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Nacido en 1943, Alain de Benoist es escritor y periodista. Su obra, que consta de una
cincuentena de libros y varios miles de artículos, está centrada esencialmente en la
filosofía política y la historia de las ideas. Alain de Benoist ha fundado también dos
publicaciones de las que sigue siendo su director: Nouvelle Ecole en 1968 y Krisis en
1988.
Recibió el Gran Premio de Ensayo de la Academia Francesa en 1978 por Vu de droite.
Anthologie critique des idées contemporaines, Copernic, 1977 (título recientemente
reeditado por Le Labyrinthe). Para más información sobre el autor, ver:
Alain de Benoist: Hay que empezar por las cosas simples. Durante varios milenios los
pueblos de Europa practicarion religiones a las que normalmente se las llama “paganas”,
denominación antigua y en un principio peyorativa. Esas religiones constituían un sistema
de representaciones, de valores, de figuras específicas. Fueron el marco y el sostén
espiritual de numerosas culturas y de grandes civilizaciones de las que nosotros somos,
directa o indirectamente, pero no exclusivamente, sus herederos. Las religiones paganas
fueron seguidamente combatidas por el cristianismo, el cual era el portador de otro
sistema de representación y que enfocaba el hecho religioso totalmente bajo otra forma. El
estudio comparado de estos dos sitemas permite comprender las causas de su
enfrentamiento. Por lo mismo, éste nos incita a a determinarnos en relación a ellos. Tomar
partido por el paganismo quiere decir esforzarse, no concebir, sino ver el mundo según las
líneas directrices del sistema de representación que le son propias.
Existen muchas maneras de llegar al paganismo. Puede ser por un sentimiento estético, o
por un rechazo instintivo de la concepción cristiana del mundo. Puede ser por una voluntad
de adherirse a una tradición o a las fuentes que le están íntimamente asociadas. También
puede ser, y ese sería sobretodo mi caso, a través de la convicción de que las patologías
del mundo moderno son las hijas, ilegítimas pero ciertas, de la teología cristiana. Un
movimiento así de natural lleva entonces a lanzar una mirada de simpatía, de amistosa
connivencia hacia esa otra religión, pagana, que durante tanto tiempo ha resistido a la
cristanización. Evidentemente, en última instancia, no hay e absoluto ninguna razón
imperiosa para adherirse a un sitema más que a otro. Si hubiera una, justificaría que ese
sistema fuera propuesto o impuesto a todo el mundo, algo que yo rechazo hacer. Todo lo
más, nosotros podemos constatar que uno de esos dos sistemas se corresponde mejor
con nuestra sensibilidad, que ha tenido en el pasado efectos que nosotros juzgamos
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mejores, que en su prolongación se sitúa más exactamente en una tradición a la que
deseamos pertenecer, que, en resumen, se corresponde más que a cualquier otra a lo que
nosotros creemos que es la verdad.
El paganismo es un sistema global. Es ese sitema que yo me esforcé en describir en
Comment peut-on être païen?, poniendo sistemáticamente a la luz de que modo se opne,
en mi opinión de manera irreductible, a la concepción cristiana del hombre y del mundo.
Algunos juzgaron esa tarea demasiado “intelectual”. En efecto lo es, pero yo no veo otra
posible. Estudiar el paganismo, además del placer que se obtiene al conocerlo, ofrece una
alternativa intelectual y espiritual a l avez. Esto nos permite ver cómo nuestros más lejanos
ancestros concebían las relaciones humanas con el mundo y las relaciones de los hombres
entre ellos, cuales eran las actitudes éticas que privilegiaban, qué lugar le atribuían al
vínculo social, qué idea se hacían de la temporalidad, cual era su concepción de lo
sagrado. Las enseñanzas que se sacan son válidas para todas las épocas, y ante todo
para la nuestra. Determinan las líneas de conducta y ayudan en el trabajo de pensar.
Cuando el mito nos dice que al desposar a Temis, diosa del orden y de la justicia, Zeus
engendró a las Estaciones y los Hados del destino, por ejemplo, aprendemos algo que va
mucho más allá del relato. Por lo mismo, el mito de Gullweig nos pone en guardia contra la
“fiebre del oro”. La suerte reservada a Prometeo nos enseña algo sobre las consecuencias
de las artimañas y el desencadenamiento técnico. Y el precepto délfico: “Nada en exceso”
nos ayuda a comprender el carácter perverso del principio contemporáneo de un “cada vez
más”.
