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por
August Schmarsow
Quien se enfrenta al cometido de impartir historia del arte medieval y moderna en una de
las universidades más grandes de Alemania tienen buenas razones para revisar los puntos
de vista establecidos que van a determinar su tratamiento de un período de tiempo tan
amplio.
Tras una larga actividad docente en otras universidades, Anton Springer estaba en situación
de preguntarse hasta qué punto sería posible reconocer una ley en la evolución del arte a lo
largo del extenso espacio de tiempo que dominaba, y si la palpable recurrencia de cambios
análogos permitirá una exposición homogénea. O preguntarse si la esencia de las artes
plásticas podría encontrar su respuesta, cuanto menos para un período determinado de la
historia, en la palabra de un pensador y poeta como Dante, como Hubert Janitschek intentó
hacer con Giotto, no sin perder la relación con el presente. De lo contrario sería, desde
luego, muy difícil describir en pocas palabras qué es en general la esencia del arte, dada la
multitud de ámbitos en los que se extiende a lo largo de su historia. Y justamente el
historiador, que se ve confrontado a esta abundancia de visiones, va a decidirse muy a
disgusto por una respuesta rápida y formulada de antemano.
El historiador está dispuesto a limitarse al estrecho contexto de las bellas artes teniendo en
cuenta lo que generalmente se entiende por el primer arte. Se ve, sin embargo, ante la
objeción de los filósofos. El historiador del arte ha considerado siempre la arquitectura
como base de la evolución posterior, mientras que el actual crítico de estética sostiene por
el contrario: “la arquitectura no pertenece a las bellas artes sino que es el arte de construir”
e incluso añade el severo rechazo: “el arte de construir no pertenece en ningún caso a las
bellas artes. Es un arte no libre y no existe absolutamente ninguna justificación teórica o
científica que permita distinguirla de la tectónica y del resto de las artes aplicadas como si
se tratase de una de las bellas artes”[1] .Y no encontramos mejor respuesta cuando
preguntamos a los racionales maestros de la obra. Ellos dominan la arquitectura como “el
arte de revestir” [Bekleidungskunst] y apenas ven su oficio como ago más que una
combinación superficial de carácter puramente técnico y decorativo, como el encajar estilos
heredados en el esqueleto de una construcción funcional, durante cuyo proceso incluso el
mejor desespera y pierde el entusiasmo creativo[2] . Al historiador, que ha seguido con
respeto y admiración a través de los siglos la evolución majestuosa de la arquitectura, va a
parecerle que a veces, en el celoso empeño por reproducir las formas propias, los estilos y
los temas del pasado, el vínculo espiritual que mantenía todas las partes del conjunto unidas
entre sí y todos los medios para conseguir ese fin se hubiera perdido. Ya la expresión “arte
de revestir” [Bekleidungskunst], aunque se base en la paradójica visión de un artista erudito
y superdotado como Gottfriend Semper puede inducir sólo a la superficialidad. Y a máxima
“la arquitectura es tectónica”, de Eduars von Hartmann, es literalmente una contradicción
por la cual nos preguntamos asombrados si los griegos, sin ningún tipo de sentido y razón,
habrían diferenciado el arte de construir arcitektonih [arquitectura], entendido como lo
básico, lo inicial, “la creación original y pura”, de la producción técnica de los oficios.
Efectivamente parece que en la actualidad nadie conozca la respuesta a qué es realmente la
arquitectura. A pesar de toda la erudición de nuestra formación histórica se siente por
doquier alineación y se hecha de menos la cálida componente humana en sus obras y la
relación natural con este arte.
Hay que admitir que el historiador que se pregunta por la esencia de la creación
arquitectónica prediga que la respuesta no puede contener nada nuevo. El germen motor,
sobre el que estamos investigando, tiene que estar necesariamente presente tanto en los
intentos más imperfectos, de los que la historia del arte verdadero apenas da testimonio,
como en las obras maestras de los períodos más florecientes que lo muestran como un
organismo complejo y estructurado. Y este elemento atemporal, siempre presente de forma
consciente o inconsciente, solo puede ser algo sencillo y natural, ya que a lo largo de todos
los tiempos, implícita o explícitamente, ha estado activo, prosperando y procurando la
misma satisfacción tanto en los orígenes modestos como en las imponentes obras del arte
monumental. Alejándonos de todos los análisis abstractos y las construcciones dialécticas,
de los que se ocupa con gran afán la estética especulativa, tiene que presentarse como algo
evidente al sentido común capaz de reflexionar por sí mismo. Por tanto no queremos más
que iluminar un lado oscurecido, recuperar algo olvidado, recordar una vieja historia
porque tiene un valor inalienable.
