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CUATRIMESTRE: SEGUNDO.
LICENCIATURA: DERECHO.
Introducción:
Marco Tulio Cicerón, pertenecía a una familia romana acomodada y fue uno
de los hombres más brillantes de la época de Julio César, en el primer siglo
antes de Cristo. Agudo analista del mundo que lo rodeaba, Cicerón fue
también una persona adelantada a su tiempo cuya clarividencia le hizo
ganarse tantos amigos como enemigos. Pero más allá de la reconstrucción
histórica fidedigna, La Columna de Hierro también es una apasionante novela
donde se cruzan las intrigas palaciegas, las pasiones y los crímenes donde
salen a relucir las cuestiones que más preocupaban a Cicerón: la religión, la
política y la guerra.
Su popularidad y su largo trabajo de Marco como abogado, destacaba en la
carta, que solo le faltaba ser político para ser en realidad un ser completo,
aunque no se había casado, de corazón le deseaba que Venus le interpusiera
una doncella que de verdad hiciera feliz a Marco, aunque él se comportaba
en pensamiento como de más de su edad pues el aun no olvidaba a Livia la
asesinada esposa de Catilina.
Marco recordó cuando soñó que veía cara a cara al Divino encarnado y se
sintió apenado porque no hubiera aparecido entre los hombres.
Con una plática alargada Marco comento -Ninguno de los que estamos ahora
en este cubículo morirá pacíficamente en su lecho. Seremos traicionados y
pereceremos en medio de nuestra propia sangre —empezó a estremecerse.
El vino había embotado sus sentidos. Julio y Pompeyo cerraron los ojos y en
sus rostros apareció una expresión grave y feroz.
Marco era un hombre muy sabio y extraño, y creo una gran duda en Julio y
Pompeyo.
Ciceron en ese momento decidió liderar una tercera vía, la de los hombres
bueno entre el conservadurismo de los optimates y el reformismo radical de
los populares; como consecuencia, la aparición en escena de populares
como César o Catilina le llevó a acercarse nuevamente a los conservadores.
Cicerón pronunció el segundo de sus discursos contra Catilina no estando
este presente. La intención de Cicerón era poner en conocimiento de sus
compatriotas todo el alcance de la conspiración, y la gran parte que habían
tomado en ella, por su apatía, complacencia, tendencia a esperar lo mejor,
optimismo y tolerancia con los maleantes y enemigos del Estado.
Cicerón dando los puntos que se tenían que dar en ese caso todo era un aire
de miedo, de sentimientos raros y frustrantes, se hizo un profundo silencio en
el templo, que fue interrumpido por uno de los senadores para dirigirse a
Cicerón preguntándole: —¿Qué deseas solicitar de esta corporación?
Cicerón no contesto al inmediato ya que por el corría una serie de pensares,
pero aúna si con voz sonora y tan seguro dijo: —Pido sentencia de muerte
para los lugartenientes de este hombre, que ahora tenemos bajo custodia y
pido la muerte para este renegado, que pretendió destruir a Roma; este
traidor, este vándalo, este difamador de nuestro nombre, este tigre en forma
humana, este reyezuelo de la más vil gentuza, ¡en suma, de Lucio Sergio
Catilina!
Como pretor, fui el sostén de las leyes de Roma; pero jamás pedí que se
hiciera sufrir a nadie esa final humillación.
Catilina se levantó y como a una señal, las antorchas dieron más viva luz,
iluminándolo con una luz rojiza, dándole el aspecto de un terrible, pero
magnífico demonio. Al verlo tan arrogante y seguro, una oleada de tremenda
emoción recorrió el rostro de Cicerón como un chorro de agua, pareciendo
aumentar sus proporciones. Catilina se inclinó ceremoniosamente y con
lentitud ante el Senado, Julio, Craso y demás compañeros.
He sido acusado de la más odiosa traición contra Roma, contra sus leyes,
seguridad y bienestar. He escuchado y me ha costado trabajo creer que se
me haya podido denunciar como enemigo del Estado. A mí, ¡a Lucio Sergio
Catilina! Ya era la hora de que Sergio se defendiera y saco cada uno de sus
aspectos en base de que a defendido su patria a un mas se desgarro la
túnica, para dar a conocer cada una de sus cicatrices de batalla por su patria.
Al decir estas últimas palabras, Julio se llevó las manos a la cara, como para
ocultar sus lágrimas y luego, evitando mirar de frente, se sentó con una
actitud de dolor y cansancio.
