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ISBN: 84-89841-17-9
Depósito legal: B.41.779-98
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A Susana y Laura
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dolor. Y en el aire aroma de jacintos. Luego, las caras juntas averiguando todo lo
demás: Lisa, yo soy poeta. Lo dije con timidez, lo recuerdo, pero ella sonrió
divertida: qué bien, así seré yo tu musa; en serio, soy poeta; para Lisa, suena
romántico ¿no? demasiado parecido a lo de Beethoven; Lisa yo soy poeta y
pienso escribir y publicar mucho. Terminó por comprender que hablaba en serio y
se quedó pensativa un momento. Luego dijo: me parece estupendo, tú te
dedicarás a escribir y yo te ayudaré hasta que seas famoso, no me importa pasar
apuros, de verdad. Pero cuando al fin salió mi primer libro y pasó casi inadvertido,
ella misma me insinuó que debía buscar un buen empleo, y cuando entré en la
Compañía sé que respiró aliviada.
El olor de los jacintos largo, largo, tallado en mármol. En los ojos de Lisa nunca
se borró su brillo de independencia, ni aun ahora, quince años después, cuando la
escrupulosa lealtad ha vencido. Ahora: a veces me gustaría vivir una aventura con
otro; ¿para qué?; sería una experiencia; si sólo es una aventura creo que no me
importaría; o sea que puedo ; ¿lo harías?; quién sabe. Lisa sonríe cuando me lo
dice y sabe que las líneas del tiempo están comenzando a estrecharse muy
lentamente.
Iré a buscar a los hijos queridos de la naturaleza, incluso por la noche. Leda ¿te
gusta Whitman?. Los hijos queridos de la naturaleza creo que han de ser nuestros
hermanos queridos, que todos venimos del gran útero, y los poetas locos se dieron
cuenta de ello y yo también, que soy poeta y estoy loco. El gran útero es el magno
paridor, jamás se cansa, millones de posibilidades nacidas cada jornada y
lanzadas a la incertidumbre provistas de vida, y todos satisfechos de ello, y todos
aferrados, y el gran útero que nos permite abrir los ojos sólo el tiempo justo para
que no alteremos su hermosa cadena. Si no durmieras, Leda, tendrías miedo. Hay
oscuridad y viento, la aguja por los ochenta y todo ausente, el trigal ausente, el
asfalto ausente, la luna niña y ausente. La Osa Mayor sí la tengo clavada en el
parabrisas, lo único; la Osa Mayor y mis luces de posición.
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Las estrellas eran las grandes aliadas de los peregrinos en su discurrir hacia las
fuentes de la gracia. A los místicos les obsesionaban: "ay, levantad los ojos a
aquesta celestial eterna esfera". Tienen algo ¿no? Son como el final de una vía
contemplativa, la señal que garantiza que haya secretos inalcanzables: estrellas
hay que saben mi cuidado.
La noche es noche de equinoccio, todo igual, medida justa. Por el cielo andará
Libra repartiendo a puñados equitativos una pizca de sensatez entre todas las
criaturas, la mía debió de quedarse entre las manos del primer día de otoño,
porque las hojas ya caen y yo me he vuelto loco de repente. Acepté la apuesta sin
dudarlo y cuando acabe todo tendré que pensar por qué la acepté. ¿Fueron los
gritos alborozados de los errantes, de los espectros, piratas y mendigos, mío es el
mundo como el aire libre?
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Yo tengo algunos amigos, pero sobre todo tres, aunque ya no sé. Uno es
Aurelio, que se dedica a observar microbios en un laboratorio; otro es Wamba,
crítico de arte, que malvive con sus artículos y sus clases, y el otro es Lucio, el
psiquiatra. De vez en cuando, como una cofradía bien instituida, nos reunimos a
cenar en la casa del que corresponda por riguroso orden rotatorio, que las formas
las mantenemos bien. Y ayer no más, un siglo, un segundo, Aurelio nos llamó para
recordarnos que era el día de nuestra cena:
-Seremos los cuatro de siempre. Los demás ya sabes que nunca se puede
contar con ellos.
-¿Y las mujeres?
-Como quieras, pero no creo que venga ninguna. Emma está en casa de su
madre, la de Wamba me parece que anda algo griposa y Martina ya sabes cómo
es. Si quieres decírselo a Lisa, por nosotros...
Naturalmente no le dije nada. De sobra sabía que aquello no eran más que
pretextos y que nadie quería hembras allí.
La casa de Aurelio se encuentra al lado del monasterio de las Recogidas, cuyo
campanario domina todo el pueblo. Es una casa de piedra. Tiene un zaguán
donde cuelga una balalaica y un salón donde arde una chimenea, te mira una
pareja de babuinos y puedes elegir entre más de cien botellas de licores de todos
los sitios. El resto no es más que un conjunto de colecciones cubiertas por un
techo y separadas por paredes. Y Aurelio es flaco, con nariz de halcón, un esbozo
de sonrisa continuamente a punto y un esperar con calma para hablar siempre el
último. Cuando le toca a él organizar la cena, que no le hablen de hacerlo en otro
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infinitamente más; una imagen poética, una simple frase bien hecha; hablar
directamente al entendimiento.
Pues no sé qué diablos buscaba yo con aquello, no lo sé. Lucio de espectador
divertido, esperando el próximo rebote de la pelota, pero Wamba se rió y entre
bromas y veras se sintió compasivo:
-Pobres poetas. Siempre olvidáis que lo primero que hizo el hombre fue una
simple raya.
Aurelio en su casa, un rey. Te digo que habla, contemporiza, distribuye, sonríe
y respira como un hospitalario rey. Emma había ido a casa de su madre: me
aburro oyendo vuestras tonterías, siempre hablando de lo mismo, si al menos
viniesen Lisa o Claudia. Y Aurelio. comprensivo: lo entiendo mujer, claro, pero ya
sabes que con esos no puedo negarme y además tu madre se pone tan contenta
cuando vas. Total, que un rey; y sin constitución por una noche.
Emma es constitución conservadora y de las de procedimiento rígido para su
revisión. Es guapa y tiene andares y, si provoca, que vaya si lo hace, es siempre
sin querer, líbrela Dios. Ya pone de su parte para no hacerlo los vestidos largos, el
peinado sosillo y el decir siempre comedido de las señoritas de recta educación y
colegio de teresianas. Pero es guapa, y una mujer guapa y recatada siempre es
castillo apetecible, maldita sea. Varias veces me ha pasado estar en su casa, en
cualquier reunión, y tenerla sentada a mi lado con su postura cuidadosa, pero
dejando asomar por un involuntario movimiento una parte de su pierna, nada
especial en ninguna otra mujer, pero en Emma siempre me resulta perturbador.
Alguna vez he aceptado ir con ellos a la playa sólo para ver su cuerpo; creo que
llegué a pensar que Emma no podía tener cuerpo, pero sí, precioso y sometido a
un continuo control de conducta para no resultar provocativo. Emma se ponía un
bañador negro de una sola pieza, con los escotes bien altos, y sólo el tiempo justo
para bañarse y secarse un poco al sol. Lisa, en cambio, con su casi invisible
biquini blanco, tendida despreocupadamente y quitándose el sujetador casi
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siempre. Resultaban algo chocantes las dos juntas, tan amigas y tan distintas a los
ojos de quien pasara. Me era fácil pensar que podrían sugerir una manifestación
simbólica de aquello que la debilidad de la naturaleza permitió elevar a la cima de
los valores: el ascenso irresistible de lo externo, lo sensorial hecho categoría. Y
Emma de negro, de largo, temerosa de saltar sus altas convicciones, guapa y
segura de que los espacios espirituales han de ser estrechos, alguien la convenció
de ello. Emma todo eso, qué tentación tentarla.
Aurelio siempre, que recuerde, nos preparó cenas de carne. Incluso cuando nos
toca pagar a nosotros, Aurelio se niega a cocinar una cena que no tenga unos
"trozos de alma solidificada para goce general de los mortales", y a lo más que
accede es a engordarnos mediante las delicadas fibras de unas codornices, algo a
medio camino entre el ser y el no ser, pero sin salirse jamás de la selecta nómina
de los que corren con patas, que es como se debe correr, y respirar por pulmones,
que es como se debe respirar. Era venado lo que ayer nos puso, venado
Stroganoff en salsa Biksemad, receta lapona, qué sorpresa ¿eh? uno tiene amigos
en todo el mundo. Sabía duro, atufando a comino, a orégano y a calorías, la salsa
entre dulzona y picante, como de enchilada, pero
-es lo único que le va bien ¿os dais cuenta? Es como una continuación de la
agresividad post-mortem.
Wamba levantó los ojos del plato:
-¿Y qué agresividad puede tener un venado?
-Enséñale a este estudioso, psiquiatra. La agresividad no es más que una
variable de la personalidad de la especie, un tipo de respuesta duradera y
abarcadora. Un venado tiene de agresivo el índice exacto que necesita para
sobrevivir, es decir, mucho. Y un maestro de la buena mesa como yo se dará
cuenta de que es preciso tratar de no falsear ese carácter cuando el venado se
brinde en el plato para nuestro deleite. ¿Comprendéis ahora esta salsa?
Lucio tenía los carrillos llenos:
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-Ya veis hasta dónde pueden llegar los técnicos de laboratorio de este país. Y
yo creyendo que sólo sentían veneración por los streptococus aureus.
-Somos muy sensibles, psiquiatra; trabajamos con microvidas. -Aurelio miraba
para todos, satisfecho-. Y nuestro poeta ¿qué dice?
Al poeta aquel mejunje lapón llevaba tiempo rascándole el estómago, pero no
había motivo para poner en grave riesgo la vieja amistad de Aurelio, así que creyó
más oportuno ser cortés y preguntar por las mujeres.
-Oh mujeres, omnipresentes en espíritu para desasosiego de los hombres.
Emma se fue con su madre, como siempre. Ya sabes qué madre e hija son éstas.
Yo creo que por ella tendríamos esta cena todos los días.
Emma cosiendo junto a su madre, la televisión hablando al vacío y en el aire un
respirar de compenetración; o peor, de similitud. Emma es muy guapa, qué
cuerpo, qué triunfo del adivinar sobre el mostrar a piel desnuda.
-¿Y Claudia?
Wamba estaba peleándose con un retorcido hueso.
-Un poco resfriada, nada importante.
Una pausa seca, como una llave echada. Todos sabíamos de los celos de
Claudia y de lo difícil que se hacían a veces para los dos las más simples
situaciones. Me era raro imaginar a aquella elegante italiana de ojos negrísimos,
armoniosa en todo, vitalista, repentizadora y brillante, me era raro imaginarla
invocando frágiles sospechas para apoyar las justificaciones de su actitud.
Siguiendo a Guarini, en Turín; Wamba nos lo contó muy ufano cuando volvió. Un
trabajo de encargo sobre lo que podría haber de simbólico en las cúpulas de aquel
fraile teatino metido a arquitecto, que parecía concebir los sancta sanctorum como
un cono arrugado. Ya había estado en la Santa Síndone, con alguna emoción, es
cierto, de sabios es no poner jamás control a las emociones y que hagan con uno
lo que quieran. Sobre el aparatoso monumento con la urna de plata, sobre las
almas arrodilladas en semiéxtasis, sobre los murmullos de fe y sobre los pasos
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teatro: tienes una mujer bandera, no sé cómo te las arreglaste, él riéndose, pero
yo negándole la gracia con un gesto serio. A veces: hay un magnífico ballet en tal
teatro, ya sé que a ti no te gusta, pero dile a Lisa que venga con nosotros, te la
devolveré salva. Y otras: si quieres yo puedo recoger a Lisa de la que vengo, me
queda de paso. Y Lisa negándose siempre.
Estaba serio Lucio. Y yo, no sé por qué, pensando en aquel Lucas Gatico, -al
director se le trata de don, no lo olvide-, que cruzaba el patio de la oficina cada día
con su ordenanza al lado. Un verso, llevo tiempo buscando un verso para eso.
Wamba siguió:
-El inconsciente y todo eso que manejáis tan bien como concepto; no conozco
un psiquiatra que no se vea como un superhombre, entiéndeme, en el sentido de
que os movéis por capas de la mente que los demás no conocemos. Y cuando
habláis tenemos que creeros.
-Os llevan al diván, os sacan los doblones y encima os crean complejos.
Delenda est psiquiatría.
-Delenda por siempre, amén, -yo dije; aquel licor monástico estaba actuando
santamente.
-Y ahora, si este miramicrobios que tenemos por anfitrión nos trae de una vez el
postre, la vida estará más cerca de la perfección.
Aurelio fue a la cocina y volvió con una bandeja cuidadosamente dispuesta; olía
a aguardiente que mareaba.
-Esencia de estepa para psiquiatras sacabocados, para críticos aristarcos, para
poetas quiméricos y para serios altruistas científicos. Tomad y comed.
-¿Qué es eso?
-Eso, nescientes comensales, son panqueques de guindas y amapolas
ahogados en palinka. La palinka es un licor de la Panonia, la Panonia es una
región del Danubio, el Danubio es...
-Debes de tener aburridos a los bacilos.
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Sabían bien. Un punto entre dulce y amargo, entre ácido y suave, entre tierno y
violento, es difícil, pero era un punto medio entre algo, como si dos fuerzas
quisieran llevarte cada una a su sitio y tú sintieras las dos a la vez y no pudieras
más que esperar a que una venciese. Luego me di cuenta de que eran la amapola
y el aguardiente. Aurelio nos miraba y esperaba nuestra aprobación. Es cierto,
bien lo digo, que en cada cena anual, Aurelio, el purista Aurelio, Aurelio el
academicista, últimamente parece que ni a vosotros los poetas os interesa la
belleza de la expresión, nos buscaba la sorpresa aunque tuviera que investigar en
las cocinas de todo el mundo.
