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Introducción
Introducción: La indignación
La mujer adúltera
Comentario posterior
La sentencia
Introducción: La conciencia
La respuesta
Comentario posterior: El coraje
El centro
La vuelta
La conversión
Comentario preliminar: Escuchar historias
como una sinfonía
La reunión
Comentario preliminar: La plenitud
La comprensión
PEQUEÑOS CUENTOS
La ceguera
Comentario posterior: Las imágenes internas
La curiosidad
El entendimiento
La rabia
El fuego
El todo
Dos tipos de medida
La dependencia
El otro placer
La objeción
Cuentos en una frase
Orden y plenitud
Orden y amor
El No ser
Los jugadores
El camino
Introducción: Los opuestos
Dos tipos de saber
Caminos de sabiduría
La verdad
El héroe
El vacío
Lo mismo
La plenitud
Gracias al amanecer de la vida
El círculo
REFLEXIONES FINALES
Reconócete a ti mismo
Lo nuevo
Sostenidos
Completo
La luz
A quien le llegue la hora
Nadar con la corriente
A lo último
INTRODUCCIÓN
Bert Hellinger
CONSIDERACIONES PRELIMINARES
Los opuestos
El tomar
Los supervivientes
La compensación
La solución
Un hombre le contaba a un amigo que su mujer todavía le re-
prochaba que hace 20 años, pocos días después de la boda,
la hubiera dejado sola para irse seis semanas de vacaciones
con sus padres, que le dijeron que lo necesitaban para con-
ducir.
Todas las explicaciones y disculpas que él le había presentado
hasta entonces no le habían servido de nada.
El amigo le aconsejó lo siguiente: ”Deja que desee o haga algo
para ella que a ti te duela por lo menos lo mismo que a ella le
dolió entonces”. Al hombre se le iluminó la cara:¡esa era la
clave!
El vengador
Un hombre de unos 40 años que acudía a psicoterapia tenía
miedo de no poder controlar su violencia y hacer daño a al-
guien.
Considerando su carácter y su personalidad, no existían
razones que fundamentaran dicho temor, de ahí que el tera-
peuta le preguntara si en su familia había habido violencia.
Salió a la luz que su tío, el hermano de su madre, había sido
un asesino. Este hombre tenía una empresa y una de las
empleadas además era su amante. Un día, este hombre le
mostró a ella la foto de otra mujer y le pidió que fuera a la
peluquería y se hiciera el mismo peinado que llevaba la mu-
jer de la foto.
Cuando ya hacía algún tiempo que su amante llevaba ese
peinado, hicieron un viaje al extranjero y allí la mató. Luego
regresó a su país con la mujer de la foto, la que le había
mostrado a su víctima, y ella se convirtió en su empleada y
amante. Pero el homicidio se descubrió y al hombre lo con-
denaron a cadena perpetua.
El terapeuta quiso saber más sobre sus parientes, sobre
todo sobre sus abuelos, los padres del asesino, ya que se
preguntaba dónde se había originado aquella pulsión ase-
sina.
Pero el paciente no le pudo proporcionar mucha informa-
ción. De su abuelo no sabía nada y de su abuela, que había
sido una mujer muy creyente y respetada. El paciente inda-
gó más a fondo y descubrió que durante la época de los na-
zis, su abuela había denunciado a su propio marido por ho-
mosexual.
El hombre fue arrestado, trasladado a un campo de concen-
tración y asesinado.
La verdadera asesina en este sistema fue la abuela: de ella
partió la fuerza destructora. El hijo intervino como un segun-
do Hamlet, vengador de su padre, pero -también como
Hamlet-, obnubilado por una doble transferencia. Él asumió
la venganza en lugar de su padre: esa fue la transferencia
del sujeto. Le perdonó la vida.
Respetó a su madre y en su lugar asesinó a su primera
amante: esa fue la transferencia del objeto.
Y luego asumió las consecuencias no sólo de su propio
crimen, sino también del crimen de su madre.
Y así se asemejó a ambos padres: a la madre por el crimen
y al padre por la prisión.
La segunda vez
Un hombre y una mujer, ambos ya casados, se enamoran.
Cuando la mujer queda embarazada se divorcian de sus an-
teriores cónyuges y contraen un nuevo matrimonio. La mujer
no tenía hijos. El hombre aportaba una hija pequeña del
primer matrimonio, a quien dejó con su madre.
Ambos se sentían culpables ante la primera esposa y la hija
de él y anhelaban que la mujer los perdonara. Pero la primera
esposa estaba furiosa porque su hija y ella estaban pagando
un precio muy alto en beneficio de ellos dos.
Un día, conversando con un amigo sobre el tema, el amigo
les pidió que se imaginaran cómo se sentirían si la mujer real-
mente los perdonara. Y ahí se dieron cuenta de que hasta
ese momento habían eludido asumir las consecuencias de su
culpa, y que su afán de ser perdonados entraba en contra-
dicción con la dignidad y los deseos de todos.
Reconocieron que habían construido su felicidad a costa de
la desdicha de aquella primera mujer y de su hija, y decidie-
ron responder adecuadamente a las reclamaciones justifi-
cadas de la mujer.
Sin embargo, se mantuvieron firmes en su elección.
La revelación
Una mujer se divorció de su esposo a causa de un amante.
Después de muchos años se dio cuenta de que aún amaba
a su ex marido y le preguntó si podía volver a ser su espo-
sa. Pero él no quiso pronunciarse entonces y juntos resol-
vieron consultar a un terapeuta.
El profesional comenzó preguntándole al hombre qué espe-
raba de él. El hombre le respondió: “Sólo busco una revela-
ción”.
El terapeuta respondió que eso era difícil, pero que se es-
forzaría por lograrlo. Luego le preguntó a la mujer qué po-
día ofrecerle a su marido para que él quisiera volver de
nuevo con ella.
Ella se lo había imaginado todo demasiado fácil y lo que
ofrecía no suponía ningún compromiso. No era, pues, de
extrañar que su ofrecimiento no produjera efecto alguno
en aquel hombre.
El terapeuta le indicó a la mujer que, ante todo, debía re-
conocer que con su proceder le había hecho mucho daño
a su marido. Y que él debía poder percibir que ella quería
reparar ese daño. La mujer se quedó algo pensativa, lue-
go lo miró a los ojos y le dijo: ”Siento mucho lo que te hi-
ce. Por favor, déjame volver a ser tu mujer. Te amaré y
te cuidaré, y en el futuro podrás confiar en mí”.
El hombre, sin embargo, seguía sin conmoverse.
El terapeuta lo miró y le dijo: “Lo que tu mujer te hizo en
aquella ocasión debe haber sido muy doloroso para ti y
no quieres volver a vivirlo”. Al hombre se le humedecie-
ron los ojos.
El terapeuta continuó: “Quien sufre un dolor tan grande se
siente moralmente superior al otro y por eso se atribuye
el derecho de rechazarlo, como si no lo necesitara.
Ante tanta inocencia, el culpable no tiene ninguna posibi-
lidad”.
El hombre sonrió al sentirse descubierto: el terapeuta ha-
bía dado en el clavo. Luego se giró hacia su mujer y la
miró cariñosamente a los ojos.
El terapeuta les dijo: “Esta fue la revelación. Son cin-
cuenta marcos. Ahora váyanse. No quiero saber cómo
sigue”.
El respeto
Un hombre y una mujer le preguntaron a un maestro qué
podían hacer con su hija, ya que en multitud de ocasiones,
cuando la madre le ponía límites, no se sentía apoyada
por su marido.
En tres párrafos, el profesor les explicó las reglas de una
educación lograda:
1. En la educación de sus hijos, el padre y la madre con-
sideran correctos aquellos valores que en sus familias de
origen también eran correctos o que, en su defecto, falta-
ban.
2. El niño reconoce y acepta aquellos valores que en las
familias de origen de sus padres también fueron correctos
o faltaron.
3. Si uno de los padres logra imponerse al otro en la edu-
cación, el hijo se alía secretamente con la parte derrotada.
A continuación les propuso que se permitieran percibir
dónde y cómo la hija les manifestaba su amor. Se miraron
a los ojos y se les iluminó la cara.
Y por último el maestro aconsejó al padre que, de vez en
cuando, le hiciera saber a su hija la alegría tan grande que
sentía al ver que ella era buena con su madre.
El lugar
Un padre había castigado a su hijo por desobediente. A la
noche siguiente, el hijo se ahorcó.
A pesar de que habían pasado muchos años desde aque-
llo, la culpa no dejaba vivir en paz al padre.
Conversando con un amigo, se acordó que pocos días
antes del suicidio, cuando la madre contó en la mesa que
estaba nuevamente embarazada, este hijo exclamó alte-
rado: “¡Por el amor de Dios!,¡si ya no cabemos!”. De re-
pente, el padre lo entendió todo: el hijo se había ahorca-
do para ahorrarles una preocupación.
Así hacía sitio para el niño que venía.
La añoranza
Una vez, una joven sentía una añoranza incontrolable que
ella misma no se podía explicar. De repente se dio cuenta
de que esa añoranza no era suya sino de su hermana, hija
del primer matrimonio de su padre. Cuando su padre se ca-
só por segunda vez, no le permitieron verlo más, ni a él ni
a sus hermanastros.
A todas estas, la hermana se había ido a vivir a Australia y
el contacto con ella estaba totalmente interrumpido. La jo-
ven logró, sin embargo, comunicarse con ella, la invitó a ir
a Alemania y hasta le envió el billete.
Pero el destino no se pudo revertir: en el camino al aero-
puerto la hermana desapareció.
El temblor
En un grupo terapéutico, de repente una mujer empezó a
temblar.
Al observarlo, el terapeuta tuvo la impresión de que aquel
temblor era de otra persona.
Entonces le preguntó: “¿De quién es ese temblor?” “No sé”,
respondió ella.
El otro continuó preguntando: ”¿Podría ser de un judío?”.
“De una judía”, respondió la mujer.
Cuando esta mujer nació, un oficial del servicio de seguridad
nazi fue a felicitar a su madre en nombre del partido. Detrás
de una puerta había una judía a la que habían escondido
en la casa. Era ella la que temblaba.
El miedo
Una pareja llevaba muchos años casada. Sin embargo, no
vivían juntos porque el hombre afirmaba que el trabajo ade-
cuado para él sólo lo encontraba en una ciudad que estaba
muy lejos.
Cuando en el grupo se le hizo ver que donde vivía su mujer
también podía encontrar un trabajo semejante, siempre daba
alguna excusa. Así, se puso en evidencia que debía haber
otro motivo encubierto que justificara su comportamiento.
Contó que su padre estaba enfermo de tuberculosis y que
había pasado muchos años ingresado en un sanatorio que
se encontraba muy lejos de la casa. Cuando iba a visitar a su
esposa y a su hijo, ambos quedaban expuestos al contagio.
Aunque el peligro ya hacía mucho que había desaparecido,
su hijo asumía el mismo miedo, el mismo destino, y se mante-
nía lejos de su mujer como si él también representara un
peligro.
La frase perdida
Un joven, con tendencia al suicidio, relata en un grupo que
cuando era niño le dijo a su abuelo materno: “¡A ver si te mue-
res de una vez y haces sitio!”. El abuelo se rió a carcajadas,
pero a él no se le había podido ir esa frase de la cabeza.
El coordinador del grupo opinaba que la frase había salido
de la boca del niño, pero que correspondía a otro contexto en
el que no pudo ser expresada. Y realmente encontraron lo que
buscaban.
Resulta que su otro abuelo, el paterno, había mantenido
tiempo atrás relaciones con su secretaria y, por ese entonces,
su mujer cayó enferma de tuberculosis. En ese contexto la
frase sí encajaba, aunque el abuelo ni siquiera fuera cons-
ciente de ella: “¡A ver si te mueres de una vez y haces sitio! El
deseo se hizo realidad: la mujer murió.
Los descendientes, sin tener ni la más remota idea, se hicieron
cargo de la culpa y del castigo, y llevaron ese destino
como si les fuera propio.
Primero, un hijo evitó que su padre sacara provecho de la
muerte de su madre y se fugó con la secretaria.
Luego un nieto hizo suya la frase siniestra y estaba dispuesto
a expiar la culpa suicidándose.
La soberbia
Una vez en un grupo, una mujer contó que su padre era ciego
y su madre sorda, así que ambos se complementaban muy
bien. Sin embargo, esta mujer sostenía que se tenía que ocupar
de sus padres, aunque su madre le decía: “Yo puedo arreglár-
melas sola con papá”, y también el padre afirmaba: “Yo
puedo ocuparme solo de mamá. No necesitamos tu ayuda”.
Los padres la habían puesto en su lugar de hija y esto no le
gustó nada.
Esa noche la mujer no pudo dormir y al día siguiente me
preguntó si yo la podía ayudar, a lo que respondí: “quien no
puede dormir es porque cree que debe vigilar”.
Luego le conté un cuento de Borchert, el del chico de Berlín
que, cuando acabó la guerra, cuidaba de su hermano
muerto para que no se lo comieran las ratas.
El pobre chico estaba agotado creyendo que debía velar por
su hermano. Entonces apareció un hombre lúcido que le dijo:
”¡Pero si las ratas duermen de noche!”. Y con eso el niño se
durmió.
También la mujer durmió a la noche siguiente.
El orden
Un joven empresario, único representante de un producto en
su país, llega con su coche deportivo y habla de sus éxitos.
