
he sabido dominar esta pasión, esta corriente subterránea que se lo ha
llevado todo.»

AMOR A LA CRUZ

¿No era preciso que Cristo padeciera y entrase en su gloria? (Lc 24,
26.)
Si pudiéramos comprender de un modo práctico el valor del
sufrimiento, no ya considerado en sí mismo, sino aceptado por amor, y en
unión con Nuestro Señor habríamos comprendido casi todo el misterio del
cristianismo. El sufrimiento es necesario para nosotros, pobres criaturas a
quienes trastornó tan profundamente el pecado original y que aún
aumentamos ese desorden con nuestro pecado. Posee el maravilloso
secreto de purificamos devolviendo nuestras facultades a su primitiva
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pureza mediante un doloroso proceso. Nuestra vida es como un tapiz mal y
largamente entretejido que es preciso deshacer y rehacer por completo;
como una masa de arcilla que hubiera tomado toda clase de formas, todas
las cuales dejaron en ella algo de sí mismas y cuyas huellas han de
borrarse ahora una tras otra. Es ésta una refundición que ha de realizarse
por el fuego de la penitencia, del arrepentimiento, dolorosa detestatio
peccati, por la dolorosa detestación del pecado cometido.
Al mismo tiempo, el sufrimiento nos fortalece cuando es con amor.
No es posible que este trabajo se haga sin una poderosa reacción de
nuestra voluntad. Todas nuestras facultades se encabritan contra el aguijón,
pero no queremos qua a él escapen y su acción torna a nuestra voluntad
fuerte, ágil, dócil y humilde en las manos de la Voluntad divina,
ordenadora de todo, y le devuelve algo del vigor de aquel don de
integridad que el primer hombre perdió al mismo tiempo que la Gracia.
Hay que realizar un esfuerzo para permanecer sobre el yunque
mientras llueven los golpes; para no apartarse de la Cruz: Christo vonfixus
sun cruci. Es preciso resistir largas horas clavado en situación de víctima
tanto tiempo como Dios quiera. Pues Dios no es como los cirujanos
terrenales que insensibilizan a sus enfermos. Él, por el contrario, no nos
duerme, sino que a menudo hace más aguda y más dolorosa esa
penetración del sufrimiento en lo íntimo de nuestro corazón hasta sus
últimas fibras.
No puede adormecemos. No conviene. Jesús no estuvo aletargado en
la Cruz. E incluso, por un acto libre de su voluntad humana, en perfecta
armonía con la voluntad divina, no quiso que los goces de la visión
beatífica repercutiesen en sus facultades sensibles. A este respecto, su alma
contenía como dos mundos casi cerrados entre sí. Toda su alma padecía y
toda ella era dichosa. Jesús sufrió con toda su alma, fue así el Varón de
dolores, y, sin embargo, jamás perdió la visión beatífica. ¡Qué misterio y
qué realidad esta de gozarse al mismo tiempo en sus propios sufrimientos
y en sus humillaciones!…Y así sucede a todas las almas que Jesús llama a
su intimidad, empezando por su Santísima Madre Nuestra Señora de los
Dolores. ¿Qué alma ha gozado más de la intimidad de Dios que nuestra
dulcísima Madre? ¿Y qué alma ha sufrido más? ¡Cuánto sufrió, Ella, que
era tan pura! Y todos los Santos… Esta gracia de alegría sólo la gozan
quienes beben el cáliz hasta las heces. Si no se ponen en él más que los
labios, no se encuentra en él más que amargura. Pero si se tiene el valor de
ir hasta el fin, aunque se muera en el camino —como decía Santa Teresa
—, se llega a la intimidad de Dios y se rebosa de alegría.
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Sin duda que algunas veces nos hemos sentido iluminados sobre el
sufrimiento, pero cuando nos encontramos frente a un dolor amargo,
repugnante, al cual querríamos escapar a cualquier precio, necesitamos de
todo nuestro espíritu de fe para mantenemos allí sin chistar, como Jesús,
con Jesús y por Jesús.
¿Creéis que se ama, mientras no se ha sufrido?… Podríamos soportar
razonablemente muchos sufrimientos, pero los evitamos por cobardía, pues
nuestra naturaleza tiene un ingenio extraordinario para encontrar razones
que no lo son, a fin de engañarse a sí misma y de pasar a su lado.

PACIENCIA

Puesto que la paciencia es una gran virtud de los educadores y puesto


que nosotros somos en gran parte nuestros propios educadores, mantened
en paz vuestra alma lo más posible. La agitación, el desasosiego y la
inquietud nada bueno producen. Tenemos que evitarlos. La paz interior es
el primero de los bienes. Sin ella, los demás llegan a ser casi inútiles. Da
pacem Domine, Pace vobis.
Indudablemente, la paciencia es una virtud que no hemos encontrado
en nuestra cuna. ¿Qué hacer, pues? Pedírsela a Dios. Él nos la dará, quizá
gota a gota, pero nos la dará. Eso basta. Cuando la prueba se prolonga, la
cruz nos pesa mucho. Querríamos que nos la quitasen. En el fondo, sin
embargo, si Dios nos escuchase, no hay duda de que la añoraríamos luego,
La máxima de San Francisco de Sales: «No pedir nada, no negar nada»,
volvería a nuestra memoria. Lo que hemos de hacer es orar para obtener
cuando menos la gracia de la paciencia: es vivir día por día, momento por
momento, sin añadir al sufrimiento del instante los sufrimientos del pasado
y los sufrimientos del porvenir. Nuestra pobre alma no puede soportar
tanto a la vez. Apiadémonos de ella.
Si vuestra paz está un poco alterada, haced lo que dependa de
vosotros para restablecerla, pero suavemente, no a viva fuerza. Empezad
por ahí. No habléis, no, no actuéis, salvo en caso de urgencia, mientras no
esté todo dentro de vosotros en perfecto orden. Ése era el método de San
Vicente de Paúl. Os encontraréis así muy bien.

21
LA FE

Agradar a Dios lo es todo para nosotros. Aun cuando tuviéramos


todas las riquezas del mundo, aun cuando fuéramos admirados de todos, si
nosotros no agradábamos a Dios, todos esos honores y todas esas
admiraciones nada valdrían. Pero si Él está contento de nosotros, si gusta
de venir a visitarnos, para descansar en nuestro corazón, si se complace en
nosotros… ¡oh!, entonces, todo está ganado, y las cosas de este mundo, a
su vez, ya nada valen.
Nuestra mayor sabiduría debería ser, pues, la de procurar agradar a
Dios en todo, siempre, por todas partes, cada vez más, de tal modo que
fuera cautivado por el encanto de nuestra alma. ¿Cómo lo haremos? San
Pablo nos lo dice, o al menos nos indica uno de los medios indispensables:
«Sin la fe es imposible agradar a Dios».
Cuando queremos emprender la conquista de Dios, tenemos que
empezar por ahí. La fe es la adhesión firme de nuestra mente a la palabra
de Dios. Por la fe sometemos nuestra mente, nuestro corazón, nuestra
voluntad. Proclamamos que Dios es la Verdad misma, que es verídico e
infalible, y eso le agrada. Le honramos. Un maestro se alegra de que sus
discípulos le crean, incluso cuando no entienden lo que dice. Un padre se
siente contento de que sus hijos tengan confianza en él. ¡Y qué
enriquecimiento para nuestra inteligencia, qué comunión en la verdadera
Ciencia de Dios! ¡Él ve, nosotros creemos!
Si un alma verdaderamente iluminada por la fe descansa en todo en
los brazos de su Padre, y ve la Voluntad de Dios en cada uno de los
pequeños deberes del momento presente, ¿cómo no ha de agradar a Dios?
Durante todo el día está como al acecho para descubrirlo en las mil
naderías, en los mil detalles que componen su vida. Supongamos que esta
alma vaya directamente a Dios escondido bajo la especie del pequeño
deber presente. Su mirada no se detiene en la envoltura de las criaturas,
sino que va a la Mano que sostiene todo, que gobierna todo con suavidad y
firmeza; para ella, el mundo no es más que una especie de transparente, y
comulga cada instante en la voluntad de Dios. ¿Cómo no ha de agradar a
Dios esta alma?
Pongamos otro ejemplo. La fe nos dice que toda alma en estado de
gracia posee a la Santísima Trinidad en el fondo de su corazón. Pues aquí
tenemos un alma que vive de la fe. Si se pone en oración, irá directa a ese
santuario interior en donde Dios se esconde y se da, a la Santísima

22
Trinidad que mora en ella. Adorará, alabará, amará, escuchará a su Dios, le
hablará; tratará, por descontado que a su medida, de comulgar en esta vida
divina, de decir el Verbo con el Padre, de exhalar el Espíritu de Amor que
procede del Padre y del Hijo, y de volver al Padre y al Hijo con ese mismo
divino Espíritu. Se olvidará de sí misma, olvidará el mundo y, liberada de
las criaturas, se complacerá en esta sociedad, gustará de vivir en ella, y no
saldrá de ella sino con pena, algunas veces sin haber experimentado nada,
pero lo más a menudo iluminada, reanimada, fortificada. Habrá sabido
agradar a Dios.
¡Qué incomparable fuerza es para nuestra voluntad saber que el más
pequeño de nuestros sufrimientos, que la más pequeña de nuestras
oraciones no puede perderse! Ved la diferencia entre un alma de fe
mediocre y otra que cree en el valor del silencio, en el poder del
recogimiento, en la posibilidad de la unión íntima con Dios, en un gran
secreto, sin pretensiones, sin orgullo. En el primer caso, nos arrastramos;
en el segundo, volamos y nuestra alma llega a ser cada vez más agradable
a Dios, porque lo que le agrada no es nosotros escuchemos su mandato
sino que lo cumplamos. Si queremos agradar a Dios, seamos almas de fe,
de fe sencilla que nos penetre por entero. Juzguemos los acontecimientos a
la luz de la fe, lo mismo que las pruebas y que las alegrías. Toda flojedad
en la vida espiritual viene de la falta de espíritu de fe. Cuando se siente
desaliento, cuando se encuentra uno menos recogido, menos mortificado,
menos generoso al servicio de Dios, es que el espíritu de fe se ha
debilitado. Recobrémoslo desde la base. Perfeccionemos nuestro espíritu
de fe. En lugar de dejamos conducir por la pura razón y algunas veces por
la sensibilidad, rectifiquemos por la fe las impresiones de nuestra
sensibilidad. Cuando esa luz que hiere con sus rayos las últimas fibras de
nuestro corazón nos haya hecho alcanzar la transformación completa,
habrá llegado el triunfo de la fe. La fe inspirada por la caridad nos modela
a imagen y semejanza de Jesús, hasta el punto de que Dios cree ver en
nosotros a su Hijo.

LA ESPERANZA QUE ENGENDRA EL ABANDONO

¿Cómo no íbamos a tener en el fondo del corazón una esperanza


invencible? Todo el poder de Dios está puesto a nuestro servicio para
conquistarlo a Él mismo.

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Cuantos menos derechos tengo, más espero. No merezco nada, por
eso lo espero todo. Porque Tú, Dios mío, eres bueno.
Nuestra verdadera dicha está escondida en lo que Dios nos da que
hacer o que sufrir en el momento actual; buscarla en otra parte es
condenarse a no encontrarla nunca.
Lo que dios quiere de nosotros es el abandono filial y lleno de
confianza. Apartad de vuestro espíritu toda preocupación por el presente y
por el porvenir, y, por tanto todo lo que pueda impedirle ocuparse de Dios
actualmente. No toméis las cosas por lo trágico; basta con que las toméis
muy en serio. De ordinario, no son tan negras ni tan blancas como parecen.
Poned mesura en todo. Pensad que la Providencia conduce todo suaviter et
fortiter, apoyándose unas veces en la primera palabra y otras en la segunda.
Haced como Ella; no tenemos mejor modelo.
En cuanto a vosotros, tomad las cosas en el punto en que están sin
volveos atrás. Dejad el pasado al pasado. Id derechos al deber presente.
Repetíos sin cesar la frase de San Pablo:
«Dios hace concurrir todas las cosas para el bien de los que le aman.
Amad, pues, a Dios, o al menos tened un sincero deseo de amarlo; eso
basta. Conservad la paz.
Nada podemos más que bajo la dependencia de Dios. Nuestra dicha y
nuestra grandeza consisten en tenerlo todo de Él. Yo le digo a menudo mi
alegría de no tener ningún derecho sobre Él, pues si lo tuviera, no le
debería tanto a su misericordia. Me encanta pensar que no me debe nada.
Si yo tuviera algún derecho, no podría ser tan audaz, no estaría tranquilo.
Nuestro Señor os dará su amor, pero quizá no de la manera que os
imagináis. Es mucho más sencillo. No esperéis nada sensible… Os
transformará, pero poco a poco. No os preocupéis en absoluto de las
pruebas del porvenir. Vivid al día. Hallad vuestra dicha en lo que tengáis
que hacer o que soportar hoy. Verdaderamente que ahí está, aunque no la
paladeéis.
No os preocupéis de la cantidad de sufrimientos que Dios haya de
enviaros. No serán más que sufrimientos. Haced los sacrificios que se
presenten hoy, lo mismo mañana y así sucesivamente.
No queráis la perfección de un solo golpe. No es ésa la manera
habitual de proceder de Dios. Lucha lenta, paciente, progresiva. Esos
esfuerzos darán sus frutos como prueba de amor para con Nuestro Señor.
Los darán poco a poco, paulatinamente. No os desaniméis ante la

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inmensidad del trabajo. No se trabaja bien cuando se agita uno so pretexto
de que hay mucho que hacer.

EL AMOR

Pedid a Santa Teresa del Niño Jesús el amor sencillo, confiado,


generoso y que sonríe a Dios. Es su gracia particular. ¡Qué espíritu de
sacrificio y qué amor sin consuelo sensible los suyos! Rogadle que os
enseñe a amar a Dios confiados y en total abandono a su dulce Voluntad de
Padre.
San Francisco de Sales dice que para aprender a amar a Dios no hay
más treta que la de amarlo. Y en espera de amarlo hay que hacer «como
si».
Yo te quiero, Dios mío, pero no lo bastante. Tu amor es celoso, quiere
el corazón entero. Para que el mío fuese todo tuyo, haría falta que todos
sus movimientos, todos sus impulsos incluso los primeros, no tuviesen otro
principio ni otro término que Tú. Mi poder de amar, no sólo como espíritu,
sino hasta como ser sensible, debería estar orientado únicamente hacia Ti.
En una palabra, sería preciso que el encanto de tu infinita Belleza ejerciese
sobre mi corazón un dominio absoluto. ¿Cuándo llegará el momento, Dios
mío, de que todo mi ser esté sometido al régimen de tu amor?
El amor del alma interior es un amor fiel. Su corazón pertenece sólo a
Dios y para siempre. Dios ruede esconderse, incluso puede parecer que la
desdeña, que la desprecia, que la rechaza, pero no por eso deja ella de
amarlo. Porque Él sigue siendo Dios y su Dios. Él es siempre digno de
todo afecto y de todo amor. Y eso le basta. Tal vez el alma sienta que el
aguijón de una misteriosa inquietud la penetra hasta lo más íntimo: «¿Me
ama mi Dios?» Pero no espera la respuesta Pues cualquiera que sean las
disposiciones de su Dios para ella, sabe que debe amarlo, amarlo siempre,
amarlo cada día más. Y eso sigue bastándole. Ama, pues, y más que nunca.
Lo que mejor señala la fidelidad de tu Esposa, ¡oh Dios mío!, es la perfecta
serenidad con la que permanece allí donde la pusiste y en el estado interior
en que quieres que esté. Sabe que Tú la quieres así; y no le hace falta nada
más. Seguirá estando donde está todo el tiempo que te plazca. Como la
paloma, no se mueve; espera. Y en esta solitaria espera canta su dulce
cantar. Cantar que siempre es el mismo. Unas pocas palabras, unas pocas
notas; eso es todo. ¡Pero cómo agrada a tu Corazón ese cántico de amor
que nunca termina! Sea cual sea la estación, haga el tiempo que haga,
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fuera o dentro, nada lo interrumpe: «Te amo, Dios mío… ¡Tú eres el Dios
de mi Corazón! Mi Dios y mi Todo…»

MORAD EN CRISTO

Morad en Mí
Morad en Mí por el recuerdo y por la mirada de vuestra alma. Vivid
en Mí. Alimentaos de Mí. Procurad conocerme, no sólo desde fuera, sino
desde dentro. Leed hasta el fondo de mi Corazón. No os canséis de esta
tarea. Que ella sea vuestro único negocio, la ocupación total de vuestra
vida. Persistid en ella como fuente de toda luz, de toda energía, de toda
alegría. Uníos fuertemente a Mí por el amor.
Seréis así firmes y fuertes con mi firmeza y con mi fuerza. Nada
podrá turbaros o agitaros, sino superficialmente y, sobre todo, nada podrá
separarnos, salvo el pecado. Y cuando éste os amenace, apretaos más cerca
de Mí con un amor más generoso y más ardiente. Y lejos de perjudicaros,
esa prueba no habrá hecho más que fortalecer nuestra unión.
Y Yo en vosotros
— ¿Cómo moras Tú en nosotros, Jesús?
—Yo estoy en vosotros como un amigo en casa de su amigo, como
un huésped en casa de su huésped. Me he adueñado de vuestro corazón.
He arrojado de él todo afecto rival del mío. Es mío; es para Mí por quien
no cesa de latir. Soy Yo quien lo mueve. Soy el peso que lo arrastra, la
fuerza que lo acciona, la luz que lo dirige y le indico el camino por el que
debe avanzar. Lo he transformado espiritualmente en mi propio Corazón.
Ama lo que Yo amo. Rechaza lo que Yo rechazo. Quiere lo que Yo quiero.
Es como mi propio Corazón, y lo es un poco más y un poco mejor cada
día. Estoy, pues, dentro de vosotros en lo más íntimo de vosotros mismos.
En un cierto y muy verdadero sentido, aún soy Yo más vosotros que
vosotros mismos por ese amor que os ha transformado en Mí. Mi apóstol
dirá: «Vivo jam non ego…» Es eso exactamente, o también: «Qui adhaeret
Domino, unus spiritus est…», un solo espíritu; por consiguiente, un solo
corazón, y, si queréis, para siempre.

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BAJO LA MIRADA DE DIOS

Tu mirada, Dios mío, no es sólo agradable, es benéfica. No nos


encuentra amables, nos hace amables. Mirar con amor y crear y enriquecer
al ser que creaste es una misma cosa para Ti, Dios mío. Que tus miradas se
dignen volverse hacia mi alma y posarse dulcemente sobre ella… Nada es
tan grato para mí como saber que estoy así siempre bajo tus ojos. Me
parece que debo mantenerme en el más profundo respeto y en la más
humilde modestia. Pero también, ¡qué luz no encontraré yo en tu mirada!
Ilumina mi camino. Me enseña el verdadero valor de las cosas y me hace
ver si son para mí obstáculos o medios. Y, a mi vez, me permite iluminar a
los demás. Sin ella ya no sería más que tinieblas. ¡Oh mirada de mi Dios,
querría fijarte en mí para siempre!
Tu mirada, ¡oh Dios mío!, no es una mirada exterior al alma; es
interior, íntima. El alma tiene la impresión de ser penetrada por ella como
desde dentro y hasta el fondo. Esto es certísimo. Esa mirada eres Tú
mismo, Dios mío, que vives en el alma y que la iluminas a un mismo
tiempo sobre Ti, sobre ella y sobre todas las cosas. El alma tiene
conciencia de esa iluminación interior. Se parece a un cristal purísimo que,
expuesto directamente al sol, fuese atravesado por sus rayos luminosos, y
que lo supiera. Pero ésa es una comparación muy débil. Porque el alma es
espíritu. Y Dios es espíritu. Y nada puede dar una idea exacta de lo que
sucede en el orden de la luz, cuando Dios invade el alma y la llena de sí
mismo. ¡Él, que es la Verdad! ¡Dichosa el alma sin defecto y sin mancha a
quien los rayos divinos puedan iluminar plenamente! ¡Es tan dulce ver así
a Dios en si mismo!… Es ya un poco de cielo.

A LA SOMBRA DE LA EUCARISTÍA

El alma interior, dichosísima por ser amada tan profundamente por


Cristo Jesús, quiere testimoniarle a su vez el afecto que le profesa. Sabe
que ahora Él habita en el Tabernáculo. Y, atormentada de amor, se retira
allí cada noche para adorar, alabar, gemir, sufrir, orar y amar, muy cerca de
Él, en el silencio del corazón.
El alma interior entra en sí misma, cierra la puerta del santuario y se
queda completamente sola con Dios. Quedan verdaderamente cara a cara,
quedan, sobre todo, en una divina presencia de corazones. Al alma le
parece, y es verdad, que ya no tiene que hacer sino una sola cosa: amar. Y

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ama horas enteras, sin cansarse. Si pudiera, se quedaría allí siempre, para
amar siempre.
Mientras el alma interior dialoga con Jesús, al pie del Tabernáculo,
vuelve a su mente el recuerdo de sus actos del día. Se pregunta si todo ha
estado bien. Vislumbra los defectos que se le escaparon en el momento de
la acción. No dijo bien aquella palabra, no hizo bien tal gestión, no aceptó
de primera intención y con alegría aquel sufrimiento o aquella
contradicción. Se ve entonces carente de gracia ante los ojos de su Amado
Salvador. Lleva algunas manchitas en las manos y en el rostro. Y ello le
duele, sobre todo por Él, que merecía ser mejor amado y mejor servido.
Unas lágrimas de pesar le suben desde el corazón hasta los ojos.
Comprende que para reparar es menester amar mucho más. Y bajo el
aguijón del dolor, su amor por Jesús se aviva, es más fuerte y más ardiente
que nunca; su llama es purificadora. Y así como el fuego hace desaparecer
las menores huellas de orín, el ardor de la caridad borra también hasta las
más mínimas imperfecciones. El alma interior no ignora este proceso y se
alegra de él. Pues siente entonces que la paz perfecta vuelve otra vez a
asentarse en el fondo de si misma.
¿Qué hay de más dulce para el alma interior que la sombra de Jesús-
Hostia? Es allí donde desea sentarse la Esposa, y donde, por otra parte, la
espera Él. Hay una sombra espiritual de la Custodia, como también la hay
del Tabernáculo. No todos la ven ni todos se ocultan en ella. Pero quienes
saben acogerse a ella, descansan allí embelesados. Pues en silencio y en
paz se alimentan con un fruto dulcísimo; comen un pan sustancial, él
mismo Cristo Jesús. Y poco a poco ellos mismos se mudan en ese Divino
alimento. Son metamorfoseados y se transforman en Jesús. Sus apariencias
siguen siendo las mismas o casi las mismas, pero lo que en ellos hay de
más íntimo y de más profundo se convierte en algo muy distinto. Es Él
quien piensa, habla y obra por ellos; es Él quien vive por ellos. ¿Puede
haber nada más dulce para el alma que verse así transformada en su
Salvador gracias a la sombra de la Hostia?