-Desde luego, en todos los años de existencia de esta cofradía no recuerdo otra
cena de tanto carácter, -dije yo, pero no sé por qué.
-Vienen las aves del cielo y nos bendicen. ¿Dónde está ese santo licor de los
santos monjes?
Aurelio se recostó hacia atrás y encendió un puro:
-Es posible que esté escrito que de esta asociación cuadrilátera y metafísica
que cada poco toma mi techo como pobre cobijo de sus inquietudes, surja algún
día un movimiento organizado que modifique el pensamiento y los hábitos de
nuestro mundo.
Wamba se rascó la cabeza:
-Quiero entender que insinúas que podríamos dar a nuestras cenas un carácter
más oficial, algo así como convertirnos en una asociación con todas las de la ley.
-¿No os gusta la idea? De menos se han hecho obras más grandes.
-Creo que perderíamos nuestra maravillosa libertad.
-Bien hablado, señor Wamba. La libertad no puede perderse, la libertad es lo
primero. La libertad consiste en hacer lo que a uno le dé la gana sin tener en
cuenta más que a la mujer, a Hacienda, al médico, al gobierno, a los semáforos y
a los vecinos. Lo siento, soy Lucio el escéptico.
Más de dos horas de cena estaban comenzando a darme un cosquilleo
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doloroso en la espalda, porque las sillas de Aurelio son de las de antes: cuero
acordobanado y madera tallada, altas y nobles, pero en ángulo recto y mis
plebeyos lumbares no estaban acostumbrados a ellas. Me levanté y me estiré sin
disimulo:
-Si no os importa voy a sentarme en el sofá.
-Buena idea.
Un brillo extrañamente vivo en aquel atardecer que se estaba terminando o que
ya se había ido horas atrás, no lo he sabido. Las cosas de Aurelio y de Emma en
aquel salón, diciéndome que eran distintas, el samovar tibetano, las boleadoras,
un narguile egipcio, las cosas de Aurelio, Emma no debe de tener cosas. Oía
cómo Wamba volvía al tema que le había sugerido Aurelio, la voz extrañamente
matizada:
-Al menos podríamos intentar hacer en común algo más que comer.
-En la vida del hombre prima sólo el instinto, es decepcionante, -Lucio se bebió
de una trago media copa de licor frailuno-, pero sospecho que estamos a punto de
hacer brotar un poco de espiritualidad. Adelante, amigos.
-No es broma, matacuerdos. Se trata de fijarnos algún objetivo que no sea sólo
el de cenar aquí una vez al año.
-Pues fijémoslo. Las tres cuartas partes de mi espíritu arden en deseos de
realización.
Aurelio se había levantado y buscaba en un arcón que hacía de bodega otra
botella.
-Esto es sorbo di cardenale, trago reservado para paladares amigos.
Tomémosla con sabia discreción, que sabe Dios cuándo tendré otra.
-Y esta ¿de dónde es?
-Licor imperial, receta de los antiguos incas, que combatían el frío de sus
montañas con este santo generador. Es de agradecer que Pizarro y los suyos
hayan tomado buena nota.
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Wamba calló de repente; apuró la copa y se dejó caer sobre el respaldo del
sofá. Lucio estaba serio.
-Wamba -dijo suavemente- ¿qué es lo que te gustaría haber hecho en la
Historia?
Un silencio compartiendo una mirada de sorpresa y sosteniendo una reflexión.
Wamba hizo un gesto ambiguo que podía decir no lo he pensado o a qué viene
esa pregunta, pero nos sorprendió con una respuesta precisa:
-Ser el primero que subió en globo.
-¿Por qué?
-Siempre pensé en lo que debió de sentir aquel hombre allí arriba viéndolo todo
desde un ángulo inédito y sintiéndose sin creerlo que por fin era libre.
-La libertad va unida a sensaciones visuales nuevas; viejos mitos realizados, no
está mal. Y a nuestro anfitrión, ¿de qué hazaña le hubiera gustado ser
protagonista?
Aurelio comía una aceituna.
-¿Qué es esto, un psicoanálisis?
-Un juego, sólo un juego.
-Hazaña, ninguna. Mi alma tiene vértigo por las alturas. Yo que sé, quién puede
saberlo. Es imposible hacer abstracción de las consecuencias; jamás
agradeceremos al fluir continuo del tiempo esa lección que nos permite olvidar la
inmediatez de las causas, pero inutiliza cualquier especulación.
-Son especulaciones sin ninguna trascendencia; estamos jugando a elegir qué
vía nos habría llevado hacia el Olimpo. Sólo jugando, qué más quisiéramos.
-Si nos viéramos en una proyección real unos a otros no conoceríamos a
nuestro compañero de trabajo ni al vecino ni al amigo íntimo ni siquiera a la
esposa. Ya sé por donde vas, psiquiatra, pero voy a decirte la verdad. ¿Sabes lo
que realmente me hubiera gustado ser? Un eremita del siglo IV, de aquellos que
se retiraban al desierto cuando todavía podían y esperaban la llegada de un
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dicho nunca.
-¿Y qué es lo que dirías tú?
Lucio es un cínico que maneja muy bien en su favor la franqueza ajena. Mira lo
que nos contestó:
-Nada, no quisiera haber hecho nada. Fuera de mis frustraciones las obras que
ya tienen padre, que bastante ha de pelear uno para ser buen hijo de las suyas.
-No te escapes con filosofías de tres al cuarto. Estoy seguro de que en todo el
panorama de la Historia hay algo en que te habría encantado meter la mano. La
matanza de San Bartolomé, por ejemplo.
Lucio rió, incluso creo que halagado.
-No habría estado mal. No, mis anhelos de realización son más prosaicos.
Haber sido el que ayudó a lady Godiva a montar en su caballo, por ejemplo, o
haber estado en el paraíso terrenal y poder tomar la decisión de morder la
manzana, o haber protagonizado Una noche en la ópera, o ser el inteligente mortal
que inventó este licor de emperadores. Para mí, Aurelio, que tienes un trato con
sus beodas divinidades.
Lucio bebió, nosotros también y todos ahogamos las penas en el no-ser.
Wamba preguntó con su nueva voz, insegura y extraña:
-¿Y podemos saber a qué viene este interrogatorio?
-Bah, venga, echad otra copa. Celebremos nuestra abundante reserva de
sentido común. ¿Quién ha dicho que le gustaría haber escrito el Quijote? Pues
brindemos por él, y también por los que habrían querido pintar la Capilla Sixtina o
enunciar la teoría de la relatividad o inventar la imprenta o descubrir América. -
Lucio apuró la copa y nos miró uno a uno-. Nos hemos pasado la inmortalidad por
la arruga del sobaco. Ninguno de nosotros añora la fama eterna, sólo sensaciones:
la sensación de elevación material sobre todo lo demás, la sensación de la
soledad, la de haber presenciado el principio de todo, la de participar en los mitos.
Somos simples mendigos de sensaciones, pobre siglo este. Hemos llegado a
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A las nueve se entra en la oficina y se atiende al público hasta las cinco, en una
mesa de un patio por donde pasa cada mañana Lucas Gatico. A las ocho se pone
uno sobre la camisa que le gusta una bata blanca y se dispone a quemar los ojos
para ver lo que otros no quieren ver, porque para eso mandan. A las seis de la
tarde hay que repetir las mismas cosas cada día a ocho o nueve chicos
desinteresados y hostiles, y que no falten, porque si no fuera por las clases
particulares, a ver cómo se iba a vivir solamente de escribir crítica de arte en los
periódicos. De niño, en los caminos sin fin de mis ojos a baja altura, largos y serios
por trigales y rastrojos, qué afán de eternidad tienen los caminos, veía la acacia de
mi era, sola y resignada en medio del sembradío, tratando de evitar calor y dolor a
la tierra. Y miraba luego la noria y la mula que la movía cada mañana y tarde para
que nuestro aljibe estuviera siempre lleno y no nos faltara el agua. Le habían
puesto unas anteojeras de paño negro por si el diario acontecer de nuestras vidas
podía distraerla, con lo aburrido que era, o a lo mejor, sería para que no se
marease de tanto dar vueltas, no lo sé. La mula giraba y giraba, siempre al mismo
paso cansino, y en los rastrojos quedaba hollado un círculo perfecto cuyo centro
era la noria. ¿Cómo sabía la mula cuándo terminaba una vuelta? Me lo pregunté
muchas veces desde la sombra de mi acacia, fijándome en sus ojos para ver si
con ellos tomaba alguna referencia a su paso, una piedra, la acequia, la propia
rueda que arrastraba los arcaduces, pero jamás la vi levantar la vista del suelo. La
mula debió de haberse convencido, mucho antes de que yo la conociera, del
enorme poder de la rutina, y en su mirada baja hacia la tierra estaba su única
respuesta. Simplemente se había resignado.
Aceptamos todos. Apenas una duda pasajera en Aurelio: no creo que esté el
alcacel para zampoñas. Las líneas errantes del salón ya confluían sobre un punto,
y Lucio mirándonos con no sé qué cara al ver que habíamos aceptado el desafío.
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La Laguna Santa está lejos, a casi trescientos kilómetros, en una llanura elevada
rodeada de montañas. La conocíamos bien los cuatro porque había sido uno de
nuestros puntos de acampada cuando aquel furor juvenil por la pureza de lo
creado y por el desprecio del hombre, en abstracto, como ser contaminador, el
hombre, sin determinante, yo, tú. él. Un cierto regusto seguramente en volver a
ella ahora, cuando todo lo que es capaz de determinar ha ido creciendo en
perjuicio de tanta generalización liberadora. Y en las carreteras serpenteantes que
te llevan a las montañas, la sombra recortada de barrancas y torrenteras con
intención de amenaza, pobre caminante.
Sonaron las once campanadas en el monasterio de las Recogidas. Lentas y
profundas, como llamada de vocación. Aurelio lo había dicho: esta casa de pueblo
es ella y las campanas de ese monasterio, qué bronce, atemorizan, oye, cuando
las sientes en la hora bruja, ya sabes, despierto en la cama con pensamientos
inquietantes y la conciencia encogida. Somos hombres de sensaciones, Aurelio,
hombres cada vez más exigentes.
Y Lucio, entusiasmado, ordenándolo todo:
-Cada uno podrá ir por la carretera que quiera y sólo se permitirá llevar
encendidas las luces de posición, ¿de acuerdo?
-De acuerdo. Haremos un pacto de caballeros. -Wamba con la mano en alto en
actitud de jurar.
Y Aurelio:
-Allá cada cual. Valdrá para calibrar el afán de sensaciones de cada uno y
hasta dónde está dispuesto a arriesgar por ellas.
Lucio siguió:
-Tenemos los coches en la explanada de las Recogidas, así que saldremos de
allí. El tiempo comenzará cuando den las doce y lógicamente acabará cuando sea
de día. A las siete, por ejemplo. A las siete hay que estar en la laguna, junto a la
cruz, ya sabéis, en la pradera al lado del bosque. Pediremos testimonio a cualquier
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pastor.
Así de llano y de serio hablaba Lucio. Concretando en exceso lo que no debería
ser demasiado delimitado bajo riesgo de perder esencia.
-Dejémonos de fijar normas. Las sensaciones no pueden estar acotadas por
reglas, son individuales, lo que a uno le sirve a otro no. Cada uno que haga lo que
quiera, él sabrá.
-Habíamos hablado de una apuesta, ¿no? Habrá que fijar condiciones.
-Tiene razón, -la voz cada vez más extraña de Wamba- ¿Qué apostamos?
Lucio se sirvió otra copa, ya no sé si del licor monástico o del de los reyes
incas, la aspiró un momento y la apuró muy lentamente. Luego dijo:
-Las mujeres.
Y Wamba aplaudió y Aurelio se tomó otro trago y a mí me pareció muy bien y
todos celebramos la idea. Wamba pidió champán.
-Deja el champán para los brindis de los espíritus débiles, de los pisaverdes, los
petimetres y los afrancesados. En esta cofradía las buenas ideas no se celebran
con burbujitas rococós y adamiseladas, aquí está Aurelio para impedirlo. -Y se
acercó al arcón para sacar otra de sus botellas.
Los instantes -partículas de absoluto en el extremo final de la indivisibilidad del
tiempo- libres en el aire, sin relación alguna con las intenciones. Las palabras -
concreciones de ideas, deben serlo- inseguras y desprendidas del ronzal natural
que las doma en nombre de la lógica. Un viento de impaciencia cuando el reloj de
las Recogidas hizo saber con su voz retumbante que eran las once y media.
Alguien quería concretar lo más posible:
-Quede bien claro que los que pierdan la apuesta dejan a sus consortes a la
entera disposición de los vencedores. Y que han de permitirlo todo. Todo.
-Todo lo que ellas dejen.
-Y si no quieren, podremos cortejar, requebrar, arrullar, enternecer, seducir,
todo muy cortés, desde luego, hasta derretir su natural virtud, sin que el
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desgraciado vencido pueda hacer otra cosa que arrancarse los pelos y comérselos
a puñados.
-Así sea. Y para que conste a los efectos oportunos, firmamos nuestro pacto
con este inmundo bebedizo que este viejo espiabichos no sé de dónde diablos
trajo.
