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Clase 1 – 12 abril 2018

Empiezo el seminario de este año de una manera diferente para mí, así que
les cuento la pequeña anécdota que está detrás. Terminando el seminario el año
pasado, recibí la invitación de Edit Tendlarz para escribir un artículo como
contribución a su Aperiódico Psicoanalítico sobre el tema “género/trans”, muy
actual. Tenía ganas de escribir algo al respecto y, al mismo tiempo, debía definir
el tema de mi seminario de este año, y en algún momento se juntaron ambas
cosas. Encontré una manera de presentar el espíritu de este seminario y, en
particular, las cosas que trabajaríamos este año. Es la primera vez que la
fundamentación de mi seminario aparece en una revista. De hecho, yo tenía
previsto el tema, pero no el título. El del artículo es “El ombligo de Lacan”. En
él hablo de más de un ombligo y, por eso, el título del seminario es Ombligos.
Hoy simplemente leeré este artículo para ampliarlo, comentarlo y mostrar
algunas líneas colaterales de investigación que se podrían deducir de allí. El
artículo arranca diciendo:
Durero, Miguel Ángel y Tiziano se encuentran entre esos grandes
renacentistas que no se privaron de pintar un ombligo de sus bellos Adanes.
Idéntico detalle figura en innumerables mosaicos bizantinos. Inútil invocar
inadvertencia. El ombligo de Adán caldeaba los ánimos desde el Medioevo. Era
un signo, un estandarte, un arma, y así debieron de entenderlo tanto los
creadores de esas obras como los clérigos y mecenas que los encargaban y
costeaban. En efecto, el pecado original sólo sirve de base para erigir una moral
religiosa si la gente puede identificarse con Adán. Por lo tanto, ese ombligo
plantea un serio dilema. Si el artista quiere ser fiel a las Sagradas Escrituras,
debe admitirlo [porque Adán no es hijo de vientre materno]. Ahora bien, ser
humanos parece ser inseparable de tener a una mujer por madre y a un hombre
por padre. Pero, en nuestra magna saga [la Biblia], Adán, Eva y Jesús son
excepciones (¡bíblicamente certificadas!), y, si Adán es diferente de mí, ¿por qué
habría yo de cargar con su pecado? La falta de ombligo, signo de la
singularidad del primer hombre, obstaculizaría mi potencial identificación con
él. Ergo, a fin de que la religión alcance a todos [es decir, sea católica], la sacra
biología deberá ser discretamente puesta entre paréntesis, y un ombligo habrá
de coronar el vientre adánico. Las esculturas de Dalí y de Botero [en la
actualidad] no dejaron de testimoniarlo.
Ahora bien, como un efecto directo (también indirecto, mediatizado por la
cultura) de la ciencia moderna y, sobre todo, de sus aplicaciones técnicas, la lista
de esas excepciones se ha extendido en gran medida. [Es decir que ya no es una
regla universal el hecho de que alguien nazca de madre y padre]. Los términos padre y
madre perdieron la connotación natural de antaño, e incluso dejó de ser obvio
que la pareja parental haya de ser heterosexual… ¡y esto cuando tal pareja
existe! En consecuencia, las preguntas ¿Qué es un padre? y ¿Qué es una madre? se
han tornado muy difíciles de responder.

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Este es el primer punto, el primer lugar para abordar estas cuestiones que,
con un poco de humor, articulé con el ombligo de Adán. El punto de partida es
que, gracias al discurso de la ciencia, ciertos significantes perdieron su
significación natural. Por lo tanto, eso nos obliga a interrogar qué tienen de
peculiar el significante padre y el significante madre, y qué tiene de particular
dicha relación con respecto a la estructura significante. Es lo que vamos a tratar
de elucidar, de interrogar.
