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¡HUNAM, VEN A COMER!

En el aeropuerto la esperaba solamente la esposa del sobrino. El ambiente era totalmente diferente de
su llegada hacía tres años cuando una cantidad de familiares la habían esperado. De verdad, aquella vez
no sabía en brazos de quién caer primero. Aquella vez era el regreso repentino por la noticia del
fallecimiento del padre, después de treinta años de su salida a Estados Unidos, después de su matrimonio.
Entonces, a pesar del duelo, tanta gente la esperaba. No pudo reconocer a nadie porque le pareció que no
estaban sólo familiares sino también otros invitados al velatorio.
Ann era la tercera de cinco hermanos: dos hermanas mayores y dos hermanos menores. Los hijos de
los cinco hermanos eran catorce. Ann tenía tres hijos; sin ellos, eran once sobrinos. Como todos
aumentaron después de su emigración, no los conocía, mucho menos los nombres. Sin embargo, sabía
mucho sobre los once sobrinos. Los datos estaban archivados en la buena memoria de Ann: estado civil,
lugares de trabajo, colegios donde estudian, sobrino que llenó de orgullo a sus padres por ingresar a una
buena universidad; sobrino, no tan inteligente pero tenaz, que por tercera vez se preparó para el examen
de ingreso; sobrina buena e inteligente pero que no tenía pretendientes por ser de baja estatura, por lo cual
sus padres estaban muy preocupados; sobrino bajo el tratamiento para bajar el peso; sobrina que se casó
con un millonario, y que por no perder la cara ante la familia del esposo empobreció a sus padres, etc. Por
suerte, Ann tenía buena memoria. Sabía de todo y podía adivinar casi perfecto quién era y de qué
hermano. No recordaba todas las fechas de los cumpleaños de sus hermanos y sobrinos; sin embargo,
tenía apuntadas todas en una libreta. Si la perdía en algún lugar, tenía que buscarla primero aun haciendo
trabajar a toda la familia. Hasta que la localizara, ella no podía dedicarse a otra cosa. Jamás se había
olvidado de enviar algo en los aniversarios familiares. Desde días antes pensaba y escogía con todo su
cariño aunque fuera una cosa insignificante. Su esposo no era atento, pero sí gentil. Una vez le comentó
indirectamente que los familiares podían estar descontentos por una pequeña cosa cuyo gasto de envío
salía más caro que el precio de la cosa. Ann le dijo con seguridad que les agradaría porque se trataba de
un producto de Estados Unidos. La libreta de Ann, su antena persistente, era una parte de su ser que a
cada rato tocaba para confirmar el cariño de los suyos. Es que ella vivía con el miedo de que los
familiares de su madre patria la olvidaran.
Antes de casarse no se dio cuenta del cariño familiar. ¡Qué va! En vez del cariño vivía con rencor y
deseos de venganza. Se dice que la tercera hija es la más preferida como esposa, pero ella no era tan
inteligente ni viva. Era muy buena y no tenía envidia. Las dos mayores estudiaron en la universidad; ella
sólo terminó la preparatoria. El ingreso a la universidad donde estudiaron sus hermanas no era difícil;
pero, ¡qué absurdo!, se presentó a la mejor universidad y naturalmente falló. Ya no se presentó a las
universidades de segunda vuelta. El hecho de que todos los cinco hermanos fueran a la universidad con el
salario de un funcionario público de un colegio vocacional técnico era mucha crueldad. Eso era ahorcar a
su padre. Él, apenas bebía licor, maldecía a su mala suerte de educar a las hijas en la universidad. Para él,
las mujeres eran inútiles. ¿Qué pecado habría cometido yo en la otra vida y...? Sus quejas en estado de
embriaguez le hicieron considerarse como la desgracia del destino de su padre. Sin estar en opulencia, las
dos mayores pudieron estudiar en la universidad gracias a la ignorancia y al dinamismo de su madre. Ella
era hábil para ganar dinero, no temía perder la cara ni se preocupaba del tipo de trabajo: comerciante
ambulante de la venta de los productos estadounidenses de contrabando; después, vendedora de
cosméticos; miembro de gye (ahorro particular) con varias cuotas y algunas veces ella misma organizaba
este tipo de ahorro. Una vez, cuando quebró el que había organizado ella, le tocó andar huyendo de otros
socios perjudicados. Su padre echaba la culpa de su pobreza a su mala suerte y vivía con resignación; su
madre vivía con fuerte voluntad de analizar las causas y no heredar los mismos errores a los hijos. El
análisis de su propio destino era sencillo y claro: una ignorante, al casarse con un técnico como la mejor
opción, ya estaba preparada para los sufrimientos. Su padre entristecía a otros con su actitud de hombre
que vivía por no terminar pronto la vida; su madre era valiente, no consideraba al sufrimiento como algo
doloroso. Pensó que su madre era valiente por ser ignorante. Ann, en el fondo, menospreciaba la
universidad donde estudiaban sus hermanas. Ella no era una chica egoísta que, sin deseo de estudiar algo
especial, exigía a los padres el gasto por cualquier universidad con el fin de obtener un título que otros no
reconocerían como gran cosa. Tampoco era tan buena como para sacrificarse por el bien de los padres y
hermanos. La universidad de tercera categoría, cuya colegiatura doblaba la cintura de sus padres, no era
un vestido de oro sino un vestido gastado. El vestido gastado debería terminar con su época de la
preparatoria cuando le tocaba usar el uniforme de sus hermanas. Aún así, el fracaso era fracaso y fingió su
desilusión. Si en ese momento su madre no le hubiera murmurado “Gracias, tú nos salvaste”, no se habría
casado con un hombre residente en la lejana tierra de Estados Unidos ni habría hecho el viaje. Cuando su
madre le agradeció con voz suave y débil, ella descubrió su inexistente espíritu de sacrificio. Ese
sentimiento era terrible. ¿Quién se sacrifica por quién? Quería recuperar la parte sacrificada por los que
no valían la pena de su sacrificio. Cuando sufría por las ganas de demostrar algo ante toda la familia que
detestaba, un familiar le presentó a un coreano residente en Estados Unidos, que había llegado a Corea
para casarse con una mujer de buena formación. En pocos días, los dos se cayeron bien, acordaron el
matrimonio y se casaron. ¿No habría sido la impaciencia la que la empujó al matrimonio y no porque él le
cayera bien? Imposible olvidar esas manos ásperas y húmedas de su madre que agarraban su mano para
agradecerle. Podría haberse alocado si no se apartaba lo más antes posible de toda la familia. Su esposo,
huérfano desde la niñez, al terminar el servicio militar, fue invitado como inmigrante por su hermana que
tenía un restaurante en Estados Unidos; era un elemento indispensable para el negocio de su hermana.
