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Diálogo sobre un diálogo


[Cuento. Texto completo.]

Jorge Luis Borges

A- Distraídos en razonar la inmortalidad, habíamos dejado que anocheciera sin encender


la lámpara. No nos veíamos las caras. Con una indiferencia y una dulzura más
convincentes que el fervor, la voz de Macedonio Fernández repetía que el alma es
inmortal. Me aseguraba que la muerte del cuerpo es del todo insignificante y que morirse
tiene que ser el hecho más nulo que puede sucederle a un hombre. Yo jugaba con la
navaja de Macedonio; la abría y la cerraba. Un acordeón vecino despachaba
infinitamente la Cumparsita, esa pamplina consternada que les gusta a muchas personas,
porque les mintieron que es vieja... Yo le propuse a Macedonio que nos suicidáramos,
para discutir sin estorbo.

Z (burlón)- Pero sospecho que al final no se resolvieron

A (ya en plena mística)- Francamente no recuerdo si esa noche nos suicidamos.

FIN

Persecuta
[Cuento. Texto completo.]

Mario Benedetti

Como en tantas y tantas de sus pesadillas, empezó a huir despavorido. Las botas de sus
perseguidores sonaban y resonaban sobre las hojas secas. Las omnipotentes zancadas se
acercaban a un ritmo enloquecido y enloquecedor.

Hasta no hace mucho, siempre que entraba en una pesadilla, su salvación había
consistido en despertar, pero a esta altura los perseguidores habían aprendido esa
estratagema y ya no se dejaban sorprender.

Sin embargo esta vez volvió a sorprenderlos. Precisamente en el instante en que los
sabuesos creyeron que iba a despertar, él, sencillamente, soñó que se dormía.

FIN
Despistes y franquezas,
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Página asesina
[Minicuento. Texto completo.]

Julio Cortázar

En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar
del volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere.

FIN

Las ruinas circulares


[Cuento. Texto completo.]

Jorge Luis Borges

Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú


sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre
taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas
arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado
de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango,
repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban
las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona
un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la
ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva
palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se
tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas
habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por
determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su
invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río
abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos;
sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito
inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le
advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y
solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla
dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.

El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un


hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese
proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera
preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a
responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de
mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de
subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo
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suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.

Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El
forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el
templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los
últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo
precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los
rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si
adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición
de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la
vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los
impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un
alma que mereciera participar en el universo.

A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de
aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que
arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor
y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más.
Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un
par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó
con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos
afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca
eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones
particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El
hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la
tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda
esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso
explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil,
veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el
colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó,
se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.

Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se


componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre
todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una
cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial
era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y
buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las
fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi
acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó
durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco
de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los
dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi
inmediatamente, soñó con un corazón que latía.

Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la
penumbra de un cuerpo humano aun sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó,
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durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo
tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo
percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó
la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El
examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el
corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos
principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue
tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se
incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba
dormido.

En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse
de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que
las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra,
pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes
de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un
potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó
viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas
vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que
su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían
rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte
que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de
carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo
despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara
en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.

El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a
descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía
apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas
dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo
inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días
eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El
hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.

Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara


una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros
experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su
hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo
envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de
inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma,
para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de
aprendizaje.

Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del


alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal
ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o
soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y
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formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El


propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al
cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y
otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero
le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de
no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas
las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un
fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su
hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de
mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué
humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha
procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago
temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en
mil y una noches secretas.

El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero
(al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro;
luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego
las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las
bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del
dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio
cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en
las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo
de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos
lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación,
con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.
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Almuerzo y dudas
[Cuento. Texto completo.]

Mario Benedetti

El hombre se detuvo frente a la vidriera, pero su atención no fue atraída por el alegre
maniquí sino por su propio aspecto reflejado en los cristales. Se ajustó la corbata, se
acomodó el gacho. De pronto vio la imagen de la mujer junto a la suya.

-Hola, Matilde -dijo y se dio vuelta.

La mujer sonrió y le tendió la mano.

-No sabía que los hombres fueran tan presumidos.

Él se rió, mostrando los dientes.

-Pero a esta hora -dijo ella- usted tendría que estar trabajando.

-Tendría. Pero salí en comisión.

Él le dedicó una insistente mirada de reconocimiento, de puesta al día.

-Además -dijo- estaba casi seguro de que usted pasaría por aquí.

-Me encontró por casualidad. Yo no hago más este camino. Ahora suelo bajarme en
Convención.

Se alejaron de la vidriera y caminaron juntos. Al llegar a la esquina, esperaron la luz


verde. Después cruzaron.

-¿Dispone de un rato? -preguntó él.

-Sí.

-¿Le pido entonces que almuerce conmigo? ¿O también esta vez se va a negar?

-Pídamelo. Claro que... no sé si está bien.

Él no contestó. Tomaron por Colonia y se detuvieron frente a un restorán. Ella examinó


la lista, con más atención de la que merecía.

-Aquí se come bien -dijo él.


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Entraron. En el fondo había una mesa libre. Él la ayudó a quitarse el abrigo.

Después de examinarlos durante unos minutos, el mozo se acercó. Pidieron jamón


cocido y que marcharan dos churrascos. Con papas fritas.

-¿Qué quiso decir con que no sabe si está bien?

-Pavadas. Eso de que es casado y qué sé yo.

-Ah.

Ella puso manteca sobre la mitad de un pancito marsellés. En la mano derecha tenía una
mancha de tinta.

-Nunca hemos conversado francamente -dijo-. Usted y yo.

-Nunca. Es tan difícil. Sin embargo, nos hemos dicho muchas veces las mismas cosas.

-¿No le parece que sería el momento de hablar de otras? ¿O de las mismas, pero sin
engañarnos?

Pasó una mujer hacia el fondo y saludó. Él se mordió los labios.

-¿Amiga de su mujer? -preguntó ella.

-Sí.

-Me gustaría que lo rezongaran.

Él eligió una galleta y la partió, con el puño cerrado.

-Quisiera conocerla -dijo ella.

-¿A quién? ¿A esa que pasó?

-No. A su mujer.

Él sonrió. Por primera vez, los músculos de la cara se le aflojaron.

-Amanda es buena. No tan linda como usted, claro.

-No sea hipócrita. Yo sé cómo soy.

-Yo también sé cómo es.