Pues el jamás había firmado una sentencia de muerte, pero claro tenia que
esos hombres tenían que morir si Roma debía vivir pues era por el honor de
Roma. Aunque también lo atormentaba la razón de que Cesar acepto ser
abogado de Catilina el cual fue algo que por una parte fue devastador para
Marco. Aunque creo que faltaba algo para que siguiera siendo devastador
para marco haber aceptado ese caso ya que Catilina atacó inmediatamente,
apoyado por Manlio y las fuerzas de descontentos de éste y por aquella
gentualla de libertos envidiosos, gladiadores, esclavos fugitivos, bribones,
malhechores de todas clases, vagos, tramposos y traidores. Sin embargo,
entre ellos había patriotas toscanos engañados por Catilina, que constituían
sus fuerzas más escogidas, hábiles soldados, como los etruscos de Manlio.
En Roma corrieron alarmantesrumores de que Manlio se había puesto en
marcha. Dentro de la ciudad había decenas de millares de simpatizantes
suyos, entre ellos los parientes de Léntulo, que había recibido una muerte
humillante en la mazmorra Tulia, junto con los otros cuatro lugartenientes de
Catilina.
El demonio que llevaba dentro Catilina, jamás había sido exorcizado y ahora
lo tenía completamente en su poder. Y despreciaba incluso a sus seguidores,
muchos de los cuales tenían motivos de queja contra Roma, tal como los
granjeros arruinados por las guerras y los libertos desesperados, que seveían
metidos en dificultades por culpa de los usureros, que cobraban intereses
absurdos y exageradísimos. Y como es natural, Catilina despreciaba
igualmente a todos aquellos que se interponían en su camino hacia el poder,
pues nada le contenía ni sentía compasión ni piedad.
Cicerón encargó a Metelo Celer, que ahora era uno de los pretores, que fuera
inmediatamente al territorio de los picenos en dirección al paso de Faesulae,
que tomara las alturas con sus legiones y cerrara así el paso a Catilina.
Catilina era el enemigo jurado de Roma y había sido condenado por ésta, por
desear su destrucción. Sin embargo, había sido un valiente y heroico soldado
y un fiel camarada de armas. De repente, Quinto sintió un gran malestar. No
temblaría ni apartaría su mano frente a Catilina, porque evidentemente
Catilina debía morir; pero súbitamente Quinto rezó para que no fuera él el
que tuviera que matar a Catilina y que éste cayera a manos de otro.
El choque de los dos ejércitos fue terrible y su estruendo fue devuelto por el
eco de las montañas, mientras que la tierra temblaba. Los caballos se
precipitaban contra otros caballos, los hombres contra otros hombres,
Catilina no contaba con carros de guerra y los carros romanos giraron, se
revolvieron y traquetearon en medio de las filas enemigas. El sol lanzó
destellos en las espadas que entrechocaban, en el remolino de lanzas. Los
hombres caían de las sillas de montar manchando la nieve de sangre. Los
caballos se retorcían en su agonía. Las armas chocaban contra los escudos.
Rostros horribles miraban por debajo de los cascos y por todas partes se oían
gritos y gemidos, el roce de ruedas, la rotura de ejes, los golpes sordos de
cuerpos con armaduras que entrechocaban. Lo que había sido una llanura
tranquila y pacífica, cruzada por un río, era ahora el sangriento escenario de
una matanza bajo un pálido sol indiferente.
A pesar de que el día era muy frío, el sudor le corría por la cara. Se sujetaba
al caballo con las rodillas apretadas, de modo que pudiera tener ambas
manos libres y lograba maniobrar a su caballo con fuertes movimientos de
presión de aquéllas. Los dientes le brillaban bajo aquella luz feroz, mientras
jadeaba y respiraba entrecortadamente. Perdió toda noción de tiempo, de
muerte o de sonidos. Y conforme los hombres se enfrentaban a él, uno a uno
los iba matando. El encuentro fue relativamente corto. Los hombres de
Catilina lucharon como leones, incluso aquellos individuos considerados
como «gentuza», porque nadie esperaba dar ni recibir cuartel ni hacer
prisioneros. La Muerte sería la
Quinto se puso a buscar a Petreyo, sin que lograra verle. Ante él había un
montón de cadáveres y de cuerpos que yacían agonizantes, piernas contra
brazos, caras contra pies.
Todo parecía un mar de sangre devastador, era una guerra donde la muerte
y la agonía era lo único que se podía ver.