Para él, si la mujer no tenía una falsa ilusión de la vida en Estados Unidos, estaba seguro de poder
sostenerla aunque ella no ganara dinero. Primero, su esposo le cayó bien a su madre. Él no tenía ninguna
intención de hablar de las mil maravillas de su vida en el extranjero; y su madre estaba segura de que por
lo menos no la haría sufrir de hambre. Al terminar la guerra, el mejor pretendiente era un hombre que no
hiciera sufrir de hambre; sin embargo, ya estaban en la década de 1970 cuando ya habían superado el
estado de extrema pobreza. El anticuado comentario de su madre le cayó bien a un hombre que vivió casi
diez años en Estados Unidos. Él no lo consideró anticuado, sino algo gracioso y cariñoso. Su madre,
decidida a casar a su hija con uno de Estados Unidos, se jactaba ante la gente que ella jamás se había
imaginado que su hija sin estudios universitarios iba a casarse con un pretendiente de primera categoría.
Es que su esposo, un joven sencillo, cuando su madre le preguntó si hablaba inglés, le contestó que por lo
menos sabía defenderse para ganarse la vida. Y esa respuesta le dio más alas a la imaginación de su madre,
no porque ella fuese ignorante sino porque en esa época todavía no conocían mucho sobre el extranjero.
Su primera hermana mayor, que vivía sin trabajo a pesar de su título universitario, y la segunda hermana
mayor, que seguía los estudios universitarios, le tenían envidia por su matrimonio con uno de Estados
Unidos como si naciera una Cenicienta en su familia. Por los celos y las ilusiones de sus familiares,
aunque no había casi ningún invitado por parte de su esposo, no se sintió mal. Sin ningún temor de haber
sido arrojado a lo alto del aire, gozó ese sentimiento de estar en el aire sin gravedad. El esposo, con mil
disculpas, le pidió abreviar el viaje de luna de miel e ir pronto a Estados Unidos. Ningún familiar de ella
lo tomó mal. Todos estaban felices por el hecho de poder despedirlos en el aeropuerto. Para todos era una
experiencia sublime de la subida de su estatus, no experimentada hasta ese momento.
¿Qué pasaría a la persona, alzada al aire por otros, si éstos se dispersaran antes de que cayera sana en
sus manos? Seguramente se le rompería la cabeza o la espina dorsal. Lo que ella sintió fue eso cuando
bajó del avión en el aeropuerto de Los Angeles después de casi veinte horas de viaje, recibió la cálida
bienvenida de la familia del esposo. El hecho de no tener ni un familiar en esa tierra, donde le tocaba vivir
con los pies bien plantados, era como la dura sensación de la caída a la tierra con la espina dorsal rota.
Los que fueron al aeropuerto para recibirla eran los familiares cercanos de su esposo: hermanos y primos.
Naturalmente, eran también familiares para ella, pero no suyos. El esposo, vuelto a la red familiar, estaba
más cómodo y seguro, aspecto diferente del que mostró en Corea. Sin embargo, ella no podía tomarlo
como su protector. Más bien se le aumentó el sentimiento de exclusión. El esposo era el último de los
cinco hermanos. La hermana mayor había sido la primera en llegar a esa tierra; a medida que prosperaba
su negocio de restaurante, invitó a otros uno por uno; ahora, todos ya independizados, vivían en
comodidad. El único que todavía no se independizaba era su esposo. Dos posibilidades: su esposo no era
muy ambicioso o la confianza de la hermana hacia él era muy especial. El esposo, antes de contraer el
matrimonio, le había dado una breve información sobre sus familiares con quienes se vería obligada a
tratar en Estados Unidos. Aunque su descripción difería uno de otro, se podía abreviar en dos adjetivos:
fuertes y amables. Se olvidó de las características de cada uno; pero, al ver a la mayor, recordó el dicho
coreano: “Trabajar como perro; vivir como caballero”, o sea trabajar como burro y vivir como gente. De
cuerpo macizo como una generala, con exagerado maquillaje, adornada de joyas no muy finas pero de
tamaño regular en el cuello, en las orejas y en las muñecas. Era desafiante cuando manifestaba su lema:
Trabajo como perro; vivo como caballero. Y eso, ¿qué? Lo que a ella la empequeñeció no fue esa
demostración de su capacidad audaz de sobrevivencia, sino su fuerte carisma sobre todos los hermanos a
quienes invitó y les hizo vivir sin problemas en esa tierra ajena. En su casa la esperaba una fiesta de
bienvenida y aceptación como un miembro del clan. Como, prácticamente, era otra boda en Estados
Unidos, se vistió el típico vestido coreano para la fiesta, que llevó preparado para este caso. Resultado, un
elogio total: bonita y femenina. Hablaban en voz alta, soltaban carcajadas y gruñían por pequeñas
diferencias de opiniones. Nadie fingía la decencia. Tenían muy buen apetito: masticaban y devoraban las
pulpas de la carne que se asaba en grandes cantidades. Ese apetito feroz le hizo recordar a la fiesta de las
fieras. Su esposo era el menos dinámico. Su hermana mayor, preocupada de que su hermano cayera mal a
su esposa, le murmuró a solas: “Es así porque de niño no pudo mamar bien. Como mi madre tenía mucha
edad y esos malditos japoneses estaban por ser derrotados, no había leche ni cereales. Cuando la criatura
movía los labios resecos pidiendo leche, me dolía el corazón. Si hasta yo sufría, ¿cuánto habría sufrido mi
madre?” ¿Otra vez? El esposo intervino haciendo una mueca. Seguro que ella se lo diría con frecuencia.
Aun así, la hermana no se olvidó de agregar: “Se ve débil, pero es el más fuerte”. Luego, lanzó hacia su
hermano una mirada llena de amor. Imposible describir esa mirada. Eso es lo que existe entre los
hermanos. Conocer quién es el otro; aunque cometiera un crimen horrible, recordar la sonrisa angelical de
la niñez; poder decir que es bueno; una confianza ciega; el último refugio. Como la fiesta era para ella, le
hicieron muchas preguntas y la miraron afectuosamente mostrando atención y buena voluntad. Sin
embargo, ella se sintió triste y desgraciada porque se juzgaba a sí misma como un botín ganado por el
menos fuerte y el más débil de todos ellos.
Su hermana le había dicho que su hermano era fuerte. ¿Se habría referido a su carácter en vez de su
físico? Al pasar los días, poco a poco empezó a pensar así. Quizás su esposo se sentiría asfixiado por las
hermanas fuertes y llenas de vida. Él era un firme partidario de la ideología paternalista: “La mujer debía
ser ama de casa para criar los hijos; el varón debía trabajar para responsabilizarse de la esposa y los hijos”.
