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Una reflexión al problema de las desventajas de las minorías étnicas en las

sociedades modernas y tecnificadas.

José Daniel Hernández Santiago

Hipótesis: El fracaso de la inclusión de las minorías étnicas a las sociedades modernas


obedece a las pocas garantías de adaptabilidad a un nuevo entorno social, donde no
cumplen con los requerimientos mínimos de los modelos de justicia de los Estados
modernos.

Objetivo general: Determinar los problemas y desventajas a los que se enfrentan las
minorías étnicas en la inclusión a nuevos entornos sociales. Así como proponer pautas de
nivelación en dichos entornos.

Objetivos específicos:

Analizar las implicaciones conceptuales relacionados a la inclusión de las minorías étnicas.

Reflexionar sobre la importancia de las garantías de adaptabilidad como un valor de


supervivencia para las minorías étnicas y sus tradiciones y costumbres en nuevos entornos
sociales.

Identificar las implicaciones de las teorías de justicia en las particularidades de la inclusión


étnica y los derechos humanos.

Desarrollo

El ser humano es un ser social por naturaleza, se relaciona, convive, interactúa.


Aislarse, es ir en contra de su propia naturaleza, ya lo decía Aristóteles “el ser humano es
un ser social por naturaleza, y el insocial por naturaleza y no por azar o es mal humano o
más que humano (…). El que no puede vivir en sociedad, o no necesita nada para su propia
suficiencia, no es miembro de la sociedad, sino una bestia o un dios" (Aristóteles, 2002,
p.66).

Evidentemente, existen diferentes formas de relacionarse: con uno mismo, con


individuos, con las instituciones, o entre sociedades. En este compartir, se crean lazos de
solidaridad indispensables para el progreso y el bienestar, sin embargo, es también ahí
donde se manifiestan las diferencias y particularidades de cada persona o sociedad. Es allí
donde son tan importantes rescatar valores como el respeto y la tolerancia, y exigir
derechos como la diversidad, la libertad y la justicia.
Así pues, con la llegada de la globalización se han interconectado drásticamente las
diversas culturas y sociedades, creando choques de pensamientos, de costumbres, de
tradiciones, de valores y de concepciones del bien. En este contexto, inevitablemente,
surgen conflictos, ya sea por el rechazo o por adopción de nuevos ideales morales,
extendiéndose a la ética. Un claro ejemplo, es el debate entre universalistas, quienes
pretenden fundamentar la moral y universalizarla sin tomar en cuenta las particularidades
de cada cultura; y relativistas, para quienes la moral se da esencialmente en las
particularidades comunitarias, por lo que cualquier intento de fundamentación ética y moral
es imposible (Thiebaut, 1992). Aquí, es importante tomar en cuenta la posición de Ricoeur,
cuando afirma que “una amplia discusión intercultural, apenas comenzada, hará aparecer
lo que de verdad merece ser llamado universal” (Ricoeur, 1990/2002, p. 252). Es decir, es
a partir de una ética discursiva donde se contemplen las particularidades y diversidad social
y cultural, como podrán vislumbrarse auténticos principios universales, o en palabras de
Andres Queiruga, “una revelación verdaderamente universal tan solo se podrá dar desde la
particularidad de una radicación histórica” (1987, p.315).

Sin embargo, es notorio que nuestras sociedades contemporáneas se encaminan


cada vez más a una cultura global y homogénea, donde las particularidades culturales
parecieran estar destinadas a desaparecer. En este contexto, nos encontramos a grupos
sociales bajo la etiqueta de minorías étnicas, que se enfrentan a la disyuntiva de incluirse
en nuevos entornos y olvidar sus raíces, sus tradiciones, sus costumbres y valores propios
de su cultura; o, aislarse en lugares donde puedan estar libres de influencia externa, ajenos
a culturas extrañas, manteniendo sus costumbres en estado puro, pero expuestos a caer
en el olvido.