Desde Freud en adelante, los psicoanalistas no hemos sido ajenos a este
devenir, y, en la tarea colectiva de desmantelar la supuesta evidencia biológica
de la maternidad y de subrayar el carácter esencialmente cultural de la
paternidad, hemos aportado y seguimos aportando lo nuestro. [Vean, en la
revista Registros, mi artículo “El padre es una ficción cultural”]. En este sentido
Lacan dio un paso de gran alcance al distinguir el padre imaginario, el padre
real y el padre simbólico [es el punto de partida de sus registros, ya que los inventa
para poder distinguir esos tres padres, en la primavera de 1952, cuando da su seminario
privado sobre el historial freudiano del Hombre de las ratas], y otro aún mayor
cuando aisló esa original función que (para aprovechar sus resonancias
religiosas, y acaso como un guiño a los conspicuos jesuitas que seguían su
enseñanza [en ese momento]) bautizó Nombre-del-Padre.
Entonces, el punto de partida es: hoy en día, no sabemos qué es un padre ni
qué es una madre; por lo tanto, empezamos por preguntarnos por qué el
significante del NP se llama significante del NP, es decir, qué tiene de padre ese
significante.
Definir esta función [la del NP] requiere partir del deseo [así lo plantea Lacan].
No el deseo en abstracto, sino el deseo del otro. Y no cualquier otro, sino ese
Otro primordial del cual dependo y al cual debo, de entrada y con urgencia,
descifrar e interpretar.
Desde los primeros momentos de la existencia del niño, observamos esa
necesidad de descifrar e interpretar a ese Otro que está frente a él. Los
psiquiatras contemporáneos llaman “función apetitiva del niño” a este apetito
del niño por querer saber algo del Otro, interesarse por él, etcétera –y esto no
funcionaría en el caso del autismo.
Si por convención, costumbre o pereza decimos que ese Otro primordial es la
madre (aunque, como dijimos, ello no sea ya un requisito indispensable y
resulte cada vez más dudoso), nuestro punto de partida será el deseo de la
madre, con su carácter enigmático y, al mismo tiempo, acuciante. ¿Qué quiere
ella en lo que a mí respecta? [Es la famosa frase que Lacan toma de El diablo
enamorado, de Cazotte: Che vuoi? O, como se la traduce: ¿Qué me quiere el Otro?]
Si no soy autista, este asunto, más que importarme, pasa a ser el centro de mi
atención, de mi mundo, de mi vida. ¿Bastará con adquirir un minino dominio
de la lengua y lanzarle esta pregunta al Otro en cuestión, para luego esperar
que, con buena voluntad, nos brinde la anhelada respuesta? Lamentablemente
no. Por más empeño que ponga en respondernos, el Otro no podrá decirnos

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nada que no sean sus anhelos o sus aspiraciones, sus ideales o sus
requerimientos. Jamás logrará formular lo que en sentido estricto denominamos
su deseo, y no por accidente, negligencia o ignorancia, sino por causas
estructurales.
Aquí hablo del “Poema conjetural” de Borges, que antes de saber de la
existencia de Lacan me enseñó qué era el deseo en el sentido lacaniano del
término. Es un poema donde, en primera persona, Borges conjetura lo que
podría haber pensado Laprida unos momentos antes de morir. El protagonista
del poema se lamenta:
él, que estudió “las leyes y los cánones”, declaró la independencia y anheló
“ser un hombre de sentencias, de libros, de dictámenes”, está a punto de ser
asesinado entre ciénagas y por bárbaros. No obstante, “un júbilo secreto” de
pronto lo invade cuando descubre lo siguiente: “A esta ruinosa tarde me
llevaba / el laberinto múltiple de pasos / que mis días tejieron desde un día / de
la niñez. Al fin he descubierto / la recóndita clave de mis años”. En otras
palabras, todos los pasos que este hombre dio antes de acabar su órbita, todos
esos giros de su vida dibujan, en su recorrido íntegro –cuando “el círculo se va
a cerrar”, dice–, lo que habrá sido su recóndito deseo. [Es lo que Lacan formuló
desde el inicio de su enseñanza como Tú eres eso: entender el deseo en una lógica de las
consecuencias, no de las intenciones.] Algo similar [vamos al Seminario 9] ocurre si
enroscamos un alambre en torno a un anillo: tras repetir veinte veces el mismo
movimiento, el alambre no ha dado veinte vueltas, sino veintiuna, pues además
dio una vuelta al agujero central. [No es ninguna de las pequeñas vueltas que dimos
antes; sin embargo, todo el recorrido permite ver la vuelta que hemos dado, como en el
poema de Borges.]

