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1886-1894: El simbolismo (introducción)

En 1986 el poeta Jean Moréas publicó el Manifiesto del simbolismo; anunciaba un


arte nuevo, todo sugerencia, en el cual se mezclaban todos los sentidos, armonías y
colores, sabores y perfumes.

En esta nueva sensibilidad no había sitio para las viejas y rígidas formas; las
fronteras entre las artes iban desapareciendo. El escritor se inspiraba en la música: no
deseaba seguir contando historias más o menos bien inventadas, quería un lenguaje
hermoso y unas formas bellas. El músico era el privilegiado: sonidos, armonías y
colores. Nada más. El color musical era el enigmático material, servía para producir
sensaciones que brotaban de él mismo, de su propia naturaleza para alcanzar lo más
general: su fuerza interior.

La nueva obra de arte debía expresar unas ideas mediante símbolos, evocadores o
provocadores, pero que debían seguir, sin embargo, un modelo de comprensión general.

Esta nueva apuesta estética se refleja curiosamente en las obras de dos


compositores ya entrados en años, César Franck y Johannes Brahms, que vivían sus
últimas pasiones. Expresaban su amor –el uno por Augusta Holmes, el otro por
Herminie Spies- mediante unos signos “que seguían un modelo de comprensión
general”. “Una pequeña frase, secreta, aérea y olorosa, una guía hacia una dicha noble
ininteligible y precisa, una frase que se eleva durante algunos segundos por encima de
las ondas sonoras, ofreciendo voluptuosidades particulares…Una frase que parecía
conocer la vanidad de la felicidad cuyo camino enseñaba…”, escribirá años más tarde
Marcel Proust inspirándose en la Sonata de Franck, entre otras músicas.

Al mismo tiempo nacía el frágil embrión de la futura Música. Un joven


compositor, Erik Satie, alineaba con un atrevimiento naïf algunos delgados acordes en
su Gimnopedia, que significa en griego “niño desnudo”.

Historia y cultura
En 1889 la torre Eiffel está acabada para poder celebrar con fastuosidad la
Exposición Universal de París. Con fastuosidad, pero pero sin demasiada dignidad: la
nación entera está salpicada por escándalos; bancarrota de la sociedad del canal de
Panamá en 1892; brote de antisemitismo que lleva a la condena del oficial Judío Alfred
Dreifus en 1894.

El retrato sin concesiones, naturalista, de esta sociedad se encuentra en la obra de


Émile Zola, desde la vida la vida miserable de los mineros y sus guelgas desesperadas,
en Germinal, hasta La bestia humana. Zola tomaba también parte en la lucha estética:
había sostenido a los pintores impresionistas, Manet, Degas, Monet, hasta la publicación
de su libro La obra, cuyo retrato de un pintor fracasado hirió profundamente a Cézanne.

El impresionismo se mantenía vivo: diez años después de su célebre cuadro,


Impresión, sol naciente, Monet seguia captando el instante efímero de la luz en su serie
de pinturas de la catedral de Ruán hechas a diferentes horas del día. “No el aspecto
exterior y realista de las cosas, sino las impresiones que despiertan en nuestra
sensibilidad. Se trata de descubrir su lenguaje más secreto, sus confidencias íntimas,
escuchar sus voces interiores”.

Este movimiento tuvo una enorme influencia que se extendía hasta campos
insospechados. En su Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia, Bergson
describía la filosofía como “una vuelta consciente hacia los datos de la intuición. Al
contrario de la inteligencia, la intuición nos permite coincidir con el movimiento libre y
creador de la vida y del espíritu.”

Coincidían filósofos y poetas, como por ejemplo el joven Jules Laforgue: “El
impresionista ha amaestrado la sensibilidad de su ojo para percibir al contacto directo de
la naturaleza los espectáculos luminosos al aire libre, hasta recobrar una suerte de visión
instintiva, liberada de toda idea preconcebida y de toda convención por la educación.”