Trasegamos todos aquel nuevo hallazgo de Aurelio, que para entonces ya
nadie sabía a qué sabía. Luego yo me levanté con las manos bien apoyadas sobre
la mesa y dije:
-Oh, valor que todo lo puedes. Gracias a ti podrán salir por fin a la superficie sin
el menor asomo de rubor y sin la falsa capa de la hipocresía y la vergüenza, todas
las frustraciones y deseos escondidos, tapados hasta ahora por la amistad. Salid a
flote, anhelos no confesados, que todos os conozcamos, removed todo lo que está
cómodamente establecido y convertíos en el tormento del hombre sin valor.
Eso dije yo. Y alguien con mejor idea me cortó y proclamó que lo que había que
hacer era cantar y que se le acababa de ocurrir una canción:
Muera el caldo de garbanzos,
viva el gran licor del inca.
Muera el agua oxigenada
y que viva la palinka.
Coro: qué guapa vienes, qué guapa vas, la saya verde y la colorá.
-Y a ver esta otra:
La virtud de las mujeres
es una cosa tan fina
que si la tocas un poco
se convierte en fosfatina.
Pon, pon, pon, pon
Qué guapa vienes...
-Eres un poeeeta, un poeta inspiradísimo; mejor que este sueltarripios, ¿a que
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sí?
-Tomemos en sana armonía la última copa antes de salir a defender el honor de
nuestras virginales damas.
-Todo sea por ellas.
-Y eso que bien poco se lo merecen. ¿Vosotros creéis que lo merecen?
-Pchsss
Fueron tres o cuatro, allí estará la botella para decirlo. Luego nos fuimos,
cogidos de los hombros, cantando, hasta la pequeña explanada que hay delante
de la puerta del monasterio de las Recogidas. Uno dijo:
-La luna está en uno de esos cuartos que nunca sé cuál es. Es una jodía
mentirosa la luna.
-La naturaleza no quiere tomar partido.
-Hace bien, qué coño. ¿Dónde está el psiquiatra?
Lucio estaba arrodillado junto a los coches, tratando de acertar con los tornillos
de los cristales de los faros. Ya había desmontado uno y quitado la lámpara y
arrancado los cables.
-Así lo voy a hacer con todos. Yo me fío, ya lo sabéis, pero si queréis ponerme
los cuernos vais a tener que ganároslo en buena ley.
La doce campanadas entonces mismo. Como mazazos en el cielo, como
órdenes. De las Recogidas salía un silencio profundo y sombra, mucha sombra
tras sus muros. Al negrillo viejo y gordo no se le movía ni una hoja. Y el
campanario del monasterio ante el nimbo algodonoso del menguante,
aumentándose en la noche. Fue la figura de la despedida.
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Son las tres y veinte de la madrugada. Manso el silencio que se cae de algún
pensamiento en eterna vigilia más allá de todo lo oscuro. Se ha cansado el
murciélago. Hace ya tiempo que prefirió volver a la oscuridad sincera de los
campos antes que seguir mis luces, qué débiles, qué falsas deben de ser. ¿Tú
crees, Leda, que sin luz puede vivirse? Sé que hay montañas más allá, no se ven,
no se ve nada, pero deben de destacarse ya a lo lejos, donde la laguna. Verás
cuando llegue la primera penumbra cómo se recortan, con qué aplomo, y nosotros
ahora atentos, Leda, tú duerme, yo miro la cinta derecha de la carretera y a veces
las estrellas y veo a Mizar doble sin esfuerzo, esta oscuridad me lo facilita. Cuando
salimos quise llamar a Lisa, pero vi a Lucio arrancar tan de prisa que tuve miedo;
fue como una punzada, así que yo salí corriendo también.
Corriendo. Vestido de invencible con mi euforia, la carretera magnífica, ancha,
llana e iluminada, ella que era estrecha y oscura, una vía espléndida de luz y
atracción, eso vi. Y los ojos, que se acostumbran rápidamente a la situación de
oscuridad, no importan los árboles ni las curvas, el ojo es sabio y se adapta, es
como conducir de día. Comencé a cantar a voz en grito llevando el ritmo con el pie
sobre el pedal del embrague. Ojalá la distancia fuese infinita y la noche larga para
estar siempre huyendo, la huida es hermosa y fácil, no sé cómo no me atreví
antes. La huida libera a los pobres atrapados entre el querer y el necesitar.
Aceleré. Como de día, te digo; una luz interior de amapola y palinka, las manos
seguras y ágiles sobre el volante y en la cara una sonora risa. Correr, huir, muchos
poetas huyeron y yo soy el único poeta de los cuatro y el que más derecho tiene a
que la huida le salga bien. Veremos qué hago con Martina, Emma primero, claro, y
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para qué se necesita lo superfluo. No sé cómo Aurelio pudo haber aceptado. Tres
días antes me llamó para ir al cine: es no sé quién puro, no puedo perdérmelo;
bueno, te acompaño, yo sin muchas ganas. Entramos cuando ya había empezado
la película y me arrastró hasta las primeras filas: perdona, pero últimamente noto
que se me fatiga mucho la vista en la oscuridad, tendría que poner gafas. Pero no
las puso todavía, es estupendo.
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El puente que une las dos vegas. Al otro lado del río comienzan los viñedos, a
los que el otoño está dando gravidez. Si hubiera aún sol en el crepúsculo, podría
verlos reposar sobre la tierra ocre, envueltos en magnífica serenidad bajo la luz
dorada de la tarde, pero es de noche y no vi más que motas oscuras, infinitamente
multiplicadas sobre el pegujal, ya casi marfilíneo, tanto puede el pobre menguante.
La carretera los bordea, luego tuerce bruscamente y se aleja internándose en un
valle de colinas peladas y solitarias entre débiles choperas, que acompañan de
.
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siempre con mi mujer, ahora duermo siempre con algún cliente. Don Lucas Gatico
tiene su mundo tan cercano y tan completo que no necesita huir. Tampoco
necesitan huir los animales del zoo.
Los brazos pesados, como de piedra. Un esfuerzo infinito hasta el simple
parpadeo. Una sequedad asquerosa en la boca, qué ganas de beber, el agua
fresca de la acequia recién salida de la noria, corriendo con la prisa del que acaba
de nacer, y luego el murmullo del chorro en el aljibe, qué constancia. De pronto
sentí frío, un temblor helado que me recorría todo el cuerpo. Y en la cabeza un
dolor hondo, como martilleo, no sé si de las sienes o de los pensamientos. Todo
comenzó a nublarse y a girar velozmente en torno a mí, una náusea violenta, un
espasmo. Tuve que abrir la puerta para vomitar. Cuando pasó, no quise hacerme
preguntas. Arranqué el coche y caminé despacio. Sólo quería poder tomar algo
caliente y, sobre todo, llamar a Lisa. Nunca creí que pudiera necesitar tanto oír la
voz de alguien.
Aún pasaron bastantes kilómetros antes de encontrar aquella gasolinera. Salió
un empleado soñoliento que apenas me miró:
-Llénelo, por favor. ¿Puedo hablar por teléfono?
Al ponerme de pie las sienes parecieron estallarme, pero logré andar firme
hasta un destartalado despacho donde había un teléfono en la pared. No sabía
qué iba a decirle a Lisa. En realidad no quería decirle nada, sólo deseaba
escucharla, oír su despreocupado hola, quedar en silencio mientras ella hablaba,
cualquier cosa, Lisa, no calles, dime lo que quieras, la compra, la vecina, pero no
pares de hablar, yo sólo quiero oírte. La señal sonaba indiferente, con su
enervante regularidad. Colgué y marqué de nuevo, pero aquel maldito pitido siguió
sonando en el vacío hasta que se cortó por sí mismo.
El empleado debió de fijarse en mi aspecto cuando volví al coche:
-¿Se encuentra mal?
-No, estoy un poco mareado nada más. ¿Ustedes no tienen aquí máquina de
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café?
-No, pero si quiere, a cosa de siete kilómetros hay un hostal para camioneros.
Supongo que estará abierto.
-Muchas gracias.
-¿Tiene usted avería en las luces?
-No, ¿por qué lo pregunta?
-Me pareció que venía con ellas apagadas.
Aproveché que se dio la vuelta para arrancar.
Si sabes de los hombres sabrás mucho de imposibilidades y de ideas a medio
explicar, sabrás de desorientaciones y vagabundeos que se rizan en espiral hasta
que un gesto valiente echa mano a la espada. Navegan las suposiciones a la
deriva como corchos en un mar inabarcable y vacío, las olas hechas de
posibilidades y esperanzas infecundas, cada uno si quiere puede verlo dentro de
sí mismo. Y si algún día tienes la certeza de todo, hazte un altar y súbete a él y
estira la mano para bendecir a todo el que llegue, pobre humano, temblando de
indeterminación. Pero no podrás hacerlo, porque habrá certezas que nunca
tendrás; por ejemplo, que no se rompa el escalón del altar cuando tú subas, o que
aquel que baja los ojos y espera pacientemente para acercarse a ti, no traiga más
intención que la de apuñalarte. Veo a Lisa dormida en su postura favorita, la
mejilla apoyada en la mano, el cuerpo en total abandono, ligeramente ladeado, y
esa expresión algo ceñuda, tan curiosa. Le cae el pelo por la cara y tiene la otra
mano sobre el vientre. Siento su respirar hondo y acompasado que siempre, no sé
por qué, me transmite la impresión de una esperanza ideal, una esperanza
dichosa, última y posible, quién sabe. Lisa siempre duerme desnuda, incluso en
invierno. Cuando me acuesto tarde he de mirarla un buen rato, el cuerpo
bronceado entre las sábanas, rotundo y tierno, todo promesa, y a veces la acaricio
sólo para sentir el breve temblor inconsciente.
Lisa está dormida, lo está, y el teléfono no la despertaría nunca, por mucho que
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estuviera sonando, que el buen sueño ha de ser inatacable como cualquier firme
seguridad, de las pocas que quedan. Lisa no siente la necesidad de huir; la
vulgaridad no es una carga para ella. Soy yo, que soy maximalista y estoy loco,
que he llegado tarde a casi todo, que he seguido siempre indicadores cambiados,
soy yo el que ha creído que la huida únicamente puede ser de un solo bloque, sin
convencerse de que quizá existan también fugas moleculares insertas en cada
minuto y en cada objeto material que hemos hecho nuestro. Todos estamos
rodeados de pequeños condensadores de ilusión; están ahí y nos dicen: ven,
refúgiate en mí aunque no sea mucho lo que pueda darte, la Idea nos ha
condenado a ser solidarios y sin embargo pasas de largo, sin siquiera mirarme, en
busca de brazos más brillantes; me llamo mañana, libro, conversación,
firmamento, beso, tantas cosas.
Y en cada kilómetro una desazón creciente, a pesar de todo. Por muy
profundamente que durmiera, Lisa tendría que haber oído el teléfono. Lo que pasa
es que no está, la una y media de la madrugada y Lisa no está en casa, eso es lo
que ocurre, que salió con alguien aprovechándose de que yo llegaría tarde, con
quién estará Lisa. La luz del hostal a lo lejos. Al ver que no volvía habrá llamado a
casa de Aurelio y como tampoco encontró a nadie salió a buscarnos. La luz del
hostal más cerca. Se habrá sentido sola y se fue a dormir a casa de alguna amiga,
quizá Emma, no, Emma tampoco está. La luz del hostal ya alcanza a iluminarme la
carretera.
Un suspiro de alivio cuando aparqué. Era un sitio solitario, no sé cómo alguien
podría parar allí. Un letrero luminoso haciendo guiños: hostal, una estrella, abierto
noche y día, cafetería, restaurante, y yo sólo con la mente puesta en Lisa, mi
cabeza dolorida, mis ojos cansados y mi cuerpo; hablar con Lisa, tomar algo
caliente, pedir una cama y dormir. Lo demás quizá lo sepas. Entré en la cafetería,
pedí un café cargado y me fui directamente al teléfono sin fijarme para nada en
aquella muchacha de pantalones ceñidos que se apoyaba en un extremo del
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mostrador. Sentí el clic al descolgar y cerré los ojos. La voz de Lisa preguntaba al
otro lado:
-¿Quién es?
Despreocupado y natural el tono, como el del que pasa por allí cuando suena el
teléfono, eso me pareció. No era la voz del que acaba de despertar. La voz del
que acaba de despertar tiene una dulce condición inestable que casi da categoría
a la inconsciencia. La voz del que acaba de despertar raramente duele.
-Lisa... creí que estabas dormida.
-Claro que estaba dormida. Me has despertado, ¿qué ocurre?
-Nada. -Una pausa estúpida. Qué tendrán de difícil las comprobaciones para
que lleguen a hacer hermosas las dudas-. Creí que no estabas. Te llamé antes y
no contestaste.
-Me pareció oír el teléfono entre sueños. ¿Para qué me llamas? ¿Seguro que
no ocurre nada?
-No, de verdad. Sólo quería decirte que no te preocupes si llego tarde. Lucio se
empeñó en que saliéramos y ya sabes cómo es.
-Bueno, no me despiertes cuando te acuestes. Y diviértete.
-Me gustaría más que tú estuvieras aquí.
Casi seguro que podría haber visto ese gesto irónico tan propio, que le da un
brillo especial a los ojos:
-No creo que me eches demasiado de menos. ¿Dónde estáis?
-En una cafetería, no sé cómo se llama. Es todo bastante aburrido.
-¿Te aburres con tu brigada? ¿Qué le pasa a vuestros biorritmos?
-Lisa, estoy solo.
-Qué raro te pones a veces. Si te aburres ¿por qué no vienes?
-No puedo.
-Ya. Ya veo lo mal que lo estás pasando. Anda, déjame dormir.
-Lisa...
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-¿Qué?
-Que descanses.
-Sí, un beso.
