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Discurso sobre la dignidad del hombre

[Ensayo: Primera mitad]

Giovanni Pico della Mirandola

He leído en los antiguos escritos de los árabes, padres venerados, que Abdala el
Sarraceno, interrogado acerca de cuál era a sus ojos el espectáculo más maravilloso en
esta escena del mundo, había respondido que nada veía más espléndido que el hombre.
Con esta afirmación coincide aquella famosa de Hermes: "Gran milagro, oh Asclepio, es
el hombre".

Sin embargo, al meditar sobre el significado de estas afirmaciones, no me parecieron del


todo persuasivas las múltiples razones que son aducidas a propósito de la grandeza
humana: que el hombre, familiar de las criaturas superiores y soberano de las inferiores,
es el vínculo entre ellas; que por la agudeza de los sentidos, por el poder indagador de la
razón y por la luz del intelecto, es intérprete de la naturaleza; que, intermediario entre el
tiempo y la eternidad es (como dicen los persas) cópula, y también connubio de todos los
seres del mundo y, según testimonio de David, poco inferior a los ángeles. Cosas
grandes, sin duda, pero no tanto como para que el hombre reivindique el privilegio de
una admiración ilimitada. Porque, en efecto, ¿no deberemos admirar más a los propios
ángeles y a los beatísimos coros del cielo?

Pero, finalmente, me parece haber comprendido por qué es el hombre el más afortunado
de todos los seres animados y digno, por lo tanto, de toda admiración. Y comprendí en
qué consiste la suerte que le ha tocado en el orden universal, no sólo envidiable para las
bestias, sino para los astros y los espíritus ultramundanos. ¡Cosa increíble y estupenda!
¿Y por qué no, desde el momento que precisamente en razón de ella el hombre es
llamado y considerado justamente un gran milagro y un ser animado maravilloso?

Pero escuchen, oh padres, cuál sea tal condición de grandeza y presten, en su cortesía,
oído benigno a este discurso mío.

Ya el sumo Padre, Dios arquitecto, había construido con leyes de arcana sabiduría esta
mansión mundana que vemos, augustísimo templo de la divinidad.

Había embellecido la región supraceleste con inteligencia, avivado los etéreos globos
con almas eternas, poblado con una turba de animales de toda especie las partes viles y
fermentantes del mundo inferior. Pero, consumada la obra, deseaba el artífice que
hubiese alguien que comprendiera la razón de una obra tan grande, amara su belleza y
admirara la vastedad inmensa. Por ello, cumplido ya todo (como Moisés y Timeo lo
testimonian) pensó por último en producir al hombre.

Entre los arquetipos, sin embargo, no quedaba ninguno sobre el cual modelar la nueva
criatura, ni ninguno de los tesoros para conceder en herencia al nuevo hijo, ni sitio
alguno en todo el mundo donde residiese este contemplador del universo. Todo estaba
distribuido y lleno en los sumos, en los medios y en los ínfimos grados. Pero no hubiera
sido digno de la potestad paterna el decaer ni aun casi exhausta, en su última creación, ni
de su sabiduría el permanecer indecisa en una obra necesaria por falta de proyecto, ni de
su benéfico amor que aquél que estaba destinado a elogiar la munificencia divina en los
otros estuviese constreñido a lamentarla en sí mismo.

Estableció por lo tanto el óptimo artífice que aquél a quien no podía dotar de nada propio
le fuese común todo cuanto le había sido dado separadamente a los otros. Tomó por
consiguiente al hombre que así fue construido, obra de naturaleza indefinida y,
habiéndolo puesto en el centro del mundo, le habló de esta manera:

-Oh Adán, no te he dado ni un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una


prerrogativa peculiar con el fin de que poseas el lugar, el aspecto y la prerrogativa que
conscientemente elijas y que de acuerdo con tu intención obtengas y conserves. La
naturaleza definida de los otros seres está constreñida por las precisas leyes por mí
prescriptas. Tú, en cambio, no constreñido por estrechez alguna, te la determinarás según
el arbitrio a cuyo poder te he consignado. Te he puesto en el centro del mundo para que
más cómodamente observes cuanto en él existe. No te he hecho ni celeste ni terreno, ni
mortal ni inmortal, con el fin de que tú, como árbitro y soberano artífice de ti mismo, te
informases y plasmases en la obra que prefirieses. Podrás degenerar en los seres
inferiores que son las bestias, podrás regenerarte, según tu ánimo, en las realidades
superiores que Son divinas.

¡Oh suma libertad de Dios padre, oh suma y admirable suerte del hombre al cual le ha
sido concedido el obtener lo que desee, ser lo que quiera!

Las bestias en el momento mismo en que nacen, sacan consigo del vientre materno,
como dice Lucilio, todo lo que tendrán después. Los espíritus superiores, desde un
principio o poco después, fueron lo que serán eternamente. Al hombre, desde su
nacimiento, el padre le confirió gérmenes de toda especie y gérmenes de toda vida. Y
según como cada hombre los haya cultivado, madurarán en él y le darán sus frutos. Y si
fueran vegetales, será planta; si sensibles, será bestia; si racionales, se elevará a animal
celeste; si intelectuales, será ángel o hijo de Dios, y, si no contento con la suerte de
ninguna criatura, se repliega en el centro de su unidad, transformando en un espíritu a
solas con Dios en la solitaria oscuridad del Padre, él, que fue colocado sobre todas las
cosas, las sobrepujará a todas.

¿Quién no admirará a este camaleón nuestro? O, más bien, ¿quién admirará más
cualquier otra cosa? No se equivoca Asclepio el Ateniense, en razón del aspecto
cambiante y en razón de una naturaleza que se transforma hasta a sí misma, cuando dice
que en los misterios el hombre era simbolizado por Proteo. De aquí las metamorfosis
celebradas por los hebreos y por los pitagóricos. También la más secreta teología
hebraica, en efecto, transforma a Henoch ya en aquel ángel de la divinidad, llamado
"malakhha-shekhinah", ya, según otros en otros espíritus divinos. Y los pitagóricos
transforman a los malvados en bestias y, de dar fe a Empédocles, hasta en plantas. A
imitación de lo cual solía repetir Mahoma y con razón: "Quien se aleja de la ley divina
acaba por volverse una bestia". No es, en efecto, la corteza lo que hace la planta, sino su
naturaleza sorda e insensible; no es el cuero lo que hace la bestia de labor, sino el alma
bruta y sensual; ni la forma circular del cielo, sino la recta razón, ni la separación del
cuerpo hace el ángel, sino la inteligencia espiritual.
Por ello, si ves a alguno entregado al vientre arrastrarse por el suelo como una serpiente
no es hombre ése que ves, sino planta. Si hay alguien esclavo de los sentidos, cegado
como por Calipso por vanos espejismos de la fantasía y cebado por sensuales halagos, no
es un hombre lo que ves, sino una bestia. Si hay un filósofo que con recta razón discierne
todas las cosas, venéralo: es animal celeste, no terreno. Si hay un puro con templador
ignorante del cuerpo, adentrado por completo en las honduras de la mente, éste no es un
animal terreno ni tampoco celeste: es un espíritu más augusto, revestido de carne
humana.

¿Quién, pues, no admirará al hombre? A ese hombre que no erradamente en los sagrados
textos mosaicos y cristianos es designado ya con el nombre de todo ser de carne, ya con
el de toda criatura, precisamente porque se forja, modela y transforma a sí mismo según
el aspecto de todo ser y su ingenio según la naturaleza de toda criatura.

Por esta razón el persa Euanthes, allí donde expone la teología caldea, escribe: "El
hombre no tiene una propia imagen nativa, sino muchas extrañas y adventicias". De aquí
el dicho caldeo: "Enosh hushinnujim vekammah tebhaoth baal haj", esto es, el hombre es
animal de naturaleza varia, multiforme y cambiante.

Pero ¿a qué destacar todo esto? Para que comprendamos, desde el momento que hemos
nacido en la condición de ser lo que queramos, que nuestro deber es cuidar de todo esto:
que no se diga de nosotros que, siendo en grado tan alto, no nos hemos dado cuenta de
habernos vuelto semejantes a los brutos y a las estúpidas bestias de labor.

Mejor que se repita acerca de nosotros el dicho del profeta Asaf: “Ustedes son dioses,
hijos todos del Altísimo”. De modo que, abusando de la indulgentísima liberalidad del
Padre, no volvamos nociva en vez de salubre esa libre elección que Él nos ha concedido.
Invada nuestro ánimo una sacra ambición de no saciarnos con las cosas mediocres, sino
de anhelar las más altas, de esforzamos por alcanzarlas con todas nuestras energías, dado
que, con quererlo, podremos.

Desdeñemos las cosas terrenas, despreciemos las astrales y, abandonando todo lo


mundano, volemos a la sede ultra mundana, cerca del pináculo de Dios. Allí, como
enseñan los sacros misterios, los Serafines, los Querubines y los Tronos ocupan los
primeros puestos. También de éstos emulemos la dignidad y la gloria, incapaces ahora
desistir e intolerantes de los segundos puestos. Con quererlo, no seremos inferiores a
ellos. Pero ¿de qué modo? ¿Cómo procederemos? Observemos cómo obran y cómo
viven su vida.

Si nosotros también la vivimos (y podemos hacerlo), habremos igualado ya su suerte.


Arde el Serafín con el fuego del amor; fulge el Querubín con el esplendor de la
inteligencia; está el trono en la solidez del discernimiento. Por lo tanto, si, aunque
entregados a la vida activa, asumimos el cuidado de las cosas inferiores con recto
discernimiento, nos afirmaremos con la solidez estable de los Tronos. Si, libres de la
acción, nos absorbemos en el ocio de la contemplación, meditando en la obra al Hacedor
y en el Hacedor la obra, resplandeceremos rodeados de querubínica luz. Si ardemos sólo
por el amor del Hacedor de ese fuego que todo lo consume, de inmediato nos
inflamaremos en aspecto seráfico.

Sobre el Trono, vale decir, sobre el justo juez, está Dios, juez de los siglos. Por encima
del Querubín, esto es, por encima del contemplante, vuela Dios que, como incubándolo,
lo calienta. El espíritu del Señor, en efecto, "se mueve sobre las aguas". Esas aguas, digo,
que están sobre los cielos y que, como está escrito en Job, alaban a Dios con himnos
antelucanos. El seráfico, esto es, amante, está en Dios y Dios está en él: Dios y él son
uno solo.

Grande es la potestad de los Tronos y la alcanzaremos con el juicio; suma es la


sublimidad de los Serafines y la alcanzaremos con el amor.

Pero ¿cómo se puede juzgar o amar lo que no se conoce? Moisés amó al Dios que vio y
promulgó al pueblo, como juez, lo que primero había visto en el monte. He aquí por qué
está el Querubín en el medio, con "su luz que nos prepara para la llama seráfica" y, a la
vez, nos ilumina el juicio de los Tronos.

Este es el nudo de las primeras mentes, el orden paládico que preside la filosofía
contemplativa: esto es lo que primero debemos emular, buscar y comprender para que
así podamos ser arrebatados a los fastigios del amor y luego descender prudentes y
preparados a los deberes de la acción. Pero si nuestra vida ha de ser modelada sobre la
vida querubínica, el precio de tal operar es éste: tener claramente ante los ojos en qué
consiste tal vida, cuáles son sus acciones, cuáles sus obras. Siéndonos esto inalcanzable,
somos carne y nos apetecen las cosas terrenas, apoyémonos en los antiguos Padres, los
cuales pueden ofrecemos un seguro y copioso testimonio de tales cosas, para ellos
familiares y allegadas.

Preguntemos al apóstol Pablo, vaso de elección, qué fue lo que hicieron los ejércitos de
los querubines cuando él fue arrebatado al tercer cielo. Nos responderá como interpreta
Dionisio: que se purificaban, eran iluminados y se volvían finalmente perfectos.

También nosotros, pues, emulando en la tierra de la vida querubínica, refrenando con la


ciencia moral el ímpetu de las pasiones, disipando la oscuridad mental con la dialéctica,
purifiquemos el alma, limpiándola de las manchas de la ignorancia y del vicio, para que
los afectos no se desencadenen ni la razón delire.

En el alma entonces, así compuesta y purificada, difundamos la luz de la filosofía


natural, llevándola finalmente a la perfección con el conocimiento de las cosas divinas.

Y para no restringimos a nuestros Padres, consultemos al patriarca Jacob, cuya imagen


refulge esculpida en la sede de la gloria. El patriarca sapientísimo nos enseñará que
mientras dormía en el mundo terreno, velaba en el reino de los cielos. Nos enseñará
mediante un símbolo (todo se presentaba así a los patriarcas) que hay escalas que del
fondo de la tierra llegan al sumo cielo, distinguidas en una serie de muchos escalones: en
la cúspide: se sienta el Señor, mientras los ángeles contempladores alternativamente
suben y bajan. Y si nuestro deber es hacer lo mismo imitando la vida de los ángeles,
¿quién osará, pregunto, tocar las escalas del Señor o con los pies impuros o con las
manos poco limpias? Al impuro, según los misterios, le está vedado tocar lo que es puro.

Pero, ¿qué son estos pies y estas manos? Sin duda el pie del alma es esa parte vilísima
con que se apoya en la materia como en el suelo: y yo la entiendo como el instinto que
alimenta y ceba, pábulo de líbido y maestro de sensual blandura. ¿Y por qué llamaremos
manos del alma a lo más irascible que, soldado de los apetitos por ellos combate y rapaz,
bajo el polvo y el sol, pilla lo que el alma habrá de gozar adormilándose en la sombra?
Para no ser expulsados de la escala como profanos e inmundos, estos pies y estas manos,
esto es, toda la parte sensible en que tienen sede los halagos corporales que, como suele
decirse, aferran el alma por el cuello, lavemos con la filosofía moral, como en agua
corriente.

Pero tampoco bastará esto para volverse compañero de los ángeles que deambulan por la
escala de Jacob si primero no hemos sido bien instruidos y habilitados para movernos
con orden, de escalón en escalón, sin salir nunca de la rampa de la escala, sin estorbar su
tránsito. Cuando hayamos conseguido esto con el arte discursivo y raciocinante y ya
animados por el espíritu querúbico, filosofando según los escalones de la escala, esto es,
de la naturaleza, y escrutando todo desde el centro y enderezando todo al centro, ora
descenderemos, desmembrando con fuerza titánica lo uno en lo múltiple, como Osiris,
ora nos elevaremos reuniendo con fuerza apolínea lo múltiple en lo uno como los
miembros de Osiris hasta que, posando por fin en el seno del Padre, que está en la
cúspide de la escala, nos consumaremos en la felicidad teológica.

Y preguntemos al justo Job, que antes de ser traído a la vida hizo un pacto con el Dios de
la vida, qué es lo que el sumo Dios prefiere sobre todo en esos millones de ángeles que
están junto a él. "La Paz", responderá seguramente, según lo que se lee en su propio
libro: "[Dios es] Aquél que hace la paz en lo alto de los cielos". Y puesto que el orden
medio interpreta los preceptos del orden superior para los inferiores, las palabras del
teólogo Job nos sean interpretadas por el filosofo Empédocles. Éste, como lo testimonian
sus carmenes, simboliza con el odio y con el amor, esto es, con la guerra y con la paz, las
dos naturalezas de nuestra alma por las cuales somos levantados al cielo o precipitados a
los infiernos. Y él, arrebatado en esa lucha y discordia, a semejanza de un loco, se duele
de ser arrastrado al abismo, lejos de los dioses.