En ese mismo momento, Maupassant, clasificado como naturalista, se aleja de la


sensual vitalidad de su novela Bel-Ami para dar de la vida “una visión más completa,
más sobrecogedora que la realidad misma”. Demuestra ser también un impresionista en
sus descripciones, dignas de cuadros de Monet o Renoir: “Los faros, fijos o
parpadeantes, abriéndose o cerrándose como ojos, ojos de puerto amarillos, rojos,
verdes… mientras las estrellas temblaban en la niebla nocturna, pequeñas, próximas o
lejanas, blancas, verdes o rojas tambien.”

Una idéntica sensación de imprecisión, de duda permanente, se palpa en la


música, principalmente en las obras de Debussy Nubes y Preludio a la siesta de un
fauno, y también en la armonía suspendida e inestable de la todavía romántica Sonata
para piano y violín de Franck.

Contemporánea de la Sonata, la escultura de Rodin El beso reúne todas las


tendencias estéticas de su época: es romantica por su patetismo, naturalista por su
precisión anatómica, un poco decadente en su movimiento ondulante. Rodin participa
también de una nueva estética, la simbolista, en la elección de los títulos de sus obras:
Oceánicas, Fugit amor.

La palabra simbolismo nace en el año de la muerte de Lizt, 1886, cuando el poeta


Jean Moréas publica el Manifiesto del simbolismo en el periódico Le Figaro: “Esta
nueva tendencia se distingue por el abuso de la pompa, lo extraño de sus metáforas, un
vocabulario nuevo en el cual las armonías se mezclan con los colores y las líneas,
características de todo renacimiento”. En la brecha siguen varias revistas como Le
simboliste, La Décadence, Le Décadet, La Revue Blanche.

Florece un epicureísmo refinado en la literatura: Anatole France recurre a la


civilización griega en Tais, luego tratada en la ópera de Massenet del mismo título;
Pierre Louÿs evoca el erotismo de Safo en las Canciones de Bilitis. La obra de los
poetas desaparecidos domina este fin de siglo: Baudelaire y Rimbaud; este último
todavía vivo, pero lejos de Francia. Entre los parisinos, Mallarmé y Verlaine. Con
estilos distintos mezclan en sus obras todas las notaciones posibles, auditivas, táctiles,
visuales, estableciendo misteriosas correspondencias entre sonidos, perfumes, luces y
colores.

Estas mezclas simbolistas culminan en el instrumento inventado por Des


Esseintes, el héroe de A contrapelo de Joris-Huysmans: un órgano de boca cuyos
registros son sabores; la flauta sabe a menta, la tuba a aguardiente. Des Esseintes bebía
una gota por aquí, otra por allá, tocaba sinfonías interiores, conseguía en la garganta
sensaciones análogas a las que la música vierte en la oreja.

Este mundo en perpetua metamorfosis se encuentra también en la pintura de


Odilon Redon, poblada por monstruos e híbridos, descritos, sin embargo, con una
precisión naturalista; afirmaba que en arte todo se hacía a través de la sumisión a la
llegada del inconsciente: “Mis dibujos inspiran y no se definen. No determinan nada.
Nos sitúan, como la música, en el mundo ambiguo de lo indeterminado”.

Fantasmagorías exuberantes y misteriosas ensoñaciones seducían a los poetas que


buscaban fantasmas paralelos, como Mallarmé o Huysmans. Seducían también a los
promotores del movimiento ocultista de la Rosa Cruz. La esotérica compañía Teatre de
la Rose-Croix, fundada por el dramaturgo Péladan se dedicaba “a cumplir las obras de
misericordia según el Espíritu Santo, y sus miembros han de aumentar la Gloria y
preparar el Reino”. Este pintoresco personaje organizaba también exposiciones; para su
primer salón de pintura, la compañía editó un cartel con una alegoría del arte exhibiendo
la cabeza cortado de Émile Zola, mientras el poeta Léon Bloy daba una conferencia
sobre los funerales del naturalismo. Estas exposiciones eran amenizadas con música de
Wagner (el Parsifal en exclusiva) o de un joven adepto, Erik Satie, apodado Esoterik
Satie por el poeta Alphonse Allais. La música de Satie, Ojivas, Danzas góticas,Preludio
a la puerta heroica del cielo, demostraba un deseo de contemplación mística con sus
armonías desnudas un poco medievales y curiosamente modernas, su lentitud, sus
repeticiones, desmentido por su humor: “Me dedico estas obras”.

