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LA SOCIEDAD DE CONSUMO

Perspectiva bíblica

RENÉ PADILLA

El mundo hoy. El dato dominante del mundo moderno es el crecimiento


acelerado de un nuevo tipo de sociedad —la sociedad de consumo— en la cual
ha culminado la revolución tecnológica que se inició en el siglo XVIII. El
fenómeno de las migraciones internas es cómplice del aumento vertiginoso, en
todo el mundo, de una civilización urbana cuyo rasgo sobresaliente es la
absolutización de los productos de la tecnología. Prácticamente toda la
humanidad hoy participa en la vida de la ciudad. Como ha señalado Jacques
Ellul, «estamos en la ciudad aunque vivamos en el campo, puesto que hoy el
campo (y pronto esto se aplicará inclusive a la inmensa estepa asiática) es solo
un anexo de la ciudad». Su afirmación no apunta solamente a un hecho que
puede verificarse estadísticamente, a saber, la tremenda expansión demográfica
de los centros urbanos: constituye también una percepción del carácter global
de la «mentalidad de consumo» que caracteriza a la sociedad urbana, tanto en
países desarrollados como en países subdesarrollados.
La sociedad de consumo es un engendro de la técnica y el capitalismo. La
propiedad privada, que en la sociedad pre-industrial había servido para dar
seguridad a la gente común, dejó de cumplir una función social y se transformó
en un derecho absoluto. Surgieron las grandes industrias capitalistas. La
consigna sería el aumento constante de la producción, aunque buena parte de
ésta consistiera en trivialidades —«artículos que, aunque sean reconocidos
como parte del ingreso nacional, no debían haberse producido hasta que se
hayan producido otros artículos en abundancia suficiente o no debían haberse
producido nunca». Toda otra actividad que no incidiera directamente en el
desarrollo industrial sería relegada a un plano inferior. Las relaciones laborales
estarían regidas [en muchos casos] por el principio de la conveniencia personal
de los propietarios de la industria, para quienes la propiedad sería un medio de
enriquecimiento propio, no un instrumento de servicio a la sociedad. Los
medios masivos de comunicación (especialmente la radio y la televisión) en
muchas instancias se prestarían para condicionar a los consumidores a un estilo
de vida en que se trabaja para ganar, se gana para comprar y se compra para
valer. Como ha demostrado Jaques Ellul, «el estilo de vida es formado por la
publicidad». La publicidad fácilmente llega a ser un instrumento que está
controlada por gente cuyos intereses económicos están ligados al aumento de la
producción y éste a su vez, depende de un consumo que solo es posible en una
sociedad en la cual vivir, es poseer. La técnica [en manos de gente sin
escrúpulos] se pone así al servicio del capital para imponer la ideología del
consumo.
Los analistas de la sociedad contemporánea en general, consideran que en
los países desarrollados se está viviendo en la transición entre la primera y la
segunda revolución técnica. Si en la primera, la energía del hombre fue
reemplazada por la energía mecánica, en la segunda, el pensamiento de las
máquinas está reemplazando el pensamiento humano. Se está iniciando la era
de la automatización y la cibernética. Como nunca antes existen los recursos
técnicos para poner fin a uno de los más agudos problemas que acucian a las
masas en las tres cuartas partes del mundo: el hambre. Sin embargo, en algunas
instancias la técnica ha mantenido sus ataduras con intereses económicos de
una minoría, que permanece ajena a la miseria de los «desheredados de la
tierra». Han surgido grandes empresas multinacionales, cuya expansión
económica es tal vez el factor más importante en la exportación de la ideología