Es evidente que es una persona capaz y un seductor irresis-
tible.
Pero tiene una debilidad: bebe. Su contable le advierte que
saca demasiado dinero de la empresa para fines privados,
con lo cual pone en peligro el negocio. A pesar de todos sus
triunfos,
inconscientemente busca perderlo todo.
Se vino a descubrir que su madre echó a su primer marido
porque, según ella, era un inútil. Más adelante se casó con
el padre de este joven, pero aportó un hijo del anterior matri-
monio.
Le prohibió seguir viendo a su padre y, hasta ese día, ese
hijo seguía sin tener contacto con él y ni siquiera sabía si
aún vivía.
El joven empresario se dio cuenta de que no se permitía
tener éxito porque pensaba que tenía su vida a costa de la
desdicha de su hermano. Entonces encontró la siguiente so-
lución:
En primer lugar, pudo reconocer que el matrimonio de sus
padres y su propia vida estaban inevitablemente relacionados
con la pérdida que habían sufrido su hermano y el padre de
éste.
En segundo lugar, pudo aceptar el éxito y decirle al resto
del mundo que tenía los mismos derechos y que se sentía a la
misma altura.
Y, en tercer lugar, estaba dispuesto a hacer algo especial
por su hermano, para mostrar su voluntad de equilibrar el dar
y el tomar: se propuso encontrar al padre de su hermano y con-
certar un encuentro entre los dos.
La pasión
Un matrimonio fue a consultar a un conocido terapeuta con la
esperanza de encontrar ayuda: “Cada noche nos esforzamos al
máximo para contribuir a la conservación de la especie, pero a
pesar de que ponemos todo nuestro afán no hemos podido
cumplir con nuestro cometido. ¿En qué fallamos, qué tenemos
aún que aprender y que hacer?”.
El terapeuta les pidió que lo escucharan en silencio y que
luego se fueran corriendo a casa y no comentaran nada entre
ellos. A ambos les pareció bien.
Acto seguido les dijo: “Cada noche os afanáis con todas
vuestras fuerzas en contribuir a la conservación de la especie,
pero a pesar de vuestros esfuerzos, no habéis podido cumplir
aún con vuestro cometido. ¿Por qué simplemente no dais
rienda suelta a vuestra pasión?”. Y no les dijo nada más.
Se pusieron de pie y, sin perder tiempo, se fueron a casa.
En cuanto se quedaron solos, se quitaron la ropa y se amaron
con pasión y verdadero placer. Dos semanas después, la
mujer estaba embarazada.
Otra mujer, ya mayor, en un ataque de pánico, como si ya no
fuera a encontrar nunca más un marido, puso un anuncio en el
periódico: “Enfermera busca viudo con hijos para matrimonio”.
¿Qué expectativas de lograr una relación íntima hubiera teni-
do? También podía haber puesto: ”Mujer desea hombre.
¿Qué hombre me desea a mí?”.
Los celos
En un grupo, una mujer contó que torturaba a su marido con sus
celos y que, a pesar de reconocer lo absurdo de su comporta-
miento, no lo podía remediar. El coordinador del grupo le mostró
la solución. Le dijo: “como tarde o temprano vas a perder a tu
marido, ¡disfrútalo mientras lo tengas!”. La mujer se rió y se
sintió aliviada. Días después su marido llamó al coordinador y le
dijo:
”Te doy las gracias porque conservo a mi mujer”.
Algunos años antes, este mismo hombre y su compañera de
entonces habían asistido a un curso con este mismo coordina-
dor.
Durante el seminario, sin reparar en el dolor que le pudiera
causar a la mujer, dijo ante todos los asistentes que tenía una
nueva pareja, más joven, y que por ella se iba a separar de su
actual compañera, con la que había convivido durante siete
años.
Pasado un tiempo asistió a otro curso, esta vez con su
nueva pareja. Ella quedó embarazada durante el seminario y
poco después se casaron.
Para el coordinador ahora quedaba claro cuál era el motivo
de sus celos.
Esta mujer había negado ante todos el vínculo de su marido
con su anterior pareja, y con sus celos enfatizaba públicamen-
te su derecho sobre él.
Sin embargo, en su interior sí reconocía el vínculo anterior
y su propia culpa. Por lo tanto, sus celos no eran en absoluto
la prueba de la infidelidad de su marido, sino un reconoci-
miento secreto de que ella no era digna de él y de que una
separación provocada por ella era el único camino para re-
conocer el vínculo aún existente, y también una prueba de su
solidaridad con la anterior pareja de él.
El engaño
Había una vez un viejo rey que, viendo acercarse la hora de su
muerte y preocupado por el futuro de su reino, mandó llamar
al criado más fiel, de nombre Juan, le confió un secreto y le
dijo: ”Ocúpate de mi hijo, pues aún no tiene experiencia, y sírve-
le con la misma lealtad con que me serviste a mí!”.
El fiel Juan se sintió muy importante -en verdad, no era más
que un sirviente- y, sin sospechar nada malo, levantó su mano
y sentenció: “Os prometo guardar vuestro secreto y ser fiel a
vuestro hijo, como lo fui con vos, aunque me cueste la vida”.
El rey murió y cuando ya habían pasado sus exequias, el fiel
Juan llevó al joven rey a conocer el palacio, le abrió todas las
habitaciones y le mostró los tesoros del reino. Una puerta, sin
embargo, no la abrió, la pasó por alto. El nuevo rey, obstinado,
le ordenó que también la abriera, pero Juan le contestó que su
padre se lo había prohibido. Cuando el empecinado rey amena-
zó con abrirla por la fuerza, Juan cedió y la abrió, pero se
adelantó con rapidez y se puso delante de un cuadro para que
el rey no lo viera. El rey se dio cuenta, apartó a Juan hacia un
lado, miró el cuadro y cayó al suelo desmayado: era un retrato
de la Princesa de la Cúpula Dorada.
Cuando volvió en sí, todavía estuvo un tiempo como en simis-
mado, y no tenía otro pensamiento que no fuera convertirla
en su mujer. Pedir su mano directamente le pareció muy
arriesgado, pues sabía que su padre ya había rechazado a
todos y cada uno de los pretendientes. Así fue como el fiel
Juan y el rey tejieron una artimaña.
Averiguaron que la Princesa de la Cúpula Dorada amaba
todo lo que fuera de oro, sacaron joyas y vajillas de oro del te-
soro real, las cargaron en un barco, se hicieron a la mar y llega-
ron a la ciudad donde vivía la princesa. Una vez allí, el fiel
Juan tomó algunas piezas y se puso a venderlas disimulada-
mente delante del palacio.
Cuando la princesa se enteró, fue a ver lo que se vendía. En-
tonces Juan le contó que en el barco tenían mucho más y la
convenció para que fuera hasta allí. Una vez en la embarca-
ción, la recibió el rey disfrazado de mercader y la princesa aún
le pareció mucho más hermosa que en el cuadro. La llevó aden-
tro y le mostró los tesoros de oro.
Mientras tanto, levaron el ancla, izaron las velas y el barco
se hizo de nuevo a la mar. Al pronto, cuando la princesa se dio
cuenta, se quedó muy desconcertada, pero luego comprendió
lo que estaba ocurriendo y que, en el fondo, eso correspondía
con sus más íntimos deseos, por eso siguió el juego.
Cuando ya había visto todo el oro, miró hacia afuera y vio
que el barco se había alejado bastante de la costa. Entonces
se asustó. El rey le tomó la mano y le dijo: “¡No temas! No soy
un mercader, soy un rey, y te amo tanto que te pido que seas
mi mujer”. Ella lo miró y lo encontró atractivo, contempló el oro
y le dijo que sí.
El fiel Juan llevaba el timón y silbaba divertido, satisfecho
por lo bien que había salido la jugada. En eso aparecieron
tres cuervos, se posaron sobre el mástil y comenzaron a ha-
blar.
El primero dijo: “El rey aún no tiene segura a la princesa:
cuando lleguen a tierra vendrá a su encuentro un caballo rojo
como el fuego. Cuando lo monte para cabalgar hacia el palacio,
el caballo emprenderá el galope y no verán al príncipe
nunca más”.
El segundo dijo: “A no ser que alguien se le adelante y salte
sobre el caballo, tome el arma que lleva en la silla y mate al
caballo”. Y el tercero dijo: ”Pero si alguno de los que sabe esto
lo cuenta quedará convertido en piedra desde los dedos de los
pies hasta las rodillas”.
El segundo cuervo dijo: “Aún suponiendo que supera el primer
obstáculo, el rey aún no tiene segura a la princesa: cuando
llegue a su palacio encontrará un traje de boda. Querrá ponér-
selo enseguida, pero se prenderá fuego como resina fresca
y le quemará hasta los huesos”.
El tercer cuervo dijo: “A no ser que alguien se le adelante,
tome el traje con guantes y lo tire al fuego”.
Y el primer cuervo agregó: ”Pero si alguno de los que sabe
esto lo cuenta quedará convertido en piedra desde las rodillas
hasta el corazón”.
El tercer cuervo prosiguió: “Aunque superara el segundo
obstáculo, el rey aún no tiene segura a la princesa: cuando
comience el baile nupcial, la reina se desmayará y caerá al
suelo como si estuviera muerta. Y si no aparece rápido alguien
que le abra el corsé, le saque el pecho derecho, le chupe tres
gotas de sangre y después las escupa, la reina morirá”.
Y el segundo cuervo añadió: ”Pero si alguno de los que
sabe esto lo cuenta quedará convertido en piedra desde el
corazón hasta la cabeza”.
Ahí tomó conciencia Juan de que la cosa iba en serio. Pero,
fiel a su juramento, se propuso hacer todo lo posible para sal-
var al rey y a la reina, aunque le costara la vida.
Cuando tocaron tierra sucedió todo tal cual habían predicho
los cuervos. Un caballo rojo como el fuego apareció al ga-
lope y, antes de que el rey lo pudiera montar, Juan se subió
al caballo, tomó el arma, y lo mató. Los otros criados del rey
exclamaron:
”¡Pero qué se ha creído éste! Ahora que el rey iba a
llegar a palacio cabalgando sobre este hermoso caballo, vie-
ne él y lo mata. ¡No se le puede permitir una cosa así!”. Pero
entonces el rey dijo: “Es Juan, mi fiel sirviente. Sus razones
tendrá para obrar así”.
Cuando entraron en el palacio, allí estaba el traje de boda
y, antes de que el rey lo fuera a buscar para ponérselo, Juan
lo tomó con guantes y lo arrojó al fuego. Entonces se escuchó
a otros sirvientes murmurar: ”¡Pero qué se habrá creído! Ahora
que el rey iba a ponerse el hermoso traje, viene éste y se lo
tira al fuego. No se le puede permitir una cosa así!”. Pero en-
tonces dijo el rey: “Es Juan, mi fiel sirviente. Sus razones ten-
drá para obrar así”.
Luego se celebró la boda, pero al comenzar el baile la reina
se puso pálida y cayó desplomada y como muerta. Juan acu-
dió enseguida a su lado y, antes de que el rey se atreviera a
hacer nada –aún era inexperto-, le abrió el corsé, le sacó el
pecho derecho, chupó tres gotas de sangre y luego las es-
cupió. La reina abrió los ojos y recobró la vida.
El rey, sin embargo, se avergonzó de eso y cuando escuchó
a los otros sirvientes que se burlaban, pensó que la situación
ya había llegado a un límite y que si ahora también perdonaba
a Juan, su autoridad quedaría en entredicho. Por eso reunió
al tribunal y condenó a muerte a Juan, su fiel sirviente.
A todo esto, Juan se preguntaba si debía revelar lo que le
habían dicho los cuervos: “Pase lo que pase voy a morir: si
no lo cuento, muero en la horca. Y si lo cuento me convierto
en piedra”. Al final se decidió por relatar lo sucedido, porque
pensó: “Quizás la verdad los haga libres”.
Cuando se hallaba ante su verdugo, igual que otros condena-
dos, pudo pronunciar sus últimas palabras. Entonces contó
ante todo el mundo por qué había hecho todo aquello que pa-
recía tan grave. Justo cuando terminó cayó al suelo conver-
tido en piedra. Así murió.
Todos los presentes lanzaron gritos de dolor. El rey y la
reina se retiraron a palacio y se recluyeron en sus aposentos.
Allí, la reina miró al rey y le dijo: “Yo también escuché los cuer-
vos, pero no dije nada por temor a convertirme en piedra”.
Ahí el rey le susurró al oído: ”Yo también los oí!”.
Pero el cuento no termina aquí. Resulta que el rey no se
atrevió a sepultar a Juan convertido en piedra, y lo puso de-
lante del palacio como si fuera una estatua. Cada vez que
pasaba por allí decía suspirando: “¡Ay, mi fiel Juan, qué pe-
na!”.
Pronto la reina quedó embarazada y con esto el rey se dis-
trajo del tema. Al año nacieron mellizos, dos niños preciosos.
Cuando los niños cumplieron tres años, el rey ya no pudo
más y le dijo a su esposa: ”Tenemos que hacer algo para de-
volverle la vida al fiel Juan, y lo lograremos sacrificando lo
más querido que tenemos”. La reina se asustó: “¡Lo más
querido que tenemos son nuestros hijos!”. “Sí”, respondió el
rey. A la mañana siguiente, tomó una espada, les cortó la
cabeza a sus hijos y derramó la sangre sobre el cuerpo pe-
trificado de Juan con la esperanza de que volviera a la vida.
