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En esta nueva sensibilidad no había sitio para las viejas y rígidas formas; las
fronteras entre las artes iban desapareciendo. El escritor se inspiraba en la música: no
deseaba seguir contando historias más o menos bien inventadas, quería un lenguaje
hermoso y unas formas bellas. El músico era el privilegiado: sonidos, armonías y
colores. Nada más. El color musical era el enigmático material, servía para producir
sensaciones que brotaban de él mismo, de su propia naturaleza para alcanzar lo más
general: su fuerza interior.
La nueva obra de arte debía expresar unas ideas mediante símbolos, evocadores o
provocadores, pero que debían seguir, sin embargo, un modelo de comprensión general.
Historia y cultura
En 1889 la torre Eiffel está acabada para poder celebrar con fastuosidad la
Exposición Universal de París. Con fastuosidad, pero pero sin demasiada dignidad: la
nación entera está salpicada por escándalos; bancarrota de la sociedad del canal de
Panamá en 1892; brote de antisemitismo que lleva a la condena del oficial Judío Alfred
Dreifus en 1894.
Este movimiento tuvo una enorme influencia que se extendía hasta campos
insospechados. En su Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia, Bergson
describía la filosofía como “una vuelta consciente hacia los datos de la intuición. Al
contrario de la inteligencia, la intuición nos permite coincidir con el movimiento libre y
creador de la vida y del espíritu.”
Coincidían filósofos y poetas, como por ejemplo el joven Jules Laforgue: “El
impresionista ha amaestrado la sensibilidad de su ojo para percibir al contacto directo de
la naturaleza los espectáculos luminosos al aire libre, hasta recobrar una suerte de visión
instintiva, liberada de toda idea preconcebida y de toda convención por la educación.”
Otro poeta e importante teórico del arte, Jules Laforgue, bordaba encantadoras
figuras sobre la trama de la universal ilusión. Cultivaba una fingida frivolidad, patente
en algunos títulos: Pequeño rezo sin pretensión, Rezo debajo de la higuera budista.
Mientras París vivía una efervescente vida bohemia, el colapso del Imperio
austrohúngaro era preparado por los políticos Victor Adler y Otto Bauer y su teoría
austromarxista, que reconocía el derecho de las nacionalidades a la autodeterminación.
La música en Austria conocía, sin embargo, horas gloriosas con las primeras sinfonías
de Mahler y Zemlinsky, la Cuarta de Brahms y la Novena de Bruckner. Los pintores
seguían todavía al servicio de la burgesía y la nobleza. Pero no por mucho tiempo: la
Asociación de Artistas Vieneses, que reunía a los representantes de todas las artes, se
vio perturbada por vivas controversias. Jóvenes artistas progresistas entraron en
rivalidad con la mayoría conservadora de los miembros. En el seno de esa Asociación se
constituyó, promovido por Klimt, el “club de los siete”, germen de la futura Sezesion.
Las visiones oníricas del pintor suizo Arnold Böcklin eran muy apreciadas por los
simbolistas franceses. Fue considerado como un precursor por los expresionistas
alemanes del grupo Die Brücke. Alemania, unificada tras la victoria de Prusia en 1871
sobre Francia, vivía los últimos años de gobierno de Bismarck y su política autoritaria y
antisocialista; entre 1878 y 1890 el partido social demócrata (SPD) había sido
ilegalizado y obligado a luchar en la clandestinidad, con sus locales cerrados y su prensa
prohibida. En 1891 Karl Kautsky establecería con el programa de Erfurt la línea política
dominante del partido, en oposición al radicalismo de Rosa Luxemburg y el
evolucionismo reformista de Bernstein. En los últimos años del siglo y hasta el
comienzo de la Guerra Mundial el Kaiser Guillermo II impulsó una política de
expansión en África, que dio escasos frutos. Alemania, que se había unificado tarde
como nación, había llegado tarde también al festín colonial.
En España, a la muerte del rey Alfonso XII (1885), empieza la regencia de María
Cristina. El pacto de El Pardo entre el conservador Cánovas y el liberal Sagasta permite
algunas reformas, como la concesión de la libertad de prensa y la apertura de nuevas
cortes. Empiezan los “incidentes” de Marruecos y el doble movimiento independentista
de Cuba y Filipinas.