Él mozo trajo el jamón. Miró a ambos inquisidoramente y acarició la servilleta.


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«Gracias», dijo él, y el mozo se alejó.

-¿Cómo es estar casado? -preguntó ella.

Él tosió sin ganas, pero no dijo nada. Entonces ella se miró las manos.

-Debía haberme lavado. Mire qué mugre...

La mano de él se movió sobre el mantel hasta posarse sobre la mancha.

-Ya no se ve más.

Ella se dedicó a mirar el plato y él entonces retiró la mano.

-Siempre pensé que con usted me sentiría cómoda -dijo la mujer-, que podría hablar
sencillamente, sin darle una imagen falsa, una especie de foto retocada.

-Y a otras personas, ¿les da esa imagen falsa?

-Supongo que sí.

-Bueno, esto me favorece, ¿verdad?

-Supongo que sí.

Él se quedó con el tenedor a medio camino. Luego mordió el trocito de jamón.

-Prefiero la foto sin retoques.

-¿Para qué?

-Dice «¿para qué?» como si sólo dijera «¿por qué?», con el mismo tonito de inocencia.

Ella no dijo nada.

-Bueno, para verla -agregó él-. Con esos retoques ya no sería usted.

-¿Y eso importa?

-Puede importar.

El mozo llevó los platos, demorándose. El pidió agua mineral. «¿Con limón?» «Bueno,
con limón.»

-La quiere, ¿eh? -preguntó ella. -¿A Amanda?


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-Sí.

-Naturalmente. Son nueve años.

-No sea vulgar. ¿Qué tienen que ver los años?

-Bueno, parece que usted también cree que los años convierten el amor en costumbre.

-¿Y no es así?

-Es. Pero no significa un punto en contra, como usted piensa.

Ella se sirvió agua mineral. Después le sirvió a él.

-¿Qué sabe usted de lo que yo pienso? Los hombres siempre se creen psicólogos,
siempre están descubriendo complejos.

Él sonrió sobre el pan con manteca.

-No es un punto en contra -dijo- porque el hábito también tiene su fuerza. Es muy
importante para un hombre que la mujer le planche las camisas como a él le gustan, o no
le eche al arroz más sal de la que conviene, o no se ponga guaranga a media noche,
justamente cuando uno la precisa.

Ella se pasó la servilleta por los labios que tenía limpios.

-En cambio a usted le gusta ponerse guarango al mediodía.

Él optó por reírse. El mozo se acercó con los churrascos, recomendó que hicieran un
tajito en la carne a ver si estaba cruda, hizo un comentario sobre las papas fritas y se
retiró con una mueca que hacía quince años había sido sonrisa.

-Vamos, no se enoje -dijo él-. Quise explicarle que el hábito vale por sí mismo, pero
también influye en la conciencia.

-¿Nada menos?

-Fíjese un poco. Si uno no es un idiota, se da cuenta de que la costumbre conyugal lava


de a poco el interés.

-¡Oh!

-Que uno va tomando las cosas con cierta desaprensión, que la novedad desaparece, en
fin, que el amor se va encasillando cada vez más en fechas, en gestos, en horarios.

-¿Y eso está mal?


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-Realmente, no lo sé.

-¿Cómo? ¿Y la famosa conciencia?

-Ah, sí. A eso iba. Lo que pasa es que usted me mira y me distrae.

-Bueno, le prometo mirar las papas fritas.

-Quería decir que, en el fondo, uno tiene noticias de esa mecanización, de ese
automatismo. Uno sabe que una mujer como usted, una mujer que es otra vez lo nuevo,
tiene sobre la esposa una ventaja en cierto modo desleal.

Ella dejó de comer y depositó cuidadosamente los cubiertos sobre el plato.

-No me interprete mal -dijo él-. La esposa es algo conocido, rigurosamente conocido.
No hay aventura, ¿entiende? Otra mujer..

-Yo, por ejemplo.

-Otra mujer, aunque más adelante esté condenada a caer en el hábito, tiene por ahora la
ventaja de la novedad. Uno vuelve a esperar con ansia cierta hora del día, cierta puerta
que se abre, cierto ómnibus que llega, cierto almuerzo en el Centro. Bah, uno vuelve a
sentirse joven, y eso, de vez en cuando, es necesario.

-¿Y la conciencia?

-La conciencia aparece el día menos pensado, cuando uno va a abrir la puerta de calle o
cuando se está afeitando y se mira distraídamente en el espejo. No sé si me entiende.
Primero se tiene una idea de cómo será la felicidad, pero después se van aceptando
correcciones a esa idea, y sólo cuando ha hecho todas las correcciones posibles, uno se
da cuenta de que se ha estado haciendo trampas.

«¿Algún postrecito?», preguntó el mozo, misteriosamente aparecido sobre la cabeza de


la mujer. «Dos natillas a la española», dijo ella. Él no protestó. Esperó que el mozo se
alejara, para seguir hablando.

-Es igual a esos tipos que hacen solitarios y se estafan a sí mismos.

-Esa misma comparación me la hizo el verano pasado, en La Floresta. Pero entonces la


aplicaba a otra cosa.

Ella abrió la cartera, sacó el espejito y se arregló el pelo.

-¿Quiere que le diga qué impresión me causa su discurso?

-Bueno.
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-Me parece un poco ridículo, ¿sabe?

-Es ridículo. De eso estoy seguro.

-Mire, no sería ridículo si usted se lo dijera a sí mismo. Pero no olvide que me lo está
diciendo a mi.

El mozo depositó sobre la mesa las natillas a la española. Él pidió la cuenta con un
gesto.

-Mire, Matilde -dijo-. Vamos a no andar con rodeos. Usted sabe que me gusta mucho.

-¿Qué es esto? ¿Una declaración? ¿Un armisticio?

-Usted siempre lo supo, desde el comienzo.

-Está bien, pero, ¿qué es lo que supe?

-Que está en condiciones de conseguirlo todo.

-Ah sí... ¿y quién es todo? ¿Usted?

Él se encogió de hombros, movió los labios pero no dijo nada, después resopló más que
suspiró, y agitó un billete con la mano izquierda.

El mozo se acercó con la cuenta y fue dejando el vuelto sobre el platillo, sin perderse ni
un gesto, sin descuidar ni una sola mirada. Recogió la propina, dijo «gracias» y se alejó
caminando hacia atrás.

-Estoy seguro de que usted no lo va a hacer -dijo él-, pero si ahora me dijera «venga»,
yo sé que iría. Usted no lo va a hacer, porque lógicamente no quiere cargar con el peso
muerto de mi conciencia, y además, porque si lo hiciera no sería lo que yo pienso que
es.

