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EL REINO DE DIOS
(Original: THE KINGDOM OF GOD)

by John Bright

Traducción por Roberto C. Fricke, PhD

Prefacio

Tal como lo indica su título, este libro se trata de una idea de importancia central para la
teología de la Biblia. Este libro busca trazar, para el beneficio del lector común de la Biblia, la
historia de esa idea y la relevancia contemporánea de ella. Se espera que por este medio se pueda
hacer una contribución para la comprensión de las Escrituras. Esto, porque el concepto del Reino de
Dios, en un sentido real, involucra el mensaje total de la Biblia. No tan sólo ocupa un lugar
prominente en las enseñanzas de Jesús; se halla, de una forma u otra, a lo largo y lo ancho de la
Biblia—por lo menos si lo contemplamos por los ojos de la fe neotestamentaria—desde Abraham,
que salió en busca de “la ciudad... cuyo arquitecto y constructor es Dios” (Hebreos 11:10; véase
también 12:1ss.) hasta el cierre del Nuevo Testamento con “la santa ciudad, la nueva Jerusalén que
descendía del cielo de Dios”. (Apocalipsis 21:2) El captar lo que significa el Reino de Dios es
arrimarse al mismo corazón del evangelio bíblico de la salvación.
Pero el libro tiene una mira mayor: es la de captar, de ser posible, una de las razones
fundamentales por la desatención actual de la Biblia. No es necesario comprobar que existe, aun entre
creyentes, una ignorancia bíblica; también es demás lamentar ese hecho como desastroso. De hecho, no
es una exageración decir que el Protestantismo no sobrevivirá para siempre si no se toman las medidas
para remediarla. No debemos olvidar que todas las iglesias protestantes comenzaron con una protesta
muy bíblica, siempre han tenido la Biblia como la última fuente de autoridad, y nunca han permitido que
jerarquía alguna se interponga entre el creyente y la Biblia para impedir su acceso a ella u obligar que se
imponga su interpretación particular de ella. Desarraigados de la Biblia, no tenemos ningún lugar
correcto donde pararnos; de hecho, así no podríamos ser protestantes. Por lo tanto, no es cosa
insignificante que la Biblia llegue a ser un libro tan extraño para el miembro de la Iglesia común, y peor
todavía para muchos pastores también.
Ahora bien, sin duda, las razones para esto son múltiples, y no podemos detenernos aquí para
analizarlas. Pero seguramente muchos lectores se quejarán diciendo que la Biblia es un libro sumamente
confuso, de distintos grados de interés, y un contenido tan variado que no se puede encontrar un hilo
que lo atraviese. Mucho del contenido de la Biblia apenas es inteligible, mucho nos deja perplejos y
muchas partes llanamente aburridas. (¡Cuántas personas se habrán propuesto leerla “de tapa a tapa” solo
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para dejarla a mediados del libro de Levítico!) Aun la narración, contada emocionantemente, tiene un
sabor muy antiguo. El lector siente que mucho de su contenido no le dice nada a él, y se siente tentado a
abandonar la lectura. Al final, si persiste en leer su Biblia, se limita a trocitos favoritos encontrados acá y
allá.
De todos modos, resulta que hay dentro de la Iglesia, junto con una total desatención a la Biblia,
un peligroso uso parcial de ella. Como Iglesia declaramos que la Biblia es la Palabra de Dios, y no
distinguimos entre sus partes. Pero en la práctica confinamos nuestro uso casi completamente a
secciones selectas—los Evangelios y los Salmos, porciones de Pablo y los profetas—e ignoramos el
resto como si nunca se hubiese escrito. El resultado es que no tan sólo desatendemos mucho que tiene
valor sino que, y peor todavía, perdemos el significado más profundo de las mismas partes que
utilizamos, porque los sacamos de su contexto mayor.
No se evidencia más agudamente que en lo que se refiera a la relación entre el Antiguo
Testamento y el Nuevo. Se separan tajantemente en nuestra Biblia tanto como en la mente de la
mayoría de los lectores. Además, ya que el Nuevo Testamento habla de Cristo, es muy natural y
correcto que el cristiano lo lea primero y más a menudo para encontrar allí la fuente última de su fe.
Pero eso suscita una pregunta: ¿En qué sentido tiene autoridad el Antiguo Testamento sobre el cristiano
siquiera? Su ley ceremonial ha sido echada a un lado en Cristo, y ya no es obligatoria. Su esperanza
profética, se afirma, se cumplió en él. En cierto sentido, pues, ¿no ha sido suplantado el Antiguo
Testamento de alguna manera? ¿Qué relación sostiene con el Nuevo Testamento en el canon de las
Sagradas Escrituras? Si esta pregunta es un enigma para el laico, puede consolarse en que les ha sido
difícil para los estudiosos de igual manera. Actualmente, parece que la Iglesia no está segura en cuanto a
su respuesta. Seguimos afirmando que las escrituras del Antiguo y Nuevo Testamentos son la Palabra de
Dios, y vagamente creemos que esto es cierto; pero se teme que no tengamos una idea clara de lo que
queremos decir por esta afirmación. En la práctica tendemos a relegar el Antiguo Testamento a una
posición de poca importancia y lo tenemos, como quien dice, por una escritura de segunda clase. Una
forma ambigua y no oficial de neo-Marcionismo ha surgido.
La cuestión de la unidad de la Escritura tiene que tomarse en serio si se va a salvar la Biblia del
desuso y el abuso. Pero no es una cuestión que puede ser rechazada por medio de una respuesta fácil.
En un sentido la Biblia exhibe más diversidad que unidad. Es un libro muy variado; más bien, no es libro
como tal, sino una literatura completa. Se escribió durante un período de más de mil años por hombres
de carácter y circunstancias muy diversos; sus partes hablan a toda clase de situación; contiene toda clase
de literatura concebible. El nivelar la Biblia, así como si se le impusiera una unidad artificial o igualdad
de valor que hiciera caso omiso de esta diversidad maravillosa, sería fabricarle una camisa de fuerza.
Además, se dejaría sin contestar la pregunta, ¿En qué sentido es Cristo la corona y la norma de la
revelación?
Pero ¿Hay en la Biblia algún tema unificador que pueda servir para juntar todas sus partes
diversas en un todo? ¿Hay alguna continuidad esencial dentro de su reconocida discontinuidad?
Hay quien encuentra muy poca. Uno no puede sino pensar en los eruditos, menos hoy que
anteriormente, que trazarían a través de la Biblia el curso del desarrollo del hombre en el campo de la
religión (o concebido teológicamente, el progreso de la revelación divina); éste desarrollo comenzaba
con el dios tribal y la fe primitiva del Israel antiguo, avanzaba por los profetas en el monoteísmo ético, y
finalmente alcanzó su culminación en las enseñanzas de Jesús.1 No se puede dudar del efecto atomizador
sobre la Biblia de este enfoque. Claro, se mantenía cierta continuidad, pero estribaba en el mismo patrón
evolucionario, no en la Biblia. Se separaba la religión bíblica en sus varias etapas de desarrollo, la última

1Asíla mayoría de los eruditos críticos de la pasada generación. Un ejemplo excelente de este enfoque en lenguaje popular es
Harry Emerson Fosdick, A Guide to Understanding the Bible, the Development of Ideas Within the Old and New Testaments (New York:
Harper & Bros., 1938).
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de la cual no tenía nada en común con la primera. Era imposible hablar, siquiera, de una teología bíblica.
Ahora bien, sería deshonesto mofarnos de esta erudición crítica, porque produjo mucho por el cual
debemos estar agradecidos. En particular, nos recordaba que la revelación no es un museo de cuadros
artísticos sino un proceso histórico. ¡Por supuesto, hubo progreso! Pero el esquema de una evolución
directa se imponía sobre la Biblia desde afuera, y se ha comprobado ser demasiado rígido para acomodar
todos los datos. No puede traer ninguna solución al problema de la Escritura.
Pero, uno que ha sido educado en la línea abierta de la teología de la Reforma puede encontrar
una respuesta sencilla: la unidad de la Escritura está en Cristo. Al proceder, confío en que se aclarará que
esto en un sentido verdadero es cierto. Para la mentalidad de la fe neotestamentaria, no tan sólo toda la
Escritura sino toda la historia se centran en Cristo. Empero, por cierto que este hecho sea, tiene que
expresarse con bastante cuidado a no ser que en nuestro celo por hacer que Cristo sea todo en todo,
seamos culpables de imponerlo a él arbitrariamente sobre el Antiguo Testamento. Esto solía hacerse en
el pasado, y se teme que los haya actualmente que pasan de la raya en este sentido.2 Si esto se hace
consecuentemente, el Antiguo Testamento simplemente llega a ser un libro cristiano, y la teología bíblica
asume una cualidad estática que contradice su misma naturaleza. En manos sin cuidado los estudios
antiguotestamentarios tienden a degenerarse en un juego del cual el objetivo es encontrar tipos de Cristo
y alguna verdad anacrónica cristiana en lugares insospechados. Desde luego, esto descarta un buen
método de la sana hermenéutica. Como cristianos leemos el Antiguo Testamento a la luz de Cristo, y
predicamos a Cristo de él. Pero no se nos permite atribuir a los escritores bíblicos ideas que ellos
mismos no concebían; nos toca descubrir hasta donde sea posible lo que ellos realmente querían decir.
El salvaguardar el Antiguo Testamento por leer en él ideas que no contiene es un precio demasiado caro.
Este libro surge de una preocupación por los problemas ventilados. Aunque no debemos
minimizar la complejidad de la Biblia, este libro se hace con la convicción de que existe a lo largo de ella
un tema unificador sin que éste se imponga de manera artificial. Es un tema de redención, de salvación;
y se centra particularmente en aquellos conceptos que giran en torno a la idea de un pueblo de Dios,
llamado éste a vivir bajo su gobierno y la esperanza concomitante del Reino de Dios venidero.3 Esta es
una nota que está presente en la fe de Israel desde los tiempos más remotos en adelante y la cual se halla,
de una manera o de otra, en casi toda parte del Antiguo Testamento. También, une inquebrantablemente
el Antiguo Testamento al Nuevo. Porque ambos tienen que ver con el Reino de Dios, y el mismo Dios
habla en los dos.
Por supuesto, es imposible subsumir todo lo que la Biblia tiene que decir bajo un solo lema, y no
se ha hecho ningún intento por lograrlo aquí. El título no implica que el concepto neotestamentario
pueda imponérsele al del Antiguo; tampoco procura enmascarar el hecho de que la idea del gobierno de
Dios sufriera un desarrollo considerable dentro del mismo Antiguo Testamento. Pero las ideas siempre
son más grandes que las palabras que las expresan. Las raíces de esta idea comienzan en el período más
primitivo de la historia de Israel. No se puede negar el desarrollo, pero éste debe verse, menos como una
evolución progresiva desde formas inferiores a superiores que como un desarrollo hacia fuera de un
concepto normativo en la fe de Israel desde el principio en adelante. Era un concepto que por su misma
naturaleza señalaba más allá de sí mismo y exigía su cumplimiento.
Como se dijo en el principio, este libro se dirige principalmente al lector general de la Biblia.

2 Wilhelm Vischer tal vez sea un ejemplo: véase Das Christuszeugnis des Alten Testaments (7ª edición, Vol. I; 2ª edición, Vol. II;
Zurcí: Evangelishche Verlag, 1946); traducción inglesa Vol. I de la 3ª edición alemana, ed. A. B. Crabtree, The Witness of the
Old Testament to Christ (London: Lutterworth Press, 1949).
3 Desde luego, este concepto no es original. Debo reconocer mi deuda a W. Eichrodt cuyo Teologie des Alten Testaments (1ª ed.,

Vol. 1, Leipzig: J. C. Hinrichs, 1933; 3ª ed. Vol. I, Berlin: Evangelische Verlagsanstalt, 1948; véase p. 1) fue lo que me hizo
pensar en su importancia.
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Por esta razón, aunque se espera que ninguna postura indefendible se haya tomado, se hizo todo lo
posible para que el texto del libro quedara libre de discusión técnica; así, se espera que el lector
pueda seguir el hilo del argumento sin que tenga que perderse en un montón de tecnicismos de
erudición. La mira a lo largo del libro ha sido la claridad. Desde luego, no ha sido posible evitar
notas bibliográficas. El lector que no quiera leerlas, fácilmente las puede ignorar. Las notas
bibliográficas se han incluido, ya que se espera que el libro sea útil para maestros y estudiantes
avanzados; es así también, porque la candidez exige que se reconozcan las fuentes de información
junto con áreas importantes de desacuerdo con dichas fuentes. Siempre que haya sido posible, se ha
hecho el esfuerzo por referirse a obras que ayuden al estudiante en su lectura adicional. En virtud de
la limitación de espacio, no se ha hecho ningún intento por dar una bibliografía completa.
El acercamiento histórico se ha escogido, porque, en último análisis, la teología bíblica no
puede tratarse de otra manera. Si se le hace abstracta, si se le discute como un sistema de ideas
divorciadas de la historia, ya no constituye teología bíblica. Sin embargo, se espera que el
acercamiento histórico, lejos de consternar al lector, lo ayude para que haga encajar, particularmente
a los profetas del Antiguo Testamento, dentro de su perspectiva histórica correcta.
Si este libro hiciera que de alguna forma la Biblia se entendiera mejor o estimulara el interés
de alguno para que la estudie, me sentiría profundamente gratificado. Además, si llegara a ser el
medio por el cual alguien escuchara de nuevo el llamado a la ciudadanía en el Reino de Dios, sería
más que exitoso.

John Bright
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Reconocimiento

La preparación de un libro es una tarea ardua, y es probable que pocos la hayan llevado a
cabo completamente sin la ayuda y aliento de otros. Este libro no ha sido una excepción. Por lo
tanto, debo expresar mi agradecimiento a aquellos amigos que me han ayudado en el camino.
Primero, doy gracias al Rev. Dr. Barclay Walthall y al Rev. Dr. Holmes Roston, ambos de la Junta de
Educación Cristiana de la Iglesia Presbiteriana, USA, Richmond, Virginia. Fue la invitación de ésta a
que diera una serie de conferencias bíblicas en un congreso de liderazgo para laicos en Montreat,
Carolina del Norte en el verano de 1950 la que estimuló mi pensamiento en torno al tema de este
libro y su presentación oral. Si no hubiera sido por el interés e insistencia de la Junta, la labor de la
hechura de este libro posiblemente nunca se hubiera emprendido. También, debo agradecerle al Dr.
Henry M. Brimm, bibliotecario del Seminario Teológico Union, Richmond, Virginia, que me llamó
la atención al concurso de la publicadora Abingdon-Cokesbury, y cuyo aliento me permitió entrar al
concurso. Agradecimiento especial se debe al Profesor G. Ernest Wright del Seminario Teológico
McCormick, Chicago, Illinois, que leyó el manuscrito terminado e hizo varias sugerencias para
mejorarlo. El libro presente es mucho mejor por su ayuda tanto como la del Profesor W. F. Albright
de la Universidad John Hopkins que hizo sugerencias adicionales. No obstante, debe enfatizarse
que defectos que quedan son míos propios. En especial, debo agradecimiento a mi esposa—sin cuya
ayuda en la mecanografía y la corrección—el manuscrito nunca hubiera estado listo a tiempo.
Citas de la Escritura, a no ser que se indique al contrario o que sea aventurada mi propia
traducción del original, siguen la R. S. V. (Nota del traductor: Cualquier cita directa de la Biblia será
tomada de la Reina Valera Actualizada, publicada por la Casa Bautista de Publicaciones.)
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Contenido

I. El pueblo de Dios y el reino de Israel

II. Un reino bajo juicio

III. Un remanente se arrepentirá

IV. El pacto quebrantado y el nuevo pacto

V. La cautividad y el nuevo éxodo

VI. La comunidad y el reino apocalíptico

VII. El reino está cerca: Jesús el Mesías

VIII. Entre dos mundos: el reino y la Iglesia

IX. Hasta el fin de la era

El pueblo de Dios y el reino de Israel


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El Evangelio de Marcos comienza la historia del ministerio de Jesús con estas palabras
significantes: “Jesús vino a Galilea predicando el evangelio de Dios, diciendo: ‘El tiempo se ha
cumplido, y el reino de Dios se ha acercado. ¡Arrepentíos y creed en el evangelio!’” (1:14-15) Así,
Marcos aclara que el peso de la predicación de Jesús era el anunciar el reino de Dios; que éste era el
tema central que lo ocupaba. Una lectura de las enseñanzas de Jesús tal y como se encuentran en los
Evangelios solo sirve para confirmar esto. En todas partes, el reino de Dios está en sus labios, y
siempre es asunto de suprema importancia. ¿Cómo es el reino? Es como un sembrador que sale a
sembrar; es como una perla costosa; es como una semilla de mostaza. ¿Cómo entra uno al reino?
Uno vende todo lo que tiene para dárselo a los pobres; uno llega a ser como niño. ¿Es asunto de
gran importancia? ¡Claro que sí! Sería mejor que uno se mutilara y entrara así mutilado que no entrar.
De hecho, de tanta importancia era la noción del reino de Dios para la mente de Jesús que no se
podría captar el significado de él sin tener alguna comprensión del reino.
Pero, por mucho que mencionara el reino de Dios, Jesús nunca lo definió. Tampoco, ningún
oyente jamás intentó interrumpirlo para preguntar: “Maestro, ¿qué significan estas palabras que tú
usas tan a menudo, “el reino de Dios?”. Al contrario, Jesús usaba el término como si pensara que la
expresión se entendería, y en efecto, así era. El reino de Dios formaba parte del vocabulario de todo
judío. Era algo que entendían y anhelaban ardientemente. Para nosotros, al contrario, es un término
extraño, y es necesario que le demos contenido si es que lo hemos de entender. Debemos preguntar
de dónde vino esa noción y qué significaba para Jesús y para aquellos a quienes hablaba.
Es aparente inmediatamente que la idea es más amplia que el término, y tenemos que buscar
la idea donde el término esté ausente. De hecho, puede sorprendernos que fuera de los Evangelios la
expresión “reino de Dios” no sea muy común en el Nuevo Testamento; no aparece, siquiera, en el
Antiguo Testamento. Pero el concepto de ninguna manera se limita al Nuevo Testamento. Como
veremos, aunque sufrió una mutación radical en labios de Jesús, tenía una historia larga, y está, de
una forma u otra, ubicua en el Antiguo Testamento tanto como en el Nuevo. Involucra la noción
entera del gobierno de Dios sobre su pueblo y particularmente, la vindicación de ese gobierno y
pueblo en gloria al final de la historia. Ése era el reino que los judíos esperaban.
Ahora bien, los judíos esperaban, en particular, a un Redentor o Mesías que estableciera
victoriosamente el reino de Dios. Y, ya que el Nuevo Testamento declaraba que Jesús era ese Mesías
que había venido para establecer su reino, se nos obliga a volver al Antiguo Testamento para
considerar la esperanza mesiánica de Israel. Pensamos particularmente en Isaías que dio la esperanza
del venidero Príncipe del linaje de David su forma clásica. Allí brotan las palabras que se leen como
lección navideña: “Porque un niño nos es nacido, un hijo nos es dado;...Se llamará su nombre:
Admirable Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz.”. (Isaías 9:6) Pero, ya que la
expectación de la redención venidera se expresa repetidamente en el Antiguo Testamento en pasajes
que no hacen mención explícita del Mesías,4 es claro que se trata de un tema tan amplio como la
escatológica esperanza mesiánica de Israel en su totalidad. Es así, porque la esperanza de Israel era la
esperanza del venidero reino de Dios.
Pero no podemos considerar esa esperanza como si estuviera en un vacío, analizándose así
los varios pasajes que la expresan. Esa esperanza tenía sus raíces en la fe e historia de Israel, y
debemos intentar trazarlas. Una reflexión, aun momentánea, demostrará que la cuestión de la
esperanza no era una mera curiosidad. Por ejemplo, aunque Isaías dio a la esperanza del Príncipe
Mesiánico su formulación definitiva, y aunque podemos declarar que seguramente Dios le inspiró

4Propiamente dicha, la esperanza mesiánica es la esperanza del Príncipe venidero. (El Ungido del linaje de David, tal y
como se ve en el pasaje que acabamos de citar.) Un pasaje mesiánico, pues, es el que menciona específicamente al
Mesías. Sin embargo, en un sentido más popular y menos rígido, “mesiánico” llegó a designar a todos los pasajes que
hablan de la esperanza futura de Israel, menciónese al Mesías o no.
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para que así lo hiciera, el profeta no formuló su idea de la nada. Aquí, como siempre, la revelación
era orgánica a la vida del pueblo, y su forma fue resultado del crisol de la experiencia trágica. Antes
de que pudiera haber la esperanza de un Príncipe del linaje de David, primero hubo de haber un
David. Antes de la esperanza de un reino mesiánico, tenía que haber el reino de Israel. En breve,
antes de que la esperanza de Israel del reino de Dios pudiera asumir tal forma, primero tuvo que
construir un reino sobre esta tierra. Por lo tanto, tendremos que retrocedernos para considerar el
surgimiento del estado Davídico y las ideas que éste implantó en el alma hebrea.
Sin embargo, el estado Davídico sería un lugar pobre para comenzar, porque éste no creó la
fe de Israel ni la noción del reino de Dios. Por cierto, amoldó y coloreó poderosamente a ambas
para el futuro, pero la fe de Israel ya había asumido su forma normativa mucho antes de que David
naciera. La idea del gobierno de Dios sobre su pueblo ya estaba ahí. Por cierto, el estado Davídico
mismo experimentó bastante la influencia de esta idea, y había algunos, como veremos, que
pensaban que fundamentalmente éste contradecía aquél. De modo que nos vemos obligados a
retroceder a ese formativo período más primitivo de la historia de Israel en el que el pueblo tanto
como la religión se formaron. Allí, en la heredad de Moisés mismo, encontraremos los comienzos de
su esperanza del Reino de Dios. Porque esta no era una idea recogida sobre la marcha por medio de
una influencia cultural, ni era la creación de la monarquía y sus instituciones; tampoco era el
resultado de la frustración de la ambición nacional, por mucho que todos estos factores pudieran
haberle matizado. Al contrario, esta esperanza está ligada a la noción plena del concepto de Israel de
sí mismo como el escogido pueblo de Dios; a su vez, ésta estaba tejida dentro de la textura de su fe
desde el comienzo. Solo así pueden explicarse su tenacidad y su tremendo poder creativo en el
Antiguo Testamento tanto como en el Nuevo.
Hemos abierto un tema tan amplio como la fe antiguotestamentaria misma; es un tema que
difícilmente podremos hacerle justicia de una manera tan breve. Pero, no nos queda más alternativa
que esbozarla. No queda otra.

HI

Debemos comenzar nuestra historia en la segunda mitad del siglo trece A. de J. C., porque
fue entonces que Israel comenzó su vida como un pueblo en la Tierra Prometida.
Veamos primero al mundo de ese día. El largo reinado de Rameses II (1301-1234)5 iba
finalizándose, y el gran período de imperio de Egipto estaba para acabar. Egipto ya era un país
antiguo con casi dos mil años de historia. Unos trescientos años antes, bajo los faraones dinámicos
de la XVIII Dinastía, había entrado en el período de su poderío militar más grande; en el apogeo de
su poderío ella regía sobre un imperio que se extendía desde la cuarta catarata del Nilo hasta la gran
curva del Éufrates. Los instrumentos del poder estaban en sus manos, y ella sabía emplearlos. Su
ejército, basado en el carro jalado por caballos y el arco compuesto, poseía una movilidad y potencia
de fuego que pocos podían resistir. Su marina regía los mares. Y, a pesar de una debilidad temporal
en la primera parte del siglo catorce, mientras la XVIII Dinastía iba siendo desplazada por la XIX, y
pese a la presión Hitita en el norte, el imperio se había mantenido casi intacto. Rameses II, en sus

5Para lograr consecuencia, las fechas que se dan para este período de la historia de Egipto seguirán las que
encontramos en W. F. Albright, From the Stone Age to Christianity (Baltimore: Johns Hopkins Press, 1940), las
cuales son las de L. Borchardt. Si la cronología de M. B. Rowton (Journal of Egyptian Archaeology, 34 [1948], 57-
74) tiene razón—y Albright mismo se inclina a aceptarla ((American Journal of Archaeology, LIV-3 [1950], 164,
170)—la fecha para Rameses II debe reducirse a 1290-1224, la de Rameses III a cerca de 1180-1150, y así otros
por el estilo.
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batallas contra los Hititas, pudo llegar a un sangriento punto muerto en Siria y así terminar sus días
en paz y gloria—y bastante vanagloria.
Pero el gran Rameses murió, y bajo sus sucesores la gloria de Egipto se disipó. Su hijo,
Marniptah, ya un viejo, llegó al trono, y en su reinado corto (1234-1225) tuvo que luchar dos veces
por la vida de Egipto. Hordas de pueblos extraños, llamados por los egipcios “los pueblos del mar”,
estaban amenazando la tierra por la ruta de invasión desde Libia, la ruta más recientemente tomada
por las fuerzas del “Afrika Korps” del famoso Rommel. Sólo por medio de esfuerzos gigantescos
pudo repelerlos el faraón. Luego Marniptah murió, y sobrevinieron veinte años de debilidad y
anarquía, seguidos éstos por un cambio drástico. Aunque la XX Dinastía tomó el poder y restauró el
orden, los problemas no cesaron de ninguna manera. Rameses III (1195-1164), a quien se le puede
llamar el último de los grandes faraones de Egipto, necesitaba toda la fuerza posible para poder lidiar
con otras invasiones por “los pueblos del mar” de Libia, llegando éstos desde el rumbo de la
Palestina y por mar.
“Los pueblos del mar” representan un tema intrigante que no podemos explorar.6 Sus
nombres: Ruka, Tursha, Aqiwasha, Sardina, Perasata, etc. demuestran que eran pueblos originarios
de cerca del mar Egeo, uniéndose a un gran movimiento migratorio racial. Nos interesan
principalmente, porque en la Perasata (Pelasata, la Peleshet bíblica) reconocemos a los filisteos—de
quien hablaremos luego. Aunque Egipto pudo salvarse, estaba enfermo por dentro. Desangrado por
guerras incesantes, su ejército dependía cada vez más de mercenarios; el impulso que lo había
sostenido por tantos siglos prácticamente terminaba. Aparentemente, el deseo de imperio se había
perdido. De todos modos, bajo los sucesores de Rameses III, los Ramesides fútiles (IV-XII), todo
vestigio de imperio se esfumó para no recobrarse nunca más. Para finales del siglo once, Egipto era
sólo un recuerdo en Asia—un recuerdo poderoso, tal como la historia posterior ilustra.
En la frontera nordeste de Egipto está la Palestina, el escenario del drama con el cual nos
interesamos. Por siglos la Palestina era una provincia egipcia. Ella no había desarrollado ninguna
unidad política; Egipto no permitía tal cosa.7 Su población, predominantemente cananea, estaba
organizada en un mosaico de pequeños estados-citadinos, cada uno con su rey, sujeto éste al faraón.
Además, los gobernadores egipcios, juntos con sus guarniciones y cobradores de impuestos, se
ubicaban en distintas partes, formando así una especie de control dual. Ya que la burocracia egipcia
era notoriamente corrupta y rapaz, la tierra iba de mal en peor. Y cuando por fin el último poder del
faraón se disipó, quedaba un vacío político. Dejados así sin jefe, los reyes cananeos se encerraban
detrás de los muros de sus aldeas. Virtualmente cada hombre se peleaba contra su vecino a tal grado
que resultó en una historia tan sórdida de rivalidades sobre pequeñeces que la historia apenas toma
nota. No existía ninguna unidad, y Canaán era incapaz de crearla.
Ahora bien, la Palestina es geográficamente indefensible, tal como lo saben todos los que la
han visto en el mapa.8 No tan sólo queda emparedada entre las grandes potencias del Nilo y el
Éufrates y condenada, por su ubicación y tamaño pequeño, a ser un peón entre ellas; también está
abierta al desierto por el este. Toda su historia ha sido un relato de infiltración intermitente por ese
sector. Comenzando por lo menos por el siglo catorce, si no más temprano en el dieciséis, y
continuando progresivamente al siglo trece, tal proceso sucedía. La Palestina y las tierras
circunvecinas recibían una nueva población. Las Cartas Amarna del siglo catorce, en donde se les

6 Para ver la discusión más reciente, véase el artículo de Albright mencionado anteriormente: “Some Oriental
Glosses on the Homeric Problem,” American Journal of Archaeology, LIV-3 (1950), 162-176.
7 La poca unidad que había existido aparentemente fue destruida por la invasión de los Hyksos siglos antes;

véase A. Alt, Di Landnahme der Israeliten in Palästina (Leipzig: Druckerei del Werkgemeinschaft, 1925).
8 Para todo asunto de geografía bíblica, se le recomienda al lector a que consulte a G. E. Wright y F. V. Filson,

The Westminster Historical Atlas to the Bible (Philadelphia: The Westminster Press, 1945).
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llama a algunos de los invasores Habiru9, atestiguan este proceso; para el siglo trece los edomitas, los
moabitas, y los amonitas se habían establecido en sus tierras al este del Río Jordán. Aparentemente,
los egipcios no podían impedir estas incursiones, o no quisieron hacerlo.
Sin embargo, en las décadas después de 1250 A. de J. C. una tremenda catástrofe golpeó la
Palestina. La población cananea sufrió uno de una serie de golpes que a la larga le costaría nueve
décimos de sus tierras en la Palestina y Siria. Esta es la historia que podemos ver por los ojos del
libro de Josué. Es una historia de guerra sangrienta; el humo de pueblos incendiados y la peste de
carne podrida se guindan sobre sus páginas. La historia comienza cuando los hombres tribales
israelitas, habiendo éstos barrido con los reinos amorreos de la Palestina oriental, están en la ribera
del Jordán a plena vista de la Tierra de Promisión. De repente, ya cruzaron el río en seco, las
murallas de Jericó caen con el sonido de la trompeta, y los corazones cananeos se paralizan de terror.
Luego, enseguida, hay tres arremetidas—por la parte central de la tierra (capítulos 7-9), por el sur
(capítulo 10), por el norte lejano (capítulo 11)—y toda la cordillera de la Palestina es suya. Si no
hubiera sido por los carros de hierro que ningún soldado a pie podía encarar (Jueces 1:19), habrían
conquistado la llanura de la costa también. Habiendo ocupado la tierra, la dividieron entre sus tribus.
Es una tierra convertida en desierto: los habitantes han sido masacrados, las ciudades incendiadas.
¿Sabrían los cananeos quiénes eran estas gentes? Probablemente las considerasen Habiru
(hebreos) como otros que las habían precedido. Es posible que supieran que éstas se llamaban Bené
Yisra’el, los hijos de Israel. Tal vez supieron también—primero con humor y después con horror—
que estos hombres del desierto tenían la noción fantástica de que su Dios les había prometido esta
tierra, y que ¡habían de conquistarla!.
Desde luego, no debe imaginarse que la conquista de la Palestina fuera tan sencilla, tan
rápida, o tan completa como una lectura somera de Josué nos haría pensar. Al contrario, ese libro
sólo da un parcial relato esquematizado de un proceso increíblemente complejo. Como hemos visto,
nueva sangre había estado en el proceso de infiltrarse en la Palestina por siglos. Muchos de estos
pueblos, sin duda de cierto parentesco (Habiru) con el pueblo de la conquista, se pusieron de
acuerdo con éste y fueron incorporados dentro de su estructura tribal.10 Tampoco hemos de suponer
que cuando se terminó la conquista, desaparecieran los habitantes originales ni que toda la tierra
fuera ocupada por israelitas. Una lectura cuidadosa de los anales mostrará que los cananeos seguían
en control de las llanuras, y aun ciertos enclaves en las montañas, tal como Jerusalén. (Véase Jueces
1.) Los israelitas se veían obligados a vivir a la par de estos pueblos. La ocupación de la Palestina era
así parcialmente un proceso de absorción, cosa que perduraba, por lo menos, hasta que David
consolidó toda la tierra. Por esto, se hace claro que la nación Israel, la que posteriormente llegó a ser,
no se componía exclusivamente de los descendientes de los que salieron de Egipto, cosa que explica
en parte su vulnerabilidad ante las nociones paganas. Aun así, con estas modificaciones, la
historicidad de una acometida concertada durante el siglo trece ya no puede cuestionarse, dada la

9 Las Cartas Amarna fueron escritas por algunos reyes vasallos de la Palestina y Siria para la corte de
Amenophis IV (1377-1360) en el Tell el-Amarna, en donde se descubrieron. El nombre Habiru (en otros textos
‘Apiru o Khapiru) parecen ser etimológicamente equivalentes a hebreo, aunque este punto es controversial. Pero
la presencia del nombre por un período de siglos en lugares tan lejos como Nuzi en Mesopotamia, Bogas-Köi
en Asia Menor, Ras Shamra en el norte de Siria, tanto como en Egipto, impide que igualemos los dos términos
así no más. Habiru parece haber sido una clase social, no una designación racial. Aunque los hebreos de la Biblia
sin duda eran Habiru, el término posterior incluía muchísimo más que los hebreos bíblicos.
10 Josué 24 parece reflejar claramente la integración de nueva sangre en la liga tribal israelita. Ha de notarse que

algunos de los participantes, a diferencia de los israelitas del Éxodo, eran todavía paganos. (véase v. 14ss.) Que
algunos cananeos también fueran gradualmente absorbidos es atestiguado por una variedad de evidencia: por
ejemplo, las ciudades cananeas, tales como Siquém (Génesis 34), Hefer, y Tirsa (Josué 12:17, 24) aparecen
como clanes menores de Manases. (Josué 17:2-3)
11

abrumadora evidencia arqueológica.11 Fue entonces que la Palestina llegó a ser el hogar de Israel. El
libro de Josué cuenta de manera particular la historia de esa fase climática de la conquista.

II

De modo que Israel comenzó su historia como un pueblo en la Tierra Prometida. Éste en sí
mismo fue un evento de poca importancia, y la historia no lo habría recordado siquiera si no hubiera
sido por el hecho de que estos hombres tribales trajeran consigo una religión inusitada. La fe de
Israel era un rompimiento drástico, racionalmente inexplicable, con el paganismo antiguo.12 El padre
de esa fe fue Moisés. La naturaleza exacta de la religión mosaica es, desde luego, una cuestión
escabrosa, y no podemos emprender una discusión extendida de ella aquí. Empero, es importante
que pausemos para señalar sus características sobresalientes.
1. La fe de Israel era única en muchos sentidos. En primer lugar era un monoteísmo.13
Hay solo un Dios, y el mandamiento, “No tendrás otros dioses delante [es decir, aparte de] de mí.”
Solemnemente prohibía al israelita a adorar a otro cualquiera.14 Que el israelita durante este período
en realidad negara la existencia de otros dioses o no es algo que ha ocasionado mucho debate.
Ciertamente, el monoteísmo, así tan temprano, no era una doctrina lógicamente formulada;
igualmente cierto, las implicaciones plenas del monoteísmo tardaron siglos en formarse. Además,
debe reconocerse que la práctica israelita, especialmente al ponerse en contacto Israel con la
población mayor de Canaán, era a menudo cualquier cosa menos que monoteísta. No obstante, el
que la fe de Israel no tan solo exigiera la exclusión de otros dioses de Israel, sino que también les
privara de toda función y poder en el universo y así los convirtiera en nulidades ciertamente merece
llamarse un monoteísmo. Y todo esto lo hizo la fe Mosaica. Su Dios es único. Es Él, aun en la más

11 Pueblos tales como Betel, Laquis, Eglón, y Debir (mencionados todos en Josué 10 o Jueces 1), se sabe que
fueron incendiados y ocupados de nuevo en este tiempo. Jericó y Hai (Josué 6-8) presentan problemas
particulares, pero no pueden usarse para negar la esencial historicidad de la narración en Josué. Para una
declaración de esta evidencia, véase W. F. Albright, “The Israelite Conquest of Canaan in the Light of
Archaeology,” Bulletin of the American Schools of Oriental Research, 74 (1939), 11-23; véase también, idem. The
Archaeology of Palestine (Harmondsworth: Pelican Books, 1949), pp. 108-109. Para un popular resumen
excelente, véase G. E. Wright, “Epic of Conquest,” The Biblical Archaeologist, III-3 (1940), 25-40; también, idem.
“The Literary and Historical Problem of Joshua 10 and Judges 1,” Journal of Near Eastern Studies, V-2 (1946),
105-114. La más reciente y la discusión más completa de todo el problema del Éxodo y la conquista es la de H.
H. Rowley, From Joseph to Joshua (London: Oxford University Press, 1950). Mis opiniones se expresan con más
detalle en la Introduction and Exegisis of Joshua en The Interpreter’s Bible, Vol. II (New York and Nashville:
Abingdon-Cokesbury Press, 1953).
12 Para una introducción excelente a la mentalidad del paganismo antiguo, señalando así su diferencia radical a

la de Israel, véase H. Frankfort, ed., The Intellectual Adventure of Ancient Man (Chicago: University of Chicago
Press, 1946). Una declaración espléndida de la naturaleza peculiar de la fe de Israel es la de G. E. Wright, The
Old Testament Against Its Environment (Chicago: Henry Regnery Co., 1950).
13 Ya no es posible ver la fe de Israel como una religión tribal que paulatinamente evolucionó en el

monoteísmo, tal como estaba en boga en la escuela de Wellhausen; recientemente, I. G. Matthews, The Religious
Pilgrimage of Israel (New York: Harper & Brothers, 1947). La declaración autoritativa de la evidencia de un
monoteísmo Mosaico es la de W. F. Albright, From the Stone Age to Christianity, capítulo iv. Sin deseos de definir
la religión Mosaica como más que un incipiente monoteísmo, pero sí afirmando la unidad de la fe de Israel,
son, por ejemplo, W. Eichrodt, Theologie des Alten Testaments (3ra edición: Berlín: Evangelische Verlaganstalt,
1948), I, 1-6, 104ss., et passim; en lenguaje popular es el de H. H. Rowley, The Rediscovery of the Old Testament
(Philadelphia: The Westminster Press, 1946), capítulo v.
14 El Decálogo, en una forma que subyacía las versiones paralelas en Éxodo 20 y Deuteronomio 5, en la

opinión del que escribe, tiene que tenerse por la misma carta del Mosaísmo. Véase para una fuerte defensa: P.
Volz, Mose und Sein Werk (Tübigen: J. C. B. Mohr, 1932), pp. 20ss. En inglés, H. H. Rowley, “Moses and the
Decalogue” (Bulletin of the John Rylands Library, 34 [septiembre, 1951] para una bibliografía completa.
12

antigua historia de la creación (Génesis 2:4ss.), el que creó todas las cosas sin ayuda ni intermediario;
su mismo nombre, Yahvé, afirma para él esta función.15 Ningún panteón lo rodea. No tiene
consorte (el hebreo ni tiene una palabra para “diosa”) ni progenie. Consecuentemente los hebreos,
en contraste marcado con sus vecinos, no desarrollaron ninguna mitología. Sin duda, su celo por esta
fe recién hallada explica su furia casi fanática durante los días de la conquista.
Además, la fe de Israel era iconoclasta: su Dios no podía ser representado ni en pintura ni en
imagen. Las palabras del Segundo Mandamiento, “No te harás imagen”, hacen claro esto. Ningún
paganismo antiguo hubiera dicho esto. Sin embargo, es consecuente con el testimonio total del
Antiguo Testamento el que, por mucho que hable acerca de la adoración a los dioses falsos, no
ofrece ninguna referencia clara a intento alguno por hacer una imagen de Yahvé. Que un
sentimiento fuerte en contra de hacer tal cosa existiera en Israel durante todas las etapas de su
historia es ilustrado por el hecho de que la arqueología aún no encuentra ni una sola imagen
masculina en ningún pueblo israelita bajo excavación. Sólo a la luz de tal tradición iconoclasta,
monoteísta, y de siglos de existencia se puede entender el odio feroz de los profetas para con todo
dios e ídolo pagano.
Pero hay otro punto, en muchas maneras el más llamativo de todos: Israel creía que su Dios
podía controlar, y de hecho controlaba, los eventos de la historia, que en ellos revelaba su justo
juicio y su poder salvador. He aquí, la más aguda rotura concebible con el paganismo. Todos los
paganismos antiguos eran politeístas, con docenas de dioses arreglados en panteones complejos.
Estos dioses, en su mayoría, eran personificaciones de las fuerzas de la naturaleza, sin ningún
carácter moral particular. Su voluntad podía ser manipulada en el rito (el cual dramatizaba el mito)
con el fin de que éstos otorgasen al adorador lo que deseara en beneficios tangibles. En tales
religiones no era posible una interpretación moral de eventos, ni siquiera una interpretación
consecuente, ya que ningún dios gobernaba la historia. El Dios de Israel es de otro género
totalmente. Controla el sol, la luna, y las estrellas; trabaja ora en el fuego, ora en la tempestad—pero
no se identifica con ninguno de éstos. No tiene ningún lugar fijo de morada en el cielo o en la tierra,
pero viene para socorrer a su pueblo y exhibe su poder donde quiera, sea en Egipto, en el Sinaí, o en
Canaán. No es ninguna personificación de fuerza natural para que sea aplacado por el rito (en la fe
de Israel la naturaleza está “des-mitologizada”); él es un Ser moral que controla la naturaleza y la
historia, y en éstas revela su voluntad justa y llama a los hombres para que la obedezcan.
Esta noción de Dios no es un desarrollo tardío en Israel, sino que es muy antigua. Hasta en
la antigüedad más remota de los registros bíblicos, vemos al Dios que tiene poder sobre la naturaleza
y la historia.16 Es el que, habiendo creado todas las cosas, dispone de los destinos de todas las
familias de los hombres y llama a Abraham para que realice su propósito. Es el que humilla hasta al
polvo la soberbia del faraón y ahoga su ejército en el mar. Él libera su pueblo de todos sus enemigos,
les provee sostenimiento en el desierto, detiene el flujo del Jordán, hace que los muros de Jericó se

15 Jehová (hebreo: Yahvé) parece ser parte de una fórmula (Véase Éxodo 3:14) que significa “El que ocasiona
que sea lo que llega a existir.” Véase W. F. Albright, From the Stone Age to Christianity, pp. 197-198.
16 Una parte mucho más grande de literatura se remonta al período más primitivo (el siglo diez y antes) que se

pensaba antes. Ésta incluye poemas—por ejemplo, el Canto de Débora, (Jueces 5; Josué 10:12-13; la Bendición
de Jacob (Génesis 49); la Bendición de Moisés (Deuteronomio 33; véase Cross y Freedman, Journal of Biblical
Literature, LXVII [1948], 191-210; los poemas de Balaam (Números 23-24; véase Albright, idem., LXIII [1944] ,
207-233); el Canto de Moisés (Éxodo 15; véase Albright, Studies in Old Testament Prophecy, H. H. Rowley, ed.
[Edinburgh> T. & T. Clark, 1950], pp. 5-6; numerosos salmos (por ejemplo, 29, 67, 68). Además de éstos está
la biografía Davídica (2 Samuel 9-20; 1 Reyes 1-2) y sin duda otros de los ciclos Samuel-Saúl-David. Es más,
aunque fuéramos a conceder que las historias de los Patriarcas, el Éxodo y la conquista (en su recensión más
antigua, llamada comúnmente la Yahvista) recibieran su forma final sólo en el siglo nueve (el escritor prefiere
una fecha más temprana), hay que presumir que contienen materiales antiquísimos que están incluidos en una
cadena de tradición que se remonta a siglos anteriores.
13

tumben y paraliza a los cananeos con terror. Los poderes oscuros de las plagas hacen su voluntad,
así también las aguas del mar y el viento (Éxodo 15:1-17), el sol y las estrellas (Josué 10:12-13; Jueces
5:20), y la lluvia (Jueces 5:4, 21). También, es él que hace que las batallas vayan en su contra y
entrega Israel a los enemigos (Josué 7; 1 Samuel 4) cuando peca su pueblo.
2. El Dios de Israel está delante de nosotros como un Dios—invisible, Creador de todas las
cosas, Regidor de la naturaleza y la historia—absolutamente único en el mundo antiguo. Pero eso no
es todo. Israel no creía tan sólo que tal Dios existía; estaba convencido que este Dios, en un acto
histórico, la había escogido, había entrado en pacto con ella, y la había hecho pueblo suyo.17
No podemos encontrar ningún período en su historia en que Israel no creyera que era el
pueblo escogido de Yahvé. Y esta elección había tenido lugar dentro de la historia. La historia bíblica
traza esta historia de elección hasta Abraham, pero fueron los eventos en torno al Éxodo en los que
Israel veía su verdadero comienzo como un pueblo.18 El recuerdo del Éxodo embargaba la
conciencia nacional para siempre. Los profetas volvían a él repetidamente. He aquí el ejemplo
inolvidable del poder y la gracia de Dios (Amós 2:9-11); Miqueas 6:2-5; Ezequiel 20:5-7), He aquí,
en el Éxodo, llevaba al recién nacido Israel como si fuera un niño (Oseas 11:1), también, se casó con
Israel en la ceremonia del pacto y reclamó para siempre su lealtad. (Oseas 2; Jeremías 2:2-3) Pero
esta no era ninguna noción esotérica promulgada por los líderes espirituales; el pueblo estaba
saturada de ella. De hecho, tan confiados estaban de ser el favorecido pueblo elegido de Dios que la
predicación profética de la perdición sólo les parecía una tontería. Era una soberbia que los
profetas, desde Amós hasta Jeremías, encontraban imposible de penetrar.
Una confianza tan profundamente enraizada solo puede haber tenido su origen en la
memoria de los mismos eventos del Éxodo. La actitud hipercrítica hacia la narrativa del Éxodo, tan
popular anteriormente, ya no se puede sostener.19 No puede haber ninguna duda que un grupo de
hebreos estuvo esclavizado en Egipto; que Moisés, bajo el ímpetu de una tremenda experiencia
religiosa, los llevó a experimentar algunos sucesos tan estupendos que jamás se olvidaron; y que ellos
luego llegaron a la montaña en el desierto donde tuvieron lugar aquellos eventos que los convirtieron
en un pueblo y les dieron esa religión distintiva que amoldaría el curso entero de su historia. De
modo que los orígenes de Israel están ligados a eventos históricos tanto como los del Cristianismo.
Mientras Israel absorbía nueva sangre en su estructura tribal, la tradición del Éxodo se extendía y se
hacía normativa para todos, aun para aquellos cuyos ancestros no habían participado en el Éxodo.20
Ya que es así, muchísimo más importante que los mismos eventos es la interpretación que
Israel les dio a la luz de su fe. El Éxodo se veía como un puro acto de la gracia de Dios. Las señales
y maravillas en Egipto, el viento que hizo que las aguas se retirasen, la liberación del ejército de
faraón—todas son ilustraciones de esa gracia (hesed). Eran productos de pura gracia, porque eran
absolutamente inmerecidas. El Antiguo Testamento nunca sugiere que Israel fue escogido por algún
mérito propio; al contrario, las narrativas del Éxodo se cuidan para describir a un pueblo cobarde,

17 La idea del pacto es tan importante que W. Eichrodt, op. cit. ha reconstruido la teología del Antiguo
Testamento en su derredor. El escritor está de acuerdo fundamentalmente. Es cierto que la palabra “pacto” se
usa raras veces en las fuentes más primitivas, pero la idea es más grande que la palabra. Está ligada con la
noción plena de elección de Israel y con la misma estructura de la liga tribal. Véase Wright, op. cit., pp. 54-68.
18 Con respecto a la idea antiguotestamentaria de elección, véase H. H. Rowley, The Biblical Doctrine of Election

(London: Lutterworth Press, 1950); también, Wright, op. cit., capítulo 2. Las narraciones patriarcales no deben
verse con el hipercriticismo que antes estaba en boga: véase Albright, From the Stone Age to Christianity, pp. 179-
189; Rowley, “Recent Discovery and the Patriarcal Age” (Bulletin of the John Rylands Library, 32 [septiembre,
1949] con amplia bibliografía.
19 Véase Albright, From Stone Age to Christianity, pp. 189-196 para la evidencia.
20 Tal vez de modo semejante que las tradiciones de la temprana América llegaron a ser normativas para los

americanos, aun los recién llegados. De modo que el hijo de padres inmigrantes puede hablar, y
correctamente—de nuestros Padres Peregrinos.
14

ingrato, y plenamente indigno. El Éxodo fue el acto de un Dios que eligió para Sí a un pueblo para
que éste le escogiera a Él. El pacto que se llevó a cabo en el Sinaí, entonces, podía entenderse en la
teología hebrea como una respuesta a la gracia; la hesed del hombre por la hesed de Dios.21 El pacto
del Antiguo Testamento siempre se veía, al igual que el del Nuevo Testamento, un pacto de gracia.
Esto debe tenerse presente. Los comentarios negativos de Pablo y otros (Véase Gálatas 4:24-25;
Hebreos 8) en contra de un pacto de obras, por justificables que fuesen, eran mucho más aplicables
al Judaísmo de su propio día que a la fe del Antiguo Testamento. Porque Israel había comenzado su
historia como nación, llamado por la gracia de Dios para que fuera su pueblo, para servirlo solo a Él,
y para obedecer la ley del pacto. La noción de un pueblo de Dios, llamado para vivir bajo el
gobierno de Dios comienza justo aquí, y juntamente con ella la noción del Reino de Dios.22
3. Estas ideas eran tremendamente dinámicas y creativas. Por un lado, una nota
profundamente moral se inyectaba en la noción de Israel respecto a su lugar como un pueblo
escogido la cual nunca se le hizo posible olvidar, por mucho que intentara. En cambio, se encendió
una esperanza viva que no la podía borrar nada. Esta nota se oye en la narrativa más antigua del
Éxodo, y no es demás decir que la predicación profética completa se basa en ella: “Ahora pues, si de
veras escucháis mi voz y guardáis mi pacto, seréis para mí un pueblo especial entre todos los
pueblos.” (Éxodo 19:5) En esta oración y en la fe que la produjo están los gérmenes de la
predicación profética de la perdición tanto como de su esperanza escatológica.
Acondicionado por esta fe, Israel nunca podía dar por sentado su estatus como pueblo
escogido; era moralmente condicionado. Ella no era ninguna raza superior, favorecida porque se lo
mereciera. Su Dios no era una especie de genio nacional, de parentesco sanguíneo con ella, cuya
adoración y favor estuvieran puestos en el esquema de las cosas. El suyo era un Dios cósmico que
en un acto histórico la había escogido, y a Quien ella, en un libre acto moral había escogido. El lazo
de pacto entre ellos no era ni eterno ni mecánico. Aunque no podía llamarse un acuerdo—ya que
no se llevaba a cabo entre iguales—no obstante esto, tenía matices de un acuerdo en que era un
pacto bilateral. Dios daría a Israel un destino como su pueblo, lo defendería y establecería, pero
siempre y cuando Israel lo obedeciera. El pacto imponía demandas fuertes sobre Israel.
Específicamente, exigía hesed, una completa y agradecida lealtad al Dios del pacto, excluyendo a
todos los demás dioses. Igualmente, demandaba una obediencia estricta a las leyes del pacto en
cuanto a todas las relaciones humanas dentro de la fraternidad del pacto. En virtud de estas
demandas, Israel tenía que vivir continuamente bajo juicio. Los profetas pronunciaban ese juicio, y
es a la luz de esta teología que debemos entender su veredicto sobre la nación.
Pero al mismo tiempo, esta idea de pacto-pueblo impartía a Israel un tremendo sentido de
destino y una confianza perdurable. Cada lector sabe que la fe del Antiguo Testamento albergaba
una gloriosa esperanza la cual ninguna tragedia, por grande que fuera, podía opacar. También, el
lector cuidadoso sabe de un popular optimismo fatuo que no tenía porqué existir, pero ante el cual el
puño de la palabra profética se veía impotente para sofocar. La fe de Israel tenía una orientación

