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Indice

MEDITACIONES PARA LOS DÍAS DE SUFRIMIENTO


Sobre el Autor
Meditaciones para los días de sufrimiento
A. La Cruz
1. ¿Aguantar o llevar la Cruz?
La cruz tiene sentido comunitario
Hay que mirar hacia el vecino
¿Cruces a la medida?
Multitud de cruces
2. La Cruz no está hecha para aguantarla
Negarse a sí mismo
Tomar su cruz
Seguir a Jesús
Una Biblia ambulante
3. ¿La Cruz, un yugo suave?
Cómo llevamos nuestro yugo
¿Cuál es el secreto?
Como Jesús
4. Tomar su Cruz
Jesús no quiso montón de gente
Tome su cruz
Niéguese a sí mismo
…Y sígame
El sufrimiento, ¿un regalo?
¿Estamos dispuestos?
5. Nuestras Cruces
La Cruz de Job
La cruz de Tobías
La cruz de San José
La cruz de la Virgen María
La cruz del Cirineo
La cruz del mal ladrón
La cruz del buen ladrón
La Cruz de Jesús
No podemos escoger
B. Los Valles de Sombra
6. Cuando somos zarandeados como Job
Los amigos de Job
Dios y el diablo

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El peligro del sufrimiento
El encuentro con Dios
El silencio de Dios
7. Cuando nos acosan las preocupaciones
El profeta Elías
Don Bosco
El método de San Pablo
La política de Dios
8. Cuando dan ganas de salir huyendo
Situación de peregrinos…
La tentación del evasionismo
9. Cuando parece que no alcanza el pan…
Una insignificante canasta
La famosa añadidura
Nada de lujos…
La tentación del Evasionismo
Dos preguntas
10. Cuando nos encontramos en un callejón sin salida
La indicación de Dios
Dios siempre está cerca
11. Cuando parece que nos vamos a hundir
Pregunta-reproche
El mar embravecido
La calma
Nada de aspavientos
12. Cuando pesa el Silencio de Dios
Identifica a Dios con el templo
¿Por qué se oculta Dios?
La religión del niño bien portado
Otro salmo parecido
13. Cuando no sabemos por qué Sufrimos
Paz y tribulación
Humanos y cristianos
Comemos del mismo fruto
Tenemos que ser podados
Necesitamos disciplina
Nada extraño…
C. Hay que Prepararse
14. Prepararse para el Gran Enigma
Los Apóstoles
Marta y María
La hora de Dios

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Los signos
¡Yo Soy!
¿Un Dios impasible?
Necrópolis
15. Prepararse para la Muerte
Algo efímero
Nuestra gran oportunidad
Diversas maneras de salir del mundo
Imagenes muy consoladoras
Hay que prepararse
16. Prepararse para la tribulación
La fortaleza de la oración
El Pan de la Palabra
El Pan de la Vida
Vivir en su presencia
Un refugio
Fabricando la propia Arca
17. Prepararse para ser Cirineos
Lloren con los que lloran
Nos necesitamos mutuamente
En oración junto al que sufre
Consolados para consolar
No es fácil dejarse ayudar

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P. Hugo Estrada s.d.b.

MEDITACIONES PARA LOS DÍAS DE


SUFRIMIENTO

EDICIONES SAN PABLO

GUATEMALA

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NIHIL OBSTAT

CON LICENCIA ECLESIASTICA

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Sobre el Autor
EL PADRE HUGO ESTRADA, s.d.b., es un sacerdote salesiano, egresado del Instituto Teológico Salesiano de
Guatemala. Obtuvo el título de Licenciado en Letras en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Tiene
programas por radio y televisión. Durante 18 años dirigió la revista internacional “Boletín Salesiano”.

Ha publicado 47 obras de tema religioso, cuyos títulos serán parte de esta colección.
Además de las obras de tema religioso, ha editado varias obras literarias: “Veneno
tropical” (narrativa), “Asimetría del alma” (poesía), “La poesía de Rafael Arévalo
Martínez” (crítica literaria), “Ya somos una gran ciudad” (poesía), “Por el ojo de la
cerradura” (cuentos), “Selección de mis poesías”, “Selección de mis cuentos” y “Poesía
para un mundo postmoderno”.

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Meditaciones para los días de sufrimiento
En MEDITACIONES PARA LOS DIAS DE SUFRIMIENTO, el P. Hugo Estrada
parte del hecho de que, muchas veces, la cruz se «aguanta» a regañadientes, y no se
«acepta», como Jesús exige a sus seguidores. En reflexiones profundas, el autor expone
cómo Jesús nos invita a «tomar» nuestra cruz en momentos en que parece que nos
encontramos en un callejón sin salida, o cuando creemos que nos vamos a hundir en el
mar embravecido de la tribulación.
El libro concluye con unas consideraciones acerca de cómo prepararnos para el
momento crucial de la muerte, y cómo convertirnos en cirineos para los que ya se doblan
por el peso de su cruz.

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A. La Cruz

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1. ¿Aguantar o llevar la Cruz?

Una de nuestras conversaciones favoritas consiste en quejarnos de nuestra


situación. No perdemos oportunidad de exhibir ante todos nuestros pesares, nuestras
tribulaciones. Llevamos una cruz, pero a la fuerza, no con gozo.
¿Se puede llevar “con gozo” la cruz? ¿No será masoquismo? En la sociedad en que
vivimos, se nos enseña a tenerle “horror” a la cruz, a todo lo que huela a sufrimiento, a
renuncia. Se hace propaganda de los mejores colchones para dormir plácidamente. De la
mejor almohada. De los zapatos más suaves. Vivimos en una sociedad hedonista que
busca el placer a cualquier costo. Se le tiene “horror” a la cruz, al sufrimiento, a la
renuncia.
San Pablo decía que él se “gloriaba en la cruz de Cristo” (Ga 6, 14). Gloriarse es
sentirse orgulloso de algo, satisfecho. Pablo se sentía satisfecho con la cruz que Jesús le
había ofrecido. Santiago dice: “Hermanos míos, ustedes deben tenerse por muy dichosos
cuando se vean sometidos a pruebas de toda clase. Pues ya saben que cuando su fe es
puesta a prueba, ustedes aprenden a soportar con fortaleza el sufrimiento. Pero
procuren que esa fortaleza los lleve a la perfección, a la madurez plena, sin que les
falte nada” (St 1, 2-3).
Tanto Pablo como Santiago habían intuido que el sufrimiento a la par de Jesús -la
cruz- los fortalecía en la fe, los llevaba a una mayor maduración espiritual y los convertía
en otros cristos para los demás.
Muy sugestivo el razonamiento que el escritor León Bloy hacía en el sufrimiento.
Meditaba en que Jesús, Pontífice, es decir constructor de puentes, le estaba dando a él la
oportunidad de ser también un “puente”, y que, por eso mismo, medía su capacidad de
resistencia como puente. Jesús nos convierte, a su lado, en otros pontífices,
constructores de puentes, sacerdotes, para ayudar a otros. El puente sirve para que otros
tengan acceso a un lugar. Como pueblo de sacerdotes, ayudamos a otros, como puentes,
para llegar a Jesús que es el único camino hacia Dios Padre.
Cuando Jesús nos advierte que para ser su discípulo hay que llevar la cruz, nos
indica una condición indispensable para llamarnos cristianos. Si aceptamos, nos convida a
tomar nuestra cruz, a probarle con los hechos nuestra capacidad de “ser puentes” para
otros. En el seguimiento de Jesús lo que cuenta no son las palabras, sino la práctica.
Todos, queramos o no, tenemos que llevar una cruz. Si la llevamos con gozo,
sentiremos menos el peso. Si la llevamos de mala gana y a regañadientes, nos va a pesar
mucho más. Lo que importa es saber llevar nuestra cruz, como Jesús nos indica.
A Gestas -el mal ladrón- la cruz que le impusieron no lo santificó, y la tuvo que

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levar lo mismo. Tal vez la cruz de Gestas, materialmente, pesaba más que la de Jesús.
Sin embargo, en lugar de salvarlo, sólo le sirvió para endurecerlo; ni siquiera pudo
descubrir quién era el que estaba a su lado, orando al Padre por él. Lo maldijo y murió
renegando.
Como es natural, Dimas se mostró reacio a la cruz que le impusieron. Renegó y
maldijo como Gestas. Cuando se vio abandonado de todos, cuando sintió que la muerte
estaba por llegar, se dirigió, a Jesús como su única salida. De Jesús aprendió a tomar su
cruz. Aceptó unirse al sufrimiento redentor de Jesús. A Dimas lo salvó la cruz.
Según la tradición, el Cirineo fue un cristiano distinguido en las primeras
comunidades. Lógicamente se indignó cuando lo obligaron a cargar con la cruz de un reo.
Cirineo descubrió quién era Jesús y se “gozó” en poderlo ayudar a llevar su cruz. La
Cruz le sirvió a Cirineo para santificarse.
Cuando Santiago y Juan se acercaron a Jesús para solicitar los primeros puestos en
el reino, Jesús les preguntó si se sentían preparados como para beber del mismo cáliz que
a él le tocaba beber. Ellos, sin dudar, dijeron que sí. No sabían todavía lo que era una
cruz.
La noche del Huerto de los Olivos, vieron aparecer la imagen de la cruz, y salieron
huyendo. Más tarde, van a aprender a “tomar“ la cruz; ya no le van a tener miedo. Por
eso Santiago llegó a escribir que había que “sentirse muy dichosos en el sufrimiento” (St
1, 2).

La cruz tiene sentido comunitario

La cruz no se puede llevar solitariamente. Hasta Jesús necesitó de un Cirineo. Nadie


puede creerse tan autosuficiente como para llevar solo la cruz. Nuestra cruz sólo la
podemos cargar acompañados de Jesús. Es él quien nos va abriendo camino y nos hace
de Cirineo cuando ya no aguantamos. Sin Jesús a nuestro lado, seríamos como los
filósofos estoicos que se habían convertido en “lavantadores” de pesas espirituales, en
exhibicionistas del sufrimiento.
Jesús no sólo nos convida a acompañarlo a llevar la cruz; también nos enseña cómo
debe llevarse la cruz para que sirva para nuestro bien y no para nuestra derrota.
La cruz también hay que llevarla junto a los demás. La cruz para Jesús tuvo sentido
redentor. Jesús llevó su cruz para que otros pudieran ser “rescatados”. Para nosotros la
cruz también debe tener un sentido de rescate. Uno de los que mejor expresó este
concepto fue San Pablo. El Apóstol escribió: “Completo en mi cuerpo lo que falta a los
padecimientos de Cristo por su Iglesia” (Col 1, 24). Pablo estaba seguro de que sus

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sufrimientos servían para formar parte del tesoro del Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia.
Cuando Pablo estaba en la prisión de Roma, les escribió a los filipenses
asegurándoles que estaba satisfecho en la cárcel, pues había venido para que muchos
perdieran el miedo de dar testimonio del Señor. Además, había logrado llevar el
Evangelio a muchas personas importantes del gobierno romano con los cuales le había
tocado relacionarse con motivo de su prisión. Pablo les aseguraba a los filipenses que el
seguir con vida o morir lo tenía sin cuidado. Si seguía viviendo, continuaría llevando el
Evangelio. Si moría, tendría una “ganancia”, pues se uniría para siempre con el Señor.
Por así decirlo, Pablo le había sabido “sacar jugo” a su cruz. Por eso decía: “Me glorío
en la cruz de Cristo” (Ga 6, 14).

Hay que mirar hacia el vecino

Cuando los niños se caen, comienzan a llorar y, a toda costa, quieren que todos se
enteren del razón que se hicieron. Con nuestro dolor, somos como los niños; queremos
exhibirlo en todas partes. Queremos que nos condecoren como grandes sufrientes. Otra
de nuestras manías es la de ir a buscar a alguien con quién desahogarnos.
Nuestra actitud de cristianos maduros debería llevarnos a buscar inmediatamente al
Señor; contarle nuestra pena. Jesús se nos mostraría en la cruz, vilipendiado, escupido,
solitario, cubierto de llagas. Se nos quitarían, entonces, las ganas de andar pregonando
nuestro dolor.
Los grandes santos -con sus enormes cruces- fueron muy pudorosos en lo que
respecta a su sufrimiento. Optaron por el silencio. Es que antes habían hablado con Jesús
y ya no necesitaban hablar con los hombres acerca de sus cruces.
Cuando nos invade la urgencia de ponernos a llorar en público, nos haría bien visitar
algún hospital, algún manicomio, algún orfanato. Nuestra calentura, digna de una
aspirina, no se puede comparar con el cáncer que está carcomiendo aquel enfermo que,
en silencio, está en su lecho de dolor. Si abriéramos un poco más nuestra ventana,
podríamos observar al mendigo que está escarbando en el bote de la basura para
encontrar, con ilusión, lo que otros desechan. Veríamos a la familia de la vecindad que
ese día no tiene nada para comer. ¡Y nosotros que nos quejamos porque carecemos de
cosas superfluas! ¿Qué tal que al vecino se le ocurriera proponernos intercambio de
cruces?

¿Cruces a la medida?

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Una condición indispensable para poderse llamar discípulos de Jesús es “tomar” la
propia cruz. Las más de las veces, “aguantamos” nuestra cruz, porque no queda otro
remedio; porque hay que continuar avanzando. Jesús no invitó a “aguantar” la cruz, sino
a “tomarla”.
Todo a nuestro alrededor nos convida a no “tomar” la cruz, a rehuirla. La
mentalidad del mundo es circundarnos de toda clase de placeres: buscarlos a cualquier
precio. Jesús nos anticipa que antes de poder tomar la cruz, hay que “negarse a sí
mismo”. Negarse a sí mismo equivale a decirnos no a nosotros para poder decirle sí al
Señor en lo que nos pide.
Ante nosotros se abren dos caminos: uno ancho y placentero; el otro, angosto y
difícil de transitar. Jesús anticipó que el camino ancho lleva a la perdición, y que el
estrecho lleva a la salvación (cfr. Mt 7, 13-14).
No es nada fácil escoger ante esa alternativa. Por lo general, nos inclinamos a ir por
el camino del mundo: por el camino del confort refinado, del egoísmo, de la ley del
menor esfuerzo. Cuando obramos así, le estamos diciendo no al Señor. Estamos
“aguantando” la cruz. La llevamos porque no podemos arrancarla de nuestros hombros.
El que voluntariamente ha “tomado” la cruz, no la lleva a rastras, sino que ha hecho
la opción de compartir con Jesús la cruz de la justicia, de la verdad, de la limpieza de
vida. Ha “tomado” su cruz el que se ha decidido a ir por la “puerta estrecha”, porque es
la única que lleva a la salvación.
Todos sufrimos. Todos cargamos con una cruz. Sólo unos pocos la han “tomado”
voluntariamente. Sólo ellos se pueden llamar verdaderamente discípulos del Señor.
Me gustó mucho lo que leí en un libro; el autor decía que Jesús fue un carpintero y
por eso había aprendido a fabricar los yugos a la medida, para que no les molestaran el
cuello a los bueyes; y que cuando Jesús invitaba a llevar su “yugo” nos está asegurando
que ese yugo está hecho a nuestra medida. Por el momento me pareció muy bien la idea.
Más tarde leí en otro libro, otro concepto que me pareció más ajustado a la realidad.
El autor aseguraba que la cruz nunca está hecha a la medida. A Jesús no le tomaron
medidas para hacerle su cruz. Le pusieron sobre su espalda unos ásperos y pesados
troncos y lo obligaron a caminar.
Nuestra cruz nunca puede estar hecha a la medida. La cruz, por eso, nunca se
adapta a nuestro hombro; por eso nos molesta tanto. La cruz que llevamos es siempre la
que nosotros no hubiéramos escogido. Como no sabemos calcular el peso de la cruz del
vecino, la juzgamos menos pesada que la nuestra. Alguna vez se nos revela la magnitud
del dolor ajeno, y nos quedamos boquiabiertos, meditando en que no seríamos capaces
de llevar semejante peso.

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Los zapatos, se hacen a la medida. Se habla de colchones ortopédicos, que se
adaptan a nuestro cuerpo. Se fabrican trajes a la medida. Jesús nos ofrece una cruz “no
hecha a nuestra medida”, pero que no es imposible de ser llevada. La cruz que el Señor
nos ofrece es la que “podemos” llevar; él conoce muy bien nuestra capacidad de aguante
y, por eso mismo, nos convida a llevar nuestra cruz, la que él nos escoge. Bien decía el
poeta Arévalo Martínez: “Es que sus manos sedeñas, hacen las cuentas cabales y no
mandan grandes males para las almas pequeñas”. La cruz “no hecha a nuestra medida”
es la que Jesús nos convida a llevar en su compañía.

Multitud de cruces

Las cruces se ven en todos lados. De todos los tipos, de todos los colores y tallas.
Mucho sentimentalismo se amontona alrededor de la cruz. Mucho aparato. Cruces
bellísimas, bien labradas, con adornos dorados; soldados romanos alrededor de la cruz:
muy educados, muy limpios. Jesús cubierto con una sábana olorosa. Jesús bien afeitado.
Todo lo contrario del viernes santo. La cruz de las procesiones no da miedo tomarla. Es
una cruz agradable. La cruz de Jesús es la terrible cruz que doblega, que hace tropezar y
caer varias veces. Esa cruz es la que la que le infundió pavor a Jesús; sudando sangre, le
pidió al Padre que lo librara de ella; pero el cáliz que dios le presentaba tuvo que beberlo
todo entero.
Jesús nos invita a preguntarnos si estamos “aguantando” nuestra cruz, o si ya nos
decidimos a “tomarla”. Jesús dice claramente: “Si el grano de trigo no muere no puede
producir fruto”. La cruz “tomada” nos ayuda para que muera definitivamente nuestro
hombre carnal, que nos impide ir por el camino de Jesús. La cruz bien llevada nos
convierte en Cirineos: nos santifica. La cruz de Jesús -la verdadera, no la de juguete- es
el test que se nos presenta para saber si, de veras, nos podemos llamar discípulos del
Señor.

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2. La Cruz no está hecha para aguantarla

Según los persas, el cuerpo de un criminal no debía tener ningún contacto con la
tierra para no contaminarla. Por eso lo apartaban del suelo y lo colgaban en una cruz.
Los romanos tomaron esta clase de suplicio de los persas. Entre el pueblo judío, uno que
muriera en una cruz era un “maldito” de Dios. Jesús escogió el camino de la cruz para la
salvación de la humanidad. El Evangelio describe a Jesús hablándoles a los apóstoles con
toda claridad acerca de la “necesidad” de ir a Jerusalén para someterse al suplicio de la
cruz.
La sutil tentación que el demonio le puso a Jesús, al principio de su misión pública,
fue que dejara a un lado el camino de la cruz y escogiera el “camino del poder” que Dios
le había concedido. Sin quererlo, Pedro se convirtió también en un “tentador” cuando,
indignado, se acercó a Jesús para disuadirlo de ir a Jerusalén para ser crucificado. En esta
oportunidad, Jesús llamó a Pedro “Satanás”, pues le estaba sirviendo de “tentador”. En
cada uno de nosotros hay un Pedro que busca, a toda costa, eludir el camino de la cruz.
Queremos un Jesús bueno, pero sin cruz. Un Jesús sin exigencias. Un Jesús que
solamente multiplique panes, pero que no nos exija seguirlo con una cruz a cuestas. Ese
cristianismo sin cruz, no es el que vino a predicar Jesús. Bien decía el escritor Julien
Green que “cristianismo sin cruz es fantasía de filósofos”.
Jesús fue muy tajante con los apóstoles que se indignaron porque Jesús determino ir
a Jerusalén para tomar su cruz. Les señaló que si pretendían ser sus discípulos,
necesitaban tres condiciones: negarse a sí mismos, tomar su cruz y seguirlo (cfr. Lc 9,
23). Jesús no los ilusionó con falsas promesas. Desde un principio les habló con claridad
acerca de la cruz. A los apóstoles les costó mucho llegar a captar la mentalidad de Jesús.
Porque lo amaban y admiraban, se quedaron con él a pesar de todo. Con el tiempo, y
con la ayuda del Espíritu Santo, que Jesús les envió, fueron comprendiendo, cada vez
más, el mensaje de la cruz, y vivieron a plenitud.

Negarse a sí mismo

El comentarista de la Biblia, Orígenes, escribe que cuando Jesús llamó Satanás a


Pedro, le quería decir: “Pedro, ponte atrás de mí, no quieras ser mi maestro”.
Esta actitud nuestra responde a la mentalidad mundana en que nos movemos. En
nuestro corazón resuenan, a la vez, dos voces: la voz del mundo que nos aconseja no
“reprimirnos” en nada, huir de toda renuncia, tenerle horror al sufrimiento. El mundo nos
anima a que dispongamos de la mejor cama, de los zapatos más cómodos, de todo el

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confort posible. La voz de Dios, dentro de nosotros, nos sugiere: “¿Por qué no visitas a
ese enfermo?”. “El dinero que vas a gastar en trivialidades, ¿por qué no lo entregas al
necesitado?” “En vez de ese codazo que te dieron ¿por qué no devuelves una sonrisa?
Negarse a sí mismo no consiste en privarnos de los valores humanos que nos hacen
ser más nosotros mismos. Negarse a sí mismo consiste en buscar que el “hombre viejo”,
que no ha muerto del todo en nosotros, se vaya extinguiendo cada día más. Nuestro
hombre viejo nos impulsa a ser más egoístas, rencorosos, sensuales. Cada vez que nos
negamos a nosotros mismos, permitimos que el “hombre nuevo”, la imagen de Jesús, se
caya identificando, más y más, en nosotros. Negarse a sí mismo no es “masoquismo”,
“represión”, sino liberación de la escoria, de lo que nos impide que la imagen de Dios en
nosotros sea más visible.

Tomar su cruz

Jesús no invita a “aguantar” la cruz; él habla de “tomar” la cruz. El ciclista toma con
cariño la bicicleta que lo llevará al triunfo. El escultor toma y mima el cincel con el que
labrará una obra de arte. Jesús voluntariamente “se adelantó” -así lo describe el
Evangelio- hacia su cruz. La tomó. Toda su vida supo que terminaría en una cruz. Desde
un principio se preparó para ese momento. Sabía que su cruz tenía sentido: implicaba la
salvación del mundo. Jesús no rehuyó su cruz: cuando “llegó la hora”, sin dilación, se
dirigió hacia Jerusalén para tomar su cruz.
La cruz significa todo aquello que se nos viene encima cuando determinamos ser
justos, rectos: le decimos sí a Dios, y no al mundo. Cuando terminamos vivir el Sermón
de la Montaña, ya sabemos que nos tocará llorar, ser perseguidos, ser señalados como
gente “non grata”. La cruz no hay necesidad de irla a buscar; viene sola cuando
determinamos ser gente de bien, seguidores del Señor.
Jesús habla de tomar “su cruz”. Es decir la propia. La que Dios con Sabiduría ha
puesto sobre nuestras espaldas. Jesús no pide llevar la cruz del vecino. Nos habla de
“nuestra” cruz. Cada uno lleva la cruz que dios le ha fabricado según sus posibilidades.
Ni más ni menos peso de la cuenta. Lo exacto.
Es normal que le tengamos “miedo a nuestra cruz”. Es lógico que nos sintamos
incompetentes. Pero es muy “de fe” que, con la ayuda de Dios, “nuestra cruz” es el
camino recto para nuestra salvación y la de muchas otras personas.
El profeta Jonás recibió de Dios el encargo de ir a predicar a la pérfida ciudad de
Nínive. El profeta rehusó tomar sobre su hombro esa pesada cruz. Comenzó a huir de
Dios. Todo le salió mal. Se rebelaron contra él todos: los hombres, el mar y su
conciencia. Terminó tragado por un gran pez que luego lo va a vomitar en la playa. Jonás

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no sintió paz en su corazón hasta que no se decidió a tomar “su cruz” y a seguir el
camino de Dios. En ese momento, sintió que iba por el camino correcto. Se dio cuenta
también que huyendo de su cruz solamente había encontrado conflictos internos y
externos.
Huir de “nuestra cruz” solamente nos lleva a la frustración; a saber que estamos
“out side”, fuera del lugar en donde está la bendición para nosotros. Rebelarse contra la
propia cruz solamente lleva a “dar coces contra el aguijón”. Eso hiere, lastima.
La única manera de no ser aplastados por el peso de nuestra cruz, es tomarla con
sentido de fe, como lo hizo Jesús.

Seguir a Jesús

Hay un juego de niños llamado “las estatuas”. El niño que dirige el juego hace una
mueca, a veces ridícula; el que desea continuar en el juego debe repetir el gesto y
permanecer como una estatua. Seguir a Jesús significa imitarlo. Aceptarlo
incondicionalmente. Decirle, como Pedro: “Señor, sólo tú tienes palabras de vida
eterna”.
Andrés y Juan eran discípulos de Juan Bautista; el profeta les había señalado a Jesús
y les había asegurado que él era “el Cordero de Dios que quitaba los pecados del
mundo”. Juan y Andrés comenzaron a observar a Jesús: el Señor, un día, al verlos que lo
seguían, les dio la clave para ser auténticos discípulos; les dijo: “Vengan a vivir conmigo”.
Seguir a Jesús no significa “ser admiradores” de Jesús, de su doctrina, de sus milagros.
Ser seguidores de Jesús quiere decir seguirlo en todo. Hacer lo que él diga. Acompañarlo
en días de triunfo como de fracaso. Aceptar los panes que él multiplica, pero también la
cruz que nos ofrece.
Al profeta Jeremías se le planteó el problema de seguir o dejar el camino que Dios le
indicaba. Lo enviaba a predicar con dureza a su pueblo. El profeta se sintió como
defraudado por la misión que Dios le encomendaba. Pero aceptó su cruz y dijo: “Tu
Palabra en mi interior se convierte en fuego que me devora; trato de contenerla, pero
no puedo” (Is 20, 9). El profeta comprendió que el camino de Dios es el único que se
puede seguir, si se desea su bendición y la paz interior.
Es frecuente encontrarse con personas que creen que seguir el camino de la cruz es
sinónimo de infelicidad. Es un error muy común. Y no hay nada tan fuera de la realidad
evangélica como identificar sufrimiento -cruz- con infelicidad. La buena noticia de Jesús,
su Evangelio, consiste precisamente en que, al “tomar su cruz”, la persona se sienta más
realizada y experimente el “gozo espiritual” que dios nos regala, y que el mundo promete
y no puede dar, porque el mundo no es el dueño de la alegría interior, que no es fruto del

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bienestar material, sino un regalo del Espíritu Santo. Tal vez sea éste un punto muy
oscuro para muchos. Tiene miedo de “tomar su cruz” porque creen que,
automáticamente, se convertirán en “seres infelices”. El Evangelio demuestra todo lo
contrario. La persona que acepta la cruz, que Jesús le ofrece, es una persona que reboza
alegría; que sabe que está cumpliendo una misión en la tierra y que cuenta con la
bendición del Señor. El libro de los Hechos se complace en recalcar que los apóstoles
salen gozosos de las cárceles en donde han sido torturados por el nombre del Señor. El
Evangelio es la buena noticia de los que “son bienaventurados”, aunque les toque llorar,
sufrir y ser perseguidos. Con razón el pueblo acuñó el dicho de que un “santo triste es un
triste santo”. El santo -el auténtico seguidor de Jesús- es alguien que se siente realizado,
que sabe que va por el camino correcto, que valora su sufrimiento como purificación de
tipo personal y como “un completar en el propio cuerpo lo que falta a la pasión de Jesús
por su Cuerpo que es la Iglesia” (Col 1, 24).
Seguir a Jesús y ser un individuo frustrado, infeliz, no es ningún Evangelio, ninguna
buena noticia. Seguir a Jesús con la propia cruz, y ser feliz al mismo tiempo, ésa es la
buena noticia que Jesús nos vino a traer y que muchos todavía creen que sea una
“utopía”.

Una Biblia ambulante

“Buenos Aires hoy” es el título de una obra de teatro. En una escena relevante, un
joven sale leyendo el Sermón de la Montaña. A su alrededor todos fornican, blasfeman,
roban, matan. Las palabras de la Biblia, que el joven lee a vez en cuello, molestan a los
vecinos. Todos determinan silencias aquella voz. Arremeten contra el muchacho y lo
crucifican contra la pared. Cada cristiano es una Biblia ambulante. Su voz molesta a los
hijos de las tinieblas; les estorba su sueño de fornicación, de violencia y de egoísmo. De
aquí que todo cristiano, debe aceptar que se seguidor de Jesús implica “tomar la cruz”.
Pedro creía que estaba en lo correcto cuando, acaloradamente, intentaba apartar a
Jesús de su cruz en Jerusalén. La mentalidad mundana, que nos atenaza, nos lleva
precisamente a pensar como Pedro: hay que huir de la cruz, del sufrimiento, de la
renuncia. Los slogans que se mastican públicamente, las revistas, los periódicos no son
buenos consejeros que nos alienten a “llevar nuestra cruz”. Son, más bien “satanases”
que intentan, por todos los medios, apartarnos de la “locura de la cruz”.
La oración, la Biblia, la meditación, nos llevan, en cambio, a escuchar la voz de
Jesús; nos animan a seguirlo; nos muestran la “nube de testigos” que, un día, se
decidieron a “tomar su cruz” y que fueron personas llenas de bondad, de gozo espiritual,
y muy útiles a la sociedad.