Sin duda, oh Padres, múltiple es la discordia en nosotros; tenemos graves luchas internas
peores que las guerras civiles. Si queremos huir de ellas, si queremos obtener esa paz que
nos lleva a lo alto entre los elegidos del Señor, sólo la filosofía moral podrá
tranquilizarlas y componerlas. Si, sobre todo, nuestro hombre establece tregua con sus
enemigos y frena los descompuestos tumultos de la bestia multiforme y el ímpetu, el
furor y el asalto del león. Entonces, si más solícitos de nuestro bien, deseamos la
seguridad de una paz perpetua, ésta vendrá y colmará abundantemente nuestros votos:
muertas la una y la otra bestia, como víctimas inmoladas, quedará sancionado entre la
carne y el espíritu un pacto inviolable de paz santísima. La dialéctica calmará los
desórdenes de la razón tumultuosamente mortificada entre las pugnas de las palabras y
los silogismos capciosos. La filosofía natural tranquilizará los conflictos de la opinión y
las disensiones que trabajan, dividen y laceran de diversos modos el alma inquieta. Pero
los tranquilizará de modo de hacernos recordar que la naturaleza, como ha dicho
Heráclito, es engendrada por la guerra y por eso llamada por Homero “contienda”.

Por eso no puede damos verdadera quietud y paz estable, don y privilegio, en cambio, de
su señora, la santísima teología. Ésta nos mostrará la vía hacia la paz y nos servirá de
guía, y la paz viendo de lejos que nos aproximamos, "Vengan a mí", gritará, "ustedes que
están cansados, vengan y los restauraré, vengan a mí y les daré la paz que el mundo y la
naturaleza no puede darles".

Tan suavemente llamados, tan benignamente invitados, con alados pies como terrenos
Mercurios, volando hacia el abrazo de la beatísima madre, la ansiada paz gozaremos; paz
santísima, indisoluble unión, amistad unánime por la cual todos los seres animados no
sólo coinciden en esa Mente única que está por encima de toda mente, sino que de un
modo inefable se funden en uno sólo. Esta es la amistad que los pitagóricos llaman el fin
de toda la filosofía, ésta la paz que Dios actúa en sus cielos y que los ángeles que
descendieron a la tierra anunciaron a los hombres de buena voluntad para que también
los hombres, ascendiendo al cielo, por ella se volviesen ángeles.

Esta paz auguremos a los amigos, auguremos a nuestro siglo, auspiciemos en toda casa
en que entremos, invoquémosla para nuestra alma para que vuelva así morada de Dios,
para que, expulsada la impureza con moral y con la dialéctica se adorne con toda la
filosofía como con áulico ornamento, corone el frontón de las puertas con la diadema de
la teología, de modo que así descienda sobre ella el Rey de la gloria y, viniendo con el
Padre, ponga mansión con ella. Y si el alma se ha hecho digna de tal huésped, ya que la
bondad de Él es inmensa, revestida de oro como de veste nupcial y de la múltiple
variedad de las ciencias, acogerá el magnífico huésped no ya como huésped, sino como
esposo, con tal de no ser de Él separada, deseará apartarse de su gente y, olvidada de la
Casa de su padre y hasta de sí misma, ansiará morir para vivir en el esposo a cuya vista
es preciosa la muerte de los santos. Muerte he dicho, si muerte puede llamarse esa
plenitud de vida cuya meditación de los sabios dijeron que era el estudio de la filosofía.

Y también invocamos a Moisés, en poco inferior a esa rebosante plenitud de sacrosanta e


inefable inteligencia con cuyo néctar los ángeles se embriagan. Oiremos al juez
venerando dictarnos así leyes, a nosotros que habitamos en la desierta soledad del
cuerpo: “Aquéllos que, aún impuros, necesiten de la moral, habiten con el vulgo fuera
del tabernáculo, bajo el cielo descubierto como los sacerdotes tesalios, hasta que estén
purificados. Aquéllos, en cambio, que ya compusieron sus costumbres, acogidos en el
santuario, no toquen todavía las cosas sagradas, sino, a través de un noviciado dialéctico,
como celosos levitas presten servicio en los sagrados oficios de la filosofía. Admitidos al
fin también ellos, contemplen, en el sacerdocio de la filosofía, ya el multicolor, es decir,
sidéreo ornamento del palacio de Dios, ya el celeste candelabro de siete llamas, ya los
elementos de piel, para que, acogidos finalmente en las profundidades del templo por
méritos de la sublimidad teológica, apartado todo velo de imágenes, de la gloria de la
divinidad. Esto ciertamente nos ordena Moisés y, ordenando así, nos aconseja, nos incita
y nos exhorta a preparamos por medio de la filosofía, mientras podamos, el camino de la
futura gloria celeste.

Pero no sólo los misterios mosaicos y los misterios cristianos, sino asimismo la teología
de los antiguos nos muestra el valor y la dignidad de estas artes liberales de las cuales he
venido a discutir. ¿Qué otra cosa quieren significar, en efecto, en los misterios de los
griegos los grados habituales de los iniciados, admitidos a través de una purificación
obtenida con la moral y la dialéctica, artes qué nosotros consideramos ya artes
purificatorias? ¿Y esa iniciación, qué otra cosa puede ser sino la interpretación de la más
oculta naturaleza mediante la filosofía?

Y finalmente, cuando estaban así preparados, sobrevenía la famosa Epopteia, vale decir,
la inspección de las cosas divinas mediante la teología. ¿Quién no desearía ser iniciado
en tales misterios? ¿Quién, desechando toda cosa terrena y despreciando los bienes de la
fortuna, olvidado del cuerpo, no deseará, todavía peregrino en la tierra, llegar a comensal
de los dioses y, rociado del néctar de la eternidad, recibir, criatura mortal, el don de la
inmortalidad? ¿Quién no deseará estar así inspirado por aquella divina locura socrática,
exaltada por Platón en el Fedro, ser arrebatado con rápido vuelo a la Jerusalén celeste,
huyendo con el batir de las alas y de los pies de este mundo, reino maligno?

¡Oh sí, que nos arrebaten, oh padres, que nos arrebaten los socráticos furores sacándonos
fuera de la mente hasta el punto de ponernos a nosotros y a nuestra mente en Dios!

Y ciertamente que por ellos seremos arrebatados si antes hemos cumplido todo cuanto
está en nosotros; si con la moral, en efecto, han sido refrenados hasta sus justos límites
los ímpetus de las pasiones, de modo que éstas se armonicen recíprocamente con estable
acuerdo: si la razón procede ordenadamente mediante la dialéctica, nos embriagaremos,
como excitados por las Musas, con la armonía celeste. Entonces Baco, señor de las
Musas, manifestándose a nosotros, vueltos filósofos, en sus misterios, esto es, en los
signos visibles de la naturaleza, los invisibles secretos de Dios, nos embriagará con la
abundancia de la mansión divina en la cual, si somos del todo fieles como Moisés, la
sobreviniente santísima teología nos animará con dúplice furor.

Sublimados, en efecto, en su excelsa atalaya, refiriendo a la medida de lo eterno las


cosas que son, que fueron y que serán, y observando en ellas la original belleza, cual
febeos vates, sus amadores alados, hasta que, puestos fuera de nosotros en un indecible
amor, poseídos por un estro y llenos de Dios como Serafines ardientes, ya no seremos
más nosotros mismos, sino Aquél que nos hizo.

Los sacros nombres de Apolo, si alguien escruta a fondo sus significados y los misterios
encubiertos, demuestran suficientemente que este dios era filosofo no menos que poeta.
Pero habiendo ya copiosamente ilustrado esto Ammonio, no hay razón para que yo lo
trate de otra manera. Recordemos, no obstante, oh padres, los tres preceptos délficos
indispensables a aquéllos que están por entrar en el sacrosanto y augustísimo templo, no
del falso sino del verdadero Apolo que ilumina toda alma que viene a este mundo: verán
que no reclaman otra cosa que no sea abrazar con todas nuestras fuerzas aquella triple
filosofía sobre la que ahora discutimos.

En efecto, aquel medén agan, esto es, "nada con exceso", prescribe rectamente la norma
y la regla de toda virtud según el criterio del justo medio, del cual trata la moral. Y el
famoso gnothi seautón, esto es, "conócete a ti mismo", incita y exhorta al conocimiento
de toda la naturaleza, de la cual el hombre es intersticio y como connubio. Quien, en
efecto, se conoce a sí mismo, todo en sí mismo conoce, como ha escrito primero
Zoroastro y después Platón en Alcibíades. Finalmente, iluminados en tal conocimiento
por la filosofía natural, próximos ahora a Dios y pronunciando el saludo teológico Él,
esto es, Tú eres, llamaremos al verdadero Apolo familiar y alegremente.

Interrogaremos también al sapientísimo Pitágoras, sabio sobre todo por no haberse nunca
considerado digno de tal nombre. Nos prescribirá en primer lugar, "No sentamos sobre el
celemín", esto es, no dejar inactiva aquella parte racional con la cual el alma mide todo,
juzga y examina, sino dirigirla y mantenerla pronta con el ejercicio y la regla de la
dialéctica. Nos indicará luego dos cosas que hay que primero evitar: "Orinar frente al
Sol" y "Cortarnos las uñas durante el sacrificio". Sólo cuando con la moral hayamos
expulsado de nosotros los apetitos superfluos de la voluntad y hayamos despuntado las
garras ganchudas de la ira y los aguijones del ánimo, sólo entonces empezaremos a
intervenir en los sagrados misterios de Baco, de los cuales hemos hablado, y a
dedicarnos a la contemplación de la cual el Sol es merecidamente reputado padre y
señor. Nos aconsejará, en fin, "alimentar el gallo", de saciar con el alimento y la celeste
ambrosía de las cosas divinas la parte divina de nuestra alma. Es éste el gallo cuyo
aspecto teme y respeta el león, esto es toda potestad terrena. Es éste el gallo al cual según
Job fue dada la inteligencia. Al canto de este gallo se orienta el hombre extraviado. Este
es el gallo que canta cada día al alba, cuando los astros matutinos alaban al Señor. Este
es el gallo que Sócrates moribundo, en el momento en que esperaba reunir lo divino de
su alma con la divinidad del Todo y ya lejos del peligro de enfermedad corpórea, dijo ser
deudor a Esculapio, o sea, el médico de las almas.

Examinemos también los documentos de los caldeos y, si les damos fe, encontraremos
que en virtud de las mismas artes se abre a los mortales la vía de la felicidad. Escriben
los intérpretes caldeos que fue sentencia de Zoroastro que el alma era alada y que, al
caérseles las alas, se precipita al cuerpo y vuelve a volar al cielo cuando de nuevo le
crecen. Habiéndole preguntado los discípulos de qué modo podrían volver al alma apta
para el vuelo, con las alas bien emplumadas, respondió: "Rociar las alas con las aguas de
la vida". Y habiéndole preguntado a su vez dónde podrían alcanzar estas aguas, les
respondió, según su costumbre, con una parábola: "El paraíso de Dios está bañado e
irrigado por cuatro ríos: alcancen allí las aguas salvadoras". El nombre del río que corre
en el Septentrión se dice Pischon, que significa justicia; el del ocaso tiene por nombre
Dichon, vale decir, expiación; el de oriente se llama Chiddekel, y quiere decir luz, y el
que corre, en fin, a mediodía, se llama Perath, y se puede interpretar fe. Fíjense, oh
padres, y consideren con atención el significado de estos dogmas de Zoroastro. No
significan, ciertamente, sino que purifiquemos la legañosidad de los ojos con la ciencia
moral, como con ondas occidentales; que con la dialéctica, como un nivel boreal, fijemos
atentamente la mirada; que luego debemos habituamos a soportar en la contemplación de
la naturaleza de la luz todavía débil de la verdad, como primer indicio del sol naciente;
hasta que, por último, mediante la piedad teológica y el santísimo culto de Dios,
podamos resistir vigorosamente, como águilas del cielo, el fulgurante esplendor del sol a
mediodía.

Estos son, acaso, los conocimientos matutinos, meridianos y vespertinos cantados


primero por David y después explicados más ampliamente por Agustín. Esta es la luz
esplendente que inflama directa a los Serafines y que al par ilumina a los Querubines.
Esta es la razón a que siempre tendía el padre Abraham. Este es el lugar donde, según la
enseñanza de los cabalistas y los moros, no hay sitio para los espíritus inmundos.

FIN
MARSILIO FICINO (1433-1499)

"SOBRE EL AMOR"
(Selección)

Universidad Nacional Autónoma de México, colección "Nuestros


clásicos, México 1994. Traducción de Mariapía Lamberti y José Luis
Bernal

DISCURSO II

CAPÍTULO I

Dios es bondad, belleza, justicia, principio, medio y fin

Quieren los filósofos pitagóricos que el número ternario


sea la medida de todas las cosas. Estimo yo por ende que con
el número tres Dios gobierna todas las cosas; y también que
las cosas llegan a su término con dicho número temario. De
aquí el verso de Virgilio: "Con el número impar, Dios se
deleita". Ciertamente el Sumo Autor primero crea todas las
cosas; en segundo lugar las atrae hacia sí; y en tercero, les da
perfección. Todas las cosas, principalmente en su nacer,
brotan de esa sempiterna fuente; después retoman a ella
cuando buscan su propio origen; y por último, devienen
perfectas una vez que a su principio han retomado.
Precisamente esto cantó divinamente Orfeo cuando dijo que
Júpiter era el principio, el medio y el fin del Universo.
Principio, en cuanto que produce todas las cosas; medio, en
cuanto que una vez producidas, las atrae hacia sí; fin, en
cuanto las hace perfectas sí a él retoman. Y por esto, al Rey
del universo podemos llamarlo bueno y bello y justo, tal y
como se dice muchas veces en Platón. Bueno, en cuanto crea
las cosas; en cuanto les infunde aliento, bello; justo, en cuanto
que según los méritos de cada una, las hace perfectas. La
belleza, pues, que por su naturaleza atrae hacia sí las cosas,
está entre la bondad y la justicia; y ciertamente de la bondad
nace, y tiende hacia la justicia.

CAPÍTULO II
Cómo la belleza de Dios da a luz al Amor

Y este aspecto divino, o sea la belleza, en todas las cosas


lo ha procreado el Amor, o sea el deseo de sí misma. Porque,
si Dios atrae hacia sí al mundo, y el mundo es atraído por él,
existe una cierta atracción continua entre Dios y el mundo, que
de Dios comienza y se trasmite al mundo, y finalmente
termina en Dios; y como en círculo, retorna ahí de donde
partió. Así que un solo círculo va desde Dios hacia el mundo,
y desde el mundo hacia Dios; y este círculo se llama de tres
modos. En cuanto comienza en Dios y deleita, nómbrase
belleza; en cuanto pasa al mundo y lo extasía, se llama Amor;
y en cuanto, mientras vuelve a su Autor, a él enlaza su obra, se
llama delectación.