La relación entre las vueltas contadas y la no contada [la 21ª] revela la


relación entre las respuestas del Otro (sus anhelos, aspiraciones, ideales o
requerimientos) y su deseo. [Las cosas que el Otro enuncia son ideales, deseos,
demandas, requerimientos, no su deseo, pero el recorrido en su conjunto nos permite
descifrarlo, como en el poema de Borges.] Por más que ese deseo suyo palpite en
cada una de sus respuestas, no equivale a ninguna de ellas –cuya serie, empero,
forman esa “vuelta no contada” que animó todo el movimiento.
Si dirijo al Otro la pregunta ¿Qué deseas en cuanto a mí?, pues, lo condeno a la

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impotencia, ya que todo lo que diga pertenecerá al registro de lo que espera de mí
(sus demandas) o lo que quiere para mí (sus ideales), es decir, el de las cuentas
contables, pero no al registro del deseo, que es la vuelta no contada. Esa
respuesta, sea la que fuere, siempre falta. ¿Acaso mi pregunta quedará, pues,
irremediablemente abierta? Tal vez sí, tal vez no…
Éste es el punto que nos lleva a pensar la cuestión del Padre. Lo importante
es que, en este primer recorrido, con todas las salvedades hechas –suponer que
el Otro primordial podía ser la madre, etcétera–, hemos encontrado que la
relación primera del sujeto con ese Otro por la vía del significante –hablamos de
preguntas y respuestas– pone en el centro un significante que siempre falta por
estructura, el significante que respondería a la pregunta ¿Cuál es tu deseo? Esa
pregunta queda sin respuesta.
En suma, el inarticulable deseo de la madre (abreviémoslo DM) es un
término que falta en el Otro.
Si consideramos que el Otro es lo que Lacan llama “batería del significante”,
el significante que respondería a la pregunta ¿Qué quieres en cuanto a mí? estaría
por fuera, ex-sistiendo a él: el significante del deseo del Otro ex-siste, está fuera
de él. Ninguno de los significantes del Otro responde a esa pregunta.
Ahora bien, en ciertas condiciones [no necesariamente] puede ocurrir que un
término distinto, que sí está en el Otro, funcione [por una insondable decisión del
ser del sujeto] como una metáfora de aquel término faltante y, por lo tanto,
asigne un significado –más o menos poético– a ese enigmático deseo.
El Otro jamás podrá decirme cuál es su deseo, pero puede haber otro
significante, que sí esté en el campo del Otro y que –bajo ciertas circunstancias,
no necesariamente– tenga la función de metaforizar ese significante que en el
Otro falta por estructura –el significante que Lacan llama NP. Antes de discutir
ese significante en particular, pensemos en lo que significa metaforizar un
significante que no está. Para explicarlo, recurrí a un símil.
Algo semejante ocurre cuando procuramos nombrar un sentimiento: no hay
palabra justa que lo defina, por supuesto, pero si digo Arrancas de mí las mejores
notas, mi partenaire se hará una idea de lo que me causa. La operación
metafórica es, de ese modo, capaz de realzar el vago [o inexistente] sentido de un
término existente (amor, en este ejemplo) sustituyéndolo por otro. La magia de
esa operación puede extender su influjo y dar todo su significado a un término
estructuralmente inexistente [o que, mejor dicho, ex-siste al campo del Otro]. Y tal es
el mecanismo mediante el cual DM, a pesar de que falta en el Otro, puede
adquirir una significación.