Esta mezcla explosiva de humor y esoterismo caracteriza a todos los creadores de


la época. Chabrier, que cede a la tentación místico-wagneriana con su ópera
Gwendoline antes de escribir una Contradanza sobre temas del Tristán de Wagner;
Charles Cros, inventor de un tipo de fonógrafo, cuyos poemas eran, según Verlaine,
“joyas delicadas y bárbaras”.

Otro poeta e importante teórico del arte, Jules Laforgue, bordaba encantadoras
figuras sobre la trama de la universal ilusión. Cultivaba una fingida frivolidad, patente
en algunos títulos: Pequeño rezo sin pretensión, Rezo debajo de la higuera budista.
Mientras París vivía una efervescente vida bohemia, el colapso del Imperio
austrohúngaro era preparado por los políticos Victor Adler y Otto Bauer y su teoría
austromarxista, que reconocía el derecho de las nacionalidades a la autodeterminación.
La música en Austria conocía, sin embargo, horas gloriosas con las primeras sinfonías
de Mahler y Zemlinsky, la Cuarta de Brahms y la Novena de Bruckner. Los pintores
seguían todavía al servicio de la burgesía y la nobleza. Pero no por mucho tiempo: la
Asociación de Artistas Vieneses, que reunía a los representantes de todas las artes, se
vio perturbada por vivas controversias. Jóvenes artistas progresistas entraron en
rivalidad con la mayoría conservadora de los miembros. En el seno de esa Asociación se
constituyó, promovido por Klimt, el “club de los siete”, germen de la futura Sezesion.
Las visiones oníricas del pintor suizo Arnold Böcklin eran muy apreciadas por los
simbolistas franceses. Fue considerado como un precursor por los expresionistas
alemanes del grupo Die Brücke. Alemania, unificada tras la victoria de Prusia en 1871
sobre Francia, vivía los últimos años de gobierno de Bismarck y su política autoritaria y
antisocialista; entre 1878 y 1890 el partido social demócrata (SPD) había sido
ilegalizado y obligado a luchar en la clandestinidad, con sus locales cerrados y su prensa
prohibida. En 1891 Karl Kautsky establecería con el programa de Erfurt la línea política
dominante del partido, en oposición al radicalismo de Rosa Luxemburg y el
evolucionismo reformista de Bernstein. En los últimos años del siglo y hasta el
comienzo de la Guerra Mundial el Kaiser Guillermo II impulsó una política de
expansión en África, que dio escasos frutos. Alemania, que se había unificado tarde
como nación, había llegado tarde también al festín colonial.

En Gran Bretaña, a pesar de la política del espléndido aislamiento, que se fija


como meta una expansión colonial desde El Cabo hasta El Cairo, pasando por Asia y
Oceanía, retumba el eco del simbolismo. Provoca el escándalo con los dramas y poemas
de Algernon Swinburne, “un sátiro suelto en los salones victorianos”, o la sonrrisa
inteligente con el humor le Lewis Carroll (Lo que dice la tortuga a Aquiles). Ambas
cualidades se encuentran en la estética refinada de Oscar Wilde, alternativamente en El
retrato de Dorian Gray y El abanico de lady Windermere. Tachado de fútil y amoral, el
pintor norteamericano Whistler afirmaba la autonomía de la pintura; en sus obras de los
años ochenta y noventa abandona su estilo lánguido por una abstracción que anuncia
directamente las investigaciones de Mondrian.
Después de adherirse a la Triple Alianza, Italia empieza su expansión colonial con
la anexión de Eritrea y Somalia, que acabará con la primera guerra (y derrota) de
Abisinia en 1894. Esa voluntad de poder se plasma en la obra de Gabriele d’Annunzio,
culminada con El triunfo de la muerte (1894) después de unas obras de un intenso
erotismo: El placer, El inocente. Del otro lado ideológico, Antonio Fogazzaro analiza
con gran sutileza el alma femenina y la lucha de las pasiones contra el deseo místico en
Malombra y Misterio de un poeta; expresa su nostalgia de una época –pasada, el
Risorgimiento- cargada de esperanzas en Pequeño mundo antiguo.