MARÍA, NUESTRA MADRE

María es, verdaderamente, nuestra Madre. Nos da la vida, la protege


y la defiende. Su papel maternal consiste especialmente en hacer nacer en
nosotros a Jesús. No puede darlo a quien no está preparado, pero Ella
misma hace precisamente esta preparación. La donación exterior del Niño

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Jesús, que tan a menudo ha sido hecha en favor de los Santos, no es más
que un símbolo de esta donación real. De no ser así, ¿para qué hubiera
servido este gesto, por dulce que fuera, si se hubiese mantenido puramente
exterior?
Considerar a la Santísima Virgen como a nuestra Madre, como la de
cada uno de nosotros en particular. Habladle como a una persona viva. En
ese grado de intimidad puede haber infinitos matices, como los que
hallamos en los Santos; podemos pertenecerle por diversos títulos.
María es vuestra Madre. Haced todas vuestras acciones por su gracia,
en su amable compañía y bajo su dulce influencia. Pensad en Ella al
comienzo y renunciad a vuestras maneras de ver y de querer para adoptar
las suyas. Intentadlo. Perseverad. Pedidle que os conceda a Jesús y que dé
a Jesús vuestras almas.
Es práctica excelente la de ofrecer los sentimientos íntimos de
Nuestro Señor y de la Santísima Virgen sin detallarlos, puesto que no los
conocemos.
En los momentos de cansancio, descansad sencillamente junto a
vuestra Madre Celestial. Vivid bajo la mirada del Divino Maestro y de su
Santísima Madre. Tened confianza en su afecto por vosotros; gustad de
decírselo a menudo.
Es menester que nuestro corazón, que necesita ser fuerte, siga siendo
dulce. Sed a un tiempo dulces y fuertes: no se pueden dosificar
matemáticamente fuerza y dulzura, ternura y firmeza. Eso es todo un arte.
La Santísima Virgen lo poseía. Ella sabía que el amor se prueba por el
sacrificio, por las obras, y que la mejor prueba de amor que podemos dar a
Dios y a las almas es nuestra propia inmolación.
Podemos ganarlo todo desarrollando nuestra devoción a María ¡Qué
hermoso modelo y qué buena Madre! No se sintió ligada a nada en este
mundo. Estuvo totalmente transformada en Jesús y por Jesús, que le
comunicó sus virtudes y su vida.
Y esta vida fue una vida totalmente escondida en Dios. Ella no vio
más que a Él, no quiso más que a Él. Su alma lo aspiraba y lo respiraba a
cada instante. En el fondo, no constituía más que un solo ser con Él. Qui
adhaeret Domino, unus spiritus est. Dios vivía en Ella. Ella vivía en Él.
Todo eso fue verdad. Pero todo eso estuvo oculto.

29
HALLAR A CRISTO EN SUS MANOS

Hay Santos sobre la tierra, incluso en nuestros días, y Tú vives en


ellos, ¡oh Jesús!
Sus ojos son como tus ojos; su mirada como tu mirada; su corazón,
como tu Corazón. Es bueno encontrarse sobre el propio camino a otro que
es como Tú mismo. Se siente uno feliz con sólo verlo y con sólo hallarse
cerca de Él. Pero, ¿qué decir de su intimidad? Habla poco. Escucha con
gusto. Sobre todo, ama mucho. Comprendemos, sentimos que es así. En su
compañía experimentamos la necesidad de callarnos, de recogernos y de
hacer oración. No atrae hacia él sino hacia Ti. Está allí, y casi le
olvidamos, como él se olvida de si mismo. No sólo hace pensar en Ti, sino
que acerca a Ti, une a Ti. Ésa es su gracia. Parece que una virtud
misteriosa se escapa de su corazón, se apodera del nuestro y lo arrastra
hasta tu Divino Corazón. Empezamos a comprender lo que es amarte y qué
dulce es hacerlo en comunión con los Santos. Lo que causa también el
encanto de la mirada de los que te aman es su pureza y su arrebatadora
sencillez. Es clara, límpida, luminosa. Como no viene de la carne, la
ignora. No sólo no la mira, sino que no la ve. Nos percatamos de ello, y si
verdaderamente tendemos a la perfección, nos alegramos. Esa mirada hace
bien. Se diría que comunica algo de su pureza. Se siente uno elevado,
ennoblecido, liberado y como espiritualizado. De pronto se nos abren unos
horizontes desconocidos. ¡Cómo transforma todo el amor de Dios! ¡Oh!
Ese amor, ¿quién nos lo dará? ¿Quién nos devolverá esa verdadera
libertad? ¡Con qué ardor la esperamos de tu bondad, Dios mío!

EL ESPÍRITU DE ORACIÓN

La oración es, según la definición de Santa Teresa, un íntimo


comercio de amistad en el que el alma dialoga a solas con su Dios y no se
cansa de expresar su amor a Aquel de quien sabe que es amada.
A solas con nuestro Dios, decirle que le amamos: eso es la oración.
De ahí deriva esa clara visión de la inteligencia, que nada vale sin espíritu
de oración, esa inclinación constante de toda alma, corazón, inteligencia y
voluntad, a dialogar con Dios.
Dios es poco conocido. Pero todavía es menos amado. En esta íntima
conversación es cuando el corazón adquiere un afecto sólido y profundo

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hacia Él, un afecto que crece sin cesar. Toda vuestra ocupación ha de ser
así, la de encontraros a solas con Él.
Todo debe de hablaros de Él, el grano de arena que pisáis, el arroyo
que fluye, la flor que se abre bajo vuestra mirada, el pájaro que trina, la
estrella que brilla en el firmamento por la noche, un sufrimiento, una
alegría, una orden. Todo debe de haceros pensar en Él, encaminaros hacia
Él. Debéis verlo por todas partes. Tiene todas las cosas en sus manos. Os
tiene entre sus manos. Os envuelve por todas partes, os penetra. Continúa
la creación, os crea. Más que eso, habita, por la gracia, en el fondo de
vuestro corazón.
No se contenta con hacer de nosotros sus hijos, sino que vivir en
intimidad con nosotros. Está muy dentro de todos nosotros para que
nuestro corazón pueda amarlo como se ama a alguien que está
verdaderamente presente. Y toda vuestra ambición debe ser así, la de
penetrar en lo íntimo de Dios por vuestra inteligencia, para conocerlo no
sólo en sus obras, sino en Sí mismo, al menos en tanto en cuanto ello es
posible, y permitirle que en el recogimiento y el silencio os abra los ojos y
os hable. Dejadlo que os instruya. ¡Oh, sí!, lo hace cuando dice: «Yo soy la
Riqueza, la Misericordia, la Sabiduría. Yo soy el Bien, la Verdad, la Vida,
la Belleza, la Bondad, el Amor. Yo soy Todo y, a la vez, somos Tres para
seguir siendo todo eso en la intimidad más perfecta y más profunda, sin
que nada nos distinga uno de otro, si no son las relaciones originarias que
nos constituyen.»
Dejad, pues, que vuestro corazón se dilate en el amor. El amor divino
es una cosa misteriosa. No podemos dárnoslo por nosotros mismos, pero
Dios lo vierte en el alma silenciosa, en el alma de oración. Sin duda que
ese amor no siempre es consciente y sentido, pero ¡qué real es! Y entonces
quiere dirigirlo todo, invadirlo todo; está presente siempre como un puntito
rojo, como una chispa. Es ese puntito de fuego del que habla San Juan de
la Cruz que cae en el alma, la abrasa y prende en ella un gran incendio.
Vosotros debéis emprender la busca de Dios, llamarlo, correr tras Él y
decirle sin cesar, de la mañana a la noche: «¿Dónde estás, Dios mío?
Entrégate a mí; yo te deseo, te llamo, te busco, necesito de Ti. Tú no
necesitas de mí para ser dichoso, pero yo no lo soy sin Ti. Mi corazón ha
sido hecho para Ti y vivirá en la inquietud mientras no descanse en Ti.
Sufre cuando se da cuenta de que no te ama, de que no te posee por
entero.» Ese es el espíritu de oración: un continuo intercambio de
conocimiento y de amor, un cara a cara, un diálogo de corazones. ¿Hay
una vida más bella que ésta? Para eso os retiráis del mundo y se os impone
31
el silencio. Pues quien está distraído por los ruidos de fuera, no oye la voz
interior; es imposible.
Porque el silencio es preciso a causa de la libertad que da al alma de
escuchar a Dios de hablarle, de contemplarle; porque es necesario y porque
vosotros debéis de practicarlo. No os contentéis con el silencio exterior,
sino asegurad el interior. Haced callar la imaginación, lo que os ocupe y os
preocupe, lo que tengáis que hacer; dejad caer todo eso. Desligad el
corazón de las mil naderías inútiles que lo agobian.
Sacrificad todo, y entonces seréis libres. En el fondo, si ya no os
amáis a vosotros mismos, amaréis más, amaréis necesariamente a Dios. El
amor os elevará y os unirá. Vuestra vida será una vida de oración es decir,
una vida de conversación con Dios, siempre más y siempre mejor amado.
No busquéis otra cosa. Que vuestra vida sea una vida retirada; imitad a la
Santísima Virgen. ¿Qué hizo Ella, durante todos sus días, sino dialogar con
la Santísima Trinidad? No vivía más que para su Jesús, no pensaba más
que en su Jesús, su Dios y su Hijo. Era también la verdadera Esposa del
Cantar. Vivía de oración; Incluso puede decirse que murió en oración. Un
alma de oración se recoge, se separa, se desliga, se mortifica, renuncia a sí
misma para encontrar a Dios; pero, por otra parte, esta alma da a Dios. Un
centro de luz ilumina, un manantial de energía se difunde, un foco de amor
abrasa. No tenéis necesidad de inquietaros ni de buscar cómo sucederá eso.
Pues por el hecho mismo de que seáis un alma de oración, contaréis entre
esas almas verdaderamente mortificadas y apostólicas, que difunden en el
mundo un poco más de conocimiento de Dios, un poco más de caridad.

LA CARIDAD PARA CON EL PRÓJIMO

Sin la bondad que da la caridad, no puede existir el consuelo. Si


vamos a visitar a alguien que no sufre, no comprenderá nuestras penas;
nuestras confidencias le fastidiarán y sentiremos que nuestros sufrimientos
no han sido compartidos. Si visitamos a alguien que sufre, insistirá sobre
sus propios males; tan sólo las almas verdaderamente caritativas
comprenden y comparten así las penas de los demás. No buscan las cosas
que consuelan, sino que, como dice San Pablo, se hacen todo para todos.
A pesar de nuestra buena voluntad, solemos hacernos sufrir
mutuamente, nos rozamos y nos herimos sin querer, pero de modo muy
real: In multis offendimus omnes. Tenemos que ser fuertes para inmolamos
por la salvación de nuestros hermanos, para llevar nuestra cruz y para
32
llevar la cruz de los demás. Tenemos que ser fuertes para continuar
amando con todo nuestro ser a nuestros hermanos y a nuestro Dios. Si nos
esforzamos para adquirir, por actos multiplicados de caridad, más pureza,
más simpatía y esa generosidad que no se paga de palabras ni se alimenta
de ilusiones, sino de inmolaciones y de sacrificios, nuestro corazón llegará
a ser cada vez más semejante al de la Bienaventurada Virgen María.
Nosotros valemos, sobre todo y ante todo, por el corazón. «A la tarde
(de la vida) te examinarán en el amor». Dios nos preguntará cómo hemos
empleado ese poder de amar. Pues en definitiva, lo que nos clasifica no es
la inteligencia, sino el amor. Si durante toda nuestra existencia hemos
procurado hacer flexible nuestro corazón, llenarlo de mansedumbre y de
comprensión, nuestro poder de amar llegará a ser fuerte, vigoroso, capaz
de llevar las más pesadas cruces.
Tratad de agradar a todos y en todo. Haced todos los pequeños
servicios que podáis.
Reflexionad antes de hablar y de obrar para evitar lo que se llama la
proyección del propio yo sobre el yo de los demás, lo cual falsea el punto
de vista.
Disminuid los defectos, reales o no, y agradad las cualidades.
Llegaréis así a ver con exactitud, es decir, como Dios. «Señor, haz que yo
vea como Tú, para que ame como Tú amas».
Poneos sobre los ojos los espejuelos de la caridad. No os importe que,
a veces, haya un pequeño error objetivo; el daño nunca irá muy lejos.
Tratad de hallar siempre a los demás buenas intenciones. Más vale
equivocarse en este sentido que en el otro.
Toda comparación puede ser odiosa si obliga a sacrificar sus
términos. No lo hagáis. Poneos en el penúltimo lugar sin pensar en el
puesto y el valor de los demás.
No discutáis cuando sepáis que de ello no resultará ningún bien.
Entendeos sobre el terreno de la generosidad y de lo sobrenatural,
Pequeñas concesiones pueden hacer grandes bienes, sobre todo cuando se
trata de almas que tienden a un gran ideal sin verlo siempre del mismo
modo. Dilatentur spatia caritatis (la caridad ensancha los corazones) y los
libera. Tratad de poner lógica en vuestro pensamiento, luego en vuestra
vida. En cuanto a ponerla en el pensamiento de X… o de Y…, eso es cosa
de Dios. Pedídselo y conservad la paz.

33
Los juicios caritativos son, muy a menudo, los más cercanos verdad.
Lo mejor sería no juzgar en absoluto, ni siquiera interiormente, o juzgar
con una real indulgencia.
Procurad ver la parte de verdad que hay en las afirmaciones de los
demás antes de hacer ninguna reserva. No hagáis más que las críticas y las
observaciones que cueste mucho hacer. Y aun entonces, aseguraos de que
hay esperanza de fruto, al menos en el porvenir, y si no, absteneos de
momento.
Dejad a cada uno la impresión de que tenéis de él un gran concepto.
Borraos lo más posible, pero sin parecerlo. Poned delante a los demás.
Dadles ocasión de hablar e interesaos en lo que dicen.
Nuestro celo debe ser ardiente, pero iluminado. Si comprobamos que
es apasionado, deberemos moderarlo, pues tiende a ser ciego en la medida
en que es apasionado. Ése es el consejo de la razón y de la experiencia.
No os detengáis en las causas segundas, de los actos o de las
intenciones ajenas, sino ved más arriba a Dios, que os pide humildad,
paciencia y caridad.
Debernos distinguir siempre lo objetivo de lo subjetivo, lo exterior de
lo interior. Pues dejada aparte la responsabilidad anterior, eso es lo que
cada cual quiere y ve en el mismo momento que importa, y eso sólo Dios
lo conoce verdaderamente. Entonces uno está juzgado ya, pero por Él sólo.
He ahí lo que nos hemos de repetir continuamente para comprender, o al
menos soportar, lo que a veces nos parece contradictorio en la vida
práctica.
El alma interior jamás se burla de nada ni de nadie. No ve los
defectos de los hombres ni las minucias de las cosas, o. si las ve, no los
subraya con risa irónica y malvada. Sin duda que algunas veces sonríe,
pero con sonrisa llena de mansedumbre, de benevolencia y de gracia. Por
lo común, su palabra es sosegada, incluso grave. Sentimos que se mantiene
bajo la mirada y en la intimidad de Dios. Sucede así, efectivamente, con
todas sus conversaciones, como con todos sus afectos, con todos sus
pensamientos y con toda su vida.
Sería importante desentrañar lo que repele en nuestra manera de obrar
para corregimos de ello. ¿Qué resonancia tienen en el alma de los demás
nuestras palabras y nuestros actos? Esa es la cuestión.

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SILENCIO Y SOLEDAD DEL CORAZÓN

Mientras haya alguien o algo entre el alma y Dios, la unión perfecta


no será posible. Y es la única que da la verdadera paz. A nosotros toca,
pues, hacer el vacío.
El alma verdaderamente prendada de Dios se complace en vivir sobre
las alturas de sí misma en profunda soledad. No hay en ello, por su parte,
ni melancolía ni misantropía. Hay la clarísima convicción de que para
encontrar a Dios, para hablarle, para amarle, conviene a un mismo tiempo
aislarse y elevarse. Dios no habita más que sobre las alturas o, si se quiere,
en las profundidades del alma. Ahí es, pues, adonde hay que ir para
encontrarlo. Por lo demás, no hay medio más seguro de agradar a Dios y
de obtener sus gracias que ese silencioso aislamiento sobre las cumbres.
Salvo indicación contraria y precisa que venga de Dios, apartad,
pues, de vuestro pensamiento a toda criatura cuando dialoguéis con Jesús.
Dios quiere normalmente un alma «sola». Después de haber pedido por las
almas que os estén confiadas y hablado de ellas a Nuestro Señor, quedaos
solitarios en la oración. Encargad al Señor que pague vuestras deudas y
luego proseguid. Es menester que el recuerdo de X… no sea en vuestra
alma un obstáculo para la Gracia. Pedid a Jesús que os deje participar en el
afecto que Él le tenga, de tal modo que el vuestro venga únicamente de tal
fuente, y todo irá bien. Y destruid sin temor todo lo que sintáis que no
viene de ahí.
Me pongo contento cuando encuentro un alma que padece con el
aislamiento, pero que lo acepta. Nada puede tranquilizarme más, porque
todavía no he conocido una sola que haga progresos en la vida interior sin
pasar por esa prueba. Es dolorosa, pero necesaria. Recordaréis que Santa
Teresa decía que, para tales favores, Dios quiere un alma sola, pura y
ardiendo en el deseo de recibirlos. Entonces parece que tiene uno el
corazón lleno dé lágrimas. Es un sufrimiento profundo, pero… la
recompensa está al: fin.
Un alma que no es solitaria no progresa. No puede subir. Cuando veo
un alma que no es solitaria, me digo: «No pasará, es como un camello
cargado. Es demasiado rica». En cambio, cuando todas las criaturas
abandonan o hieren, el alma está, según la frase de Taulero, como el ciervo
acosado por todas partes, que viendo cerradas todas las salidas y no
quedándole más que el estanque, se precipita en él. Cuando tengáis una
pena, precipitaos en Dios.

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Cuando Dios quiere hablar a un alma, la separa de todo, la hace
entrar en una soledad profunda, y luego pone en su inteligencia algo que
ella ignora completamente. De ese algo misterioso es de donde saldrá en
su momento todo conocimiento explícito, como una traducción a la lengua
humana de las realidades divinas. Traducción que no es arbitraria. Pues
está controlada desde dentro por ese algo que, siendo en si inaprehensible,
es, sin embargo, muy real. Pero aún entonces lo mejor quedará todavía por
decir.

RESUMEN: EL DESPOJO TOTAL

El alma quiere a su Dios a toda costa. Si hay que abandonarlo todo, lo


abandonará todo; si perderlo todo, lo perderá todo. Dejará su manto, que
después de todo no es de ella, en las manos de quienes quieran detenerla.
Renunciará sin dolor a sus maneras propias de sentir, de pensar y de
querer, como a un equipaje pesado y molesto. No pedirá ningún goce a
nada. No pensará ya en ninguna cosa del mundo. No volverá a utilizar las
ideas, sin duda justas, pero deficientísimas, que se hacía de su Dios. Se
contentará con la fe. Y ya no querrá aquí abajo nada más, sino a Él y sólo a
Él.

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CAPÍTULO II

LA ACCIÓN DE DIOS

EL DESEO DE LA PERFECCIÓN

El deseo de la perfección debe ser constante, pues sin ello no se


suman nuestros esfuerzos. En nuestra vida habrá paréntesis, vacíos y,
acaso, algo peor. Cuando un hombre que edifica una casa se detiene en su
trabajo por falta de materiales o de valor para continuarla, tal vez piensa
que cuando tenga valor o materiales no tendrá que hacer sino reanudar en
el mismo punto su interrumpida construcción. Nada de eso. Pues durante
este tiempo habrán intervenido los agentes físicos: la lluvia, el viento, la
nieve, el hielo, el calor, el frío habrán ejercido su influencia. La casa se
desmoronará piedra a piedra, acabará por caer y hasta sus mismas ruinas
perecerán.
Pues así sucede en la vida espiritual, cuando un alma deja apagarse
en su corazón ese deseo de perfección: piensa que ha de poder recuperar
sus ímpetus; pero no, nada de eso, aquella alma desciende hacia el abismo.
Y es que acumula los obstáculos entre ella y Dios. Porque en el
proceso de la perfección, «quien no avanza retrocede». Bien sé que un
alma, a pesar de ésas interrupciones, puede recuperar su fervor y reparar
sus períodos de imprudencia, pues Dios es misericordioso. Pero eso es
misión de la misericordia; y en la vida espiritual hacen falta la sabiduría y
la prudencia. Mirad, si no, las vírgenes prudentes y las vírgenes locas;
también estas últimas amaban, pero su amor no fue lo bastante constante.
El alma que de verdad quiere encontrar a Jesús, iluminada por el
Espíritu Santo, comprende que le importa mucho no perder el tiempo en
vanas búsquedas. Los menores retrasos constituyen para ella una desgracia
o un martirio. Nunca es demasiado pronto para hallar a Dios.