Pero la piedra, piedra quedó.
Al verlo, la reina gritó: “¡Esto es el fin!”. Se retiró a sus apo-
sentos, recogió sus cosas y a los tres días volvió a su país.
El rey, sin embargo, fue a la tumba de su madre y allí lloró
largo tiempo.
La fe
Alguien cuenta que escuchó a dos personas comentando có-
mo hubiera reaccionado Jesús si al decirle a un enfermo
“¡Levántate, toma tu cama y vete a tu casa!”, éste le hubie-
ra respondido:
“¡No quiero!”.
Una de las dos contestó que probablemente Jesús no hubiera
dicho nada al principio, pero luego se habría dirigido
a sus discípulos diciendo: “Este hombre honra a Dios más
que yo”.
REFLEXIÓN: CONTRADICCIONES
La exigencia
En tierras de Aram, donde hoy se encuentra la actual Siria,
vivía hace mucho tiempo un general fiel a su rey, famoso por
su fortaleza y valentía. Un día se enfermó gravemente de le-
pra, fue aislado y ya no pudo tener contacto con nadie, ni si-
quiera con su esposa.
Un día, una esclava le contó que en su país vivía un hombre
que sabía curar su enfermedad. Así, pues, reunió a su séqui-
to, tomó diez talentos de plata, seis mil monedas de oro,
diez trajes de fiesta, una carta de recomendación de su rey,
y se puso en marcha.
Después de andar un largo camino y de extraviarse algunas
veces, llegó a la casa de quien había de curarle y pidió que lo
dejaran entrar.
Ahí estaba el hombre con todo su séquito, sus tesoros, la
carta de recomendación de su rey, a la espera de que alguien
le abriera la puerta. Pero nadie le hacía caso. Ya estaba algo
nervioso e impaciente cuando se abrió la puerta y apareció un
criado que se le acercó y le dijo: “Mi señor te manda a decir
que te laves en el Jordán, que eso te sanará”.
El general creyó que se estaban burlando de él. “¿Qué?
–dijo– “¿Y éste es un sanador? ¡Por lo menos tenía que haber
venido personalmente a hablar conmigo, invocar a su Dios,
realizar un largo ritual y tocar mis llagas con su mano! ¡Igual
así me hubiera curado! Y en lugar de todo eso, ¡quiere simple-
mente que me bañe en el Jordán!. Hecho una furia dio media
vuelta y emprendió el regreso a casa.
En realidad, este es el verdadero final de la historia. Pero
como se trata de un cuento, tiene un final feliz. Continúa así:
Cuando el general ya llevaba un día de marcha, al anochecer
se acercaron sus criados y de buenas maneras le dijeron:
“Querido padre: si este sanador te hubiera pedido algo extra-
ordinario y fuera de lo común, como por ejemplo que fueras
en barco a países lejanos, que te sometieras a dioses
extraños, que durante años escudriñaras tus propios pensa-
mientos, aunque todo eso te hubiera costado tu fortuna,
seguramente lo hubieras hecho. Pero tan sólo te pidió algo
muy sencillo”. Y así se dejó convencer.
De mal humor y desalentado se dirigió al Jordán, se bañó
en él y se hizo el milagro.
Al volver a casa, su esposa quiso saber cómo le había ido.
“Pues ya ves –contestó, me he curado. Aparte de eso no
pasó nada importante”.
CONSIDERACIÓN PRELIMINAR:
El final
Harold, un joven de unos veinte años que solía dejar impre-
sionados a todos al tratar de tú a tú a la muerte, le hablaba
a un amigo de su gran amor, Maude, una mujer octogenaria.
Le dijo que un día quiso celebrar con ella su cumpleaños y
también el compromiso de boda y que en plena celebración
ella le confesó que había tomado veneno y que sobre la me-
dianoche su vida habría acabado. El amigo se quedó pensa-
tivo un momento y luego le contó la siguiente historia:
“En un planeta diminuto vivía una vez un pequeño hombre.
Como no había nadie más se llamó a sí mismo Príncipe, es
decir el primero y el mejor. Además de él, vivía allí una rosa
cuya fragancia había sido exquisita tiempo atrás, pero que
ahora ya se estaba marchitando. El Pequeño Príncipe –aún
era un niño– no descansaba en su esfuerzo por mantenerla
viva.
Así, de día tenía que regarla y de noche, protegerla del frío.
Pero cuando él necesitaba algo de ella, y eso ya había su-
cedido en alguna ocasión, la rosa le enseñaba sus espinas.
No era, pues, de extrañar que con el paso del tiempo él se
hubiera cansado. Por eso decidió marcharse.
Primeramente visitó los planetas de los alrededores, tan
diminutos como el suyo, y sus príncipes, casi tan extraños
como él. Nada lo retenía allí.
Tiempo después llegó a la hermosa Tierra y fue a dar con
un jardín de rosas. Había miles, a cada cual más bella, y
su fragancia perfumaba todo el aire. Ni en sueños se hu-
biera imaginado que pudiera haber tantas rosas, ya que
hasta ese momento sólo conocía una. Así fue como que-
dó cautivado por su dulzura y su belleza.
Pero entre las rosas lo descubrió un zorro astuto. Fingía
ser tímido, y cuando vio que podía engatusar al pequeño
extraño, le dijo: “Quizás te parezca que todas las rosas
son excepcionales, pero no tienen nada de especial. Cre-
cen solas y sin cuidados. Tu rosa, en cambio, la de tu pla-
neta, es exigente porque es única. Vuelve con ella”.
Al oír esto, el Pequeño Príncipe se sintió confundido y tris-
te, y emprendió camino al desierto. Allí encontró un piloto
que había aterrizado por una avería y pensó que a lo mejor
podía quedarse con él, pero pronto vio que era frívolo y só-
lo quería conversar.
Entonces el principito le contó que regresaba a casa,
donde estaba su rosa.
Cuando se hizo de noche, se acercó a una serpiente, hizo
como si la fuera a pisar y entonces ella le mordió. Al pronto
se estremeció, luego se fue aquietando y así murió.
A la mañana siguiente el piloto encontró su cadáver. “¡Qué
listo!” –pensó– , y enterró su cuerpo en la arena”.
Según se supo más tarde, Harold no asistió al entierro de
Maude. En lugar de ello, y por vez primera en muchos años,
puso rosas en la tumba de su padre.
La posada
Alguien pasea por las calles de su ciudad. Todo le parece
familiar.
Le acompaña una sensación de seguridad y también de
ligera tristeza porque muchas cosas se mantienen en se-
creto, y una y otra vez se encuentra con puertas cerradas.
A veces hubiera querido dejarlo todo y marcharse lejos de
aquí. Pero algo lo sujetaba, como si estuviera luchando
contra un desconocido y no pudiera separarse de él antes
de conseguir su bendición.
Y así se siente prisionero entre ir hacia adelante o hacia
atrás, entre marcharse o permanecer.
El hombre llega a un parque y se sienta en un banco. Se
apoya contra el respaldo, respira profundamente y cierra
los ojos. Deja estar la larga lucha, se fía de su fuerza inte-
rior y siente que se va calmando y entregando, como se
entrega un junco al aire, en armonía con la variedad, el
vasto espacio y el largo tiempo.
Se ve a sí mismo como una casa abierta. Quien quiera
entrar, puede venir. Todo el que llega trae algo, se queda
un rato y luego se va. De esa manera, en esta casa hay
un continuo ir y venir, traer, quedarse y partir.
El que llega nuevo y trae algo nuevo, envejece mientras
se queda, y finalmente viene el tiempo de su partida. Tam-
bién llegan muchos desconocidos, gentes que durante mu-
cho tiempo fueron olvidadas o excluidas. Ellas también
traen algo, se quedan un tiempo y luego se van. Llegan
igualmente los malvados, a quienes preferiría prohibirles
la entrada, y también ellos aportan algo, encuentran su lu-
gar, se quedan un rato y vuelven a partir. Cualquiera que
venga siempre encuentra a otros que llegaron antes o que
vendrán después. Y como son muchos, cada uno tiene
que compartir. Todo el que tiene su lugar, también tiene
su límite. Todo el que quiera algo, también tiene que
adaptarse. Todo el que haya venido, puede desarrollarse
mientras se quede. Llegó porque otros se fueron, y se irá
cuando otros vengan. Así, en esta casa hay tiempo y es-
pacio suficientes para todos.
Así sentado, se siente a gusto en su casa, sabiéndose
unido a todos los que vinieron y vienen, aportaron y apor-
tan, se quedaron y se quedan, se fueron y se van. Lo
que antes estaba inacabado, ahora le parece completo;
percibe que una lucha se termina y que se hace posible
la despedida. Espera, sin embargo, el momento justo.
Después abre los ojos, echa una última mirada a su al-
rededor, se levanta y se va.
INTRODUCCIÓN: LA INDIGNACIÓN
La mujer adúltera
En Jerusalén, un hombre bajó en una ocasión del Monte
de los Olivos y se dirigió al Templo. Al entrar, un grupo de
eruditos justos trajeron a una mujer y, rodeando a aquel
hombre, la pusieron ante él diciendo:
- “Esta mujer ha sido sorprendida en adulterio. Moisés
nos mandó en la Ley que la lapidáramos. ¿Tú qué
dices?”.
Lo cierto es que no les interesaba ni aquella mujer, ni lo
que había hecho. Su propósito era tender una trampa a
un hombre conocido por su solicitud e indulgencia. Su
clemencia los indignaba.
Ellos, sin embargo, en nombre de esa ley, se sentían
autorizados a aniquilar tanto a la mujer como a aquel
hombre siempre y cuando no compartiera su indignación,
aunque no tuviera nada que ver con lo que la mujer había
hecho.
En este caso nos encontramos frente a dos grupos de
perpetradores.
Al primero pertenece la mujer, adúltera, a quien los indig-
nados llamaban pecadora. Al otro pertenecen los indigna-
dos, asesinos por sus intenciones, aunque no obstante
se llamaran justos.
Sobre ambos grupos pesaba la misma ley implacable,
con la única diferencia de que, en un lado, dicha ley lla-
ma injusticia a los actos malos y, en el otro, justicia a los
actos aún peores, justicia.
Pero el hombre al que querían tender la trampa escapó de
todos ellos: de la adúltera, de los asesinos, de la ley, del
cargo de juez y de la tentación de la grandeza. Delante
de todos se inclinó hasta el suelo. Pero al ver que los in-
dignados no comprendían su gesto, que lo criticaban y lo
acosaban, se incorporó y dijo:
- “Aquel de vosotros que esté libre de pecado, que arroje
la primera piedra”. Se volvió a inclinar y empezó a escribir
en la tierra.
De repente, todo había cambiado: ya que el corazón
sabe más de lo que la ley le permite o impone. Lo indig-
nados se fueron retirando, uno tras otro, comenzando
por los más viejos. El hombre, sin embargo, respetaba
su vergüenza y permanecía inclinado, escribiendo. Sólo
cuando los hombres se hubieron marchado, se incorporó
de nuevo y preguntó a la mujer:
- “¿Dónde están?, ¿no te han condenado?”
- “No, Señor”, contestó ella.
Después, como si estuviera de acuerdo con los que
antes se habían mostrado indignados, le dijo a la mujer:
- “Yo tampoco te condeno”.
COMENTARIO POSTERIOR
La sentencia
Un rico murió, y al llegar a las puertas del cielo, llamó y
pidió entrada. San Pedro le abrió y le preguntó qué que-
ría. El rico dijo “Quisiera una habitación de primera cla-
se, con vistas a la tierra y, además mi plato preferido a
diario y la prensa del día”.
San Pedro en un principio se resistía, pero al impacien-
tarse el rico, lo llevó a una habitación de primera, le trajo
su plato preferido y el periódico, le echó una última mira-
da y dijo: “Volveré dentro de mil años”, y cerró la puerta
tras él.
Al cabo de mil años volvió y miró por la ventanilla de la
puerta. “¡Por fin estás aquí!”, exclamó el rico, “¡Este cie-
lo es horrible!”. San Pedro movió la cabeza. “Te equivo-
cas”, dijo, “éste es el infierno”.
INTRODUCCIÓN: LA CONCIENCIA
Conocemos la conciencia como un caballo conoce a los
jinetes que lo montan y como un timonel conoce las estre-
llas en las que mide su posición y fija el rumbo. Pero, ¡ay!,
por desgracia son muchos los que montan al caballo, y
en el barco muchos timoneles se orientan por muchas es-
trellas distintas. Pero, y esta es la cuestión, ¿a quién se
subordinan los jinetes?, ¿qué rumbo el capitán le indica
al barco?
La respuesta
Un discípulo se dirigió a un maestro:
- ¡Dime qué es la libertad!
- ¿Qué libertad?, le preguntó el maestro.
La primera libertad es la necedad. Se asemeja al caballo
que, relinchando, derriba al jinete, pero tanto más fuerte
siente su mano después.
La segunda libertad es el arrepentimiento. Se asemeja al
timonel que se queda en el barco que naufraga en vez de
abandonarlo en un bote salvavidas.
La tercera libertad es el entendimiento. Viene después de
la necedad y del arrepentimiento y se asemeja a la brizna
que se balancea con el aire y, porque cede donde es débil,
se sostiene.