Quien vuelve la cabeza hacia el pasado buscando el origen de un largo proceso histórico
tropieza rápidamente con hechos prehistóricos , cuya procedencia y desarrollo ya son
inaccesibles para el espíritu de la ciencia histórica. Por ello desde un principio el historiador
va a trabajar hombro con hombro con los etnólogos y con los antropólogos y junto a ellos
se acoge al pensamiento psicológico del Homo Sapiens. Pero para que estos vecinos
entiendan qué es lo que realmente quiere y busca tiene primero que atreverse a exponer su
caso y tiene que hacerlo en cierto modo con sus mismas formas. Solo la explicación
genética derivada de la organización intrínseca de la naturaleza humana, como ya sabe,
puede facilitar el soporte que necesitamos para entender la evolución. Y sólo va a ser
verdaderamente satisfactorio el enfoque que nazca de la completa naturaleza de nuestra
constitución psíquica, incluso si durante mucho tiempo no se ha tenido conciencia de la
trascendencia y del potencial formativo de la primera obra instintiva. A la vista del elevado
desarrollo de la arquitectura, ante la visión de la inmensa lista de monumentos existente es
difícil recordar sus inicios y extraer el senillo germen del que nació la actividad del espíritu
humano o encontraren nuestra propia conciencia un sólido punto de partida donde pueda
arrancar nuestra investigación.
¿Qué encontramos tanto en esta aula de la universidad donde estamos reunidos, como en la
ermita del sabio que vive solitario en sus pensamientos? ¿Qué tienen en común el edificio
del tribunal supremo al otro lado de la calle con el auditorio o la biblioteca de al lado, con
el Pantheon de Roma o la catedral de Colonia, con el iglú del esquimal o la tienda del
nómada? ¿Dónde reside el elemento común del proceso creativo del que nacen y nacieron
todos ellos?
Según él la cabaña del indígena del caribe no tiene nada en común con la arquitectura
entendida como arte y únicamente puede ser objeto de nuestra atención por ser el esquema
más elemental de estructura de cubierta combinada con esteras, por ser el esquema
elemental de partición vertical. En nuestra opinión un rechazo tal de la cuestión no sería ni
histórico ni filosófico, puesto que la construcción más primitiva pertenece a la historia del
desarrollo de la arquitectura tanto como el edificio del “Reichstag”, al que nos enfrentamos
exigiéndole que cumpla los más altos requisitos de arte consumado. Y rechazar la
existencia de una analogía sería como “vaciar la bañera con el niño adentro”. ¿Acaso no
tienen nada en común en su esencia intrínseca el palacio monumental del sultán con la
efímera tienda levantada por su ancestro?.
Nos preguntamos si una creación provisional y de estructura ligera tiene el mismo origen
que la construcción más duradera, hecha de materiales sólidos y costosos. La lógica
constructiva, la articulación de todas las partes y el desarrollo de todas las formas
individuales en la última pueden ofrecer una satisfacción estética muy rica, pero lo
necesario también puede encontrarse ya en la primera.
Pero, ¿depende en algo de esto nuestra actual pregunta? ¿Constituyen la gran cantidad de
piedras adecuadamente talladas y apiladas, la buena unión entre vigas y los arcos
estructuralmente seguros la obra de arte arquitectónica? ¿O ésta surge sólo en el instante en
que la reflexión estética del hombre empieza a penetrar en el conjunto y, con una opinión
puramente libre, entiende y disfruta de todas las partes?.
Tan pronto como vemos en esta apreciación visual lo verdaderamente esencial, una
representación, (que como en el caso de la música puede ser repetida a voluntad) entonces
el esqueleto técnico y el gran gasto de materia, es decir los medios para alcanzar el fin
estético, pasan lentamente a un segundo plano. Y el gran valor de la materia, el brillo de las
columnas pulidas los capiteles dorados se sitúan al mismo nivel que la calidad y el carácter,
es decir, el timbre de los instrumentos que concurren juntos en la orquesta, La construcción
completa de un edificio se manifiesta como el medio de producción de la misma manera
que nosotros consideramos el revestimiento del armazón estructural, la articulación
tectónica y el desarrollo completo de las formas de arte como el medio de presentación. Así
nos desprenderíamos, por lo menos por un instante, de todo el peso de la materia, de la
confusión de formas multiplicadas a lo largo de los siglos. Y la creación arquitectónica
aparecería ante nuestra mente, aunque todavía bajo múltiples formas, ya pura y accesible
para la pregunta que nos planteamos.