Era ocho años mayor que ella. Hasta en Estados Unidos era solterón. Las mujeres, que sus hermanos le
habían presentado escogiéndolas entre las inmigrantes, eran fuertes o atrevidas. Él detestaba esos
caracteres. Su esposo sufría por un complejo de carencia. Al nacer no pudo mamar bien, de niño perdió a
sus padres, llegó a otro país como inmigrante, trabajó de mozo en el restaurante y, finalmente, de gerente
del restaurante. Todo eso sucedió ajeno a su voluntad. Pensaba que había perdido todo, aunque no sabía
qué era lo que deseaba. Cuando supo con seguridad qué era lo que deseaba, quería lograrlo. Si no podía
lograrlo, ¿para qué había nacido en este mundo? Le dolió haber nacido en este mundo. Su hermana mayor
lo comprendió. Como lo comprendió, él pudo ir hasta Corea en busca de su pareja. La hermana, aunque le
hacía trabajar como a una mula, le pagaba bien. Y siempre le decía: “Ojalá que tu futura esposa sepa
cómo ganas el dinero; por tanto, que lo valore”. En este sentido, él y ella, de caracteres totalmente
opuestos, soñaban con un prototipo ideal para su media manzana. Cuando él la vio por primera vez, pensó
que ella era para él. Él había tenido algunas enamoradas; con ninguna se comprometió; pero, cuando la
vio, sintió haber encontrado la mujer ideal.
La nueva casa para los casados, que su hermana les había preparado, era una mansión grande que en
Corea jamás habría podido imaginarse. Tenía todo: limpieza, amplitud, comodidad y aire fresco por el
verdor de su contorno. En el depósito, la parte baja de la gradería, había un montón de papel higiénico
blanco y suave. Señal de riqueza que ella nunca se imaginó. Estaba maravillada. Su casa de Corea tenía el
pozo ciego y ella usaba el periódico para limpiarse. Claro, ella ahora estaba casada con uno de Estados
Unidos. Recordó que sus hermanas, cuando tenían la oportunidad de ir al baño de algún hotel, enrollaban
el papel higiénico, lo escondían en el bolso y lo usaban poco a poco para borrarse el maquillaje. El
kleenex era el símbolo de riqueza. Durante los primeros meses de recién casados, cuando los amigos y los
hermanos de su esposo los invitaban a sus casas en turno, siempre quedaba maravillada al ver tanta
cantidad de papel. ¡Cuánto se alegrarían mis hermanas si pudiera enviarles por correo unos cuantos
rollos! Brillarían sus ojos, exclamarían y se morirían de envidia. Para mantener la tensión con las cosas
abundantes y baratas, se necesitaba la presencia de sus hermanas. ¿De qué sirve vivir en comodidad sin
los padres o hermanos que sientan la alegría o envidia? Ella era una mediocre entre los cinco hermanos,
sin algo especial; en la escuela tampoco había sido notable, no había sobresalido en alguna materia
especial. Acostumbrada a la indiferencia de otros, no se había dado cuenta de que existía ese deseo tan
fuerte de ser foco de envidias y celos.
Después del rollo de papel higiénico, admiró los utensilios hermosos y cómodos de la cocina.
Mientras los miraba maravillada dedujo que eran inútiles porque no estaban sus hermanas para que
también admiraran y tuvieran celos. Entonces perdía la fuerza, y todos los objetos, focos de su admiración,
le parecían insignificantes. Al acostumbrarse a la vida estadounidense se dio cuenta de que todos vivían a
ese nivel; pero el deseo de comparación seguía respirando. Como sus vecinos, en su mayoría, eran
asiáticos: coreanos, chinos e indios, no tenía por qué sentirse inferior por el color de la piel. Su esposo,
diferente de la apariencia, era un hombre delicado. Él ya había previsto que su esposa se sentiría aburrida.
Vivía tan ocupado que no tenía tiempo libre; sin embargo, como se aburría de la vida de constante
repetición, sin sueño o preocupación por el futuro, sabía muy bien cuán desgraciado era ese aburrimiento.
Un día que no trabajó en el restaurante llevó a su esposa a pasear por Laguna Beach, cerca de su casa.
Recordó que en los primeros días de inmigrante se sentía asfixiado en esta inmensa tierra. Cuando la
asfixia casi lo alocaba, iba al mar. Entonces, todo lo guardado en el corazón explosionaba al ver el
inmenso mar, se sentía libre y pequeño como las gaviotas. Esperó que esa playa hermosa fuera una
consolación para su esposa. “¡Dios mío! De verdad, la tierra es redonda”. La primera exclamación de ella.
El esposo, al principio, no entendió qué cosa le habría hecho pensar en la redondez de la tierra. La esposa
señaló el horizonte. El horizonte sin islas, sin cabos y sin nada que obstaculizara la vista, de verdad
parecía un arco no accidentado. Sintió cariño y amor hacia su esposa. Después, ella mostró su interés por
las aves acuáticas. ¡Qué gaviotas tan grandes! ¡Qué asquerosas! Él también pensó como ella pero quería
que su esposa siguiera con la emoción. Entonces le dijo que ese mar era el Pacífico y que se conectaba
con Corea. Ese mar por donde viajaron usando el medio más rápido de transporte del mundo, llamado
avión, durante casi veinte horas, estaba conectado con Corea. ¿Por qué no lo supe? Habló jadeante, quizás
por el viento marino. Su esposa le echó la mirada ingenua. Lo que él había hecho no era enseñarle lo que
ella no sabía, sino hacerle recordar. Sin embargo, la esposa estaba muy agradecida. Este acto le conmovió.
En la loma de la carretera de la ribera había unas mansiones lujosas y flores amarillas de mostaza. ¡Parece
la isla Jejudo! La voz de su esposa estaba más alegre. ¿Habría confundido las flores de mostaza con las de
colza? Quizás su esposa no conocía la isla Jejudo. Él tampoco la conocía aunque soñaba en el lugar de
viaje de luna de miel. Su esposa tampoco la habría conocido. Le dolió mucho por haberla traído a la zona
de flores de mostaza en vez de las flores de colza. Por tanto dolor, no pudo seguir. Estacionó el automóvil
y la abrazó. Jamás la sintió tan cariñosa. Por vez primera sintió que la amaba.