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Es posible que, como Jonás, busquemos eludir nuestra cruz. No habrá paz en
nuestros corazones. Abundarán los conflictos por todas partes; es porque allí no está la
bendición de dios. El joven rico se alejó con tristeza porque rehusó tomar la cruz que
Jesús le ofrecía. Nadie puede ser feliz hasta que, voluntariamente, acepte la cruz que
Jesús le ofrece como medio de realizarse en este mundo y de ser útil a sus hermanos, los
hombres,
Ser cristiano es ser una Biblia ambulante, que molesta los oídos de muchas
personas; pretender ser cristiano sin una cruz es la caricatura de un cristianismo muy de
moda, pero que no es el que Jesús nos vino a enseñar.

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3. ¿La Cruz, un yugo suave?

Una fábula antigua narra que Júpiter puso dos alforjas sobre los hombros de los
seres humanos. En la alforja de adelante van los defectos de los demás; por eso
continuamente los estamos criticando. En la alforja de la espalda llevamos los defectos
propios; por eso casi no los vemos.
Esta fábula la podríamos ampliar. Podríamos decir que en la alforja de adelante
llevamos nuestros “sufrimientos”, y en la de atrás, los sufrimientos de los otros. Por eso
concentramos la atención en nuestras propias tribulaciones, y nos olvidamos que junto a
nosotros hay personas con cruces más pesadas que la nuestra. Lo importante no es saber
que tenemos que sufrir, sino la manera cómo llevamos nuestra carga. El sufrimiento de
por sí no salva a nadie. Se puede llevar una carga muy pesada, pero ser al mismo tiempo,
una persona amargada. Esto no es liberador, no es ningún evangelio. No es “buena
noticia” el que una persona sufra mucho y, al mismo tiempo, sea infeliz.
Jesús nunca pretendió engañar a sus seguidores. Con toda claridad les dijo: “Así
como me persiguieron a mí, así también los perseguirán a ustedes”. A los que
intentaban ser sus discípulos les advirtió: “Si alguno quiere ser mi discípulo que tome su
cruz y que me siga”. San Pablo había comprendido a plenitud esta condición de
sufrientes de los seguidores de Jesús. Por eso escribió: “Es necesario que a través de
muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios” (Hch 14, 22). Nadie puede estar
eximido del sufrimiento mientras sea peregrino por este “Valle de lágrimas” que es la
tierra. Lo importante es no identificar sufrimiento con infelicidad. Jesús no vino a
proclamar el reino de los “infelices”, que llevaban una cruz, sino a darnos la “buena
noticia” de que se puede llevar una cruz muy pesada y, al mismo tiempo, estar con el
corazón rebosante de gozo. Jesús les exigió su cruz a sus seguidores, pero también
prometió hacerles de “Cirineo”. Les dijo: “Vengan a mí todos los que están agobiados y
cansados que yo los haré descansar. Acepten el yugo que yo les pongo, y aprendan de
mí que soy manso y humilde de corazón; así encontrarán descanso para sus almas.
Porque el yugo que les pongo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 28-30).
El yugo, la carga ya los tenemos. Lo que hay que preguntarse es por qué no hay paz
en nuestros corazones. Por qué no existe la serenidad en medio de la tribulación. La
respuesta, a la luz de las palabras de Jesús, es muy simple: porque no sabemos llevar el
yugo con “humildad y mansedumbre”.

Cómo llevamos nuestro yugo

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En tiempos de Jesús los maestros religiosos llamaban yugo a las leyes que les
exigían a sus seguidores. Jesús les hizo notar a los maestros de la ley que se les había
pasado la mano en las cargas que intentaban poner sobre los hombros de sus discípulos.
Se habían pasado de la raya. Habían llegado hasta la ridiculez de tener estipulados los
pasos que se podían dar el día sábado.
Cuando Jesús hablaba de su yugo, lo hacía para puntualizar que el yugo que nos
imponía estaba hecho a nuestra medida. Pero lo cierto es que el yugo siempre pesa,
siempre doblega, quita la libertad en alguna forma. No existe yugo que no cause
molestias. Lo típico de nuestro yugo es que siempre nos estorba, siempre le sobra o le
falta algo. Por eso pesa.
La gran verdad que Jesús nos señaló es que ese yugo, si se lleva como él indica,
puede llegar a ser un “yugo suave y una carga ligera”. El secreto, por tanto, está en saber
llevar el yugo como Jesús indica.
Son muchas las personas que llevan sus sufrimientos -su yugo- con rebeldía. Pasan
los años y todavía no han tenido que pasar. En su subconciencia le echan la culpa a
alguien. Ese Alguien no puede ser otro que Dios. No afirman, descaradamente, que le
echan la culpa a Dios, pero su rebeldía indica que no “han perdonado” a Dios por lo que
creen que les hizo.
Estas personas se vuelven amargadas. Y se encargan de amargarle la vida a los que
los rodean. Lord Byron y Walter Scott tuvieron en común un mismo defecto: los dos
eran cojos. Byron nunca aceptó su limitación física. Se llenó de amargura y se dedicó a
la disolución. El novelista Walter Scott era cristiano; supo aceptar su deficiencia. Byron le
escribió un día que daría toda su fama con tal de poder tener la felicidad que él reflejaba.
Son muchísimas las personas que alimentan en sus almas amargura por lo que les ha
sucedido. No han logrado “tomar su yugo”. Por eso mismo su yugo les sigue pesando
más de la cuenta.
Algunos hablan de llevar las penas de la vida con “resignación”. Este término, en el
fondo, no es nada cristiano. Se resigna la persona que ya no encuentra otra salida y, por
eso mismo, no tiene más que seguir adelante. Esta actitud desemboca en un frío
pesimismo. Esta no es la actitud que aconseja Jesús para llevar el propio yugo. Cuando
Simón Cirineo fue obligado a llevar la cruz de Jesús, al principio no tuvo más que
“resignarse”; no había escapatoria: delante de él estaba la lanza de un soldado romano
que lo amenazaba. Cirineo “se resignó”. Conforme fue avanzando con la cruz, junto a
Jesús, aquel hombre fue descubriendo su misión: se fue encontrando con Jesús y
entonces le encontró sentido a lo que estaba haciendo. Ya no se resignó, sino que
experimentó gusto en ayudar a aquel santo varón que le enseñó muchísimo, en pocos
momentos, acerca del valor del sufrimiento.
El Evangelio pone sumo cuidado en asegurar que Jesús “se adelantó” hacia su cruz.

21
Cuando llegó su hora, el mismo templó sus nervios y dijo: “Vamos a Jerusalén”. Sabía lo
que le esperaba en Jerusalén.
La anunciación del ángel a la Virgen María señala el momento en que se le pide a
María su consentimiento para ser la principal colaboradora del “Varón de Dolores”; la
que debía estar más cerca de la cruz de Jesús. A la Virgen María nadie la obligó a ser la
mujer de los siete puñales en su corazón. Ella, anticipadamente, había dicho: “Que se
haga en mí según su Palabra”.
Muy ilustrativo es el caso de San Pablo. El mismo nos comparte que tenía “una
espina” que lo humillaba. Según los estudiosos, esa espina pudo haber sido la epilepsia,
mal de ojo, o tartamudez. ¿Quién lo sabe? Lo cierto es que la “espina” de Pablo era una
limitación que le traía problemas. Era un yugo. Pablo cuenta que le suplicó a Dios que lo
librara de esa espina. Dios le contestó: “Te basta mi gracia” (2Co 12, 9). Pablo ya no
continuó pidiendo ser librado de su espina. Vio en esa yugo un plan de Dios para él. Para
que en medio de tantos dones espectaculares no se le subiera el orgullo a la cabeza.
Pablo escribió: “Me siento fuerte cuando soy débil” (2Co 12, 10). Pablo se sentía fuerte
en su debilidad porque contaba con el poder de Dios y no con su propio poder.
En el pensamiento cristiano, con el sufrimiento sucede lo mismo que con el limón.
Es agrio. Pero si su jugo se pone en agua y se le echa azúcar, se convierte en una sabrosa
limonada, que con un poco de hielo es algo delicioso en momentos de calor. El cristiano,
según Jesús, debe convertir en gozo su sufrimiento. Esa es la buena noticia de Jesús para
los que sienten que ya no pueden más con su yugo. Deben cambiar de actitud mental
hasta que ese “pesado” yugo se convierta en “suave yugo y carga ligera”.

¿Cuál es el secreto?

Jesús nos indica cuál es la manera de convertir el pesado yugo -según nosotros-, en
carga libera -según él-. Dice Jesús: “Tomen mi yugo sobre sus hombros, y aprendan de
mí que soy manso y humilde de corazón, y encontrarán descanso para sus almas” (Mt
11, 29). Aquí está la clave: hay que saber llevar el yugo con humildad y mansedumbre.
Pero ser humildes y mansos en una sociedad eminentemente engreída y altiva, no es
nada fácil.
Si alguien nos dijera que nos imaginemos a Jesús por un momento y que se lo
describamos, seguramente le describiríamos un Jesús esbelto, de ojos azules, de cabellera
rubia, vestido de blanca túnica. Ese es el Jesús que nos ha impuesto nuestra sociedad que
busca un Jesús triunfalista. ¡Pero los carpinteros -Jesús era carpintero-, en tiempos de
Jesús, no se presentaban de esa manera! Los contemporáneos de Jesús esperaban un
Mesías arrogante que vendría a aplastar a los enemigos de Israel. Se encontraron con un

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Jesús humilde que predicaba que hay que poner la otra mejilla al que nos hiere; que hay
que lavarles los pies a los demás; que se debe tomar la cruz. Eso no les agradó. Lo
rechazaron. Lo mismo nos puede suceder a nosotros. Vivimos en una sociedad orgullosa.
Las normas de Jesús no nos convienen, si queremos triunfar en la sociedad del orgullo.
Aquí está nuestra primera falla para poder llevar, como se debe, el yugo de Jesús.
También exige Jesús “mansedumbre” para poder llevar su “yugo”. De un caballo
afirmamos que es “manso” cuando ya no lanza coces a su amo. Somos mansos cuando
ya nos hemos dejado amansar por Dios. Cuando no nos rebelamos contra su plan para
nosotros. Cuando ya no pretendemos ponerlo en el banquillo de los acusados para pedirle
cuenta de su manera de proceder con respecto a nosotros.
Cuando con humildad y con mansedumbre llevamos nuestro yugo, entonces, se
cumple la palabra de Jesús: habrá paz en nuestros corazones.
Jesús nos advirtió que tendríamos muchas dificultades al seguirlo a él; que
tendríamos que cargar con una cruz; pero también nos aseguró que estaría a nuestro lado
-como un cirineo- para ayudarnos a llevar nuestra Cruz. Jesús dijo: “Vengan a mí todos
los que están agobiados y cansados que yo los haré descansar. Tomen mi yugo y
aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón, y tendrán paz para sus almas”
(Mt 11, 28-29). Aquí está la clave para que el “yugo” no se sienta insoportable: llevarlo
con humildad y mansedumbre.

Como Jesús

En la vida de San Juan Bosco se lee que cuando necesitó ayuda para atender a sus
jóvenes, pensó en su mamá. La fue a sacar de su solariego pueblecito. Cuando mamá
Margarita llegó a la casa de Don Bosco y vio su habitación -un cuarto desmantelado, una
silla, una mesa desvencijada-, le dijo a su hijo: “¿Aquí me toca vivir a mí?”. Don Bosco
no dijo palabra; solamente le señaló la pared en que estaba un crucifijo. Otro día en que
la anciana se encontraba muy nerviosa en medio de tantos jóvenes que no se distinguían
precisamente por sus buenos modales, se presentó a su hijo para comunicarle que había
determinado regresar a su solitario y añorado pueblecito. Don Bosco volvió a indicarle el
crucifijo de la pared; la anciana dio media vuelta y se quedó para siempre, colaborando
con su hijo en la obra en favor de jóvenes marginados de la sociedad. La manera cómo
Jesús se adelanta a “tomar” su cruz; cómo la lleva, es para nosotros un aliciente para
saber aceptar nuestra situación adversa y para continuar compartiendo con Jesús su cruz,
nuestro yugo.
El Padre Ignacio Larrañaga narra el caso de varias hermanas, una de las cuales era
inválida. Se la veía siempre en su silla de ruedas. Todos decían: “¡Pobrecita!” Pasaron

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los años. Todas las hermanas se casaron, tuvieron hijos. Un día se reunieron.
Comenzaron a compartir entre ellas sus experiencias acerca de la vida. Resultó que la
que siempre había estado en la silla de ruedas había sido la más feliz. Seguramente había
aceptado su “yugo” y, por eso, la paz de Dios había invadido su corazón.
Mientras Job se lamentaba de su triste condición y le pedía cuentas a Dios, su carga
la sentía en extremo pesada. Cuando Job cayó de rodillas y pidió perdón por sus
preguntas altaneras, la paz de Dios se depositó en su corazón. Además, le llegó también
la salud. Mientras Pablo le estuvo dando vueltas en su cabeza al problema de su
“espina”, no había gozo en su espíritu. Cuando aceptó la voluntad de Dios, se comenzó a
sentir fuerte y tranquilo.
A cada uno de los que pretendemos llamarnos “seguidores” de Jesús, el Señor nos
indica que no nos puede eximir del “yugo”; que si no aceptamos con humildad y con
mansedumbre su cruz, vamos a sentir que nuestro yugo es “insoportable”, pero que si
somos mansos y humildes, sentiremos “suave” su yugo. No podemos liberarnos de
nuestro yugo. Lo que sí podemos lograr es que sea menos “pesado” -suave y ligero-,
aceptando con humildad la voluntad de Dios. Entonces -es promesa de Jesús- la paz
invadirá nuestros corazones. Aquí está el secreto de la paz en medio de la tribulación.

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4. Tomar su Cruz

Buscamos un cristianismo de “ganga”, a bajo precio. Un cristianismo que no nos


ocasione muchos problemas. Un cristianismo a base de prácticas piadosas a nuestro
gusto. El día domingo nos ponemos nuestro uniforme de cristianos para acudir a la misa,
y con eso ya está todo arreglado. Algunos hasta han llegado a creer que basta llevar un
“escapulario” y ya tienen garantizada su salvación.
Vivimos en una sociedad en donde prácticamente se nace cristiano porque se
pertenece a una familia cristiana. La verdad es que muchos nunca han tenido que hacer
una opción entre Cristo y el mundo. Su cristianismo les viene del “ambiente”, no de una
“opción” dura como les sucedía a los primeros cristianos que tenían que escoger entre los
privilegios que les brindaba la sociedad pagana y los peligros que representaba para ellos
el llamarse seguidores de Jesús. Era algo muy comprometedor; por eso mismo su
cristianismo era muy maduro.
Se busca un Cristo fácil, un Cristo mudo que no denuncie ni exija, Se busca un
Jesús de “estampita” que provoca sentimiento, pero que lleva a un cristianismo lángido.
Se asiste a misa y luego con tranquilidad viene una borrachera. El domingo se va con el
uniforme de cristiano, y, la semana de trabajo, con el uniforme de pagano. Y a todo eso
se le quiere dar el nombre de una “sociedad eminentemente cristiana”.

Jesús no quiso montón de gente

Jesús fue muy exigente con los que pretendían llamarse sus “seguidores”. Alguien se
le acercó y le dijo: “TE SEGUIRE A DONDEQUIERA QUE VAYAS”. Jesús se dio
cuenta de que se trataba de una “emoción” momentánea. Le respondió: “Los pájaros
tienen sus nidos y las zorras sus madrigueras; sólo el Hijo del Hombre no tiene dónde
reclinar su cabeza” (Mt 8, 20). Jesús le hizo ver su dura realidad. Le abrió los ojos para
que no se dejara llevar por el “emocionalismo”.
A otro, el Señor lo convidó a seguirlo. El pidió permiso para ir a enterrar a su padre.
Es decir, pidió tiempo hasta que muriera su padre. Jesús le hizo ver que no servía para el
reino de los cielos.
Jesús hasta llegó a pronunciar determinadas frases propias para escandalizar, para
que la gente comprendiera lo comprometedor que era seguirlo. Dijo: “El que no odia a
su padre y a su madre no puede ser mi DISCIPULO” (Lc 14, 26). Por cierto, odiar en
ese lenguaje impactante de Jesús significa poner en segundo lugar a los padres con

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relación a Jesús.
También Jesús señaló que antes de intentar seguirlo, había que CALCULAR los
riesgos, así como el que intenta construir una torre, antes calcula si tendrá lo necesario
para no dejarla inconclusa.
Todo esto Jesús lo resumió en una frase: “Si alguno quiere ser mi discípulo,
NIEGUESE A SI MISMO, TOME SU CRUZ, Y SIGAME”. Tres cosas: negarse a sí
mismo, tomar la cruz, y seguirlo.

Tome su cruz

Está de moda que las mujeres lleven como aretes unas crucecitas de oro. ¡Qué
contrasentido! Los primeros cristianos no usaban mucho el símbolo de la cruz porque
sabían muy bien cómo morían los crucificados. Les daba pavor. Muchos habían visto
morir al mismo Jesús. Ahora, se ha desvalorizado tanto el sentido de la cruz que hasta se
la emplea como adminículo de vanidad.
Una cruz nunca puede ser “bonita”. La cruz siempre agobia. La cruz siempre trae
problemas. La cruz, de la que habla Jesús, no es una cruz labrada como la de las
“estampitas”, sino un leño hosco y pesado. Y Jesús, precisamente, habla de “tomar su
cruz”. No dice “aguantarla” a la fuerza. No dice “resignarse” porque no hay otra salida.
Jesús indica que la cruz hay que “tomarla”; como El la tomó, decididamente, sabiendo
que pesaba, pero que era el camino hacia la salvación.
La gran tentación de Jesús fue buscar un “extravío”, dejar a un lado el camino de la
cruz. Usar su poder para fines triunfalistas. Pero dijo: No. Y tomó su cruz. Y eso es lo
que exige a sus “seguidores”.
El Evangelio describe muy bien el momento en que Jesús, decididamente, se
encamina hacia Jerusalén; sabe que va al martirio; atrás vienen los apóstoles, cabizbajos.
Van de mala gana. También ellos sospechan que algo terrible va a suceder. Pedro, en
nombre de todos, le dijo a Jesús: “Señor, no vayas”. Jesús lo llamó Satanás. Porque
Pedro le estaba poniendo una tentación.
Nuestra tentación es buscar un Jesús sin cruz. Un Jesús sin tanto problema. Algunos
se encarrilan por la senda de filosofías orientales. Les enseñan a concentrarse; según
dicen, les enseñan a “rezar”; lo cierto es que los entrenan a saber “evadir” su
responsabilidad de cambiar de vida y de comprometerse a seguir a Jesús con una cruz.
Les enseñan a tener los nervios en su lugar, pero a cerrar los ojos para no ver la realidad
que los circunda y que los invita a “tomar su cruz”, y a comprometerse con los más
necesitados, como lo hijo Jesús.

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Hay un cuadro muy importante, de un pintor español; se ve un “nacimiento” en
donde el Niño Jesús no está acostado en un pesebre, sino sobre una cruz. Muy acertado
el cuadro.
La cruz de Jesús no comenzó en el Calvario, sino en Belén. Cuando el Verbo se
hizo carne y vino a poner su tienda entre nosotros, entonces comenzó a crecer el árbol
que habría de servir para fabricar la cruz de Jesús. Jesús tomó su cruz al entrar en el
mundo. El seguidor de Jesús no puede evadir su cruz que debe ser “tomada”, como se
toma esposa, como se toma “estado”. Desde el momento en que, conscientemente, se
acepta a Jesús.
Cuando Jesús habla de “su” cruz no se refiere a la cruz que nosotros
“elegantemente” nos escogemos para aparentar ser cristianos. Al decir Jesús “su cruz”,
entiende la que El mismo nos señala, y que siempre es la cruz que menos nos agrada,
pero la que siempre nos conviene más porque está fabricada expresamente para nosotros.

Niéguese a sí mismo

En el monte Tabor, Pedro se entusiasmó con la visión celestial que les fue
concedida a los tres acompañantes de Jesús. “Quedémonos aquí”, fue la sugerencia de
Pedro. “Bajemos”, fue la indicación de Jesús. Pedro quería evadir su responsabilidad.
Jesús tuvo que bajarlo de las nubes. “Pedro, hay muchas cosas que hacer allá, abajo,
antes de pretender poner una tienda de campaña en el Tabor”, le diría el Señor. Y obligó
a los discípulos a bajar.
Nuestra naturaleza infectada nos inclinan a poner una tienda en el Tabor. A evadir
nuestro duro compromiso de cristianos. El Señor, por eso, recalca: “Niégate a ti mismo”.
Hay que bajar. Para dar de comer al hambriento, para vestir al desnudo, para visitar a los
enfermos y a los presos, para saber perdonar, para saber dar el primer paso hacia la
reconciliación, hay que “negarse a sí mismo”. Y eso no es nada atrayente.
La sociedad permisiva en la que vivimos, nos empuja a “adormecernos” en el
placer; a olvidar lo duro de la vida en las discotecas, en los bares, en los prostíbulos, en
el adulterio. Jesús insiste: ”Niégate a ti mismo”.
Ser honrado en una sociedad que fomenta la corrupción, ser puro en un ambiente
propicio a la impureza, ser perdonador en una sociedad agresiva y violenta, implica saber
“negarse a sí mismo”, saber morir al orgullo, a las malas inclinaciones, a todo el “hombre
viejo” que quiere revivir en nosotros.
Para no negarnos a nosotros mismos, buscamos inventarnos lindos pretextos para
no sentirnos culpables. Alguien dice: “A mí los hospitales me deprimen”, y,

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olímpicamente, se libra de su compromiso de visitar a los enfermos. Otro alega: “A mí
ver sangre me da vértigo”, y, tranquilamente, pasa de largo ante el que está malherido a
la vera del camino. Un tercero objeta: “No me gusta escuchar gritos”, y, tranquilamente,
se enfrasca en la televisión, cuando debería buscar en qué puede ayudar en su casa
cuando se pierde la cordura. Jesús insiste: “Niégate a ti mismo”. Antes de decidirse a
“tomar la cruz”, hay que comenzar por matar en nosotros lo que nos impide caminar en
pos de Jesús.

…Y sígame

El Señor envió un emisario a Pablo para que lo ayudara a salir de la crisis espiritual
en que se encontraba sumido. Se llamaba Ananías. El Señor le dijo a Ananías que Pablo
sería un instrumento poderoso de evangelización, y que, por eso mismo, tenía que decirle
de parte del Señor que “le mostraría todo lo que tendría que sufrir por su nombre” (Hch
9, 15-16). Muy claro. El Señor le anticipa a Pablo que para ser su discípulo tiene que
´prepararse a “sufrir” mucho.
Seguir a Jesús quiere decir repetir el viacrucis. El Viacrucis no consiste en piadosas
consideraciones que se hacen ante cada cuadro de la pasión. El verdadero viacrucis se
reza en la propia vida, cuando la persona decide “seguir a Jesús”, que significa repetir en
el mundo los mismos gestos de Jesús. Meterse en problemas para desinfectar la sociedad
y para ayudar a los que más necesitan.
Jesús se metió en problemas cuando expulsó a los mercaderes del templo. Se metió
en problemas cuando curó enfermos en sábado para hacer notar que el hombre valía más
que el descanso ritual del sábado. Jesús se metió en problemas cuando habló de poner
otra mejilla, de buscar a los pecadores, de una religión sin hipocresías. El cristiano,
cuando se decide a seguir a Jesús, también se mete en problemas porque se propone ser
otro Jesús en medio de su ambiente.
La noche en que comenzó la pasión del Señor, el Evangelio narra que Pedro iba
siguiendo a Jesús de lejos. Llegó a negarlo tres veces. El que sigue a Jesús “de lejos”,
con miedo de comprometerse, de repetir los gestos de Jesús, tarde o temprano, como
Pedro, va a terminar negando a su Maestro. A Jesús sólo se le puede seguir de cerca,
como el Cirineo, codo con codo, junto a la pesada y horrorosa cruz.
Nos encanta hacer viacrucis con cantos bellos e impactantes reflexiones. Pero el
verdadero viacrucis sólo se realiza cuando se siente el peso de la cruz y se cae agobiado
bajo ese pesado leño. Ese es el verdadero seguimiento Jesús.

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El sufrimiento, ¿un regalo?

San Pablo escribió: “Me alegro de lo que sufro por ustedes, porque de esta manera
voy completando, en mi propio cuerpo, lo que falta de los sufrimientos de Cristo por la
Iglesia, que es su cuerpo” (Col 1, 24).
Así como Jesús envió a “evangelizar” a todos también nos envió a “completar” su
sufrimiento en la iglesia. Cada uno tiene su parte de “Cruz” que poner en favor del
cuerpo de Cristo, la Iglesia. Nuestros sufrimientos, aceptados, en dimensión de fe, no
caen en el vació, cumplen una función benéfica para muchas personas.
¿Por qué dice la Biblia que los apóstoles cuando eran azotados y encarcelados
alababan a Dios? Ellos habían comprendido que estaban cooperando, con su
participación en la cruz de Jesús, en beneficio de la salvación de sus hermanos. ¿Por qué
nosotros refunfuñamos tanto ante nuestros sufrimientos? Porque no hemos entendido
qué significa ir al lado de Jesús, junto a la cruz, como el Cirineo que participa de la obra
de salvación, ayudando a Jesús a llevar su cruz.
Decía el Padre Mazzolari: “Cuando algún día sintamos que nuestras espaldas están
llagadas por la cruz, veremos cómo en ellas nacen alas para poder volar”. Y así es. El
sufrimiento que Dios permite, la cruz que El nos escoge, solamente sirve para hacernos
mejores y para darnos participar en su obra salvadora.

¿Estamos dispuestos?

El padre Gauther cuenta lo que le sucedió en Nazaret. Lo convidaron a hablar


acerca de su religión. Les platicó acerca de Jesús, de su mensaje, de su obra, de su
Iglesia. La sala estaba llena de personas que hacían profesión de ateísmo, y de muchos
que no eran cristianos. Uno de los oyentes levantó la mano y le preguntó: “¿Y usted está
dispuesto a ser como El?”
Esa es la gran pregunta para los que pretendemos llamarnos cristianos a secas. Esa
es la gran pregunta. Para contestarla se nos va toda la vida.
A Pedro el Señor le profetizó: ”Cuando eras joven, ibas a donde querías, cuando
seas viejo te llevarán a donde no quieras ir”. El evangelista San Juan comenta que
Jesús hacía referencia al martirio que le esperaba a Pedro. Al que quiera llamarse
cristiano, el Señor le anticipa que debe ser “llevado a donde no quiera ir”. Todo eso Jesús
lo resumió en la condición que les puso a los que pretendían ser sus seguidores: “Si
alguno quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”.

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¡Qué distinto nuestro cristianismo, fabricado a nuestra medida, del cristianismo que
Jesús nos señala en el Evangelio!

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5. Nuestras Cruces

Dicen que cuando vemos hacia el terreno del vecino siempre nos parece mejor que
el nuestro. Nunca estamos satisfechos de lo que tenemos. Con nuestra cruz sucede lo
mismo: creemos que la del prójimo es menos pesada que la nuestra. Jesús aclaró que
para podernos llamar discípulos suyos tenemos que “tomar” nuestra cruz. “Tomar”
significa aceptar voluntariamente nuestra cruz. En nuestro caso, a veces, más pareciera
que estamos estudiando la manera de “librarnos” de nuestra cruz y no de tomarla. Para
ser verdaderos discípulos se requiere “aceptar” voluntariamente la cruz. Encontrarle
sentido a esa cruz.
Para decidirnos a “tomar” nuestra cruz, de manera voluntaria, nos puede ayudar la
meditación acerca de cómo otras personas supieron llevar su cruz. Fijémonos en el caso
de algunos personajes de la Biblia.

