CARLOS
Mira aquí arriba –dijo
Por Shirley Jackson
El día que mi hijo Laurie entró al Kinder renunció a
sus pantalones de pana con peto y comenzó a usar
los de dril azul, con cinturón. Me quedé viéndolo
mientras se alejaba en compañía de la muchacha de
la casa vecina, y me di cuenta de que había termina-
do una etapa de mi vida, y que el pequeño dejaría de
despedirse con la mano al llegar a la esquina.
Regresó a casa de igual manera, dejando la puerta
abierta, la gorra en el suelo, y la voz repentinamente
más ronca:
-¿Hay alguien en casa?
Durante la comida habló con insolencia a su padre,
volcó la leche de su hermanita y afirmó que, según
decía la maestra, no debe invocarse el santo nombre
de Dios en vano.
-¿Cómo estuvo hoy la escuela? –pregunté como por
casualidad.
-Muy bien –contestó.
-¿Aprendiste algo? –preguntó el padre.
Laurie miró fríamente a su padre y contestó:
-Aprendí nada.
-No aprendí nada –le corregí.
-La maestra dio unos azotes a un niño –dijo Laurie
mirando su pan con mantequilla-. Por ser un fresco –
añadió con la boca llena.
-¿Qué hizo? –pregunté-. ¿Cómo se llama?
Laurie quedó un rato pensativo.
-Fue Carlos –contestó-. Un fresco. La maestra le dio
unos azotes y lo mandó a un rincón. Se portó con
mucha frescura.
-¿Qué fue lo que hizo? –volví a preguntar, pero Laurie
brincó de la silla al suelo, cogió un dulce y se fue,
mientras su padre le decía:
-Oiga usted, jovencito.
El día siguiente, en cuanto Laurie tomó asiento para
comer, dijo:
-Carlos volvió a portarse mal –hizo una mueca y aña-
dió-. Hoy Carlos le pegó a la maestra.
-Santo Cielo –dije, pensando en el nombre de Dios-.
Supongo que recibió su castigo.
-Claro que sí –contestó Laurie-.
a su padre.
-¿Qué cosa? –dijo el padre mirando hacia arriba.
-Mira aquí abajo –añadió Laurie-. Mira mi dedo pul-
gar. ¡Ah, qué tonto eres!
Se puso a reír como un loco.
-¿Por qué le pegó Carlos a la maestra? –pregunté
rápidamente.
-Porque quiso que pintara con lápices rojos –dijo
Laurie-. Carlos quería pintar con lápices verdes, y por
eso le pegó a la maestra, y ella le dio unos azotes y
dijo que nadie jugaría con Carlos, pero nadie le hizo
caso.
El tercer día –miércoles de la primera semana- Carlos
tiró del columpio a una niña y la hizo sangrar, la
maestra lo tuvo que encerrar. El jueves permaneció
en un rincón durante la clase de historia, porque
estuvo golpeando el suelo con los pies. El viernes no
le dejaron dibujar en el pizarrón porque se divirtió
tirando gises a los demás.
Cuando llegó el sábado, dije a mi esposo:
-¿No crees que el Kinder sea inconveniente para el
niño? Con todas esas palabrotas que aprende, y la
mala influencia de ese Carlos...
-No te preocupes – me tranquilizó mi marido-. En el
mundo hay mucha gente como ese Carlos. Da lo
mismo que lo conozca ahora que más tarde.
El lunes siguiente Laurie regresó a casa algo más
tarde, lleno de noticias.
-¡Carlos! –gritó desde lo alto de la colina. Yo lo
esperaba con ansiedad-. Carlos volvió a hacer
maldades.
-Entra –dije cuando estuvo más cerca-. Te espera la
comida. -¿Sabes qué cosa hizo Carlos? –me preguntó
mientras pasaba por la puerta detrás de mí-. Carlos
gritó tanto en la escuela que mandaron un niño
desde otra clase para decirle a la maestra que lo
hiciera callar, y cuando terminó la clase Carlos tuvo
que quedarse castigado. Y los otros niños también se
quedaron, para hacerlo.
-¿Qué hizo? –pregunté.
-Sólo se sentó –contestó Laurie brincando hasta su
silla-. ¡Hola, papá, cabeza de estropajo!
-Carlos tuvo que quedarse castigado cuando terminó
la clase –informé a mi marido-, y todos se quedaron
con él, a verlo.
-¿Cómo es ese Carlos? Preguntó mi marido a Laurie-.
¿Cuál es su apellido?
-Es mayor que yo –contestó Laurie-. Y no tiene
tirantes ni lleva chaqueta.
En la noche del lunes se celebró la primera reunión
de maestros y padres de familia, pero como el bebé
estaba algo resfriado no pude asistir. Tenía muchos
deseos de conocer a la mamá de Carlos. El martes,
Laurie dijo de pronto:
-Vino alguien a ver a la maestra.
-¿La mamá de Carlos? –preguntamos al mismo
tiempo mi marido y yo.
-No –contestó Laurie con gesto desdeñoso-. Era un
hombre, que nos mandó hacer ejercicios, y tocar
nuestros dedos de los pies. Así, miren –y bajó de la
silla y se inclinó hasta tocar las puntas de los dedos
de los pies-. Así –volvió a decir, y tomó asiento con
gesto solemne-. Carlos no quiso hacer los ejercicios.