Antes de casarse, él comía y dormía en el restaurante. Después de casarse, dormía en casa pero
seguía comiendo en el restaurante. Preocupado de que su esposa no se alimentara bien por comer sola, le
llevaba varias comidas hechas o costillas maseradas del restaurante. Y ella recogía acelga silvestre que
crecía en la pequeña plazuela del barrio y preparaba la sopa con pasta de frijol. Como una vez sobró la
acelga, la sancochó y la secó. Sin darse cuenta, él se acostumbró a la sopa de pasta de frijol con acelga,
preparada por ella, y empezó a comer dos veces al día en la casa: desayuno y cena. No quería descuidar
su amor. Lo que a ella le daba más vida era el paseo a la playa de donde podía mirar el Océano Pacífico.
En vez de pedirle “Vayamos a la playa”, le decía si todavía la tierra era redonda. No era un hombre
bromista. El amor lo cambiaba así. Pero, cuando su esposa miraba con tanta intensidad el mar como si
tratara de jalar el horizonte, le dolió. Volvamos antes de que se apachurre la tierra, le decía triste. Ella
empezó a adelgazarse poco a poco. La vida de su esposa se debilitaba día a día por tanto jalar en vano ese
horizonte. El esposo se preocupó mucho. Antes que ella se quedara sólo hueso, necesitó preparar algún
lazo que pudiera confirmar que ella no estaba totalmente separada de sus familiares de Corea. Ese
pensamiento se intensificó más cuando ella necesitó tener el nombre al estilo estadounidense para que los
conocidos tuvieran la facilidad de llamarla. Ella no podía comprender el estilo estadounidense en que la
mujer casada debía adoptar el apellido del esposo. Para recompensar ese sentimiento de pérdida, él le
sugirió adoptar el apellido de ella para su nuevo nombre. Su apellido era An. Como su nombre
estadounidense era John, An y John, ambos nombres monosílabos, eran fáciles para pronuciar y se
combinaban bien. Ante su propuesta, ella se puso más feliz de lo que él esperaba. Él la llamaba An; sin
embargo, los familiares la llamaban por Ann o tía Ann. A ella no le chocó. El esposo, conmovido por la
fuerte voluntad de ella de no perder su identidad de ninguna manera, quería prepararle otro lazo más
palpable y seguro. Cuando su esposa, al ver kleenex, muy emocionada, quería enviárselo a sus hermanas,
le dijo que no; él sabía bien qué artículos baratos de Estado Unidos eran bien recibidos en Corea. La
esposa, con la ayuda del esposo, poco a poco recobró la vida. Con una pasión persistente, empezó a
recordar los días festivos de Corea, los cumpleaños y las fiestas de sus familiares. En vez de pasear por la
playa para ver el Pacífico, prefirió hacer compras en Price Club. Los regalos para los días festivos o
cumpleaños eran: pequeños utensilios para la casa, cosméticos baratos de supermercados, vitaminas,
lentes ahumados, accesorios. En cualquier regalo siempre incluía el café instantáneo Choice o Maxwell.
En Corea, esos cafés, sacados ilegalmente de la base militar estadounidense, se conseguían en los
mercados negros o por medio de los comerciantes ambulantes. Naturalmente, el precio era exorbitante.
Esos cafés se vendían más barato en bolso. Cada vez que los metía en el paquete de envío, se sentía feliz
como si ella ganara por la diferencia del precio. Para la Navidad, con tiempo compraba una caja grande
de todas las clases de chocolate y la enviaba por el correo marítimo.
Los regalos y envíos aumentaban a cada año. Entre las tres hermanas Ann fue la primera que dio a
luz. Luego sus hermanas también se casaron y dieron a luz; y sus hermanos menores se comprometieron y
se casaron. Sus padres cumplieron sesenta años, y pronto cumplirían setenta. En la lista de los regalos se
aumentó el porcentaje de regalos de utensilios de colegio o juguetes. De Corea también le enviaban el
polvo de ají seco, la masa fermentada de frijol y el regalo de la novia de su hermano al contraer el
matrimonio . Al intercambiar las fotos, se dio cuenta de que la vida por este lado seguía igual como hacía
diez años, mientras la vida de allá se mejoraba notablemente. A cada rato se mudaban de casa. No había
ningún año que no se enterara que fulano, que vivía en tal barrio, se había mudado a un departamento más
grande. Aunque cada familiar se mudara después de algunos años; pero, como eran varios, a Ann le
parecía que se mudaban anualmente. La antena de Ann estaba dirigida sólo a sus familiares de Corea. Su
esposo John, como trabajaba en un lugar a donde frecuentaban los coreanos, estaba al tanto de lo que
ocurría en Corea, más que cualquier coreano que vivía sólo en Corea. John mejoraba el nivel de los
regalos que su esposa preparaba sin que ella se diera cuenta. Fijó una tienda favorita y aprovechó bien los
días que ofrecían gangas, y cambió el café instantáneo, regalo infaltable, al café molido. Algunas veces,
los hermanos o cuñados de Ann, que ya ocupaban cierto nivel de trabajo, llegaban a Estados Unidos por
sus trabajos. Ann, en su jardín, hacía la barbacoa de costillas de res para ellos, y pedía esto y otro a sus
hijos, era una mujer segura y feliz. Sus hijos, aunque generalmente hablaban en inglés, entendían también
a su madre que sólo hablaba coreano. Ya no era una mujer muy graciosa; sin embargo, John seguía con la
rivalidad contra la gente de Corea. Después de veinte años de matrimonio, antes de que Ann se lo pidiera,
John tomó la iniciativa de invitar a sus suegros enviándoles los billetes de avión. Ann le agradeció con los
ojos llenos de lágrima. John era un hombre muy listo: para alegrar a sus suegros no sólo hizo un plan
minucioso de su viaje, sino ahorró suficiente dinero; a su esposa no le dio ningún motivo de viaje a Corea
mientras ella diera a luz tres hijos y se dedicara de lleno a la crianza. Según la lección adquirida del
cuento infantil de “El leñador y el hada”, no debía estar seguro de su mujer hasta la muerte. Pidió unas
vacaciones especiales por la visita de sus suegros. Los llevó a San Francisco, al parque Yosemiti, a Gran
Cañón y a Las Vegas. ¿Les habría gustado? Lo cierto, ellos anduvieron atontados. Su esposo les dijo que
eran lugares a donde no había llevado ni a su esposa esperando la visita de ellos. Este argumento
emocionó mucho a su esposa Ann. Eso era verdad. Siempre había deseado hacerlos pasear por esos
lugares al ver que otros invitaban a sus padres. Cuando llegó el día del retorno de sus suegros, empacó
con mucho cuidado en sus maletas una buena cantidad de costilla de res estadounidense, bien congelada.