La Cruz de Job

A Job le sucedió lo inaudito: en un solo día perdió a todos sus hijos y todas sus
posesiones. Sólo le quedó su esposa, una mujer quisquillosa, que le dijo: “Maldice a Dios
y muérete” (Jb 2, 9).
El problema de Job se complicó porque comenzó a “filosofar” acerca de su
sufrimiento; terminó por pedirle cuentas a Dios de su extraño proceder. El sufrimiento no
se puede enfocar desde un punto de vista “filosófico”; al dolor sólo nos podemos acercar
haciendo teología, considerándolo desde el punto de vista de la fe cristiana.
Los amigos de Job también incurrieron en el mismo error: pretendieron formular
hipótesis acerca del sufrimiento. Vieron todo de tejas abajo. Cuando Dios los interpeló,
les dijo: “Ustedes no han hablado bien de mí” (Jb 42, 7). De las cosas de Dios no se
puede hablar de tejas abajo, sino de tejas arriba: desde un punto de vista espiritual, desde
la fe.
Job encontró la solución de su problema cuando hundió la frente en el polvo y pidió
perdón a Dios por haberle hecho preguntas altaneras e inoportunas. Job aceptó con
humildad la sabiduría de Dios. En ese momento comenzó a sentir menos pesada su cruz.
En ese momento también regresó la paz a su espíritu.
Cuando en nuestro dolor, pretendemos llevar a Dios a un juzgado e interpelarlo,
como se hace con cualquier acusado, nos encontramos con el silencio de Dios; nuestra
cruz se tornará más pesada y tendremos que soportarla lo mismo. A Dios no podemos

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permitirnos el luego de interpelarlo, de pedirle explicaciones de su misteriosa manera de
obrar. A Dios únicamente debemos bendecirlo por todo, porque, como dice el libro del
Génesis, todo lo hizo bien: “Vio Dios que estaba bien hecho”. Todo lo que Dios permite
sólo puede ser bueno para nosotros. A esto nos lleva nuestra fe cristiana que nos afirma,
categóricamente, que Dios continúa siempre siendo un Padre amoroso para nosotros.
Cuando hundimos, como Job, nuestra frente en el polvo y aceptamos los designios de
Dios, en ese momento nuestra cruz comienza a ser menos pesada, aunque su peso
material sea el mismo de antes.

La cruz de Tobías

Tobías es un hombre sumamente caritativo: expone su vida para enterrar


clandestinamente a sus compatriotas durante la persecución religiosa. Con amor da
muchas limosnas a los necesitados. Es un santo. El dolor no lo respeta. En la persecución
religiosa pierde todos sus bienes. Además, queda ciego. Un cuadro espeluznante.
El secreto de Tobías ante el dolor es su oración de alabanza. A pesar de todo,
Tobías sigue confiando en Dios y lo bendice. Entre suspiros, Tobías le decía a Dios: “Tú
eres justo, Señor; todo lo que haces es justo. Tú procedes siempre con amor y
fidelidad” (Tb 3, 2). A pesar de todo lo que se le viene encima, Tobías sigue confiando
en la sabiduría y en el amor de Dios.
Aquí está la diferencia entre Job y Tobías no se derrumba nunca porque en su
oración de alabanza demuestra que para él Dios siempre es “amoroso y fiel”. De aquí
viene la serenidad en la vida de Tobías. En sus alegatos contra Dios, Job experimenta
que su cruz le pesa más. En su oración de alabanza, Tobías siente que puede llevar
mejor su cruz. La oración de alabanza nos lleva a demostrarle, con nuestra actitud, a
Dios, que, a pesar de las circunstancias adversas por las que nos toca pasar, nosotros
seguimos creyendo en su amor, en su sabiduría. Que continuamos creyendo en él como
en un Padre amoroso. San Pedro daba un excelente consejo: “Echen en él todas sus
preocupaciones porque él cuida de ustedes” (1P 5, 7). La persona que en medio de su
tribulación sabe alabar a Dios, experimentará una fuerza superior -de lo alto- que le
infundirá “serenidad” para poder llevar su cruz.

La cruz de San José

A San José, insistentemente, se le ha querido presentar como un “anciano” al lado


de la quinceañera Virgen María. A muchos la “ancianidad” de José les sirve para dar

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como “caso cerrado” el problema del celibato de José junto a la Virgen María. Pero lo
lógico es que José tuviera unos 17 años cuando se casó con María. Así se estilaba en su
época. La cruz de José consistió en que, de pronto, todos sus planes de joven novio se
vinieron abajo. Como a María, también a él se le pidió un nuevo sistema de vida: la
virginidad. María dijo: “Hágase”. José, en el Evangelio no pronuncia ni una sola palabra.
Unicamente obedece a la Palabra. José vive en un perenne “hágase”. Su vida está llena
de zozobra. Intempestivamente está recibiendo órdenes de lo alto: “José toma a María; lo
que en ella ha sucedido es por obra del Espíritu Santo”. “José vete a Egipto”. “José
regresa ya”. José, en el Evangelio, parece que fuera mudo. No habla. Sólo actúa. Sólo
obedece. La cruz de José es una cruz muy pesada. El nunca cuestiona a Dios. No le
pregunta nada. Simplemente obedece.
La serenidad se adivina en la vida de José. Cuando aceptamos la cruz que Dios
permite en nuestra vida, cuando no nos rebelamos contra el plan de amor de Dios, que se
va desarrollando en nuestra vida, la paz de Dios invade nuestros corazones. Como José,
no le ponemos “peros” a Dios, sino que obedecemos en todo lo que nos manda.
Toma, vete, regresa. Son las órdenes que José recibe. José en todo dice, en lo
profundo de su corazón: “Hágase”. Aprender a decir hágase en todo a Dios, es encontrar
el camino de la paz interior.

La cruz de la Virgen María

Después de la de Jesús, la cruz de la Virgen María fue la más pesada. A ella le


tocaba ser la principal colaboradora de Jesús en la obra de la redención; por eso mismo le
tocaba también estar más cerca de la cruz de Jesús. A la Virgen María se le pidió su
“aceptación” en el misterioso plan de Dios. Ella dijo: “Que se haga en mí según su
Palabra”. María “tomo” voluntariamente la pesada cruz que Dios le encomendaba,
como la madre de Cristo.
El Magníficat de María sintetiza su pensamiento con respecto al plan de Dios: ella
ve la mano de Dios en todos los acontecimientos y por eso su alma glorifica al Señor su
Dios. María no está para interpelar a Dios. Ella se ha declarado “la esclava” del Señor:
está para obedecer en todo. Se parece mucho a José en las pocas palabras que pronuncia
en el Evangelio. Más que para hablar, María está para obedecer. Para cumplir lo que la
Palabra le ordena. Ella está para conservar todas las cosas en su corazón y para darles
vuelta hasta que el enigma de Dios vaya dejando de ser tan oscuro.
Es muy común que algunas personas ante la adversidad, exclamen: “¿Qué hice yo
para que me sucediera esto?” ¿Qué hizo la Virgen María para que su cruz fuera tan
pesada? Nada malo hizo. Sencillamente le dijo que sí a Dios. Se puso a la entera

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disposición de Dios para que se sirviera de ella como de una esclava.
El Magníficat refleja el gozo espiritual que dimana del corazón de la Virgen María.
Hay muchas adversidades en su vida, pero también abunda el gozo en su corazón. No
hay que confundir sufrimiento con infelicidad. Se puede tener una cruz muy pesada, y, al
mismo tiempo, se puede ser la persona más feliz y realizada del mundo. La felicidad y
realización de la Virgen María en este mundo consistieron en que en todo le dijo sí a
Dios. Nunca se rebeló ni cuestionó la voluntad de Dios. Su prima Isabel pudo llamarla
“dichosa” porque había tenido fe en el plan de Dios. Nuestra felicidad proviene de
aceptar la cruz que Dios quiere ofrecernos para que nosotros la “tomemos” de buena
gana. En el momento en que, como María, digamos, sí, en ese momento, junto con la
cruz, llegará a nuestra vida la bienaventuranza -la dicha- de Dios.

La cruz del Cirineo

A Simón de Cirene lo tuvieron que obligar a llevar la cruz de Jesús. El Cirineo no


“tomó” voluntariamente la cruz de Jesús; la “aguantó” a regañadientes, con rebeldía.
Seguramente sintió aquella cruz pesadísima. Nuestra cruz llevada con rebeldía pesa
mucho. Pesa más de la cuenta.
Cirineo, durante el trayecto hacia el Calvario, vio cómo Jesús caía y se levantaba.
Lo vio llevar su cruz con mansedumbre, en oración, con perdón. El Cirineo comenzó a
intuir que en aquella cruz había algo misterioso que llevaba bendición. Hubo un momento
en que el Cirineo comenzó a ayudarla a Jesús con gusto a llevar su cruz. Sintió gozo de
poder ayudarle en algo a aquel pobre hombre que apenas se sostenía sobre sus piernas.
La tradición recuerda a Simón de Cirene como el padre de Alejandro y de Rufo. Se
ve que Alejandro y Rufo eran dos cristianos distinguidos en las primeras comunidades
cristianas. Su padre, el Cirineo, seguramente los acercó a aquel Jesús a quien él había
aprendido a amar en el camino hacia el Calvario. Cirineo había aprendido junto a Jesús lo
que significaba ayudarle a llevar su cruz. En ese momento Cirineo ya no sintió tan pesada
la cruz. Le encontró sentido a la cruz. Nadie nace sabiendo “tomar” su cruz. Ese es un
difícil aprendizaje que se logra solamente cuando se camina junto a Jesús. El es el único
que nos puede enseñar a “sacarle jugo” a nuestra cruz. A convertirnos en Cirineos.
San Pablo hizo el mismo descubrimiento de Cirineo, cuando escribió: “Completo en
mi cuerpo lo que falta a los padecimientos de Cristo por su Cuerpo que es la Iglesia”
(Col 1, 24). Pablo había descubierto que sus sufrimientos formaban parte de su papel de
Cirineo, de colaborador con Jesús en la obra de la salvación del mundo.
Cada uno de nosotros tienen vocación de Cirineo. Jesús a todos nos invita a
ayudarle a llevar su cruz. Si no hemos encontrado todavía el sentido de la cruz de Jesús

34
sobre nuestros hombros, nos vamos a rebelar, como Simón de Cirene, al principio.
Cuando, como Simón de Cirene, intuyamos el valor redentor de nuestro sufrimiento en
favor de la Iglesia, entonces, en lugar de protestar, le estaremos muy agradecidos al
Señor por habernos escogido como Cirineos, como colaboradores en la obra de la
salvación del mundo.

La cruz del mal ladrón

La cruz del mal ladrón -Gestas- pesaba lo mismo que la de Jesús. Hasta podría
haber sido más pesada. Durante todo el camino fue blasfemando y protestando. De nada
le valió estar junto a Jesús. De nada le sirvió escuchar la Palabra, allí muy cerca de su
oído. Murió blasfemando.
El dolor por el dolor no salva a nadie. El mal ladrón no le encontró sentido a su
sufrimiento junto a Jesús. Murió insultando al Señor, que no había hecho nada contra él.
A muchos el dolor los endurece, se tornan amargados y se encargan de amargarle la vida
a los que los rodean. Viven y mueren protestando. El dolor por sí solo no salva a
ninguno.

La cruz del buen ladrón

Tampoco el buen ladrón -Dimas-, al principio, aceptó su Cruz. También el protestó


y blasfemó. Así lo describe el Evangelio.
Según San Marcos, la crucifixión se verificó a las nueve de la mañana (Mc 15, 25).
Es decir, que Dimas y Gestas estuvieron junto a la cruz del Señor unas seis horas. Jesús
murió a las tres de la tarde. Esas largas y penosas horas fueron tiempo de Gracia para
todos los que estaban junto a la Cruz. Escucharon las “siete palabras de Jesús”.
Dice la carta a los romanos: “La fe viene como resultado del oír la Palabra de
Dios” (Rm 10, 17). Dimas dejó que la Palabra golpeara su corazón. Se sintió urgido a
confesar sus “pecados”. A su compañero, que estaba insultando a Jesús, Dimas le dijo:
“Nosotros estamos sufriendo con toda razón, porque estamos pagando el justo castigo
de lo que hemos hecho, pero este hombre no hizo nada malo”. Luego añadió: “Jesús,
acuérdate de mí cuando estés en tu reino” (Lc 23, 41-42). Las siete palabras de Jesús lo
llevaron a la fe: comenzó confesándose pecador; luego acudió a quien podía salvarlo:
“Acuérdate de mí”.

35
Dimas ya no siguió quejándose de su cruz. Vio en la cruz un medio de purificación.
Cayó en la cuenta de que por medio de su cruz había podido descubrir a Jesús y pedirle
salvación.
Estar junto a la cruz de Jesús cuestiona, purifica, salva. El estar junto a Jesús, que
nos sigue hablando desde su cruz, toca el corazón, aumenta la fe que nos lleva a Jesús
nuestro Salvador.
Nuestros sufrimientos -nuestras cruces- bien llevados pueden purificar nuestro oído
espiritual para escuchar más claramente la voz de Dios y cambiar el rumbo de nuestra
vida.

La Cruz de Jesús

A Pedro, Jesús lo llamó Satanás cuando intentaba alejarlo de ir a tomar su cruz en


Jerusalén. Le dio el apelativo de Satanás porque Pedro, en ese momento, estaba
repitiendo la tentación del diablo en el desierto: el espíritu del mal quiso apartar a Jesús
del camino de la cruz y proponerle la senda del poder, del espectáculo.
Jesús sabía que venía para morir en una cruz; por eso cuando se acercó su hora, les
dijo a sus discípulos: “Es necesario que vaya a Jerusalén”. Era necesario. Ya había
llegado la hora. Los evangelistas narran que en el Huerto de los Olivos, Jesús mismo se
adelantó para entregarse a los soldados. Había llegado “su hora” y Jesús se adelantaba
para cumplir el designio de Dios.
Jesús, como humano, le tuvo pavor a la cruz. En el Huerto de los Olivos, sudó
sangre por el miedo de la inminencia de la Cruz. Hasta llegó a hacer una oración que
parece fuera de lugar en labios de Jesús. “Padre -oró Jesús-, si es posible que pase de
mí este cáliz. Al momento comprendió que no era oración agradable a Dios, y añadió:
“Que se haga tu voluntad”.
Cuando ya estaba en la cruz, como humano que era, llegó a sentir que Dios lo había
abandonado. Su clamor nos deja atónitos: “Padre, ¿por qué mes has abandonado?”. La
cruz para Jesús no fue un recurso de tipo literario. La cruz a Jesús le pesó
inmensamente. Todos los pecados de la humanidad estaban en la cruz que Jesús tuvo
que llevar. Jesús propiamente “tomó” su cruz. Se “adelantó” a tomar su Cruz. Cuando
llegó la hora, no tardó ni un minuto en encaminarse hacia Jerusalén para que se llevara a
cabo el plan que Dios había dispuesto para él. Jesús nos enseña a “tomar” que ése es el
camino de nuestra salvación y de la salvación de muchos en la Iglesia.

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No podemos escoger

Se narra -es una anécdota- el caso de un hombre que renegaba mucho de su cruz.
La comparaba con la de los otros y pensaba que la suya era la más pesada. Un día se le
dio la oportunidad de escoger su cruz. Al entrar en la fábrica de cruces, dejó con gusto su
cruz en un rincón y comenzó a buscar la que se adaptara a su hombro. Había cruces de
oro, de plata, de marfil, de plomo, de todos los tamaños y de todos los materiales. Al fin
encontró una que se adaptaba a su hombro. Se puso feliz y la “tomó”. Al salir de la
fábrica de cruces, alguien le hizo notar que la cruz que llevaba era la misma que en un
principio él había dejado en un rincón.
Como anécdota parece interesante. Pero, en el fondo, esta anécdota no corresponde
a la realidad. No hay ninguna cruz que se adapte a nuestro hombro. Nuestra cruz
siempre molesta, siempre nos queda fuera de lugar, siempre nos pesa. En eso consiste la
cruz: en que no es la que nosotros hubiéramos escogido. Por eso se llama cruz, no por su
forma, sino porque pesa como la de Jesús.
Ya Jesús lo dijo muy claro: no hay quien se pueda llamar discípulo, si antes,
voluntariamente, no ha tomado su cruz para acompañarlo. La cruz siempre pesa, siempre
duele; siempre dan ganas de dejarla a un lado. Pero la cruz es la que nos acerca más a
Jesús. Entre más cerca estemos de la cruz de Jesús con nuestra cruz, más paz habrá en
nuestro corazón y más semejantes a Jesús nos iremos haciendo cada día.
Todos llevamos una cruz. Discípulo sin cruz es un contrasentido. Lo importante es
sentirnos Cirineos gozosos de que Jesús se haya finado en nosotros y nos haya invitado a
ayudarle a llevar su cruz.

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B. Los Valles de Sombra

38
6. Cuando somos zarandeados como Job

El novelista Albert Camus decía que el no creía en Dios porque había visto a niños
inocentes morir en el bombardeo de la guerra. Ante las tragedias de la vida, frente a las
enfermedades que nos agobian, ante el sufrimiento que gotea implacablemente sobre
nosotros, nos sentimos muchas veces desconcertados. Algunas personas, con cierta
altanería, hasta llegan a preguntar: “¿Por qué a mí?” Esta pregunta, en el fondo, va
dirigida a Dios como una protesta.
Todo esto lleva a la persona a preguntarse si Dios perdió el control del mundo o si
su justicia se ha desequilibrado.
El libro de Job intenta dar una respuesta a estas acuciantes preguntas de la vida. El
autor presenta una especie de teatro; a través de los varios personajes va exponiendo las
diversas teorías acerca del sufrimiento. Job es un santo varón que sirve fielmente a Dios;
tiene muchos bienes materiales. Un día pierde a sus hijos y todas sus riquezas.
Cuatro amigos de Job llegan -según ellos- para consolarlo. Sus filosofías acerca del
dolor, en lugar de levantar el espíritu de Job, lo hunden más. Finalmente Job tiene un
encuentro con Dios; El no le revela el secreto de su actuación, pero lo hace reflexionar
acerca de la bondad e inmensidad de Dios. Job termina hincándose y hundiendo su frente
en el polvo.
Los varios personajes, que van apareciendo en el libro de Job, se prestan para hacer
algunas reflexiones con respecto al sufrimiento.

Los amigos de Job

Los amigos de Job creían que tenían una respuesta clara para el problema de Job...
Hablaron con aplomo como quien tiene el secreto de lo que está sucediendo. Elifaz decía:
“¿Qué has hecho para echarte esto encima?” Bildad aconsejó: “Confiesa tu pecado”
Todos ellos, en el fondo, sostenían que Job ocultaba algún pecado y que, por eso mismo,
le habían sobrevenido todas estas desgracias. El dios que conocían los tres amigos era un
dios “comerciante” con el cual se pueden hacer tratos... Se le entregan buenas obras para
que El devuelva bienestar y prosperidad económica. El dios que defienden los amigos de
Job es un dios pagano que tiene hígado como nosotros: que se irrita y se venga del que
no se conduce rectamente.
El dios de los amigos de Job es un dios muy difundido. Para muchos es el dios al
que se le ofrecen buenas obras para tenerlo contento y para que no envíe algún castigo

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de su repertorio. Por eso ante cualquier acontecimiento adverso, se están cuestionando
acerca de sus pecados. Y, lógicamente, están sintiendo la pesada mano de Dios sobre
ellos. Resultado de esta manera de concebir a Dios es que las personas, propiamente, no
lo “aman”, sino que le “tienen miedo”.
Las teorías de los amigos de Job acerca de Dios, lastimosamente, son un mosaico
de actuales teorías que muchos tienen acerca de Dios. Nosotros, en cambion, sabemos
que sólo Dios nos puede decir cómo es Dios. Es por eso que nos quedamos con lo que
Jesús nos vino a revelar. Jesús presentó a Dios como un Padre bondadoso, capaz de
dejar la puerta de su casa abierta las 24 horas para que el hijo descarriado pueda entrar a
la hora que se le antoje volver.
Los amigos de Job pretenden consolarlo; pero ellos no saben lo que es el dolor, la
angustia de verse abandonado por todos. Son teóricos, y por eso sus palabras son
abstractas y no llevan paz.
La persona que no ha sufrido no puede consolar. Nadie puede hablar de navegación,
si antes no ha estado en medio de la tormenta. Lo mejor que hicieron los amigos de Job
fue quedarse callados durante una semana. Cuando empezaron a hablar, sus palabras
estaban cargadas de vaciedad.
Jesús dijo: “Vengan a mí todos los que están agobiados y cansados, que yo los
haré descansar” (Mt 11, 28). Jesús conoce el sufrimiento. Es el Justo sin pecado, que
llevó la cruz más grande. El es quien tiene la palabra adecuada y precisa para el momento
de nuestra tribulación. Son muchas las personas que ante las tragedias de su vida,
consultan a todo el mundo: sicólogos, médicos, brujos, sacerdotes; pero se les olvida
consultar a Dios; se les olvida acudir a Jesús que ha prometido “hacer descansar” a los
que con fe se acerquen a El.

Dios y el diablo

En el libro de Job, el autor, en una especie de teatro, presenta a Dios y al diablo


discutiendo. El autor se sirve de este truco para exponer sus ideas acerca de los secretos
de Dios.
El diablo alega que Job es bueno porque así podrá tener asegurado su bienestar y
sus riquezas; no obra por amor, sino por interés personal. “¿Acaso teme Job a Dios de
balde? -dice Satanás- ¿No le has cercado alrededor a él y a su casa y a todo lo que
tiene?” (Jb 1, 9-10). “Extiende tu mano y toca todo lo que tiene, y verás si no blasfema
contra ti en tu misma presencia” (Jb 1, 11).
Lo más desconcertante de todo esto es que dios le permite al diablo acercarse al

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santo Job y destruir todas sus posesiones y enviarle una horrorosa enfermedad. El diablo
del libro de Job no es el horrendo personaje de la Divina Comedia de Dante, ni el
intelectual Mefístoles de Goethe. Aquí hay un personaje real, maligno, que “tiene
permiso para sembrar la destrucción y la enfermedad”.
Jesús llamaba a Satanás “el príncipe de este mundo”. San Juan aseguraba que “el
mundo está puesto en el maligno”. San Pedro, que había sido zarandeado por el espíritu
del mal, lo presenta como “león rugiente” que anda rondando, viendo a quién devorar.
Para algunos el diablo es “cuentecito” tonto. Lastimosamente hasta en ambientes
eclesiásticos se han colado ideas no ajustadas a la Sagrada Escritura: por eso el Papa
Pablo VI, en una de sus catequesis del año 1975, aclaró ciertos conceptos al respecto y
presentó al diablo como “un ser real y personal, pervertido y pervertidor”.
Así como los amigos de Job tenían tantas teorías acerca de Dios, así abundan las
teorías acerca del demonio. Las teorías de los sabios del mundo distan kilómetros de esa
verdad tremenda, que salta de toda la Biblia y que la tradición de la Iglesia nos ha venido
presentando.
Por otra parte, son muchos los que están viendo al diablo en todas partes; ésta no es
la guía de la Sagrada Escritura. San Juan expresamente afirma: “El que está en ustedes
es más fuerte que el que está en el mundo” (1Jn 4, 4). Los que andan turbados y casi
obsesionados por hechizos, brujerías y maleficios, ciertamente, tienen más fe en el diablo
que en Dios; no es raro, entonces que lo encuentren en todas partes.
El cristiano cree firmemente en Jesús y centra su atención en Dios y no en las
fuerzas del mal. Por eso el cristiano, que vive en gracia, con San Pablo puede decir: “Si
El está conmigo, ¿quién contra mí?” (Rm 8, 31).
Mientras leemos el libro de Job y vamos viendo el poder del diablo, que destruye
bienes, hijos, y toca con la enfermedad al santo varón Job; nos asustamos, no dejamos
de turbarnos; pero la Biblia claramente expone que Dios está con Job, que hay de por
medio un plan divino, que sólo puede ser producto del amor y de la sabiduría de Dios.

El peligro del sufrimiento

Al hablar de Job, es fácil quedarse con las primeras frases del santo varón, como
que da miedo seguir leyendo hasta llegar a lo que podría parecer casi una blasfemia. Al
principio de sus desgracias, Job dice: “Dios me lo dio, Dios me lo quitó”. A su mujer,
que lo invita a maldecir a Dios, Job le responde: “Si aceptamos los bienes, que Dios nos
envía, ¿por qué no vamos a aceptar los males?” (2, 10).

41
Las desgracias no cesan de llover sobre Job; su mentada paciencia queda minada, y
Job llega a “maldecir” el día de su nacimiento; también, en su desesperación, quiere citar
a juicio a Dios para ganarle el pleito.
A pesar de todo, reluce la grandeza de la fe de Job, que nunca llega a sucumbir.
“Aunque me mataré -dice Job- en El esperaré” (Jb 13, 15).
A pesar de las sombras de muerte que lo circundan, Job exclama: “Yo sé que mi
Redentor vive...”.
El sufrimiento prolongado es una prueba muy delicada para la fe. Esa enfermedad
que nunca termina; ese esposo borracho y grosero, que durante muchos años continúa en
su misma actitud; ese hijo descarriado que sólo es problema para la familia, sin un golpe
duro para la fe del creyente. Si esa fe es débil, lo más probable es que el individuo se
derrumbe. Si, como Job, cree, verdaderamente, en el Señor, continuará amándolo,
aunque le toque pasar por “valles de sombra”.
Una persona no es santa por el solo hecho de “sufrir”; el dolor la puede purificar o
también la puede endurecer. Al buen ladrón el sufrimiento lo hizo fijar los ojos en la cruz
de Jesús, y se salvó. El mal ladrón murió maldiciendo a quien no le había causado ningún
mal. Si la persona cree que todo sufrimiento que le sobrevenga en la vida es un “castigo”
de Dios, terminará por perder la fe en Dios, porque no logrará amarlo, sino sólo tenerle
miedo. Y esto no es religión, sino superstición.
Ni Job, ni sus amigos contaban con el mensaje de Jesús en el Nuevo Testamento
para poder enfoncar su problema. Al contemplar a Jesús en la cruz, nuestra manera de
encuadrar el sufrimiento cambia totalmente.
Una persona pregunta: “¿Qué he hecho yo para merecer este sufrimiento?” Desde
un punto de vista muy práctico, diríamos que dios nos podría mencionar más de cien
pecados nuestros que nos han hecho acreedores de purificación. Pero no es ése el caso.
Más bien habría que preguntarse ¿Qué pecados cometió María Santísima para ser la
mujer de los siete puñales en su corazón? ¿Qué hizo la Santa Señora para ver morir a su
hijo en forma tan horripilante? Algo más, Jesús, colgando ignominiosamente de la cruz,
es la mejor respuesta al misterio del dolor.
El sufrimiento, la tragedia en la vida de los buenos siempre desconcierta; esa
tribulación que se cierne sobre nosotros precisamente cuando mejor estamos sirviendo al
Señor, nos deja inquietos y turbados. Nadie tiene una respuesta total para ese misterio. Si
como los amigos de Job, intentáramos dar respuestas concretas, sencillamente, nos
equivocaríamos, como ellos, presentando un dios fabricado por los hombres. Ante ese
misterio inquietante, sólo nos queda confiar plenamente en dios como Padre bueno, que,
según nos asegura San Pablo, “no permite una prueba mayor a nuestras fuerzas” (1Co
10, 13).
Denominador común en la vida de los santos es el sufrimiento; desde el momento

42
que ellos se acercaron más a Dios, lo aceptaron con su “misterio” y sus “raros” caminos;
no pretendieron hacerle preguntas indiscretas, como las de Job antes de encontrarse con
Dios cara a cara.
San Pedro era consciente de todo esto cuando escribía: “No se extrañen de verse
sometidos al fuego de la prueba como si fuera algo extraordinario. Al contrario,
alégrense de tener parte en los sufrimientos de Cristo, para que también se llenen de
su alegría cuando su gloria se manifieste” (1P 4, 12-13).

El encuentro con Dios

Los amigos de Job, con sus teorías paganas acerca de Dios, sólo sirvieron para
desconsolar a Job. Cuando los hombres, con complejo de dioses, quieren tener una
respuesta para todo, lo único que logran es hacernos “tenerle mido” a Dios, porque nos
presentan un dios de barro, hecho a nuestra imagen y semejanza, es decir, un dios
egoísta y vengativo, así como somos nosotros.
A Job lo salvó de la desesperación su encuentro con Dios. Dios comenzó por
lanzarle un sinnúmero de preguntas que Job no podía ni siquiera intentar responder.
“¿Quién eres tú para dudar de mi providencia y mostrar con tus palabras la
ignorancia?” (38, 2). “¿Dónde estabas cuando yo afirmé la tierra?” (39, 2).
“¿Conoces las leyes que gobiernan al cielo?”.
Dios no le entregó a Job la clave de sus secretas maneras de obrar. Unicamente lo
encaró con la bondad y la grandeza de Dios. Job se sintió abismado ante tanta bondad y
grandeza, y sólo pudo exclamar: “¿Qué puedo responder yo que soy poca cosa?
Prefiero guardar silencio” (Jb 40, 3-4). “Hasta ahora sólo de oídas te conocía. Pero
ahora te veo con mis propios ojos. Por eso me retracto arrepentido, sentado en polvo y
ceniza” (42, 5).
Job se salvó de la frustración cuando se encontró no con el dio de sus sabiondos
amigos, sino con el Dios único y verdadero. La gran verdad que dijo Job en ese
momento fue: “Sólo te conocía de oídas”.
Es muy peligroso el encuentro, solamente, con un dios de catecismos y de libros.
Ese es un dios de “segunda mano”. A Dios sólo se le puede encontrar personalmente. Lo
lamentable es que muchos son solamente “religiosos”, es decir, cumplen fielmente con
ritos y oraciones, pero no han tenido nunca un encuentro fuerte, personal con Dios.
Viven con el dios fabricado por los hombres, y ese dios los convierte en “paganos” con el
nombre de “cristianos”. La verdadera conversión, debe desembocar en un “nuevo
nacimiento” -como le decía Jesús a Nicodemo-, que haga que la persona se sienta “nueva
creatura”, que comienza una nueva vida. Así como Job. Comenzó a ser hombre nuevo.