21 La palabra hesed no puede traducirse con exactitud. La rendición normal en la Biblia inglesa (“bondad
amorosa”, “misericordia”), etc. es muy inadecuada. La palabra se relaciona íntimamente a la idea del pacto.
Cuando la palabra se usa para referirse a Dios, viene siendo casi el equivalente de “gracia”. Alude al favor de
Dios que llamó a Israel a que entrase en pacto, y el amor persistente que le tiene aun a pesar de su condición
inmerecida. Cuando la palabra alude al hombre, la palabra denota aquella respuesta correcta ante la gracia la
cual viene siendo una absoluta lealtad al Dios del pacto y obediencia a su voluntad. Véase N. H. Snaith,
Distinctive Ideas of the Old Testament (Philadelphia: The Westminster Press, 1946), capítulo 5, y, más brevemente,
idem., A Theological Word Book of the Bible, ed. (New Yhork: The Macmillan Co., 1951), pp. 136-137.
22 Véase Eichrodt, op. cit., I, 8, et passim. Esto no significa que podemos leer anticipadamente en esta teocracia

primitiva la doctrina neotestamentaria ni los conceptos más tardíos del reinado de Yahvé en el Antiguo
Testamento.
15

fuertemente escatológica, porque para la mentalidad hebrea, la misma historia también era orientada
escatológicamente; era guiada por Dios a un destino. Y esto le daba al israelita una robusta confianza
en cuanto al futuro.
Tampoco es esto un desarrollo tardío. Claro que una noción definida tocante a “las últimas
cosas” emergió sólo hasta un período más tarde, y puede ser engañoso el uso de la palabra
“escatología” en conexión con la fe del Israel primitivo. Pero los gérmenes de ella están ahí. Se
puede observar en la literatura más antigua que tenemos (véase la nota bibliográfica número16) la
confianza de que los eventos conducen hacia un destino, un fin más allá del cual no se puede ver.
La vemos en la antigua epopeya de los patriarcas, contada ésta por siglos alrededor de fogatas
nómadas y en altares peregrinos: hay una buena tierra “que fluye leche y miel” prometida a nosotros
por nuestro Dios (Éxodo 3:8, 17); hay una poderosa nación que algún día formaremos. (Génesis
12:2) Dios nos defenderá de todos nuestros enemigos (Números 23:21-24; 24:8-9) y hará que
seamos grandes. (Números 23:9-10; 24:5-7) Hará que vivamos en una paz y prosperidad
inimaginables (Génesis 49:25-26; Deuteronomio 33:13-17), hasta que aparezca el líder, enviado por
Dios, a quien todas las naciones servirán. (Génesis 49:10; Números 24:17-19) Nos ha llamado a un
destino para servir sus propósitos en el mundo. (Génesis 12:3; 18:18; 22:18) Podemos creer que tal
fe llenaba el futuro con luz y hacía que Israel venciera obstáculos infranqueables para entrar a la
Tierra Prometida.
De modo que se debe enfatizar que el esperar grandes cosas para el futuro estaba en la
misma naturaleza de la fe de Israel desde los comienzos. Ya que Dios es el Señor de la historia y
realiza su voluntad en ella, y ya que escogió a Israel para servir sus propósitos, entonces Él verá que
sus propósitos se realicen. También, ya que exige a Israel una plena obediencia en el pacto, promete
que si obedecen, los defenderá, y los establecerá en la Tierra Prometida. Además, Él es poderoso, y
su palabra es fiel. Entonces, ¿qué resultado puede haber en la historia sino el cumplimiento de la
promesa, el establecimiento del pueblo escogido bajo su gobierno de paz? El futuro conduce hacia
adelante para la victoria del propósito de Dios. Las semillas de esa confianza tenaz respecto al
venidero Reino de Dios yacen aquí en la fe que hizo a Israel un pueblo.23

III

Pero regresemos al Israel tal y como emerge primero en la historia dentro de la Tierra
Prometida en el siglo trece A. d. J. C.
1.Debe comprenderse que el Israel de los días tempranos en la Palestina no era como una
nación, tal y como nosotros entendemos el término. Al contrario, ella era una liga tribal, una
confederación no muy estrecha de clanes, que se unían los unos con los otros en torno a la
adoración a un Dios en común.24 No había estado o gobierno central de ninguna clase. Los clanes

23 Para ser honesto con el lector, se debe decir que hay una amplia divergencia de opinión tocante a los orígenes
de la escatología israelita. W. Eichrodt (op. cit., I, 240-257) ha expresado espléndidamente lo que es
esencialmente la postura mía la cual se expresó brevemente en un artículo, “Faith and Destiny” (Interpretation,
V-1 [1951], 9-11. Los intentos de Gunkel, Gressmann, Breasted, y otros (véanse las referencias en susodicho
artículo) para explicar la escatología antiguotestamentaria como un “préstamo” de Egipto o Babilonia me
parecen a mí infructuosos—así, también, los de Mowinckel y otros para encontrar sus orígenes en un anual
Festival de Coronación que se suponía se daba durante la monarquía. Aunque la escatología hebrea tiene
paralelos superficiales en textos paganos, y aunque una ideología real y la frustración de esperanzas políticas la
estimulaban y le daban forma, sus orígenes deben buscarse en la naturaleza de la misma fe de Israel.
24 Ella era muy semejante a una anfictionía griega, tal como la liga Délfica. Se conocen muchos ejemplos,

muchos de ellos con doce miembros. La discusión básica es la de M. North, Das System der zwölf Stämme Israels
(Stuttgart: W. Kiohlhammer, 1930); en inglés, W. F. Albright, Archaeology and the Religion of Israel (Baltimore:
Johns Hopkins Press, 1942), pp. 95-110.
16

eran unidades independientes en sí mismos. Dentro de los clanes había reconocimiento de la


autoridad moral de los jeques o ancianos, pero faltaba una autoridad organizada. Además, la
sociedad no exhibía ninguna distinción de clases, ninguna separación grande entre los ricos y los
pobres, entre el gobernante y el súbdito; más bien, había una democracia un tanto completa,
característica de la vida nómada. El punto focal de los clanes era el santuario del Arca el cual se
desplazaba de lugar en lugar hasta que finalmente llegó a Silo. (1 Samuel 1-4) Aquí los hombres
tribales se reunían en los días festivos para buscar la presencia de su Dios y renovar su lealtad a Él.
Esta estructura tribal corresponde perfectamente a la idea del pacto-pueblo, y se puede presumir que
es resultado de ella. La liga del pacto era una hermandad; era gobernada solo por la ley del Dios del
pacto.
Se puede ver mejor cómo el orden primitivo de Israel funcionaba por leer el libro de Jueces.
Aquí vemos a los clanes manteniendo una existencia precaria, rodeados por enemigos pero sin
gobierno, autoridad central, u organización estatal de ninguna clase. En tiempos de peligro, surgía un
héroe, llamado juez (shofet), sobre el cual el espíritu de Yahvé posaba. (Jueces 3:10; 14:6) Éste reunía
a las tribus cercanas para lidiar contra el enemigo. Aunque sus victorias, sin duda, le producían
prestigio, no era rey de ningún sentido. Su autoridad no era absoluta sobre todo Israel ni
permanente; en ningún caso era hereditaria. La fuerza del juez en batalla dependía de su habilidad
para evocar la cooperación voluntaria de los clanes; no tenía ejército fijo, ninguna corte, ninguna
maquinaria administrativa alguna. Su autoridad radicaba únicamente en esas cualidades dinámicas
que lo convertían en el hombre de la hora. A esta clase de autoridad se le ha llamado correctamente
“carisma”.25 Y carisma caracterizaba bien el primitivo Israel teocrático: era el gobierno directo de
Dios sobre su pueblo por medio de su representante designado.
2. Ahora bien, esta teocracia tribal tenia un patrón increíblemente terco y tenaz. No se vencía
fácilmente. Es cierto que la conquista introdujo a Israel a una situación completamente nueva.
Significaba un cambio de la vida nómada a la agrícola. Y aunque este cambio no era nada uniforme
(en las orillas del desierto nunca se completó), Israel rápidamente se convirtió en una nación de
pequeños agricultores. Esto significaba alguna mejora económica, tal como la arqueología demuestra
bien. Por cierto, justo por esto, el nómada codiciaba la tierra. También, significaba el comienzo de
ese largo adaptación a la cultura superior material—y la religión—de los cananeos la cual sería tan
portentosa para Israel.
Pero Israel no abandonó de inmediato el orden antiguo. Al contrario, por unos doscientos
años después de la conquista (por el período de los jueces), persistía el orden antiguo. Israel
permanecía como una liga tribal racial (si a tal liga en el Israel primitivo se le puede llamar racial), una
unidad religiosa, no una unidad geográfica o política. El principio de liderazgo permanecía
“carisma”. No formó ningún estado ni hizo intento por hacerlo. Específicamente, no buscó imitar el
patrón ciudad-estado de Canaán.
Esto no fue ningún accidente. Al contrario, la idea de la monarquía era rechazada
concientemente. Esto se ilustra en las palabras con las que el Gedeón fuerte desdeñó la corona: “Yo
no os gobernaré a vosotros, ni tampoco os gobernará mi hijo. Jehová os gobernará.”.26 Hace eco en
la fábula contada por Jotam (Jueces 9:7-21), y comprueba que solo un hombre sin valor, sin empleo
digno, aspiraría a ser un rey. En ambos habla el espíritu del Israel antiguo, o sea, la liga tribal. Sólo a

25 Véase especialmente a A. At, Die Staatenbildung der Israeliten in Palästina (Leipzig: A. Edelmann, 1930). El

término es de Max Weber.


26 Encuentro imposible el estar de acuerdo con aquellos comentadores (véase G. F. Moore, Judges [International

Critical Commentary, New York: Chas. Scribner’s Sons, 1895, 1923], p. 230) que piensan que el versículo
refleja un tardío sentimiento antimonárquico. Procede de una narrativa impecablemente antigua.
17

la luz de tal sentimiento enraizado puede uno entender la conducta de Samuel, siendo éste el padre
de la monarquía, cuando el pueblo demandaba un rey. Oímos al viejo profeta cuando castiga la
noción de la monarquía como una imitación tallada de los caminos paganos y un rechazo flagrante
de Yahvé. (1 Samuel 8)27
3. Así se habrían quedado las cosas por tiempo indefinido si no hubiera aparecido una nueva
amenaza: los filisteos. De origen egeo (véase Amós 9:7), eran uno de los “pueblos del mar” que
habían golpeado la puerta de Egipto durante los reinados de Marniptah y Rameses III. Eran parte
de una gran migración racial (con nexo a la historia de la Ilíada) que había invadido todo el imperio
hitita y la costa de Siria. Presuntamente, se instalaron sobre la costa de la Palestina después de su
derrota por Rameses III en 1188 A. de J. C.28 De modo que su llegada sería dentro del medio siglo
después de la de los israelitas.
Los filisteos pusieron a prueba el carisma de los israelitas de forma nueva y más agudamente.
La conquista israelita había sido posible, humanamente hablando, porque los pequeños estados
cananeos no ofrecían ninguna resistencia unificada. Y la liga tribal había podido sobrevivir en la
Palestina, porque sus enemigos—reyes insignificantes o asaltantes beduinos—eran tales que una
reunión informal de los clanes podía deshacerse de ellos. En breve, el carisma había sobrevivido,
porque a Israel nunca se le había requerido enfrentar un estado militar bien organizado. Pero los
filisteos eran justamente eso. Eran un pueblo bien unido, bien armado, bien disciplinado.
Paulatinamente empezaban a dominar la Palestina. Era su meta heredar la hegemonía sobre la tierra
que hacía poco se le había escapado de las manos de los faraones.
Era una emergencia que amenazaba a Israel con la esclavitud permanente. El golpe decisivo,
del cual leemos en 1 Samuel 4, sucedió alrededor de 1050 A. de J. C., aunque escaramuzas
fronterizas, como las que se describen en las historias de Sansón, tenían años de existencia. Fue una
derrota total. A Israel se le despedazó; el Arca—el objeto sagrado de la liga antigua del pacto—
resultó cautivo; Ofni y Fineas, sacerdotes a cargo del Arca, fueron matados; y Silo, con su santuario
destruido. (Tal y como la arqueología nos informa.) Fue la humillación militar y espiritual más
profunda. Desde allí en adelante vemos guarniciones filisteas en el mismo corazón de Israel (1
Samuel 13:4), e Israel mismo desarmado y su capacidad para hacer la guerra destruida. (1 Samuel
13:19-23) El carisma había fracasado; al pueblo de Yahvé se le había aplastado.
4. Ante esta emergencia, el primer paso hacia la formación del estado se dio. Se dio de muy
mala gana, y terminó en fracaso. Ahora bien, no nos sorprende el que se diera ni que se diera de
mala gana. Se dio, como ya dijimos, por la necesidad misma. La desorganizada milicia mal entrenada
no podía con el ejército filisteo. Era cuestión de hacerlo o ser esclavizado, y para el israelita nacido
libre la opción era clara. Empero, esta era una opción difícil, porque representaba un paso hacia una
autoridad totalmente extraña para la tradición de Israel. A la luz de esta tensión, podemos entender
la figura enigmática de Samuel que ora aparece como el patrocinador de Saúl (1 Samuel 9), ora como
amargamente reticente (1 Samuel 8), ora como el que abandona y quebranta a Saúl cuando éste no le
hace caso. (1 Samuel 13:8-15; 15)
Saúl es una figura fascinante. De estatura gigantesca y de buen parecer, (1 Samuel 9:2; 10:23),
ferozmente valiente (11:1-11), modesto (9:21), de espíritu magnánimo (11:12-13), sin embargo, había
en él una mancha de inestabilidad mental y emocional que fue su ruina. No nos es posible trazar aquí

27 En 1 Samuel 8-13 el historiador ha entretejido dos historias paralelas del surgimiento de Saúl (véanse los
comentarios), una de ellas tácitamente a favor de la monarquía, la otra amargamente hostil. El capítulo 8
pertenece a la última. Pero no por eso hay que tenerla por una producción tardía, siquiera del exilio. (así, por
ejemplo, H. P. Smith [International Critical Commentary; New York: Chas. Scribner’s Sons, 1899, 1909], p. 55)
reflejando así una desilusión con el estado. Al contrario, las dos historias reflejan atinadamente la tensión que
existía desde el comienzo.
28 Véase la nota bibliográfica número 5. Puede ser que una fecha quince años más tarde sea más correcta.
18

su historia. El lector la encontrará en 1 Samuel 9-31. Ahí leerá de victorias iniciales (13-14) que
quebrantaron el control de los filisteos sobre la parte central de la Palestina; también, del
rompimiento con Samuel que de verdad nunca estuvo de acuerdo; de sus celos contra David que al
fin volvieron loco al rey y al suicidio.
Ahora bien, Saúl, aunque rey, representaba muy poco cambio del orden antiguo. Surgió de la
forma antigua, como un hombre carismático sobre el cual el espíritu de Yahvé descendió con poder.
(1 Samuel 11:6-7) Por cierto, apenas se diferenciaba de los jueces, excepto que se le proclamó rey29
“para la duración” (11:15), y “la duración” sobrevivió la misma vida de Saúl. (14:52) Tampoco
cambió Saúl la estructura interna de Israel. Aunque, sin duda se esforzó por unir a Israel más 30, en
ningún sentido formó un estado. No tenía una maquinaria administrativa, no cobraba impuestos, y
su corte era tan modesta que apenas merece el nombre. (1 Samuel 22:6) Es cierto que empezó a
formar en su derredor un cuerpo de guardaespaldas compuesto por soldados esforzados (14:52, pero
aunque esta era una innovación que llevaba dentro de sí las semillas de un ejército fijo, difícilmente
pudiera considerarse más que una sencilla necesidad militar. Y cuando Saúl murió, suicidándose en el
campo de batalla en Gilboa (1 Samuel 31), todo lo que se había anhelado se perdió. Su ejército se
dispersó, sus tres hijos fueron matados y sus cadáveres, junto con el suyo propio, fueron expuestos
avergonzadamente; el único hijo sobreviviente—Isboset—huyó como refugiado a oriente del
Jordán. (2 Samuel 2:8-10) Los filisteos volvieron a tomar control, y sus guarniciones se veían de
nuevo en la tierra. (2 Samuel 23:14) La noche ya volvió a Israel.

IV

David fue el que salvó a su pueblo, cambiando así dramáticamente su fortuna, y le trajo al
pueblo niveles de gloria jamás soñados. La historia conocida de su carrera no puede trazarse aquí. El
“niño lindo” de la corte de Saúl, el héroe militar y matador de gigantes provocó por sus hazañas la
adulación popular y los celos de Saúl a tal grado que se vio obligado a huir; huyó primero a las
regiones desérticas de Judá y luego a los brazos de los filisteos. Al morir Saúl, David llegó a ser rey
sobre Judá en Hebrón con el consentimiento de los filisteos. (2 Samuel 2:4) 31 Cuando al fin se le
quitó a Isboset del trono, siendo éste asesinado, David llegó a ser rey sobre todo Israel. (2 Samuel
5:1-5) Con David un nuevo y diferente Israel emerge.
1. Ahora bien, David también era de la tradición antigua: era hombre de carisma. Sus
hazañas brillantes eran evidencia para todo Israel que el espíritu de Yahvé estaba con él. De hecho,
la gente empezó a decir en efecto que él, no Saúl, era el verdadero carismático:

“¡Saúl derrotó a sus miles!


¡Y David a sus diez miles!”
(1 Samuel 18:7)

29 Es interesante que la narrativa antigua de 1 Samuel 9 se abstiene de usar la palabra “rey” (melek), prefiriendo

así la palabra “líder” (nagid). Véase Eichrodt, Israel in der Weissagung des Alten Testaments (Zurcí: Gotthelf-Verlag,
1951), p. 22; véase también 2 Samuel 5:2.
30 Su servicio para la gente de Jabes-Galaad aseguró la lealtad de ésta para siempre. (Véase 1 Samuel 11; 31:11-

13) Tal vez la campaña contra Amalec (1 Samuel 15) fue realizada en parte para ganar la buena voluntad de
Judá. De todos modos, había algunos en el sur que preferían a Saúl en lugar de David. (1 Samuel 23:19-23;
26:1-2)
31 David había sido un vasallo de los filisteos (1 Samuel 27), y a duras penas pudiera haber dado tal paso sin por

lo menos la anuencia tácita de ellos. Sin duda, los filisteos deseaban mantener a Israel dividido entre David y la
casa de Saúl. Un Israel unido era la última cosa deseada por ellos. (2 Samuel 5:17)
19

Saúl se daba cuenta perfectamente que esto era equivalente a decir que David debía ser su caudillo,
porque dijo: “¡No le falta más que el reino!”. Sin duda, esta sensación de que el “espíritu” se le iba
sirvió para acelerar su desintegración, aunque esa misma desintegración, junto con los éxitos
continuos de David, sólo servía para convencer al pueblo que el “espíritu” efectivamente se le había
pasado a David.
Se debe enfatizar que el Israel primitivo sólo reconocía y seguía el carisma. El mismo
lenguaje en que el pueblo proclamaba a David como rey ilustra esto. (2 Samuel 5:1-2) David nunca
pudiera haber llegado a ser rey si no se le hubiera considerado como hombre de carisma. La herencia
no valía nada, tal como el destino triste de Isboset comprueba. (2 Samuel 2-4) Aunque era el hijo de
Saúl, y aunque era proclamado rey por su tío Abner, Isboset aparentemente era débil. El pueblo
nunca lo siguió, fuese hijo del rey o no, y cuando Abner se peleó con él y lo dejó, no le quedaba nada
al títere fútil sino el asesinato.
Empero, al mismo tiempo, David distaba mucho del orden antiguo. Si bien no pudiera haber
ascendido si no fuera por las cualidades carismáticas, su ascendencia no se puede achacar a éstas
únicamente. Por un lado, tenía un ejército privado fuerte, y sus victorias contribuían a su prestigio.
Al principio era una pandilla ilícita de cuatrocientos hombres (1 Samuel 22:2); más tarde llegó a ser
de seiscientos (1 Samuel 27:2), y subsecuentemente se convertiría en una legión considerable
compuesta por extranjeros. (2 Samuel 8:18; 15:18) 32 De modo que creó un ejército fijo que respondía
sólo a él. Tampoco debemos descontar la sagacidad con la que David adrede pretendía heredar todo
lo de Saúl. Hacía mucho que procuraba ganar el afecto de Judá. (por ejemplo, 1 Samuel 30:26-31) Se
había casado con la hija de Saúl, y cuando llegó a ser rey en Hebrón, exigió su regreso (2 Samuel
3:12-15), aunque es muy evidente que no se querían el uno al otro. (2 Samuel 6:20-23) Y aunque
escrupulosamente se negaba a hacerle daño a Saúl y lo honraba públicamente, no por esto desistió
de asentir a la ejecución de los sobrevivientes de la familia de Saúl (2 Samuel 21:1-10) con la
salvedad del hijo de Jonatán, el cojo Mefiboset, a quien había hecho pensionado de su corte. (2
Samuel 9) Fuesen los motivos que fueran, la casa de Saúl sólo podía considerar esto como un craso
cinismo político. (2 Samuel 16:5-8) Basta decir que David representaba un cambio del antiguo orden.
Era un carismático que, ayudado por su ejército privado, su agudeza política, fue proclamado rey en
una elección considerada. (2 Samuel 5:1-5)
2. Tan pronto como llegó a ser rey, David emprendió la tarea que al fin transformaría
completamente a Israel. Los pasos por los cuales hizo que el pueblo israelita fuese una nación unida
sólo los podemos esbozar. Primero, desde luego, la amenaza filistea tenía que atenderse, y David la
atendió terminantemente. Los filisteos no podían tolerar un Israel unido. De hecho, su política
había sido la de fomentar la fricción entre David y la casa de Saúl bajo el rubro de “dividir y
conquistar”. Así que cuando, con la muerte de Isboset, David fue proclamado rey sobre todo Israel,
fue la señal para que atacaran. (2 Samuel 5:17) Pero la victoria fue de David. Con dos golpes
aplastantes, ambos dados cerca de Jerusalén (“ Samuel 5:17-25), David hizo que los filisteos,
tambaleándose éstos, bajasen de las montañas de Judá. Cómo David obró después de esta victoria
no sabemos, pero en la tierra los filisteos son subyugados y hechos tributarios de Israel. (2 Samuel
8:1) Nunca más serían los filisteos una amenaza seria.
David siguió de victoria en victoria. Viendo la necesidad de unificar al país, tomó para sí una
nueva capital—Jerusalén (2 Samuel 5:6-10), una ciudad anteriormente no israelita—ubicada
céntricamente entre el norte y el sur y no era propiedad de ninguna de las tribus (un paso que puede

32 Los queleteos y los peleteos se mencionan varias veces. (2 Samuel 8:18; 20:23; 15:18) Tal y como los
nombres indican, estos eran contingentes reclutados de entre los pueblos egeos de la llanura costera. En una
ocasión se mencionan juntamente con ellos (2 Samuel 15:18) a seiscientos geteos (hombres de Gat, una ciudad
filistea).
20

compararse con el de nuestros padres nacionales que escogieron la sede de Washington, D. C.).
Hemos de notar que David la tomó con su ejército particular (5:6). Era su propiedad personal, y la
llamaba “la ciudad de David” (5:9). Subsecuentemente, conquistó, uno por uno tal y como la
arqueología nos comprueba, los otros pueblos cananeos que hasta entonces habían resistido a Israel;
los incorporó en su estado. El clímax de su gloria militar llegó por medio de una serie de campañas,
increíblemente brillantes (2 Samuel 8; 10-12) en la que conquistó a los reinos moabitas, amonitas, y
edomitas de la Transjordania y los hizo tributarios; después, extendió sus victorias sobre los estados
arameos de Siria. Cuando se acabaron las guerras, David gobernaba un imperio que se extendía
desde el Golfo de Akabah en el sur hasta la parte céntrica de Siria en el norte lejano. Los reyes aun
más al norte se apresuraron para hacer las paces con él (2 Samuel 8:9-10)
Sería difícil imaginar un cambio de fortuna más dramático. Dentro de unos pocos años Israel
había dejado de ser una liga desorganizada de tribus que luchaban por su misma existencia para
convertirse en la nación más poderosa de la Palestina y Siria.
3. Las conquistas de David habían puesto los fundamentos para una prosperidad económica
sin par, y Salomón tenía el genio para aprovecharse de ella. Israel ahora controlaba las rutas
comerciales desde Egipto hasta el norte, desde la litoral fenicia hasta el interior y desde Damasco,
bajándose por la Transjordania hasta el Hedjaz. Salomón no engrandeció más el país, pero, pese a
problemas con Edom y Aram (1 Reyes 11:9-25), pudo salvaguardar la unidad de la estructura. Esto
lo hizo por la fortificación de puntos clave de defensa (1 Reyes 9:15; 17-19), por el desarrollo de un
formidable carro de guerra (1 Reyes 4:26; 10:26)33—cosa inusitada en Israel (véase 2 Samuel 8:4)—y
por un programa de alianzas sabias. Éstas, normalmente selladas por un matrimonio de
conveniencia, sirven para explicar el número asombroso de esposas que tenía Salomón. (1 Reyes
11:1-3) La más destacada de éstas no era otra sino la hija del faraón (1 Reyes 3:1) que trajo como
dote la ciudad filistea de Gezer (1 Reyes 9:16)34 la cual el ejército egipcio tomó para entregársela a
Salomón.
De todas las alianzas ninguna era más provechosa que la de Salomón con Hiram, rey de Tiro,
una alianza ya sellada por David. (2 Samuel 5:11) Los cananeos (llamados fenicios por los griegos) a
estas alturas estaban entrando al apogeo de su expansión comercial de ultramar, el que haría que
fuesen el pueblo comercial más notable del mundo antiguo. Salomón se aprovechó de esta
expansión. Los materiales fenicios y los arquitectos fenicios servían para sus proyectos de
construcción (1 Reyes 5:1-12, 18); marineros fenicios suplían el conocimiento para las nuevas
venturas comerciales desde Ezión-geber por el Mar Rojo, trayendo de vuelta los productos exóticos
del sur a la corte real. (1 Reyes 9:26-28; 10:11-12, 22) Tal vez provocada por esta actividad, la Reina
de Saba vino desde Arabia para visitar a Salomón (1 Reyes 10:1-13), sin duda por su interés en la ruta
de caravanas terrestres comerciales que recién comenzaban.
Israel se llenaba de riqueza como nunca antes ni después. Un comercio próspero en caballos
y carros entre Egipto y Cilicia (1 Reyes 10:28-29) 35 llenaba los cofres reales. Vastas fundiciones de

33 Una de las ciudades conocidas por sus carros de guerra, Meguido (1 Reyes 9:15), ha sido excavada por
arqueólogos del Instituto Oriental. Grandes establos para caballos se descubrieron. Para una discusión popular,
véase Robert M. Engberg, “Megiddo—Guardian of the Carmel Pass,” Part II, The Biblical Archaeologist, IV-1
(1941), 11-16; véase G.E. Wright, “The Discoveries at Meggido, 1935-39,” ibid., XIII-2 (1950), 28-46.
34 W. F. Albright dice que “Gezer” posiblemente sea una corrupción de “Gerar” (de apariencia muy similar en

el hebreo), un pueblo cerca de la frontera egipcia con la Palestina. (Génesis 26:1); Albright, Archaeology and the
Religion of Israel, p. 214, y sus referencias.
35 Leyendo del hebreo en 1 Reyes 10:28, “Y la fuente de los caballos que Salomón tenía era ... Coa [Cilicia]; los

mercaderes del rey los compraban en Coa a precio fijo.” Véase algo más reciente, W. F. Albright, Journal of
Biblical Literature, LXXI (1952), 249.
21

cobre, las más grandes del mundo antiguo, arrojaban su humo al cielo de Ezión-geber.36 Grandes
obras públicas proporcionaban empleo para miles. Aparte del templo y las instalaciones militares
mencionadas antes, había el palacio para el rey—cosa que tardó más para construir que el templo
(véase 1 Reyes 6:37-38; 7:1)—un arsenal (7:2), la corte real (7:7), un palacio para la hija del faraón
(7:8), y muchas otras cosas. La Biblia no se cansa en hablar sobre la riqueza y el esplendor de la
corte de Salomón. (1 Reyes 10:11-29)

Que todo esto representaba un cambio fundamental es obvio, y es importante que lo


evaluemos.37 Era un cambio que afectaba toda la estructura de la sociedad israelita. El pueblo de
Yahvé se había hecho el Reino de Israel, ciudadanos del estado Davídico.
1.Quedaba poco del orden antiguo. La liga tribal había sido suplantada por un estado
centrado en su rey. Tal desarrollo era inevitable cuando David conquistó las ciudades cananeas para
así incorporar sus poblaciones en la estructura israelita, y luego siguió para conquistar un imperio
polígloto. Había necesidad de un ejército de planta, una maquinaria administrativa y judicial, la
cobranza de impuestos, si tal estado iba a ser gobernado. Pero la liga tribal no tenía tal maquinaria.
De hecho, David, no la liga tribal, creó la estructura. Se centraba en David, y le tocaba a él mantener
su cohesión. Aun la ciudad capital, Jerusalén, era propiedad personal de él. Era menester que el
estado fuese organizado bajo la corona. Sin duda, el censo de David (2 Samuel 24) era un paso, un
paso muy resentido, para el reclutamiento militar y la cobranza de impuestos—ambas cosas
anatemas para Israel. El proceso llegó a su clímax cuando Salomón virtualmente abolió la liga tribal,
suplantándola por doce distritos administrativos sujetos a la corona. (1 Reyes 4:7-19) Dos de los
gobernadores de distritos eran los yernos del mismo rey. (4:11, 15) El pueblo del pacto de Yahvé se
había convertido en el pueblo del estado de Salomón.
En el proceso el carisma cedió lugar a la dinastía. Esto, también, era un cambio gradual e
inevitable. Saúl había sido un héroe carismático, proclamado rey. David, también, era un
carismático; pero un ejército privado y considerable destreza política habían promovido su auge
hasta que al fin fue elegido rey formalmente. Empero, el estado que construyó David era tan
propiamente suyo que hacía falta un heredero de David que lo mantuviera unido. Para cuando
David envejeció, la cuestión no era si su hijo lo sucediese sino sólo cuál de ellos lo haría—y el lector
de la historia de la corte de David (2 Samuel 9-20) se da cuenta de la clase de rivalidad que hubo.
Cuando Salomón llegó al trono (1 Reyes 1), fue por un complot palaciego, sin referencia siquiera a
cualidades carismáticas o a la voluntad del pueblo. El carisma no volvería nunca a ser factor en la
selección de un caudillo en Jerusalén. El líder designado por el espíritu de Yahvé había cedido lugar
al hijo ungido de un rey ungido.
Tampoco quedaba mucho de la antigua simplicidad tribal. Israel, que había pasado de la vida
nómada a la agraria durante la conquista, ya se estaba convirtiendo en una sociedad comercial con
bastante estructura industrial. Había riqueza; algunos se enriquecían, mientras otros, con contraste
marcado, se empobrecían. Había los comienzos de un proletario. Había príncipes, y también había
esclavos. Y por encima de todo estaba la corte espléndida de Salomón con su ejército de planta, sus

36 Éstas se conocen por las excavaciones de Nelson Glueck. Sorprendentemente, la Biblia no las menciona.
Véase N. Glueck, The Other Side of the Jordan (New Haven: American Schools of Oriental Research, 1940), pp.
89-113.
37 La obra de A. Alt, Di Staatenbildung der Israeliten in Palästina, es básica. Para una discusión breve del estado

Davídico en inglés, véase mi artículo, “The Age of the King david,” Union Seminary Review, LIII-2 (1942), 87-
109.
22

funcionarios y burócratas, su harén, y los pequeños príncipes, productos de éste. Persistía el ideal
nómada, y seguiría persistiendo, pero era cada vez menos una realidad. Tal estado jamás podría
existir sin tensiones, tensiones que más de una vez producían rebelión abierta. Crecía en el corazón
de muchos el sentimiento que: “¡Nosotros no tenemos parte en David!”. (2 Samuel 20:1)
2. Sin embargo, el estado produjo el Siglo de Oro de Israel. Nunca más vería semejante cosa.
En una sola generación breve se había transformado de una liga tribal desorganizada, que luchaba
por su vida, en una nación unida, consciente de sí misma como de alguna importancia en el mundo.
La mayor parte de la tierra que antes se consideraba “prometida” ya estaba por primera y última vez
en manos de israelitas—un hecho que nunca olvidó. La literatura y la cultura florecían como nunca
antes, y había una prosperidad económica inusitada. Era cosa orgullosa ser israelita en el siglo diez A.
de J. C.
De modo que el estado Davídico hizo una impacto inolvidable. Debía de haberles parecido a
muchos que el destino de Israel se había realizado en él, mucho más allá de lo que jamás se había
soñado: que la promesa a Abraham—“Yo haré de ti una gran nación”(Génesis 12:2)—había sido
plenamente cumplida, y que Dios, de hecho, había establecido su Reino en paz bajo su ungido.
Como quiera que sea, de aquí en adelante tendremos que tener muy en cuenta a la “idea de David”.
En los tiempos difíciles que el futuro traería, se experimentaba un anhelo nostálgico para “los días
buenos de David”. El mismo David sufrió una transformación; ya que el pueblo se olvidaba del mal
que había cometido, se le recordaba como el hombre según el corazón de Dios cuya casa regiría para
siempre. (2 Samuel 7:16; 23:5) La era de David llegó a considerarse no menos que la Edad de Oro
perdida. Sería imposible que un hombre de Judá pensara en el Mesías venidero salvo como un David
revivido, un nuevo David.
Esto tiene que haberse intensificado cuando David y Salomón centraban los sentimientos
religiosos nacionales en el Monte Sion. Ahora bien, la religión del antiguo Israel nunca se había
centralizado estrechamente. El adorador podía, sin el más mínimo sentido de pecado, ofrecer sus
sacrificios, al igual que Samuel, en cualquiera de los varios santuarios. Y sin embargo, el corazón de
la liga tribal siempre había sido el santuario del Arca cuya última ubicación había sido Silo. (1 Samuel
1-4) Pero hacía mucho que éste había estado en ruinas, y el Arca había sido desatendido en Quiriat-
jearim. (1 Samuel 7:1-2) Al fin, era David el que hizo que el Arca se trasladara a Jerusalén (2 Samuel
6) y puso una tienda por santuario allí, comisionando a Sadoc y Abiatar (éste de la casa de Elí) como
sacerdotes. (2 Samuel 20:5) Era un paso de inteligencia consumada. De este modo David unió su
estado al Arca, a Silo y la liga tribal, a la heredad Mosaica, y se proclamó el patrón y protector de esa
heredad. El templo magnífico que Salomón construyó sólo podría haber servido para dar realce a
Jerusalén como el lugar de reunión de la fe nacional, la misma morada de la presencia de Yahvé en la
tierra.38 Desde luego, no se excluían otros santuarios, pero eran eclipsados por el de Jerusalén. Ya
había comenzado el proceso por el cual toda la esperanza de Israel quedaría fincada en Jerusalén, la
ciudad santa.
3. Empero, debe decirse que esto acarreaba un peligro mortal. Se había creado una religión
oficial, patrocinada por el estado; donde tal cosa exista, hay un inmenso peligro de que ésta se ponga
enteramente al servicio del estado, y que comience a venerar al estado en el nombre de su Dios.
Claro, había factores que impedían que Israel deificara al estado al nivel que se hacía en otras partes
del antiguo Oriente Cercano. El rey no era un dios como en Egipto. Tampoco podía ser

38Para lectura adicional sobre la arquitectura y simbolismo del templo, véase: W. F. Albright, Archaeology and the
Religion of Israel, pp. 142-155; G. E. Wright, “Solomon’s Temple Resurrected,” The Biblical Archaeologist, IV-2
(1941), 17-31; idem., “The Significance of the Temple in the Ancient Near East,” Part III, ibid., Vii-4 (1944), 65-
77; P. L. Garber, “Reconstructing Solomon’s Temple,” ibid., XIV-1 (1951), 2-24; también F. M. Cross, “The
Tabernacle,” ibid., X-3 (1947), 45-68.
23

considerado como un mediador ungido de la “salvación” nacional, o sea, una especie de “Mesías
viviente”, como en Babilonia. El estado israelita se asemejaba demasiado a sus orígenes para que así
hiciera. El estado no había existido desde la eternidad. Aun vivían hombres que podían recordar que
el estado había sido formado por la acción de sus propios padres, y que había reemplazado el
antiguo orden de la liga del pacto. Para muchos de ellos, el orden antiguo les parecía preferible y
normativo; el nuevo orden era una innovación peligrosa. Israel nunca podría, con conciencia limpia,
venerar al estado como una institución divina.
No obstante, inevitablemente el estado y el culto se integraron el uno con el otro. No
debemos olvidar que el santuario sobre el Monte Sion era una instalación real; David lo había
fundado, y Salomón había prodigado toda la riqueza y el prestigio del estado sobre él. Allí, se les
ordenó como sacerdotes a los hijos del mismo David. (2 Samuel 8:18 [Hebreos]. Aunque no están
claros los detalles para nosotros, es muy probable que el rey mismo jugara un papel central en el
culto. (Por ejemplo, 2 Samuel 6; 1 Reyes 8) A la vez, en el rito al rey se le proclamaba como el hijo
(adoptivo) a quien Dios seguramente defendería de sus enemigos. (Salmo 2:7; 89:27; 2 Samuel 7:14)
No se puede determinar con exactitud cuánta ideología real pagana Israel absorbiera o cuán
rápidamente se hiciera. Pero al absorber extranjeros la monarquía y al estar en contacto con pueblos
extranjeros, debió de haber asimilado ideas extranjeras también.39 Podemos creer que muchos en
Israel se acostumbraban ver al estado con ojos paganos.
De todos modos, la tentación estaba insidiosamente presente a que la religión se pusiera al
servicio del estado. Que el rey tenía poder sobre el clero es ilustrado por el hecho de que el sacerdote
veterano Abiatar, por recibir consejos muy malos y así seguir una línea política equivocada (1 Reyes
1:7, 25), fue sumariamente despedido por Salomón (1 Reyes 2:26-27) sin importar un fiel servicio en
el pasado. Era inevitable que al pasar los años, las metas del estado y las de la religión coincidieran
cada vez más; el estado sostenía el culto, y, a su vez, el culto existe para el estado. Era el trabajo del
culto interceder por el estado con la Deidad, utilizando así su rito para mantener un equilibrio
armonioso que protegiera al estado de problemas internos tanto como externos. Siempre que esto se
hiciera, el estado no tenía nada que temer, porque era el “reino” de Dios, integrado por el pueblo
escogido de Dios, regido por su “hijo” ungido, el rey; así, Dios defendería eternamente al estado. De
este modo, todos los propósitos de Dios en la historia se hacían equivalentes al orden existente y
hechos realizables por medio de él.
Tal era la tentación. ¿Sucumbiría Israel a ella totalmente? ¿Sería transferido su sentido de
destino como el pueblo de Dios completamente al estado?¿Quedaría satisfecho ese sentido cohesivo
de “pueblo” que era el suyo por el privilegio de ciudadanía en el Reino de Israel? ¿Se cumpliría esa
robusta confianza en el futuro que la había activado, que la había impulsado hacia una Tierra
Prometida y escrita en su espíritu—tal vez sin que ella se diera cuenta de ello—la visión de una
ciudad no hecha de manos, ... se cumpliría en la ciudad de Jerusalén y la abundancia material que
Salomón proveía? En otras palabras, ¿se equivocaría Israel en pensar que el estado Davídico era el
de Dios, y pensar así que Dios ya había establecido su Reino en él?
Así era la pregunta de Israel. No es una pregunta antigua nada más y, por lo tanto, sin
pertinencia actual. Es cierto que no podemos compararnos con el pueblo de Israel en todos los

39 Algunos argumentos fuertes han sido propuestos, especialmente por eruditos escandinavos, en cuanto a la
existencia en Israel de la noción del rey divino y un Festival de Coronación Anual, usando por patrón el Año
Nuevo de Babilonia. El discutir este asunto complejo no nos es posible, pero la evidencia para tal cosa me
parece a mí muy dudosa en extremo. Véase los comentarios sabios de G. E. Wright, The Old Testament Against
Its Environment, pp. 62-68. Véase también H. Frankfort, Kingship and the Gods (Chicago: University of Chicago
Press, 1948), pp. 227-344; A. Alt, “Das Königtum in den Reichen Israel und Juda,” Vetus Testamentum, I-1
(1951), 19-22; M. Noth, “Gott, König, Volk im Alten Testament,” Zeitschrift für Theologie und Kirche, 47-2 (1950),
157-191.
24

pormenores. Pero nosotros, al igual que ellos, somos un pueblo no muy distanciado de sus orígenes,
de los patrones del pasado y la gran fe del pasado—y sin embargo, muy lejos de verdad. Como
Israel, somos animados por una visión y una promesa: una tierra de abundancia, de libertad y
dignidad humana. Y perseguimos esa meta como si fuera esa Tierra Prometida que “fluye con leche
y miel”. Hemos creado una nación más grande que la de David, una prosperidad jamás soñada por
Salomón, y con ella una metamorfosis completa de carácter nacional. Unos cuantos años han traído
muchos cambios.
Así que, la pregunta que nos está por delante no es muy diferente a la que la monarquía
representaba para Israel. Tal vez, hasta ahora, es sólo una pregunta. Pero es una pregunta que no
puede evadirse, e importa mucho cómo la contestamos. El destino de nuestra nación que se llama
cristiana ¿se contentará con la prosperidad económica y el poderío militar que hemos creado? ¿No
buscaremos una salvación más grande que el orden actual pueda proveer en términos de más
ingresos, más automóviles y televisores? Peor todavía, ya que tenemos iglesias y formas políticas que
favorecen su crecimiento, ¿presumiremos que el orden actual sea el orden establecido por Dios, y ya
que Dios es justo, podremos esperar que lo defienda siempre? El pueblo que conteste la pregunta así
siempre tendrá como la única función de la religión la de venerar en el nombre de Dios sus propios
intereses materiales. Pero, nunca comenzará, siquiera, el significado del Reino de Dios.
Por lo tanto, nos interesa ver cómo esa pregunta fue contestada por Israel. A eso nos
dedicamos ahora.

CAPÍTULO DOS

Un reino bajo juicio

Ya vimos cómo la misma naturaleza de su fe del pacto dio a Israel un profundo sentido de
destino como el pueblo de Dios y, con él, la esperanza y la confianza de que Dios la bendijera y
estableciera su regencia sobre ella en la Tierra Prometida. También, hemos visto cómo el
surgimiento de la monarquía Davídica, aunque alteró drásticamente la estructura tribal de Israel e
hizo cambios que afectaron cada aspecto de su sociedad—cambios amargamente resentidos por
algunos—pudo, de todos modos, hacer realidad mucha de esa esperanza. Efectivamente, Dios había
establecido su pueblo, y lo había hecho grande. Esto nos dejó la pregunta: Toda la esperanza y todo
25

su sentido de destino, ¿se transferiría completamente al estado Davídico y así encontrar su


cumplimiento en él? En breve, ¿sería el Reino de Israel lo mismo que el Reino de Dios?

El peligro era muy real, pero tal no iba a ser el caso. La heredad de Israel era tal que jamás se
contentaría con una identificación tal. Al contrario, había muchos en Israel que tenían el estado
Salomónico por intolerable: no tan sólo no era un reino establecido por Dios; ni siquiera era
compatible con el ideal israelita.
1. Había una enfermedad grave en el estado: el cisma de la sociedad había comenzado, y
había una severa tensión social. Como ya mencionamos anteriormente, la democracia sencilla del
orden tribal tuvo gran dificultad en mantenerse por los cambios ocasionados por la monarquía. La
brecha entre los ricos y los pobres se hacía más grande ineludiblemente. Para estas alturas, la corte
real había dado origen a una generación completa, nacida en la aristocracia; mientras Salomón
consolidaba el poder bajo la corona, hay evidencias de nepotismo y favoritismo que se esperaría.40 Se
produjo una clase privilegiada, aislada del sentir popular e imbuida de la noción de que el pueblo era
súbdito para ser posesionado cuerpo y alma; el príncipe Roboam y sus secuaces (1 Reyes 12:1-15)
son una ilustración del hecho. También, crecía en el corazón de muchos israelitas el sentimiento:
“¿Qué parte tenemos nosotros con David?”. (1 Reyes 12:16)
Esta tensión sólo era acentuada por una crisis económica que se dio. Su explicación era tan
simple como sólo la aritmética puede comprobar: la corte de Salomón, su harén, sus obras públicas y
su ejército tenían que ser pagados. Parece que David sostenía al estado por el botín y el tributo que
podía sacar de pueblos conquistados. (2 Samuel 8:2-12; 12:30-31) Que sepamos, nunca cobraba
impuestos sistemáticos a su propio pueblo, aunque su censo (2 Samuel 24), sin duda, era un preludio
a tal cosa tanto como al reclutamiento militar. Pero ya con Salomón, el estado dejó de crecer; no
había tierras nuevas para saquear, y, había—aun en esos días, sin duda—un tope en cuanto al botín
que podía tomarse de pueblos ya conquistados. Mientras tanto, podemos imaginarnos, los gastos
excedían las entradas.
De todas maneras, Salomón trataba a su pueblo con mano de hierro. Su reorganización de la
tierra (1 Reyes 4:7-19), basada, sin duda, en el censo de David, ciertamente era con la mira de cobrar
impuestos y el reclutamiento, cosas inusitadas en Israel. Peor todavía, para poder reclutar obreros
que se necesitaban para las obras públicas, introdujo el odiado corvée. Aunque al principio esto se
aplicaba únicamente a los no israelitas (1 Reyes 9:20-22),41 subsecuentemente se extendió a los
israelitas también. (1 Reyes 5:13-14; 11:28; 12:18), y extenuaba la fuerza laboral. 42 ¡No se puede
imaginar una cosa más amarga para un israelita, nacido libre! Como si esto fuera poco, Salomón
cedió ciertos pueblos en Galilea a Hiram, rey de Tiro, para poder recaudar fondos muy necesarios. (1

40 Esto puede sospecharse más que comprobarse. Una corte y una harén, como las de Salomón,
inevitablemente habían engendrado el favoritismo. Ciertamente, Salomón no privó a nadie de su casa de lujos.
Esposas favoritas, tales como la hija del faraón, naturalmente recibían un trato especial. (1 Reyes 7:8-12)
Aunque no sabemos nada de los méritos de los dos yernos a quienes se les hizo gobernadores de distrito (1
Reyes 4:11, 15), su presencia ciertamente indica un deseo por consolidar el poder en la familia.
41 David había sometido a pueblos conquistados a labor forzada también. (2 Samuel 12:31)
42 En 1 Reyes 5:13 se habla de la conscripción de treinta mil israelitas. Se ha estimado que esto sería equivalente

a cinco millones de americanos hoy. Véase W. F. Albright, “The Biblical Period,” The Jews: Their History, Culture
and Religion, L. Finkelstein, ed. (New York: Harper & Brothers, 1949), p. 28. Incidentalmente, este artículo se
recomienda como un esbozo breve de la historia de Israel.
26

Reyes 9:10-14)43 ¡Una parte de la Tierra Prometida empeñada a un cananeo! Es increíble que esta
pudiera haber sido una transacción popular.
Tampoco era el estado Salomónico ideal desde la óptica religiosa. Porque, a pesar de su
patrocinio lujoso de la religión nacional, se acomodaba a menudo al mundo pagano, y era muy
tolerante de él. Por cierto, la posteridad lo recordaba por el templo edificado en Jerusalén a Yahvé, el
Dios de Israel. Pero, al mismo tiempo, para realizar su política comercial, se abría al mundo exterior
para hacía pactos y alianzas con muchos pueblos extranjeros. Desde luego, el más rentable de todos
era el que se llevó a cabo con Tiro, el emporio del mundo y el centro de la cultura cananea. Ahora
bien, el aislacionismo religioso difícilmente pueda ir de la mano con el internacionalismo en el
comercio y la política. Tampoco lo pudo hacer Israel. Las alianzas de Salomón eran selladas
principalmente por matrimonios juiciosos, y Salomón no exigía que sus bien-nacidas esposas
extranjeras dejaran sus religiones nativas al llegar a Jerusalén. ¡Esa hubiera sido una política muy
pobre, de verdad! Al contrario, lograba que el estado auspiciara estas religiones (1 Reyes 11:4-8)—
muy en contra de los deseos de los puristas, por cierto. Y ¿había algunos que cuestionaran la validez
de ese templo magnífico en el Monte Sion? Al fin y al cabo, se construyó con planos cananeos, por
arquitectos cananeos, sobre un antiguo lugar alto.44 Casi con certeza se podía encontrar hombres en
Israel que pensaban que el templo era una estructura chillona y advenediza: Yahvé, el Dios de los
ancestros moradores de tiendas, no tenía necesidad de un templo de cedro y piedra. (2 Samuel 7:5-7)
2. Como quiera que sea, no nos sorprende que hubiera una reacción violenta contra el estado
de Salomón. La monarquía nunca había podido escaparse de una tensión. El antiguo sentimiento
antimonárquico de Gedeón, Jotam, y Samuel nunca se disipó. El sentimiento persistía en muchos
lugares que el nuevo orden era una desviación, o en el mejor de los casos, un compromiso con el
destino correcto de Israel. Este sentimiento, nutrido por las quejas populares, había alimentado las
rebeliones de Absalón y Siba aun durante la vida de David. (2 Samuel 15-20) Aun los profetas que
estaban en buena relación con el estado eran conscientes de estos peligros y hacían lo posible por
frenarlos. Gad, el veedor, pronunció los juicios de Dios sobre David por haber hecho el censo. (2
Samuel 24:11-13) Cuando David había logrado la muerte de su fiel siervo, Urías el hitita, para poseer
la esposa de éste, el profeta Natán habló a la cara de David, llamándole un asesino. (2 Samuel 12:1-
15) Le recordó que ni el rey podía burlarse de la ley del pacto con impunidad. Para estos hombres,
había un orden más antiguo y más alto que el estado, el orden de Dios, al que el estado tenía que
doblegarse.
Pero la tensión continuaba, y la política opresiva de Salomón hizo que el vaso rebasara. Esta
tensión era especialmente severa entre las tribus norteñas. Hasta qué punto el favoritismo de
Salomón para con su propia casa, o sea, Jerusalén y Judá, resultara en oposición no es claro45, pero
un sentido de profunda alineación de la casa de David se propagaba en el norte.