En España, a la muerte del rey Alfonso XII (1885), empieza la regencia de María
Cristina. El pacto de El Pardo entre el conservador Cánovas y el liberal Sagasta permite
algunas reformas, como la concesión de la libertad de prensa y la apertura de nuevas
cortes. Empiezan los “incidentes” de Marruecos y el doble movimiento independentista
de Cuba y Filipinas.

Leopoldo Alas “Clarín” acaba de escribir La regenta (1885); Emilia Pardo Bazán,
Los pazos de Ulloa (1886) y Pérez Galdós, Fortunata y Jacinta (1887).

En esa época vuelve a España, después de numerosos viajes transatlánticos, Isaac


Albéniz; conoce a Felipe pedrell y compone La pavana capricho, dos Suites españolas,
tres Suites antiguas, Recuerdos de viaje (Leyenda, Rumores de la Caleta…), varias
canciones (Rimas de Gustavo Adolfo Bécquer). Viaja luego a Londres, donde compone
España: seis hojas de álbum, y a París, donde establece una relación de amistad y
mutua admiración con Fauré, Dukas y Debussy.

Mientras, Granados vuelve de París a Cataluña para dar su primer concierto y


colaborar luego con prestigiosos músicos; acompaña al violinista y compositor Joan
Manén, toca con Saint-Saëns o en trio con Jacques Thibaud y Pau Casals, y empieza a
componer la feliz serie de Danzas españolas.
Los futuros compositores de zarzuela se erigen en los representantes de la música
erudita española: Tomás Bretón había estrenado su Fantasía morisca, y Ruperto Chapí,
en 1889, Los gnomos de la Alhambra, una obra que, según el eminente erudito Adolfo
Salazar, “denunciaba el género de salón en el cual había obtenido tantos éxitos fáciles la
musa abundante de Isaac Albéniz”.
Antología.

Divagación sobre el tema.


EL CUERPO SIMBOLISTA.

1900-1905: Los colores del piano (introducción)

Quienes gusten de las revoluciones suaves encontrarán apasionantes los cinco


primeros años del siglo XX: es una corta época de transición entre el siglo XIX que no
acaba de morir y los futuros movimientos estéticos, fauvismo, cubismo, futurismo, que
rompen con el pasado y anuncian el siglo XX.

Se trata, en efecto, de una curiosa etapa de reflexión, tal vez la única en la historia
de la música, durante la cual los más importantes compositores han firmado una corta
paz: reflexionan sobre el pasado, lo aceptan, y quien más quien menos hace, sin
embargo, una música nueva. La sombra de los antepasados directos, Brahms, Bruckner,
Chaikosvki, Verdi, es larga; su herencia, fructífera. Y todos la aceptan, sea cual sea su
cultura, su generación: Dvorák tiene alrededor de sesenta años, Grieg y Rimski
Korsakov, cincuenta; Janácek, Strauss y Sibelius, treinta; mientras Rachmaninov,
Scriabin y Schoenberg son todabia veinteañeros.

Rachmaninov vuelve a visitar los preludios de Chopin en unas obras efímeras, en


mediatinta, sacudidas por pulsiones irregulares, mientras Scriabin, su exacto
contemporaneo, partiendo tambien de Chopin, lleva su escritura hasta las últimas
consecuencias, un fantástico caso.