Estaba el café ya casi frío y le pedí al camarero que lo calentase de nuevo. Si
algo necesitaba era un café bien caliente. Por qué aquella destemplanza si esta es
noche primeriza de otoño y la tierra todavía no ha podido perder aliento. Las
mesas del local vacías, todo muerto, apenas una máquina parpadeando en un
rincón. Y fuera, la oscuridad y el silencio de la noche, la carretera solitaria y, si
acaso, un inútil temblor del anuncio de neón. Los tres solos, unidos
momentáneamente en un mismo mundo: el camarero aburrido y malencarado, la
chica de los pantalones ceñidos que apoya la cabeza sobre el mostrador y un
hombre sucio y ojeroso, de mediana edad, que apura un café negro, dicen que
empleado, dice que poeta, dirán que está loco, dirá que qué diablos sabe el que
no es capaz de atreverse a huir, la mano en el bolsillo, decidiendo que después de
la llamada telefónica ya todo ha tomado definitivamente cuerpo, que detrás ya
nada queda suelto y que ahora hay que recuperarle a la noche el tiempo perdido.
El hombre mira a la chica sin verla, hay que darse prisa, son casi las dos y no se
puede perder más tiempo, la laguna está lejos y no quiere correr, por dónde
andarán los otros. El hombre sigue mirando a la chica, no la ve, pero el camarero
no lo entiende:
-Está ahí desde hace un buen rato. Ha tenido un accidente. Creo que espera
que alguien la lleve al pueblo.
-¿Por qué no se queda aquí?
-No sé.
La chica se acerca y mira al hombre y el hombre ve unos ojos muy cansados
que quieren aparentar desparpajo:
-¿Me lleva?
Toda la obligada lozanía, apenas asomada. Un vigor juvenil desmayado, lacio
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el gesto, revuelta la melena y sobre el pecho una arrugada camiseta con un cisne
pintado. Parece tratar de contener su desvalimiento, la pregunta quiere brotar
firme, más cerca del mandato que de la súplica, pero todo demasiado a la vista:
-¿Me lleva?
El hombre asiente y ella le dice que se llama Amparo y que sólo quiere llegar
hasta el pueblo; allí buscará ayuda para remolcar su coche. El hombre paga su
café y la consumición de ella y luego dice:
-Vamos.
Y los dos suben al coche y ella se duerme antes de arrancar.
Todo fue así; algo serio y profundo me parece que me he puesto en ocasiones,
es absurdo. Incluso ese decir concreto y como compartimentado no es mi estilo,
yo soy poeta y el poeta sólo sabe narrar cursos de sentimientos internos con la
palabra de la infinitud. Si hubieras leído El pacto de Thánatos podría explicártelo,
tengo ganas de explicárselo a alguien, apenas me han dado oportunidad de poder
hablar de mi libro.
Lo escribí poco después de casarnos. Mi primera obra. Lisa me vio dedicándole
cada día todas mis fuerzas sin apenas salir ni comer y diciendo cada noche que no
valía la pena y repitiendo cada mañana que estaba escribiendo la obra perfecta:
subido en tu nostalgia, rayo nervioso que destruye el para siempre, alcanzo el
infinito de una lágrima.
El temblor de estar alcanzando la aspiración última en la agonía del primer
intento, entrevista sobre el papel blanco la teoría definitivamente salvadora y
escurrida una y otra vez hacia el vacío. Como el niño que tiene ante sí un rayo de
sol y no puede atraparlo. Y ahora debo decir que estoy convencido de que es
nuestro sino. Noches de aldea o de desaliento me han dado a entender que nos
han puesto delante la gran zanahoria del misterio de la existencia y nos han
obligado por ley a seguirla sin que jamás nos desanimemos del todo por mucho
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que nos la alejen. Eso hice en El pacto de Thánatos: miro sobre ti y veo tras tu
sombra un camino de gargantas clamantes a las que he de unirme.
Y luego se publicó, y cuando tuve en mis manos aquel pequeño objeto en tres
dimensiones con mi nombre al frente, lo acaricié hasta poseerlo, sintiendo el gozo
supremo de la perpetuación. Lisa me dio un beso y luego nos sentamos a la mesa
camilla con el libro en medio, sin hablarnos, solamente mirándolo como se mira a
un recién nacido.
En los días siguientes, mientras recorría con cierto disimulo los escaparates de
las librerías, comencé a darme cuenta de que nadie había echado de menos
aquella iluminada respuesta mía. Los medios informativos apenas se hicieron eco
del libro. En mi ciudad sólo se publica un diario, y a su director siempre le interesó
más su personal omnipresencia en todas sus páginas que dar opción a cualquier
poeta local. En fin, que se vendieron unos cuantos ejemplares, casi todos a poetas
y amigos, y esa fue la difusión de mi gran meditación cósmica.
Lisa estaba callada, y sólo cuando me veía silencioso a mí también trataba de
animarme con alguna palabra forzada, un ten paciencia, o para todo hay que tener
amigos, o el éxito no tiene nada que ver con la calidad. Lisa, la calidad necesita
ser reconocida, el poeta quiere que lo lean, es todo lo que es, sin ello ni siquiera
existe. Y Lisa callando, sin darme nunca la respuesta que yo esperaba. Sé que
envió un ejemplar a un primo suyo, crítico y poeta, por quien sentía una
inconfesada admiración.
Un curioso sujeto aquel primo Jacob. Firmando su presencia con un cuerpo
huesudo y esmirriado sobre el que se alzaba una enorme cabeza melenuda y
unos ojos saltones que parecían no tener más fin que no dejar en paz a nadie.
Una perilla lacia de chivo; la raya del pelo dividiendo equitativamente las guedejas
siempre brillantes, Lisa dice que de brillantina, yo digo que de mugre, y un hablar
dulcemente condescendiente que terminaba siempre con un gesto que no permitía
ninguna réplica. Que por otra parte casi nunca nadie tenía interés en hacer. El
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primo Jacob era un poeta aquejado de la más profunda incomprensión, para quien
la única poesía aceptable es aquella que es capaz de destruirse a sí misma para
elevar al lector al único estado lógico y natural, o sea, la nada: "clamad, nos miran,
morid en el olor de la rocalla, escupen las efímeras y el salmo ventosea junto al
cráter". Y por eso, todo lo escrito hasta ahora merece, a lo sumo, una
misericordiosa mirada, excepto quizá lo del gran Wilde.
Tardé mucho tiempo en saber que el primo Jacob tenía los sentimientos
cambiados, y cuando lo supe no me extrañó lo más mínimo. Lo único que me
disgustó un poco fue que Lisa no me lo hubiera dicho antes. Ella quiso
explicármelo: no puedes enjuiciarle ligeramente, es de esa clase de espíritus que
no saben entender de amores concretos, para ellos el amor es uno y total. Yo dije
lo que pensaba: a mí me parece más bien un absurdo esnob que trata de imitar a
Wilde en todo; si Wilde hubiera sido pirata, él andaría ahora por ahí tratando de
abordar petroleros.
Algo de extraño tenía que haber en aquella relación espiritual que yo nunca
supe desentrañar, qué de cosas se le escapan a un poeta. Lisa y yo íbamos de
vacaciones a Holanda, y el primo Jacob nos pidió que le llevásemos: no estorbaré,
en Amsterdam tengo amigos y os dejaré a vuestro aire, sólo quiero que me llevéis.
Lisa no supo negarse. El primo Jacob fue durmiendo todo el viaje, pero al llegar a
París se empeñó en que nos detuviéramos, al menos un momento. A mí París
nunca me ha gustado. Me parece una ciudad inexplicablemente pretenciosa, que
algún día seguramente habrá de colapsarse de tanto gravitar sobre sí misma, pero
no había motivo para no acceder a la petición del primo Jacob, que, en realidad,
sólo quería visitar el cementerio del Pere Lechaise. Allí fuimos. A medida que
atravesábamos aquella ciudad de muerte y ruina y subíamos por sus calles
sombrías, repletas de tumbas agrietadas y polvorientas, el rostro del primo Jacob
iba contrayéndose en un gesto de ansia. Aceleró el paso sin prestar atención a
nada, ni siquiera a Lisa y a mí, que le seguíamos a zancadas, sin acertar a
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explicarnos muy bien todo aquello. Al fin enfiló una larga avenida de sepulcros
monumentales y se detuvo ante un gran cajón de piedra, oscuro y sucio, adornado
con una escultura egipcia y con un nombre grabado en el centro: Oscar Wilde. En
el rostro del primo Jacob brillaban las gotas de sudor como el resplandor de una
iluminación. Se quedó un momento inmóvil; luego las manos comenzaron a
temblarle y sus ojos saltones se volvieron extrañamente brillantes. Dio la vuelta
muy despacio alrededor de la tumba y volvió a detenerse delante de aquel nombre
grabado en la piedra. Entonces le oímos susurrar, casi como una oración: Wilde,
cínico, ahora ¿qué?; aquí estás, en este prisma de piedra horrible, por más que te
lo haya hecho Epstein; te han encerrado bien; jódete, Wilde.
Esa misma tarde, el primo Jacob se marchó de París sin avisarnos, y durante
algún tiempo no tuvimos noticias de él, hasta que un día supimos que se había
instalado en Venecia y que se ganaba la vida como encargado de quitar y poner
las cadenas a la llegada de los vaporettos en un embarcadero del Gran Canal.
Pues el primo Jacob fue uno de los primeros que leyeron El pacto de Thánatos
y sé que escribió a Lisa una larga carta dándole su opinión. Lisa nunca me dijo
nada, pero desde entonces pude advertir un cierto cambio en su relación personal
con su primo. Algo así como un oscuro desencanto. Ya no le defendía tan
vehementemente cuando yo le atacaba, cosa que, el dios Wilde me perdone,
hacía siempre que podía. Tampoco tenía sus poemas en las manos tanto tiempo
como antes, que en cuanto me veía con buena cara aprovechaba para leerme
alguno de sus engendros con aquella expresión de estar descubriéndome mundos
insospechados de belleza: fíjate, escucha esto: "templan los rendajes los ojos
sedicentes obviados por las cimas de la nada". Ni siquiera el día que recibimos
aquella carta, escrita en un tono sorprendentemente inusual para él, en la que nos
decía que se encontraba enfermo y que los médicos no sabían muy bien lo que
tenía, algo así como escasez de defensas en la sangre, y que no se conocía
ningún tratamiento eficaz y que seguro que no era más que debilidad y que me
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Las cuatro ya. Hace más de dos horas que has subido al coche, Leda, y no te
has despertado ni un solo momento, ahí estás, encogida e inmóvil, indiferente a
todo, como si no te importase llegar a ningún destino o como si tu cansancio fuera
tan inmenso que te pesara la vida bajo ese cisne azul. Creo que ni siquiera te has
enterado de que no llevo luces. Esta huida es una huida solitaria, y así los
pensamientos y los problemas se trastocan, y los pequeños se hacen enormes,
como ocurre en la mente de todo solitario, hasta que una palabra ajena, o a veces
la simple presencia de alguien, vuelve a situarlos en su insignificante magnitud. Lo
sé y estoy muy sereno, y así todo no veo como disparatado ni importuno lo que
pienso, por imposible que me haya parecido siempre. Lisa tenía la voz fresca; no
era el tono soñoliento y pastoso de quien despierta de golpe, no; era el timbre
claro del que tiene lúcida la mente y el ánimo a punto de algún placer. Y sobre
todo, lo que se le escapó sin darse cuenta. Me dijo: "déjame dormir", eso dijo. No
"déjame seguir durmiendo", sino "déjame dormir". Yo veo bien la diferencia. Si la
hubiese despertado de un sueño bien prendido, me habría dicho: "déjame seguir
durmiendo", pero no. "Déjame dormir" significa que acababa de acostarse, porque
seguramente hacía poco que había llegado a casa. Y por eso no atendió al
teléfono.
La luz de la mañana o una risa o una palabra o una compañía, no la tuya, tú
eres una invención diferente, achicarán hasta su punto esta hinchazón de mis
turbaciones, no esta oscuridad que deforma los ámbitos como si todos fuésemos
aquellos cautivos encadenados que veían sombras en la caverna. Y las estrellas
colaboran. Tan ausentes de todo, tan lejanas, tan solas en su inalcanzabilidad,
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que sólo han nacido para vivir ensimismadas en sí mismas, pleonasmo útil, y nada
podremos nunca importarles, y nunca harán nada porque les importemos. Las
estrellas son igual que el designio que nos mueve. Habrá de ser la pequeña
candileja de siempre, la tibieza, la frialdad, un ladrido, el sempiterno gallo de todas
partes, el tractor que renquea en el silencio del campo, todas las insignificancias
de cada nuevo día que jamás miramos, habrán de ser ellas las que me digan que
Lisa estaba dormida y nada más.
¿Las cuatro? Tengo que correr. Si la carretera saliera de una vez de esta
quebrada, podría quizá alcanzar los cuarenta, pero no tiene trazas. Con estos
centímetros de luz, que a duras penas sirven para que pueda mantenerme en la
calzada, no me es posible fijarme en nada. Unos centímetros y engañosos, y fuera
de ellos una oscuridad inabarcable y un paisaje hosco que te mira con la
misericordia del todopoderoso. ¿Debe ser así una huida?
Cuando Lucio propuso esta aventura, vi en ella la ocasión de ensayar un
preludio de la Gran Huida, porque yo, Leda, un día huiré durante mucho tiempo,
no es posible este vivir parcial acotado por los demás, huiré, ahora lo estoy
anticipando, y Lucas Gatico, al director se le trata... sí señor, disculpe, y don Lucas
Gatico se quedará en su jaula donde lo único que rima es crédito con débito. Y
esta maldita carretera que no me deja pasar de veinte.