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Cuando estaba muriendo Faraday, se le acercaron algunos periodistas para
entrevistarlo; querían conocer su “teoría” acerca de la vida y de la muerte. El sabio
respondió que no tenía ninguna teoría acerca de Dios, y, con frase de San Pablo, les dijo:
“Yo sé bien en quién me he confiado” (2Tm 1, 12).
Job, el de las preguntas rebeldes, dejó de cuestionar a Dios cuando se encontró con
Dios mismo. Entonces optó por hundir su frente en el polvo. Esa es la única actitud que
podemos adoptar ante los misteriosos designios de Dios: hundir la frente en el polvo. No
es ésta una actitud de cobardía y miedo. Es simplemente la actitud de quien ha tenido un
encuentro con Dios, lo ha experimentado en su vida, y ya no puede desconfiar de El; por
eso se abandona plenamente en sus manos. A eso se le llama fe.

El silencio de Dios

Lo más desconcertante para un individuo, en el momento de su tribulación, es el


pesado silencio de Dios: no escuchar clara su voz, sentirse como abandonado de El. La
fe es lo único que salva; seguir creyendo que Dios es fiel, que estamos pasando por un
momento de purificación, y que a la hora de Dios, cesará la tormenta.
Cuando falta la fe, la persona se desquicia espiritualmente y puede caer en lo que
los filósofos llamaron “existencialismo”: considerar la vida como un absurdo. El poeta
peruano César Vallejo describía la vida como una “cena miserable” a la que él no había
pedido asistir y en la que tenía que participar a la fuerza.
Si Job hubiera podido escuchar el diálogo entre Dios y el diablo, en el prólogo de la
obra, en el momento de la prueba, no se hubiera angustiado porque de antemano hubiera
sabido que un plan de Dios se estaba verificando en su vida. A nosotros nos sucede lo
mismo: ignoramos los planes de Dios. Cuando, de veras, lo amamos, no desconfiamos ni
un momento de El, sino que lo seguimos amando en medio de la prueba, con la
seguridad de que ese Padre bondadoso no ha buscado nada malo para sus hijos y que
todo lo que permite es para nuestro bien.
San Pablo -que pasó por múltiples calamidades: naufragios, azotes, cárcel,
traiciones-, nunca pensó que Dios lo estaba castigando. Fue Pablo el que, con visión de
fe profunda, aseguró que “todo resulta para bien de los que aman a Dios” (Rm 8, 28). Y
esa es la gran verdad de la fe.
Cuando Job se encontró con el verdadero Dios -no el dios de sus teóricos amigos-,
entonces se sintió inconmovible. Las teorías humanas valen muy poco para afianzar
nuestra fe; una fe profunda sólo se logra a base de encontrarse con el único Dios, el Dios
que Jesús nos presentó: un Dios que es Padre esencialmente para cada uno de nosotros y
que nunca puede olvidar nuestros nombres.

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Después de su encuentro con Dios, Job sintió la necesidad de orar por sus amigos,
que con sus concepciones paganas acerca de Dios, únicamente lo habían hundido más en
sus temores. Un encuentro con Dios lleva necesariamente a un encuentro con los demás,
a perdonar al que nos hirió. El que ama a Dios experimenta que el amor de Dios se
“derrama” en él a través de su Espíritu Santo, y ese amor tiene que seguir fluyendo hacia
los demás. Por eso Jesús decía que toda la ley se compendia en amar a Dios y al
prójimo.
El Dios que Job encontró es el que debemos encontrar a cada paso de nuestra vida.
Entonces, cuando la tribulación toque a nuestra puerta, no pensaremos que Dios nos está
“castigando”, sino que Dios está buscando que nosotros tengamos “bendición”. ¿Será
esto sadismo? A la luz de la fe bíblica, esta es la pauta para que no llegar a hacerle
preguntas inoportunas a Dios y para saberlo alabar en todo momento.

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7. Cuando nos acosan las preocupaciones

Nuestra sociedad moderna se caracteriza por el creciente aumento de enfermedades


de tipo nerviosos, Muchas personas son flageladas por la depresión. Abundan los
individuos que solamente pueden vivir a base de tranquilizantes. Los sicólogos y los
psiquiatras ven que su clientela aumenta de día en día.
En el fondo de este problema está la ansiedad provocada por las múltiples
preocupaciones, la mayoría de las veces, de tipo material. El vestido, la comida, el
trabajo. La cuenta de luz que sube hasta el infinito. La leche y la carne se vuelven
artículos de lujo. La medicina necesaria no se logra conseguir por su alto precio. Estas
preocupaciones generan intranquilidad y desasosiego; provocan enfermedades de tipo
nervioso.
En medio de una sociedad neurotizada, suena la “extraña” voz de Jesús que
“ordena” que no debemos preocuparnos del vestido, de la comida, del mañana. Este
discurso de Jesús nos recuerda a los “hippies”. Ellos salieron a las calles con su exótica
indumentaria, gritando: “PAZ Y AMOR”. Eran unos idealistas con mucho de
haraganería. Sólo denunciaron los errores de la sociedad, pero no aportaron nada
constructivo.
¿Qué quiere decir Jesús cuando nos ordena no preocuparnos por el vestido y la
comida, por el mañana? Ciertamente Jesús no está propiciando una sociedad
conformista. En sus parábolas habló claramente de que se nos pedirá el “doble” de los
talentos que se nos confiaron. También advierte de que la higuera que no produce frutos
va a ser arrancada y echada al fuego.
Lo que Jesús quiere es salvarnos del “miedo excesivo”. El temor excesivo indica
falta de confianza en Dios, en ese Padre que cuida de las aves y de los lirios del campo,
en Dios bondadoso que nos ha garantizado su providencia.
Cuando un alumno se presenta a examen, es normal que tenga un “poco” de temor.
Si se deja invadir por el “temor excesivo”, aunque esté muy bien preparado, corre el
riesgo de que se bloquee su mente y no logre contestar el test. El temor excesivo bloquea
nuestra mente espiritual. Bloquea nuestra fe. Nos olvidamos de la presencia de Dios en
nuestra vida. Nos olvidamos de que ese Padre bondadoso no nos puede fallar.
Uno de los textos más asombrosos de la Biblia es el capítulo sexto de San Mateo.
Ahí Jesús garantiza que si buscamos el reino de Dios y su justicia, todo se nos dará por
añadidura (Mt 6, 31-34). Es una promesa tan estupenda, que, por eso mismo, no se le
toma en serio; se le tiene como un “piadoso” consejo de Jesús, y no como una promesa
concreta.

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Esta promesa -hay que advertirlo bien claro- no es para todos. Es solamente para
los que buscan en primer lugar el “reino de Dios y su justicia”, es decir, la voluntad de
Dios en todo. Muchos quieren “la añadidura”, pero sin buscar antes el reino de Dios y su
justicia. Quieren la “bendición” de Dios, pero sin molestarse en ir por el camino
“estrecho” de que habla Jesús.
Muchas personas se me acercan cuando tienen graves problemas financieros.
Cuentan su larga y terrible historia. Les hago una breve pregunta: “Ustedes ¿están
viviendo en Gracia de Dios? ¿Están comulgando, se confiesan? ¿Frecuentan la iglesia?
Afirman que no. Añado entonces: “¿Y todavía se extrañan de que les vaya mal? Busquen
acercarse, en primer lugar, a la bendición de Dios. Asegúrense primero de que le están
dando a Dios el lugar que le corresponde y verán cómo cambiará su situación”. Cuando
afirmo que “cambiará” la situación no estoy asegurando “riqueza en el horizonte”.
Simplemente estoy repitiendo la promesa de Jesús: al que busca en primer lugar hacer la
voluntad de Dios, el Señor le promete que no le faltará “lo necesario”. La providencia de
Dios se hace fiadora de este asunto. No entiendo “ilusionar” a la gente con falsas
promesas. Creo firmemente en la Palabra de Dios.
Quisiera referirme al caso de dos grandes santos que pasaron por momentos críticos
de su vida, en lo que respecta a lo material, pero que nunca sucumbieron ante el espectro
del temor. Uno es Elías, profeta del Antiguo Testamento. Otro es San Juan Bosco, un
profeta de nuestros tiempos.

El profeta Elías

Al profeta Elías el Señor lo envió para anunciar años de sequía porque el pueblo se
había desviado hacia la idolotría. Para salvar la vida del profeta, el Señor lo mandó junto
al torrente de Querit. Dice la Biblia que diariamente unos cuervos le llevaban carne y
agua. ¡Qué raros emisarios! ¿Se trata de un cuentecito mitológico? Ciertamente que no.
Dios no nos pide permiso para disponer de los emisarios que enviará a una persona. El
torrente comienza a decrecer por falta de lluvia. Elías con seguridad se asusta. Dios lo
envía a Sarepta. Allí lo recibe una viuda que le entrega lo poco que tienen. Este gesto de
fe le vale a la viuda que no le falta el aceite y la harina. Cuando arrecia la persecución y
persiguen a muerte a Elías, el profeta huye al desierto. Se deja invadir por la depresión, y
pide la muerte. El Señor le envía un sueño profundo. Cuando despierta, encuentra a su
lado una torta de pan y una jarra de agua.
El profeta Elías había buscado hacer la voluntad de Dios; buscó su reino, su justicia.
Dios no le falló. Siempre tuvo lo necesario para poder continuar su misión. Dios no le
regaló, en esas circunstancias, ricas viandas. No le sirvió un banquete suculento en medio
del desierto. Le proporcionó, nada más, que lo necesario. Dios no libró a su profeta de

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todos los apuros que lo llevaron hasta la depresión; pero Elías nunca pudo decir que Dios
lo había abandonado. Lo sintió presente en todo momento.
Ciertamente la abundancia no es buena consejera en la vida espiritual. Contaba un
misionero que mientras estaba en Africa, en medio de la persecución religiosa, su vida de
oración era intensa. Diariamente clamaba al Señor. Leía asiduamente la Biblia. Vivía
pendiente de las manos de Dios. Tubo que huir hacia los Estados Unidos. Cuando se
encontró en medio de una vida sin mayores problemas, con gran comodidad, se dio
cuenta de que su oración ya no era tan intensa como antes. Ya no clamaba a Dios. Ya no
vivía pendiente de la voluntad de Dios. Tuvo que efectuar un viraje en su vida espiritual.
Como sacerdote, me toca ver, repetidas, veces, el caso de personas que cuando se
encuentran en apuros financieros, acuden constantemente a la iglesia; se les ve rezar muy
devotos. No faltan los domingos a misa. De pronto aquellas personas desaparecen de la
iglesia. Se pregunta por ellas, y nos dicen que consiguieron un puesto en el gobierno y
que ahora “se encuentran muy bien”. Y me digo para mis adentros: “Están muy mal”.
Quiere decir que todas esas venidas a la iglesia, esas “fervorosas” oraciones no eran por
amor. Estaban “asustados” por lo que les estaba sucediendo y acudían a la iglesia, no por
amor a Dios, sino para presionar al Señor para que les solucionara sus problemas
económicos.
Mientras el profeta Elías llevaba a cabo las empresas del Señor, tuvo que pasar por
situaciones muy apuradas. El Señor nunca le falló en lo concerniente a lo “necesario”
para vivir. Pero no lo eximió de los problemas propios de todo profeta. Estos problemas
impidieron que Elías se dejara llevar por la “autosuficiencia”. Elías se conservó santo
para estar siempre al servicio del Señor. Habría que preguntarse si muchas de nuestras
situaciones apuradas no son las mejores bendiciones que Dios nos regala para que no nos
apartemos del camino del bien.

Don Bosco

San JUAN BOSCO fue otro siervo de Dios que en todo buscó el reino de Dios y su
justicia. Se metió en graves problemas de tipo económico para ayudar a jóvenes
marginados por la sociedad. Construyó talleres para aprendices, orfanatos, iglesias,
escuelas. Todo esto lo llevó a enredarse en serios problemas financieros. La Providencia
siempre lo ayudó a salir de esos problemas. Don Bosco había hecho el propósito de no
decir ni una sola palabra que no fuera para la mayor gloria de Dios. Afirmaba que antes
de cada empresa se preguntaba si era para la mayor gloria de Dios. Si lo era, se lanzaba
hasta la temeridad. Por eso la Providencia nunca lo dejó sólo. Se encontraba Don Bosco
en un grave problema; tenía una de sus infaltables deudas. Los representantes de la
autoridad estaban por llegar. De pronto tocan a la puerta. Era el abogado Occeleti que

48
acaba de hacer un buen negocio y llevaba un sobre para Don Bosco. El sobre contenía la
cantidad exacta que Don Bosco necesitaba.
En 1858, Don Bosco iba a ser llevado a los tribunales. No había logrado juntar la
cantidad necesaria para pagar una deuda. Se lanzó a la calle, como a la aventura, para
buscar “algo”. Alguien lo detiene y le pregunta si necesita dinero. Don Bosco se extraña
de la pregunta. El misterioso individuo le entrega un sobre y se aleja. Dentro del sobre
estaba la cantidad exacta que Don Bosco necesitaba con urgencia para salir de su
embrollo.
Cuando Don Bosco era ya anciano, se encontraba descansando en la casa de un
amigo. Recibió dos cartas. En una, se le indicaba que le enviarían a un abogado para que
le cobrara la suma de 30 mil liras. Don Bosco tragó amargo. En la otra carta, una dama
belga le enviaba un cheque con 30 mil francos para colaborar con sus obras de
beneficencia. Don Bosco, llorando, salió de la habitación mientras gritaba: “¡La
Providencia, la Providencia!”
Tanto el profeta Elías como Don Bosco habían buscado en todo hacer la voluntad
de Dios. El Señor nunca los dejó enredados en sus problemas. Una de las grandes
equivocaciones consiste en querer “beneficiarse” de las promesas de la Biblia sin cumplir,
previamente, con las condiciones que Dios exige.

El método de San Pablo

San Pablo aseguraba que él ya se había acostumbrado a vivir, serenamente, tanto en


la abundancia como en la penuria (Flp 4, 12). En todo veía la mano de Dios, y lo
alababa. San Pablo da un consejo muy sabio para los momentos críticos de la vida. Dice
San Pablo: “No se aflijan por nada, sino preséntenlo todo a Dios en oración. Así Dios
les dará su paz que es más grande de lo que el hombre puede entender; y esta paz
cuidará sus corazones y sus pensamientos porque ustedes están unidos a Cristo Jesús”
(Flp 4, 6-7).
San Pablo está en lo cierto cuando aconseja que en los momentos difíciles, hay que
acudir, en primer lugar, a la oración. Si la oración es auténtica, nos llevará a detectar si
somos nosotros los artífices de nuestros propios desastres. En la oración, el Espíritu
Santo nos señala de qué manera nosotros mismos estamos provocando nuestras propias
desgracias. Pero la oración no nos deja nunca hundidos. En la oración Dios nos entrega
la medicina apropiada para curar nuestro mal. Cuando estamos unidos a Dios en la
oración, como dice San Pablo, el Señor guardará con su paz nuestros pensamientos y
nuestros corazones.
Habría que examinar también el caso de la viuda de Sarepta. Cuando el profeta

49
Elías le pide un vaso de agua, inmediatamente corre para brindárselo. No le pregunta su
nombre; no le pone ninguna condición. Cuando el profeta le solicita un poco de alimento,
la viuda explica que únicamente cuenta con un poquito de harina y aceite, que solamente
le servirán para una comida, y que luego se dispondrá a morir de hambre. Por fe entrega
al profeta lo único que tiene. Dios la premió: mientras el profeta permaneció en su casa,
nunca le faltó ni la harina ni el aceite.
La viuda de Sarepta dio generosamente. No puso precio al vaso de agua, a la harina
y al aceite. Dio por fe. Jesús dice: “Den y se les dará”. En momentos angustiosos, en lo
que respecta a la economía, habría que preguntarse seriamente si nosotros “damos a los
demás”, a los necesitados. Si sabemos pensar en los que están pasando por
circunstancias difíciles. Jesús dijo: “Con la misma medida que ustedes midan a los
demás, con ésa serán medidos”. Es un contrasentido pensar que Dios deba usar mano
larga con nosotros cuando no somos capaces de sentir compasión por el que se acerca a
nosotros solicitando nuestra ayuda.

La política de Dios

Es muy común entre el pueblo la exclamación: “¡Que bueno es Dios!”, cuando se


ha obtenido un buen negocio, una ventaja de tipo económico. Pero no se afirma con
gozo que Dios es bueno cuando aumentan las deudas, cuando se encuentra el individuo
en un callejón sin salida en sus afanes financieros. Dios siempre es bueno. Es bueno
cuando permite que Elías sea perseguido y caiga en la depresión, como cuando le envía
diariamente alimento por medio de unos cuervos. Dios es bueno cuando no exime a Don
Bosco de ser perseguido por sus acreedores, con peligro de ir a la cárcel, como cuando le
envían un sobre que contiene un cheque con la cantidad exacta de su deuda. Dios
siempre es bueno. Los malos somos nosotros que sólo lo sabemos alabar cuando
tenemos logros de tipo material.
La comedia, “Un loteriazo en plena crisis”, de María Luisa Aragón, recoge muy
bien el sentir de nuestro pueblo que quiere arreglar sus problemas pecuniarios,
mágicamente, a base de loteriazos. La política normal de Dios no son los loteriazos; Dios
sigue un camino diverso: nos ha entregado, de antemano, talento y un cerebro. Quiere
que nos movilicemos, que hagamos fructificar nuestros talentos. El maná solamente
caerá cuando hayamos puesto todo de nuestra parte con la confianza en la Divina
Providencia. Son muchísimas las personas que creían que habían llegado ya a la ruina
total. Pusieron a trabajar sus talentos, con fe en Dios, y, de pronto, se encontraron lo
necesario para seguir viviendo. El maná que cae no es un cuentecito para niños. Es algo
muy serio que los que tiene fe en Dios han podido comprobar muchas veces en su vida.
Nunca me ha gustado el dicho popular que reza: “Dios aprieta, pero no ahoga”.

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Encuentro poco evangélica esta imagen de Dios que aprieta la garganta del individuo y
solamente le deja un poquito de aire para que no se muera. No es el Dios que Jesús nos
muestra en el Evangelio. Ese Dios bueno, misericordioso. Ese Dios que está pendiente
hasta de las aves y de los lirios. Que tiene un proyecto de amor para cada uno de sus
hijos.
José fue vendido por sus hermanos. Fue a parar a una oscura cárcel en Egipto.
Todo tremendo. En los planes de Dios, José debía bajar muy hondo en la desgracia
porque le tocaba subir muy alto en la gloria. Llegó a ser virrey de Egipto. Por medio de él
Dios salvó del hambre al pueblo de Israel. Hizo descender muy abajo a José para que las
alturas del trono no lo marearan de vanagloria.
El famoso orador Monsabré, en un arranque oratorio, llegó a decir que si Dios le
concediera, durante 24 horas, su poder, cambiaría muchas cosas en el mundo; pero que
si le concediera durante un minuto su Sabiduría, dejaría todo como está. Dios todo lo ha
hecho bien. Así lo afirma el Génesis: “Vio Dios que era bueno”. Dios todo lo hizo bien.
Hay que tener ojos de fe para entender que lo que aparenta estar torcido, para Dios es el
camino más recto. De aquí que en toda situación, el hombre de fe profunda alaba
siempre a Dios.
Aquí está la base para poder “vivir” lo que dice Jesús: “No se preocupen
preguntándose qué vamos a comer o qué vamos a beber o con qué vamos a vestirnos.
Todas estas cosas son las que preocupan a los paganos, pero ustedes tienen un Padre
celestial que ya sabe que la necesitan. Por lo tanto busquen primero el reino de Dios y
su justicia y todo lo demás se les dará por añadidura” (Mt 6, 31-34).
El conocedor de la vida de San Juan Bosco, el Cardenal Alimonda, decía que la
calma y la serenidad de Don Bosco en toda circunstancia se debían a que él se había
abandonado en los brazos de Dios. Aquí está la clave para la paz que todos estamos
buscando. Esa serenidad no la dan los tranquilizantes. Esa paz nos viene de Dios, cuando
sabemos confiar en él como un Padre amoroso y providente, y cuando buscamos
primero el reino de Dios y su justicia.

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8. Cuando dan ganas de salir huyendo

En situaciones difíciles, muy complicadas, nos llega a invadir el pensamiento de


“escapar”, de buscar una salida “huyendo” de nuestro problema. La madre de familia,
agobiada por tantas preocupaciones, piensa en abandonar a su familia y marcharse lejos.
El padre quisiera “echarlo todo por la borda”. El hijo joven se imagina que con
“escaparse” de su casa se arreglarán sus problemas.
El autor del salmo 55 pasó por esta desconcertante experiencia. “Me han cargado
de aflicciones; me atacan rabiosamente. El corazón me salta en el pecho; el terror de
la muerte ha caído sobre mí”. Me ha entrado un temor espantoso; ¡estoy temblando de
mido! (v. 3-4). La situación por la que estaba pasando el salmista era sumamente
desesperada, pensó “escapar”. Sus versos recogen su situación sicológica: !Ojala tuviera
yo alas como de paloma; volaría muy lejos; me quedaría a vivir en el desierto” (v. 6-
7). Al salmista se le ocurrió que con irse “muy lejos” con huír “al desierto”, todo
problema estaría solucionado.
Cuando Pablo, por primera vez, estuvo prisionero, tuvo la idea de escaparse de sus
sufrimientos por medio de la muerte. En su carta a los filipenses escribió: “Deseo partir
y estar con Cristo” (Flp 1, 23). Pero le faltaba mucho trecho por correr a Pablo. Esa no
era todavía la solución de Dios para él.
Jesús en el huerto, también buscó una salida para su desesperada situación; rezó:
“Padre, si es posible que pase de mí este cáliz”. Recapacitó, que el plan de Dios era
otro, y, por eso, mismo dijo: “Pero que se haga tu voluntad”.
El profeta Jeremías, ante las persecuciones, también creyó encontrar la solución en
marcharse hacia el desierto: “¡Quién me diera en el desierto un lugar dónde vivir para
irme lejos de mi pueblo!” (Jr 9, 2).
Hay momentos tan confusos en nuestra vida, en que no encontramos ningún otro
camino, y por eso pensamos en “escapar”. Aunque no sepamos hacia dónde. La
tentación del “escapismo” es muy común en nuestra existencia.
Muchos han intentado la salida del “escapismo”, pero resulta que no les ha llegado
la paz que ansiaban. La paz no está localizada en un lugar geográfico, sino en el mismo
corazón del individuo. Jesús dice: “Vengan a mí todos los que están agobiados y
cansados, y yo les haré descansar”. Jesús, al hablar del descanso, no se refiere a un
lugar de vacaciones, a una playa. Se refiere a la paz del corazón, que se halla en
cualquier lugar, cuando se le ha encontrado a El.
Buscar la paz, huyendo, es olvidarse que a dondequiera que vayamos, nos llevamos
a nosotros mismos; llevamos nuestro problema número uno, que es nuestro yo.

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Algunos creyeron que con cambiar de esposa, su suerte iba a mejorar. Ya llevan
divorcios, y siguen buscando la felicidad. Otros se fueron de una iglesia porque, según
ellos, no había amor, ni piedad. Ya han pasado por varias iglesias, y siguen buscando ese
“lugar” de paz que piensan encontrar en alguna parte ¡Pero solamente lo podrán
encontrar dentro de ellos mismos!

Situación de peregrinos…

Lo que falta es que nos convenzamos de que somos unos “peregrinos”. El peregrino
es alguien que está de paso. No puede pretender “instalarse” en determinado lugar; si lo
hiciera, pronto se vería defraudado, al tener que reiniciar su “marcha”. La carta a los
Hebreos afirma que “no tenemos aquí una ciudad permanente”, y que por lo tanto no
debemos “deprimirnos” si se nos derrumba nuestra actual carpa de campaña. Las carpas
de campaña no son moradas definitivas; son para un momento nada más. Nadie vive
definitivamente en una casa de campaña. El peregrino tiene una misión que desempeñar
en esta tierra. Se le concede determinado número de años. El peregrino no puede darse el
lujo de “escapar” de la misión que le ha sido encomendada. Por eso el peregrino debe
“valorar” la misión que se le encomendó; debe convencerse que si no la cumple, no
puede pretender que se arreglen solas las cosas que a él le encargaron arreglar.
El salmo 84 recuerda una situación difícil que debían superar los peregrinos que
pretendían llegar al templo de Jerusalén. Debían pasar por un valle muy árido, llamado
“Valle del Bálsamo”; algunas traducciones lo mencionan como “Valle de lágrimas”.
Los peregrinos iban con tanta ilusión que, aunque se encontraban con un valle
desértico, ya estaban pregustando la alegría del templo del Señor. Esto lo expresó el
salmista cuando escribió: “Cuando pasen por el Valle de lágrimas, lo convertirán en un
manantial” (Sal 84, 6). Los que se dirigían hacia el templo, pensaban que allá
encontrarían un lugar de gozo y quietud, como la golondrina encuentra su nido para sus
polluelos, y el gorrión un rincón para cobijarse (v. 3).
Los cristianos, en nuestro peregrinar, hablamos con frecuencia del cielo. Esperamos
encontrar allí un lugar para hacer nuestro “nido” definitivo, para instalarnos en el gozo
del Señor. Tal vez alguno pueda pensar que se trata de un “evasionismo”, de escaparnos
“espiritualmente hacia una utopía, porque no nos atrevemos a resolver los problemas que
el mundo actual nos presenta. Cuando se entiende bien el pensamiento cristiano, se cae
en la cuenta de que el Evangelio no nos permite ser “evasionistas”. Nos lleva a meternos
de lleno en nuestros problemas, pero con un sentido de peregrinos: no toda la vida
tendremos que estar en esa “carpa de campaña”. Estos contratiempos son
“provisionales”.

