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Teresa de Lisieux
Historia de una misión
http://www.mercaba.org/FICHAS/Santos/TLisieux/historia_de_una_mision.htm
Ofrecemos la introducción del libro que el gran teólogo suizo dedicó a la Santa de Lisieux:
Teresita del Niño Jesús, cuya aparente simplicidad ha sido a menudo explotada desdibujando su
recio perfil espiritual, con mengua evidente de los valores de santidad que su vida y sus
enseñanzas nos transmiten. Un relato puramente biográfico y psicológico, al estilo de algunas
hagiografías fáciles, nos hubiera proporcionado sólo una visión parcial y superficial. Un santo
únicamente puede comprenderse desde la teología, es decir, en función de su vocación y de su
misión. El "caminito" de la santa de Lisieux, la sublime doctrina de la "infancia espiritual" y de
"entrega" al Señor, desbordan la anécdota y, por encima de todo gazmoño sentimentalismo,
adquieren auténtico relieve y se insertan en el plan salvífico de Cristo, como algo que, siendo
enteramente nuevo en su formulación, arranca directamente de la esencia misma del Evangelio.
Para el teólogo, esos santos son más bien una nueva exposición de la
revelación, un enriquecimiento de la doctrina, en torno a rasgos poco
observados hasta ahora. Aun cuando ellos mismos no fueran teólogos o
sabios, su existencia, como totalidad, es un fenómeno teológico que
encierra en sí una doctrina viva, fecunda y adaptada a la época, doctrina
regalada por el Espíritu Santo y que debe, por ende, ser muy bien atendida,
y junto a la cual, dirigida como está a toda la Iglesia, nadie puede pasar
distraídamente. Cierto que no está nadie obligado a venerar a un santo, a
creer en un milagro o revelación privada concreta, a admitir una palabra o
una doctrina de un santo como exposición auténtica de la revelación de
Dios.
Teresa de Lisieux se nos presenta, sin género de duda, con una misión
otorgada inmediatamente por Dios a la Iglesia. Las primeras palabras de la
alocución de Pío XI en su beatificación aluden inequívocamente a ello: «Es
cierto que la voz de Dios y la voz del pueblo se han como divinamente
unido para exaltar a la Venerable Teresa del Niño Jesús; pero la voz de
Dios es la que se ha dejado oír la primera. No ha sido ella la que se ha
armonizado con la voz del pueblo, sino la voz del pueblo la que ha
reconocido y seguido a la voz de Dios [3]. Puede incluso decirse (si bien
tales afirmaciones, por razón de los límites imprecisos entre la santidad
primariamente divina y la primariamente eclesiástica, tienen siempre algo
de atrevido) que Teresa, juntamente con el cura de Ars, representa el único
ejemplo absolutamente evidente de una misión teológica en amplio sentido
dentro del siglo xrx (Catalina Labouré y Bernardita Soubirous tienen más
bien la misión de un mensaje único, Don Bosco y Gemma Galgani no
alcanzan totalmente el volumen de una primaria misión teológica) y que
ella, hasta hoy, ha sido también la última. Así podría también corresponder
a la conciencia general del pueblo creyente. Pío XI la llamaba la gran santa
de los tiempos modernos.
Ambas cosas son inseparables. Su doctrina no son tanto sus escritos como
su vida misma, como por otro lado tampoco sus escritos hablan apenas de
otra cosa que de su propia vida. En su existencia ve ella encarnada aquella
doctrina que «tanto bien puede hacer a las almas», y por eso no teme
poner a disposición de la Iglesia esa existencia como un ejemplo. Teresa
pertenece al número de aquellos que «son expropiados para utilidad
pública», según la palabra de María Antonieta de Geuser. Y su existencia es
de valor ejemplar para la Iglesia por cuanto el Espíritu Santo se apoderó de
ella y de ella se ha servido para demostrar por su medio algo a la Iglesia,
para abrir un par de perspectivas nuevas sobre el Evangelio.