El Amor, entonces, comenzando por la belleza, termina en


la delectación. Y esto fue lo que quisieron decir Jeroteo y
Dionisio Areopagita en aquel himno preclaro en el cual así
cantaron estos teólogos: Amor es un círculo bueno, que
siempre desde el bien rueda hacia el bien. Y necesario es que
el Amor sea bueno, puesto que nacido del bien retorna al bien.
Porque el mismo Dios que todas las cosas desean, es la
belleza; con cuya posesión todas ellas se contentan, de modo
que por él nuestro deseo se enciende. Aquí se reposa el ardor
de los amantes; no porque se apague, sino porque se sacia. Y
no sin razón Dionisio iguala a Dios con el sol. Puesto que, de
la misma manera como el sol ilumina y calienta los cuerpos,
así Dios a las almas concede luz de verdad y ardor de caridad.

Esta comparación por cierto se saca del VI libro de la


República de Platón, de este modo, como oiréis.
Verdaderamente el sol crea los cuerpos visibles, y también los
ojos con los que se ve; y a fin de que éstos vean, les infunde
espíritu reluciente; y para que los cuerpos sean vistos, los pinta
de colores. Pero ni el rayo de luz para los ojos, ni los colores
para los cuerpos resultan suficientes para el oficio de ver, si
antes aquella luz, que es una sobre todas las luces, desde la
cual muchas y verdaderas luces se distribuyen a los ojos y a
los cuerpos, no desciende primero sobre ellos, y no los
ilumina, despierta y aumenta.

De este mismo modo, aquel primer acto de todas las


cosas, el cual se llama Dios, produciendo las cosas, a cada una
ha dado configuración y acto; y el acto ciertamente es débil e
impotente frente a la ejecución de la obra: porque lo recibe
una cosa creada y un sujeto pasivo. Mas la perpetua, invisible,
única luz del divino sol, siempre da consuelo, vida y
perfección a todas las cosas mediante su presencia. Cosa, ésta,
de la cual cantó divinamente Orfeo, diciendo que Dios
consuela todas las cosas, y se expande por sobre todas ellas.

(El pasaje de la República, al que Ficino alude, es el


siguiente:)

— Por tanto, ¿a cuál de los dioses que están en el cielo puedes


llamar autor de esto: que ha creado la luz de manera que
nuestra vista vea muy bien y las cosas que están a la vista
puedan ser contempladas?
— Aquel mismo que tú y los otros; pues tú evidentemente me
preguntas por el sol.
— Ahora, con respecto a ese dios, ¿nuestra vista no está
naturalmente dispuesta a ello?
— ¿Cómo?
— De manera que la vista no sea el sol mismo, ni eso adonde
la vista se sitúa, y que nosotros precisamente llamamos ojo.
— No, por cierto.
— Pero a mi parecer es el más semejante al sol entre todos los
órganos que sirven a los sentidos.
— Seguramente.
— Y también su facultad, ¿no la tiene acaso suministrada y
casi infundida por aquél?
— Seguramente. (Polit. vi, 508b)

En cuanto Dios es acto de todas las cosas, y las aumenta,


se llama bien; en cuanto, según las posibilidades de cada una,
las hace despiertas, vivaces, dulces y gratas, y tan espirituales
cuanto puedan serlo, se llama belleza. En cuanto inclina las
tres potencias del alma: mente, vista y oído, hacia los objetos
que deben ser conocidos, se llama hermosura. Y en cuanto,
estando en la potencia que es apta para conocer, vincula dicha
potencia con la cosa conocida, se llama verdad.

Finalmente, como bien, crea y rige, y da a las cosas


perfección; como belleza, las ilumina, y les confiere gracia.
CAPÍTULO III

Cómo la belleza es esplendor de la bondad divina y cómo


Dios es centro de cuatro círculos

Y no sin un propósito los antiguos teólogos colocaron la


bondad en el centro; y en el círculo la belleza. Digo por cierto
la bondad en un centro; y en cuatro círculos la belleza. El
único centro de todas las cosas es Dios. Los cuatro círculos
que en torno a Dios giran continuamente son la mente, el
alma, la naturaleza y la materia. La mente angélica es un
círculo estable; el alma, móvil por sí misma. La naturaleza se
mueve en otros, pero no por otros; la materia no sólo en otros,
sino también por otros es movida.

Mas ahora declararemos por qué a Dios nosotros lo


llamamos centro, y por qué círculos a los otros cuatro. El
centro es un punto del círculo, estable e indivisible; en donde
muchas líneas divisibles y móviles van a su circunferencia en
forma semejante. Esta circunferencia, que es divisible, no gira
de otra manera en torno al centro, sino como un cuerpo
redondo sobre un eje. Y es tal la naturaleza del centro que,
aunque sea uno, indivisible y estable, sin embargo se
encuentra en cada parte de muchas, más bien, de todas las
líneas móviles y divisibles: puesto que en cada parte de cada
línea está el punto.

Pero, como ninguna cosa puede ser tocada sino por su


semejante, las líneas que van de la circunferencia hacia el
centro no pueden tocar ese punto, sino con uno solo de sus
puntos igualmente simple, único e inmóvil. ¿Quién negará que
sea justo llamar a Dios el centro de todas las cosas?
Considerando que es en todas las cosas del todo único, simple
e inmóvil; y que todas las cosas que son producidas por él son
múltiples, compuestas y de algún modo móviles; y como ellas
salen de él, así también a semejanza de líneas o de
circunferencias a él retoman. De tal modo la mente, el alma, la
naturaleza y la materia, que de Dios proceden, se esfuerzan
por igual de retornar hacia él; y desde todas partes con todo
esmero lo circundan.

Y así como el centro se encuentra en cada parte de las


líneas, y a la vez en todo el círculo; y todas las líneas tocan por
uno de sus puntos el punto que está en el medio del círculo; de
la misma manera Dios, que es el centro de todas las cosas,
unidad simplísima y acto purísimo, se pone a sí mismo en
todas las cosas. No solamente por la razón de que está
presente en todas ellas, sino también porque a todas las cosas
creadas por él les ha dado alguna intrínseca parte y potencia
simplísima y excelentísima, que se llama la unidad de las
cosas; misma de la cual y hacia la cual, como desde su centro
y hacia su propio centro, dependen y tienden todas las
potencias y partes de cada parte.

Y ciertamente es necesario que las cosas creadas se


recojan ante su propio centro, y ante su propia unidad, y que
se acerquen a su Creador: a fin de que, por su propio centro, se
acerquen al centro de todas las cosas. La mente angélica
primero se eleva en su supereminencia y en su propio vértice
antes de lograr elevarse a Dios; y de manera semejante obran
el alma y las demás cosas. El círculo del mundo que nosotros
vemos, es imagen de los círculos que no se ven, o sea los de la
mente, del alma y de la naturaleza; ya que los cuerpos son
sombras y vestigios del alma y de las mentes. Las sombras y
los vestigios representan la figura de aquello de lo que son
vestigios y sombras. Es ésta la razón por la que aquellas cuatro
cosas justamente son llamadas cuatro círculos.

Pero la mente es un círculo inmóvil: porque tanto su obra


como su sustancia son siempre las mismas, ya que siempre de
un mismo modo entiende, y quiere siempre las mismas cosas.
Y a veces podemos llamar móvil a la mente por una sola
razón: porque al igual que todas las demás cosas, de Dios
procede, y hacia él mismo se vuelve en su retorno. El alma del
mundo, y cualquier otra alma es un círculo móvil: porque por
su naturaleza no conoce sin discurso, ni actúa sin transcurso de
tiempo: y el discurrir de una cosa a otra y la operación
temporal, sin lugar a dudas se llaman movimiento.

Y si alguna estabilidad hay en el conocimiento del alma,


más bien es para beneficio de la mente, que por naturaleza del
alma. También la naturaleza se dice que es un círculo móvil.
Cuando nosotros decimos alma, según el uso de los antiguos
teólogos entendemos la potencia que está puesta en la razón y
en el sentido del alma. Cuando decimos naturaleza,
entendemos la fuerza del alma apta para engendrar. A esa
virtud que existe en nosotros la llamaron propiamente el
hombre: a esta otra, ídolo y sombra del hombre. A esta virtud
del engendrar se le llama ciertamente móvil, porque termina
su obra en un espacio de tiempo. Y en esto es diferente de
aquella propiedad del alma, pues el alma se mueve por sí
misma y en sí misma; por sí, digo, porque ella es principio de
movimiento; también en sí, porque en la sustancia del alma
reside la operación de la razón y del sentido; y de éste no
resulta necesariamente en el cuerpo efecto alguno.

Pero aquella potencia del engendrar, la cual llamamos


naturaleza, por sí se mueve, siendo una cierta potencia del
alma, la cual se mueve por sí misma. Dícese también que se
mueve en otros, porque cada operación suya se termina en el
cuerpo, alimentando, aumentando y engendrando el cuerpo.
Mas la materia corporal es círculo que se mueve por otros y
hacia otros. Por otros, digo, porque es puesta en movimiento
por el alma; hacia otros, digo, porque se mueve en términos de
espacio.

Con lo que ya podemos abiertamente entender por qué


razón los antiguos teólogos ponen la bondad en el centro y la
belleza en el círculo. La bondad de todas las cosas es un Dios
único, por el cual todas son buenas; la belleza es el rayo de
Dios, infundido en esos cuatro círculos que giran en torno a
Dios. Este rayo pinta en los cuatro círculos todas las especies
de todas las cosas; y nosotros llamamos a esas especies, en la
mente angélica, ideas; en el alma, razones; en la naturaleza,
simientes; y en la materia, formas. Ésta es la razón por la que,
en cuatro círculos, cuatro esplendores aparecen: el esplendor
de las ideas, en el primero; el esplendor de las razones, en el
segundo; el esplendor de las simientes, en el tercero; y el
esplendor de las formas en el último.

CAPÍTULO IV

Cómo se expresa Platón acerca de las cosas divinas

Este misterio quiso dar a entender Platón, en la epístola al


rey Dionisio, cuando afirmó que Dios es la causa de todas las
cosas bellas; casi como si dijese que Dios es el principio de
toda la belleza. Y dijo así:

Alrededor del Rey universal están todas las cosas, y por


causa de él existen todas. Él es causa de todas las cosas bellas.
Las segundas están alrededor del segundo, las terceras
alrededor del tercero. El alma del hombre desea entender
cuáles son esas cosas, mirando hacia las que están más
próximas a él: pero entre ellas ninguna es suficiente. Mas
alrededor del Rey, y de las cosas que dije, no hay ninguna que
sea semejante; y el alma habla de lo que existe después de
esto.

Ese texto se explica de este modo.

Alrededor del Rey. Significa no dentro del Rey, sino fuera


del Rey, porque en Dios no hay composición alguna; y lo que
significa esta palabra alrededor, Platón lo expone cuando
agrega todas las cosas son por causa de él; y él es causa de
todas las cosas bellas; como si dijese así: alrededor del Rey
universal están todas las cosas: porque a él, como a su fin,
todas se dirigen por naturaleza; puesto que por él, como
principio, son producidas. De todas las cosas bellas, esto es,
de toda la belleza, la cual resplandece en los círculos antes
mencionados. Pues las formas de los cuerpos se reconducen a
Dios por las semillas; las semillas por las razones; las razones
por las ideas; y con los mismos grados son producidas por
Dios. Y precisamente cuando él dice todas las cosas, quiere
decir las ideas: porque en éstas se encuentra comprendido todo
lo demás.

Las segundas alrededor del segundo, las terceras


alrededor del tercero. Zoroastro planteó que son tres los
principios del mundo, señores de tres órdenes: Ormuz, Mitra,
y Ahrimán; a los cuales Platón llama Dios, mente, alma; y
esos tres órdenes puso en las especies divinas, o sea ideas,
razones y semillas. Las primeras pues, o sea las ideas,
alrededor del primero, o sea de Dios; porque por Dios son
dadas a la mente, y la reducen a Dios mismo; las segundas
alrededor del segundo, o sea las razones alrededor de la
mente, porque pasan por la mente hacia el alma, y enderezan
el alma a la mente; las terceras alrededor del tercero, o sea las
semillas de las cosas alrededor del alma; porque mediante el
alma pasan a la naturaleza, por la que se entiende la potencia
generativa; y asimismo vinculan la naturaleza al alma. En el
mismo orden, de la naturaleza las formas descienden a la
materia.

Empero, Platón no considera las formas en el orden


mencionado. Porque habiéndolo Dionisio rey interpelado sólo
sobre las cosas divinas, él adujo que son tres los órdenes que
pertenecen a las especies incorpóreas, como órdenes divinos; y
dejó a un lado las formas de los cuerpos. Asimismo, no quiso
Platón llamar a Dios primer rey, sino Rey universal; porque si
lo hubiese llamado primero, quizá parecería que lo colocaba
en alguna especie de número e igualdad de condición, junto
con los siguientes regidores. Y no dijo: alrededor de él están
las primeras cosas, sino: todas. A fin de que no creyésemos
que Dios es gobernador de un cierto orden, y no del universo
entero.

El alma del hombre desea entender cuáles son esas cosas.


Sabiamente, después de los tres esplendores de la divina
belleza, los cuales resplandecen en los tres círculos, indujo
Dios el Amor del alma hacia ellos: porque de allí el ardor del
alma se enciende. Conveniente cosa es que el alma divina
desee las cosas divinas.

Mirando hacia aquellas cosas que están más próximas a


él. El conocimiento humano comienza por los sentidos, y por
esto a partir de las cosas más sobresalientes que nosotros
vemos en los cuerpos, a menudo solemos formular un juicio
sobre las divinas. Por las fuerzas de las cosas corporales
investigamos la potencia de Dios; por el orden que guardan, su
sapiencia; por la utilidad que tienen, su bondad divina. Platón
llamó a las formas de los cuerpos, próximas al alma; porque
estas formas están colocadas en el siguiente grado después del
alma.

Entre las cuales ninguna es suficiente: se entiende pues


que estas formas, ni son suficientes, ni nos demuestran con
suficiencia las divinas; puesto que las verdaderas cosas son las
ideas, las razones y las semillas. Al contrario, las formas de
los cuerpos son más bien sombras de las cosas verdaderas, que
verdaderas cosas; y así como la sombra del cuerpo no muestra
la figura del mismo de manera clara, así los cuerpos no
muestran la naturaleza propia de las sustancias divinas.

Mas al rededor del Rey, y de las cosas que yo dije, no hay


ninguna semejante: porque las naturalezas mortales y falsas no
son precisamente semejantes a las inmortales y verdaderas.

Y el alma habla de aquello que está después de esto. Esto


se entiende en el sentido que el alma, mientras juzga las
naturalezas divinas mediante las mortales, falsamente habla de
las divinas; y no se refiere a las divinas, sino a las mortales.

CAPITULO V

Cómo la belleza de Dios por todas partes resplandece y se le


ama

Y para que nosotros en pocas palabras comprendamos


mucho, el bien es la supereminente esencia de Dios, la belleza
es un cierto acto, o bien rayo, que de allí penetra por todas
partes: primero en la mente angélica; después en el alma del
universo y en las otras almas; y en tercer lugar en la
naturaleza; y en cuarto en la materia de los cuerpos.

Y este rayo adorna la mente con el orden de las ideas;


llena el alma con el orden de las razones; fortifica la
naturaleza con semillas y viste la materia de formas.

Y de la misma manera como un mismo rayo de sol


ilumina cuatro cuerpos: fuego, aire, agua y tierra; así también
un solo rayo de Dios ilumina la mente, el alma, la naturaleza y
la materia. Y quienquiera que en estos cuatro elementos mire
la luz, ve ese rayo de sol, y por él se torna a considerar la luz
superna del sol. Así, todo aquel que considere el ornamento en
estos cuatro elementos: mente, alma, naturaleza y cuerpo, y
que ame ese ornamento, ciertamente ve y ama en ellos el
fulgor de Dios, y mediante ese fulgor también ve y ama a
Dios.