El término capaz de metaforizar el inarticulable DM es lo que Lacan, hace
unos sesenta años, denominó Nombre-del-Padre (abreviémoslo NP). Y con sólo
decir esto hemos vuelto [como con las vueltas del toro], desde otro ángulo, a
nuestro punto de partida. En efecto, ya habíamos señalado el forzamiento y la
reducción que entrañan igualar el Otro primordial a la madre. [¿Por qué el Otro
primordial es la madre?] Y en esta irrupción del término padre cuando Lacan lo

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que está en juego es nombrar lo que opera la metáfora del deseo materno –pero
¿por qué materno?, ¡la metáfora del deseo del Otro!–, ¿no hay acaso un
forzamiento y una reducción de la misma especie?
Cuando se nos presentifica el enigma del deseo del Otro, mediante un
forzamiento llamamos madre a ese Otro primordial. Y al plantear la necesidad
estructural de que un significante haga de metáfora de ese término que ex-siste
al Otro (para que ese término pueda adquirir una significación), forzamos
nuevamente las cosas si introducimos allí el significante padre. Por eso hablamos
de la metáfora paterna en términos de madre y de padre. Hay algo extraño,
forzado, que intentaré poner de relieve ahora.
La guía para estas interrogaciones nació del trabajo en el Comité de Acción
de la Escuela Una para el Congreso de Barcelona 2018. Allí empezamos
preguntándonos las cosas más novedosas y avanzadas sobre las psicosis
ordinarias, la investigación progresó hacia atrás, y terminamos preguntándonos
qué es un padre y qué es una madre. Una de las cosas más productivas de ese
trabajo fue el de plantearnos buenas preguntas, más que las respuestas que
encontramos.
Hace décadas que hablamos de la operación por la cual NP deviene metáfora
de DM. Sin embargo, por más que, en la época en que esa operación fue
formalizada, ser humanos seguía pareciendo inseparable, según dijimos, de
tener a una mujer por madre y a un hombre por padre, las configuraciones
familiares contemporáneas en absoluto se condicen con lo que los términos
padre y madre –más y más vaciados de sentido a medida en que avanza nuestro
siglo– pretenden subsumir. Conservarlos en esa metáfora ya es una concesión
comparable a la de los ombligos adánicos de Durero, de Miguel Ángel o de
Tiziano. ¿Por qué no llamarla, entonces, el ombligo de Lacan?
Lo que viene a continuación es el programa de trabajo para este año.
Es hora de interrogar, más a fondo aún, los términos con que caracterizamos
los aspectos centrales de las estructuras subjetivas. Esa tarea redundará en una
ganancia conceptual que, de por sí, bastará para justificar el empeño. Y, por
sobre todas las cosas, ella preparará al psicoanálisis para acoger las nuevas
formas del malestar en la cultura y permitirá al analista deshacerse de los
prejuicios que aún lastran la teoría de su práctica. ¿Cómo empezar? Aquí
también, como es usual, los artistas nos llevan la delantera. Pero no es
imprescindible recurrir a las irónicas distopías de Houellebecq [por ejemplo, en
La posibilidad de una isla]. A este respecto puede enseñarnos mucho el sólo
hecho de estudiar los desafíos cotidianos que Mitchell y Cameron, la pareja gay
de la serie televisa Modern family, enfrentan en la crianza de su hija. Perfecto
paradigma de los vástagos de familia homoparentales, esta niña presenta todos
los caracteres que la teoría atribuye a quienes han construido una metáfora
paterna lograda [o sea que podemos excluir que se trate de una psicosis]. ¿Significa
esto que hay un miembro de la pareja parental que debe ser considerado
“madre”, y el otro, “padre”? En caso de que uno fuese “madre” [lo cual en

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absoluto va de suyo], ¿debe por ello (o para ello) estar en una posición femenina?