Ella fue moviendo la mano manchada hasta posarla tranquilamente sobre la de él. Lo
miró fijo, como si quisiera traspasarlo.

-No se preocupe -dijo, después de un silencio, y retiró la mano-. Por lo visto usted lo
sabe todo.

Se puso de pie y él la ayudó a ponerse el abrigo. Cuando salían, el mozo hizo una
ceremoniosa inclinación de cabeza. Él la acompañó hasta la esquina. Durante un rato
estuvieron callados. Pero antes de subir al ómnibus, ella sonrió con los labios apretados,
y dijo: «Gracias por la comida. » Después se fue.

FIN
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Hay unos tipos abajo


Por Antonio Dal Masetto

(fragmento)

Pablo dejó la bolsa del mercado en el piso, abrió la puerta del edificio, la aguantó con la rodilla
y cuando estaba por entrar lo detuvieron unos bocinazos y gritos que se acercaban:
—Argentina, Argentina.
El alboroto impresionaba como una larga caravana, pero eran sólo tres autos que venían
bajando por la calle Paraguay, con muchachas y muchachos asomándose por las ventanillas y
agitando banderas. Cuando pasaron frente al edificio, una rubiecita de voz ronca echó medio
cuerpo afuera, estiró los brazos hacia Pablo y le lanzó un beso:
—Argentina campeón del mundo, mi amor.
Pablo los miró irse sin hacer un gesto.
En la esquina, una pareja de ancianos que paseaba un perro se detuvo y los saludó con las
manos en alto. Al perro le habían atado una cinta celeste y blanca alrededor del cogote. Los
autos doblaron y los gritos y los bocinazos se perdieron por la avenida Leandro Alem. Sobre el
puerto, viniendo desde el río, a muy baja altura, apareció un helicóptero y avanzó hacia la
ciudad.
Los dos ancianos reanudaron la marcha y al pasar junto a Pablo le sonrieron cómplices. Pablo
les contestó con una mueca y entró.
Subió en el ascensor hasta el tercer piso y al meter la llave en la cerradura oyó que detrás de él
se levantaba la mirilla del departamento de su vecina Carmen. Evitó darse vuelta para no tener
que iniciar una conversación. Vio, en el suelo, un papel doblado que habían deslizado por
debajo de la puerta y lo levantó. Era un mensaje de Ana: "Pasé tres veces. La primera a las
diez de la mañana. La segunda al mediodía. Ahora son las dos de la tarde. Te estuve llamando
todo el tiempo. ¿Dónde te metiste?".
El tono imperativo de la nota lo molestó.
—¿Qué pasa con esta mujer? ¿Me controla los horarios? —dijo en voz alta mientras dejaba la
bolsa sobre la mesa.
Estrujó la hoja en el puño hasta convertirla en un bollo, la arrojó al aire y la pateó con fuerza
hacia un rincón. La pelotita rebotó en la pared y cayó dentro del cesto de los papeles.
—Gol —dijo satisfecho.
De todos modos, lo primero que hizo fue intentar llamar a Ana. Pero el teléfono, igual que por la
mañana, seguía sin tono. Golpeó la horquilla con furia, varias veces, y colgó.
Llevó los comestibles a la cocina, guardó la carne en la heladera, destapó una botella de vino
tinto y se sirvió. Se acomodó en el sillón y abrió el diario en la sección deportes. Leyó primero
un comentario de Pelé sobre el partido que Italia y Brasil jugarían esa tarde por el tercer
puesto. El resto de la sección estaba dedicada a la final del día siguiente, entre Argentina y
Holanda: la Selección Nacional había cumplido otra jornada de trabajo en su concentración de
José C. Paz, había varios jugadores afectados de anginas, el director técnico César Luis
Menotti analizaba el funcionamiento y la dinámica del equipo rival. Una nota titulada "El boom
de la bandera" registraba la extraordinaria venta de banderas argentinas en las últimas
semanas. Los comerciantes, sorprendidos y faltos de stock, habían tenido que acelerar el
aprovisionamiento. Un proveedor declaraba: "Con el Mundial, el argentinismo es un virus que
prendió fuerte".
Pablo dejó el diario y pensó en la nota que le habían encargado en la revista sobre la
transformación de la ciudad en el último mes. Semana a semana había visto cómo se iba
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produciendo ese cambio. La gente, eufórica, se había lanzado a las calles cada vez que la
selección ganaba un partido. En su nota debería dedicarles un párrafo a la presencia y al
entusiasmo de las mujeres. Un fenómeno nuevo. Con el Mundial se habían vuelto expertas en
fútbol y participaban a la par de los hombres. La explosión mayor se había producido hacía
cuatro días, al clasificarse Argentina finalista con la victoria por 6 a 0 sobre Perú. Después del
partido también él había andado por la avenida 9 de Julio y las cercanías del Obelisco.
Alrededor del Obelisco era donde derivaban siempre los festejos y se prolongaban hasta la
madrugada. Una ciudad de fiesta, caravanas de coches embanderados, bocinas, trompetas,
bares llenos y gente abrazándose. La misma ciudad donde desde hacía años la reunión de
más de tres personas era vista como sospechosa. Pablo recordó la circular enviada a los
medios, firmada por la Junta Militar, con la prohibición terminante de criticar el desempeño de
la Selección Nacional y a su director técnico.
Miró la hora, encendió el televisor y trajo la botella de vino desde la cocina. Los equipos de
Italia y Brasil ya estaban en la cancha, habían entonado los himnos y ahora, en el círculo
central, el referí y los dos capitanes sorteaban los arcos. En ese momento sonó el teléfono.
"Por fin se arregló", pensó Pablo. Sin apartar los ojos de la pantalla estiró el brazo y acercó la
mesita donde estaba el aparato.
Era Ana.

—Hola —dijo, y permaneció callada.