CAPITULO VI
De las pasiones de los amantes

De aquí que el ímpetu del amador no se apaga por vista o


tacto de cuerpo alguno; porque no desea este cuerpo o aquél;
sino que desea el esplendor de la majestad superna, que
refulge en los cuerpos: y ante él se asombra. Por la cual cosa
los amantes no saben lo que desean, o lo que buscan, porque
no conocen a Dios; cuyo oculto sabor puso en sus obras un
dulcísimo olor de sí; olor por el cual son incitados sin cesar.

Y percibimos este olor, pero no percibimos su sabor. Por lo


que nosotros, alimentados por el olor manifiesto, apetecemos
el sabor escondido, y no sabemos qué es lo que deseamos.

También de esto deriva el que los amantes sientan temor o


reverencia ante la vista de la persona amada; y esto les
acontece inclusive a hombres fuertes y sabios en presencia de
la persona amada, aunque ésta sea muy inferior.

Ciertamente, no es cosa humana la que espanta, invade y


quebranta, porque la fuerza humana en los hombres más
fuertes y sapientes, es siempre más excelente. Sino que aquel
fulgor de la divinidad, que resplandece en un cuerpo hermoso,
constriñe a los amantes a asombrarse, temer y venerar a dicha
persona, como a una estatua de Dios.

Y por la misma razón el amador desprecia, por la persona


amada, riquezas y honores. Es justo y debido que las cosas
divinas se antepongan a las humanas. Y acontece también,
frecuentemente, que el amante desee transferirse en la persona
amada; y con razón. Porque mediante este acto apetece y
esfuérzase por convertirse de hombre en Dios. ¿O quién es
aquel que no quiera ser Dios, más que hombre? Y acontece
también que aquellos que son presa del lazo de Amor, alguna
vez suspiran, alguna vez se alegran. Suspiran, porque se
abandonan a sí mismos y se destruyen; y se alegran, porque en
mejor objeto se transfieren.

Sienten, en forma alterna, los amantes, ora calor, ora frío,


a ejemplo de aquellos que padecen de las fiebres tercianas.
Con razón sienten frío quienes su propio calor pierden.

Y también sienten calor, al ser encendidos por el fulgor del


superno rayo. De frigidez nace timidez; de calidez nace
audacia; por esto, los enamorados en ocasiones son tímidos, y
en otras son audaces. Además, los hombres de ingenio tardo,
cuando aman devienen muy agudos. ¿Cuál será la mirada que
por virtud de un celeste rayo no vea?

Baste el haber tratado hasta aquí de la definición del


Amor, y de la hermosura, que es su origen, y de las pasiones
de los amantes.

CAPÍTULO VII

De los dos géneros de Amor y de las dos Venus

Ahora disputaremos brevemente de los dos géneros de


Amor. Pausanias afirma, siguiendo a Platón, que el Amor es
compañero de Venus; y que son tantos los Amores cuantas son
las Venus; y narra que hay dos Venus acompañadas por dos
Amores. Una de las dos Venus es celeste, la otra, vulgar; y que
la celeste ha nacido sólo del cielo, sin la intervención de
ninguna madre, y que la vulgar ha nacido de Júpiter y de Dion.

Los platónicos llaman al sumo Dios, cielo. Porque como


el cielo contiene a todos los otros cuerpos, así Dios contiene a
todos los espíritus. Y llaman a la mente angélica por varios
nombres: a veces Saturno, a veces Júpiter, y en otras ocasiones
Venus. Puesto que la mente angélica es, y vive, y entiende, a
su esencia la llaman Saturno; a su vida, Júpiter; a su
inteligencia, Venus. Además de esto, de manera semejante
llaman Saturno al alma del mundo, y también Júpiter y Venus.
En cuanto entiende las cosas supremas, se llama Saturno; en
cuanto mueve los cielos, Júpiter, y en cuanto engendra las
cosas inferiores, se llama Venus.

La primera Venus que hemos nombrado, que está en la


mente angélica, se dice que ha nacido del cielo y sin madre;
porque la materia es llamada madre por los físicos; y la mente
es ajena a la materia corporal. La segunda Venus, que radica
en el alma del mundo, ha sido engendrada por Júpiter y por
Dion; por Júpiter, esto es, por la virtud del alma mundana; la
cual virtud mueve los cielos; puesto que tal virtud ha creado la
potencia que engendra las cosas inferiores. Dicen los
platónicos también que esa Venus tiene madre, pues
encontrándose infundida en la materia del mundo, parece que
se acompaña por la materia.

Finalmente, para resumir, Venus es de dos tipos: una es


aquella inteligencia que hemos colocado en la mente angélica;
la otra es la fuerza generadora que se atribuye al alma del
mundo. Tanto la una como la otra tienen al Amor por
semejante, y por acompañante. Porque la primera es llevada
por Amor natural a considerar la belleza de Dios; la segunda
es llevada, también por su Amor, a crear la divina belleza en
los cuerpos mundanos. La primera abraza primeramente en sí
misma el esplendor divino; después lo trasfunde a la segunda
Venus. Esta segunda, a su vez, trasfunde en la materia del
mundo los destellos del esplendor que ha recibido. Por la
presencia de estos destellos, todos los cuerpos del mundo,
según su capacidad, resultan bellos.

Esta belleza de los cuerpos el alma del hombre la


aprehende por los ojos; y esta alma tiene dos potencias en sí:
la potencia de conocer, y la potencia de engendrar. Estas dos
potencias son en nosotros dos Venus; las cuales están
acompañadas por dos Amores. Cuando la belleza del cuerpo
humano se representa a nuestros ojos, nuestra mente, la cual es
en nosotros la primera Venus, concede reverencia y Amor a
dicha belleza, como a imagen del divino ornamento; y por
ésta, muchas veces se despierta hacia aquél. Además de esto,
la potencia del engendrar, que es en nosotros la segunda
Venus, apetece engendrar una forma semejante a ésta. De
manera que en ambas potencias existe el Amor: el cual en la
primera es deseo de contemplar, y en la segunda es deseo de
engendrar belleza. Tanto el uno como el otro Amor es
honesto, y ambos persiguen una divina imagen.

Ahora bien, ¿qué es lo que Pausanias vitupera en el


Amor? Yo os lo diré. Si alguien, por gran avidez de engendrar,
pospusiese la contemplación, o verdaderamente atendiese a la
generación de modo indebido, o en verdad antepusiese la
hermosura del cuerpo a la del alma, no usaría correctamente la
dignidad de Amor; y este uso perverso es el que Pausanias
vitupera. Por cierto, todo aquel que usa rectamente del Amor,
alaba la forma del cuerpo; pero por sobre de él considera una
belleza más excelente en el alma, en el ángel y en Dios; y
aquélla con más fervor desea. Y hace uso, en tanto, del oficio
de la generación, en cuanto el orden natural y las leyes
impuestas por los prudentes nos lo dictan. De estas cosas trata
Pausanias prolijamente.

CAPÍTULO VIII

Exhortación al Amor, y disputa del Amor unívoco y del mutuo

Mas yo, oh amigos, os aliento y ruego, que con todas las


fuerzas abracéis el Amor, que sin duda es cosa divina. Y no os
asuste lo que de un cierto amante dijo Platón, el cual, viendo a
un amante, dijo: ese amador es un alma muerta en su propio
cuerpo, y en el cuerpo del otro, viva. Ni tampoco os asuste lo
que de la amarga y miserable suerte de los amantes canta
Orfeo. Yo os diré cómo se tiene que entender ésta, y cómo se
puede remediarla. Mas os ruego que me escuchéis
atentamente.

Platón llama amargo al Amor; y no sin razón, porque todo


aquel que ama, muere amando; y Orfeo llama al Amor un
fruto dulce amargo. Siendo el Amor una muerte voluntaria, en
cuanto es muerte, es cosa amarga; y en cuanto voluntaria, es
dulce. Muere, amando, todo aquel que ama; porque su
pensamiento, olvidándose de sí mismo, a la persona amada se
dirige. Si no tiene pensamiento para sí mismo, ciertamente no
piensa en sí; y por esto tal alma no opera en sí misma; aunque
la principal acción del alma sea el pensar.

Aquel que no actúa en sí, no está en sí: porque estas dos


cosas, o sea el ser y el actuar, entre sí se equiparan. No existe
el ser sin el actuar; y el actuar no excede al ser; no actúa
alguien donde no hay nadie, y donde quiera que existe alguien,
allí actúa. De tal manera que no está en sí misma el alma del
amante, desde el momento que en sí no actúa. Si él no está en
sí, tampoco vive en sí mismo; quien no vive está muerto, y por
esto está muerto en sí mismo todo aquel que ama; o al menos
vive en otro.

Sin duda dos son las especies de Amor: el uno es unívoco;


el otro, recíproco. El Amor unívoco es aquel en que el amado
no ama al amante. Aquí en todo el amante está muerto, porque
no vive en sí, como hemos demostrado, y no vive en el amado,
siendo por él despreciado. Por tanto, ¿dónde vive? ¿Vive en el
aire, en el agua, en el fuego, o en la tierra, o en cuerpo de
animal bruto? No, porque el alma humana no vive en otro
cuerpo que no sea humano. ¿Acaso vive en algún otro cuerpo
de persona no amada? Aquí tampoco. Ya que si no vive donde
vehementemente desea vivir, mucho menos vivirá en
cualquier otra parte. Así que en ningún lugar vive quien a otro
ama, y no es amado por ese otro: y por esto enteramente está
muerto el no amado amante. Y nunca resucita, si antes el
enojo no lo hace resucitar.

Pero allí donde el amado responde en el Amor, el amante,


apenas está en el amado, vive. Aquí acontece una cosa
maravillosa, cuando dos se aman mutuamente: él en éste, y
éste en aquél vive. Ellos se corresponden de manera recíproca,
y cada uno se entrega al otro, para recibir al otro. Y de qué
modo ellos se entregan, se ve porque de sí se olvidan: mas no
está tan claro cómo reciben al otro. Porque quien no se tiene a
sí mismo, mucho menos puede poseer al otro. Antes bien,
tanto el uno como el otro se tienen a sí mismos y al mismo
tiempo al otro, porque este último se tiene a sí mismo, pero en
aquél; en tanto que aquél se posee a sí mismo, pero en éste.
Ciertamente mientras que yo te amo a ti, que me amas a mí, yo
en ti, que piensas en mí, me hallo a mí mismo; y yo, por mí
mismo despreciado, en ti que me cuidas me recupero. Y tú
haces otro tanto conmigo.

Esto también me parece maravilloso: puesto que, desde el


momento en que yo me perdí a mí mismo, si por ti me
recupero, por ti me tengo a mí mismo. Si por ti yo me tengo a
mí, yo te tengo a ti antes, y más que a mí; y estoy más
próximo a ti que a mí. Ya que yo no me acerco a mí mismo
por otro medio que no sea por ti.

En esto la virtud de Cupido difiere de la fuerza de Marte.


Porque el imperio y el Amor son muy diferentes. El
emperador posee a otro para sí mismo; y el amador por otro se
recupera a sí mismo; y tanto el uno como el otro, ambos
amantes se alejan de sí mismos, y al mismo tiempo cada uno
de ellos se aproxima al otro; y muerto en sí mismo, en el otro
resucita. Una tan sólo es la muerte en el Amor recíproco: las
resurrecciones son dos, porque quien ama, muere una vez en
sí, cuando se entrega; y resucita de inmediato en el amado,
cuando el amado lo recibe con ardiente pensamiento; resucita
de nuevo cuando en el amado finalmente se reconoce, y no
duda ser amado.

¡Oh feliz muerte aquella, a la que siguen dos vidas! ¡Oh


maravilloso trueque aquel, en el que el hombre se da a sí
mismo por otro, y tiene a otro, y no se pierde a sí mismo! ¡Oh
inestimable ganancia, cuando de tal manera dos llegan a ser
uno solo, que cada uno de ambos, gracias al otro, se convierte
en dos! y, como redoblado, aquel que tenía una vida, mediante
una sola muerte ahora tiene dos vidas; puesto que aquel que,
habiendo una vez muerto, resurge dos veces, sin duda por una
vida adquiere dos vidas; y por su propio ser, dos seres.

Manifiestamente en el Amor recíproco se ve una justísima


venganza. Al homicida se le debe castigar con la muerte; ¿y
quién negara que aquel que es amado es homicida? Lo es, ya
que separa el alma del amante. ¿Y quién negará que él muere
de manera semejante? puesto que de semejante modo él ama
al amante. He aquí una restitución muy debida: ya que éste a
aquél, y aquél a éste devuelve el alma que antes le quitó.
Tanto el uno como el otro, al amar, entregan la suya; y
amando, con la suya devuelven el alma al otro. Por lo cual con
razón debe brindar Amor quienquiera que sea amado. Y quien
no ama al amante, incurre en la culpa de homicidio; antes
bien, es ladrón, homicida y sacrílego. La riqueza es poseída
por el cuerpo; y el cuerpo por el alma; así que quien rapta el
alma, que a su vez posee el cuerpo y la riqueza, rapta al mismo
tiempo el alma, el cuerpo y la riqueza; he ahí la razón por la
que como ladrón, homicida y sacrílego débese condenar a tres
muertes. Y como infame e impío, puede sin castigo por
quienquiera ser ejecutado; si antes él mismo no cumple
espontáneamente la ley; y esto es, que ame a su amante. Y
haciéndolo así, con aquel que una vez ha muerto, igualmente
una vez muere; y con aquel que dos veces resucita, también él
resucita dos veces.

Por las razones mencionadas hemos demostrado que el


amado debe amar a su amante. Y además, también se
demuestra que no solamente debe, sino que está obligado a
hacerlo. El Amor nace de semejanza; la semejanza es una
cierta cualidad, la misma en varios sujetos; por ende, si yo soy
semejante a ti, tú, por necesidad, eres semejante a mí. Y por
ende, la misma semejanza que me constriñe a amarte, te
constriñe a amarme. Además de esto, el amador se quita a sí
mismo, y se da al amado, y en consecuencia se vuelve
pertenencia del amado. Así, el amado cuida de aquél como de
cosa suya; porque a cada cual le son muy caras sus
pertenencias. A esto hay que agregar que el amante esculpe la
figura del amado en su alma. Entonces, el alma del amante
llega a ser casi un espejo, en el que luce la imagen del amado.
Por lo que, cuando el amado se reconoce a sí mismo en el
amante, se ve obligado a amarlo.

Consideran los astrólogos que el Amor resulta


verdaderamente recíproco entre aquellos en cuyos natalicios se
intercambian los lugares del sol y de la luna; como si, al nacer
yo, se encontrase el sol en Aries y la luna en Libra; y al nacer
tú, el sol estuviese en Libra y la luna en Aries; o si acaso
tuviésemos en el ascendente un mismo y similar signo, o bien
un mismo o semejante planeta, o que benignos planetas de
manera semejante contemplasen el ángulo oriental; o que
Venus estuviese colocada en la misma casa y en el mismo
grado. Los platónicos agregan a éstos, aquellos cuya vida es
gobernada por un mismo demonio.