37
EL DESEO DE LA UNIÓN PLENA CON DIOS

Podemos pedir la unión profunda con Dios, pero con una condición:
la de que sea oculta. Conviene que aspiremos a ella. En la unión con Dios
hay varios grados, varias etapas por recorrer. Pero hay que subir siempre.
Podemos crecer constantemente en esta intimidad. Los teólogos, aun los
más severos, dicen que un alma que ha recibido ya algunos valores
místicos puede desear su continuación.
¡Qué puede haber más perfecto que esta unión, puesto que la
perfección consiste en que cada cual vuelva a su principio para encontrar
en él su acabamiento! ¡Qué puede haber más profundo, puesto que todo
sucede en lo más intimo del alma en ese santuario interior en donde habita
Dios! ¡Qué puede haber más puro, puesto que esa unión supone la
armonía, el alejamiento de todo cuanto difiere de quien es la santidad
misma y puesto que se realiza entre dos espíritus! ¡Qué puede haber más
precioso, puesto que por ella Dios se da al alma con todos sus tesoros!
¿Dónde hallar, pues, más luz, más calor, más energía, más paz, más
alegría? «Pero mi bien es estar apegado a Dios».
Indudablemente, no conviene imponerse a Dios; es inútil y es
perjudicial. Invita «de hecho» a quien le place. Pero espera que le
deseemos, que le pidamos, que le llamemos, que le preparemos nuestra
alma por un amor delicado y generoso, constante y abandonado, y tiene
derecho a ello. Ése es, pues, nuestro deber. «Ven, Señor Jesús». Velad
dulcemente y deseadlo siempre en paz.

SU INVITACIÓN VIENE AL ALMA DESDE


DENTRO DE SÍ MISMA

¿Pero cómo esperarte realmente? ¿Dónde estás? ¿Cuál es el camino


que lleva hasta Ti? Y te oigo responderme: «¡Pero si estoy dentro de ti! Si
quieres encontrarme, ven adonde habito y me daré a ti.» «¡Que Tú estás en
el interior, en lo más íntimo de mi alma! ¡Si yo pudiera acabar de
comprender esas pocas palabras! ¡Si supiera separarme de todo,
abandonarme a mí mismo, para adelantarme luego hacia Ti, acercarme a Ti
y llegar al menos hasta la puerta de tu santuario, oh dulce Trinidad!»

38
DIOS ES QUIEN LA ESCOGE Y QUIEN LA ATRAE

Eres Tú quien escoges libremente las almas a quienes quieres


convertir en tu morada permanente, a las que quieres separar de todo,
purificar, enriquecer, elevar, recibir en Ti, dentro de Ti, para que te
contemplen, en cierto modo como Tú te contemplas, para que te amen del
modo como Tú te amas, y para que vivan —imperfecta sin duda, pero
realmente— de tu vida trinitaria. «No me habéis elegido vosotros a mí,
sino que yo os elegí a vosotros…».
Sí, sólo Tú, Dios mío, eres el que empiezas, continúas y acabas esta
hermosa labor. Sin duda que pides el consentimiento y, cuando ha lugar el
concurso del alma. Pero eres Tú quien primero le enseñas que posee en el
fondo de sí misma esa perla preciosa, ese tesoro oculto del Evangelio.
Pues ella ignoraba su verdadera riqueza.
Ella no buscaba la verdadera dicha allí donde está. Vivía sobre todo
en el exterior y del exterior. No vivía en el interior y del interior porque
verdaderamente no sabía. «¡Si conocieras el don de Dios!» Pero poco a
poco le has instruido e iluminado. Y ha empezado a comprender. Sus ojos,
atónitos y embelesados, se han abierto. Unos horizontes totalmente
nuevos, infinitos, le han aparecido con dulce y agradable luz. Y no es que
esta luz, al menos lo más a menudo, se proyecte sobre otras realidades que
no sean las de la fe, sino que casi hace ver y coger estas realidades. Tú,
Dios mío, ya no eres para el alma un ser lejano, confusamente entrevisto,
abstractamente pensado, sino el Dios vivo y presente, la Verdad, la
Belleza, la Bondad perfecta y concreta, la única Realidad que merece
verdaderamente este Nombre. El alma comprende entonces de un modo
práctico que Tú eres su Todo, que no hay nada para ella fuera de Ti y que
la verdadera riqueza es la de poseerte. Y entonces te desea con un deseo
ardiente, imperioso, que le asombra, le aterra y le encanta a un tiempo.

PRESENCIAS Y AUSENCIAS DE DIOS

La vida espiritual, salvo en su última fase, se desarrolla así: Lo


perdemos, lo buscamos y volvemos a encontrarlo: «Estás ahí, Dios mío;
soy feliz al saberte presente.»
Sí, Dios obra de ese modo. Viene y luego se va para que lo
busquemos de nuevo. ¡Oh, cuándo acabaréis de comprender que hemos de
buscarlo por Él sólo y no por el gozo que da su presencia!
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Tenemos que recibir las gracias de Dios sin demasiado entusiasmo
natural para no sentirnos demasiado abatidos cuando la gracia sensible
disminuya. Conservad siempre una gran calma. Dios no actúa sino en la
calma.
Cuando Jesús se esconde, nos tenemos que poner a buscarlo con todo
nuestr0 corazón. No podemos vivir sin Él. Sin embargo, no podemos
poseerlo siempre. Tenemos, pues, que buscarlo, pero que buscarlo sin
tregua.
Lo encontraremos en esa alma entenebrecida a la que iluminamos, en
esa alma entristecida a la que consolamos, en esa alma abatida a la que
alentamos, o en esa alma dichosa de Dios a la que admiramos y a la que
envidiamos.
Lo encontraremos también en el Tabernáculo, en donde se esconde y
en donde se da. Lo encontraremos en nosotros mismos, en el fondo nuestro
propio corazón. Está allí de un modo misterioso, que no es el de la
presencia eucarística, pero que, sin embargo, es muy real. En el fondo, la
manera de encontrar a Jesús, por todas partes, es la de llevarlo con
nosotros mismos por todas partes, lo sintamos o no.
No os canséis de buscar a Dios. Decidle a menudo que se esconda en
lo más íntimo de vosotros mismos y que os haga saber sin ruido de
palabras que Él está allí de verdad y que está allí para vosotros. Permitidle
que ilumine, que fortifique, que abrase vuestra alma. Pedidle que se digne
gobernarla desde ese fondo íntimo en el que se oculta y se revela a un
tiempo.
Vuestro sufrimiento viene de que no veis. Haced con frecuencia esta
oración del ciego: «Señor. Haz que vea»». Entonces, por no sabemos qué
medio, una advertencia sobre vuestros defectos, una lectura o una palabra
de Dios os iluminará y os dará la luz que buscáis.
Lo que me parece, que constituye un obstáculo es el temor. Por
humildad, por timidez, tenemos miedo de Dios. No vemos en Él más que
la Grandeza infinita, la Omnipotencia, la Majestad, y solemos olvidar la
Bondad, la Misericordia, la infinita condescendencia de ese Dios que se
hizo hombre por amor hacia nosotros. Él dijo: «Venid a mí todos» y
tememos ir a Él. Él ha dicho: He aquí este Corazón que tanto amó a los
hombres, y temblamos de ser amados por Él. Modicae fidei!

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NECESIDAD DE LAS PURIFICACIONES PASIVAS

Para amar a Dios, para amar a las almas como conviene, nos hace
falta un corazón puro, desinteresado. Pureza de los sentidos, pureza del
espíritu y de la intención: ésas son las dos condiciones y también los dos
frutos de la verdadera dilección.
El amor que Dios derrama en nuestras almas es todo espiritual; es una
participación de su Espíritu. Indudablemente puesto que Dios nos hizo
compuestos de cuerpo y de alma, de materia y de espíritu, todo afecto
sobrenatural debe repercutir normalmente en nuestra sensibilidad. No es el
alma sola la que ama, es todo el hombre. Y si el pecado original no hubiera
venido a turbar el orden establecido entre nuestras facultades, no
tendríamos que inquietarnos de regular nuestra sensibilidad conforme a la
ley de la razón y de la fe. Pues esta regulación se haría por sí misma y muy
bien.
Pero puesto que el orden ha sido turbado, la primera tarea que se
impone es la de restablecerlo. Puesto que nuestros sentidos buscan su
satisfacción independientemente de la razón y a menudo contra ella, hay
que disciplinarlos por un esfuerzo paciente y perseverante. Son servidores,
no dueños. Tienen que informar, que ejecutar, y no les toca mandar y
menos todavía turbar. Todas las veces que se descarrían fuera del camino
recto, hemos de volverlos a él, de grado o por fuerza. Y el mejor medio de
domeñarlos consiste en privarlos. Al principio murmuran, gruñen, incluso
procuran amotinarse. Pero si la voluntad se mantiene firme, concluye con
su insubordinación. Poco a poco se callan y acaban por obedecer. A
cambio, y de vez en cuando, la voluntad deja que llegue hasta ellos, en la
medida de lo posible, un poco de esa felicidad con que el amor divino la
embriaga; y eso es para los sentidos un paladeo anticipado de los
purísimos goces que el Cielo les reserva después de la Resurrección.
Pero la Gracia prosigue su obra; va ésta del exterior al interior, de los
sentidos a la memoria, y sobre todo a la imaginación. La lucha se hace más
dura; también más larga. El enemigo que hemos de vencer es de una
agilidad y de una movilidad increíbles. En el momento en que creemos
tenerlo por fin dominado, se nos escapa de las manos. Y, sin embargo, es
de máxima importancia someterlo al régimen del amor. Corresponde, en
particular, a la imaginación el cometido de aportar como a pie de obra a
nuestro espíritu los materiales de donde ha de sacar éste todas sus
construcciones. A su vez, el espíritu la utilizará para dar relieve, color y
vida a sus pensamientos, a sus deseos, a sus voliciones. Sus órdenes pasan
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a través de ella, y es ella la que pone en movimiento todas las facultades de
ejecución.
Nunca se dirá lo bastante cuánto importa al alma que quiere servir a
Dios, tanto interior como exteriormente, el disciplinar a esta preciosa, pero
terrible potencia mortificándola.
Es preciso, pues, que la imaginación aprenda también —ella sobre
todo— no a preceder, sirio a seguir, no a ordenar, sino a obedecer, no a
buscar lo que le place, sino a contentarse con lo que se la quiera dar. Si aun
tu gracia, Dios mío, para purificarla más a fondo, la sumerge largos días en
la amargura, el sufrimiento y la noche, ella tiene que aceptar esta prueba
como justo castigo de sus descarríos, como necesario enderezamiento de
sus vías oblicuas y tortuosas, y como indispensable preparación al papel
que desde ahora tendrá que desempeñar bajo las órdenes de tu amor. Esta
divina educación durará todo el tiempo que sea necesario para que los
fines que Dios persigue estén asegurados. Pero también, ¡qué encanto para
el alma interior cuando, una vez terminada esta tarea, se vea liberada por
fin de esa importuna —cabría decir que de esa loca— y cuando se sienta
reina de su propia casa y reina obedecida, respetada, amada!
Cuando la sensibilidad ha quedado así bien sometida a las órdenes
del amor de Dios, todavía no se ha dicho, sin embargo, la última palabra de
su obra purificadora. La labor más necesaria no se ha hecho aún, o al
menos no está acabada. Pues el desorden entró en el hombre y se instaló en
él por las facultades superiores. Será preciso, pues, que la Gracia vuelva a
subir hasta esas alturas, penetre hasta esas profundidades, para reparar lo
que el pecado destruyera, y para restablecer en una armonía suficiente lo
que dividiera y enfrentase. En lugar de convertirse en la medida de las
cosas, la inteligencia tendrá que adaptarse a la suya. Deberá ingresar en la
escuela de las realidades salidas de las manos divinas y en la de las mentes
más dóciles y más penetrantes que en el transcurso de los siglos estudiaron
aquéllas y se esforzaron por verlas tales y como las ve Dios que las creó,
es decir, como desde dentro. Deberá sobre todo, someterse a tu propia
escuela, Dios mío, que eres la eterna Verdad.
Lo que le importará conocer por encima de todo es a Ti mismo. Pero
nadie te conoce como te conoces Tú. Nadie sino Tú mismo puede, pues,
decir lo que Tú eres. Claro que las criaturas le hablan ya mucho de Ti,
¿pero cómo van a revelarle lo que en el fondo ignoran, es decir, tu vida
íntima? Cierto también que en tu bondad te dignaste enviarnos a tus
profetas, y a tu mismo amado Hijo para que te explicase. Pero a Él y a
todos ellos les fue absolutamente necesario emplear palabras humanas para
42
cumplir tan santa misión, puesto que entonces hablaban como hombres
que se dirigían a otros hombres. ¡Cómo lograr que el Ser Infinito que Tú
eres pudiera contenerse en unas cuantas sílabas de nuestra pobre lengua!
Los desbordas por todas partes. Y lo que de Ti nos dicen, lejos de calmar
nuestra hambre, la excita y la aviva.
El ideal seria, pues, que pudiéramos entrar en tu escuela, que nos
convirtiésemos en tus discípulos directos, ya que Tú estás dispuesto a.
convertirte en nuestro Maestro. Pero entonces es cuando se nos impone la
rigurosa purificación de nuestras facultades superiores, desde el mismo
fondo de nuestra alma. Porque Tú, Dios mío, eres puro espíritu, y espíritu
de santidad. Y para ser admitido en tu escuela, para escucharte, para
comprenderte, para gustarte, es preciso ser puramente espíritu. Sólo que
nuestra alma, hundida desde hace tanto tiempo en la materia, se halla ya
como revestida de todas sus formas. Ya no sabe comprender y gustar sino
lo que está en el orden de las cosas que caen bajo los sentidos. Y de tanto
vivir en lo sensible ha olvidado su vida propia, que es la vida de un
espíritu. Es necesario, pues, que tu amor penetre en ella para purificarla y
aun osaríamos decir que para refundirla. Tarea dura, y transformación
dolorosa, pero muy necesaria.

DIOS VACÍA POCO A POCO EL ALMA


PARA ENTREGARSE A ELLA

Tú, Dios mío, apartas al alma progresivamente de todo lo que no eres


Tú. A su alrededor y en ella misma se hace el vacío. Nada que no seas Tú
le dice ya nada. Sus mismos ejercicios de piedad carecen para ella de todo
encanto. Ya no le alimentan. Al advertirlo se llena de inquietud. Sin
embargo, y a pesar de realizarlos con escasa satisfacción y poco éxito, no
los abandona, pues son para ella un motivo de pensar en Ti y de
aproximarse a Ti. Ahora bien, pensar en Ti, acercarse a Ti constituye para
el alma una dolorosa y deliciosa necesidad. Desde dentro, Tú ejerces sobre
ella una misteriosa atracción de la que se da cuenta vagamente y que ya no
le permite dedicarse a sus rezos y a su oración como solía. Ello es debido a
que tu amor la envuelve dulcemente y la sitúa en ese descanso que es
totalmente nuevo para ella. ¡Qué feliz es, entonces, a pesar de su
turbación! Querría poderse quedar siempre bajo ese misterioso encanto, ni
cuyo origen ni cuya naturaleza acaba de entender. Diría muy gustosa:
«¡Señor, qué bien estamos aquí!»; y por eso cuando cesa el encanto, su

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mayor deseo es volver a disfrutarlo. Pero Tú no sueles satisfacer
inmediatamente ese deseo. Con todo, si el alma sabe mantenerse en la
soledad interior, no tardarás en visitarla. Menudearás tus venidas, y cada
vez te quedarás más tiempo. ¡Si pudieras quedarte siempre! ¿Y por qué
no? ¿Acaso no es ése tu deseo, Dios mío, y el fin que persigues
constantemente, a pesar de las incomprensiones y de las resistencias más o
menos conscientes del alma? Tú eres todo felicidad. Y querrías que toda
criatura que fuera capaz de ello comulgase lo más y lo antes posible en
esta beatitud tuya que eres Tú mismo. Esperar al fin de la vida es
demasiado esperar para tu amor. Y por eso invade tu amor poco a poco al
alma fiel. Empieza por apoderarse de la voluntad, potencia para amar, y
luego de las demás facultades, para unirlas a ellas, o al menos para no
permitirles turbarla. Y si es necesario a tus designios, llega a inmovilizar a.
los mismos sentidos para que el alma, por lo que hay en ella de más
espiritual, pueda ser toda de tu amor. Restablecerás la armonía más tarde,
cuando hayas hecho la conquista total y cuando Tú y ella seáis dos, pero en
un solo espíritu y en un solo amor.
Ésta será la hora de la unión perfecta y permanente. Tú vivirás tu vida
en el a1ma y el alma vivirá en Ti con tu propia vida. Y después de esto ya
no habrá más que el cielo.

DIOS ABRASA EL ALMA

El amor de Dio es una llama ardiente. Antes de transformar el alma,


destruye, abrasa, consume. Todo lo que le es contrario debe desaparecer.
Esté periodo de la vida interior es particularmente doloroso. Es una época
de purificación; el alma es arrojada al crisol; todas sus escorias suben del
fondo a la superficie; ve entonces toda su fealdad y saborea cruelmente su
amargura. A veces llega a experimentar la impresión de que esas lacras
forman parte de sí misma y de que jamás podrá deshacerse de ellas. Pero,
en el fondo, el alma es bella porque es pura, y a su voluntad le horroriza
todo este mal.
A quien no viera más que el efecto de estas duras tribulaciones, le
parecería como calcinada por ese fuego misterioso, ennegrecida, sin forma
y sin belleza. Está como desfigurada, deformada. Todos los pensamientos
que poco a poco se habían apoderado de su mente y la habían hablan
moldeado a su imagen, todos los afectos que se habían infiltrado en su
corazón y lo habían hecho semejante a su objeto, todos los recuerdos que

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impregnaban su memoria hasta el punto de absorberla, todo eso ha
desaparecido. Durante la prueba todo ha sido cortado, arrancado,
quemado. El alma ya no es la misma, y en este sentido es irreconocible. Se
ha afeado con esa fealdad que resulta de la privación de una falsa belleza.
Pero se ha embellecido con la verdadera belleza, con la que es una
participación en la Belleza de Dios. No se destruye sino lo que se
sustituye. Y el alma interior, despojada de cuanto formaba su aparente
riqueza, ha empezado a revestirse de la Belleza de Dios.
Para unir, el amor de Dios debe, ante todo, separar. Y aquí ya no se
trata de aflojar los vínculos que unían al alma con su cuerpo, sino de
penetrar en el mismo seno del alma para liberar allí lo que hay de más
perfecto en ella: «el espíritu», a fin de que la unión con Dios, que es
Espíritu, pueda realizarse plenamente. Sobrevienen entonces unas
angustias dolorosas, deliciosas, inexpresables. Es una vida nueva que se
insinúa hasta las profundidades del alma y que lo cambia todo en ella. El
alma ya no se reconoce. Es otra, aunque siga siendo ella misma. La
impresión de muerte es tan viva, que grita pidiendo socorro. Pero
comprende que nadie puede venir en su auxilio. Le sería preciso el Cielo, y
todavía no ha llegado la hora.

Y LA DEJA RECAER EN SU MISERIA NATIVA

A veces, Dios mío, después de haber elevado el alma interior hasta Ti


y de haberle hecho gustar los goces de tu intimidad, luminosa y
sosegadamente, te place volver a dejarla caer, de pronto, hasta el fondo de
su miseria nativa. La envuelven entonces las tinieblas, el frío se adueña de
ella y la paraliza, y suben hasta sus labios oleadas de amargura. Le parece
que su dicha no fue más que un sueño. Se siente más «pecadora» que
nunca. Todo en ella le parece fealdad y mancha. Nada es puro a sus ojos,
ni lo que es, ni lo que hace. Se convierte en un océano de tristeza.
¿Quién sabe si volverá a conocer nunca la alegría de los días felices?
¡Están tan lejos, y, en cambio, el mal está allí, tan real, tan universal, tan
tenaz y tan profundo…! Cierto que en lo más íntimo de sí misma le queda
una sorda esperanza, pero es tan débil que apenas se atreve a creer en ella.