43 El trasfondo de esta transacción no es nada claro. Una lectura somera deja la impresión de que las ciudades
fueron cedidas a Hiram para pagar algunos materiales recibidos (v. 11), pero el v. 14 (¡Hiram le paga a
Salomón¡) muestra que el propósito verdadero era el de recibir dinero en efectivo. Véase más recientemente J.
A. Montgomery, The Books of Kings (International Critical Commentary [New York> Chas. Scribner’s Sons,
1951], p. 204; éste cree que los pueblos fueron empeñados por un préstamo en efectivo.
44 Tocante al templo, véase el capítulo 1, nota número 38.
45 A. Alt (“Israels Gaue unter Salomo,” Alttestamentliche Studien Für Rudolf Kittel: Beiträge aur Wissenschaft des Alten

Testaments, 13 [1913], 1-19 argumenta que Salomón hizo acepción de su propia tribu, Judá, de su organización
de distritos. W. F. Albright (The Administrative Divisions of Israel and Judah,” Journal of the Palestine Oriental
Society, V-1 [1925] no está de acuerdo. El debate gira en torno al versículo muy ambiguo de 1 Reyes 4:19. No
obstante cuál sea la lectura correcta del versículo, es dudos que Salomón pudiera haber favorecido su propia
tribu a tal extremo.
27

El corvée era el meollo de su oposición, tal como eventos subsecuentes demostrarían. (1


Reyes 12:4, 18) El líder del descontento era un tal Jeroboam, un capataz de obreros forzados para
las tribus de Efraín y Manasés; probablemente estuviera muy disgustado con su trabajo. Aunque la
policía de Salomón supo del complot, tanto así, que Jeroboam se vio obligado a huir a Egipto (1
Reyes 11:40), todos los elementos para una explosión estaban ahí. La muerte de Salomón la
provocó. Los hombres de las tribus norteñas, con Jeroboam por jefe, presentaron sus peticiones
ante Roboam (1 Reyes 12:1-4) para que aliviara las cargas, y cuando éste de forma insolente se negó
(vs. 6-15), se separaron del estado. El capataz a cargo del tributo laboral de la corte, Adoniram, fue
ahorcado en el acto. (v. 18)
Ahora bien, debemos entender que esta no era una simple revolución social, aunque quejas
económicas la hicieran estallar. Tenía un fuerte respaldo de los profetas. Se recuerda que un profeta,
Ajías de Silo (1 Reyes 11:26-39), fuel el que incitó a Jeroboam a que se rebelara contra el sur. Cuando
Roboam preparaba sus tropas para sofocar la rebelión, otro profeta—Semaías (1 Reyes 12:21-24)—
le mandó que desistiera, declarando así que la rebelión era la voluntad de Dios. Es fácil adivinar lo
que estos profetas esperaban lograr. Por seguro se oponían a los excesos del nuevo orden y
esperaban una disminución de ellos; probablemente preferían un retorno al principio carismático en
contra de la dinastía Davídica; también es probable que no les gustara la tolerancia del estado
respecto a los cultos extranjeros y deseaban que éstos se quitasen.46 Debe notarse que en todo esto
no había un rechazo de la institución de la monarquía en sí. El norte mismo puso una monarquía.
Pero había una convicción profunda en el norte, un sentimiento reflejado en Deuteronomio (17:14-
17), que un rey debe parecerse lo menos posible a Salomón.
En breve, la mayoría de los israelitas no concebían que el estado Salomónico fuese el
cumplimiento del destino de Israel. Al contrario, se creía que Israel podía encontrar su destino sólo
por la corrección, prefiriéndose un patrón más antiguo. Y existía la creencia que esto podía realizarse
por medio de la acción política.
3. Pero no necesitamos que se nos diga que una mera revolución pudiera lograr el destino de
Israel como pueblo de Dios. El precio de esta revolución fue un absoluto desastre político del cual
Israel nunca se recuperó. El cisma fue seguido por unos cincuenta años de guerra intermitente entre
las distintas secciones, sin que hubiera una conclusión. A lo largo de estos años, la tierra sufrió un
golpe fuerte de parte de Egipto cuyo faraón era Sisac—un noble libio y fundador de la XXII
Dinastía. Sisac invadió la Palestina, aparentemente con deseos de recobrar el poder egipcio en Asia,
y posiblemente en respuesta a un ruego de parte de Jeroboam—que había encontrado asilo en su
corte una vez. (1 Reyes 11:40)—a que le ayudara en contra de Roboam. Sus ejércitos se desplazaban
por muchas partes, asolando a Judá y sus dependencias, saqueando así Jerusalén. (1 Reyes 14:25-28)
Si de verdad se involucró Jeroboam, después tenía por qué arrepentirse de sus acciones, porque
luego los egipcios procedieron a devastar al estado norteño también.47 Una locura suicida llegó a su
clímax una generación después cuando Asa de Judá (913-873),48 amenazado por Baasa (900-877),
compró la ayuda de Ben-hadad—rey del estado arameo de Damasco. Éste con gusto saqueó mucho
del norte de Galilea. (1 Reyes 15:16-22) Durante el curso de este fratricidio, el imperio que David

46 Véase J. Morgenstern, Amos Studies I (Cincinnati: Hebrew Union College Press, 1941), pp. 202-205.
47 La extensión de la depredaciones de Sisac se conocen por su propia inscripción, hallada en Karnak, la cual
menciona más de 150 lugares—muchos de ellos en el norte de Israel y Edom tanto como en Judá. Véase
Albright, “The Biblical Period”, p. 30. El lector encontrará extractos de la lista de Sisac convenientemente en
G. A. Barton, Archaeology and the Bible (7ª ed.; Philadelphia: American Sunday School Union, 1937), pp. 456-457.
48 Las fechas que se dan para los reyes de la Monarquía Dividida son las de W. F. Albright y se encontrarán en

forma de tabla al dorso del artículo reimpreso mencionado en la nota bibliográfica número 42. Véase idem.
“The Chronology of theDivided Monarchy of Israel,” Bulletin of the American School of Oriental Research, 100
(1945), 16-22.
28

había construido se derrumbó como una casa de naipes. Damasco asumió el papel dominante,
poseso anterior de Israel. Dos siglos más tarde Isaías aún podía recordar el cisma como el peor
desastre jamás experimentado por su pueblo. (Isaías 7:17)
En tal situación Jeroboam no podía, aunque quisiera, lograr lo que sus partidarios proféticos
esperaban. Difícilmente pudieran esperar una disminución de impuestos y reclutamiento en tiempo
de guerra. Al contrario, los gastos tienen que haberse aumentado. También, el volver al liderazgo
carismático sólo hubiera aumentado el desastre. Jeroboam buscaba fundar una dinastía para lograr
estabilidad para su estado. Pero aparentemente el norte no deseaba una dinastía. Tan pronto como
Nadad, el hijo de Jeroboam, ascendió al trono (901-900) fue asesinado por Baasa. Luego, cuando el
hijo de Baasa, Ela (877-876), intentaba suceder a su padre fue asesinado a su vez por un oficial de
caballería llamado Zimri.49 Ambos complots fueron por inspiración profética. (1 Reyes 14:6-16;
15:25-29; 16:1-12)
Peor todavía, Jeroboam se veía obligado a establecer su propio culto estatal como rival de él
del sur. Es claro (1 Reyes 12:26-29) que Jeroboam se daba cuenta del enorme prestigio del templo de
Salomón—alojando así el sagrado Arca de la liga tribal—y sabía que si no distanciara su pueblo de
él, lo perdería. De modo que puso un santuario rival en Betel. Ahora bien, este santuario era un
templo de Yahvé, Dios de Israel (a pesar del lenguaje del v. 28), y los becerros de oro que lo
adornaban no eran ídolos sino que—como los querubines en el templo de Jerusalén—eran
pedestales para el trono del invisible Yahvé.50 Pero el motivo de los becerros aparentemente se
asociaba demasiado de cerca al simbolismo del culto a Baal para el gusto de los puristas. Sin duda,
gente ignorante venía para adorarlos. Jeroboam viviría en los corazones de la posteridad como el
hombre que “hizo que Israel pecara”. (1 Reyes 15:34) Su culto probablemente fuera la cuña
partidora para que entrase toda clase de paganismo. De hecho, prácticas paganas se colaron (como el
lector de Oseas bien sabe). Lo que era peor, Yahvé—el Dios de Israel—llegó a asemejarse
demasiado a Baal en la mente de muchas personas,
De manera que el estado norteño no tuvo éxito alguno en romper con el nuevo orden. Se
separó de la dinastía Davídica—y nunca dejó de intentar la fundación de una dinastía. Se rebeló
contra la política Salomónica para recaudar impuestos—sólo para seguir exactamente el mismo
patrón administrativo, tal como la ostraca de Samaria comprueba.51 Se divorció del culto estatal de
Salomón—sólo para recibir el de Jeroboam. Llegaría el día en que a los profetas se les callaran a
nombre de ese culto. (Amós 7:10-13) Y el cisma de la sociedad no se frenó. Para el tiempo de
Amós, vemos una sociedad totalmente dividida.

II

49 A. Alt (“Das Königtum in den Reichen Israel und Juda,” Vetus Testamentum, [1951], 2-22 últimamente
atribuyó la incapacidad del estado norteño para lograr una dinastía estable a una tradición carismática que había
allí. Me parece que Alt tiene razón. Pero la estabilidad dinástica de Judá no puede ser explicada por una
supuesta carencia de tal espíritu carismático en el sur. El prestigio fuerte de la casa Davídica, y la influencia
creciente de la “idea Davídica” tiene que tomarse en cuenta.
50 Sobre la función de los querubines y los toros alados véase a Graham and May, Culture and Conscience

(Chicago: University of Chicago Press, 1936), pp. 248-260; W. F. Albright “What were the Cherubim?” The
Biblical Archaeologist, I-1 (1938), 1-3.
51 La ostraca de Samaria son pedazos de barro, inscritos con listas de cantidades de aceite y vino, recibidas éstas

como ingresos para la corte. Se remontan al reinado de Jeroboam II (un contemporáneo de Amós), pero el
sistema administrativa que representan puede considerarse como mucho más antiguo. Véase W. F. Albright,
Archaeology and the Religion of Israel (Baltimore: Johns Hopkins Press, 1942), pp. 141-142. Para una traducción de
algunas de ellas con bibliografía, véase Ancient Near Eastern Texts Relating to the Old TestamentI, J. B. Pritchard, ed.
(Princeton, N. J.: Princeton University Press, 1950), p. 321.
29

1. Por lo tanto, en el estado del norte, hasta el fin de su existencia, había una tensión entre el
orden antiguo y él del nuevo. La crisis más grave llegó a mediados del siglo nueve A. de J. C. El muy
capaz Omri (876-869) se apoderó del trono (1 Reyes 16:15-28), para luego ser sucedido por su hijo
notorio, Acab (869-850). Estos reyes procuraban recaptar algo de la prosperidad de Salomón, y para
hacerlo tenían que recrear su política. Esto demandaba una unidad interna, una mano fuerte en la
Transjordania—particularmente contra Damasco—y, sobre todo, una relación estrecha con Fenicia.
Omri y Acab lograron su meta por una serie de pasos que no podemos trazar ahora. Baste decir que
en una sucesión de victorias a los arameos (sirios) se les reprimió, mientras la alianza con Fenicia fue
sellada por el casamiento entre Acab y Jezabel, la hija de Etbaal, rey de Tiro. (1 Reyes 16:31) 52
Mientras tanto, la querella fraticida con el estado del sur fue enmendada por el matrimonio de Atalía,
hija de Acab y Jezabel con Joram, hijo de Josafat—rey de Judá. (2 Reyes 8:18, 26) Que el propósito
de esta alianza fuera comercial en parte es demostrado por el intento abortivo de recrear la ruta
comercial del Mar Rojo desde Ezión-geber. (1 Reyes 22:48)53
Todo esto podría haber sido para el bien si no hubiera sido por Jezabel. Nacida y criada
como adoradora del Baal de Tiro, se le permitía de parte de Acab—ya que era la costumbre y porque
no éste no era intolerante—seguir en su religión nativa en Samaria; además, se le construyó un
templo de Baal allí. (1 Reyes 16:32) Pero eso no fue todo. Jezabel era una mujer terca que parece
haber sido una misionera para su dios. Enfurecida por los que se oponían a ella (principalmente
Elías), dirigía todas sus medidas represivas contra ellos, aun la pena de amenaza de muerte. (1 Reyes
18-19) La pregunta era, ¿quién debía ser el Dios de Israel?, ¿Yahvé o Baal? (18:20-24)
El peligro para Israel era inmenso. Mientras más sepamos del paganismo cananeo, más claro
se hace.54 He aquí, un paganismo de la forma más degradante. Sus dioses y diosas—Baal, Astarte,
Asera, Anat, y los demás—mayormente representaban esas fuerzas y funciones de la naturaleza que
tienen que ver con la fertilidad. Su mito se relacionaba estrechamente a la muerte y el renacimiento
de la naturaleza. Su culto se preocupaba por controlar las fuerzas de la naturaleza por medio de su
rito, y así lograr la fertilidad anhelada en la tierra, en las bestias y en el hombre. Como en todas las
demás religiones semejantes, se involucraban la prostitución sagrada de ambos sexos y otras
prácticas estáticas y orgiásticas de la forma más vil.
Claramente, la pregunta, ¿Yahvé o Baal?, no era trivial. Los hombres modernos tendemos a
verlo como si fuera una especie de querella denominacional, y así pensar que la hostilidad profética a
Baal un poco fanática y limitante. Pero nos equivocamos, porque estas no eran religiones rivales, la
una superior a la otra; eran religiones totalmente diferentes; no podían verse entre sí. Hay que
entender que la misma existencia de Israel como el pueblo de Dios estribaba en su confianza de que
Yahvé la había llamado, había entrado en pacto con ella, la había creado para vivir en obediencia a su
ley justa, y le había dado un sentido de destino como su pueblo. Al contrario, Baal sería destructivo
para esa misma fe que hacía que Israel fuera lo que era. He aquí, una religión que no llamaba a los

52 La Biblia habla del padre de Jezabel como “el rey de los sidonios.” El poder de los fenicio-sidonios
(cananeos) estaba en su cenit. Tiro era la ciudad principal. Véase Albright, “The Biblical Period,” p. 33. Para
una excelente discusión de la civilización fenicia, idem, “The Rose of the Canaanites in the History of
Civilization,” Studies in the History of Culture (Menasha, Wis.: Banta Pub. Co. 1942), pp. 11-50.
53 Véase el Capítulo I.
54 En absoluto, la fuente más rica para nuestro conocimiento son los textos descubiertos en Ras Shamra sobre

la costa siríaca durante la década antes de la II Guerra Mundial. Para una introducción útil, véase C. F.
Schaeffer, The Cuneiform Texts of Ras Shamra-Ugarit (London: Oxford University Press, 1939). Para una
traducción completa de los textos, véase C. H. Gordon, Ugaritic Literature (Rome: Pontifical Biblical Institute,
1949); véase idem, The Loves and Wars of Baal and Anat (Princeton, N. J.: Princeton University Press, 1943) para
un enfoque popular.Para una excelente discusión breve de la religión cananea, véase Albright, Archeology and
Religion of Israel, capítulo III.
30

hombres para que vivieran más allá de su naturaleza animal sino que la fomentaba; una religión, lejos
de tener demandas morales, proveía para los hombres un rito externo con miras de aplacar a la
deidad y así manipular los poderes divinos para sus propios fines materiales; era una religión no tan
sólo incapaz de crear comunidad sino que, al apelar a los deseos egoístas del adorador, era
destructivo para la verdadera comunidad. Entonces, como ahora, el paganismo no era cosa trivial.
Ya que los hombres asumen el carácter de los dioses que adoran, importa mucho quiénes sean estos
dioses. Si Israel hubiese abrazado a Baal, habría sido su fin; ya no habría vivido como el pueblo
particular de Dios. Ni rastro de su heredad habría sobrevivido.
Desde luego, la amenaza de Baal no era cosa nueva con la venida de Jezabel. Había estado
allí desde la conquista, cuando Israel confrontó por primera vez la superior cultura material de
Canaán; Al tomar su tierra, tomó también su modo agrario de vida, sus ciudades y sus santuarios.
Siempre estaba presente la tentación de pensar que la adoración a los dioses de la fertilidad era
necesaria como parte de la vida agraria. Muchos eran prestos a apostatarse a Baal o a dirigirse a
Yahvé como si fuera Baal. La incorporación de sangre nueva en Israel55, sin duda más rápida que la
posibilidad de asimilarla, junto con la actitud tolerante de Salomón y otros al respecto, sólo puede
haber acelerado el proceso. Baal no era extraño para Israel.
Sin embargo, no debemos permitir que esto ofusque la magnitud de la amenaza de Jezabel.
Ya, por la primera vez, había un intento abierto de parte del estado para imponer un paganismo
extranjero por la fuerza. Como ya hemos dicho, Jezabel recurría a la persecución, y ésta tenía
grandes alcances. Caía con fuerza especial sobre los profetas de Yahvé. (1 Reyes 18:4; 19:14) Por
primera vez en Israel el profeta encaraba represalias por hablar la palabra de Yahvé. Ante esta
presión, algunos se doblegaban y se rendían ante el estado. Después, vemos grupos de profetas,
pagados por la corte o el santuario, amontonándose alrededor del rey para lamerle la mano y para
decir—unánimemente—lo que el oído real deseaba oír. (1 Reyes 22) Pero también vemos una
sucesión de solitarios individuos que como Miqueas, porque se negaban a comprometer su palabra
profética, cada vez más era alienada no tan sólo del estado sino también de sus compañeros profetas.
Para estos profetas, Yahvé estaba en contra del estado.
2. Que la política de Jezabel produjera una reacción violenta era inevitable. Porque no tan
sólo era intolerable para los israelitas conservadores sino que también aún persistía la idea de que el
estado podía ser depurado, devuelto a su destino por la acción política. El hecho de que la reacción
se demorara hasta que Acab tanto como Elías habían desaparecido de la escena, no resultó en
disminución alguna de la violencia. El lector encontrará la historia en 2 Reyes 9-10. Es un relato de
purga sangrienta con pocos paralelos en la historia respecto a la brutalidad. Jehú, un general que
aspiraba a ser rey, la llevó a cabo. No terminó hasta que el Rey Joram había sido matado por una
flecha, Jezabel había sido arrojada por una ventana, y la casa entera de Acab exterminada hasta el
niño más pequeño. Acabó con Ocosías—rey de Judá—que visitaba a su primo, Joram, y a otros
también de su familia. La purga llegó a su clímax sangriento cuando Jehú citó a los adoradores de
Baal a su templo en Samaria para que sus soldados hicieran una carnicería con ellos, matando así
hasta al último.
De verdad es un relato feo. Pero, aunque promovía las ambiciones políticas de Jehú y las de
otros oportunistas, de ninguna manera era principalmente un trastorno político o social. Era más
bien un aumento considerable del espíritu del Israel conservador contra la corrosión del espíritu
nacional, ocasionada por la política de Acab. Los exponentes de la purga sangrienta eran hombres
del orden antiguo. El padre de éste fue Elías mismo (1 Reyes 19:15-18), aunque ya no vivía. Elías
era de Galaad (1 Reyes 17:1), un hombre de la orilla del desierto donde el orden antiguo aun
persistía. Su apariencia (2 Reyes 1:8) nos recuerda del Bautista (Mateo 3:4); ambos usaban la

55 Véase Capítulo I.
31

vestimenta nazarea, un vestido de pelo y un cinto de cuero. En el nombre del Dios de Israel, declaró
la guerra santa contra Acab y su estado pagano, su reina pagana y su dios pagano. Cuando Jezabel
buscaba matarlo, huyó a Horeb, el monte del comienzo del pacto (1 Reyes 19): una huida al desierto
y al pasado para encontrar al Dios de las costumbres antiguas. Y, al final, lo vemos llegando al
Jordán y yendo al desierto en el oriente (2 Reyes 2) para no ser vistos más nunca por ojos mortales.
Elías era la misma personificación del orden antiguo y todo lo que representaba. Él y los profetas
que se reunían en su derredor no podían descansar nunca mientras Jezabel estuviera en el trono.
Estos órdenes proféticos, “los hijos de los profetas”, son una ilustración adicional del hecho
de que la purga de Jehú se nutría del orden antiguo. Elías tanto como Eliseo tenían relaciones con
ellos al igual que Samuel mucho tiempo antes. Ellos eran los que aguantaban lo peor de la ira de
Jezabel. Y, aunque algunos se rendían, de este grupo (2 Reyes 9:1-10) salió el que ungiría a Jehú para
que emprendiera su tarea sangrienta. Estos profetas presentan un cuadro intrigante.56 Profetizando
así en grupos, a menudo con acompañamiento musical (1 Samuel 10:5-13; 2 Reyes 3:15), a menudo
con un frenesí desbordado (1 Samuel 19:18-24), representan un estático substrato “pentecostal” de
la fe de Israel, psicológicamente parecido a las manifestaciones similares en otras religiones. (véase
Hechos 2:1-13; 1 Corintios 14:1-33) Imbuidos de la furia divina, incitaban a los hombres a pelear en
las guerras santas de Yahvé contra sus enemigos. Apareciendo por vez primera durante la crisis con
los filisteos en el tiempo de Saúl, el apogeo de su actividad posterior coincidía con las guerras
arameas de Acab. Acompañaban al ejército en el campo de batalla (2 Reyes 3:10-19; 2 Crónicas
20:14-18); no tenían piedad para los enemigos de Yahvé. (1 Reyes 20:31-43)57 ¡Eliseo era un sostén
tan fuerte para la moral israelita que se le llamaba “los carros de Israel y sus jinetes”! (2 Reyes
1|3:14) ¡El hombre valía más que muchos soldados! Una tradición tan fuertemente nacionalista no
podía llevarse con cosas extranjeras.
Luego, estaba Jonadab hijo de Recab. Era él que (2 Reyes 10:15-17) apoyaba y ayudaba
físicamente a Jehú en la matanza de los adoradores de Baal en Samaria. No puede haber una
ilustración más clara de la naturaleza intensamente conservadora de la reacción contra la casa de
Acab. Que Jonadab tanto como su clan entero eran nazareos aprendimos en Jeremías 35. Habían
hecho votos (vs. 6-7) de no tomar nunca el vino ni cultivar viñedos ni arar la tierra sino morar
siempre en tiendas al igual que sus ancestros. Esto no debe entenderse como una lección sobre la
templanza. Más bien, era una renunciación simbólica de la vida agraria y todo lo que ésta encerraba.
Resultaba del sentir que a Dios había que encontrarlo en los modos antiguos, los modos puros del
desierto. Además, Israel se había alejado de su destino al estar en contacto con la cultura
contaminante de Canaán.58 Para estos, Jezabel era el peor anatema.
La purga, pues, no era una mera maniobra política; era un esfuerzo para corregir a Israel a la
luz de una norma antigua. Había una creencia muy profunda de que la política de Acab había
pervertido el destino de Israel y que, por lo tanto, Dios estaba en contra del estado. Sin embargo, al
mismo tiempo, el rechazo al estado no era total, porque se creía que el estado podría ser purgado
por la revolución, y que así iba a ser.

56 Para una discusión cabal de los órdenes proféticos, véase A. R. Jonson, The Cultic Prophet in Ancient Israel

(Cardiff: University of Wales Press Board, 1944).


57 Que uno de ellos pudiera maldecir a Acab por no matar a Ben-hadad se puede explicar únicamente a la luz

del fuerte prejuicio nacionalista y aislacionista de los profetas primitivos. La clemencia de Acaba normalmente
se vería no tan sólo humanitaria sino también sabia en vista de la inminente amenaza de los asirios.
58 Aunque los mismos profetas clásicos no iban tan lejos, algunos de ellos—especialmente Oseas y Jeremías—

hasta cierto punto simpatizaban son sus sentimientos. Después de todo, Jeremías elogiaba su lealtad a sus
principios: véase Jeremías 35; 2:1-2; Oseas 9:10ss.; 11:1-7. Véase W. F. Albright, “Primitivism in Western Asia,”
in A Documentary History of Primitivism, Vol. I (A. O. Lovejoy and G. Boas, Primitivism and Related Ideas in Antiquity
[Baltimore: Johns Hopkins Press, 1935]), pp. 421-432.
32

3. Pero se pregunta: ¿Esa purga logró que Israel se convirtiera en el Reino de Dios? ¿Le
restauró a ella su destino como pueblo de Dios? ¡Claro que no! Pareciera que ninguna acción
política, por extensiva que fuera, no podía lograr tal cosa.
Por cierto, si fuéramos a llamar esta purga un crimen y un tremendo error, tendríamos el
respaldo de un profeta de estatura tan grande como la de Oseas. (Oseas 1:4) Ciertamente, el odio
producido por la purga era tan grande que tiene que haber dividido a Israel por muchas
generaciones. La crema y nata del liderazgo nacional había perecido, porque casi toda persona de
importancia en Israel se había contaminado por la influencia de Jezabel. Además, las alianzas con los
fenicios por un lado y con Judá por el otro, cosas que eran la base de la prosperidad, colapsaron de
inmediato. No quedaba más remedio. Después de todo, Jezabel era de la casa reinante de Tiro, y su
hija, Atalía—cuyo hijo, Ocozías, también había muerto en el baño de sangre—era la reina madre en
Jerusalén. Las alianzas políticas no sobreviven tales cosas.
En todo caso los arameos una vez más se aprovecharon de la oportunidad para humillar a
Israel hasta el polvo. Durante el reinado de Jehú (842-815), Hazael, el nuevo rey de Damasco, le
quitó a Israel todos sus territorios al este del Jordán (2 Reyes 10:32-33), y se desplazó por la llanura
costera hasta llegar a las ciudades filisteas. (2 Reyes 12:17) En la siguiente generación se empeoraron
las cosas. Los arameos tenían al hijo de Jehú, Joacaz (815-801), a su merced a tal extremo que le
permitían tener sólo un ejército equivalente a una fuerza policíaca (2 Reyes 13:7) de cincuenta jinetes,
diez carros, y diez mil soldados de infantería. (Acab se disponía de dos mil carros de guerra cuando
luchó contra los asirios en 853.)
Lo que era peor, la purga no purgó de verdad. Por cierto, Israel se salvó de una conversión
plena a Baal, cosa no trivial. Pero es claro que Jehú era un oportunista sin un verdadero celo por un
Israel purificado. La Asera, símbolo de la diosa más alta del culto a Baal, permanecía en Samaria. (2
Reyes 13:6) Un paganismo extranjero se había ahogado en sangre con tal que una clase autóctona
pudiera florecer sin impedimentos.59 Que sea posible aplastar físicamente un paganismo para luego
rendirse ante una forma más sutil de él en el espíritu, es una verdad trágica. Así hizo Israel. La
creencia de que el estado se hubiera depurado llevó a muchos profetas a hacer las paces con el
estado, cuando no lo habían hecho anteriormente. Su fervor patriótico se puso al servicio del
estado, porque ahora el estado era de Dios.

III

La última mitad del siglo nueve A. de J. C. trajo días muy negros para Israel. El estado
arameo de Damasco estaba en el apogeo de su poder, e Israel no podía con él. Pero el siglo ocho
produjo un cambio de fortuna. Una combinación providencial de circunstancias le dio a Israel otra
oportunidad.
1. Un nuevo y terrible poder mundial llegó al escenario: Asiria. Esta era una nación antigua.
Era un estado de importancia, remontándose hasta el tiempo de Abraham y aun antes. Ella poseía el
balance de poder en la parte occidental de Asia más o menos cuando los israelitas entraban a la
Palestina. Pero por siglos, plagada por la presión aramea desde el desierto y por una debilidad
interna, no había asumido gran importancia. No obstante, ahora una vez más empezaba a tener
ambición de imperio. Tan temprano como 850 A. de J. C. Asur-nasir-pal II había arrasado toda la
parte superior de Mesopotamia y atravesó el Éufrates con crueldad insensible. Su sucesor,
Salmanasar III (858-824) siguió en sus pisadas. En el año 853 éste tuvo que confrontar en Qarqar

Albright, “The Biblical Period,” p. 38, señala que los nombres propios, compuestos con Baal, se hallan a
59

menudo en la ostraca de Samaria en el siglo posterior. En todo caso, solo una lectura de Oseas basta para
mostrar que la adoración a Baal distaba mucho de ser desarraigada.
33

sobre el Orontes una coalición de reyes sirios y palestinos, incluyendo a Ben-hadad de Damasco y
Acab de Israel. Estos momentáneamente habían dejado a un lado sus querellas ante un peligro
mayor.60 El Asirio hizo alarde de una gran victoria, pero es claro que se le puso en jaque. De
inmediato, Aram e Israel renovaron su pequeña guerra fútil, y tres años más tarde (850) Acab murió.
(1 Reyes 22)
Los próximos cincuenta años trajeron triunfo para Aram y humillación para Israel. El
enérgico Hazael, que había usurpado el trono en Damasco (2 Reyes 8:7-15), tuvo que aguantar por
lo menos dos invasiones más de parte de Salmanasar, pero nunca capituló. La última de éstas vino
en 837, después de la cual quedó plagada Asiria de desórdenes internos por una generación. Por
ende, no marchó al occidente del Éufrates. Esto le dio a Hazael el respiro que necesitaba, y la
empleó, como ya vimos, para humillar vilmente a Israel. Pero la sombra de Asiria aún posaba sobre
el occidente. Para 805, ésta había vuelto, esta vez bajo Adad-nirari III, y dentro de pocos años Aram
estaba quebrantada, y pagaba muchos tributos al conquistador.
En cambio, Israel se escapó del golpe. Es cierto que en una ocasión Jehú pagó tributo al
Asirio,61 pero fue cosa mínima, y no significaba una subyugación permanente. Tampoco invadieron
los ejércitos de Ad-nirari a Israel, pero sí arrasaron a Damasco subsecuentemente. Es más, los éxitos
de Ad-nirari no tuvieron seguimiento. Después de sus campañas, y por cincuenta años después,
Asiria entró en una adicional etapa de debilidad durante la cual apenas podía mantener un punto de
apoyo al oeste del Éufrates. Tenía que haberle parecido a muchos israelitas que la Providencia había
intervenido: que Asiria no podía ser otra cosa sino la herramienta empleada por Dios para salvar a
Israel y castigar a sus enemigos, porque Israel era el “reino” de Dios.
2. Como quiera, esta era la señal para el resurgimiento de Israel. Joás (801-786) lo comenzó.
Atacó al Aram tambaleante y en tres victorias recobró todos los territorios que su padre, Joacaz,
había perdido. (2 Reyes 13:25) Al mismo tiempo, cuando Amasías—rey de Judá (800-783)—se
dispuso a reanudar la querella crónica entre los dos estados, procuró disuadirlo al principio, pero
cuando Amasías no quiso escuchar, le dio una paliza. (2 Reyes 14:8-14) Pero fue Jeroboam II cuyo
largo reinado (786-746) llevó a Israel al cenit de su gloria. Por medio de una acción agresiva
extendió las fronteras de Israel más al norte; desde el tiempo de Salomón, no se habían extendido
tanto. (2 Reyes 14:25) Mientras tanto, el igualmente duradero y capaz Uzías de Judá (783-742), que
sucedió al trono después del asesinato de su padre, Amasías (2 Reyes 14:19), se hizo un pleno
partícipe en este programa agresivo. Las conquistas de Uzías igualaron las de Jeroboam en el norte y
se extendieron desde la llanura filistea en el oeste hasta Amón y el Hedjaz en el sur y el este. (2
Crónicas 26:6-8) Excepto por el hecho de ser una nación dual, casi llegaba al tamaño del imperio de
Salomón.
Procedía también una prosperidad sin par que no se veía desde Salomón. Las rutas
comerciales que Salomón controlaban estaban de nuevo en manos israelitas. El puerto de Eilat
(¿Ezión-geber?) sobre el Mar Rojo se restauró (2 Reyes 14:22), y presumiblemente el comercio de
ultramar para el sur florecía de nuevo. Probablemente esto significa que los fenicios, aún en el
apogeo de su prosperidad, se incluyeran de nuevo en el programa. Los recursos económicos del país
se desarrollaban (2 Crónicas 26:10).62 Israel podía recordar pocos períodos comparables a los de a
mediados del siglo ocho A. de J. C. El hecho de que fuera la gloria de la puesta del sol de la nación

60 La Biblia ni siquiera menciona esta batalla, pero sabemos de ella por las inscripciones de Salmanasar mismo.
El estar consciente del peligro que el asirio representaba para ambos es la mejor explicación del deseo de Acab
de hacer las paces con Ben-hadad. (1 Reyes 20:31-34) Para una traducción de porciones relevantes de los textos,
véase Pritchard, op.cit., pp. 278-279.
61 En 841 A. de J. C. Esto también se descubre en las inscripciones de Salmanasar; véase Pritchard, op. cit., p.

280.
62 Esto ha sido parcialmente ilustrado por la arqueología; véase Albright, “The Biblical Period,” pp. 39-40.
34

no disminuía su esplendor. El marfil y los grandes palacios que los arqueólogos han descubierto en
Samaria comprueban que Amós no exageraba en cuanto a la riqueza que disfrutaba la tierra.
3. Pero, otra vez, como en el tiempo de Salomón, la sociedad está enferma. Nada más que
ahora es una enfermedad fatal. El lector de Amós contempla el cisma social en cada línea. Hay una
riqueza inaudita que conoce cada lujo que el dinero pueda comprar, y hay una amarga pobreza sin
esperanza. Hay avaricia y venalidad sin conciencia que valora la propiedad más que a los hombres o
a Dios. Y la religión es igualmente enfermiza. Los santuarios están muy ocupados, ricos y
concurridos por adoradores. (Amós 4:4-5; 5:21-23) Pero la religión es una mecánica quid pro quo, un
intento nauseabundo por comprar favores materiales a Dios con dádivas materiales. Ella tolera la
más crasa inmoralidad (Amós 2:6-8; Oseas 4:4-14): no ofrece ningún regaño—¡siempre que uno
sostenga a su iglesia! Está totalmente al servicio del estado, y no permite ninguna crítica de él. (Amós
7:10-13)
Claramente, esta es la enfermedad mortal de una nación. Sin embargo, y a pesar de ella,
florecía una terca confianza en el futuro más allá de toda comprensión. Sin duda, esto surgió en
parte del orgullo de una nación victoriosa que confiaba en su propia fuerza. (Amós 6:13)63 y de la
favorable situación política más allá de la cual hombres miopes no podían ver. Pero también debe
verse como una enfermedad de teología. La fe de Israel siempre le había enseñado que esperase
grandes cosas para el futuro. Se creía que la historia se movía adelante, hacia la victoria del propósito
de Dios, el establecimiento de su reinado sobre su pueblo en gloria. Vendría el escatológico día de
triunfo, el Día de Yahvé, cuando el victorioso Reino de Dios se convertiría en realidad. Tampoco
dudaba Israel que ella era el pueblo de Dios, el reino escogido y defendido por él. Así que encaraba
el futuro con confianza y aun se atrevía a anhelar el Día de Yahvé (Amós 5:18), porque sería el día
de su triunfo también.64

IV

Amós hablaba a esta prosperidad y a esta enfermedad. El primero de esa sucesión de


profetas cuyas palabras se preservan para nosotros en la Biblia, Amós era algo completamente nuevo
en Israel. Empero, es igualmente claro que era una voz del antiguo orden. De su vida no sabemos
casi nada. Un pastor de la orilla del desierto de Judea (1:1),65 se le presentó la ocasión para viajar al
reino del norte. No le gustaba para nada lo que veía allí, y se dio rienda suelta en el gran santuario de
Betel. Sin ser ni sacerdote ni profeta profesional (7:14), 66 su única autenticación era la Palabra de

63 La mayoría de los comentaristas ven en las palabras crípticas de Amós 6:13, “poca cosa” (hebreo Lo-debar) y

“cuernos” (hebreo Carnaim) los nombres de dos lugares que se sabe por otras referencias en la Biblia que
existían en la parte norte-central de la Transjordania. Este versículo se leería entonces, “Vosotros que os
alegráis por Lo-debar, es decir, ‘¿No es por nuestra fuerza que hemos tomado Carnaim para nosotros mismo?’”
Presumiblemente, estas son alusiones a las victorias de Joás o Jeroboam sobre los arameos.
64 Estoy de acuerdo con aquellos que piensan que la noción popular del Día de Yahvé es escatológica, es decir,

el tiempo cuando Yahvé irrumpiría en la historia para juzgar a sus enemigos y establecer su reinado. Véase mi
artículo “Faith and Destiny,” Interpretation V-1 (1951), 9ss.
65 Su hogar estaba en Tecoa (1:1), un sitio que aún lleva su nombre antiguo (Kirbet Tacú, a unos cuantos

kilómetros al sureste de Belén, mirando al declive empinado hacia el Mar Muerto.


66 Es difícil estar de acuerdo con aquellos—últimamente A. Haldar, Associations of Cult Prophets Among the Ancient

Semites (Uppsala: Almqvist & Wiksells, 1945), p. 112; Milos Bic, “Der Prophet Amos—Ein Haepatoskopos,”
Vetus Testamentum, I-4 (1951), 292-296—que sostienen que las palabras (1:1; 7:14) noqed y boqer (pastor) denotan
un funcionario. Aun accediendo a que ocasionalmente las palabras tengan un significado cúltico, esto no
comprueba que siempre sea así. El hecho de que los profetas primitivos se ligaran estrechamente al culto no
debe llevarse a tal extremo. El sentido de Amós 7:14 es que Amós no era un religionista cuando se le llamó;
35

Yahvé que le había llegado, exigiendo que se pronunciara. (7:15) Así, era hombre de carisma como
los jueces de antaño Aunque ahora el carisma no se sometía al liderazgo del estado sino que era su
más severa censura.
1. El mensaje de Amós le parece al lector sencillo pero también emocionante. Es la clásica
protesta ética. Es clásica, porque todo profeta después de Amós lo asumiría; es clásico, porque
nunca se pronunció de mejor manera—no podría haberse pronunciado mejor. Con un enojo salvaje,
Amós arremete en contra de aquellos que valoran la ganancia más que la rectitud:

Vosotros que convertís el derecho en ajenjo y echáis


por tierra la justicia
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . .. . . . . . . . . . . . .
Ellos aborrecen al que les amonesta en el tribunal,67 y abominan
al que habla lo recto.
Por tanto, puesto que pisoteáis al pobre y tomáis de él tributo
de granos, aunque hayáis edificado casas de piedra
labrada, no las habitaréis.
Plantasteis hermosas viñas, pero no beberéis del vino de ellos.
Porque yo conozco vuestras muchas rebeliones y vuestros grandes
pecados: que hostilizáis al justo, que tomáis soborno y que
hacéis perder su causa a los pobres en el tribunal.
(5:7, 10-12; véase 2:6-16; 8:4-10)

Pero Amós sabía que el pecado de la sociedad era mucho más que una abierta malicia y
avaricia. Era también una comodidad, amante del lujo, que valoraba su propio confort más que los
seres humanos y que se desinteresaba del profundo cisma en el orden social. ¡Cómo el profeta se
mofa de las damitas del reino, llamándolas “vacas de Basán” de Samaria! (4:1) ¡Cómo denuncia a la
sociedad que se entretiene antes del diluvio!

¡Ay de los que viven reposados en Sion, y de los confinados


en el monte de Samaria, señalados como los principales
de las naciones, y a quienes acuden los de la casa de
Israel!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Vosotros suponéis que el día malo está lejos, y acercáis la sede del
terror.68 Dormís en camas de marfil, os extendéis sobre
vuestros lechos y coméis los carneros del rebaño y los terneros de engorde.
Improvisáis al son de la lira e inventáis instrumentos musicales, al estilo
de David.69

véase H. H. Rowley, “¿Was Amos a Nabi?” Festschrist Otto Eissfeldt, J. Fück, ed. (Halle: Max Nieyeyer, 1947),
pp. 191-197.
67 Literalmente, “al que reprueba en el portón.” El portón de la ciudad, como sabemos por numerosas

referencias en el Antiguo Testamento, era donde los ancianos se reunían para administrar la justicia. De modo
que, esto corresponde a la corte, según nuestro concepto actual.
68 Literalmente, “y acercáis el asiento de la violencia.” Parece que se refiere a las cortes en las que la violencia

en lugar de la justicia se dispensa. Pero el sentido no es claro; véase los comentarios.


69 El hebreo, seguido por el inglés, reza así, “como David inventan para sí instrumentos de música.” Para

muchos comentaristas, esto no les parece, porque (a) aunque David era famoso como compositor de
36

Bebéis vino en grandes copas y os ungís con los más finos perfumes,
y no os afligís por la ruina de José.
(6:1, 3-6)

Tampoco es posible que una sociedad tan quebrantada se sane por la mucha religión. La
religión hacendosa de un pueblo que incumple toda justicia no vale nada para Dios; es más, es una
ofensa para él. ¡Nadie mejor que Amós para expresarlo!

“Aborrezco, rechazo vuestras festividades, y no me huelen bien


vuestras asambleas festivas. Aunque me ofrezcáis vuestros
holocaustos y ofrendas vegetales, no los aceptaré, ni miraré
vuestros sacrificios de paz de animales engordados.
Quita de mí el bullicio de tus canciones, pues no escucharé las
salmodias de tus instrumentos.
Más bien, corra el derecho como agua, y la justicia como arroyo
permanente.
(5:21-24)

De modo que era un tiempo cuando la sociedad necesitaba desesperadamente la censura, y


sin embargo, la religión establecida no podía dar esa censura, ni siquiera criticarse a sí misma; la
protesta tenía que proceder desde fuera de la iglesia organizada. Y eso, desde luego, era cosa
horrenda.
El propósito del mensaje de Amós, pues, es claro—tan claro como un golpe en la cara.
Tampoco hay necesidad de decir que es un mensaje pertinente para todas las épocas; es
desesperadamente pertinente. Nos dice lo que necesitamos oír; que una sociedad que valora más el
grano que la honra, que valora más su nivel de vida que a Dios, está agonizante; que una iglesia que
no tiene ninguna censura para la sociedad, que demanda un sostén exorbitante antes que una
conducta justa, no es una iglesia verdadera sino una farsa. Amós nos dice que ninguna cantidad de
actividad religiosa ni lealtad a la iglesia puede hacer que sea apático ante la conducta del hombre en
el comercio y la sociedad. Tampoco puede un credo correcto reemplazar una plena obediencia a la
voluntad divina en todos los aspectos de la vida. Nos dice que la iglesia que haga una dicotomía
entre la fe y la ética, a tal grado que minimice la última, está bajo el juicio de Dios al igual que la
sociedad de la que se ha hecho una parte.
2, ¡Claramente pertinente! Pero uno puede preguntarse ¿qué tiene esto que ver con la
esperanza del Reino de Dios? El mensaje de Amós es de una perdición sin remedio. Por cierto,
pedía el arrepentimiento (5:4, 14-15), y al penitente le ofrecía esperanza. Pero es claro que no
esperaba que se diera el arrepentimiento: la perdición era segura y pronta. Israel era un tambaleante
muro mal construido que estaba fuera de la línea de la plomada de Dios (7:7-9)--¡qué se derrumbe! A
Israel se le dejarán “las migajas de la comida de león.”70—dos piernas y la punta de la oreja. (3:12)
Tan real era la ruina venidera para Amós que empezó una endecha sobre la nación perdida como el
muerto:

canciones, nunca leemos que inventase instrumentos musicales; y (b) el contexto habla de banquetes con
música, el lugar donde cancioncitas pudieran improvisarse, pero difícilmente se inventaran instrumentos
musicales. La enmienda, propuesta por Nowack, etc., sólo cambia una letra hebrea. De todos modos, es una
conjetura.
70 La expresión es de George Adam Smith en The Book of the Twelve Prophets (edición revisada; New York:

Harper & Brothers, 1928), I, 148.


37

¡Cayó la virgen de Israel para no volverse a levantar”


Sobre su suelo yace abandonada, y no hay quien la levante.
(5:2)

Puede que uno pregunte ¿qué tiene que ver una perdición tan funesta al tema nuestro?
Pero nos equivocaremos en grande respecto a Amós y otros hombres del siglo ocho si no
entendemos que su predicación es una poderosa reactivación de la fe del pacto. Está enraizada y
fundamentada en ese sentido de la relación íntima entre Dios y el pueblo la cual era el corazón de
toda la creencia israelita. Se dirige al pueblo como nada menos que el pueblo de Yahvé, los súbditos
de su regencia y partícipes de su pacto; les recuerda lo que significa esa relación.
Ahora bien, no debe suponerse que a Israel de verdad le hacía falta que se le recordara de su
elección. Al contrario, era una idea fija para ella; ella la creía demasiado bien. Toda su tradición
afirmaba con voz unánime que Dios la había escogido de entre todas las naciones para ser su
pueblo, y ella atesoraba esa creencia con todo el corazón. Yahvé era su Dios, y ella, su pueblo; por lo
tanto, Yahvé la había bendecido así continuaría. Como el pueblo propio de Yahvé, ella podía
encarar el futuro sin temor y aun mirar hacia adelante con confianza para el Día de Yahvé (5:18)
cuando él intervendría en la historia para juzgar a sus enemigos y establecer su regencia sobre la
tierra. ¿Por qué no tendría Israel plena confianza? ¿No es el establecimiento de la regencia de Dios lo
mismo que el de su pueblo? Al fin y al cabo, el estado de Israel es el pueblo de Dios.
En breve, la entera noción del pacto y la elección se había hecho una cosa mecánica, la
profundamente nota moral inherente en ella se había distorsionado y oscurecido. Se había olvidado
que el pacto era una obligación bilateral, exigiendo así a su pueblo la adoración sólo a Dios y la más
estricta obediencia a su justa ley en todas las relaciones humanas. O, si se acordaba de ella siquiera,
se creía que el sacrificio y el sostenimiento de los santuarios la cumplían. El lazo entre Dios y su
pueblo así se convertía en una estática cosa pagana, basada en sangre y culto—una perversión total
de la idea de pacto. También, a la religión se le daba una función cabalmente pagana: la de
coaccionar el favor de Dios por la tenaz manipulación del rito para lograr la protección y los
beneficios materiales para el individuo y la nación.
Amós rechazaba rotundamente esta noción mecanizada del pacto. Pero esto no implicaba
que Amós y los demás profetas repudiaran la creencia en Israel como pueblo escogido de Dios. Al
contrario, éstos lo afirmaban una y otra vez. De hecho, a Amós le parecía que toda el pasado
nacional no había sido otra cosa sino una historia de la gracia de Dios—una gracia repagada con la
más crasa de ingratitud. (2:9-12) Pero, según Amós, el ser escogido no quiere decir ser mimado; más
bien, es el llevar una doble responsabilidad. El pecar contra la luz de la gracia es un delito
compuesto, aun más, es un crimen. Todas las naciones, incluso Israel, están igualmente ante el
tribunal de la justicia de Dios. (Capítulos 1-2) No hay naciones favoritas o razas selectas: “Oh hijos
de Israel, ¿Acaso no me sois como los hijos de los etíopes? ... ¿No hice yo subir a Israel de la tierra
de Egipto, a los filisteos de Caftor y a los sirios de Quir?. (9:7) La elección es para que haya
responsabilidad. ¡Con qué lógica razona Amós, y sin embargo, una lógica demasiado dura para la
comprensión de un pueblo favorecido! Se mueve desde una premisa básica hacia una conclusión
inaudita. Esta es la premisa: “”Solamente a vosotros he conocido (es decir, escogido) de todas las
familias de la tierra.” Y esta es la inexorable conclusión: “Por tanto, os castigaré por todas vuestras
maldades.” (3:2)
Pero al decir esto Amós sólo vuelve a una noción pervertida del pacto a la verdadera. El
pueblo de Dios es una comunidad, unidos los unos a los otros por su lazo con el Dios del pacto. Es
una hermandad, por dentro de ella todas las relaciones humanas son reguladas por la justa ley de ese
Dios; y todos están igualmente bajo esa ley. El pacto no es mecánico ni automático; es un bilateral
38

acuerdo moral y puede ser anulado. El maltratar a un hermano es anularlo, porque el que incomoda
a su hermano escupe en la ley de Dios y, por eso, no guarda el pacto con él. En breve, Israel es el
pueblo de Dios, pero sólo a la medida en que ella guarda su ley y exhibe su justicia. Ya que Israel no
lo hizo, sino que violó extraordinariamente la hermandad del pacto, ¡Israel no es el verdadero pueblo de
Dios!
Tenemos que entender la predicación ética de Amós a la luz de esta teología. Es importante
que nos fijemos en esto, porque muy a menudo se pierde. Reconocemos el ataque ético sin darnos
cuenta del patrón ideológico sobre el cual se basaba, y ese ataque llega a ser una iracunda cosa
bulliciosa—y así deformamos el carácter de Amós. No era un revolucionario, arengando a las masas
subyugadas a las barricadas. No era ningún humanitario, conmovido por la condición de los pobres,
que predicase un programa de reforma social para así sanar el mal nacional. No nos
equivoquemos—no era ningún maestro de una nueva ética que transformara la deficiente moral
popular para elevarla a las alturas del monoteísmo ético tal y como nos solían decir los libros de
texto. Amós no era un innovador sino un hombre del orden antiguo. Su protesta ética bebía de una
fuente profunda de más de quinientos años. La suya era la ética del Decálogo; de Natán que llamó
asesino a la cara de David; (2 Samuel 12:1-15) de un tosco Elías que descendió a Jezreel para
encontrar a su enemigo, Acab, y así maldecirle por su crimen contra Nabot. (1 Reyes 21) Sin
embargo, por mucho que se arraigara en el pasado, Amós no era nazareo ni recabita que pensaran
curar las enfermedades de la sociedad, huyendo a un pasado que nunca hubo. Amós, simple y
sencillamente, era un hombre del pacto que denunciaba toda la avaricia, la inmoralidad y la iniquidad
social como pecados contra el Dios del pacto. No proponía ninguna cura para el cisma de la
sociedad salvo una restauración de la hermandad del pacto la cual había creado la sociedad israelita
desde el principio:

¡Buscad el bien y no el mal, para que viváis;


Así estará con vosotros Jehová Dios de los Ejércitos, como decís.
(5:14)

3. Justo aquí está la tremenda contribución de Amós en torno a la noción del Reino de Dios.
Con Amós, el rechazo de esa blasfema identificación del pueblo y el Reino de Dios con el estado
israelita se había hecho total. La resistencia a esa identificación, como ya se dijo, no era nueva. Se
remontaba a la convicción de que la monarquía no era el orden de Dios, y, aunque se le viera como
un tolerable orden necesario, era preciso que éste se sometiera al orden de Dios. Era este
sentimiento el que daba origen a purga tras purga, revolución tras revolución las cuales habían roto
por generaciones la vida política de Israel. Pero antes de Amós persistía la esperanza de que el
estado pudiera convertirse en el orden de Dios, o por lo menos que se le hiciese compatible por la
acción política. Amós desistió de esta idea totalmente. De hecho, después del horror de Jehú, así
opinaría cualquier hombre pensante. Es cierto que a Amós se le veía como un revolucionario, otro
nabi conspirador que predicaba la sedición contra el estado (7:10-13), pero su negación airosa (7:14-
15) se comprueba por los hechos. He aquí, una cosa nueva: nunca más, que sepamos, intentó un
profeta reformar el estado por la acción política directa.
Pero ciertamente no podemos contemplar en esto una aminoración de la tensión con el
estado sino un aumento de ella. No hay ningún intento por purgar el estado, porque éste queda fuera
de posibilidad alguna de corrección externa. Está bajo el juicio de Dios. El lazo entre Israel y Dios
ha sido roto por la idolatría, la inmoralidad crasa, y la no-fraternal avaricia en el ámbito nacional.
“Ponle por nombre Lo-ammí, porque vosotros no sois mi pueblo, ni yo soy vuestro Dios,” dijo
Oseas. (1:9) Y ya que Israel rompió relaciones con Dios, de verdad ya no es su pueblo, toda
confianza exuberante en el futuro es falsa. Ella no tiene ningún futuro sino que la ineludible ruina
39

total. Así fue que Amós se aprovechaba del deseo popular respecto al Día de Yahvé, el día cuando
Yahvé intervendría para establecer su reino y juzgar a sus enemigos. Israel no podía esperar nada en
cuanto a ese día—porque Israel mismo se halla entre los enemigos de Yahvé:

¡Ay de los que anhelan el día de Jehová!