Los físicos y los filósofos morales quieren que la similitud


de la complexión, de la crianza, de la erudición, de las
costumbres y de los pareceres sean causas de semejantes
afectos. Finalmente, aquí se descubre que mayormente se
intercambia el Amor allí donde más causas concurren juntas; y
donde concurren todas, se ven surgir los afectos de Pitias y
Damón, y los de Pílades y Orestes.

CAPITULO IX

Qué buscan los amantes

¿Pero qué buscan los amantes, cuando en forma recíproca


se aman? Buscan la hermosura; el Amor es deseo de gozar de
la hermosura, o sea de la belleza.

La belleza es un cierto esplendor que arrebata hacia sí el


alma humana. La belleza del cuerpo no es otra cosa que
esplendor en el ornamento de colores y líneas; la belleza del
alma es fulgor en la consonancia de conocimientos y
costumbres; esa luz del cuerpo no es conocida por los oídos,
nariz, gusto o tacto, sino por los ojos. Si los ojos la conocen,
ellos solos la gozan; tan sólo, pues, los ojos gozan de la
belleza corporal. Y siendo el Amor deseo de gozar belleza, y
conociéndose ésta únicamente por los ojos, el amador del
cuerpo está contento sólo con ver; de manera que la
concupiscencia del tacto no forma parte del Amor, ni
constituye un afecto del amante, sino que es una especie de
lascivia y perturbación propia de hombre servil. Además, la
luz del alma sólo la comprendemos a través de la mente; de
donde, quien ama la belleza del alma, sólo se contenta con la
contemplación mental. Finalmente, la belleza entre los
amantes se intercambia por belleza.

El hombre maduro goza con los ojos la belleza del más


joven; y el más joven goza con la mente la belleza del mayor.
Y aquel que sólo es bello en el cuerpo, llega por esta
costumbre a ser bello en el alma; y aquel que sólo tiene bella
el alma, llénase los ojos de belleza corporal. Este es un
intercambio maravilloso entre el uno y el otro, honesto, útil y
gozoso; la honestidad en ambos es igual; porque lo mismo es
honestidad el aparecer y el enseñar. En el más viejo hay mayor
goce, pues obtiene su delectación de la vista y del intelecto. En
el joven es mayor la utilidad; ya que cuanta mayor prestancia
tiene el alma que el cuerpo, tanto más valiosa es la adquisición
de la belleza intelectual que de la corporal.

Hasta aquí hemos expuesto el discurso de Pausanias; y a


continuación expondremos el discurso de Erisímaco.

DISCURSO IV

CAPITULO I

Donde se propone el texto de Platón sobre la antigua


naturaleza de los hombres

Dichas estas palabras, nuestro familiar puso fin a su


discurso; y después de él siguió Cristófano Landino, hombre
docto en modo sobresaliente; al que hemos reconocido como
un digno poeta órfico y platónico de nuestros tiempos. Él
siguió de este modo, aclarando la oscura y complicada
sentencia de Aristófanes.

Si bien Giovanni Cavalcanti, cuidando la medida de su


disputación, nos ha librado en parte de tratar largamente nada
menos que la sentencia de Aristófanes, ésta, por ser intrincada
con oscurísimas palabras, requiere de algún otro
esclarecimiento y de más luz.

Aristófanes dijo que el Amor era, por sobre todos los


dioses, benéfico para el género humano, curador, tutor, y
médico. En primer lugar, es necesario narrar cuál fue en un
principio la naturaleza de los hombres y cuáles sus pasiones.
En aquel tiempo no era tal como es ahora, sino muy diferente;
al principio hubo tres géneros de hombres, no solamente varón
y hembra, como ahora; sino un tercer género formado por una
mezcla de ambos. Y la forma de cualquier hombre estaba
entera, y tenía redonda la espalda y los lados en círculo, y
tenía cuatro manos y cuatro piernas; también dos rostros
puestos sobre el redondo cuello, semejantes el uno al otro. Y
el género masculino nació del sol; y el femenino de la tierra; y
el compuesto, de la luna. De aquí que fueran de ánimo
soberbio y cuerpo robusto. Así que emprendieron la hazaña de
combatir con los dioses y querer subir al cielo; y por esto
Júpiter cortó por la mitad a cada uno de ellos en sentido
longitudinal, y de uno hizo dos, a manera de aquellos que
parten el huevo cocido con un cabello, de arriba abajo. Y
amenazolos que si de nuevo se ensoberbecían contra Dios, los
partiría una vez más del mismo modo.

Desde el momento en que la naturaleza humana fue


dividida, cada uno deseaba recuperar su otra mitad; y por esto
corrían a encontrarse, y echándose los brazos uno al otro se
abrazaban anhelando reintegrarse a su forma original.

Y ciertamente por hambre y desidia hubieran muerto, si


Dios no hubiese encontrado un modo para tal cópula. De aquí
nació el Amor recíproco entre los hombres, conciliador de su
antigua naturaleza, esforzándose de hacer uno de dos, y
medicar el caso humano. Cada uno de nosotros es un medio
hombre, casi cortado como aquellos peces que se llaman
dorada; que, bien cortados por la mitad en sentido
longitudinal, de un pez quedan dos peces vivos. Cada hombre
busca su mitad; y cuando sucede que la encuentra, no importa
cuál sexo apetezca, se resiente fuertemente; y con ardiente
Amor se enciende como yesca, y no soporta ni un momento
separarse de él. Así que el ardiente deseo de restaurar la
totalidad se llama Amor; el que en el tiempo presente nos
ayuda mucho volviendo a cada quien grandemente amigo de
su propia mitad; y nos brinda suma esperanza para el tiempo
futuro; que si rectamente honramos a Dios, nos restituirá de
nuevo la figura antigua, y así curándonos nos hará
bienaventurados.

CAPITULO II

Cómo se expone la opinión de Platón en torno a la figura de


los hombres

Aristófanes narra estas cosas y muchas otras muy


monstruosas; bajo las cuales, como velos, hay que pensar que
se esconden misterios divinos. Era costumbre de los antiguos
teólogos cubrir con umbráculos de figuras sus sagrados
secretos, a fin de que no fuesen mancillados por los hombres
impuros; pero no pensemos por esto, que todas las cosas que
están escritas en las figuras antiguas, o en las otras, se apeguen
todas tan exactamente al sentido. También Aurelio Agustín
decía que no hay que pensar que todas las cosas que en las
figuras están representadas, tengan todas por eso mismo un
significado; porque se les suelen agregar muchas cosas útiles
sólo al orden y la conexión de las que allí se representan. La
tierra se hiende solamente con el arado: pero para poder hacer
tal cosa, se agregan al arado los otros miembros necesarios.
Ésta, pues, es la suma de aquello que se nos propuso exponer.

Antiguamente los hombres tenían tres sexos: masculino,


femenino y compuesto; y eran hijos del sol, la tierra y la luna,
respectivamente. Entonces los hombres estaban enteros; pero
queriendo por su soberbia igualarse con Dios, fueron divididos
en dos; y de nuevo serán divididos, si una vez más los asalta la
soberbia. Después que fueron separados, cada una de las
mitades fue atraída por Amor hacia la otra mitad, para
restaurar el entero; y cuando éste sea restaurado, la estirpe
humana será dichosa.
La suma de nuestra exposición será ésta. Los hombres, o
sea las almas de los hombres; antiguamente, o sea cuando
fueron por Dios creadas; están enteros, porque las almas son
dotadas de dos luces, natural y sobrenatural; para que
considerasen por la natural las cosas iguales e inferiores, y por
la espiritual las superiores. Quiérense igualar con Dios,
mientras que se valieron sólo de la luz natural. Y aquí fueron
separados, perdiendo el esplendor sobrenatural, pues sólo al
natural se volvieron; por lo que de inmediato se sumen en los
cuerpos. Si de nuevo se ensoberbecen, de nuevo serán
separados, por lo cual se entiende que, si demasiado se
confían en el ingenio natural, de nuevo su luz natural se
apagará en parte.

Tres sexos tenían, las almas masculinas nacidas del sol,


las femeninas de la tierra, las mixtas de la luna; o sea que
según el fulgor divino, algunas almas recibieron la fortaleza, la
cual es masculina; algunas, la temperancia que es hembra; y
algunas, la justicia, que es compuesta. Estas tres virtudes son
prohijadas por otras tres virtudes que posee Dios. Pero
aquellas tres en Dios se llaman sol, luna y tierra; en nosotros
varón, hembra y compuesto. Después que fueron divididos,
una mitad fue atraída hacia la otra mitad; una vez divididas y
sumidas en los cuerpos, algunas almas, cuando sus años llegan
a la edad del discernimiento, por la temperancia, que es
hembra, según la luz natural que conservan, son estimuladas,
casi por una mitad del alma, a recuperar con estudio de verdad
aquella luz sobrenatural, que antes fue la otra mitad del alma;
misma que perdieron al caer. Y cuando la hayan recibido,
estarán enteras; y en la visión de Dios serán bienaventuradas.
Ésta será la suma de la presente exposición.

CAPITULO III

Que el hombre es esa alma, y que el alma es inmortal

El cuerpo está compuesto de materia y de cantidad; y a la


materia pertenece el recibir; y a la cantidad pertenece el ser
dividida y extendida; y la recepción y división son actos
pasivos. Y por eso el cuerpo está sujeto por su naturaleza
solamente a padecimientos y corrupción. Así que, si alguna
acción parece que convenga al cuerpo, éste no actúa en cuanto
cuerpo; sino en cuanto hay en él una cierta fuerza y cualidad
casi incorporal. Como en la materia del fuego existe el calor, y
en la materia del agua existe el frío, en nuestro cuerpo existe la
complexión, por cuyas cualidades nacen las acciones de los
cuerpos; porque el fuego no calienta por ser largo, ancho y
profundo; sino porque es caliente. Y no calienta más el fuego
que se encuentra más extendido; sino el que es más caliente.

Como se actúa en virtud de las cualidades, y las


cualidades no están compuestas de materia y de cantidad, se
sigue que el padecer pertenece al cuerpo, y el hacer pertenece
a cosa incorporal.

Estas cualidades son instrumentos para actuar; pero por sí


mismas no son suficientes para la acción; porque no son
suficientes para ser por sí mismas. Ya que aquello que se
apoya en otros, y no puede sostenerse por sí mismo, sin duda
depende de otros. Y por esto acontece que las cualidades,
mismas que son necesariamente sostenidas por el cuerpo, son
además hechas y regidas por alguna sustancia superior, la cual
no es cuerpo, ni reside en el cuerpo. Y ésta es el alma, que,
estando presente en el cuerpo, se sostiene a sí misma, y da al
cuerpo cualidad y complexión; y por medio de estos dos
elementos, como por instrumentos, realiza en el cuerpo y por
el cuerpo, varias operaciones.

A causa de esto se dice que el hombre engendra, se nutre,


crece, corre, está en reposo, se sienta, habla, edifica las obras
de las artes, siente, entiende; pues todas estas cosas hace el
alma. Así, el alma es el hombre. Y cuando decimos que el
hombre engendra, crece y se nutre, entonces el ánimo, como
padre y artífice del cuerpo, genera las partes corporales, las
nutre y aumenta. Y cuando decimos que el hombre está
parado, se sienta, habla, entonces el alma sostiene, dobla y
voltea los miembros del cuerpo. Y cuando decimos que el
hombre fabrica y corre, entonces es que el alma tiende las
manos y agita los pies, como a ella le agrada. Si decimos que
el hombre escucha, es que el alma, por los instrumentos de los
sentidos, casi como por ventanas, conoce los cuerpos externos.
Si decimos que el hombre entiende, el alma por sí misma
busca la verdad sin instrumento corporal.

Así pues, es el alma que hace todas las cosas que decimos que
hace el hombre; y el cuerpo las padece, porque el hombre sólo
es alma, y el cuerpo es obra e instrumento del hombre; en
especial porque el alma sin instrumento de cuerpo ejerce su
acción principal, que es el comprender. Puesto que entiende
cosas incorporales, y por el cuerpo no se pueden conocer otras
cosas sino las corporales.

Por tanto el alma, como actúa por sí misma, ciertamente


por sí misma es y vive. Vive, digo, sin el cuerpo, lo que sin el
cuerpo puede actuar de alguna forma. Si el alma es por sí
misma, es justo que le sea conveniente un tipo de ser no
común al cuerpo, y por esto sólo a ella puede atribuírsele el
nombre de hombre sin que lo comparta con el cuerpo; y ese
nombre, porque se dice de cualquiera de nosotros toda la vida,
siendo cada uno llamado hombre a una cierta edad, en verdad
parece que se refiere a algo estable. Mas el cuerpo no es cosa
estable, porque creciendo y menguando, y por disolución y
alteración continua, cambia; mientras que el alma es siempre
la misma, según nos lo enseña la asidua investigación de la
verdad, la perpetua voluntad de bien y la firme conservación
de la memoria. ¿Quién será, pues, tan necio, que la apelación
de hombre, la cual es en nosotros muy firme, la atribuya al
cuerpo, que corre siempre, y no más bien al alma, que siempre
está firme? De aquí puede quedar manifiesto que, cuando
Aristófanes nombró a los hombres, quiso decir nuestras almas,
según el uso platónico.

CAPITULO IV

Que el alma fue creada con dos luces, y por qué llegó al
cuerpo con dos luces

De inmediato el alma creada por Dios, por un cierto


instinto natural se vuelve a su padre Dios, no de otro modo
que el fuego generado en tierra por fuerzas superiores, de
súbito, por ímpetu de natura, se endereza a los lugares más
altos; así que el alma que se dirige hacia Dios, es iluminada
por sus rayos; pero este primer esplendor, cuando es recibido
en la sustancia del alma que estaba por sí misma sin forma, se
oscurece; y conformándose a la capacidad del alma se vuelve
propio y natural de ella. Y por eso, mediante ese resplandor,
casi por ser igual a ella, el alma se ve a sí misma, y ve también
las cosas que están debajo de ella, o sea los cuerpos. Pero a
través de ese rayo no ve las cosas que están arriba de ella.

Pero el alma que por este primer destello ya está próxima


a Dios, recibe además de ésta, otra luz más clara, mediante la
cual puede conocer las cosas de arriba. Tiene, pues, dos luces:
una natural y otra sobrenatural, para que, gracias a la
conjunción de ambas, como con dos alas, pueda volar por la
región sublime. Si el alma siempre usase la luz divina, con ella
siempre se acercaría a la divinidad; con la consecuencia que la
tierra estaría vacía de animales racionales. Mas la divina
providencia ha ordenado que el hombre sea dueño de sí
mismo, y pueda en ciertas ocasiones usar ambas luces, y en
otras cualquiera de las dos. De aquí que el alma, por su
naturaleza vuelta hacia su propia luz, dejando lo divino, se
repliegue en sí y en sus fuerzas, que pertenecen al gobierno
del cuerpo; y desee poner a efecto estas fuerzas, construyendo
cuerpos.

Según los platónicos, el alma, al volverse pesada por este


deseo, desciende en los cuerpos, donde ejerce las fuerzas de
engendrar, mover y sentir; y por su presencia adorna la tierra,
que es la ínfima región del mundo. Esta región no debe
carecer de razón, a fin de que ninguna parte del mundo quede
privada de la presencia de seres vivos racionales; ya que el
Autor del mundo, a cuya semejanza el mundo está hecho, es
todo razón. Cayó nuestra alma en el cuerpo cuando, dejando la
divina luz, sólo se volvió a mirar la luz propia; y comenzó a
querer satisfacerse en sí misma. Sólo Dios, al que nada le
falta, por sobre el que no hay nada, está satisfecho en sí mismo
y es suficiente a sí mismo. Por todo eso, el alma se hizo igual
a Dios en el momento en que quiso estar satisfecha en sí
misma; casi como si, no menos que Dios, se bastase a sí
misma.