del consumo al Tercer Mundo. Al industrializarse nuestro mundo, los centros
urbanos no solo sirven como base de operaciones para todas las grandes
industrias: su propia existencia depende de la sistematización, de la
organización de toda la vida, en función de la producción y el consumo. Por eso
la ciudad poco a poco va metiendo a todos los hombres en un molde
materialista, un molde que absolutiza las cosas porque son símbolos del status,
un molde que deja poco lugar para cuestiones relativas al sentido del trabajo o
el propósito de la vida.
El sistema industrial actual está al servicio del capital, no del hombre. En
consecuencia, convierte a éste en un ser unidimensional —un tornillo de una
gran maquinaria que funciona según las leyes de la oferta y la demanda—. Es
una de las causas principales de la contaminación ambiental y si no es
controlada por leyes justas, crea una inmensa brecha entre los que tienen y los
que no tienen, a nivel nacional y entre los países ricos y los países pobres, a
nivel internacional. Esta brecha crece continuamente. Pese a los avances
tecnológicos y una expansión industrial que no tiene precedentes en la historia
humana, hoy el mundo subdesarrollado está más lejos que nunca de la solución
a sus problemas. La era de la tecnología que dio a luz la liberación de la energía
atómica e inició la conquista del espacio es también, paradójicamente, la era del
hambre. Las naciones ricas en general se niegan a reconocer la relación que hay
entre su propio desarrollo económico y el subdesarrollo de las naciones pobres.
Y los organismos internacionales, como la FAO, se ven atados de manos, por la
falta de mecanismos para exigir la colaboración de los grandes países
industrializados. Esto es debido a que, como ha afirmado Josué de Castro, «la
doctrina oficial de las grandes potencias occidentales es muy limitada y se halla
dominada por preocupaciones egoístas y de inspiración netamente
colonialista». La avaricia está en el cimiento mismo del sistema económico que
ha engendrado la sociedad de consumo.
Pero la ideología del consumo se ha impuesto en el mundo moderno,
inclusive en lugares donde reina la miseria. Los medios masivos de
comunicación se encargan de difundir, tanto en los barrios altos, como en los
cinturones de pobreza de los grandes centros urbanos la imagen de felicidad, el
homo consumens. El resultado es que el mundo entero se va transformando en
una «aldea global» que encuentra en el consumo su principio de unidad.
Aunque en los países subdesarrollados, lo que se consume efectivamente sea
mucho menos que en los desarrollados, prima la mentalidad que concede a los
productos de la industria un lugar preferencial. La obsesión de los ricos es lo
que acertadamente Josué de Castro ha calificado como «consumo ostentoso»: el
«consumo de artículos de lujo, importados, de poca o ninguna utilidad para el
desarrollo económico y social de la colectividad y que perjudica
sustancialmente la marcha de la propia economía».
Por otra parte, la ambición de los pobres es el ascenso social para alcanzar
un nivel que les permita no solo la satisfacción de las necesidades más
elementales (alimento, vestido y vivienda), sino la adquisición de productos
publicitados que se constituyen en símbolos de status (especialmente el
automóvil y los implementos eléctricos). Lo que se ha dado en llamar «la
revolución de las expectativas crecientes» es un valor ambiguo: expresa la
búsqueda de respeto por la dignidad humana, por parte de los que viven en la
indigencia, pero refleja también el condicionamiento a que éstos, están sujetos
por los medios masivos de comunicación con su homo consumens como la
imagen del hombre ideal.