¿Para qué queréis este día de Jehová?
Será día se tinieblas, y no de luz;
Será como el que huye de un león,
Y choca con un oso;
Entra en casa y apoya su mano en la pared,
Y le muerde una serpiente.
¿No será el día de Jehová para él tinieblas y no luz,
oscuridad y no resplandor?
(5:18-20)

He aquí, la nota más asombrosamente nueva en toda la profecía del siglo ocho: que Dios pueda
desechar su pueblo, y de hecho lo haga. Esta nota se extiende a lo largo de la predicación de Amós, y
sube a un crescendo enorme: “He aquí, los ojos del Señor Jehová están contra el reino pecador. Yo
lo destruiré de sobre la faz de la tierra.” (9:8ª) ¡Dios ha rechazado el estado israelita, y lo ha
rechazado rotundamente!
Esto significaba que la esperanza del establecimiento del Reino de Dios—la esperanza
incorporada en el sueño del Día de Yahvé—empezó a divorciarse del estado israelita, y lo excedió.
El reino del norte está bajo la sentencia de muerte; las esperanzas de Israel nunca más pueden
cumplirse en términos de ese reino. Si redujéramos el mensaje de Amós a una sola idea, ¿no sería
ésta?: “¡El Reino de Israel no es el Reino de Dios!”. No puede ser ese reino ni tampoco lo puede heredar.
No puede ser el Reino de Dios, porque incumplió las leyes de Dios, y violó la hermandad del pacto.
El Reino de Israel está bajo el juicio de Dios—y ¡este juicio es ejecutado por la historia!
4. No supongamos que las palabras de Amós sean palabras antiguas. Son muy modernas.
Nos hablan a nosotros y exigen nuestra atención. No nos atrevemos a no escuchar, porque ya es
muy tarde. Ciertamente, no somos nosotros nada semejantes al antiguo Israel en cuanto a las cosas
externas. No obstante esto, en nosotros está escrita su esperanza, pero también su delusión y su
fracaso.
Nosotros, también, hemos anhelado, y aún anhelamos, el Reino de Dios, pero días oscuros
sólo aumentan el anhelo. Desde luego, los tartamudos que somos en cuanto al lenguaje de fe, nunca
lo expresaríamos así. Hablaríamos de poner fin a la guerra y el temor, de una comunidad de
naciones, del triunfo de la justicia y la hermandad, o sea, un orden mundial moral. Pero
esencialmente hay poca diferencia entre lo que nosotros anhelamos y la esperanza del Israel antiguo
porque el pueblo de Dios algún día se estableciera bajo su regencia para vivir así sus días en paz y
abundancia. Ardientemente deseamos el Reino de Dios, aunque no sabemos qué nombre ponerle.
Con nada más que la recordación de la recordación de los padres de la fe de los abuelos en ese reino,
lo anhelamos porque no podemos evitarlo.
Pero podemos preguntar ¿hasta qué grado la crítica severa de Amós de la sociedad nos es
aplicable hoy? En un sentido, la respuesta es obvia: es totalmente aplicable. No hace falta ninguna
destreza, ni siquiera una conciencia muy aguda, para señalar que nuestra sociedad, al igual que la del
antiguo Israel, está plagada de los mismo crímenes que Amós denunciaba: la injusticia y la avaricia, la
inmoralidad, la comodidad amante del placer, y la venalidad. Tampoco hace falta que uno sea una
Cassandra para comprender que estas cosas representan una enfermedad para la sociedad, cuya
40

cuenta de médico tendrá que pagarse. La crítica severa de Amós es una acusación contra toda
sociedad, inclusa la nuestra.
¿Pero hemos de aplicar directamente a nuestra sociedad la negación fuerte, dada por Amós, a
la esperanza del reino de Israel? ¿No nos queda nada que anticipar sino una inminente perdición
bien-merecida? Hay un sentido en que el decirlo no sería justo. Admitir que somos culpables ante de
la acusación de Amós es sólo decir la mitad de la verdad. Porque, comparada nuestra sociedad a
sociedades que han existido y a algunas que existen aún, la nuestra no es una sociedad mala sino muy
buena. Somos una nación fundada sobre principios cristianos; nuestras instituciones políticas y
nuestro dogma nacional de los derechos y la dignidad del hombre han brotado de estos principios.
Tenemos tantas iglesias, y éstas tienen tantos miembros activos que podemos llamarnos una nación
cristiana. Es más, la sombra de la Iglesia y sus enseñanzas posan sobre la nación y el carácter
nacional más poderosamente de lo que nos damos cuenta. La acusación de Amós, la de los profetas
y la de Cristo en cierta medida se han tomado en serio: esfuerzos gigantescos se han hecho para
mejorar la vida de la humanidad; se han corregido algunas injusticias, y seguirán corrigiéndose. La
nuestra es una sociedad está entre las mejores que han existido. Debemos ser agradecidos por ella. A
pesar de todas sus faltas, merece que se le defienda; si no la defendemos, somos mil veces ciegos.
¡Seguramente hemos de pedir la dirección de Dios al hacerlo!
Pero, ¿cometeremos el error fatal? Al igual que Israel, ¿pensaremos que nuestro destino está
con Dios, y los propósitos de Dios en la historia han de ser realizados por medio de la sociedad que
hemos creado? La tentación es muy sutil. Después de todo, puede ser que reclamemos una heredad
cristiana de la cual las libertades hayan brotado; tenemos iglesias y las sostenemos ricamente; pero el
comunismo, por ejemplo, es totalmente ateo y tan destructivo de todo lo que sea noble en el
hombre que difícilmente se pueda decir algo bueno acerca de él. Entre las dos cosas, apenas hay
comparación. Si Dios es justo, seguramente prosperará nuestros esfuerzos y nos defenderá de sus
enemigos y los nuestros--¡porque somos su buen pueblo cristiano! En lo que respecta a nosotros,
trabajaremos y oraremos para que el mundo sea ganado para Cristo y la victoria de su Reino—
porque la disyuntiva está entre esa clase de mundo o un caos en el cual nada de lo que valoramos
estaría a salvo. Y si la victoria de Cristo—que tendemos a hacer equivalente a nuestros propios
intereses—parece remota, nos ocuparemos en más actividad, porque no sabemos otra cosa.
¡Seguramente, si así le servimos enérgicamente, Dios nos protegerá y nos dará la victoria!
A esta esperanza Amós pronuncia un rotundo ¡No!. Entendamos sus palabras claramente: en
ese sentido, Dios no tiene un pueblo predilecto. Ningún estado terrenal es establecido por Dios,
garantizado por Dios ni identificado con sus propósitos. Tampoco ningún orden terrenal, por bueno
que sea, tiene los medios para establecer el orden de Dios en términos de sus propios intereses. Al
contrario, toda sociedad está bajo el juicio del orden de Dios, y las que han sido favorecidas con su
luz, ¡así doblemente! De hecho, antes de que podamos tener esperanza alguna de un orden justo
establecido por Dios, al igual que Israel, tenemos que aprender que nuestro orden no es de Dios y
hemos de acatar el Suyo o pereceremos. Amós dice que dondequiera que el cisma de la sociedad
prevalece, allí la sociedad muere. Dondequiera que los hombres que conocen la justicia hablen
únicamente de sus intereses propios; dondequiera que los hombres que conocen la hermandad
cristiana se porten como si creyeran en razas predilectas; dondequiera que los hombres que han
recibido un llamamiento más elevado se pongan indolentes por la comodidad que el dinero puede
comprar—allí la sociedad está bajo juicio. Y el juicio se lleva a cabo en la historia. No importa
mucho, para los que tengan que encararlo, que la herramienta bárbara de ese juicio sea Asiria o
Rusia.
¿Entonces, no deja Amós ninguna esperanza para la sociedad? Para la sociedad pecaminosa
como tal, ¡ninguna! El desorden del hombre no puede heredar el Reino de Dios, sino que, al
contrario, debe vivir siempre bajo el juicio de la historia. La misma esperanza de la paz ha de
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permanecer para él un sueño utópico, cada vez más ilusorio. Tampoco hay medios externos por los
cuales una sociedad injusta pueda evitar el juicio que le espera. Ciertamente, la actividad febril de su
religión, y la precisión formal de su adoración de nada sirven. Aunque Amós no lo menciona, es
cierto que una nación por maniobras políticas y fuerza militar puede postergar el juicio y así
sobrevivir por siglos. Ya que es así, no son irrelevantes las políticas que persiga una nación; y
debemos orar para que nuestro país escoja sabiamente su camino. Sin embargo, a Amós no le
interesan las realidades políticas sino las morales. Y su veredicto permanece: una sociedad que
incumple las justas leyes de Dios no es de Él, y no puede durar para siempre. Por cierto, no hay
ningún consuelo en esas palabras, pero la humanidad tiene que encarar la alternativa. Y si esa
alternativa parece echar a un lado las realidades políticas que acondicionaban la supervivencia de
Israel y la que gobierna la nuestra, se le puede dar una relevancia más profunda. De modo que la
selección ante el hombre permanece así: entrar de nuevo en pacto con Dios para vivir como su
pueblo bajo su regencia—o el juicio de la historia sin fin.
Así que Israel anhelaba el Día de Yahvé, el día de la victoria para el Reino de Dios. Y
semana por semana, nuestra oración sube: “Venga tu reino.” Es bueno que así oremos; es una
oración correcta. Pero, ¿cómo nos atrevemos a hacerla salvo como sus hijos obedientes? Si hemos
de orar “Venga tu reino,” también debemos aprender a orar en serio, “Sea hecha tu voluntad como
en el cielo, así también en la tierra.”

CAPÍTULO TRES

SE ARREPENTIRÁ UN REMANENTE

El ESTADO ISRAELITA, AUNQUE SE ENORGULLECÍA POR SER EL PUEBLO


ESCOGIDO DE DIOS, COMPROBABA POR SU CONDUCTA SER CUALQUIERA COSA
menos eso. Después de que fallaron repetidos intentos para purgar el estado por la acción política
directa, vimos cómo Amós lo tenía por caso perdido y pronunció la perdición sobre él: el estado
israelita no es el Reino de Dios, y Dios no lo defenderá como si lo fuera. De modo que la esperanza
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de Israel empezó a divorciarse irrevocablemente de la nación, y llegó a ser algo no realizable por ella.
No obstante, no era cosa que se lograría rápidamente sino por un proceso largo. Debemos
considerarlo más detenidamente.

La perdición pronunciada por Amós llegó con una velocidad increíble. Un desastre total
cayó sobre Israel durante la segunda mitad del siglo ocho A. de J. C., destruyendo así totalmente al
norte y dejando al sur hecho trizas. Sin embargo, por paradójico que parezca, era por los profetas de
este período—particularmente Isaías—que la esperanza del Reino de Dios se transfiguraba y se le
daba una forma definitiva.
1. El fiasco de Israel es una historia funesta, pero corta. El gran Jeroboam II murió en 746, y
dentro de veinticinco años el estado norteño había sido borrado del mapa. El cuadro que pinta 2
Reyes 15-17 es de una anarquía casi total. Un rey fútil tras otro, seis de ellos en ese cuarto de siglo,
se sucedían, usualmente por un complot o asesinato. No había ni rastro de estabilidad. Zacarías, el
hijo de Jeroboam, sucedió al trono de su padre para luego ser asesinado dentro de seis meses por un
tal Salum, hijo de Jabes. (15:8-10) Salum, por su parte, duró sólo un mes antes de que fuera
acuchillado por Menajem, hijo de Gadi. (15:13-14) Este último asesinato tuvo lugar durante una
guerra civil bien recordada por sus atrocidades indecibles. (15:16)
La Biblia nos dice poco acerca de Menajem, pero lo dicho no es favorable. (15:17-22) Casi
lo único que sabemos de él es que pudo permanecer en el trono un poco más que sus predecesores.
(745-738), y que pagó tributo a Pul, rey de Asiria. Este tributo lo pudo recolectar por medio de un
impuesto sobre todos los terratenientes en el país. Por el lenguaje en el v. 19 sabemos que el
significado de este acto de Menajem es muy claro: había comprado el apoyo asirio para que se
mantuviera en su trono tambaleante, y había vendido su país a que estuviera en servidumbre política
por precio.
Sabemos que este Pul no era otro sino el gran conquistador asirio, Tiglat-pileser. (746-727)
Sus propias crónicas nos dicen que recibió tributo de Menajem de Samaria,71 y que, habiendo
conquistado a Babilonia, reinó allí con el nombre de Pul. Era él que, llegando al trono en el año de la
muerte de Jeroboam, despertó a Asiria de su letargo que había permitido al mundo medio siglo de
paz; hizo que Asiria se pusiera en el camino hacia el imperio. Pareciera, también, que Pul instituyó
una política de portento ominoso que sería copiado por todos sus sucesores: deportar y reubicar las
poblaciones conquistadas y así incorporar sus territorios como provincias asirias. Aparentemente, se
esperaba que este método despiadado sirviese para erradicar todo vestigio de sentimiento nacional
que fuera capaz de fomentar la resistencia. Israel, a su vez, aprendería el significado de la política. A
lo largo del próximo siglo el nombre de “Rey de Reyes, el Gran Rey, el Rey de la tierra de Asur”
sería odiado y temido por todo la Asia occidental.
Que Menajem no pudiera haber resistido tal coloso como Asiria es obvio. Sin embargo, su
política de aplacamiento difícilmente fuera popular con los israelitas patrióticos, pero, al contrario,
tiene que haberse resentido amargamente. Como sea, cuando murió Menajem pronto y fue sucedido
en el trono por su hijo, Pecaías, éste fue asesinado sin mucha demora por Pécaj, un general del
ejército. (15:23-25) Es posible que una querellas seccional jugara un papel en este golpe de estado,
porque Pécaj fue ayudado en este hecho sangriento por una pandilla de Galaad (v. 15), pero era más
importante que eso. Este era un golpe por un cambio de política; y cuando Pécaj tomó el trono,

71Una traducción de la inscripción de Tiglat-pileser en que menciona a Menajem se halla convenientemente en


Pritchard, op. cit., p. 283.
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pronto emprendió una campaña para formar un grupo contra Asiria para lograr la independencia.
Esto desencadenó una reacción desastrosa.
2. De no menor amenaza que la situación internacional era la descomposición de Israel. El
libro de Oseas es el mejor comentario sobre ella, y merece todo un capítulo. Ya que Oseas vivió el
colapso entero, le desgarraba el corazón.72 Pinta gráficamente el vacío político, las artimañas locas
para el poder, el colapso de la ley y el orden, la anarquía civil en la que la vida ya no es segura. (por
ejemplo, 4:1-2; 7:1-7; 8:4; 10:3) Peor todavía, el corazón de la fe religiosa se ha ido, y hay un
completo decaimiento moral. Los sacerdotes burócratas que no pronuncian ningún regaño moral,
sino que, por las prácticas que permiten y promueven, son los corruptores de la religión. (4:8-9;
5:1;6:9-10) La instrucción de la verdadera religión ha expirado, y junto con ello, todo conocimiento
del Dios de Israel; la tierra está saturada del veneno del paganismo. Los padres ponen un ejemplo de
la inmoralidad, sólo para después ser aventajados por sus hijos. (4:6:11-14) No puede haber un
cuadro más repugnante o verdadero de lo que la desaparición de la religión realmente significa.
Tampoco sabía esta enfermiza nación cómo curarse salvo por las maniobras políticas. (5:13) Pero,
aun aquí era evidente su bancarrota. Ajustaban su política extranjera según las exigencias del
momento, y siempre se equivocaban, porque moralmente andaban mal. Israel era una torta medio
horneada (7:8); “una paloma incauta y tonta” (7:11), aleteando y arrullando con pánico por acá y por
allá; un libertino gastado que no se da cuenta de su propio envejecimiento. (7:9) ¡Israel ya está
finiquitado!
Claramente, ¡no podía haber paz entre Oseas y tal nación! Pero el ataque de Oseas era
diferente en algo al de Amós. Aunque partía de la misma teología, se pronunciaba de forma distinta.
Oseas habla menos de la comodidad lujosa y la conducta no-ética—aunque está bien enterado de
tales cosas. Después de todo, hablaba, no a la prosperidad nacional sino al colapso nacional, y su
mensaje era amoldado por su propio temperamento particular. El blanco de su ataque era la
idolatría, la adoración a Baal, la apostasía. Este es el meollo de la enfermedad, el pecado que da
origen a todo pecado, el veneno en la vida política nacional. Era esto lo que separaba a Israel de su
Dios, y es la causa de toda su calamidad. Una nación apóstata no puede ser el pueblo de Dios.
Más interesante que nada es la formulación que Oseas dio al lazo pactuario que ligaba a
Israel a su Dios. Es una formulación que se hizo clásica, la cual fue tomada por muchos profetas
subsecuentes—particularmente Jeremías y Ezequiel. El pacto es un matrimonio; en éste Dios “se
casó” con Israel e hizo que ella fuera su “esposa”. Adorar a otros dioses, tal y como Israel hacía, era
plenamente el “adulterio”, y, si no se daba una reconciliación sincera, el resultado sería el
“divorcio”—la ruina nacional. Dios demandaba de su pueblo el hesed,73 esa lealtad total que es la
única respuesta correcta al hesed de Dios, su favor pactuario. Ninguna cantidad de protestaciones de
lealtad por medio de formas externas de la religión pueden reemplazarlo.

Porque misericordia quiero yo, y no sacrificios;


y conocimiento de Dios, más que holocaustos
(6:6)

72 Que Oseas comenzara su ministerio antes de la muerte de Jeroboam en 746 es evidente en 1:4 que pronuncia
perdición sobre la dinastía de Jehú. Pero el tenor completo de sus profecías (especialmente del capítulo 4 en
adelante) refleja el caos que prevalecía subsecuentemente. En cambio, hay poca evidencia convincente de que
Oseas viviera para ver la caída del estado norteño. Estaba activo, entonces, justo antes de 746 y durante los
quince o veinte años después.
73 Véase Capítulo I, nota 21,
44

Ahora bien, es claro, con base en los capítulos 1-3, que esta formulación del asunto era
amoldada por la propia experiencia trágica de Oseas. Se había casado con una criatura débil que,
pese a su amor por ella, resultó no ser mejor que una prostituta.74 Parece que ella le dio unos niños
sin nombre.75 El rogar con ella no resultaba eficaz, y finalmente no quedaba más remedio que
divorciarse de ella. Luego, con dolor en el alma, se le aclaró a Oseas que Dios le había dicho que se
casara con esta mujer (1:2) para que, por medio de su sufrimiento, pudiera aprender lo que quería
comunicar: Israel era como Gomer, un adúltero. (2:2-13) El mismo arrepentimiento de éste era
como la zalamería de Gomer; su hesed era “como la nube de la mañana y como el rocío que muy
temprano se desvanece”. (6:4) No había dentro de ella el enderezarse. (5:4)
Por lo tanto, Oseas rechazaba a la nación israelita tan rotundamente como Amós. Cuando
un pueblo adora a dioses falsos (2:8, 12), se apropia de la moralidad de los dioses falsos (4:11-14), y
luego procura salvarse sin Dios (5:13)—no hay ni pueblo de Dios ni Reino de Dios. “”Ponle por nombre
Lo-ammi, porque vosotros no sois mi pueblo, ni yo soy vuestro Dios.” (1:9) Pese a la naturaleza
amorosa de Oseas, éste arremete contra su pueblo con una ferocidad que rehuye descripión. (Véase
9:11-17)

¡Ay de ellos, porque se apartaron de mí!


¡Destrucción sobre ellos, porque contra mí se rebelaron!
Yo los redimiría, pero ellos hablan mentiras contra mí.
(7:13)

El estado estaba perdido. Aunque Oseas no estaba seguro cuál de las naciones sería el agente de esa
perdición (véase 8:13; 11:5; 9:3), la realidad de ella era una certidumbre moral.
La esperanza en pro de la fruición del Reino de Dios de ese modo se divorcia
completamente del estado israelita.76 Pero no por eso se disipa. Al contrario, empieza a asumir una
forma nueva. Aunque Dios tiene que divorciarse de su pueblo y destruirlo, aún les ofrece un futuro.
Pareciera, en parte, que esta confianza emanaba del gran corazón de Oseas. Porque su amor para
Gomer se extendía más allá de su pecado y tragedia para así cortejar y restaurarla. (Capítulo 3)77

74 La relación precisa entre Oseas y Gomer, y el carácter verdadero de ésta, se han discutido mucho. El lector
debe consultar los varios comentarios para los detalles. Se ha sugerido que la experiencia total era una alegoría o
una visión, pero el sentido pleno del lenguaje está en su contra. Se ha argumentado que Gomer era una
prostituta común, una prostituta sagrada o una mejor de carácter irreprensible. Lo último, de nuevo, me parece
contrario al sentido claro del capítulo 1; la palabra que se usa para describir a Gomer eshet zenunim, (1:2) no se
usa comúnmente para una prostituta callejera (zonah) ni para una prostituta sagrada (quedeshah). Pero aunque me
inclino a creer que era simplemente una esposa que, como Israel, se apartó para vivir una vida de inmoralidad,
es imposible estar seguro.
75 Compárese el lenguaje del 1:6, 8 (y también 2:4) con 1:3. En 1:3 se nos dice que el primer hijo es de Oseas,

pero tal declaración parece omitirse adrede en el caso de los dos otros.
76 Pareciera, basándonos en 13:9-11, que Oseas iba tan lejos como para denunciar a la monarquía por ser una

institución pecaminosa. Si así hacía, estaba de acuerdo con un sentimiento antiguo; pero otros profetas,
especialmente Isaías, no iban tan lejos.
77 El capítulo 3 nos cuenta cómo Oseas compró de nuevo a una mujer de baja moral para ponerla así a prueba

en su casa. Normalmente se piensa que esto es una secuela de los capítulos 1-2; Oseas, habiéndose divorciado
de Gomer por causa de su mala conducta, y ahora por el mandato de Dios, la compra de nuevo. Pero la
relación del capítulo 3 a los capítulos 1-2 es muy controversial. El capítulo 3 no tan sólo no menciona a Gomer
por nombre, también ocupa la primera persona; mientras que el capítulo 1 está en el tercero. Por lo tanto, se ha
sugerido que el capítulo 3 no es la secuela, sino un paralelo, del capítulo 1. En cambio, la palabra “de nuevo”
en 3:1 indica (interprétese como se interprete) que el capítulo se refiere a algo que ha sucedido antes. Sea como
fuere, es claro, aunque sea por el lenguaje de 2:14-23, que se contempla una restauración de Gomer. La
45

¿Sería Dios menos misericordioso que Oseas? ¿No restauraría a su pueblo errante? La fe de Oseas
en Dios no permitiría que creyese de otro modo. Puede que el hesed del hombre falle, pero el de Dios
¡nunca!. ¡Precisamente por ser Dios y no el hombre que no acabará totalmente con Israel! (11:8-9)
Por cierto, la perdición sigue ineludible, y a Israel se le quitará todo lo que tiene (2:3, 9, 12-13), se le
desterrará, enviado literalmente a sus días de vagaciones en el desierto sin nada. Pero allí ella
aprenderá de nuevo su pureza antigua y lealtad (2:14-15), olvidada desde hace mucho. (9:10;11:1-
4;13:4-6) Desde allí tendrá un recomienzo, un nuevo casamiento con su Dios.

“Te desposaré conmigo para siempre;


te desposaré conmigo en justicia y derecho,
en lealtad y compasión.
Yo te desposaré conmigo en fidelidad,
y conocerás a Jehová.
(2:19-20)

He aquí, Israel: ¡la verdadera desposada de Dios! Aquí están las semillas de asuntos de los cuales
escucharemos mucho más: la esperanza más allá de la tragedia de un nuevo éxodo, un nuevo
comienzo, un Nuevo Pacto.
3. Pero, volvamos a nuestra historia. Pécaj (737-732),78 usurpando el poder por el asesinato
del hijo de Menajem, era el que puso en movimiento la marcha al desastre. Había llegado al trono,
aprovechándose de una ola de sentimiento contra Asiria, y su política precipitó la guerra contra Judá.
Se gestionó una coalición, sin duda por la insistencia de Egipto, cuyos líderes eran Israel y el estado
arameo de Damasco; el rey de éste era un tal Rezín. Para tal tipo de coalición, hacía falta la
unanimidad, y a los opositores hay que forzarles a conformar. Ya que Judá—gobernado entonces
por Jotam, hijo de Uzías (cerca de 742-735),79--no quería tener nada que ver con ella, los
confederados ponían presión para que Judá se aliara. (2 Reyes 15:37) Le fue muy mal para Judá.
Cuando Acaz (735-715) llegó al trono, la situación se había puesto seria. Las tropas arameas habían
tomado todos sus territorios al oriente del Jordán, al sur del Golfo de Acabah (2 Reyes 16:6), y los
aliados estaban aproximándose a la misma Jerusalén (16:5) Era su intención deponer a Acaz y
reemplazarlo en el trono con un arameo, un tal ben Tabeel. (Isaías 7:6)
Acaz estaba preocupadísimo, y no hallaba qué hacer. “Y se le estremeció el corazón y el
corazón de su pueblo, como se estremecen los árboles del bosque a causa del viento.” (Isaías 7:2) Le
parecía que no le quedaba más remedio que apelar a Asiria a que lo ayudase. Un día, mientras el rey
inspeccionaba el abastecimiento de agua, pensando en lo peor (Isaías 7:3, le llegó un profeta joven
llamado Isaías;80 éste le rogaba encarecidamente a que no diera tal paso. ¡Qué el rey tuviera fe! Rezín
y Pécaj son sólo dos cabos de tizón (Isaías 7:4), pequeños don nadie; Asiria pronto se ocuparía de

sugerencia de que la mujer del capítulo 3 sea otra y no Gomer, no es recomendable. Va en contra del tenor
general del libro. Dios nos se divorcia de un pueblo para luego recibir de nuevo a otro.
78 2 Reyes 15:27 dice que Pécaj reinó por veinte años, pero esto es imposible, y hay que presumir algún error.

Samaria cayó en 721, menos de veinte años después de que Pécaj comenzó a reinar, y el total de años entre la
muerte de Jeroboam (746) y la caída del estado norteño es sólo veinticinco. Véase W. F. Albright, Bulletin of the
American Schools of Oriental Research, 100 (1945), 22, nota 26.
79 Los dieciséis años que se le atribuyen a Jotam (2 Reyes 15:33) tienen que incluir los años cuando servía como

regente por su padre enfermo (v. 5); véase ibid., p. 21, nota 23.
80 Presumiblemente Isaías estaba aun joven. Recibió su llamado al ministerio en el año de la muerte de Uzías

(742), unos ocho años antes. Pero, ya que siguió activo hasta tardíamente en el reinado de Ezequías (éste murió
en 687), tiene que haber sido un hombre bastante joven cuando su llamamiento. Sus profecías se hallan en los
capítulos 1-39 del libro que lleva su nombre. Respecto a los capítulos 40-66, véase el capitulo V.
46

ellos de todas maneras. (Isaías 7:7-9; 8:4) En cuanto a Asiria, si Acaz procurara afeitarse con esta
“navaja alquilada”, Dios le “afeitaría” con la misma navaja y ¡bien afeitado!. Cortejar a Asiria sería un
camino seguro a la esclavitud. Pero Acaz no quiso escuchar; el sendero estrecho de la fe no era para
él. Ya estaba decidido, y no quería ninguna Palabra de Dios. (Isaías 7:10-12) De modo que dio el
paso fatal, enviando así a Tiglat-pileser un gran tributo y una súplica de socorro. (2 Reyes 16:7-8)
Sin duda, este era el pretexto que Tiglat-pileser esperaba. En 733 A. de J. C. sus ejércitos,
esquivando a Aram, le quitó a Israel toda Galilea y la Transjordania (2 Reyes 15:29) tanto como la
llanura costera. Todos estos territorios se anexaron de inmediato al imperio asirio. Al año siguiente,
se tomó a Damasco (2 Reyes 16:9) y su tierra, a su vez, se incorporó como provincias asirias. A
Israel se le dejó sólo un fragmento de sí mismo; sus territorios se confinaban a la cordillera central
desde la Llanura de Esdraelón hacia el sur, hasta la frontera con Judá. Podemos estar seguros que
Tiglat-pileser hubiera regresado para destruirlo totalmente si no hubiera sido por el oportuno
asesinato de Pécaj por un tal Oseas hijo de Ela (2 Reyes 15:30) que se sometió de inmediato a los
asirios y les pagó tributo.
Pero el progreso loco de Israel hacia la ruina no se detenía. Oseas (732-724) no había
cooperado con el bloque asirio por gran amor al Gran Rey, sino sólo porque no le quedaba otra
alternativa. La lealtad suya, pues, no duraría más de lo que el poder asirio le exigiera. De hecho, no
duró hasta la muerte de Tiglat-pileser (727), sucedido éste por Salmanasar V. (727-722) Salmanasar
debía de haberle parecido a Oseas más suave que su predecesor, porque, después de algunos años
con el aliento de los egipcios (2 Reyes 17:4), dejó de pagar tributo.
Este era un paso de absoluta fatuidad, y era fatal. Egipto, que estaba desarrollándose una
reputación bien merecida de ser un “bastón de caña cascada” (Isaías 36:6), estaba en esta ocasión
menos capaz de proporcionar ayuda que lo normal.81 Al contrario, Salmanasar invadió de inmediato
al estado rebelde. Oseas, fuera por rendición o captura, resultó preso. (2 Reyes 17:4) Aunque la
ciudad capital de Samaria resistía el poderío de Asiria, con lo que tiene que haber sido una heroica
terquedad sin par en la historia, de nada sirvió. Es verdad que Salmanasar murió antes de terminar su
trabajo, pero su sucesor, Sargón II, lo terminó. En 721 A. de J. C. Samaria cayó, y el estado norteño
llegó a su fin. La crema y nata de la población—27, 290 en número82--fue deportada a la región
norteña de Mesopotamia (2 Reyes 17:6); allí al fin perderían su identidad, mientras deportados de
Babilonia y otras partes (17:24) eran traídos para mezclarse con la población que quedaba. Lo único
que quedaba de Israel era una provincia asiria con una población bastarda (que sería a la postre los
samaritanos) y la esperanza, conmovedoramente expresada por Oseas y perpetuada por Jeremías
(31:1-6, 15-22), que Dios en su misericordia de alguna forma le daría a Efraín una segunda
oportunidad después de esta tragedia.

II

1. Toda la esperanza del pueblo de Dios ahora estaba fincada en Judá. Pero, aunque Judá
había podido escapar de la catástrofe física, ella estaba muy mal. Acaz había traicionado su libertad.
El precio que cobró Asiria por salvarle de la coalición no era menos que tal pérdida, tal y como
aclara el lenguaje de 2 Reyes 16:7-8. Acaz era un títere. Peor todavía, esto involucraba numerosas
concesiones en cuanto a la religión del capataz, aunque fuera por la cortesía diplomática. Se

81 El Rey So de 2 Reyes 17:4 figura en las inscripciones asirias como Sib’e, pero de otro modo es prácticamente
desconocido. Aparentemente, a estas alturas Egipto se había desintegrado en un número de estados pequeños.
Como quiera, Sargón derrotó rotundamente a Sib’e cuando éste procuró cumplir con su promesa de ayuda más
tarde. Véase la inscripción de Sargón, J. B. Pritchard, op. cit., pp. 284-285.
82 La cifra es tomada de la inscripción de Sargón. Véase las referencias en la nota 81.
47

introdujeron innovaciones asirias en el templo de Jerusalén. (2 Reyes 16:10-18) No tan solo eso. El
paganismo engendra el paganismo, y la política de Acaz, como se pudiera esperar, le llevaba al
pueblo deYahvé a copiar las costumbres y cultos extranjeros. (2 Reyes 16:3-4; Isaías 2:6-8
Tampoco estaba libre Judá de la descomposición moral que había destruido a Israel.
Aunque no es probable que la deterioración social hubiese sido de la magnitud que se experimentó
en estado norteño, había mucho en necesidad de reforma. Por lo menos, una lectura del pequeño
libro de Miqueas afirma que había algunos que así pensaban. No sabemos quién era Miqueas salvo
que era un aldeano de la parte suroeste de Judá. (1:1)83, pero arremetió contra la injusticia social con
toda la fura de un Amós. Le parecía que el golpe que había matado a Israel forzosamente tenía que
aplastar a Judá también (1:5, 9)—¡y bien lo merece ella! Una avaricia carente de toda hermandad
desposee (2:1-2, 9); los jueces son veniales y han hecho de las cortes instrumentos de la injusticia.
(3:1.3) Los profetas son farsas que falsifican la Palabra divina, y hacen que sus oráculos cuadren con
el precio pagado (3:5); y los sacerdotes no son mejores. (3:11) Y sin embargo, esta gente se sienta en
medio del pequeño mundo que ella misma echa a perder con la más desvergonzada
autocomplacencia: porque son el pueblo de Yahvé, y Yahvé es su Dios, y el templo—la habitación
terrenal de Yahvé—está con ella en Sion. La única palabra de Miqueas para todo esto es ¡no!. Este
no es el pueblo de Yahvé ni el reino que ésta ha de proteger. Al contrario, en virtud de sus hechos
Jerusalén, con su templo, llegará a ser un montón de ruinas en el bosque. (3:12) De nuevo, el
rechazo al estado es intransigente.
Pero Acaz murió, sucedido por su hijo, Ezequías (715-687) un hombre de estirpe totalmente
diferente. Aunque Acaz escogió el sendero de la sumisión a Asiria, Ezequías favorecía una política
de independencia y nacionalismo. Al hacerlo, probablemente estuviera acorde con los sentimientos
de la mayoría de sus súbditos patrióticos los cuales tenían que odiar su condición vergonzosa. Y el
tiempo parecía propicio. En los primeros años de su reinado Sargón estaba demasiado ocupado en
otras partes para poner mucha atención a la Palestina y Siria. Numerosas campañas en las montañas
norteñas, especialmente contra el reino de Uratu,84 eran necesarias para consolidar el poder de Asiria
en esas partes. Mientras tanto, Babilonia, bajo el patriota Marduk-apal-iddina (el Merodac-baladán
bíblico: 2 Reyes 20:12; Isaías 39:1) había expulsado a los asirios de sus fronteras y se había
independizado. Le costó a Sargón unos doce años para recobrar el control. Al mismo tiempo, se
puede imaginar que Egipto continuaba cantando su canción de Lorelei, alentando a los estados
palestinos a resistir, siempre con promesas de ayuda que nunca se materializaron en cantidades
suficientes.
Como podemos esperar, este movimiento independista tenía aspectos religiosos. Al igual que
la sumisión política de Acaz conllevaba el sincretismo religioso, el nacionalismo de Ezequías resultó
en reforma: que Judá sea Judá religiosamente también. Aunque es imposible decir con exactitud
Ezequías tomó los varios pasos que se le atribuyen, es claro que hizo un profundo intento por
eliminar todos los objetos y prácticas religiosos del culto pagano, aun hasta centralizar la adoración
en Jerusalén. (2 Reyes 18:1-5) Según 2 Crónicas 30:1-12, se envió una invitación al antiguo estado
norteño, ya convertido en provincias asirias, para que participasen en este programa. 85 Aunque el

83 A Miqueas (1:1; véase Jeremías 26:18) se le llamaba un “moresita”. (traducción del inglés; no figura en las
versiones españolas.) Por lo tanto, su hogar probablemente era Moréset-gat (mencionado en 1:14), aunque el
cercano Maresa (mencionado en 1:15) es una posibilidad. Véase Wright y Filson, op. cit., p. 110 y Pl. IX.
84 Esta tierra, el nombre del cual es equivalente al Ararat bíblico (Génesis 8:4; Jeremías 51:27), se ubicaba en las

montañas de Armenia en lo que hoy es parte de Turquía, parte de Rusia y parte de Irán. Véase ibid., Pl. XI.
85 No existe ninguna razón para no confiar en el relato de esta reforma, tal como algunos comentaristas hacen,

particularmente el relato del cronista: véase W. A. L. Elmslie, The Books of the Chronicles. (The Cambridge Bible [2da
edición: New York: Cambridge University Press, 1916]), p. 308; E. L. Curtis, The Books of Chronicles
(International Critical Commentary [New York: Chas. Scribner’s Sons, 1910] ), pp. 470-471; En general, el
48

esfuerzo sólo era parcialmente exitoso,86pareciera que el sueño de un Israel reconstituido bajo el
trono de David en Jerusalén no desaparecía. Empero, aunque la reforma se alimentaba del
sentimiento nacionalista, y, sin duda, de la revulsión popular en cuanto a los excesos de Acaz, no se
debe obviar que recibía fuerte apoyo en la predicación de los profetas, especialmente en la de
Miqueas (Miqueas 3:12; Jeremías 26:16-19) y sin duda en la de Isaías también. Como quiera,
Ezequías era un yahvista sincero, la clase de hombre con quien Isaías podía hablar.
Sin embargo, la decisión se postergaba mientras viviera Sargón. Por ahora no trazaremos la
historia de las rebeliones, las sublevaciones intentadas, las revueltas abortadas que sacudían la parte
occidental del imperio durante este período. Aunque Judá estaba bien involucrada en éstas, pareciera
que no estaba tan profundamente comprometida como para no poder salirse del fragor y así evitar la
ira de Asiria. Si así era, se debía en parte a la oposición persistente de Isaías al asunto. ¡El profeta que
se había opuesto a la sumisión a los asirios ahora se oponía a la rebelión contra ellos! Cuando
irrumpió la rebelión en Asdod (711 A. de J. C.), y se hizo un intento para que Judá se les aliara,87
Isaías caminó por toda Jerusalén “desnudo y descalzo” (Isaías 20) como un símbolo del desastre que
tal curso provocaría. Aquí, como previamente (Isaías 7:3-9) subsecuentemente (28:14-22; 30:1-5), su
carga no sólo era que la ayuda de Egipto era una gran delusión, sino que el único sendero en que
Judá tenía que andar era el de la fe: “En arrepentimiento y en reposo seréis salvos; en la quietud y en
la confianza estará vuestra fortaleza.” (Isaías 30:15)
3. Pero cuando murió Sargón (705) y llegó al trono su hijo, Senaquerib, el feroz
patriotismo del pueblo ya no podía detenerse. De nuevo, el tiempo parecía oportuno. En
Babilonia Merodac-baladán, a quien Sargón al fin pudo aplastar, ya dio un nuevo golpe en
pro de la libertad, y, aunque falló, le daba a Senaquerib mucho problema. Mientras tanto, se
formaba una coalición en el occidente apoyado por Sabaco, faraón de la recién formada
XXV (etíope) Dinastía. Varios estados sirios y palestinos se unieron, y una diputación de
Merodac-baladán mismo invitó a Ezequías (Isaías 39:1-8; 2 Reyes 20:12-19) 88 Haciendo caso
omiso de las advertencias de Isaías, Judá se une a la coalición. Los opositores son obligados a
unirse, y esta vez es Judá el que ocupa el palo.89 Empero, a pesar de esto Isaías no pronunció
un mensaje de perdición totalmente. No creía—al contrario del veredicto de Amós sobre el
estado norteño (9:8ª)—que su nación fuera destruida irremisiblemente. Creía que el linaje de
David continuaría, y que podía anticipar un Príncipe venidero que estableciera la regencia de
ese linaje para siempre. (Isaías 9:6-7) Así que, aunque Amós (Amós 5:18-20) describió el
juicio del Día de Yahvé como “día de tinieblas, sin un solo rayo de luz” para Israel, Isaías
podía ver “una gran luz” que irrumpía sobre “la tierra de sombra de muerte”. (9:2) Y aunque
Amós rechazó totalmente el culto en Betel (Amós 9:1), y aunque Miqueas a su vez rechazó el
de Jerusalén (Miqueas 3:12), Isaías podía apreciar el Monte de Sion como la misma

patrón de la reforma de Ezequias era semejante al de Josías un siglo más tarde. (2 Reyes 22-23) y podemos estar
seguros de que tenía el mismo fin. Asiria a estas alturas tenía dificultad para domar la población israelita en
Samaria, y Ezequías se aprovechaba de esta situación. Véase W. F. Albright, “The Biblical Period”, p. 42.
86 2 Crónicas 30:10 implica tal cosa. Albright liga esto a la reorganización del santuario en Betel por los asirios.

(2 Reyes 17:27-28) La destrucción de santuarios antiguos causaría resentimiento inevitablemente, al igual que
medidas similares de Josías iban a hacer. (2 Reyes 23:8-9) Los asirios buscaban aprovecharse de este
resentimiento. (2 Reyes 18:22)
87 Esto lo descubrimos en la inscripción de Sargón (Prichard, op. cit., p. 287), tanto como en Isaías 20.
88 Esta es la fecha más lógica para las propuestas de Merodac-baladán a Ezequías, pero una fecha temprana en

el reinado de Ezequías no se descarta.


89 Senaquerib nos dice en su inscripción cómo Ezequías apresó a Padi, rey de Ecron, por rehusar su

cooperación; véase Pritchard, op. cit., p. 287. Tal vez la referencia a las campañas de Ezequías en Filistia (2 Reyes
18:8) aluda a los mismos eventos.
49

habitación del trono del Reino de Yahvé, fundado éste por él y defendido por él. (6:1-5;
14:32; 28:16; 31:4-9)
Isaías ilustraba esta confianza dramáticamente al estar encerrado durante el sitio de
Jerusalén. No olvidamos que el profeta había urgido a Acaz a que no se rindiera a Asiria
desde el principio. Y aun cuando esto se hizo, y se planeaba una rebelión, Isaías se oponía a
ella. Éste también había anunciado al asirio como el garrote de la ira vengativa de Dios.
(10:5-6) Empero, cuando la marea asiria tocaba las mismas murallas de Jerusalén, él solo
tenía el increíble optimismo para declarar que los asirios jamás tomarían la ciudad: Dios
defendería la ciudad por amor de sí mismo y por amor a David. (37:33-35) Por cierto, hace
falta explicar eso. Suena como una recaída ante la teología popular. Como quien dijera, suena
demasiado confianzudo—como si dentro de la crisis Isaías se comprobara ser más patriota
que profeta. Bien se le podía haber entendido como si dijera exactamente lo que la gente
quería escuchar: Dios salvaría a Sion a como diera lugar—aquí están el pueblo de Dios, el rey
ungido de Dios y el reino de Dios. Debe entenderse que, en generaciones posteriores, las
palabras de Isaías fueron entendidas así, como bien sabía Jeremías, mucho a su pesar.
(Jeremías 7; 26) Por mucho que sepamos que a Isaías esto le habría molestado mucho si lo
hubiese sabido, hay que reconocer que las palabras de Isaías dieron pie para tales conceptos.
2. Pero estaríamos muy equivocados si creyéramos que esta confianza tenaz de Isaías
fuera sólo una expresión de sentimientos patrióticos, o que su esperanza mesiánica fuera
únicamente una proyección hacia mejores tiempos venideros del anhelo frustrado nacional.
Por cierto, la importancia de estos factores—y la de muchos más—para la intensificación y
la formación de la esperanza nacional de Israel no deben ser descontada de ninguna manera.
E Isaías era patriota. Al fin y al cabo, era ciudadano de Jerusalén y de una buena familia
aparentemente. Tenía fácil acceso al rey, si no era de hecho miembro pleno de la corte. Y las
memorias de David se centraban en Jerusalén y en esa corte. Aquí se fincaba toda la
confianza en la eternidad del linaje Davídico. (véase 2 Samuel 7:13-16;23:5); aquí, el rey
reinante (¡aunque fuera un Acaz!) era Davídico, y por ende, representante de algo más grande
que él mismo. En el rito de coronación a cada rey se le vitoreaba como el “hijo” adoptivo de
Yahvé (por ejemplo, Salmo 2:7) y, además de las ceremonias que conocemos, las promesas
hechas a David era mantenidas vivas por la imaginación popular.90 En este semillero de fe las
expectaciones mesiánicas se nutrían. Tampoco hemos de olvidar que fue en el templo—que
hospedaba el Arca sagrado, el símbolo más santo de la heredad israelita—donde Isaías
mismo tuvo la visión de Dios que lo convirtió en profeta. (capítulo 6) Habría sido muy
extraño si el mensaje de Isaías no hubiese sido matizado por estas cosas, y más extraño aun
si las hubiera desechado sin piedad.
Pero, por importante que fueran estos factores, no podemos explicar la esperanza
profética únicamente en estos términos. Hemos de recordar que la esperanza albergada por
los profetas se enraizaba, no menos que su condenación del pecado nacional, en la misma
naturaleza del Dios en quien creían y en su sentir respecto a la relación de pacto que unía
Israel a Dios y viceversa.91 El Dios de Israel es el Señor de la historia. Como Creador de
todas las cosas, todas las cosas están en sus manos; en los eventos de la historia realiza su
propósito. Y los sucesos de la historia son suyos también; la historia se mueve hacia su
victoria, o sea, el establecimiento triunfante de su regencia sobre su pueblo. Por cierto, Dios

90 Se piensa especialmente en Salmos tales como 2; 45; 72; 89:3-4, 19-37; 110; y 132. No podemos debatir la
cuestión dubitable del lugar del rey en la teología y culto israelitas, pero la evidencia para una creencia en la
eternidad del linaje real es inequívoca.
91 Véase Capítulo I.
50

llamó a Israel a que fuera el pueblo bajo su regencia, e Israel fracasó flagrantemente y está
bajo condenación. Pero, para la teología profética eso no podía anular la victoria de Dios,
porque eso haría que el fracaso del hombre fuera el de Dios también. Ningún profeta jamás
habría soñado con tal cosa.
¡Mucho menos Isaías! El suyo era el Dios de Israel, y jamás alguien pintó a Dios con
mayores pincelazos. He aquí, el tres-veces santo Dios de la primera visión (Capítulo 6) cuya
gloria llenó el templo, estremeció el templo, claramente no podía ser contenida por ningún
templo hecho de manos. Ante él el orgullo del hombre no es nada (2:11-22); los ojos
mortales no pueden verlo y vivir. (6:5) Las potencias de esta tierra, aun la gran Asiria, no son
sino meros utensilios en sus manos; silba para que vengan (7:18-19); las ocupa y luego las
desecha. (10:5-19) ¡Es claro que no tendrían ningún poder si Dios no se lo diera! Es verdad
que Israel es juzgado por ese Dios santo, y no puede eludir el castigo; pero Dios tiene un
propósito en la historia, y no lo abdica—ni siquiera a Asiria. Dios realizará su propósito en
la historia, y lo hará por el Israel terco: ¡salvará a algunos para su propósito! Ya que el estado
norteño no existe, ¿con quién podría esto hacerse sino salvo con Judá y Jerusalén? El futuro
está en Dios: aunque todo lo demás sea inseguro, ¡esto es inquebrantablemente seguro!
También, además de esto, había el sentimiento en Isaías de que, pese a sus errores,
Judá no quedaba totalmente irredimible. De hecho, hay evidencia de que el estado sureño
nunca se rebajó a tales niveles de apostasía y deterioro social como su hermana norteña.92
Jamás hubo un tiempo en Judá sin que hubiera hombres buenos, aun reyes, que estuvieran
anuentes a la predicación profética y dispuestos a recibir la reforma. Ezequías, aunque se le
puede llamar indocto políticamente, era a todas luces un buen hombre valiente que no
merecía una plena condenación. Isaías nunca perdía confianza en que hubiera una “simiente
santa” (6:13)93 en el país, un buen elemento sobre el cual Dios podría regir siempre y cuando
se le pudiera separar de los demás. Pudiera ser que una calamidad terrible dejara a la casa de
David como un árbol cortado; pero había sabia en el tronco, y ésta resultaría en un “retoño”.
(11:1)
De modo que Isaías nunca podía hablar del juicio sobre el estado como una
destrucción total. Se vería como una disciplina, una purga de la que saldría el Remanente
puro del pueblo de Dios. La nación desciende al horno de fuego, pero saldrá un metal
puro—un pueblo limpio.

¡Cómo se ha convertido en prostituta la ciudad fiel!


Llena estaba de derecho, y en ella habitaba la justicia;
pero ahora la habitan homicidas.
Tu plata se ha convertido en escoria; tu vino está adulterado
con agua.
Tus magistrados son rebeldes y compañeros de ladrones;
cada uno ama el soborno y va tras las recompensas.
No defienden al huérfano, ni llega a ellos la causa de la viuda.

