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Me pasaba las mañanas tras el, “Paco, corre, que van a subastar los
emperadores”, pero el chico permanecía en cuclillas, junto a las redes, donde
se había enganchado algún pez raro e inservible. Su pobre padre estaba
desesperado, pertenecía a la quinta generación de una familia dedicada al
negocio de exportación, y su hijo, el único varón que Dios le dio, se dejaba
quitar hasta las partidas menos codiciadas. Cuando me enteré que Paco
Cámara se iba a la capital a estudiar biología respiré todo el aire de la mar. Los
años siguientes ya no tuve que perseguirle saltando entre los jureles y las
palometas.
Ahora solo le vemos tres o cuatro días por año, en la cantina, después de la
subasta, con sus camisas limpias y oliendo a perfume. Aún le gusta fastidiarme.
“Anda, que no te he hecho rabiar, ¿ Eh, barbas?”, me recuerda, “anda
condenado”, le digo yo, “que eres un condenado. Menos mal que te largaste”, y
el chico se ríe, “vamos, Barbas, déjame que te invite al café”.
Viene poco a vernos, ya digo, aunque algunas veces llega alguien del puerto
con un periódico en la mano y leemos su nombre en la portada, “¿Habéis
visto?”, grita algún mozo, “el chico del patrón ha vuelto a descubrir otra de esas
cosas sobre el comportamiento de las barracudas” ” Bah,” les digo, “esos
bichos no valen ni para caldo. No los quieren ni las monjas”