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Viaje por cerro Concepción

Una antiquísima micro, luchando con los cerros de Valparaíso, elevaba sus últimas fuerzas a
través de las enmarañadas calles de cerro Concepción. Siendo atardecer, las postreras luces del
oeste sollozaban la irremediable agonía del sol, mas la micro seguía su destino... En su interior
desfilaban rostros de sino decadente producto del cansancio crónico de nuestra época y sus
esclavistas jornadas de trabajo. No solo agonizaba el sol, sino que, en su deceso, arrastraba sin
remedio miles de sueños, promesas, y en el avance uniformemente tedioso del vejestorio, bajo una
fina y naciente llovizna, abría su telón la noche porteña, a la que tanto soñamos nosotros en sus
inagotables misterios y al soñarla caemos, finalmente, a la realidad de un temporal de Julio.

Por la puerta trasera de la máquina ingresaron dos jóvenes que, según sus ropas y los
instrumentos que portaban, parecían ser estudiantes de música. Uno de ellos era alto, tenía barbas
largas, pelo rasta, vestimenta un tanto vieja y sucia, pantalones negros rasgados en las rodillas,
bototos cafés, chaqueta de cuero realmente carreteada y bajo ella un deshilachado chaleco de
múltiples colores; el otro era algo más bajo, con pelo largo liso, amarrado, lentes, barba fina,
chaquetón negro, pantalones verdes con parches y zapatillas empapadas por el río callejero. Por la
puerta delantera hacían su aparición dos payasos, uno grande, otro bajo; el primero, con ropas
blancas muy escotadas, grandes chalas, rostro desordenadamente pintado, peluca roja y nariz
también roja, cargando un gran saco de contenido incierto; el segundo, jardinera desmesuradamente
grande e inmunda, polera de todos colores en líneas horizontales, zapatos gigantes, peluca amarilla
y nariz roja.

Desde ambos extremos de la micro comenzaba a gestarse cierto conflicto por medio de miradas
evasivas y severas entre los artistas, a lo que el chofer, un gigante de ascendencia alemana, de barba
rubia, medio calvo, no prestaba ni la más mínima atención. Se trataba de un sujeto grande y obeso,
incapaz de realizar un solo acto delicado, poseedor de una motricidad bruta y enérgica; al manejar,
agredía pues la dignidad del viejo transporte, no reparaba en masacrar con sus pesados pies freno y
acelerador y con sus arremangados brazos y gruesas manos subyugar el manubrio y la manilla de
cambios, lanzando en ininteligible coa gruñidos al infinito ante determinados y fugaces
contratiempos que le asaltaban en la conducción, ásperos improperios eran los que vociferaba y, a
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juicio de los oyentes, a pesar de no ser comprendidos en su significado, debido a su tono grave y
colérico no podían ser si no improperios de grueso calibre.

– Señoras, señores... –comenzó el músico mas bajo–, no es nuestra intención molestarles...


– Nosotros tampoco queremos hueviarles... –interrumpió el payaso chico; y luego realizó una
contorsión rítmica a modo de burla a los cantores, lo que provocó algunas risas entre la gente.
– ¡Oigan, si ustedes quieren nos bajamos!, ¿o se bajan ustedes? Nosotros venimos simplemente
a realizar nuestro arte honradamente, para costear nuestros estudios, y miren que hasta en lluvia lo
hacemos, por el pan todo se puede... ¿Supongo que ustedes también son gente esforzada,
trabajadora?
–Nah’... ¿Creí’que no te veo en el Roma o en el Rincón De Manuel chupando como loco?...–
respondió el payaso chico, lo cual provocó nuevas risas.
– ¡Sí!, y los fines de semana no salí’solo... ¡Salí’con la mea’caña! –añadió el payaso alto.
Aumentó el volumen de las risas en el público.
– ¿Bajémonos? – propuso uno de los músicos; no obstante, las puertas del transporte no podían
ser abiertas, sino hasta llegar al paradero, a causa de la lluvia y el viento. Los dos estudiantes
quedaron en cero, pensando qué hacer. De pronto, uno de los músicos dijo:
– Bien, ya pronto nos bajamos, pero diremos algo antes. Siempre ha habido buena relación en las
micros entre ustedes los payasos y los músicos callejeros. Nosotros nunca habíamos tenido
problemas con otros compañeros payasos. Sin embargo, el día de hoy ustedes han sido la excepción
a la regla pues según veo se han propuesto trabajar a nuestra costa e impedirnos a nosotros trabajar
honradamente, se han propuesto reírse de nosotros y de nuestra música.
– ¡Y qué querí ahueonao, si somo’payasos!, ¿qué hacen los payasos?, reírse pu’hueeta’…, ajaj…
–respondió el chico, a lo que la gente rió ya con ganas.
– ¡No!, no somos payasos, señor, somos juglares del humor, profesionales de la risa, mesié...
Permítame, señor cantor, servirme de vuestra merced para alegrar este viaje nocturno… –agregó el
payaso alto, realizando una siútica reverencia, celebrada por los pasajeros.
– Oye, mejor cantemos… Solos se van a aburrir y después se van a ir... Así no nos tenemos que
bajar acá, porque no hay locomoción aquí y está lloviendo… –propuso el músico alto, asintió el
otro.
– Señoras, señores, este es un conocido tema de Inti Illimani, se llama ‘Vuelvo’... Esperamos
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que les agrade y les entretenga en su viaje –el alto comenzó a guitarrear y el otro cantaba.
…con cenizas, con desgarros
con nuestra altiva impaciencia
con una honesta conciencia
con enfado, con sospecha...