Esto y sólo esto debiera interesar a la Iglesia en Teresa. Esto y sólo esto
debieran también observar y retener en ella los que advierten que se
levantan objeciones o por lo menos resistencias totalmente indefinibles
contra muchos rasgos de su culto, y hasta quizá de su mismo carácter. De
hecho, pocas veces quizá ha sido tan urgente separar la misión de un santo
de lo accesorio, como aquí. Aquella peculiaridad de Teresa que todo lo
penetra y a que ya se ha aludido, su espíritu reflexivo, no puede ser
contado entre lo esencial. Más bien habremos de mostrar cómo esa
tendencia fue en parte exacerbada por lamentables accidentes. Teresa
semeja a un enfermo en la sala de experimentación que va siguiendo con el
mayor interés y graba en sí cuanto el profesor cuenta a los alumnos sobre
su caso; y se olvida un poco de que en esta situación, ella hubiera tenido
que ser más bien objeto y caso neutral, que no sujeto y personal destino.
Se toma indefectiblemente a sí misma personalmente allí donde en realidad
sólo habría que entenderla objetivamente. Esto puede también turbar por
un momento la mirada objetiva de su contemplador. Y puede también,
como ha sucedido a muchos, excitar una ligera irritación de nervios. Habrá
que mostrar en qué amplia medida es Teresa misma responsable de su
propia canonización, en qué amplia medida sus hermanas carnales
pusieron, ya en vida de ella, en el Carmen, los fundamentos de su culto.
Pero la tarea de verdad importante no es responder a esta tendencia de
Teresa a la propia contemplación con un psicoanálisis extremado, sino, por
el contrario, a consciente distancia de ello, dirigir la atención a la misión
objetiva. Cierto que Teresa, por su propensión a reflexionar, no facilita esta
tarea. Ésta, como ya hemos dicho, no se resuelve tampoco por el intento
de disociar puramente su misión de lo personal y psicológico. Tal empresa
no es posible en santo alguno, y doblemente imposible en Teresa, cuya
misión consistió realmente en la presentación de «su camino». El único
procedimiento posible es dejar que, lenta y cuidadosamente, se vayan
dibujando los contentos de su misión a través de todo lo biográfico.
Estas indicaciones de los papas han hallado durante largo tiempo escaso
eco. Las obras más conocidas y más penetrantes que hasta los últimos
tiempos se han ocupado sobre Teresa de Lisieux, se mueven
preferentemente dentro de categorías historicobiográficas y
psicologicoascéticas. En esta línea han surgido una serie de obras conocidas
que se proponen ante todo por blanco, frente al amaneramiento y la
empalagosa cursilería con que se ha presentado a la santita, sacar a la luz
la autenticidad de su figura. Lo cual, de acuerdo con sus medios de trabajo,
creyeron los autores de aquellas obras que no podían realizar de otro modo
que por medio del descubrimiento de «la verdad histórica». Dos rasgos
caracterizan esta literatura. Ante todo, su tendencia a la «revelación».
Apodándose en la creencia, no injustificada, que más de un pormenor
doloroso y amargo en la vida religiosa de Teresa había sido, por razones de
miramiento, ocultado por sus hermanas de religión, se desencadenó una
verdadera tempestad contra la «mendacidad» de las biografías oficiales y
se entabló una como porfía en la publicación de trágicos pormenores, en
parte escandalosos y estremecedores. Con esto se enlaza el segundo rasgo
de estas obras: la figura de Teresa pareció ganar así en grandeza y
dimensión, pues detrás del silencioso y sonriente «caminito», se perfilaron
los rasgos sobrehumanos, heroicos y trágicos de su destino y de sus
sufrimientos, y todo lo que ella misma borrara o cubriera de cristiano
perdón, se desplegaba, desnudo y sangrante, ante los ojos del lector [12].