Al llegar a Corea, les mandaron la noticia de que la carne había llegado sin problemas, compartieron con
varias familias y comieron bien. ¡Qué bien! Esto, en parte, se debía a la disminución de las horas de vuelo.
John se jactó del regalo ante otros inmigrantes que sufrían al no saber qué regalar a su gente de Corea
porque los coreanos, por su nivel económico alto, ya no se alegraban con cualquier regalo. Por este
motivo, por un buen tiempo, en la sociedad de los inmigrantes coreanos estaba de moda el regalo de la
costilla.
Después de unos años de aquella visita, llegó la noticia de la grave enfermedad de su suegro.
Mientras estaba indeciso entre mandarla o no, llegó la noticia de su muerte. Su esposa jamás se habría
imaginado de no poder ir a Corea porque le preguntó de frente si él iba con ella o no. Los tres hijos
estaban en el este por el trabajo y por los estudios universitarios. No había nada que impidiera su viaje.
John, en vez de su hermana, era el gerente general de toda la cadena de restaurantes. Un puesto que podía
estar ocupado o no ocupado. Él, sin embargo, optó por estar ocupado y envió sola a su esposa. Ella,
siendo la hija que iba por el servicio funeral, andaba entre las nubes y emocionada. Al despedirla en el
aeropuerto, John experimentó un sentimiento vago de automenosprecio melancólico. Le parecía que un
rival, después de muchos sufrimientos, le quitaba con éxito a su esposa. Al volver a casa, en vano rebuscó
la cajetilla de cigarrillos, sin pensar que hacía tiempo había dejado de fumar. Luego, se rio de su propia
ilusión ilógica. Después del funeral y del rito del quinto día la voz de su esposa al otro lado de la línea de
teléfono seguía siendo alegre y calmada. Quizás porque era una muerte a la edad avanzada. ¿En Corea ya
no lloran? Le tocó preguntarle así porque en la voz de su esposa no pudo percibir ningún rastro de tristeza.
Creyó que ella volvería terminado el rito del quinto día ya que no estaba muy triste; pero postergó varias
veces con el pretexto de las invitaciones de su madre y de cada uno de sus hermanos; finalmente, volvió
después del rito de cuarenta y nueve días. Volvió engordada. Estaba más lerda, y lo primero que dijo al
ver a su esposo que fue a recibirla, fue: ¡Qué cansada estoy! Él le comentó que, posiblemente, era por la
diferencia de horas, pero sintió cólera. De verdad, su esposa estaba cansada y sin fuerza. ¿Qué habría
hecho allá y...? La miró descontento como si su esposa fingiera después de andar con otro hombre. Sintió
una tremenda enemistad contra Corea y Seúl como si fuera un hombre extraño que había conquistado el
corazón casto de su esposa. Una pasión vehemente y ciega de un hombre que pronto cumpliría sesenta
años. Quería saber todo lo sucedido en Corea; pero, cuando le preguntaba, la respuesta de su mujer daba
vueltas alrededor de las comidas. Que en la casa de su hermana mayor la nuera le invitó la comida
palaciega; su segunda hermana, vanidosa como siempre, llamó a una cocinera para preparar unos potajes
especiales para ella; su hermano, tan cariñoso con su esposa, con mandil puesto preparó todos los platos
junto a su esposa, y cuando los elogiaba, siempre decía que su esposa era muy buena cocinera, etc.
Parecía que en todas las casas la habían tratado a las mil maravillas. No sólo la invitaron a casa, sino le
hicieron un turismo total por todos los restaurantes famosos. Por poco se desmayó al ver el precio del
menú en un restaurante francés de un hotel; en un restaurante de un hotel, al estilo buffet, comió para no
arrepentirse pensando en el precio, y, al final, su estómago casi se reventó; un restaurante especializado en
queso de soya en las afueras de Seúl; el restaurante de verduras silvestres, etc. Todo relacionado con la
comida. Dijo que todos, sin excepción, ya restaurantes o las casas de sus hermanos, enfatizaban que la
carne de res era coreana, y que se sintió muy pobre por vivir comiendo sólo la carne de res
estadounidense.
-Mujer, si anduviste bien atendida todos los días, ¿por qué regresaste casi moribunda?
Le reprochó casi amenazador: con los ojos agrandados y con ademanes de darle golpes porque le
pareció que contaba esas cosas para ocultarle algo.
-Es que tú no sabes cuán cansado es andar comiendo sólo la rica comida, ser llevada de un lugar a otro
todos los días. Casi me moría de cansancio.
De verdad, la esposa parecía muerta de cansancio. Al ver ese cansancio que jamás la dejaría hasta la
muerte, sintió disgusto por ese país ajeno donde él había nacido y donde se comía rico hasta cansarse. El
cansancio de Ann se empeoró. Ya no le interesó nada: comida, sus cosas de la casa, los familiares de su
esposo a quienes trataba siempre con mucha cortesía. Hasta que perdió el interés por el esposo. ¿Quién es
esa mujer? En sus ojos ya no le quedaba ese brillo intenso al contemplar el horizonte en la Laguna Beach
con ganas de jalarlo. El desinterés era peor que el odio. Luego sucedió esa cosa.
Durante su ausencia, Ann sacó del desván las cosas guardadas que sus hijos las habían usado en la
niñez, las metió en el basurero de su jardín y las quemó. Los juguetes, los instrumentos de juego, las sillas
y los escritorios adecuados a la estatura y peso de sus hijos. Ella había comprado todo admirando la
comodidad y la elegancia. Mientras las usaban sus hijos, esos objetos jamás traicionaron a su admiración,
y todavía estaban perfectos como para ser usados por otros niños. Por esa razón, los había guardado para
regalar a sus nietos. También había pensado enviarlos a los nietos de sus hermanos como regalos
especiales de Estados Unidos. Esos muebles de los niños, livianos y de bonitos colores, en su mayoría,
eran de resina sintética. Cuando el humo negro y el olor cubrió el tranquilo barrio de las afueras, famoso
por su paisaje hermoso, ella fue denunciada; la policía la pasó al siquiatra, y luego a la terapista síquica.
Esta especialista era egresada del Departamento de Literatura Inglesa de una universidad provinciana de
Corea, había llegado a Estados Unidos siguiendo a su esposo. Casi cuadragenaria empezó a estudiar de
nuevo en la universidad. Esta vez su especialidad fue el Asesoramiento Sicológico, y después de obtener
el título se dedicaba a ese oficio. Era una mujer sencilla, sin altanería, amable. Sabía escuchar con
paciencia a los pacientes. Parecía tener la habilidad especial de sacar el hilo conductor de otra persona,
pero no parecía curar la enfermedad de la esposa de John, porque ella misma dijo con seguridad que Ann
no estaba enferma. Después de hacerse amiga de Ann, la llamaba hermana mayor, le confiaba sus
problemas y le pedía consejos. Cambio de funciones: de dueña a invitada. Como ella la llamaba hermana
mayor, Ann también se hizo amigable con ella. Entonces, ella aconsejó a Ann que otra vez visitara Corea.