92 Por ejemplo, los nombres propios, compuestos con Baal parecen haber sido mucho menos frecuentes en el
sur que en el norte—un hecho que indica una resistencia más fuerte ante las tendencias paganas. También, hay
evidencia de que la riqueza no se concentraba en las manos de pocos tanto como en el norte. Véase Albright,
“The Biblical Period”, pp 38, 41.
93 El texto de Isaías 6:13 es sumamente oscuro, pero la evidencia prohíbe la omisión de las palabras en cuestión.

Así últimamente, I. Engnell, The Call of Isaiah (Uppsala Universitets Arsskrift, 1949:4 [Uppsala: Lundequistka
Bokhandeln, 1949], pp. 14-15. Para bibliografía adicional, H. H. Rowley, The Biblical Doctrine of Election
(London: Lutterworth Press, 1950), p. 73, notas 4 y 5.
51

Por tanto, dice el Señor Jehová de los Ejércitos, el Fuerte


de Israel:
“¡Ah! Tomaré satisfacción de mis adversarios y me vengaré
de mis enemigos.
Volveré mi mano contra ti; te limpiaré de tus escorias en el
fuego94 y quitaré toda tu impureza.
Luego restauraré tus jueces como al principio, y tus consejeros
como al comienzo.
Y después serás llamada Ciudad de Justicia, Urbe Fiel.”
(1:21-26)

La noción de un Remanente puro del pueblo de Dios, limpiado por una prueba de
fuego y hecho así ameno al propósito de Dios, es una de las ideas más características de
Isaías. (4:2-4; 10:20-22; 37:30-32) y tendría una influencia profunda sobre su pueblo durante
los siglos venideros. De hecho, era tan básico para el pensamiento de Isaías que hasta
nombró dos de sus hijos (7:3: 8:1) Maher-salal-jas-baz (“El Botín se apresura; El Pillaje llega
pronto”) y Sear-yashuv (“Un Remanente volverá; es decir, “Se arrepentirá”)95
3. ¡Siempre habrá un Remanente! Esto no significa, valga la repetición, que Isaías
pudiera identificar el estado existente o cualquier otro grupo con el verdadero pueblo de
Dios sobre el cual éste establecería su reino. Al contrario, la esperanza del Reino de Dios está
divorciada drásticamente del estado existente. Isaías habría dicho tan categóricamente como
sus predecesores que no era posible que el estado se convirtiera en el Reino de Dios, dadas
sus características actuales. Pero no se podía ni dejar de esperar ni dejar que la esperanza
existiera vagamente o sin forma. Por lo tanto, se proyectaba la esperanza al futuro y se
fincaba en el estado ideal del Mesías, el Israel del Remanente. En el proceso a la esperanza
mesiánica de Israel se le dio su expresión clásica.
Por seguro, la imagen del Remanente y la purga se tomaban del amargo presente.
Después de todo, comparado con las glorias de David y Salomón—especialmente como la
memoria anhelante las había idealizado—el estado de Ezequías era un remanente, y bastante
pobre. De hecho, Isaías veía el cisma del estado cuando la muerte de Salomón como la
calamidad peor del pasado (7:17), porque la estructura valiente construida por David se
destruyó. También, hemos de recordar que en 733 Tiglat-pileser redujo el estado norteño a
una sombra de lo que era y en 721 Sargón lo destruyó completamente. Al mismo tiempo, el
estado sureño se salvó únicamente por un vergonzoso servilismo, y al intentar liberarse,
había sido masacrado por Senaquerib. Al cuerpo político se le había dejado como una masa
de heridas infestadas, y si no fuera por la misericordia de Dios que dejó un pequeño
remanente, se habría quedado como Sodoma y Gomorra en el olvido total. (1:5-9)
Judá era el remanente. Y, sin embargo, como ya dijimos, Isaías no podía identificar
así no más el esperado Remanente con su diezmada nación. Por cierto, hay razón como para
creer que le hubiera gustado hacerlo. Pareciera que había esperado que cada golpe sucesivo
fuera la disciplina necesaria para purificar a su pueblo y hacerles volver a Dios. Por lo menos,

94 Esta enmienda es aceptable para muchos comentaristas. El cambio involucra sólo las transposición de dos
consonantes hebreas. (bkr por kbr) El texto actual, “Te limpiaré tu escoria como con lejía” es un poco torpe.
95 Algunos piensan que el nombre es una amenaza: “Sólo un remanente volverá.” Así, por ejemplo, Sheldon H.

Blank (Journal of Biblical Literature, LXVII [1948], 211/215. Pero en ambos casos la idea de un grupo de
sobrevivientes está presente. El negar a Isaías la noción de un Remanente purgado, tal como lo hace Blank,
involucra una anulación de la evidencia.
52

es interesante que la gran proclamación del Príncipe Mesías de 9:1-7 se dirige justamente (v.
1; Hebreos 8:23) a aquellas regiones asoladas por Tiglat-pileser. (2 Reyes 15:29) 96 Por cierto,
el lenguaje de 37:30-32 indica el profeta esperaba que aquellos que escaparan del sitio de
Senaquerib resultaran en el Remanente bendecido por Dios. Pero si albergaba tales
esperanzas—esperanzas de que la crisis presente purificase a la nación—quedó bien
desilusionado. Al observar la conducta de su pueblo en ese feliz día en que el ejército asirio
quitó el sitio (22:1-14)97—en las azoteas, locos de gozo, en banquetes, en orgías, celebrando,
pero sin nunca pensar ni siquiera en Dios que les había salvado ni en el arrepentimiento que
Dios procuraba provocar—el viejo profeta ya no podía contenerse. ¡Este no es ningún
remanente limpio! ¡La purga no ha purgado! Con las palabras más amargas que encontramos
en sus labios, prorrumpe (22:14): “Ciertamente este pecado no os será perdonado hasta que
muráis.” La esperanza en cuanto al Remanente, pues, no podía tener nada que ver con la
nación actual, sino que tendría que esperar para su fruición en el estado ideal que Dios
produjera en el futuro.
De modo que la esperanza se proyecta más allá de la nación existente. Pero junto con
esta mira hacia delante hay una mirada nostálgica hacia el pasado perdido. Sobre este
Remanente, que habrá algún día, gobernará el Príncipe Mesiánico del linaje de David. Ahora
bien, los hombres siempre han quitado la mira del sufrimiento del presente para imaginarse
con anhelo los “días buenos” del pasado. Desde luego, muchos en Israel idealizaban los días
del comienzo de Israel en el desierto, y esto siempre creaba una tensión con el presente. Pero
Isaías es de Jerusalén, y Jerusalén es la ciudad de David, donde la “idea Davídica” vivía con
poder tenaz. La época de David era el Siglo de Oro de Israel. ¿De qué mejor manera, pues,
se podría describir la dicha del futuro que el reino de un David transfigurado? La esperanza
de Isaías del Reino de Dios venidero no ha de explicarse, como ya dijimos, meramente como
hijo de la “idea Davídica”; más bien, surge de las corrientes principales de la teología de
Israel. Pero no es nada extraño que Isaías usara la ideología del David real para expresarla.
Vendrá un nuevo David, un David revivido; él gobernará sobre un nuevo Israel redimido.
(9:1-7; 11:1-5; compárese con Miqueas 5:2-4)

Porque un niño nos es nacido, un hijo nos es dado,


y el dominio estará sobre su hombro.
Se llamará su nombre: Admirable Consejero, Dios Fuerte,
Padre Eterno, Príncipe de Paz.
Lo dilatado de su dominio98 y la paz no tendrán fin sobre

96 Así piensan muchos comentaristas. Una buena defensa reciente de esta fecha y de la autenticidad de este
pasaje es la de A. Alt, “Jesaja 8:23-9:6, Befreiungsnacht und Krönungstag” (Festschrift für Alfred Bertholet
[Tübingen: J. C. B. Mohr, 1950], pp. 29-49). Alt aun contempla en el pasaje un rechazo del reinante rey
Davídico, Acaz. El esfuerzo reciente de H. L. Ginsberg )”Judah and the Transjordan States from 734 to 582 A.
de J. C.” Alex Marz Jubilee Volume, S. Lieberman, ed. [New York> Cambridge University Press, 1925], pp. 347-
368) por relacionar Isaías 9:1-6 al reinado de Josías (pp. 357ss.) no convence.
97 Aunque la mayoría de los comentaristas asignan Isaías 22:1-14 al período de la invasión de Senaquerib, las

circunstancias exactas son controversiales. Estoy de acuerdo con aquellos que ven aquí el júbilo sobre la
liberación: véase J. Skinner, Isaiah (The Cambridge Bible [New York: Cambridge University Press, 1925] ), I,
175< G. B. Gray Isaiah (International Critical Commentary [Edinburgh: T. & T. Clark, 1912], p. 364.
98 (Nota del traductor: el autor en la versión inglesa traduce “lo dilatado” en “grande”: la siguiente nota

bibliográfica explica sus razones.) Así piensan muchos comentaristas. Las dos primeras consonantes de la
primera palabra (lmrbh) parecen ser una ditografía de las dos últimas de la última palabra del versículo anterior
(nótese que la m se escribe tal y como debe ser una letra final). El versículo, pues, principia ...”Grande es ...”
(rabbah).
53

el trono de David y sobre su reino, para afirmarlo


y fortalecerlo con derecho y con justicia, desde ahora
y para siempre.
El celo de Jehová de los Ejércitos hará esto.
(9:6-7; hebreo vs. 5-6)

Sin embargo, es claro que esto es algo que queda mucho más allá del estado
existente, por mucho que Isaías esperara respecto a tal estado. Más bien, es el Reino de Dios
hacia el cual toda la historia se mueve.99 Allí reinará la justicia (11:3-5), habrá una paz
inquebrantable. (Isaías 2:2-4=Miqueas 4:1-3) Allí, al fin, Israel cumplirá su destino de ser
bendición para el mundo entero. (Isaías 2:3=Miqueas 4:2; compárese con Génesis 12:3) Dios
es el verdadero regente de ese Reino. El Príncipe del linaje de David está imbuido del
espíritu de Dios, y por ese espíritu rige; él es el carismático de Dios mismo. (11:2) Se pone
delante de nosotros, no como un guerrero feroz, sino como un niño pequeño (9:6), puesto
en su regencia por el poder de Dios. (9:7) Rige sobre un pueblo transformado por su
obediencia a la Voluntad divina. Es el Reino de Dios, y durará para siempre. (9:7)
Luego, con un cambio de imagen, a ese Reino se le describe, no como una época
transfigurada de David, sino como una recuperación de la dicha perdida del Edén. Una paz
como la de Edén rige en toda la tierra (11:6-9): una paz entre los hombres, una paz en la
naturaleza, una paz con Dios. El equilibrio en la creación, trastornado por el pecado hace
tanto tiempo, ahora se restaura—porque la ley de Dios es suprema. Si el profeta hubiera
dicho que habría un nuevo Edén y un nuevo Adán, no sería sorprendente.100 Desde luego,
no lo hizo, pero la idea está allí. ¡Téngalo presente! Oportunamente oiremos de un nuevo
Adán en quien todos son revividos. (1 Corintios 15:22, 45-49)
4. La influencia que estos conceptos majestuosos ejercía es incalculable. La esperanza
de Israel se ligaba firmemente al linaje de David, a Jerusalén y al templo, y se le daba una
forma que jamás perdería. De este modo se creó una poderosa fe que nada podría
despedazar. De hecho, mientras más oscuros los días, más brillante era su llama. Porque el
Mesías no viene a una nación orgullosa, glorificándose en su fuerza, sino a una nación
derrotada, un nación cortada como un tronco, una nación probada en el horno de la
aflicción. Ninguna humillación fuera tan vil, ninguna tortura tan brutalmente severa que la fe
no susurrara: “¿Quién quita que este sufrimiento sea la purga que ya está produciendo el
Remanente puro? ¿Quién quita que venga mañana el Mesías, el Príncipe del linaje de
David?”
No hace falta decir que no todo era positivo. Significaba que mientras el estado
durara, cada rey, para la mentalidad popular, era un Mesías potencial--¡y cuán indignos eran

99 Al concepto del Mesías no se le puede negar una cualidad escatológica. Puede ser que no satisfaga la
definición de la escatología en la teología judía y cristiana tardía (“fin del mundo”), pero la regencia de Yahvé
sobre su pueblo significaba para el profeta y el pueblo la meta efectiva de la historia. No se pensaba en nada que
existiera más allá de ella. El hecho de que el lenguaje pudiera haberse tomado de fuentes cúlticas y el hecho de
que los israelitas pudieran haber esperado que cada rey Davídico sucesivo fuera el Mesías no cambia nada.
100 Yo considero que 11:6-9 es una parte íntegra de la profecía. Algunos han argumentado (por ejemplo, A.

Bentzen, Messias-Moses redivivus-Menschensohn [Zürich: Zwingli Verlag, 1948], pp. 37,42, etc.) que el concepto del
Mesías se relaciona estrechamente al del Urmensch (el hombre primitivo). Si así fuera, la esperanza en cuanto a la
venida del Mesías sugiriese ineludiblemente un retorno a una paz como la del Edén, y la presencia de tal cuadro
en un pasaje mesiánico sería muy natural. Aunque no estoy convencido de que hubiera una conexión aparente
en la mente del profeta entre el Mesías y el Hombre Primitivo, el lenguaje empleado puede haber tenido una
prehistoria. La fe de Israel se acostumbraba a pedir prestado el lenguaje mítico para darle un significado
totalmente nuevo.
54

aun los mejores entre ellos para esta distinción! Sólo ayudaba para que la delusión nacional se
perpetuara: que aunque Judá se diezmara, Jerusalén y el estado Davídico nunca podrían
destruirse—una delusión que rompería el corazón de Jeremías. Significaba que las
expectaciones mesiánicas se adherirían patológicamente a cientos de fingidores, desde
Zorobabel hasta Bar-Kokhba. Significaba que cuando el verdadero cumplimiento de ese
anhelo apareciera, los hombres demandarían de él cosas que no podía dar por su propia
naturaleza: “¿Señor, restituirás el reino a Israel en este tiempo?” (Hechos 1:6) No obstante,
este concepto iba a proveer para la fe un lugar seguro aunque pasara por el exilio, la
humillación, y la frustración de esperanza. Ninguna calamidad podría erradicarlo—porque el
Reino del Mesías viene justamente más allá de la calamidad de un pobre Remanente.
Se introducían en el alma hebrea ideas poderosas que a la larga produjeran fruto. Es
cierto que aquí Isaías no habla de un Mesías sufriente sino de un Rey reinante. Empero, es
una figura inusual de un rey: de orígenes humildes e improbables (Miqueas 5:2), un retoño
del tronco de un árbol anteriormente poderoso (Isaías 11:1), cuyo poder no estriba en la
espada sino sobre los espíritus de los hombres. Y a su Reino entran los humillados—ese
pequeño Remanente que por medio del sufrimiento y la tragedia ha aprendido a obedecer la
voluntad de Dios. Aquí yacen cosas poderosas, aunque en germen.101 Oiremos más de otra
figura, desfigurada y sin embargo dentro de su desfiguración, como rey, que era “una raíz de
tierra seca” (Isaías 53:2); de un rey, un rey humilde, que viene “montado sobre un asno”.
(Zacarías 9:9) Oiremos de Uno, todo un Rey, que llamaba a los pobres en espíritu a su
Reino (Mateo 5:3): claramente un Reino al cual “no muchos sabios ...ni muchos poderosos ...
ni muchos nobles” sean llamados. (1 Corintios 1:26)
Sin embargo, tal vez otro punto sea aun más importante: dentro de la doctrina de
Isaías del Remanente, la esperanza del Reino de Dios empieza a modificarse marcadamente
en énfasis desde la nación de Israel a una “iglesia” dentro de la nación. No debe imaginarse
que Isaías fuera el primero en percatarse de una distinción entre los pocos fieles y la mayoría
pecaminosa.102 Empero, hasta ahora hemos tratado con Israel como nación. Israel es el
pueblo de Dios del pacto, el pueblo escogido de su elección, los herederos de sus promesas.
Hemos visto cuán fácilmente esta idea podía prostituirse por la imaginación popular,
identificando así el pueblo de Dios con el estado, y la victoria del propósito de Dios con la
glorificación del estado. También, hemos visto que los profetas se veían obligados a rechazar
tal identificación totalmente. Pero, el rechazo no era completo, porque nunca los profetas
podían pensar que el fracaso de Israel involucrara un fracaso de Dios. Dentro de la noción
del Remanente, sin embargo, se empieza a distinguir entre el Israel físico y el verdadero
Israel, el Israel en la carne y el Israel ideal. La noción empieza a echar raíces en la teología
hebrea de que el Israel en la carne no heredará el Reino de Dios—que visión siempre estará
más allá de su alcance. Sin embargo, con todo, permanece la confianza de que algún día
brotará un verdadero Israel, disciplinado para acatar la voluntad de Dios, digno de ser el
instrumento de su propósito. Es un Israel, no por nacimiento, sino de opción individual en
pro del llamamiento de Dios. Sobre este verdadero Israel, y únicamente sobre él, reinará
Dios—porque este es el pueblo de su Reino.
Esta noción de un nuevo Israel espiritual, prefigurada en la doctrina de Isaías del
Remanente, no se entendía cabalmente desde el comienzo, sino que sería presentada en

101 Véase especialmente la conferencia excelente de W. Eichrodt, Israel in der Wseissagung des Alten Testaments

(Zürich: Gotthelf-Verlag, 1951), pp. 35-37.


102 Véase especialmente a Elías y el remanente de los siete mil que no doblaron las rodillas ante Baal. (1 Reyes

19:18) Sobre el Remanente, véase a H. H. Rowley, op. cit., pp. 69ss.


55

varias formas por los profetas después de Isaías. En todos éstos la noción del Remanente
aparece, aun si el término no se usa. Como veremos más tarde, era precisamente como este
nuevo Israel que la iglesia neotestamentaria se entendía.

IV

Pero ¿qué tiene que decir Isaías a nosotros, los que somos el pueblo de esa Iglesia,
los que con orgullo afirmamos ser los herederos de esa misma promesa? Mucho más de lo
que podemos mencionar aquí. Por cierto, ya no anticipamos la venida del Rey Mesiánico.
Como cristianos tenemos que afirmar que esa esperanza ha sido cumplida ampliamente en
Aquel, nacido de la casa y del linaje de David y vitoreado en burla como “¡Rey de los
judíos!”. Pero la visión profética del Reino de Dios aun queda por delante. El lenguaje
bíblico es antiguo, y nunca lo expresaríamos así, pero cuando leemos de espadas convertidas
den rejas de arado, del fin de toda guerra, del reinado eterno de la paz y la justicia (Isaías 2:2-
4; 9:6-7; 11:1-9), reconocemos nuestro anhelo más profundo. Puede ser que seamos tan
modernos que no hemos oído ni de Isaías ni del Reino de Dios, pero no podemos
escaparnos de ese anhelo más de lo que podemos escaparnos de nosotros mismos.
Deseamos un mundo de paz, un mundo de orden moral. Procuramos crearlo de mil
maneras mutuamente anuladoras; porque sabemos si no lo logramos, o siquiera
parcialmente, pereceremos.
Isaías nos dice cosas que necesitamos saber, pero son cosas olvidadas. Un orden
moral es inconcebible e imposible salvo por la sumisión a la justa regencia de Dios. De
hecho, vendrá el tiempo—así afirma la fe—cuando “No harán daño ni destruirán en todo mi
santo monte, porque la tierra estará llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren
el mar.” (Isaías 11:9) La paz para el hombre es el Reino de Dios, y no hay otra. Por tanto, no
produciremos ese gobierno de paz ni entrar en él tal como somos. El estado no lo puede
lograr por medio de sus políticas—aunque el contenido de esas políticas no es impertinente.
La civilización no podrá alcanzarlo por medio de una escalera compuesta por máquinas
lavadoras o autos nuevos. La religión organizada no puede abrir las puertas al Reino por sus
programas más acelerados; tampoco puede ésta “cristianizar” la sociedad de tal modo que
entre al Reino. No poseemos ningún programa externo que nos lleve a esta paz idílica. Se le
da finalmente sólo a un mundo que se someta al gobierno del Rey Divino de hecho y de
verdad: no hay atajos. Nuestros programas, por buenos y sabios que sean, son meros
recursos provisionales. Los mejores de éstos tal vez produzcan una aproximación de esa paz;
los peores son una travestía de ella. Sólo tendremos la paz cuando los hombres entreguen
sus mentes y sus voluntades al Reino de Dios: “Qué sea hecha la voluntad tuya y no la mía.”
Eso llega a ser un llamado a nosotros a que leamos las lecciones de la historia
correctamente. La historia es un juicio sobre el pecado. Si el profeta así declarase, no haría
falta una gran fe para estar de acuerdo con él. Por lo menos, ciertamente parece que la
enfermedad incurable del mundo se debe a un total fracaso colectivo del hombre en cuanto a
la justicia, más que una causa económica. El hombre no conoce ninguna ley moral, o si la
conoce, no la obedece. Y por eso está siendo castigado severamente. Pero la historia es una
advertencia tanto como una disciplina. Que los hombres hagan caso de esta advertencia
quizá sea esperar demasiado. Pero la advertencia se pronuncia cada día con una claridad
perfecta: que lo mejor que ofrecemos no basta; que hemos de encontrar alguna justicia más
alta, alguna ciudadanía más alta, o perecer. La historia demuestra cada día la bancarrota de
todos los estados terrenales para que nos veamos obligados a buscar la redención en algún
56

lugar superior. Sin ocupar la palabra, la historia nos está señalando al Reino de Dios y
diciéndonos que ya es hora.
¿No será posible que seamos llevados a reconocer que los tiempos que nos parecen
malos sirven para un mejor propósito que los tiempos buenos? Puede ser que esto sueñe
raro, pero contiene mucha verdad. Los tiempos buenos que deseamos son tiempos libres de
molestias—un tiempo en que el hombre pueda leer su periódico sin preocuparse, adelantarse
en el negocio, tener gasolina para su auto y los placeres y lujos que todos disfrutamos.
Aquellos, diríamos, son los tiempos buenos. Pero, tal vez, desde la óptica de Dios no lo son.
Porque el propósito de Dios para nosotros no es el confort del cuerpo o la preservación de
nuestros intereses, sino la disciplina de nuestros espíritus para que lleguemos a ser
verdaderamente su pueblo. ¿Quién puede decir cuáles de los tiempos sirven mejor para ese
propósito? Qué se entienda que no hay nada de un optimismo ciego, ninguna minimización
de la tragedia de nuestros tiempos, en esa declaración. Nadie que haya visto siquiera un poco
de esta tragedia puede participar en un moralizar barato acerca de las virtudes del
sufrimiento. Empero, qué nunca se olvide, es precisamente en el sufrimiento que el pueblo
de Dios es escogido; en el sufrimiento se les conoce. Por lo tanto, la tragedia de nuestros
tiempos llega a ser para nosotros un llamamiento personal a optar por el llamamiento de
Dios, y servirlo dentro de la tragedia. No tendremos paciencia alguna para una alegría falsa.
Pero, aprenderemos el significado de este himno que se basa en las palabras de Isaías:

Cuando por las pruebas de fuego lleve tu sendero,


Mi gracia, todo-suficiente, será tu manantial,
La llama no te dañará; sólo hago
Que tu escoria se queme, y tu oro se refine.

Pues, permitamos que Isaías hable a nuestra fe. Al igual que Isaías miraba con anhelo
hacia el Siglo de Oro de David, y luego hablaba del David transfigurado venidero, así
miraremos hacia atrás a un Príncipe del linaje de David que no necesita que lo idealicemos;
luego miraremos hacia delante con Isaías, a la iglesia neotestamentaria y toda la cristiandad, al
Cristo reinante y triunfante al cierre de la historia. Y, aunque no podamos ver cómo ese
Reino pudiera pronto, o siquiera probar que vendrá luego, enfrentaremos el futuro oscuro
con fe y oración en pro de su venida. Y nos alentaremos. Al ser echadas la civilización, la
propiedad material, las naciones y las iglesias al caldero de la historia y ser así destruidas
aparentemente, reflexionaremos sobre las palabras de Isaías: siempre hay un Remanente, un
pueblo de Dios, una verdadera iglesia. Y con éstos Dios realiza su voluntad. A ellos les dice:
“No temáis, manada pequeña, porque a vuestro Padre le ha placido daros el reino”. (Lucas
12:32) Ciertamente, éstos ya lo han recibido y han entrado en él por su gracia, aquí y ahora.
CAPÍTULO CUATRO

El pacto roto y el nuevo pacto

LA ÚLTIMA PARTE DEL SIGLO OCHO A. DE J. C. TRAJO DESTRUCCIÓN


AL ESTADO NORTEÑO, SEGUIDO POR EL CASI ANIQUILAMIENTO DE JUDÁ
a manos de Senaquerib durante el cierre del siglo ocho y el principio del séptimo. Empero,
vimos cómo los mismos años trajeron, en labios de los profetas que predicaban entonces,
una nueva esperanza de que surgiera de la disciplina de la catástrofe un Remanente justo al
cual Dios pudiera bendecir. Junto con esto observamos un anhelo más grande porque viniera
el Príncipe Mesiánico del linaje de David que estableciera su regencia justa y pacífica sobre el
57

pueblo del Reino de Dios el cual duraría para siempre. La esperanza en pro del Reino de
Dios, divorciada progresivamente del entonces estado existente, se proyectaba así sobre el
estado ideal del Mesías. Es a ese estado futuro, y a solo a él, que toda la dicha del Reino se
dará
Ahora necesitamos saltar—con demasiada rapidez—a otro siglo, a los días del
colapso final de Judá y la caída de Jerusalén. Sobre la marcha, descubriremos otros
profetas103, entre quienes está uno que—por una compasión fuerte y una sensibilidad tierna,
por agonía del espíritu y un valor absoluto—se destaca como hombre de distinción: el
profeta Jeremías. Por muchas razones, pero especialmente por su comprensión de la interna
naturaleza espiritual de la relación del hombre con Dios, tiene pocos rivales en la historia de
la religión.

1.Judá era tributario a Asiria, y permaneció así por cien años. Como recordaremos,
Acaz fue el primero en poner su país en esa posición. Al ser amenazado durante los primero
años de su reinado (735-715) por la confederación anti-asiria, encabezada ésta por los reyes
de Damasco e Israel, había implorado la ayuda de Tiglat-pileser y había entregado su libertad
como precio. Y aunque Ezequías dio un nuevo golpe en pro de la libertad y Judá fue librado
providencialmente de la total destrucción, de ninguna manera pudo ganar su independencia.
Ezequías terminó su vida siendo un vasallo asirio, y su hijo—Manasés (687-642)—continuó
toda su larga vida en la misma posición.104
Por hecho, no pudiera haber sido de otra manera. Nunca tuvieron los estados menores de
Asia occidental ni la más mínima esperanza de ganar su independencia de su amo asirio. A
estas alturas, Asiria estaba en el cenit de su poder. A Senaquerib se le asesinó en 681, pero
fue sucedido por su hijo Asurbanapal. (cerca de 669-630)105 Durante los reinados de los dos
últimos, el Imperio Asirio alcanzaba mayores dimensiones que las de cualquier otra potencia
conocida sobre la tierra. La victoria por todas partes era de Asiria. Babilonia había sido
pacificada momentáneamente, ya que la rebelión perenne había plagado a Sargón tanto como
a Senaquerib. Para 670 el ejército asirio había emprendido una ventura, soñada muchas
veces, sin duda, pero nunca intentado: la invasión a Egipto. Ante su poder, Egipto no podía
resistir, y aunque Esaraddon murió antes de finalizarse la victoria, dentro de pocos años

103 Sofonías, Nahúm, Habacuc, y especialmente Ezequiel, todos están en este período. Sofonías (véase 1:1)
prosperó durante el reinado de Josías, y por lo tanto era contemporáneo del joven Jeremías. Nahúm
profetizaba un poco antes de la caída de Níneve en 612. Habacuc parece haber estado activo durante el reinado
de Joaquín (609-598), justo cuando la amenaza caldea empezaba a hacerse sentir (1:6); Ezequiel (según 1:2)
comenzó su ministerio en el quinto año de la cautividad de Joaquín (593) y seguía activo hasta bien después de
la deportación final de 587. (véase 40:1) Aunque la mayor parte de estas fechas han sido cuestionadas, me
inclino fuertemente, por razones que no se pueden ventilar aquí, a aceptarlas. A Joel también se le coloca en
este período (A. S. Kapelrud, Joel Studies, Uppsala Universitets Arssdrift 1948:4 [Uppsala: Lundequistska
Bokhandeln, 1948], pp. 191-192, pero la mayoría de los eruditos ubican este libro mucho después del Exilio.
104 2 Crónicas 33:11 parece insinuar una rebelión de parte de Manasés de la cual no dice nada el libro de Reyes.

Podría ser que la rebelión de Samas-sum-ukin contra Asurbanapal (652-648) hubiese tentado a Manasés a que
diera un paso semejante (Albright, “The Biblical Period,” p. 44; R. Kittel, Geschichte des Volkes Israel [7ª edición;
Stuttgart: W. Kohlhammer, 1925], II, 399. Esdras 4:2, 10 habla de un reasentamiento de población en Samaria
por Esaradon y Asurbanapal (Osnappar). Tal vez un descontento en la Palestina la provocara. De todos
modos, la rebelión de Manasés, si hubiera tal cosa, no fue exitosa.
105 La fecha de la muerte de Asurbanapal no es incierta. Fechas tan temprano como 633 y tan tarde como 626

se dan. Véase Albright, “The Biblical Period,” p. 44 y la nota número 104.


58

Asurbanapal había marchado bien al sur en Egipto. En 663 fue cautivada y destruida Tebas.
(Véase Nahúm 3:8) Ahora bien, Egipto había sido la única nación en el occidente capaz de
mantener siquiera un poco de balanza de poder contra Asiria. Su caída significaba no tan
solo la destrucción de esta balanza sino que la única nación capaz de apoyar la rebelión en la
Palestina ya no estaba. Era, por un tiempo breve, un mundo único—un mundo asirio.
Rebelarse hubiera sido fútil y un suicidio.
Bajo Manasés, por ser títere de Asiria, Judá bajó a niveles de apostasía sin rival. Esta
no es una mera coincidencia. Principalmente era una pura necesidad política, porque en el
mundo antiguo la servidumbre política siempre involucraba por lo menos un reconocimiento
de los dioses del amo. Por ende, no nos sorprende leer que Manasés, como previamente bajo
Acaz, las deidades asirias empezaban a adorarse en Jerusalén. (2 Reyes 21:3b-5). También, la
adivinación y la magia (v. 6) estaban de moda, porque estas prácticas eran populares entre los
asirios como nunca antes, y aun eran patrocinadas por la misma corte real. Esto no era todo.
La laxitud ineludiblemente conduce a la laxitud, y junto con el paganismo extranjero, la
variedad doméstica, severamente reprimida por Ezequías, empezó a florecer de nuevo. (vs.
3ª, 7) Se construían altares a los cuerpos celestes en el mismo tempo judío (v. 5),106 así como
también los objetos sagrados del culto a la fertilidad. Prostitutas sagradas empezaron a
realizar su trabajo odioso. (2 Reyes 23:7) Aun el rito bárbaro del paso por fuego, si no el
mismo sacrificio humano, se practicaba (2 Reyes 21:6ª), como en los días de Acaz. (2 Reyes
16:3)107 El historiador que nos dio los libros de Reyes clasifica a Manasés como el peor de
los gobernantes que se sentaron sobre el trono en Jerusalén (2 Reyes 21:9, 11), y declara que
su pecado era tal que nunca podría ser perdonado; su pecado solo era suficiente como para
explicar la ruina nacional. (2 Reyes 21:11-15; 24:3-4; compárese con Jeremías 15:4)108
2. Pero el Imperio Asirio, por mucho poderío que luciera, no estaba en una
condición saludable. Cuando mucho, era una estructura mal hecha, sostenida por la fuerza
bruta. Aun durante la vida de Asurbanapal, si no antes, un observador inteligente pudiese
haber detectado fácilmente las rajaduras que empezaban a presentarse. La presión de las
repetidas campañas necesarias para mantener los pueblos conquistados bajo control, apenas
ninguno de los cuales tuviera más que el odio para Asiria, ciertamente tiene que haberse
hecho sentir. También, había tensiones internas, una de las cuales brotó en una guerra civil
desastrosa. Samas-sum-ukin, un hermano de Asurbanapal que servía como el gobernante
asirio en Babilonia, se rebeló. Por cierto, se sofocó la rebelión, y Samas-sum-ukin optó por el
suicidio. Pero la lucha fue muy sangrienta, durando así cuatro años (652-648), y estremeció el
imperio hasta los cimientos. Mientras tanto, Egipcio—ahora bajo el enérgico Psammetichus
I (663-609), el primer faraón de la XXVI Dinastía—se había aprovechado de la confusión
para liberarse una vez más. Parece que Asiria era impotente para evitarlo. Además de todos
estos peligros, justo como en los últimos días de Roma, unos nuevos pueblos bárbaros tales
como los Scythians y los Cimmerians, que habían aparecido por primera vez durante el siglo

106 Parece que durante este período el sol, la luna y las estrellas eran considerados ampliamente como formando
la asamblea celestial, y así se les adoraba—una cosa intolerable para los puristas. (véase Jeremías 19:13) Véase
G. E. Wright, The Old Testament Against Its Environment (Chicago: Henry Regnery Co., 1950), pp. 30-41 para una
excelente discusión del asunto.
107 El significado exacto de “pasar por fuego” no se sabe. Tal vez era alguna clase de prueba para aplacar a la

deidad, pero Jeremías 7:31 parece hablar de un verdadero sacrificio humano. (Véase 2 Reyes 17:31)
108 2 Crónicas 33:12-17 habla de un arrepentimiento del cual Reyes no dice nada. Desde luego, es posible que

tal persona como Manasés pudiera arrepentirse, si se asustaba bastante, o si la situación política parecía
favorable, pero sería un arrepentimiento superficial. Es claro que el arrepentimiento que fuera no era
permanente; los abusos por los cuales era responsable seguían hasta que Josías las quitó. (2 Reyes 23)
59

anterior, llegaban a ser una amenaza para las fronteras norteñas del imperio. Los asirios se
percataban del peligro, y, como harían los romanos más tarde, intentaban usar a uno de los
pueblos bárbaros como una salvaguarda contra los demás, y así canalizar la inundación de
migración racial para otras partes. Pero el observador sensible bien pudiera haberse
preguntado ¿qué pasaría si se rompiera el dique?
Después de la muerte de Asurbanapal (cerca de 630), el imperio extenuado ya no
podía postergar lo inevitable. Con una rapidez increíble la estructura gigantesca se
desmoronó y desapareció de la faz de la tierra. No nos ocuparemos de los detalles de la
historia, en todo caso, una historia muy breve. Asurbanapal fue seguido en sucesión por dos
de sus hijos, ninguno de los cuales dio la talla en cuanto a la emergencia. Tal vez nadie
pudiera haberla dado; porque Asiria, al fin, estaba a raya, asediada de enemigos por fuera y
cansancio por dentro. El principal entre estos enemigos eran los Medos, ahora amos de un
dominio considerable en las sierras del Irán occidental, y los Babilonios, libres al fin de su
despreciado amo bajo el patriota Nabopolasar. (625-605) Entre estos dos se libró un ataque
de dos puntas contra la patria asiria.
Justo en este punto tuvo lugar un giro de 180 grados. Egipto—por siglos el peor
enemigo de Asiria, y recién invadido y ocupado por ella—¡se halla luchando por los asirios!
Pareciera que el faraón Psammetichus percibía que la misma civilización de la formaba parte
estaba peligrando, y él prefería que una Asiria debilitada siguiera en existencia para servir
como salvaguarda contra fuerzas más poderosas. También, como parte del precio de su
ayuda, esperaba asegurarse de acceso a la esfera histórica de Egipto—la Palestina y Siria.
Pero la ayuda egipcia, tal y como la ayuda egipcia siempre parecía ser, era demasiado poca y
demasiado tarde. A pesar de unos éxitos iniciales, pronto era claro que el tiempo de Asiria se
acababa. En 614 la capital antigua de Asur cayó ante los Medos, y en 612 los Medos y los
Babilonios lanzaron el ataque final sobre la misma Níneve. Cayó la ciudad; Sin-sar-iskin, el
hijo de Asurbanapal, murió un suicida en las llamas; y un grito de júbilo brotó de la gente
pequeña de la tierra que Níneve, esa “ciudad sanguinaria” (Nahúm 3:1), esa “prostituta de
bella apariencia” (Nahúm 3:4), ya había caído. A nadie le pesaba esto para nada. (Nahúm 3:7,
19)
Por cierto, Asiria no murió fácilmente; habiendo vivido por la espada, ella optó por morir
por la espada. El Príncipe Asur-ubalit, junto con un remanente del ejército asirio, con una resistencia
terca, regresó a Haran; y luego forzados a salir de allí, pero luchando aún, fueron obligados a cruzar
el Éufrates, cayendo en manos de los egipcios. Pero de nada sirvió. Ya Asiria se acabó.
Esto nos interesa, porque significaba que Judá estaba libre. Porque dentro de pocos años,
después de la muerte de Asurbanapal, Asiria perdía el dominio sobre la parte occidental de su
imperio, aunque tardaría Egipto unos cuantos años en apoderarse de lo que quedaba. Mientras tanto,
estaba en el trono de Jerusalén un joven llamado Josías. El nieto del apóstata Manasés, Josías había
llegado al trono en 640 siendo un niño de ocho años; ascendió al trono cuando la muerte de su
padre, Amón. (2 Reyes 21:19-22:1)109 Para cuando Josías llegó a la mayoría de edad, el dominio sirio
sobre su tierra iba desapareciendo rápidamente, y para el decimoctavo año de su reinado el país
prácticamente era independiente. En ese año (621, véase 2 Reyes 22:3) se lanzó una de las principales
reformas de Judá.

109 No nos interesan los detalles. Aparentemente, Amón había continuado la política de su padre, Manasés (vs.
20-21), y su asesinato reflejaba un descontento creciente con ella. Sin embargo, el hecho de que a los asesinos
se les castigó de inmediato (v. 24) puede indicar que muchos creían que un cambio de política a esas alturas no
era sabio.
60

II

La reforma del Rey Josías fue un evento sumamente importante en la vida de Israel, y sin
embargo, su verdadero significado se escapa muy a menudo del lector bíblico.
1.La historia de la reforma se encuentra en 2 Reyes 22-23, y es claro, partiendo del capítulo
23, cuáles eran sus pretensiones. Era una purga completa de toda clase de paganismo. Mencionados
específicamente son algunos cultos extranjeros recién importados por Manasés, incluso el del valle
de Hinón donde los ritos bárbaros se llevaban a cabo (vs. 10-12); los distintos cultos paganos de
origen doméstico, muchos de los cuales se practicaban desde hacía mucho tiempo (vs. 4, 6, 13-14),
junto con sus objetos sagrados; el personal de estos ritos odiosos, particularmente los sacerdotes
eunucos (v. 5)110 y los prostitutos de amos sexos (v. 7). Pero aun más drástico que esto, leemos (vs.
8-9) que Josías, tal como Ezequías había intentado antes, abolió aun los santuarios de Yahvé—el
Dios de Israel—en las aldeas circunvecinas, procurando así centralizar toda la adoración en
Jerusalén.111
2. Tal y como leemos en el capítulo 22, la reforma era orientada por un libro de la ley que se
encontró en el templo (v. 8) durante la hechura de unas reparaciones allí. Al llamársele la atención a
Josías (vs. 10-13), el libro despertó en el joven rey la más profunda consternación. Le parecía a él que
si esta era de verdad ley de Dios, entonces ¡Ay del país!; porque había sido descuidada
flagrantemente. Al asegurársele de que en verdad era la ley (vs. 14-20), el rey convocó a todo el
pueblo al templo (vs. 23:1-3), les leyó la ley, e hizo pacto con él ante Dios para que se implementaran
sus demandas con acción apropiada. A partir de este acto, la reforma empezó a tomar forma.
Ahora bien, desde hace mucho el consenso es que este libro de ley era una forma del código
de Deuteronomio.112 Deuteronomio es una ley de reforma. De hecho, bien se le podría llamar una
edición reformada de la ley antigua Lex Mosaica. Sin tener en cuenta cuándo se le diera su forma
definitiva, sus leyes se remontan a orígenes muy primitivos (probablemente por medio del Israel
norteño) y reflejan cabalmente el espíritu de la heredad Mosaica. Como quiera que sea, la acción
tomada por Josías corresponde bien a las demandas Deuteronómicas. Con una vehemencia sin
paralelo Deuteronomio exige la destrucción de todos los cultos extranjeros (por ejemplo,
Deuteronomio 12:1-3) y hace que la idolatría sea un crimen capital. (Capítulo 13) Entre todos los
códigos del Pentateuco, Deuteronomio es el único que prohíbe explícitamente la adoración a Yahvé
en los varios sitios y ordena que el sacrificio se haga únicamente en el lugar que Dios escoja. (12:13-
14; 16:5-6) Además, declara una y otra vez con una elocuencia resonante que la misma existencia
nacional depende de la lealtad con la que el pueblo sirva al Dios del pacto y cumpla su voluntad.
(6:1-15; 8:11-20; 11:26-28; 28; 30:15-20)
Empero, un mero libro de ley nunca lograba una reforma—al igual que la presencia de una
Biblia polvorienta en la sala no puede de por sí crear buen carácter. Notemos, de hecho, que la

110 La palabra kemarim, traducida en la Biblia inglesa en “sacerdotes idolátricos”, realmente significa “eunucos”;

Véase W. F. Albright From the Stone Age to Christianity (Baltimore: Johns Hopkins Press, 1940), p. 178.
111 Que los sacerdotes de 2 Reyes 23:8-9 fueran sacerdotes de Yahvé es evidente por el hecho de que se les

invitara a Jerusalén. Si hubieran sido funcionarios de cultos paganos, se le habría ejecutado. El pasaje debe
compararse con la ley de Deuteronomio 18:6-8. El v. 9 aclara que la medida encontró cierta resistencia—como
se esperara.
112 Deuteronomio era relacionado con la reforma de Josías por varios de los padres de la iglesia (por ejemplo,

Jerónimo), y ésta, cada vez más, es la postura aceptada desde que W. M. L. DeWette la desarrolló hace 150 año.
Para una discusión reciente de la cuestión con bibliografía, véase H. H. Rowley, “The Prophet Jeremiah and the
Book of Deuteronomy,” Studies in Old Testament Prophecy, H. H. Rowley, ed. (Edinburgh: T. & T. Clark, 1950),
pp. 157-174.
61

reforma ya había comenzado cuando el libro de la ley se descubrió.113 La motivación para la reforma
ya estaba presente en el corazón del pueblo. En parte, la reforma era una faceta de las grandes
esperanzas que brotaron de la independencia y el nacionalismo resurgente. Sin duda, había una
revulsión popular ante los excesos de Manasés; había un deseo de echar a un lado toda recordación
del dominio extranjero, el religioso tanto como el político. La oscilación entre la apostasía y la
reforma no es accidental. Como Acaz el vasallo había sido apóstata, como Ezequías el rebelde había
sido reformador, y Manasés el vasallo de nuevo había sido apóstata, no es coincidencia que Josías, el
rey de la libre Judá, caminara por el sendero de la reforma. Pero las ambiciones de Josías iban más
allá de la mera independencia. Justo al norte de Jerusalén estaba el territorio del antiguo estado
norteño, por un siglo una provincia asiria, pero ahora prácticamente un vacío político. Que Josías
extendiera su reforma al norte, destruyendo así las instalaciones cúlticas allí—particularmente el
santuario en Betel (2 Reyes 23:15-20)—puede significar una sola cosa: de facto ya había anexado el
territorio de Samaria.114 Este era un día de gran esperanza y gran promesa: tal vez el ideal Davídico
pudiera realizarse de nuevo, un Israel libre unido una vez más bajo el trono de David, ¡el “bohío
caído” (“tabernáculo” en la RVA) de David (Amós 9:11) remendado y restaurado!
Pero la cosa era más profunda que eso. A pesar de las esperanzas que la situación
engendraba, esta era un tiempo cuando un optimismo fácil era imposible. Con el colapso de Asiria,
los mismos cimientos de la civilización antigua estaban rajándose, y ¿quién sabía qué traería el
futuro? En todas partes del mundo antiguo podemos detectar un anhelo nostálgico por los días más
seguros del pasado, no en menor grado en Judá que en otras partes.115 El libro de Deuteronomio
está repleto de tal anhelo. No tan sólo cuenta las glorías de la heredad Mosaica, sino que de forma
insistente afirma que la misma esperanza de la supervivencia nacional estriba en el asirse de esta
heredad, en espíritu tanto como en letra. En esto la teología de Deuteronomio coincide con la
corriente principal de la predicación profética de los siglos pasados, reforzada, sin duda, por las
voces de Sofonías y el joven Jeremías. Isaías tenía razón: había una minoría que pensaba
correctamente, una “simiente santa”, en la nación que tomaba en serio la predicación profética, que
sabía que el paganismo apenas dejaba a Israel como pueblo de Dios; más bien, lo dejaba merecedor
de juicio. Sin duda, había muchos que pensaban que tal vez Dios hubiese destruido a los asirios y
había permitido así este momento de libertad para que hubiera una última oportunidad para el
arrepentimiento. (Véase Sofonías 3:6-7ª; 3:1-3) Si Israel fuera a cumplir con su destino como pueblo
de Dios, más bien, si fuera a sobrevivir, debía deshacerse de los dioses falsos para así adorar
únicamente a Yahvé. Si Israel va a ser el pueblo de Dios--¡tiene que reformarse!
2. Es en este contexto que topamos con Jeremías por la primera vez. De la vida temprana de
Jeremías no sabemos mucho o casi nada. Nacido dentro de una familia sacerdotal en Anatot, una
aldea de unas tres millas al norte de Jerusalén,116 probablemente fuera un mozalbete cuando la
independencia de su país se hizo realidad. Por lo menos, cuando sentía el llamado para ser profeta,
cerca del año 626 (Jeremías 1:2), protestaba que era demasiado joven. (1:6) Tempranamente en su

113 Josías había dado órdenes (2 Reyes 22:3-8) para que el templo se reparase, y sólo era durante este proceso
que se halló el libro. Pero la reparación del templo era en sí el principio de un esfuerzo reformador.
114 2 Crónicas 34:6 dice que Josías extendió la reforma hasta Galilea (es decir, la provincia asiria de Meguido)

también. Esto no es increíble, si es que recordamos el esfuerzo similar de Ezequías. (véase capítulo III) La casa
real desde entonces se había mantenido en contacto con Galilea. Las madres de ambos, Amón (2 Reyes 21:19)
y Joaquín (2 Reyes 23:36) eran de origen galileo: véase Albright, “The Biblical Period,” p. 45.
115 Para evidencia de tal cosa, véase Albright, From the Stone Age to Christianity, pp. 241ss.
116 Los sacerdotes en Anatot posiblemente afirmaban ser descendientes de Abiatar a quien Salomón desterró

para ese lugar (1 Reyes 2:26-27) por su complicidad en el fallido golpe de estado por Adonías. Si esto es cierto,
significaría que Jeremías trazara su linaje hasta la casa de Elí (véase 1 Reyes 2:27; 1 Samuel 22:20; 14:3), los
antiguos encargados del Arca en Silo.
62

vida parece que le embargaba una premonición de perdición, cosa que más tarde llegaría a constituir
su carga completa. (1:11-16) Su predicación más temprana indica que estaba profunda y
negativamente impactado por el paganismo de su país.117 Le parecía que toda la historia nacional
había sido una historia de ingratitud. (2:4-8) Israel ha buscado dioses falsos con la pasión no-retenida
de un animal (2:23-25); su pecado es una mancha que no se lava (2:22); ha convertido el carácter
nacional en una cosa extraña. (2:21) ¡Jamás hubo en el mundo una apostasía tal! Aun los paganos no
desertan a sus dioses, aunque éstos, de hecho, no son dioses de verdad. (2:10-11) ¡Pero Israel, sí!
Ella ha abandonado la “fuente de aguas vivas” (2:13) por las cisternas rancias de la idolatría—y ¡son
cisternas agujeradas! Con el espíritu y el lenguaje de Oseas, Jeremías declara que la nación es una
“ramera” que ha traicionado a su divino esposo, y le espera el “divorcio”. (3:1-5, véase vs. 6-10) 118
Sin embargo, como en el caso de Oseas, la denunciación airada acompaña un ruego apasionado por
el arrepentimiento. (3:12-13, 21-22) Sólo por medio de un arrepentimiento sincero se le perdonará a
Israel; solo así encontrará de nuevo su destino histórico como el pueblo escogido de Dios. (4:1-2;
véase Génesis 12:2; 18:18)119
La actitud precisa de Jeremías referente a la gran reforma, la cual tuvo lugar unos cinco años
después del comienzo de su ministerio, debe quedarse en misterio. Los registros son bastante
ambiguos al respecto, y hay un total desacuerdo entre los eruditos. No sabemos si él participara
activamente en ella o no. Pero es un tanto inconcebible que no aprobara enérgicamente el esfuerzo
por abolir el paganismo contra el cual había predicado sin reserva. De todos modos, su admiración
para Josías, a quien consideraba casi un rey ideal, era sin límites—lo cual no habría sido así si hubiese
desaprobado de la mayor acción del reinado de ese rey. Aun parece que mientras Josías llevaba a
cabo su programa político en el norte (2 Reyes 23:15-20), se despertaba en el corazón de Jeremías la
esperanza viva de que pronto Efraín volviera al rebaño (3:12-14: 31:2-6, 15-22) y que adorara a Dios
sobre el Monte Sion (31:6) al que Judá—una actitud que revela por lo menos un poco de simpatía
para con la política del rey.120 En los años posteriores los hombres de la reforma y sus hijos eran los
que apoyaban a Jeremías y le salvaron la vida. (26:24; 36:12, 19, 25; véase 2 Reyes 22:12) 121
Pero pensara lo que pensase Jeremías acerca de la reforma al principio, no tardó mucho en
reconocer lo hueca que era.122 Lo único que había producido era una gran nube de humo de incienso

117 Aunque los capítulos 2-3 contienen material del período después de la muerte de Josías y la victoria egipcia
de 609, tales versículos como 2:14-17, (véase v. 16), 29-37 (véase v. 36), la inmensa mayoría de comentaristas
encuentran en la poesía de estos capítulos un ejemplo de la predicación de Jeremías antes de la reforma.
118 La versión inglesa traduce 3:1, 4 malamente. Ninguno de los dos versículos es súplica a que vuelva, sino

denunciaciones airadas. El v. 1 debe leerse como la American Standard Version, anotaciones del margen. El v.
4 comienza, “No acabas de llamarme [es decir, aun bajo las circunstancias de tu conducta infiel]; es decir, Israel,
aunque infiel a Dios, continúa dirigiéndose a él como un padre y así piensa contar con su perdón. (v. 5)
119 Jeremías 4:1-2 debe leerse como el margen de la American Standard Version. La selección de palabras en v.