-El juicio que haces es demasiado severo. ¿Acaso estos grupos “neopaganos” que
vemos desarrollarse en la actualidad en casi todos los países occidentales,
comprendiendo además a la Europa del Este, no tienen al menos el mérito de
restablecer con honores una materia que ha estado demasiado tiempo en el olvido?
A. de B. : No hago más que un juicio de conjunto. Si se examina por separado a cada uno
de esos grupos, algo difícil de hacer aquí, yo sería el primero en aportar correcciones y
matizaciones. Es evidente que algunas comuniadades “neopaganas” son más interesantes
y más serias que otras. Entre sus animadores, cuya sinceridad y buenas intenciones no se
ponen en duda, hay quienes poseen un conocimiento real de las antiguas religiones
paganas y que trabajan seriamente para conocerlas aún mejor. Sus publicaciones suelen
estar bien hechas, y yo tampoco cometería el error de creer que solo se dirigen a
soñadores o a monomaníacos, o incluso a fracasados, que esperan resolver sus
frustraciones y sus problemas íntimos adhiriéndose a grupos en los cuales esperan
encontrar el lugar que la vida les niega. No obstante, me queda decir que, tomada
globalmente, esta dinámica se adecua muy bien en el actual “mercado de las creencias”
donde cada uno, sobre la base de una especie de bricolaje espiritual, viene a escoger
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caprichosamente entre las diferentes religiones y sabidurías posibles. Este “mercado”,
donde florecen gran cantidad de espiritualidades marginales que oscilan entre la tentación
de fusionar representada por las sectas y un deseo de “curar su alma” tal como se cura al
cuerpo, con recetas a la carta, es uno de los síntomas más evidentes de la crisis espiritual
de nuestra época.
La cuestión reside en saber si se puede o no devolverle la vida a los antiguos cultos sin
caer en el sectarismo o en el simulacro, es decir, sin volver a caer finalmente en ese
nihilismo que cualquier verdadero paganismo debería, por el contrario, tener como objetivo
superar. Con todo, las tentativas que se han hecho en ese campo me parece que se
enfretan con serios obstáculos.
En primer lugar está el problema de la filiación. No existe evidentemente ninguna
continuidad entre el antiguo paganismo y, comoquiera que lo llamen, los modernos grupos
neopaganos. Esto no les impide sin embargo afirmar que ellos transmiten un saber
heredado que llega desde lo más profundo de las edades, siendo que este saber muchas
veces no es más que el producto de su imaginación o una compilación de especulaciones
ya avanzadas por otros antes que ellos. La verdad es que si sabemos muchas cosas
sobre las antiguas religiones europeas, aún ignoramos muchas otras. Yo tomaría un
ejemplo simple. Numerosos grupos neodruídicos o druidizantes pretenden que desarrollan
una “enseñanza druídica”. Pero, si bien es cierto que los antiguos druidas enseñaban algo
(el hecho está atestiguado por los testimonios de la época), estrictamente no sabemos
nada sobre aquello que constituía su enseñanza. Los textos clásicos, griegos o latinos,
enmudecen en ese punto. Los textos medievales, esencialmente los relatos de la Irlanda
medieval, son compilaciones de relatos orales precristianos, normalmente muy bien
conservados, pero desprovistos de cualquier comentario propiamente druídico. Los rituales
adoptados por la mayoría de los grupos druidizantes modernos fueron de hecho fabricados
en su totalidad en el siglo XVIII por el erudito galés Iolo Morgannwg (Edward Williams).
Añadiéndose a ello préstamos de la masonería escocesa, así como a determinados relatos
galeses, como el Maginogi. Todo eso es muy interesante, pero estrictamente no nos dice
nada sobre la “tradición druídica”. No habiendo sobrevivido ninguna filiación druídica al
cristianismo, cualquier resurgimiento druídico sólo puede ser paródico o folklórico. Lo
mismo sirve para la “astrología rúnica” o la “magia nórdica”. Sabemos que las runas fueron
utilizadas en el pasado para la adivinación, y que hay muchas posibilidades de que fueran
de origen religioso o “cósmico”. Sabemos también que todas las culturas antiguas
recurrieron en mayor o menor medidad a la magia. Sabemos finalmente que ciertas
tradiciones populares conservadas sobretodo en el medio rural, han prolongado antiguas
creencias. Pero ya no sabemos nada más. Todo lo que se escribe sobre el tema es pues,
incluso en esto, una especulación contemporánea o una compilación de especulaciones
anteriores.