-¡Vaya! –exclamé-. ¡Así que Carlos no quiso hacer los
ejercicios!
-¡No! Carlos fue tan fresco que dijo al amigo de la
maestra que él no había nacido para hacer los
ejercicios.
-Fresco otra vez ¿no? –dije.
-Le dio una patada al amigo de la maestra –explicó
Laurie-. El amigo de la maestra dijo a Carlos que se
tocara los dedos de los pies como hacía yo, y
entonces Carlos le dio una patada.
-¿Qué crees que harán con Carlos? –preguntó mi
esposo a Laurie.
Laurie se encogió de hombros:
-Supongo que lo echarán de la escuela.
Miércoles y jueves fueron de rutina. Carlos estuvo
dando lata durante la clase de historia, y pegó a un
niño en el estómago y le hizo llorar. El viernes, Laurie
volvió a quedarse un rato más en la escuela, y lo
mismo les sucedió a los demás niños.
Al llegar la tercera semana de Kinder, Carlos se había
convertido en una institución. Cuando el bebé lloraba
de noche decíamos que era un Carlos, y Laurie le
hacía al Carlos cuando llenaba su tren de lodo y lo
llevaba a la cocina. Hasta mi esposo, cuando dio con
el codo al teléfono y tiró teléfono, cenicero y jarrón
con flores al suelo, dijo enseguida: “Parece cosa de
Carlos”.
Durante la tercera y cuarta semanas, Carlos sufrió un
cambio. Laurie declaró con mirada torva durante la
comida del jueves de la tercera semana:
-Carlos fue hoy tan bueno que la maestra le regaló
una manzana.
-¡Qué! –grité, y mi esposo añadió: -¿Te refieres a ... a
Carlos?
-Carlos –explicó Laurie- repartió los lápices y recogió
los libros, y la maestra dijo que la ayudaba muy bien.
-¿Qué sucedió?- pregunté, incrédula.
-Sólo que la ayudó mucho –contestó Laurie, y se
encogió de hombros.
-¿Crees que sea cierto eso de Carlos? – pregunté a mi
marido aquella noche-. ¿Pueden suceder cosas así?
-Espera y verás –dijo él, cínicamente-. Con tipos como
ese Carlos, quiere decir que planea algo.
Pero estaba en un error. Por espacio de una semana,
Carlos fue el brazo derecho de la maestra. Todos los
días repartía unas cosas y recogía otras. Y ningún día
tuvo que quedarse castigado.
-La junta de padres de familia será la semana entran-
te –informé a mi esposo una tarde-. Por fin conoceré
a la mamá de Carlos.
-Pregúntale qué le pasó a su niño –dijo mi esposo-
Me gustaría saberlo.
-Lo mismo digo yo.
El viernes de esa misma semana las cosas volvieron a
la normalidad.
-¿Saben qué hizo Carlos hoy? – dijo Laurie a la hora
de comer, con voz ligeramente asustada-. Dijo una
palabra a una niña, y ella la repitió, y la maestra le
lavó la boca con jabón, y Carlos se rió.
-¿Qué palabra fue ésa? –preguntó su padre sin darse
cuenta de lo que decía, y Laurie contestó:
-Tendría que decírtela al oído, porque es muy mala.
Bajó de la silla y se acercó a su padre. Su padre
inclinó la cabeza y Laurie murmuró algo con gesto
divertido. Los ojos de su padre se abrieron.
-¿Carlos dijo eso a la niña? –preguntó.
-Y ella lo repitió dos veces, porque Carlos se lo dijo a
ella dos veces.
-¿Y qué le pasó a Carlos? –preguntó mi marido.
-Nada –fue la respuesta de Laurie. Estaba
repartiendo Lápices.
El lunes se olvidó de la niña y dijo él solo la palabrota
tres o cuatro veces, y cada vez le lavaron la boca con
jabón. También tiró gises a los demás.
Mi esposo me acompañó aquella noche hasta la
puerta. Era la noche de la junta.
-Invítala a tomar en casa una taza de té –sugirió-.
Quiero saber cómo es.
-Si es que va a la junta –dije yo, esperanzada.
-Estará –afirmó él-. No creo que pueda celebrarse
una junta sin estar presente la mamá de Carlos.
Durante la junta me mantuve sentada mirando todos
los rostros, intentando localizar a la persona que
ocultaba el secreto de Carlos. Nadie se levantó para
pedir disculpas por la forma de comportarse su hijo.
Nadie habló de Carlos.
Cuando terminó la reunión busqué a la maestra de
Laurie. Tenía en la mano una taza de té y un pedazo
de pastel de malvavisco. Nos miramos una a otra y
nos sonreímos.
-Tenía ganas de conocerla -me presenté-. Soy la
mamá de Laurie.
-Todos nos interesamos en Laurie –dijo ella.
-Adora el Kinder. Habla de su clase todo el tiempo.
-La primera semana hubo ciertos problemas de adap-
tación- dijo la maestra-, pero ahora me ayuda
bastante. Claro, con algunas excepciones.
-Laurie sabe adaptarse bien, a pesar de la influencia
de Carlos.
-¿Carlos?
-Sí –contesté riendo-, debe tener cantidad de
problemas con ese Carlos, ¿no es cierto?
-¿Carlos? –volvió a decir-. No tenemos ningún Carlos
en el Kinder.