¿Es posible que DM sea sostenido o encarnado por dos personas? ¿Qué
funciona como NP en este caso? Las preguntas relevantes –y pertinentes– se
multiplican.
Las preguntas que podemos plantear a los capítulos de esta serie son aún
más relevantes que las que podemos hacer a la noción milleriana de psicosis
ordinaria.
Esto pone de manifiesto que, así como dos mil quinientos años después de
Sófocles el complejo de Edipo ya no puede seguir siendo lo que era, tampoco
podemos aceptar sin cambios la metáfora que Lacan formalizó hace tan sólo
medio siglo.
A sabiendas o no, los analistas hemos ido pintando ombligos en diversos
puntos de nuestros desarrollos. Sin embargo, no saltan a la vista. Habrá que
descubrirlos.
Éste es un trabajo que me fue inspirado centralmente por dos puntos del
trabajo del año pasado, que suscitaron muchos debates.
El primero consistió en interrogar, de la manera más desprejuiciada posible,
si era necesario sostener la vigencia de la noción de un principio de placer –
incluido su eventual “más allá”. El año pasado llegamos a la conclusión
provisoria de que el principio del placer (incluso con su “más allá”) es un
absurdo que convendría dejar absolutamente de lado. Es una especie de
“ombligo zoológico” de Freud, una concepción basada en que el ser humano
parece ser un animal, y, como en los animales tiene cierto sentido hablar de un
principio de placer, Freud recurre a éste como sustituto, Ersatz, de una noción
estructural.
El segundo punto, que después desató una discusión algo más álgida
todavía, consistió en plantearnos si es necesario suponer la existencia de una
instancia llamada superyó.
Un repaso sobre lo que discutimos acerca del principio de placer. Freud dice,
desde el “Proyecto de psicología”, dos cosas que pone bajo la rúbrica de un
principio económico: (1) la suma de montos de excitación se mantiene
constante, esos montos sólo se redistribuyen, y (2) hay un principio de placer, es
decir que el aparato psíquico tiene una tendencia fundamental a la descarga, y
esa descarga será vivida como placer. El aparato se movería en pro de descargar
las excitaciones y evitar que surjan excitaciones. Eso parece lo más natural del
mundo. Sin embargo, si ponemos entre paréntesis la concepción que
arrastramos desde hace más de un siglo y espiamos, con la lupa en ese principio
de placer, la vida y la sociedad humanas, encontramos que es un verdadero
absurdo porque nada en el ser hablante apunta a erradicar las excitaciones. Por
el contrario, somos seres que buscan más y más excitaciones, y, de ser posible,
mayores aún. Cuando las excitaciones bajan, buscamos cosas que las incentiven
nuevamente, y cuando todo va en la dirección de la descarga absoluta,
empezamos a aburrirnos como ostras. Si fuera por el principio de placer, no

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habría obras de arte gigantescas. Piensen en todo el trabajo que nos tomamos
para tener un pálido goce estético en el momento de mirar la obra de arte. Con
el principio de placer no podemos explicar nada que tenga que ver con la
naturaleza del parlêtre.
Por lo tanto, empezar planteando una noción estructural cuyo bastión
fundamental sea un principio de placer es un despropósito. Por eso conviene
distinguir –y ése es el meollo de lo que estuve discutiendo estos últimos años
aquí, en la Escuela–, en la noción de economía, su sentido de suma constante,
que se mantiene –incluso sirve para pensar la clínica de la última enseñanza de
Lacan–, y descartar cualquier cosa que signifique un principio de placer,
incluido su “más allá”, porque no tiene ni pies ni cabeza pensar al ser humano
con ese principio.