El discípulo preguntó: “¿Eso es todo?”.
El maestro replicó: “Algunos piensan que son ellos mismos
los que buscan la verdad de su alma. Pero es la Gran Alma
la que piensa y busca a través de ellos. Igual que la Natura-
leza, puede permitirse muchos errores, y así sustituye sin
esfuerzo a los jugadores equivocados por otros nuevos.
Sin embargo, a quien permite que sea ella la que piense,
a veces le concede algún margen de movimiento y, así co-
mo el río lleva al nadador que se entrega a sus aguas, así
ella lo lleva a la orilla, uniendo sus fuerzas a las de él.
COMENTARIO POSTERIOR: EL CORAJE
El centro
Un hombre quiere saberlo, por fin. Monta en su bicicleta, sale
al campo abierto y, lejos de lo conocido, encuentra otro sen-
dero. No hay indicadores, pero se fía de lo que sus ojos ven
ante sí y de lo que su paso puede recorrer. Le invade una
cierta alegría de descubrir, y lo que antes más bien era un
presentimiento, ahora se vuelve certeza.
El sendero termina a orillas de un río ancho, y el hombre
baja su bicicleta. Sabe que si quiere seguir aún más allá ten-
drá que dejar en la orilla todo lo que se lleva consigo. En ese
caso perderá la tierra firme y será llevado e impulsado por
una fuerza que puede más que él, de manera que tendrá que
abandonarse a ella. Por eso vacila y retrocede.
Al volver de nuevo a casa se da cuenta de lo poco que sabe
de las cosas que ayudan, y de que le es difícil transmitírselas
a otros. Demasiadas veces le ha pasado lo de aquel hombre
que sigue a otra bicicleta cuyo guardabarros golpetea.
Le grita: - “¡Eh, tú!, ¡tu guardabarros golpetea!” – “¿Qué?” –
“¡Que tu guardabarros golpetea!”. – “No te oigo”, responde el
otro. -“¡Mi guardabarros golpetea!”.
Algo no funciona, piensa. Luego frena y da la vuelta. Poco
después pregunta a un anciano maestro: “¿Cómo haces
cuando ayudas a otros?”. Muchas veces vienen a verte per-
sonas que te piden consejo en asuntos de los que más bien
sabes poco. Pero después se encuentran mejor”.
El maestro le dice: “Si uno se para en el camino y no quiere
seguir adelante, eso no depende del saber. Porque busca se-
guridad donde se pide valor, y libertad donde la verdad ya no
le deja elección. Y así va dando vueltas. El maestro, sin em-
bargo, resiste al pretexto y a la apariencia. Busca el centro, y
allí espera recogido como quien extiende las velas al viento,
por si tal vez dispusiera de una palabra eficaz. El otro, al
acercarse a él, lo encuentra donde él mismo tiene que llegar,
y la respuesta es para ambos. Ambos escuchan.
Y añade algo más: “El centro se distingue por su levedad”.
La vuelta
Alguien nace en su familia, en su país, en su cultura. Ya
siendo niño, hace tiempo, escucha a quien fue su modelo
y maestro, y siente el profundo anhelo de ser y de hacerse
como él. Se une a un grupo de iguales, se ejercita en una
disciplina de largos años, y sigue el gran modelo hasta ser
idéntico y pensar, hablar y sentir como él.
Pero, piensa, aún le falta una cosa. Por eso emprende un
largo camino para, quizás, superar en la soledad más leja-
na una última frontera. Pasa por jardines antiguos, abando-
nados desde hace tiempo. Todavía florecen rosas silves-
tres y altos árboles dan fruto cada año, pero cae al suelo
de cualquier manera por no haber nadie que lo quiera.
Después comienza el desierto. Pronto le rodea un vacío
desconocido. Le da la impresión de que cualquier rumbo
es indiferente, y también las imágenes que a veces ve
ante sí, pronto se muestran vacías.
Camina siguiendo su impulso, y cuando ya hace algún
tiempo que no se fía de sus sentidos, de repente ve un
manantial: brota de la tierra, y la tierra lo vuelve a recibir.
Donde su agua llega el desierto se convierte en un paraíso.
Al mirar a su alrededor ve a dos desconocidos que se
acercan.
Ellos hicieron lo mismo que él: seguir a su modelo y ma-
estro hasta volverse iguales a él. Como él emprendieron
un largo camino para, quizás, superar en la soledad del
desierto una última frontera. Y, como él, encontraron el
manantial. Juntos se agachan, beben de la misma agua
y ya imaginan la meta casi conseguida. Después, se
confían sus nombres:
La conversión
Hace un tiempo apareció un manuscrito en el que varias pa-
rábolas de Jesús se cuentan de una manera algo diferente
a la habitual. Un profundo estudio reveló que, en lo que a
su contenido se refiere, no cabe duda de su autenticidad.
Una de esas parábolas es la historia del hijo pródigo, que
en su nueva versión dice más o menos así:
Un hombre tenía dos hijos. El menor dijo a su padre:
“Padre, dame mi parte de la herencia”. El padre se entris-
teció al ver lo que su hijo tenía en mente, pero se la entregó.
A los pocos días el hijo menor recogió todo, se fue a un país
lejano y malgastó sus bienes en una vida licenciosa.
Una vez lo hubo consumido todo, empezó a sentir hambre
y se puso al servicio de un ciudadano de aquel país, cui-
dando cerdos. Con ganas habría comido de lo que se les
echaba a aquellos animales, pero nadie se lo daba.
En casa de aquel hombre rico encontró a otro joven que
también había hecho lo mismo: había pedido su parte de la
herencia, se había ido al mismo país lejano, lo había gas-
tado en una vida licenciosa y, al igual que él, acabó con los
cerdos.
Finalmente, ambos recapacitaron y uno de ellos dijo: “Los
siervos de mi padre tienen pan en abundancia y yo, su hijo,
me estoy muriendo aquí de hambre. Volveré con mi padre y
le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no
soy digno de ser llamado hijo tuyo. Tenme como a uno de
tus siervos”.
El otro dijo: “Yo lo hago diferente. Mañana mismo me voy a
la plaza del mercado, me busco un trabajo mejor, ahorro una
pequeña fortuna, me caso con una de las hijas de esta tie-
rra y vivo igual que la gente de aquí”.
En este punto, Jesús levantó la mirada, la dirigió a las per-
sonas que le escuchaban y les preguntó: -¿Quién de estos
dos habrá cumplido mejor la voluntad de mi Padre?
Desgraciadamente se me olvidó el número exacto del
manuscrito…
COMENTARIO PRELIMINAR:
La reunión
El señor de un reino floreciente, que mantenía abiertas sus
fronteras hacia todas partes, sospechaba que a sus prínci-
pes les importaban más sus provincias que el reino en su
totalidad. Así los invitó a todos a la corte.
El primer príncipe reinaba sobre las tierras altas, un altiplano
fructífero, huerta del reino. Sus súbditos eran famosos
por su viveza y perspicacia, por su sentido de la belleza y su
alegría de vivir. Un pueblo trabajador y risueño.
El segundo reinaba sobre las montañas del centro, en cuyos
valles se escucha el eco hasta en los rincones más recón-
ditos.
Sus súbditos tenían fama de escrupulosos, de velar por la ley
y el orden, y allí estaban los mejores funcionarios. Además,
les gustaba tocar en familia.
El tercero reinaba sobre las tierras bajas. Al este limitaba
con el mar y todavía quedaban muchas partes sin descubrir.
Sus súbditos vivían en una estrecha franja costera, trabaja-
ban sus pequeños huertos cercados, apenas se conocían y
sabían poco del vasto mundo. Algunos de ellos, sin embargo,
habían salido al mar desconocido y cuando volvieron cono-
cían los secretos de las profundidades, sus peligros y su
belleza. Pero hablaban poco de ello.
Cuando los tres llegaron a la corte, el rey dispuso la sala
más lujosa para recibirlos. Artistas itinerantes de las tierras
altas la habían decorado. En sus paredes, frescos luminosos
difuminaban los límites del espacio, y en su techo había una
imagen pintada tan perfectamente que daba la impresión de
estar al aire libre, mirando al cielo abierto. A través de las
ventanas diáfanas, la mirada desembocaba en jardines en
flor, y en la mesa lucían guirnaldas de flores de tal variedad
de formas y colores que los ojos no se cansaban de mirar
la resplandeciente suntuosidad.
De las montañas del centro habían invitado a músicos, cada
cual maestro en su instrumento, para que deleitaran a sus
huéspedes.
El primero tocaba el laúd y como por arte de magia le saca-
ba sonidos cual gotas que caen en un cuenco de plata.
Cuando acariciaba las cuerdas, un eco de muchas voces
vibraba en la sala, se iba extinguiendo como flotando en la
lejanía, y finalmente parecía sonar hasta el silencio, de tan
maravillosa como era su interpretación.
El segundo pasaba el arco por su violín. Los sonidos brota-
ban suaves y se iban derramando, crecían y se arrastra-
ban casi imperceptibles, murmuraban y sollozaban, sedu-
cían como el arrullo de las palomas, crujían bruscamente
para luego volver a fluir livianos e intensos.
El tercero tocaba un tubo de latón que resonaba como si el
sol saliera vigoroso y brillante al amanecer. El sonido hacía
vibrar las ventanas, cuyos cristales parecían romperse de
la agudeza de su cantar.
El cuarto soplaba una caña de bambú cuyos sonidos eran
como el respirar fluido o la llamada de un mirlo o el rugir
del vendaval. Después, de nuevo voces de pájaros y luego
un susurro que se desvanecía.
El quinto golpeaba hábilmente con palillos sobre una fila
de maderas, haciéndolas sonar con el choque de copas o
como campanillas de plata zarandeadas por el viento.
El sexto tocaba un órgano de tubos con ocho registros
que zumbaba, susurraba, bordoneaba, retumbaba, brama-
ba, rugía y tronaba. Sus acordes, con el sonido de los
otros, producían resonancias de plenitud y gravedad, y
tan poderosa era su voz que la sala se estremecía como
si intentara vibrar al unísono.
De las tierras bajas habían invitado a bailarines y juglares
para divertir a los invitados. Ensayaban gestos delicados,
giros hacia la derecha y hacia la izquierda, piruetas y gran-
des pasos.
Después se desperezaron para estirar los músculos. Uno
de ellos incluso ensayaba para pasar descalzo y con los
ojos vendados por una cuerda floja. Pero en ese momento
llegaron los cocineros con fuentes humeantes de las que
salía el buen olor de los manjares. Un mayordomo probó
el vino fresco, lo dejó pasar por debajo de su lengua, sabo-
reó el buqué, notó cómo su paladar se contraía suavemen-
te, inhaló su olor y tuvo que estornudar, pero enseguida
recobró la compostura al entrar los invitados justo en ese
instante.
Fue una fiesta espléndida. Si bien los invitados tardaron un
tiempo en poder comunicarse, pronto se sintieron atraídos
los unos por los otros, se presentaron su arte y sus artistas
mutuamente, se brindaron íntima amistad y ya no hubieran
querido separarse nunca más. Sólo el rey se mostraba extra-
ñamente discreto. Se dio cuenta de lo extraños que le resul-
taban sus huéspedes y de que, para conocerlos de verdad,
tenía que ponerse en camino y visitarlos a ellos de la misma
manera que ellos lo habían visitado a él.
A la mañana siguiente, los tres príncipes aparecieron juntos
ante el público. Pero al mediodía ya estaban de nuevo en el
camino de vuelta, cada cual hacia su provincia habitual.
Del rey, sin embargo, se oyó decir que ya de buena maña-
na había iniciado un viaje que había postergado muchas
veces hacia sus provincias y hasta las fronteras, atrave-
sando su propio país.
La comprensión
Un grupo de hombres que todavía se consideraban princi-
piantes, animados por los mismos sentimientos, se encon-
traron y hablaron de sus planes para un futuro mejor: acor-
daron hacer las cosas de otra manera.
Lo común, lo cotidiano y todo el eterno ciclo les parecían
demasiado estrechos. Ellos buscaban lo sublime, lo singu-
lar, lo amplio, y esperaban encontrarse a sí mismos como
nunca nadie lo había conseguido. En su mente ya veían la
meta conseguida, se imaginaban cómo sería, sentían sus
corazones latir de emoción y, como se impacientaban, de-
cidieron actuar.
“Primero tenemos que buscar al Gran Maestro, porque
por ahí se empieza”, dijeron. Después emprendieron el ca-
mino.
El maestro vivía en otro país y pertenecía a otro pueblo.
De él se habían contado muchas maravillas, pero nunca na-
die parecía saber nada concreto. Pronto quedó atrás lo ha-
bitual, puesto que allí todo era diferente: las costumbres, el
paisaje, el habla, los caminos, la meta. A veces llegaban a
un lugar donde se decía que estaba el maestro, pero siem-
pre que querían saber algo más, oían que justamente aca-
baba de partir y que nadie sabía el rumbo que había toma-
do. Finalmente, un día lo encontraron. Estaba con un cam-
pesino, trabajando en el campo. Así se ganaba el sustento
y un cobijo para la noche. Al principio no podían creer que
ese fuera el maestro tan largamente anhelado, y también
el campesino se asombró al ver lo especial que considera-
ban a aquel hombre que estaba con él en el campo. Éste,
sin embargo, dijo: “Sí, soy un maestro. Si queréis aprender
de mí, quedaos aquí una semana más, entonces os instru-
iré”.