Leopoldo Alas “Clarín” acaba de escribir La regenta (1885); Emilia Pardo Bazán,
Los pazos de Ulloa (1886) y Pérez Galdós, Fortunata y Jacinta (1887).
Se trata, en efecto, de una curiosa etapa de reflexión, tal vez la única en la historia
de la música, durante la cual los más importantes compositores han firmado una corta
paz: reflexionan sobre el pasado, lo aceptan, y quien más quien menos hace, sin
embargo, una música nueva. La sombra de los antepasados directos, Brahms, Bruckner,
Chaikosvki, Verdi, es larga; su herencia, fructífera. Y todos la aceptan, sea cual sea su
cultura, su generación: Dvorák tiene alrededor de sesenta años, Grieg y Rimski
Korsakov, cincuenta; Janácek, Strauss y Sibelius, treinta; mientras Rachmaninov,
Scriabin y Schoenberg son todabia veinteañeros.
Debussy evoca los mundos lejanos de la infancia, de los países exóticos como
China o España, bajo la luz de una nueva armonía. Janácek procede a la inversa y
obtiene el mismo resultado: describe un acontecimiento contemporáneo con un lenguaje
musical inventado a partir del lenguaje ablado.
Las Piezas líricas de Grieg, participan de la misma reflexión: la primera, Érase
una vez, habla tierna y tristemente del mundo de ayer; la segunda, El duendecillo,
introduce disonancias insolentes, pero no aterradoras, y la tercera contiene dos mundos
musicales antagónicos: el tonal y el atonal. Esta Pieza se llama sugestivamente, Se fue
(In memoriam): ¿quién o qué?, ¿la tonalidad?
(Historia y cultura)
Estos tres escritores tuvieron una gran influencia sobre los jóvenes compositores:
Scriabin, en particular, encontró así una vía que le permitía escapar tanto al yugo
estético alemán como al nacionalismo del grupo de los Cinco; no utiliza temas
propiamente dicho, sino células que se unen como átomos o según un procedimiento de
“metamorfosis mística” que venía de una nueva creencia o religión. En la época de su
Quinta sonata, Scriabin estaba influido por Helena Blavatski: esta peculiar mujer rusa
había fundado en la India en 1875 una sociedad teosófica que mezclaba elementos de la
cábala, misticismo cristiano, espiritismo e hinduismo para que el hombre pudiera
realizar su naturaleza divina. Y para Scriabin, la música era un elemento más para
alcanzar esa meta: la correspondencia entre color, perfume y sonido, patente en la
mezcla de las velas, el incienso y la música religiosa ortodoxa, era una preocupación
que compartían varios compositores rusos. Aunque no lo utilizara tan radicalmente
como Scriabin, Rimski-Korsakov había propuesto una lista de asociaciones entre
tonalidades y colores. Las listas de ambos compositores difieren en algunos momentos
(el do era blanco para Rimski y rojo para Scriabin; el la, rosa y verde), pero coinciden
generalmente: malva el re, azul el mi, gris el mi bemol. Uno de los primeros intentos de
Scriabin fue Prometeo o el Poema del fuego para gran orquesta, órgano, piano, coro
mixto a boca chiusa (boca cerrada) y teclado de luz. Para el estreno, dirigido por
Serguéi Kusevitzki, el teclado de luz, inventado por el inglés Rimington en 1895, no
funcionó; el estreno de la obra íntegra tuvo lugar en Nueva Cork en 1915. El compositor
se identificaba con su héroe:
“¡Soy Dios!
No soy nada, soy un juego ,soy la libertad, la vida.
Soy una frontera, soy la voluptuosidad.
Soy la pasión que consume y devora todo.
Soy el incendio que envolvió el universo y lo precipitó en el caos.”