En cuanto a nuestra segunda interrogación, relativa a la necesidad de
suponer en nuestra estructura psíquica la existencia de una instancia, el
superyó, que parece ordenarnos gozar –¡cuando no sabemos hacer otra cosa que
eso!–, les contaré una anécdota personal. Desde muy pequeño, yo era muy
responsable, me ocupaba de todo lo que tenía que hacer, y lo hacía bastante
bien, e incluso de manera sobresaliente; nadie necesitaba decirme qué debía
hacer, ni cuándo, ni cómo. Entonces mi padre empezó a inquietarse, porque no
tenía cómo ejercer su función, hasta que inventó –es un buen ejemplo de la
función del padre– una manera de darme órdenes. Todas las mañanas me decía:
Hoy hacé lo que quieras. Y yo no tenía otra opción que la de obedecerle. ¿Por qué
traigo a colación este chiste? Porque el superyó, reducido por Lacan a la voz
que nos ordena ¡Goza!, es tan absurdo como la orden de mi padre, ya que no
hacemos otra cosa. ¿Por qué necesitamos hipostasiar ese imperativo en una
entidad a la que cada vez damos mayor consistencia teórica, ya que la usamos
como una herramienta indispensable para leer el malestar en la cultura
contemporánea? ¿Por qué necesitamos hipostasiarlo en una instancia que sólo
nos ordena hacer lo único que sabemos hacer, que es gozar? ¿Qué carácter
obsceno y feroz podría tener una orden que nos ordena gozar, si es lo único que
sabemos hacer y lo hacemos sin parar, sin quejarnos de ello, y vamos a buscar
siempre más? ¿Es necesario crear una instancia que nos obligue a hacer lo único
que sabemos hacer? Es como si tuviéramos que crear un dios que ordene caer
en función de la ley de atracción gravitatoria. ¿Para qué crearlo? En algún
sentido, parecemos comportarnos como esos antiguos que necesitaban crear un
dios que les enviara el rayo, porque no podían imaginar que el rayo se
produjera solo. Somos un poco trogloditas al creer que una instancia nos ordena
hacer lo que hacemos.
Intentaré plantear, de la manera más depurada posible, el hilo lógico que me
sostiene en esta interrogación. Freud dice que la pulsión siempre se satisface.
Pienso que está en lo cierto. Aun en el caso de la sublimación –que es el más
complicado–, Freud muestra que la pulsión se satisface. Es como dicen los
plomeros: el agua, por algún lado tiene que salir. Y la pulsión siempre tiene que

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satisfacerse, siempre encuentra una manera de satisfacerse. Si no lo hace de
manera directa, lo hace de manera indirecta, desplazada, simbolizada, etcétera.
La definición más básica del goce es la que Lacan da en el Seminario 7: el goce
es la satisfacción de una pulsión. Es lo que tienen en común todos los goces, tal
como lo dice en “La tercera”. Eso significa que siempre se goza y que lo único
que cambia en el goce son las distribuciones en su economía: si no se goza por
acá, se goza por allá. Una economía regula esa distribución de los goces.
Entonces, ¿por qué habría que hipostasiar esto en una instancia que obligue a
algo ya regido por una ley (la economía de los modos de gozar o el carácter
ineluctable de la satisfacción pulsional)?
A partir de la no existencia del Otro, ¿por qué seguir admitiendo la existencia
del superyó? Vale la pena distinguir ambas cosas. Adjudicar los avatares de mi
goce a injerencias del Otro, es la esencia del fantasma neurótico –el delirio
psicótico tiene, en ese punto, la misma estructura. Podemos hablar de la función
generalizada del delirio para la psicosis y para la neurosis, función que, además
de su carácter significante, localiza el sumidero de goce, la pérdida de goce: se
lo roba el Otro. Porque ya no podemos sostener que el Otro no existe. Durante
bastante tiempo, sobre todo por insistencia de Miller, hemos pensado que el
Otro no existía. Pero el propio Miller terminó diciendo que hay un Otro que
existe. En Un esfuerzo de poesía dice que el Otro existe y que es Bush hijo. Hay un
capítulo llamado “Del Otro que existe”. Miller se retracta de lo que él había
dicho al pensar que el Otro no existía. El Otro puede perfectamente existir, y
creo que hoy existe más que nunca.