El método para llegar ahí es difícil y todavía hay que encontrarlo: «Para
comprender el alma de los santos habría que mirarlos con la mirada misma
de Dios» (p. 13). Para ello es menester una cierta unidad, difícil de
describir, de amor y crítica, de proximidad y distancia, de sentimiento y
abstracción. Y Philipon percibe bien que «en los santos, como en los
grandes maestros, las más vastas perspectivas se reducen siempre a
ciertos elementos sencillos, pero decisivos, que desempeñan en la síntesis
concreta de sus almas, el mismo papel que los primeros principios
directivos de una ciencia. Cuando se los ha comprendido, se tiene en la
mano la clave del todo» (p. 14). Pero mientras los psicólogos dramatizan la
vida de Teresa, exageran los hechos y esparcen negras sombras sobre su
contorno y hasta sobre sus noches oscuras y sus angustias, en el mundo de
los teólogos hasta ahora las cosas seguían no raras veces inmersas en una
luz sin sombras, en una especie de orbe sapiencial y de teológica
perfección, en que la vida aparecía casi exclusivamente como ilustración de
un tratado de virtutibus. Tal vez se pone aquí de manifiesto una hipótesis
previa en ambos bandos [15] cuya aceptación sin reparo impide una
postrera vivificación, que habría de realizarse sin violencia del objeto. Me
refiero al supuesto previo de que con la canonización de un santo, con la
declaración, por ende, de que todas sus virtudes han alcanzado un grado
heroico — no indaguemos de momento qué hubiera dicho Teresa sobre este
criterio a la luz de su doctrina—, a todos sus hechos y pensamientos y, más
aún, a su existencia como totalidad ha de marcárselos con la etiqueta de
«perfectos», una etiqueta que tendría en cada santo el mismo sentido, la
misma plenitud, la misma extensión. Si se concede desde luego que hay
caminos diversos para la santidad, diversos caracteres de los santos,
destinos y cuños varios de la santidad única, se cree también ser un deber
afirmar que toda esa plenitud de posibilidades no afectan para nada el
concepto de santidad; más bien, el que dice santo, dice perfecto, y el que
dice perfecto expresa un non plus ultra que no es posible pasar.
Pero no es así. Para convencerse de ello basta considerar que, entre los
pecadores ordinarios y los santos canonizados, entre las ovejas blancas y
negras, media toda una escala de matices grises que veda una respuesta
precisa sobre el grado de perfección en que un cristiano sea realmente
canonizable. Siendo esto así, la gradación se proseguirá también dentro de
la serie de los canonizados. Dios nos libre del intento de trazar aquí ahora
semejante gradación. Pero ya el mero pensamiento de que también los
santos siguen siendo hombres con sus flaquezas, quizá, ocasionalmente,
hasta con pecados; y, lo que tiene aquí mayor importancia, que entienden,
aceptan y realizan de modo muy diferente su misión, da a su figura un
dramatismo totalmente distinto y proyecta sobre ella sombras y luces bien
distintas que las de un sondeo psicológico, aquí fundamentalmente fuera de
lugar. Hay santos — los mártires— que han sido canonizados por razón de
un acto único. Pero hay asimismo quienes, sin ser mártires, realizaron
también en su vida el acto único de un sí total y fueron luego en su camino
más bien empujados por la inexorabilidad de su sí pronunciado, que no por
haber sido ellos dueños libre de su palabra de afirmación. Hay quienes han
mantenido su misión, clara y sonoramente como un toque de clarín, dentro
de un mundo y de una Iglesia circundante que en cerrada falange la
atacaba, como Juana de Arco. Pero hay también otros, cuya misión era de
tal naturaleza que, para su pleno florecimiento, hubiera necesitado del
concurso inteligente de su ambiente, y hubieron de sufrir daño por el
pecado y la obstinación de quienes los rodearon. Un daño que no podía
atentar a la sustancia de su misión, pero que sí entorpeció su
desenvolvimiento, su eficacia y su crecimiento rectilíneo.
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Quizá el más grande teólogo católico del siglo XX. Nació en Lucerna,
Suiza en 1905. Estudió en las Universidades de Zurich, Viena, Berlín,
Munich y Lyon. Jesuita de 1928 a 1948. Fundó con Adrianne von Speyr un
instituto secular. En 1971 fundó con Joseph Ratzinger y Henri De Lubac la
revista “Communio”. Revista católica internacional. Fue miembro de la
Comisión teológica internacional desde su fundación (1968). Murió en
1988, dos días antes de su incorporación al colegio cardenalicio por parte
de Juan Pablo II. Es autor de una amplísima obra que abarca la teología, la
filosofía, la literatura, el arte. Algunos títulos importantes: Sólo el amor es
digno de fe, El complejo antirromano, Teresa de Lisieux. Historia de una
Misión, Estados de vida cristiano, ¿Quién es cristiano? Su obra capital es la
famosa Trilogía: Gloria. Una estética teológica (7 vols.), Teodramática (5
vols.), y Teológica (3 vols.).
Notas
Fuente: Hans Urs von Balthasar, Teresa de Lisieux. Historia de una misión , Herder, Barcelona, 1989.