Mas de pronto fue interrumpido por el payaso chico que exclamó cantando conforme al ritmo:

con tu vieja y con tu hermana


duermo a patita pelaa’...

Esta última intervención del payaso chico fue mérito de aplausos y grandes risotadas. El
guitarrista agachó lentamente la cabeza y comenzó a reír silenciosamente, mientras su compañero
era víctima de una ira que hacía enrojecer su rostro. En estos momentos, la micro se detuvo y desde
fuera un funcionario, inspector del transporte, lanzó cierto código al chofer, pero mientras decía
esto el payaso alto gritaba un código distinto, de suerte que el chofer no lograba escuchar al
inspector: Esto sucedió tres veces y tres veces la gente rió con alborozo. Los que más celebraban el
hecho eran un grupo de estudiantes que estaban sentados al fondo, los que profesaban cierta
animadversión al micrero.

– ¡Ya basta! –gritó el chofer, al punto que ya había perdido del todo la paciencia– ¿Ustedes son
del gremio?, ¿tienen identificación para funcionar o creen que los payasos no están organizados?
Muéstrenme sus credenciales...
– ¿Y uste’tiene credencial de micrero? – preguntó el payaso chico.
– ¡Sí! – mostró con firmeza y enojo su carnet de la asociación, y hasta con algo de orgullo y
religiosidad– ¡Ahora muéstrenme los suyos o si no se bajan! – continuó, con fuerte tono, mas
rápidamente el chico le quitó de las manos el carnet y comenzó a mirarlo.
–Oiga, que salió feito, jee-fe’... ¿Le sacaron la foto de cara o de poto? –épicas risotadas en el
público.
–¡Dámelo!, ¡dámelo!
– Dámelo todo papi… ¿pa’qué se lo voy a dar?, ¿pa’que le dé un infarto y nos matemo’too’?
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¿Chh, este carnet me sirve a mi pal gremio de lo payasos?, le cambio el nombre no ma’, ¿cuando
se había escuchado eso? ¡gremio de payasos!, viejo chalao... –surgían altas risas, mientras el otro
payaso estaba tirado en medio del pasillo, con la guitarra que había arrebatado a los músicos,
interpretando una tonada de borrachos y simulando estarlo, desde luego.

El chofer detuvo el vehículo, se paró y dijo:

– ¡Bájense de mi micro los hueone’! –El payaso chico empezó a empujar a los cantores hacia la
puerta, a lo que estos se resistían.
– ¡El chofer dijo que se bajen ustedes! –alegó uno de los músicos.
– No –rebatió el payaso– él dijo que se bajen los hueones’, así que caminen pa’ la puerta no
ma’…
– ¡Ya, bájense los cuatro, payasos y cantores!, quiero la micro tranquilita, toy’ cansado y quiero
terminar de trabajar tranquilo –alegó el chofer, pero el payaso chico se arrodilló y abrazó sus
piernas suplicante.
– ¡No me eche, jefe! Mire, este es mi hijo –le dijo, asomándole el carnet gremial que le había
arrebatado hace un momento–, es un poco viejo y feo, pero tengo que alimentarlo igual… Tiene
síndrome de Down, se le nota en la cara, ¡mírenlo! –La gente reía de lo lindo e incluso muchos
pasajeros empezaban a negarse a que el chofer echara a los payasos, que hasta el momento habían
alegrado el viaje nocturno.
– ¡Ya, ya… Bájense!
– Maestro, discúlpenos, por favor, le prometemos que desde ahora nos portamos bien, hacemos
nuestra rutina tranquilitos y nos bajamos en una s cuadras más…–El chofer los miró serio y
meditabundo.
– Está bien, hagan su show y se bajan pa’ que los cantores acá hagan el suyo rapidito no ma’…
– ¡Puta que es hueon’…, perdón, puta que es gueeno’, jefeciitoo! Ya, trato hecho… –respondió
el payaso chico, limpiando esmeradamente con su ropa el carnet del chofer y entregándoselo con
exagerado agradecimiento. El chofer se acomodó en su asiento y puso la máquina nuevamente en
movimiento.