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ACEPTAD EN PAZ LA PRUEBA

El sufrimiento que provenga de vuestras tentaciones os será útil desde


el momento en que rechacéis con un acto de voluntad todo lo que en
vosotros se subleva contra Dios. La caridad y el egoísmo luchan una
contra el otro. Y vuestra alma es su campo de batalla consciente. De ahí
viene el dolor, que es— un efecto, no una causa. Es el necesario rescate de
la purificación. Pero pensad que la unión, al menos la de las dos
voluntades, está al término y que se realiza en ese estruendo. Y que esa
unión lo es todo para vosotros.
Aceptad ese estado que Dios ha querido para vosotros, entre cielo y
tierra. Renunciad cada vez más a las alegrías de este mundo y esperad en
paz, confiados e incluso con alegría las tan consoladoras visitas de Jesús
Porque ése es el Calvario. Esa, la ley rigurosa del progreso, Y ese el
camino de la unión verdadera.
Permaneced, pues, en él, cueste lo que cueste; no salgáis de él jamás,
por ningún pretexto. Esperad, esperad, amad, «¿No era preciso que el
Mesías padeciese éstos y entrase en su gloria?» El discípulo no está por
encima del Maestro. Puede suceder que os sintáis muy lejos de Dios y que,
sin embargo, os aproximéis realmente a Él.
No, no estáis fuera de vuestro camino. Al revés. Marcháis por él, pero
no lo veis. No tenéis conciencia más que de la oscuridad y de la amargura.
Pero Dios hace su tarea. Su luz os ciega. Su dulzura os hace experimentar
esa impresión de cenizas y de hiel. Dios está dentro de vosotros y os
fortifica. Creed eso sencilla y humildemente. ¿Adónde os lleva? A Él. Sed
pacientes. Ocultad vuestra prueba. Si podéis, sonreíd al exterior, pero estad
persuadidos de que nadie puede intervenir. Dios está trabajando, hay que
dejarle hacer su labor. Por lo demás, nada le detendrá. Tan sólo vosotros
podéis apresurarlo amando y diciendo: «Venga a nosotros tu reino. Hágase
tu voluntad.» Creed nuevamente que éste es un proceso de amor. Os
humilla, os purifica en el sentido espiritual y universal de la palabra, os
fortifica y os templa. Sufriréis tanto más cuanto fuera más considerable la
tarea por realizar y hubiera que hacerla más a fondo, pero todo eso será
para vuestra verdadera dicha. Seréis dichosos cuando ya no seáis vosotros
mismos y cuando todo se os haya cambiado. Es preciso orar, santificarse y
esperar.
No está bien que se analicen y detallen las propias pruebas. Vale mil
veces más concluir de una vez, orar y acudir directa e inmediatamente a

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Dios. Tenemos que volvernos francamente hacia Dios y darnos a Él
totalmente a pesar de la repugnancia de la naturaleza.
Orad, escudriñad el fondo de vuestro corazón; consultad, leed si es
necesario. Pero lo que sobre todo os iluminará será la oración confiada.

CONTEMPLACIÓN FELIZ Y
CONTEMPLACIÓN DOLOROSA

Puede haber contemplación feliz y contemplación dolorosa, y, a


veces, esta última ocultará en parte los fenómenos místicos. Pero parece
que incluso en la contemplación dolorosa hay conciencia de la unión, al
menos en la más alta cima del alma, pues sin eso los Santos no podrían
soportar la carga de sufrimiento que Dios les impone.
Parece que no hay Santo canonizado en quien no se haya reconocido
esta acción mística de Dios. Podemos desear la acción directa de los dones
del Espíritu Santo, en el sentido de que obligan al alma al máximo
ejercicio de la caridad. Muchos autores previenen, con razón, contra lo
sensible en los consuelos espirituales, pero no han de incluirse en esta
desconfianza los consuelos superiores con tal de que no nos adhiramos a
ellos.
Cabe vivir habitualmente en presencia de Dios sin que los dones del
Espíritu Santo se muevan conscientemente como tales y sin que sea
necesario que tengamos unas luces especiales de las cuales nos demos
cuenta.
Pero también la inversa puede ser verdadera. Yo diría entonces que
cabe ser contemplativo sin ser muy virtuoso y que cabe ser virtuoso sin ser
todavía contemplativo. ¡Depende de tantas cosas! … De las facultades
alcanzadas por la acción de Dios, de la réplica del temperamento, del
carácter, de la voluntad…

PALABRAS DE DIOS AL ALMA

Me parece, Dios mío, que más de una vez le plugo ya a tu amor


hablar a mi alma. Sucedía por lo común en la hora en que menos pensaba
yo en Ti. De repente, en lo más profundo de mi corazón, oía yo
espiritualmente que una voz dulce y fuerte, precisa y penetrante, me decía
una palabra, sí, a veces una sola. Y mi alma, sorprendida, inquieta y
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dichosa a un tiempo, se sentía transformar, al ser o cumplir lo que aquella
palabra le indicaba: «Ama, escucha; cállate, sígueme; busca en el fondo de
ti, ten confianza; Yo soy Padre, también lo serás tú; date a Mi y Yo me daré
a ti, escóndete dentro de Mi, y dame a manos llenas a las almas.»
¡Oh palabra de mi Dios, qué dulce eres para el corazón amante! ¡Qué
fuerte eres también! Tú realizas lo que significas. ¡Tú beatificas!

ÉXTASIS Y ORACIÓN

Mientras no otorgas esta gracia al alma, por muy cerca que esté de Ti,
se da cuenta de que no está totalmente cogida por Ti. Siente como un
malestar espiritual, como una especie de inseguridad. No querría ser
perturbada en su dulce ocupación. Pero podría suceder que lo fuera. Lo
teme. Y su temor es fundado. No están todavía rotos todos los vínculos con
lo que no eres Tú. Aún mantiene cierta comunicación con este mundo
sensible que nada puede darle y que, por el contrario, podría volver a
llamarla a él, ¡ay!, arrebatándola todo. Sin duda ese temor es débil, sordo,
casi inaprehensible, pero existe. Hace sufrir, es una traba. Verdaderamente
el alma no puede elevarse para hablarte a sus anchas, cuando siente dentro
de si un deseo tan vivo de hacer1o.
Mientras que cuando te dignas desligaría por completo, aunque no
sea más que por un instante, ¡qué alegría al encontrarse a solas contigo,
casi cara a cara, y al pode decirte sin palabras todo lo que guarda para Ti
en el corazón desde hace tanto tiempo! Hace entonces como si Tú no
supieras nada de ello. Te lo dice todo. Se abre hasta el fondo. ¡Mira, Padre,
todo es tuyo, todo es para Ti! Ya no hay criaturas que puedan estorbar tu
mirada y herir tu Corazón. Ya no hay ningún obstáculo entre nosotros. Yo
te hablo y Tú me escuchas. Yo te miro y Tú me contemplas complacido.
Nadie nos oye, nadie nos ve. Nadie sabe que yo estoy aquí contigo, en Ti.
Lo ven los ángeles…, lo ven los Santos… Pero ellos no sabrán de nuestra
intimidad más que lo que Tú quieras revelares. Además, que su mirada no
es indiscreta; por el contrario, se sienten dichosos de lo que ven. Y si es
necesario, excitarán mi alma para alabarte, para bendecirte, para amarte
todavía más.
¡Oh Dios mío!, puesto que la oración no es más que la explicación de
un deseo, no se te puede explicar bien nuestro deseo de amarte, no se
puede orar bien más que en éxtasis.

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Si, Dios mío, que nuestro corazón se funda de amor por Ti. Que para
ser más libre de amarte sin trabas, deje nuestra alma su cuerpo y que se
arroje en Ti como en el foco del amor. ¡Que muera allí totalmente para no
vivir ya más que en Ti y por Ti! ¡Oh amor, las palabras son demasiado
pequeñas para contenerte, y por eso las destrozas; son demasiado débiles
para expresarte, y por eso las aplastas! Pero es a mayor gloria suya, puesto
que proclaman así por su misma impotencia tu grandeza y tu fuerza.
¡Oh Amor de Dios, ven, haz tu obra, abrásame, consúmeme,
devórame, arrebátame! Yo me entrego a Ti, hasta el fondo, para siempre
jamás, con un amén infinito.

GRACIAS MÍSTICAS Y ACTIVIDAD EXTERNA

Al principio de las más altas gracias de oración, Dios empieza por


absorber toda la actividad externa. Hay un trastrueque. Dios nos distrae de
las criaturas y de nuestras ocupaciones, como, por desgracia, nuestras
ocupaciones y las criaturas nos distraían habitualmente de Dios. Cuando el
género de vida no permite este estado de absorción Dios tiene
compensaciones. Pero actúa así, al menos, durante la oración. Por ejemplo,
Santa Catalina de Ricci. Ni la Santa ni sus superiores se daban cuenta de lo
que sucedía en ella. Era aquello una completa ligadura.
Luego sucede un estado de malestar. La acción de Dios estorba la
acción del alma sin suprimirla por entero.
Por fin, Dios, Dueño absoluto del alma, le devuelve la posesión
completa y perfecta de sus facultades, sin que ella abandone la unión
divina. Se producen entonces unas obras excelentes, sin proporción con las
fuerzas humanas, como las fundaciones de Santa Teresa y de la. Venerable
María de la Encarnación.
El alma entregada totalmente a Dios y al servicio del prójimo vive a
la vez y sin esfuerzo en dos mundos diferentes.
Cuando en los casos de unión total hay éxtasis, ya no hay uso de los
sentidos. Pero no se confunda la levitación, la rigidez de los miembros,
con el éxtasis. Pues estos fenómenos no son necesarios. Puede haber un
desasimiento casi completo de los sentidos sin que los demás se percaten.
Podría creerse en un adormecimiento, pues la vida física está aminorada,
los sentidos sólo tienen un papel debilitado, amortiguado e incluso el
vecino puede no darse cuenta de nada.

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Este estado dura poco, pero, con alternativas de recuperación de
facultades, puede prolongarse mucho tiempo.
Pero el acto de la unión no puede durar in-definidamente sobre la
tierra. La unión, ciertamente, es actual; es un estado que supone un acto
infuso de amor de Dios. Podemos compararlo a una corriente subterránea,
o a un brasero de brasas muy rojas bajo la ceniza. De vez en cuando brotan
de él haces de llamas; pero si continuamente hubiese llamas, la vida no las
resistiría. San Juan de la Cruz lo dice expresamente. Pero el brasero es
ardiente y su irradiación puede ser muy grande.

LOS «PIANISSIMOS» DE LA UNIÓN:


NUEVAS BÚSQUEDAS DE DIOS

La intimidad consciente del alma con Dios no se mantiene


constantemente en su grado máximo. Pues aunque en ciertas horas es muy
viva, por lo común es más bien latente, sorda, semiinconsciente. En una
palabra, todavía no es perfecta. En esos momentos demasiado largos que
podrían llamarse los «pianissimos» de la vida interior, la unión sigue
existiendo. Dios sigue siendo el bien del alma, y el alma sigue siendo el
bien de Dios. Dios no duda del alma, como tampoco el alma duda de Dios.
De una y de otra parte sigue existiendo la más delicada fidelidad. Y con
todo, sin embargo, a veces el Esposo divino parece alejarse. Si alguien
preguntase entonces al alma interior: «¿Dónde está tu Dios? ¿No te ha
abandonado?», ella respondería con toda la sinceridad de su corazón:
«Cierto que ya no disfruto tan vivamente de su presencia. Pero no me ha
abandonado. Pues sé dónde está y lo que hace: Pastorea entre azucenas».
Pues Jesús tiene otras ovejas a las que ama y de las que se ocupa. Y
ellas constituyen su rebaño.
Pero Dios continúa ocultándose y pasan las horas. La esperanza
persiste en nuestro corazón. Puesto que Dios se oculta, ¿no tendremos que
buscarlo? Y si sigue ocultándose siempre, como es su derecho, ¿no será
menester que lo sigamos buscando siempre, como es nuestro deber?
El alma interior debe entonces, sobre todo, proclamar muy alto y
sinceramente, a pesar de que le cueste, el derecho de su Dios a entregarse
cuando le plazca. Todavía no ha mucho le bastaba con recogerse, con
volverse hacia el fondo de sí misma para encontrar allí a su Dios y para
disfrutar en paz del gozo de su presencia y de su posesión. Pero he aquí
que ahora, por más que hace para volver a ese fondo íntimo que es como el
50
lugar de su descanso para encontrar en él a «Aquel a quien su corazón
ama», queda sola allí pues Dios así lo quiere. ¡Dolorosos momentos de la
vida interior, en los cuales parece como si las gracias de antaño no
hubieran sido más que un relámpago que se extinguió en la noche y que
nunca más volverá a brillar ya! Si la fuerza divina no la sostuviera sin ella
saberlo; si la paz, una paz de fondo, no. le diera una cierta seguridad de
que todo está bien así, el alma interior abandonaría su búsqueda y se
desalentaría. Pero no hemos de hacer tal cosa, tenemos que perseverar
siempre.
El alma interior no puede resignarse a la ausencia de Dios. Lo ha
buscado donde solía encontrarlo, donde Él se dignaba entregarse a ella, es
decir, en el fondo de si misma, pero ha sido en vano. ¿Qué hará entonces?
Permanecer en una estéril inacción es imposible. El amor que no actúa no
es verdadero. Puesto que el Amado no viene hacia el alma, el alma irá
hacia Él. Me levanté y recorrí la ciudad… buscando al Amado de mi alma.
¿Pero dónde está? ¿Qué dirección tomar para encontrarlo? No puede estar
más que en esa ciudad que es la suya, en la ciudad de Dios: «Si diéramos
la vuelta a la ciudad, si visitásemos luego todas las plazas, si
recorriésemos, una por una, todas sus calles, ¿no tendríamos la suerte de
encontrarlo?»
Y así comienza esa ardiente búsqueda. El alma interior espera
encontrar a Aquel a quien ama, antes que en ningún otro sitio, en el Cielo,
puesto que Él vive allí. Y lo escudriña todo. Lo recorre en todos los
sentidos. Suplica a los ángeles y a los Santos, sobre todo a la Santísima
Virgen María, que le hagan descubrir a su Dios. La escuchan con bondad.
Se compadecen de ella. Le animan mucho a que persevere. Pero parece
como si hubieran dado una consigna a todos sus amigos de la Ciudad
celeste: «Callarse.» Su silencio es como un velo que envuelve y recubre al
Santo de los Santos. El alma comprende que, a pesar de su vivo deseo y de
su insistencia, ese velo no se levantará. Tú, Dios mío, eres un Dios oculto.
Sólo Tú puedes hacer la luz en las tinieblas y mostrarte al alma que te ama.
¿Cuándo lo harás?
E1 alma se vuelve entonces hacia las ánimas del Purgatorio. Tal vez
le dirán ellas dónde se halla su Dios y cómo tiene que ingeniárselas para
descubrirlo. Pero ¡ay!, que tampoco es más afortunada. «El mal de que
padeces —le responden estas almas— es el mismo que nosotras sufrimos.
No nos preocuparía el fuego que nos atormenta si poseyéramos a Aquel a
quien nosotras amamos también tanto. Lo que aumenta nuestra pena, como
aumenta la tuya, es que no sabemos cuándo ese Dios, tan justo y tan bueno
51
hasta en sus rigores, se dignará entregársenos por fin. Nos parece que
nuestro «mal de amor» no curará nunca ¡Pobre alma!, te diriges a quien es
más desdichada que tú. Si tu Esposo se digna devolverte la alegría de su
dulce presencia, acuérdate de nosotras y dile que venga a buscarnos cuanto
antes.»
Es menester, pues que volvamos a esta tierra y que llamemos a la
puerta de esas almas que sabemos están cerca de Dios. Por lo común,
también ellas se esconden. Ocultan sobre todo cuidadosamente el secreto
de su vida. Sin embargo, las barruntamos. Las medio adivinamos. Y
discretamente, por miedo a que se nos cierren, las interrogamos: ¿Cómo
haremos para descubrir el retiro de Dios? ¿Cómo atraeremos hacia
nosotros a ese Dios tan bueno? ¿Cómo lo retendremos? ¿Cómo
volveremos a llamarlo si está alejado? Habrá ciertamente un arte de
agradarle y de conquistarle. ¿Conocéis a alguien que pudiera y quisiera
enseñármelo? ¡Deseo tanto aprenderlo, pagaría tan caro por saberlo!
¿Quién se apiadará de mí? ¿Quién iluminará mi camino, quién me tenderá
la mano, quién me conducirá hasta su término? ¿Quién me permitirá
encontrar por fin un Director?» Y todas esas preguntas quedan sin
respuesta. Pues las mejores almas son impotentes para proporcionarla
mientras Dios no quiera hacerlo. Y el alma desolada sigue repitiendo así el
grito doloroso de su corazón: Le busqué y no le hallé.
Dios quiere que el alma interior esté humildemente sometida, como
un niño, a quienes lo representan legítimamente sobre la tierra. Estaba
esperando esta última actuación para recompensarlas todas de un solo
golpe. Por lo demás, le gusta intervenir cuando toda esperanza parece
perdida. Afirma así su independencia absoluta. Quiere que sepamos bien
que Él es libre de dar cuando le place y como le place. El alma no lo
ignora. Y deja así a su Dios el cuidado de concretar la hora de la,
recompensa. Entre tanto continúa su camino y prosigue su búsqueda. Y he
aquí que su ardiente deseo es atendido. De repente se encuentra cara a
cara, por así decirlo, con su Dios. Y como antaño María Magdalena, se oye
llamar por su nombre. Y no puede decir más que esta sola frase: «¡Dios
mío!»
¡Qué alegría, Dios mío, para un alma que te ha buscado durante tanto
tiempo y tan dolorosamente, la de encontrarte por fin! Si reflexionase,
apenas se atrevería a creer en su dicha. Pero no reflexiona. Tu presencia
paraliza, en cierto modo, su pensamiento. Tú estás ahí. Sus ojos interiores
se clavan en Ti. Ya no ven más que a Ti. Están totalmente cautivados. No
pueden desligarse de Ti. ¡Es tan bueno, es tan beneficioso, es tan dulce el
52
contemplarte, oh Dios mío, oh «Belleza siempre antigua y siempre
nueva!». Además que verte, aun de esa manera imperfecta y velada que
permite nuestro destierro, ¿no es ya poseerte? Eso es lo que experimenta,
el alma bienaventurada ante la cual te dignas aparecer. Le parece
verdaderamente que lo que ve así lo tiene ya y que realmente toma
posesión de ello. Y eso no es una ilusión de su corazón.

EL DESEO TORTURANTE DE DIOS

Al empezar la vida interior, el deseo de Dios es débil. Es algo sordo,


apenas perceptible. El alma siente como un malestar misterioso y dulce
que no llega a precisar. Se siente minada en lo más íntimo de si misma.
¿Por qué? No lo sabe claramente. El amor de Dios está actuando en su
corazón, pero como un fuego que se incuba bajo la ceniza. De vez en
cuando brota una chispa: un impulso eleva el alma hasta Dios. Luego, todo
se serena. La oscuridad envuelve otra vez el fondo del alma. La zapa de
ésta, sin embargo, no se interrumpe. Prosigue lenta, oscuramente, pero con
segundad. El deseo de Dios aumenta: invade poco a poco toda el alma. Y
no ha de tardar en manifestarse de nuevo.
En espera de ello, ese deseo de Dios no permanece inactivo. Si
pudiéramos penetrar en esta alma, veríamos que él es quien inspira, dirige
y vivifica todo en ella. El alma se vuelve hacia Dios sin descanso. Lo
busca siempre. Es como un hambre dolorosa. Como una sed agostadora.
Como una misteriosa enfermedad que nada cura y todo lo aumenta. Es de
todos los instantes. No deja descansar ni de día ni de noche. Incluso
cuando el alma parece estar distraída de su dolor por las ocupaciones
exteriores, lo siente siempre sordamente en el fondo de sí misma. Su
herida es profunda, su llaga siempre está viva. ¡Cómo sufrimos cuando te
amamos, Dios mío! Pero también, ¡qué dichoso es una padeciendo!
Llega, por fin, un momento en el que este sufrimiento es intolerable.
Acaba por explotar. El alma gime, llora. Clama en alta voz su pena. Le
parece que abriendo así su corazón vendrá de fuera un poco de aire fresco
para templar el fuego de su amor. Pero todos esos esfuerzos no hacen más
que agravar su afortunado mal. Comprende más claramente que nunca que
sólo Aquel que causó su herida puede también curarla., Pues el alma tiene
hambre y Él es su alimento. Tiene sed, y Él es su bebida refrescante. Es
pobre, y Él es su riqueza. Está triste, y Él es su consuelo y su alegría.
Agoniza, y Él es su amor y su vida:

53
«¿Cuándo vendré y veré la faz de Dios?» «Muero porque no muero».

SUFRIMIENTOS PURIFICADORES, SUFRIMIENTOS


REDENTORES Y APOSTÓLICOS

A mi juicio, lo que hace tan largos y tan aterradores los sufrimientos


del Purgatorio son las ataduras conscientes, las infidelidades directa o
indirectamente voluntarias, las resistencias, todo lo que hay de falta de
conformidad entre nuestra voluntad depravada y la de Dios.
En las almas que han logrado elevarse hasta un grado de unión
mística suficientemente alto, el desasimiento de todo lo creado puede
hacerse sobre la tierra con una impresión crucificante muy dolorosa por
dos razones:
En primer lugar, por muy purificada que nos parezca un alma, puede
tener todavía a los ojos de Dios y a los suyos propios algunos vínculos que
la retengan y a los cuales haya de renunciar a toda costa. Los sabios
modernos nos hablan de que en cada centímetro cúbico de agua existen de
siete a ocho mil millones de microbios que, sin embargo, no vemos en ella.
Pues en lo espiritual sucede lo mismo, que tampoco vemos esos átomos
que, a los ojos de la santidad de Dios, parecen montañas, y lo son en
realidad. «Porque tanto me da que un ave esté asida a un hilo delgado que
a uno grueso; porque aunque sea delgado, tan asida se estará a él como al
grueso, en tanto que no le quebrare para volar» Pruebas que son como la
traducción a lengua humana, al sufrimiento humano, del horror que tiene
Dios por el menor pecado.
Otras veces, el alma está realmente purificada. Y aunque sufra, no
tiene la impresión de estar separada de Dios. La profunda alegría que tiene
de ser suya no puede perderse. Esa alegría coexiste con el dolor más
intenso. Es como cuando Jesús conservaba la visión beatífica en
Getsemaní y en la Cruz. Las pruebas, sufrimientos, tentaciones de todo
género que sobrevienen ya no son purificadoras, sino redentoras. Vistas
desde fuera y como superficialmente, tienen el aspecto de pruebas y de
tentaciones de principiantes, pero son apostólicas, pues se trata de almas
que se ofrecen por otras almas y que sufren exactamente lo que el alma
pecadora o principiante sufriría en aquel estado. Es el caso de San Vicente
de Paúl cuando padeció dos años, según creo, aquella terrible tentación
contra la fe. O el de la última prueba de Santa Teresa del Niño Jesús, que
mereció un nuevo florecimiento de la fe en el mundo. Pues por lo que a
54
ella se refiere, estaba certísimamente purificada. O el de la Venerable
María de la Encarnación cuando se ofreció por su hijo y por otra alma. Esa
irradiación apostólica es cierta, pero no es infaliblemente atendida para
determinada persona en particular.
Según San Juan de la Cruz, el alma elevada al matrimonio espiritual
ha llegado al estado perfecto, por más que pueda aumentar todavía su
caridad como un hombre que ha alcanzado su total desarrollo. Puede
todavía merecer y producir frutos cada vez más sabrosos y abundantes.
Pero su purificación ha terminado, la estructura interna de la gracia, de las
virtudes y de los dones ha concluido.