Le contó que cuando ella era universitaria había tenido la oportunidad de conocer Estados Unidos por la
invitación de su tía, entonces todo le había parecido muy bien; después de su regreso a Corea no tenía
ganas de vivir allí porque sólo valoraba lo que había visto en Estados Unidos; todo lo de Corea le parecía
sucio y anticuado. ¿Qué habría pensado su padre al ver a la hija deprimida? En fin, le dio dinero para que
fuera de nuevo a Estados Unidos; recién en el segundo viaje. se dio cuenta de que la vida humana era
igual en todas partes. Ann no comprendía qué relación tenía su depresión siendo una mujer acomodada;
como ya no quería hacer sufrir a su esposo, no le prestó atención. Cuando su esposo se dio cuenta de que
la depresión de Ann estaba calmada más o menos, llegó la noticia del estado crítico de la salud de su
madre. Su hermana mayor le comunicó. Tanto él como ella sabían tácitamente que la calma de una
enfermedad podía prolongarse si no había otro estímulo. Los dos, en silencio, trataron de no tocar mucho
el tema. Averiguaron prudentemente sobre la enfermedad de su madre: no sólo estaba débil sino también
perdía con frecuencia la memoria. Como el hijo que vivía con ella estaba sufriendo, la hermana mayor se
la llevó a su casa. Pero, como a cada rato se salía de la casa, prefirió enviarla a donde la tía materna. Si se
trataba de la tía materna, quería decir que era la hermana de su madre; por vivir alejadas, no se visitaban
con frecuencia. La memoria de Ann hacia su tía no era gran cosa. Cuando por primera vez instalaron el
teléfono en su casa, la primera llamada que hizo su madre fue a esa tía. Como la tía no tenía teléfono
propio, llamó primero al alcalde del pueblo, pidiéndole que la llamara, así logró comunicarse. Por el
tiempo que demoraba todo ese proceso y porque su madre conversó mucho tiempo, su padre estaba
disgustado. Sin duda, aunque no se visitaban a menudo, habrían vivido echándose de menos. Eso fue todo.
No le pareció haberla visto en el funeral de su padre, ni escuchó sobre ella durante su estadía en Corea.
Tampoco se interesó por saber de ella. ¿Habría sido por la indiferencia? No le pareció normal que su
madre estuviera con la tía. Pensó que eso no era un maltrato sino un abandono total. Ninguno de los
cuatro hermanos que se jactaban de vivir en opulencia podía vivir con ella, y decidieron mandarla a donde
una anciana más avejentada que su madre. Ante la tremenda furia de Ann, su hermana repitió varias veces
que su propia madre lo había deseado así.
-Yo ya sabía que ibas a reaccionar así. Por eso no quería avisarte. Te estoy avisando porque si mamá se
muere sin que sepas, sufrirás por tremendo golpe. Dicen que te pusiste mal después de tu retorno a
Estados Unidos, ¿verdad? ¿Fue por la muerte de papá? Tu esposo estaba muy preocupado por ti.
-¿Quieres decir que mamá se va a morir pronto?
-No vivirá mucho tiempo. Tiene edad, ¿verdad? ¿Quién podía imaginarse que se enfermaría de demencia
senil una persona tan correcta como nuestra madre?
-Ya no más. Ya no más. Iré a traerla inmediatamente para hospitalizarla acá. La haré curar.
-Oye, tonta, ¿cómo puedes curarla si no pudieron curar al presidente de Estados Unidos? No hagas sufrir
tanto a tu esposo; si quieres, vendrás a ver a mamá antes de que pierda totalmente la memoria. Eso no
significa que es tu obligación. Piensa primero en tu salud. Habla con tu esposo y decide.
-Eso quiere decir que no está totalmente ida, ¿verdad?
-Parece que a veces te recuerda. Mira la montaña lejana y dice: ¿Mi benjamina estará sufriendo de
hambre en ese lugar?
-¿Cómo que soy su benjamina?
-Es que, como hija, eres la última.
-¿Mi mamá ni siquiera se acuerda de mi nombre?
-¿Acaso recuerda los nombres de otros? A Byeongsu le pregunta: ¿Quién es usted? Fíjate, Byeongsu, el
hijo mayor a quien mamá lo adoraba tanto, ¿eh?
La madre, estando así, echaba de menos a su benjamina. Bejamina, ¡qué bonito que suena! Le gustó
más que “última hija”. Debió haberla llamado así desde antes. Ya no pudo seguir más la conversación con
su hermana porque le invadió una pasión vehemente. ¿Sería por el rencor o por la añoranza?
-Usted no habría podido dormir en el avión. Necesitará unos días más para superar la diferencia horaria.
Ya estarían cerca de Seúl. La esposa del sobrino le habló a Ann que seguía con los ojos cerrados por
no tener nada que hablar. Era la nuera de su hermana mayor. Por medio de la ventanilla se veían las
iluminaciones lujosas de la ciudad grande; y el auto repetía su movimiento de marcha y parada.
-¿A dónde me llevas?
-¿Qué?
-Es que quiero ir directo a donde mi mamá.
-Esta noche pasará en mi casa, mañana por la mañana irá. Así me pidió mi suegra.
-¿Está lejos el pueblo donde está mi mamá?
-Es Yeoju. No está lejos. Un asunto de una a dos horas. Si mañana por la mañana salimos un poco antes
de la hora tope y corremos rápido, se podrá llegar en menos de una hora.
-Manejas muy bien el coche. ¿Haces pasear en tu auto a tu suegra de vez en cuando?
-No tan frecuente. Ni ella lo espera.
-Como el nuevo aeropuerto está lejos, parece que no hay tanta gente que vaya a recibir a los viajeros
como en el anterior aeropuerto Kimpo. No sólo en mi caso; también en casos de otros.
-Es que tanto los extranjeros como los nacionales, casi todos, prefieren usar el autobús del aeropuerto. No
hay provincia a donde no lleguen esos autobuses. Tía, parece que está un poco desilusionada porque fui
yo sola para recibirla, ¿no?
-Sí, me sentí un poco abandonada, no porque eras la única, sino porque no había ningún familiar
sanguíneo.
-Es que el tío de Estados Unidos suplicó mucho a mi suegra que no la hiciera emocionar a usted. Él es
muy cariñosa con usted.