Evidentemente, no se puede excluir que la intuición, añadida a un conocimiento en
profundidad de aquello que sabemos con seguridad sobre las religiones paganas, pueda
lograr restituir una parte de un saber perdido. Semejante manera de hacer sigue siendo no
obstante arbitraria, y en gran medida subjetiva.
Algunos de estos grupos caen además fácilmente en una especie de cristianismo a la
inversa. Son conocidos esos círculos en donde los textos de los Edda han reemplazado a
la Biblia, pero donde la misma moral dominante ha sido conservada y donde
aparantemente se continúa esperando del “paganismo” lo que los cristianos esperan del
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cristianismo: normas morales y recetas de salvación. Me parece que tale sgrupos han
tomado por su cuenta dos rasgos que Walter F. Otto describe, no sin razón, como
específicamente cristianos: el “virus de la interioridad”, es decir, la idea de “que la religión
es inseparable de una relación personal con Dios, que el único comercio con la divinidad
se traba a través de un sujeto individual”, y la idea de “que el sentimiento religioso nace de
una necesidad de salvación que va aparejada con la trascendencia”. Sin embargo, en el
paganismo, no solamente no hay una perspectiva de salvación, sino que Dios no surge del
fuero interior del individuo; él viene a su encuentro a partir de las cosas del mundo.
De manera más general, también hay que decir que la actual literatura “neopagana”
testimonia la mayoría de las veces un nivel de reflexión bastante pobre. La aproximación
“holística” sirve frecuentamente como pretexto a una especie de igualitarismo cósmico,
donde lo específico del hombre desaparece por completo. La reflexión en profundidad es
reemplazada por una retórica adecuada, a bas ede referencias al “Despertar”, a la “energia
cósmica”, a la “identidad con el Uno-Mundo” o con el “Gran Todo”. La noción misma de
paganismo es aveces presentada de manera difusa. La definición del paganismo como
apología de la “vida”, por ejemplo, nos remite muchas veces a un nietzscheismo vulgar (el
Dios de la Biblia como expresión de un resentimiento contra la vida) o a un vitalismo
confuso (la “vida sana, robusta, vital, combativa”) aparejado con un “sobrehumanismo” tan
vagamente biologizante como ingenuo. Esto es olvidar que casi todas las religiones le dan
un valor positivo a la vida. Ninguna de ellas, posiblemente, le da incluso tanto valor como
el judaísmo, que llega hasta el punto de recusar el martirio y a hacer de la supervivencia
un valor en sí. También el cristianismo considera que toda vida humana posee un valor
absoluto, mientras que el paganismo no profesa esta idea, y además los paganos siempre
han considerado que hay cosas peores que la muerte, es decir, cosas que justifican que se
dé la vida por ellas o que se elija más morir que no vivir sin ellas.
La definición del paganismo como “religión de la naturaleza”, que se encuentra d emanera
recurrente en la literatura “neopagana”, no es menos problemática. Se olvida que
originalmente ésta emana de los cristianos, quienes veían en la “naturaleza” una limitación
intrínseca en relación a lo sobrenatural. Este sentimiento era tan vivo que, pese al elogio
de la creación hecho por San Agustín en La Ciudad de Dios, se tendrá que esperar hasta
los inicios del siglo XIII para verlo atenuarse. Aunque después de los trabajos de Eliade y
de Dumézil ya no se puede reducir a las antiguas religiones paganas a un simple culto de
la naturaleza. El paganismo jamás fue un puro naturalismo, incluso cuando los
antecedentes “naturales” y cósmicos juegan en él un papel central. Tampoco fue nunca un
panteísmo, como en Giordano Bruno o Spinoza, aunque también hallamos elementos
panteístas en casi todas las culturas religiosas. Entre algunos “neopaganos”, el panteísmo
no es otra cosa que un pretexto para situar al hombre en el lugar de Dios, ¡en la mejor
tradición de la modernidad! Hablando de naturaleza, finalmente, no se puede actuar como
si esta palabra no fuera una de las más cargadas de ambigüedad de toda la historia del
pensamiento occidental. Tampoco se puede obrar como si la teología cristiana nunca
hubiera existido, es decir, sin tomar partido en las problemáticas que ha generado. ¿Qué
se quiere justamente decir cuando se habla de “encontrar la armonía con la naturaleza” o
incluso de “reconciliarse con las leyes naturales”? El hecho de que se pueda violar una “ley
natural”, ¿no está demostrando que su “naturalidad” es dudosa? La filosofía ha puesto la
noción de naturaleza en relación (o en oposición) con la cultura, el artificio, la historia o la
libertad. La teología cristiana ha complicado aún más las cosas al situar a la naturaleza en
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relación a la gracia (la naturaleza humana es lo que presupone la gracia, a saber, un
hombre capaz de encontrar a Dios), lo que lleva a definir la naturaleza como lo que, entre
los filósofos, corresponde a la antinaturaleza, es decir, a la libertad. Se sabe además que la
traducción del griego physis por el latín natura comportó una verdadera “desnaturalización”
del término. Sin embargo, es a partir de la noción de physis que la idea de “naturaleza”
debe ser repensada. Si la reflejamos sobre la naturaleza de las cosas a partir de su origen
propio, como physis precisamente, y no como ktisis (o criatura), se comprende que el
paganismo no podría plantear llanamente a Dios como sinónimo de la naturaleza, sino que
impone al Ser como la dimensión que permite a todos los entes existir, sin ser con todo su
causa.
