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CÉSAR HILDEBRANDT
LA CIUDAD Y LOS PERROS
Quieren matar a Lay Fun, que cumplió con su deber de policía privado a
pesar de los cadenazos y las patadas.
Lay Fun se enfrentó en la penumbra a un prontuariado drogadicto que,
además, estaba borracho y que habría podido matarlo si hubiese tenido un
revólver.
Como se sabe, los perros ven mal de noche y peor en las sombras.
Así que Lay Fun vio en su territorio un bulto borroso que lo golpeaba y a
un intruso que, de haber ejecutado su tarea, le habría costado, a la mañana
siguiente, una tunda de su amo «por ineficiente e inservible».
Así que Lay Fun se jugó el empleo y la vida en el empeño.
Desde luego que el señor Lay no podía saber que el derecho penal habla
de la proporcionalidad del castigo. Y tampoco podía saber que en el Perú no
existe la pena de muerte y menos para delitos considerados menores como el
robo de piezas de automóviles.
Pero nadie puede exigirle al señor Lay que lea códigos penales.
Y estoy seguro de que el señor Lay tampoco lee periódicos ni ve
televisión, especie que los difamadores han esparcido.
Hay un muerto que lamentar y un guardián, con maestría en disuasión,
que comprender.
El señor Lay, que no conoce de cobardías y que igual se habría
enfrentado a diez maleantes y perecido en el intento, merece respeto.
Cumplió con su deber, y eso es algo que muy pocos señores en el Perú
pueden decir.
Mi perro sostiene que Lay debería ser condecorado, pero ya ustedes saben
que mi perro, dignísimo en su vetustez, es un exagerado. Y él, que es andaluz
y memorioso, me ha recordado el caso de Palomo, el famoso perro de la
guerra de 1860 entre España y Marruecos.
Palomo tuvo que despedir a su amo, un combatiente español, en el puerto
de Cartagena. No le habían permitido subir al barco porque ese era el
reglamento del ejército colonial.
Semanas más tarde, sin embargo, Palomo se apareció ante su amo en
pleno frente de guerra meneando la cola y saltando de alegría. Permaneció
para siempre en el misterio el modo como llegó Palomo a cruzar el estrecho y
cómo, sobre todo, pudo localizar a quien quería.
De resultas de todo ello, cuando la guerra terminó con el triunfo español,
Palomo, adoptado oficialmente por el Ejército, desfiló por las jubilosas calles
de Madrid a la cabeza de su regimiento.
¿Y qué me dicen de Fea, la señorita perra de Alfonso II, que murió de
tristeza debajo de la misma cama donde el nefasto monarca había expirado?
¿O de los cuatrocientos perros que acompañaron a las tropas del marqués
de Pescara en la campaña de Pavia y de aquellos que estuvieron en la derrota
del rey francés Francisco I?
En el libro de Ángel Cabrera Los animales familiares, citado por el
Diccionario de rarezas, de Vicente Vega —de donde proceden los datos
históricos aquí consignados—, se describe una tradición esquimal en
Groenlandia: cuando se muere un niño, debe acompañarle a la tumba una
cabeza de perro, que habrá de guiarlo hasta el País de las Almas. Porque los
esquimales también saben que un perro siempre hallará el camino señalado.
«… La noche ha descendido
sobre el Perú como una brasa negra».