– Bien…–comenzó el payaso grande–, señoras y señores, señoritas y señoritos, lesbianas y


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mariconcitos… niños y niñas, abuelos y abuelas…
– ¡Ya po’!, sigue el repertorio…–alegó el payaso chico.
– Hay que considerar a todos los presentes, roto ordinario… Señoras, señores… nosotros somos
la compañía de humor Itinerantes carcajadas. Nuestra misión es hacerlos llorar de la risa o reír
llorando, que es lo mismo… Para eso hemos invitado a nuestros amigos cantores acá presentes, que
nos han acompañado en el primer número del show en compañía con el respetable chofer, jefe de
este transporte…
– Estos payasos están locos, nosotros ni los conocemos… –susurró uno de los músico a su
compañero.
– No importa, está improvisando, veamos qué resulta… –respondió el otro músico.
– El siguiente número –prosiguió el payaso– se llama: ¿qué hay en el saco de papas?… ¡Pase la
guitarra, compañero! –gritó el payaso, arrebatándole el instrumento musical a uno de los músicos.
Acto seguido, comenzó a entonar una alegre canción de ritmo cumbiero.

Vamo’a ver el saco, mamá


Vamo’a ver el saco, papá
Vamo’a ver el saco…

Inmediatamente, el payaso chico sacó un instrumento que era algo así como un chipote armado
por añadidura con una pluma anclada a su mango.

– ¿Qué es esto, niños? –En la micro habían pocos niños; sin embargo, todos los pasajeros
cumplían la función de niños. Nadie supo responder la pregunta.
– Se llama ‘huevea-choferes’, este artefacto sirve para hueviar a los choferes mientras manejan,
pa’ matarnos todos, ¡aajajajajaj! –exclamó de manera demencial el payado chico. Mientras
empezaba a hacer cosquillas al chofer con la pluma adosada al artefacto y luego a pegarle
chipotazos en la cabeza.
– ¡Les advertí que se portaran bien, enfermos! ¡Ahora sí, bájense de la micro!

En ese momento, el chofer se levantó colérico y comenzó a empujar al payaso chico hacia afuera
de la micro; sin embargo, el payaso grande se aproximó por detrás y lo tomó de la cintura
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abrazándolo.
– Ay, que eres duro conmigo, mi amor… –dijo, abrazando al chofer por su espalda.
– ¡Suéltame, maricón de mierda! –exclamó el chofer rojo de rabia.

El chofer se esforzaba por echar de la máquina a los payasos y pedía ayuda a la gente. El payaso
chico pendía desesperado de los bordes de la puerta, aferrándose con ambas manos. La gente
celebraba con júbilo lo extravagante de este show.

– Este es el segundo número del show, señores pasajeros –señaló el payaso grande– El número
se llama La venganza del chofer amurradito… –y mientras decía esto hacía cosquillas al chofer.

– ¡Bájense, mierda, bájense! –insistía el chofer. Los pasajeros disfrutaban, todo era entonces
carcajadas por lo extravagante de los acontecimientos– ¡Ayúdenme a echar a estos dos imbéciles,
mejor será! –añadió, ya con cansancio el chofer alemán chilensis.

Los colegiales daban pleno apoyo al payaso chico en su presente rebeldía con griteríos e insultos
hacia el chofer, al compás que abrían unas cervezas desde sus viejas mochilas y bebían sin tapujos.
El payaso alto elevaba cada vez más el cacofónico guitarreo, simulando, ya con mucha propiedad,
el cantar de los ebrios.

El payaso chico logró zafarse del chofer y corrió hacia la puerta trasera, abriéndola a la fuerza e
ingresando por detrás del vehículo, avanzó silenciosamente por el pasillo, mirando fija y
burlescamente al chofer, ubicado en la parte delantera, comenzó a caminar seductoramente, ante la
expectación del público, sonrió a la gente y a su compañero, el que, sentado en el suelo, había
dejado de guitarrear. Así, comenzó una serie de muecas de expresiva burla ante la candidez del
chofer, bailaba ridículamente dando a entender su mofa; parecía que el rostro del chofer explotaría
de furia en cualquier momento. Entonces el furioso alemán chilensis se fue encima del burlón para
golpearle, siendo detenido por algunas personas, devotas al payaso chico; el otro payaso se levantó,
caminó hasta estar junto al chofer y le sonrió mostrando sus amarillos dientes en gruesa chanza,
mientras el chico simulaba que lo agarraban y le impedían atacar al enemigo.

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– ¡Déjenme, déjenme –decía el payaso chico, simulando no poder deshacerse del agarre
inexistente– que a este alemán quiltro me lo desayuno con strudel!
– ¡O salen de mi micro o les rompo a fierrazos el hocico a los hueone’! –amenazó indignado el
chofer, dirigiéndose derechamente hacia su enemigo y corriendo a un lado al payaso alto, el que por
detrás le agarró con fuerza de la cintura, con ambas manos, deteniéndolo momentáneamente. El
chico, lejos del micrero, desplegaba entonces todo un repertorio de maniobras pugilísticas previas al
combate y luego saludaba a los pasajeros, como esperando aplausos y risas, los que llegaban con
ánimo y festín. El chofer trataba de librarse del payaso alto, pero este lograba retenerlo.

– ¡Suéltame, suéltame! –gritaba colérico el alemán.