—Sí, hola —dijo Pablo.
—¿Todo bien?
Titubeaba, parecía preocupada.
—Bien —dijo Pablo.
—¿Seguro?
—Seguro. ¿A qué viene la pregunta?
—¿Alguna novedad?
—Ninguna.
—¿Estás solo?
—Sí. ¿Con quién iba a estar?
—¿Qué estás haciendo?
—Mirando Brasil-Italia.
—Tengo que comentarte algo urgente.
—Te escucho.
—Por teléfono, no.
—¿De qué se trata?
—Después te explico.
—¿Algún problema?
—Voy para allá.
—¿Dónde estás?
—Cerca. En Córdoba y Maipú.
Empezó el partido y enseguida sonó el portero eléctrico. Pablo bajó el volumen del televisor y
esperó a Ana con la puerta abierta. Ana le dio un beso rápido, cerró detrás de sí, se quitó el
tapado, abrió la cartera, sacó los cigarrillos y encendió uno. Pegó un par de pitadas nerviosas.
—¿Qué pasa? —preguntó Pablo.
Ella buscó un cenicero en la cocina y se sentó en el sillón.
—¿Cuál es el problema? —insistió él.
Ana lo miró fijo a los ojos y dijo:
—Hay unos tipos abajo.
—¿Unos tipos?
—En un auto. Están desde la mañana. Pasé tres veces y no te encontré. Te estuve llamando.
—Tuve que ir hasta la revista por una nota que me pidieron urgente. Además, el teléfono no
funcionaba. Se arregló ahora, cuando llamaste vos. ¿Qué hacías por el barrio esta mañana?
Ana esbozó un gesto vago con la mano, como quitándole importancia a lo que iba a decir:
—Fui a ver a una persona, acá a dos cuadras.
—¿Una persona? ¿Qué persona?
Ahora Ana dudó antes de contestar.
—Una astróloga.
—¿Otra más?
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—Sí, otra más.


—¿Cuántas van?
—Mil. ¿Y qué hay? ¿Te molesta tanto? Son cosas mías —dijo ella levantando el tono de voz.
La reacción de Ana lo sorprendió. Trató de calmarla:
—No lo tomes así. No dije nada. Hacé de cuenta que no dije nada.
—Sí que dijiste algo.
—Fue un comentario sin importancia.
—Dejame hacer mi vida.
—Está bien.
Pablo se esforzó por sonreír. Se conocían desde hacía más de seis meses y la ingenuidad y la
dependencia de Ana ante las predicciones de astrólogos y videntes lo seguían irritando como al
comienzo. Se le acercó y estiró la mano para tocarle la cabeza. La intención era acariciarla,
pero hubiese podido pegarle.
—Ana, mi amor —dijo sin dejar de sonreír.
Ella se echó hacia atrás con brusquedad:
—Dejame tranquila.
—¿Qué pasa? ¿Por qué estás tan nerviosa?
Ella se levantó del sillón:
—¿Me oíste o no? Hay unos tipos, raros ahí abajo, en un auto, desde la mañana. A lo mejor
están desde ayer. O desde antes todavía.
—Cuando yo salí no vi a nadie. Volví hace media hora y tampoco noté nada.
—Están ahí.
—¿Dónde?
—Cruzando la calle.
—¿Frente al edificio?
—Llegando a la esquina de Reconquista.
Pablo prendió un cigarrillo y fue a pararse ante la única ventana del departamento.

Portugueses
[Cuento. Texto completo]

Rodolfo Walsh

1)
El primer portugués era alto y flaco.
El segundo portugués era bajo y gordo.
El tercer portugués era mediano.
El cuarto portugués estaba muerto.

2)
-¿Quién fue? -preguntó el comisario Jiménez.
a. Yo no -dijo el primer portugués.
b. Yo tampoco -dijo el segundo portugués.
c. Ni yo -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto.

3)
Daniel Hernández puso los cuatro sombreros sobre el escritorio.
El sombrero del primer portugués estaba mojado adelante.
15

El sombrero del segundo portugués estaba seco en el medio.


El sombrero del tercer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del cuarto portugués estaba todo mojado.

4)
-¿Qué hacían en esa esquina? -preguntó el comisario Jiménez.
a. Esperábamos un taxi -dijo el primer portugués.
b. Llovía muchísimo -dijo el segundo portugués.
c. ¡Cómo llovía! -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués dormía la muerte dentro de su grueso sobretodo.

5)
-¿Quién vio lo que pasó? -preguntó Daniel Hernández.
a. Yo miraba hacia el norte -dijo el primer portugués.
b. Yo miraba hacia el este -dijo el segundo portugués.
c. Yo miraba hacia el sur -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto. Murió mirando al oeste.

6)
-¿Quién tenía el paraguas? -preguntó el comisario Jiménez.
a. Yo tampoco -dijo el primer portugués.
b. Yo soy bajo y gordo -dijo el segundo portugués.
c. El paraguas era chico -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués no dijo nada. Tenía una bala en la nuca.

7)
-¿Quién oyó el tiro? -preguntó Daniel Hernández.
a. Yo soy corto de vista -dijo el primer portugués.
b. La noche era oscura -dijo el segundo portugués.
c. Tronaba y tronaba -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba borracho de muerte.

8)
-¿Cuándo vieron al muerto? -preguntó el comisario Jiménez.
a. Cuando acabó de llover -dijo el primer portugués.
b. Cuando acabó de tronar -dijo el segundo portugués.
c. Cuando acabó de morir -dijo el tercer portugués.
Cuando acabó de morir.

9)
-¿Qué hicieron entonces? -preguntó Daniel Hernández.
a. Yo me saqué el sombrero -dijo el primer portugués.
b. Yo me descubrí -dijo el segundo portugués.
c. Mi homenaje al muerto -dijo el portugués.
Los cuatro sombreros sobre la mesa.

10)
16

a.. Entonces ¿qué hicieron? -preguntó el comisario Jiménez.


b. Uno maldijo la suerte -dijo el primer portugués.
c. Uno cerró el paraguas -dijo el segundo portugués.
d. Uno nos trajo corriendo -dijo el tercer portugués.
El muerto estaba muerto.

11)
a. Usted lo mató -dijo Daniel Hernández.
b. ¿Yo señor? -preguntó el primer portugués.
c. No, señor -dijo Daniel Hernández.
d. ¿Yo señor? -preguntó el segundo portugués.
e. Sí, señor -dijo Daniel Hernández.

12)
-Uno mató, uno murió, los otros dos no vieron nada -dijo Daniel Hernández.

Uno miraba al norte, otro al este, otro al sur, el muerto al oeste. Habían convenido en
vigilar cada uno una bocacalle distinta para tener más posibilidades de descubrir un
taxímetro en una noche tormentosa.

"El paraguas era chico y ustedes eran cuatro. Mientras esperaban, la lluvia les mojó la
parte delantera del sombrero."