Después de las montañas, como a cincuenta kilómetros, por un camino
estrecho y tortuoso, pero sin demasiada pendiente, se llega a la laguna. Antes hay
una bifurcación, no recuerdo bien dónde, pero sé que está antes de llegar al
pueblo. Cuando lleguemos al pueblo, Leda, te dejo. Compréndelo.
Por lo demás, un conducir tranquilo. No viste hace rato el camión que venía
enfrente. Comenzó a tocar el claxon y a hacer señales con las luces, hasta que al
final optó por apartarse de la carretera y detenerse para dejarnos pasar. Unos
suicidas, eso diría. Y a lo peor avisa a la policía.
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que traía un mensaje nuevo y que tenían que hacer penitencia y arrepentirse de
sus muchos pecados. Y les habló de un lugar donde sufrirían un castigo terrible y
eterno si no lo hacían, y de un premio, también eterno, que el Dios misericordioso
les daría si obedecían sus palabras. Y habló durante días y meses con voz terrible
en la plaza y en las calles, por las mañanas y las tardes, levantando un dedo
amenazador contra aquellos que pasaban de largo, camino de sus campos,
porque la salvación del alma era más importante que todas las cosechas de la
tierra y porque, hermanos, tenéis el alma corrompida por vuestra idolatría y el Dios
justiciero caerá sobre vosotros como lluvia de fuego y ay de aquel a quien
sorprenda sin haber hecho penitencia; hermanos, el día del juicio está ya muy
cerca.
Los habitantes de la aldea quedaron tan impresionados que lloraron sus
muchos pecados y se bautizaron, y así el Dios justiciero no les enviaría su lluvia
de fuego ni les condenaría a aquel castigo terrible y eterno. El monje hizo levantar
una iglesia y, después de que el más recalcitrante de todos hubiera sido
bautizado, nombró a un ayudante para que se hiciera cargo de la nueva
comunidad y él se marchó a predicar a otras aldeas.
Pasaron muchos años, y un día de otoño, víspera de san Marcelo, el monje
enfebrecido de celo y piedad apareció de nuevo por la aldea. Tenía los ojos
cansados, cansado el gesto, la palabra cansada. Miró a su gente y su gente le
veneró como a un santo y le pidió bendiciones y milagros. Y el monje paseó en
silencio por las calles y vio en qué se había convertido la aldea en virtud de su
palabra. Había en casi todas las miradas un nuevo brillo, como de fijación
absoluta, como de obsesión, el brillo de quien tiene en poder la única verdad y se
cree obligado a imponerla a los demás, el mismo brillo que debieron de tener sus
ojos en aquella lejana Cuaresma. Y supo luego que en la aldea próspera y pacífica
se había apedreado públicamente a una muchacha adúltera que no había
acertado a arrepentirse, y que a las madres solteras se las expulsaba de la
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sombras. Yo quería decirle algo: Lisa, ahora que tengo trabajo ya podemos tener
un hijo. Ella me miró con ojos brillantes y apoyó su cabeza en mi hombro. Yo le
acaricié el pelo sin decir nada. Conocía muy bien aquella expresión característica
de Lisa cuando se encontraba confusa. Habíamos hablado de ello alguna vez,
incluso ya en las primeras noches, calmada el ansia temblorosa, cuando todo se
hacía posible y el futuro no era más que una mano compañera apoyada en el
hombro, pero yo entonces era poeta todo entero, nada más que poeta, no como
ahora, y jamás fue visto un poeta con seguridad alguna en el futuro. Lo
hablábamos y ahora me doy cuenta de que casi siempre era yo quien sacaba el
tema y de que Lisa solía hacer un gesto como diciéndome: todavía es pronto para
pensar en eso, tenemos tiempo. Y yo lo comprendía, porque solamente era poeta.
Pero ahora ya figuraba en una nómina.
Lisa aún tardó un rato en contestarme, hasta que por fin lo hizo: creo que es
mejor esperar un poco más, ¿no estamos muy bien así? Lo recuerdo con certeza
porque el día anterior yo había cumplido treinta años y justamente quería decirle
que aquella ya empezaba a no ser una edad para demasiadas esperas, pero Lisa
se había levantado y corría alegremente ladera abajo.
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Me estoy fijando bien en ti, Leda, -en cada chupada que doy al cigarrillo puedo
adivinarte un poco, tanta es la oscuridad-, y me doy cuenta de que no te has
movido desde que subiste al coche y te acurrucaste ahí como deben de
acurrucarse las almas de los viajeros cansados cuando sólo les importa hallar un
acomodo, sin pararse siquiera a quitarse el polvo compañero del camino. Y bien
que te agradezco que estés dormida. Si no, cómo soportar tu miedo sobre el mío y
cómo huir de las palabras desganadas y de las frases circunstanciales, cómo huir
hasta de la misma posibilidad de evasión, cómo, dime. Mejor que todo esté
callado, como la noche y la luz. Cuando la luz enmudece se hace la oscuridad, ¿lo
ves?, la oscuridad no es más que el silencio de la luz. Mejor también que la radio
no funcione, y así no habrá pequeñas evasiones disgregadoras, sino sólo mi huida
de poeta loco. Pero la noche está ahora en su punto más bajo y el ánimo del
caminante puede todavía con ella. No sé después, cuando todo comience a
resurgir y el buen ánimo ya esté fatigado por la larga vela, y todo se oponga, y la
luz resulte hiriente porque el frío del alba le congele su ternura de bien nacida.
No termina esta quebrada. Vamos pegados a la ladera rocosa; la carretera se
aferra a ella sin soltarla un instante, soportando todos los caprichos que quiera
imponerle, porque fuera de ella no hay ninguna posibilidad. Mira cómo parece
echarse sobre nosotros la montaña que está al otro lado del barranco, casi puede
tocarse con las manos, hay que hacer un esfuerzo para no tirarse en sus brazos,
cómo trastoca la oscuridad. Si al menos hubiéramos escogido una noche de luna
llena, pero no, el menguante es un pobre caminar de retirada, ya no hay brillo ni
ganas de iluminar al viajero; sólo un mirar encogido hacia la próxima nada.
La carretera se encuentra totalmente desprovista de señalización. Ni una línea,
ni un pretil que la proteja del abismo que se abre a su derecha. Sólo alguna señal
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Y también tendré los ojos negrísimos de Claudia. Si no fuera por ese buen
estar, tan propio y tan indefinible, Claudia no me encajaría en Turín ni en todo el
Piamonte, ni menos aún en un pequeño pueblo alpino, como creo que es Susa.
Claudia encaja más bien como meridional, ardor de atardeceres, calma casual y
viento cálido en los pinos, pero no importa. A Claudia todos la hemos deseado,
esa innata elegancia que trasciende todo su cuerpo, ese mirar, ese reír, el pelo,
las piernas perfectas y un saber moverse que resulta definitivo cuando se pone
minifalda. No es frágil ni menuda y quizá no sea tan guapa como Emma, pero es
que tiene el don de la atracción, eso es, atrae. En cualquier reunión, haya quien
haya, ella se ríe o hace un gesto o se alisa el pelo, y hay que mirarla. Y cuando
habla lo sigue haciendo con la dulce musicalidad italiana, incluso cuando usa el
español. Wamba me dijo que, en cambio, cuando se enfada le sale el piamontés y
que él se reía porque cerraba mucho las vocales y se burlaba de ella diciéndole
que parecía un oboe. Esa es Claudia, y también está en juego, Wamba la puso,
otro loco.
Y ahora he de confesar que siempre he sentido debilidad por esa italiana
cariñosa y un poco lejana, para quien las cosas del conocimiento, una vez
sometidas a prueba y admitidas en el círculo de lo comprensible, son las únicas
que pueden adquirir valor de verdad, al menos semiabsoluta y, por tanto, de
solución. Por ejemplo, Claudia, si la oyes consolar, verás que dice las cosas con
ternura, pero por encima de la ternura se ve su propio convencimiento, sin el cual
el consuelo se queda en una triste vacuidad, y a veces da la fría sensación de que
no pretende más que hacer constatación de una verdad que, si de paso consuela,
mejor.
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Pero cómo saber todo esto. Siempre recuerdo con reconocimiento las palabras
que me dijo en aquella reunión en la que, contra mi costumbre, comenté en voz
alta una de mis obsesiones más dolorosas y continuadas: la necesidad de tener
que entregar cada día mis mejores momentos poéticos a una organización tan
ajena e insensible como la Compañía. Claudia dejó sobre la mesa el vaso que iba
a tomar y se volvió hacia mí con un gesto de sosiego que nunca he olvidado: creo
que no deberías mortificarte por eso; ya sabes que Kafka escribió que, a pesar de
todo, iba contento a la oficina porque para ganarse la vida es más ético hacerlo
con un oficio prosaico y vulgar que con el noble y elevado arte de la literatura.
Así lo dijo, como la madre que explica a su hijo que no ha de temer subir a la
habitación porque los fantasmas no existen, y luego volvió a tomar su copa, dio un
pequeño sorbo y siguió hablando de otras cosas. Y yo guardo desde entonces
agradecimiento a Claudia, y no por esas palabras en sí, que son demasiado
subjetivas, sino por haber demostrado que captaba y comprendía mi inquietud y,
sobre todo, por haber querido remediarla a base de elevarme hasta intentar
reducir el problema a mera coyuntura.
Claro que he de confesar que siempre he sentido debilidad por Claudia y por
todo lo suyo. Y que la he mirado muchas veces en silencio cuando ella no se daba
cuenta, tratando -casi siempre sin conseguirlo-, de hacer abstracción de su figura
para intentar penetrar en su mundo íntimo de dudas y anhelos, con la irremisible
curiosidad del fascinado.
Claudia es de esas personas de sentimientos bien delimitados que, en
consecuencia, los viven en plenitud y sin reserva, con un afán totalizador, como si
hubieran hecho previamente un proceso de selección y, una vez decidido,
dedicaran todas sus fuerzas a ellos. Corren riesgos. Si el sentimiento al que se
entregaron y que luego delimitaron, aunque sea involuntariamente, fracasa, se
encontrarán confusas y desamparadas y lo echarán de menos hasta el punto de
respirar tranquilas cuando encuentren de nuevo otro sentimiento acogedor y bien
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dentro. Se arrimó a mí con aquel descaro solamente para dar celos a Wamba,
porque le pone enferma verlo en su casa con otras mujeres, aunque no sean más
que simples estudiantes que sólo buscan sacar como puedan su asignatura, y
todo ello sin motivo, según yo sospechaba y ahora creo firmemente, que Wamba
me lo dijo con voz agostada una mañana de domingo, delante de unas cuantas
copas vacías que habían contenido cazalla con limón: te lo aseguro, Silo, te lo
juro, no tiene ningún motivo, esa chica es solamente una alumna, no puedo
rechazar a nadie, y ella no sé qué se cree, pero Silo, de verdad que yo ni siquiera
pensé jamás en nada de eso. Y Wamba se tomó la última copa de cazalla y se
quedó muy triste.
Un imposible, Leda. Sea quien sea el que salga victorioso de esta locura, nada
va a poder hacer con Claudia, porque los celos son, según parece, una buena
garantía de fidelidad. La mujer celosa podrá coquetear y prometer, pisando el
ambiguo filo de la navaja, todo ello a la vista de su compañero y con el único fin de
mortificarlo, pero no dará el paso decisivo porque el celoso es un ser
profundamente centrado en sí mismo y porque es un perfecto inseguro, y el
adulterio es un generador de inseguridad. El celoso, Leda, va por este camino
nuestro de la vida deseando que a su compañía se le metan chinitas en los ojos
para que no pueda ver el espléndido paisaje que les rodea y para que, al
nublársele la vista, no tenga más remedio que apoyarse en su hombro y pedirle
que mire por él. El celoso, Leda, tampoco sabe nada de soledades.
Ya ahora que lo pienso, tampoco yo sé qué tenía Wamba en la imaginación,
como no fuesen las sombras del inca y de aquellos monjes licoreros, travestidas
en vapores, para aceptar la proposición de Lucio, sabiendo que, aunque los
sufridos genios de los locos le echasen una mano, poco iba a poder disfrutar de
ello, porque la ira de celos puede llegar a donde tal vez no llegue ninguna otra ira.
No sé qué tendría Wamba en la cabeza, ni yo tampoco al pensar por un momento
en los ojos negrísimos de Claudia.
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Leda, estamos solos y de noche y tú no me conoces, así que voy a decirte algo:
Odio todo lo falso. Odio la sonrisa falsa y los falsos mensajes de esperanza.
Odio la falsa euforia del alcohol y las falsas afirmaciones de pobreza de la Iglesia,
las promesas falsas, las falsas conciencias, los falsos consejos, los
arrepentimientos falsos. Sólo admito la falsedad del Arte.
Ya está. Ahora voy a cantar una canción para no dormirme.
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Llegó por fin el atardecer, fiel cumplidor de buenos deseos, y aquel niño callado
y decidido salió de su casa por la puerta de atrás y se fue junto a la acacia de su
era, procurando dar un rodeo para evitar la charca, donde seguramente estaba el
bastardo. Era la tarde de polvo y tristeza; caía con infinito cansancio sobre el trigal,
como con prisa de morir. Qué inmensa agonía la de una tarde envejecida
deshaciéndose sobre la soledad de una llanura.