ALEGRÍA EN EL SUFRIMIENTO QUE


CONDUCE A DIOS

Yo, Dios mío, no debo proclamarte grande, liberal y magnífico


solamente en el momento en que te dignas visitarme y hacerme gustar la
alegría de tu dulce presencia, sino también, y tal vez sobre todo, cuando te
place abandonarme, y dejarme solo en las tinieblas, en la noche fría y sin
fin. Pues hagas lo que hagas, Tú eres siempre grande, liberal y magnífico.
En el fondo de todo sufrimiento que viene de Ti escondes una gracia y un
gozo. Si soy animoso, si sé comprender, si sé aceptar, y amar, entonces el
dolor me arranca a mí mismo, me hace cruzar la zona vacía, me eleva por
encima de todo y me lleva hasta Ti, para depositarme en tus brazos y sobre
tu Corazón. Sí, Dios mío, del mismo modo que hay un éxtasis de gozo, hay
un éxtasis de dolor. «Mi alma magnifica al Señor».
¿Qué importa el camino que conduce hasta Ti, Dios mío, con tal de
que llegue a Ti? ¿No es acaso el más corto y más seguro el del
sufrimiento? ¿Hay un punto del mundo que esté más cerca del cielo que el
Calvario? Y si para entrar en tu gloria te fue preciso sufrir, ¡oh Jesús!,
¿cómo podemos nosotros esperar llegar a ella por otro camino? ¡Pero qué
importa!, una vez más, en el fondo. Acercarse a Ti, Dios mío, unirse a Ti,
ser admitido en tu intimidad; todo está ahí y sólo ahí está todo. Pues un
solo momento de vida divina hace olvidarlo todo, ése es el céntuplo que
prometiste Dios mío, y que nos das ya desde este mundo. Déjame decirte
mi alegría, mi dicha, mi embriaguez, por sentirme en Ti, por sentirte en mí.
Tú no me debes nada. Digo, sí, castigos. Y Tú me lo das todo. Lo sé, lo
siento, lo capto, lo saboreo.

55
LEVÁNTATE, AMADA MÍA

Levántate ya, amada mía, hermosa mía, y ven:


que ya se ha pasado el invierno
y han cesado las lluvias.
Ya han brotado en la tierra las flores,
ya es llegado el tiempo de la poda
y se deja oír en nuestra tierra
el arrullo de la tórtola.
El invierno es la estación de las tinieblas y del frío. Las noches son
largas, los días son pálidos. Ya no hay hojas, ni flores, ni frutos. Los
pajarillos se callan. Todo está aletargado, todo parece muerto. También el
alma interior ha tenido su invierno. Ha conocido los oscurecimientos del
espíritu, los letargos del corazón, esas horas en las que todo estaba frío, en
las que todo parecía muerto en ella. Ya no había luz, ni calor, ni vida. Dios
se ocultaba. El alma estaba sola en un desierto sin camino, azotada por
todos los vientos, sacudida por todas las tempestades. Era la hora de los
misteriosos abandonos; era la agonía; era el calvario. Pero había que vivir
esta hora para entrar en la gloria.
¡Pues el invierno acabó para siempre! ¡Y eres Tú, Dios mío, quien se
digna anunciárselo al alma! Y tu palabra no puede engañar. Tú eres la
Verdad misma. Por lo demás, el alma tiene capacidad bastante para
comprobar lo que aquello significa. Podrán sobrevenir— todavía algunos
retornos de tinieblas y de frío, pues la tierra no es el cielo; pero esos
momentos de prueba serán poco numerosos y no durarán. El invierno
acabó. ¡Gracias, Dios mío! Que las almas pasen por esta ruda estación es
una necesidad que se impone a tu Sabiduría, pero que duele a tu buen
Corazón. Estás como impaciente por ver alejarse a. ese duro invierno. Y en
cuanto puedes, se lo ordenas. Te es entonces gratísimo anunciar Tú mismo
a tu hija que su prueba ha concluido y que los días hermosos no tardarán
ya en venir.
Entre el invierno y la primavera media el periodo de las lluvias. Hace
menos frío; está menos oscuro. Los días alargan; de vez en cuando brillan
algunos rayos de sol. Pero, por lo común, cae una lluvia gris, monótona,
persistente. Apenas se puede salir. El horizonte está cerrado, muy cerca,
como al alcance de la mano. En lo espiritual, el alma interior conoce una
estación muy semejante. En su espíritu hay menos tinieblas; en su corazón,
menos frío. De vez en cuando, le parece que las cosas van a cambiar, y a

56
mejor. Pero lo más a menudo, le envuelve un velo gris. No ve muy lejos
delante de ella. ¿Qué habrá detrás de esa cortina sin dibujos y sin colores?
Lo sospecha, pero no lo sabe. La espera es larga, monótona, un poco
fatigosa para la imaginación. El corazón permanece fiel e incluso lo es
cada vez más. Pero al alma le tarda salir de esta especie de prisión.
¡Cuándo vendrás, Jesús!
Y Jesús viene. Anuncia al alma que la estación de las lluvias «ha
cesado», que ha desaparecido definitivamente. Y aduce en seguida la
prueba: «Ya han brotado en la tierra las flores». El alma, en efecto, no es
ya esa tierra endurecida por los fríos o empapada por las lluvias. Se parece
al campo en primavera. Está cubierta de flores. La campanilla, valerosa y
llena de esperanza, ve brotar a su lado la humilde, tímida y fragante
violeta. Surgen luego el meditabundo pensamiento, y el gracioso clavel
que vuelve su cabeza, un poco pesada, hacia el sol, como una imagen del
alma, rebosante de vida interior y dispuesta a abrirse. Aparecen después el
purísimo lirio y, por fin, la rosa primaveral de la caridad. Las flores de las
virtudes se muestran en el alma por todos los lados. Forman para ella un
aderezo incomparable. Es éste uno de los más bellos espectáculos que
existen en el mundo. La primavera de un alma interior es algo arrobador.
En este momento de la vida espiritual, los ojos del alma se abren
sobre el mundo. Ve la tierra tachonada de almas en flor. Lo que ella es
ahora, lo son también otras. Lo que del trabajo divino capta en si misma lo
contempla gozosa en otras almas. Está asombrada, arrobada por tan
hermoso espectáculo. Todo lo demás desaparece a sus ojos; ya no ve más
que eso. Luego, a medida que las virtudes van desarrollándose en ella, sus
ojos se abren más, su mirada se hace más penetrante. Observa mucho
mejor la variedad de las formas, la riqueza de los matices y la armonía de
los colores. Se ha desarrollado en ella un tacto misterioso. Una pequeñez le
basta para adivinar en dónde está la obra de Dios en tal o cual alma. Le
parece también que está armada de un sentido nuevo para captar los
aromas espirituales, que son tan variados como las virtudes y como las
almas. Pues para ella, verdaderamente, hay flores del cielo sobre la tierra.
Cuando el alma tenía frío, – cuando la envolvía la lluvia brumosa y
triste de la prueba, no sabía más que gemir dolorosamente o callarse; pero
ahora todo ha cambiado. Dios, su verdadero sol, la ilumina, la calienta, la
regocija. ¿No es ésta la hora de decir muy alto su felicidad, de cantar? Si,
en verdad, «ha llegado el tiempo de la canción». Y ahora el alma interior
canta. Empieza ya desde la tierra el canto de amor de la eternidad. Es ésta
una melodía misteriosa. El grado de armonía de su voluntad con la
57
voluntad de Dios es su tónica. Cuanto más perfecta es la unión, más se
eleva esa tónica. ¡Dichosa el alma cuya acción tiende cada vez más a la
completa realización de la voluntad divina! Su voz se eleva hasta la altura
del cielo, y esta última nota es la que agrada al oído de Dios. Con ella
acaba aquí abajo la melodía, pero para empezar allá arriba, para siempre.
Para animar al alma interior a seguirle, el Esposo le hace observar
todavía que el arrullo de la tórtola se deja oír. No hubiera ésta abandonado
sus cuarteles de invierno si no hubiera venido la primavera. Uno y otra
obedecen a una misma ley. El canto de la tórtola tiene algo dulce, apacible,
constante, gratamente monótono. Diríamos que es la voz de un afecto
seguro de sí mismo, que para gustarse no tiene necesidad sino de repetirse
sin brillo, casi sin ruido, pero también sin pausa. En el fondo del alma
interior hay una voz muy semejante. Canta dulcemente y como muy bajo
una melodía muy sencilla, que se contenta con unas pocas notas a
intervalos muy cercanos: «¡Oh Amor, te amo! Dios mío, Tesoro mío, mi
Todo, mi Amor.»

58
CAPÍTULO III

LA UNIÓN CON DIOS

DIOS, ÚLTIMO CENTRO DEL ALMA

Del mismo modo que, según dicen, la piedra tiende por su peso hacia
el centro de la tierra y en él se precipitaría por si misma, como en el lugar
de su definitivo descanso, así también nuestra alma tiende hacia Ti, Dios
mío, con todo el peso de su amor. En ese movimiento que hacia Ti la lleva
podemos considerar algunos centros sucesivos, que son como jalones de
etapa, o puntos provisionales de descanso, desde los cuales el alma se
lanza de nuevo hacia TI, Dios mío, con una visión más clara de su fin, con
un amor más impaciente y unos deseos más avivados que dan a su marcha
hacia adelante una aceleración misteriosa. Pero de etapa en etapa, de
morada en morada, de centro en centro, el alma llega por fin hasta TI. Y
entonces su movimiento se detiene. No tiene ya razón de ser, puesto que el
alma ha llegado al término de sus deseos y de su camino. Ha llegado a su
fin. Y entonces descansa en él, en la definitiva y apacible posesión de su
Tesoro y de su Todo.

DIOS, MORADA DEL ALMA

Dios, en efecto, se ha reservado en el fondo del alma una morada en


la cual ni siquiera la misma alma puede entrar sin un permiso especial
suyo. Y allí precisamente es donde se introduce entonces al alma, no ya
para algunos instantes, sino para siempre, según ella cree, Dios le reveló
primero la existencia de esta morada. Despertó luego en ella un ardiente
deseo de entrar allí. Este deseo creció. Y después de duras pruebas acaba
de realizarse. El alma ha entrado por fin en la casa de su Padre. Tiene
entonces la impresión de que va a habitar en ella para siempre. Pero hay
más. Porque la casa de Dios es el mismo Dios. Es, pues, en Él mismo en
donde hace entrar a su hija. La frase de San Pablo se convierte entonces
para el alma en una realidad tangible, cabría decir que vivida. En Él
vivimos y nos movemos y existimos. Vivir en Dios es, desde ahora, su
59
porción. Así, pues, el descanso, el refresco, el alimento del alma es el
mismo Dios. El alma siente que le acaban de dar nuevas fuerzas; que la
vida, una vida divina, circula a oleadas en ella. Le parece, no sin razón,
que su Dios le ha llevado hasta lo más íntimo de sí misma y que ella se ha
apoderado de Él en ese misterioso paraje en donde se confunden lo finito y
lo infinito, cuando Dios estaba totalmente ocupado, como la más tierna de
las madres, en dar a su hija la vida, la fuerza, la paz y la alegría. Y
entonces, felicísima, el alma exclama: El mismo Dios restaura mi alma.

INTIMIDAD

Cesa entonces la busca y empieza la posesión. Pues no ya en el orden


del ser, sino en el orden del conocimiento y del amor, el alma y Dios no
constituyen ya más que una sola unidad. Son dos naturalezas en un mismo
espíritu y un mismo amor. Sobreviene así una profunda intimidad, la
comunión perfecta, la fusión sin mezcla y sin promiscuidad. Estamos en Él
y Él está en nosotros. Somos todo lo que Él es. Tenemos todo lo que Él
tiene. Lo conocemos, casi lo vemos. Lo sentimos, lo saboreamos, lo
gozamos, lo vivimos, morimos en Él Pues, efectivamente, ésta sería la
hora de la muerte, si Él no quisiera que siguiéramos viviendo aquí abajo.
Pero esa vida que vivimos tenemos que darla, y para eso permanecemos.
Pero cuando la obra divina haya concluido, caerá el último velo y
sobrevendrá la perfecta posesión de vida no terminada que se halla toda
junta.
Cuanto más ade1antamos, más saboreamos la perfección de Dios. Es
como una progresiva invasión con momentos como de aparente detención.
Viene luego una nueva ola, que llega más lejos que la primera y que parece
partir de más hondo. Nada es tan dulcemente impresionante como esa
extensión de la acción divina que parte de lo más íntimo del alma y se
adueña hasta de la zona que linda con el mundo sensible. Acude después a
nuestro corazón una ardiente plegaria. Si es verdad que te poseo, Dios mío,
haz que yo te difunda. Parece entonces como si la mano extrajese de un
tesoro interior y diera, diera, no cesara de dar. ¡Qué beatitud!

REALIDAD DE LA POSESIÓN DE DIOS

Lo que tenemos que repetir mucho, de tanto como asombra e,


incluso, a primera vista, desconcierta, es que esta posesión de Dios por el
60
alma es lo más real que hay en el mundo. Hay algunas almas que pueden
decir con toda verdad: “Dios está en mí”. Y no hay en ello exageración ni
ilusión alguna. Esa frase es la expresión fiel de la realidad. Cierto que esta
posesión de Dios tiene grados, y muy diversos. Pero hay un fondo común a
todos ellos, bien traducido por el Cantar de los Cantares: “Mi Amado es
mío”. Antes, el alma interior deseaba a Dios. Lo buscaba, lo escuchaba, lo
entreveía; llegaba incluso a darse cuenta de que estaba muy cerca de ella y
de que ella estaba muy cerca de Él, allí, en el fondo de sí misma. Pero
entre buscar a Dios y luego encontrarlo y, sobre todo, poseerlo, hay un
abismo. Son cosas muy distintas, Y esa diferencia que entre ambas existe,
lo es todo.
Si Dios está en el alma, también el ama está en Dios. El alma se da,
Dios la acepta, se posesiona de ella y el alma interior se da cuenta de esa
toma de posesión. El alma no pierde su naturaleza ni su personalidad. Y,
sin embargo, ya no se pertenece. Ha cedido gustosa su derecho de
propiedad, y otro lo ejerce en su puesto. Y ese otro es el mismo Dios., Sólo
que, lejos de empobrecerla, esa donación la enriquece. El alma da unos
frutos de los cuales no creía ser capaz. Los saborea a sus anchas y juzga
que tienen un delicioso gusto a eternidad. Pero, por encima de todo,
experimenta una sensación de liberación, de verdadera libertad, que la
extasía de gozo. Ésta es la libertad de los hijos de Dios. ¡Sufrimos tanto al
ser de nosotros mismos!… ¡Somos tan dichosos al no ser ya sino de
nuestro Dueño, de Dios!: Yo soy para mi Amado, y mi Amado es para mí.
Cuanto más se adueña Dios de mí, mayor posesión tomo yo de Él.
Todas sus riquezas son para mí. Participo de su Ciencia, de su Sabiduría,
de su Poder, de su Bondad. Nadie puede comprender esta misteriosa
comunidad de bienes. Es una especie de igualdad o, mejor aún, de unidad.
El alma tiene la impresión, clarísima, de ser divinizada. Está dentro de
Dios, es Dios en el sentido en que esto es posible para una pobre criatura.
Y no contento con hacerla comulgar así en su naturaleza y en su vida
íntima, Dios le hace participar en ciertos momentos en el gobierno del
mundo. El consejo de la adorable Trinidad se celebra dentro de ella, y el
alma asiste a él, absorta de conmovida admiración.

“MATRIMONIO” ESPIRITUAL

¿Por qué la palabra matrimonio? Por el carácter indisoluble de esta


unión. Produce confirmación en gracia; por lo menos San Juan de la Cruz

61
así lo dice. Se trata de un contrato irrevocable, de una fe jurada para la
Eternidad. Tú, Dios mío, amarás siempre a tu Esposa y ella te amará
siempre. El alma interior así lo entiende. Tiene de ello una persuasión
íntima que vale para ella, pero que no podría atestiguar fuera, puesto que
no puede, probarla. Por lo demás, a pesar de esa firmísima seguridad de la
que tiene conciencia, sobre toda en ciertos momentos, el alma no cree estar
dispensada en lo más mínimo de las reglas de la prudencia cristiana en el
ritmo ordinaria de su vida. Ve, por el contrario, con la claridad de la
evidencia, cuán indispensable le es someterse a estas reglas y no apartarse
para nada de las vías de la obediencia. Dios la conduce e ilumina a quienes
la dirigen en su nombre. Y ella está en paz.

EL ALMA PARTICIPA EN LA VIDA TRINITARIA

Tú, Dios mío, creaste las almas a tu imagen, las hiciste semejantes a
Ti. Luego les comunicaste tu propia vida. Bajo las sombras de la fe creen
ellas lo que Tú ves; esperan lo que Tú posees; aman lo que Tú amas, es
decir, a Ti mismo. Las almas, gracias al principio sobrenatural de vida que
Tú insertaste en lo más profundo de ellas, pueden, pues, alcanzarte a Ti
mismo en tu vida íntima, comulgar verdaderamente en esa vida
bienaventurada, decir a su manera tu adorable Verbo, producir a su vez tu
Espíritu de Amor. Y luego, bajo el impulso dulcemente irresistible de ese
Espíritu divino, las almas pueden refluir hacia Ti, ¡oh Padre, oh Hijo!, y
reanudar constantemente, con un goce constantemente renovado, ese
delicioso y sosegado proceso. ¿Hay en el mundo nada más bello que un
alma que vive de tu vida, Dios mío?
Llega un momento en el que quieres que el alma que así la vive bajo
las sombras de la fe vea disiparse de repente esas sombras casi por entero.
Una misteriosa claridad la penetra por todas partes. Está totalmente
iluminada dentro de sí por ella sin que sepa bien cómo, sin que vea el foco
de donde brota tan dulce luz. Bajo la influencia de ese rayo de fuego el
alma se ve a sí misma viviendo de tu vida, comulgando en el conocimiento
y en el amor que tienes de Ti mismo, pronunciando el Verbo del Padre,
exhalando el Espíritu de Amor del Padre y del Hijo; ardiendo en la caridad
del divino Espíritu, adorable Trinidad. Está más bella que nunca. Pues todo
es en ella, como en Ti, orden, poder, esplendor, armonía y paz.

62
CRISTO ENTRA EN EL ALMA

Por fin se realiza el deseo de la Esposa y es escuchada su oración;


Jesús viene a ella, entra en su jardín. ¿Cómo, Dios mío, penetras Tú en el
alma que te ama? Nadie lo sabe. Ni ella misma lo sabe. Es un secreto de tu
Omnipotencia y de tu Amor. Por lo demás, lo que al alma le importa no es
el “cómo” de tu presencia, sino el hecho mismo de ella. Ahora bien, ese
hecho es cierto. Algo misterioso y profundo, apacible y dulcísimo, ha
sucedido en ella. Le ha parecido que Aquel a quien tanto ama y que hasta
entonces estaba escondido en el fondo de su corazón se abría paso
dulcemente como a través de la propia sustancia de ella misma y afloraba
graciosamente a la cima de su ser. Es como si se hubiera producido una
deliciosa eclosión del Amado hasta la región ordinariamente habitada por
el alma.
Pero para que el alma interior no pueda dudar de la realidad de su
dicha, Jesús se digna asegurársela por Sí mismo. Le habla. A veces se sirve
de la lengua común de su Esposa. Y entonces ésta oye claramente una voz
que le dice dentro de ella misma: «Voy, voy a mi jardín, Hermana mía,
Esposa». Pero lo más a menudo, Jesús le habla sin la ayuda de los sonidos.
Con un lenguaje totalmente espiritual. El alma comprende que algo se le
descubre y qué es lo que se le descubre. Todo sucede en la inteligencia
pura. El alma es instruida sin ruido, sin cansancio, sin esfuerzo. No tiene
que hacer más que escuchar. Por lo demás, no puede dejar de hacerlo. Pero
la dulce obligación en que se encuentra de escuchar tan deliciosa palabra
es para ella un encanto más. El alma también es espíritu. ¿Por qué no iba
Dios a poder comunicar directamente su pensamiento a su Esposa, sin
emplear la mediación de los sentidos, incluso interiores?