"El que miraba al norte y el que miraba al sur no tenían que darse vuelta para matar al
que miraba al oeste. Les bastaba mover el brazo izquierdo o derecho a un costado. El
que miraba al este, en cambio, tenía que darse vuelta del todo, porque estaba de espaldas
a la víctima. Pero al darse vuelta, se le mojó la parte de atrás del sombrero. Su sombrero
está seco en el medio, es decir, mojado adelante y atrás. Los otros dos sombreros se
mojaron solamente adelante, porque cuando sus dueños se dieron vuelta para mirar el
cadáver, había dejado de llover. Y el sombrero del muerto se mojó por completo al
rodar por el pavimento húmedo."

"El asesino usó un arma de muy reducido calibre, un matagatos de esos con que juegan
los chicos o que llevan algunas mujeres en sus carteras. La detonación se confundió con
los truenos (esa noche hubo una tormenta eléctrica particularmente intensa). Pero el
segundo portugués tuvo que localizar en la oscuridad el único punto realmente
vulnerable a un arma tan pequeña: la nuca de su víctima, entre el grueso sobretodo y el
engañoso sombrero. En esos pocos segundos, el fuerte chaparrón le empapó la parte
posterior del sombrero. El suyo es el único que presenta esa particularidad. Por lo tanto
es el culpable."

El primer portugués se fue a su casa.


Al segundo no lo dejaron.
El tercero se llevó el paraguas.
El cuarto portugués estaba muerto.
Muerto.
17

FIN

El armario
[Cuento. Texto completo]

Guy de Maupassant

Hablábamos de mujeres galantes, la eterna conversación de los hombres.

Uno dijo:

-Voy a referir un suceso extraño.

Y era como sigue:

***

Un anochecer de invierno se apoderó de mí un abandono perturbador; uno de los


terribles abandonos que dominan cuerpo y alma de cuando en cuando. Estaba solo, y
comprendí que me amenazaba una crisis de tristeza, esas tristezas lánguidas que pueden
conducirnos al suicidio.

Me puse un abrigo y salí a la calle. Una lluvia menuda me calaba la ropa, helándome los
huesos. En los cafés no había gente. Y ¿adónde ir? ¿Dónde pasar dos horas? Me decidí a
entrar en Folies-Bergére, divertido mercado carnal. Había escaso público; los hombres
vulgares, y las mujeres, las mismas de siempre, las miserables mozas desapacibles,
fatigadas, con esa expresión de imbécil desdén que muestran todas, no sé por qué.

De pronto descubrí entre aquellas pobres criaturas despreciables a una joven fresca,
linda, provocadora. La detuve y brutalmente, sin reflexionar, ajusté con ella el precio de
la noche. Yo no quería volver a mi casa.

Y la seguí. Vivía en la calle de los Mártires. La escalera estaba oscura. Subí despacio,
encendiendo cerillas. Ella se detuvo en el cuarto piso, y cuando entramos en su
18

habitación, echando el cerrojo de su puerta, me preguntó:

-¿Piensas quedarte aquí hasta mañana?

-Eso me propongo; eso convinimos.

-Bien, mi vida, lo pregunté por curiosidad. Aguárdame un minuto que enseguida vuelvo.

Y me dejó a oscuras. Oí cerrar dos puertas; luego me pareció que aquella mujer hablaba
con alguien. Quedé sorprendido, inquieto. La idea de un chulo me turbó, aun cuando
tengo bastante fuerza para defenderme.

«Veremos lo que sucede», pensé.

Y afinando el oído, escuchaba. Se movían con grandes precauciones para no hacer


ningún ruido. Luego sentí abrir otra puerta y me pareció que hablaban, pero muy
bajo. La moza volvió al fin con una bujía, diciéndome:

-Ya puedes entrar.

Entré, y pasando por un comedor donde sin duda nunca se come, me condujo a un
gabinete alcoba.

-Ponte cómodo, mi vida.

Yo lo inspeccionaba todo y no encontraba cosa que pudiera causarme inquietud. Ella se


desnudó tan de prisa, que ya estaba en la cama cuando yo no me había quitado aún el
abrigo.
Y riendo, prosiguió:

-¿Qué te ocurre? ¿Te has convertido en estatua de sal? Acaba y ven.

Así lo hice.

A los cinco minutos me daban intenciones de vestirme y escapar. Pero el maldito


abandono que me amenazó en mi casa con tristezas crueles, me quitaba las energías,
reteniéndome, a disgusto mío, en aquella cama pública. El encanto sensual que me había
hecho sentir aquella criatura en el teatro, desapareció cuando la vi tan cerca y deseosa de
complacerme. Su carne vulgar, semejante a la de todas, y sus besos insípidos, me
desilusionaron. Para entretenerme le hice varias preguntas:

-¿Hace mucho que vives en esta casa?

-El quince de febrero hará seis meses.

-Y antes, ¿en dónde vivías?


19

-En la calle Clauzel. Pero la portera la tomó conmigo y tuve que despedirme.

Me relató con detalles minuciosos aquella historia.

De pronto sentí ruido cerca de nosotros; así como un suspiro; después un roce ligero,
como si alguien se removiera sobre una silla. Me senté con viveza en la cama,
preguntando:

-¿Qué significa ese ruido?

Ella respondió tranquilamente:

-No te importe, mi vida; es en el otro cuarto. Como son tan delgadas las paredes, todo se
oye. ¡Hacen unas casas! ¡De cartón!

Mi abandono era tan grande, que me arrebujé de nuevo entre sábanas. Y proseguimos la
conversación. Movido por la estúpida curiosidad que induce a todos los hombres a
conocer la primera falta de las mujeres galantes, como para encontrar en ellas un rastro
de inocencia, tal vez evocada por una frase ingenua que ofrece la imagen del pudor
perdido, pues aun cuando mienten se descubre alguna vez entre mentiras algo
conmovedor, le dije:

-Vaya, cuéntame cómo cediste al primer amante.

-Yo era criada en el restaurante Marinero de Agua Dulce, y un señorito me forzó


mientras le hacía la cama.

Recordé la teoría de un médico amigo, un observador filósofo que, por hacer servicio en
un hospital de mujeres, conoce todas las flaquezas de las pobres criaturas victimas de la
embestida brutal del macho errante con dinero en el bolsillo.

-Siempre -me decía-, siempre una moza es vencida por un hombre de su clase o
condición. Tengo anotadas muchas observaciones acerca del asunto. Se acusa a los ricos
de coger la flor de la inocencia entre las niñas pobres. No es verdad. Los ricos pagan
luego las flores tronchadas; las cogen en la segunda floración, pero no cortan jamás el
primer capullo.