El niño se sentó bajo su acacia y contempló la noria una vez más, redonda y
majestuosa, como una corona que ciñese las sienes de las nubes rojizas del
ocaso. Sonaba el chirrido monótono de la rueda al girar sobre el engranaje
horizontal, como cada día, mañana y tarde, años y años, desde que el niño
recordaba. En el lento adormecerse de los campos parecía derramarse envuelto
en pretensiones de canción de cuna, mientras las cigarras callaban y las ranas
presentían y temblaban. Amarrada a la pértiga, la mula seguía su incansable rodar
sobre el círculo de rastrojos, que ya hacía tiempo que se había vuelto color tierra.
Al niño siempre le habían obsesionado los ojos de la mula, bajos e inmóviles, y
muchas veces se había sentado en un punto cualquiera del círculo para
observarlos. La mula pasaba junto a él una y otra vuelta sin siquiera mirarle, y a la
siguiente tampoco, ni a la otra, ni ninguna. La mula tenía siempre los ojos fijos en
el suelo, y esto al niño le llenaba de desasosiego. Por la noche veía aquel mirar
quieto, que alguien quería contener con las anteojeras, como si no bastara el
eterno andar detrás de sí mismo para inmovilizar las miradas, y se preguntaba por
qué la mula se negaba a alzar la vista hacia el horizonte. Hasta que un día lo
comprendió: lo que no se puede conseguir es mejor no tenerlo presente; él lo
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El poema de esta noche está por escribirse. Mira qué largo el tiempo; las cuatro
y media y no amanece. Un cuerpo sin ansiedad ni memoria esta tierra en
equinoccio. Y las manos frías sobre el volante. Es la soledad, Leda, es la soledad
de este viaje interminable, amargo y esperanzador como una medicina de la que
se espera casi todo. Está cayendo la niebla sobre este paraje totalmente
desconocido para mí. No sé exactamente dónde estamos ni cuánto falta ni qué
será de los otros. Pero mira, la niebla vuelve a aclarar, son sólo jirones, y ahora
veo que con ella no echaba de menos las luces, porque la luz sólo puede al aire
limpio; no hay faro que acabe con una mala conciencia, y es posible que la niebla
no sea más que la mala conciencia de algún aire sin confesión. Y todo solo. Si
ahora te levantaras de esa postura de niño desvalido en que te abandonaste y te
pusieras a reír y a cantar conmigo, no disminuiría un ápice esta inquietante
soledad. Porque has de saber, Leda, amiga, que la soledad no consiste en que no
haya nada ni nadie a nuestro alrededor, que entonces no existiría soledad alguna,
sino en que nos veamos incapacitados para tender un puente mínimo de
entendimiento y complicidad hacia lo que nos rodea.
Esta es una oscuridad de muerte, Leda. A mí la muerte no me preocupa
especialmente, te lo digo sin presunción. Tiene que llegar y no hay más que decir.
Si estuviera en nuestra mano alterar las leyes que rigen el universo, nada existiría
ya; lo habríamos destruido todo. Si pudiéramos detener el sol a nuestro antojo,
modificar las órbitas de los planetas, alterar el movimiento de rotación de la Tierra
o controlar la muerte de los seres vivos; si tuviéramos la posibilidad de sustituir
todas esas leyes universales por otras dictadas por nosotros, ya habríamos
desaparecido hace mucho tiempo. No podemos modificar la ley de la muerte y esa
es nuestra garantía de vida. El edicto que ha ordenado su presencia inevitable es
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vida, poco antes nada y poco después humo, o sobre la muerte, azadas son la
hora y el momento. Los poemas de Quevedo siempre son un objeto seguro en mi
equipaje.
Pero mira las estrellas. De ellas venimos, Leda; somos materia estelar, así,
literalmente. En algún momento, unos átomos de hidrógeno se unen más de lo
normal, y su masa comienza a atraer por la fuerza de la gravedad a otros. Al cabo
de unos millones de años se ha convertido en una nube de millones de kilómetros.
Pero entonces, de nuevo por la fuerza de la gravedad, comienza a comprimirse, y
al comprimirse se calienta, y cuando la resistencia de la materia llega al límite de
la compresión y del calor, a unos diez mil millones de grados, se enciende en su
interior un horno nuclear en el que se comienza a quemar hidrógeno por un
proceso de fusión. La estrella empieza a brillar, y así durará mientras tenga
hidrógeno que consumir. Todos los pedazos de materia sólida que existen en el
universo, son residuos de este proceso, y por supuesto, la Tierra, y por tanto
nosotros. Este ser que vive y ama y se desespera por el mañana de cada hoy, y
que ahora conduce un coche en la oscuridad con una chica dormida a su lado, es
polvo de estrellas. Las instancias a quien poder referirse están muy altas y, mira,
me siento reconfortado, porque es la unicidad absoluta de nuestro origen y de
nuestro destino. Al menos tenemos la certeza de saber que existe un punto
absoluto y común.
Leda, sigue durmiendo. Te aburriría todo esto, mi conversación, la lentitud de la
noche, este largo camino, la niebla. Y todavía no son las cinco. Me parece que
vamos bien de tiempo. Una vez pasado el pueblo, calculo que tendremos una hora
hasta la laguna. Y la bifurcación debe de estar ya cercana. Lo malo es la niebla,
que se espesa cada vez más.
Qué potentes pueden llegar a ser las luces del salpicadero, quién lo diría. Y la
pequeña brasa del cigarrillo, y hasta la esfera del reloj. En la ruina y en la
decadencia los mediocres tienen su hora, como sucede en las personas, y no sé
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por qué estoy pensando todo esto si tendría que estar atento tan sólo a esta
maldita niebla que nos está envolviendo por todas partes. Todo está dejando de
existir, Leda; no hay más que este aliento lechoso y pegadizo. Hay que detenerse;
voy a bajar.
A pesar de todo, Leda, si sintiera que somos iguales entre nosotros, si pudiera
ver en todo aquello que me rodea un compañero de creación y fuera capaz de
sentirme solidario con ello y notar que también era correspondido, qué fácil sería
creer que todo esto nació de un solo acto de voluntad. Los hermanos no se
inspiran temor. Pero mira qué oscuridad, todo desaparecido y convertido en aire
viscoso; no puedes imaginarte qué sensación de desamparo ahí fuera, y nuestras
luces todavía más miserables, cuatro puntos insignificantes, nada, y una soledad
silenciosa y profunda, como de cementerio. Se dice que en los cementerios
pueden verse ciertas noches unas chispas que salen de las tumbas y forman una
especie de aureola alrededor del sitio donde está enterrado el muerto; el
sepulturero de mi parroquia lo explicaba científicamente. Tenemos que irnos,
Leda, hay que seguir, quizá esto no sea más que un tramo corto. Sería bueno que
te bajaras y fueras delante del coche marcándome el camino hasta que pasara lo
peor. También se dice que en cierta carretera peligrosa, especialmente en noches
de niebla y lluvia, se le aparece a los automovilistas una preciosa autoestopista
vestida de blanco para advertirles que allí se mató ella. Vámonos, Leda.
Qué reconfortante el ruido del motor otra vez; cómo alivia ver que hay algo
diferente a la niebla. Es peligroso, pero vámonos. Voy a dejar de pensar en todo lo
que no sea estar atento a la carretera. Leda, estás tan inmóvil y tan silenciosa que
cualquiera que te viese diría que estás muerta.
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Lisa había elegido ir de Atenea. Lucía un elegante peplo blanco, muy escotado,
sujeto brevemente a los hombros por dos fíbulas, que le dejaba al aire los brazos y
gran parte del pecho y la espalda; iba ceñido a la cintura por una cinta y caía en
airosos pliegues hasta el suelo. Realmente estaba espléndida; parecía tener hasta
un cierto toque impalpable de diosa, al menos así me pareció. Yo no recuerdo muy
bien en qué me había convertido, si en cosaco o en pope ruso o en algo
parecido, pero no importa.
Lo cierto es que la fiesta estaba muy animada y que el marco y el montaje eran
fastuosos. Y además, pronto podría verse que cumplía su función de tirar al alto
por una noche todas las posibilidades frustradas y los afanes escondidos bajo
siete llaves durante todo el año, especialmente los femeninos: geishas y odaliscas
desenfrenadas, cleopatras ansiosas, mesalinas besándose sin reparo con
cualquier mosquetero, todas damas honradas sacándole la lengua a su
respetabilidad de ayer y a la que habrían de volver a tener mañana. Lisa bailaba
con Otto y Lutga y yo estábamos en la mesa, sin hacer otra cosa que mirarnos y
beber en silencio. La orquesta inició una melodía lánguida y algo desgarrada. Lisa
y Otto se acercaron a la mesa, apuraron su copa y volvieron a abrazarse para
bailar aquella música. Ella apoyaba la cabeza en su hombro con los ojos cerrados,
y él la apretaba contra sí y le acariciaba la espalda desnuda. Lutga seguía callada,
mirándome con sus ojos azules y fríos. Sabía que debía decirle algo, invitarla a
bailar, una delicadeza de caballero, una sonrisa, pero no me apetecía nada y no lo
hice. Y tampoco pude ver ningún deseo en su cara de esfinge. Sí creo que
bailamos algo, piezas de esas inexcusables, pero nos sentábamos enseguida sin
habernos dicho una palabra. Lisa y Otto se acercaban de vez en cuando a la mesa
para beber, nos decían lo sosos que éramos y volvían al baile de nuevo. Aquella
noche la recuerdo ahora como la gran ocasión perdida para haber creado mi
poema hermenéutico sobre aquel viejo y polvoriento texto, escrito con las tintas de
siempre, del que yo también formaba parte. Y Lutga, mirándome; qué bien le iba el
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hieratismo egipcio.
A medianoche, Lisa estaba ya bastante bebida y seguía bailando con Otto,
abrazados los dos sin ningún miramiento. La orquesta tocó entonces uno de esos
ritmos vibrantes que existen en todos los folclores. Lisa se soltó de Otto y
comenzó una frenética danza en solitario. Pronto se formó en torno a ella un corro
que la acompañaba con aplausos y gritos. Lisa se movía con total perfección, se
ondulaba, se retorcía, gesticulaba, siempre al ritmo exacto de la música. Sus
pechos se agitaban hasta parecer a punto de salirse de la leve tela que los cubría.
Tenía la cara sudorosa y los ojos brillantes, y en la boca una sonrisa como de
éxtasis. Bajo la tela semitransparente del peplo podía adivinarse la silueta de su
cuerpo. Y la boca entreabierta, la lengua semiasomada jugueteando con los
labios, ardorosa la mirada. No me hubiera extrañado si hubiese llegado a lanzar
aquel ¡evohé! ritual de las bacantes, porque por un momento, -estoy seguro de
que todos lo pensaron-, fue la reencarnación de la Ménade danzante.
Cuando terminó estaba tan fatigada que tuvo que sentarse. Era de verla: la cara
enrojecida y húmeda, el pelo revuelto, la respiración jadeante y, sin embargo,
sonriente y satisfecha, mirándonos con un brillo en sus ojos entre cándido y
malicioso. Nunca, desde aquellas primeras noches de arena amiga, me había
resultado tan desconocida y tan deseada. Pero pronto se levantó y se fue a bailar
otra vez con Otto.
Cuando volvieron se sentaron a beber y a descansar un poco, Lisa hablaba sin
parar y se reía de todo, sin que le importase para nada que la mirasen, aunque es
verdad que nadie estaba para preocuparse demasiado de los demás. Yo creí que
debíamos irnos y así lo dije. Entonces Otto tomó un largo trago, pasó sus brazos
por los hombros de Lisa y de Lutga y dijo, inclinándose hacia adelante y
destrozando las sílabas más que de ordinario:
-Se me está ocurriendo que parra hacerr esta noche más buena serría
forrmidable que nos cambiárramos las parrejas ¿no os parrece?
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Porque tiene mala sombra el despecho y es mal consejero, por justo que sea, que
es justo; a quién puede gustarle que se lo jueguen en una apuesta. Y si nos
empeñamos en mirarlo con lógica, todo termina anulándose a sí mismo, porque
cómo va a querer Lisa enterrar su despecho con alguien que ha hecho lo mismo
con su mujer.
Debe de ser de la tierra destemplada este temor.
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prisa para que nadie pueda saber de qué siniestras maquinaciones fue cómplice
durante la noche, eso escribió un viajero. A veces, pueden verse caballos
pastando en la pradera, pero habitualmente todo está solitario y callado. Los
lugareños sólo suben allí si tienen que buscar alguna res extraviada, y siempre de
día, y, desde luego, ninguno se atrevería a bañarse en la laguna, ni siquiera a
acercarse a ella cuando comienza a caer el crepúsculo. Se dice que entonces las
aguas adquieren un tono negro y que una quietud absoluta se apodera de todo;
callan los pájaros, atemorizados; se esconden los lagartos y las culebras, y hasta
los insectos enmudecen. Tan sólo se deja oír el silbido del aire, que envuelven la
pradera como un largo lamento. Hay quien afirma que es el cuerpo del monje, que
se revuelve en el fondo de las aguas.
Ahí llegaré, Leda, dentro de poco, justo cuando la oscuridad comience a dar
paso a una débil esperanza, y las sombras vayan perdiendo la rotundidad
angulosa y firme que les brinda la noche. Y seré el primero; en una huida ningún
simple apostante puede ganar al huidor, es la ley y la justicia, y los propios genios
de los jugadores de fortuna lo admiten. Cuando lleguemos al pueblo preguntaré y
verás cómo nadie ha visto pasar dos coches sin luces en dirección a la laguna.
Debería haberlo hecho en la gasolinera, a lo mejor lo sabía aquel tipo, pero si
hubiera visto algo me lo habría comentado, creo. No, ninguno de los tres ha
podido pasar todavía. Les falta fe.