Estructuras de opresión y realismo bíblico. Detrás del materialismo que


caracteriza a la sociedad de consumo yacen los poderes de destrucción a que
hace referencia el Nuevo Testamento. El apóstol Pablo en particular, discernió
que los principados y potestades del mal, estaban atrincherados en estructuras
ideológicas que oprimían a los hombres. Este, no es el lugar para la elaboración
del tema, pero las dos siguientes observaciones en cuanto al concepto paulino
de la relación entre el «mundo» (en su acepción negativa) y los poderes
demoníacos son pertinentes:

1. El mundo es un sistema en que el mal está organizado contra Dios. Lo que


le da ese carácter, sin embargo, es su conexión con Satanás y sus huestes.
Satanás es «el dios de este mundo» (2 Co 4.4); sus huestes son «los que
gobiernan este mundo» (1 Co 2.6); «los que tienen mando, autoridad,
dominio sobre este mundo oscuro» (Ef 6.12), «los rudimentos del mundo»
(Gl 4.3; Col 2.8). Esta visión apocalíptica del mundo que permea el Nuevo
Testamento y apunta a la dimensión cósmica tanto del pecado, como de la
redención cristiana, ofrece un telón de fondo aparte del cual no se puede
entender debidamente la obra de Jesucristo.

2. Los poderes demoníacos esclavizan al hombre en el mundo, por medio de


estructuras y sistemas que él absolutiza. En un importante artículo sobre «la
Ley y este mundo», Bo Reicke ha demostrado que la advertencia que el
apóstol Pablo hace a sus lectores en Gálatas 4.8ss. no es meramente contra
el legalismo, sino contra el retorno a la esclavitud a poderes espirituales.
Poderes que ejercen dominio sobre los hombres, por medio de la religión
organizada, contra el retorno a dioses que en su naturaleza esencial, son no-
dioses. Esta interpretación concuerda con la mejor lectura de 1 Corintios
10.20, donde la idea no es que los sacrificios paganos son ofrecidos a los
demonios «y no a Dios» (Reina-Valera), sino que son ofrecidos a los
demonios y «lo que es no-Dios». En palabras del comentarista C. K. Barrett,
para Pablo la idolatría «era mala principalmente, porque robaba al Dios
verdadero la gloria que le correspondía a Él solo... pero era mala también
porque significaba que el hombre, envuelto en un acto espiritual y
dirigiendo su adoración a algo que no era el Dios verdadero, era conducido
a una relación íntima con poderes espirituales, inferiores y malos». La
misma estrecha relación entre los poderes demoníacos y la absolutización
idolátrica de un sistema de manufacturación humana aparece de nuevo en
Colosenses 2.16ss. y no está lejos de las referencias a la sabiduría de este
siglo en los dos primeros capítulos de 1 Corintios. Hablar del mundo es
hablar de toda una estructura de opresión regida por los poderes de
destrucción, estructura que somete a los hombres a esclavitud por medio de
la idolatría.

De la teología a la sociología. La vigencia de los conceptos paulinos


[estudiados la semana pasada] es obvia, cuando se comprende el carácter
idolátrico y el poder de condicionamiento de la sociedad de consumo.
Traducido al lenguaje de la sociología moderna, el vocabulario del Apóstol
apunta a instituciones e ideologías que trascienden al individuo y condicionan
su pensamiento y estilo de vida. Tanto los que circunscriben la acción de los
poderes del mal al terreno del ocultismo, la posesión demoníaca y la astrología;
como los que consideran que las referencias neotestamentarias a estos poderes,
son una mera cáscara mitológica de la cual hay que extraer el mensaje bíblico;
terminan por reducir el mal a un problema personal y la redención cristiana a
una experiencia individual. Una mejor alternativa es aceptar el realismo de la
descripción bíblica y entender la situación del hombre en el mundo, en
términos de una esclavitud a un mundo espiritual, de la cual necesita ser
liberado. Como afirma A. M. Hunter, «no hay razón metafísica para que el
cosmos no contenga espíritus más altos que el hombre, espíritus que han hecho
del mal su bien, que desprecian a la raza humana y cuyas actividades son
coordinadas por un estratega principal.» En su rebelión contra Dios, el hombre
es esclavo de los ídolos del mundo por medio de los cuales actúan esos
poderes. Y os ídolos que hoy esclavizan al hombre son los ídolos de la sociedad
de consumo.
Tanto la técnica como el capital, pueden ponerse al servicio del bien o del
mal. De su unión que no reconoce ningún principio ético, ha surgido una
sociedad que absolutiza la prosperidad económica y el consecuente bienestar
material del homo consumens. La sociedad de consumo es la realidad social,
política y económica en la cual este mundo dominado por los poderes de
destrucción, toma forma hoy. El materialismo —la fe ciega en la técnica, la
indeclinable reverencia a la propiedad privada como un derecho absoluto, el
culto al aumento de la producción mediante el saqueo irresponsable de la
naturaleza, el desmesurado enriquecimiento de las grandes empresas a costa del
empobrecimiento de «los desheredados de la tierra», la fiebre del consumo, la
ostentación y la moda— ésta es la ideología que está destruyendo la raza
humana.