– ¡Ay, que nos veríamos bien en el Titanic frente a la puesta de sol! Yo seria tu Di Caprio... a
ver, levanta los brazos... –decía el payaso alto de modo afeminado, abrazando fuertemente a su
víctima desde atrás; la gente reía ya con dolor de estómago.
– ¡Suéltame maricón! –gritó el otro ya estallando en una furia animalesca.
– Ay... que te me pones rudo tú... como un león de la Sabana entre mis sábanas… –con voz aún
más afeminada– Bueno... si no es el Titanic, que sea la Esmeralda...
– ¡Aah, suéltaameee! –forzaba el micrero, apretando sus dientes de ira.
– Ay... ¿qué es lo que quieres entonces, baby? Mira que yo te lo doy todo, ¡todo! –con esto
último aumentaba la algarabía carnavalesca.
– ¡Oiga, señor, si usted quiere le ayudo a expulsar a estos impertinentes! –dijo un señor de edad,
un caballero de grandes lentes, de boina y ropa humilde pero bien mantenida, sosteniendo entre su
brazo y su tórax el periódico conservador.
– ¡Ay!, ¡échenme todos, échenme! –soltó el payaso alto con su afeminada voz, realizando un
movimiento muy miéchica, acompañado desde el principio con modos corporales que bordeaban el
mal gusto, lo que naturalmente era celebrado por la orática audiencia.

La situación era caótica; sin embargo, parecía que la mayoría de los pasajeros ni siquiera
sospechase tal realidad, por el contrario, la mayoría de ellos parecían estar sumergidos en un trance
hipnótico de hilaridad desatada. El chofer luchaba con desesperación por deshacerse de los amigos
del chiste y en la gente ocurría un carnaval extraño, inverosímil, como si todos fueran niños sin
límite alguno y disfrutasen lo que quizás en un principio era cómico, mas ahora parecía ser del todo
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monótono y hasta desagradable. Muchos reían incansablemente, celebraban como si fueran
víctimas de una fiebre extraña, como si fueran todos presas de exóticas calenturas tropicales que
hacen colapsar la cordura y despiertan floridos carnavales.

De pronto, el payaso alto soltó al chofer; por su parte, el payaso chico quedó un momento en
silencio, con visible semblante de inocencia, de alegría infantil, agachó su cuerpo, se puso de
rodillas, mirada hacia el suelo. En los presentes había febril expectación por lo venidero en el
espectáculo; el micrero no comprendía lo que estaba sucediendo, miraba atento al chico, con ojos
bien abiertos y sudor en su rostro; por un momento el alemán pensó que los indeseables payasos se
iban a bajar y que podría continuar su recorrido.

– Señoras, señores... –dijo el payaso chico, aun agachado y mirando al suelo–, mijitas ricas...
hueonas feas... –se largó a reír– Ahora vamos a descubrir el segundo objeto escondido en nuestro
saquito mágico, niños…–y levantándose rápido extrajo del saco una pistola. Entonces, su rostro
sudoroso adoptó una expresión demencial, sus ojos brillaban de locura, su sonrisa era amplia y
burlona– Niños, todos los días de nuestra vida hemos hecho reír a otros para aplacar el llanto y el
dolor de nuestra pobreza, para olvidar la injusticia de nuestra miseria. Ahora, por primera vez, los
que llorarán serán ustedes, no nosotros; nosotros esta noche vamos a reír y celebrar… –elevó el
arma y la puso en la frente del estupefacto chofer– ¡Al que no lance al pasillo todo lo que tenga de
valor y luego deje sus brazos en alto le sucederá esto! –apretó el gatillo y las ventanas se mancharon
de sangre. Una jovencita gritó despavorida y comenzó a llorar, aferrada al brazo de su novio,
aterrorizados ambos ante la posibilidad de la inminente muerte; una niña lloraba silenciosa aferrada
a las faldas de su madre. El payaso chico miró a la niña, se acercó a ella con ojos brillantes y
expresión curiosa, le acarició su pequeña carita sonriendo, sacando de su bolsillo una tarjeta donde
salía el dibujo de una mariposa, frotó con dulzura los finos rizos de la niña, con inusitada
delicadeza.

– No llores, chiquitita linda, algunas de estas personas son malas y deben morir para que tú estés
feliz cuando seas grande… Tu mamá te va a llevar a dormir y mañana, después de tomar un
desayuno muy rico, vas a ir a jugar con muchas amigas en el jardín infantil; va a a ser un día muy
feliz para ti. Ahora cierra los ojos para que no veas morir a esta gente mala que está podrida por
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dentro –finalizó el payaso, dando un beso a la niña en su mejilla.
– ¡Vamos!, ¡son sordos acaso la tropa de hueone’! –gritó el payaso alto– ¡Hagan lo que se les
dice o se mueren! –La gente comenzó a hacer lo indicado; a través del suelo de metal y forros
plásticos del pasillo avanzaba un grueso hilo de sangre proveniente del cadáver del chofer.