En México, como en gran parte de Latinoamérica, la mayoría de las minorías étnicas


no han tenido otra elección que adherirse al sistema social dominante por medio de políticas
de “inclusión”, que las ha “obligado” a formar parte de un nuevo Estado social. Esto por dos
razones, primero, no es ético ni natural que una cultura tenga que aislarse por pretexto al
derecho de la diferencia, es parte de la naturaleza humana el ser social, no solo dentro de
un entorno particular, sino también de sentirse únicos dentro de la diversidad, además de
que no hay garantías del respeto a los derechos humanos de los individuos en el
aislamiento; y, segundo, porque las condiciones para sobrevivir en el aislamiento son bajas.
El crecimiento exponencial de las sociedades contemporáneas hace prácticamente
imposible mantener una cultura en completo aislamiento. Así pues, la inclusión a nuevos
entornos sociales es la única opción viable para las minorías étnicas.

Esto, por su puesto, ha generado nuevos debates en torno a las minorías y la


manera en cómo estos deberían ser incluidos. El relativismo moral, por ejemplo, aboga por
la tolerancia a las diferentes formas de expresión moral y cultural, basándose en la
inconmensurabilidad de las diferentes formas de vida colectiva, por lo que se deduce la
imposibilidad de un juicio moral universalmente valido (E. Garzón, 1997.), lo que implica
una aceptación indiscriminada de la diversidad cultural sin diferencia alguna de validez:

El relativismo cultural fuerte sostiene, primero, que cada cultura tiene una
forma de vida cuya validez es igual a la de todas las demás y, segundo,
que las exigencias morales de cualquier cultura particular no tienen validez,
fuera de ella. (Garzón, 1997, p. 12).

Desde luego, las implicaciones que tiene el relativismo moral y cultural en la


inclusión de las minorías étnicas son muchas. Desde esta perspectiva, la inclusión solo
podría darse colectivamente, es decir, no se incluyen individuos sino comunidades.
Además, el Estado tendría la obligación de garantizar los derechos de la comunidad
incluida y no la de los individuos. Es decir, el derecho de la comunidad a la diferencia,
conservar sus tradiciones, sus costumbres y sus propias leyes.

Es quizá este último punto el que preocupa a filósofos defensores de la


universalidad ética, para quienes los derechos humanos individuales están por encima de
cualquier derecho comunitario, así lo expresa David Gauthier para quien “la idea de que
las formas de vida tienen derecho a sobrevivir […] es un recién llegado al escenario moral.
Es también una idea totalmente equivocada. Son los individuos los que cuentan; las formas
de vida importan solo como expresión y sustento de la individualidad humana” (citado en
Garzón, 1997, p. 13). Aceptar sin más el relativismo moral y cultural con las implicaciones
mencionadas anteriormente, podría desembocar en violaciones a los derechos humanos,
como podrían ser las opresiones, marginaciones, torturas, discriminación, entre otras.

Ante esto, los relativistas morales argumentan aludiendo al punto de vista cultural,
que en síntesis sostiene que ciertas prácticas son válidas si tienen sentido para la sociedad
que las practica (Garzón,1997). Un ejemplo de ello, podrían ser los matrimonios arreglados,
tradición practicada entre las comunidades indígenas de México, donde los padres
previamente acuerdan el casamiento de sus hijos. Para las comunidades modernas, este
tipo de prácticas carecen de sentido alguno y violan el derecho de libre elección del
individuo. Sin embargo, para los defensores del relativismo moral, estas prácticas tienen
sentido en los miembros de la comunidad, quienes podrían ver en ellas la garantía de que
todos los integrantes de su grupo étnico tengan la oportunidad de formar una familia, lo
que internamente implicaría un alto grado de satisfacción.

El problema de esta perspectiva, radica en que, como bien apunta Martha


Nussbaum, la satisfacción no es necesariamente un indicador de bienestar, puesto que
“las personas ajustan sus preferencias a lo que piensan que pueden conseguir, y también
a lo que su sociedad les dice que es una meta adecuada para ellos. Las mujeres y otras
personas desfavorecidas muestran a menudo esta clase de preferencias adaptativas,
formadas en el contexto de unas condiciones injustas” (2006, p. 85).