Debussy evoca los mundos lejanos de la infancia, de los países exóticos como
China o España, bajo la luz de una nueva armonía. Janácek procede a la inversa y
obtiene el mismo resultado: describe un acontecimiento contemporáneo con un lenguaje
musical inventado a partir del lenguaje ablado.
Las Piezas líricas de Grieg, participan de la misma reflexión: la primera, Érase
una vez, habla tierna y tristemente del mundo de ayer; la segunda, El duendecillo,
introduce disonancias insolentes, pero no aterradoras, y la tercera contiene dos mundos
musicales antagónicos: el tonal y el atonal. Esta Pieza se llama sugestivamente, Se fue
(In memoriam): ¿quién o qué?, ¿la tonalidad?

(Historia y cultura)

El siglo XX empieza sonando: es como un último intento de conciliar lo


inconciliable, de impedir la catástrofe que se avecina.

Los hombres intentan corregir el curso de la historia. Para luchar contra la


industrialización galopante en países como Inglaterra y Estados Unidos, para suprimir la
oposición entre ciudad y campo, los urbanistas (y los hombres de negocios) utópicos
inventan la ciudad-jardin: generalmente destinadas a albergar familias de trabajadores…

Los hombres intentan corregir el curso de la historia y reflexionan sobre sus


excesos: a las líneas vehementes, torturadas, de las esculturas de Rodin, el nuevo siglo
prefiere el mundo más curvo y liso de Maillol, más fantasioso de Guimard, más efímero
e impresionista de Medardo Rosso.

Cada artista refleja en su obra esta peculiar evolución; Edgard Munich ha


abandonado las tonalidades violentas y sordas de El grito o Los celos, su paleta se
vuelve más brillante, ligera, móvil; sus cuadros se convierten en audaces esbozos, como
Danza en la ribera, por ejemplo. (introducir imagen de este cuadro)

Se percibe ese mismo fenómeno entre los escritores: en Un sueño, Strindberg ha


renunciado al naturalismo exacerbado por humanismo apaciguado, aunque sin
compasión: la hija de Indra contempla la Tierra, nuestro mundo miserable y cruel, el
odio entre las parejas, la soledad del individuo. Visen, compatriota y amigo de Grieg,
sigue el mismo camino: cansado o descorazonado, abandona la intransigencia radical de
su juventud por un sentimiento de piedad mística y pesimista. En su última obra
Cuando despertemos de entre los muertos Ibsen pregunta: “¿Qué veremos?” y se
contesta: “¡Que no hemos vivido nunca!”.
Sueñan también los compositores; Schoenber escoge la oscuridad cómplice de la
Noche transfigurada; Charles Ives, la luz extraña de la Noche de calcio; Debussi, el
misterio de los Nocturnos.

¡Tantos sueños! ¿Sueños de un pasado, de un futuro? En 1899 Sigmun Freud


publica La interpretación de los sueños; tres años más tarde una muger que iba a ser su
alumna, Lou Andreas-Salomé, resume la peculiar luz de este siglo naciente en La zona
crepuscular.

Lou Andreas-Salomé, como George Sand o Alma Mahler, es uno de estos


personajes extraordinarios capaces de concretar en su propia vida toda una época:
magnífica y reputada escritora, frecuentó la elite intelectual europea, desde Knut
Hamrun, el autor de El hambre (bello como un dios griego, dijo ella) hasta Franz
Wedekind que la retrató en Lulu. Puente entre dos siglos, antes de ser la interlocutora
privilegiada de Freud, y una de las primeras mujeres psicoanalistas, Lou fue el gran
amor de Nietzsche: “O se casa con esta chica”, dijo la madre de Nietzsche, “o se mata, o
se vuelve loco”. (Ni se casó, ni se mató).

Existía paralelamente un fuerte movimiento simbolista, místico, representado por


Viacheslav Ivanov, el autor solemne de Estrellas pilotos y el joven Konstantin Balmot,
de estilo más occidental; los títulos de sus poemas revelan sus bellos propósitos:
Seamos como el sol, Nada más que el amor. André Biela, con veinte flamantes años,
pertenecía a la elite intelectual de Moscú: su primer libro, Segunda sinfonía dramática,
tenía, según él, tres sentidos: un sentido musical, un sentido satírico, un sentido
filosófico-religioso. La vida como un sueño mezcla de incoherencia y absurdo.