2b es un tanto sorpresiva (debiéramos esperar leer “en mí” o “en ti” en lugar de “en él”), y esto ha ocasionado
que algunos (por ejemplo, A. S. Peake, Jeremiah [The New-Century Bible (Edinburgh: T. C. & E. C. Jack, 1910) ], I,
116) conjeturen una cita directa de Génesis 18:18. Aunque esto no puede probarse, es probable que el autor
quisiera hacer una alusión a la promesa de Abraham.
120 Estos pasajes deben ubicarse en el período más temprano de Jeremías, aunque la vasta mayoría de

comentaristas piensan al contrario. Véase G. A. Smith (Jeremiah) [4ª edición; New York: Harper & Brothers,
1929], pp. 297-303) y J. Skinner (Prophecy and Religion [Cambridge> The University Press, 1922], pp. 299-305),
que ubican 31:2-6, 15-22 en 587.
121 Se dice a menudo (por ejemplo, en gran detalle por A. F. Puukko, “Jeremias Stellung zum

Deuteronomium,” Alttestamentliche Studien Für Rodolf Kittel: Beitgräge zur Wissenschaft des alten und neuen Testaments,
13 [1913], 126-153) que la similitud entre los nombres en 2 Reyes 22 y Jeremías 26; 36 es una coincidencia. La
coincidencia, sin embargo, es demasiado extraordinaria como para explicarse de ese modo.
122 La mayoría de los estudios en torno a Jeremías, ya que ningún oráculo de él puede fecharse con seguridad

durante la última parte del reinado de Josías, proponen un largo período de silencio de su parte desde la
63

y grandes multitudes de adoradores en el templo, pero no había ningún retorno a los senderos
antiguos. (6:16-21) Los hombres siempre se han reformado así: ¡eliminando las inmoralidades
mayores y participando más activamente en la obra de la iglesia! Continúan los pecados sociales que
son la enfermedad de la sociedad (5:23-29), y el clero se ha ajustado a estas condiciones para la
mayor satisfacción de todo el mundo. (5:30-31) No hay un verdadero arrepentimiento. Al contrario,
el pueblo sigue por el camino de la ruina como un caballo que corre locamente en batalla. (8:4-6) Por
mucho orgullo que tengan en la posesión de la ley (8:8), no tienen el sentido de siquiera las bestias
silvestres; éstas por lo menos obedecen instintivamente las leyes que gobiernan su existencia. (8:7)
Empero, por encima de todo se oye la voz del clero anunciando ciegamente que ya la paz con Dios
se ha ganado (6:13-14=8:10-11)—¡y esto es pura mentira!
En breve, Jeremías veía que hacía falta más que la reforma de Josías para convertir a Judá en
el pueblo de Dios. ¡Cuán extraña la delusión de ella, sin embargo cuán familiar! Anhelamos una
sociedad cristiana, pero no sabemos lograrla salvo por fijar reuniones, financiar programas, legislar
leyes, y cerrar los establecimientos de una apariencia más grosera en cuanto a la moralidad. Israel
anhelaba un pacto de paz con Dios—y cerraba los santuarios falsos, y se ponía muy ocupada en el
templo. Nosotros no condenaremos las medidas de reforma más que Jeremías. Por cierto, medidas
continuas de reforma hacen falta. Pero Jeremías nos dice que si no tenemos más que medidas de
reforma, sólo estamos cortando las cabezas de Hidra, podando las hojas y ramas de la debilidad
mortal, sin tocar siquiera el tronco. Jeremías le decía a su pueblo que el lazo del pacto no se restaura
sólo externamente. El profeta arremetía contra su observancia ajetreada de la ley cúltica (7:21.23), y
le apelaba, no desde lo externo de la ley, sino del corazón de ella. Le dijo: “A Dios no le importa con
cuanto cuidado lleve a cabo la adoración pública. Sea que ofrezcan el sacrificio de una forma o de
otra—¡es lo mismo para Dios! Porque el corazón de la demanda de Dios no es la religión fastidiosa
sino la obediencia. Sólo un pueblo obediente puede permanecer ligado en pacto con Dios; sólo
sobre un pueblo obediente regirá Dios. En cuanto a este pueblo, tiene que arrepentirse desde el
corazón (4:14); tiene que circuncidarse del corazón de nuevo para estar en una relación de pacto—o
encarar el fuego:

Porque así ha dicho Jehová a los hombres de Judá


y de Jerusalén:
“Abrios surcos y no sembréis entre espinos.
Circuncidaos para Jehová; quitad el prepucio de vuestro
corazón, oh hombres de Judá y habitantes de Jerusalén.
No sea que por la maldad de vuestras obras mi ira salga como
fuego y arda, y no haya quien la apague.”
(4:3-4; véase Deuteronomio 10:16)

El pueblo de Dios es pueblo de corazón limpio. Pablo (Romanos 2:25-29) declararía un día que era
precisamente esta circuncisión espiritual que caracteriza el miembro del verdadero Israel.

III

reforma (621) hasta la muerte de Josías (609) o un poco antes. Yo encuentro esto increíble. No se puede dar
un argumento detallado aquí, pero, aunque debe admitirse que pocos de los oráculos de Jeremías pueden
fecharse con certidumbre, yo creo que muchos de ellos encajan mejor precisamente entre 621 y 609. No harían
falta muchos meses para que Jeremías reconociera la superficialidad de la reforma. (véase A. C. Welch, Jeremiah:
His Time and His Work [London: Oxford University Press, 1928], pp. 76-96; W. A. L. Elmslie, How Came Our
Faith? [New York> Charles Scribner’s Sons, 1949], p. 316).
64

1. Fuesen los recelos que fueran los de Jeremías respecto a la reforma durante la vida del
buen rey Josías, la muerte de éste resultó en la realización de sus peores temores. La muerte de Josías
fue trágica, y tiene que haber sido un duro golpe. Como ya dijimos, Josías había deseado unir todo
Israel una vez más bajo el cetro de David. Desde luego, Asiria ya no podía impedirlo. Pero
Egipto—bajo Psammetichus I y su hijo, Necao (609-594)—tenía ambiciones conflictivas. Era el
sueño de estos faraones recrear el antiguo imperio que Egipto había tenido en la Palestina y Siria
durante el apogeo de la XVIII Dinastía, casi un milenio antes Por esta razón, corrieron para socorrer
a la tambaleante Asiria. Como bien podemos imaginarnos, Josías no quería trocar un amo asirio por
otro egipcio. En 609 A. de J. C. cuando Necao marchaba hacia al norte para ayudar a los asirios para
que éstos, en un último intento fallido para retomar Harán a los Babilonios, Josías intentó
interceptarlo en el paso de Meguido. En este intento perdió la vida. (2 Reyes 23:28-30)123
Este era el fin de la independencia de Judá, y apenas había durado unos quince años. Al hijo
de Josías, Joacaz, se le hizo rey apresuradamente, sólo para luego ser depuesto por el faraón y
llevado a Egipto al exilio. Faraón luego puso a Joacím en el trono como rey y exigía grandes
tributos. (2 Reyes 23:31-35) Judá ya era dependencia de Egipto.
Lo que hacía peor la cosa era el carácter de Joacím. Aparentemente el pueblo no lo quería,
cosa evidenciada por el hecho de que cuando la muerte de Josías, lo dejaron pasar, prefiriendo así a
Joacaz—aunque éste era menor. (2 Reyes 23:31- 36) Todo lo que sabemos de Joacaz nos hace
pensar en una persona de carácter frívolo, indigna de ser rey. Nos revela su carácter uno de sus
primeros actos como rey. Con todo y el tributo pesado que cobraba Egipto y con la condición
política a punto de estallar, lo encontramos—habiendo decidido que el palacio de su padre no le
servía—malgastando sus recursos para construir uno nuevo y más fino, y ocupando trabajo forzado
para hacerlo. (Jeremías 22:13-14) Desde luego, esto provocó en Jeremías una denuncia cálida.
“¿Acaso reinarás porque compites con cedro? (22:15ª) Luego, después de aconsejar a este joven
malcriado a que pensara en su propio padre si quisiera saber lo que de verdad hace que uno sea rey
(vs. 15b-16), termina declarando que algún día Joacím sería sepultado con toda la pompa y el honor
de un asno—arrastrado y echado en el basurero sin que nadie se lamentase por ello. (vs. 18-19)
¡Claramente Jeremías y Joacím no se llevaban!
Bajo Joaquín (609-598) colapsaron los últimos vestigios de la reforma. El hecho de que el rey
fuera espiritualmente superficial y sin convicción tendría algo que ver. Pero podemos imaginarnos
que más perjudicial todavía era un sentir popular que las bendiciones prometidas por Deuteronomio
a un pueblo arrepentido no se realizaran. La ley demandaba la reforma por precio para que no
viniera la perdición; se hizo la reforma, ¡pero vino la calamidad de todas maneras! En breve, la
reforma colapsó porque no parecía resultar en lo esperado; ¿qué pueblo paganizado, sea antiguo o
moderno, se interesa en quedarse con una religión que no resulte provechosa en términos tangibles?
En todo caso, volvieron los cultos paganos con fuerza. (Jeremías 7:16-18; Ezequiel 8) Empero,
paradójicamente (y sin embargo, no es una paradoja, porque nosotros también sabemos portarnos
como puros paganos, y a la vez, nos jactamos de ser una nación cristiana—porque ¡tenemos iglesias!)
la reforma persistía en una forma indebida: en la forma de una confianza ciega de estar bien con
Dios. (Jeremías 2:35) Tenemos el templo de Dios (7:4) y la ley de Dios (8:8); somos el pueblo santo
de Dios, y Dios no permitirá que ningún mal se nos acerque—así los profetas asalariados les
aseguraba repetidamente. (5:12; 6:14; 8:11; 14:13) Jeremías no podía decir nada que destruyera este
engreimiento suicida. Persistió hasta el fin.

123El v. 29 dice que Necao subía “contra” Asiria. Pero la evidencia es incontrovertible que Egipto luchó por
Asiria y no contra ella. La preposición ‘al (traducida en “contra”) debe leerse “a”, tal como sucede unas
palabras después: “al río Éufrates.”
65

2. Es claro que no podía haber ninguna paz entre Jeremías y Joaquín. Jeremías rompió
relaciones con la nación corrompida y pronunció para ella la perdición. El estado, al permitir que se
cancelara la reforma, quebrantaba el pacto con Dios y perdía así toda pretensión de su misericordia.
Este retroceder a la laxitud pagana no era otra cosa sino una conspiración contra el Rey divino (11:9-
11), y es a la luz de esto que se explica la vergonzosa subyugación a Egipto: si “los hijos de Menfis y
de Tafnes te rompieron el cráneo”), te lo buscabas al abandonar a Yahvé. (2:15-17124 Pero es una
fatuidad ponerse cómodo bajo el yugo relativamente ligero de Egipto para así pensar que los
problemas podrían quitarse de encima tan fácilmente. (2:36-37) Un enemigo mil veces peor viene, el
espantoso adversario del norte—el babilonio. (Véase 5:14-17; 4:5-9; 6:22-26) 125 Él destruirá sin
piedad, y será tu fin. Esta será una crisis teológica para ti también, porque aprenderás que no hay paz
entre tú y el Dios a quien rehúsas obedecer. (4:8-10)
¿Pero no es esta nación el pueblo de Dios? Su templo—su habitación terrenal—¿no está con
su pueblo? ¿No hay seguridad por eso? ¡Un No rotundo! ¡Esa religión no es ningún baluarte! Confiar
en la mera presencia del templo es una gran mentira! (7:4) Ese templo no tiene el tamaño como para
ocultar de los ojos de Dios el corrupto comportamiento impenitente, falto de hermandad del pueblo
que adora allí. (7:8-10) Dios no queda tan cegado por el humo del incienso como para no ver. (7:11)
Y si no crees que Dios puede destruir las casas donde los hombres cantan sus alabanzas, entonces
piense de nuevo en ese otro templo que estuvo una vez en Silo—el santuario del antiguo liga
tribal—para ver qué le pasó. ¡Dios puede, por el juicio de la historia, destruir aun iglesias! (7:12-15;
26:6) Desde luego, esas palabras eran una gran blasfemia; tan pronto como las pronunció Jeremías,
una muchedumbre, agitada por el clero, arremetió contra él para lincharlo. (26:8)126 Si no fuera por
ciertos nobles (26:16-19)—notable-
mente Ajicam hijo de Safán, uno de los hombres de la reforma de Josías (v. 24; véase 2 Reyes
22:12)—que tenían la noción antigua de que no se le podía matar un profeta por hablar la Palabra de
Dios, este hubiera sido el acabose de Jeremías.
Desde allí en adelante, la vida de Jeremías se caracterizaba por la persecución. No se puede
trazar los pormenores del complot contra él, pero eran muchos. (véase 18:18-20; 20:10) Su suerte
consistía en mofas y censuras. (20:7;15:10, 15-18) En una ocasión, no sabemos cuándo, sus
conciudadanos hicieron planes para matarlo (11:18-23) 127, ocultando así sus designios cobardes con
palabras de amistad. (12:6) Jeremías declara que se sentía (11:19) “como un cordero manso que
llevan a degollar.” En otra ocasión, habiendo roto una vasija de barro (19:1-2, 10-13) y habiendo
dicho que así mismo Jerusalén sería rota sin remedio, un funcionario del templo lo agarró para

124 Véase la nota número 117.


125 Por el lenguaje en 5:14-17 es claro que se trata de un pueblo como el babilónico. Se solía presumir que el
trasfondo de estos poemas (mayormente en los capítulos 4-6) era un invasión por los Scythians que se supone
tuvo lugar alrededor de 625. Más tarde, los enemigos, se entendía, eran los babilonios. Esta idea, popularizada
por B. Duhm (Das Buch Jeremia, Kurzer Hand-Commentar zum Alten Testament [Tübigen: J. C. B. Mohr, 1901] ), fue
aceptada por la mayoría de los comentaristas. Pero una evidencia para tal invasión es mínima, y a partir de la
fuerte crítica de F. Wilke, “Das Scthenproblem im Jeremiabuch” (Alttestamentlich Studien für Rudolf Kittel; Beiträge
zur Wissenschaft des Alten und Neuen Testaments, 13 [1913], 222/254, la idea ha perdido su popularidad. Pero
aunque el enemigo norteño sea Babilonia, no hemos de olvidarnos de que posiblemente una premonición del
mal desde el norte pudiera haber preocupado a Jeremías por años antes de que la amenaza babilónica
apareciera.
126 Que 7:2-15 aluda a la misma ocasión del capítulo 26 es la opinión de todos los eruditos con unas pocas

excepciones (Véase Smith, op. cit. p. 147). Por lo tanto, su fecha (26:1) es 609 A. de J. C. El contenido de los
dos discursos es esencialmente el mismo, aunque el biógrafo (capítulo 26) nos da una forma abreviada de ello.
127 Si Jeremías de verdad fuera partidario activo de la reforma, el odio de parte del pueblo de Anatot—cuyo

santuario local hubiera cesado—sería comprensible. (Véase Peake, op. cit. I, 182) Pero la incertidumbre es
demasiado grande como para ser dogmático.
66

ponerlo en el cepo toda la noche. (19:14-20:6) Es posible que por un tiempo se le prohibiese la
entrada al templo. (36:5)
3. Joacím llegó al trono en 609, y permaneció por cuatros un vasallo de Egipto. Después de
605 se iban empeorando las cosas. Ese año presenció un cambio dramático en el equilibrio mundial
de fuerzas. El faraón Necao esperaba reinstituir el antiguo imperio egipcio, y al sucumbir Asiria,
ocupaba la Palestina y Siria hasta la gran curva del Éufrates. Por unos cuantos años pudo mantener
el terreno ganado. Pero en 605 el Príncipe Nabucodonosor—hijo del gobernante babilónico,
Nabopolasar—arremetió contra el ejército egipcio en Carquemis sobre el Éufrates, y lo derrotó de
tal manera que nunca pudo reponerse.128 Aunque Nabucodonosor no pudo aprovecharse de esta
derrota de inmediato por causa de la muerte de su padre que tuvo lugar justo durante este tiempo y
se vio obligado a retornar a Babilonia, se abrió el camino y no había nada que lo detuviera. Se puede
imaginar que había mucha consternación en todas partes de la Palestina y Siria. Se harían las
preguntas: ¿cuándo avanzaría Nabucodonosor? ¿Con quién deberían aliarse? Joacím, un vasallo
egipcio, encaraba una decisión muy dura.
En ese año Jeremías hizo un último intento por advertir a su rey (capítulo 36). Por habérsele
prohibido la entrada al templo (v. 5), dictó su mensaje a su amigo, Baruc, el escriba, y envió a éste a
que lo leyera públicamente. (v. 6) Así lo hizo Baruc. Los nobles del gabinete del rey se enteraron (v.
12), y llamando a Baruc, le pidieron que lo leyese de nuevo. (vs. 14-15) Quedaron tan impresionados
que se veían impelidos a informarle al rey. (vs. 16, 20) El rey demandó que se lo leyera (v. 21), ¡pero
no con la intención de acatar el mensaje! Al leérsele cada tres o cuatro columnas (v. 23), agarraba el
rollo de las manos del lector, cortaba la porción acabada de leerse con una cortaplumas y la echaba al
fuego—hasta que no quedaba nada.129 De ese modo un hombre pequeño desdeñaba cosas mucho
más grandes que él. Si Baruc y Jeremías no se hubieran escondido tal como los magistrados les
amonestaban (vs. 19, 26), habría significado la muerte para ambos.
Por esto Jeremías se desesperó respecto al estado. Dejó de pedir el arrepentimiento ni
tampoco esperaba que se diera. El estado se había comprobado ser más allá de la eficacia de la
oración (15:1; 7:16; 11:14; 14:11)—aunque podemos presumir, en virtud de la misma repetición del
mandato a que no oraran, que Jeremías mismo nunca dejó de orar. La destrucción del estado es cosa
segura; será erradicado—y eso sin remanente. (8:13) Mirando hacia el futuro, Jeremías sólo
contemplaba una ruina de proporciones atómicas, como si la creación hubiese sido cancelada e
imperara de nuevo el caos primitivo:

Miré la tierra, y he aquí que estaba sin orden y vacía.


Miré los cielos, y no había en ellos luz.
Miré las montañas, y he aquí que temblaban;
todas las colinas se estremecían.
Miré, y he aquí que no había hombre, y todas
las aves del cielo habían huido.
Miré, y he aquí que la tierra fértil era un desierto.

128 A. Dupont-Sommer (Semitica, I [1948], 57ss.) sostiene que Necao fue derrotado rotundamente en 609. Yo

opto por seguir la fecha tradicional; véase W. F. Albright, “The Seal of Eliakim and the Latest preexilic History
of Judah” (Journal of Biblical Literature), LI [1932], 77-106.
129 Las versiones inglesas K. J. V. (La versión del Rey Jaime) y la A. S. V. (la versión Americana) no sacan a

relucir el verdadero sentido del v. 23. Se le da al lector la impresión de que el rey escuchaba únicamente a tres o
cuatro columnas para luego, en un berrinche de ira, cortarlas y arrojarlas al fuego. El hebreo pinta un cuadro
aun más feo de su conducta. Reza así: “Y, al leer Jehudí tres o cuatro columnas, él (es decir, el rey) las rasgaba
con un cortaplumas, y las echaba al fuego.” El rey no hacía esto en un berrinche de ira sino con una
impudencia deliberada.
67

Todas sus ciudades habían sido devastadas ante


la presencia de Jehová, ante el ardor de su ira.
(4:23-26)
Efectivamente, la ruina llegó pronto, pero no llegó inmediatamente con las dimensiones
esperadas por Jeremías. Para 603/602 A. de J. C., los babilonios habían regresado para así remover
de Asia todos los vestigios del poder de Egipto. Joacím tuvo la inteligencia como para someterse y
transferir su lealtad a Nabucodonosor. Pero el sentido común no era una cualidad duradera de
Joacím, y tres años más tarde se rebeló. (2 Reyes 24:1) Inmediatamente, Nabucodonosor envió
contingentes de los estados vasallos circunvecinos (v. 2) para hostigar la tierra hasta que llegara el
ejército babilónico. Al llegar éste, de inmediato se le sitió la ciudad de Jerusalén. Como de
costumbre, la ayuda egipcia no se materializó, y pronto la ciudad estaba en condiciones
desesperantes. Justo entonces, Joacím murió oportunamente. (v. 6) Es posible que se le asesinara.
(véase Jeremías 22:18-19; 36:30) Su hijo de dieciocho años, Joaquín, ascendió al trono sólo para
rendirse. (2 Reyes 24:8-17) Al instante, Nabucodonosor lo deportó a Babilonia junto con la familia
real, los oficiales de la corte, y la crema y nata de la población. Luego puso al tío del muchacho—el
hermano de Joacím, Sedequías—a que gobernara sobre el remanente en calidad de títere babilónico.
A Judá aún le quedaban once años de vida.
4. Era este Sedequías (598-587) que presidía cuando el fin de la nación. Uno pensaría que el
patriotismo chovinista hubiera aprendido su lección, pero no había aprendido nada. Dentro de
cuatro años ya se hacía un complot para rebelarse.130 Emisarios de los reyes vasallos de Edom,
Moab, Amón, Tiro y Sidón (27:3) se reunieron en Jerusalén para hacer planes. Probablemente
hubiera también la promesa, o la esperanza, del apoyo egipcio. Pero había más. Los profetas
optimistas habían creado un frenesí popular al declarar (28:2-4) que Dios ya había roto el yugo de
Babilonia, y que traería al rey cautivo Joacím y los demás deportados a Jerusalén, junto con los vasos
sagrados del templo—¡y todo eso dentro de dos años! Apenas puede haber otra explicación para tal
fatuidad excepto que a esta gente se le había apresado la noción fantástica de que la purga predicha
por Isaías ya hubiese sucedido, ¡y que los que quedaban fueran el Remanente puro sobre el cual Dios
pronto establecería su Reino! (véase Ezequiel 11:14, 33; 24ss)
Para Jeremías tanto como para Ezequiel, esta idea era la más grande tontería. Jeremías
mismo albergaba la esperanza de que algún día hubiera un Remanente sobre el cual el Rey Mesiánico
regiría. (23:5-6) Pero este rey, a quien se le llamaría “Yahvé es nuestra justicia” no tiene nada que ver
con este Sedequías que tan indignamente lleva ese nombre.131 En cuanto a Sedequías y sus secuaces,
son un montón de higos demasiado pasados para comer (capítulo 24); no son el pueblo de Dios, y el
Reino de Dios no se establecerá sobre ellos. La calamidad de 598 no ha purgado nada (6:27-30), y es
inútil seguir refinando un metal inferior. De modo que Jeremías se comparece ante los conspiradores
(27:2-11), portando un yugo de buey sobre el cuello, y les dijo que se sometiesen al yugo de
Nabucodonosor—porque era el juicio de Dios sobre un pueblo pecaminoso, y el rebelarse contra
ello sería rebelarse contra Dios. Al mismo tiempo (29:1-14), escribió una carta a los cautivos en

130 La fecha en 27:1 es obviamente un error de escriba. Los eventos del capítulo 27 son de la misma fecha de
los del capítulo 28 (véase 28:1; 27:2; 28:10), es decir, el cuarto año de Sedequías. Probablemente 27:1 fuera
copiado erróneamente de 26:1 donde la fecha está correcta. La versión griega (la Septuaginta) omite el texto
totalmente.
131 Aparentemente, hay un juego de palabras en 23:5-6 tocante al nombre de Sedequías. El nombre del rey ideal

es “Yahvé es nuestra justicia” (Yahweh sidqenu) el cual viene siendo esencialmente igual al de Sedequías (sidqiyahu,
“Yahvé es mi justicia”). La autenticidad del pasaje ha sido ampliamente cuestionada, pero véase la defensa de él
por Peake, op. cit., I, 260; también W. Rudolph, Jeremia (Handbuch zum Alten Testament [Tübigen: J. C. B. Mohr,
1947], pp. 125ss. Estoy de acuerdo con Peake, en contra de Rudolf, que el rey en cuestión es el Mesías.
68

Babilonia diciéndoles que no hicieran caso a los profetas mentirosos que buscaban encender las
pasiones al hablar de una libertad inmediata; debían acomodarse allí, porque la espera sería larga.
Fuese por las palabras de Jeremías o por la lógica fría del poder político, cosa que los nobles
de Sedequías entendían más, la sublevación de 594 fracasó, y Sedequías hizo las paces con
Nabucodonosor. (29:3; 51:59) Pero dentro de pocos años la rebelión se propagó de nuevo.
Psammetichus II (594-588) y su hijo, Hophra (588-569), nunca dejaban de fomentar la creación de
una coalición contra Babilonia en la Palestina. Para 589, a Sedequías, que parecía saber mejor pero
que no era suficientemente hombre para confrontar a sus nobles (véase 38:5), se le dio un toque para
que se uniera a la coalición. Los babilonios reaccionaron velozmente, probablemente para el verano
del mismo año. Para enero de 588 (52:4) Jerusalén estaba sitiado, y todos los puntos fuertes en los
contornos fueron conquistados, salvo Laquis y Azeca. (34:7-8)132 Sedequías rogó que los egipcios lo
ayudaran,133 cosa que se envió en el verano de 588 (37:5), y obligó que los babilonios levantaran el
sitio. Empero la ayuda egipcia era de la calidad usual, y pronto fue derrotada. En el acto, se reanudó
el sitio. Aunque la ciudad resistió casi un año más, hasta el verano de 587 (52:5-6), su destino ya
estaba sellado. Cuando las tropas de Nabucodonosor abrieron una brecha en el muro, Sedequías
huyó, sólo para que lo atraparan, puesto en cadenas, cegado y llevado cautivo. La destrucción de la
ciudad y el templo, junto con una deportación adicional del poblado tuvo lugar.
Durante todo esto, Jeremías sin fallar predecía lo peor. Le prometía a Sedequías, que hasta el
final esperaba que Dios interviniera como en los días del buen rey Ezequías (21:2), que no habría
milagro alguno. Al contrario (21:3-7), Dios activamente peleaba junto con los caldeos. Cuando se
quitó el sitio por causa del avance de los egipcios (37:5-10) y las esperanzas aumentaban, prometió
que no tan sólo volvería el enemigo sino que si el ejército caldeo consistiera únicamente en hombres
heridos, aun éstos se levantarían para tomar la ciudad. Aun (y esto era demasiado) aconsejaba al
pueblo a que desertara (21:8-10), y muchos acataron su consejo. (38:19; 39:9) Por esto se le metió en
una cisterna (capítulo 38, y lo dejaron allí para que muriera. Habría muerto si no hubiera sido por la
acción valiente de un esclavo negro, un tal Ebedmelec. Se le liberó sólo cuando cayó la ciudad.
Hemos de dejar la historia aquí. Baste decir que Nabucodonosor instaló a un tal Gedalías,
un noble judío (40:5), como gobernador sobre la tierra arruinada. Los conquistadores le ofrecieron a
Jeremías la opción de ir a Babilonia o quedarse. Optó por quedarse. (40:4-6) Apenas tres meses más,
algunos imprudentes asesinaron a Gedalías por colaborador. (capítulo 41 Aunque no se les implicó
a los que acompañaban a Gedalías, temían la represalia babilónica, y no veían otra salida sino huir a
Egipto. (capítulos 42-43) Protestando a viva voz, a Jeremías se le obligó a acompañarlos; murió en
Egipto.

IV

Es posible que alguien diga, ¿no está todo esto ajeno al tema? Hablábamos de la esperanza
del Reino de Dios, y pareciera que este más austero predicador de perdición bien pudiera no haber
contribuido nada al respecto. ¡Pero, sí! De hecho, pocos hombres jamás contribuyeron más. La
posteridad recuerda a Jeremías como “el profeta llorón”, pero si era tal, sus lágrimas eran una
catarsis espiritual. Tal vez tal hombre, habiendo perdido toda esperanza, habiendo perdido confianza

132 Que Laquis y Azeca fueran los dos últimos puntos fuertes en perderse se ilustra dramáticamente por la
Ostraca de Laquis (véase IV:10), una serie de cartas escritas sobre pedazos de cerámica, y, en su mayoría
despachadas de un puesto avanzado militar al comandante del acantonamiento de Laquis en donde se
descubrieron. Se remontan al último año antes de la caída de Jerusalén.
133 La carta número III:14-16 de Laquis habla de una comitiva enviada a Egipto ese año.
69

en todo lo que los hombres confían, era necesario para ver claramente la estructura perdurable de
Dios.
1. Desde luego, el mensaje de Jeremías es un rechazo total del estado como vehículo del
Reino de Dios. Esto no significa que fuera un revolucionario que apelaba porque el estado y la
monarquía fuesen destruidos por ser instituciones pecaminosas. Al contrario—y esto es cierto
respecto a todos los demás profetas—Jeremías nunca atacaba las instituciones existentes como tales
ni abogaba por su reemplazo por otras instituciones. Daba por sentada la monarquía de rigor. Su
Dios no santificaba ni condenaba las formas de gobierno. Realmente, le parecía que la monarquía
tenía un destino bajo Dios (21:11-22:5) para lograr en la tierra una aproximación del orden de Dios,
y si podía hacer esto, se justificaba su existencia. En Josías Jeremías veía a un rey agradable ante los
ojos de Dios, hasta donde fuera posible para el hombre. (22:15b-16)
Pero el estado que conocía, el de Joacím y Sedequías, era un estado sin Dios. Por causa de la
injusticia y la idolatría que toleraba o promovía, era cualquier cosa menos que el pueblo del Reino de
Dios. Dios no iba a defender semejante reino. Se había virado contra Dios con una bestia salvaje
(12:7-8); por lo tanto, Dios debía odiar lo que había amado y entregárselo a las manos de los
enemigos. Cualquier pacto que hubiera existido entre Dios y el estado está quebrantado, está
finiquitado. El contemporáneo más joven de Jeremías, Ezequiel, poseía la misma convicción. En una
de esas visiones exóticas a las que este profeta extraño fue sometido (Ezequiel 10-11), le parecía que
veía la misma gloria de Yahvé—concebida en la teología hebrea como entronada la oscuridad
terrible del Lugar Santísimo y símbolo de la Presencia viva de Yahvé entre su pueblo—saliendo del
templo, posándose sobre él, y luego partiendo. ¡Yahvé ya no está con este pueblo y esta ciudad!
Tampoco se mitigaba la penumbra de Jeremías, como se mitigó la de Isaías, por la confianza
en una “simiente santa” dentro del pueblo que fuese purificada por la presente tragedia. Claro está,
como hemos visto antes (23:5-6) y como veremos otra vez, Jeremías hacía mucho uso del tema del
Remanente. Por mucha penumbra que Jeremías tuviera, nunca perdía esperanza de un futuro
glorioso para el verdadero pueblo de Dios. Pero, al contemplar la escena actual, no podía encontrar
a un solo grupo para decir: ¡He aquí, el Remanente limpio! Ningún grupo eludiría la destrucción.
Jeremías sólo tenía el desdén más fuerte para Joacím y sus secuaces; Sedequías y sus nobles no eran
sino higos podridos (capítulo 24); no servían para nada. Aunque creía que el verdadero futuro de la
nación estribaba en aquellos deportados en 598 junto con el mozalbete rey, Joaquín (24; 29:10-14),
éstos distaban mucho de serlo, porque hacía falta un cambio radical de corazón. En cuanto a la
gente que conocía, en su opinión estaba carente de siquiera un rasgo favorable. Como Diógenes con
su linterna (5:1-9), buscaba por las calles de Jerusalén un hombre honesto, pero no encontraba ni
uno solo. ¡No valía la pena esperar que el metal puro fuese refinado de un mineral de tan baja
calidad, es decir, de la escoria! (6:27-30) Es un pueblo podrido de corazón e incapaz del
arrepentimiento:

¿Podrá el negro cambiar de piel y el leopardo sus manchas?


Así tampoco vosotros podréis hacer el bien, estando habituados
a hacer el mal.
(13:23)

Era este pesimismo total tocante al carácter moral de la nación que le impulsaba hacia una
virtual traición contra ella. Por lo menos sonaba como un traidor. (21:8-10) Así sus conciudadanos
lo entendían (37:13-14; 38:2-4); así mismo los babilonios, que creían que estaba de su lado, lo veían
(39:11-12); y francamente, así entenderíamos nosotros también. Pero Jeremías no era ni cobarde ni
pacifista ni un solitario quinta-columna de los babilonios. Más bien, era el hombre que le había
hecho frente a la gran realidad de que Dios y lo moralmente correcto ya no estaban con su país. En
70

este sentido, era como un alemán anti-nazi o un ruso anti-comunista que, por mucho que amara a su
país, se sentía obligado a romperse con él. Los dirigentes de su país, sin duda, lo tildarán de traidor,
pero tal vez merece que se le dé un patriotismo de un rango superior. Jeremías no podía considerar a
Babilonia excepto en términos de un vehículo del castigo de Dios sobre un estado pecaminoso. El
estado tiene que someterse a ese juicio, porque el rebelarse es rebelarse contra Dios y así acarrear
una segura destrucción. (27:5-11) Dios se ha divorciado del Reino de Judá, y guerrea contra ese
reino.
2. El actuar así le ocasionaba a Jeremías una lucha terrible, tal como sus propias
“confesiones” nos indican. La tentación a que digresemos es irresistible, porque estas pequeñas
vislumbres que Jeremías nos ofrece de la parte más recóndita de su alma, no tienen precio. Aquí
contemplamos un alma que guerrea contra sí misma y contra Dios; tanto así, porque Jeremías no
vaciló en acusarle a Dios, de la forma más directa, de no ser justo. Es claro que el denunciar a su
pueblo no le daba el más mínimo de placer. Le recordaba a Dios que nunca había querido el trabajo
de profeta. (17:15-16) Quería abandonarlo (9:2); declaró que prefería vivir en una choza en el
desierto más terrible que vivir entre un pueblo como el suyo. Por haber sido el recipiente de mofas y
burlas, arremetió contra Dios con un lenguaje casi blasfemo, acusándole a Dios de haberlo
“seducido” (20:7), y que se había dejado; había luchado contra su destino, pero Dios simplemente se
le había sobrepuesto a él. ¡Qué victoria más grande para un Dios todopoderoso! De nuevo,
censurado y solito, se sentía como un hombre que sufría de una herida incurable. (15:17-18) Cuando
iba a Dios para recibir fortaleza, encontraba que ese mismo Dios a quien en una ocasión había
llamado “la fuente de aguas vivas” (2:13) no era mejor que un arroyo seco. Ya no tenía recursos
espirituales. Con todo, no podía desistir por mucho que intentara; la compulsión de la Palabra divina
estaba sobre él:

Digo: “No me acordaré más de él, ni hablaré más


en su nombre.”
Pero hay en mi corazón como un fuego ardiente, apresado
en mis huesos.
Me canso de contenerlo y no puedo.
(20:9)

El espíritu humano no está hecho para resistir tanta tensión. Al final está la desesperación—
una desesperación sin par, una desesperación que rehuye cualquier descripción, pero con todo,
Jeremías encontraba palabras supremamente conmovedoras. Son palabras que pudieran haberse
escrito para acompañar alguna symphonie pathétique en la cual le parece al que escucha que la música se
apresura para abrazar la muerte. Jeremías no quería vivir:

Maldito el día en que nací; no sea bendito el día en que


mi madre me dio a luz.
Maldito el hombre que dio a mi padre las nuevas, diciendo:
“Un hijo varón te ha nacido”, causándole mucha alegría.
Sea tal hombre como las ciudades que Jehová desoló sin misericordia.
Oiga alarma de mañana y gritos de guerra a mediodía;
porque no me hizo morir en el vientre.
Así mi madre hubiera sido mi tumba; su vientre hubiera quedado
encinta para siempre.
¿Para qué salí del vientre? ¿Para ver sufrimiento y tormento?
¿Para que mis días se consuman en vergüenza?
71

(20:14-18)

Puede que alguien se sienta tentado a decir: He aquí, un gran cobarde, un alma que ha
perdido totalmente su fe en Dios. ¡Lejos de ser así! Recordemos que no habríamos sabido de todo
esto si Jeremías no nos lo hubiera dicho. Si tuviéramos solo las palabras dichas por él en público y
un relato de sus hechos, nunca hubiéramos sabido que semejante lucha tuvo lugar. Se puede decir
con toda seguridad que pocos de sus enemigos se enteraban de ella; no había nada en sus acciones
que la revelara. Por dentro de Jeremías había una tempestad enorme; pero por fuera había un
infranqueable “muro de bronce.” (1:18; 15:20) Por dentro, había toda clase de temor y
desesperación; por fuera, que sepamos, ¡había un hombre que nunca cedió ni un centímetro! Aquí,
de verdad, aprendemos que cosa la fe es en realidad: no esa fe satisfecha de sí misma que no teme las
preguntas, porque nunca hizo ninguna, sino que esa verdadera fe que hace todas las preguntas sin
que haya muchas respuestas, pero, con todo, ha oído el mandato: ¡Prepárate! ¡Cumple con tu deber!
¡Acuérdate de tu llamamiento! ¡Ten fe en Dios!
Pareciera que en este sentido Jeremías refuta la popular noción moderna de que el propósito
de la religión es una personalidad integrada, liberada de sus temores, sus dudas, y sus frustraciones.
Ciertamente, Jeremías no tenía ninguna personalidad integrada. Es dudoso que hasta el fin de su
existencia torturada jamás supiera el significado de la palabra “paz”. No tenemos evidencia de que su
lucha interna jamás terminara, aunque sin duda el correr de los años traía una aceptación de su
destino. Si sus “confesiones” son algún indicio, Jeremías necesitaba urgentemente una materia en la
psiquiatría pastoral. No queremos denigrar la función de la fe en la creación de la salud mental-
espiritual ni de las técnicas necesarias para lograr este fin. Sin embargo, no se puede eludir el hecho
de que si Jeremías hubiera sido una persona integrada, ¡habría dejado de ser Jeremías! Un hombre en
paz no podría haber sido un Jeremías. La salud espiritual es loable; la seguridad es buena. Pero el
llamado de la fe no es a una personalidad integrada ni la disolución de todas las preguntas, sino a la
consagración de la personalidad—con todos sus temores y preguntas—a su deber y destino bajo Dios.
Jeremías salió de este Getsemaní interminable del espíritu como una figura extrañamente
como Jesucristo. ¡No es que podamos hacer de Jeremías un santo cristiano! No sufría con
mansedumbre sino con una indignación enojosa, y dentro de su ira sabía maldecir a sus enemigos.
Por ejemplo, al leer 18:18-23 uno se da cuenta que Jeremías habla de sus atormentadores como una
parodia de las palabras desde el Calvario: “Padre, no los perdones, ¡porque bien saben lo que hacen!”
Eso no es como Cristo, pero muy semejante a ti y a mí.134 Empero, a pesar de sus muchas
manifestaciones de la pasión humana, y pese a todas sus quejas amargas contra Dios y el destino, he
aquí, un hombre que padecía el sufrimiento brutal por el Reino de Dios; un hombre que obedeció
hasta la muerte, uno que, cuando flaqueaba su espíritu y hubiera querido huir, no obstante todo esto,
le era posible decir, “Sea hecha tu voluntad y no la mía” (Lucas 22:42) para luego tomar su cruz.
Además, he aquí un buen hombre que sufría a manos de un pueblo pecaminoso y, en su sufrimiento,
confería un gran beneficio a toda la posteridad. También, he aquí un hombre que encontraba su más
profundo sufrimiento en su compasión por aquellos cuyos pecados debía denunciar:

El dolor se sobrepone a mí sin remedio, mi corazón está enfermo.135

134 Tanto es así que algunos eruditos, por puras razones sentimentales, se niegan a creer que Jeremías pudiera
haber dicho semejante cosa (por ejemplo, Peake, op. cit., I, 234; Duhm, op. cit., pp. 158-159). Pero véase los
comentarios de Smith (op. cit., pp. 329ss.) y los de Rudolph (op. cit., p. 107) sobre el asunto. No podemos crear
a un Jeremías nuevo para que cuadre con nuestras ideas de la piedad.
135 La traducción inglesa del v. 18 es una adivinanza. La primera palabra en el hebreo no es traducible tal como

está. Probablemente (véase Rudolph, op. cit., p. 54) debiera trasladarse al final del versículo anterior. Con una
72

¡He aquí, la voz del grito de la hija de mi pueblo que viene de lejana tierra!136
¿Acaso no está Jehová en Sion? ¿Acaso no está en ella su Rey?

. . .....................................................

Ha pasado la siega, se ha acabado el verano, ¡y nosotros no hemos


sido salvos!
Quebrantado estoy por el quebranto de la hija de mi pueblo.
Estoy enlutado; el horror se ha apoderado de mí.
¿Acaso no hay bálsamo en Galaad? ¿Acaso no hay allí médico?
¿Por qué, pues, no hay sanidad137 para la hija de mi pueblo?

¡Quién me diera que mi cabeza fuese agua y mis ojos manantial


de lágrimas, para que llorara día y noche por los muertos
de la hija de mi pueblo!
(8:18-9:1 [8:18-23, hebreo] )

Tal compasión sólo se puede comparar a la de Otro que lloró por la ciudad pecaminosa de Jerusalén,
diciendo que con gusto la habría tomado debajo de sus alas tal como una gallina cobija sus polluelos
(Mateo 23:37)—pero ¡no quiso!
3. Ahora bien, estos factores en el carácter y mensaje de Jeremías son precisamente los que
contribuyeron a la supervivencia de la fe de Israel. Tal vez, pues, encontraremos que nuestra
pequeña digresión dentro del alma más recóndita de Jeremías no era digresión alguna.
El que él y Ezequiel rechazaran el estado tan tajantemente ayudaba a que los israelitas vieran
que los propósitos de Dios podrían continuar sin él. Este era un cojín eficaz contra el golpe de la
desaparición del estado. ¡Supóngase que las únicas voces religiosas en esa hora hubieran sido la del
profeta profesional, prometiendo una pronta liberación y la del sacerdote, proclamando la
inviolabilidad de Sion! Pudiera haber resultado en una desilusión total. Esa religión cayó, junto con
el estado, como humo y cenizas cuando la calamidad de 587. Si lo único que la fe de Israel pudiera
dar eran promesas huecas, la caída del estado y el templo bien pudiera haberse visto como la derrota
de Dios y la victoria del paganismo. Que muchos así la vieran veremos más tarde.
Pero he aquí las mejores voces de esa fe anunciando la tragedia como el juicio de Dios, el
vehículo de su propósito moral. Fue Dios quien dio el golpe; Dios estaba, y siempre estará en
control de la historia. En labios de Jeremías y Ezequiel la fe de Israel se comprobó ser lo
suficientemente grande como para sobrevivir aun la catástrofe más grande. Y que no olvidemos, la
religión que no pueda abarcar toda la tragedia de la historia, que no pueda descender a las
profundidades del infierno de la tragedia, sino que tiene que dejarla como una especie de signo de
interrogación quejosa—esa religión no puede decir ni una sola sílaba ante la tragedia. No puede
enfrentar la tragedia, y, ya que no puede, no puede encarar la historia ni sobrevivir en ella. Que la fe
de Israel pudiera siquiera sobrevivir, que Israel pudiera tener esperanza alguna, se debía en gran parte
a los profetas que despiadadamente destruían toda esperanza falsa. El Reino que Dios establecerá no

pequeña variación el versículo se leería así: “...y te morderán de tal modo que no hay sanidad.” El v. 18 luego
comienza: “’alay (=’alah) yagón alay”—“la tristeza me sobrepone.”
136 El inglés traduce meeres, marhaqqim en “de una lejana tierra”, pero el v. 20 indica que el golpe final no ha

caído, y aún se espera la liberación. Para la lectura “por toda la tierra” (literalmente “desde una tierra de
distancias”) véase Isaías 33:17; véase también los léxicos y los comentarios.
137 “Sanidad” literalmente es “la nueva piel” que crece sobre una herida.
73

es igual al Reino de Judá y su templo. Por lo mismo, la destrucción de ese estado y el templo no
quiere decir la derrota de Dios.
Es más, en su espíritu de soledad, Jeremías recalcaba el carácter interno e individual de la
religión. Ahora bien, no debe decirse, como a menudo suelen hacer los manuales, que Jeremías o
Ezequiel es el padre del individualismo dentro de la fe antiguotestamentaria. Es verdad que el hebreo
siempre había tenido un fuerte sentido de la naturaleza colectiva de la sociedad (y lo dicho contiene
una verdad que no debemos minimizar u olvidar), y también es cierto que los profetas retaban a la
nación, dirigiéndose a ella como una totalidad a la luz de su posición como el pueblo del pacto. Pero
la nación se componía de hombres individuales, y nunca había un tiempo cuando la mentalidad del
Antiguo Testamento no estuviera consciente de ese hecho. Los mandatos: “no harás” del Decálogo
se dirigían a la voluntad individual. La totalidad del ataque ético de los profetas oscilaba entre la
condición de los hombres individuales y una agresión sobre las conciencias de aquellos individuos
que los oprimían.
Empero esto no debe cegarnos al hecho de que pocos enfatizaran más que Jeremías la
naturaleza interna y personal de la relación del hombre con su Dios. Las circunstancias externas tal
vez ayuden para explicar esto. Mientras el estado se desmoronaban en su derredor, mientras la
religión estatal se ponía una cosa más horrorosa en la que no tuviera participación, era inevitable que
un hombre como Jeremías se encontrase con Dios dentro de la privacidad de lo más recóndito de su
alma, o, en su defecto, no encontrarlo nunca. Nunca para otro era la religión una cosa más
intensamente íntima que para Jeremías. Ningún otro profeta enfatizaba más la naturaleza interna del
arrepentimiento, el cambio de corazón, que él. Su predicación no era meramente un ataque contra el
estado, era un llamado a los hombres individuales a que optaran por el Reino de Dios en lugar del
Reino de Joaquín. Toda su vida era una ilustración del costo inmenso de esa decisión. Puede
agregarse que Ezequiel, a su propio modo, siguió el mismo sendero. (Por ejemplo, capítulo 18)
Pero esto abría el camino para la posibilidad de que la fe, divorciada del estado y el culto
estatal, pudiera seguir viviendo en los corazones de los hombres individuales. La noción del pueblo
de Dios en Jeremías se desvía totalmente del estado israelita. Aunque se retiene la fe de que un
Remanente piadoso emergiera un día, no podría haber ninguna esperanza, tal como la que Isaías
pareciera tener, de que un núcleo purificado de alguna forma se escapara de la catástrofe y que así
continuara existiendo. Porque la catástrofe era total, y nadie se escapó. La noción del pueblo elegido
de ese modo llega a ser cada vez más individualizada. Hombres individuales del residuo humillado
de la nación que oyen la Palabra de Dios y obedecen, cueste lo que cueste—estos son el pueblo de
Dios. Aunque se destruya la nación, y aunque el templo esté en ruinas, tal pueblo puede encontrarse
con Dios dondequiera. (véase Jeremías 29:10-14; compárese a Ezequiel 11:16) Jeremías, tanto como
Ezequiel, parecen haber considerado al grupo más humillado de todos, los cautivos en Babilonia,
como este Remanente. Aquí, en la prueba más severa, Dios creará un pueblo puro.
4. Con es pueblo verdadero Dios algún día hará un Nuevo Pacto. Al fin llegamos a un
concepto que únicamente Jeremías pudiera haber concebido. Porque sólo aquellos que hayan visto el
fracaso total del orden terrenal para producir el Reino de Dios, y que hayan perdido los últimos
vestigios de esperanza respecto a la capacidad humana, podrán asirse de una esperanza superior,
podrán ver claramente una ciudad no hecha de manos. En un tiempo cuando un pueblo—cuya
capacidad para ilusiones vanas era extraordinaria—a quien toda esperanza se le había quitado,
Jeremías, que nunca se esperanzaba, jamás dejó de esperar.
Esta esperanza, que pareciera muy inesperada en Jeremías138, se basaba firmemente en su
teología. De hecho, la palabra “esperanza” no es la palabra correcta, porque no había nada en el

138 Tanto es así que se ha dudado que Jeremías tuviera esperanza alguna en cuanto al futuro.
74

escenario de Jeremías que permitiera la más mínima de esperanza. Más bien, era una fe
inconquistable en Dios. El Dios de Jeremías era el Dios de Israel; y el Dios de Israel es el Único, el
Creador todopoderoso, y el Regidor de todas las cosas. La historia está en sus manos, y por medio
de la historia llevará a cabo sus propósitos. Si Jeremías hubiese quedado sin esperanza alguna,
hubiera tenido que decir que la calamidad de Israel había frustrado y derrotado a Dios. No le era
posible decir semejante cosa, y jamás la dijo. Además, aunque Israel ciertamente había roto el pacto,
y por ende había pagado con su vida nacional, era una gran certeza para Jeremías que Dios jamás
rompe el pacto. Era posible que el mundo entero de Jeremías se desmoronara en escombros, ¡pero
más permanente que las estrellas era Dios! (31:35-37) Este Dios, con la compasión infinita de un
padre que aun anhelaba por su primogénito, perdido desde hacía mucho, Efraín (31:15-22),
ciertamente no se olvidaría de su propósito en la historia. Su propósito en la historia es el de crear
un pueblo sobre el cual regir. A la luz de esto, no es extraño que Jeremías se asiera de la esperanza;
habría sido inconcebible que lo hiciera.
Así que Jeremías nunca podía creer que la ruina nacional fuera el fin. Por cierto, no veía nada
que le provocara la esperanza, pero nunca perdía la esperanza, porque nunca perdía fe en Dios. El
que esta fe venciera la desesperación fulminante es ilustrado dramáticamente por la conducta de
Jeremías en el último año de la vida de Jerusalén, aunque él mismo estuviera encarcelado. (32:1-15)
Cuando era bien claro que la tierra estaba perdida, cuando el ejército babilónico estaba golpeando los
muros, ¡Jeremías hacía inversiones en bienes y raíces! Esto no lo hacía porque quería la propiedad o
por un optimismo terco, sino para comunicar su fe en el futuro de la tierra. (v. 15) Empero, no era
que Jeremías se atreviera a creer tal cosa. Para él, la acción le parecía una tontería, y se hizo en
contra de sus mejores razonamientos (32:24-25), pero lo hizo, porque creía que Dios quería que lo
hiciera. En breve, la esperanza era imposible para Jeremías, pero su fe en Dios (v. 27) hizo que
actuara como si la tuviera. Es como si Dios le dijera, “¡Jeremías, todo es posible para Mí, aunque no
puedas creerlo, aunque no puedas esperarlo siquiera, aunque todo el escenario actual lo niegue!”
Pero esa esperanza es amoldada como sólo Jeremías pudiera amoldarla. No está ligada al
estado israelita, porque Israel ha roto el pacto. Es demasiado tarde como para hablar de un
Remanente de la nación que será salvado—aunque la idea es exactamente la misma. Aquí oímos de
un nuevo Israel, un Israel espiritual al cual, algún día, Dios dará un Nuevo Pacto y un nuevo
comienzo. Será un Israel completamente obediente a la ley de Dios, no porque ella se haya
reformado (Jeremías bien sabía cuán poco una reforma externa podía lograr), sino porque la ley es
interna, escrita sobre el mismo corazón. Aquí hay un Nuevo Pacto que ninguna obediencia externa
pueda adquirir, pero el cual le es dado a un pueblo que haya entregado sus corazones a Dios y hayan
recibido su gracia perdonadora:

“He aquí vienen días, dice Jehová, en que haré un nuevo pacto con la casa de Israel y con la
casa de Judá. No será como el pacto que hice con sus padres el día que los tomé de la mano para
sacarlos de la tierra de Egipto, mi pacto que ellos invalidaron, a pesar de ser yo su señor, dice Jehová.
Porque éste será el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová: Pondré
mi ley en su interior y la escribiré en su corazón. Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Ya nadie
enseñará a su prójimo, ni nadie a su hermano, diciendo: ‘Conoce a Jehová.’ Pues todos ellos me

No podemos debatir la cuestión aquí, pero el asumir tal postura involucra el considerar los capítulos 30-33 (al
igual que otras partes) como no de Jeremías. Es probable que la poesía de estos capítulos sufriera alguna
expansión, pero lo esencial de ella debe atribuirse a Jeremías. El hecho de que algunas de las expresiones de
esperanza más nobles (por ejemplo, el Nuevo Pacto 31:31-34) se redacten en el estilo de los sermones
prosaicos no puede usarse para desacreditar su autenticidad. (véase mis aseveraciones en “The Date of the
Prose Sermons of Jeremiah,” Journal of Biblical Literature, LXX [1951], 15/35).
75

conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más grande, dice Jehová. Porque yo perdonaré su
iniquidad, y no me acordaré más de su pecado.
(31:31-34)

Ezequiel a su propio modo expresa el mismo tema. En una visión (capítulo 37) pareciera
que veía una gran llanura cubierta de huesos emblanquecidos, y él sabía que eran los huesos de la
nación difunta. No era posible ver cómo la nación muerta pudiera revivir. (vs. 3, 11) Pero Dios
habló al profeta, y en su visión llamaba al mismo espíritu de Dios desde los cuatro vientos del cielo.
Y el espíritu sopló sobre los huesos, y ellos “se pusieron de pie: ¡un ejército grande en extremo!” (vs.
9-10) Es una nación muerta en su pecado, revivida por la gracia de Dios. Es una nación purgada de
su pecado en la cruz de la muerte nacional, viva de nuevo por el espíritu de Dios en su corazón. ¡He
aquí, el pueblo de Dios y el Reino de Dios! (37:23-28; 11:19-20)
Aquí, tal vez más que en ninguna otra parte, el Antiguo Pacto se extiende para anhelar el
Nuevo. Aquí nos enteramos de todas las falsas esperanzas para la redención del hombre. El estado y
sus políticas, su riqueza y su prosperidad, aun su religión y sus esfuerzos más nobles en pro de la
reforma—éstos no pueden producir el Reino de Dios, no pueden crear el pueblo sobre el cual Dios
rija. El orden terrenal, en el mejor de los casos, es sino una aproximación pálida del orden de Dios;
en el peor de los casos, es una travestía de él. De ninguna manera puede el orden terrenal ser el
Reino ni puede crearlo. Al contrario, el orden terrenal vive actualmente, como entonces, bajo el
juicio de la historia. Pero aquí, también, nos enteramos de la verdadera esperanza. Estriba en la
gracia de Dios el cual da un Nuevo Pacto—con su ley escrita en el corazón humano. El pueblo de
este pacto son el pueblo del Reino de Dios, porque son los de corazón limpio, que han nacido de
nuevo. El Antiguo Pacto señala hacia una solución más allá de sí mismo—la creación de un nuevo
pueblo.
¡Quédese con estas palabras de Jeremías! Las oirá otra vez. Las oirá en un pequeño aposento
alto; las oirá la próxima vez que se siente a la mesa del Señor: “Esta copa es el Nuevo Pacto en mi
sangre”. (1 Corintios 11:25; Lucas 22:20) Y otra vez: “Bebed de ella todos”. (Mateo 26:27)

CAPÍTULO CINCO

La cautividad y el nuevo éxodo

LA CASA DE JUDÁ CAYÓ PARA NO VOLVER A LEVANTARSE; JUNTAMENTE CON LA


CAÍDA MURIÓ TODA ESPERANZA DE QUE FUERA EL REINO PROTEGIDO POR
Dios y regido por él. La esperanza en pro del establecimiento del pueblo de Dios bajo su regencia o
tenía que abandonarse o reinterpretarse como algo más espiritual, algo más duradero que el estado.
Desde luego, esto es precisamente lo que generaciones de la predicación
profética—culminando así en la de Jeremías y Ezequiel—había estado haciendo. Es cierto que el
Exilio era un golpe fuerte para las expectaciones populares. Pero la fe de Israel probó, como lo ha
hecho muchas otras veces, que tenía la pasta para sobrevivir. La esperanza del venidero
establecimiento de la regencia de Dios era un parte integral de esa fe; ésta se ligaba inseparablemente
a la noción completa del Antiguo Testamento en cuanto al Dios que lleva a cabo su propósito en la
historia. Por lo tanto, no era abandonada esa fe, sino que se le asía; mientras más oscuros se ponían
los tiempos, asombrosamente más florecía. De hecho, era durante el Exilio que se le daba su
expresión más profunda. A eso vamos ahora.
76

1, Si la fe de Israel no se extinguía, no era porque la calamidad que acaeció a la


nación fuera trivial. Al contrario, la caída de Jerusalén y el colapso del estado señalaron un
trastorno en la vida de Israel de tal naturaleza que pocos hubieran podido sobrevivir.
Ahora bien, tenemos que deshacernos de ciertas nociones populares respecto al
exilio babilónico. Pudiera ser que pensemos en una deportación total de la población,
docenas de miles de personas, llevadas en cadenas para ser puestas posteriormente en
campos de concentración y allí ser sometidas a la más salvaje persecución. Pero los hechos
no apoyan tal noción. El número de deportados a la Babilonia nunca era grande. En Jeremías
52:28-30 se mencionan tres deportaciones, y el total de las tres es sólo 4, 600. Aun si esto
aludiera únicamente a varones adultos, el gran total de los cautivos difícilmente fuera más
que tres veces ese número.139 Aunque las privaciones y la humillación que acompañan
cualquier deportación masiva como ésta no deben tratarse con ligereza, no hay evidencia de
que la suerte de estos cautivos fuera muy severa. Fueron llevados a la tierra babilónica, el
mismo centro de la civilización mundial. Allí se acomodaban en los pueblos (véase Jeremías
29:7), se les permitía continuar cierto nivel de vida comunitaria (Ezequiel 8:1; 14:1; 20:1);
aparentemente se les permitía codearse con la población babilónica y ganarse la vida como
pudieran. No se les sometía a la persecución por su raza o religión. El Rey Joaquín, aunque a
la postre se le encarceló, al principio se le recibió honorablemente como pensionista de la
corte babilónica.140 Con el correr de los años, muchos judíos empezaban a trabajar en el
comercio; muchos se hacían ricos.141 Bien podemos creer que la vida en Babilonia ofrecía
muchas oportunidades que jamás hubieran tenido en la Palestina.
No obstante esto, el Exilio era una calamidad de grandes proporciones para la
pequeña nación, y su efecto en la vida judía no debe minimizarse.141 La tierra estaba
deshecha. Prácticamente todo pueblo fortificado, incluso Jerusalén con su templo, había sido
destruido por los babilonios y dejados en ruinas. La mayoría de ellos no se reconstruyó por

139 Esta cifra y la que encontramos en Reyes requiere un poco de harmonización Jeremías 52:28 dice que el
total para la primera deportación (598 A. de J. C.) era de 3,023, aunque Reyes (que no da un total para la
deportación de 587 y no menciona la tercera) fija el número en 10,000 (2 Reyes24:14) o en su defecto, 8,000 (2
Reyes 24:16). Probablemente no haya ninguna discrepancia verdadera. Las cifras en Reyes parecen ser puros
estimados. Además, tal y como Albright (“The Biblical Period,” p. 47) sugiere, una tremenda mortandad en
camino pudiera explicar algo de la diferencia.
140 2 Reyes 25:27-30 nos informa que sólo Evil-merodach (el hijo de Nabucodonosor [562-560] puso en

libertad a Joaquín, dándonos la idea de que hasta entonces había languidecido en prisión. No obstante,
últimamente ciertas tablas impresas de Babilonia, una de las cuales se remonta a cerca de 592 (antes de la caída
final de Jerusalén), estipulan que Joaquín y cinco de sus hijos estaban entre aquellos que recibían raciones de la
corte real. Se le llama “el rey de Judá.” Así es claro que Joaquín sólo llegó a ser encarcelado posteriormente,
probablemente por complicidad en alguna actividad rebelde. Estas tablas, publicadas primero por E. F.
Weidner (“Joachin, König von Juda in Babylonischen Keilschrifttexten,” Mélanges syriens offerts a M. René Dussaud
[Paris: Librairie Orientaliste Paul Geuthner, 1939], pp. 923/935, son discutidas por W. F. Albright “King
Joiachin in Exile,” The Biblical Archaeologist, V-4 [1942], 49-55. Para tener una traducción, véase a Pritchard, op.
cit., p. 308.
141 Para el siguiente siglo, nombres judíos cada vez más se mencionaban en documentos comerciales,
especialmente los de Nippur.
142C. C. Torrey ((Ezra Studies [Chicago: University of Chicago Press, 1910]; Pseudo-Ezekiel and the Original
Prophecy [New Haven: Yale University Press, 1930] ) y otros han argumentado que el Exilio es una ocurrencia
grandemente exagerada, pero sus argumentos ahora han sido totalmente refutados por descubrimientos
recientes. Véase Albright, From the Stone Age to Christianity, pp. 246-250.
77

mucho tiempo. Aunque el número de deportados no era grande, éstos representaban la


crema y nata del liderazgo de la nación. También, podemos estar seguros que muchos fueron
matados en batallas o habían muerto durante los rigores del sitio; otros miles huirían por sus
vidas. Eran dejados sólo los campesinos más pobres para hacer el trabajo agrícola, ya que se
creía que no eran capaces de rebelarse. (2 Reyes 25:12) Judá era una tierra limitada de
población.143 Mucho del territorio en el sur de la Palestina empezaba a estas alturas a ser
ocupado por una población edomita procedente de la región sureste del Mar Muerto (por
ende, su nombre más tarde de Idumea). El área ocupada por los judíos setenta y cinco años
más tarde era muy pequeña dentro de los contornos inmediatos de Jerusalén.
De hecho, la Palestina no volvería a ser el hogar físico de la mayoría de los judíos.
Estamos ante el principio de la primera gran Dispersión. De los judíos que se escaparon de
la muerte o la deportación, un número aun más grande fijaron sus miradas para fuera de su
patria destrozada para buscar oportunidades en otras partes. Había una tremenda migración
hacia Egipto. Tan temprano como los tiempos de Jeremías, un buen número de judíos
habían llegado allí (Jeremías 40-44), y se sabe que existían colonias judías a lo largo del
período persa. (Véase Isaías 19:18)144 Era un proceso sin restricciones, y para el período
griego, Egipto había llegado a ser un centro mundial para los judíos. Corrientes similares de
migración se desplazaba para otras partes. Pronto el número de judíos que vivía fuera de la
Palestina era mucho más grande que el número que se había quedado en la patria;
finalmente, llegaría el tiempo cuando comunidades judías se encontraban en todas partes del
mundo conocido. Aunque la Palestina permaneciera siendo la patria espiritual y Jerusalén, la
ciudad santa, transfiguradas dentro de los sentimientos y la memoria, para la mayoría de
judíos no habría un retorno. Cuando se les presentó la oportunidad a los exiliados en
Babilonia para que volvieran, la mayor parte de ellos no quisieron.
2. Así es que la conquista babilónica de Judá era una calamidad total: la destrucción
de la nación y la dispersión de su población. Pero era aun más. Era una crisis espiritual
severa: una crisis en teología. La religión de Israel ya no podría continuar como una especie
de iglesia nacional, sostenida por el estado y existiendo para fomentar el bienestar del estado
y la sociedad. Tenía que ajustarse, tenía que reinterpretarse, o perecer.
La caída del estado y el templo fue acompañada por el deceso del engreimiento
popular que se había adherido a estas instituciones y contra el cual los profetas habían
predicado infructuosamente. No podría haber resultado en menos que una profunda
desilusión. La teología popular, predicada por el profeta profesional y el sacerdote y
felizmente aceptada por un pueblo de vanas ilusiones, había dicho que no podía ser--¡Dios
no lo permitiría! Este es su pueblo, este es su templo, y aquí está el eterno trono de David
sobre el cual se sienta su “hijo” ungido, el rey: ¡Jamás permitirá Dios que se destruya su
nación! Al contrario, ¡cuando el clímax del drama de la historia, la glorificará—porque es su
Reino!
Pero no resultó. La historia no había llegado a esa dramática intervención de Dios y
el establecimiento de su Reino; más bien, había traído el fin de ese “reino” por medio de un
ejército pagano que adoraba a dioses paganos. ¿No es esta la victoria del paganismo?

143 Albright, “The Biblical Period,” p. 49, basándose en las listas de Esdras y Nehemías y otra evidencia, calcula
que la población de Judá después del primero retorno era de aproximadamente 20,000 personas.
144 Especialmente en Elefantino, ubicado en la primera catarata del Nilo. Papiros, escritos en arameo y

procedentes de esta comunidad a mediados del siglo cinco, se han descubierto. Arrojan una luz importante
sobre sus circunstancias, sus costumbres, y sus prácticas religiosas. Véase Albright, Archaeology and the Religion of
Israel, pp. 168-174. Para extractos traducidos, véase a Pritchard, op.cit., pp. 222-223, 491-492.
78

Muchos israelitas no podían llegar a otra conclusión sino que la victoria babilónica era
prueba de que los dioses de Babilonia eran más fuertes que Yahvé. Tales hombres serían
tentados gravemente a dejar totalmente la fe de sus ancestros. Otros, sin deseos de ir tan
lejos, se quejaban de que Dios no era justo, porque había permitido que sus hijos fuesen
castigados por los pecados de sus padres. (Ezequiel 18:2; Jeremías 31:29; Lamentaciones
5:7)145 Aun otros—aquellos que habían tomado en serio la predicación de los profetas—
podía concluir que la perdición anunciada por los profetas efectivamente había llegado, que
el pacto había sido roto, y su destino como pueblo de Dios acabado: “Nuestros huesos se
han secado. Se ha perdido nuestra esperanza. Somos del todo destruidos.” (Ezequiel 37:11)
Esta desilusión sólo podría haberse agravado al llegar a codearse los judíos con un mundo
mucho más grande de lo que jamás soñaran. El suyo era un país pobre, mal ubicado, y pocos
de ellos habían salido de sus fronteras. A todas luces, eran un pueblo de provincianos. Sin
embargo, se enorgullecían al pensar que su ciudad fuera el centro del universo, porque
Yahvé, el Dios de los Ejércitos, tenía su santa habitación terrenal en su medio. Pero ahora
estaban desubicados y esparcidos por toda la tierra; la patria y su heredad estaban bien lejos,
la ciudad orgullosa y su templo en ruinas. En dicho mundo conocían ciudades que hacían
que Jerusalén pareciera como un pueblo de campo, cosa que efectivamente era. Presenciaban
riquezas tales que ni el fabuloso Salomón jamás tuviera; veían potencias militares, templos de
tal magnificencia que hacían que el del Monte Sion quedara en chico, donde reposaban las
imágenes esplendorosas de Marduc, o Nabo (véase Isaías 46:1-2), o, tal vez, Amun-Re. Era
un vasto mundo en que los horizontes se extendían. ¿Qué lugar había en este mundo para
Yahvé, el protector de un pequeño estado desolado cuyo templo arruinado quedaba abierto
al cielo sobre un monte en Judá?
El tiempo era propicio para una pérdida de fe al por mayor. Desde luego, no era que
se convirtieran los judíos en ateos (cosa desconocida en el antiguo Oriente), sino que
adorasen a dioses más exitosos. El pagano, sea antiguo o moderno, piensa que la función de
la religión es que ésta se le recompense materialmente por su adoración. Deseará esta
comprensión cómoda con su dios: que sus oraciones le rendirán protección, su dinero en
más dinero. Tampoco es probable que se quede con la religión que no resulte así. Por lo
tanto, era una gran tentación a que el judío—en cuya mente paganizada Yahvé le era un
fracaso—simplemente se identificase con su medio y dejar de ser judío. Sin duda, muchos así
hicieron.146
La fe de Israel ya no podía continuar como la cosa tan provincial que sus adherentes
la creían ser. El mundo se había hecho vasto y su tragedia muy profunda. La fe tendría que
demostrarse ser lo suficientemente ancha y profunda como para abrazar ese mundo tanto
como esa tragedia—o perecer. Ya no podía interiorizarse y sobrevivir, ocupándose de sus
propios asuntos triviales. Aunque, por su naturaleza, nunca podría divorciarse del pueblo
judío, el camino de regreso a lo que había sido antes ya estaba cerrado con candado, y no
había manera de volver.

145 No nos sorprende que la cuestión de la justicia divina fuera a suscitarse durante este período como nunca
antes; véase Jeremías 12:1-4; Habacuc 1:1-2:4; Ezequiel 18. Aunque la fecha del libro de Job, el cual nos da la
discusión más primitiva del tema, es muy incierta, es probable que recibiera su forma actual dentro de un siglo
del tiempo que nos ocupa ahora.
146 No hay evidencia directa, pero la polémica violenta en Isaías 40-48 contra los dioses de Babilonia apenas

hubiera sido necesaria si muchos no estuvieran apostatándose por la adoración de estos dioses. Para evidencia
de un período posterior, véase a A. T. Olmstead, History of the Persian Empire (Chicago: University of Chicago
Press, 1948), p. 192.
79

3. Tal era el reto del exilio babilónico. La gravedad de ese reto apenas puede
exagerarse. Sin embargo, es claro que la fe de Israel sí pudo con él. El Exilio era cualquier
cosa menos que la extinción espiritual de Israel: había vitalidad; había un Remanente en ella.
Que esto fuera así puede considerarse un milagro. Pero el milagro estribaba en la naturaleza
de la misma fe de Israel; su Dios era el Señor de la historia, y mientras entendía a ese Dios,
jamás podría ser derrotada por la historia. Por mucho que la mayoría malentendiese esa
teología, había otros que no.
Los profetas, particularmente Jeremías y Ezequiel, se habían preparado para la
llegada de esa adaptación. Aunque otros dudaban que Dios estuviera en control, o se
quejaban de que fuera injusto, estos profetas incansablemente afirmaban que era las dos
cosas. Ellos insistían en que la calamidad era la hechura de Dios, y que era justa: era su juicio
sobre los pecados de la nación, pecados en los cuales la presente generación había
participado ampliamente, y mientras más pronto Israel se diera cuenta de esto, mejor. (por
ejemplo, Jeremías 16:10-13; Ezequiel 14:12-23; 18) A sus voces se añadía la del historiador
que nos dio los libros de los Rey.147 No tan sólo explicaba la calamidad final sino toda
desgracia que jamás le aconteciera a Israel de la misma manera. Seguramente, este era una
salvaguarda contra el golpe. Estos eran hombres de una intachable integridad, cuyas obras
habían sido vindicadas por los eventos, que explicaban la tragedia precisamente en términos
de la fe ancestral de Israel—y una tragedia explicada en términos de la fe nunca puede
destruir esa fe. Por lo tanto, los israelitas sinceros no eran inducidos a la desesperación
paralizante por la debacle nacional ni a las quejas contra Dios sino a un escudriñamiento de
sus propios corazones.
También, los profetas se habían preparado para el día cuando, habiendo sido
arrasadas las formas externas de la religión, la fe tendría que continuar sin ellas. Para la
mayoría de sus contemporáneos, le habría sido impensable que a Dios se le pudiera adorar
sin sacrificio, sin rito, sin templo. Sin éstos no había adoración: porque Dios no puede ser
adorado sin ellos, ni permite la ley la edificación de un templo sustituto en tierra extranjera.148
Si la noción popular hubiese sido correcta, bien pudiera haber terminado la adoración de
Israel cuando el Exilio. Pero los profetas siempre habían dicho que la noción popular estaba
equivocada. El sacrificio y el rito del templo, decían, no tan sólo no eran el corazón de la
adoración sino que no eran esenciales siquiera para la adoración. (Jeremías 7:21-23) Lo
esencial de la adoración es la obediencia y la rectitud, sin las cuales la adoración llega a ser un
gran pecado. Un pueblo obediente encuentra a Dios en el corazón, y sus oraciones llegarán a
sus oídos dondequiera que estén. (Jeremías 29:11-14; 31:31-34; Ezequiel 11:16-20; véase
también, Deuteronomio 4:29-31) Para un pueblo obediente, limpio de corazón, Dios tiene
un futuro—porque ellos son su pueblo y él, su Dios. Era por la destrucción de toda la
esperanza falsa que los profetas podían mantener viva la verdadera esperanza de una clase
superviviente.
Así fue, paradójicamente, que el Exilio, lejos de ser el campo santo de la fe de Israel,
era un tiempo de gran vitalidad espiritual. No podemos trazar los pormenores; de hecho,
muchos de ellos son oscuros. Mucho cuidado se tenía para preservar los registros históricos
del pasado, para que no se perdieran para siempre. Los dichos de los profetas eran

1471 y 2 Reyes—al igual que Josué, Jueces, 1 y 2 Samuel—comprenden una historia escrita desde la óptica de la
ley deuteronómica. Procura demostrar que los principios dados en Deuteronomio han sido comprobados por
los eventos. Es probable que todos estos libros fueron escritos por un solo hombre.
148 Los judíos en Elefantino de hecho construyeron un templo, pero es claro por los papiros que la comunidad

en Jerusalén tiene que haberlo considerado ilegítimo. Su adoración era de una clase sumamente sincretista.
80

recordados y transmitidos de forma oral tanto como en pequeñas colecciones; aunque se nos
escapan los detalles, se efectuó el proceso del coleccionar y editar que nos daría los libros de
los profetas tales como los tenemos ahora.149 Después de todo, ¿no se comprobaron ser las
palabras de los profetas las palabras de Dios por su veracidad? También, ¿No contenían
éstas la única esperanza que el hombre pudiera tener? En particular, llegó a haber un interés
más grande en la ley: había que codificarla, esquivarla, llevarla al corazón.150 Pero ya que la
nación ya no existía, y el templo con su culto había cesado, ¿qué más quedaba para el judío
sino la ley? Tal vez por guardar la ley era posible que Israel cumpliese su destino dado por
Dios: ser el pueblo santo. (Levítico 19:2; 20:22-26; Éxodo 19:5-6) Ya, aquí en el Exilio,
estaba en proceso de hacerse esa forma de fe con la que Israel se expresaría durante los
siglos venideros—de hecho, la forma en la que, con muchas modificaciones, sobrevivió
hasta el día de hoy. Israel estaba en transición de una nación con un culto nacional a la
comunidad de ley del Judaísmo
Nunca se perdió esperanza en cuanto a una restauración eventual. Hemos visto lo
que los profetas hacían para mantener viva esa esperanza. Aunque es probable que muchos
judíos anhelaban únicamente una reestablecimiento de la nación, es claro que la esperanza
profética iba mucho más lejos. Como hemos visto, la de Jeremías enfáticamente rebasaba la
esperanza nacional. Aunque Ezequiel también preveía la resurrección de la nación (capítulo
37), no esperaba un avivamiento de la antigua nación para que ésta continuara en los
caminos antiguos, sino el nacimiento de una nación nueva con el espíritu de Dios en su
corazón. Tal vez la expresión más grande de esta esperanza se halla en Ezequiel 40-48, un
pasaje que bien pudiera llamarse la Civitas Dei de Ezequiel.151 De nuevo, vemos la tierra
habitada y dividida entre las tribus, junto con el templo reconstituido en el cual la gloria de
Yahvé mora una vez más. (Capítulo 43; véase también los capítulos 10-11) Y partiendo del
templo, fluye una corriente de agua viva (capítulo 47) para rejuvenecer la tierra. Podemos
estar seguros que los ojos de muchos judíos cautivos miraban hacia esa nueva Jerusalén y ese
nuevo templo, aunque hasta ahora existían sólo por la fe. La esperanza no podía morirse en
Israel, porque la esperanza era integral a la fe, y la fe era indestructible.
4. Sin duda, las expectaciones también eran alimentadas por factores externos. Es
probable que la liberación de Joaquín de la cárcel en 561 (2 Reyes 25:27-30) despertara en
muchos el sueño de una eventual restauración de la monarquía judía. La inestabilidad en
extremo del Imperio Babilónico avivaba esta esperanza. De hecho, después de la muerte del
gran Nabucodonosor (562 A. de J. C.), el imperio nunca más andaba bien. Siempre
amenazado por el poder masivo de los Medos en el norte y el este, sufría de una disensión

149 Los grandes profetas preexílicos no “escribieron” en realidad, como solemos pensar, los libros que llevan
sus nombres, aunque sabemos que en algunos casos escribieron o dictaron algunas de sus profecías. (Por
ejemplo, Jeremías 36) Los profetas daban sus oráculos oralmente. Cuando el mismo profeta no ponía sus
oráculos en forma escrita, podemos presumir que eran recordados por sus oyentes, y puestos por escrito
después de un intervalo corto o largo. Al principio estos dichos se circulaban, podemos creer, o separadamente
o en pequeñas colecciones, y sólo después de un proceso largo y complejo eran editados en libros tales como
los conocemos hoy. Estos libros, pues, presentan algo de la naturaleza de antologías de la predicación de los
profetas más bien que libros escritos con sus plumas. Sin duda, la tradición oral jugó un papel, pero su
importancia no debe exagerarse: véase las aseveraciones juiciosas de G. Widengren, Literary and Psychological
Aspects of the Hebrew Prophets (Uppsala Universitets Arsskrift 1948:10 [Uppsala: Lundequistska Bokhandeln, 1948].
150 Véase Capítulo VI.
151 Por el hecho de que el portón del templo, descrito en el capítulo 40, sea Salomónico, una clase de

construcción que no se conoce en períodos posteriores, es muy arriesgado relegar el material de estos capítulos
a una fecha tardía, como suelen hacer muchos eruditos. Estos capítulos tienen que atribuirse a alguien, como
Ezequiel, que realmente recordaba el templo preexílico.
81

interna también. Dentro de siete años después de la muerte de Nabucodonosor el trono


cambió de ocupantes tres veces, dos de ésta por la violencia. Apenas había reinado dos años
el hijo de Nabucodonosor, Amel-marduk (éste es el Evil-merodac de la Biblia que liberó a
Joaquín), cuando fue asesinado por su cuñado, Nergal-shar-usur (probablemente el Nergal-
sarezer que aparece cono un oficial babilónico en Jeremías 39:3, 13). Sin embargo, este
último murió dentro de cuatro años, dejando así a un hijo menor sobre el trono quien fue
matado casi inmediatamente por un tal Nabu-naid (Nabonidus).
Bajo Nabonidus (555-539) llegó el final del poder mundial babilónico de corta vida.
De hecho, ya estaba tambaleándose sobre sus cimientos. Nabonidus, aparentemente de una
familia sacerdotal de la parte superior de Mesopotamia, seguía una política, cuyos detalles no
nos interesan ahora, que hacía que el pueblo lo odiara amplia y amargamente. En particular,
se ganada la enemistad de los poderosos sacerdotes de Maruk, el dios supremo de Babilonia,
que se hubieran desecho de él con gusto. No sabemos porqué, pero por algunos años, se
retiraba de Babilonia al oasis de Teima en el desierto arábico, dejando las responsabilidades
del reino en manos de su hijo, Bel-sar-usur (a quien conocemos en el libro de Daniel como
Belsasar).
Ahora bien, como ya dijimos, la amenaza externa más peligrosa para el estado eran
los Medos. Hemos de recordar que éstos en el siglo anterior se habían aliado a los
babilonios para destruir el Imperio Asirio. Desde entonces, se habían apoderado de un
tremendo territorio que se extendía desde la parte central de Asia Menor hasta lo que hoy
conocemos por Irán. Tan grande era el temor de Nabonidus hacia los Medos que cuando
uno de sus reyes vasallos, Ciro el persa, se rebelaba contra ellos, Nabonidus le alentó, e hizo
un tratado con él. Raras veces un jefe de estado se equivoca tan grandemente. No tan sólo
era Ciro victorioso, conquistando así al estado de los Medos, sino que en una serie de
campañas asombrosas, lo engrandeció a dimensiones aun más colosales. Por su victoria
sobre el famoso Croesus (546), extendió el imperio hasta el Mar Egeo. Luego arremetió
contra Babilonia. Con un golpe poderoso despedazó los ejércitos de Babilonia tanto que en
539 su general pudo entrar a Babilonia sin batalla alguna. Babilonia ya estaba acabada, y Ciro
el Persa regía el mundo.
Temprano en su reinado (538) Ciro declaró un edicto de restauración de los judíos.
El libro de Esdras nos lo preserva en dos versiones, una en hebreo (1:1-4) y la otra en
arameo. (6:3-5) Su historicidad no puede dudarse.152 De hecho, no era un gesto aislado sino
una parte de la política general de tolerancia de Ciro. Se ordenó que los utensilios del tempo
fuesen restaurados y que se le alentara al pueblo a que volviera a casa. Se prometió una ayuda
de la corte. (6:4) A un tal Sesbasar (1:8) se le encargó el proyecto; éste no era nada menos
que el hijo del último rey legítimo de Judá, Joaquín.153 Cuando Sesbasar, por razones
desconocidas—probablemente por la muerte—desapareció del cuadro, fue sucedido por
Zorobabel (2:2; 3:2), su sobrino y un nieto de Joaquín. (1 Crónicas 3:19) No hay porqué
afirmar que estos eventos despertarían en los pechos judíos la más grande esperanza.

152 La autenticidad de la versión hebrea se admite menos que la del arameo, pero para una defensa muy buena,
véase E. Bickerman, “The Edict of Cyrus in Ezra 1,” Journal of Biblical Literature, LXV (1946), 244-275. Sea
como fuere, es seguro que el edicto fue declarado.
153 Véase Albright, “The Biblical Period,” p. 49 y la nota bibliográfica 119. Sesbasar casi seguro es Senazar, hijo

de Joaquín y mencionado en 1 Crónicas 3:18 (véase también Journal of Biblical Literature, XL, [1921], 108ss para
una discusión ampllia). El nombre, como el de Zorobabel, es un buen nombre bablilónico.
82

II

Otra de las grandes profecías del Antiguo Testamento hablaba a esta situación con
toda su desesperación y una esperanza naciente. En muchos sentidos se le puede llamar la
más grande de todas. Se halla en los últimos capítulos (40-66) del libro de Isaías. Es obvio
para el lector cuidadoso que estos capítulos se diferencien del resto del libro. Sin duda, el
mismo también está enterado de que es de opinión virtualmente unánime de los eruditos
que, comenzando con el capítulo 40 ya no se trata de las palabras de Isaías, hijo de Amoz,
sino de las de un profeta desconocido que vivió hacia finales del exilio babilónico y a quien
se le llama convenientemente Segundo (Deutero-) Isaías. El debatir la cuestión aquí, desde
luego, nos llevaría muy lejos de nuestro tema, aunque debe de decirse que las razones que
han llevado a tantos hombres doctos a esta opinión son de verdad de peso.154 Pero la Palabra
de Dios queda por encima del debate erudito. Habla por la boca del antiguo profeta, y nos
llama de nuevo para oír y obedecer. Ya que estos capítulos son dirigidos a la situación del
Exilio y la Restauración, es necesario que se les trate dentro de este contexto.155
Es de verdad imposible hacerle justicia a esta gran profecía. Uno se para delante de
ella con humildad; uno la deja con la sensación de no haber dicho ni la décima parte de lo
que debiera de haberse dicho. Es como si el profeta hubiese echado mano a las poderosas
convicciones constantes de la fe de Israel y, con asombroso poder y hermosura, las hubiese
llevado a sus últimas implicaciones. Se mueve delante de nuestros ojos, como con pasos
agigantados, el Dios de la creencia histórica de Israel: el Único, el Todopoderoso, y el
Poderoso para redimir. Como el Señor de la historia, hace que los eventos progresen hacia el
triunfo de su regencia. También, está Israel, llamado hace mucho tiempo para servir el
propósito de Dios en la historia. Éste, con la más profunda humillación, es llamado a un
destino más allá de sus sueños más imposibles. Pero ahora, hace falta que se le diga lo que
significa ser siervo de Dios en lo más alto y en lo más profundo.
Pero junto con esto entran conceptos, previstos por cierto en el Antiguo Testamento
y no del todo extraños para la mentalidad del mundo antiguo, que asumen una forma nueva
y brotan con toda la fuerza de la revelación. Uno puede captarlos hasta cierto punto, y sin
embargo, el corazón honesto no puede sino oír la pregunta de Felipe (Hechos 8:30): “¿Acaso
entiendes lo que lees?” Y que respuesta puede darse salvo la del etíope, “¿pues, cómo podré

154 Las alusiones históricas en estos capítulos son sin excepción a la parte tardía del sexto siglo. Jerusalén está
en ruinas (44:26; 49:19; 51:3; 52:9; 54:3; 63:18; 64:10-11) y está así desde hace mucho. (58:12; 61:4) El pueblo
está cautivo en Babilonia. (47; 48:14, 20; 51:14; 52:11-12) Ciro el persa llega al escenario (44:28; 45:1) Ha de
notarse que en ningún caso están las cosas predichas; se presumen como hechos actuales. Además, los
capítulos 40-66 no reclaman para sí el ser de Isaías en ninguna parte. (muy al contrario de los capítulos 1-39)
También, hay diferencias marcadas de estilo y concepto. Que los escritores del Nuevo Testamento aludan a los
capítulos 40-66 como “el libro del profeta Isaías” (por ejemplo, Mateo 3:3; Lucas 3:4; 4:17) no nos debe
preocupar. Estos escritores que sin duda compartían las creencias de su día respecto a tales cosas, sólo se
referían a la ubicación de los textos. No estaba en sus mentes el debatir cuestiones de la crítica. Mi convicción
profunda es que la doctrina de la inspiración de la Escritura de ninguna manera es reducida por la discusión.
Dios puede hablar por quien desee.
155 Los capítulos 55-66 constituyen un problema adicional. No estoy convencido de un Tercer Isaías; ni

tampoco es necesario, como tantos suelen hacer, distribuir este material entre varios autores de fechas
variantes. Aunque la defensa de C. C. Torrey de la unidad de los capítulos 40-66 (The Second Isaiah [New York:
Chas. Scribner’s Sons, 1928] es demasiado nítida, y aunque su intento por fechar la profecía tardíamente en el
Siglo 5 tiene que ser rechazado, la unidad fundamental de la obra puede defenderse (dejando campo para
alguna expansión). Nada en estos capítulos necesita fecharse antes de alrededor de 540, y poco o nada mucho
tiempo después de 516.
83

yo ... ?” Es como si todo lo que la historia hebrea de setecientos años hubiese tratado de
decir por fin se dijera. Ya no queda más que decir hasta que Otro hable: “He acabado la obra
que me diste que hiciera.” (Juan 17:4)
1.Hay una esperanza viva en estos capítulos. Desde el primero (40:1-11) hasta el
último (65:17-25; 66:10-14) fluye dentro de ellos un matiz de gozo como las notas de una
música triunfal. Las páginas están imbuidas de luz—luz como el sol que amanece (60:1-3).
Es como si se hubiesen dejado atrás el infierno y el horror, y como que uno se escala un
cenit asoleado hasta las mismas puertas del Reino de Dios. Hay buenas noticias que contar
(40:9-11; 52:1-12): la noche de la humillación ya terminó, un futuro glorioso queda por
delante.
No se puede dudar que la venida de Ciro y el colapso inminente de Babilonia
alimentaban esta esperanza. Pero estaremos bien equivocados si procuramos entenderla
meramente como un optimismo desbordante por el dichoso devenir de los eventos. Al
contrario, estribaba en una fe indomable en el poder y el propósito de Dios. Aquí
encontramos al Dios de Israel, pintado con grandes pincelazos, fuera de quien todo lo demás
no es nada. Se sienta en majestad incomparable muy encima de la tierra; las naciones son
impotentes ante él; las mismas estrellas lo obedecen (40:21-26); no hay nada con que se le
pueda comparar:

¿Quién midió las aguas156 en el hueco de su mano y calculó


la extensión de los cielos con su palmo?157
¿Quién contuvo en una medida158 el polvo de la tierra, y pesó
los montes con báscula y las colinas en balanza?
¿Quién ha escudriñado al Espíritu de Jehová, y quién ha sido
su consejero y le ha enseñando?
¿A quién pidió consejo para que le hiciera entender, o le guió
en el camino correcto, o le enseñó conocimiento, o le
hizo conocer la senda del entendimiento?
He aquí que las naciones son como una gota de agua que cae
de un balde, y son estimados como una capa de polvo
sobre la balanza.
Él pesa las islas como si fuesen polvo menudo. El Líbano no
bastaría para el fuego, ni todos sus animales para un
holocausto.
Todas las naciones son como nada delante de él: son consideradas
por él como cosa vana, y como lo que no es.
¿A qué, pues, haréis semejante a Dios; o con qué imagen le compararéis?
(40:12-18)

Ciertamente, ¿con qué le compararemos? Debe ser obvio que a un Dios tan grande
no se le puede comparar con nada. En cuanto a los dioses paganos, ni siquiera existen. Son

156 Esta lectura (me yam por mayim) sigue las recién descubiertos “Rollos del Mar Muerto” de Isaías. Véase The
Dead Sea Scrolls of St. Mark’s Monastery, M. Burrows, ed. (New Haven: The American Schools of Oriental
Research, 1950), Vol. I, Pl. XXXIII.
157 Literalmente, “con lo ancho”, es decir, lo largo de la distancia entre el dedo gordo abierto y el meñique.
158 Francamente, esta es una paráfrasis. El hebreo reza “con la salís” (la tercera parte de una medida). La salis

normalmente se entiende como un tercio de una efa, y una efa equivale a una fracción de un almud.
84

un montón de trozos de madera y metal (46:5-7); no pueden realizar nada en la historia,


porque no son nada (41:21-24) La polémica de siglos contra los ídolos llega a su clímax en
una ráfaga de carcajadas. Con una ironía salvaje, el profeta zahiere a los dioses paganos por
su inexistencia y satiriza la estupidez de quien tallara a un dios de un árbol (44:12-20)—¡el
mismo árbol que proveyó el combustible para cocinar su cena! Lo expresado por el profeta
es el más puro monoteísmo. El monoteísmo que era implícito en la fe de Israel desde
Moisés y el que por años se iba haciéndose cada vez más explícito (por ejemplo, Jeremías
2:11; Deuteronomio 4:35), ya es una doctrina consciente de sí misma: hay un solo Dios,
aparte de quien no existe ningún otro. (véase 44:6; 45:18, 22; 46:9)
Pero si existe un solo Dios, entonces él está en control absoluto de la historia.
Nunca antes se había expresado más claramente la noción antiguotestamentaria de Dios
como Señor de la historia. Él es quien creó todas las cosas (45:12, 18), y todas las cosas están
en sus manos. Desde la fundación del mundo, forjó un propósito, y llamó a Abraham y a
Jacob como siervos de ese propósito. (41:8-10; 51:1-3) Es inconcebible que a mediados del
devenir de la historia que fuera derrotado en la realización de ese propósito: eso
representaría una deshonra inimaginable para su nombre. (48:11) Habiendo emprendido un
plan, lo terminará. Él es el primero y el último (44:6; 48:12), el Señor del principio y el fin de
las cosas. Por poder cumplir su propósito, lo hará. Qué Israel no piense que la calamidad que
le ha venido sea otra cosa sino la penalidad bien merecida por su pecado. (42:24-25; 48:17-
19) No representaba una derrota para Dios sino la hechura de Dios; aun en esa calamidad él
estaba en pleno control (cosa que Jeremías y Ezequiel habían dicho incansablemente). Y aún
está en control. Aun el poderoso Ciro, sin que se dé cuenta, es el agente del propósito de
Dios. (44:28-45:4) Dios lo llamó, Dios hizo que fuera victorioso (41:2-4, 25; 46:11), y su
carrera redundará en la gloria de Dios. (45:6) Ya que todo esto es así, qué Israel deje de
quejarse (40:27-31) y qué crea que Dios hará que la historia cumpla el fin para el cual creó el
mundo, llamó a Abraham, y sacó a Israel de Egipto: es decir, el forjamiento de su pueblo.
(51:1-16)
2. A la luz de esta fe inquebrantable que Dios, y solo Dios, es el Señor de la historia,
la profecía entera está repleta de una expectación: Dios tiene un futuro para su pueblo; una
“cosa nueva” está a punto de suceder, tan estupenda que eclipsará todo el pasado. (42:9;
43:19; 46:9; 48:3, 6-8)159 Israel ha de participar en esta cosa nueva, no por ningún mérito
propio—ya que ella ha sido ciega y sorda ante el llamado de Dios (42:19) y totalmente
contumaz (48:1-8)—sino por el mismo honor y propósito de Dios. (48:9-11)
Pero, ¿qué es esta “cosa nueva”? Es evidente que la perspectiva de liberación del
exilio babilónico sea lo primero en que pensaban. (48:14, 20-21; 52:11-12), pero es
igualmente evidente que significaba más que eso. Al lector se le impresiona el motivo
repetido de una calzada en el desierto, un desierto en que fluyen arroyos de agua viva (40:3-5;
41:18; 43:16-19; 48:21; 49:10-11) Apenas se requiere un poquito de reflexión para que se vea
que esto es mucho más que una predicción literal de un maravilloso viaje de retorno a la
patria. Está repleto de las imágenes del éxodo. En algunas ocasiones (51:9-11) se le liga a la
referencia del éxodo (v. 10) una alusión al antiguo mito de la creación (v. 9), en el cual el dios
(Marduk, en la versión babilónica) dio muerte al Monstruo del Caos (Tiamat, en la versión
babilónica; pero aquí Rahab, en la forma semítica del occidente) para poder crear el

159Para una discusión reciente de este concepto, véase C. R. North, “The ‘Former Things’ and ‘The New
Things’ in Deutero-Isiah,” Studies in Old Testament Prophecy, H. H. Rowley, ed. (Edinburgh: T. & T. Clark, 1950(,
pp. 111/126< A. Bentzen, “On the Ideas of ‘the Old’ and ‘the New’ in Deutero-Isaiah,” Studia Theologica
(Lund> C. W. K. Gleerup, 1947), Vol. I, Fasc. I-II, pp. 183-187.
85

mundo.160 Es como si el profeta quisiera decir, en lenguaje poético, que la lucha con el caos
primitivo que comenzó en la creación y que se asumió de nuevo en el éxodo cuando Dios
creó para sí un pueblo, ha de comenzar de nuevo. ¡Israel ha de experimentar un nuevo
éxodo! Empero, el éxodo era visto por todo israelita como el principio nacional. Por lo
tanto, hablar de un nuevo éxodo sólo podría significar un nuevo comienzo. Para Israel, pues,
hay un nuevo comienzo nacional, un futuro más glorioso que el pasado.161 Dios establecerá a
su pueblo bajo su regencia—ése era el propósito tanto de la lucha en la creación como el
proceso histórico completo. (51:16)
Pero el antiguo éxodo fue el escenario del pacto que hizo a Israel un pueblo. Por eso,
era imposible hablar de un nuevo éxodo sin mencionar el pacto. Ahora bien, Israel
ciertamente había roto ese antiguo pacto (véase Jeremías 31:32), y había razón para creer que
Dios lo había rechazado. (49:14; Ezequiel 37:11) Pero aunque Jeremías hablaba de un
Nuevo Pacto que se haría un día con un nuevo Israel (Jeremías 31:31-34), Isaías habla de un
pacto revitalizado. No había un “divorcio” entre Israel y Dios: “¿Dónde está la carta de
divorcio de vuestra madre, con la cual yo la he repudiado? ¿O cuál de mis acreedores es
aquel a quien os he vendido?” (50:1) Con un lenguaje cargado de emoción, declara que el
“divorcio”, descrito tan conmovedoramente por Oseas, era sólo un alejamiento
momentáneo. En su eterna misericordia Dios ha tomado de nuevo a su “esposa”, Israel, y
con ella ha hecho un eterno pacto de paz:

“No temas, porque no serás avergonzada; no seas


confundida, porque no serás afrentada.
Pues te olvidarás de la vergüenza de tu juventud,
y de la afrenta de tu viudez no tendrás más
memoria.
Porque tu marido es tu Hacedor; Jehová de los Ejércitos
es su nombre, Tu Redentor, el Santo de Israel,
será llamado Dios de toda la tierra.
Porque Jehová te ha llamado como a una mujer abandonada
y triste de espíritu, como a la esposa de la juventud
que ha sido repudiada, dice tu Dios.
Por un breve momento te dejé, pero con gran compasión
te recogeré.
Al desbordarse mi ira, escondí de ti mi rostro por un momento;
pero con misericordia162 eterna me compadeceré de ti,
dice tu Redentor Jehová.
Esto será para mí como en los días163 de Noé: Como juré que
las aguas de Noé nunca más pasarían sobre la tierra,

160 Véase J. Pedersen, Israel: Its Life and Culture (Copenhagen: Povl Branner, 1940), III-IV, 602; C. R. North, The

Old Testament Interpretation of History (London: Epworth Press, 1946), pp. 48-49. Para una traducción del texto
babilónico en cuestión, véase a Pritchard, op. cit., pp. 60-72.
161 El concepto de un nuevo éxodo no era del todo nuevo. Oseas (2:14-20), Jeremías (31:2-6, 15-22) y Ezequiel

(20:33ss.) habían tocado el tema de maneras diferentes.


162 La palabra hebrea es hesed para la cual “bondad amorosa” (A. S. V.), “bondad” (K. J. V.) son traducciones

inadecuadas. Véase capítulo 1, nota 21.


163 La mayoría de las versiones antiguas rezan así, y aparentemente los nuevos Rollos del Mar Muerto también.

(véase Burrows, op. cit., Pl. XLV) “las aguas de Noé” y “como en los días de” contienen las mismas consonantes
en hebreo.
86

así he jurado que no me enojaré contra ti, ni te reprenderé.


Aunque los montes se debiliten y las colinas se derrumben, mi
misericordia no se apartará de ti.
Mi pacto de paz será inconmovible, ha dicho Jehová, quien tiene
compasión de ti.
(54:4-10)

En esta “cosa nueva” todas las esperanzas de Israel han de ser recogidas. En ella
todas aquellas expectaciones que giraban en torno al linaje de David encontrarán su
cumplimiento. (55:3-5) En ella, se realizará el anhelo de Jeremías y de Ezequiel de un pueblo
depurado de corazón; porque entonces Yahvé derramará su espíritu sobre Israel, y ella estará
orgullosa de ser su pueblo. (44:1-5) También, en ella llegará a hacerse una realidad la
promesa antigua a Abraham de una descendencia más numerosa que las estrellas del cielo.
Como Dios creó una nación poderosa de Abraham—quien era un solo hombre—así daría a
este pequeñísimo Remanente una progenie increíblemente numerosa. (51:1-3; 49:20-21; 54:1-
3) Aquí hay mucho más que un mero sueño por una restauración política; es la glorificación
de Israel ante el mundo entero en el venidero establecimiento de la regencia de Dios sobre
su pueblo:

“¡Levántate! ¡Resplandece! Porque ha llegado tu luz,


y la gloria de Jehová ha resplandecido sobre ti.
Porque he aquí que las tinieblas cubrirán la tierra; y la
oscuridad, los pueblos.
Pero sobre ti resplandecerá Jehová, y sobre ti será vista
su gloria.
Entonces las naciones andarán en tu luz, y los reyes al
resplandor de tu amanecer.
Alza tus ojos en derredor y mira: Todos ellos se han reunido
y han venido a ti.
Tus hijos vendrán de lejos, y tus hijas serán traídas en brazos.164
Entonces lo verás y resplandecerás.
Tu corazón se estremecerá y se ensanchará, porque la abundancia
del mar se habrá vuelto a ti, y la riqueza de las naciones
te será traída.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

“¿Quiénes son éstos que vuelan como nubes, y como palomas


hacia sus palomares?
Ciertamente, en mí esperarán las costas; y a la cabeza estarán
las naves de Tarsis165 para traer de lejos a tus hijos con

164 Literalmente “amamantado de lado”: aparentemente una alusión a la costumbre de llevar a los niños
pequeños sobre la cadera; véase 66:12; 49:22.
165 Posiblemente la lectura (la inglesa, apegándose al hebreo) “las naves de Tarsis, antes que todas” ha de

preferirse. Susodicha lectura goza del apoyo de un número de manuscritos y la versión siríaca, e involucra el
agregado de una sola letra. Entonces, la alusión sería a armadas de barcos deTarsis, como Salomón solía tener.
(1 Reyes 10:22)
87

su plata y su oro, por el nombre de Jehová tu Dios


y por el Santo de Israel que te ha llenado de esplendor.
(60:1-5, 8-9)

Tampoco el profeta podía creer que la victoria venidera de Dios y el establecimiento


de su Reino fuera a tardarse mucho. Al contrario, estaba a la puerta. La historia se movía
hacia su consumación; el gran drama escatológico está para comenzar. Era como si el profeta
viera en el sufrimiento actual los dolores de parto de una nueva creación. (66:7-9) Con un
lenguaje casi alarmante, habla del Dios Todopoderoso mismo como estando sufriendo los
dolores de parto (42:14-16), como impaciente para que nazca la cosa nueva que ha
preparado. A lo largo de la profecía, de tapa a tapa, corren dos motivos paralelos. Por un
lado están las imágenes del juicio, el Día de Yahvé. Se ven en el cuadro terrible del capítulo
34: ruina, sangre, fuego, humo, peste y desolación.167 Al final, se nos deja con el gusano que
no muere y con el fuego que no se apaga (66:24); véase también 63:1-6; 49:26; 50:2-3; 51:6.
Por otro lado están las imágenes de la nueva creación, de la naturaleza rejuvenecida (35:1-2;
41:19; 55:13; 60:13) Habrá una vida larga y la paz (65:20-23), se acabará la guerra dentro de
la naturaleza (65:25), y el compañerismo con Dios será restaurado. (65:24) La paz primitiva
de Edén (51:3) vendrá a la tierra una vez más, y la regencia de Dios, largamente interrumpida
por el pecado, será reestablecida. En este venidero triunfo de Dios, hacia el cual toda la
historia se mueve, el pueblo de Dios encontrará su redención. Efectivamente, el profeta
canta tan elocuentemente de un nuevo cielo y una nueva tierra. (65:17-19) que el autor del
gran Apocalipsis neotestamentario, al hablar del triunfo final de Dios sobre todos los
poderes del mal, no podía hacer más que pedir prestado el mismo lenguaje. (Apocalipsis
21:1-4)
3. Esta es una visión gloriosa y una gloriosa esperanza. Pero, ¿es más que la
transfiguración del sueño de Israel de la gloria nacional? Pudiera parecer que no excepto por
una cosa. El profeta llegaba a la conclusión lógica de la fe monoteísta e interpretaba toda la
esperanza del Reino de Dios a la luz de ella: si hay un solo Dios, si este Dios rige sobre todos
los hombres y toda la historia, si el juicio de Dios está sobre todo pueblo—entonces hay un
solo Dios para todos los pueblos. El dominio de Dios es mundial. Que las naciones paganas
examinen la falacia de la idolatría y vuelvan al único Dios que puede salvar:

“¡Reuníos y venid! ¡Acercaos, todos los sobrevivientes


de entre las naciones!
No tienen conocimiento los que cargan un ídolo de madera
y ruegan a un dios que no puede salvar.
Hablad, presentad vuestra causa. Sí, que deliberen juntos.
¿Y quién ha anunciado esto desde la antigüedad?
¿Quién lo ha dicho desde entonces? ¿No he sido yo, Jehová?