Enseguida entraron al servicio del campesino y, a cambio,
recibían comida, bebida y alojamiento. Al cabo de ocho
días, al caer la tarde, el maestro los llamó, se sentó con
ellos bajo un árbol, se quedó mirando el crepúsculo y em-
pezó a contarles una historia.
“Hace mucho tiempo, un hombre joven estuvo pensando
qué quería hacer con su vida. Provenía de una familia dis-
tinguida, no conocía el apremio de la penuria y se sentía
obligado a buscar lo sublime y lo mejor. Así dejó al padre
y a la madre, siguió a los ascetas durante tres años, y
luego también los dejó. Encontró después al Buda en per-
sona y supo que tampoco eso le bastaba. Aún quería lle-
gar más alto, hasta donde el aire ya se enrarece y se
respira con dificultad, donde nadie antes había llegado.
Cuando por fin llegó, se detuvo. Se encontraba al final
de aquel camino y vio que se había extraviado.
Entonces quiso tomar el rumbo contrario. Bajó, llegó a una
ciudad, conquistó a la cortesana más bella, se hizo socio
de un comerciante rico, y pronto fue rico y respetado tam-
bién.
Pero no había bajado a lo más profundo del valle, tan sólo
se había movido por la zona alta: para arriesgarse del to-
do le faltaba valor. Tenía amante, pero no mujer; tuvo un
hijo, pero no fue padre. Había aprendido el arte del amor
y de la vida, pero no había amado ni vivido. Empezó a
aborrecer lo que no había aceptado, hasta que se cansó
y también lo dejó”. Aquí el maestro hizo una pausa.
“Quizás os suene la historia –dijo–, y también sabéis có-
mo acabó. Se dice que el hombre, al final, se hizo humil-
de y sabio, amante de lo común. ¡Pero qué es eso com-
parado con todo lo que desaprovechó! El que se fía de
la vida no rehuye lo cercano para buscar un ideal lejano.
Domina primero lo ordinario, ya que, de lo contrario, tam-
bién lo extraordinario en su vida, suponiendo que exista,
no es más que el sombrero de un espantapájaros.
Se hizo el silencio y también el maestro callaba. Después
se levantó sin mediar palabra y se fue.
A la mañana siguiente fue imposible encontrarlo. Durante
esa misma noche había reanudado su camino sin precisar
adónde se dirigía.
Los que tanto tiempo parecían animados por los mismos
sentimientos, nuevamente tenían que defenderse solos.
Algunos de ellos no querían creer que el maestro los hu-
biera dejado y partieron a buscarlo de nuevo. Otros ape-
nas eran ya capaces de distinguir entre sus deseos y
sus miedos y, al azar, tomaron cualquier camino.
Uno, sin embargo, lo pensó. Volvió de nuevo junto al árbol,
se sentó y miró a lo lejos, hasta que en su interior se hizo
la calma. Sacó de su interior lo que lo acosaba y lo puso
ante sí, como quien después de una larga marcha se quita
la mochila antes de descansar. Se sentía libre y ligero.
Ante él estaban, pues, sus deseos, sus miedos, sus metas
y su necesidad real. Sin mirarlos más de cerca ni querer
nada determinado, como quien se entrega a lo descono-
cido, esperó por sí solo a que ocurriera, a que cada cual
encontrara en el todo el lugar que le correspondía según
su propio peso y rango.
No tardó mucho. Se dio cuenta de que allá afuera todo se
iba aclarando, como si algunos se marcharan a hurtadillas
cual ladrones desenmascarados que se dan a la fuga. Y
comprendió que lo que había tenido por deseos propios,
miedos propios o metas propias, todo aquello no le había
pertenecido nunca. En realidad venía de otra parte total-
mente distinta y había anidado en su vida.
Pero ahora su tiempo se acabó.
Parecía moverse algo que aún quedaba delante de él. Vol-
vía lo que realmente le pertenecía, y cada cual ocupaba
su justo lugar. La fuerza se reunió en su centro y finalmen-
te pudo reconocer su propia meta, la que sí le correspon-
día. Aún esperó un poco hasta sentirse seguro. Después
se levantó y se fue.
El burro
Un señor compró un burro joven y desde muy pronto lo acos-
tumbró a la vida dura. Lo cargaba de bultos pesados y lo ha-
cía trabajar todo el día, dándole tan sólo lo indispensable para
comer. Así, el pequeño burro muy pronto se convirtió en un
burro de verdad. Cuando venía su amo, se ponía de rodillas,
agachaba la cabeza y, de buena gana, dejaba que le pusiera
las cargas más pesadas, aunque a veces apenas se aguanta-
ra de pie.
Otros, al verlo, se compadecían de él. “¡Pobre burro!”, decían
y querían hacerle algún bien: uno intentó darle un terrón
de azúcar; otro, un trozo de pan; el tercero incluso quería lle-
varlo a un pasto verde. Pero él les enseñó lo burro que era: al
primero le mordió la mano, al otro le dio una coz, y con el
tercero se puso terco como una mula.
“¡Qué burro!”, exclamaron finalmente. Y lo dejaron tranquilo a
partir de ese día.
A su amo, sin embargo, le comía de la mano, aunque no le
diera más que paja. El hombre, por su parte, alababa a su ani-
mal delante de todo el mundo, diciendo: “¡Es un gran burro,
más que ningún otro que haya visto hasta ahora!”, y le puso el
nombre de Ih-Oh.
Con el tiempo ya no se supo con seguridad cómo se pronun-
ciaba aquel nombre, hasta que un entendido afirmó que
debía ser: “Y-Yo”.
La escapatoria
En alguna parte del sur, al amanecer, un pequeño mono subió
a una palmera sacudiendo un coco pesado en sus manos y gri-
tando con todas sus fuerzas.
Lo oyó un camello, que se acercó, alzó la mirada y le preguntó:
“¿Qué te pasa hoy?”. El mono le contestó: “Estoy esperando
al gran Elefante. ¡Le voy a pegar una paliza con el coco
que se va a enterar!”.
Pero el camello pensó: “¿Qué querrá realmente?”.
Al mediodía pasó un león que también oyó al pequeño mono,
lo miró desde abajo y le preguntó: “¿Te pasa algo?”. “¡Sí, ne-
cesito al gran Elefante!”, gritó el mono. “¡Le voy a dar una pa-
liza con el coco que le va a estallar la cabeza!”, agregó.
Pero el león pensó: “¿Qué le pasará realmente?”.
Por la tarde vino un rinoceronte, se extrañó al oír al mono, le-
vantó la mirada y le preguntó: “¿Qué te pasa hoy?”. “Estoy
esperando al gran Elefante. Le pegaré de tal modo que le
reventaré el coco y lo dejaré tieso”, contestó.
El rinoceronte, sin embargo, pensó: “¿Qué querrá realmente?”.
A última hora de la tarde llegó el gran Elefante, se rascó en
la palmera y cogió algunas ramas con su trompa. Encima de
él, sin embargo, reinaba un silencio absoluto. Cuando levantó
la mirada, vio al pequeño mono detrás de una rama y le pre-
guntó: “¿Te pasa algo?”. “No, nada”, se apresuró a decir el
mono. “Durante el día anduve gritando un poco, pero no te
lo habrás tomado en serio, ¿verdad?”.
El elefante, sin embargo, pensó: “¡Algo le falta!”. Después,
vio su manada y se marchó con pasos majestuosos.
El pequeño mono se quedó quieto durante un rato. Después
cogió el coco, volvió al suelo, lo golpeó contra una piedra,
lo reventó… se bebió la leche y se comió el fruto.
La inocencia
Alguien quiere dejar lo que durante tanto tiempo lo acosaba,
por eso se adentra en un camino desconocido. Va caminan-
do alegremente y por la tarde llega a una montaña. Al hacer
un alto, descubre ante él la entrada de una cueva. El hombre
se acerca e intenta entrar, pero la encuentra sellada con una
puerta de hierro. “¡Qué curioso!, quizás ocurra algo”, piensa.
Se sienta frente a la puerta, una y otra vez dirige su mirada
hacia ella y la vuelve a apartar, mira y deja de mirar y, al ca-
bo de tres días, cuando justo acababa de apartar la mirada
y de volver a mirar, ve que la puerta está abierta. No duda
en cruzarla, avanza corriendo y, de repente, se encuentra
nuevamente al aire libre.
“Curioso”, piensa, frotándose los ojos. Al sentarse, ve a una
cierta distancia un pequeño círculo blanco, inmaculado como
la nieve, y en el interior de ese círculo se ve a sí mismo acu-
rrucado, encogido y de un blanco resplandeciente. Alrededor
de aquel pequeño círculo blanco titila una inmensa llamarada
de sombras que parece quisieran entrar.
“Curioso, quizás ocurra algo”, piensa.
Se sienta enfrente, una y otra vez mira y aparta la vista, mira
de nuevo y aparta la vista y, al cabo de tres días, cuando
justo acaba de apartar la mirada para volver a mirar, ve có-
mo el pequeño círculo blanco se abre, la llama de sombras
negras se precipita a su interior, el círculo se ensancha y
él, por fin, puede estirarse. Pero ahora el círculo está gris.
La culpa
Alguien se levanta por la mañana y su corazón se encoge
porque sabe que vienen sus acreedores y tiene que enfren-
tarse a ellos. Viendo que aún le queda un poco de tiempo,
se acerca a la estantería, toma la primera carpeta y co-
mienza a repasar los papeles.
Entre ellos encuentra facturas que aún le quedan por pagar.
Mirándolas más detenidamente ve que también hay algunas
cuyos reclamos son exagerados, algunas incluso por servi-
cios que se prometieron pero nunca se cumplieron, y otras
para productos que fueron encargados pero nunca se en-
tregaron.
El hombre sopesa qué sería adecuado y justo en cada ca-
so, y decide guardarse de reclamos falsos. Después cierra
esa carpeta y pasa a la segunda.
Encuentra registradas prestaciones por las que se creía
especialmente en deuda con otros. Pero al final de esa larga
lista lee comentarios como “gratis”, “ya pagado” o “se entre-
gó con gusto”. Surgen en su interior imágenes entrañables
de personas queridas, y su corazón se abre de par en par,
inundado por un sentimiento de amor y gratitud. Después
cierra también la segunda carpeta y abre la tercera.
Allí no encuentra más que presupuestos que en su día pidió
para adquirir lo que en aquel momento necesitaba. Pero al
final de los presupuestos lee “pago por adelantado”. Sabe
que aún necesitará tiempo para comprobar si eran o no fia-
bles esos presupuestos. También cierra la tercera carpeta
y la devuelve al estante.
Finalmente llegan sus acreedores y, cuando han tomado
asiento, llenan el espacio con su presencia. Pero ninguno
de ellos pronuncia ni una palabra.
Al verlos todos delante suyo, el hombre se siente extraña-
mente ligero, como si de repente pudiera abarcar todo lo
que antes le parecía tan confuso, y siente la fuerza de po-
der y querer enfrentarse a ellos.
Mientras aún espera, su imagen va cobrando orden. Ahora
sabe seguro a cuál de los acreedores le toca primero y
quién será el siguiente. Les comunica su imagen y les agra-
dece que hayan venido. También les dice que a su debido
tiempo se enfrentará a ellos. Ellos asienten y se marchan.
Sólo se queda aquel acreedor al que ahora ya quiere enfren-
tarse.
Los dos se exponen el uno al otro. Saben que ya no se trata
de regatear, sólo de actuar, y como ambos están serios,
pronto llegan a un acuerdo. Al marcharse el acreedor, se gira
un momento y le dice al hombre: “Aún te concedo un pequeño
plazo”.
El curso de la vida
Un abejorro se posó en una flor de cerezo, tomó su néctar,
quedó saciado y se fue volando.
Pero después le vinieron remordimientos. Se sintió como
alguien que se hubiera sentado en una mesa abundante-
mente preparada sin haberle regalado al anfitrión ni un de-
talle que también alegrara su corazón.
“¿Qué podría hacer?”, pensó, pero no lograba decidirse, y
así pasaron semanas y meses.
Finalmente la intranquilidad pudo con él. “Tengo que volver
a la flor de cerezo y darle las gracias de todo corazón”, se
dijo.
Se echó a volar, encontró el árbol, la rama, la hoja exacta
donde antes se hallaba la flor, pero la flor ya no estaba.
Sólo encontró un fruto maduro de un intenso color encar-
nado.
Al verlo, el abejorro se entristeció. “Nunca más podré darle
las gracias a la flor de cerezo. La oportunidad está perdida
para siempre. ¡Pero esto me servirá de lección!”, sentenció.
Mientras lo estaba pensando, percibió un dulce perfume:
la corola rosada de otra flor le sonreía, y con todas sus
ganas se lanzó a una nueva aventura.
La tierra
Al lado de un gran bosque vivían un leñador y su mujer. Te-
nían una niña de tres años, pero eran tan pobres que muchas
veces no sabían ni qué darle de comer. Un día vino a verles
la Virgen María y les dijo: “Vosotros sois demasiado pobres
para cuidar a la niña. Dejadla conmigo; yo me la llevaré al
Cielo, seré su madre y la cuidaré”.
Al oír estas palabras, el corazón se les encogió, pero se di-
jeron: “¿Quiénes somos nosotros al lado de la Virgen María?”.