Ahora bien, el problema no radica en las particularidades culturales y normativas que


por tradición estén presentes en las comunidades étnicas minoritarias, tampoco en que no
puedan construir comunidades donde expresen su identidad cultural y regirse bajo normas
que doten de sentido y satisfacción sus vidas. El problema radica en caer en el error de
pensar que podemos justificar prácticas que violen los derechos humanos de los individuos,
solo porque dotan de sentido y satisfacción. Es decir, no es el valor y derecho a la diferencia
lo que se cuestiona, sino una defensa hacia los derechos humanos del individuo.

Dicho de otra forma, la humanidad como ideal y la protección del


individuo han sido los dos estandartes de la ética. Las diferencias,
tanto individuales como grupales, han de ser salvadas y defendidas de
intromisiones y alienaciones, siempre y cuando, al mismo tiempo, se
preserven y queden garantizados los contenidos básicos de la justicia,
la dignidad o la humanidad. Respecto a estos no caben ni son
aceptables los relativismos. (V. Camp, 1993, p.70).

Así pues, el Estado tiene la obligación de garantizar a las minorías éticas el derecho
a la diferencia, y permitir que puedan expresar los rasgos distintivos de su individualidad
colectivamente en sus tradiciones y costumbres, así como regirse bajo normatividades que
los doten de sentido. Pero, de igual manera, el Estado tiene la obligación de regular,
interferir y erradicar practicas que atenten contra los derechos fundamentales de los
individuos. Esto implicaría desde luego, un intenso diálogo y colaboración de parte del
Estado y de la sociedad hacia las minorías. No es posible intervenir por la fuerza, sino a
través del dialogo, de la tolerancia y libertad. Es allí donde se hacen necesarias políticas de
inclusión que satisfagan las necesidades de las minorías, políticas que les permitan tener
acceso a derechos tan fundamentales como el acceso a la educación, a la salud, y a una
vida digna y participación política y económica, sin poner en riesgo sus particularidades
culturales, y no como en muchos casos, donde comunidades enteras son abandonadas
viviendo en condiciones deplorables.

Ahora bien, la inclusión colectiva o comunitaria regulada es una buena opción para
garantizar a los individuos tanto su derecho a la diversidad como sus derechos a una vida
digna. Sin embargo, no resuelve el problema para personas que por alguna u otra razón
abandonan sus comunidades particulares insertándose en entornos totalmente nuevos. Por
ejemplo, cada día se hace más habitual en las grandes ciudades la llegada de personas
procedentes de comunidades étnicas, que en la gran mayoría de los casos no encuentran
otra manera de sobrevivir que dependiendo de la caridad de otras personas. No creo que
sea necesario argumentar lo poco ético que sería reinsertar a esas personas a sus
comunidades o insertarlas dentro de otras comunidades étnicas minoritarias solo por su
procedencia indígena, eso sería una salida fácil y podría muy bien interpretarse como una
justificación para expulsar personas solo porque no las consideramos productivas para
nuestra sociedad, algo que podríamos llamar segregación étnica.

Tampoco sería ético una inclusión en donde, bajo el pretexto de cumplir con el
derecho al trabajo, se fuerce a las minorías a obtener trabajos que los denigren, solo porque
son diferentes. En la gran mayoría de los casos de personas provenientes de culturas
étnicas, la sociedad los ha orillado a conformarse con trabajos que nadie más está
dispuesto hacer con el fin de integrarlos a la vida productiva, esta perspectiva utilitarista,
podría desembocar en una clara expresión de explotación laboral de las minorías insertadas
en sociedades modernas. Evidentemente llegando a este punto, es inevitable no analizar
el papel que juegan las teorías sobre la justicia en la inclusión de las minorías étnicas.

La justicia es uno de esos conceptos que no puede estar fundamentado en algo


externo, así lo dice Martha Nussbaum (2006, p. 100), “la justicia solo se funda en la justicia,
y la justicia es una de esas cosas que los seres humanos aman y persiguen por sí mismas”.
Es decir, la justicia no puede estar condicionada, ni es el medio para un fin más alto, la
justicia es un fin en sí mismo. Sin embargo, las nociones de justicia moderna parecen
ignorar las particularidades culturales, especialmente aquellas ajenas a la modernidad, lo
cual, genera un problema respecto a la inclusión de las minorías.