Estos tres escritores tuvieron una gran influencia sobre los jóvenes compositores:
Scriabin, en particular, encontró así una vía que le permitía escapar tanto al yugo
estético alemán como al nacionalismo del grupo de los Cinco; no utiliza temas
propiamente dicho, sino células que se unen como átomos o según un procedimiento de
“metamorfosis mística” que venía de una nueva creencia o religión. En la época de su
Quinta sonata, Scriabin estaba influido por Helena Blavatski: esta peculiar mujer rusa
había fundado en la India en 1875 una sociedad teosófica que mezclaba elementos de la
cábala, misticismo cristiano, espiritismo e hinduismo para que el hombre pudiera
realizar su naturaleza divina. Y para Scriabin, la música era un elemento más para
alcanzar esa meta: la correspondencia entre color, perfume y sonido, patente en la
mezcla de las velas, el incienso y la música religiosa ortodoxa, era una preocupación
que compartían varios compositores rusos. Aunque no lo utilizara tan radicalmente
como Scriabin, Rimski-Korsakov había propuesto una lista de asociaciones entre
tonalidades y colores. Las listas de ambos compositores difieren en algunos momentos
(el do era blanco para Rimski y rojo para Scriabin; el la, rosa y verde), pero coinciden
generalmente: malva el re, azul el mi, gris el mi bemol. Uno de los primeros intentos de
Scriabin fue Prometeo o el Poema del fuego para gran orquesta, órgano, piano, coro
mixto a boca chiusa (boca cerrada) y teclado de luz. Para el estreno, dirigido por
Serguéi Kusevitzki, el teclado de luz, inventado por el inglés Rimington en 1895, no
funcionó; el estreno de la obra íntegra tuvo lugar en Nueva Cork en 1915. El compositor
se identificaba con su héroe:

“¡Soy Dios!
No soy nada, soy un juego ,soy la libertad, la vida.
Soy una frontera, soy la voluptuosidad.
Soy la pasión que consume y devora todo.
Soy el incendio que envolvió el universo y lo precipitó en el caos.”

Esta modesta propuesta explica la trayectoria –imaginaria- de Scriabin: su obra


tenía que culminar con un festival para todo el género humano en un lago de la India:
todas las artes, incluidas las amatorias, reunidas durante siete días provocarían la
desmaterialización del mundo. “Todo lo que existe, existe solamente en mi conciencia”.

Esta teoría abrió insospechadamente nuevos horizontes a los artistas; provocó en


Kandinski una reflexión que lo llevó hasta el arte abstracto. Con ocasión de la
exposición impresionista de Moscú, contemplando una serie de cuadros de Monet, el
pintor notaba “cómo el objeto, de una manera sorda, faltaba en esa obra. Supe desde
entonces que los objetos dañaban mi pintura. Un abismo aterrador se abría ante mí,
mientras, a la vez, se me ofrecía una cantidad de posibilidades y varias preguntas
cargadas de responsabilidad; la más importante era: ¿qué hacer con el objeto?”.
La teosofía tuvo adeptos también fuera de Rusia: Erik Satie pertenecía a una
cofradía afín, la Rosacruz, que de cierta manera le permitió borrar todo el saber musical
y desarrollar un lenguaje completamente nuevo a pesar de su tono arcaizante. Conectaba
con el movimiento de los pintores nabís. Su teórico, Maurice Denis, definía este nuevo
tradicionalismo: “Antes de ser un caballo de batalla, una mujer desnuda o una anécdota
cualquiera, el cuadro es esencialmente una superficie de colores conjuntados en cierto
orden”.
¿Saber o no saber? Ésa es la cuestión.