53
San Juan Bosco, cuando se encontraba atenazado por miles de dificultades, repetía:
“Un pedazo de paraíso lo arregla todo”. Don Bosco no fue un “escapista”. Mientras
esperaba ese “pedazo de paraíso”, luchó denodadamente por buscar la manera de
solucionar los problemas de los jóvenes marginados. Construyó talleres para ellos, fundó
escuelas, orfanatos, misiones.
En medio de sus penalidades, Pablo escribió: “Considero que los sufrimientos del
tiempo presente no son nada si los comparo con la GLORIA que habremos de ver
después” (Rm 8, 18). Este pensamiento del futuro cielo no adormeció a Pablo; lo
acicateó para ponerse de lleno al servicio de sus hermanos más necesitados. El
pensamiento del cielo, en el sentido evangélico, no es opio, sino vitamina que despierta y
fortalece.
San Pedro era un hombre muy práctico. Cuando vio que la “cosa se ponía dura”, le
preguntó a Jesús: “¿Qué nos va a dar a los que te seguimos?” Jesús fue muy claro: les
aseguró que no les faltaría casa y hermanos, pero “con persecuciones”, y que tendrían la
vida eterna (Ver Mr 10, 28029). El cristiano no tiene la religión como un “opio” para
adormecerse, sino para “ser acicateado” para cumplir su misión con la confianza en la
providencia de Dios, aquí en la tierra, y con la seguridad de la vida eterna.
Esto, que aseguró Jesús a sus seguidores, lo había intuido el escritor del salmo 55
cuando, en medio de su angustia, escuchó la voz de Dios que le decía: “Deja tus
preocupaciones al Señor, y él te mantendrá firme; nunca dejará que caiga el hombre que
le obedece” (v. 22). Esto nos hace recordar el maravilloso consejo de San Pedro: “Echen
en él sus preocupaciones, pues, El cuida de ustedes” (1P 5, 7). Pedro ya sabía lo que eso
significaba. El había sido capaz de dormir en la cárcel, mientras se tramaba su ejecución.
Había echado sus preocupaciones en el Señor, y había podido vencer el insomnio.
Todo el Sermón de la Montaña está encaminado a ayudarnos a no buscar “evadir”
nuestra realidad, sino a hacerle frente. Jesús no nos asegura que por ser “niños bien
portados” todo nos va ir muy bien. Esa es una fe infantil. Al niño le gustan los cuentos.
En ellos siempre mueren las brujas y los ogros. A los buenos les va muy bien. En la
realidad, triunfan las brujas y los ogros. Los buenos, no es raro, que sean marginados y
vilipendiados.
Cuando Jesús dijo que serían FELICES, los que sufrieran, los que lloraran, los que
fueran perseguidos y los que fueran pobres de espíritu, nos estaba enseñando a “aceptar”
nuestra realidad. A saber que en medio de todas estas contradicciones, El podría darnos
esa “paz” profunda y duradera que el mundo promete con gran despliegue de
propaganda, pero que está incapacitado para dar porque no es su dueño. Jesús vivió
como pobre, fue perseguido, lloró, sufrió, pero eso no le impidió gozar de la serenidad
que todos le envidiaban, de la paz que llevaba a todos porque El era el “Príncipe de la
Paz”.
La fe madura se demuestra cuando la persona no anda buscando “paraísos

54
terrenales” aquí en la tierra: cuando sabe aceptar la “cruz”, que Jesús le presenta, y no
intenta dejar botada su cruz y salir corriendo.
El autor del salmo 73 nos cuenta que un día comenzó a comparar su situación
adversa con la de los malvados a quienes todo les resulta bien Refiriéndose a los
corruptos, decía: “A ellos no les preocupa la muerte, pues están llenos de salud; no han
sufrido las penas humanas ni han estado en apuros como los demás” (v. 4).
El salmista, al ver triunfar a los malos, llegó a una primera conclusión pesimista:
“¡De nada me sirve tener limpio el corazón y limpiarme las manos de toda maldad! Pues
a todas horas recibo golpes, y soy castigado todas las mañanas” (v. 13-14).
Estos pensamientos, en lugar de ser una “salida” para el conflicto del salmista, lo
llevaron al RESENTIMIENTO. El salmista nos describe su situación anímica: “Yo
estuve lleno de amargura y en mi corazón sentí dolor” (Sal 73, 21). Al salmista le costó
superar esta situación de RESENTIMIENTO. Encontró una salida a su problema cuando
se dio cuenta que era una locura dejarse llevar por el resentimiento y la amargura; el
salmista confiesa que se sintió COMO UNA BESTIA ante Dios por su manera de no
comprender su providencia. El salmista nos comparte que cuando ingresó en el santuario
(v. 17), pudo comprender los designios de Dios, y darse cuenta de todo lo que Dios
había hecho por El durante su vida. El salmista, arrepentido, le dice al Señor: “Siempre
has estado conmigo. Me has tomado de la mano derecha, me has dirigido con tus
consejos…” (v. 23).
El salmista llega a una conclusión muy consoladora: “Estando contigo, nada quiero
en la tierra”… “Yo me acercaré a Dios, pues para mí eso es lo mejor” (vs. 25 y 28).
Tanto el autor del salmo 73 como el del salmo 55, hallaron una solución para sus
angustias cuando pudieron encontrarse con el Señor en la oración. El salmista del salmo
73, afirma que al ingresar en el santuario, se despejó su mente, y comenzó a ver cómo
Dios siempre había estado presente en su vida… cómo lo había llevado de la mano en
todo momento. El autor del salmo 55, en medio de su turbación, provocada por sus
penas, escuchó la voz del Señor que le decía: “Deja tus preocupaciones al Señor, y El te
mantendrá firme; nunca dejará que caiga el hombre que le obedece” (sal 55, 22).
Al encontrarse con la voz de Dios, cayeron en la cuenta de que habían tomado un
camino extraviado: la evasión y el resentimiento no eran solución para su angustia. Al
decidirse a “contar” con el auxilio de Dios, de pronto cambió su manera de ver la
situación, y les llegó fortaleza para afrontar sus problemas. El gran error nuestro, en
nuestras dificultades, es hacerles frente sin la ayuda del Señor. Tal vez acudimos a El en
una forma atolondrada y mecánica y, por eso, no logramos escuchar las directivas que El
nos envía por medio del Espíritu Santo.

55
La tentación del evasionismo

La novela QUO VADIS, está basada en una leyenda. Se narra que cuando arreció la
persecución en Roma, Pedro, como muchos otros, intentó huir a otra ciudad. De camino
se encontró a Jesús. Pedro le preguntó en latín: “¿QUO VADIS, DOMINE?”, “¿A
DONDE VAS, Señor? Jesús le contestó que iba a Roma a tomar la cruz que él estaba
rechazando. Ante este reproche de Jesús, Pedro volvió apresuradamente a Roma. La
historia nos cuenta que Pedro murió también en la cruz con la cabeza hacia abajo.
La tentación de escaparnos, de huir nos acecha continuamente, sobre todo en una
época tan convulcionada como la nuestra. También nosotros quisiéramos volar como una
paloma hacia un lugar lejano. Como Pedro, le andamos huyendo a nuestra cruz. Esa no
es la solución que Jesús nos propone. Ese no es el camino que El nos dejó señalado. Un
encuentro sincero con Jesús; es un encuentro con nuestro Señor que nos repite: “Toma
tu cruz y sígueme, si de veras quieres llamarte mi discípulo”.
El profeta Elías también creyó que iba a solucionar sus problemas huyendo hacia el
desierto. En su desesperación, hasta llegó a pedir la muerte. El Señor le envió un sueño
profundo para que se calmara. Cuando despertó, se encontró con un pedazo de pan y
una jarra de agua. Pudo llegar al monte Horeb y tener una experiencia de Dios. Una vez
que el Señor lo fortaleció, espiritual y materialmente, lo envió de regreso a Jerusalén. No
le permitió que siguiera evadiendo su responsabilidad… El camino de la evasión, de la
huida no es el que enseño Jesús. Los apóstoles tenían miedo de ir a Jerusalén porque
sospechaban lo que les esperaba: Jesús, viendo hacia la ciudad santa, les dijo: “Vamos a
Jerusalén”. Y fue a entregarse para que lo llevaran a la cruz. Un seguidor de Jesús, no
puede andarle huyendo a su cruz. En primer lugar la va encontrar lo mismo, y la va a
tener que cargar, aunque no quiera; la va a sentir más pesada porque la va a llevar a la
fuerza.
El salmo 84, haciendo alusión a los que para llegar al templo tenían que pasar antes
por el desierto, por el valle de lágrimas, decía: “Al pasar por el Valle de las lágrimas, lo
hacen un manantial… De altura en altura marchan, y dios se les muestra en Sión” (Sal
84, 7-8). Cuando en medio de las aflicciones, de nuestros múltiples problemas, ponemos
nuestra mirada en Dios, de allí nos viene la fortaleza para no dejarnos derrotar, y para
llevar con serenidad y paz la cruz que Dios ha escogido con el amor para cada uno de
nosotros.
El profeta Isaías escribió: “Los que confían en el Señor tendrán siempre nuestras
fuerzas y podrán volar como las águilas, podrán correr sin cansarse y caminar sin
fatigarse” (Is 40, 31). El Señor nos dio alas no de paloma para huir atolondradamente,
sino de águila para encumbrarnos a las alturas y encontrarnos con El. Que nadie intente
huir, sino remontarse cada vez más alto.

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9. Cuando parece que no alcanza el pan…

Tarde o temprano, a toda la familia, a toda comunidad se le presenta el amenazador


fantasma del problema económico ¡Pareciera que todos los caminos están cerrados! La
angustia por el mañana aprieta el corazón. Se tocan todas las puertas y como que una
fuerza extraña las retuviera cerradas enigmáticamente.
Una de las terribles tentaciones ante el fantasma de la economía crujiente, es pensar
en que Dios se ha olvidado de nosotros, o que quién sabe si, de veras, existe ese Dios
que no acude prontamente a remediar nuestros problemas.
Un cristiano maduro debe estar preparado para hacerle frente a ese momento crucial
de la vida. Un cristiano debe estar plenamente convencido de que hay un Padre que nos
ha prometido que si buscamos el reino de Dios y su justicia, El nos dará la “añadidura”
(Mt 6, 33).
Cuando Jesús vio que inmenso gentío lo seguía y que ya era tarde y no habían
comido, le preguntó al apóstol Felipe, “¿Qué podemos hacer para darles de comer a toda
esta gente?”. Felipe comenzó a establecer cálculos, y llegó a una conclusión: “No se
puede”. Lo mismo le sucedió al sirviente del profeta Eliseo. Le habían regalado 20 panes
al profeta, y le ordenó a su sirviente que los distribuyera entre 100 personas; el sirviente
tajantemente, le dijo: “No se puede”. Tanto el sirviente de Eliseo como el apóstol Felipe
tenían razón desde un punto de vista matemático y lógico; pero se les había escapado la
dimensión de fe.
Cuando nosotros analizamos nuestros problemas económicos solamente desde un
punto de vista matemático, podemos llegar a conclusiones espantosas, que nos pueden
causar serias tensiones. Pero nosotros, además de las matemáticas, contamos con la fe
en la Divina Providencia. Por eso los cristianos somos, empedernidamente, optimistas y
sabemos “esperar contra toda esperanza”.

Una insignificante canasta

Es curioso el caso del apóstol Andrés; cuando el Señor le preguntó a Felipe cómo
hacer para dar de comer al gentío, Andrés no se encerró en un círculo matemático para
establecer cálculos. Andrés se movilizó para ver qué se podía hacer. Al punto regresó con
un muchacho que llevaba una canastilla con cinco panes y dos peces. Se lo presentó al
Señor. ¿Por qué hizo eso Andrés? ¿Pretendía solucionar el problema con esos panes y
esos peces? Hay que hacer constar que Andrés había estado presente en las bodas de

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Caná. Había presenciado cómo Jesús convertía el agua en vino. Andrés lo que quería, al
presentarle a aquel muchacho a Jesús, era ponerlo en ocasión de “hacer algo”. Era como
que le dijera: “Señor, yo ya hice mi parte; ahora te corresponde a ti”. Confiaba en Jesús.
Y a Jesús le gustó el gesto de Andrés; con aquellos pocos panes y peces les dio de comer
a millares de personas.
Es lo que Dios quiere de sus hijos: que nos movilicemos para hacer nuestra parte, y
que le dejemos a El hacer su parte. Eso es lo difícil en la fe: nosotros creemos en
nosotros mismos; pero nos cuesta creer que Dios pueda hacer su parte.
A San Juan Bosco, mientras confesaba, le fueron a avisar que sus niños estaban por
llegar al comedor y que no había pan; que el panadero no quería proporcionarlo porque
debían demasiado. El santo se levantó del confesionario; se puso en oración y fue a
tomar la canasta en donde habían 15 panes. El santo sencillamente había puesto “ su
parte” y dejó que Dios pusiera lo demás.
El humilde Hermano Pedro de Betancourt iba, apurado, buscando alimentos para
sus pobres; la señora de una panadería le dijo, en son de broma, que le regalaba los
panes que cupieran en la alforja. El Hermano Pedro comenzó a meter pan y más pan. La
dueña de la panadería no salía de su asombro cuando vio que se llevaba media
panadería. ¿Cómo era posible que cupiera tanto pan en una alforja tan pequeña? El
Hermano Pedro había puesto su parte y dejó que Dios pusiera la suya.
Dios quiere que pongamos nuestra parte y le dejemos a El la suya. No es nada
ridículo; no se trata de una utopía. Son tantísimas las personas que a diario viven esta
experiencia. En medio de problemas luchan por el pan de cada día, y dan gracias a Dios
de que no les falta lo necesario. Parecía que no iba alcanzar para todos, pero resulta que
hasta sobró un poco.

La famosa añadidura

Hay en el evangelio una frase muy desconcertante. Dice Jesús: “Busquen primero
el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura” (Mt 6, 33).
Ante todo, esta promesa es solamente para los que “buscan primero el reino de Dios y su
justicia”: No es para “todos”. En el Evangelio buscar el reino de Dios y su justicia
equivale a “hacer la voluntad de Dios”.
En el Padrenuestro decimos: “Venga tu reino” hágase tu voluntad en la tierra como
en el cielo”. El reino de Dios, entonces, llega cuando se hace la voluntad de Dios.
Cuando una persona busca y cumple la voluntad de Dios en su vida, el Señor se
compromete a que no le falta lo “necesario”.

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La multitud que seguía a Jesús se había expuesto a quedarse sin alimento por
escuchar la Palabra de Dios. Estaban “buscando el reino de Dios y su justicia”. Y Dios
no les falló: les sirvió la comida en medio del campo.
El profeta Elías iba huyendo de la pérfida Jezabel; lo quería matar porque había
derrotado a sus falsos profetas de Baal. Elías cayó exhausto en medio del desierto.
Cuando despertó, encontró a su lado un pedazo de pan y una jarra de agua. El profeta
había “buscado el reino de Dios y su justicia”; Dios, ahora, no le dejaba faltar “la
añadidura”.
Bien escribió David en su salmo 37: “Fui joven y ahora soy viejo; pero nunca vi
desamparado al hombre bueno, ni a sus hijos pedir limosna”. Aquí está plasmada la
experiencia de toda una vida. David habla del “hombre bueno”; del que ha “buscado el
reino de Dios y su justicia”. Dios no le ha fallado nunca.

Nada de lujos…

El evangelista Juan, en la multiplicación de los panes, hace notar que los panes eran
“de cebada”. El pan de cebada era el pan más económico entre los judíos. Este dato es
revelador. Dios ha prometido dar “lo necesario”, “lo indispensable”: Dios no ha
prometido “lujos” refinados. A la multitud no le proporcionó “pan de primera clase”; le
dio “pan de cebada”. A Elías no le sirvió un banquete con ricas viandas, en el desierto.
Unicamente le dio lo necesario para que siguiera su camino hacia el Monte Horeb. Dios
nos promete lo necesario, lo indispensable. Los “lujos”, por lo general, no entran en los
planes de Dios.
Nosotros vivimos en una sociedad que se postra ante el lujo. Los medios de
comunicación masiva se encargan de alborotar la mente de las personas haciéndoles creer
que si no disponen de un “perfume francés” no pueden ser felices. Muchos viven
inquietos mirando hacia la casa del vecino para ver qué tiene de más. Todo esto hace que
nos convirtamos en personas “inconformes” que no nos contentemos con lo “necesario”,
que no nos adaptamos al camino de la sencillez y austeridad que el Evangelio de Jesús
nos indica.
San Pablo, muy sabiamente, escribió: “Si tenemos con que comer, con que
vestirnos, contentémonos con eso” (1Tm 6, 8). San Pablo no propicia el “conformismo”
de personas con mucha haraganería y poca iniciativa. Cuando Pablo dice:
“Contentémonos” quiere indicar la actitud de gratitud de la persona que, día a día, sabe
agradecer a Dios el pan cotidiano, y que sabe vivir con sencillez la sana alegría del que se
esfuerza y confía al mismo tiempo en la Divina Providencia de Dios.

59
La tentación del Evasionismo

En una de las varias multiplicaciones de panes, los apóstoles le sugirieron a Jesús


que despidiera a la gente para que fueran a buscar alimentos. Los apóstoles, muy
fácilmente querían quitarse el problema de encima. “Despídelos”, le dijeron a Jesús. No
se esperaban la respuesta de Jesús: “No; denles de comer ustedes” (Mt 14, 16). Felipe
puso mala cara. Aseguró que ni con doscientos denarios se podría solucionar ese
problema. Andrés, en cambio, buscó otro camino: cuando encontró al muchacho con su
canasta de panes y peces, lo convenció para que se los ofreciera al Señor. El muchacho y
Felipe se presentaron a Jesús y lo pusieron en la ocasión de hacer un milagro.
Ante una situación desesperada, es fácil intentar “lavarse las manos”, como lo
querían hacer los apóstoles en un principio; buscar escapatorias para no enfrentar el
problema: “Despídelos para que se vayan a buscar alimento”. La respuesta de Jesús para
todos nosotros, ante la inmensa necesidad del mundo, sigue siendo la misma: “No se
laven las manos; denles ustedes de comer”. Ante este compromiso, que Jesús nos echa
encima, como Felipe, nos dan ganas de poner mala cara. Pero Jesús nos hace ver que
para seguir multiplicando panes en la actualidad, necesita las manos de personas
generosas para servir a los necesitados; necesita pies de miles de colaboradores para ir en
busca del que no tiene lo indispensable; necesita corazones que sientan compasión para
poder llegar a la mayor parte de la humanidad que se encuentra pasando por graves
apuros económicos.
A altas horas de la noche, San Juan Bosco se encontró con un grupo de jóvenes en
la calle; les aconsejó que se fueran a su casa, que ya no era hora de andar vagando. Los
jóvenes se rieron de él; le aseguraron que no tenían casa. El santo se conmovió y los
llevó a su hogar. Como pudo los acomodó en un saloncito. Al día siguiente, con ilusión
fue a despertar a sus huéspedes. Habían volado con todo y sabanas y almohadas. El
santo no dijo: “Ya no me meteré con esa gente mal agradecida”. El siguió buscando al
necesitado y fundó establecimientos en donde poder ayudar a los jóvenes abandonados.
Esa es la clase de personas que busca el Señor para poder seguir multiplicando los panes
en la actualidad.

Dos preguntas

En los momentos de crisis económica, hay dos preguntas que nos debemos formular
muy seriamente. En primer lugar debemos preguntarnos si, de veras, “estamos buscando
el reino de Dios y su justicia”. Si en vida, en nuestro hogar se está haciendo “la voluntad

60
de Dios”. Si la respuesta es positiva, a pesar de las dificultades económicas, de las
incertidumbres, debemos sentirnos confiados en que Dios cumplirá su promesa y que no
nos faltará “lo necesario”, lo indispensable.
Otra pregunta que viene muy al caso en estos momentos difíciles, es si estamos
“movilizándonos” para prestarle nuestras manos, nuestros pies y nuestro corazón a Jesús
para que El siga multiplicando panes. El salmo 41 asegura: “Dichoso el que piensa en el
débil y pobre, el Señor librará en el día malo”. Cuando nosotros nos preocupamos en
colaborar con Dios para socorrer al necesitado, el Señor promete que en los momentos
difíciles, El velara por nosotros. No podemos pretender que los demás nos atiendan, que
se interesen por nosotros, mientras nosotros nos quedamos tranquilos sin abrir nuestro
corazón a la persona necesitada.
Cuando las arañas quieren que sus hijuelos aprendan a defenderse en la vida, los
dejan colgando de un hilo sobre un estanque de agua. Los hijuelos de la araña patalean y
se ponen nerviosos; desde su escondite la araña con ojo atento los observa; al menor
peligro está dispuesta a salir. La araña no quiere divertirse con el nerviosismo de sus
hijos; solamente quiere que se hagan atrevidos, que aprendan a enfrentarse con los
riesgos de la vida. A todos, en determinadas épocas de nuestra vida, nos toca ser
bamboleados por vientos amenazadores. Es un momento difícil, cuando de ninguna
manera podemos olvidarnos de que hay Alguien que vela insistentemente por nosotros, y
que nos ha prometido que si buscamos el reino de Dios y su justicia, El se compromete -
a pesar de los vientos huracanados- a que no nos falte lo necesario.

61
10. Cuando nos encontramos en un callejón sin salida

Nuestros problemas frecuentemente son agrandados por la turbación que nubla


nuestro entendimiento. Creemos que vamos a perecer en medio de la tormenta. Creemos
que para nosotros no existe ninguna salida. El autor del salmo 27 nos comparte la manera
cómo él le supo hacer frente a un momento crucial de su vida, cuando creyó que el
mundo se derrumbaba para él.
En el salmo se aprecia una “progresión” en la manera de analizar el momento difícil
por el que estaba pasando el salmista. Toda su atención, en un primer momento, la
centró en el problema mismo. El problema se le convirtió en un gigante de dimensiones
incalculables. Este defecto es muy común cuando tenemos que afrontar alguna situación
conflictiva. Tendemos a centrar nuestra mirada en el problema, y nos olvidamos de ver
también alrededor. Es como cuando en una pared blanca hay una mancha negra. Si el
individuo se acerca mucho a la mancha negra, todo lo verá negro, sin percatarse de que
la mayor parte de la pared es de color blanco. El miedo, la turbación nos hacen
acercarnos demasiado a nuestro problema, y olvidarnos de todo lo demás que nos rodea.
En situaciones problemáticas, tendemos automáticamente, a buscar un culpable de
lo que está sucediendo. Por lo general llegamos a la conclusión de que ese culpable
somos nosotros mismos. Esto es bueno, si nos lleva a una introspección, a analizar
nuestra relación con Dios, y a purificarnos de todo lo pecaminoso. Pero no nos favorece
en nada, si comprobamos que estamos en “gracias de Dios”, y, no obstante, seguimos
creyendo que, en alguna forma, somos “castigados” por Dios. Esto no nos ayuda para
nada en la solución de nuestro problema; más bien ennegrece más el panorama.
El salmista, al principio, se había dejado derrotar por la inmensidad de su problema.
Recapacitó y dejó de centrar su atención en las dificultades que lo estaban envolviendo, y
fijó su mirada en el Señor. Allí encontró la solución para su situación desesperada. A los
que sufren de vértigo, se les aconseja que vean hacia arriba. Fue lo que hizo el salmista.
Miró hacia Dios. Fue en ese momento cuando pudo gritar: “El Señor es mi luz y
salvación, ¿de quien podré tener miedo? El Señor, es refugio de mi vida, ¿a quién
habré de temer? (v. 1).
Este pensamiento le fue comunicando fortaleza hasta que pudo exclamar: “Aunque
un ejército me rodee, mi corazón no tendrá miedo; aunque se preparen para atacarme,
yo permaneceré tranquilo” (v. 4).
El salmista pensó en Dios como LUZ y como SALVACIÓN, como un REFUGIO.
En momentos de tribulación, la mente se oscurece y nos toca caminar a tientas. Dios es
Luz para nuestro camino. Es faro que nos muestra el puerto en donde encontraremos
seguridad.

62
Cuando el salmista pensaba en Dios como SALVACIÓN, seguramente recordaría la
historia de la salvación con respecto al pueblo de Israel. El salmista recordaría cómo Dios
había salvado a tantos individuos de sus apuros. También a él lo podía salvar, entonces,
del apuro en que se encontraba.
El salmista tenía experiencia de la guerra; por eso concibió a Dios como un
REFUGIO. Llegó a verse como rodeado por un enorme ejército. Pero no tuvo miedo
porque sintió a Dios como una muralla inexpugnable a su alrededor.
Si estos conceptos del salmista los trasladamos a nuestra situación, en el Nuevo
Testamento, podemos decir que Jesús es esa Luz que andamos buscando. “Yo soy la luz
del mundo; el que me sigue no anda en tinieblas”, dijo el Señor. Cuando nos confiamos
a El, sabemos que no vamos por un camino extraviado; no caminamos a tientas, sino
muy seguros a su lado.
Jesús es Salvación. Su nombre lo dice: Jesús significa Salvador. La primera vez que
Jesús se presentó para predicar en una sinagoga, aseguró que era el Mesías que venía a
romper todas las cadenas y a vendar los corazones lastimados (Lc 4, 16-19). Jesús nos
anima a sentirnos fuertes a su lado. El aseguró: “Crean en Dios, y crean también en mí.
Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 30). Cuando nos acercamos al Señor, nos sentimos
como dentro de ese REFUGIO que el enemigo no puede conquistar.
Cuando el salmista se dejó invadir por estos pensamientos de Dios, como Luz,
como salvación y como Refugio, ya no tuvo miedo. Ya no centró su atención en sus
dificultades, sino en Dios mismo. Comenzó a sentirse fortalecido hasta el punto de
asegurar que se conservaría tranquilo aunque un ejército lo amenazara: “Aunque un
ejército me rodee, mi corazón permanecerá tranquilo” (v. 3).

La indicación de Dios

Cuando el salmista dejó de mirar fijamente hacia sus problemas y comenzó a pensar
en Dios, también comenzó a escuchar la voz de Dios que le indicaba algo. El salmista
escuchó que su corazón le decía: “BUSCA EL ROSTRO DEL SEÑOR” (v. 8). En
hebreo, rostro equivale también a PRESENCIA. Todo lo que el Señor le indicó fue que
“Buscara su rostro”.
El libro del Exodo nos narra que cuando Moisés estaba por sacar al pueblo de
Egipto, en lo primero que pensó fue en rogarle a Dios que los acompañara. La súplica de
Moisés fue la siguiente: “Si tu rostro no va con nosotros, no nos saques de aquí” (Ex
33, 15). El Señor le dio una promesa: “Mi rostro irá contigo y te daré descanso”. El
Señor le estaba asegurando que iría a su PRESENCIA con ellos; que no se afligieran; a
pesar de que les tocaba cruzar el desierto, tendrían DESCANSO.

63
La indicación del Señor para el salmista, en el momento de la prueba, fue que
interesara de que “su PRESENCIA” estuviera con él. No le dijo nada más. Lo más
importante en el momento de la tribulación, es asegurarnos de que estamos en amistad
con Dios. Que el rostro de Dios está con nosotros. Si el nos acompaña, tendremos
DESCANSO.
Moisés por experiencia sabía lo que significa, en el momento de la prueba, contar
con el rostro del señor. Un día, el atrevido Moisés le pidió a Dios ver su rostro. El Señor
le contestó que era imposible para un ser humano. No obstante, le prometió que lo vería
“de espaldas”. Según el lenguaje figurado de la biblia, “de espaldas” equivale a una
muestra de su presencia que el Señor le dio a Moisés (cfr. Ex 33, 18-23).
Para nosotros, en el Nuevo Testamento, Jesús es el ROSTRO DE DIOS. Dice la
carta a los colosenses que Jesús es la “imagen del Dios que no vemos” (Col 1, 15). Jesús
para nosotros es la “señal” de Dios. El rostro de Dios entre nosotros.
Al salmista Dios le indicó cómo encontrar una salida a su apurada situación; le dijo:
“BUSCA MI ROSTRO”. A nosotros Jesús nos dice: “Vengan a mí todos los que están
atribulados y cansados, que yo los haré descansar” (Mt 11, 28). Jesús se ofrece a ser
nuestro Cirineo, para ayudarnos a llevar nuestra cruz. Jesús es la solución en nuestros
momentos difíciles. Cuando logramos sentir a Jesús a nuestro lado, nuestros nervios se
calman y la serenidad comienza a invadirnos.
El salmista, tal vez, esperaba que Dios le diera una respuesta concreta para su
problema. Dios solamente le sugirió: “Busca mi rostro”. Jesús, por medio de su Espíritu
Santo, antes de entregarnos una respuesta concreta para solucionar nuestro problema
particular, nos indica: “Vengan a mí”. Es el equivalente de “Busca mi rostro”.