Quinto se dio de repente cuenta de que estaba muy cansado. Los oficiales
se acercaron a él montados en sus caballos, para hablarle; pero él sólo pudo
afirmar o negar con la cabeza, porque le parecía como si se hubiera vuelto
sordo. Se apartó un poco de
ellos, para enjugarse su rostro sudoroso y para llevarse la mano a una herida.
Fue entonces cuando vio a Catilina tirado en el suelo, rodeado de un círculo
de cadáveres de los suyos, en un charco de su propia sangre. Quinto,
temblando como si tuviera fiebre, se apeó lentamente de su caballo y con
paso torpe se dirigió hacia el caído, cuya mano aún se aferraba a la espada.
Se quedó mirando a la mano yerta que aún no había soltado y vio que algo
brillaba en un dedo. Era el anillo en forma de serpientes de aquella temible
sociedad secreta. Quinto retrocedió. Y luego, con un esfuerzo de voluntad,
quitó aquel anillo del dedo y se lo metió en su bolsillo, incorporándose
penosamente y mirando en torno suyo como aturdido, costándole
permanecer de pie. Vio un estandarte romano tirado en el suelo, estaba
empapado de sangre, manchado y desgarrado. Con un esfuerzo
sobrehumano se dirigió hacia él, lo levantó del suelo y le pareció que estaba
levantando hierro y no tela.
Lo alzó todo lo alto que pudo y andando torpemente regresó donde estaba
Catilina, cubriendo su majestuoso cuerpo con él, para ocultarlo a la vista y al
desprecio de los cielos, las burlas de los hombres y la amarga intemperie.
Porque al final, Catilina no había muerto sin gloria. —Era el enemigo de Roma
—dijo Cicerón a su hermano. El anillo en forma de serpientes estaba ahora
sobre la mesa que había frente a ellos—. Era como el jefe de un matadero.
No tenía planes para reconstruir, para renovar lo que hubiera conquistado. El
era la pura destrucción. Sólo deseaba contemplar terror y ruinas y el colapso
de toda una civilización. Su madre fue la violencia, quien a la vez fue su
esposa y su querida. Con ellas convivió y soñó. Odiaba a todos los hombres;
por ello ha tenido que sufrir la venganza de los dioses.
—Era un valiente —contestó Quinto. Cicerón sonrió tristemente. —Hablas
como un soldado, hermano mío y los soldados honran el valor por encima de
todas las cosas. Pero hay un honor y un valor más grandes, y ese es el del
servicio a Dios y a la patria, no la conquista, no la ambición personal, no el
amor al terror por el terror, no por el deseo de dominar a nuestros semejantes
como uno domina a los animales y por el ansia de poder. Este honor y este
valor no son siempre vitoreados ni siempre conocidos.
Y, sin embargo, te digo que son mucho más grandes que la valentía de todos
los Catilinas y mucho más heroicos que cualesquiera estandartes. Porque
ellos son la Ley. Se levantó y abrazó a Quinto y luego puso su mano sobre
el hombro de su hermano menor, mirando ávidamente a sus ojos cansados
y enrojecidos. —No te reprocho, Quinto, que lo hayas llorado. No importa el
que él te hubiera matado alegremente aquel día y se habría regocijado con
mi asesinato.
Era como un holocausto, como un desastre de locura y ninguna nación está
libre de esos hombres, como no están libres de otras calamidades en tantas
épocas de su historia, en que cesaron de preocuparse de las profundas leyes
de Dios.
Como esto aun no acababa como era de esperarse, pues Pisón reunió un
ejército de hispanos adictos y marcharon sobre Roma para ayudar a su amigo
conspirador y participar con él en la conquista del poder.
Mientras tanto Quinto Curio, que había estado acechando en Roma, cayó en
desgracia y tuvo que esconderse. Apenas si había transcurrido una semana
de la derrota de Catilina, cuando apareció una mañana asesinado en su
lecho.
Cicerón sabía que era preciso exterminar a todos los que conspiraron con
Catilina, ya que para el era algo que se tenia que acabar por completo sino
las matanzas y desgracias no se acabarían era necesario que no quedara
ningún foco de infección de Catilina en el cuerpo político.
En Roma se volvieron contra él los ánimos tan hostiles, que no pudo fingir
más ignorarlo en público.
Antes del regreso del destierro, Julio Cesar fue nombrado Craso gobernador
de la Galia Cisalpina.
Ordenando sus ideales se dio cuenta de que tenia mucho que hacer en
Cilicia, ya que la provincia había sido arruinada y saqueda por los
predecesores en el cargo que envio Roma. Y siempre le escribia a Atico todo
lo que vivía ya que gozaba de mucho tiempo y estaba en compañía de su
hermano, su hijo y su sobrino.