DIGNIDAD Y ARMONÍA DEL ALMA INTERIOR

Cuando encontramos un alma interior, quedamos impresionados por


su dignidad, por su soltura y por su gracia. La creeríamos de sangre real, lo
cual es verdad, pues es hija de Rey, es reina. ¿No eres Tú acaso, Jesús, el
Rey de Reyes? ¿No es ella tu Esposa? ¿Por qué, pues, extrañarnos? En el
alma interior participa todo de esa nobleza divina; la revelan sus palabras,
sus gestos, sus movimientos, sus menores pasos. Son graciosos, discretos y
firmes. Al andar, no hace ruido, no atrae la atención y, sin embargo,
agrada, logra su fin como sin esfuerzo. Apenas si hemos notado lo que

63
hacía, de tan ordenada como ha sido su acción; tiene el sentido de la
medida. Ha obrado como había que obrar. Ha hablado como había que
hablar. Era en ese momento cuando había que callarse. Pero el exterior no
es más que un reflejo. Lo interior, lo que Tú, Dios mío, ves, es lo que
cuenta sobre todo, y lo que es verdaderamente hermoso. Pues todo ese
interior está ordenado. En esta alma son graciosos hasta los menores
movimientos interiores. A Ti te agradan y Tú eres buen juez. Y es que
todos están inspirados por tu amor. Que sólo él es su principio y su
término. También su regla. Sí, todos los pensamientos de esta alma son
pensamientos de amor. Y lo mismo sucede con todos sus deseos y con
todos sus actos.
En esta alma reina una profunda armonía. El Espíritu Santo, artista de
hábiles manos, la está modelando desde siempre. De la voluntad, suave
como la arcilla y firme como el oro, ha hecho Él un collar irreprochable
que conserva perfectamente unidas entre sí a todas las demás facultades.
Las facultades sensibles sirven a las facultades interiores y las obedecen.
Éstas, por su parte, están a las órdenes de esa voluntad a la que el amor
divino ha penetrado hasta lo más íntimo. Y todo ese mundo interior así
ordenado tiene algo firme, gracioso y fuerte que agrada a tus miradas, Dios
mío; es como una participación de esa armoniosa simplicidad tuya que
fundamenta, me atrevería a decirlo, tus innumerables e infinitas
perfecciones. Nos basta entonces una palabra para decirlo todo cuando te
consideramos desde ese punto de vista: «Caridad.» Nos basta también con
esa misma palabra para decirlo todo cuando hablamos de tu Esposa.

SU MODESTIA

Tu Esposa ama la paz. Sus preferencias la llevan hacia una vida muy
sencilla. Tiene gustos modestos. Las más humildes ocupaciones de la vida
cotidiana no le desagradan; antes al contrario. Se dedica a ellas
gustosamente. Trabajar en silencio su huerto; cuidar de que esté muy
limpio y bien cultivado; fomentar las pequeñas virtudes; interesarse por la
brizna de hierba y por la flor que se abre y se desarrolla, son cosas que le
encantan. Pues, a su juicio, no hay que descuidar nada cuando se trata de
hacer más agradable el propio corazón al Corazón de Dios, y de aumentar
desde todos los puntos su semejanza con el de Jesús.

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SU SOLTURA

Las sucesivas purificaciones han devuelto las facultades del alma


interior al estado de puras facultades de conocer, amar, querer e imaginar.
Han quedado descargadas de todas las formas creadas. Todo ha
desaparecido de ellas. El fuego del amor lo ha abrasado todo. Incluso los
hábitos de pensar, de querer, etc., han sido desarraigados, no sin grandes
sufrimientos. Pero las facultades no han sido destruidas por ese proceso
realizado en sus profundidades; antes al contrario. Están más ágiles, más
fuertes, más aptas para el bien que nunca. Se parecen a las facultades del
primer hombre que salió de las manos del Creador. Ya se trate del mundo
natural o del mundo sobrenatural, de la acción o de la contemplación, las
facultades, perfectamente libres, perfectamente ágiles entre las manos de
Dios, operan con idéntica facilidad. Se mueven en esos dos mundos como
sin esfuerzo. Van del uno al otro con perfecta soltura, gracias al
conocimiento que recibe el alma de las relaciones que los unen. ¿Acaso no
es Dios el Autor de esos dos órdenes? Y como consecuencia de su íntima
unión con Dios, ¿no ve el alma las cosas un poco como Dios las ve, y no
las quiere como Dios las quiere? Cuanto más puras están las facultades del
alma, más divinas son también, y más y mejor se armonizan con las obras
de Dios. De ahí esa perfecta soltura con que el alma interior pasa de la
contemplación a la acción y de la acción a la contemplación.

EL SUEÑO DEL ALMA EN DIOS

La vida de intimidad entre Dios y el alma empieza. Están siempre


juntos, no se abandonan. Quien ve al uno ve a la otra. Diríamos que no son
más que uno solo, aun cuando sigan siendo perfectamente distintos. Pero
hay horas en que esa intimidad se hace mayor. Son las horas en que al
cesar la actividad exterior, el alma interior vuelve a encontrarse a solas con
su Dios y descansa dulcemente a su lado. Sobreviene entonces el gran
silencio, el recogimiento profundo, la conversación a media voz,
entrecortada por largas pausas, en las que no se oyen más que los latidos
del corazón, Momentos de quietud, de verdadero y tranquilo reposo de la
voluntad en Dios.
Cuando el alma interior está unida a su Dios, en lo más intimo de sí
misma, duerme totalmente. Su grado de unión es la medida de su
misterioso sueño.

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Se ha hecho en ella un gran vacío, luego una gran calma y, por fin, un
gran silencio. Duerme totalmente. Ya no oye nada, ni ve nada, ni piensa en
nada concreto. Sin embargo, vive, ama. Diríamos que ha retirado de si
todo el vigor que daba a sus facultades. Ha hecho que todo descanse. Pero
es para mejor amar. Concentra todas sus fuerzas en su corazón. Amar,
solamente amar, amar cada vez más es su único deseo y su única
ocupación. Parece muerta y vive más intensamente que nunca…
Antes estaba más o menos distraída de Dios merced a las cosas.
Actualmente, por el contrario, está distraída de las cosas por causa de
Dios. Dios la ocupa enteramente. Se ha adueñado de ella, en alma y, a
veces, en cuerpo también. Puede así decir el alma, y quienes se percatan de
su estado pueden decirlo también, que «ya no está aquí». Y es muy cierto.
Pues «el alma más vive donde ama que en el cuerpo donde anima» Y
ahora, ama. Y ama a Dios. Luego está en Él.
En fin, el alma así dormida es verdaderamente dichosa. Participa de
la misma dicha de Dios. Esa dicha la invade por completo. La penetra sin
que ella sepa cómo. No se pide entonces al alma ningún esfuerzo; no tiene
más que recibir y que gozar en paz. Y eso es lo que hace, sencillamente.
Nada puede dar una idea de este goce totalmente divino. No se parece a
ninguno de los goces de este mundo. Es de orden muy diferente. Tiene una
esencia distinta, por lo mismo que viene de otra fuente. No podemos
encontrarle ningún término de comparación. Hay que hablar de él, pero
siempre se hace mal, pues las palabras del lenguaje humano no pueden
traducirlo. Lo que cabe decir es que está por encima de todos los bienes y a
una distancia de ellos inconmensurable. El alma que lo experimenta tiene,
pues, el derecho de gustar en paz su dicha y de permanecer dormida para
el mundo todo el tiempo que le plazca.

EL ALMA SE CONVIERTE EN LA PRESA


DEL AMOR DIVINO

El alma interior ha sido verdaderamente conquistada por el Amor


divino. Tal vez la haya asediado durante mucho tiempo. Pero, por fin, se ha
apoderado de ella. Ha clavado en ella, con gritos de triunfo y de alegría, la,
Cruz, que es su estandarte. Y desde ese momento reina sobre ella como
vencedor. Todo es allí suyo: espíritu, corazón, sentidos y bienes. El alma
interior, arrobada por haber sido conquistada así por la divina caridad,
canta la belleza, la fuerza y la gloria de Dios. Había temido perder su

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libertad si le abría las puertas de su corazón. Pero ahora comprende que la
verdadera libertad consiste en hacerse esclava del Amor divino. Creía que
se le iba a quitar todo, y se da cuenta de que se le ha dado todo.
Pero el alma no ha sido solamente conquistada por el Amor, sino que
es también su presa. Vive en Él, pero también puede decirse que es
consumida por Él y que muere en Él. Un fuego interior la devora sin
descanso, noche y día. Débil en su origen, este fuego crece y se convierte
en un inmenso incendio. Nada se le escapa. Alcanza a todo, purifica todo,
se alimenta de todo, lo transforma todo. Un observador atento se daría
cuenta de que en esta alma hay algo misterioso y divino. ¡Cómo lograr, en
efecto, esconder tan bien esta ardiente hoguera que no la traicione ningún
resplandor! Es casi imposible. Por lo demás, llega un momento en que el
mismo Dios acaba por permitir que ese incendio de amor estalle de algún
modo. Conquistada primero, y víctima luego de la caridad, el alma interior
se convierte así en el heraldo de Amor eterno. Lo predica, lo difunde. Poco
importa el medio ambiente en que transcurra su vida, pues hasta en la más
profunda soledad su programa seguirá siendo el mismo; y cuando no
pueda hablar ni escribir, siempre y en todas partes podrá orar, sufrir,
amar…

PUREZA, FUERZA Y RIQUEZA DE ESTE AMOR

¡Qué puro es tu amor, Dios mío! Es el amor de un espíritu por otro


espíritu. Ignora lo que San Pablo llamaba la carne, y ella lo ignora
también. No pertenece a su mundo; está infinitamente por encima de ella.
Más aún: le hace la guerra, y una guerra despiadada. Para que pueda vivir,
para que pueda desarrollarse a su gusto en nosotros, es menester que la
carne se doblegue, se vaya desecando poco a poco y acaba por morir. De
esa misteriosa pugna es nuestra alma a la vez teatro y premio. ¡Feliz mil
veces Aquella que, para unirse a Ti, no tuvo que padecer esas crucificantes,
pero necesarias purificaciones del amor!
¡Qué fuerte es también tu amor, Dios mío! Podemos apoyarnos sobre
él con toda seguridad, pues jamás se nos zafa. El alma que a Él se une
llega a ser tan firme e inmutable como Él. Puede sentir en sus facultades
sensibles el inevitable flujo y reflujo de las emociones, pero su fondo
íntimo no es turbado por ellas. Descansa sobre la tierra firme de tu amor.
Si la tentación trata de inquietar su paz, el alma interior no tiene que hacer
sino adherirse más firmemente a tu amor, para reducirla a la impotencia y

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para verla desaparecer. Tu amor es su refugio, su fortaleza. Allí está en
seguridad. Nadie podría alcanzarla. La protege por todos los lados. La
envuelve por todas partes. Es esa nube, luminosa y tenebrosa a un tiempo,
que la guía y la oculta. El alma se siente verdaderamente rodeada de una
influencia misteriosa que la robustece, la da confianza, la reconforta y la
vivifica deliciosamente.
¡Qué abundante es tu amor, Dios mío! Es un tesoro. Contiene todos
los bienes. Es inagotable. Todo me viene de él. Es el primer don totalmente
gratuito y totalmente gracioso. ¿Por qué me has querido, Dios mío?
Únicamente porque has querido y porque eres bueno. Al darme tu
Corazón, me lo has dado todo. ¿No eres Tú el poder infinito? ¿Y no está
ese poder como al servicio de tu Amor?

LLAGA DE AMOR

El mal que padece y del que se queja tu Esposa es misteriosísimo.


Pero Tú que lo has causado, Dios mío, lo conoces bien… Empezaste por
hacerle en el corazón una heridita tan pequeña que apenas si el alma podía
sentirla. Luego, poco a poco, se ensanchó. Se hizo más profunda. El alma
ya no fue sino una llaga que nadie sabía curar, y a la que todo avivaba y
hacía sufrir. El dolor que destilaba esta llaga, por otra parte delicioso, llegó
a ser intolerable. El alma gemía, se quejaba, gritaba. Bien sabía ella que no
había más que un remedio para su mal: un amor más grande que la liberase
de su cuerpo, la hiciera morir y la arrojase por fin y para siempre en tus
brazos. Por lo menos ella quena sentir junto a si a su único Médico, que
eras Tú, Dios mío. Pero Tú no heriste tan profundamente a esta alma
amadísima sino para llenarla de Ti mismo. Tú eres el alimento de la llama
que encendiste; aliméntala, pues; no puede vivir más que de Ti.
Todas las almas, Dios mío, deberían ser heridas por este misterioso
mal. ¿No eres Tú la Bondad perfecta y la Belleza infinita? Nuestro
corazón, hecho por Ti, ¿no está hecho para Ti? ¿Por qué, pues, hay tan
pocas almas que te amen de veras? Pero no hemos de volvernos contra Ti,
Dios mío, sino contra nosotros mismos. Pues Tú te mantienes a la puerta
de nuestro corazón, y llamas a él de mil maneras. Pero nosotros no oímos
tu voz, pues hay en nosotros demasiado ruido. O si la oímos, no nos
decidimos a abrir y a darle para siempre y por completo nuestra voluntad.
En el fondo, nuestra alma está enferma, y de un mal que la mata; el amor
de si misma; cuando debería estar enferma de un mal que la haría vivir en

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plenitud y para siempre: el mal de tu amor, Dios mío. ¡Señor, cúranos del
mal humano! ¡Señor, enférmanos del bien divino y que esta enfermedad
nos haga morir!

EL ALMA, ELEVADA POR ENCIMA DE SUS FACULTADES,


RECIBE LAS CONFIDENCIAS DIVINAS

El alma interior es elevada, pues, por encima de sí misma. Se


encuentra situada no sólo por encima de sus facultades sensibles, sino
también por encima de sus facultades intelectuales; inteligencia y
voluntad. Ha sido llevada por Dios hasta esa alta cumbre, hasta esa aguda
cima del espíritu que parece tocar el cielo. Allí, sosegada, tranquila,
silenciosa, pero viva y amante, oye la voz de su Dios, que le dice esta sola
palabra: «Mira.» Es la hora de las iluminaciones, de las revelaciones
íntimas, de las confidencias y de los secretos. Los ojos se abren. El alma
ve la tierra como la ve desde el cielo. El alma ve el cielo como deberíamos
verlo desde la tierra si supiéramos mirar. Contemplación que abarca todo,
cielo y tierra, en una única mirada de profundidad infinita.
Si el Amado tiene que hacer alguna confidencia, escoge ese
momento. Y sin ruido de palabras, casi sin que el alma se dé cuenta, le dice
lo que quiere decirla. Al volver a su vida ordinaria, el alma conserva un
recuerdo general, impreciso, pero muy real, de haber sido instruida por Él.
Luego, en el momento oportuno, esta enseñanza escondida en el fondo de
sí misma se le aparece simplemente, sin esfuerzo, con un carácter neto,
preciso, firme, seguro y práctico que la asombra y entusiasma. Bajo la
influencia del Espíritu de Verdad y de Amor ha germinado la misteriosa
semilla y se abre dulcemente en el instante deseado. Y aunque el Verbo
divino se haya contentado con acercar a Él esta alma amada, como Él es
luz, el alma ha ganado luminosidad por participación. Al volver en medio
de las cosas, aquella, alma no las ve ya con los mismos ojos, no las aprecia
ya del mismo modo. Ha cambiado respecto a ellas y las cosas ya no le
hablan la lengua de antaño.

CONOCIMIENTO DIVINO

Dios se complace en hacer ver las cosas al alma interior como las ve
Él mismo. Revela sus secretos a sus amigos, y, por lo común, con tanta
mayor claridad cuanto más los ama. Lo primero que les enseña con
69
precisión y claridad absolutamente nuevas es el mundo de la naturaleza,
sus bellezas, sus perfecciones, la variedad de los elementos que lo
componen y su perfecta armonía en la unidad. Los cielos se convierten en
un libro que les expone la Sabiduría, el Poder y la Bondad de su Dios: Los
cielos describen la gloria de Dios (Ps 19, 1)
Luego, el mundo de la gracia se ilumina y se convierte para el alma
interior en un espectáculo siempre nuevo y siempre encantador. ¡Qué bella
es, en efecto, la obra de Dios en las almas! ¡Qué paciencia para esperarlas,
qué misericordia para acogerlas, qué delicadeza para levantarlas, qué
generosidad para amarlas! Parece como si por una sola alma se pusiera en
movimiento todo: la Santísima Trinidad, y Jesús el Verbo Encarnado, y la
Iglesia, su obra y su Esposa, y los Sacramentos, y la gracia, y los hombres,
y el mismo mundo material: “Dios hace concurrir todas las cosas para el
bien de los que le aman” (Rom. 8, 28). Eso es lo que contempla el alma
interior después de descubrirlo en su vida personal y en la de los demás.
Pero lo que Dios quiere revelarle ante todo es a Él mismo. Sin duda
que no caen todos los velos de la fe; pero los que quedan no perturban las
relaciones del alma con su Dios. Trata el alma con Él como si lo viera, y
con tanta mayor sencillez cuanto que lo siente vivo en su corazón, lo
saborea y lo posee. Esta posesión consciente es en sí misma una especie de
conocimiento cuasi-experimental de Dios, como el que puede tenerse de
un fruto que se viera de un modo borroso a causa de debilidad de la
mirada, pero que se saborease ampliamente. Las dos fuentes de
conocimiento de un solo y mismo objeto, al combinarse, dan al alma un
gozo pleno, verdadero, anticipo de la felicidad eterna.

EL ALMA SE ENRIQUECE CON EL CONOCIMIENTO


DE LOS ATRIBUTOS DE DIOS

Cuando un alma entra por primera vez en Dios, experimenta la


impresión que tendría una persona que penetrase de repente en una vasta
habitación llena de los tesoros más ricos y más variados. No captaría cada
uno de ellos con detalle, sino que tendría solamente una visión de
conjunto. Pero esta visión le causaría un gozo único, hecho en cierto modo
de todos los goces que gustaría si le fuera dado admirar cada uno de esos
tesoros en particular. Tus atributos, Dios mío, son esos tesoros. Al unirse a
Ti, el alma interior los ve de una sola ojeada y los saborea todos a la vez,
porque Tú eres la riqueza y la simplicidad a un tiempo. Y la impresión que

70
produces en nuestro espíritu y en nuestro corazón participa de ambas. Al
encanto de este gozo, tan nuevo para el alma, se añade algo inagotable,
infinito, que se mezcla discreta y deliciosamente en él, como sello propio
de los goces verdaderamente divinos.
Poco a poco el alma se habitúa a vivir en esa celda interior. Habita en
ella. La convierte en su morada. Cuando tiene que dejarla, sufre; se siente
incómoda, como alguien que se encuentra fuera de su sitio. En cuanto
puede vuelve a ella. Pide humildemente a su Dios que al reciba de nuevo.
Dios no siempre la atiende inmediatamente. Entonces ella suplica, y espera
confiada y en paz. Pero permanece allí, como verdadera virgen fiel, atenta
al menor sobresalto precursor de la venida del Esposo. Llega un momento
en que su Dios le hace entrar de nuevo en Él. Nuevas luces, nuevos
asombros; nuevos goces también, y mucho más profundos; he ahí la
recompensa de su fidelidad: “¡Muy bien, siervo bueno y fiel…; entra en el
gozo de tu señor!”. (Mt. 25, 21)
El gusto general que experimenta el alma en su primer encuentro con
Dios se precisa y concreta poco a poco. Sucesivamente, cada uno de los
divinos atributos se deja conocer mejor y saborear más. El alma los
participa más a fondo y de modo más consciente. Acabamos por ser lo que
amamos. Y en este caso, la cosa es tanto más fácil cuanto que Dios habita
realmente en el alma. Está como al alcance de la mano. En cuanto se
muestra, la voluntad se lanza hacia Él y se adhiere a Él con todas sus
fuerzas. Se produce entonces como una deificación consciente del alma, ya
general y confusa, ya más precisa y más clara en forma de comunión en el
Poder, en la Sabiduría, en la Bondad, en la Misericordia o en algún atributo
de Dios. Se hace también bajo forma de unión, ya con la Trinidad íntegra,
ya con alguna de las Tres adorables Personas.
Cada persona de la Santísima Trinidad (aunque esto suceda por una
acción común) se asimila el alma y se la asemeja para que pueda actuar del
mismo modo que aquella Persona y logre su dicha en esa acción.