Ann se rio con melancolía sin responderle. Sospechaba, más o menos, que había habido varias
llamadas entre su esposo y su hermana antes de emprender el viaje a Corea. Le cansó el trato a una
enferma tanto allí como acá. Dicho y hecho. En la casa de su hermana sólo la esperaban los familiares de
ella, la cena también era sencilla. Al echarse juntas en la cama preparada por la esposa del sobrino, su
hermana bostezó primero sin pensar en conversar más con ella.
-¿En qué situación se encuentra mamá? A pesar de que tu nuera es cariñosa, ¿se sintió incómoda mamá en
tu casa?
-Es que, yo también me siento incómoda a veces. La familia nuclear ya es más común que en Estados
Unidos. ¿Acaso les gusta vivir con la abuela materna de su esposo?
-Entonces, ¿por qué la mandaste a donde la tía a quien no la conocemos bien? Habría sido mejor un
ancianato.
-Fue el deseo de mamá. Yendo allí, recién se mejoró. Hace poco que varias familias pudimos dormir con
tranquilidad. No vayas a crear problemas con tu piedad filial. ¿Entiendes?
-¿Tan mal se puso mamá? A ver, dime.
-Es que no se puede predecir porque se cambia a cada momento. Ya la verás tú misma. Como dice el
refrán: Preferible ver en vez de escuchar mil veces.
-¿Ver es mejor? ¿Acaso mamá es un objeto de paisaje?
Ann se volteó y pronto oyó el ronquido de su hermana. Aunque deficiente, parecía haber dormido
siquiera algo. La voz de la esposa del sobrino que se preocupaba por la salida la despertó. Su hermana ya
se había levantado. Se oyó su intervención: “A una que vino de Estados Unidos le hubieras servido la
sopa de anoche aunque calentándola, en vez de este desayuno americano”. No le desagradó ese tipo de
conversación. Se sintió cómoda. Ann se levantó, se lavó la cara y rehusó el desayuno. Creyó que su
hermana la iba acompañar, pero ella prefirió quedarse en casa diciendo que hacía pocos días que la había
visitado. No le gustó esa actitud de una tacaña, pero se tragó las palabras.
Yeoju no era un pueblo tan ajeno; sin embargo, tampoco parecía haberlo conocido antes. Quizás lo
habría sentido familiar por la marca del arroz Yeoju. Cuando su madre servía el arroz cocido con brillo,
estaba feliz y decía: Mira, el arroz Yeoju es diferente. Cuando el arroz no tenía brillo o era menos
pegajoso, echaba pestes al arrocero diciendo que la había engañado. Cuando tenía dinero suficiente,
compraba sacos de arroz Yeoju. Pero en este Yeoju no veía las famosas arrocerías de antes, que en el
interior de la tienda tenían amontonados los sacos de arroz; afuera había una estera grande llena de arroz
para vender en pequeñas cantidades. Habría cambiado su especialidad porque había varias tiendas de
alfarería de venta al por mayor. También veía a menudo el aviso de la venta de camote, especialidad de
Yeoju; sin embargo, no lo exponían afuera porque no se veían.
Desde el centro del pueblo hasta el poblado donde estaba la madre parecía demorar más de media
hora. Se imaginó ver más llano el campo por ser el lugar del cultivo mayor de arroz, pero ese poblado
estaba aislado, entre las montañas, por donde el automóvil corría jadeando. Aunque era un pueblito
aislado, las pocas casas estaban bien construidas; pero la casa donde vivía su tía con su madre parecía
decadente y solitaria como una casa abandonada. La esposa de su sobrino, mientras manejaba el auto, le
contó acerca de la familia de la tía: Los hijos vivían en las ciudades grandes y en el centro del pueblo; su
tía también había vivido en Seúl, en la casa de su hijo mayor; no pudo sopotar más en Seúl porque se
sentía asfixiada; volvió a su casa que había quedado vacía, la arregló un poco para habitar. Eso le contó
durante el viaje. Dijo también que, por suerte, un familiar del finado esposo de la tía vivía en el pueblo,
las cuidaba, y cuando había algún problema, inmediatamente comunicaba a los hijos de la tía. En
recompensa de esos favores, los hijos de la tía y los hermanos de Ann le enviaban propina; así no las
maltrataría. Dijo también que quizás la casa estaría vacía. Sin embargo, ante el ruido humano, dos
ancianas salieron de la habitación principal agarradas de manos. Eran tan semejantes que Ann no pudo
distinguir quién era quién. Una le dijo a la otra:
-Llegó tu hija de Estados Unidos. Vino para verte. Salúdala, tontita.
Recién Ann, abrazando a la anciana llamada por tontita, le habló con voz llorosa:
-Mamá, soy yo. La benjamina, tu última hija. Dime algo. Vine a verte desde Estados Unidos. Tu cariñosa
benjamina.
En el rostro de su madre no pudo ver ningún rastro de expresión. Las tres entraron a la habitación un
poco oscura; la esposa del sobrino se quedó parada afuera como una espectadora. Las miradas opacas de
su madre cobraron cierto cambio, quiso levantarse diciendo que la visita debería comer antes de irse.
-¡Tía, ella me reconoció! ¿Ves que me dice que me vaya después de comer?
-Oye, tu madre dice eso a todos. Es lo poco que recuerda como las palabras arroz, caca…
La tía echó el agua fría a Ann, emocionada, y agarró el hombro de su madre que estaba por
levantarse lentamente. La esposa del sobrino también comentó: Cierto, ante mí también repite eso. Otra
agua fría. Aunque Ann le gritó que había llegado su benjamina, no hubo más reacción.
-Oye, chica gringa, preferible que salgas un rato. Conoce el pueblo y saluda a esa familia que nos trata
con cariño. Como me avisaron que ustedes habían salido sin desayunar, le pedí que preparara el desayuno
y pronto vendrá a avisarnos. Si sigues acá, esta tontita seguirá insistiendo en salir a preparar la comida; y
me será difícil tenerla agarrada así.
Ann tampoco pudo soportar. Salió creyendo que su tía también saldría. Pero, como se demoraba,
prefirió caminar hacia el centro del poblado en vez de ir a saludar a los familiares de la tía. La calle
pavimentada era ancha y recta a pesar de que no había muchas casas en el poblado. Seguro que sería la
carretera por donde pasaba el autobús hacia el centro del pueblo. Apresuró los pasos como si huyera;
cuando se calmó, caminó con lentitud. Paralelo a la calle corría un arroyo de agradable sonido. En la
pradera amarillenta, entre la calle y el arroyo, se veía el color verde de trecho en trecho. ¿Serán ajenjos o
dientes de león? Al venir, creyó haber visto algo de nieve en las montañas lejanas, pero casi pudo sentir la
hincazón del rayo solar en su espalda. Con la felicidad de recuperar el sentido dormido de las estaciones,
se desvió de la calle, tomó el sendero estrecho al lado del arroyo y se sentó en una loma suave. La invadió
un cansancio más profundo que el cambio de horas, un cansancio terrible como si hubiera buscado
durante muchas vidas algo no definido. Ya no pudo soportar y se sumergió en un sueño muy profundo en
la loma caliente y suave como la alfombra. ¿Cuánto tiempo habría pasado?