El invierno fue muy crudo aquel año, las operaciones militares fueron
suspendidas. Cesar termino reuniendo sus fieles legiones de Galia e inicio la
marcha contra Roma bordeando la costa del Adriatico. Y cruzo el Rubicon,
un riachuelo que señalaba la frontera de la Italia septrional. Al hacerlo violaba
la ley y se convertia en enemigo del gobierno de Roma.
Pompeyo se
dispuso a cortarle el paso y César se apresuró a salirle al encuentro en
Brindisi; pero las fuerzas de Pompeyo lograron escapar. Poco después, en
Corfinium, las legiones de Pompeyo se rindieron a César tras una leve
resistencia y éste las admitió de buena gana en su ejército, diciendo:
—Nada más alejado de mi ánimo que la crueldad.
Al enterarse de eso, Cicerón exclamó desesperado:
— ¡El pobre se ha vuelto loco!
tuvo que huir a Macedonia para tratar de reunir nuevas legiones en su favor.
Cicerón, desoyendo el
Allí fue recibido por una carta de Marco Antonio en la que éste le informaba
graciosamente, que, en un gesto inusitado de aprecio, César había
promulgado un edicto especial permitiéndole su regreso al hogar. Cicerón, al
leerla, vaciló de nuevo, uno de los cambios típicos de humor de los hombres
moderados. Los hijos de Pompeyo habían alzado en Hispania la bandera de
la rebelión contra César, y Catón, tan amado por el pueblo romano por sus
virtudes y su hombría de bien, se había suicidado para no permitir a sus ojos
ver el triunfo de la tiranía en la ciudad de mis antepasados». Las legiones de
Pompeyo aún luchaban en Egipto contra los ejércitos de César. César estaba
ahora en Egipto para destruir los restos de las legiones de Pompeyo, a las
que se había unido el ejército del joven Faraón, en un último esfuerzo para,
expulsar al invasor de nuestro sagrado suelo.
— ¿Sabe lo que hizo César cuando recibió su carta? Se echó a reír. Luego
hizo un gesto burlón y dijo:
Conforme nuestro Cicerón envejece, vuelve a sus sueños de juventud.
Cicerón enrojeció y respondió:
—Y dígame, ¿qué le va a usted en todo ello, Marco Bruto?
—Yo también deseo que sea restaurada la República, sobre una base de
fuerza y virtud, al igual que en tiempos de nuestros antepasados. César se
ríe de ella en privado y ha declarado que la República es una ficción y que
Sila fue un estúpido al abandonar su dictadura. César ha sido nombrado
dictador de por vida; pero eso aún no le basta. ¿Sabe cuál es su última
locura? Medio en serio, medio en broma, se ha referido a la costumbre
oriental de que los «grandes hombres» sean declarados dioses, de modo que
puedan gobernar como divinidades. Y también medio en broma, medio en
serio, dijo que pediría al Senado ¡que lo declarara Dios! —Yo creí que él iba
a restaurar la República. Lo preferí a Pompeyo, quien a pesar de ser un gran
militar era plebeyo. César nos ha traicionado a todos nosotros, incluyendo a
usted, Marco Tulio Cicerón. —No le reproche eso a César —dijo el anciano
con amargura—.
— ¿Te ocurre algo? —le preguntó—. ¿Otra vez te has peleado con
Pomponia?
—Voy a divorciarme de ella —dijo Quinto. El tono de su voz era hoy
particularmente ronco e hizo un gesto con la mano, como queriendo apartar
a Pomponia del tema de la conversación—.
proclamó una amnistía general para los asesinos y sus cómplices. ¿Quién
era el que se mostraba tan
A veces, tomaba una daga entre sus manos y pensaba en lo fácil que sería
clavársela en su fatigado corazón, que ya latía tan débilmente y con tan
penoso esfuerzo. Pero debía esperar a Quinto y a su sobrino. Cuando ambos
llegaran y lo encontraran muerto, Quinto sentiría un agudo dolor. Quinto, su
querido hermano, el compañero de juegos de la infancia, el muchacho fuerte
y de carácter impetuoso que le había salvado de la muerte cuando tuvo que
agarrarse a su mano en aquel árbol de la isla bendita, que ahora ninguno de
los dos volvería a ver jamás. ¡Mi fiel y cariñoso Quinto! —pensaba el
infortunado Cicerón—. ¡Ojalá que hubiéramos muerto de niños y ahora
descansaríamos en paz en nuestra isla ancestral con las benditas flores
sobre nuestras tumbas y el roble sagrado mezclándose con nuestras cenizas!