–Señor... –dijo tímidamente y entre lágrimas la niñita, desde las piernas de su madre– ¿Usted...
usted va a matar a mi mamá? –Al escuchar tales palabras el payaso chico enrojeció de ira, sus ojos
despedían un intenso brillo de profunda cólera. Elevó de súbito su mano y abofeteó a la niña, la que
se remeció violentamente, agachando luego su cabecita llorosa, con sangre de narices, en las faldas
de la madre.

– ¡Todos desean vivir a como dé lugar! –gritó el payaso, adquiriendo su lenguaje un inesperado
tono académico– Sí, esta mocosa, que recién despierta a la vida desea, a como dé lugar, aferrarse a
ella, y ni siquiera sabe qué es la vida, lo amarga e injusta que puede llegar a ser… ¡esta mierda de
vida! ¿Por qué desesperan por sobrevivir cada día? ¡No pueden acaso soltar una lágrima de
dignidad, una última sonrisa... y admitir, sólo admitir la posibilidad de que todo cuanto desean es
insignificante! No pueden acaso sospechar que sus sueños son sólo eso: malditos y repugnantes
sueños, y aún más: ¡pesadillas! Pero, sí… esta bien, lleguen hoy a sus casas, si es que llegan, jajaj...
lleguen con esos exhaustos y débiles cuerpos suyos, hediondos a miserable humanidad, y resistan,
resistan en sus lechos... Levántense mañana como insectos laboriosos a cumplir el designio de la
existencia… ¡déjense llevar por el instinto superfluo que los hace vivir! Crean que en la tele hay
goce y atractivo, crean que en la miseria de ese entretenimiento vulgar tendrán felicidad... Crean
que en el esfuerzo cotidiano hay sentido… Hagan carrera en su peguita’, en ese mundillo ridículo
de promesas y honores estúpidos donde unos a otros se otorgan laureles y reconocimientos vacíos,
diplomas y satisfacciones hedonistas… Tengan hijos, logren tener la casa propia y planten un árbol,
ingresen en un templo religioso y sientan la satisfacción supersticiosa de la fe, jajaj… ¿Y yo?,
¿quién es este loco que los apunta ahora con un arma? Yo ahora no soy sólo un payaso, fíjense
bien…, ahora soy la burla de la muerte, soy la misma muerte burlándose de ustedes, de su pequeñez
y tonta ceguera. Ustedes necesitan reducir todo a la simpleza para comprender, para vivir en
sombras que atenúan el llanto y ocultan la auténtica alegría, y necesitan verme como un payaso,
necesitan verse como serios a sí mismos… como los payasos más serios y monótonos del
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universo… Necesitan algo que los haga reír para creerse serios e importantes a sí mismos, necesitan
arrojar monedas para sentirse supuestamente autónomos, así que su caridad es el reflejo de su
egoísmo, de su incoherencia propia. Les han dicho desde pequeños que son personas, seres únicos
que poseen dignidad, ajajj… Ustedes se consideran a sí mismos muy buenos cristianos, no hay nada
deplorable en su interior ni en sus acciones, necesitan verse como hombres y mujeres valiosos para
no admitir que son criaturas incoherentes, repugnantes; ¡ustedes, sólo al respirar, sólo al vivir,
ofenden a la realidad! Al verse a sí mismos como realizados suelen ver todo en sus vidas de manera
mezquina, no necesitan retarse a sí mismos… sólo necesitan alimentar su abulia con idilios… Sólo
desean llenar su vacío, jamás retarlo y hacerlo florecer como un hermoso espectáculo. ¡Mírenme,
hoy soy más que un payaso, ahora soy el juez de sus vidas, jajaj!

La faz enajenada del payaso adquiría a cada momento más y más distorsión, brotaban lágrimas
oscuras de sus irritados ojos, mezclándose con el sudor y la húmeda pintura, producto de lo cual se
originaba un ser monstruoso, un engendro odioso y resentido, portador de amargura y venganza.

– Pero sepan que un tiempo viví miles de historias cuyos desenlaces me hacían entender que era
un gusano, sí, un detestable y frágil gusano que consume todo a su alrededor y mata nerviosamente
para conservar su existencia, ¡que es capaz de todo por perpetuar su odiosa miseria! –Todos
escuchaban perplejos al demente; en las filas traseras, un joven de chaqueta de cuero y pelo
engominado marcaba en su celular, lo más discretamente posible, el número de los carabineros, sin
embargo, fue descubierto. El demente chico caminó tranquilamente hacia él, con frialdad asesina le
apuntó a la cabeza y disparó; la sangre saltó en las faldas de una señora de pelo teñido que estaba
junto a él, y que lloraba histérica de nervioso terror.