Reí, mirando a mi compañera.

-Ya sabes que conozco tu historia. El señorito no era el primero. Hubo antes otro.

-Te lo juro, mi vida.

-Mientes, mi cielo.

-No, no; te lo juro.


20

-Mientes... Vaya, dime la verdad.

Ella dudó, asombrada; yo continué.

-Soy adivino, somnámbulo. Ahora no me dices la verdad. Cuando te duermas yo haré


que la digas.

Tuvo miedo; era estúpida como todas, balbució:

-¿Cómo lo has adivinado?

-Vamos, dilo.

-¡Ah! La primera vez casi no fue nada. Para una fiesta contrataron a un gran cocinero.
Desde que Alejandro llegó, dispuso de toda la fonda. El amo, el ama, estaban a sus
órdenes, como si fuera un rey. Desde la cocina gritaba: «¡Manteca! ¡Huevos! ¡Coñac!»
Y era necesario llevarle corriendo lo que pedía, porque si no se incomodaba mucho y
daba miedo.

Cuando hubo acabado, se sentó a fumar su pipa frente a la puerta, y al pasar yo con una
pila de platos, me dijo:

-Muchacha, vente conmigo a la ribera para enseñarme la campiña.

Fui con él como una tonta, y apenas llegamos a la orilla del río, me forzó con tal prisa,
que apenas me di cuenta de lo que hizo. Luego se fue en el tren de las nueve. No lo vi
más.

-Y ¿así acabó todo?

-Creo que Ángel es hijo suyo.

-¿Quién es Ángel?

-Mi nene.

-¡Ah! Muy bien. Y luego le dijiste al señorito que te había hecho la criatura, ¿no es
cierto?

-Si.

-¿Tenia dinero el señorito?

-Algo. Me dejó una renta de trescientos francos.

Aquellas confianzas me divertían. Proseguí.


21

-Muy bien, mi cielo; muy bien. Eres menos tonta de lo que pareces. Y ¿cuántos años
tiene Ángel?

-Doce. Hará su primera comunión en primavera.

-Bravo. Y desde que te ocurrió esa... desgracia... te dedicaste al oficio...

Suspiró, resignada.

-Se hace lo que se puede...

Un ruido, bastante fuerte, me hizo saltar de la cama. No me cabía duda; era el ruido que
produce un cuerpo que se desploma y luego se levanta de nuevo agarrándose a la
pared.Cogí la bujía y miré alrededor, furioso. Ella se había levantado también, y trataba
de contenerme, repitiendo:

-No es nada, mi vida; te aseguro que no es nada.

Pero yo, que sabía ya dónde se produjo el ruido, me dirigí a un armario que había junto
a la cabecera de la cama y lo abrí de par en par... Tembloroso, aterrado, con los ojos
muy abiertos y brillantes, apareció un chiquillo anémico y débil agarrado a los barrotes
de una silla, de la cual se había caído, sin duda. Al verme rompió a llorar, tendiendo los
brazos hacia su madre.

-Yo no tengo la culpa, mamá; yo no tengo la culpa. Estaba dormido y me caí. No me


castigues; yo no tengo la culpa.

Acercándome a la mujer, dije:

-¿Qué significa esto?

Ella, confusa y desalentada, respondió entre dientes:

-Ya lo ves. No gano bastante para tenerlo de pensionista y no puedo pagar un cuarto
mayor. Duerme conmigo cuando no hay nadie, y cuando alguien viene por una hora o
dos, lo escondo en el armario. Pero cuando hay cliente para toda la noche se cansa y le
duelen los riñones de dormir en la silla... Tampoco él tiene la culpa. Quisiera verte
durmiendo en una silla, metido en un armario... Ya veríamos...

Irritándose, gritaba. El niño seguía llorando. Yo también sentía ganas de llorar.

Y volví a mi casa tristemente.

FIN
22

Los bomberos
[Cuento. Texto completo.]

Mario Benedetti

Olegario no sólo fue un as del presentimiento, sino que además siempre estuvo muy
orgulloso de su poder. A veces se quedaba absorto por un instante, y luego decía:
"Mañana va a llover". Y llovía. Otras veces se rascaba la nuca y anunciaba: "El martes
saldrá el 57 a la cabeza". Y el martes salía el 57 a la cabeza. Entre sus amigos gozaba de
una admiración sin límites.

Algunos de ellos recuerdan el más famoso de sus aciertos. Caminaban con él frente a la
Universidad, cuando de pronto el aire matutino fue atravesado por el sonido y la furia de
los bomberos. Olegario sonrió de modo casi imperceptible, y dijo: "Es posible que mi
casa se esté quemando".

Llamaron un taxi y encargaron al chofer que siguiera de cerca a los bomberos. Éstos
tomaron por Rivera, y Olegario dijo: "Es casi seguro que mi casa se esté quemando".
Los amigos guardaron un respetuoso y afable silencio; tanto lo admiraban.

Los bomberos siguieron por Pereyra y la nerviosidad llegó a su colmo. Cuando doblaron
por la calle en que vivía Olegario, los amigos se pusieron tiesos de expectativa. Por fin,
frente mismo a la llameante casa de Olegario, el carro de bomberos se detuvo y los
hombres comenzaron rápida y serenamente los preparativos de rigor. De vez en cuando,
desde las ventanas de la planta alta, alguna astilla volaba por los aires.

Con toda parsimonia, Olegario bajó del taxi. Se acomodó el nudo de la corbata, y luego,
con un aire de humilde vencedor, se aprestó a recibir las felicitaciones y los abrazos de
23

sus buenos amigos.

Mucho gusto
[Cuento. Texto completo.]

Mario Benedetti

Se habían encontrado en la barra de un bar, cada uno frente a una jarra de cerveza, y
habían empezado a conversar al principio, como es lo normal, sobre el tiempo y la
crisis; luego, de temas varios, y no siempre racionalmente encadenados. Al parecer, el
flaco era escritor, el otro, un señor cualquiera. No bien supo que el flaco era literato, el
señor cualquiera, empezó a elogiar la condición de artista, eso que llamaba el sencillo
privilegio de poder escribir.

-No crea que es algo tan estupendo -dijo el Flaco-, también hay momentos de profundo
desamparo en lo que se llega a la conclusión de que todo lo que se ha escrito es una
basura; probablemente no lo sea, pero uno así lo cree. Sin ir más lejos, no hace mucho,
junté todos mis inéditos, o sea un trabajo de varios años, llamé a mi mejor amigo y le
dije: Mira, esto no sirve, pero comprenderás que para mí es demasiado doloroso
destruirlo, así que hazme un favor; quémalos; júrame que lo vas a quemar, y me lo juró.