DIOS REVELA ESPECIALMENTE SU PODER,


SU SABIDURÍA Y SU BELLEZA

Dios va revelándose progresivamente al alma interior. Le hace


entrever algo del Poder y de la Sabiduría con que gobierna al mundo.
Sus manos son fuertes como las de un obrero vigoroso, y flexibles
como las de un artista genial. Nada escapa a estas manos divinas. Nada se
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le resiste. Lo dirigen todo, hombres y cosas, hacia donde les place. De esas
manos salen maravillas, que son como otras tantas piedras preciosas que
las adornan. La Esposa se percata de lo que ese Obrero divino realiza en
ciertas almas, de las obras maestras que sabe sacar del barro humano. El
alma queda absorta de admiración ante todo ello. ¿Pues qué puede haber
más bello, Dios mío, que el espectáculo de tu Amor en lucha con un alma?
¡Qué argucias, qué delicadezas y, a veces, es cierto, qué golpes tan
tremendos para desligarla de todo! ¡Qué paciencia para purificarla a fondo,
qué generosidad y qué arte para embellecerla, qué ardor para abrasarla, qué
aliento tan poderoso para levantarla por encima de todo, aún de ella
misma, para que pueda amarte sin medida y predicarte sin miedo! ¿Qué
puede haber más hermoso que un alma de Santo? ¿No es Dios quien la ha
hecho lo que es por el poder de su gracia? ¡Dichoso el que ve las manos de
Dios trabajando en el mundo!
En su fondo, la materia prima de este trabajo divino es la misma. Sin
embargo, el estado inicial de esta materia difiere mucho, según los casos.
Hay almas que nunca han conocido el pecado, al menos el pecado grave.
Hay otras que estuvieron sometidas a su tiranía, pero por poco tiempo. Las
hay, en fin, que descendieron todos los grados del abismo y vivieron en él
largos y tristes años. Pero al Poder divino le importa poco, pues lo domina
todo. Lo mismo puede hacer un Santo de un pecador endurecido que de un
alma inocente Y, a veces, lo hace. Nada hay tan bello como ver la mano
divina trabajando. Arranca del barro, lava, purifica, talla, corta, pule,
transforma. Y no opera sólo desde fuera, sino, sobre todo, desde dentro.
Sólo ella puede hacerlo. Incluso cuando se sirve de un instrumento es ella,
en realidad, quien trabaja con él y por él.
Es hermoso ver cómo se transforman poco a poco las almas bajo la
acción divina. Son como otras tantas maravillas que salen de los dedos
hábiles del Obrero divino, como piedras preciosas destinadas a adornar la
Jerusalén celestial, tan numerosas, tan variadas en su forma como en su
tonalidad y, por decirlo todo en una palabra, tan arrebatadoras y tan bellas.
Aquí abajo sólo conocemos algunas de ellas, y, además, las conocemos
mal. Para que se revele su belleza hace falta la luz del cielo. Sólo allí
podremos admirar toda su riqueza y la gracia de las manos poderosas y
ágiles de donde salieron.
Dios es soberanamente Hermoso, la Belleza misma subsistente, el Ser
único al que nada falta de lo que conviene, que es, desde siempre,
infinitamente perfecto y en el cual todo es orden, unidad, simplicidad,

72
puesto que todas las perfecciones posibles e imaginables forman en Él una
sola y misma realidad con Su esencia.
Dios halla en el conocimiento que tiene de Si mismo un goce infinito.
Es el eterno admirador de su eterna Belleza. Es, pues, la verdadera fuente y
el modelo de toda belleza.
Cuando me dejo distraer de Ti, Dios mío, me parece que abandono la
región de la luz para entrar en la de las tinieblas. ¡Hiere tanto los ojos todo
lo que no eres Tú! Para quien te ha entrevisto sólo una vez en tu
inaccesible luz, ¡es ya todo tan deforme y tan feo! Incluso las criaturas que
más te reflejan resultan entonces casi dolorosas de ver. ¡Ellas no son Tú,
Dios mío! Y eres Tú lo que el alma quiere contemplar cada vez mejor, cada
vez más fija y más profundamente. La frase de San Agustín vuelve
constantemente a nuestros labios: «Belleza siempre antigua y siempre
nueva, ¡te he conocido demasiado tarde, te he amado demasiado tarde!»
Sí, Dios mío, Tú eres todo Bondad, todo Belleza, todo Gracia. Tú has
hecho muchas criaturas bellísimas y, sin embargo, su belleza no puede
contar junto a la tuya. Todo lo que hay de bello y de bueno viene
únicamente de Ti. Y lo que das, no lo pierdes, pues lo posees infinitamente.
¡Oh!, hazme comprender, a mí, que quiero ser dichoso, que toda
felicidad, que toda alegría está en Ti. Si yo supiera ir a Ti, embriagarme
con tu Belleza, alimentarme con tu Bondad, regocijarme con tu Alegría,
saborear sin fin y como sin medida tu Felicidad. Porque todo eso es
posible, todo eso es cierto, todo eso es necesario: «Amarás…», y, por
consiguiente, serás bueno con mi Bondad, embellecerás con mi Belleza, te
embriagarás con mi dicha. ¡Oh Dios mío, que sea ahora, ahora, y siempre!

LOS DIVINOS PERFUMES

El alma que se acerca a Dios experimenta, a veces, dentro de sí


misma la dulce impresión de que la envuelven y penetran totalmente unos
misteriosos perfumes. No se trata de perfumes naturales que afectan a los
sentidos; no. Sino de que las realidades espirituales tienen unos medios de
manifestarse al alma que parecen análogos a las emanaciones odoríferas de
los cuerpos. En este sentido hay perfumes espirituales. Tienen el privilegio
de ser no sólo mil veces más agradables que el bálsamo más exquisito,
sino, además, y sobre todo, el de ser sobrenaturalmente bienhechores.
Fortifican, ensanchan. Bajo su influencia, el alma se despliega; respira a
sus anchas. Crece. La vida, una vida totalmente divina, le es infundida
73
desde dentro. Lo advierte, y se percata de que la causa inmediata de ello es
ese misterioso perfume.
Cuando Dios hace entrar al alma en relación como inmediata con las
realidades espirituales, y sobre todo con Él mismo, sucede algo análogo a
cuando se perciben las propiedades sensibles de los cuerpos, los perfumes,
por ejemplo. La bondad de Dios tiene su aroma, como también tiene el
suyo su dulzura, y lo mismo sucede con los demás atributos divinos.
Parece que todo sucede como si, de hecho el alma poseyera un olfato
espiritual armonizado por el Creador con los seres del orden sobrenatural,
y que le permitiera reconocerlo por su olor. Cuando el alma quiere traducir
al lenguaje humano lo que experimenta en su vida íntima con Dios, no
encuentra mejor comparación: «Las cosas divinas me hacen gustar goces
que son, para mi, en el orden espiritual, lo que en el orden sensible son los
goces del olfato penetrado por el perfume de las flores.»
En esa intimidad, Dios quiere hablar a su Esposa. Sus labios se
entreabren dulcemente. El alma interior observa entonces toda su Gracia.
Aun antes de articular un sonido, la encantan ya por su forma delicada y
por el dulce perfume que exhalan. Tampoco queremos decir, ciertamente,
con esto que Dios tenga labios, o que Jesús deje, por un momento,
contemplar los suyos, como podría hacerlo. Sino que el alma interior y
Dios están entonces tan cercanos que pueden hablarse como de boca a
boca “Todo el afecto verdadero, profundo, puro, que unos labios humanos
bien modelados podrían expresar por su forma, lo lee el alma interior sobre
lo que, para ella, es como la boca de su Dios. En el pliegue y en el
movimiento de estos labios misteriosos, comprende que agrada a su Dios y
que es amada por Él.
Un perfume delicioso brota de los labios divinos. Se diría que viene
de lo más íntimo del Corazón de Dios. Resume en él y hace gustar al alma
interior todos los encantos de los demás perfumes. ¿Por qué la esencia
divina no había de tener su aroma? Así lo comprende la Esposa en la hora
bendita de su unión. Ese perfume que ella puede llamar «esencial», esa
«mirra purísima», le anticipa ya algo de los goces del cielo; una especie de
atmósfera embalsamada la envuelve por todas partes. Se siente a la vez
separada y protegida por ese medio ambiente invisible y, sin embargo, tan
real. Puede entonces amar a Dios a sus anchas. Y eso es lo que hace sin
razonamiento, sin esfuerzo, movida por un instinto divino que la asombra
y la tranquiliza a un tiempo. Está conmovida por esa nueva manera de
vivir que no conocía, al menos en este grado, pero siente que ésa es la
verdadera vida, y exulta de alegría.
74
EL ALMA EXULTA

El amor de Dios tiene un calor que ensancha al alma en su fondo y la


llena de gozo. Bajo su influencia, el alma se siente crecer, su capacidad de
dicha aumenta y al mismo tiempo se colma. Luego, siempre bajo la acción
del fuego del amor, vuelve a ensancharse para llenarse otra vez. Y así
sucede casi sin descanso. El alma invadida por tu Amor, Dios mío,
experimenta la impresión de que se desarrolla y expande en ella una vida
totalmente interior. En ciertos momentos, la oleada de calor es tan fuerte
que el alma no puede ya soportarla. Es entonces cuando hasta el corazón
físico se dilata, tal como se ve, por ejemplo, en la vida de San Felipe Neri,
o se siente traspasado de parte a parte por una flecha, como sucedió a
Santa Teresa de Ávila. Suena la hora de la plena expansión.
La emoción que experimenta el alma cuando por primera vez se
siente inmediatamente unida a Dios, cuando lo toca espiritualmente en el
fondo de sí misma, cuando recibe ese maravilloso beso divino; en fin,
cuando se da cuenta de que penetra en Dios y de que Dios la penetra por
entero, es deliciosa. La idea que posteriormente se forma de su propia
felicidad es la de compararse a una esponja en el océano, pero en un
océano de pura dicha, conocida y gustada por todo su ser. De momento es
tan dichosa, que llora de alegría. ¡Es tan bueno sentirse unida a Dios y tan
amada por Él! Es tan nuevo, tan distinto a lo que imaginaba, que se siente
sobrecogida por un santo temblor. Si nos atreviéramos, diríamos, para dar
a entender algo de lo que sucede entonces, que la dicha le conmueve hasta
la médula. A veces ocurre que el cuerpo participa algo de eso a su manera.
Pero lo que experimenta no es, con mucho, lo esencial, ni lo mejor. Pues el
alma tiene sus goces propios, y éstos son los únicos verdaderos.
A cada visita de Dios aumenta este goce. Es el mismo, y, sin
embargo, se lo saborea como si fuera nuevo. Es el goce de Dios que se
infiltra deliciosamente en el alma. Y se lo saborea en Dios.
Todavía aumenta el goce del alma por el descubrimiento de otras
almas admitidas como ella a participar del mismo modo en la felicidad de
Dios. La dicha de estas almas aumenta la suya. El mundo espiritual le
ofrece un espectáculo grandioso y encantador: el de las almas arrebatadas
de amor por Jesús. Todos los corazones puros que le conocen son ganados
por Él. Ejerce sobre ellos una irremediable atracción. Hay flores que
siguen al sol en su carrera de Oriente a Occidente. Jesús es el sol de las
almas. Éstas se iluminan con su luz y se calientan con los rayos de su
amor. Las atrae, las eleva, en cierto modo, hacia Él. Lo siguen con mirada
75
afectuosa y constante. Lo aman mucho, sin límites. Cuanto más puras son,
más se adhieren a Él. Cuanto la tierra tiene de más noble, de más delicado,
de más generoso, le pertenece. Sí, Jesús, es literalmente cierto que los
corazones puros te aman con incomparable amor. Resulta dulce
comprobarlo; es arrobador contemplarlo.

EL ALMA CANTA

Hablar, y sobre todo cantar, es expresar en alta voz, sin temor, con
felicidad, con entusiasmo, aun los sentimientos más íntimos del corazón
con respecto a Ti. Tú tienes derecho, y pleno derecho, a esa manifestación
sensible de la estima que el alma te tiene y del afecto que por Ti siente. Por
lo demás, esa ley se impone imperiosamente al alma interior, al menos en
ciertas horas… Pues si entonces le fuera preciso callar su amor, se
ahogaría. Es preciso que hable, es preciso que cante, aunque esté sola.
Verdad es que Tú estás siempre allí para escucharla, y eso le basta. Su voz
agrada a Dios, y una voz que agrada de ese modo puede decirlo todo.
Canta así con todo su ser. Diga lo que diga o haga lo que haga, todo está en
calma, todo está tranquilo, todo está en orden en esta alma; impone, sobre
todo, un sello de dulzura, de armonía y de paz que alegra a su Dios. Pues,
para Él, su voz es dulcísima y muy agradable.
¡Qué bien recompensada queda de sus esfuerzos el alma interior,
Dios mío, cuando te oye afirmarle que todo lo que dice, todo lo que hace,
todo lo que sufre, se convierte en una voz melodiosa que sube hasta Ti y
que te encanta! Nada hay ruidoso, duro e hiriente; pero nada tampoco
amanerado, en esta voz que tanto te agrada. Por el contrario, hay algo ágil
y gracioso, firme y dulce, armonioso.
Y si pensamos ahora que otras almas —cuya actividad, interna y
externa, perfectamente acorde con tu voluntad, se transforma en una
melodía semejante— unen su voz a la de ella, creeremos oír muy por
encima del fragor del mundo una incomparable sinfonía, verdadero eco y
verdadero preludio del eterno Cántico.
Cerraos a la tierra y abrid esa ventana de vuestra alma que da hacia el
infinito. Permaneced el mayor tiempo posible en esa misteriosa soledad
frente a ese horizonte ilimitado, aunque nada veáis todavía, y respirad a
pleno pulmón el aire divino.
Escuchad el canto de esas desconocidas almas silenciosas que aman a
Dios cuanto pueden y que saben decírselo sin ruido de palabras, con sólo
76
los latidos de su corazón, todo él llama y fuego. Resuena constante en esa
inmensidad.
Que vuestro canto de amor se una al suyo, al de María y al de José, al
de los ángeles y al de los Santos.

DIOS Y EL ALMA SE ENCANTAN MUTUAMENTE

Tú amaste al alma, Dios mío, le comunicaste tu Vida, la embelleciste.


Y el alma se te parece ahora hasta la confusión. La has encantado. Pero
ella, a su vez, te encanta. Y ahora estáis como misteriosísimamente unidos
por unos vínculos que no se ven con los ojos del cuerpo ni con los de la
imaginación, que tampoco se cogen con las manos y que, sin embargo, son
muy reales, muy dulces y muy fuertes. Atracción libre e irresistible que os
mantiene vueltos uno hacia la otra, mutuamente unidos, arrobados,
prendados una del otro. Y el alma se da cuenta de que te envuelve con su
dulce influencia, del mismo modo que ella misma se siente totalmente
penetrada por la tuya, ¡oh Dios mío!
¿Quién podrá decir, Dios mío, la profundidad y el poder de tal
encanto? Nada se le escapa. Invade todo el ser, osaríamos decir que hasta
los tuétanos. Es una divinización ab intra. Se diría que tu ser, que, sin
embargo, no puede mezclarse a nada, se convierte en el mismo ser del
alma. Ésta comulga —o mejor, tal vez, es comulgada— en tu plenitud. Es
la dicha insondable, la paz, la alegría, la fuerza, la seguridad, la luz, el
calor, la vida. Es todo. Es más que todo. Está por encima de todo. Te
vemos desde dentro. Te poseemos. Te saboreamos. Somos Tú mismo. Todo
ello basta para morir. Y, sin embargo, no es más que una aurora, más que
un comienzo. El horizonte se dilata. Son perspectivas infinitas y seguras.
El presente da a manos llenas. Parece agotar el poder de dicha del alma.
¡Y, sin embargo, el porvenir dará todavía más!

NADA GUSTA TANTO A DIOS COMO UN


ALMA QUE SE IGNORA A SÍ MISMA

Nada te está oculto, Dios mío. No se te escapa ninguno de los


movimientos de un alma que te ama. Se diría que estás totalmente ocupado
en acechar la más ligera manifestación de su amor hacia Ti. Ya puede
envolverse en la discreción y en la modestia como en un velo para casi
ocultarte, para ocultar a todos y a si misma lo poco que hace por Ti, según
77
le parece a ella; es tiempo perdido. No hay velo para Ti, Dios mío. El
esfuerzo que realiza para guardar su secreto aumenta el encanto de su
afecto. Nada te gusta tanto como un alma que busca el silencio, que se
ignora a sí misma y no quiere agradar sino a Ti. Se convierte en el objeto
de tus complacencias. Atrae tus miradas. Atrae, sobre todo, a tu Corazón.
Le amas. Se lo dices. Y le das en mil ocasiones pruebas evidentes de tu
amor. ¡Alma bendita entre todas, quién dirá tu felicidad!

DIOS ELOGIA AL ALMA SU BELLEZA

Nada es tan dulce al corazón de tu Esposa, Dios mío, como oírte


hacer el elogio de su propia belleza. Y no por vanidad de su parte; no, en
absoluto. Demasiado bien sabe que todo lo que tiene lo tiene de Ti. Lo que
le agrada es agradarte. Lo que le encanta es encantarte a Ti. Toda alma que
comprende lo que Tú eres no debería tener otra ambición que ésa: atraer
tus miradas y retenerlas por su auténtica belleza.
Después de tantos trabajos y de tantas penas, tu obra está, pues,
acabada; la contemplas. Y te agrada tanto a Ti, el Divino Artista, que la
declaras perfecta y bellísima. Este elogio, tan precioso, se lo dirigen a toda
alma cuando entra en tu cielo. Pero tu amor no siempre puede esperar este
momento. Quiere expresarse cuanto antes. Le cuesta mucho callarse. Y
habla. Dice una sola frase, ¡pero qué frase! «¡Qué hermosa eres, Amada
mía! Tota pulchra es, amica mea eres lo más bello que hay en el mundo.
Necesito decírtelo. No temo hacerlo. Es verdad. Tu corazón está dispuesto
para oírlo. Sí, Yo, tu Dios, Yo te lo digo; no lo dudes un instante: eres bella
con la verdadera belleza. Y lo serás siempre. Alégrate.»
Por lo demás, hay en tu voz un acento que no engaña. La emoción
que sobrecoge al alma hasta el fondo no puede tener otra causa que Tú.
Sólo Tú puedes obrar en ese centro interior. Sólo Tú puedes derramar allí
una tal paz, una tal seguridad, una tal beatitud. Por los frutos se conoce al
árbol. Por la obra se conoce al obrero.
De tu Gracia, Dios mío, podemos decir que «es más bella que la
belleza». Hay en ella un encanto infinito. Cuando invade, pues, un alma, le
comunica ese encanto delicado, penetrante, delicioso, indefinible. Esa
Gracia está hecha de dulzura, de armonía, de agudeza, de claridad también,
pero tamizada y como puntualizada. En ella nada choca, nada sorprende,
nada se impone a viva fuerza. Ejerce su imperio sin permitir casi que se
percate uno de ello. Envuelve en una atmósfera de paz, de silencio y de
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santidad. Se la admira sin esfuerzo y sin cansancio. Hace olvidarlo todo.
Se hace olvidar a sí misma, para hacerse paladear mejor. Tiene algo
humilde, modesto, en su manera. Sí, la Gracia, tu Gracia, es «más bella
que la belleza».
Pero la belleza y la Gracia de un alma Interior se armonizan muy bien
con la fuerza. El alma interior es un alma enérgica. Ha combatido y
continúa combatiendo el buen combate. Es un alma conquistadora, que
espanta a los demonios y a sus desdichados prisioneros. Un alma interior
hace más daño a tus enemigos, Dios mío, que más de cien que no lo son.
Por si sola vale como un ejército. Por lo demás, no lucha sola. Tú le das
siempre soldados, y buenos soldados. Ella los instruye. Los forma. Les
imbuye su ardor. Les comunica su energía. Los lanza al asalto. Les
asegura, por fin, la victoria. En todas las épocas has enviado a tu Iglesia
algunas de esas almas valientes, terribles como escuadrones ordenados, y
que lo han salvado todo cuando todo parecía perdido. «¡Danos, Señor,
almas verdaderamente interiores!»

LA VIRGEN MARÍA, PREFERIDA DE DIOS

Bien miradas las cosas, Dios mío, parece que esa alma privilegiada,
verdaderamente única, a la que llamas en el Cantar «mi paloma, mi
inmaculada», que no excita los celos de ninguna alma, sino que, por el
contrario, despierta la admiración y la alabanza de todas, es la dulce y pura
Virgen Maria, nuestra Madre. Sólo a Ella se aplican tus magníficas
palabras, sin restricción y sin límites. Es tu Hija única, Padre adorado; es
tu arrobadora Madre, Jesús, Hijo único del Padre, convertido por Ella en
nuestro Hermano para salvarnos; es tu Santísima Esposa, Espíritu de
Amor, a quien Ella debe el ser Madre sin dejar de ser la Virgen de las
Vírgenes. No hay pura criatura, ¡oh Santísima Trinidad!, que te sea tan
querida como ésa. Es tu única, tu divinamente preferida.
Después del Corazón de Jesús, no hay objeto más precioso de
conocer ni más dulce de contemplar que el Inmaculado Corazón de la
Santísima Virgen. Es un abismo de perfección, de esplendor, de belleza, de
gracia, imposible de describir. El Corazón de María es la obra maestra del
Espíritu Santo. Lo enriqueció con todas las perfecciones, con todas las
virtudes.
Sabemos que desde el primer instante de su concepción nuestra dulce
Madre gozaba de todo el Amor divino. En el momento de su creación
79
volvióse hacia Dios para unirse a Él en perfección; y su amor aumentó a
cada instante, pues repitió ese gesto durante toda su vida y cada vez con
más hondura e intimidad. Su corazón es purísimo, es decir, sin mezcla de
nada inferior a sí. La Santísima Virgen recibió desde el primer instante de
su vida el poder de amar en un estado perfecto. Y lo ejerció
inmediatamente. No conoció pecado ni imperfección… Su amor de las
criaturas fue la expansión de su amor a Dios, y en nada turbó su
inalterable, su santísima pureza. En Jesús ama a Dios, puesto que Él es, a
la vez, su Dios y su Hijo. Amó a San José, a San Juan, a las Santas
Mujeres, a todos los hombres que se han sucedido en el curso de los siglos.
Ama a todos sus hijos con profundo y real amor, pero los ama en Dios.

EL ALMA ES ABSORBIDA POR DIOS

Durante las duras pruebas que ha tenido que soportar para conquistar
tu amor, duran te tus largas ausencias, ¡oh Jesús!, el alma interior no ha
permanecido inactiva. Con sus trabajos, y sobre todo con sus
pensamientos, ha sabido componer una miel dulcísima, de delicioso
perfume. Ahora te la ofrece. Dígnate aceptarla. Le parece a esta alma como
si fuera comida, absorbida por Ti. Sin embargo, no pierde lo que tiene ni la
conciencia de lo que es. Y, a pesar de todo, se convierte en tu misterioso
alimento, toda ella íntegra, sustancia y actos. Se convierte en Ti, sin que
tengas Tú que adquirir nada, propiamente hablando. El cambio se opera
íntegro en ella. Es ella la que se ha convertido en Ti. “… al contrario, tú te
mudarás en mí.” (San Agustín). Verdad es que sigue siendo
sustancialmente lo que es, y, sin embargo, ya no es la misma, Ve, piensa,
ama, obra como Tú, contigo, en Ti. Si no está transustanciada, está
transformada. ¡Dichosa e inefable transformación!
Durante largos días, Dios se ha convertido en aliento del alma
interior. Poco a poco la ha transformado en si mismo. Pero llega un
momento en que hallándola transformada totalmente y, por decirlo así, a su
gusto, se alimenta, a su vez, de esta alma así divinizada. Antes, ella se
sentía interiormente fortificada por un alimento a la vez misterioso y
delicioso. Gustaba, en el fondo de sí misma, una gran felicidad, una
felicidad suya propia, su felicidad. Le parecía incluso que había alcanzado
los límites de la beatitud posible en este mundo. Pero aquello no era nada,
lo comprende ahora. Una alegría totalmente nueva acaba de brotar en su
corazón. Se da cuenta de que ella es como tu propio alimento, Dios mío.