Así, pues, obedecieron, tomaron a la niña y se la entregaron
a la Virgen, que se la llevó al cielo. Allí comía pan blanco, be-
bía leche dulce y jugaba con los ángeles. Secretamente, sin
embargo, añoraba a sus padres y a la bella Tierra.
Cuando la niña tenía catorce años, la Virgen María nueva-
mente quiso salir de viaje, ya que de vez en cuando también
sentía nostalgia por la Tierra. Mandó llamar a la niña y le dijo:
“Guarda tú las llaves de las trece puertas del cielo. Doce las
puedes abrir y admirar las maravillas que encierran, pero la
decimotercera, a la que pertenece esta llavecita, ¡ni se te
ocurra!, de lo contrario pasará una desgracia.
La niña le prometió que nunca pisaría la habitación número
trece.
En cuanto la Virgen emprendió el viaje, la niña se fue a
ver las moradas celestiales. Cada día abría una de las puer-
tas, hasta llegar a la decimosegunda. Detrás de cada una
había un hombre, un apóstol rodeado de gran esplendor, y
cada vez la niña se deleitaba con la hermosura que percibía.
Al final, la única puerta que quedaba era la prohibida, y la
niña se sintió intrigada por saber qué se escondía tras ella.
Así, pues, en un momento en que se encontraba sola, pensó:
“Ahora estoy sola y podría entrar. Nadie sabrá si lo hago”.
Tomó la llavecita, la introdujo en la cerradura y le dio la
vuelta. Inmediatamente se abrió la puerta y la niña se sintió
atraída por un brillante resplandor dorado. Se quedó tan
impresionada que, impetuosamente, entró en la sala, rozó el
oro con su dedo y se estremeció de placer como nunca
antes lo había vivido. En ese momento recordó la prohibi-
ción de la Virgen, salió corriendo por la puerta y la volvió a
cerrar. Pero su dedo ya se le había convertido en oro, que-
ría lavarse las manos para quitárselo y por mucho que se
restregaba, no había manera de sacarlo. Así, pues, espera-
ba la vuelta de la Virgen llena de temor.
Ella, sin embargo, no tenía ninguna prisa en volver. Se sen-
tía a gusto en la Tierra, y cuando volvió al cielo estaba muy
contenta.
Llamó a los ángeles y a la niña y les contó las novedades
de la Tierra. Explicó que los hombres tenían unas cajas ex-
trañas y que bastaba con apretar un botón para ver en ellas
todo lo que ocurría en el planeta.
Así contó que un día pudo ver a una mujer que se atrevió a
estudiar en la montaña a los gorilas. Era muy peligroso por-
que esos animales eran ocho veces más fuertes que los
hombres.
Sin embargo, poco a poco, los gorilas fueron permitiendo
que ella se acercara hasta el punto de que un día un macho
se le aproximó tanto que pudo acariciarle el lomo. A pesar
de su tamaño, era totalmente manso y dejó que lo tocara.
Después la mujer encontró un bebé gorila que había perdi-
do a sus padres y estaba extenuado. Lo acogió como una
madre, le daba leche dulce para beber y lo cuidaba tan bien
que pronto se recuperó. Pero pronto observó que, por mu-
cho que amaba a aquel bebé que no era suyo, el pequeño
gorila echaba de menos a los demás gorilas. Así, un día
se lo llevó en una de sus excursiones para ver si encontra-
ba a la manada.
En cuanto el mayor de los gorilas vio al bebé, saltó hacia
ella gritando, se lo arrebató de las manos, volvió corriendo
al grupo y entregó el pequeño a una hembra que se puso a
amamantarlo enseguida. La mujer, sin embargo, no fue ata-
cada en ningún momento y vio que el pequeño gorila se
encontraba bien entre los suyos.
La Virgen siguió contando muchas otras historias, por lo
que se olvidó de preguntar por las llaves. Sin embargo, a
la mañana siguiente, llamó a la niña para que se las devol-
viera.
“¿Realmente no entraste en la habitación número trece?”,
inquirió. “No, no, si lo prohibiste…”, contestó la niña. “En-
tonces, ¿por qué escondes una mano detrás de la espal-
da? Enséñamela”, le exigió.
La niña se avergonzó, pero como no servía de nada ne-
garlo, sacó la otra mano de detrás de la espalda y le en-
señó el dedo dorado. Al verlo, la Virgen suspiró dicien-
do: “¡En algún momento tenía que pasar!”.
Se quitó los guantes y, ¡qué sorpresa!, también ella tenía
un dedo dorado. Así, pues, le dijo a la niña: “Ya que sa-
bes esto, también sabrás todo lo demás. Vuelve a la Tie-
rra, donde hay padres y hermanos, y hombres y mujeres
y niños”.
La niña se alegró y le dio las gracias. La Virgen le ayudó
a preparar su equipaje, y para que protegiera la prueba
de lo que sabía, al despedirse de ella le entregó un par
de guantes blancos.
Limpieza general
Alguien vive en una casa pequeña y con los años va a-
montonando un sinfín de trastos en sus cuartos. Muchos
huéspedes llevaron cosas y, al seguir su camino, deja-
ron alguna que otra maleta. Parece como si aún estuvie-
ran, aunque hace tiempo que se marcharon para siempre.
También lo que el propietario mismo ha ido almacenado
sigue guardado en la casa. Nada se da por acabado ni se
puede perder: su memoria se aferra incluso a objetos ro-
os, que se quedan y quitan espacio a otras cosas mejo-
res.
Sólo cuando el dueño de la casa está ya a punto de aho-
garse, empieza a hacer limpieza. Comienza por los libros:
¿quiere seguir mirando imágenes antiguas, intentando
comprender enseñanzas e historias ajenas?
Por eso saca de su casa lo que ya quedó resuelto hace
tiempo, así que en las habitaciones vuelve a haber espa-
cio y luz.
Después, abre las maletas ajenas para mirar si aún queda
algo que pudiera usar. Descubre algunas preciosidades y
las aparta: el resto también lo saca afuera.
Tira los cacharros viejos a un hoyo profundo que cubre
cuidadosamente de tierra, para finalmente sembrar hierba
encima.
La renuncia
Después de la guerra de los Treinta Años, ¡qué malos
tiempos aquéllos!, la gente volvió de los bosques y empe-
zó a reconstruir sus casas, a trabajar las tierras y a cuidar
el poco ganado que le quedaba. Al cabo de un año tuvie-
ron la primera cosecha en tiempos de paz, el ganado se
había multiplicado, y se celebró una fiesta.
A las afueras del pueblo, sin embargo, había una casa
con la puerta tapiada. A veces a la gente que pasaba por
allí le parecía oír algo en su interior, pero tenía demasia-
das preocupaciones para fijarse más detenidamente.
Una noche, un perrito herido se paró delante de la puerta
tapiada, aullando lastimosamente. De repente empezó a
caer el mortero de la puerta, salió una mano, tomó al perri-
to y lo arrastró hacia adentro. ¡Aún quedaba alguien que
no sabía que se había hecho la paz! La persona apretó
el perrito contra su vientre sintiendo su calor, y el perrito
se durmió. Miraba por el hueco estrecho, veía las estrellas
a lo lejos y, por primera vez desde hacía mucho tiempo,
respiraba el aire fresco de la noche.
Cuando empezó a amanecer, se oyó el canto de un gallo.
El perrito despertó y la persona vio que tenía que dejarlo
marchar. Entonces lo empujó por el hueco y el animal co-
rrió con los suyos.
Cuando ya se hizo de día, se acercaron unos niños. Uno
de ellos llevaba una manzana fresca en la mano. Vieron
el hueco, miraron adentro y vieron que aquella persona
se había dormido.
Mirar afuera había sido suficiente.
La osadía
Alguien que, en otros tiempos, estuvo preso en aquel ma-
ravilloso palacio donde, según cuenta la leyenda, también
se hallaba el laberinto, pasaba sigilosamente una y otra
vez por un portal oscuro que, según decían, conducía a
la perdición.
Se contaba que muchos habían atravesado el portal a la
fuerza pero nadie había vuelto jamás, y esas historias au-
mentaban el temor entre los que allí seguían. El preso,
sin embargo, miró el portal más detenidamente. Después,
una noche, aprovechando el cansancio de los centinelas,
atravesó el portal con paso decidido… y se encontró al
aire libre.
Hay historias que nos llevan por un camino y que, si du-
rante un trecho nos abandonamos a ellas, obran lo que
cuentan mientras las escuchamos.
La fiesta
Alguien se pone en camino y, al mirar hacia delante, dis-
tingue a lo lejos la casa que le pertenece. Sigue cami-
nando hacia ella y, al llegar, abre la puerta y entra en
una habitación preparada para una fiesta.
Están invitados todos los que fueron importantes en su
vida, y todo el que viene trae algo, se queda un tiempo,
y luego se va.
Así, pues, asiste cada cual con un regalo por el que ya
pagó todo el precio: la madre, el padre, los hermanos,
un abuelo, una abuela, el otro abuelo, la otra abuela,
los tíos y las tías, todos los que hicieron sitio para él,
todos los que lo cuidaron, incluso vecinos, amigos,
maestros, parejas e hijos. Todos los que tuvieron impor-
tancia en su vida y los que aún la tienen. Y cada uno
que llega trae algo, se queda un poco, y luego se va.
Igual que los pensamientos, que llegan, traen algo, se
quedan un poco, y luego se van. Igual que vienen los
deseos o el dolor: todos traen algo, se quedan un po-
co y luego se van. Y también la vida: viene, nos trae
algo, se queda un poco y luego se va.
Después de la fiesta, la persona se encuentra colma-
da de regalos y sólo permanecen a su lado aquellos a
quienes corresponde quedarse todavía un tiempo. Se
acerca a la ventana y se asoma: ve otras casas, sabe
que en su día también celebrarán una fiesta. Él irá, lle-
vará algo, se quedará un poco y luego se irá.
También nosotros participamos aquí de una fiesta, tra-
jimos algo, tomamos algo, nos quedamos un tiempo, y
luego nos vamos.
PEQUEÑOS CUENTOS
La ceguera
Había una vez un oso polar al que llevaban de acá para
allá en un circo. No lo necesitaban para las funciones,
sino sólo para exponerlo. Por eso siempre estaba en su
jaula. Era tan estrecha que sólo podía dar dos pasos ha-
cia delante y otros dos pasos hacia atrás. Al cabo de un
tiempo, el oso les dio pena y se dijeron: “Ahora lo vende-
remos a un zoológico”. Allí tenía mucho espacio libre, pero
aún así sólo daba dos pasos hacia delante y dos pasos
hacia atrás. Entonces otro oso le preguntó: “Pero, ¿por
qué haces eso?”. Y él respondió: “Es por haber pasado
tanto tiempo en la jaula”.
COMENTARIO POSTERIOR:
La curiosidad
Un hombre le preguntó a un amigo: “¿Sabes algo de obse-
siones?”. “Quizá”, le respondió el amigo, “a ver, cuéntame”.
“Fui con mi mujer a una vidente que le dijo que estaba po-
seída por el demonio. ¿Y ahora qué hago?”.
“Quien acude a una persona así se merece lo que te pasa.
Porque ahora el que está poseído eres tú, poseído por una
imagen interior que no te podrás quitar tan fácilmente de en-
cima.
¿Has escuchado hablar de Hernán Cortés? Con un puñado
de soldados conquistó el inmenso reino azteca. ¿Sabes có-
mo? No sabía qué pensaban los demás”.
El entendimiento
Un hombre se fue a la guerra con una ametralladora. Cuan-
do su tropa fue atacada y quiso disparar al enemigo, le falló
el arma. A pesar de activar desesperadamente el gatillo, no
salió ni una sola bala. Cuando el enemigo se había acerca-
do tanto que ya podía ver el blanco de sus ojos, reconoció
en él a un amigo.
La rabia
Un tal Ludwig van B. escribió, de pura rabia porque se le
había perdido una moneda, una pieza para piano con ese
mismo nombre. Sin embargo, todo el tiempo la moneda es-
tuvo debajo de su piano.
El fuego
De Prometeo se dice que robó el fuego a los dioses para
dárselo a los hombres. Aunque los dioses le permitieron
que lo hiciera, más adelante, sin embargo, se vio unido a
una roca.
Lo que él no sabía era que los dioses le hubieran dado el
fuego a los hombres por propia voluntad.
El todo
Un famoso filósofo opinaba que un burro ubicado entre dos
pilas de heno del mismo tamaño, con el mismo aroma y el
mismo buen aspecto, seguramente debe morir de hambre
porque no puede decidir.
Cuando un campesino lo escuchó, dijo: “Eso sólo le ocurre
a un burro filosófico. Un buen burro, en lugar de uno-u-otro,
come uno-y-otro”.
La dependencia
Un hombre compró una oveja y de esa forma se volvió pas-
tor. Cada vez que le decía algo a su oveja, ella le expresa-
ba su conformidad con un “meeh”. Y el pastor estaba feliz.
Pero cuando la oveja ya estaba entrada en años y el pastor
le decía algo, lo embestía con rabia. Entonces el pastor pen-
só que hasta ese momento nunca se había sentido tan es-
trechamente vinculado con su oveja.
Más adelante, cuando la oveja envejeció aún más, simple-
mente se fue.
Entonces el pastor se puso triste porque volvía a ser un
hombre común.