– Usted, dama mía, es una buena persona –dijo el payaso, mirando desde lo alto a la mujer–, lo
veo en sus ojos, tiene hijos grandes, casados, es alegre y sencilla, esforzada; va a un templo
evangélico… Eso no está bien pues su pastor le roba a usted y a los demás fieles, ha reunido una
fortuna en base a las ofrendas. Pero usted asiste y ofrenda por una sincera y bella devoción… Usted
no alberga en su espíritu malos sentimientos hacia los demás; en una palabra, usted puede ser
considerada dentro del selecto grupo de seres humanos que no son una mierda bípeda. Hay muchos
seres que no son humanos, parecen serlo, físicamente son idénticos a los que valen la pena, pero en
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verdad ellos están dentro de otro género de seres, del género de las mierdas bípedas… Sin embargo,
usted no es como esas basuras, por eso he decidido que llegará viva a su casa el día de hoy… –decía
el payaso, mirando fijamente a la señora– y mientras le planche la ropa o le sirva la comida a su
esposo, que a su juicio también es una buena persona, pues a usted le parece un hombre esforzado y
solidario, a pesar que él le sea infiel fornicando habitualmente a sus espaldas, mientras le sirva a
este caballero su comida, usted le dirá que esta noche ha conocido a dos gentiles y divertidos
payasos. Le dirá que estos payasos han hecho justicia en nombre de la naturaleza, matando a dos o
más mierdas bípedas que ocupaban espacio, aire y alimento inútilmente en esta sociedad; le dirá
que uno de ellos, el más pequeño y buen mozo, es un alma virtuosa y sabia. Por último, le dirá que
sintió deseos pecaminosos hacia este varón… que sintió arder su pecho y entrepierna de animalesco
apetito, de ardiente y lujurioso fuego ante este caprichoso y esquivo mancebo, ajajj... –se dibujó una
sonrisa deforme y sardónica en su cara– ¡Mírenme!, ¡soy juez! y puedo ser, al menos por un
segundo, como ese Dios exquisito que asesina a su antojo a todos quienes atentan contra su
voluntad! ¡Sí, soy ese Dios, al menos por unos instantes, jaja!, ese Dios por el que ustedes oran cada
día… el mismo al que algunos escribas quisieron retocar, haciéndolo más pacífico... tratando de
hacer a ese Dios poderoso, omnipotente y castigador, un Dios amor, pasivo, indiferente, mamón,
ajajaj… No podrán alegarme malignidad, sólo me he dado el gustito de ser Dios por un día. Vamos
a ver a qué mierda bípeda matamos ahora, ¿ah? –finalizó, apuntando alternativamente con su
pistola las cabezas de los pasajeros.

– ¡No!, ¡por favor!, ¡no me haga nada!, ¡no quiero morir! –estalló de súbito uno de los pasajeros,
a quien el payaso había apuntado con el arma unos cuantos segundos, mirándolo fijo y sonriente. El
pasajero lloraba abundantemente. El payaso lo miró sonriente, henchido de placer.
– ¡A ver, dime!, ¿por qué quieres vivir?, ¿para qué, a ver?
– Para…, aa…–llorando nerviosamente– para llegar a abrazar a mis bebés y a mi mujer…
– Tu cara no me gusta… Eres feo, debes morir… –dijo el payaso, acercándose, tomando la
cabeza del hombre y metiéndole la pistola en la boca. El hombre lloraba, sus ojos brillaban de llanto
y terror.
– Bueno, compañero, no me gusta tu ropa elegante, tienes dinero, eso me acompleja… ¿Por qué
tomas la micro si tienes dinero para taxi? Eres avaro, ya van dos razones por las que debes morir;
con dos razones basta... Yo voy a llegar a tu casa más tarde, ¿ya?, voy a buscar aquí entre tus ropas
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o entre tus cosas tu dirección, voy a llegar a tu casa para hacerle el amor a tu mujer, y como hacen
los leones, voy a matar a tus bebés para procrear los míos con tu esposa; tú no mereces ser feliz, no
mereces existir, adiós– El payaso disparó, la sangre saltó a la ventana y alrededor del asiento. Los
demás pasajeros miraban atónitos lo ocurrido. El payaso alto se sentó en el asiento del chofer riendo
y prendió el transporte haciéndolo andar. La lúgubre máquina comenzó a avanzar como un
fantasma olvidado, con su débil luminaria interna, a través de las calles oscuras y retorcidas de los
cerros nocturnos.

– Señores pasajeros, lamentamos informarles que el destino de este viaje se ha modificado –dijo
el payaso conductor–; ya no llegarán a sus casas nunca más sino que avanzarán hacia un sitio
eriazo, oscuro y alejado, románticamente perfecto para su próxima cita con la muerte, ajajaj…

– ¡A ver, soy o no soy un payaso! –intervino el payaso chico, apuntando el arma al pecho de otro
pasajero, un hombre de cuarenta y tantos años, de lentes grandes, pelo corto y ropa de funcionario
público. Sus palabras eran mezcla de lágrimas y odio conjugados en esa risa desmesurada.

– Eh... ¿usted?, usted es... es... –lloraba la víctima cuan niño que ha sido castigado por cometer
una mala acción.
–¡Habla mierda!, ¡qué soy!
–Usted... usted... –mientras intentaba articular algo coherente. El payaso comenzó con la boca a
hacer ruido de reloj.
–Se acaba el tiempo...
– Eeh…
– ¡Tiempo!, hora del castigo.