La pintura no es muy difícil


cuando no se sabe…
Pero cuando se sabe…
¡oh! ¡entonces… es otra cosa!
(Degas)

En esta época el viejo y sabio Cézanne pintaba los Tres cráneos, el Castillo negro,
el Retrato de Vallier, cuadros ahogados en penumbras malvas y marrones; era
reconocido como el padre de la pintura moderna, y el padre de las futuras rupturas
cubistas y abstractas. Gauguin, un exnabí, apuntaba todavía mas lejos en sus reflexiones
sobre el saber y el no saber: “Los artistas, al haber perdido completamente su salvajismo
y no tener ya ningún instinto ni imaginación alguna, se han extraviado por todos los
senderos en busca de elementos productores que ellos eran incapaces de crear; y, en
consecuencia, únicamente actúan en masas desordenadas, se sienten perezosos y como
perdidos cuando están solos. De ahí que no sea prudente aconsejar la soledad a todo el
mundo, ya que es preciso ser muy fuerte para soportarla y actuar solo. Todo lo qque he
aprendido de los demás me ha estorbado. Por eso puedo afirmar: nadie me ha enseñado
nada. ¡Claro que sé muy poco! Pero prefiero este poco que es verdaderamente mío. Y
quien sabe tan pocas cosas, ¿no se convertirá quizás, utilizado por otros, en algo muy
grande? Renoir es un pintor que nunca ha sabido dibujar, pero que dibuja muy bien. En
la obra de Renoir, nada está en su sitio: no busques la línea, ni existe; como por arte de
magia, resultan suficientemente elocuentes una mancha de color o la caria de una suave
luz. Divino Renoir que no sabe dibujar. Renoir libera el color de su dependencia del
dibujo”.
La revolución suave, el paso delicado entre los dos siglos, se refleja también en
Monet: mientras decía “hago una pintura realista”, los objetos y las formas que pintaba
(su serie de las orillas del Támesis, las Ninfeas) se desintegraban en vibrantes masas de
colores hasta alcanzar la no-figuración. Era como si todo tuviera que coexistir, el siglo
pasado y el siglo nuevo, el saber y el no saber.

Debussy defiende la misma posición con ocasión de una viva discursión con su
antiguo maestro, Ernest Guiraud:

-Guiraud: Lo que usted hace es muy bello, lo reconozco, pero teóricamente


absurdo.
-Debussy: Me importa un bledo. No hay teoría; basta con escuchar. El placer es
la regla. La música no se aprende.
-¡Vamos, caballero, olvida que pasó diez años en el conservatorio!
-Si, claro, estoy diciendo una tontería. No sé conciliar todo esto. Es verdad que
me siento libre porque he estudiado, y puedo escapar de las formas tradicionales
únicamente porque me las sé.

Mallarmé y Verlaine, muertos, siguen viviendo en las melodías de Debussy, Fauré,


Ravel. Los escritores vivos han abandonado, como en el resto de Europa, sus actitudes
exacerbadas: Pierre Louÿs, después del escándalo provocado por Las canciones de
Bilitis (puesta en música por Debussy) y el pesimismo de La mujer y el pelele, escribe
una fantasía galante al estilo del siglo XVIII, El rey Pausole. El paladín de la
decadencia, del demonismo y de la sensualidad, Joris-Karl Huysmans, acaba
convirtiéndose al cristianismo (La catedral, El Oblat). Con la publicación de su novela
El inmoralista, Gide abandona por un tiempo el ideal individualista de Los alimentos
terrestres que incendió a la juventud de fin de siglo. No renuncia, sin embargo, a su
papel (“inquietar, ése es mi papel”) mientras se entrega a reflexiones filosóficas en
Prometeo mal encadenado. Más rompedor, Ubu rey, texto de un artista todavía
adolescente, Alfred Jarry, describía las aventuras de un miembro de la Compañía de
Jesús y antiguo rey de Polonia. Entre estos dos extremos, Maeterlinck, creador de un
universo melancólico, misterioso y fatal, representaba el ideal poético, en lengua
francesa por lo menos. Debussy y Satie compitieron por los derechos de su obra Pelléas
et Mélisande.
La buena relación entre los artistas no refleja la situación política europea, salvo
en el imperio austro-húngaro, donde reinaba el malestar generalizado. Viena reconocía
el talento de Mahler como director, pero no como compositor; Schoenberg iba de
fracaso en fracaso con los primeros Lieder de 1900, los Gurrelieder o La Noche
transfigurada. Los pintores modernos, encabezados por Klimt, empiezan una lucha
contra el arte burgués y fundan la Secesión. El frágil equilibrio conseguido después de
la implantación del bilingüismo en Bohemia y Moravia no impide las protestas obreras
y el consiguiente baño de sangre. A los checos que quieren hablar en checo, el Imperio
contesta en alemán, a bayoneta calada. Janácek protesta con el programa de su Sonata
1905 relatando la muerte de un joven obrero. El compositor inventa una original técnica
musical basada en el lenguaje hablado: los temas o motivos musicales derivan de la
palabra hablada con gran libertad armónica y rítmica, influenciado, claro está, por la
música checa: “Las curvas melódicas del lenguaje son una expresión del organismo
completo y de todas las frases de sus actividades espirituales. Demuestra si el hombre es
estúpido o inteligente, dormido o despierto, cansado o alerta. El arte de la estructura
dramática consiste en saber componer una curva melódica que, como si fuera por arte
de magia, nos revelará inmediatamente a un ser humano en fase definida de su
existencia”.
1905-1913: Los colores de la orquesta. (introducción)