¡Feliz es el hombre que expira al nacer y nunca conoce los días calurosos y
amargos!
Le empezaba a pasar toda su vida poco a poco por la mente, lo bueno lo
malo, y hasta lo frustrante sentía que tuvo todo y no tubo nada, sus
sentimientos eran unos torbellinos que le daban vueltas, sus esclavos
hablaban a sus espaldas de el y muy mal ya que pensaban que no otorgarían
su libertad cuando el muriera.
¡Pobre patria mía! Habría dado mi vida por defenderte y lo habría considerado
la mayor bendición de mi existencia. Te habría dado mis ojos y todo lo que
más hubiera querido con tal de saber que eras libre. Gozoso me habría
convertido en esclavo, si mi esclavitud hubiera podido salvarte. Mis oraciones
fueron por ti, si viví mi vida fue por ti, jamás te traicioné por amor al dinero,
no, ni por un instante. Jamás pensé mal ni me mostré cínico con respecto ati,
porque soy carne de tu carne, hueso de tus huesos y corazón de tu corazón.
Pero ahora has muerto y yo debo morir contigo. Los hombres se olvidarán
hasta de que yo viví una vez y nuestros nombres serán esparcidos por los
vientos del mañana, como las cenizas de una pira funeraria olvidada. No soy
nada; espero que los hombres jamás sepan que yo existí. Pero ¿cómo
pueden olvidar los hombres que Roma existió?
—Aún vive —se quejaban los esclavos tiritando. Ellos comían bien; pero
Cicerón no les pedía nada, así que raramente le traían comida y seguía allí
sentado frente a la ventana mirando al mar y esperando a su hermano y a su
sobrino. Ni siquiera se daba cuenta de si comía o no comía y la noche y el
día eran iguales para él. Sólo la aparición de una vela en el horizonte marino
le hacía levantar la cabeza y agitarse en su silla. De Roma no llegaban
noticias a este lugar aislado, aunque no estaba muy lejos de la ciudad. No
vino ningún correo, ningún mensajero, ningún aviso. El viento seguía
azotando y la lluvia cayendo incansable, amenazando con inundar a la
pequeña villa. Todo era frío, gris e inanimado.
una pesadilla. Sin embargo, se obligó a pensar. A veces, los seres queridos
lograban hablar a distancia
Es Plutarco el que nos ha dejado el relato más elocuente del último día de la
vida del jefe de la familia de los Ciceroni: «En Gaeta había una capilla no
lejos de la mar dedicada al dios Apolo, y sobre la cual pasó chillando una
bandada de grajos, dirigiéndose hacia el bote de Cicerón cuando éste era
remado hacia tierra y posándose sobre ambos lados del peñol de la verga,
comenzaron a graznar, mientras otros picoteaban los extremos de las
cuerdas. Los que iban a bordo tomaron esto como un mal presagio. Cicerón
desembarcó y entrando en su casa, fue a acostarse en la cama para
descansar un poco. Algunos de los grajos fueron a posarse sobre la ventana,
graznando de un modo desagradable. Uno de ellos incluso fue a posarse
sobre la misma cama en que Cicerón yacía tapado y con su pico trató poco
a poco de apartar el cobertor que le cubría la cara. Los esclavos, al ver esto,
se reprocharon unos a otros que eran capaces de dejar que mataran a su
amo sin hacer nada en su defensa, mientras que aquellos animalejos habían
venido en su ayuda y a librarle de todas las penalidades que estaba sufriendo
sin merecerlo. Por lo tanto, en parte por las súplicas y en parte a la fuerza, lo
hicieron levantarse, lo metieron en su litera y lo llevaron a la orilla del mar.
» Pero mientras tanto llegaron los que habían sido enviados para asesinarle.
Eran Herenio, el centurión y Popilio, el tribuno, a los que Cicerón había
defendido cuando fueron acusados del asesinato de su padre.
Con ellos venían algunos soldados. Al hallar cerradas las puertas de la villa,
las echaron abajo. Como no encontraron a Cicerón y los que estaban en la
casa les dijeron que no sabían dónde estaba, preguntaron a un tal Filólogo,
un antiguo esclavo emancipado de su hermano Quinto, al que Cicerón había
educado y que informó al tribuno que la litera que conducía a éste iba de
camino hacia el mar a través de un espeso bosque. El tribuno, llevando
consigo a unos cuantos hombres, se precipitó hacia un lugar por donde la
litera tenía que salir del bosque, mientras que Herenio seguía el mismo
camino recorrido por ésta.