Dios siempre está cerca

Hubo un momento en que el salmista pensó que Dios lo había abandonado. Hasta
llegó a decirle: “No te escondas de mí, no me rechaces con ira” (v. 9).
Es muy común en los momentos difíciles de nuestra vida, creer que dios nos ha
abandonado. Y es, tal vez, cuando está más cerca de nosotros. Los apóstoles, durante la
tormenta en el mar, pensaron que estaban solos; le dieron importancia a las velas, a los
remos, al mástil. Se olvidaron, en primera instancia, de despertar inmediatamente a
Jesús. Dios estaba con ellos; pero ellos, más que pensar en Dios, pensaban en la
tormenta.
En los días de sufrimiento es cuando Dios está más cerca de nosotros. Es cuando
nuestra autosuficiencia y altanería se van al suelo, y solamente nos quedamos con

64
nuestra poquedad. Entonces Dios puede llegar mejor a nosotros porque, como niños
indefensos, sentimos la urgencia de abalanzarnos a sus brazos, ya que nos morimos de
miedo.
Cuando el salmista se dio cuenta de que, a pesar de todo, el rostro del Señor no lo
había abandonado, entonces dijo: “Ten confianza en el Señor. Ten valor, no te
desanimes. Sí ten confianza en el Señor” (v. 14).
San Pablo no se desanimó por sus múltiples contratiempos. No se amilanó. No se
puso a lloriquear a la vera del camino. Era consciente del poder de Dios, y por eso dijo:
“Todo lo puedo en Cristo que es mi fortaleza” (Flp 4, 13). Además, Pablo supo hacer
partido de los males que lo circundaban. Escribió: “Nos alegramos en el sufrimiento
porque sabemos que el sufrimiento nos da firmeza para soportar, y esta firmeza nos
permite salir aprobados, y salir aprobados nos llena de esperanza” (Rm 5, 3-5). Para
Pablo el sufrimiento hasta llegó a ser motivo de “gozo” porque adivinó que allí estaba la
mano de Dios fortaleciéndolo y llevando bendición a otras personas.
Todos soñamos con un lugar ideal en donde no existan los problemas que, muchas
veces, nos agobian. Ese lugar no existe. Es el “paraíso perdido”, del que nos habló el
poeta Milton. Para no quedar frustrados, lo mejor es prepararnos para hacerles frente a
los innumerables problemas que se nos vienen encima, cuando menos los esperamos.
El salmo 27 es un bello muestrario de cómo superar las dificultades, con la mirada
fija en el Señor. No quiere decir esto que nos vamos a cruzar de brazos y a esperar que
las soluciones lluevan del cielo. La Biblia nos enseña a no ser apocados. El salmo 27
enseña cómo buscar, en primer lugar, el Rostro del Señor para recibir su ayuda poderosa
y fortalecernos, para derrotar nuestras situaciones apuradas.
Los apóstoles, en medio de la tormenta, se olvidaron de despertar a Jesús,
inmediatamente. Pensaron más en la muerte que en la vida que llevaban dentro de su
lancha. Jesús le reprendió; les dijo: “Hombres de poca fe, ¿porqué tienen miedo?”
Pedro, en lugar de escuchar la voz de Jesús que lo animaba a caminar sobre las aguas,
centró su atención en el rugido de las olas. Fue dominado por las olas y se estaba
hundiendo. Jesús también lo reprendió: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”
El salmo 27 nos enseña, claramente, que en los momentos cruciales de nuestra
existencia, cuando sentimos que los problemas nos van a devorar, lo primero que
debemos hacer es buscar el Rostro del Señor. Entonces nos invadirá la serenidad de Dios
y sentiremos a Jesús como Luz en medio de las tinieblas, como salvación contra todas
nuestras cadenas; como refugio en donde estamos seguros mientras un ejército de malos
acontecimientos intenta hacernos pedazos. Como el salmista, diremos en esas
circunstancias:

“El Señor es mi luz y mi salvación,

65
¿a quien he de temer?
El Señor, el refugio de mi vida,
¿a quién he de temer?” (v. 1)

66
11. Cuando parece que nos vamos a hundir

Siempre me ha fascinado la estampa bíblica de Jesús que duerme en una barca


mientras los apóstoles se desesperan ante la tormenta en el mar. Siempre me he
preguntado si es posible dormir durante la tormenta en una barquichuela como en la que
iba Jesús. En un enorme transatlántico, los turistas duermen tranquilamente durante las
borrascas; pero en una barquita, que es zarandeada por las olas y en la que el agua entra
por todos lados, no es posible dormir. Siempre he pensado que Jesús “se hacía el
dormido”. Quería poner a prueba a los apóstoles. Enseñarles cómo afrontar las tormentas
que abundarían en sus vidas.
A algunos intelectuales les ha gustado hablar del “silencio de Dios” para indicar esos
momentos críticos de nuestra vida cuando parece que “Dios duerme” y que no se
interesa por nuestras borrascas. Como los apóstoles, nos ponemos a gritar; pensamos que
Jesús se ha desentendido de nosotros; lo regañamos, le echamos en cara su indiferencia.
La historia se repite. Jesús se hace el dormido porque quiere que aprendamos a
despertarlo; que nos acostumbremos a no temblar durante las borrascas, que nunca faltan
en nuestra accidentada existencia.
A los Magos de oriente los iba guiando una estrella: aparecía y desaparecía. Los
santos investigadores no se daban por vencidos; seguían buscando, preguntando. Al fin
se encontraron con Jesús. Un día tenemos un sol esplendoroso; otro día avanzamos, a
tientas, bajo la noche. Lo importante es continuar con fe. Esa es la única manera de
llegar a Dios. El Señor nos hizo con vocación marinera. Nadie, entonces, debe extrañarse
que haya tormentas en su vida. Es algo muy normal de nuestra existencia.

Pregunta-reproche

Cuando los apóstoles se sintieron perdidos se dirigieron Jesús, que dormía en la


barca, y le dijeron: “Maestro, ¿no te importa que nos estemos hundiendo?” Era un
regaño para Jesús. En la pregunta de los apóstoles va toda la carga de su enojo, de su
frustración (cfr. Mc 4, 38).
En esa oportunidad lo llaman simplemente MAESTRO. En la Ultima Cena, cuando
Jesús les anticipa que uno de ellos lo va a traicionar, le preguntan: “¿Seré yo, Señor?”
(Mt 26, 22). Sólo Judas le dice: “¿Seré yo, Maestro?” (Mt 26, 25). Para Judas Jesús ya
no era su Señor. Había perdido la fe en él. En la tormenta, los apóstoles han perdido la
confianza en Jesús. Lo llaman, con enojo, “maestro”, a secas. Un empleado no regaña a
su Señor. Los apóstoles regañan a Jesús durante la tormenta.

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Esta situación psicológica y espiritual de los apóstoles no es muy familiar. Durante
nuestras tormentas, nuestras crisis, familiares, económicas; en nuestras enfermedades,
nos permitimos regañar a Dios. Nos damos el lujo de “pedirle cuentas” de lo que está
sucediendo. Según nosotros, somos tan buenos que no merecemos lo que nos está
aconteciendo. En el fondo de todos nuestros reproches y preguntas insolentes a Dios, le
estamos señalando que está cometiendo alguna injusticia con nosotros.
Existe la falsa idea de que porque nos “portamos bien” tenemos derecho a que no
nos sucedan desgracias; a estar eximidos de toda tormenta. Jesús nunca les garantizó a
sus seguidores que con ellos se haría una “excepción” con respecto al sufrimiento. Todo
lo contrario. Les anticipó que serían perseguidos y que si querían, de veras, llamarse sus
discípulos, debían, voluntariamente, tomar su cruz.
Los apóstoles se sirvieron de una pregunta para “regañar” a Jesús. “Maestro, ¿no te
importa que nos estemos hundiendo?” Jesús les respondió con otra pregunta: “¿Por qué
tienen tanto miedo? ¿Todavía no tienen fe?” (Mc 4, 40).
La pregunta de Jesús también era un reproche. Los cuestionaba acerca de su fe. No
tenían fe: por eso estaban despavoridos.
Lo mismo nos pregunta a nosotros el Señor, cuando comenzamos a lamentarnos y a
repetir las trilladas frases: “Jesús me abandonó”. ”¿Donde está Dios?” “Si Dios estuviera,
esto no pasaría”. Jesús vuelve a preguntarnos: “¿Dónde está tu fe? A Pedro, que se
hundía en las olas, el Señor le formuló la misma pregunta: “Hombre de poca fe, ¿por
qué tienes miedo? Tenemos miedo, temblamos, nos descontrolamos porque no tenemos
fe. Nos ponemos a regañar a Dios. Pero es Dios quien debe regañarnos a nosotros por
nuestra poca fe. Por nuestra pésima calificación en el examen de fe que se nos presenta
durante nuestras tempestades.

El mar embravecido

El mar embravecido, en época de Jesús, era símbolo de las fuerzas del mal. Jesús se
dirige al mar con las mismas palabras que emplea para liberar a un endemoniado en el
capítulo primero de San Marcos. Jesús exorcisa al mar. Le ordena imperativamente:
“¡Cállate, enmudece!” Jesús quiere que los apóstoles se den cuenta de que el demonio
no tiene nada que hacer cuando él está presente. Puede aullar, puede hacer aspavientos,
pero hasta allí. Tiene que enmudecer ante la presencia de Jesús.
Es algo que muchos no quieren aprender. Ante las tormentas de la vida; ante los
embates del espíritu del mal; tiemblan se asustan. Parece que creen más en el demonio
que en el poder de Dios. Algunos se paralizan ante los maleficios que otros les puedan
hacer. Tienen miedo a las maldiciones, que sus enemigos les envían. Tiemblan ante el

68
nombre del demonio. Se les olvida lo que San Juan dejó claramente consignado en su
carta: “El que está en ustedes es superior al que está en el mundo” (1Jn 4, 4). San
Pablo decía: “Si el Señor está con nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Rm 8, 31).
Pedro se estaba hundiendo porque miraba fijamente hacia las revueltas olas del mar,
bajo sus pies. Se le había olvidado ver a Jesús que estaba frente a él. Centrar nuestra
atención en el mal del mundo equivale a apartar nuestros ojos de Jesús que nos asegura
que con él estamos seguros. Al oír hablar a algunos, uno se convence de que creen más
en el diablo que en Jesús. Por eso fracasan en las tormentas. Por eso se hunden.
Cuando la tormenta se desató, Jesús y los apóstoles se dirigían hacia la decápolis,
diez ciudades totalmente paganas. Claro está, el demonio no quería que Jesús
incursionara en su terreno. Tuvo que hacer algo. Tuvo que enfurecerse y demostrarlo en
el mar embravecido. Logró hacer tambalear la barquilla. Pero no puedo hundirla.
Esta es una experiencia, repetidas veces, experimentada. Cuando vamos hacia el
bien, el mal en alguna forma se manifiesta. El seguidor maduro de Jesús, no se turba; ya
conoce la táctica del enemigo. Llama a Jesús y sabe que con el Señor en su barca, nada
debe temer.
Los apóstoles, al desatarse la tormenta, se pusieron a gritar; acudieron a arreglar las
velas, los remos. Por último acudieron a Jesús. Según el texto evangélico, se estaban
hundiendo. Si desde un principio hubieran despertado a Jesús, se hubieran ahorrado el
pánico.
Durante nuestras tormentas espirituales, sicológicas, económicas, acudimos al
médico, al banco, a los amigos; algunos visitan brujos o centros espiritistas; van a que les
tiren las cartas. Por último se acuerdan de Jesús. Nos ahorraríamos muchas angustias, si
en nuestras borrascas existenciales acudiéramos siempre en primer lugar al Señor. El está
ahí, a nuestro lado; sólo espera que le pidamos ayuda. Sólo espera que nos acordemos
que él existe, que está pronto a domar las furias del mar.
El mismo error cometieron los apóstoles la noche del Huerto de los Olivos. Jesús los
había invitado para que lo acompañaran en su angustiosa oración con la que se
prepararía para enfrentarse a su inminente pasión. Los apóstoles se pusieron a dormir.
Jesús los tuvo que despertar varias veces; les advirtió que tenían que “orar y vigilar” para
no ser derrotados por la tempestad que estaba por desatarse. Los apóstoles siguieron
durmiendo. Cuando despertaron, ya estaban en medio de la borrasca. Se aturdieron. Se
desconcertaron totalmente. Se hundieron en el mar embravecido. Negaron a Jesús.
Años más tarde, Pedro aconsejaba no dormirse, estar vigilantes porque el demonio
es un león que ruge como las olas del mar (1P 5, 8). Había que esta siempre despiertos
para no ser sorprendidos. Pedro había aprendido a estar vigilando junto a Jesús para no
ser zarandeado por las tormentas del mal.

69
La calma

Jesús se puso de pie y le ordenó que dejara de rugir. Vino al punto la calma. Los
apóstoles se llenaron de asombro; se preguntaban: “¿Quién es éste a quien hasta el mar
le obedece?”
Esta pregunta que se formulaban los apóstoles era como un examen de conciencia
en que se cuestionaban por qué se habían desconcertado totalmente ante la tempestad, si
llevaban en su barca al que era más poderoso que el mar. No terminaban de interrogarse
por qué habían pensado en la muerte, si llevaban la vida junto a ellos.
Nuestra serenidad, nuestra calma no provienen de pastillas, de inyecciones, de
hipnotismo. Nuestra verdadera serenidad nos llega de la confianza que tengamos en el
Señor que está con nosotros. San Pablo lo llegó a entender perfectamente; por eso dejó
escritas las célebres palabras: “Si el Señor está con nosotros, ¿quién contra nosotros?”
(Rm 8, 31).
La confianza en el Señor consiste en aceptar de corazón que sus promesas no son
una utopía, sino una dichos realidad que muchos han experimentado a través de los
siglos. Jesús, tajantemente, nos invitó a confiar en Dios Padre que cuida de las aves del
cielo y de los lirios del campo; que de manera especial tiene cuidado de sus hijos. Jesús
nos invitó a buscar “primero el reino de Dios y su justicia y a dejar que Dios nos ponga
la añadidura”. No se trata de algo pasivo, sino de algo muy activo. Buscar el reino y su
justicia, significa seguir el camino limpio y recto que Dios nos muestra por medio de
Jesús.
Toda la Biblia nos invita a confiarnos en Dios que, como el pastor del Salmo 23,
nos conduce a “aguas tranquilas y verdes pastos”. Ese pastor que nos acompaña, aunque
nos toque caminar por valles de sombra. Ese pastor que es capaz de servirnos una mesa
frente a nuestros aullantes enemigos.
Con lo extrovertido que era Pedro, me lo imagino durante la tempestad profiriendo
toda clase de palabras con nerviosismo y desesperación. El mismo Pedro -mejor dicho, el
Pedro transformado- fue el que, años más tarde, escribió: “Echen en él todas sus
preocupaciones porque El cuida de ustedes” (1P 5, 7). A Pedro lo vamos a encontrar en
la cárcel, durmiendo; tranquilamente, en la víspera de su posible ejecución. Un ángel
tiene que hacerle presión para que se despierte y para sacarlo de la cárcel. Pedro había
aprendido a “dormir” en medio de la borrasca. Había aprendido a “echar” sus
preocupaciones en Jesús.
Después de la tormenta, la fe de los apóstoles se acrecentó. Tuvieron que
cuestionarse seriamente acerca de su fe. Se dieron cuenta de que habían sido aplazados

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en el examen práctico sobre la fe que les había planteado la tempestad. Cuando vieron a
Jesús imponerse sobre las olas del mar se decían: “¿Quién es éste a quien hasta el mar
le obedece?” La tempestad favoreció la fe de los apóstoles.
A Jonás la tempestad también le cayó de perlas. Jonás durante la tempestad dormía
en la bodega del barco. No era que tuviera tranquila su conciencia. Todo lo contrario:
tenía revuelta su conciencia, y por eso quería dormir para no ver su realidad, su
problema con respecto a Dios. No confiaba en Dios. Se había rebelado contra él. La
tempestad en el mar hizo que lo lanzaran a las olas. Cuando estuvo en el vientre del
enorme cetáceo, tuvo que cuestionarse acerca de su pecado. Terminó clamando a Dios.
Despertó a Dios. Y, cuando fue vomitado por el cetáceo en la playa, vio las cosas bajo
otra dimensión de fe.
Muchas tormentas nos hacen bien. Las necesitamos. Por medio de la tempestad, el
Señor hace que se nos abra el corazón y que nuestros labios sientan la necesidad de
clamar a Dios con mayor sinceridad. Muchos santos son producto de alguna tempestad
en su vida.

Nada de aspavientos

Todo el pasaje evangélico de los apóstoles en medio de la tempestad, nos lleva a


una conclusión muy clara: No estamos exentos de tempestades en la vida. Habrá
muchas. En esos momentos del rugido de las olas y del silencio de Dios, no hay por qué
ponerse a hacer aspavientos; nada de dramatismos inútiles. Si tenemos la seguridad de
que Jesús va con nosotros -si estamos en su amistad-, debemos tener la seguridad que,
tarde o temprano, el Señor se va a despertar. Nada de sorprendernos por las
tempestades. El Señor nos advirtió que tenemos una vocación marinera y que debemos
tomar como algo normal que el mar se encrespe y nos haga pasar malos ratos. Lo
importante es saber gritar al Señor, pedirle que se despierte. No regañarlo, sino seguir
gritando con la plena seguridad de que Dios no puede dormir; se hace el dormido, nada
más. Bien lo dice el salmo: “Nunca se dormirá el que te cuida” (Sal 121, 3). Jesús no
duerme. Ya no necesita dormir. Jesús está para exorcisar el mar y para decirnos
sonriente: “Hombre de poca fe, ¿por qué tienes miedo?”

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12. Cuando pesa el Silencio de Dios

Tarde o temprano, a todos nos toca sufrir el “silencio de Dios”. Una tragedia, la
persecución, la enfermedad, el fracaso económico. A nuestro lado triunfa la injusticia.
Entonces nos preguntamos: “¿Dónde está Dios?” Nuestros amigos, que conocen nuestra
fe, nos preguntan: “¿Dónde está tu Dios?” Nos dirigimos a Dios para preguntarle: “Señor,
¿qué pasa conmigo? Y sólo recibimos el pesado “silencio de Dios”.
El salmo 42 expone cómo el autor de este salmo pasó por esta dura experiencia y
cómo logro salir victorioso. Cómo logró superar el silencio de Dios.
Según parece, el autor del salmo se encontraba en las montañas del Hermón; iba
entre un grupo de exiliados llevados a tierra extraña. El autor se siente abandonado. Sus
enemigos, en son de burla, le dicen: “¿Dónde está tu Dios?” En ese momento él no sabe
qué responder. El mismo se pregunta: “¿Dónde está Dios?

Identifica a Dios con el templo

El salmista comienza a recordar cuando iba en la caravana que se dirigía al templo


de Jerusalén: “Recuerdo cuando yo iba con la gente, conduciéndola al templo de Dios
entre gritos de alegría y gratitud” (v. 4). El salmista creía que por estar lejos del templo,
ya no podría tener fervor religioso. Pero resulta que, de pronto, se da cuenta que, aún en
medio de la soledad, puede seguir alabando a Dios. Que siente una sed tremenda de
Dios. Y escribe: “Como el ciervo sediento en busca de un río, así, Dios mío, te busco a
ti, tengo sed de Dios, del Dios de la vida” (v. 1). Se da cuenta de que a pesar de estar
lejos de Jerusalén, puede alabar a Dios. Esto lo lleva a profundizar en su conocimiento de
Dios; a plantearse su problema acerca de Dios. Se da cuenta de que a pesar de todo,
confía en Dios y siente la serenidad en su corazón, por eso escribe: “¿Por qué voy a
desanimarme? ¿Por qué voy a estar preocupado? Mi esperanza he puesto en Dios a
quien todavía seguiré alabando” (v. 5). Este es el gran descubrimiento del salmista
acerca de Dios: se encuentra en tribulación, en el exilio, y, sin embargo, hay serenidad en
su vida. Está lejos del templo, y, como nunca, “siente sed de Dios, como el ciervo que
busca sediento el río. Ya no añora los festivales religiosos de Jerusalén. Ahora sabe que
puede acudir a Dios también en las lejanas montañas de Hermón.
La iglesia, el templo, para nosotros en un lugar privilegiado de encuentro con la
comunidad para adorar a Dios. Allí se siente la presencia de Dios de una manera
especial. Jesús afirmó que donde dos o tres estén reunidos en su nombre, allí se
experimentará su presencia (Mt 18, 20). Pero a Dios no solamente se le puede encontrar

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en el santuario. El salmista lo encontró en la lejanía, en el abandono, en el exilio. Lo que
importa no es el lugar en donde nos arrodillamos, sino que el corazón esté de rodillas.
La mujer samaritana tenía la preocupación del “lugar” para adorar a Dios. Le
preguntó a Jesús si debía ser en Jerusalén o en Garizín. Jesús le hizo ver que “lugar” era
lo de menos; que lo que interesaba era adorar a Dios “en espíritu y en verdad”.
Conocí a un sacerdote jesuita que había pasado 14 años, incomunicado, en una
prisión comunista de Lubianka. Clandestinamente, había logrado introducir una hostia
consagrada; había sido su tesoro durante sus largos años de prisión en que no veía a
ninguna persona. Le pregunté: “¿Cómo hizo para resistir?” Su respuesta fue muy
lacónica: “Dios es muy grande”. Se veía la espiritualidad de aquel hombre. Se notaba que
tenía algo especial que no se podía definir. Nunca protestó en su prisión. Nunca le pidió
cuenta a Dios de lo que le estaba sucendiendo.
Pedro y Pablo también estuvieron en la cárcel. Nunca se les ocurrió pedirle cuenta a
Dios; no les pasó por la mente de que Dios se había olvidado de ellos; más bien pensaron
que “alguno bueno” les estaba sucediendo en el plan de Dios.
El primer gran descubrimiento del salmista, en el salmo 42, es que Dios está en
todas partes. Que también se puede sentir sed de El en medio del abandono aparente del
exilio.

¿Por qué se oculta Dios?

¿Por qué se oculta Dios? Esta pregunta se responde con otra pregunta: ¿Quién lo
sabe? Sin embargo, a la luz de las experiencias de nuestros grandes santos y místicos, y
de nuestras propias experiencias, podemos sacer algunas conclusiones.
A veces, Dios se nos esconde porque quiere “curarnos” de algún mal. Quiere
provocar una crisis que nos obligue a “sanear” nuestro interior. Un amigo del famoso
poeta Manuel José Arce y Valladares, me contaba que el poeta le había pedido su opinión
acerca de un poemario. El le había hecho algunas observaciones muy duras. El poeta se
había puesto furioso: se había encerrado en sí mismo durante varios días. Después de
este encierro, apareció nuevamente con el poemario que le valió un merecido premio
internacional. A nadie nos gusta que nos señalen nuestros fallos. Nos molesta. Pero nos
hace bien. Dios se esconde para que nos veamos obligados a “extraer” algo malo que
habita dentro de nosotros y nos impide la bendición de Dios.
Otras veces, no hay nada malo en nosotros. Dios se hace el “perdedizo” para
llevarnos a un conocimiento más profundo de quién es El. Llega entonces lo que los
místicos han llamado “el desierto” o “la noche oscura del alma”. Santa Teresa y San

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Juan de la Cruz pasaron por estos momentos duros; pero aseguraron que habían salido
con un mayor conocimiento de Dios.
El salmista del salmo 42 pasó por su noche oscura. No veía a Dios por ningún lado,
y no obstante, se sentía “sediento de Dios”, como el ciervo que busca las corrientes de
agua.

La religión del niño bien portado

Es muy común creer que Dios está cerca de nosotros cuando todo va bien, cuando
hay dinero, salud, éxito. El salmista llegó a descubrir que también en medio del exilio
podía alabar a Dios. Se dio cuenta de que, a pesar de su tribulación, podía experimentar
la serenidad en su corazón. Se dio cuenta de que no debía identificar el éxito con la
presencia de Dios.
Es muy común también pensar que cuando nos “portamos bien”, Dios está obligado
a concedernos un premio. Desde niños hemos sido acostumbrados a presentarnos a las
clausuras de la escuela para “reclamar” un premio cuando se ha obtenido una calificación
óptima. Esto nos lleva a creernos “merecedores” de los premios de Dios. Pero resulta
que Dios no organiza clausuras.
El salmista ya no se preocupó de “los premios” de Dios. Comenzó a pensar en Dios
mismo. A desearlo ardientemente. A alabarlo en medio de su desgracia.
De pronto sintió que no “debía preocuparse” (v. 5); que podía depositar su
confianza en el Dios que parecía ausente. Fue otro gran descubrimiento espiritual del
salmista.
Nuestro acercamiento a Dios, frecuentemente, es muy interesado. Lo buscamos
porque pretendemos que nos solucione un problema, que nos saque de apuros.
Acudimos a Dios como a una computadora. A la computadora le damos unos cuantos
datos y le pedimos una respuesta. Cuando la obtenemos, apagamos la computadora y la
arrinconamos.
Dios no quiere que acudamos a El en esa forma interesada. Por eso se “nos
esconde” y nos obliga a buscarlo a El, no por los regalos que nos pueda ofrecer, sino por
El mismo.
El salmista ya no estaba interesado en pedirle “cosas a Dios”. Ahora le interesaba
Dios mismo. Lo buscaba como ciervo sediento. Su fe había madurado. Era una fe
adulta.

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Otro salmo parecido

El salmo 17 muestra algo parecido al salmo 42. En el salmo 17, David expresa el
momento de tribulación cuando era perseguido a muerte por el rey Saúl. El pueblo había
llegado a admirar a David; Saúl se moría de envidia; por eso quería eliminarlo.
David se alejó a las montañas. Se sentía totalmente solo. Abandonado. También él
se habrá preguntado: “¿Dónde está Dios?” David tuvo que dar respuesta a su problema.
El salmo 17 nos indica el itinerario que siguió David.
En primer lugar, David se examinó delante de Dios para ver si había algo malo. Vio
que estaba en paz con Dios. Le dijo al Señor: “¡Que venga de ti mi sentencia, pues Tú
sabes lo que es justo; Tú has penetrado mis pensamientos; de noche has venido a
vigilarme; me has sometido a pruebas de fuego y no has encontrado maldad en mí!”
(v. 2-3).
El saber que estamos en amistad con Dios, nos llena de confianza para atrevernos a
acercarnos a El; a no tenerle miedo. Cuando estamos en paz con Dios, la paz de Dios
llega a nosotros. Cuando hay pecado en nuestra vida, entonces es Dios mismo quien se
encarga de que no haya paz en nuestro corazón. Por medio del Espíritu Santo nos
“convence de pecado”. Pone intranquilidad en nuestra alma. Eso nos obliga a ponernos
en paz con Dios.
En segundo lugar, David, cuando vio que en su alma no había nada que ofendiera a
su Señor, se dirigió a El y le pidió: “Cuídame como la niña de tus ojos; protégeme bajo
la sombra de tus alas” (v. 8). David emplea dos figuras de largo alcance. Pide a Dios
que lo cuide “como la niña de sus ojos”. Nada hay que nosotros cuidemos más que la
“niña del ojo”. No permitimos que la golpee ni un minúsculo granito de polvo. La pupila
está protegida por las cejas, por las pestañas, por los párpados. David con confianza le
pide a Dios que lo cuide como la niña de sus ojos. Que lo tenga encerrado como los
párpados protegen el ojo contra todo peligro.
Mientras David andaba huyendo por las montañas, había visto cómo las águilas
llevaban a sus hijuelos sobre sus alas; cómo los cobijaban bajo esas enormes alas. David
le pide a Dios que lo cubra bajo sus enormes alas.
Estos pensamientos le traen serenidad a David, en medio de las montañas. Por eso
dice: “Pero, en verdad, quedaré satisfecho con mirarte cara a cara, ¡con verme ante ti
cuando despierte!”. Ahora, David ya puede conciliar el sueño. Lo persiguen, pero él ya
puede dormir porque Dios lo cuida como la niña de sus ojos, y lo guarda bajo sus alas.
Las tragedia, el infortunio, la enfermedad, la muerte de un ser querido, son duros

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momentos de nuestro ciclo existencial. El silencio de Dios es lo más impresionante en
esos instantes de desorientación. También Jesús pasó por su noche oscura, en el
Calvario. También él dijo: “Padre, ¿por qué me has abandonado?”
Tanto el salmo 42 como el salmo 17, nos enseñan que a pesar de la “ausencia”
aparente de Dios, hay algo bueno que Dios nos está regalando. Por eso, a pesar de las
circunstancias, debemos seguir alabando a Dios, aunque no lo veamos. Debemos seguirle
hablando y suplicando que nos guarde como la niña de sus ojos, y que nos cubra bajo
sus enormes alas de Padre. Entonces el sueño vendrá a nosotros, aunque estemos por el
desierto o escondidos en la cueva de nuestra tribulación.

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13. Cuando no sabemos por qué Sufrimos

Monseñor Fulton Sheen escribía que los cristianos modernos estamos buscando un
Cristo “sin cruz”, un Cristo fácil de seguir; pero ese Cristo sin cruz no existe. Está muy
difundida la idea de que si alguien sigue el camino del Señor, todo le saldrá a pedir de
boca. Hasta se llegan a citar algunos versículos de la Biblia para asegurar que al que
cumple con lo que Dios manda, no le sucederá nada malo. Una persona que concibiera el
“ser cristiano” como un “seguro” contra el sufrimiento, quedaría totalmente “frustrada”
al constatar, en su propia vida y en la de los demás, que las cosas suceden muy “al
revés” de lo que se espera muchas veces.
La Biblia muestra una rica galería de personas santas a quienes la tribulación se les
acercó inclementemente. Ya es clásico el caso de Job; precisamente el libro de Job
plantea la problemática del santo varón que se pregunta por qué le suceden tantas
desgracias, si él es justo ante Dios. También se encuentra el caso de Daniel a quien lo
echan en el FOSO DE LOS LEONES. José, el santo joven, es vendido por sus
hermanos y luego echado a la cárcel por las calumnias de una mala mujer. La Virgen
María es la más santa de las creaturas, pero continuamente la “espada de dolor” la está
persiguiendo. Jesús es Dios hecho hombre y muere en una cruz lo mismo que los
criminales.