CAPITULO V

Por cuántas vías el alma retorna a Dios

Afirmó Aristófanes que esta soberbia fue la causa de que


el alma, que nació entera, se cortase en dos, esto es, que de dos
luces usase después una, dejando la otra. Por esto se hundió en
lo profundo del cuerpo, como en el río Leteo, y, olvidándose
de sí al mismo tiempo, se deja arrastrar por los sentidos y la
concupiscencia, como por unos esbirros y un tirano. Pero una
vez que el cuerpo ha crecido, y se han purgado los
instrumentos de los sentidos, por medio de la disciplina, se
despierta algo; y en ese momento la luz natural comienza a
resplandecer y busca el orden de las cosas naturales. En esa
búsqueda se percata de que existe un sabio arquitecto del
edificio del mundo, y desea gozar de él. Este arquitecto, sólo
puede ser entendido con luz sobrenatural; y por esto la mente
resulta impulsada y seducida por la búsqueda de la propia luz,
a recuperar la luz divina; y en tal seducción consiste el
verdadero Amor; por el que una mitad del hombre apetece la
otra mitad del mismo hombre. Porque la luz natural, que es la
mitad del alma, se esfuerza por encender en nosotros aquella
divina luz, que es su otra media parte, la que en otro tiempo
fue desdeñada por nosotros.

Y esto es lo que en la epístola a Dionisio rey dijo Platón:


El alma del hombre desea entender cuáles son las cosas
divinas, observando las que están próximas a él.

Pero cuando Dios infundió su luz en el alma, la dispuso


sobre todo para esto: que por ella los hombres fuesen
conducidos a la bienaventuranza, que consiste en la posesión
de Dios. Por cuatro vías somos conducidos a ella: prudencia,
fortaleza, justicia y templanza. En primer lugar, la prudencia
nos muestra la bienaventuranza; y las otrás tres virtudes, como
tres vías, también nos conducen a la bienaventuranza. Dios,
pues, templa su destello de varias maneras en las diferentes
almas, de modo que, según la regla de la prudencia, unos
vuelven a su Creador por el ejercicio de la fortaleza, otros por
el de la justicia, otros por el ejercicio de la templanza. Porque
mediante este don, algunos soportan con fuerte ánimo la
muerte por la religión, por la patria, por los padres. Algunos
ordenan su vida con tal justicia, que no hacen injuria a nadie,
ni permiten que se haga si está en su poder evitarlo. Otros
doman la concupiscencia con ayunos, vigilias, fatigas, y todos
éstos proceden por tres vías, pero se esfuerzan (según les
enseña la providencia) por alcanzar un mismo fin de
bienaventuranza.

Una vez más estas tres virtudes se encuentran contenidas


en la divina providencia: por el deseo de alcanzarlas, las almas
de los hombres, encendidas mediante el ejercicio de estas
mismas, desean llegar y acercarse a ellas, y gozarlas
perpetuamente.

Solemos llamar masculina en los hombres a la fortaleza


causada por la fuerza y la audacia; femenina a la templanza,
por su natural mansedumbre; y a la justicia, compuesta del uno
y del otro sexo. Masculina, porque no deja hacer injuria a
nadie; femenina, porque ella misma no hace injuria. Y porque
al varón pertenece el dar, a la hembra el recibir, llamamos al
sol macho, pues da luz a otros y no la recibe; a la luna
compuesta del uno y del otro sexo, porque recibe la luz del
sol, y la da a los elementos; a la tierra hembra, porque de todos
recibe y a nadie da. Porque sol, luna, tierra; fortaleza, justicia,
templanza, con buen derecho se llaman varón, compuesto y
hembra. Y para atribuir a Dios la más excelente apelación,
llamamos a estas virtudes en él, sol, luna y tierra; en nosotros
sexo masculino, compuesto y femenino. Y nosotros decimos
que fue concedida la luz masculina a quienes se les otorgó la
luz divina por el sol divino con sentimiento de fortaleza; y que
le fue concedida la luz compuesta, a aquellos en los que por la
luna de Dios se infundió luz con sentimiento de justicia; y la
femenina, a los que por la tierra de Dios, les fue dada luz con
sentimiento de templanza.

Pero nosotros, vueltos a la luz natural, despreciamos ya la


divina, y por eso dejando la una, guardamos la otra; de manera
que hemos perdido la mitad de nosotros y guardamos la otra
mitad. Pero a una cierta edad, conducidos por la luz natural,
todos deseamos lo divino; y si bien por diversos modos,
diversos hombres procedan a adquirirlo. Y viven por la
fortaleza, los que por la fortaleza de Dios ya lo recibieron con
sentimiento de fortaleza; y del mismo modo, otros viven por la
justicia, otros por la templanza. Finalmente, cada uno así
busca su mitad, según lo que desde un principio recibió; y
algunos por la masculina luz de Dios, que antes perdieron, y
han recuperado, quieren gozar la masculina fortaleza de Dios;
algunos por la luz compuesta buscan similarmente gozar la
virtud compuesta; y algunos del mismo modo por la femenina.

Un gran don adquieren los que, después que el destello


natural relució en la edad debida, no lo estiman suficiente para
juzgar las cosas divinas; para que, con el indicio del destello
natural, no atribuyan sentimientos de cuerpos o de almas a la
majestad divina y la estimen en nada más noble que los
cuerpos y las almas. Y en esto se dice que muchos erraron,
que investigando a Dios, por confiarse en su natural ingenio, o
dijeron que Dios no existe, como Diágoras, o dudaron de él,
como Protágoras, o juzgaron que era cuerpo, como los
epicúreos, los estoicos, los cirenaicos y otros muchos, o
dijeron que Dios es el alma del mundo como Marco Varrón y
Marco Manilio. Ésos, como impíos, no solamente no
recobraron la luz divina en un principio despreciada, sino
además, empleándola mal, estropearon la natural. Lo que se ha
echado a perder, justamente se llama roto y dividido; y por
esto sus almas, que, como soberbias, en sus fuerzas se confían,
son cortadas de nuevo, como dijo Aristófanes.

Éstos, además, oscurecen con falsas opiniones, y apagan


con perversas costumbres, la luz natural que en ellos había
quedado; mientras que usan rectamente la luz natural quienes,
conociendo su pobreza, estiman que quizá baste para juzgar
las cosas naturales; pero para juzgar las cosas sobrenaturales
piensan que sea necesaria una luz más sublime. En
consecuencia, purgando el alma se aperciben de modo que la
divina luz en ellos resplandezca; por cuyos rayos rectamente
juzgarán de Dios, y serán restituidos en su antigua integridad.

CAPITULO VI

Que el Amor lleva a las almas al cielo, distribuye los grados


de beatitud, y da gozo sempiterno

Así pues, oh excelentísimos convidados, este Dios que,


según dijo Aristófanes, es más benigno a la especie humana
que todos los demás, hacedlo propicio a vosotros con todo
género de sacrificios. Invocadlo con ruegos piadosos.
Abrazadlo con todo el corazón. Él por su bondad, primero
conduce las almas al celeste banquete, abundante de ambrosia
y de néctar, es decir, alimento y licor eterno. Después
distribuye a cada uno en los convenientes escaños.
Finalmente, los mantiene por la eternidad con suave deleite,
porque nadie retorna al cielo, sino aquel que place al rey del
cielo. Más que los otros, le agrada aquel que más que los otros
lo ama. Conocer a Dios en esta vida, en verdad es imposible;
pero amarlo verdaderamente, en cualquier modo que se le
conozca, esto es posible y fácil. Sin embargo, aquellos que
conocen a Dios, sólo por esto no le agradan, si además no lo
aman. Aquellos que lo conocen y aman, son amados por Dios,
no porque lo conocen, sino porque lo aman. Nosotros tampoco
queremos bien a los que nos conocen, sino a los que nos aman;
porque a muchos que nos conocen, a menudo los tenemos
como enemigos. Aquello, pues, que nos conduce al cielo, no
es el conocimiento de Dios; sino el Amor.

Además, los grados de los que se sientan en el convite


celestial, siguen los grados de los amantes.

Puesto que los que más excelentemente amaron a Dios,


aquí se alimentan de más excelentes viandas. Porque aquellos
que por obra de la fortaleza, la fortaleza de Dios amaron, de
ésa disfrutan; los que amaron la justicia de Dios, gozan de su
justicia; los que la templanza, similarmente gozan de la
templanza divina.

Y así varias almas gozan varias ideas de la mente divina,


según variamente los lleva el Amor. Y todos gozan a Dios
todo; porque Dios está todo en cada idea. Pero poseen a Dios,
en forma más elevada, quienes lo contemplan en una más
elevada idea. Cada quien se apodera de aquella virtud divina, a
la que amó viviendo. Y por esto, como dice Platón en el
Fedro, en el corazón de los bienaventurados no existe envidia,
porque consistiendo la más grande dicha en poseer la cosa
amada, cada uno vive contento y en plenitud, pues posee
aquello que ama. De lo que deriva que, si dos amantes gozan
del objeto amado, cada uno se reposa en el uso de su objeto, y
no tendrá cuidado alguno si otro disfruta de un objeto más
bello que el suyo. Así que por beneficio del Amor acontece
que, en diversos grados de felicidad, cada quien viva sin
envidia contento de su suerte.

Acontece también que por el Amor, las almas


bienaventuradas sin fastidio se pacen de las mismas viandas
por la eternidad. Ya que, para deleitar a los convidados, no
bastan ni viandas, ni vinos, si el hambre y la sed no los tienta;
y tanto dura el deleite, cuanto basta el apetito; y el apetito es
otra vez el Amor. Por eso el Amor eterno, por el que siempre
está encendida el alma hacia Dios, hace que el alma siempre
goce de Dios como de cosa nueva. Y este Amor está siempre
inflamado por la misma bondad de Dios, por la cual el amante
encuentra la bienaventuranza.

Así pues, del Amor debemos resumir brevemente tres


beneficios. Primero, que restituyéndonos en la integridad
natural, que perdimos en la división, nos reconduce al cielo.
Segundo, que coloca a cada quien en convenientes escaños,
dejando a todos sosegados en aquella distribución. Tercero,
que ahuyentando todo fastidio por su continuo ardor, enciende
siempre en nosotros el deleite; y por esto hace nuestra alma
feliz por el dulce goce.

NICOLAS DE CUSA (1401 - 1464),


Cardenal titular de San Pedro Ad vincula

DE LA DOCTA IGNORANCIA
(Libro Primero, VII a XII y XXIV a XXVI)
Ediciones Orbis, S.A. Distribución Hyspamérica
Ediciones Argentina S.A., Buenos Aires 1984.
Traducción del latín, prólogo y notas Manuel Fuentes
Benot. pp. 35-47.

LIBRO PRIMERO

CAPÍTULO VII

DE LA ETERNIDAD TRINA Y UNA

Nunca hubo ninguna nación que no


rindiera culto a Dios y que no creyera en Él
como máximo absoluto. Hallamos que Minar
anotó en los libros de las antigüedades que los
sisenios adoraban máximamente a la unidad. Y
Pitágoras, clarísimo varón de autoridad
irrefragable en su tiempo, suponía trina aquella
unidad. Investigando la verdad de esto, y
elevando más el ingenio, digamos conforme a
lo anterior: lo que precede a toda alteridad no
duda nadie que es eterno, pues alteridad es lo
mismo que mutabilidad; pero todo lo que
naturalmente precede a la mutabilidad es
inmutable, y por lo tanto es eterno. La alteridad
está formada por varias cosas, por la cual la
alteridad, como número, es posterior a la
unidad. Por consiguiente, la unidad, por
naturaleza, es anterior a la alteridad, y. puesto
que la precede naturalmente, la unidad es
eterna. En general, toda desigualdad está
formada por lo igual y lo que excede. Por tanto,
la desigualdad es posterior por naturaleza a la
igualdad, lo cual puede probarse
indiscutiblemente mediante deducción. Pues
toda desigualdad se resuelve en una igualdad:
lo igual se halla entre lo mayor y lo menor. Por
consiguiente, si se substrae lo que es mayor,
será igual, y si fuera menor quítese de la
diferencia lo que es mayor y se hará igual. Y
esto también puede hacerse hasta que,
restando, se llegara a los simples. Así, pues, es
evidente que toda desigualdad, mediante 1a
substracción, se convierte en igualdad. Por
consiguiente, la igualdad precede naturalmente
a la desigualdad; pero la desigualdad y la
alteridad se dan simultáneamente por
naturaleza. Por tanto, donde hay desigualdad
hay también de modo necesario alteridad y
viceversa. Así, pues, entre dos cosas, cuando
menos, habrá alteridad. Estas cosas formarán
duplicidad en relación a una de ellas, por lo
cual habrá desigualdad. La alteridad por tanto,
y la desigualdad por naturaleza se darán a la
vez, siendo principalmente el número binario la
primera alteridad y la primera desigualdad;
pero se ha probado que la igualdad precede por
naturaleza a la desigualdad, y por tanto
también a la alteridad; por consiguiente, la
igualdad es eterna. Pero puesto que la unidad
es eterna, la igualdad también es eterna y del
mismo modo lo es la conexión; de ahí que la
unidad, la igualdad y la conexión sean una sola
cosa Y ésta es aquella trina unidad que
Pitágoras, el primero de todos los filósofos,
honor de Grecia y de Italia, enseñó que se
había de adorar. Pero todavía habremos de
añadir algunas cosas con mayor claridad acerca
de la generación de la igualdad desde la
unidad.

CAPÍTULO VIII

DE LA GENERACIÓN ETERNA

Mostremos ahora muy brevemente cómo


la igualdad de la unidad procede de la unidad,
y la conexión procede de la unidad y de la
igualdad de la unidad. La unidad es llamada
así, casi ontidad por el vocablo griego óv, que
en latín se dice ens, y es la entidad unidad.
Dios es la misma entidad de las cosas, pues es
la forma de ser porque es entidad. Pero la
igualdad de la entidad, es casi igualdad de
entidad, esto es, igualdad de ser o existir.
Ahora bien, hay igualdad de ser porque en la
cosa no hay ni más ni menos, ni nada superior
ni inferior. Si en la cosa hay de más es
monstruosa, si hay de menos, no hay
generación de igualdad desde la unidad, lo que
se ve claramente cuando consideramos qué es
la generación, pues generación es repetición de
la unidad: esto es, multiplicación de la misma
naturaleza que procede del padre al hijo. Y en
verdad esta generación se encuentra sólo en las
cosas perecederas, pero la generación de la
unidad desde la unidad es una repetición de la
unidad, esto es, la unidad multiplicada
solamente una vez, porque si se multiplicara la
unidad dos o tres veces o indefinidamente
entonces la unidad, por sí, procrearía otra cosa,
tal como el número binario, el terciario, u otro
número; pero la unidad repetida una sola vez,
engendra la igualdad de la unidad, pues no
puede comprenderse otra cosa, sino que el que
la unidad engendre unidad; y esta generación,
ciertamente, es eterna.