Y para continuar adelante tendríamos que recordar sólo uno de los principios aplicables a
todas las creaciones humanas. Nada puede convertirse en algo material y sensorial que no
haya sido anteriormente imaginado como idea del resultado deseado y así por o menos dar
el impulso a la mente para el ejercicio de las facultades creativas.
Intentemos después, bajo un punto de vista común, agrupar las más variadas visiones que
nos surgen a través de las primeras reflexiones sobre el tema: desde la cueva del troglodita
hasta la tienda del árabe, desde la larga avenida de los templos de peregrinación egipcios
hasta la maravillosa cubierta adintelada para los dioses griegos del período helénico desde
la cabaña del indígena del caribe hasta el edificio del Reichstag, podemos decir, en
términos lo más generales posibles, que todos sin excepción son entes espaciales
[Raumgebilde] cualesquiera que sean el material, la duración la construcción, o cualquiera
que sea la configuración estructural de las partes portantes y portadas.
“Lo esencial es solo el cierre del espacio [Raumabschlieβung], dice además Eduard von
Hartmann, pero con su apreciación “para una finalidad real de uso social
[Raumbenutzung]” rebasa nuestro objetivo.
Nuestras formas espaciales intuidos, es decir, el espacio que nos rodea donde quiera que
estemos, el que levantamos desde ahora y siempre alrededor nuestro y que consideramos,
incluso más necesario que la forma de nuestro propio cuerpo, resultan de las huellas de la
experiencia sensorial, a las que contribuyen las sensaciones musculares, la sensibilidad de
nuestra piel y la construcción de todo nuestro cuerpo.
Tan pronto como hemos aprendido a sentirnos a nosotros mismos y nosotros solos como el
centro de ese espacio cuyos ejes de coordenadas se cortan en nosotros, hemos encontrado el
valioso núcleo, el capital inicial, por así decirlo, sobre el que se basa la creación
arquitectónica, aunque no parezca más valioso que un trébol de la suerte. Una vez que la
imaginación, siempre activa, sea apodera de este germen para desarrollarlo conforme a la
ley de las tres direcciones axiales, inerte al más pequeño núcleo de cada ideal espacial,
entonces nace del grano de mostaza un árbol, un mundo entero alrededor nuestro.
Sus raíces se encuentran justamente allí donde los orígenes de nuestro pensamiento
matemático y donde la base psicológica de la ciencia del espacio tienen que buscarse, sólo
que el arte aspira inmediatamente a transformar sea como sea la idea interior de un
fenómeno real; la alusión sensorial y visible, la designación y el cierre de un fragmento de
espacio en un espacio general, mientras que la ciencia solo piensa, calcula y concluye con
formas puras y abstractas pero no emprende ninguna creación. El parentesco de hermana
entre las dos lo reconocemos siempre en su comportamiento general.
Los primeros intentos por trasladar la idea espacial a la realidad dan testimonio de la
organización del intelecto humano. Un par de signos, visibles para el ojo al pasar su mirada
por su entorno e indicios para la imaginación, son suficientes para reconocer la proyección
en el mundo exterior y experimentarla como un hecho consumado.
Cuando la mano del hombre interviene en su entorno real, ordenándolo y dándole forma,
esto supone la satisfacción de una necesidad profundamente interna, pero la necesidad de su
procedimiento nos viene a la conciencia sólo cuando vemos cómo nace de lo más profundo
de nuestro organismo. La creación arquitectónica comienza en nosotros con la erección
tangible si se me permite decirlo así, de la espina dorsal de nuestra capacidad para observar.
La ley de formación natural de toda creación de espacios por parte del hombre representa
en un sistema de ejes de coordenadas como una fórmula concluyente. Se manifiesta
inmediatamente a partir de la necesidad de un sentido muy especial y, sobre todo, en el
importante hecho de que la creación arquitectónica no se separa en absoluto del sujeto sino
que, por el contrario , presupone siempre la relación con el autor, con la persona que
contempla.