El ruido del motor, servicial y generoso. El motor es cuerpo aplicado que
cumple lealmente con su deber sin que le preocupe que sus ojos están ciegos.
También la calefacción mantiene su zumbido quedo. Es reconfortante tener algo
incondicional a tu lado cuando todo se inhibe y se desmarca ante la agresión de la
poderosa noche: las estrellas, la radio, la fuerza, tú misma. Pero ese debe ser el
ámbito del poeta para que sepa que es el hombre más solitario del mundo y que
nunca podrá contar más que con su frágil palabra y su vocación, desprestigiada e
incómoda. El poeta, amigos, no ha de esperar colaboración de nada; ningún
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cuerpo ha sido creado para inspirar a poetas. Las estrellas son reacciones
nucleares; el rocío, la aurora, el arco iris, todo agua y leyes ópticas; una mirada, un
conjunto de vibraciones actuando sobre un nervio. Cómo no van a ser
imprescindibles los poetas, si todo el universo es susceptible de ser reducido a
fórmulas matemáticas, qué desengaño. No puede haber nada más insustituible
que un poeta.
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Thánatos, y ahora te está contando todo esto, y sabe que nunca dejó de ser poeta
ni nunca podrá dejarlo. Sabe también que es enfermedad incurable y dichosa.
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indiferencia de todo lo que le rodea. Que no vacíe el huidor sus bolsillos y haga
más bien acopio de cuantas ternezas y palabras bien temperadas haya sido
acreedor, que será seguro que las necesite. Y que no se asuste si la carga parece
abultada; ya irán cayendo por sí solas todas las palabras desenmascaradas por el
largo desamparo de la noche. Hay un verso de no sé quién... cómo es...
Mi padre murió un día de diciembre de hace siete años, cuando Lisa y yo
habíamos comenzado a colgar las guirnaldas de Navidad y justo cuando parecía
iniciar una mejoría después de estar seis meses creyendo a cada hora que se nos
iba. Empezaban a llegar desde las montañas cercanas los primeros fríos. En las
riberas de los ríos, en las alamedas, la vida se estaba callando lentamente, con la
misma mansa resignación y la misma esperanza de siempre. Había florecido antes
de tiempo la mimosa de la plaza, bien lo recuerdo, que su olor se mezclaba con el
de la cera quemada y con el perfume reventón de las damas llorosas y
bendicentes que venían a estrecharme la mano y a decirme entre hipos lo bueno
que era mi padre.
Aquella Navidad yo quise que la celebrásemos como si nada hubiese pasado.
Creí que sería una gran injusticia para mi padre que le convirtiéramos en una
negra sombra aleteando sobre la casa y privándonos del menor instante de
alegría. Montamos un belén aún mayor que otros años, decoramos el árbol,
cenamos, bebimos y cantamos, así lo había hecho en casa desde niño, él me lo
había enseñado. Si algún vecino murmuró, qué se va a hacer.
Durante todos los meses de la enfermedad de mi padre, Lisa le cuidó y le
atendió sin apenas separarse de su lado. Especialmente al final, cuando ya todo
estaba prácticamente acabado y apenas era más que un cuerpo postrado e
inmóvil, ella estuvo allí días y noches hasta el agotamiento, ella, la alegre
despreocupada para sí misma, la eterna confiada en el poder del día siguiente.
Con suma firmeza y con toda la paciencia; haciendo lo que nadie en ese momento
podría hacer. Sobre esto nunca supe qué decirle; jamás he tenido una idea clara
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Estoy temiendo que hayamos dejado atrás el pueblo sin darnos cuenta, Leda.
Posiblemente lo hemos atravesado durante la niebla, no sería nada difícil, porque
podríamos haber pasado al lado del sol sin verlo, todavía me respingo. Además,
este es un pueblo que se asienta casi todo él en la parte baja del valle y que
apenas tiene dos o tres casas sobre la carretera. No es un pueblo para
caminantes atentos tan sólo al camino ni para ojos embebidos en visiones
internas, ni menos aún para gentes que pretendan moverse entre las sombras con
su pequeña pupila diurna, como nosotros, Leda.
Tampoco vi la bifurcación, pero seguimos teniendo al fondo las montañas y, a la
derecha, el soto del río, como una cresta oscura sobre la extensión fantasmal de
los campos, y la Osa Mayor enfrente, y el instinto del buen camino, que eso es
atributo inherente y demostrativo del viajero de necesidad.
Pues habré de llevarte hasta la laguna, ya veremos cómo les explico a los otros
tu presencia. Las cosas a veces se explican solas, y otras, la explicación se muere
en el aire porque no encuentra oídos para posarse, y otras más se niega a nacer
para no ser maltratada, y aún hay ocasiones en que juega a disfrazarse y a fingir
que es de todos para que todos la amemos y sonriamos satisfechos con su
presencia. Además, nada les importa. Cuando uno va a solas con poco más que
una desmadejada confianza, cuidando de que no se le acabe de escapar por las
rasgaduras que las horas le fueron abriendo, poco ánimo le queda para
interesarse por los interrogantes de los demás. Al menos a mí, ahora mismo, sólo
me importa llegar y acabar de una vez este viaje, lo demás lo veré mañana; llegar
y tirarme en la hierba y cerrar los ojos, me duelen los ojos y la espalda, y en las
piernas un cosquilleo como de parálisis. Si tienes que venir, ven, qué más da, y así
cuando salga el sol podré verte.
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Es buena ahora la carretera. No recordaba que fuera tan ancha y que tuviera
tan buen firme, debieron de arreglarla hace poco. El coche camina sin sobresaltos,
ni las sombras ni el relente son enemigos para corazones duros. Y la noche cada
vez más clara; son mis ojos agrandados que roban mejor la luz. También a las
lechuzas y a los búhos les parecen entreclaras las noches y deslumbrantes los
mediodías, y han de esconder sus ojos doloridos; cuando no haya noches,
morirán. Dicen que en Africa las noches son más claras que en ningún otro lugar
del mundo. Los viajeros hechizados lo han reconocido y cuentan que es imposible
arrancarse de la infinita cúpula estrellada y que las horas no existen cuando se
está sentado a la puerta de la tienda, inmerso en la soledad y en la suave palidez
de la noche. Quién sabe por qué será tan débil o tan puro el aire de los desiertos y
sabanas.
Una suave palidez aquí también, Leda, mira la luna, reina y señora de todo lo
que vive; de dónde sacará esa gallardía, mutilada y todo. Los sacerdotes caldeos,
que dividieron los cuerpos celestes en grupos, según las cualidades que podían
determinar en los hombres, la vieron melancólica y húmeda; imperaba sobre los
comediantes, los cerezos, los taberneros y sobre todos aquellos cuyo trabajo se
desarrollaba en la noche. Sobre los huidores, Leda amiga, y ahí la tienes,
iluminando la llanura, porque ha vuelto la llanura inabarcable antes de llegar al
rincón de la laguna. Si vieras qué placer atravesar estas tierras de día, con la
mirada lista y el tiempo rebosando en el bolso de viaje. Esta es una tierra humilde
en su manifestación a los demás. Su belleza no es de escaparate, repentina y de
fácil captación. Es una belleza que exige ser buscada para poder gozarse. A las
bellezas así no les importa la falsa impresión que causan a los que las miran
desde las ventanillas de un coche a toda velocidad. Son las otras bellezas, esas
que se cuelan por los ojos al primer golpe, sin necesidad alguna de esfuerzo, las
que gustan a los simples y a los superficiales, porque también ellas son simples y
no requieren más que un ánimo elemental para apreciarlas. Pero aquí, Leda, quién
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sabe lo que pensarás tú, el sentimiento es complejo, una absoluta confianza entre
hombre y tierra, una comunión entre la parte minúscula y el todo, un ver sus
flaquezas y sentirse por ello más seguro. Y al final, algo próximo al hechizo
africano. Incluso ahora, de noche, esa luna sobre los campos reposados que se
dejan empapar mansamente en toda su extensión, tierras de verde y pardo
convertidas en albarizas hasta que la primera luz de la mañana las reponga en sí
mismas, y estos olores, mira si abrimos la ventanilla, olores de quien oculta su
belleza, que la belleza no es para decir y gesticular un ¡oh! y después irse, sino
para gozarlo en lo más íntimo y con anhelo de perpetuidad, olores de cantueso, de
orégano, de genciana y de tomillo, todo eso puedo distinguir.
Estoy cansado y ni siquiera sé cuánto falta. El cuentakilómetros marca un
número abultado, que no dice nada. Debería haberlo puesto a cero antes de salir y
así tendría una referencia bastante ajustada del camino que nos queda, pero no
estaba el momento para nonadas y bagatelas; la gran palinka y los licores
monásticos tienen otras miras.
Esta irrealidad, Leda, qué dolor el de mis huesos y qué clarividente ahora mi
entendimiento. Todo lo ha ido cambiando la noche; soy uno más de ella. No
resulta tan difícil conducir a oscuras, las pupilas se dilatan y terminan viéndolo
todo, se llama nictalopía, lo he aprendido en un crucigrama, para que luego digan
de los pasatiempos. Esta irrealidad, la luz lunar que nos alumbra, la fatiga y el bien
ver, todo es un juego engañoso y excesivamente sincero. ¿Por qué le dije a
Wamba aquello sobre la pintura, yo, que siempre me quedo clavado ante la mirada
de Inocencio X en aquella pequeña habitación romana del palacio Doria y ante el
pensamiento del genio flemático que la hizo posible? ¿No hay ninguna línea entre
aquellos ojos siniestros que me miran desde la pared y los míos,
irremediablemente atrapados? Pues eso discutí con Wamba. Pero también aquella
noche de hace tantos años, cuando Lucio abrió la ventana, sentimos todos un
bochorno y creíamos que se avecinaba la lluvia, y ahora, en cambio, hace frío,
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nada es igual. Ni siquiera mi propio discurso. Sólo tu bulto oscuro, inmóvil sobre el
asiento, y tu camiseta azul y tu cisne y la vida entera, que será la misma cuando te
despiertes y alguien te lleve de nuevo al punto donde interrumpiste quién sabe qué
hilo.
Ahora que el fin de la aventura está cerca, me voy dando cuenta de que cada
vez me importan menos Emma y Claudia. Es más, si lo pienso, me parece ridículo
y hasta vergonzante; debe de ser la grave intemperie, que quiere al hombre
purificado de toda sensualidad antes de aceptarlo como compañero. Todo el
entusiasmo de antes me parece de colegial, qué quieres, me sonroja. Emma y
Claudia son dos lejanas figuras de piedra, vagamente dibujadas, que puede que
sean mujeres o sólo nombres o, si acaso, personas de las muchas que la vida te
pone alrededor sin preguntarte, que a las nueve y a las diez y en las mañanas y
tardes de cada día pueden despertarte cualquier pasión, pero que al entrar en otra
dimensión pierden todo su valor y se reducen a vagas figuras talladas; no sé cómo
un poeta puede seguirlas a oscuras durante toda una noche. Emma y Claudia no
pueden importar al poeta que está llegando al filo del alba.
Lo único que ahora tiene valor es la huida a través de la noche, porque es viaje
ese en el que no hay peligro de encontrarse con los mirasuelos y adoraíndices,
que esas son especies de despacho con pecé de internet y panel de curvas de
resultados. Don Renato Treshierbas se queja en la radio de las malas
circunstancias económicas del país, que sólo han permitido aumentar en un
veintidós por ciento los beneficios de la Compañía con relación al ejercicio pasado.
Mira, Leda, que la oscuridad al menos es sincera, y no te da nada, pero te despoja
de pasiones inútiles y de tantas acciones y miradas obligadamente comprometidas
y, sobre todo, de la falsedad de la palabra.
No es ilusión, como he llegado a pensar algunas veces, este sentimiento mío
de ser poeta, lo sé por lo mucho que me hace sufrir lo apoético de mi vida y de
todo lo que me rodea. Y también por un cierto trasfondo de inmoralidad que
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siempre he tenido y hasta cultivado con gusto; no voy a contarte mis aventuras
femeninas ni mis engaños, no es eso lo que importa, es la moral derribada de su
peana y sometida por el poeta a un valor superior que sólo él comprende y estima
y que le es irrenunciable. Puede que sea verdad que el poeta, llegado el caso, es
el único ser que tiene el deber moral de ser inmoral.
Otro coche que viene haciendo señales, es extraño, ¿quién puede venir de la
laguna a estas horas? Pasa a toda velocidad y toca el claxon de forma
intermitente, tú ni te enteras. Algo parece romperse en la llanura con el ruido.
Si fuera sólo ilusión esta certidumbre que tengo, no estaría huyendo ahora,
porque los poetas son los únicos que no ven la poesía como una huida y han de
hacerlo a través de la locura, ahí tienes a Hölderlin corriendo hacia la torre del
Neckar: jamás comprendí las palabras de los hombres; crecí en manos de los
dioses. Y aquí me tienes a mí, pobre iluso.