Tal es el caso de la justicia distributiva, sistema adoptado por las instituciones


modernas, en donde estas cumplen el papel de distribuir los bienes, derechos, obligaciones,
entre otras cosas, en la sociedad. Aquí, “se forma la categoría del cada uno –que no es de
ninguna manera el uno impersonal, sino el socio de un sistema de distribución-. La justicia
consiste en dar a cada uno lo suyo. El cada uno es el destinatario de un reparto justo”
(Rocoeur, 1990/2002, p. 245). Esto, implica una distribución acorde a la contribución del
individuo en la sociedad, lo que genera un problema en la aplicación de justicia para
aquellos grupos minoritarios como las minorías étnicas (vistas ya sea como individuos o en
la colectividad) que en teoría no “contribuyen” en el desarrollo social.

Por su parte, John Rawls (2002), propone su teoría de la justicia por imparcialidad, en
la que pretende instaurar los requerimientos mínimos de justicia en la estructura básica de
una democracia constitucional moderna. Rawls sostiene que, “la justicia como imparcialidad
parte de la idea de que la sociedad ha de ser concebida como un sistema justo de
cooperación” (2002, p.202). Bajo esta concepción, establece dos principios centrales de la
justicia (Rawls, 1996, p.61):

1. Cada persona ha de tener un derecho igual al esquema más extenso de libertades


básicas que sea compatible con un esquema semejante de libertades para los
demás.
2. Las desigualdades sociales y económicas habrán de ser conformadas de modo tal
que a la vez que: a) se espere razonablemente que sean ventajosos para todos, b)
se vinculen a empleos y cargos asequibles para todos.

Según Rawls, estos principios permiten ver a los ciudadanos “como poseedores de los
poderes requeridos de personalidad moral que les capacitan para participar en la sociedad
contemplada como un sistema de justa cooperación para beneficio mutuo” (2002, 194). Sin
embargo, tanto la justicia distributiva como la justicia como imparcialidad, ignoran el hecho
de que existen personas que, por cuestiones culturales, no están en condiciones de
contribuir ni de cooperar. ¿Cómo podrían contribuir y cooperar en sociedades modernas
altamente tecnificadas personas que no tienen otra opción que pedir limosnas en las calles?
La vida moderna requiere de ciertas capacidades mínimas que le permitan al individuo
participar en el desarrollo social.

Podemos tomar como ejemplo el derecho al trabajo, las condiciones laborales actuales
requieren no solo de ciertos conocimientos tecnificados en algunos casos, sino además de
niveles de estudios básicos en la gran mayoría. A esto, sumamos todo el proceso que una
persona debe seguir al momento de aplicar, cosas muy simples como tener un correo
electrónico, una identificación o un comprobante de domicilio. Además, las cuestiones de
etiqueta, como una vestimenta acorde a las políticas de la empresa a contratar, y algo tan
básico, en nuestro contexto hispano, como el manejo del idioma. El cumplir con estos
requerimientos, entre otros más, no representa un problema para el ciudadano común, sin
embargo, eso no les garantiza obtener el empleo aun estando bajo reglas justas. No es
difícil darse cuenta lo complicado, sino imposible, que es para un individuo procedente de
una comunidad étnica autóctona que no cuenta, no solo con uno, sino con la mayoría de
estos requerimientos, y que, como consecuencia, no puede ser contratado por no poder
aportar y cooperar con el empleador. Desembocando, como se mencionó anteriormente,
en no tener más opciones que depender de la caridad de las personas o verse forzados a
realizar trabajos que el ciudadano común jamás aceptaría. Es evidente entonces que las
minorías étnicas están en desventaja ante los términos de la justicia contemporánea.