De pronto sonó el arma y el suplicante soltó un espantoso grito, mientras su pecho sangraba
abundantemente y sus manos empapadas de vivo rojo aún no lo comprendían– Usted... ¡usted es un
enfermo! –largó esto último y su cabeza se hundió en el silencio.
– Hasta la vista, baby… ajajj… Ahora, hagan lo que se les dice –sentenció con tranquilidad y
poderío el demente– Si cooperan quizás les perdonemos la vida…

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Entre las especias en el suelo se veían desde billeteras y relojes, hasta celulares y cajetillas de
cigarros. Los escolares hacía mucho ya que habían dejado de reír y beber; ahora tenían ojos llorosos
y bocas abiertas de espanto, contemplaban incrédulos lo que estaba aconteciendo, observaban con
terror a los muertos, las ventanas ensangrentadas. Los músicos estaban de pie junto a la puerta
trasera, helados sus miembros de incertidumbre y pavor; el músico bajo dejaba ver en su mejilla
derecha una solitaria lágrima. El payaso chico llenaba el saco con todas los objetos de valor.

– Oigan... que andamos pobres hoy día, ¡parece que vamos a tener que hacer una fosa grandota
para tirar todos los cuerpos ahí… –continuó, riendo desquiciadamente, mas el silencio era sepulcral
– ¿Por qué no se ríen ahora?, antes se cagaban de la risa…, ¡ríanse, mierdas humanas! Ni el día de
su muerte pueden dejar este mundo con dignidad, con una risa feliz en la cara… ¿No querían un
show? ¡Aquí lo tienen! ¡Ríanse, por la misma mierda, ríanse, hijos de puta! ¡Ríanse! ¡Ríanse!
Ajajajj… – gritaba fuera de sí el asesino y ante el crudo silencio, así como ante el aplastante hálito
de la muerte, cayó de pronto de rodillas al suelo, manchando sus ropas de sangre– Rían... por favor,
ríanse… –decía ya sin gritar, comenzando a llorar desconsoladamente y apuntando a su propia
cabeza con el revolver– ríanse... ríanse, malditas cucarachas, ¿qué me importa su plata?, quiero que
rían hasta morir, que se les revienten los estómagos de la risa… ¡Quiero que enloquezcan por las
carcajadas! Quiero ser el payaso más gracioso de la historia, ser recordado por hacer morir de la risa
a cada uno de mis espectadores, por hacer morir en una felicidad inmortal a mis víctimas. Sólo así
pueden ustedes tener una vida digna...

Mientras decía esto lloraba abundantemente, observaba rostro a rostro a los pasajeros,
reconociendo en cada rostros el miedo y la expectación. De pronto, apretó el gatillo y su cabeza se
estremeció despidiendo a la altura de la sien un generoso chorro de sangre. Su cuerpo cayó al suelo
del pasillo, su cara esbozaba una última horrible sonrisa.

El payaso alto detuvo rápidamente el transporte, se levantó y sacó de sus ropas otra pistola. Se
acercó al saco apuntando amenazadoramente a los espectadores; tomó el saco rápidamente y en dos
pasos estuvo en la puerta delantera, sudaba bastante, apuntaba ansioso a todos lugares, con total
disposición de quitar la vida a quien se atreviera ir en su contra.