Pero todavía existe otro problema, quizás más fundamental. En el paganismo, no hay otro
sentido de nuestra presencia en el mundo si ese paganismo no constituye la atmósfera
general de la cual se impregna la ciudad. Si en el paganismo, la ciudad se define ante todo
como una “asociación religiosa”, tomando los términos de Fustel de Coulanges, la religión
se defineen cambio como el alma de la ciudad o de la colectividad. Posicionándose como
un ser separado, autosuficiente, el individuo moderno trae a la tierra, en sup rovecho, la
idea de un Dios único que se basta a sí mismo. Pero en el paganismo los mismos dioses
forman de algún modo una sociedad: incluso si se pudiera “ser como ellos”, nunca sería
para encontrarse en soledad. La sociedad es la personalidad ampliada; la personalidad, la
sociedad limitada. La cuestión que se plantea entonces es saber si el paganismo puede
ser, siguiendo el ejemplo de tantas creencias actuales, una opinión profesada en privado
por algunos. Hay quienes se imaginan aparentemente que podría existir un “paganismo de
las catacumbas”. Pero de esto no hay ninguna evidencia, pues el cristianismo posee un
fundamento individualista que el paganismo no tiene: en él la fe depende menos
estrechamente de las circunstancias exteriores. Vivir como pagano en un mundo que no lo
es no tiene ninguna razón de ser. Ciertamente, individualmente se puede intentar remitirse
a la escucha del mito. Se puede buscar el despertar en uno mismo un pensamiento
meditante. Pero hay que ser consciente de que tal empresa implica retirarse mentalmente
del mundo, es decir, hacer exactamente lo contrario de lo que pregona el paganismo: la
participación activa y la adhesión sin reservas en el mundo. Evidentemente, no hay nada
en común entre el mundo actual y el mundo de la Antigüedad. El mundo actual es un
mundo que ha sido cambiado, remodelado, por aquellos que originalmente eran sus
despreciadores. Es aquí donde reside el problema. Porque, repito, no se puede actuar
como si nosotros no tuviéramos detrás nuestro dos milenios de historia no pagana (o casi).
No se puede hacer como si esta historia no hubiera sobrevenido, esforzándonos por
reanudar, sin otra forma de proceso, con una tradición interrumpida. Esta historia nos
estructura profundamente aunque nos pese. Informa a nuestra manera de ver el mundo,
comprendiéndola también cuando le replicamos. Nos vuelve incapaces de ver en el
paganismo lo que los Antiguos veían, es decir, el reflejo mismo de la totalidad de lo real,
un “discurso” fundador organizando el conjunto de nuestras representaciones. El
paganismo era antaño la vida misma. Hoy no puede ser más que una convicción entre
otras, profesada en privado por unos pocos. Pero ¿aún se puede hablar de paganismo?
Esta es la razón por la cual yo dudo sinceramente de que nuestros modernos
“neopaganos” adoren a sus dioses como sus lejanos ancestros pudieran hacerlo. Lo
querrían quienes simplemente no lo podrían: el mundo actual se lo impide por su mera
existencia. Podemos ir a reunirnos a Delfos y exponer la lección del mito de Apolo, pero
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Apolo ya no puede ser par anosotros lo que era para el griego que iba a consultar a la
Pitonisa. Y como la fe no se decreta, es muy grande el riesgo de volver a caer, incluso allí,
en el simulacro o la conmemoración.
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