La envolvente del espacio del sujeto en cuestión es siempre el primer asunto de reflexión y
el más fundamental, es decir, el vallado o tapiado de sus lados, no la cubrición superior ni
la determinación y desarrollo del eje vertical. La cerca, protección o tapiado del eje vertical
puede tener lugar durante mucho tiempo al aire libre. Los espacios creados de esta forma,
como el templo griego hipóstilo y el templo egipcio de peregrinación, no pertenecen menos
a la arquitectura que nuestras cuatro paredes de las que todavía hoy en día hablamos como
algo fundamental.
Además del eje vertical (cuyo soporte vivo con su orientación corporal influye en la
determinación del arriba y abajo, delante, detrás, derecha e izquierda)[5], la dirección de
nuestro movimiento libre, o sea, hacia delante, y a su vez la dirección de nuestra mirada,
determinada por el lugar y posición de nuestros ojos, es decir, la expansión en profundidad,
es la dimensión más importante para la verdadera creación espacial. Su longitud supone
para el observador la medida de su libre movimiento en el espacio dado y es tan necesaria
como acostumbrado está a caminar y mirar hacia delante. Es con la libre expansión del eje
de profundidad con la que se crea la carcasa, el refugio del espacio habitable, en el que uno
no se encuentra atrapado sino que por el contrario permanece y vive por elección propia. Es
también una necesidad espiritual que se ve satisfecha en cuanto a que ganamos suficiente
“espacio en juego”. El ensayo inverso confirma esta circunstancia: si el cuerpo se tumba en
el suelo del tal modo que el eje vertical cae en la posición perpendicular al suelo y adopta la
dirección del eje horizontal, en ello se da lugar a disminuir inmediatamente el eje vertical
de la creación espacial.
Una tienda de campaña se alza sólo como protección para el que duerme pudiendo
disminuir en altura. Se impone el eje de profundidad, según la longitud del cuerpo, como
dominante de la forma espacial. Así mismo el carácter de cualquier espacio interior en el
que impere la dimensión de la profundidad reside indudablemente en ella, como por
ejemplo en el caso de la forma de las basílicas occidentales y su perfeccionamiento en la
visión perspectiva desde la entrada hasta el coro de la parte ulterior del altar.
La apertura de nuestros brazos hacia la izquierda y la derecha ofrece una escala mínima
para la medida de la anchura siempre y cuando el ojo no favorezca una distancia mayor, de
pared a pared opuesta de un espacio, con el alcance de la mirada y su cambio de dirección.
Así se diferencia de nuevo el refugio frente a la vivencia, la necesidad del que duerme de la
del que está despierto, el refugiarse en una cueva oscura frente a la vida en aposento claro.
Yendo más allá, se puede alternar el estudio de ambos ejes horizontales. Si miro una pared
longitudinal desde una distancia apropiada en todo su ancho, aparecen también aquí
inmediatamente las mediciones hacia la derecha y hacia la izquierda conmigo como eje
central. Si por el contrario miro en dirección del eje de profundidad las dos paredes
longitudinales (y opuestas) de un espacio, percibo y aprecio ambos lados en perspectiva
paralela. Cuanto más se aproximen las dimensiones de ambos ejes horizontales, cuanto más
se acerque pues la planta al cuadrado o al círculo, más latente será el predominio de la
mirada en altura. Y, mientras la simetría prevalezca a lo largo de la extensión horizontal o
en todas las direcciones, la ley de la proporción dominará en el eje vertical, siempre en
relación con el sujeto y su escala óptica. Si se facilitaran finalmente ambos ejes
horizontales en su longitud mínima, la estancia en ese espacio se convertiría pronto en
castigo para el que está despierto de tal modo que desearía subirse por las paredes. El
castigo aumentaría sensiblemente para quien o fuera ciego en lo relativo al espacio, si la
célula tuviera una plata triangular o cualquier otro movimiento Un personaje relevante
como Lessing declaró no ser capaz de aguantar en un espacio con ángulos agudos.
Pero si el eje vertical se tumba en el suelo sobre el eje direccional, la dimensión en anchura
adquiere la importancia que pierde la vertical. De cualquier modo a menudo permanece la
anchura sensiblemente subordinada, tanto como prevalece la dirección de nuestra mirada y
de nuestro desplazamiento hacia delante.