Paz y tribulación

En la Ultima Cena, Jesús les decía a sus íntimos amigos: “Estas cosas les han
hablado para que tengan paz. En el mundo tendrán aflicción, pero confíen, yo he
vencido al mundo” (Jn 16, 33). Parece una paradoja: Jesús les asegura que les habla
para que “tengan paz” y luego les anticipa que tendrán “aflicción”. No es ninguna
paradoja; es la realidad en la vida del cristiano. El seguidor de Jesús tendrá aflicción por
ser “luz” en medio de las tinieblas; pero, al mismo tiempo, gozará de una paz interior que
nadie le podrá arrancar. Dios, en ningún momento, les promete a sus seguidores que los
“eximirá” de las tribulaciones; lo único que les asegura es que estará siempre con ellos
para que puedan vencer todas las tribulaciones: “Confíen, yo he vencido al mundo”. El
seguidor del Señor es un vencedor porque está acompañado siempre de Jesús.
Ante el sinnúmero de calamidades que le sobrevinieron a Job, él le preguntaba a
Dios: “¿Por qué contiendes conmigo?” (Job 10, 2). La desgracia siempre nos
desconcierta y nos lleva a preguntar: “¿Porqué a mí?” Lo mismo le sucedió a Juan
Bautista. Se encontraba prisionero en oscura cárcel. Entretanto, Jesús, afuera, predicaba
que había venido para romper las cadenas de los prisioneros. Esto puso en crisis al

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Bautista; le mandó a preguntar a Jesús si era El el que había de venir -el Mesías- o
debían esperar a otro. En el fondo, Juan Bautista quería que Jesús le resolviera su crisis
espiritual. Jesús no le di una respuesta concreta acerca de su problema. Solamente
presentó las señales de su identidad como enviado de Dios: curó a muchos enfermos;
luego alabó la actitud del Bautista. Jesús no le “solucionó” al Bautista su problema en ese
instante; solamente le entregó unas pautas que le sirvieran para no hundirse en el
momento de la tentación.
Lo mismo hace la Biblia con nosotros cuando buscamos una respuesta “exhaustiva”
al problema del dolor. No nos responde “develándonos” el misterio del sufrimiento;
únicamente nos entrega una pautas para que tengamos bases firmes para seguir
“confiando” en Dios en medio de la oscuridad de nuestro sufrimiento.

Humanos y cristianos

Los griegos, en su mitología, exhiben el caso de la CAJA DE PANDORA. Los


dioses le habían entregado a Pandora una caja en la que estaban todos los males. Un día
su esposo la abrió, y salieron de allí todos los males.
En el libro del Génesis, se nos habla del árbol del bien y del mal. Dios ha entregado
el maravilloso universo a sus hijos; ha preparado para ellos lo mejor; pero quiere una
prueba de amor: no deben comer del árbol del bien y del mal. En medio de todo este
“simbolismo” se hace referencia a una “prueba de fidelidad”. Adán y Eva fallaron;
comieron del árbol de la ciencia del bien y del mal. Y el pecado entró en el mundo con
todas sus secuelas de miedo y de dolor. Hay que dejar muy en claro que no fue Dios
quien envió el mal. Fue el hombre quien, con la libertad que Dios le había regalado, quiso
escoger el fruto del mal.
Bien decía Job: “El hombre nace para la aflicción” (Jb 5, 7). Nadie de los
humanos está eximido del sufrimiento; cuando llegamos al mundo, entramos en un
cosmos que está infectado por el pecado. Ese mal nos toca a todos. Por eso sufrimos.
Porque somos humanos.
El día de la resurrección, Jesús se apareció a sus asustados apóstoles. San Juan lo
cuenta así: “Jesús entró y poniéndose en medio de ellos, los saludó diciendo: Paz a
ustedes. Dicho esto, les mostró las manos y el costado” (Jn 20, 19-20). Jesús se
presenta mostrando las cicatrices en sus manos y en su costado. Debido a esas cicatrices,
ahora puede darles la paz.
El cristiano para poder llamarse seguidor de Jesús, tiene que poder mostrar sus
“cicatrices” de sufrimiento. Un cristiano sin cicatrices no es cristiano. Un cristiano sin
cruz es un “absurdo”. Por eso sufrimos también, porque somos cristianos, seguidores del

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que va con la cruz.

Comemos del mismo fruto

Dios fue muy explícito al advertirles a los primeros seres humanos que si comían del
árbol de la ciencia del bien y del mal morirían. “Morir” equivalía a perder esa vida serena
que les había concedido. Ellos se atrevieron a “probar” el sabor del árbol prohibido.
Cuando cayeron en la cuenta, su conciencia les estaba ardiendo; habían perdido la
“armonía” interior de que gozaban antes. Sintieron la necesidad imperiosa de
“esconderse”; el que está escondido tiembla, tiene temor de ser encontrado.
Esa historia es la que nosotros repetimos muchas veces en nuestra vida; se nos ha
advertido, hasta la saciedad, que fuera de los caminos de Dios las cosas no pueden
marchar bien; pero nosotros creemos que se trata de una ingenua fábula. Lo cierto es que
tantas veces nos ha tocado “escondernos” y temblar de miedo como Adán y Eva.
Cuando alguien decide que puede “tener una aventura” extramatrimonial, al
principio encuentra que es “fascinante”; pero el fruto del árbol prohibido comienza a
producir sus efectos. Son muchas las personas que están totalmente “aturdidas” por los
problemas en que se han metido, al “burlar” las reglas del matrimonio. Se preguntan por
qué tantas desgracias en sus vidas, por qué tanta infelicidad.
Sufrimos muchas veces porque con autosuficiencia escogemos “nuestro camino”,
que es muy diverso del de Dios. Muchos de nuestros problemas los hemos “creado”
nosotros mismos.

Tenemos que ser podados

La Biblia describe el “crecimiento espiritual” del individuo como un “asemejarse” a


Jesús; la imagen de Jesús va apareciendo en nosotros. Es un trabajo lento y pesado.
Alguien describió a Dios como un “escultor” que, con golpes de cincel y de martillo, va
tallando la imagen de Jesús en cada uno de nosotros. ¡Si el mármol pudiera gritar, lo
haría!
San Juan presenta a Dios con una imagen parecida; dice San Juan: “Mi Padre el
viñador, corta los sarmientos para que den más fruto” (Jn 15, 2).
Dios, como “jardinero”, va podando las ramas inútiles. Si el árbol pudiera gritar, lo
haría.

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Cuando Job estaba padeciendo su tremenda prueba, intuyó que algo sobrenatural le
estaba aconteciendo, y dijo: “Me probará y saldrá como oro” (Jb 23, 10). Algo parecido
nos dice San Pedro; nos asegura que la prueba es para que nuestra fe sea probada;
nuestra fe que es más preciosa que el Oro (1P 1, 7).
Algo más. En el capítulo 11 de la Carta a los Hebreos se muestra una larga lista de
HEROES DE LA FE que taparon la boca de los leones, que apagaron incendios, que
salieron ilesos de la amenaza de espada. Todo muy halagador. El lector casi está llevado
a creer que quien tiene fe, evadirá toda desgracia. De pronto, en el versículo 35, se nos
dice: “A otros, en cambio, los MATARON A GOLPES, pues no aceptaron el rescate,
queriendo obtener una resurrección más valiosa” (Hb 11, 33-35). Esto último es
“inesperado”: ¡así es que no todos se salvaron de la desgracia! Y esta es la realidad que
muchos cristianos no quieren aceptar; pretenden seguir creyendo, ingenuamente, que
porque algunos versículos de la Biblia hablan de la protección de Dios a sus hijos, no les
va a suceder ningún mal. ¡Y nada tan contrario a lo que afirma, tajantemente, la Biblia!
Unos se salvan, otros perecen. Estos son los designios de Dios.
Lo apuntado en la Carta a los Hebreos, con respecto a los que superan la desgracia
y los que sucumben en ella, nos hace recordar el caso de Pedro y Pablo. Los dos
estuvieron prisioneros. La primera vez, Dios lo sacó “milagrosamente” de la cárcel; pero
en la siguiente oportunidad, allí se quedaron y murieron mártires. Ese era el designio de
Dios para beneficio de toda la cristianidad.
Aquí esta la cuestión. En todo sufrimiento que Dios permite, hay un “designio”
misterioso que debemos saber aceptar; posiblemente Dios “está podando” algo
innecesario; con seguridad no está invitando a estar más cerca de su cruz como un
privilegio.
Pablo comprendió, finalmente, que Dios no lo libraba de la “espina”, que llevaba en
su carne, porque quería que ese “impedimento” fuera como válvula de escape para que
los muchos “dones” que le había regalado no explotaran dentro de su corazón por el
orgullo.

Necesitamos disciplina

Un campesino iba, una vez, a comprar un caballo. “¿A dónde vas?, le preguntaron
sus amigos. “Voy a comprar un caballo”, contestó.
Sus amigos le sugirieron que debía decir: “Si Dios lo permite, voy a comprar un
caballo”. El campesino respondió: “Y ¿por qué? Aquí tengo el dinero, y voy a comprar el
caballo”. A las pocas horas venía de regreso; traía el traje roto y salpicado de sangre; lo
acababan de asaltar unos ladrones. “¿A dónde vas en ese lamentable estado?”, le

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preguntaron sus amigos. El campesino respondió: “Si Dios lo permite, voy a mi casa para
que me curen las heridas”.
Una de nuestras trises realidades es que cuando todo nos va bien, Dios es un
“ilustre desconocido”. Cuando la calamidad toca a nuestra puerta, entonces sentimos la
necesidad de clamar a Dios. Sería bueno revisar nuestras oraciones en tiempos de
calamidad; muchas veces, no son “oraciones”, sino gritos del que se hunde entre las olas.
No es algo que salga del corazón, sino producto del “susto”, del “miedo”. Así sucede al
principio; luego nuestra oración va madurando.
El sufrimiento nos hace ver nuestras “limitaciones”, buscar a Dios, convertirnos.
Son muchas las personas que encontraron a Dios en medio de la tormenta. Son muchas
las personas que cambiaron sus vidas debido a la desgracia que visitó sus hogares.
Dice el libro del Apocalipsis: “Yo reprendo y castigo a los que amo” (Ap 3, 19).
Dios es Padre; no quiere que nos perdamos. Como el padre tiene que reprender y
disciplinar a sus hijos, así dios, porque nos ama, tiene que “podarnos”; tiene que hacer
uso del cincel y del martillo para pulir muchos trozos de mármol que afean la imagen de
Jesús en nosotros.

Nada extraño…

Catón, el Censor, cuando alguien le pedía que lo inscribiera como ciudadanos


romano, le ordenaba que le mostrara sus manos; si no veían los callos, que indicaban que
era una persona trabajadora, no lo inscribía.
El cristiano debe mostrar las marcas de cristiano, sus cicatrices de sufrimiento.
“Miren mis manos y mi costado”, decía Jesús. Así el cristiano debe mostrar sus manos
y su corazón de cristiano, sin pensar que está haciendo algo “extraordinario”. San Pedro
lo aclara perfectamente en su carta: “Queridos hermanos, no se extrañen de verse
sometidos al fuego de la prueba, como si fuera algo extraordinario. Al contrario,
alégrense de tener parte en los sufrimientos de Cristo, para que también se llenen de
alegría cuando su gloria se manifiesta” (1P 4, 12-13).
Por eso sufrimos: porque somos humanos y porque somos cristianos; nada extraño
entonces.

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C. Hay que Prepararse

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14. Prepararse para el Gran Enigma

Cuando muere algún amigo, nos acercamos a sus familiares y les llevamos palabras
de consuelo que brotan del cariño, del deseo de poder aliviar en algo el dolor ajeno. Pero
sabemos, de antemano, que nuestras palabras no son una respuesta total para su
problema. Cuando la muerte se acerca a alguno de nuestros seres queridos, sentimos que
tambaleamos; las palabras de consuelo de los demás nos confortan, pero no son una
respuesta a nuestra crisis espiritual. Los libros escritos por los hombres acerca de la
muerte no dejan de ser simples teorías o hipótesis. El oscuro problema de la muerte sólo
se ilumina cuando logramos acercarnos a Jesús, que fue el único que pudo decir: “Yo soy
la resurrección y la vida”.
El capítulo 11 de San Juan es un bello párrafo inspirado que nos ayuda a tantear,
espiritualmente a través de este laberinto para el que los hombres no nos puede dar una
explicación suficientemente satisfactoria. Por eso viene muy al caso analizar las distintas
reacciones que se detectan en las varias personas que estuvieron cerca de la muerte de
Lázaro, el amigo de Jesús que murió y fue resucitado.

Los Apóstoles

Cuando Jesús les anuncia que irán a visitar a la familia del difunto Lázaro, los
apóstoles enmudecen; no hay comentario en un primer momento. Sólo el apóstol Tomás
se hace intérprete de los sentimientos de los otros y dice: “Vayamos, pues, también
nosotros a morir”. Sabían muy bien que a Jesús lo estaban persiguiendo a muerte;
captaban que, por consiguiente, también ellos peligraban. La expresión “vayamos, pues,
a morir también nosotros” no es una expresión de aceptación, sino de rebeldía, de
capricho espiritual. No se acepta la orden de Jesús; lo siguen, pero de mala gana.
Tomás parece que, en gran parte, interpreta, en alguna forma, nuestros sentimientos
ante la muerte. Nunca lo logramos aceptar. Ante ella pronunciamos frases como las
siguientes: “¡Qué vamos a hacer!”…, “Así es la vida”…, “Es el destino”…, “No hay
remedio”. En estas expresiones se adivina que no hay aceptación; que estamos
proyectando una disimulada rebeldía.

Marta y María

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Marta y María. Sus sentimientos son bastante confusos ante la muerte de Lázaro.
Es explicable. Todos hemos pasado por momentos similares. Tanto Marta como María,
cuando se encuentran con el Señor, le dicen: “Si hubieras estado…”, como quien dice:
“No estuviste, y con tiempo te enviamos aviso”. “No llegaste y podías haberlo curado”.
Y así adelante. Lo cierto es que esa frase no deja de tener fondo de rebeldía. Ante la
muerte, siempre le queremos hacer objeciones a Dios. Nunca estamos satisfechos;
siempre presentamos nosotros una “posibilidad” que hubiera podido entrar en acción y
no entró. Según nosotros eso era lo mejor. Lo mejor es el plan de Dios. Aunque no nos
guste. Nuestras reclamaciones y cavilaciones no nos ayudan a que superemos este
momento difícil. Hasta que digamos: “Hágase”, pero de corazón, hasta ese momento
nuestra mente seguirá inventando posibilidades que ya no logran resucitar a nuestros
difuntos.
Algunas personas no lograron llegar al “Hágase”, y se quedaron “resentidas” con
Dios. No lo han logrado “perdonar”, pues siguen pensando que les jugó una mala partida.
“Si hubieras estado aquí”… ¡Pero, si Dios siempre está! Cuesta mucho verlo en esos
momentos de oscuridad absoluta.
Ante el sepulcro de Lázaro, Jesús ordena que quiten la piedra que cubre la entrada.
Es la hermana de Lázaro, Marta, quien se opone a que quiten la piedra: hace cuatro días
que está allí el cadáver; ya huele mal. Siempre le queremos dar órdenes a Dios. En el
fondo casi creemos que no sabe hacer bien las cosas; que obra con cierta imprudencia.
Ante la muerte, no faltan nuestras consabidas preguntas: ¿Por qué de cáncer? ¿Por qué a
mí? ¿Por qué tan joven, tan niño, tan pronto? Nuestras preguntas no son preguntas, sino,
en cierto sentido, son alegatos: No quiten la piedra; ¿no se dan cuenta que hace ya
cuatro días que murió?… “No te das cuenta de que huele mal?

La hora de Dios

Le avisan a Jesús que su amigo íntimo está gravemente enfermo, y no va, de


inmediato, a su casa; se queda predicando. ¡Que raro! Nos avisan a nosotros de la
gravedad de un amigo, y salimos volando hacia su casa. El reloj de Dios nunca podrá
estar sincronizado con el nuestro. Ni hay que intentarlo. La hora de Dios es eterna; sólo
nos toca aceptarla. El día que intentemos cronometrar a Dios, nos vamos a desesperar.
Algunos tienen mucha experiencia en esto.
Jesús durante su vida muchas veces habló de su hora. Se refería al momento de su
muerte y glorificación. Hubo un momento en que ya estaba en las manos de sus
enemigos, pero, dice el Evangelio, que se les escabulló. Todavía no había llegado la hora.
En el monte de los Olivos, cuando llegan los soldados, Jesús les dice: “Esta es la hora de
las tinieblas”; y se entregó a ellos. Era ya su hora.

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Nuestra hora está marcada en el reloj de Dios. Con angustiarnos no vamos a alargar
ni acortar el tiempo. No hay más que aceptar la muerte de antemano. A eso se llama
confianza en la sabiduría del Padre que busca la mejor hora para cada uno de sus hijos.

Los signos

Al darle a Jesús la noticia de la gravedad de Lázaro, dice una extrañas palabras:


“Esta enfermedad no es para muerte”. Los que lo rodeaban, seguramente, no
entendieron. Jesús sabía que todos ellos necesitaban un “signo” muy fuerte porque les
esperaban momentos de crisis. Por eso reservó para esa circunstancia la resurrección de
Lázaro; este milagro era muy superior a cualquier otro realizado antes. Cuatro días en un
sepulcro; ¡mal olor de cadáver, y luego resucitado!
Los signos son voces de Dios para hablarnos, para interpelarnos. Siempre Dios vive
haciendo signos. Hay que saberlos captar e interpretar. Pero un signo no basta para
decidir nuestra conversión definitiva. Muchos de los que presenciaron la resurrección de
Lázaro, seguramente se asombraron en el momento, pero al poco tiempo volvieron a su
rutinaria vida. Y no sería raro que algunos de los que clamaron por su muerte hubieran
estado presentes ante el sepulcro de Lázaro. Ante los signos de Dios no basta
“asombrarse”: hay que “convertirse”.

¡Yo Soy!

En una situación tan delicada -la muerte de Lázaro-, no bastaba afirmar: “Yo soy la
resurrección y la vida; el que cree en mí aunque haya muerto vivirá” (Jn 11, 25). Jesús
resucitó a Lázaro: Resucitó al hijo de la viuda de Naín; a la hija de Jairo. Jesús advirtió
que para experimentar esa resurrección era indispensable la fe. A Jairo, que acudió a él
porque se le había muerto su hija, Jesús sólo le anticipó: “No temas; sólo ten fe”. Y Jairo
se aferró a las palabras de Jesús, y vio a su hija resucitada. Marta desconfiaba, en cierta
forma, cuando Jesús le dijo: “Tu hermano resucitará”. Marta aceptó: “Si, Señor, ya sé
que resucitará en el último día”, como quien dice: “Pero para eso falta muchísimo”.
Jesús se le adelantó: “Yo te digo que si tú crees, verás la gloria de Dios”. Marta creyó
y vio a su hermano resucitado.
La fe que pide Jesús concuerda con la definición de la fe que da la Carta a los
Hebreos: “Es garantía de lo que se espera, prueba de lo que no se ve” (Hb 11, 1). La
fe es meterse en lo invisible, pero no a ciegas, sino agarrados de la mano del Señor.

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¿Un Dios impasible?

Cuadro simplemente bellísimo: Jesús quebrándose -como cualquier ser humano-


ante la muerte de su amigo. Llora, se turba. Una mala educación religiosa o una falta de
orientación en las cosas de Dios ha presentado un dios lejano e impasible. Como que no
se interesara del confuso mundo de los hombres. Aquí la Biblia afirma, gráficamente,
todo lo contrario.
Jesús cerca del que sufre. Jesús también sabe llorar. Tal vez un día tuvo que llorar la
muerte de su papá, José -el silencio de la Biblia con respecto a José nos da a entender
que ya había fallecido-. Con razón Jesús que había experimentado, en carne propia, el
dolor ante la muerte, pudo decir un día: “Vengan a mí todos los que están agobiados y
cansados que yo les haré descansar” (Mt 11, 28). Marta y María acudieron a él. ¡Y de
veras que sintieron lo que era su descanso!
Con la mejor buena voluntad, pero muy lejos de la manera de ser de Dios, algunas
personas dicen: “Dios me quitó a mi hijo”, “Dios me quitó a mi esposo”. Eso de “quitar
esposo e hijos” no es muy evangélico. Pero sí expresa esas concepciones de un Dios “no
muy bueno”, que como que no siente el dolor ajeno.
Jesús, que llora ante el sepulcro de Lázaro, nos viene a decir que Dios no está para
aumentar el dolor del mundo, sino para ponerse al lado del que sufre el mal del mundo y
ayudarle a pasar por ese valle oscuro. ¡Cómo falta conocer más a Je´sus! “La anchura y
la profundidad del Corazón de Dios”, como decía San Pablo.

Necrópolis

Los griegos llamaban necrópolis a sus cementerios, es decir, ciudad de los muertos.
Para ellos la muerte era un lugar de sombras y tristezas. Cuando alguien se ha logrado
encontrar con Jesús, ya no existen necrópolis, sino sólo lugares de paso hacia la
eternidad. Hacia una casa mejor e indestructible.
Ante la muerte, es fácil tambalear. ¡Que bueno que abunden las palabras de
consuelo de los amigos! Sin ellas sentiríamos que nuestra soledad es más grande. Pero
esas palabras, como las escritas por los grandes sabios de este mundo nunca pueden
sonar como las luminosas palabras de Jesús que, en medio de las tinieblas de la muerte,
nos repite: “Yo soy la resurrección y la vida”. Y Jesús no se quedó en palabras.
Resucitó a Lázaro y resucitó El mismo como primicia de todos los que vamos atrás,

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creyendo en que El no nos dejará en una oscura necrópolis, sino que nos llevará a la casa
definitiva de su Padre, nuestro Padre.

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15. Prepararse para la Muerte

En una fábula se narra que cierto leñador se desesperó por la vida dura que llevaba:
“¡Ojalá me venga la muerte!”, protestó. Al punto se presentó la muerte: “¿Me llamaste?
El leñador asustado respondió: “No yo no te he llamado”. La muerte es una de nuestras
grandes e innegables realidades. La vemos rondar, día a día, a nuestro alrededor, pero
nos cuesta convercernos de que puede sorprendernos en cualquier esquina. Siempre
pensamos que la muerte es para los demás.
El tema de la muerte no es un tema que tenga muchos simpatizantes. Más bien es
un tema del que se habla por necesidad, con cierto temor. El evangelio, en cambio, nos
invita a estar siempre preparados para ese momento. Jesús afirma que no debemos
hacernos ilusiones, pues El vendrá como ladrón, en el momento en que menos lo
esperamos. La muerte debería ser preparada”, conscientemente, durante toda nuestra
vida. El encuentro con Dios, cara a cara, no podemos, por temor, relegarlo como algo
secundario de nuestra existencia. Debe ocupar el lugar principal. Una buena muerte no es
improvisa: se prepara.

Algo efímero

Vivimos y nos aferramos a las cosas de este mundo como que fuéramos a vivir
eternamente. La Biblia, repetidas veces, se encarga de hacernos meditar en que nuestra
vidas son algo muy efímero. Santiago afirma: “¿Que es la vida de ustedes? Ciertamente
es una neblina que se desaparece por un poco tiempo, y luego se desvanece” (St 4, 14).
La neblina, a veces, es muy espesa; pero, de pronto, llega un rayo de sol, y todo se
terminó. Nadie se da cuenta que allí había neblina.
En el libro de Job, se encuentra otra imagen parecida: “Los días del hombre son
más veloces que la lanzadera del tejedor” (Jb 7, 6). El ojo humano apenas logra ver esa
escurridiza lanzadora que va de un lado a otro. Si en tiempo de Job se hubieran conocido
algunas de nuestras sofisticadas máquinas, la lanzadera del tejedor hubiera quedado
relegada a un segundo plano en cuanto a la velocidad.
En el libro de las Crónicas se lee: “Extranjeros y advenedizos somos delante de ti,
como todos nuestros padres; y nuestros días sobre la tierra, cual sombra que no dura”
(1Cro 29, 15).
Lo cierto es que el día de hoy podemos desayunar alegremente en nuestra casa, y
por la tarde ya estar adentro de un ataúd. El cáncer, los ataques al corazón, el sida, los

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accidentes aéreos y automovilísticos están a la orden del día. Todo nos indica que
debemos estar siempre preparados, no “angustiados”, pues el cristiano sabe, de
antemano, que sus días están en manos del Señor. Ni un minuto más ni un minuto
menos.
Nuestra situación es de forasteros. Estamos aquí de paso. El día de nuestro
nacimiento comenzó nuestra carrera hacia la muerte. A nuestra derecha y a nuestra
izquierda, continuamente, van cayendo seres queridos, personas desconocidas, amigos. A
pesar de todo, en el fondo nos creemos indestructibles. Casi llegamos a dar la impresión
de que la ley de la muerte se inventó para otros, pero que, tal vez, se puede hacer alguna
excepción con nosotros.

Nuestra gran oportunidad

El tiempo, que se nos ha concedido, es la oportunidad de preparar nuestro


encuentro con el Señor. La parábola de los talentos, que narró Jesús, enfonca este tema
de una manera muy evidente. A cada uno se nos han concedido “talentos”, cualidades,
oportunidades para que nos realicemos en esta vida; para que cumplamos la misión que
Dios nos encomendó. Nadie se puede dar el lujo de “enterrar” su talento. En nuestro
encuentro con el Señor, se nos advierte que se nos pedirán los talentos “multiplicados”.
En el Evangelio, continuamente, se machaca que nuestra vida no termina en un
cementerio. Jesús, al mismo tiempo, que habla de la muerte, remarca la idea de la vida
eterna, en el cielo.
Es impresionante la manera en que San Pablo encaró la muerte. En la vida de Pablo
abundan las persecuciones, las cárceles, los naufragios, las trampas que le tendían sus
enemigos. Pablo no vio con temor la muerte. Un día escribió: “Para mí el vivir es
Cristo y el morir, ganancia” (Flp 1, 21).
Pablo había entendido un encuentro con Jesús resucitado. Eso lo había marcado
para toda su vida. Por eso estaba seguro de la resurrección. La muerte la consideraba
como “ganancia”.
La resurrección de Jesús es la columna principal sobre la que descansa el edificio de
nuestra religión. Si no se ha tenido un encuentro personal con Jesús resucitado, no puede
existir esa fe inquebrantable de Pablo en al vida futura. Si no se ha tenido encuentro
personal con Jesús resucitado, no tienen sentido sus palabras: “Yo soy la resurrección y
la vida; el que cree en mí aunque haya muerto vivirá” (Jn 11, 25). Cuando se tiene una
fe incondicional en la resurrección de Jesús, entonces cobra valor la promesa que Jesús
les hacía a sus apóstoles en la última cena: “En la casa de mi Padre hay muchas
moradas; si no fuera así, yo no les hubiera dicho que voy a prepararles un lugar” (Jn

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14, 2).
San Pablo, cuando le escribía a los corintios, hacía notar la importancia que tenía
para la fe de cada individuo el haber llegado a aceptar la resurrección de Jesús. Las
palabras de Pablo, en esta carta, son de las más importantes de la Biblia. Decía Pablo:
“Si Cristo no hubiera resucitado, la fe de ustedes sería vana; aún estarían en sus
pecados… Si solamente en esta vida esperamos en Cristo, somos los más dignos de
compasión de todos los hombres” (1Co 15, 17-20). Cuando hemos llegado a creer
firmemente en la resurrección de Jesús, entonces sus palabras para nosotros son
definitivas. Entonces Jesús no es alguien que vino a ilusionarnos con la utopía de un más
allá. Si Jesús de veras resucitó, no hay motivo para que desconfiemos de ninguna de sus
palabras. La muerte entonces, no nos lleva a la lobreguez de un cementerio, sino es un
paso hacia un más allí glorioso.
Esta convicción en la vida futura la expresó San Pablo con una adivinada imagen.
Escribe San Pablo: “Nosotros somos como una casa terrenal, como una tienda de
campaña permanente; pero sabemos que si esta tienda se destruye, Dios nos tiene
preparada en el cielo una casa eterna, que no ha sido hecha por manos humanas”
(2Co 5, 1).
En este mundo estamos transitoriamente. El que vive en una carpa de campaña lo
hace solamente en momentos de emergencia, momentáneamente. Aquí vivimos
provisionalmente. Nuestra casa definitiva, según la Biblia, está en el cielo. Esto no es
para que vivamos como evadidos de nuestra realidad, con la cabeza en las nubes. Este
pensamiento nos ayuda, como al Pablo, a lanzarnos de lleno a cumplir la misión que Dios
nos ha encomendado en esta tierra. La vida eterna comienza aquí cuando estamos
multiplicando los “talentos” que Dios nos encomendó.