Tampoco tendría algunos sentimientos que a veces todavía me sorprenden a
mí mismo, como esa rebeldía ante las exigencias de afecto obligado y el hecho de
que una de mis mayores satisfacciones haya sido siempre el no aceptarlas. Yo
apenas conocí a mi madre y no tengo hermanos ni parientes próximos y toda mi
vida crecí sin ataduras familiares, en libre uso de mis afectos. Mi padre era lo
bastante particular él también como para no querer ser jamás un lazo más allá de
lo inevitable y así, en la edad en que mejor podía apreciarlo, me encontré libre de
todo compromiso afectivo y sin tener que rendir cuenta de mis opiniones ni de la
evolución de mis creencias ni de ninguna de las palabras que escribía. Cuando mi
padre murió, naturalmente esa etapa hacía ya tiempo que había quedado atrás,
pero así todo sentí que algo definitivo se acababa de consumar para siempre:
había desaparecido el último afecto natural que me unía al mundo. Recuerdo que
se lo comenté a Wamba aquella misma tarde, ante el enésimo café, y en un
momento en que por fin me era permitido hablar después de estar todo el día sin
decir otra cosa que gracias. Wamba me escuchó largamente en silencio y sólo al
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final me dijo: sí, pero ahora quedas tú en primera línea de fuego. Fue justamente
en aquellos días cuando comencé a sentir la necesidad apremiante de tener un
hijo.
Ese tiempo, al que nadie le pregunta nunca nada, y para qué, si su misión sólo
es pasar, y cómo pasa, Leda. Hace ya mucho que los cielos han querido poner
remedio a todo eso, quizá porque el barro es material endeble y de poco aguante,
y unas veces se tiñen de rojo como un fuego sobre el mar, y otras se humedecen y
nos dan ese olvido que es la melancolía, y otras se limitan a favorecer la
posibilidad de que sea el propio hombre el que avance por sí mismo hacia su
asidero, y entonces nace la poesía y todo lo demás. Pero aún así, cómo pasa,
Leda amiga, y qué oscuro es todo. Oscuras las preguntas y las respuestas,
oscuras las metas, la vida entera oscura. Y frente a ello, la palabra. Lisa siguió sin
decidirse, dándome largas con su mirada y su sonrisa vacilante cada vez que yo le
planteaba la cuestión del hijo: de verdad que yo lo deseo tanto como tu, pero
necesito hacerme totalmente a la idea, lo comprendes, ¿verdad?
No lo comprendía, pero a lo mejor es cierto que siempre hay una razón que los
demás no comprendemos y, en último término, hay cosas que no pueden
obligarse a hacer. Volví a la poesía. Escribí frenéticamente día y noche, y así
nació Vía de nada, como una renuncia. Aún está en el cajón de mi mesa, pero te
aseguro que todavía es más ambicioso que El pacto de Thánatos.
Las seis y diez. Supongo que debemos de estar atravesando el gran valle que
se extiende poco antes del circo montañoso de la laguna; en menos de media hora
habremos llegado. Un esfuerzo, Leda, tú no, que tú no apostaste, un esfuerzo de
mi espalda y de mis ojos, y qué a tiempo, porque la noche se está volviendo más
oscura por momentos. Mira esos nubarrones que han tapado completamente la
luna. Ni siquiera puede distinguirse la arboleda del río, parece mentira lo que
iluminaba el menguante. Hay que ir más despacio. La carretera sigue llana y bien
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señalizada, con las líneas recién pintadas, pero puede que cambie en cualquier
momento.
Media hora. Me sentaré en la roca a esperarlos, tú quédate en el coche y que
no te vean, ya habrá tiempo luego para explicaciones. Me sentaré como quien está
cansado de esperar y me quedaré mirando sus caras; sólo por ver la de Lucio va a
merecer la pena. ¿Qué apostamos?; las mujeres, muy grave y muy segura la voz.
Después sonreiré y les diré que quedan libres de su compromiso y que nadie me
agradezca nada, que aunque ellos no lo entiendan, lo único que importa a un
poeta es la huida, no el cofre de monedas que puede encontrar a la llegada. Todo
eso les diré sentado en la roca.
¿O estoy loco y todo lo que te he contado no fue más que una estúpida
invención de mi mente?. La noche se ha hecho más oscura y nosotros vamos por
una carretera solitaria hacia un lugar absurdo en un coche sin luces, y tú duermes
y a mí me duelen los ojos y la espalda y miro para ti y no te veo ni sé quien eres.
Pero a las ocho retiran el reloj que registra tu llegada para que no trabajes ni un
minuto de menos, y a las cinco controlan tu salida para que no consigas ni un
minuto de más. Y no quieres sentirte como un estafermo, pero no puedes evitarlo,
y nada te consuela el descubrir que el que te manda tampoco tiene la culpa. A don
Lucas Gatico la úlcera le ha hecho escéptico, pero tiene que negarlo y afirmar que
es cosa de herencia. Cuando don Lucas Gatico toma el maletín del director
provincial y atraviesa el patio con él, los que estamos cerca podemos verle los
labios apretados. Pero don Lucas Gatico jamás irá a la laguna. Ha preferido
aceptarse. Decisión peligrosa, Leda, porque la aceptación de lo que somos puede
suponer la anulación de nuestro deseo de ser lo que deberíamos ser. ¿Qué les
queda a las dos viejas que pasean por la acera cogidas del brazo con su andar
lento y quejoso, como no sea su sencillo pensamiento y su palabra incesante y
simple?
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16
Un sábado de invierno, frío y lluvioso, Lisa propuso que fuéramos a pasar ese
fin de semana al hotel aquel, a orillas del Duero, donde habíamos estado unos
días, hacía ya algunos años, en un tiempo en que yo había dedicado muchas de
mis vacaciones a buscar los escenarios y los caminos de los poetas. Es un hotel
moderno, situado sobre una colina en un recodo del Duero, algo aislado de la
ciudad y rodeado casi completamente de pinos. Pedí una habitación en el ala
norte para tener enfrente la ribera opuesta del río, con los álamos dorados, álamos
del camino entre San Polo y San Saturio. Un resto de fetichismo espiritual, puede,
pero a mí me da vigor. Yo colecciono paisajes valiosos, como otros coleccionan
pipas o sellos o mechones de cabello de mujer, y he andado buscándolos por
donde he podido, y cuántos Nombres, con mayúscula, habrán quedado
sorprendidos al verse inseparablemente ligados en mi álbum a una tierra que les
fue indiferente o que incluso odiaron o amaron a su pesar. Algún día quizá pueda
contarte algo más sobre eso.
Lisa parecía feliz. Miró bien la habitación, se sentó en la cama para probarla,
como solía hacer en todos los hoteles, y luego dijo que le apetecía darse un baño
y se metió en la ducha.
Me asomé a la ventana. Un gorrión piaba entre las hojas, casi como con
alegría, y entonces pensé que había sido una buena idea haber ido allí. El río se
deslizaba lento y profundo a través del gran soto de álamos y chopos. Los grises
alcores, las cárdenas roquedas, todo estaba sumergido en la neblina. La ermita,
solitaria y empequeñecida en la ladera. Calló el gorrión y todo fue ya silencio; tan
sólo el ruido del agua de la ducha, como una prolongación de la lluvia de fuera. Y
de pronto sentí una vez más el irresistible poder de la poesía. Era una llamada
tímida y sincera, salir y deshacerse en la niebla y recorrer el camino con el pecho
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abierto, al encuentro quizá del olmo seco hendido por el rayo, y volver luego a
buscar la mano que dejaste, porque te habrás convencido de que hay caminos
que deben recorrerse apretando una mano.
La voz de Lisa a mis espaldas sonó especialmente suave: ven, mírame. Estaba
totalmente desnuda y sonreía: mírame bien ¿no ves nada?. Era la ninfa de la
niebla y me llamaba; comencé a notar un ligero hervor en la sangre. Ella insistió:
fíjate bien ¿de verdad que no ves nada? El hervor estaba subiendo y acabando
con la irrealidad: ya lo creo que veo, por ejemplo una par de preciosas... Ella se
retiró un paso hacia atrás: no es eso, tonto, digo un poco más abajo. ¿Más abajo?
Iba a responder de acuerdo con lo que estaba pensando, pero me bastó ver sus
ojos para comprender que no era ese el camino: Lisa ¿qué tengo que ver? Ella me
hizo un gesto como de cierta desilusión: creí que ya comenzaba a notárseme algo;
vamos a ser padres.
Lisa lo dijo y se quedó mirándome en silencio. Y de repente, todo cambió.
Como en una de esas conversiones instantáneas que nos cuentan en la vida de
los santos, todo cambió, y yo paralizado y algo ridículo junto a la ventana, mirando
a Lisa. Fue tan sólo medio segundo, Leda, pero cómo cambió todo, la ribera de
álamos dorados, la ermita entre la niebla, el sentido mismo de la poesía; hasta la
propia desnudez de Lisa era otra. Fui hacia ella y la abracé: ¿estás segura?. Ella
asintió: sí, me lo ha confirmado el ginecólogo, no quise decirte nada hasta estar
totalmente segura. Yo quería que se vistiera, podía coger frío y, además, no me
parecía bien que estuviese allí desnuda, en una vulgar habitación de un hotel,
como si nada hubiera pasado. Lisa obedeció sin decir nada, y luego salimos y
paseamos por la ribera del río y cenamos en un pequeño restaurante al lado
mismo de San Juan. No le permití probar el vino ni fumarse un solo cigarrillo.
Cómo había cambiado todo, Leda.
Y también el tiempo que siguió. Durante varias noches apenas pude dormir. El
menor ronquido de Lisa me sobresaltaba y tenía que despertarla y preguntarle si
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se encontraba bien, hasta que un día me dijo que si seguía así se iría a dormir a
otra parte. Entonces opté por pasar las noches en mi pequeño estudio leyendo y
escribiendo poesía, y así, poco menos que de un tirón, nació un nuevo libro: Ahora
salgo a tu encuentro.
Y además, sucedieron por primera vez varias cosas: que comencé a ver la
Compañía como algo realmente necesario; que no llegó a importarme nada hacer
bueno el principio de Peter, según el cual, como es sabido, en toda jerarquía el
empleado va ascendiendo hasta alcanzar su nivel de incompetencia, y que
engordé unos cuantos kilos porque dejé de fumar para hacerle más llevadera a
Lisa su abstinencia.
Ay Leda, compañera, que tú no sabes ni puedes saber de esperanzas de poeta.
Esa palabra suya imposible de decir, quién la comprende; ese suspiro de más allá,
ese afán de perpetuación abrazando a la Belleza, quién se lo explica. El invierno
fue frío y desapacible y, sin embargo, aquellos largos paseos diarios bajo los
árboles, impuestos como una obligación, para oxigenarse y fortalecer los músculos
abdominales, cómo hacerse entender cuando se dice esto. Lisa lo obedecía todo
sin rechistar; lo más que hacía era mirarme con expresión incrédula cuando no
estaba muy convencida, pero nunca se resistía. Se iba poniendo cada vez más
rolliza y sonrosada, y yo la miraba casi a todas horas y le componía sonetos que
luego rompía sin enseñárselos. Ay. Leda, aquel invierno que nadie podría
comprender jamás.
Por eso, cuando Lisa abortó, todo quedó en mí tan en silencio. Y por eso no
quise hablar con nadie ni saber nada y lo único que hice fue irme a casa y
escuchar a Schubert.
No se entiende esta oscuridad tan repentina, tampoco esta. Un mutis absurdo.
He comprobado que la oscuridad es difícil de comprender porque no se deja, qué
puede ofrecer. Cuando fui al hospital a buscar a Lisa, la encontré muy pálida y
demacrada. Me miró y apenas pudo insinuar una sonrisa; la conocía: me estaba
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fija de llegada. Las colinas de la laguna están ocultas todavía; todo está oculto
más allá de dos metros, pero eso a qué mirarlo. Una huida no puede quedar a
merced de que unos nubarrones se antepongan a la luna.
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Las siete menos veinte. Veloces los minutos, como si también ellos huyeran, y
claro que huyen, pero que no nos lleven la ilusión y la esperanza, que son cosas
bien leves y llevaderas. A los minutos hay que saber ganarlos en cada segundo
para que no nos envejezcan demasiado de prisa. Y sin embargo, Leda, a mí se me
ha ido metiendo desde hace poco una desazón injustificada que no sé de dónde
me viene; puede que sea la inquietud de ver acercarse la hora definitiva, no sé,
Leda, pero hay algo, un mensaje que no acaba de captarse, un aviso cifrado.
Tengo que correr. La oscuridad es grande y debemos de estar ya muy cerca, un
temor y esta oscura corazonada, oscura como la noche, voy a acelerar y que pase
lo que pase.
Yo creo que siempre he sido un hombre sin demasiada malicia. La malicia está
reservada toda ella a los perspicaces y yo soy poeta, y los poetas pasan por la
vida pisando una blanda capa ocultadora que sólo les permite ver las cimas y las
torres que no tienen más remedio que asomar, de altas y puntiagudas que son. La
malicia es virtud de papas habilidosos y de santos discurseros, de reyes con
sonoro apodo y de generales de calle y estatua; también de banqueros, criadas,
ministros de Hacienda, dueñas de hospedajes, asesores de imagen y tratantes de
ganado. La malicia nunca es virtud de lactantes y poetas. Pero yo no sé si es la
larga noche, que a todo da clarividencia, o que quizá yo no soy tan poeta como
creo, el caso es que tengo ante mí, muy preciso, el cuadro completo de motivos e
intenciones que ha dado lugar a todo esto. Es como una revelación. Lucio quiere a
Lisa. Ya te he dicho, algo de pasada, cómo buscó siempre ocasiones para estar
con ella, que si voy con vosotros a la playa, que si te la llevo al teatro esta noche,
pero ahora está muy claro. Lo propuso todo para poder estar con Lisa y llevársela
a donde él quiera sin peligro alguno, hasta conseguir lo que busca y quién sabe si
tratar de separarla de mí. Fue él quien tuvo la idea de la apuesta, y cómo supo
prepararlo todo para ir soltándolo en el momento justo, cuando los tres estábamos
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FIN
Gijón y Navacerrada,
marzo 1989 - abril
1990