El otro placer
Alguien se abre paso por calles luminosas, decoradas para
las fiestas de Navidad, y su mirada se siente atraída por
una tienda cuyo letrero brillante dice: “Especialidades culi-
narias de todo el mundo”.
El hombre se para a mirar los manjares tan apetitosamente
expuestos en el escaparate, y la boca se le hace agua.
Después chasquea con la lengua y se dice: “Ahora me ape-
tecería una simple rebanada de pan”.
La objeción
Había una vez alguien hambriento que, en un momento dado,
tuvo la oportunidad de sentarse a una mesa deliciosamente
preparada. Pero dijo: “¡Esto no puede ser cierto!”, y siguió
con hambre.
Orden y amor
El amor llena lo que el orden abarca.
El amor es el agua; el orden, el cántaro.
El orden centra,
el amor fluye.
El amor y el orden actúan en conjunto.
Así como una dulce canción
se entrega a las armonías,
así el amor se entrega al orden.
Y así como el oído se acostumbra
con dificultad a las disonancias
a pesar de las pertinentes explicaciones,
así también nuestra alma tiene dificultades
para acostumbrarse al amor sin orden.
Algunos tratan este orden
como si fuese solamente una opinión
que se puede tener o cambiar a discreción.
Pero nos viene predeterminado.
Actúa aunque nosotros
no lo comprendamos.
No se piensa, se encuentra.
Lo deducimos, como el sentido y el alma,
por su efecto.
El No ser
Un monje, que estaba buscando,
pidió limosna a un mercader.
El mercader lo miró por un momento y, al dársela,
le preguntó:
-¿Cómo puede ser que
me tengas que pedir a mí
lo que te falta para tu sustento,
y que al mismo tiempo me menosprecies y
menosprecies también mi vida,
cuando nosotros te damos lo que necesitas?
El monje respondió:
- Comparado con lo Último que busco,
todo lo demás parece poco.
El mercader le volvió a preguntar:
- Si existe lo Último, ¿cómo puede ser
que se pueda buscar o encontrar,
como si se encontrara al final de un camino?
¿Cómo podría alguien
salir a su encuentro y,
como si fuera una cosa entre tantas,
apoderarse de ella?
Y, por otra parte, ¿cómo
podría uno darle la espalda
y ser llevado por eso menos que otros
o estar a su servicio?
El monje contestó:
- Lo Último encuentra
a quien renuncia
a lo cercano y lo presente.
El mercader, no obstante, siguió razonando:
- Si lo Último existe, está próximo a cada uno,
aunque esté escondido en lo que aparece y
permanece, como en todo Ser hay un No ser
y en todo Ahora, un Antes y un Después,
Comparado con el Ser,
que experimentamos como pasajero y limitado,
el No ser nos parece infinito,
igual que el De Dónde y el A dónde
comparado con el Ahora.
El No ser, sin embargo,
se nos revela en el Ser,
igual que el De Dónde y el A dónde
se revela en el Ahora.
El No ser, como la noche y la muerte,
es principio sin conocimiento,
e igual que el relámpago,
su mirada destella brevemente en el Ser.
Así, también lo Último
se acerca a nosotros en lo próximo,
y resplandece ahora.
En esto el monje preguntó:
- Si lo que dices fuera verdad,
¿qué nos quedaría a ti y a mí?
El mercader le dijo:
- Aún nos quedaría, por un tiempo, la Tierra.
Los jugadores
Se presentan como enemigos.
Luego se sientan frente a frente
Juegan en el mismo tablero
con una gran variedad de fichas,
Jugada a jugada se someten a reglas complicadas
El mismo juego real.
Ambos sacrifican diferentes fichas
en el juego y, atentamente, se mantienen en jaque
hasta que el movimiento termina.
Cuando no va más,
la partida se termina.
Cambian de lado y de color,
y comienza otra partida del mismo juego.
Quien juega mucho tiempo
y muchas veces gana,
y muchas veces pierde,
en ambos lados se convierte en maestro.
El camino
Un hijo se acercó a su padre anciano, pidiendo:
“Padre, ¡bendíceme antes de que te vayas!”.
El padre dijo: “Que mi bendición
te acompañe durante un trecho
en el camino del saber”.
A la mañana siguiente salieron al aire libre,
y del angosto valle subieron a una montaña.
El día ya se iba encogiendo cuando llegaron
a la cima. En ese punto la tierra se extendía a todas
partes, hasta el horizonte.
El sol se puso y con él se desvaneció
la deslumbrante suntuosidad.
Cayó la noche.
En la oscuridad, sin embargo, brillaban
las estrellas.
El sabio dijo:
“Lo disperso se convierte en un todo
si logra encontrar un centro y actuar centrado,
ya que tan sólo a través de un centro
lo diverso se hace esencial y real;
su plenitud, sin embargo, nos parece simple,
poca cosa, como una fuerza tranquila.
Caminos de sabiduría
El sabio asiente al mundo tal como es,
sin temor y sin intenciones.
Está reconciliado con lo efímero
y no va más allá de lo que perece con la muerte.
Su mirada abarca el todo porque está en sintonía,
y únicamente interviene donde la corriente de la vida lo
exige.
Sabe distinguir si va o no va
porque no guarda intenciones.
La sabiduría es el fruto de una larga disciplina y del
ejercicio, pero quien la tiene, la tiene sin esfuerzo.
La sabiduría está siempre en camino
y alcanza su meta porque no busca.
La verdad
La pura verdad no parece clara.
Sin embargo, igual que la luna esconde un lado oscuro.
Nos ciega porque brilla.
Así, cuanto más procuramos captar
o imponer el lado que se nos muestra,
tanto más inabarcable nos resulta
y, de forma secreta,
su lado desconocido se sustrae
a cualquier concepto.
El héroe
Las imágenes o mitos claros
forman parte de la penumbra del espíritu
que el héroe en su camino supera
para no perder la cabeza.
El vacío
Unos discípulos dejaron a un maestro.
En el camino de vuelta
se preguntaban desengañados:
“¿Qué estaríamos buscando en él?”.
Uno de ellos respondió:
“A ciegas nos subimos en un coche
que un cochero ciego
conducía ciegamente
espoleando sus caballos ciegos.
Pero si nosotros mismos,
como ciegos,
avanzáramos a tientas,
tal vez al encontrarnos en el borde del precipicio
con nuestro bastón palparíamos
la nada”.
Lo mismo
Un airecillo sopla y susurra,
el vendaval golpea bramando.
Pero es el mismo viento,
la misma melodía.
La misma agua
nos sacia y nos ahoga,
nos sostiene y nos sepulta.
Lo que vive, consume,
se mantiene y destruye,
en lo uno y en lo otro
impulsado por la misma fuerza.
Es ella la que cuenta.
¿A quién le sirven, pues, las diferencias?
La plenitud
Un joven preguntó a un anciano:
-¿Qué te distingue a ti,
que ya casi fuiste,
de mí,
que aún seré?
El anciano dijo:
-Yo he sido más.
Bien es verdad que el día joven,
el que llega,
parece más que el viejo,
ya que el viejo antes ya fue.
Pero también él,
aunque aún esté por venir,
tan sólo puede ser lo que ya fue,
y se hace más cuanto más haya sido él también.
Como en su tiempo el viejo,
también el joven al principio sube bruscamente
hacia el mediodía,
alcanza el cenit aún antes del pleno calor y
parece ser que se mantiene
un tiempo en la cúspide.
Después, tanto más cuanto más tarde
y como si su peso creciente lo arrastrara,
se inclina profundamente hacia la tarde
y queda completo cuando,
al igual que el viejo,
haya sido el todo.
Pero aquello que ya fue
no está pasado.
Permanece porque ha sido,
actúa aunque fue,
y todavía aumenta por lo nuevo
que le sigue ya que, como la gota redonda
de una nube que pasó, lo que ya fue
se hunde en un mar que permanece.
Sólo lo que nunca pudo ser nada
porque lo dejamos pasar sin experimentarlo,
porque lo pensamos sin hacerlo y lo desechamos
sin pagar el precio por lo que elegimos,
eso sí está pasado.
De ello no queda nada.
Así, pues, el Dios del tiempo justo
se nos presenta como un joven
que lleva un mechón delante
y una calva detrás.
Por delante podemos asirlo por el mechón,
por detrás tan sólo cogemos el vacío.
El joven preguntó:
-¿Qué debo hacer
para que de mí
se haga lo que
tú ya fuiste?
El anciano dijo:
-¡Sé!
El círculo
Un afectado rogó a otro que lo acompañara un trecho
del mismo camino:
“Dime: para nosotros, ¿qué cuenta?”.
El otro respondió:
“Primero cuenta que estamos con vida durante un tiempo,
por lo que hay un principio ante el que ya hubo mucho,
y cuando termina, vuelve a caer a lo mucho que antes ya
existió.
Ya que, al igual que en un círculo que se cierra y funde
su principio y su final en una sola cosa,
también el después de nuestra vida se une sin ruptura
al antes, como si entre ambos no hubiera mediado ningún
tiempo: por lo tanto, sólo tenemos tiempo ahora.
Después cuenta que lo que hicimos que en el tiempo,
con el tiempo se nos escapa,
como si perteneciera a otro tiempo.
Donde creíamos actuar,
tan sólo éramos levantados como una herramienta,
usados para algo que va más allá de nosotros,
y luego, puestos a un lado de nuevo.
La despedida nos encuentra concluidos”.
El afectado preguntó:
“Si nosotros y nuestro obrar
existimos y nos extinguimos
cada cual a su tiempo,
¿qué cuenta cuando nuestro tiempo se cierra?”.
El otro contestó:
“Cuenta el antes y el después como uno mismo”.
Después se separaron sus caminos
y su tiempo,
y ambos se detuvieron
a recapacitar.
REFLEXIONES FINALES
Reconócete a ti mismo
¿Qué reconozco cuando me quiero reconocer a mí mis-
mo? Reconozco hacia dónde soy atraído. Reconozco
qué imágenes del mundo y de mí mismo influencian mi
pensar. ¿Sé, al final, dónde me encuentro yo mismo
cuando pienso?.
Esta comprensión me permite plantearme algunas du-
das para orientarme de una manera nueva y diferente.
Pero, haciendo eso, ¿me reconozco también a mí?
¿Sigo siendo misterioso para mí como hasta ahora?
¿Quién o qué está tratando de reconocer? ¿Soy yo el
que quiere reconocer? ¿Puedo yo mismo querer reco-
nocer o hay otra cosa que quiere reconocer? Reconoz-
co que hay otra cosa en mí que quiere reconocer ya
que lo que quiero reconocer de mí no es suficiente.
Sea lo que fuere que creo reconocer es un paso en un
camino cuyo final permanece oculto para mí. Por ese
motivo no puedo saber ni adónde me lleva ese camino
ni si ese camino es el correcto para mí.
Sócrates animaba a sus conciudadanos: “¡Reconóce-
te a ti mismo!”. De esa manera puso en marcha un mo-
vimiento que al final le costó la vida. Pero él sabía que
la comprensión profunda viene de otra parte. Compara-
ba aquello que pensaba con un movimiento interior que
lo tomaba desde otro lugar y le dictaba lo que era ade-
cuado para él. A esa fuerza la llamaba su demonio, lo
que en griego por supuesto tenía un significado
completamente distinto al que tiene para nosotros. El
demonio era una fuerza espiritual benévola hacia él.
Estando en sintonía con ella, podía reconocer dónde lo
llevaba su camino. Eso sí, sin revelarle el final de ese
camino. Por ese motivo Sócrates tomó sin temor aquel
pocillo de veneno que lo debía llevar a la muerte. Sabía
que estaba en otras manos.
La verdadera comprensión es la comprensión de la meta
en la cual nuestro camino se cumple. Esta comprensión
es definitiva. Allí termina.
Esta comprensión es regalada. Nos lleva mucho más allá
de nuestro selbst.
Esta comprensión es un estado de ser sabio, de existen-
cia sabia. Eso nos puede parecer al comienzo. Pero toda
comprensión que está aún ligada a lo que es, solamente
puede ser comprensión pasajera. La comprensión última,
la que permanece, la que permanece infinitamente, per-
manecemás allá del estado de ser. Sólo allí es pura.
Lo nuevo
Lo nuevo nunca estuvo antes. Agrega algo a lo que ya
estaba. Lo nuevo a menudo surge de un movimiento que
ya estaba en marcha y que provoca un cambio, algo que
pertenece a ese movimiento y lo hace aparecer. Un ejem-
plo de ello es la fruta madura.
Muchas veces lo nuevo es el resultado de un esfuerzo y
de un trabajo que, con la meta como punto de mira, em-
prende y cumple algo. También en este caso lo nuevo es
previsible, puesto que el movimiento ya está en marcha.
Su resultado ya ha sido pensado anticipadamente y sólo
falta que se dé. Eso sí, con la ayuda de un esfuerzo y
de un trabajo.
Es diferente el caso de lo nuevo que aún no ha sido pen-
sado y que, por esa razón, nos resulta inimaginable. Eso
nuevo primero ha de ser pensado. Aquí lo nuevo es el re-
sultado de una comprensión que vaticina, que puede re-
conocer lo que se va a dar, algo que se puede dar porque
es pensado de manera reconocedora. Este reconocer es
creativo.