Diversas maneras de salir del mundo

Tantos los médicos como las enfermeras y los parientes del que muere, notan bien
la diferencia entre alguien que es un creyente de corazón y el que no cree.
En la historia a quedado famosa la muerte de VOLTAIRE. Durante su vida hizo gala
de desprecias las cosas de Dios. Tubo muchas oportunidades para morir cristianamente,
pero cuando se curaba, volvía a su vida de impiedad.
El médico, que lo asistió en sus últimos momentos, dio testimonio de que murió
desesperadamente, mordiendo las sábanas y diciendo: “He sido abandonado de Dios y de
los hombres… Jesucristo”. A nadie de nosotros le gustaría morir de esa manera. De
CARLOS IX de Francia se dice que murió gritando: “¡Cuánta sangre, cuántos
asesinatos… en cuántos malos consejos anduve! ¡Estoy perdido! En esa instante tan

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decisivo de su existencia veía desfilar a tantas personas a quienes había mandado a
matar… recordaba todos sus errores.
La muerte de las personas que creen firmemente en las palabras de Jesús es muy
distinta. El libro de los Hechos narra que cuando estaba muriendo San Esteban, mientras
sus enemigos lo apedreaban, él oraba por ellos. Vio el cielo abierto y a Jesús que lo
esperaba.
Una de las últimas frases que pronunció San Juan Bosco en su agonía fue: “Los
espero a todos en el paraíso”. Santo Domingo Savio murió diciendo: “¡Qué cosas tan
hermosas veo!”
Bien afirma el libro de la Sabiduría que las almas de los justos están en manos de
Dios (Sb 3, 1).

Imagenes muy consoladoras

La Biblia, en la imposibilidad de describir lo indescriptible, opta por las imágenes


para darnos una lejana idea de lo que será la vida eterna para los que creen firmemente
en las palabras del Señor.
A los atletas triunfadores, en tiempos antiguos, se le coronaba con una guirnalda de
laurel. De aquí tomó San Pablo su imagen para pensar en su encuentro con Dios.
Escribía San Pablo: “Me aguarda la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez
justo, en aquel día; no sólo a mí, sino también a todos los que aman su venida” (2Tm
4, 6). Pablo se imaginaba ser coronado después de haber cumplido con la ardua tarea
que Dios le había encomendado en el mundo.
En el libro del Apocalipsis prevalece la idea de descanso para referirse a la vida
eterna. “Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor -escribe San Juan-,
descansarán de sus trabajos”. Nuestra vida es un tejido de obstáculo y luchas. De
pronto todo eso se convierte en un gozoso recuerdo. Inicia un descanso agradable para
toda la eternidad.
Una de las figuras de más hondura espiritual que enumera el Apocalipsis para hablar
de la felicidad en la vida eterna, dice: “No habrá llanto, ni luto, ni dolor, ni lágrimas”
(Ap 21, 4). Este sentido negativo de lo que no existirá en el más allá de los justos es de lo
más consolador que se encuentra en la Biblia.

Hay que prepararse

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En algunas universidades se ha introducido una materia muy extraña: la tanalogía; la
ciencia que versa acerca de la muerte. En sentido cristiano, esta ciencia siempre fue
enseñada por Jesús. No le dio ningún nombre especial. Jesús siempre habló de
prepararse; de permanecer con lámparas encendidas; de que El llegará improvisamente,
como el ladrón.
San Juan Bosco, una vez al mes, a sus hijos los invitaba a hacer lo que él llamaba
“El ejercicio de la buena muerte”. Un retiro mensual en que la persona revisa sus cuentas
ante su Señor. Algo muy sabio, y, al mismo tiempo, muy descuidado por muchísimas
personas que, piensan que con excluir el tema de la muerte, la van a alejar. Son como los
niños que ante el peligro se esconden entre las sábanas y creen, de esta manera, que el
peligro está conjurado. Cuando Jesús se estaba despidiendo de sus apóstoles, antes de su
muerte, les dijo una palabras muy consoladoras: “Confíen en Dios y confíen también en
mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, yo no les hubiera
dicho que voy a prepararles un lugar” (Jn 14, 1-2). A Jesús se le llama el “primogénito
de los que mueren”. El se adelantó para prepararnos un lugar. Jesús les hacía notar a sus
apóstoles que para poder llegar a esa convicción, tenían que “creer en Dios y en Él”.
Para poder tener esa certeza gozosa de una eternidad en el cielo hay que aferrarse con
toda la mente y el corazón a las palabras de Jesús. Si creemos en las promesas de Jesús,
para nosotros será lo normal pensar que “si Creemos en Cristo, aunque muramos,
tendremos la vida eterna” (Jn 11, 25), y que ocuparemos una de esas “moradas” que
Jesús se adelantó a prepararnos.

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16. Prepararse para la tribulación

Continuamente nos estamos preparando para muchas cosas en la vida: cuando


pretendemos escalar una montaña, previamente, nos sometemos a intensos ejercicios.
Nos preparamos para pronunciar un discurso, para una profesión, para el matrimonio;
pero descuidamos prepararnos para la tribulación, para el momento de la prueba.
Nadie está exceptuado del sufrimiento. En el momento menos pensado, aparece la
tragedia, la enfermedad, la crisis en el hogar. Frecuentemente la tribulación es tiempo de
prueba, de tentación. Muchos son derrotados porque no se habían dispuesto previamente
para el enfrentamiento con el dolor, con la tribulación. Jesús advierte: “Vigilen y oren
para no caer en la tentación”. Quiere que la prueba no nos encuentre dormidos. Que
estemos siempre vigilantes en oración.
A Noé se le observa intrépido durante el diluvio; da órdenes, controla la situación,
salva a su familia. Noé no improvisó esa valentía. Cuando los demás se burlaban de él,
cuando lo tachaban de loco, de iluso, se estaba disponiendo espiritualmente para la
prueba del diluvio.
Moisés se agiganta como un líder insuperable del pueblo de dura cerviz. Moisés no
improvisó su entereza. Paso largos años en el desierto. Años de humillación, de soledad.
El Señor lo estaba fortaleciendo para que fuera audaz en las pruebas que le esperaban a
través del desierto.
Daniel y sus compañeros, en la corte del rey, podían llevar una vida regalada. Ellos,
en cambio, optaron por una vida muy sacrificada; se alimentaban a base de dieta
vegetariana. Cuando fueron llevados al horno de fuego, no flaquearon ni un solo instante.
Daniel fue lanzado al foso de los leones, y no se puso a lloriquear. Los jóvenes,
compañeros de Daniel, le decían al rey: “Nuestro Dios, a quien adoramos, puede
librarnos de las llamas del horno y de todo mal. Pero, aún si no lo hiciera, sepa Su
Majestad que no adoraremos a sus dioses” (Dn 3, 17-18). Su fe se había fortalecido
sobremanera; estaban maduros para afrontar la prueba.

La fortaleza de la oración

Dice la carta a los Efesios: “No dejen ustedes de orar, rueguen y pidan a Dios
siempre, guiados por el Espíritu. Manténgase alerta, sin desanimarse” (Ef 6, 18).
La oración nos ayuda a “estar alerta” en la presencia de Dios. El mal momento no
nos tomará de improviso. La depresión y el desánimo no lograrán derrotarnos.

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Jesús, antes de ir a su pasión, oró largamente en el Getsemaní. El evangelio afirma
que por el terror sudó sangre. Cuando llegaron a llevárselo, lo encontraron tan “dueño de
sí mismo” que, al sólo pronunciar su nombre, los soldados cayeron al suelo.
Uno de los cuadros bíblicos más conmovedores es el del Rey Ezequías que, al verse
amenazado por el poderoso Rey Sanaquerib, se va al templo y extiende ante el Señor, la
carta con amenazas que le enviaba el invasor. El Señor le ayuda a disipar sus temores.
Durante la oración, nuestra debilidad es anulada por la fuerza del Señor. El salmo 50
aconseja: “Invócame en el día de la angustia y yo te libraré, y tú me honrarás” El
Señor no especifica en qué formas nos librará. Solamente asegura que nos sacará del mal
paso. Jesús pidió ser eximido de su cáliz de amargura. NO se le privó de su cáliz; pero se
le concedió la serenidad suficiente para no amedrentarse ante el martirio. Un hombre de
oración es casi imposible que sea doblegado por el sufrimiento. Por eso los
revolucionarios más tenaces son los hombres de oración. La oración nos mantiene
despiertos en la presencia de Dios e impide que seamos arrastrados por la impetuosa
corriente de los problemas, que se desbordan como un río salido de su cauce.

El Pan de la Palabra

Corrie Ten Boom, en su libro “El refugio secreto”, narra que cuando estaba en un
campo de concentración nazi logró introducir una parte de la Santa Biblia. Durante las
noches, se reunía con sus compañeras de barraca, para leer y meditar en la Palabra de
Dios. Eso las fortalecía, les levantaba el ánimo. Bien decía el profeta Jeremías que la
Palabra de Dios es “miel para los labios”.
La estrategia de Jesús, en el momento de la tentación, fue esgrimir la Escritura. A
cada tentación, Jesús contestaba con una frase de la Biblia. La Palabra de Dios fue para
Jesús claridad en el oscuro momento de la tentación.
A los desconcertados discípulos de Emaús, que habían fracasado en el mar de la
dada, Jesús se les aparece de incógnito y comienza a introducirles en sus mentes frases
de la Biblia, hasta que ellos se sienten fuertes y logran reaccionar positivamente.
La lectura diaria de la Biblia nos aclara el horizonte, nos mantiene en una viva
relación de fe con nuestro Padre y no permite que nos hundamos en el pantano de la
tribulación que nos quiere tragar. Un hombre de Biblia no es alguien que va a fracasar
como los discípulos de Emaús. Es alguien que saldrá victorioso como Jesús en el
desierto.

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El Pan de la Vida

El novelista francés, René Bazin, cuenta que todos los días veía a una joven señora
que llegaba a la iglesia a participar de la Eucaristía. La serenidad se traslucía en el rostro
de la joven señora, a pesar de que en su vida había mucho dolor: su esposo había muerto
en la guerra; sus hijos estaban prisioneros en un campo de concentración. El novelista le
preguntó: “¿Cómo hace usted para conservar esa tranquilidad en medio de tantas
desgracias?” Ella le respondió que todos los días comulgaba y le pedía al Señor
solamente veinticuatro horas de fortaleza.
La comunión, recibida con las debidas condiciones, es alimento espiritual que nos
fortifica y nos inmuniza contra el desánimo. Jesús decía: “El que come mi cuerpo y bebe
mi sangre, vive unido a mí y yo vivo unido a él” (Jn 6, 56). Estar “unidos a Jesús” es
recibir su fuerza, en sentirnos “poderosos” con su poder.
San Agustín meditaba ante un cuadro de San Lorenzo. Mientras el santo se asaba
en una parrilla ardiente no dejaba de alabar a Dios. San Agustín reflexionaba: “Ya sé de
dónde le viene la fuerza: es porque come de la carne del Cordero”. El cuerpo de Cristo
es alimento que nos comunica el vigor espiritual necesario para no sucumbir cuando
somos sometidos al fuego lento de la tribulación. El cristiano de comunión frecuente es
un individuo que no va a ser derrotado fácilmente por la tentación.

Vivir en su presencia

El libro “Don Bosco con Dios”, de Eugenio Ceria, demuestra cómo todo lo que Don
Bosco realizaba lo hacía en la presencia del Señor. Si jugaba con sus niños, si escribía, si
esperaba en la antesala de algún ministro, si iba en el tren, su mente siempre estaba unida
al Señor. Vivía en el Señor. De allí su temple para no se doblegado por la multitud de
contradicciones que le rodearon.
Por envidias se le llegó a prohibir que celebrara la santa misa y que confesara. Era
como que le hubieran cercenado sus manos sacerdotales. Don Bosco continuó
imperturbable. La sonrisa no lo abandonó nunca. Vivía en la presencia de Dios, y el
Señor le comunicaba su fuerza para no capitular ante las rabiosas contradicciones que
intentaban anularlo.
Vivir en la presencia de Dios es estar seguros de que por encima de las opiniones y
las injusticias de los hombres, está la justicia de Dios, la bondad de nuestro Padre que
está siempre pendiente de nosotros. Jesús a sus apóstoles les advertía: “Les he dicho
esto para que cuando suceda, lo recuerde”. Jesús no quería que la tribulación los

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sorprendiera. No quería que llegaran a la frustración por creer, ilusamente, que no
tendrían dificultades.
Jesús les había adelantado: “Les digo todo esto para que encuentren paz en unión
conmigo. En el mundo, ustedes habrán de sufrir; pero tengan valor; yo he vencido al
mundo” (Jn 16, 33).
En la Biblia, continuamente, Dios le recuerda a su pueblo sus momentos grandiosos
en que experimentaron, de manera especial, la intervención del Señor: El Mar Rojo, la
nube, el maná, el agua de la peña. También les mandó escribir determinados
acontecimientos para que permanecieran sin borrarse de sus mentes. Nuestras
experiencias de la presencia de Dios, en nuestros casos apurados, no debemos olvidarlas.
Revivir esas experiencias, en los “días malos”, nos hace mucho bien. Nos ayuda a
estar seguros de que el Señor no nos dejará en el atolladero; nos sacará como lo hizo en
otras oportunidades, con métodos inimaginables.
“Clama a mí en el momento de la angustia y yo te librare, y tu me honrarás” (Sal
50, 15). ¡Tantas veces lo hemos alabado por su intervención en momentos desesperados!
¡Lo mismo que en el pasado, el Señor sigue siendo fiel con sus hijos!

Un refugio

La familia es el lugar más indicado para servir como campo de entrenamiento para
afrontar la tribulación. Una familia que reza unida, que medita en la Palabra, es una
familia que se está equipando espiritualmente para los momentos difíciles de la vida.
Muchos de los conceptos equivocados de Dios, vienen del hogar. Los padres que
lloriquean sistemáticamente ante las malas circunstancias, que se lamentan y protestan,
que dicen: “Dios se olvidó de nosotros”, van sembrando, en el corazón de los hijos, una
idea de un Dios lejano e injusto.
Una familia que sabe orar, que medita en la Palabra y frecuenta los sacramentos
será una familia madura para sobreponerse en las múltiples situaciones conflictivas que la
vida nos depara.

Fabricando la propia Arca

Noé, día a día, fue fabricando el arca; a su alrededor escuchaba burlas y desprecios.
Fue tiempo de purificación, época de preparación inmediata para el momento crítico del

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diluvio. Cada uno de nosotros, con la oración, la meditación bíblica, la frecuencia a la
Eucaristía, vamos construyendo nuestra propia arca para nuestros “días de diluvio”. Las
aguas caudalosas no deben sorprendernos. Se necesita mucha entereza y fe. Eso no se
improvisa. Como Noé, también nosotros, fabricamos, día a día, nuestra arca. Tarde o
temprano, vendrá algún diluvio -nunca falta-; pero en ese momento crítico,
dispondremos de la fuerza que nos viene del Señor.

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17. Prepararse para ser Cirineos

Job se encontraba totalmente abatido por la multiplicidad de desgracias que, como


cataratas, le habían caído encima. Unos amigos se le acercaron con la intención de
consolarlo. Varios días permanecieron junto a él en silencio respetuoso. Fue lo mejor que
pudieron hacer para confortarlo en su desgracia. Cuando a aquellos amigos se les ocurrió
empezar a “filosofar” acerca del sufrimiento, únicamente lograron torturar el alma de
Job. Lo hundieron más en la fosa de la depresión, cuando intentaron convencerlo de que
algún pecado oculto debía existir en su vida, y que por eso estaba sufriendo tan
acerbamente. ¡Mejor hubieran seguido en silencio estos amigos de Job!
Más que pretender convertirnos en “consoladores” deberíamos, preventivamente,
evitar todo aquello que pueda aumentar el peso de la cruz que nuestros hermanos llevan
angustiosamente sobre sus hombros. Son muchas las personas que por nuestra causa, día
a día, tienen que derramar una lágrima. Son muchos los que sienten que el peso de su
cruz aumenta a causa de nuestras palabras y actitudes. Superabunda el sufrimiento a
nuestro alrededor. Gran parte de ese dolor lo hemos provocado nosotros mismos. “No
hagas a otro lo que no quieras que te hagan a tí”, dice la regla de oro del evangelio. Si
solo nos esforzáramos por no aumentar el sufrimiento de nuestro vecino, ¡cuánto
consuelo podríamos llevar a su vida! ¡Cómo le ayudaríamos a llevar su cruz con más
alivio!
San Francisco de Asís llegó a descubrir que la mejor manera de llevar paz a otras
personas consiste en olvidarnos de nosotros mismos para pensar en los demás. En no
centrar la atención en nuestra cruz, sino en la cruz del que camina junto a nosotros. Por
eso San Francisco, en su oración, le pedía al Señor no tanto ser amado; como poder
amar a los otros; no tanto recibir comprensión de los demás como poderlos comprender.
No ser consolado como consolar.

Lloren con los que lloran

Acercarse al que sufre no es tan fácil: en lugar de ayudarle, se le pueden ocasionar


más problemas, como los amigos, de Job, si no se acude con la suficiente comprensión y
caridad. No es nada fácil consolar al que está pasando por una situación conflictiva. Más
que abundancia de palabras, el que sufre necesita que alguien esté a su lado, aunque sea
en silencio, pero con mucho amor.
Los que rodeaban a Jesús, durante una comida fueron crueles con la mujer que
llegó a bañar los pies de Jesús con sus lágrimas. En sus corazones la despreciaron porque

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conocían la clase de vida que llevaba. Jesús no pudo resistir las lágrimas sinceras de
aquella mujer; salió en su defensa: hizo ver que su amor le había granjeado el perdón de
sus pecados.
Las lágrimas de una viuda, que iba a enterrar a su único hijo, no le permitieron a
Jesús continuar su camino. Se detuvo y mandó que detuvieran el entierro. Tampoco
pudo resistir Jesús las lágrimas de la familia de Lázaro. Se unió a ellos. También lloró. Y
resucitó a Lázaro.
Jesús no podía dejar de llorar con el que llora. Se sintió solidario con todos los que
avanzaban agobiados por el peso de su aflicción.
Ante el dolor de los otros, nuestra gran tentación es no meternos en más problemas
de los que ya tenemos. Eso fue lo que sucedió en el caso del ciego Bartimeo. En medio
de su oscuridad, escuchó que Jesús pasaba por allí. Se puso a gritar: “Hijo de David, ten
misericordia de mí”. Los que lo rodeaban y los que iban con Jesús se disgustaron. De
mala manera lo invitaban para que se callara. No les permitía “escuchar” la palabra del
Maestro. Bartimeo seguía gritando. A los gritos desesperados de aquel pobre ciego, Jesús
interrumpió, al momento, su plática. Ordenó que le llevaran a aquel pobre ciego. Lo curó
y continuó su discurso. Jesús no pudo quedarse indiferente ante el dolor de Bartimeo.
Los demás, en lugar de pensar en la pena del ciego, pensaron en sí mismos: sus gritos les
impedían escuchar la bella plática de Jesús.
No es nada fácil “llorar con el que llora”; se necesita tener el corazón muy
despierto; se necesita, como Jesús, saber escuchar el grito de la desesperación del que
pide auxilio. Con el pretexto de “escuchar la Palabra”, de rezar, podemos pasar
indiferentes ante el hermano necesitado, como lo hicieron el levita y el sacerdote de la
parábola. Jesús se detiene siempre ante el dolor ajeno; no tiene miedo de involucrarse en
las penalidades de los que encuentra por el camino.

Nos necesitamos mutuamente

En las grandes competencias los ciclistas corren en cuartetas; cuando uno de la


cuarteta se ha quedado atrás, inmediatamente los otros van a rescatarlo; lo auxilian hasta
que se reponga y logre continuar en la competencia.
Jesús necesitó que alguien estuviera a su lado para ayudarle a llevar la cruz. El Dios
hecho carne tuvo necesidad de que un hombre le ayudara porque ya no podía continuar
con su cruz a cuestas. Cirineo se llamaba el afortunado individuo que tuvo el honor de
ayudar a Jesús a llevar su pesada carga.
Todos, en determinado momento de la vida, necesitamos que alguien esté a nuestro

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lado para ayudarnos a llevar nuestra cruz. Pablo, por eso, aconseja: “Sobrelleven unos
las cargas de otros” (Ga 6, 2). Eso fue precisamente lo que hizo el samaritano de la
parábola. Cuando vio a un hombre caído a la vera del camino, dice el evangelio, que
tuvo compasión. No pudo seguir montado en su cabalgadura; sintió la urgencia de bajarse
y “hacer algo”. No le preguntó su nombre al individuo. Lo comenzó a curar y terminó
por llevarlo a una posada para que lo atendieran mejor.
Sobrellevar las cargas de los otros implica ser conscientes de que el peso de nuestra
propia carga tendremos que añadir un peso más. A nuestra mente acudirán un sinnúmero
de pretextos para no hacerlo. En ese instante, Jesús nos dice que el único camino válido
es bajarse del caballo a ayudar al hermano a llevar su cruz.
En las primeras comunidades cristianas llegaron a ser muy tajantes en lo que
concierne a la ayuda al necesitado. El libro de los Hechos muestra que los que tenían
más, no pudieron quedarse insensibles ante la pobreza de muchos de los que concurrían
a la Cena del Señor; vendían sus posesiones para que ninguno pasara necesidad. Se
recuerda el caso de Bernabé que se sintió cuestionado por la pobreza de varios de los
hermanos de la comunidad. Bernabé no descansó hasta que pudo “hacer algo”; vendió
un terreno de su propiedad y el dinero lo entregó para subsanar las necesidades de
muchos pobres de la comunidad (cfr. Hch 10, 32-37).
Cuando la Virgen María supo que su anciana prima Isabel estaba embarazada, no
pensó en que ella se encontraba también en similares circunstancias. Dejó su casa
solariega y emprendió un largo y difícil camino para poder estar al lado de su prima y
entenderla en su delicada situación.
Jesús necesitó un Cirineo. Todos necesitamos un Cirineo. Lo difícil es decidirse a
echarse encima un peso más, cuando nuestra cruz la sentimos ya muy pesada.

En oración junto al que sufre

Los amigos de Job, con su palabrerío, únicamente aumentaron los problemas de


Job. Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, Juan y unas piadosas mujeres. No
dijeron ninguna palabra. Tenían los ojos fijos en la mirada de Jesús. Oraban junto a él.
Lloraban. En esa forma buscaron ayudarle a soportar su martirio.
El que sufre necesita que lo acerquen a la cruz de Cristo, y que permanezcan en
oración junto a él. La oración junto al que sufre es como un intento de acercarlo a Jesús.
Como los amigos del paralítico, sabemos que nosotros no tenemos la solución para su
pena; pero que Jesús puede repetirle: “Vengan a mí los que están atribulados y cansados
que yo los haré descansar”. Por medio de la oración, vamos llevando al que está cansado
y atribulado para que, al estar junto a la cruz del Señor, se sienta confortado en su

100
amargura.
Acercar a la Virgen María al que sufre es muy acertado. Cuando alguien está
zarandeado en medio de la tribulación, llega a creer que está siendo “castigado” por
alguna falta de la vida pasada. Este pensamiento no le ayuda en nada para aliviar su
sufrimiento. Cuando logra acercarse a la Virgen María y la ve santa e inmaculada, con
siete espadas de dolor en el corazón, entonces piensa que también él, como María, puede
participar en la cruz de Cristo. También él puede ofrecer su dolor, como lo ofreció la
Virgen María, para que sea sangre que beneficie a los miembros del cuerpo de cristo, su
Iglesia.
El paralítico del cuadro evangélico no pronunció ni una palabra. Solamente se dejó
llevar por sus amigos. El que sufre no quiere pronunciar palabra; ya no sabe qué decir.
Le hace muy bien que sus amigos, por medio de la oración, lo vayan acercando cada vez
más a Jesús y a su Madre. Cuando se da cuenta, su dolor como que duele menos. La
cruz como que ya no pesa tanto.

Consolados para consolar

Los Alcohólicos anónimos han sentido la necesidad de aunarse. Los llamados


“neuróticos anónimos” también. Sólo alguien que ha pasado por las penalidades que ellos
pueden comprenderlos a cabalidad. Los otros los juzgan desde muy lejos. Sus palabras
les suenan extrañas.
Con el dolor sucede lo mismo. Alguien que ha sido zarandeado por la tribulación
sabe llegar hasta la profundidad del dolor ajeno. Sabe comprender y no tiene miedo de
hablar como un teórico.
San Pablo decía: “Alabemos al Dios Padre de Nuestro Señor Jesucristo, pues él es
el Padre que nos tiene compasión y el Dios que siempre nos consuela en todos nuestros
sufrimientos, para que nosotros podamos consolar también a los que sufren, dándoles
el mismo consuelo que él nos ha dado a nosotros” (2Co 1, 3-6). Pablo conocía el
sufrimiento. En su vida abundan azotes, las cárceles, los naufragios, las persecuciones,
las calumnias, los malos entendidos. Las comunidades se disputaban el honor de tener a
Pablo entre ellas, pues recibían ese consuelo grande del que ha pasado por la tormenta y
sabe lo que es el rugido de las olas. Pablo animaba a todos a ser fuertes como él. Desde
la cárcel escribió bellas cartas de consolación. Cuando uno las lee, podría pensar que las
está redactando alguien desde la orilla de un pensativo lago. Pablo escribía desde la
oscura cárcel de Roma. Las cadenas habían dejado cicatrices en sus muñecas y en sus
tobillos.
El día de la resurrección Jesús se apareció a los apóstoles para desearles la paz.

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Antes les mostró sus manos y su costado en donde se veían las huellas de los clavos y de
la lanza. Jesús regaló la paz, pero antes tuvo que pasar por el martirio; por eso puede
decir: “Vengan a mí los que están agobiados y cansados porque yo los haré descansar”.
Jesús conocía perfectamente lo que significan cansancio y agobio.
San Pablo es muy práctico cuando nos hace reflexionar en que Dios nos ha llenado
de consolaciones para que también nosotros nos convirtamos en consoladores de los que
lloran, de los que sufren. “No consuela -dice Pablo- para que también nosotros podamos
consolar a los que sufren” (2Co 1, 4).

No es fácil dejarse ayudar

La mujer samaritana tenía el alma lacerada por las críticas de sus vecinos. Era la
mujer de muchos hombres. Todos la señalaban. Ella reía por fuera para desafiarlos. Por
dentro de su alma gritaba. Cuando se acercó Jesús, ella, al momento, desconfió: estaba
acostumbrada a ser engañada y despreciada. Había aprendido a estar a la defensiva.
Trabajo le costó a Jesús ganarse su confianza. Se le acercó como un mendigo, pidiendo
un poco de agua. Como un necesitado. Al fin pudo llegarlo al corazón y la curó de su
altivez y también la sanó de su lepra espiritual. Aquella mujer, instantáneamente, sintió
que de pronto su carga ya no pesaba tanto. Se sintió como nunca en su vida.
Cuesta acercarse al que sufre. A muchos el dolor los ha endurecido. Desconfían de
todos. Ya se acostumbraron a escuchar muchas palabras sin sentido. Ya se desilusionaron
de tantas personas que ante su dolor, buscan apartarse de ellos, con mucha educación.
Cuando Pablo cayó de su caballo y se quedó ciego, se encontraba arrinconado en
una casa. Sentía más grande su soledad. Fue en ese momento cuando se le acercó
Ananías. No le echó en cara su hostilidad hacia los cristianos. No le recetó un sermón
para que dejara de ser tan malo. Sólo le dijo con mucho amor que llegaba para orar por
él para que el Señor le concediera su Espíritu Santo y quedara curado. Fue en esa
oportunidad que Pablo comenzó a sentir el impacto de una comunidad de amor.
El camino para que Pablo fuera aceptado dentro de los cristianos no fue nada fácil.
Pablo era muy conocido por su hostilidad hacia los cristianos. Muchos habían sido
encarcelados por su causa. Se desconfiaba de él. Fue también en ese momento cuando
uno de los hombres santos, Bernabé, se acercó a Pablo y lo convidó para que pusiera al
servicio de Dios su teología y sus dotes oratorias.
El dolor, puede suavizar el corazón de la persona; pero no siempre. Muchos por el
dolor se han vuelto desconfiados. Se resisten a ser ayudados. No quieren cirineos a su
lado. No creen que alguien les pueda ayudar. Sólo la persona que no exquisita caridad
sabe vencer su orgullo y se acerca con amor, podrá vencer al que rehusa que le ayuden a

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llevar su cruz.
La tradición siempre ha interpretado que Simón de Cirene, al principio, rehusó
prestarse para ayudarle a Jesús a llevar su cruz. Tenía plena razón. Venía cansado de su
trabajo, y, ahora, lo querían obligar a ayudarle a llevar la cruz a un criminal. El gran
descubrimiento del Cirineo fue su experiencia de haber estado tan cerca de la cruz de
Jesús. Las primeras comunidades recuerdan al Cirineo como un cristiano ejemplar. Su
contacto con la cruz de Cristo marcó toda su vida.
Aceptar convertirse en Cirineo del que sufre no es nada agradable al principio.
Implica aumentar el peso de nuestra propia cruz. Los que se han decidido a cumplir con
el mandato del Señor de “llorar con los que lloran” y de “sobrellevar las cargas de los
otros”, han descubierto las incontables bendiciones que han inundado sus vida. Llorar
con el que llora y ayudarle a otro a sobrellevar su pesada carga es una de las obras de
misericordia en que se demuestra que la persona ya comprendió lo medular del
Evangelio.

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