Hay otra línea de investigación, que promete ser muy fructífera sobre la base
de la interrogación de los ombligos, consiste en revisar la relación entre superyó
y fantasma. ¿Por qué? Porque el superyó dice ¡Goza!, y el fantasma dice El Otro
se lleva mi goce. Entonces, la relación fantasma-superyó es algo fundamental
para interrogar desde esta perspectiva. Al mismo tiempo, vemos de qué manera
se entronca la interrogación sobre la existencia o no de la instancia superyoica
con lo que publiqué en el Aperiódico. ¿Cómo introduce Freud el superyó? Como
heredero del complejo de Edipo. Y el complejo de Edipo es tan mítico como el
ombligo de Adán. El superyó es heredero de algo que es un mito, heredero de
un mito constituido sobre la base del significante padre y del significante madre
que hoy la tecnociencia, con la ayuda del propio discurso analítico, han puesto –
de común acuerdo– en tela de juicio.
Entonces, ¿de qué hablamos cuando hablamos de superyó? Es un problema.
El superyó es una instancia heredera de un mito cuyos elementos ni siquiera
podemos ya sostener como tales, y además es una instancia inútil porque nos
obliga a hacer lo único que podemos hacer.
En suma, este año pretendo abordar cuatro cosas enlazadas. En cuanto al
principio de placer, con lo trabajado el año pasado voy a dar por concluido su
debate, pero me apoyaré en eso. De ahí pasamos a la cuestión del superyó en su
articulación con el mito edípico y su concatenación con la metáfora paterna. Y el

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último punto es, sobre la base esa crítica, cómo debemos revisar (y, tal vez,
reescribir) la concepción que nos hacemos del malestar en la cultura.
Osvaldo Delgado escribió un artículo sobre la vigencia de “El malestar en la
cultura”. Mi interrogación crítica no apuntará a eso, sino a la fundamentación.
El modo en que Freud explica el malestar en la cultura es, hoy en día,
insostenible. Para avanzar sobre esa dirección, escribí un comentario, en una
revista virtual, sobre El retorno del péndulo, de Baumann y Dessal –libro que
recomiendo leer porque no sólo nos sirve para entender el mundo en que
vivimos, sino para no creer que la crisis que atraviesa la Argentina sea un
problema meramente argentino. Pero además contiene ciertos puntos álgidos
de discusión que vale la pena tomar para ver hasta qué punto el principio del
placer no es una buena herramienta para explicar el malestar en la cultura. Ese
malestar, dice Freud, surge porque la cultura demanda, para existir, una
renuncia de lo pulsional, y esa renuncia se traduce en más cultura. Es posible
imaginar qué malestar se produciría si cada vez diéramos menos satisfacción a
las pulsiones. Sin embargo, pienso que esa explicación es absolutamente
descabellada. En primer lugar, porque jamás se ha visto en la historia que se
renuncie a lo pulsional. Más bien ocurre lo contrario. Desde la época en que
Freud escribió ese artículo hasta la actualidad, podemos ver cómo la pulsión ha
encontrado las maneras más sencillas o desaforadas de satisfacerse a repetición.
Lo que tenemos hoy en día es más bien un aumento de las satisfacciones
pulsionales, antes que una renuncia.
Si es absurdo pensar en un principio de placer, de ninguna manera podemos
pensar que la renuncia de lo pulsional traiga malestar alguno. Por otra parte, no
vemos que haya renuncia de lo pulsional. Por otra parte, los goces cada vez se
satisfacen de manera más sencilla y potenciada. Entonces, ¿cómo explicar el
malestar en la cultura que, sin embargo, existe?
Mi propuesta para el final del año es la siguiente. Una vez que –si todo va
bien– podamos abordar de manera seria, crítica, pausada y desapasionada, pero
incisiva, el texto freudiano de El malestar en la cultura, intentemos explicarlo de
una manera que no se base en el mito edípico, en la instancia superyoica ni en la
existencia de ningún principio de placer.

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