80
Tu felicidad se convierte en felicidad. Y está prendada, embriagada, fuera
de sí misma.
Ciertamente, el alma interior no ignora que ella nada puede añadir a
tu dicha infinita. Sin embargo todo sucede en esos benditos momentos
como si ella te hiciera verdaderamente dichoso. No sólo gusta el alma de
su propio goce, sino también de tu alegría, de la cual le parece ser ella la
causa. Ninguna comparación puede hacer comprender lo que puede ser
una tal felicidad. Sería preciso corregir, sublimar hasta el infinito la, de la
madre más abnegada cuando alimenta con lo mejor de sí misma a su hijo
amadísimo y pone toda su felicidad en hacer dichosa a esa querida
criaturita que tan metida lleva en su corazón, y pensar en María, Virgen y
Madre. Y el gozo del alma interior no pasa. No se agota. Cuanto más da
ella a su Dios, más le da su Dios a ella. Él es la fuente inagotable del amor.
A medida que se va saciando, llena su corazón, y eso es lo que colma de
gozo a su Esposa.

EL ALMA INTERIOR ES MÁS O


MENOS INCOMPRENDIDA

Muchas almas aun piadosas, no comprenden los impulsos del alma


interior, su verdadero estado, lo que legítima sus actos. ¿Hemos de
asombrarnos de ello? ¡Nada de eso! Para juzgarla con verdad sería
menester poseer una ciencia muy profundizada de los efectos misteriosos
del Amor divino o sufrir uno mismo del mal que ella padece. Eso es muy
raro. Y el ideal, la unión de la ciencia especulativa y del conocimiento
experimental, personal, todavía lo es más. Un San Juan de la Cruz, por
ejemplo, no es dado al mundo, según parece, a cada generación de
hombres. Pero aunque lo fuera no se le podrían someter todas las almas
heridas por el mal del Amor divino. Tienen éstas que aceptar el ser más o
menos incomprendidas.
Es como si se planteara al alma interior esta pregunta: ¿Qué tiene tu
Amado para ti más que para los demás? Y el alma podría responder: «Yo
no sé como veis vosotros a mi Amado, pero yo ¡lo encuentro tan hermoso!
Posee todas las riquezas, es sabio, poderoso, bueno, afectuoso. Es
delicado, es firme y fuerte. Y, sin embargo, es dulce, más dulce que una
madre. No, nada le falta. Cuanto más le conozco, más arrobada estoy por
la infinita profundidad de sus perfecciones. Y todo eso lo posee en paz, en
armonía, en orden. Es muy sencillo, no sólo en su palabra y sus maneras,

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sino en Sí mismo. No me canso de contemplarlo y de amarlo. Es la alegría
de mis ojos y de mi corazón.»

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CAPÍTULO IV

FECUNDIDAD APOSTÓLICA

LA UNIÓN SE REALIZA EN LA CRUZ

Los signos del afecto de Dios revisten dos formas muy diferentes: tan
pronto son agradabilísimos y muy dulces, como son dolorosos y
crucificantes. Dios exalta el alma, y la rebaja. La colma, y luego la aplasta.
Pero la une siempre. Sí; a pesar de lo contrario de las apariencias, los
contactos crucificantes unen profundamente. Y no pensamos solamente en
las pruebas purificadoras del alma, preludio obligado de la unión:
pensamos, sobre todo, en esos dolores redentores que experimenta tan a
menudo el alma que llega a la unión transformadora y perfecta. Hay allí
una comunión real con los sufrimientos de Jesús Crucificado. Hay, pues,
unión, y tanto más intensa cuanto más profundos son los dolores. ¿Cómo
explicar este misterio? Parece que San Pablo nos da la clave cuando dice:
Estoy crucificado con Cristo. ¡Qué unión en el sufrimiento y en el amor!
El alma interior está también verdaderamente clavada en la Cruz con
Jesús, y por el mismo Dios, según parece. Es que cuanto más querida es un
alma a su Corazón de Padre, más quiere que sea imagen viviente de su
amado Hijo. De ahí el cuidado que pone en mantenerla siempre sobre la
Cruz. Le hace comprender de una manera sobrecogedora que Él, el Amor,
no es amado; que ella misma no le da todavía todo el amor que podría
darle. Le dice también que Él, que es la Verdad, no es conocido y que ella
misma no lo contempla lo bastante. Entonces el alma siente que su corazón
se deshace de dolor, y en ello hay un goce secreto inefable. Es el gozo de
la caridad terrenal, imperfecto sin duda si lo comparamos con el goce del
cielo, pero muy superior a todas las felicidades de la tierra. Sí, el
sufrimiento bien aceptado une a Dios. Diríamos que es una mano de hierro
de la que primero sentimos toda la dureza, pero que aprieta al alma cada
vez más deliciosamente sobre el Corazón de Dios. La amargura va
disminuyendo sin cesar, el gozo va siempre en aumento y la unión se hace
más íntima a cada dolor mejor aceptado; si no siempre es más sentida, al
menos es siempre más perfecta y más profunda. Es que para sufrir bien

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hay que amar mucho, y que en esas condiciones, y, por otra parte, en
igualdad de circunstancias, cuanto más y mejor se sufre, más y mejor se
ama. He ahí por qué el sufrimiento es un signo tan precioso del afecto de
Dios.

FECUNDIDAD DE LA CRUZ

Tu Esposa, Dios mío, domina el mundo desde lo alto de su amor.


Pero su dominación nada tiene de duro ni de tiránico. Es todo benignidad y
bondad. Esta alma ha sido situada graciosamente por encima de las demás.
Ella lo sabe y lo ve tan claro como el día. Nunca lo olvida. Si contempla
las cosas desde lo alto y desde lejos, es para poder iluminar a los que están
en la noche y para dirigir hacia Ti a los que podrían extraviarse. Si vive
sobre las cimas y cerca del cielo, es también para hacer subir a ellas a
quienes están atascados en la tierra o a los que amenaza tragarse el mar. Tú
lo quisiste así, divino Salvador Jesús; elevado a la Cruz, atraes todo hacia
Ti. Toda alma unida a Ti por el amor eleva al mundo.
¿De dónde viene este poder sobre las almas y sobre el mundo? Sin
duda del amor, pero de ese amor que se alimenta de sacrificios. Hay que
decirlo: la vocación a la vida interior profunda es una, vocación al
martirio. Efectivamente, el alma llamada por Dios no sólo debe pasar por
las duras refundiciones de su sensibilidad y por las impotencias, todavía
más dolorosas, de sus facultades superiores obligadas, como, a pesar suyo,
a renunciar a su manera normal y natural de obrar, sino que se le piden
nuevas inmolaciones, no tanto para ella como para los demás. Sufre por no
poder amar a su Dios como Él merece serlo. Sufre al verlo tan poco
conocido y tan poco amado. Más aún: siente gravitar sobre ella con todo su
peso al mundo y sus pecados. El misterio de la agonía y de la Cruz se
renueva para ella, y comulga en él en la medida de su amor. Su vida, como
la de Jesús, es «cruz y martirio». Pero hay que decirlo también: es un
martirio amado. ¿Qué mejor prueba de afecto puede dar a Jesús y a sus
hermanos que aquélla? ¿Dónde encontrar una prueba de amor más
auténtica? Y el fruto de la caridad es el gozo, un gozo totalmente espiritual,
gustado en lo más íntimo del alma y compatible con el verdadero dolor,
que llega a ser como su fuente. ¡Qué no sufriría Jesús sobre la Cruz! Y, no
obstante (sin hablar de la visión beatífica), ¡cuál no sería su gozo al
glorificar a su Padre y salvar a sus hermanos por sus mismos sufrimientos!
Profundo misterio, es cierto, ¡pero cómo ilumina el de las almas esposas y

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víctimas y cómo hace entrever el de su dulce Madre, Nuestra Señora de los
Dolores!
He ahí por qué semejante alma atrae al Rey de Reyes y lo cautiva.
¡Se siente tan dichoso al encontrarse en ella y al poder hacer que los
hombres se beneficien por ella de los frutos de su inmolación! Para Él es
como la renovación de los goces del Calvario, puesto que sus sufrimientos
no pueden ser renovados. Y puesto que esta alma comprende tan bien sus
deseos y realiza tan bien sus voluntades, ¿por qué Él, a su vez, no había de
cumplir todos los deseos de su Esposa? Y eso es lo que se produce. Dios
pone a su disposición todos sus tesoros. El alma puede sacar de ellos lo
que quiera y distribuirlos a su arbitrio. A causa de la profunda armonía que
entre ambos existe, nunca hay que temer un conflicto en este
aprovechamiento. Si fuese necesario, Jesús sabría hacer comprender, desde
dentro, que tal empleo no responde a sus planes, y el alma,
inmediatamente, renunciaría a él sin pensar más. El alma es
verdaderamente reina. Tiene todas las cosas bajo su dominación; las
gobierna, tiene la impresión de que participa en tu monarquía universal,
¡oh Jesús!, y de que lo dirige todo contigo y por Ti al único fin de todo: a
la gloria de la adorable Trinidad. Desde ahora, nada la sobresalta, nada la
turba en su fondo. No solamente sabe y cree, sino que, en cierto modo, ve
cómo todas las cosas se mueven para tu gloria, Dios mío, y para el bien-de
los que te aman: “Dios hace concurrir todas las cosas para bien de los
que le aman” (Rom. 8, 28) incluso sus pecados, añade San Agustín.
El filósofo soñaba con encontrar por su pensamiento el orden del
mundo para contemplarlo; pero el alma unida a Ti, Dios mío, lo contempla
sin esfuerzo y desde mucho más arriba.

LA ACCIÓN DEL ALMA UNIDA A DIOS

Toda alma que te quiere, Dios mío, es un alma fuerte, y su fuerza


aumenta con su amor. Cuando te ama con todo su corazón y cuando su
corazón es grande, su fuerza llega a ser una verdadera potencia. ¿Cómo
sucede eso, Dios mío? Es que el amor une a Ti. Cuanto más profundo es,
más perfecta es la unión contigo. Pero Tú eres el Dios fuerte. Todo ésta
sometido a tu poder, el cielo y la tierra, los ángeles y los hombres. Nada
sucede en el mundo sin expreso permiso de tu parte; no puede desaparecer
una nación, ni morir un jilguero, sin que Tú lo hayas permitido. Ahora
bien, el alma que te está íntimamente unida por el amor comulga en tu

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poder y participa de tu fuerza. Llega a ser, para las demás, una fuente de
vigor y de energía. Ordena, y la obedecemos; exhorta, y progresamos;
camina valerosamente hacia Ti, y la seguimos; se lanza hacia las alturas, y
hace que los demás subamos hasta allí con ella. Lo que añade mucho al
encanto de esta alma es la gracia con que se desarrolla su vida y se
despliega su fuerza. Tú, Dios mío, lo haces todo con dulzura y firmeza,
suaviter et fortiter. El alma que te está íntimamente unida participa tanto
de esta suavidad como de esta fuerza. Todo en su acción es medido,
ponderado, equilibrado, armonizado. Habla como conviene hacerlo; se
calla cuando es mejor callarse. Se adelanta si es preciso; se esfuma muy
gustosa y sin siquiera hacer notar que se borra. Y así en todo. Eso es lo que
da tanto encanto a su acción. Tiene un algo acabado, perfilado, completo,
perfecto, que extasía. Nada encontramos que sobre en ella. Nada le falta.
Es un fruto hermoso y bueno, de aspecto agradable, de sabor delicioso.
Hay allí algo divino. «Hizo bien todas las cosas».

PODER DE ESA ALMA EN OBRAS E


INCLUSO EN SILENCIO

El amor que la consume por dentro se manifiesta exteriormente por la


riqueza, la abundancia y la perfección de sus obras. El alma interior está
serena, apacible, pero no está inactiva. Dondequiera que está, el amor
actúa. Cuanto más fuerte es, más poderosa es su acción. Quiere
ardientemente el bien de Dios. Trabaja sin cesar para realizarlo. Aun
privada de los medios ordinarios e la acción, que son la palabra y las obras,
sigue actuando y tal vez más eficazmente que nunca. Le quedan la oración,
el sufrimiento, la misma impotencia. Todo lo encuentra bien. Convierte en
flecha cualquier madera. Alcanza su objeto. Ilumina a los que no lo
conocen. Consuela a los que no piensan en Él. En el silencio, sin ningún
ruido, ignorado de todos, Él comunica la vida, la verdadera vida, la que no
se acaba. ¿Por qué extrañarse de esta acción oculta y de su poder? El amor
ha unido al alma interior a Dios. Dios le ha dado todo por contrato. Se ha
dado a Sí mismo. Se ha convertido en su prisionero, en su cautivo. Pero, al
dar y al darse, nada ha perdido de su fuerza y de su riqueza, sigue siendo el
Dios bueno, constantemente ocupado en hacer bien a sus criaturas. Y del
mismo modo que entre Él y el alma, su Esposa, son idénticos los gustos y
los sentimientos, así también lo son el poder y el deseo de hacer el bien.
Sin duda que Dios podría actuar directamente y por Si solo en las almas;
pero le agrada ser no solamente artesano, sino peón. Lo cual es más
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hermoso, más dulce también, para el alma que comulga a sabiendas en tu
acción santificadora. ¡Es tan bueno, Dios mío, darte como a manos llenas!
Nada es tan dulce para el alma interior como sentir que en cierto modo,
tiene mando sobre Ti. Te pertenece por completo, es verdad; pero también
Tú le perteneces a ella por entero. Entre Tú y ella se diría que existe la más
perfecta igualdad, incluso la más real identidad, no en el orden del ser, sino
en el orden del amor. El alma se siente potencia divina, amabilidad divina.
Unida a Ti por el fondo de si misma, siendo una misma contigo en un
sentido muy real, trata de comunicar a otros su riqueza y su felicidad. Pero
todo está regulado por tu sabia Providencia, Dios mío. No le corresponde a
tu Esposa escoger a tus amigos. Todo su oficio consiste en buscarlos, en
reconocerlos y en darles luego, contigo y por Ti, el tesoro de tu amor.

ACCIÓN SOBRE LAS ALMAS

El bien se difunde de modo espontáneo. El alma interior, rica en


Dios, lo da al que se lo pide sinceramente, a unos más, a otros menos,
según la voluntad de Dios y las disposiciones particulares de cada cual.
Uno recibe treinta, otro sesenta, otro ciento. Pero todos padecen su
benéfica influencia. Da a todos y se da toda a todos. Lo cierto es que de su
afecto inteligente, abnegado, desinteresado, sobrenatural, puede decirse lo
que se ha dicho del amor de una madre por sus hijos: «Cada uno tiene su
parte, y todos lo tienen integro.»
Así como no hay bien «que pueda entrar en comparación con Dios»,
que es el Bien absoluto, tampoco hay limosna comparable a la que el alma
interior distribuye a todos los que a ella vienen con el corazón ávido de ese
Bien de bienes. El alma interior ejerce, en efecto, un verdadero atractivo
sobre las demás almas, principalmente sobre aquellas en cuyo interior
actúa la gracia. Éstas comprenden como por instinto que existe una
misteriosa armonía entre ellas y esa alma privilegiada. Vienen, pues, hacia
ella confiadas. Se sienten seguras a la sombra de esta alma. Están
persuadidas de que si pueden contarle sus penas, sus temores, sus deseos y
sus esperanzas, no sólo serán comprendidas, lo que ya es mucho, sino que
se verán iluminadas, consoladas, fortificadas, reanimadas. En fin, que
encontrarán así, de un golpe, todo lo que les falta. Y eso es verdad. He ahí
por qué es tan preciosa un alma totalmente interior. He ahí por qué, aun
viviendo lo más a menudo oculta, ejerce una influencia tan profunda.

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Aunque piensa poco en su interés personal y se olvida gustosamente
de sí misma —tal vez incluso a causa de eso—, el alma interior ve que
todas las cosas resultan bien para ella. Todo lo que hace le sale bien. Es
que, en el fondo, su voluntad, perfectamente unida con la voluntad de
Dios, llega a ser tan eficaz como ésta. Lo que el alma emprende, lo
emprende sólo para Dios y según Dios. Lo que hace, es Dios, más que ella,
quien lo hace en ella y por ella. ¿Por qué asombrarse, pues, de sus éxitos?
Incluso lo que parecen sus fracasos acaban, en fin de cuentas, saliendo de
algún modo en provecho suyo. Sucede con ella como con Jesús. Que en la
hora en que todo parece definitivamente perdido es cuando, al contrario,
está todo definitivamente ganado. De la muerte sale la vida; de la
humillación, la gloria. La última palabra sigue correspondiendo siempre a
los amigos de Dios.

MATERNIDAD ESPIRITUAL

Dios da al alma interior, su Esposa, una verdadera fecundidad


espiritual. Hay en el mundo algunas almas que le están unidas por el
mismo Dios y a las cuales debe de alimentar como una madre alimenta a
sus hijos. No es necesario que conozca a estas almas para que ante Dios las
tenga ella a su cargo. Sin embargo, a veces, cuando El lo juzgue oportuno,
Dios hará de modo que el hijo y la madre se encuentren. Ese encuentro
será para los dos un gozo profundo, totalmente espiritual y de corazón. El
alma interior no puede comunicar la vida divina sino del modo como el
Padre la comunica al Hijo, y el Hijo al Espíritu Santo. La carne no entra
aquí para nada, y nada hay para ella. Lo que nació del Espíritu es Espíritu
y debe seguir siéndolo.
En los orígenes de las familias religiosas hay siempre un alma que
vive sobre las cumbres cerca de Dios. Por lo común caen sobre ella las
dificultades en tan gran número como las gotas de una lluvia tempestuosa
o los copos de una borrasca de nieve. Pero el amor que guarda ella en su
corazón más fuerte que todo. Y así, lo que debía abatirla, la levanta. Lo
que debía extinguir su llama, la reaviva. El obstáculo se convierte en
medio. La ruina es el comienzo de la prosperidad. Cobra entonces todo su
impulso y recorre en derechura su camino, atrayendo y arrastrándolo todo
tras de sí.

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LUCHA CONTRA LOS MALOS

En el mundo espiritual, el alma interior es una fuerza. Ama a Dios. Y


nada es tan fuerte como el Amor divino. El alma interior lo impone a quien
la conoce como tal y también a quien no la conoce. Es una fuente de
energía; los débiles vienen a beber en ella. Los fuertes encuentran allí con
qué fortificarse todavía más. Pero los malos la temen instintivamente. Los
demonios le hacen la guerra, y, a veces, una guerra cruel. Pero es ella la
que triunfa. Pues no sólo llega a rechazarlos, sino incluso a derrotarlos, por
la sola acción de su corazón unido a Dios. Incluso puede expulsarlos de
aquellos a quienes poseen o a quienes obsesionan.
El alma tiene en su mano, a su disposición, todos los medios de que
se sirvieron los Santos en el transcurso de los siglos para vencer al mundo,
para derrotar al demonio y para vencerse a sí mismos. Y aunque jamás
haya oído hablar de tales medios, los emplea. El Espíritu Santo, que la
mueve en todas las cosas, se los hace descubrir. Ella es muy feliz luego
cuando se entera de que tal Santo, o tal alma piadosa, utilizó antes que ella
ese mismo procedimiento para obtener o hacer obtener la misma victoria.
Hay una maravillosa armonía entre las obras de Dios, aunque estén
separadas por siglos enteros. En todas las épocas, incluso en las más
sombrías, ha tenido Dios sus amigos fieles, sus defensores intrépidos, sus
capitanes audaces, para dirigir valerosamente el buen combate, cada uno a
su manera, y para dar valor y confianza a las almas de buena voluntad.

EL AMOR DIVINO IGNORA LOS CELOS

El alma interior no querría guardar esta felicidad para sí sola. Arde en


deseos de difundirla. Le parece que amarla más a su Dios, a «su amigo», si
lo amase en unión con otras almas a las cuales hubiera podido comunicar
algunas chispas del fuego que la devora. El Amor divino ignora los celos
humanos. Al darse, no se extingue, se reaviva. Sin duda que el alma
interior anhela que nadie en el mundo ame a su Dios más que ella; pero si
así sucede, se alegra de que ocurra. Cuanto más amado es su Dios, más
feliz es ella. El descubrimiento de las almas más adelantadas que ella en la
intimidad divina no hace más que estimular su ardor. Ruega por esas almas
para que amen todavía más. Comulga humildemente en su amor. Su
alegría es ofrecer a su «Amado» el afecto de estas almas privilegiadas. Lo
ama con todo su corazón.

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Quédate conmigo, Jesús, no me abandones; quédate siempre,
siempre. Que yo te sienta allá en el fondo de mi corazón, presente y oculto
a un tiempo. Haz de, mi alma el lugar de tus delicias y de tu descanso. Yo
no te perturbaré, Amado mío. Me pondré a tus pies, te contemplaré, te
amaré sin ruido; te daré todo lo poco que tengo. Reinarás, sobre todo, en
mí, y tu reino no tendrá fin.
Gracias, Dios mío, por tanta bondad. No tengo nada que decir, sólo
tengo que amar. Sí, te amo. Sí, querría repetirte noche y día esta frase
como la única que te agrada y que es digna de Ti; soy tuyo, Jesús mío,
Dios mío; querría también ser Tú mismo, Salvador mío; quiero todo lo que
Tú quieres, es decir, te quiero para mí, todo para mí, cada vez más para mí
y para siempre.
Quédate, Jesús mío. Consúmeme. Úneme a Ti. Divinízame.

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