Esta relación experimenta rápidamente una inversión latente en cuanto el sujeto sale del
espacio interior y observa el exterior del espacio creado. Con nuestro meridiano operando
como eje central de extensión y mirando hacia la izquierda y hacia la derecha, requerimos
del cumplimiento de nuestra ley de simetría al enfrentarnos al eje vertical del espacio
creado y requerir que el resto de las dimensiones estén en proporción. Todo el espacio
creado nos parece ahora como un cuerpo exterior a nosotros mismos en un espacio general.
Así, todos los principios en relación con el exterior del edificio se encuentran también en
relación con aquellos del espacio interior, es decir, con la envolvente del sujeto, con la que
empezamos.
Pero antes de que hablemos del exterior debemos desarrollar el principio de creación
individual sucesiva con el que el sujeto se relaciona con el espacio interior que le rodea.
Los términos lingüísticos que usamos para referirnos al espacio, como “expansión”,
“extensión” o “dirección”, señalan la continua actividad del sujeto que, enseguida, traslada
su propia sensación de movimiento a una forma espacial estática. No puede expresar de
otra manera su relación consigo mismo sino presentándose en movimiento ( considerando
su longitud , ancho y profundidad) o atribuyéndoselo a líneas fijas, superficies o cuerpos
estáticos que le enseñan sus ojos o las sensaciones de sus músculos, incluso cuando
prescinde de sus dimensiones si está en posición de reposo. La creación espacial es una
creación humana y no puede enfrentarse al creador y al usufructuario como si fuera una
forma fría y cristalizada.
Aquí se muestra la diferencia fundamental entre el arte del espacio y la ciencia del espacio,
incluso cuando esta última es denominada, con razón, arte cósmico. El pensamiento
matemático, abstraído de todas las causalidades del escenario terrestre, se eleva cada vez
más consecuentemente a las regiones donde viven las formas puras y calcula con seguridad
en su procedimiento las leyes de la mayor de las lejanías en el cosmos igual que las de
nuestro fundamento y suelo, abarcadas por el horizonte del ojo humano. El arte del espacio
por el contrario, ávido de apariciones latentes y visibles de su actividad, está unido
igualmente al suelo como fundamento sólido del hombre pero o es capaz, incluso en las
creaciones más osadas, de prescindir del hombre físico y sensible ni de sus semejantes. Si
es capaz de reaccionar ampliamente ante cualquier estímulo del entorno real y natural, pero
siempre de acuerdo con las leyes vinculadas a la realidad, la cohesión de materiales, la
estática y la mecánica, la gravedad y las leyes cósmicas del universo. Precisamente así
consigue la más diversa de las relaciones con las experiencias y la vida del hombre en el
mundo terrestre en que vivimos. Esto ayuda al arte del espacio a llenar de vida nueva la
obra de arte, que permanece como obra del hombre aún en su más elevado logro. La forma
pura y rígida en solitario, como envolvente diaria del hombre, sería a la larga una
insoportable presión incluso permitiendo toda preferencia explícita de legitimidad y regla.
El espacio debe llenarse de vida propia para satisfacernos y hacernos felices. De ahí que la
proyección de la visión tridimensional, que nace sólida y ya desarrollada de lo sustancial
del hombre, asuma otro propósito en su presencia en el camino: el establecimiento de su
propia vida, el empuje para formarse y aislarse como organismo independiente. De ahí que
la oposición de las fuerzas, de las partes portantes y portadas, que proveen de existencia
independiente al cerramiento del espacio con leves deformaciones en sus paredes a través
de su estructura interna, motive la existencia y la forma de ser de la persona e inaugure para
ella una nueva fuente de deliciosas consideraciones estéticas. Consecuentemente, nuestros
filósofos del arte cayeron en el error de considerar la arquitectura como representación
ideal de las leyes de gravedad que regulan el universo o como representación emocional de
los términos de fuerza y carga[6], como si esta función, aparentemente didáctica, fuera su
principal propósito, cuando lo cierto es que esto puede serle atribuido como mucho a una
construcción articulada, es decir, al desarrollo posterior del crecimiento del organismo.