¿Cómo puede ser creativo y volverse creativo? Porque
se aparta de pensamientos anteriores que ya habían fijado
una dirección. Este reconocer mira, sin la carga de todo lo
previo, a algo desconocido que se despliega ante él sin te-
ner una intención determinada. Como ese reconocer está
orientado y como espera hasta que venga a su encuentro
y salga a la luz algo que hasta entonces estaba en la oscu-
ridad, mediante la espera produce algo, mediante la espera
atenta.
Repentinamente a este reconocer le viene la comprensión
decisiva. ¿Este reconocer es un reconocer creativo? ¿Lo
que se muestra es el resultado de ese reconocer o de un
movimiento que de buena gana muestra algo nuevo para
que pueda ser reconocido?
Este reconocer se vuelve creativo porque obedece a una
ley diferente. Lo nuevo puede ser encontrado porque se
muestra a la vista. Se muestra porque nuestro reconocer
ya estaba preparado de antemano para ese mostrarse,
orientado hacia él y a la espera, sin poder saber previa-
mente qué se le iba a mostrar.
En ese sentido este reconocer es puro y está exento de
todo lo que pudiera distraerlo o hacerlo susceptible de ser-
vir a otros objetivos. Por eso tenemos esa capacidad de
reconocer mediante una limpieza interna. Gracias a ella
nos volvemos abiertos y estamos disponibles para algo
nuevo e inesperado.
En este contexto, ¿qué significa “dispuesto”? Que dicho
reconocer también está preparado para las consecuen-
cias de esa comprensión, sin importarle qué le exija.
Lo nuevo de esa comprensión siempre es algo grande
con consecuencias trascendentales. ¿Cómo es posible
que semuestre para nosotros? Porque desde otro lugar
existe esa voluntad.
Sostenidos
¿Quién nos sostiene? Nuestro destino tal como es.
¿Puede alguien intervenir en nuestro destino? ¿Permite
nuestro destino que desde afuera alguien interfiera en él?
¿O es que todo aquel que de una manera u otra intervie-
ne en nuestro destino está, en definitiva, a su servicio y
de esa forma al servicio del espíritu que piensa nuestro
destino tal como es?
¿También cuándo para nosotros, mirándolo desde afue-
ra, parece ir en nuestra contra?
Nuestro destino, tal como es, supera algo. Jamás puede
ser un destino definitivo, del mismo modo que el movi-
miento de ese espíritu no puede ser un movimiento defi-
nitivo ya que siempre continúa. Por eso antes de nues-
tro destino había algo y habrá algo después, algo que
había sido nuestro destino antes y que será nuestro
destino más adelante.
Nuestro destino es un destino pasajero. Forma parte de
una larga fila. Si es o fue un destino fácil o difícil, eso se
verá al final, con todos nuestros destinos juntos, con
nuestros destinos personales y también con los destinos
que, inexorablemente, están entrelazados con el nuestro.
Nos exige algo especial reconocer que, sea cual sea
nuestro destino, estamos sostenidos por fuerzas más
grandes.
Sostenidos y amados de esa forma por otras fuerzas,
miramos nuestro destino a los ojos y miramos su corazón.
Luego soltamos, confiados.
Nuestro destino tiene el permiso de ser tal como es, de
guiarnos y sostenernos tal como es.
De esa manera en él encontramos la paz y mantenemos
nuestra fuerza. De pronto sabemos que estamos en sinto-
nía con otro amor y amamos como él. Sostenidos por ese
amor estamos en camino y también ya en la meta.
Completo
Está completo lo que se llenó. Ya no se puede agregar
nada más porque está todo.
Completo es un tiempo que, cuando algo estuvimos es-
perando, finalmente llega. De esa forma también nuestro
tiempo de vida está completo cuando ya sólo espera-
mos el final.
También una esperanza se cumple, y un deseo o un an-
helo se cumplen cuando recibimos y encontramos hacia
dónde se dirigían. Lo mismo nos sucede con nuestra fe-
licidad.
Con respecto ella, a menudo decimos que es fugaz. Pero
la felicidad completa permanece durante mucho tiempo,
por ejemplo la felicidad en el amor.
Cuando buscamos completud, ¿qué buscamos en reali-
dad? Buscamos plenitud en el amor. En él nuestros anhe-
los más profundos se calman. Amor pleno es vida plena.
A veces también se completan un castigo o una tarea.
Una vez cumplidos, quedamos libres, libres para lo nuevo.
En ese sentido también está completo lo anterior, cuando
tiene permiso para quedar en el pasado.
Cuando algo está completo, ¿se detiene? Lo que se com-
pletó quiere seguir, aunque quiere hacerlo de otra manera.
Permanece en movimiento.
¿Qué sucede cuando cumplimos un mandamiento?
¿Seguimos moviéndonos o nos detenemos? ¿Nos senti-
mos más completos o menos? ¿Nos falta algo después,
por ejemplo amor?
En definitiva, lo único que nos completa es el amor. Todo
amor llena y completa, pero cada uno de una manera dife-
rente, según su alcance. En ese sentido, el amor crece
una y otra vez cuando se completa y con él también cre-
ce la felicidad.
La luz
La luz ilumina nuestro camino en la noche. Sólo con su
ayuda podemos encontrarlo y seguirlo. En la oscuridad,
esta luz da para algunos pasos, de manera que con su
ayuda continuamente nos debemos reorientar. Eso sig-
nifica que, aunque la luz nos ilumine, para nosotros el fi-
nal del camino permanece en la oscuridad.
¿Cómo nos sentimos cuando ese final permanece en la
oscuridad? ¿Estamos más seguros, menos seguros?
Como para nosotros ese final permanece en la oscuri-
dad, queda fuera del alcance de nuestra voluntad, de
nuestra expectativa y de nuestro temor. Puesto que
ese final permanece oscuro para nosotros, confiamos
en otra luz, una luz eterna.
Esa luz brilla en nuestra alma como entrega a un movi-
miento que está quieto, como si ya hubiera llegado a
la meta, una meta infinita. Como meta infinita necesa-
riamente permanece oscura, ya que la luz que brilla
para nosotros es finita y limitada, se pierde en la os-
curidad y termina en la noche.
Confiamos en esa luz mientras brilla y, más allá de ella,
vislumbramos
algo último en lo cual se disuelve.
Dado que esa luz nos lleva a una oscuridad, está a
su servicio durante un tiempo.
Tal vez entonces diga Dios: “¡Qué se haga la noche!”
¡Que se vuelva a hacer la noche, la noche eterna,
su noche!”.
Mientras brilla, es la fuente de toda luz, también de
la nuestra por un tiempo. Perdura también si nuestra
luz se apaga. Y aún hay algo más que brilla: el amor,
que en la oscuridad se vuelve ilimitado.
A quien le llegue la hora
¿Qué hora llega? La última hora. ¿Cuándo llega? Ya
llegó. Ya llegó en el momento de nuestro nacimiento,
cuando los ángeles nos cantaban “¡Alabado sea Dios
en los cielos y paz en la tierra para los hombres, a
quienes mira con benevolencia!”.
Porque es la misma hora, tanto de una vida como de
la otra. La hora llega para que nosotros vayamos.
Llega porque nos llama.
Desde el comienzo hasta el fin de nuestra vida es la
misma llamada. Vamos en todo momento. Vamos ahora.
Cada latido del corazón dice: “Voy”. Cada latido del co-
razón dice: “Ya estoy en camino, no puedo hacer otra
cosa que ir, debo ir”.
¿A quién le digo que voy? A todos aquellos a quienes
llegó esa hora en la muerte, de manera que su corazón
dejó de latir.
Ellos ya no necesitan ir: ya están allí.
¿Dónde están y dónde voy a estar yo cuando esté con
ellos? Allá de donde venimos. Allá donde ya estuvimos
y donde vamos. Allá volvemos.
¿Volvemos siendo los mismos o volvemos siendo dife-
rentes?
Tanto lo uno como lo otro. Volvemos igual con todo lo
que se nos había dado en la cuna y volvemos diferentes
por todo para lo que sirvió nuestra vida.
Así, pues, ¿cómo escucho esa llamada? ¿Cómo voy co-
mo alguien que la escucha con amor? Estando al servi-
cio, estando al servicio ahora, estando al servicio con
todo, estando al servicio con cada latido del corazón,
hasta que deje de latir.
A lo último
Lo decisivo viene a lo último. Así parece, porque sólo
al final reconocemos su efecto. Pero el paso decisivo,
el que lo pone en marcha, va al principio. Si lo perdemos
y, por así decirlo, permitimos que nos lleve la corriente,
pasado un tiempo reconocemos que estamos siguiendo
la pista equivocada.
¿Qué nos queda por hacer entonces? Debemos regre-
sar al punto en el que desaprovechamos el paso decisi-
vo y estar dispuestos a asentir al precio de esa elección.
Así, con más
decisión, damos entonces el paso que desaprovecha-
mos anteriormente y caminamos con ímpetu en la direc-
ción decisiva.
A través de la experiencia de principio y fin, es decir de
que algo primero comienza, luego sigue su camino y final-
mente llega a su fin, donde se completa, tenemos la idea
de que algo se cumple justo al final, de que su cumpli-
miento ocurre a lo último.
Pero, ¿qué sucede con un niño recién nacido? ¿Le fal-
ta algo, o resulta que ya está todo en él de manera que
sólo necesita desplegarse?
El despliegue parece añadir algo y al mismo tiempo tam-
bién quita algo del comienzo, porque de la totalidad de
posibilidades sólo puede materializar algunas. En ese
sentido lo que se despliega sólo por un lado se hace
más, pero por el otro lado al mismo tiempo se hace
menos. Es decir que mientras nos movamos dentro
del tiempo y pensemos dentro del tiempo, fácilmente
pasamos por alto la plenitud del comienzo.
¿Cómo evitar volverse menos por el despliegue? Man-
teniendo la unión con la plenitud del comienzo, toman-
do fuerza de él continuamente, y teniendo el valor y la
comprensión de la totalidad de nuestras posibilidades
al comienzo.
Dicho de otro modo: mientras avanzamos, también es-
tamos permaneciendo en la plenitud del principio.
Cuando en nuestra evolución topamos con algún lími-
te, una dolencia, por ejemplo, mediante la sintonía con
nuestro comienzo y la experiencia de nuestra salud al
comienzo, logramos la posibilidad de sanar lo poste-
rior gracias a lo anterior. ¿Cómo? A través de nues-
tra sintonía consciente con él, como si siguiera estan-
do ahora igual que al principio.
En este sentido, pues, ¿qué viene a lo último? El co-
mienzo.
CREDITOS
Quito 4231 Buenos Aires
gerencia@almalepik.com www.almalepik.com
La mayoría de estos cuentos fue publicada por la
Editorial Herder S.L., Barcelona en
El centro se distingue por su levedad y Órdenes
del Amor © 2002 y 2001, respectivamente.
Impreso en Argentina
ISBN: 978-987-1522-06-4
Hellinger, Bert
Cuentos de vida / Bert Hellinger ; dirigido por Tiiu
Bolzmann ; coordinado por Graciela Lauro . - 1a ed. -
Buenos Aires : Alma Lepik, 2009.
128 p. ; 21x14 cm.
Traducido por: Rosi Steudel
ISBN 978-987-1522-06-4
1. Psicología Sistémica. I. Bolzmann, Tiiu, dir. II.
Steudel, Rosi, trad. III. Lauro, Graciela, coord.
CDD 150
Fecha de catalogación: 18/03/2009
NUESTRO CATALOGO
Orden y Amor. El orden viene primero, luego el amor.
Bert Hellinger
"El orden viene primero, luego el amor", nos dice Bert Hellinger.
En esta reseña, él despliega lo central de esta afirmación, que
es un pilar de su filosofía, para que podamos entender interior-
mente la importancia del orden en el amor y cómo éste fluye
sólamente si sucede al primero. La sabiduría de Bert Hellinger
desde lo esencial y al servicio de la paz en las relaciones inter-
personales, al alcance de todos.
Los cuentos pueden decir aquello que de otra manera no tiene per-
miso de ser expresado. Porque lo que ellos muestran también saben
esconderlo, y su verdad es imaginada al igual que el rostro de una
mujer detrás del velo.
Los cuentos compilados en este libro nos invitan a transitar un ca-
mino de entendimiento, superando, a menudo, nuestras ideas habi-
tuales. Giran alrededor de un centro y alrededor de un orden oculto
que, más allá de los límites de conciencia y culpa, une lo que está
separado.
Algunos cuentos tocan lo extremo. Nos llevan a lo largo del camino
del entendimiento hasta sus límites, sin temor y sin contemplacio-
nes. Son el corazón de esta colección.
Bert Hellinger nos invita a hacer un viaje hacia nuestro centro. Allá
donde estamos con nosotros mismos en lo más profundo. Nos des-
cribe estos viajes interiores, paso a paso. Pero también nos mues-
tra qué peligros acechan en este camino, qué nos desvía o nos de-
tiene, e incluso, qué nos obliga a retroceder.
A menudo, en estos viajes interiores se nos regala una comprensión;
entonces sabemos, de pronto, cuál será el siguiente paso en nues-
tra vida. Pero a veces también estamos frente a una puerta; enton-
ces esperamos que se abra, como por sí misma.
Una mirada espiritual hacia algo escondido que nos atrae a pesar
de que, al mismo tiempo, se oculta de nosotros.
El manantial no tiene que preguntar por el camino
Bert Hellinger
Revista Constelando
Publicación temática sobre Constelaciones Familiares
y Soluciones Sistémicas