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La vida de Mel.

A primera vista, nadie habría dicho que era una mujer guapa.

Tampoco era muy alta pero lo parecía, porque sus piernas eran ligeramente
más largas de lo que correspondía al tamaño de su tronco, tanto como sus
brazos e igual de hermosas. Cuando llevaba menos de una semana trabajando
en el bar, alguien la definió como una falsa delgada y aquella ocurrencia
triunfó, porque explicaba los misteriosos contrastes de su cuerpo, la cintura
breve y flexible de una adolescente, los pechos redondos, pesados y juveniles,
las caderas anchas de una mujer madura sin un gramo de grasa de sobra. Eso,
lo que podían ver, era todo lo que sabían de ella.

Se cruzaban apuestas sobre su edad, que los más optimistas situaban por
debajo de los treinta y los más escépticos llevaban más allá de los cuarenta.
También sobre su nombre, aunque ese abanico era más estrecho. La llamaban
Mel, tal vez de Amelia, quizás de Melisa, aunque nadie podía descartar que
hubiera escogido un diminutivo al azar con la única intención de despistar.

Nadie se interesó por ella hasta el tercer día en el que se encargó de atender las
mesas. Hasta entonces ningún parroquiano le había prestado mucha atención.
El pelo teñido de rubio, los ojos marrones, la nariz larga, la barbilla apuntada,
una chica como tantas, se dijeron. Pero al día siguiente repararon en la gracia
con la que se movía, una armonía íntima, secreta, que imprimía a sus
movimientos un ritmo peculiar, como si bailara al ritmo de una música que
sólo ella escuchaba. Y sin embargo no era simpática. Aunque trataba bien a los
clientes, ahorraba palabras y sonreía lo justo, ni mucho ni poco, nunca del
todo. Cuando sus labios se curvaban, detrás de unos dientes blancos,
intachables, asomaba una sombra, la huella de un dolor pequeño y const ante.
Así intuyeron que aquella mujer había vivido de más, que cargaba con más
peso del que parecían soportar sus hombros. Y Mel se convirtió en el asunto
más importante de todos los días, pero si su jefa conocía su pasado, nunca lo
traicionó.

– Es honrada, trabajadora… –María fijaba la vista en la bayeta con la que


limpiaba el mostrador y siempre respondía igual a todas las preguntas –. Muy
buena chica.

El único cliente que averiguó algo más nunca había hecho preguntas sobre Mel.
Tampoco se pasaba la vida atornillado a la barra, aunque desayunaba en el bar
todos los días, siempre con su compañero. Aquella mañana no había sido una
excepción, pero media hora antes de que terminara su turno, Sánchez, que
estaba delicado del estómago, vomitó en el pasillo de la comisaría, y cuando
llegó el aviso ya se había marchado a casa.

Aquella familia numerosa, hacinada en un piso de sesenta metros en una


barriada del extrarradio, llamaba a la policía varias veces a la semana, por los
motivos más variados y el mismo imperturbable resultado. Cuando el coche
patrulla acudía, los padres ya se habían reconciliado, los niños habían
aparecido, los hermanos habían dejado de pegarse o el gato había vuelto a la
cocina sano y salvo. El agente Román estuvo a punto de no ir, pero en el último
momento decidió que le pillaba de camino, que no tenía hijos que cuidar ni una
mujer que se enfadara si llegaba tarde a casa, y que no perdía nada por echar
un vistazo.
La visita fue tan breve como de costumbre, pero tuvo una consecuencia
inesperada. Porque cuando estaba bajando el último peldaño de la escalera,
una mujer abrió el portal con su llave.

Era Mel, pero no lo parecía. Al agente Román le costó trabajo reconocerla en


aquella joven de expresión animosa, dulce y triste al mismo tiempo»

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