-¡Hunam, ven a comer! ¡Hunam, ven a comer!
Su madre venía corriendo, llamándola. Su cabello corto y canoso bailaba en el aire. ¡Ah, eso! La voz
enérgica y fuerte que jamás parecía oxidarse. ¡Cuánto fastidio le había dado esa voz! Cuando jugaba con
sus amigas o cuando hacía las tareas en la casa de alguna amiga, oía esa voz que andaba buscándola casi a
gritos; entonces, tenía las ganas de esconderse en algún lugar. ¿Por qué siempre decía ‘a comer’ en vez de
llamarla sólo por su nombre? Claro, si no era la hora de la comida, su madre no andaba buscándola. Ese
mandato significaba que ella, como madre, tenía el deber de alimentarla. Era igual cuando ella no se
levantaba temprano en las mañanas. En vez de despertarla diciendo ‘Levántate rápido, llegarás tarde a la
escuela’; decía: ¡Hunam, ven a comer! Como si lo importante no fuera la escuela sino la comida. De niña
odiaba ese mandato ‘ven a comer’; de adulta odiaba su nombre ‘Hunam’ que significa: Luego, un varón.
Cuando los maestros pasaban la lista, al nombrarla, la miraban dos veces. No le gustaron las extrañas
risas de los maestros; algunos de ellos la fastidiaban con las preguntas: ¿Tienes algún hermano que te
sigue? ¿Qué orden tienes entre las hermanas? Los hermanos varones y mujeres tenían sus nombres que
empezaban con ‘Byeong’. Pero a ella no le pusieron esa sílaba como si fuera una hija adoptada. Más tarde
supo que la denominaron Hunam por el deseo de tener un hijo. Su madre tosca, al expresarle su cariño le
decía: Mi hijita buena, me hizo tener dos hijos varones más. ¿Me habría dado la vida para tener otros
hijos? Nada le gustó. Sus padres le pusieron un nombre sin reconocer la existencia propia de la hija; y la
misma vida nació sin razón de existir.
-¡Hunam, ven a comer! ¡Hunam, ven a comer!
Su madre de pelo canoso gritaba que gritaba con la voz juvenil y enérgica.
De verdad, hay que reconocer el gusto de mi madre por la comida. Solía decir delante de las hijas,
como excusa, cuando daba el trato especial al hijo mayor: Él es quien va a poner la mesa del rito para
nosotros cuando estemos en otro mundo. Seguramente habría deseado tener un hijo porque quería tener a
alguien que les rindiera el culto post mortem. Ah, pobrecita de mi madre. Esperó a su madre que venía
corriendo por el centro de la calle.
-¿A dónde fuiste? El arroz ya se está cocinando. Tú siempre andas por fuera a la hora de la comida.
El mismo reproche familar de su niñez.
-Mamá, ¿me reconoces? Me lo dices porque sabes que soy Hunam, ¿eh?
-No te burles de mí. Se nos quema el arroz. Vamos a casa rápido.
De verdad, la casa estaba llena del olor de arroz que se cocinaba. La tía, la esposa del sobrino y otras
mujeres extrañas que estaban paradas frente al fogón comentaban.
-Al ver a la hija de Estados Unidos, volvería en sí. ¿No es así, señora?
-¡Cuánto la habría extrañado! Debió haber venido antes.
-No sé si habrá vuelto en sí o estará más fuera de sí. A mí me quita, por lo menos, diez años de vida. Es
que, como llegaron de tan lejos, para servirles algo más, fui a la casa de esta familiar para ver si ya estaba
la sopa y para pedir que sancocharan más tarde los camotes. Estando en eso, vi que salía humo de mi casa.
El jardín también se llenó de humo. Creí que había incendio. Temí que esta tontita estuviera con otro
nuevo juego: juego de fuego. Vine corriendo a casa y la vi que estaba cocinando. Ha hecho bien. Habría
limpiado bien la olla de metal que no usamos. Mira, el arroz no tiene ni un color de óxido.
El arroz que se cocinaba no estaba teñido de óxido, pero olía a metal. Nunca le habían gustado esos
olores: olor a humo asfixiante; olor a tierra mezclada al humo al pasar por la brecha entre las paredes; el
olor de arroz cocinándose con los demás olores. Ah, este olor, esta comodidad. Este olor tan original. ¿No
habría sido este olor que ella andaba buscando en tantas vidas? Este olor cómodo que consolaba
suavemente el organismo interor, fastidiado por la comida extraña. Era como matar el calor con otro calor.
¿Por qué su madre se habría venido acá donde no tiene a nadie? ¿Por qué yo estaría tan fascinada por este
olor que percibía por primera vez? Una vez su madre le contó. Antes del parto de la tercera criatura, por el
miedo de que fuera otra vez hija, y con el fin de ahorrar el gasto por la ayudante de obstetriz, se fue a un
pueblo donde vivía su familiar llevando un saco de arroz para el gasto hasta la convalecencia después del
parto. La familia de su madre era pobre, y la abuela materna ya se había muerto. Por esa razón jamás
visitó a algún familiar de parte de su madre. ¿No habría visto las primeras luces de la vida en un cuarto
como éste y en una casa como ésta?
-Ahora quiero echarme. ¿No puedo comer más tarde?
-Claro que sí. Abrígate primero. Tus mejillas están azules. ¡Qué importa que el arroz esté cocido
demasiado! El arroz de la olla de fierro es muy rico. Ahora, ni en los pequeños pueblos se puede comer
este tipo de arroz. ¿No ves que esta sobrina mía también ha traido su arrocero eléctrico?
Hunam se echó estirando sus piernas en la parte caliente y seca del cuarto. Luego soltó toda la vida
que tenía agarrada en la mano. El olor del arroz, del humo, de la tierra, y todos los olores mezclados
penetraron por su nariz y por todas las brechas de su cuerpo. Se sintió muy cómoda. Un rato. Hasta que su
madre la despertara de nuevo: ¡Hunam, ven a comer! Con ese sueño momentáneo todo se mejoraría.

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