El señor cualquiera quedó muy impresionado ante aquel gesto autocrítico, pero no se
atrevió a hacer ningún comentario. Tras un buen rato de silencio, se rascó la nuca y
empinó la jarra de cerveza.

-Oiga, don -dijo sin pestañear-, hace rato que hemos hablado y ni siquiera nos hemos
24

presentado, mi nombre es Ernesto Chávez, viajante de comercio -y le tendió la mano.

-Mucho gusto -dijo el otro, oprimiéndola con sus dedos huesudos-, Franz Kafka, para
servirle.

FIN

El drama del desencantado


[Minicuento: Texto completo.]

Gabriel García Márquez

...el drama del desencantado que se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a medida
que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas
tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas
noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de
reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción
del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para
siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida.

FIN

La trama
[Cuento. Texto completo.]
25

Jorge Luis Borges

Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de la estatua por lo impacientes
puñales de sus amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Bruto, su
protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama: ¡Tú también, hijo
mío! Shakespeare y Quevedo recogen el patético grito.

Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías; diecinueve siglos
después, en el sur de la provincia de Buenos Aires, un gaucho es agredido por otros
gauchos y, al caer, reconoce a un ahijado suyo y le dice con mansa reconvención y lenta
sorpresa (estas palabras hay que oírlas, no leerlas): ¡Pero, che! Lo matan y no sabe que
muere para que se repita una escena.

FIN

RECONCILIACIÓN
Fredric Brown

Fuera, la noche era silenciosa y estrellada. En el salón de la casa se respiraba un ambiente tenso.
El hombre y la mujer que allí estaban se contemplaban con odio, a unos pocos metros el uno del
otro.
El hombre tenía los puños cerrados como si debiera utilizarlos, y los dedos de la mujer estaban
separados y curvados como garras, pero ambos mantenían los brazos rígidamente estirados a lo
largo de su cuerpo. Eran seres civilizados.
Ella habló en voz baja:
- Te odio - dijo -. He llegado a odiar todo lo que te concierne.
- No me extraña - replicó él -. Ya me has arrancado hasta el último céntimo con tus
extravagancias, y ahora que ya no puedo comparte todas las tonterías que tu egoísta
corazoncito...
- No es eso. Ya sabes que no es eso. Si aún me trataras igual que antes, sabes que el dinero no
importaría. Es esa... esa mujer.
El suspiró como aquel que suspira al oír una cosa por diezmilésima vez.
- Sabes muy bien - dijo - que ella no significaba nada para mí, absolutamente nada. Tú me
empujaste a hacer... lo que hice. Y, a pesar de que no significara nada para mí, no lo lamento.
26

Volvería a hacerlo.
- Volverás a hacerlo, en cuanto se te presente la oportunidad. Pero yo no estaré aquí para que me
humilles. Me has humillado ante mis amigas...
- ¡Amigas! Esas arpías cuya asquerosa opinión te importa más que...
Un destello cegador y un calor sofocante. Ambos comprendieron, y cada uno de ellos dio un
paso hacia el otro con los brazos extendidos; se abrazaron desesperadamente durante el segundo
que les quedaba, el segundo final, que era todo lo que entonces importaba.
- Oh, amor mío, te quiero...
- John, John, cariño...
La onda de choque les alcanzó.
Fuera, en lo que había sido una noche silenciosa, una flor roja aumentaba de tamaño y se alzaba
hacia el cielo destruido.

FIN

PESADILLA EN AMARILLO

Fredric Brown, Estados Unidos, 1906-1972


Despertó cuando sonó el despertador, pero se quedó tendido en la cama durante un rato después
de haberlo apagado, repasando por última vez los planes que tenía para hacer un desfalco por la
mañana y cometer un asesinato por la noche.
Había pensado en todos los detalles, pero les estaba dando el repaso final. Aquella noche, a las
ocho y cuarenta y seis minutos, sería libre, en todos los sentidos. Había escogido aquel
momento porque cumplía cuarenta años, y aquella era la hora exacta en la que había nacido. Su
madre había sido muy aficionada a la astrología, razón por la que conocía tan exactamente el
instante de su nacimiento. Él no era supersticioso, pero la idea de que su nueva vida empezara
exactamente a los cuarenta años le parecía divertida.
En cualquier caso, el tiempo se le echaba encima. Como abogado especialista en sucesiones y
custodia de patrimonios, pasaba mucho dinero por sus manos… Y una parte no había salido de
ellas. Un año atrás había "tomado prestados" cinco mil dólares para invertirlos en algo que
parecía una manera infalible de duplicar o triplicar el dinero, pero lo había perdido. Luego había
27

"tomado prestado" un poco más, para jugar, de una manera u otra, y tratar de recuperar la
primera pérdida. En aquel momento debía la friolera de más de treinta mil; el descuadre sólo
podría seguir ocultado unos pocos meses más, y no le quedaban esperanzas de poder restituir el
dinero que faltaba para entonces. De modo que había estado reuniendo todo el efectivo que
pudo sin despertar sospechas, liquidando diversas propiedades que controlaba, y aquella tarde
tendría dinero para escapar; del orden de más de cien mil dólares, lo suficiente para el resto de
su vida.
Y no lo atraparían nunca. Había planeado todos los detalles de su viaje, su destino, su nueva
identidad… y era un plan a prueba de fallos. Llevaba meses trabajando en él.
La decisión de matar a su esposa había sido casi una ocurrencia de última hora. El motivo era
simple: la odiaba. Pero después de tomar la decisión de no ir nunca a la cárcel, de suicidarse si
llegaban a arrestarlo alguna vez, se dio cuenta de que, puesto que moriría de todas manera si lo
atrapaban, no tenía nada que perder si dejaba una esposa muerta tras él en lugar de una viva.
Casi no había podido contener la risa ante lo adecuado del regalo de cumpleaños que ella le
había hecho el día anterior, adelantándose a la fecha: una maleta nueva. También lo había
convencido para celebrar el cumpleaños dejando que ella fuera a buscarlo al centro para cenar a
las siete. Poco imaginaba ella cómo iría la celebración después de aquello. Planeaba llevarla a
casa antes de las ocho y cuarenta y seis para satisfacer su sentido de lo apropiado y convertirse
en un viudo en aquel momento exacto. El hecho de dejarla muerta también tenía una ventaja
importante. Si la dejaba viva y dormida, cuando despertara y descubriera su desaparición,
adivinaría en seguida lo ocurrido y llamaría a la policía. Si la dejaba muerta, tardarían un tiempo
en encontrar su cuerpo, posiblemente dos o tres días, y dispondría de mucha más ventaja.
En el despacho, todo fue como la seda; para cuando fue a reunirse con su mujer, todo estaba
listo. Pero ella se entretuvo con los aperitivos y la cena, y él empezó a dudar de si le sería
posible tenerla en casa a las ocho y cuarenta y seis. Sabía que era ridículo, pero el hecho de que
su momento de libertad llegara entonces y no un minuto antes ni después se había vuelto
importante. Miró el reloj.
Habría fallado por medio minuto de haber esperado a estar dentro de la casa, pero la oscuridad
del porche era perfectamente segura, tan segura como el interior. La porra descendió una vez
con todas sus fuerzas, justo mientras ella estaba de pie ante la puerta esperando a que él abriera.
La tomó antes de que cayera y consiguió sostenerla con un brazo mientras abría la puerta y
volvía a cerrarla desde dentro.
Entonces accionó el interruptor, la habitación se llenó de luz amarilla, y antes de que se dieran
cuenta de que sostenía a su esposa muerta en los brazos, los invitados a la fiesta de cumpleaños
gritaron a coro:
-¡Sorpresa!
Fin
28