CAPITULO IX

DE LA ETERNA PROCESION DE LA
CONEXIÓN

Lo mismo que la generación de la unidad


desde la unidad es una repetición de la unidad,
es propia de la repetición de aquella unidad la
procesión entre ambas, o si se prefiere decir de
otro modo, la unión de la unidad y de la
igualdad de la misma unidad. Y se llama
procesión a una extensión de uno hacia otro: lo
mismo que cuando dos cosas son iguales casi
se extiende de la una hacia la otra una cierta
igualdad, la cual, en cierto modo, las une y
conecta. Se dice, por tanto, con razón, que la
conexión procede de la unidad y de la igualdad
de la unidad, pues la conexión no puede ser
sólo de uno, sino que la unidad procede desde
la unidad a la unión. Con razón, pues, se dice
que procede de ambas, porque casi se extiende
de una a otra Pero ni por la unidad ni por la
igualdad de la unidad decimos que es
engendrada la conexión, puesto que ni es
engendrada por la unidad por repetición o
multiplicación, ni aunque la igualdad de la
unidad sea engendrada por la unidad, y la
conexión procede de ambas, dejan de ser, sin
embargo, una misma cosa tanto las unidades
como la igualdad de la unidad y la conexión
que procede de una y otra. Es, en un ejemplo,
como si se designara la misma cosa con los
pronombres hoc, id idem. El llamado id se
refiere al primero, y el llamado idem se conecta
y une relativamente también al primero. Así,
pues, si de este pronombre id se formara la
palabra ididad para que de este modo
pudiéramos decir unidad, ididad e identidad, de
tal forma que la ididad constituyera la relación
con la unidad, y la identidad designara la
conexión de la ididad y la unidad, todas estas
cosas convendrían con mucha aproximación a
la Trinidad. Por el cual nuestros santísimos
doctores llamaron a la unidad, Padre; a la
igualdad, Hijo; y a la conexión, Espíritu Santo.
Y esto se debió a que hallaron ciertas
semejanzas con las cosas perecederas. En el
padre y en el hijo existe, en efecto, cierta
comunidad de naturaleza, que es una; de tal
manera que, por la misma naturaleza, el hijo es
igual al padre. Pues no hay mayor o menor
humanidad en el hijo que en el padre, y entre
ellos existe cierta conexión. En efecto, el amor
natural une al uno con el otro, y esto es debido
a la semejanza de la naturaleza que hay en
ellos, la cual desciende desde el padre hacia el
hijo; amando el padre a este hijo suyo más que
a cualquier otro hombre que sólo coincida en la
naturaleza con él. Por esto, aunque la
semejanza sea muy lejana, el padre es llamado
unidad; el hijo, igualdad, y amor o Espíritu
Santo a la Conexión, pero sólo en relación a las
criaturas, como mostraremos más claramente
en su lugar.

Y ésta es, a mi juicio, al lado de la


investigación pitagórica, una muy evidente
investigación de la trinidad en la unidad y de la
unidad en la trinidad, que siempre sea adorada.

CAPÍTULO X

CÓMO LA COMPRENSIÓN DE LA
TRINIDAD EN LA UNIDAD ESTA POR
ENCIMA DE TODAS LAS COSAS

Ahora inquiramos qué quiere dar a


entender Marciano, cuando dice que la
filosofía, si quiere ascender al conocimiento de
la divinidad ha de desembarazarse de círculos y
esferas. En lo anterior se ha mostrado que hay
un único y simplicísimo máximo, y que éste no
es ni una figura corporal perfectísima, como la
esfera; ni superficial, como es el círculo; ni
rectilínea, como es el triángulo; ni consistente
en la simple rectitud, como la línea; sino que él
mismo está por encima de todas estas cosas, de
tal manera que aquellas que, bien por el
sentido, o por imaginación, o por la razón,
tienen contacto con los aditamentos naturales,
hay que removerlas necesariamente para que
alcancemos la simplicísima y abstractísima
inteligencia en donde todas las cosas son una
única: donde la línea es triángulo, donde el
círculo es esfera, donde la unidad es trinidad, y
viceversa, donde el accidente es substancia,
donde el cuerpo es espíritu, el movimiento es
quietud, y otras cosas semejantes. Y entonces
se entiende, cuando cualquier cosa, una en sí
misma, se entiende como una, que también el
mismo uno es todas las cosas, y, por
consiguiente, que cualquier cosa es en sí
misma todas las cosas. Y no se removió bien la
esfera y el círculo y otras cosas semejantes, si
no se entiende que la misma unidad máxima es
necesariamente trina; la unidad máxima, pues,
no puede de ninguna manera entenderse
rectamente si no se entiende como trina. Para
ello usemos de ejemplos adecuados. Vemos
que la unidad del entendimiento no es otra cosa
que lo inteligente, lo inteligible y el entender.
Así, pues, si partiendo de lo inteligente se
quiere uno elevar al máximo y decir que el
máximo es máximamente inteligente, y no se
añade que es también máximamente inteligible
y máximo entender, no se concibe rectamente
.la unidad máxima y perfectísima.

Si, en efecto, la unidad es máxima y


perfectísima intelección, la cual sin estas tres
correlaciones no podría ser ni intelección ni
perfectísima intelección, no concibe rectamente
la unidad aquel a quien no se le alcance la
trinidad de la propia unidad.

La unidad, pues, no es sino la trinidad,


puesto que expresa indivisión, discreción y
conexión. La indivisión proviene ciertamente
de la unidad, y de modo semejante la
discreción, y también la conexión. La máxima
unidad, pues, no es sino indivisión, discreción
y conexión. Y puesto que es indivisión es,
entonces, eternidad o algo sin principio, pues lo
eterno no está dividido de nada. Y puesto que
es discreción, procede de una inmutable
eternidad. Y puesto que es conexión o unión,
procede de ambas. Y en todo momento, cuando
digo que la unidad es máxima, hablo de la
trinidad: En efecto, cuando digo unidad digo
principio sin principio, y cuando máxima,
principio de principio. Cuando por medio del
verbo ser la copulo y uno, digo procesión de
ambas. Si, por tanto, se ha probado
evidentísimamente en lo anterior que lo uno es
máximo, porque el mínimo, el máximo y la
conexión son uno, de tal manera que la misma
unidad es también mínima, máxima y unión; de
ahí se ve cómo es necesario que todas las cosas
imaginables y razonables hayan de ser
rechazadas por la filosofía que quiera
comprender con intelección simplicísima que
la unidad máxima no es sino trina.

Y es de admirar cómo por las cosas que


hemos dicho, el que quiera comprender el
máximo con una intelección simple tiene
necesariamente que trascender las diferencias y
diversidades de las cosas y todas las figuras
matemáticas, puesto que dijimos que en el
máximo se encontraba la línea, así como la
superficie, el círculo y la esfera

Por lo cual intentaré, para agudizar el


entendimiento, que lleguemos con facilidad a
ver aquellas cosas necesarias y muy
verdaderas, que nos traerán una admirable
suavidad sin torpeza alguna, si nos elevamos
del signo a la verdad, y entendemos las
palabras trascendentemente, porque en la docta
ignorancia llegaremos, siguiendo este camino,
a poder ver; en cuanto. esto es posible al
estudioso, elevado según las fuerzas del
humano ingenio,. al propio uno, sumamente
máximo, incomprensible, uno y trino Dios
siempre bendito.

CAPITULO XI

QUE LA MATEMÁTICA NOS AYUDA


MUCHO EN LA APREHENSION DE LAS
DISTINTAS COSAS DIVINAS

Todos nuestros más sabios, más divinos y


más santos doctores están de acuerdo en que
realmente las cosas visibles son imágenes de
las invisibles, y que nuestro creador puede
verse de modo cognoscible a través de las
criaturas, casi como en un espejo o en un
enigma. Y el que las cosas espirituales, que
para nosotros son por sí mismas intangibles,
puedan ser investigadas simbólicamente, tiene
su raíz en las cosas que antes se han dicho.

Puesto que todas las cosas guardan entre sí


cierta proporción (que para nosotros, sin
embargo, es oculta e incomprensible), de tal
manera que el universo surge uno de todas las
cosas y todas las cosas en el máximo uno son
el mismo uno. Y aunque toda la imagen
parezca acercarse a la semejanza del ejemplar,
sin embargo, excepto la imagen máxima, que
es lo mismo que el ejemplar en la unidad de la
naturaleza, no hay una imagen de tal modo
similar, o igual, al ejemplar que no pueda
hacerse más semejante y más igual
infinitamente, como ya hemos visto antes que
es evidente.

Cuando se haga una investigación a partir


de una imagen, es necesario que no haya nada
dudoso sobre la imagen en cuya trascendente
proporción se investiga lo desconocido, no
pudiendo dirigirse el camino hacia lo incierto,
sino a través de lo presupuesto y cierto.

Todas las cosas sensibles están en cierta


continua inestabilidad a causa de su
potencialidad material, abundante en ellas. Lo
que es más abstracto que esto, cuando se
reflexiona sobre las cosas (no en cuanto que
carecen de raíz de elementos naturales, sin los
cuales no pueden ser imaginadas, ni en cuanto
yacen bajo la fluctuante potencialidad) vemos
que es muy firme y muy cierto para nosotros,
como ocurre con los objetos matemáticos; por
lo cual los sabios buscaron hábilmente en ellos,
por medio del entendimiento, ejemplos para la
indagación de las cosas. Y ninguno de los
antiguos, a quien se considere importante,
buscó otra semejanza que la matemática para
las cosas difíciles. De tal modo Boecio, el más
ilustre de los romanos, sostenía que nadie que
no se ejercitara profundamente en las
matemáticas podría alcanzar la ciencia de las
cosas divinas. ¿Acaso Pitágoras, el primer
filósofo, tanto por el nombre como por los
hechos, no puso en los números toda la
investigación de la verdad? En tanto que
siguieron a éste los platónicos y nuestros
filósofos más importantes como Agustín y el
propio Boecio afirmaron indudablemente que
el número había sido en el ánimo del creador el
primer ejemplar de las cosas que habían de
crearse. ¿De qué modo Aristóteles (que quiso
considerar lo singular, refutando a los
anteriores) pudo darnos la diferencia de las
especies en las matemáticas, sino porque las
comparaba con los números? Y él mismo
cuando quería establecer la ciencia sobre las
formas naturales, de qué modo una está en la
otra, necesariamente recurría a las formas
matemáticas, diciendo: así como el trígono está
en el tetrágono, así el inferior está en el
superior. Y me callo innumerables ejemplos
semejantes a éste.

Y también el platónico Aurelio Agustín,


cuando investigó acerca de la cuantidad del
alma y de la inmortalidad de la misma y de
otras elevadísimas cosas, recurrió en busca de
ayuda .a la matemática. Este procedimiento
pareció agradar tanto a nuestro Boecio, que
constantemente intentaba llevar toda la
doctrina sobre la verdad a la multitud y
magnitud.. .

Y si se quiere que lo diga más


compendiosamente: ¿acaso la doctrina de los
epicúreos sobre los átomos y el vacío, la cual
también niega a Dios y deshace toda la verdad,
no pereció sólo con la demostración de los
pitagóricos y peripatéticos? Es decir, que no se
podía llegar a átomos indivisibles y simples, lo
cual Epicuro supuso como principio. Siguiendo
este camino de los antiguos y coincidiendo con
ellos decimos: que como la vía de acceso a las-
cosas divinas no se nos manifiesta sino por
medio de símbolos podríamos usar con ventaja
de los signos matemáticos a causa de su
incorruptible certeza.
CAPÍTULO XII

DE QUÉ MODO HAY QUE USAR LOS


SIGNOS MATEMÁTICOS A ESTE
PROPÓSITO

Puesto que por lo anteriormente dicho


consta que el máximo absoluto no puede ser
ninguna de aquellas cosas, que son sabidas o
concebidas por nosotros; de ahí que como nos
proponemos investigarlo simbólicamente es
necesario trascender la simple similitud. Pues
como todas las cosas matemáticas son finitas y
no pueden imaginarse de otro modo, si
queremos usar cosas finitas como ejemplo,
para ascender al máximo absoluto, en primer
lugar es necesario considerar las figuras
matemáticas finitas, con sus propiedades y
razones. En segundo lugar, trasladar
adecuadamente estas figuras a tales infinitas
figuras. Después de estas dos cosas, en tercer
lugar, llevar aún más alto las razones mismas
de las figuras infinitas hacia el simple infinito
absolutísimo desde cualquier figura. Y
entonces nuestra ignorancia,
incomprensiblemente, nos enseñará cómo se
entiende más recta y verdaderamente lo más
elevado, trabajando en el enigma

Así, pues, actuando y empezando bajo la


dirección de la máxima verdad decimos que los
santos varones y los más elevados ingenios que
se apoyaron en las figuras hablaron de modo
vario. El devotísimo Anselmo(l) comparaba la
máxima verdad a la rectitud infinita; y
siguiéndole nosotros recurrimos a la figura de
la rectitud, que imagino es la línea recta. Otros
muy sabios compararon el triángulo de tres
ángulos iguales y rectos con la Trinidad
superbendita. Y puesto que tal triángulo
necesariamente tiene los lados infinitos (como
es evidente) puede llamarse triángulo infinito,
y a ellos nos adherimos también. Otros, que
intentaron dar figura a la unidad infinita,
dijeron que Dios era un círculo infinito.
Aquellos que consideraron la actualísima
existencia de Dios afirmaron que Dios era casi
una esfera infinita.

Nosotros mostraremos que todos a la vez


concibieron rectamente el máximo, y que es la
misma opinión de todos ellos.

(1). San Anselmo. Filósofo medieval.


Nació en Aosta en 1033, murió en 1111. Su
obra más famosa es el Proslogion, en donde se
expone su famoso argumento ontológico sobre
la existencia de Dios.

CAPÍTULO XXIV

SOBRE EL NOMBRE DE DIOS Y LA


TEOLOGIA AFIRMATIVA

Ahora, después que (con la ayuda de Dios)


por el ejemplo matemático nos afanamos en
hacernos más conocedores del Primer Máximo,
investigaremos, para llegar a una doctrina más
completa, el nombre de Dios. Y esta
investigación (si tenemos un concepto claro de
las cosas ya dichas) será de fácil hallazgo. Es,
pues, manifiesto, siendo el máximo el propio
máximo absoluto, al cual nada se opone, que
ningún nombre puede convenirle propiamente,
pues todos los nombres se imponen por alguna
singularidad de la razón, mediante la cual se
diferencia una cosa de otra; pero allí donde
todas las cosas son uno, no puede haber ningún
nombre apropiado.

Por ello dice rectamente Hermes


Trismegisto que, puesto que Dios es la
universalidad de las cosas, no hay ningún
nombre que sea apropiado para él, ya que seria
necesario o que Dios fuera designado con todos
los nombres, o que todas las cosas se
designaran con su nombre, por complicar él
mismo en su simplicidad la universalidad de
todas ellas. Por esto, según su mismo nombre
propio (que es inefable para nosotros y
tetragrammaton o de cuatro letras, y propio
porque no le conviene a Dios por algún
respecto a las criaturas, sino según su propia
esencia) debe interpretarse como uno y todas
las cosas o, mejor, como todas de modo uno. Y
así encontramos más adecuado el nombre de
unidad máxima, que es lo mismo que todas las
cosas unidamente. Aún más, parece que el
nombre de unidad está más cercano y es más
conveniente que el de todas las cosas
unidamente, y por eso dice el Profeta cómo
«aquel día será Dios y su nombre será uno». Y
en otra parte: .Escucha, Israel (es decir, el que
ve a Dios intelectualmente), que tu Dios es
uno». Pero no es la unidad del nombre de Dios
en el sentido en que nosotros denominamos o
entendemos la unidad, puesto que como Dios
supera todo entendimiento, también a fortiori,
supera todo nombre. Los nombres, ciertamente,
se imponen para diferenciar las cosas mediante
un movimiento de la razón, que es muy inferior
al entendimiento; pero como la razón no puede
trascender las cosas contradictorias, de ahí que
el nombre al cual no se pueda oponer otro no
nace del movimiento de la razón. Por ello, la
pluralidad o la multitud se oponen a la unidad,
según el movimiento de la razón.