Este aspecto, es bien observado por Martha Nussbaum en su enfoque de las


capacidades, donde “niega que los principios de la justicia deban garantizar el beneficio
mutuo. Incluso cuando la no cooperación es posible y hasta habitual, la justicia sigue siendo
un bien para todos” (2006, p. 100). Cómo lograr entonces que estos grupos minoritarios
puedan alcanzar el umbral de los requerimientos mínimos de justicia, siguiendo
nuevamente a Nussbaum, ella propone un enfoque de las capacidades, que garantice a los
individuos las condiciones mínimas que le permitan participar en la vida social acorde a los
requerimientos de la justicia. Entre esas capacidades se encuentran: la vida (en un sentido
pleno, no morir prematuramente), salud física, integridad física, sentimientos, imaginación
y pensamiento, emociones, razón práctica, afiliación, otras especies y control sobre el
propio entorno, político y material (Nussbaum, 2006, p. 88-89).

Garantizar estos requerimientos mínimos, no es un proceso fácil y económico,


implica complejidad y costos elevados, que no pueden ser justificados desde la perspectiva
del beneficio mutuo. Pero una sociedad justa fundamentada en la justicia misma, debe
garantizar en cada individuo capacidades que le permitan ser parte activa de la vida social.

Contextualizando esto en la inclusión de las minorías étnicas, especialmente en la


inclusión individual, lo más justo es nivelar las condiciones que posibiliten al individuo el
acceso a sus derechos. Una opción, que pudiera sonar populista, es la implementación de
programas de adaptabilidad al entorno, donde el Estado por medio de sus instituciones
capacita al individuo dotándolos de herramientas, además de proveerle de sus necesidades
básicas (condicionadas), mientras éste es capacitado en su adaptabilidad al nuevo entorno.
Proveer a sus necesidades básicas quiere decir recibir una vivienda y apoyo
económico para su alimentación, su vestir, utensilios de aseo y transporte; capacitar implica
el acceso a la educación, así como formación en el idioma, técnica y tecnológica que le
prepare al mundo laboral, todo esto en un periodo de tiempo determinado, además de la
creación de grupos de integración étnicas donde puedan expresar los rasgos distintivos de
sus tradiciones y costumbre. Esto implica una gran inversión económica, pero no debe
interpretarse como un programa de mantención de personas, sino como un programa de
nivelación al acceso de los requerimientos mínimos de justicia, que capacite a las personas
en la contribución y cooperación del desarrollo social.

Conclusiones

La naturaleza social del ser humano, implica que toda cultura debe estar en
constante interacción con las diferentes expresiones culturales.

El derecho a la diferencia no justifica de ninguna manera la adopción de prácticas


que violen los derechos humanos de los individuos, la colectividad debe ser un medio que
posibilite la expresión individual. Por lo que el Estado debe garantizar a toda comunidad
étnica minoritaria convivir con sus tradiciones, costumbre y normatividades, pero al mismo
tiempo erradicar prácticas en contra de la dignidad humana.

Las teorías de justicia moderna, no satisfacen los casos particulares de las minorías
étnicas que han migrado a las ciudades modernas y tecnificas. Por lo que se hacen
necesarios programas de nivelación de capacidades, que les permitan ingresar a la vida
productiva de la sociedad.

Referencias

Aristóteles. (2002). La política. En A. Lettieri (Ed.). Política y sociedad: pensamiento clásico


(pp. 65-92). Argentina: Ediciones signos.

Camps, V. (1993). El derecho a la diferencia. En L. Olivé (Ed.). Ética y diversidad cultural


(pp. 85 - 100). México: UNAM-FCE.

Garzón, E. (1997). Cinco confusiones acerca de la relevancia moral de la diversidad


cultural. Claves de razón práctica, (74), 10-23.

Nussbaum, M.C. (2006). Las fronteras de la justicia. Barcelona: Paidós


Queiruga, A. (1987). La revelación de Dios en la realización del hombre. Madrid: Ediciones
cristiandad.

Rawls, J. (1995). Teoría de la justicia. México: Fondo de Cultura Económica.

Rawls, J. (2002). John Rawls: Justicia como imparcialidad: política, no metafísica. En C.


Gómez (Ed.) Doce textos fundamentales de la ética del siglo XX (pp. 187-229).
México: Alianza.

Ricoeur, P. (1990/2002). Ética y moral. En C. Gómez (Ed.), Ética: Doce textos


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Thiebaut, C. (1992). Neoaristotélicos contemporáneos. En V. Camps (Ed.), Concepciones


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