Un perro verde, y sin embargo bien vivo, en los cuadros de Gauguin. La


naturaleza ha dejado de regir la pintura; y cuando sigue siendo el tema del cuadro, el
pintor toma tales –y tan libres– distancias que llega hasta los confines de la abstracción.

La naturaleza en música era la forma sonata con sus dos temas, su desarrollo, su
reexposición, su coda: un yugo que los teóricos académicos intentaban colocar a artistas
libres como Haydn, Mozart o Beethoven; un fantasma que acechaba en los poemas
sinfónicos de los románticos; un mal recuerdo en las obras cíclicas de los simbolistas.
Al inicio del siglo XX, Debussy rechaza la reproducción más o menos exacta de la
naturaleza para encontrar las misteriosas correspondencias entre naturaleza e
imaginación. Schoenberg no tiene otros criterios que su propio sentido del equilibrio y
su propia fe en la infalibilidad de sus conceptos musicales. Los compositores abandonan
las formas inadecuadas para bucear en el interior de la orquesta, en su color, en sus
timbres; se pasean cerca del mar o por la ciudad, cerrando los ojos, desplegando sus
orejas. Rachmaninov pinta el agua y la roca con peculiares sordinas dignas del jungle
style inventado luego por Duke Ellinton; Charles Ives quita las sordinas para que brille
el ragtime mezclado con el ritmo caribe en la noche de Nueva Yorck; Debussy pinta el
mar, su movimiento, su color, su olor casi; y mientras Webern graba unos punzantes
aforismos, Schoenberg establece las bases de un nuevo lenguaje, la melodía de timbres
y colores o Klangfarben.

Las correspondencias entre sonido y luz o color era un asunto que apasionó a los
compositores místicos dese el siglo XVIII, con el padre Castel y su clavecín ocular,
hasta el siglo XX, con los Colores de la ciudad celeste de Olivier Messiaen y el “teclado
de luces” en el prometeo de Scriabin. Pero no se trata aquí de visualizar un amarillo en
el agudo de la flauta o un azul en el trino de un violonchelo, sino de algo más abstracto,
descrito en 1910 por un pintor amigo de Schoenberg, Vasili Kandinski:
“Luchas entre sonidos, equilibrio perdido, principios negados, repentinos redobles
de tambores, grandes preguntas, aspiraciones sin metas claras, impulsiones
aparentemente incoherentes, cadenas quebradas, lazos rotos y reanudados en uno solo,
contrastes y contradicciones: ésta es nuestra armonía.”
Historia y cultura.
En los catorce primeros años del siglo se sentaron las bases de toda una centuria.
Prevalecía como en pocas épocas un espíritu de puesta en cuestión de los valores
tradicionales, de aventura, y una creciente necesidad de reflejar esos cambios en la
pintura, la música, la literatura, la moda, la ciencia. Florecieron las primeras
vanguardias artísticas, las nuevas ideas políticas

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