Cicerón lo vio venir corriendo y ordenó a sus esclavos que soltaran la litera
en el suelo. Entonces, mesándose la barbilla con su mano izquierda, como él
solía hacer, miró fijamente a sus perseguidores. Su rostro estaba macilento,
su cuerpo cubierto de polvo, sus cabellos despeinados. Todos los presentes
se cubrieron el rostro mientras Herenio le daba muerte. Cicerón había
asomado su cabeza fuera de la litera y Herenio se la cortó. Luego le cortó las
manos, tal como le había mandado Antonio, pues con ellas había escrito sus
Filípicas. » Estos miembros fueron llevados a Roma, y cuando se los
mostraron a Marco Antonio, éste se hallaba celebrando una asamblea para
la elección de funcionarios públicos. Al enterarse de la noticia y ver la cabeza
y las manos, gritó: ¡Ahora ya podemos poner fin a nuestras proscripciones!
Mandó que la cabeza y las manos fueran fijadas en el rostro donde hablaban
los oradores, un horrible espectáculo que hizo estremecer a los romanos al
verlo, creyendo que veían allí, no el rostro de Cicerón, sino la imagen de la
propia alma de Marco Antonio. El mutilado cadáver de Cicerón fue
apresuradamente enterrado en el mismo lugar donde fue asesinado. A
Filólogo, el liberto, le arrojaron el amuleto de Aurelia, la madre de César,
viendo éste en seguida que era de oro y muy valioso, aunque ignoraba quién
era el donante. Se lo colgó, riendo, alrededor de su moreno cuello. Pero
cuando le dieron también la antigua cruz de plata que un egipcio había
regalado a Cicerón, se estremeció de horror y la arrojó lejos de sí con una
exclamación de aborrecimiento y desprecio. Un gesto que Cicerón habría
sabido apreciar con su fina ironía. Se dice que Fulvia, la viuda de Clodio, tuvo
el refinamiento perverso de clavar un alfiler en la lengua de Cicerón, aquella
lengua heroica que había defendido a Roma con tanta valentía y que se había
esforzado en hablar de justicia, leyes, piedad, Dios y patria.
Los baluartes color púrpura del cielo se vieron sacudidos y con ellos los
dorados pilares. Mientras Roma recorría tumultuosamente el sangriento
camino que llevaba a la tiranía y al despotismo de los Césares que ella había
criado, una doncella judía hacía su vida ordinaria en la pequeña aldea de
Nazareth, en una tranquila tarde de primavera, respirando la tibieza del aire
y el nuevo aroma de jazmines. Era muy joven y apenas si había pasado de
la pubertad, siendo la delicia de sus padres. La cabellera le caía sobre su
erguida espalda y sus ojos azules (porque era nazarena), miraban con
serenidad a los Cielos, mientras oraba como siempre había orado, con
humildad y gozo, al Señor su Dios, el Protector de Su Casa, porque ella era
de la ilustre Casa de David. Había subido al terrado de la casa de sus padres
para orar, con las manos juntas. El velo que cubría su cabecita era blanco,
puesto que era una virgen. Su tosco vestido era tan azul como sus ojos y
llevaba desnudos sus píes infantiles.
Es muy posible que en los aposentos azules y brillantes donde los justos
esperaban ser admitidos por las puertas del Cielo, que durante tanto tiempo
había permanecido cerrado, Cicerón aguardase, asimismo, junto con todos
aquellos a los que él había amado, Y es posible que él también oyera las
altísimas palabras de la Anunciación que estremecían los baluartes del cielo
y los pilares dorados, encendiendo fuego en todos los corredores de la oscura
y sombría Tierra:
—-¡Salve, llena de Gracia! ¡El Señor es contigo! ¡Bendita Tú eres entre todas
las mujeres!
Conclusión:
Es una obra, que en verdad ayuda a tener una mayor perspectiva de lo que fue
ROMA, te hace reaccionar y te hace entender que hay personas que van a intentar
quebrantar la justicia, pero siempre va haber alguien quien la defienda, tambien una
obra que contiene drama, felicidad, tristeza en fin un sin numero de sensaciones
que te hacen transportarte aquella época.
Es una obra literaria de acorde con los que queremos ser grandes Abogados y que
de ahí podemos tomar un gran ejemplo.