Por esta razón los especialistas en estética y composición arquitectónica dan como válida
una construcción cuando ésta muestra mediante la existencia de una cubierta sólida la clara
contraposición entre la fuerza y la carga, los elementos portantes y los portados[7]; es decir,
cuando la fracción de espacio creado aparece como un cuerpo espacial fijo e inmóvil. Se
detienen por ello preferentemente sólo en la estructura y en el exterior del edificio, sin
prestar ninguna atención a la creación del espacio como tal, al desbordamiento, la
perspectiva y la composición espacial. La cara interior de la creación arquitectónica y la
explicación psicológica de un motivo cada vez más vivo se les pierde con ello.
Empieza a quedar clara aquí la distinción fundamental que hemos hecho al intentar no
prestar atención en nuestro concepto de obra de arte arquitectónica a su construcción
completa en material duradero. Al discutir el exterior de un edificio y su articulación
esencialmente tectónica somos capaces de abstraer mucho menos de las condiciones del
armazón constructivo y del tratamiento técnico de los materiales de construcción, ya que en
el juego de las fuerzas estas condiciones de la realidad tienen mayor influencia. Las formas
articuladas y las partes tectónicas estarán más vivificadas e inundadas por la sensación de
fuerza del hombre cuanto más se acerquen desde la regularidad abstracta de su forma básica
(determinada por su función en del todo) a la forma escultórica.
Sin embargo distinguimos también en el amplio círculo de su efecto una zona más estrecha
donde se efectúa la transición al estrictamente desarrollado arte monumental, que, como tal,
puede suponer siempre el punto central y culminante de toda el área. En aquellos
comienzos era igualmente válido el fabricar en el exterior una envolvente con setos verdes,
con verjas o empalizadas de madera, con piedras en lajas o cantería firmemente aparejada;
era lícito también construir una cabaña con ramas vivas cubiertas de hojas frescas o cubrir
una estructura de cañas de bambú con esteras y pieles de animales. Posteriormente el arte
tomó conciencia de que la pared no podía ser transparente si debía encerrar un espacio
interior, un espacio auto-contenido; que ni una ventana de cristal casi invisible ni una hilera
de columnas con sus intervalos abiertos pueden ser equivalentes a los que una alfombra
colgada consigue. La misma lógica fue aplicada al cerramiento de la parte superior: la tela
tensada que protegía del sol y como mucho ante una lluvia ligera, se convirtió en una
cubierta plana de madera o de piedra, en pared sólida horizontal, en bóveda, aún más unida
al muro de carga, o en una cúpula comparable quizá a un firmamento en miniatura. Con la
consolidación general de la cultura y el cultivo de una filosofía de vida basada en
tradiciones heredadas o en una teoría sistemática, la arquitectura, como base de la forma
artística y del escenario permanente, también aprendió a sentirse y actuar como aliado leal
y noble de la civilización humana. Desde entonces la arquitectura ha adaptado cada vez
más consciente al espíritu que busca expresión a través de sus obras.
Pero del pasado gris aún nos suena la leyenda de Prometeo, del poderoso, el Titán al que
Zeus, para restablecer el orden pacífico entre los hombres, ató a una roca con lazos de
adamantino, el gigante encadenado al que las olas lloran y pretenden liberar en un abrazo
espumoroso. Y, si pensamos luego en los templos de los olímpicos, entendemos porqué el
poeta griego impulsivamente describía al creador de edificios como arcitektwu auhr
(hombre arquitecto), que le da forma a su visión del mundo, no sabía balbucear mayor
título de honor para él que el de summus architectus.
¿Deberíamos realmente estar de otra forma cuando hoy en día se alza ante nuestros ojos
una elevada posición de jurisprudencia, que el pueblo alemán ha erigido como fortaleza de
convicción sonora frente a los impulsos repentinos y vacilaciones del sentido de justicia del
individuo? ¿No debería la arquitectura, recuperando el aspecto interior consagrado de sus
creaciones, aún hoy en día encontrar de nuevo su camino hacia los corazones del pueblo
llano como creadora de espacio? Se dice que es el alma la que construye el cuerpo a su
imagen y semejanza. La historia del arte de la construcción es la historia de la sensación
espacial y con ello, consciente o inconcientemente, un componente fundamental en la
historia de la contemplación del mundo. Hoy en día, como siempre, la verdadera expresión
artística de nuestra propia sensación espacial será recibida con placer y disfrutada con
gratitud en todos aquellos lugares imperecederos donde el trabajo de nuestra civilización
continúa hacia el recogimiento doméstico y el refugio acogedor de nuestras vidas privadas.