El evangelio, el mundo y la iglesia. En su condición histórica la iglesia está


empeñada en un conflicto contra los poderes del mal atrincherados en
estructuras ideológicas que deshumanizan al hombre, condicionándolo para que
relativice lo absoluto y absolutice lo relativo. En su confrontación con el
mundo tiene solo dos alternativas: a) limitar su acción al aspecto religioso de la
vida, satisfecha con un cristianismo que asimila los valores de la cultura y se
adapta al mundo, negando el Evangelio; b) concebirse como una comunidad
para la cual no hay más que un solo Dios, el Padre y un solo Señor, Jesucristo y
que consecuentemente entra en conflicto con el mundo.
El mundo como sistema del mal organizado contra Dios impone a los
hombres un estilo de vida que es una esclavitud a los principados y las
potestades espirituales. No puede tolerar la presencia de valores y criterios que
desafían su condicionamiento. Su influencia es tan sutil que puede percibirse
aún en relación con esa dimensión de la vida en la cual los hombres se creen
más libres: la religión.
El Evangelio es la buena noticia del triunfo de Jesucristo sobre los Poderes
del mal. El Salvador cuya muerte expió el pecado es también el Señor que «al
morir en la cruz, venció a las autoridades y poderes espirituales y los humilló
públicamente, llevándolos como prisioneros en su desfile victorioso.» (Col
2.15). Su salvación es liberación no solo de las consecuencias sino también del
poder del pecado. Tiene que ver tanto con la reconciliación del hombre con
Dios, como con una reestructuración total de la vida según el modelo del nuevo
hombre provisto en Jesucristo. En otras palabras, lo que el Evangelio ofrece no
es solo una experiencia religiosa, sino una nueva creación, un nuevo estilo de
vida bajo el dominio de Dios.
La Iglesia está llamada a encarnar el Reino de Dios en medio de los reinos
de este mundo. El Evangelio no le deja otra alternativa. La fidelidad al
Evangelio tiene como concomitante el conflicto con el mundo. ¿Cómo puede la
Iglesia resistir el condicionamiento del mundo sin que su resistencia la
envuelva en conflictos con los poderes de destrucción? Basta tomar en cuenta
el origen y la historia de la Iglesia para descartar toda posibilidad de que la
Iglesia pueda evitar el camino de la cruz: la Iglesia deriva su significado de su
conexión con Jesucristo, el Siervo Sufriente cuyo rechazo del establishment de
su tiempo lo llevó a la muerte. Según el apóstol Pablo, «los gobernantes de este
mundo» —las fuerzas del mal— fueron los que crucificaron al Señor (1 Co
2.6). A partir de entonces, el camino de la Iglesia está marcado por la cruz. Y
Martin Luther King tenía razón cuando decía que «si la Iglesia de Jesucristo ha
de recobrar su poder, su mensaje y su sonido de autenticidad, tendrá que
conformarse a las demandas del Evangelio exclusivamente».
El conflicto es inevitable cuando la Iglesia toma en serio el Evangelio. Esto
es tan cierto hoy en la sociedad de consumo como lo fue en el primer siglo.
Desde la perspectiva del Evangelio la cuestión no es que el hombre abra
espacio en su horario —un horario saturado de actividades seculares— para
«cumplir con Dios», para dedicar unas horas por semana a la religión y hacerse
así acreedor a la paz interior y la prosperidad material que la religión provee.
La cuestión es que sea liberado de la esclavitud a los poderes de destrucción e
integrado al propósito de Dios de colocar todas las cosas bajo el mando de
Jesucristo, a una nueva creación que se hace visible en la comunidad que
modela su vida en el Segundo Adán. Cuando, en su afán por evitar el conflicto,
la Iglesia se acomoda al espíritu de la época, pierde la dimensión profética de
su misión y se convierte en guardiana del statu quo. Es sal que ha perdido su
sabor. Y consecuentemente se hace acreedora a la crítica ejemplificada por las
palabras de Pierre Burton: «(La Iglesia) ha olvidado que el cristianismo
comenzó como una religión revolucionaria, cuyos seguidores adoptaron valores
enteramente distintos de aquellos que prevalecían en la sociedad en general.
Esos valores originales todavía están en conflicto con los de la sociedad
contemporánea. Sin embargo, la religión hoy se ha convertido en una fuerza tan
conservadora, como la fuerza con la cual los cristianos primitivos estaban en
conflicto.»
La sociedad de consumo ha impuesto un estilo de vida, que hace de la
propiedad privada, un derecho absoluto y coloca el dinero por encima del
hombre y la producción por encima de la naturaleza. Esta es la forma que hoy
toma «este mundo malo», el sistema en el cual la vida humana ha sido
organizada por los poderes de destrucción. El peligro de la mundanalidad es
éste: el peligro de un acomodamiento a las formas de este mundo malo, con
todo su materialismo, su obsesión por el éxito individual, su egoísmo
enceguecedor.
Jesucristo murió por nuestros pecados, para liberamos de este sistema de
alienación de Dios. Su encarnación y su cruz son las normas de la vida y la
misión de la Iglesia. Su victoria es la base de la esperanza en medio del
conflicto.
La exhortación paulina tiene tanta vigencia hoy como cuando se hizo
originalmente:

«Así que, hermanos míos, les ruego por la misericordia de Dios, que se entreguen
ustedes mismos como ofrenda viva, consagrada y agradable a Dios. Esto, es el
culto espiritual que deben ofrecer. No vivan ya de acuerdo con las reglas de este
mundo; al contrario, cambien de pensamientos, para que así, sea cambiada toda su
vida. Así llegarán a saber cuál es la voluntad de Dios, es decir, lo que es bueno, lo
que le agrada y lo que es perfecto» (Ro 12.1,2).

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