J.C
Fredric Brown

—Walter, ¿qué es un J. C.? —preguntó la señora Ralston a su marido, el doctor Ralston,


mientras desayunaban.

—Bueno, creo que ese era el nombre con que se designaba a los miembros de la llamada
Cámara de Comercio Juvenil. No sé si todavía existen o no. ¿Por qué?

—Martha me ha dicho que Henry murmuraba ayer noche algo acerca de los J.C, cincuenta
millones de J. C. No quiso contestarle cuando ella le preguntó qué significaba.

Martha era la señora Graham, y Henry, su marido, el doctor Graham. Vivían en la casa de al
29

Iado y los dos doctores y sus esposas eran íntimos amigos.

—-Cincuenta millones —repitió el doctor Ralston, meditativamente—. Ese es el número de


partenogénesis efectuadas.

Él debía saberlo; él y el doctor Graham eran los responsables de las partenogénesis. Veinte años
atrás, en 1980, realizaron el primer experimento de partenogénesis humana, la fertilización de
una célula femenina sin ayuda de otra masculina. El fruto de ese experimento, llamado John,
tenía veinte años y vivía con el doctor Graham y su esposa en la casa de al Iado; lo habían
adoptado tras el fallecimiento de su madre en un accidente ocurrido hacía algunos años.

Ningún otro partenogenésico tenía más de la mitad de la edad de John. Hasta que John hubo
cumplido diez años, y se reveló como una persona sana y normal, no se decidieron las autori-
dades a retirar todos los obstáculos y permitir a todas las mujeres que quisieran tener un hijo y
fueran solteras o estuvieran casadas con un hombre estéril que tuvieran un hijo partenogené-
sicamente. Debido a la escasez de hombres —la desastrosa epidemia iniciada en 1970 había
aniquilado a casi la tercera parte de la población masculina del mundo—, más de cincuenta mi-
llones de mujeres solicitaron el permiso para tener hijos partenogenésicos y lo obtuvieron.
Afortunadamente, para compensar el equilibrio de sexos, resultó que todos los niños concebidos
por partenogénesis fueron varones.

—Martha cree —dijo la señora Ralston— que Henry está preocupado por John, pero no sabe
por qué. ¡Es un muchacho tan bueno!

El doctor Graham irrumpió súbitamente y sin previo aviso en la habitación. Estaba muy pálido y
tenía los ojos desorbitados.

—Yo tenía razón —declaró.

—¿Acerca de qué?

—Acerca de John. No se lo he dicho a nadie, pero ¿sabes lo que hizo cuando se nos acabó la
bebida en la fiesta de anoche?

El doctor Ralston frunció e! ceño.

—¿Convertir el agua en vino?

—En ginebra; estábamos tomando martinis. Y hace un momento se ha ido a hacer esquí
acuático... y no se ha llevado los esquís. Me ha dicho que con fe no los necesitaría.

—¡Oh, no! —exclamó el doctor Ralston.

Sepultó la cabeza entre las manos.

En la historia sólo había habido un nacimiento virginal antes de entonces. Ahora, cincuenta
millones de niños nacidos virginalmente estaban creciendo. Al cabo de otros diez años serían
30

cincuenta millones de... J. C.

—¡No! —sollozó e! doctor Ralston—. ¡No!

Fin
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31

RESPUESTA
Fredric Brown

Dwar Ev soldó ceremoniosamente la última conexión con oro.

Los ojos de una docena de cámaras de televisión le contemplaban y el subéter transmitió al


universo una docena de imágenes sobre lo que estaba haciendo.

Se enderezó e hizo una seña a Dwar Reyn, acercándose después a un interruptor que
completaría el contacto cuando lo accionara. El interruptor conectaría, inmediatamente, todo
aquel monstruo de máquinas computadoras con todos los planetas habitados del universo —
noventa y seis mil millones de planetas— en el supercircuito que los conectaría a todos con una
supercalculadora, una máquina cibernética que combinaría todos los conocimientos de todas las
galaxias.

Dwar Reyn habló brevemente a los miles de millones de espectadores y oyentes. Después, tras
un momento de silencio, dijo:

—Ahora, Dwar Ev.

Dwar Ev accionó el interruptor. Se produjo un impresionante zumbido, la onda de energía


procedente de noventa y seis mil millones de planetas. Las luces se encendieron y apagaron a lo
largo de los muchos kilómetros de longitud de los paneles.

Dwar Ev retrocedió un paso y lanzó un profundo suspiro.

—El honor de formular la primera pregunta te corresponde a ti, Dwar Reyn.

—Gracias —repuso Dwar Reyn—. Será una pregunta que ninguna máquina cibernética ha
podido contestar por sí sola.

Se volvió de cara a la máquina.

—¿Existe Dios?

La impresionante voz contestó sin vacilar, sin el chasquido de un solo relé.

—Sí, ahora existe un Dios.

Un súbito temor se reflejó en la cara de Dwar Ev. Dio un salto para tomar el interruptor.

Un rayo procedente del cielo despejado le abatió y produjo un cortocircuito que inutilizó el
interruptor.
Fin

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