En esta época el viejo y sabio Cézanne pintaba los Tres cráneos, el Castillo negro,
el Retrato de Vallier, cuadros ahogados en penumbras malvas y marrones; era
reconocido como el padre de la pintura moderna, y el padre de las futuras rupturas
cubistas y abstractas. Gauguin, un exnabí, apuntaba todavía mas lejos en sus reflexiones
sobre el saber y el no saber: “Los artistas, al haber perdido completamente su salvajismo
y no tener ya ningún instinto ni imaginación alguna, se han extraviado por todos los
senderos en busca de elementos productores que ellos eran incapaces de crear; y, en
consecuencia, únicamente actúan en masas desordenadas, se sienten perezosos y como
perdidos cuando están solos. De ahí que no sea prudente aconsejar la soledad a todo el
mundo, ya que es preciso ser muy fuerte para soportarla y actuar solo. Todo lo qque he
aprendido de los demás me ha estorbado. Por eso puedo afirmar: nadie me ha enseñado
nada. ¡Claro que sé muy poco! Pero prefiero este poco que es verdaderamente mío. Y
quien sabe tan pocas cosas, ¿no se convertirá quizás, utilizado por otros, en algo muy
grande? Renoir es un pintor que nunca ha sabido dibujar, pero que dibuja muy bien. En
la obra de Renoir, nada está en su sitio: no busques la línea, ni existe; como por arte de
magia, resultan suficientemente elocuentes una mancha de color o la caria de una suave
luz. Divino Renoir que no sabe dibujar. Renoir libera el color de su dependencia del
dibujo”.
La revolución suave, el paso delicado entre los dos siglos, se refleja también en
Monet: mientras decía “hago una pintura realista”, los objetos y las formas que pintaba
(su serie de las orillas del Támesis, las Ninfeas) se desintegraban en vibrantes masas de
colores hasta alcanzar la no-figuración. Era como si todo tuviera que coexistir, el siglo
pasado y el siglo nuevo, el saber y el no saber.
Debussy defiende la misma posición con ocasión de una viva discursión con su
antiguo maestro, Ernest Guiraud:
La naturaleza en música era la forma sonata con sus dos temas, su desarrollo, su
reexposición, su coda: un yugo que los teóricos académicos intentaban colocar a artistas
libres como Haydn, Mozart o Beethoven; un fantasma que acechaba en los poemas
sinfónicos de los románticos; un mal recuerdo en las obras cíclicas de los simbolistas.
Al inicio del siglo XX, Debussy rechaza la reproducción más o menos exacta de la
naturaleza para encontrar las misteriosas correspondencias entre naturaleza e
imaginación. Schoenberg no tiene otros criterios que su propio sentido del equilibrio y
su propia fe en la infalibilidad de sus conceptos musicales. Los compositores abandonan
las formas inadecuadas para bucear en el interior de la orquesta, en su color, en sus
timbres; se pasean cerca del mar o por la ciudad, cerrando los ojos, desplegando sus
orejas. Rachmaninov pinta el agua y la roca con peculiares sordinas dignas del jungle
style inventado luego por Duke Ellinton; Charles Ives quita las sordinas para que brille
el ragtime mezclado con el ritmo caribe en la noche de Nueva Yorck; Debussy pinta el
mar, su movimiento, su color, su olor casi; y mientras Webern graba unos punzantes
aforismos, Schoenberg establece las bases de un nuevo lenguaje, la melodía de timbres
y colores o Klangfarben.
Las correspondencias entre sonido y luz o color era un asunto que apasionó a los
compositores místicos dese el siglo XVIII, con el padre Castel y su clavecín ocular,
hasta el siglo XX, con los Colores de la ciudad celeste de Olivier Messiaen y el “teclado
de luces” en el prometeo de Scriabin. Pero no se trata aquí de visualizar un amarillo en
el agudo de la flauta o un azul en el trino de un violonchelo, sino de algo más abstracto,
descrito en 1910 por un pintor amigo de Schoenberg, Vasili Kandinski:
“Luchas entre sonidos, equilibrio perdido, principios negados, repentinos redobles
de tambores, grandes preguntas, aspiraciones sin metas claras, impulsiones
aparentemente incoherentes, cadenas quebradas, lazos rotos y reanudados en uno solo,
contrastes y contradicciones: ésta es nuestra armonía.”
Historia y cultura.
En los catorce primeros años del siglo se sentaron las bases de toda una centuria.
Prevalecía como en pocas épocas un espíritu de puesta en cuestión de los valores
tradicionales, de aventura, y una creciente necesidad de reflejar esos cambios en la
pintura, la música, la literatura, la moda, la ciencia. Florecieron las primeras
vanguardias artísticas, las nuevas ideas políticas