Esta unidad no conviene a Dios, sino la


unidad a la que no se opone ni la alternidad, ni
la pluralidad, ni la multitud. Éste es el nombre
máximo, que complica a todas las cosas en su
simplicidad de unidad. Es un nombre inefable
y por encima de todo entendimiento. Pues
¿quién podría entender la unidad infinita
infinitamente antecedente a toda oposición,
donde todas las cosas sin composición están
complicadas en la simplicidad de la unidad,
donde no existe lo otro o lo diverso, donde el
hombre no se diferencia del león, ni el cielo de
la tierra, y, sin embargo, allí son
verdaderísimamente, la propia unidad máxima,
no según su finitud sino complicadamente? Por
lo cual, si alguien pudiera atender o nombrar
tal unidad, que siendo unidad es todas las
cosas, y siendo mínimo es máximo, alcanzaría
el nombre de Dios. Pero como el nombre de
Dios es Dios, entonces el nombre de Éste no es
conocido más que por el entendimiento, que es
el mismo máximo y el nombre máximo.
Estamos por ello en la docta ignorancia, pues
aunque la unidad parezca el nombre más
adecuado del máximo, sin embargo, dista
infinitamente del verdadero nombre del
máximo, que es el propio máximo.

Es evidente por esto que los nombres


afirmativos que atribuimos a Dios le convienen
de modo infinitamente pequeño, pues le son
atribuidos según algo que se halla en las
criaturas. Pues a Dios ninguna cosa particular y
discreta, y dotada de un opuesto, puede
convenirle sino muy lejanamente; de ahí que
todas las afirmaciones, sean convencionales,
como dice Dionisio. Pues si se dice que Él es la
verdad, surge la falsedad. Si se dice que es la
virtud, surge el vicio. Si se dice que es la
sustancia, surge el accidente; y así en lo demás.
Y como Él no es la sustancia que no es todas
las cosas y a la que se opone algo, ni la verdad
que no es todas las cosas sin oposición, éstos
nombres particulares no le convienen sino de
modo infinitamente pequeño. Pues todas las
afirmaciones, como ponen en Él algo de su
significación, no pueden convenirle a quien no
es tanto algo como todas las cosas.

Por esto los nombres afirmativos, si le


convienen, no le convienen sino en relación
con las criaturas: no porque las criaturas sean
causa, en cuanto que le convienen, puesto que
el máximo no puede tener nada de las criaturas,
sino que le convienen por su infinita potencia
hacia las criaturas, pues, desde la eternidad,
Dios puede crear, que si no pudiera no sería
suma potencia.

Así, pues, este nombre (creador), aunque


le convenga a Él con relación a las criaturas, le
conviene, sin embargo, antes de que existiera
ninguna criatura, puesto que pudo crear desde
la eternidad.

Lo mismo puede decirse de la justicia y de


todos los demás nombres que traslativamente
atribuimos a Dios por las criaturas, a causa de
alguna perfección expresada por los mismos
nombres. Aunque todos estos nombres
estuvieran verdaderamente en su suma
perfección y complicados en su nombre
infinitamente antes que se los atribuyéramos a
Él, así como también todas las cosas que por
estos mismos nombres sé expresan, y desde las
cuales son transferidos a Dios por nosotros.

Y es tan verdad esto acerca de todos los


atributos afirmativos, que también el nombre
de la Trinidad y de las personas, es decir, del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo le son
impuestos en relación a las criaturas. Pues
como por ser Dios unidad es genitor y Padre,
por ser igualdad de unidad es engendrado o
Hijo, y por ser conexión de uno y otro es
Espíritu Santo; entonces es claro que el Hijo se
llama Hijo porque es igualdad de ser o de
entidad, o unidad. Por lo cual se manifiesta que
Dios desde la eternidad pudo crean cosas, aun
cuando no las creara; con relación a las mismas
cosas se dice Hijo, y es Hijo porque es la
igualdad de ser de las cosas, por encima o por
debajo de la cual las cosas no podrían ser, y así
evidentemente es Hijo porque es la igualdad de
la entidad de las cosas que Dios podría hacer,
aun cuando no hubiera de hacerlas, porque si
no pudiera hacerlas no sería ni Dios Padre o
Hijo o Espíritu Santo, ni siquiera Dios.

Por tanto, si se considera esto más


sutilmente, el engendrar el Padre al Hijo fue
crear todas las cosas en el Verbo, y por eso
Agustín afirma que el Verbo es arte o idea con
relación a las criaturas. De ahí que Dios sea
Padre, porque engendró la igualdad de la
unidad, y también Espíritu Santo, porque es el
amor de uno y otro, y todas estas cosas con
relación a las criaturas. Pues la criatura toma el
ser porque Dios es Padre, se perfecciona
porque es Hijo, y concuerda con el orden
universal de las cosas porque es Espíritu Santo.
Y éstas son las huellas que hay en cualquier
cosa de la Trinidad. Y ésta es la sentencia de
Aurelio Agustín, exponiendo este pasaje del
Génesis: «En un principio Dios creó el cielo y
la tierra», diciendo que Dios, porque es Padre,
había creado los principios de las cosas.

Por todo ello, cuanto se dice acerca de


Dios mediante la teología de la afirmación se
funda en una relación con las criaturas, y
también en cuanto a aquellos santísimos
nombres que se encuentran entre los hebreos y
caldeos, en los cuales están latentes los
máximos misterios del conocimiento divino,
ninguno de los cuales expresa a Dios sino
según alguna propiedad particular, excepto el
nombre de cuatro letras, que son x v h v el cual
es propio e inefable, interpretado
elevadamente, acerca de los cuales Jerónimo y
el rabí Salomón tratan extensamente en el libro
Ducis neutrorum, como puede verse.

CAPITULO XXV

LOS GENTILES LLAMABAN A DIOS DE


DISTINTAS MANERAS CON RELACIÓN A
LAS CRIATURAS

De igual manera los paganos llamaban a


Dios con varios nombres relacionados con las
criaturas. Júpiter, en razón de su admirable
piedad. Pues dice Julio Fírmico que Júpiter es
una estrella hasta tal punto favorable que si
sólo él reinase en el cielo, los hombres serían
inmortales, También Saturno, por la
profundidad de sus pensamientos e inventos en
las cosas necesarias para la vida. Marte, por las
victorias bélicas. Mercurio, por la prudencia en
los consejos. Venus, por el amor conservador
hacia la naturaleza. Sol, por el vigor de los
movimientos naturales. Luna, por la
conservación de los humores que producen la
vida. Cupido, por la unidad del doble sexo, por
lo cual también le llamaron Naturaleza, puesto
que por el doble sexo se conservan las especies
de las cosas. Hermes atribuye doble sexo a
todas las cosas, tanto a los animales como no
animales, por lo cual la causa de todo, es decir,
Dios, reúne en sí el sexo masculino y el
femenino, explicación de lo cual creía él que
eran Cupido y Venus.

También Valerlo Romano, afirmando lo


mismo, cantaba a Júpiter omnipotente, Dios
genitor y genitora. Por lo que llamaba a
Cupido, en cuanto una cosa desea la otra, hijo
de Venus, o sea de la misma belleza natural. Y
a Venus la llamaban hija del omnipotente Zeus.
Por lo cual la naturaleza y todos los templos
relativos a ella, así como los de la paz, la
eternidad y la concordia, p¦nqeon, en el que
estaba el altar del Término infinito, que carece
de término, en el medio, al aire libre, y otras
cosas semejantes nos instruyen de que los
paganos nombraban a .Dios de muchas
maneras respecto de las criaturas. Todos estos
nombres son explicaciones de la complicación
de un solo nombre inefable. Y en cuanto que el
nombre propio es infinito contiene .estos
infinitos nombres de perfecciones particulares.
Por lo cual las explicaciones pueden ser
muchas, pero nunca tantas que no puedan ser
más, cualquiera de las cuales se relaciona con
el nombre propio e inefable, como lo finito o lo
infinito.

Los antiguos paganos se burlaban de los


judíos porque adoraban a un Dios infinito que
ignoraban, al cual ellos mismos, sin embargo,
habían venerado en sus explicaciones, el
mismo que ellos veneraban naturalmente allí
donde habían observado sus obras. Y ésta fue
entonces la diferencia entre todos los hombres,
que todos creyeron en un Dios máximo, mayor
que el cual nada había, al cual unos, como los
judíos y sisenios, rendían culto en su
simplicísima unidad, en cuanto que es
complicación de todas las cosas. Pero otros le
rendían el culto en aquellas cosas en que
encontraban la explicación de su divinidad,
aceptando lo conocido sensiblemente, como
vía hacia la causa y el principio: y por esta
última vía fueron arrastradas las gentes del
pueblo, que no utilizan la explicación como
imagen, sino como verdad, cosa por la cual la
idolatría fue introducida en el vulgo por sabios
que creían efectivamente en la unidad divina.

Todo esto puede ser evidente para quien


haya leído con diligencia a Tulio en La
naturaleza de los dioses, y a los filósofos
antiguos. Sin embargo, no negamos que
algunos de los paganos hayan entendido a
Dios, pues como entidad de las cosas existe
fuera de las cosas de otro modo que por
abstracción; de modo distinto a la materia
prima que no existe fuera de las cosas más que
por abstracción. Y éstos, que fundamentaban la
idolatría con razones, habían adorado a Dios en
las criaturas. Algunos pensaban que le podían
llamar y algunos de ellos le invocaban por
medio de los ángeles, como los sisenios. Pero
los gentiles le invocaban en los árboles, como
leemos acerca del árbol del Sol y de la Luna.
Algunos le amaban en el aire, el agua, o en los
templos con ciertos cantos. De qué modo todos
ellos se apartaron de la verdad queda
manifiesto por lo dicho anteriormente.

CAPITULO XXVI

SOBRE LA TEOLOGÍA NEGATIVA

Puesto que el culto de Dios, que debe ser


adorado en espíritu y verdad, se funda por
necesidad en las cosas positivas que afirman a
Dios, de ahí que toda religión asciende en su
culto mediante la teología afirmativa, adorando
a Dios como uno y trino; como sapientísimo,
piadosísimo, luz inaccesible, vida, verdad y
otras cosas más, y siempre le alcanza
dirigiendo el culto por la fe, el cual es
alcanzado con más verdad por la docta
ignorancia; es decir, creyendo que. éste, a
quien adoran como uno, es todas las cosas
juntamente; y al que rinde culto como luz
inaccesible, no es ciertamente una luz, en
cuanto cosa corporal, a la que se oponen las
tinieblas, sino la más simple e infinita, en la
cual las tinieblas son luz infinita, y que esta luz
infinita luce siempre en las tinieblas de nuestra
ignorancia, pero las tinieblas nunca podrán
abarcarle.
Y así la teología de la negación es tan
necesaria a la de la afirmación que sin ella no
se le rendiría culto a Dios en cuanto Dios
infinito, sino antes en cuanto criatura, y tal
culto es idolatría, pues tributa a la imagen
aquello que sólo conviene a la verdad. De ahí
la utilidad que tendrá tratar un poco acerca de
la teología negativa.

La sagrada ignorancia nos enseña que Dios


es inefable, porque es infinitamente mayor que
todas las cosas que pueden ser nombradas, y
esto porque sobre lo más verdadero hablamos
con más verdad por medio de la remoción y de
la negación, como hizo el gran Dionisio, el
cual no pensó que Él fuera ni verdad, ni
entendimiento, ni luz, ni cualquier otra cosa de
las que pueden ser dichas, y al cual le siguió el
rabí Salomón y todos los sabios. Por lo cual,
según esta teología negativa, no es Padre, ni
Hijo, ni Espíritu Santo, en cuanto que es sólo
infinito. Y la infinidad no es, en cuanto
infinidad, ni generante, ni engendrada, ni
naciente. Por lo cual, Hilario Perictavensis dijo,
sutilísimamente, mientras distinguía las
personas: «In aeterno infinitas species in
imagine, usus in numere» queriendo decir que
aunque en la eternidad no podemos ver sino la
infinidad, sin embargo, la infinidad, que es la
misma eternidad, siendo negativa, no puede
entenderse como generadora, sino como
eternidad, y que la eternidad es afirmativa de la
unidad o presencia máxima, por lo que es
principio sin principio. Species in imagine
significa principio por un principio. Usus in
numere significa procesión de uno a otro.

Todo ello es muy evidente según las cosas


dichas anteriormente, pues aunque la eternidad
sea infinita; de tal modo que la eternidad no sea
más causa del Padre que lo sea la infinidad, sin
embargo, según el modo de la consideración la
eternidad se atribuye al Padre y no al Hijo o al
Espíritu Santo. La infinidad, sin embargo, se
atribuye tanto a una persona como a las otras,
puesto que la propia infinidad, según la
consideración de la unidad pertenece al Padre;
y según la consideración de la igualdad de la
unidad, al Hijo; y según la consideración de la
conexión, al Espíritu Santo. Según la simple
consideración de la infinidad ni al Padre, ni al
Hijo, ni al Espíritu Santo. Y aunque la propia
infinidad y eternidad sea cualquiera de las tres
personas y, viceversa, cualquier persona sea la
infinidad y la eternidad, no es, sin embargo,
según la consideración anterior. Puesto que,
según la consideración de la infinidad, Dios no
es ni uno ni varios, y no se halla en Dios, según
la teología de la negación, otra cosa que
infinidad. Y no es según ella cognoscible en
este siglo, ni en el futuro, ya que toda criatura,
en cuanto que no puede comprender la luz
infinita, está en las tinieblas con respecto a ella,
la cual sólo es conocida por sí misma.

Por esto se manifiesta cómo las negaciones


son verdaderas y las afirmaciones insuficientes
en las cuestiones teológicas, y por lo mismo las
negaciones que remueven las cosas más
imperfectas de lo que es perfectísimo son más
verdaderas que las otras. Y porque es más
verdadero que Dios no es piedra, que no es
vida o inteligencia y que no es ebriedad más
que no es virtud, pues es más verdadera la
afirmación que dice que Dios es inteligencia y
vida que tierra, piedra o cuerpo. Todas estas
cosas resultan clarísimamente de todo lo
expuesto antes. De todo ello concluimos que la
exactitud de la verdad luce
incomprensiblemente en las tinieblas de
nuestra ignorancia. Y ésta es la docta
ignorancia que investigamos, sólo mediante la
cual, según explicamos, podemos alcanzar el
máximo Dios unitrino, de infinita bondad,
según los grados de la propia doctrina de la
ignorancia, para que con todas nuestras fuerzas
podamos alabar siempre al que siempre se nos
muestra como incomprensible y que sea
bendecido sobre todas las cosas en los siglos.
Amén.

Fin del libro primero de La docta ignorancia.

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