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– Señoras, señores... –dijo con grandes ojos de desquicio– el final del número anterior realmente
no estaba en el libreto… A decir verdad, fue una improvisación bastante cliché… Una de esas
muertes heroicas del teatro tradicional, una muerte estúpida de un pobre infeliz demente… Mejor
para mí, tengo más plata pa’ mi bolsillo. Pero no me quiero ir sin matar a alguien, a ver… quién
merece morir… Tú, ¿quieres morir?, ¿y tú?... Bueno, en realidad me interesa la platita más que ver
sangre en y todo eso… Lamentablemente, hoy tendré que irme solo, pues mi compañero ya no está
entre nosotros... pero, como es comúnmente dicho en el mundo del espectáculo: El show debe
continuar... Hablaré entonces por mí y por m difunto compañero, que pobrecito se chaló, ajajj…
¡Los locos, ah! ¡Cuán bello y ridículo es comprenderlos y amarlos! ¡Cuán bello ver el mundo como
un Quijote o como un Fausto! Pero también es cierto que los locos dan pena porque están
totalmente solos, aislados de la realidad, dentro de sí mismos en un encierro eterno, que
desesperante, ¿o no? Quizá los locos viven los mayores horrores –sonrió de oreja a oreja, ojeando
desdeñosamente a los pasajeros– Quién sabe si algunos de ustedes pierden la cordura por causa de
este lindo espectáculo nocturno, ajajajj… Y quién sabe si ya jamás la pueden recobrar, quién sabe
si, en las noches lluviosas de invierno, despiertan desesperados con la viva y terrorífica imagen de
nuestras caras dementes arraigadas a la memoria… ajajj… Pero, si ustedes me lo permiten, debo
decirles que es recomendable mantener la tranquilidad y la cordura, no es saludable volverse
locos… vivir la vida amarrados a camisas de fuerzas y botar baba por la boca, etc., ajaj… Y
bueno… en fin, ¿qué les puedo decir?, ¡no codicien tanto!, ¿o piensan que podrían ser aquel Dios
despótico del que les hablaba mi difunto camarada? De ninguna manera. Los seres humanos somos
limitados, finitos, mortales como se dice… Lo que ocurre es que siempre hay locos que insisten en
armar castillos en el aire o quién sabe dónde chucha se imaginan ellos… Los seres humanos pueden
llegar a ser algo, sí, es cierto, pero nada muy notable… qué se yo… un poderoso, un millonario, o
sea, un espantapájaros lleno de lujos y de ego, de encomios y súplicas devotas por parte de aquellos
que los admiran y envidian… unos roperos que viven unos buenos años alegremente para luego
morir y pudrirse en la realidad, quedando en la memoria como símbolo de admiración y respeto,
etc., etc. Nada muy asombroso, pero bueno, no les miento sí les digo que yo quiero llegar a ser uno
de esos benditos espantapájaros, ajajajja… ¿y quién no?, ¿quién no ha venido a este mundo con la
codicia en su corazón?, ¿ah?, jajaj… Creo no equivocarme cuando afirmo que todos, cada uno de
nosotros, anhelamos llegar a ser ese arquetípico payaso espantapájaros… Sí, ese payaso dueño del
trigal… espantando con su fea figura a todos los cuervos que pretenden degustar su delicioso maíz,
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jajaj… ese espantapájaros siervo principal de la codicia y egoísmo humanos. La sociedad no es más
que un circo repleto de payasos… Hay payasos para todos los gustos, los hay rubios y morenos,
grandes y pequeños, cómicos y aburridos, pero lo que a mí me intriga es que, entre todos, pueden
diferenciarse en dos especies, los que saben reírse de sí mismos y los que no, los que ignoran con
indiferencia los espejos para disfrutar las horas frente a los que sólo saben llorar decadentes frente a
los espejos. Una sombra me contó, niños, que ella ha trabajado toda su vida como una máquina
insensible, ¿para qué?, para aferrarse a la nada y para terminar siendo polvo, jajaj…! Y al final,
¿qué es lo que importa, niños? ¡Vivir la vida a concho pu’ obvio, jajaj…!

Si…–prosiguió, luego de tomar algo de aire–, el amor y la felicidad están más cerca de nuestra
puerta de lo que creemos... Para mí, por ejemplo, este saquito es la mayor de las bendiciones, es
el saquito de Santa Claus, los regalitos que ustedes y sus amigos difuntos me han dado con toda
su ternura… Con toda esta platita, que según veo es bastante, y con un último asalto que ya tengo
pensado… me iré a mejor vida, como diría el chico chalao, jajaj... sólo que esa mejor vida está en
Europa o en Asia, no en el patio de los callao’… Ya no me verán más, no se preocupen, quizás
sólo me vean en sus sueños, lo cual es un honor para mi; aunque en realidad al que verán más
serán a mi compañerito, porque él los trató más mal... Esta bolsita es para mí el más lindo de los
poemas… Esta huea’, poniéndonos un poco vulgares, que es lo que a ustedes a fin de cuentas les
gusta, como guenos’ chilenos… este saquito, es el circo de la vida feliz, esta hueaita’ es mi
merecida felicidad, jajaj! Pero ya es hora de irnos, yo a gozar, ustedes a ahorrar platita pal’
siquiatra, jajaj… Les advierto que no intenten perseguirme porque pueden recibir uno que otro
tunazo’. Esta ha sido una nueva presentación de las Itinerantes carcajadas, gracias por su
atención, buenas noches y que Dios los bendiga:

No hemos querido, en ningún caso, molestarlos…


Sino más bien trabajar con humildad y esmero
Para robarles una sonrisa, en fin, para alegrarlos
Y, así, de pasadita, apoderarnos de vuestro dinero

La vida es un circo abierto de ironía y desvaríos


¡Niños, no corran tanto, que a tientas se cruza el río!
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Grandes son los temerarios cuando alimentan sus bríos
Aunque a veces el destino puede ser muy sombrío…

Niños, no corran tanto, que hay peligros y asechanzas


Los pasos pueden ser luces de riqueza o de locura
Los míos son de alegrías, paraísos, aventuras y chanzas…
Pues quien no sabe amarse se condena a la amargura…

El temible burlón se inclinó solemne saludando al público y saltó raudo hacia la oscuridad,
desapareciendo entre los estrechos y oscuros pasajes. Por otro lado, la antigua máquina, cúmulo de
fierros, de espanto y cansancio quedó varada en medio de una larga subida, jubilando entre llanto y
gritos de muerte, quizá pronta a precipitarse calle abajo para mayor sufrimiento, armazón de olvido
y lamentos, delirio mágico, cotidiano y oscuro enfilado en la eternidad caótica de los cerros
porteños.

SARDANÁPALO

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