167Estoy consciente de que muchos de los pasajes citados en este sentido no le son atribuidos a Segundo Isaías
por muchos, pero cuestiono si la evidencia amerita tal cosa. No estoy seguro que los capítulos 34-35 sean las
partes integrales de la profecía como Torrey (op. cit., pp. 122-126, 279-301) los contempla, pero estoy de
acuerdo con la interpretación de ellos que Torrey hace. Encajan bien en el pensamiento del profeta, y hay
fuertes ligaduras lingüísticas también. (véase R. B. Y. Scott, American Journal of Semitic Languages, 52 [1935-1936],
178, 191. A. T. Olmstead, idem. 53 [1936-1937], 178-191; Marvin Pope, Journal of Biblical Literature, LXXI [1952],
235-243).
88

No hay más Dios aparte de mí: Dios justo y Salvador.


No otro fuera de mí.
¡Mirad a mí, y sed salvos, todos los confines de la tierra!
Porque yo soy Dios, y no hay otro.
Por mí mismo lo he jurado; de mi boca salió palabra en
justicia, y no será revocada; que delante de mí se
doblará toda rodilla, y jurará toda lengua.”
(45:20-23)

Con esto se llegan a las últimas implicaciones del monoteísmo. La fe de Israel se ha


desbordado como un río en tiempo de inundaciones y se ha hecho digna de ser el vehículo de la
religión mundial. Desde luego, no se debe imaginar que Segundo Isaías inventara este concepto
universal o que tuviera un monopolio al respecto. Al contrario, este es un principio latente dentro
del monoteísmo mismo. Se había insinuado en la antigua epopeya de los patriarcas (Génesis 12:1-3;
18:18), expresado claramente por Amós (Amós 9:7), y anunciado explícitamente por el autor de
Reyes. (1 Reyes 8:41-43) Sin embargo, quedaba lejos de ser la noción popular. El pueblo estaba
demasiado dado a identificar el Reino de Dios consigo mismo, e imaginarse que las naciones
extranjeras—sus enemigos tanto como los de Dios—existieran únicamente para propósitos de
juicio. Este engreimiento se ilustraba bien en la antigua esperanza popular del Día de Yahvé en el
cual se esperaba que Dios interviniera en la historia para establecer a Israel y castigar los enemigos
de ella. Se recordará que Amós combatía esa delusión (Amós 5:18-20), declarando que el Día de
Yahvé también era un día de juicio sobre el Israel pecaminoso. Sin embargo, aquí se da otro paso.
Aunque se retienen el simbolismo y la idea de la antigua noción, se le resta al concepto su carácter
nacional, pero a la vez, se le amplía. Lejos de identificarse con la nación visible de Israel, el Reino de
Dios incluye sólo a aquellos en Israel que le obedecen como sus siervos (65:13-15; a la vez, se
extiende para incluir a aquellos de todas las naciones que le reconocen y se tornan a él.
Dios se propone regir sobre todo la tierra, y se les invita a los extranjeros para que acepten
esa regencia. (45:22-23; 49:6) Aunque los judíos no pierden su lugar de preeminencia, la adoración
de los extranjeros será igualmente aceptada:

A éstos yo los traeré al monte de mi santidad


y les llenaré de alegría en mi casa de oración.
Sus holocaustos y sus sacrificios serán aceptos168 sobre
mi altar,
pues mi casa será llamada casa de oración para todos
los pueblos.

El Señor Jehová, que reúne a los rechazados de Israel,


dice: “Aun reuniré otros más con sus ya reunidos.”
(56:7-8)

No tan sólo recibirá Dios las oblaciones de los extranjeros y sus oraciones, sino que algunos de ellos
aun serán recibidos para servir como sacerdotes y levitas. (66:18-21) 169 He aquí, una teología abierta

168 El verbo que carece en el hebreo masorético es suplido por los Rollos del Mar Muerto (véase Burrows, op.
cit., Pl. XLVI). Torrey (op. cit., p. 429) ya había hecho la conjetura.
89

de verdad. Nada por el estilo se volverá a oír hasta que Otro declare (Mateo 8:11): “Y yo os digo
que muchos vendrán del oriente y del occidente y se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en el
reino de los cielos.” El verdadero Israel de Dios no es determinado por raza, sino que incluye a
todos aquellos de cualquier raza que le obedezcan. El profeta ha dicho lo que el Nuevo Testamento
reafirmará.

III

El Reino de Dios, pues, avanza hacia su victoria. Esa victoria es segura, porque Dios
controla la historia; y es su propósito que al final del proceso de la historia se establezca su regencia
sobre todo el mundo. Ni hay que esperar mucho. Los eventos marchan hacia su conclusión; el gran
momento decisivo no tarda; la gloriosa “cosa nueva” pronto tendrá lugar. Es a la luz de esta
expectación viva de la victoria inminente que podemos entender el abundante gozo con que la
profecía está bañada.
A Israel se le llama a caminar por este gozoso sendero victorioso. Pero su victoria ha de ser
extraña, tan extraña que pareciera no ofrecer ni la más mínima razón para el gozo. Claramente no ha
de ser una victoria comprada a poco precio, ni tampoco se le conferirá sin esfuerzo alguno sobre un
favorecido pueblo espectador. Segundo Isaías sabía, al igual que todo profeta, que el llamado a ser
un pueblo electo es un llamado al destino y demanda deberes. Así era que, a la luz de esta teología
triunfante que llenaba la historia de sentido, el profeta llamaba a Israel de nuevo a su destino como
el siervo de Dios.
1. Pero, ¿cuál es este destino, y qué clase de victoria traerá? ¡Ninguna victoria, según el
entendimiento del mundo de tales cosas! Al contrario, es un destino de humillación, sufrimiento,
derrota—y sin embargo, una victoria. Se pone delante de nosotros la figura más extraña, una figura
casi sin ancestro o progenie en Israel, una figura tan cargada de ofensa que ni Israel ni nosotros
sabemos qué hacer con él: el Siervo Sufriente de Yahvé. Tal vez sea justo decir que hasta ahora, por
grande que sea la nobleza de sus conceptos, el profeta no ha dicho nada nuevo. El edificio más alto
de la teología hebrea es suyo, pero otros habían puesto los cimientos. Pero el Siervo Sufriente es algo
totalmente único. Y es en términos de ese Siervo que el profeta presenta tanto el destino como la
victoria del pueblo de Dios, y los medios por los cuales Dios establecería su Reino.
La figura del Siervo aparece en muchos lugares a lo largo de la profecía, pero la vemos con
especial claridad en los así llamados “Poemas del Siervo”170 El Siervo anuncia que ha sido elegido
desde antaño para un propósito y que ha sido reservado hasta la plenitud del tiempo. (49:1-2)
Claramente, es Israel que habla (49:3), el instrumento de la gloria de Dios en el mundo. Y justo en
ese momento cuando le parece que toda su labor ha sido de balde (49:4), se le revela la amplitud de
su misión: no es únicamente para llamar a Israel para que vuelva a su destino bajo Dios, sino que
también debe proclamar la verdadera fe en el mundo entero:

Y ahora Jehová—quien me formó desde el vientre para ser

169 El lenguaje no deja ninguna duda si se trata de judíos o extranjeros, pero esta interpretación es preferida por
Torrey (op. cit., p. 471), J. Skinner (Isaiah: The Cambridge Bible [Cambridge> The University Press, 1922], II, 254),
y otros. Si la referencia fuera a los judíos, no habría porqué expresarse. Muchos judíos en otras tierras ya eran
sacerdotes y levitas por nacimiento. La idea, aunque extraordinaria, cuadra con la teología del profeta.
170 Aislados por primera vez por B. Duhm (Das Buch Jesaja: Handkommentar zum Alten Testament [4a edición;

Gottingen: Vandenhoeck y Rupprecht, 1922], los límites de los poemas (42:1-4 [5-7]; 49:1-6; 50:4-9; 52:13-
53:12) y su relación al resto de la profecía se ha debatido mucho. Me parece a mí que ciertamente son una parte
integral del pensamiento del profeta. Al siervo se le ve de forma igualmente clara en otras partes: por ejemplo,
61:1-3.
90

su siervo, a fin de hacer que Jacob volviese a él y lograr


que Israel se adhiriera a él,
pues yo soy estimado en los ojos de Jehová, y mi Dios es mi
fortaleza—dice: “Poca cosa es que tú seas mi siervo para
levantar a las tribus de Israel y restaurar a los sobrevivientes
de Israel.
Yo te pondré como luz para las naciones, a fin de que seas mi
salvación hasta el extremo de la tierra.”
(49:5-6)

Una vez más en 42:1-7 vemos al Siervo cumpliendo su misión, trayendo luz y libertad a los
gentiles. (vs. 6-7) Imbuido del mismo espíritu de Dios (v. 1) y sostenido por Dios, es seguro que
será exitoso. Pero su progreso no es de conquista y gloria, sino de una quieta labor y paciencia
infinita. (vs. 2-3) Empero, a pesar de la desilusión, no se rendirá hasta que se haya ganado la victoria.
(v. 4) Proclamará las buenas nuevas de la redención de Dios (61:1-3), intercediendo a Dios en pro
de la victoria de su propósito. (62:1, 6-7) Es seguro que su misión le traerá sufrimiento, pero,
habiendo sido buen alumno en la escuela de Dios, la aceptará. (50:4-5) Luego, lo vemos, como si
fuera una figura de la Semana de Pasión, azotado, atormentado, escupido (50:6)—y sin embargo,
aguantando pacientemente, confiado en que Dios lo vindicará. (50:7-9)
Pero en 52:13-53:12 se dice lo máximo del Siervo. Es verdad que lo que aquí se dice resulta
lógicamente de lo que se dice en otras partes. Y sin embargo, es bastante único. Si no lo hubiésemos
leído aquí, no habríamos tenido el derecho de inferir que el profeta jamás tuviera tal noción. Aquí
leemos del sufrimiento y la victoria; aquí finalmente se nos hace entender qué es lo que el Siervo ha
de ser. Es algo totalmente inusitado—tanto así que observadores (53:1; 52:15) gritan: “¿Quién ha
creído nuestro anuncio?” He aquí, una figura inatractiva, burlado por los hombres y aparentemente
maldito por Dios. (53:2-4) Pareciera increíble que en este lugar inesperado, en esta “raíz de tierra
seca” (v. 2), que se manifestara el mismo poder redentor de Dios. (v. 1) Aguanta la persecución
brutal (vs. 4-6), tan brutal que sólo tardíamente los hombres se dan cuenta que no pudiera haber
cometido ningún pecado que la mereciera. Comprenden que sufre vicariamente por otros; carga con
sus pecados. Finalmente, lo vemos siendo llevado como oveja al matadero, siendo matado vilmente,
y sin embargo sin que se queje. (vs. 7-9) Es claro que ha sufrido inocentemente, de hecho ha hecho
de su misma vida una ofrenda por el pecado de otros. (v. 10) Es una absoluta humillación y derrota.
Pero justo cuando el Siervo se da a la muerte, Dios anuncia la victoria. Al Siervo, se le exaltará
altamente (v. 12); se satisfará al saber que su sacrificio produjo fruto (v. 11); se le permitirá ver su
“descendencia” (v. 10)—la progenie numerosa que ha engendrado para el Reino. La victoria del
Siervo queda más allá del sufrimiento. De hecho, el cumplimiento de su misión es imposible sin el
sufrimiento, porque el sufrir es el medio por el cual se cumple esa misión.
2. Ahora bien, este es un concepto sin paralelo o en el Antiguo Testamento o en los patrones
de pensamiento del Oriente antiguo, tanto es así que no se puede explicar externamente como si
fuera un desarrollo lógico de ellos. Desde luego, esto no quiere decir que no tiene antecedentes. De
hecho, había bastantes conceptos comunes entre Israel y sus vecinos que pudieran haber abierto
brecha para ello.171 Se piensa especialmente en el sistema sacrificial que, por complejo y primitivo

171Discusión en torno al tema ha sido voluminosa. Algunos recientes conceptos notables incluyen: J. P. Hyatt,
“The Sources of the Suffering Servant Idea” (Journal of Near Eastern Studies, III-2 [1944], 79086); A. Bentzen,
Messias-Moses redvivus-Menschensohn (Zurich: Zwingli-Verlag, 1948), pp. 42-71; I. Engnell, “The Ebed Yahweh
Songs and the Suffering Messiah in Deutero-Isaiah” (Bulletin of the John Rylands Library, 31-1 [1948]; A. R.
Johnson, “The Role of the King in the Jerusalem Cultus” (The Labyrinth, S. H. Hooke, ed. [London: S. P. C. K.,
91

que fueran algunas de sus ideas y abierto para la forma más crasa de externalismo, era un
recordatorio constante al pueblo de la enormidad del pecado. El pecado demanda la expiación; el
pecado amerita la muerte. Y si la gracia de Dios no fuera lo suficiente para aceptar la sangre de un
animal inocente, la vida del pecador peligraría.172 También, se piensa en ese sentimiento fuerte de la
naturaleza colectiva de la sociedad que era tan prevaleciente en el mundo antiguo. Tal como el
pecado del individuo traía pecado y una maldición sobre el grupo (véase Josué 7), así también la
justicia de individuos podía procurar justificación para el grupo. (véase Génesis 18:22-33) 173
También, posiblemente debamos pensar en relación a esto el papel jugado por del rey Oriental como
el representante cúltico de su pueblo, aun hasta el extremo de tomar sobre sí ritualmente sus
pecados. Sin duda, había muchas otras cosas también, sospechadas más fácilmente que probadas.
Sobre todo, podemos estar seguros que había mucha reflexión profunda de parte de los israelitas
sobre el significado del sufrimiento nacional y el destino nacional, tanto como sobre los sufrimientos
de individuos justos. Porque esta era una pregunta que exigía una respuesta.
Empero, en ninguna otra parte se nos da como aquí la ineludible impresión de que la
totalidad del mensaje es más grande las distintas partes que lo integran. Todas estas ideas en
conjunto, toda la adaptabilidad de la fe hebraica, el discernimiento sensible del mismo profeta no
conducen lógicamente aquí. No podemos sino concluir que al profeta, por la obra del espíritu de
Dios, se le dio una mirada dentro del misterio de la Deidad. Conviene que uno esté descalzo desde el
principio, porque uno reconoce que está en uno de esos lugares en los cuales el análisis lógico no
basta, porque uno es llevado a la presencia del Misterio. Aquí aprendemos que es el propósito de
Dios regir sobre un reino universal, al cual hombres de todas las naciones son invitados a unirse.
Pero la victoria de ese reino, tan segura como Dios es seguro, no se logrará por la fuerza o poder
espectacular, sino por la labor sacrificial del Siervo de Dios. Aquí llegamos a saber de la resistencia
humana ante el Reino, una resistencia tan amarga que costará la sangre del Siervo. Pero aquí vemos a
un Dios que provee como instrumento de la redención del hombre, no una expiación ritual o ley
externa, sino el sufrimiento de ese mismo Siervo. Aquí la fe del Antiguo Testamento salta más allá
de sí misma y camina a la par del Nuevo.
3. ¿Pero, quién es el Siervo? O, más bien, ¿qué representa? Esta es la pregunta mucho más
importante. Ningún problema dentro de la exégesis antiguotestamentaria es más difícil.174 Desde
luego, la iglesia siempre ha visto en el Siervo, particularmente en el capítulo 53, una profecía del
Cristo. En un sentido muy real la veracidad de esto no puede dudarse; porque, como veremos,
Cristo sí cumplió el patrón del Siervo. Sin embargo, no es tan simple como una mera predicción del
Redentor venidero. La figura del Siervo es muy fluida; parece referirse ora a una cosa y ora a otra;

1937], pp. 73-111). Para un excelente resumen con una bibliografía completa, véase H. H. Rowley, The Servant
of the Lord and Other Essays (London: Lutterworth Press, 1952), pp. 3-57.
172 Desde luego, no significa esto que el sacrificio en el mundo antiguo pudiera limitarse a éste o cualquier

motivo singular. Pero, en muchos de sus aspectos, el sacrificio servía para restaurar o mantener esa “paz” con
Dios sin la cual ni el individuo ni el grupo podría vivir. Por lo tanto, era un recordatorio constante de la
gravedad de la separación de Dios, del pecado. Para una excelente discusión, véase Pedersen, op. cit.,III-IV, 299-
375.
173 Otros ejemplos numerosos podrían citarse: por ejemplo, Israel sufre una hambruna por causa del pecado de

Saúl (2 Samuel 21:1-9); Israel sufre de una plaga, porque David hizo un censo (2 Samuel 24); Moisés ofrece su
vida como propiciación por el pecado del pueblo. (Éxodo 32-32) Las mismas ideas subyacen Jeremías 15:1-4;
Ezequiel 14:12-20.
174 Sólo el enumerar la literatura pertinente ocuparía páginas. La obra principal ahora es la de C. R. North, The

Suffering Servant in Deutero-Isaiah (Oxford: Oxford University Press, 1948), la cual es un repaso muy completo y
compendioso de virtualmente todo lo que se ha dicho sobre el tema hasta la fecha de su publicación. Para el
lector que desee una discusión más breve pero comprehensiva, se recomienda la obra de H. H. Rowley, citada
en la nota 171.
92

cualquier intento por interpretarla demasiado rígidamente hará violencia a la evidencia y casi por
seguro distorsionará lo que el profeta quería decir.
La figura del Siervo oscila entre el individuo y el grupo. En muchos lugares a lo largo del
libro el Siervo es meramente Israel (por ejemplo 41:8; 43:10; 44:21; 45:4), tanto es así que el profeta
puede decir que el Siervo es ciego y sordo (42:19)—ya que eso es exactamente lo que había sido
Israel. En otros lugares, aunque al Siervo todavía se le identifica con Israel (49:3), es claro que él es
algo más que el pueblo visible, porque su primer deber (49:5) es llevar a Israel mismo a su destino
bajo Dios. Aquí es claro que el Siervo no es Israel mismo, sino el Remanente justo en Israel (44:1;
51:1, 7), el verdadero Israel que es obediente al llamamiento de Dios y un testigo de su poder en el
mundo. (49:1-6, 8-13; 42:1-7) Pero, constantemente al Siervo se le describe en términos
individuales. Y es claro que a veces esta figura sobrepasa todo lo que Israel, todo lo que el verdadero
Israel, todo lo que cualquier individuo en Israel jamás fuera, y llega a ser una descripción de una
figura ideal. Él es el Redentor venidero del verdadero Israel que en su sufrimiento hace posible el
cumplimiento de la tarea de Israel; él es el protagonista en la “cosa nueva” que está para tener lugar;
él es, como dijéramos, el “nuevo Moisés” den el nuevo éxodo que comenzará pronto. ¿El Siervo? Él
es Israel; él es el leal Israel verdadero; él es el gran Siervo que será el líder del pueblo servidor—¡todo
en uno!175
Pero aquí es el punto más importante: represéntese como se represente al Siervo, aun
cuando se le concibe como el Redentor venidero, la misión del Siervo siempre se presenta ante Israel
como su llamamiento y su destino. No basta describir al Siervo; se proclama el llamado: “¿Quién
entre vosotros teme a Jehová y escucha la voz de su siervo? (50:10) Israel ha de ser el pueblo del
Siervo; únicamente así será ella el pueblo de Dios. Al igual que el Siervo, como profeta, proclama la
justicia de Dios ante el mundo, así tiene que hacerlo Israel; al igual que el Siervo, como sacerdote,
media la salvación de Dios a los hombres por su sufrimiento, así mismo Israel. Al igual que el
Siervo gana una victoria y un Reino por su sacrificio, así mismo Israel no ha de conocer otro
sendero real. Israel ha de seguir al Siervo, tomar la cruz del Siervo, compartir la misión redentora del
Siervo. El Siervo no puede separarse de Israel más que Cristo puede separarse de la iglesia a la que
dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz.” (Marcos 8:34) De
modo que a Israel se le prohíbe una vez por todas volver al camino antiguo. Ella ha de coger el
camino del sufrimiento misionero, siguiendo así las pisadas del Siervo—porque únicamente éste es el
sendero del Reino.
4. Aquí, al fin, hay una palabra suficientemente profunda como para alcanzar las
profundidades de la humillación nacional y dirigirse a ella. He aquí, una palabra tan vasta como el
mundo es vasto, capaz de indicarle a un pueblo perdido y errante su destino y su rumbo.
Ciertamente es una interpretación del sufrimiento infinitamente más profunda que jamás se
conociera antes. Los hombres siempre han querido una explicación para la tragedia, y aquellos judíos
derrotados tienen que haberla necesitado desesperadamente. La creencia judía prevaleciente tiene
que haber explicado el sufrimiento como castigo por el pecado. (55:4b), como lo hicieron los
consoladores de Job. Los profetas habían explicado la calamidad nacional precisamente así, y
Segundo Isaías había secundado la explicación. (42:24-25) Pero era obvio aun entonces que esta no
era una respuesta totalmente satisfactoria. No siempre había una equiparación entre lo merecido y lo
recibido tal como Habacuc veía a escala nacional y como Job veía a escala personal. Era fácil que el

175Que el Siervo sea un concepto fluido era aseverada muy persuasivamente hace mucho por Franz Delitzsch
(Biblical Commentary on the Prophecies of Isaiah, traducción inglesa por James Martín [Edinburgh: T. & T. Clark,
1881], II, 174, etc.) y ha sido sostenido por una gama impresionante de eruditos con muchos detalles variantes:
recientemente Torrey (op. cit., pp. 135-146); North (op. cit., pp. 207-219); Rowley (op. cit.); Bentzen (op. cit., pp. 42-
67); etc. Aunque se han dado otras explicaciones, la evidencia no parece admitir otra interpretación alguna.
93

judío sintiera que su pueblo, por pecaminoso que fuera, había sido castigado mucho más de lo que
sus pecados merecían. Israel había “recibido el doble por todos sus pecados.” (40:2) ¿Cómo se
explica esto?
Ahora bien, la fe de Israel de hecho ya había alcanzado mucho más allá de una equiparación
de sufrimiento y el pecado, aunque pequeñas mentalidades dogmáticas que les gustaban
explicaciones nítidas para todo se aferraban tercamente a la ecuación. Era claro que había un
sufrimiento que no procedía de haber pecado, sino que precisamente por haber hecho la voluntad de
Dios. Los profetas habían sido ilustraciones vivientes de que el obedecer y declarar la Palabra de
Dios costaba justamente el sufrimiento. Jeremías era un perfecto ejemplo reciente del costo de elegir
el Reino de Dios por encima del Reino de Judá. Llegó a ser como el Siervo, usando sus propias
palabras, “un cordero manso que llevan a degollar” (Jeremías 11:19; compárese Isaías 53:7)
Hombres comprensivos de Israel ciertamente sabían esto. Pero, he aquí, algo mucho más grande.
Porque el sufrimiento no es meramente la consecuencia de la tarea del Siervo—es el órgano de ella.
Su obra redentora y su victoria universal no tan sólo serán a costo del sufrimiento como toda batalla
resulta en heridos; no puede lograrse de otra manera que no sea el sufrimiento. La victoria del Reino
de Dios es lograda por el sacrificio vicario del Siervo.
A duras penas se podría imaginar un llamado más poderoso al pueblo de Israel. No era nada
menos que una completa reinterpretación de su destino como el pueblo de Dios. Era un mensaje de
confort, pero la clase de confort como solemos entender el término. Porque aquí no hay nada de un
jarabe suavizante, nada de unas pastillas color de rosa para mitigar el temor, ninguna técnica para
tratar el sentimiento de frustración, ninguna argumentación o respuestas para preguntas
quejumbrosas. Aquí hay un llamado a que se paren de nuevo como pueblo de Dios y así tomarse
para sí una tarea inmensa. Es la clase de llamado que hace que los hombres se conviertan en un
pueblo, porque les llama al servicio de algo más grande que ellos mismos.
El profeta se dirige a Israel como el pueblo del Siervo. Ustedes siempre se han creído ser un
pueblo escogido por Dios con un propósito, y efectivamente, así fue. Pero Uds. se olvidaron de ese
destino y fueron gravemente castigados, tan gravemente así que no lo podían entender y ponían en
duda todo lo que habían creído. Ahora, ¡anímense! ¡No se acabó todo! Ante Uds. hay un nuevo
comienzo y un mayor destino. Dios está llamando para sí un verdadero pueblo, el pueblo del Siervo.
Les está llamando a Uds. a que sean ese pueblo y que sirvan para su propósito. Uds. han de ser los
vasos de su redención, han de hacer que Israel se reintegre y proclamar así su salvación en todo el
mundo. Claro que no encontrarán en este destino ninguna exención del sufrimiento, sino
precisamente un llamado a éste. Empero, el sufrimiento será transfigurado: ya no les será una agonía
bruta sin significado, sino el mismo instrumento de la redención. Por medio del sufrimiento
participarán del mismo carácter del Siervo de Dios y compartir su propósito redentor. Por su agonía
su destino original en Abraham para ser bendición para toda la humanidad está delante de Uds. La
victoria es segura, porque Dios es seguro.
Claramente, ninguna respuesta más profunda que ésta pudiera darse. No se explica el
sufrimiento; se trasciende en destino como el pueblo del Reino de Dios.

IV

Pero hemos de cerrar con un anticlímax. No pediremos disculpas por esto, porque el
anticlímax no lo hicimos nosotros; está escrito en la historia. El Siervo tenía poca progenie.
Podemos suponer que la luz del Siervo era demasiado brillante para los ojos humanos, y los
hombres no la podían contemplar. Por cierto, el gran mensaje misionero del profeta no se perdió.
Éste encuentra eco en escritos posteriores (notablemente en el libro de Jonás), y el Judaísmo
94

ciertamente hacía prosélitos. Pero el Judaísmo nunca llegó a ser una religión misionera. Al contrario,
tendía a ensimismarse cada vez más. Tampoco la idea del Siervo jamás logró una popularidad.
Es cierto que la figura del Siervo se relacionaba con los sufrimientos de Israel; tanto así, que
en alguna literatura posterior, notablemente en algunos de los salmos, “los pobres y los necesitados”
llegaban a ser virtualmente un sinónimo para el verdadero pueblo de Dios. (Oiremos más acerca de
“los mansos” que “heredarán la tierra”; Mateo 5:5.) Pero el Judaísmo no podía ver al Siervo como el
Mesías. Aunque hay algunas intimaciones de un Mesías sufriente en cierta literatura posterior (por
ejemplo, Zacarías 9:8, 12:10), son poquísimas. Los judíos no querían un Mesías que sufriera. Ellos,
como nosotros, querían otras cosas.
Así que el Siervo se hizo un concepto “subterráneo”, como se dijera, y se quedó allí en
estado latente como la semilla bajo tierra congelada. “En la plenitud del tiempo” vendría Uno
diciendo: “Hoy se ha cumplido esta Escritura en vuestros oídos” (Lucas 4:21; compárese con Isaías
61:1-2). Éste, en su labor sacrificial, su sufrimiento y su muerte, literalmente “tomó para sí la forma
de siervo”. (Filipenses 2:7, versión inglesa del Rey Jaime) Cuando este mismo Jesús les dijo a sus
discípulos, “Id por todo el mundo,” echaba sobre ellos, no más y no menos, el destino del Siervo.
Por cierto, eso nos hace pensar. Porque como miembros de la Iglesia de Cristo nuestro
llamado es el del Siervo. ¿Con cuánta seriedad lo recibimos? ¿Siquiera lo entendemos? La misión
universal de la Iglesia la aceptamos. Creemos en un solo Dios; declaramos que su Reino es
universal; enviamos misioneros para predicar el evangelio en tierras lejanas. Sin embargo, ¡cuán poco
hemos deducido las consecuencias de esa gran teología! Creyendo que ese Dios Único es el Dios
igualmente de todos aquellos que claman a él, ¡cuán a menudo buscamos limitar el Reino sectaria,
nacional o racialmente—negando para aquellos que no encajan el compañerismo cómodo nuestro
dentro de la Iglesia de Cristo! ¡Cuán a menudo, por la poca justicia que ofrecemos, restamos
enormes áreas de vida del dominio del Reino de Dios! ¡Aun declaramos que la Palabra de Dios no
tiene derecho a dirigirse allí! A través de los siglos el Siervo nos habla, demandando que nosotros
captemos que el Reino de Dios no conoce limitación humana alguna. La iglesia que busque limitar,
al igual que el Israel de antaño, el Reino a sí misma—sea la que fuere su teología oficial—
simplemente no sostiene un monoteísmo puro, sino que adora a un pequeño dios extraño, hecho a
su propia imagen.
En cuanto a la cruz del Siervo, no nos es extraña. Tenemos a un Salvador crucificado. En
eso, estamos con las corrientes principales de la fe cristiana desde el principio en adelante, y hacemos
bien en hacerlo. Entronizamos a ese Salvador crucificado en vidrio teñido, en madera y en piedra—y
en doctrina. A esa cruz miramos para la salvación. Pero de verdad, no queremos esa cruz. De hecho,
quisiéramos que el propósito principal de la religión fuera alejar a cualquier cruz. Queremos un
Cristo que sufra para que no tengamos que sufrir, un Cristo que pone su vida con tal de que no se
pierda nuestra comodidad. El llamado a perder la vida para que se halle de nuevo, a tomar la cruz
para seguirla, nos permanece misterioso y ofensivo. Por cierto, luchamos para traer los hombres a
Cristo, y oramos: “Sea hecha tu voluntad”. Pero nuestra lucha la contemplamos como conquista y
crecimiento, programas exitosos y dólares. ¿Será que buscamos edificar el Reino del Siervo—sin
seguir al Siervo? Si es así, sin duda edificaremos una gran iglesia—pero, ¿tendrá algo que ver con el
Reino de Dios?
Que se nos recuerde, pues, que la tarea de la Iglesia no es otra sino la del Siervo. Oramos tal
y como se nos enseñó a orar: “Venga tu reino”. Y la respuesta que recibimos es la del Siervo: “Si
alguien quiere ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.” Oramos de nuevo:
“Venga tu reino”, porque no tenemos otra qué orar. Pero la repetimos con la confesión de pecado
más profunda: ten misericordia de nosotros, ¡porque somos siervos inútiles!
95

CAPÍTULO SEIS

LA COMUNIDAD SANTA Y EL REINO APOCALÍPTICO

Ya vimos cómo el exilio babilónico terminó en gran expectación de que la venida de Ciro y
la esperada liberación de la cautividad indicarían la alborada de una “cosa nueva”, más allá de la cual
estarían la victoria y el Reino de Dios. También, hemos visto cómo el gran profeta de ese período, a
quien conocemos por Segundo Isaías, transfiguró esa esperanza, poniendo ante Israel la promesa de
un nuevo comienzo y retándola con una gran misión nueva. Israel ha de ser el Siervo de Dios, y así,
por la labor misionera y un espíritu sacrificial, ser el agente del establecimiento de su regencia hasta
los fines de la tierra; ella ha de traer personas de todas las naciones de la tierra al Reino de Dios.
Ahora nos incumbe inquirir qué pasó con esa abundante esperanza al chocar ésta con las realidades
sombrías de la Restauración.

Es claro que la Restauración no hizo nada para cumplir con la promesa rebosante hecha por
el Segundo Isaías. Tampoco estaba dispuesto Israel a abrazar el destino de Siervo.
1. Por cierto, podemos imaginar que el decreto de Ciro bien pudiera haber parecido ser el
comienzo de ese cumplimiento. Ciro era uno de los verdaderamente hombres grandes de los
96

tiempos antiguos. Éste era un contraste refrescante con la sucesión monótona de conquistadores
brutales que le precedieron a lo largo de las páginas de la historia. Su política era sorprendentemente
moderada. Muy al contrario de lo que el asirio hubiera hecho, Ciro no se esforzaba para destruir la
vida nacional en una orgía de pillaje, deportación, y represión cruel. Al contrario, de forma habitual
respetaba las costumbres y honraban los dioses de los pueblos sujetados a él. Hasta donde le fuera
posible, confiaba en sus gobernantes nativos. Aunque el gobierno persa mantenía un control férreo
sobre toda la estructura, y la mantenía unida por una compleja maquinaria administrativa, un ejército
muy eficiente, y un bien desarrollado sistema de comunicación, aparentemente era la política oficial
que a los pueblos conquistados se les permitiera vivir sus propias vidas dentro del armazón del
imperio hasta donde fuera posible.
Sabemos que Ciro usaba esta política sabia con los mismos babilonios.175 Ni Babilonia ni
ninguna de las otras ciudades de la tierra quedaron dañadas. A los soldados persas se les dio las más
estrictas órdenes contra el pillaje u otros modos de abusar a la población. De hecho, Ciro, por la
remoción de ciertos abusos, activamente se preocupaba por el bienestar físico del pueblo. La
adoración a Marduk, el dios supremo de Babilonia, seguía sin interrupción, y Ciro mismo lo
demostró al honrarlo públicamente. A varios pueblos deportados se les reubicó en sus tierras natales
en paz, junto con sus dioses. Los dioses de las ciudades circunvecinas, traídos por Nabonidus a
Babilonia, eran restaurados a sus santuarios con honor. De hecho, tan templada era la conducta de
Ciro que muchos babilonios lo preferían en lugar del amargamente impopular Nabonidus, y lo
vitoreaban como su libertador.
No nos sorprende, pues, que leemos que él tuviera la misma política para con los judíos.
Como ya vimos, él ordenó la devolución de los objetos sagrados que Nabucodonosor había tomado,
alentándoles a los que quisieran a que volvieran a Jerusalén, y dejó órdenes que el templo se
reconstruyera. (Esdras 1:1.4, 7-11; 6:3-5) Aun permitió que se usaran fondos de la tesorería real para
sufragar muchos gastos. (Esdras 6:4) Es más—y esto, también, va acorde con su política general—
puso al frente de todo el proyecto a Sesbasar, hijo de Joaquín, un descendiente de la casa regidora de
Judá; éste, a su vez, era sucedido por su sobrino, Zorobabel, también de la misma casa real. Aunque
la acción de Ciro hacia los judíos era simplemente una parte de su política global para con sus
súbditos, bien podemos imaginarnos que muchos judíos lo veían como un libertador enviado por
Dios. (véase Isaías 44:24-45:7) En cualquier caso, la Restauración de la comunidad judía a Jerusalén
se hizo un hecho.
2. Pero los mismo eventos de la Restauración eran muy desilusionadores. En primer lugar, la
respuesta de los judíos en Babilonia a la invitación de Ciro era cualquier cosa menos unánime.176 Era
de esperarse. La Palestina era una tierra lejana que sólo los más viejos podían recordar. El viaje para
allá era largo y peligroso, y significaba el cortar todas las relaciones y el correr un riesgo respecto al
futuro. Para estas alturas, los judíos habían echado raíces en Babilonia; sus familias estaban allí,
también sus hogares y trabajos. El llamamiento a volver era una invitación a dificultades y peligro
que difícilmente pudieran verse como una perspectiva llamativa. Y para aquellos que sí volvían, los

175 La conducta de Ciro y el entusiasmo con que se le recibió son descritos por su propio cilindro tanto como
por el así llamado “Relato por versículo de Nabonidus” (especialmente pt. vi). Véase Pritchard, op. cit., pp. 314-
316.
176 La lista en Esdras 2 y Nehemías 7 que se supone debe fecharse como un siglo después del edicto de Ciro,

calcula la población de la comunidad judía en poco menos de cincuenta mil. Albright (véase capítulo 5, nota 5)
estima que la población después del primer retorno era un poco más de veinte mil. Si esta cifra, cosa que
incluye a los judíos que volvían tanto como los que ya estaban establecidos en la tierra, es aun remotamente
correcta, representa evidencia suficiente de que la respuesta al edicto de Ciro no fue unánime. Josefo
(Antiquities, XI, I, 3) ciertamente tenía razón al decir que muchos “no estaban dispuestos a dejar sus
posesiones.”
97

primeros años eran increíblemente difíciles. Tenían que comenzar de nuevo en una tierra nueva, y
para el colmo, una tierra pobre. Eran perseguidos por una sucesión de malas cosechas y fracasos
parciales. (Hageo 1:9-11; 2:15-19) Eran rodeados por vecinos que les tenían mala voluntad, y es
dudoso que los mismos judíos que habían continuado viviendo en Jerusalén extendiesen una
bienvenida a los inmigrantes. Además, les faltaba protección militar adecuada, resultando así que la
seguridad pública no podía asegurarse.
En cualquier caso, pasaron veinte años antes de que el templo pudiera construirse. Es cierto
que el trabajo se comenzó y los cimientos puestos en el año después del primer retorno en 538 A. de
J. C. (Esdras 3:8-10) Pero unos dieciocho años más tarde, como aprendemos en el libro de Hageo,
poco o nada se había hecho. Abundan las razones a mano por el fracaso, y casi parece excusable. La
gente estaba desesperadamente pobre, y la misma lucha para sobrevivir consumía sus recursos
limitados. Tampoco tenemos porqué dudar que la prometida ayuda gubernamental (Esdras 6:4) no
se diera. Al contrario, sus vecinos—particularmente los gobernadores y nobles de Samaria—que
tenían a Jerusalén como parte de su distrito y que resentían amargamente que se les excluyera de los
planes allí (Esdras 4:1-5), ponían obstáculo tras obstáculo en su camino; también repetidas veces
procuraban meterles en líos con la corte persa. Sólo por medio de las exhortaciones más serias de
Hageo y Zacarías permitieron en el año 520 A. de J. C. (Esdras 6:14; Hageo 1:1, 14-15; Zacarías 1:1)
que se reanudara el trabajo. Sólo hasta cuatro años más tarde se terminó el templo. (Esdras 6:15)
Aun así, era una estructura tan pobre que muchos no podían disimular su desilusión. (Hageo 2:3)
Leemos (Esdras 3:12) que cuando primero se ponían los cimientos, los ancianos que recordaban el
templo de Salomón no podían controlar sus emociones, sino que se echaban a llorar.
3. No puede haber duda de que esa desilusión se hizo sentir profundamente. No pudiera
haber sido diferente. Aquí no hay ningún Reino de Dios, ninguna “monte de la casa de Jehová será
establecido como cabeza de los montes” (Isaías 2:2), y defendido por Dios de todos sus enemigos;
aquí está la medinah persa de Jerusalén, una pequeñísima parte del imperio más gigantesco de todos
los tiempos. De hecho, no tenía, como ya dijimos, ni la más mínima seguridad, sino que estaba
propenso a ataques por grupos enemigos repetidamente. (Esdras 4:23) Unos setenta y cinco años
más tarde cuando Nehemías consiguió un donativo de Artajerjes I para reconstruir los muros de
Jerusalén (Nehemías 1:1-2:8), la situación todavía era tan insegura que se veía obligado a mantener
un grupo armado mientras otro trabajaba. (Nehemías 4:15-20)
En todo caso el ánimo dentro de la comunidad estaba peligrosamente bajo. Podemos
descubrir por una lectura de Hageo, Malaquías y Nehemías cuán poco eran estas gentes el pueblo
purgado y purificado, obediente al servicio de su reino en todas las cosas.177 Los vemos preocupados,
cada uno por sus propios asuntos, luchando para adelantarse, y mientras tanto, dispuestos a que la
casa de Dios permanezca en ruinas. (Hageo 1:2-4) Los vemos, tan ocupados en sus quehaceres, tan
reticentes para dejar que se pierda una ganancia, que ignoran por completo el Sábado. (Nehemías
13:15-18) Los vemos vendiendo animales enfermos y accidentados para ser sacrificados. (Malaquías
1:6-14) Los oímos quejándose de la supuesta injusticia de Dios (Malaquías 2:17), porque no existe
evidencia de que recompense con prosperidad material a los que lo obedecen más que a los que no.
Por tanto, no hay ningún provecho en servirlo. (Malaquías 3:14) Así siempre hablan los hombres
que quisieran hacer que Dios fuese el siervo de sus propios pequeños intereses, un instrumento a su
disposición, una especie de seguridad divina contra pérdidas o daños. Tales hombres siempre

177El libro de Hageo está fechado con precisión (1:1; 2:1, 10, 20) en el año 520. Malaquías no lleva fecha, pero,
con base en evidencia interna, se ubica mejor aproximadamente a mediados del siglo cinco A. de J. C., tal vez
un poco antes de la llegada de Nehemías. El libro de Nehemías es una parte de la gran historia del cronista (1 y
2 Crónicas, Esdras, Nehemías), pero tiene como una de sus fuentes las memorias a primera mano de Nehemías
(capítulos 1-7; 12 [una parte];13), la autenticidad de la cual nunca ha sido cuestionada seriamente.
98

quedarán desilusionados con Dios. Porque no se dan cuenta de que Dios no está al servicio de ellos,
sino que a la inversa, él los está llamando al servicio de su Reino.
Pero este ánimo señalaba otro peligro aun más grave. Existía una verdadera posibilidad de
que si algo no se hiciera, la pequeña comunidad fuera asimilada del todo en el mundo gentil.
Después de todo, era sólo una insignificante isla en un mar de gente pagana. Su número total un
siglo después del primer retorno apenas pudiera haber sido más de cincuenta mil.178 En el trato
comercial era naturalmente inevitable que el pueblo tuviera contacto con los pueblos vecinos,
(Nehemías 13:16), y el casarse con extranjeros llegaba a ser cada vez más frecuente. Tanto Esdras
como Nehemías estaban muy molestos por este hecho (Nehemías 13:23-31; Esdras 9-10), porque les
parecía que peligraba la misma existencia del pueblo. Nehemías, particularmente, estaba alarmado
(Nehemías 13:23-25) cuando descubría que los niños, productos de matrimonios mixtos, en muchos
casos no podían siquiera hablar el hebreo ancestral. De hecho, no hizo falta que pasaran muchos
años sin que el hebreo dejara de hablarse como lengua viva; quedó reemplazado por el arameo, la
lengua franca del imperio persa. ¿Moriría Israel junto con su idioma? El peligro era real, y no debía
olvidarse. Es precisamente este temor a la asimilación que explica mucho de ese exclusivismo
hermético de la comunidad pos-exílica que nos parece tan feo.
4. Dados la esperanza frustrada, la crisis en el ánimo, y el persistente temor a la asimilación,
no nos sorprende que el gran ideal de la misión mundial del Siervo se oscureciera. Es cierto que no
se perdió del todo. El Judaísmo era y permanecía fuertemente monoteísta; tampoco dudaba que
Dios rigiera sobre el mundo. Vez tras vez la liturgia del templo anunciaba que Dios era Rey, como si
efectuara y afirmara el triunfo escatológico. (Salmos 47; 93; 96-99) 179 Persistía el sentimiento fuerte,
expresado por los profetas de la Restauración, que Dios se proponía incluir extranjeros también en
su Reino. (Zacarías 2:11; 8:23; Malaquías 1:11) Difícilmente se pueda imaginar un libro que ataque
más rigorosamente el exclusivismo, que rete más fuertemente a Israel a que asuma su misión
mundial que el librito de Jonás.180 Que Israel deje de tratar de huir de su destino; que asuma ella su
tarea de proclamar al verdadero Dios a las naciones, por desagradable que eso sea, porque Dios ama
a los extranjeros también. (Jonás 4:11) Tampoco debe olvidarse que la ley—la cual somos dados a
considerar como si fuera el mismo instrumento del particularismo—siempre hacía provisión para la
recepción de prosélitos, y demandaba que éstos fuesen tratados igualmente como los judíos.
(Levítico 24:22) Sobre todo, no olvidemos que el Judaísmo sí hacía prosélitos. Siglos después,
cuando Pablo recorría el Imperio Romano, los encontraba en cada pueblo. En muchos casos éstos
llegaban a ser la base de su éxito misionero. ¡Seguramente algunos judíos habían oído al Siervo
llamando, y lo obedecían!
Empero el Judaísmo nunca llegó a ser una religión misionera. Aunque tiene que haber
habido algunos judíos devotos que se esforzaban por ganar convertidos para su Dios, no hay
evidencia que el Judaísmo como religión jamás hiciera un esfuerzo para hacerlo.181 Probablemente
sería correcto decir que aunque se aceptaban prosélitos con gusto, raramente se les buscaba. Y a

178 Véase la nota número 176.


179 La fecha y la situación cúltica de este tipo de salmo es una cuestión discutible; véanse los comentarios, por
ejemplo, el de W. O. E. Oesterley, The Psalms (London: S. P. C. K., 1939), I, 44-55. La discusión más reciente is
la de H. J. Kraus, Die Königsherrschaft Gotees im Alten Testament (Tübingen: J. C. B. Mohr, 1951).
180 Jonás era una figura histórica, un profeta que vivía durante el siglo ocho A. de J. C. (2 Reyes 14:25). Sin

embargo, el libro de Jonás no fue escrito por él (ni tampoco pretende que así fuera), sino una historia cuyo
protagonista era él. Con base en evidencia interna, debe fecharse después del Exilio, aunque la fecha exacta no
se puede determinar.
181 Para una breve discusión excelente de la actitud del Judaísmo en cuanto a ganar prosélitos, con referencias

para bibliografía adicional, véase H. H. Rowley, The Biblical Doctrine of Election (London: Lutterworth Press,
1950), pp. 87-94.
99

pesar del hecho de que tales convertidos eran recibidos en la comunidad de Israel, es probable que
hubiera un sentimiento fuerte en contra de ponerlos en el mismo nivel que al judío sanguíneo. La
verdad es que parece que nunca había un consenso dentro del Judaísmo respecto a los prosélitos.
Aunque algunos deseaban ganarlos y perseguían ese fin, el Judaísmo como un todo tendía cada vez
más a un fuerte particularismo.
Algunos dirían, “¿No es una contradicción que un pueblo con un Dios tan universal y un
sentido de destino tan glorioso se ensimismara tanto?” De hecho, era una contradicción, y una que
el Judaísmo jamás pudo resolver. Podemos agregar que era una contradicción que vive aún. Porque
es posible que una iglesia acepte la más universal de teologías, y sin embargo recaerse en la clase más
nauseabunda del egocentrismo, creyendo ser la única y verdadera iglesia ortodoxa cuya tarea
principal es la de guardarse contra la contaminación. Ya hemos dicho que esta tendencia exclusivista
en el Judaísmo surgía precisamente por tal temor a la contaminación. También hemos dicho que este
era un temor bien fundado desde los días del Exilio en adelante, y por lo tanto, no debemos
burlarnos de él. Empero, éste inevitablemente conducía a un desdén por los extranjeros y a un realce
del orgullo nacional que difícilmente pudiera haber sido favorable para la aceptación de la misión
mundial.182 El lector del Nuevo Testamento se entera de ese prejuicio contra los gentiles que existía
entre los judíos. Era un prejuicio que le costaba mucho a la iglesia naciente vencer.
En tal ambiente no podía haber una aceptación general de la misión del Siervo. Es cierto que
Israel estaba consciente de ese llamado; de hecho, la fe monoteísta lógicamente la exigía. Empero, en
su contra siempre había el temor de que el asumir tal misión le costara a Israel la vida. El pensar en
la participación plena de los gentiles en el Reino de Dios, y en una misión sufriente para ganarlos,
lógicamente no podía lograr una amplia aceptación. La esperanza del Reino de Dios tenía que
encontrar otras maneras de expresarse. Esto lo hacía, particularmente esmerándose en guardar la ley
y recalcando esa expectación del fin venidero, cosa que a la larga resultó en la literatura apocalíptica.
No podemos entrar en una discusión cabal de estas cosas ahora, ni tampoco encuentra la persona
común y corriente que sea de interés. Pero es muy importante que tengamos por lo menos una idea
de lo que se trata.

II.

Después del Exilio la profecía, tal y como la hemos conocido hasta ahora, paulatinamente
dejaba de existir, y comenzaba a surgir en su lugar ese fenómeno que se conoce por el Apocalipsis.183
En éste la fe de Israel se expresaba en torno al Reino de Dios venidero.
1.Apocalipsis quiere decir “revelación”. Específicamente, es una revelación expresada en
lenguaje críptico de los grandes eventos del fin. Cuenta cómo Dios intervendrá para finiquitar sus
asuntos sobre esta tierra, para juzgar a sus enemigos y para establecer su Reino. El Apocalipsis, en el
sentido correcto de esa palabra, es un desarrollo tardío del período del Antiguo Testamento, y gozó
de su mayor popularidad entre el segundo siglo A. de J. C. y el primer siglo D. de J. C. Sólo dos

182 Desde luego, las actitudes de judíos individuales hacia los gentiles variaban. Aunque algunos eran
amargamente hostiles y despreciativos, otros no lo eran. Véase el artículo “Gentiles” en The Jewish Enciclopedia. (
1916), V, 615ss., para una discusión balanceada y referencias.
183 No es posible mencionar siquiera las obras más importantes que tratan de la literatura apocalíptica, menos

todavía de las que tratan de la teología y la literatura del Judaísmo entre los Testamentos. De todos modos, no
convendría confundir al lector de este libro con una lista tan larga. El pequeño libro de H. H. Rowley, The
Revelance of Apocalyptic (London: Lutterworth Press, 1944), que contiene una bibliografía excelente se
recomienda altamente como una introducción. El estudiante serio, desde luego, fijará su atención en las obras
clásicas de tales autores como E. Schürer, W. Bousset, G. F. Moore, R. H. Charles, E. Meyer, P. Volz, J.
Bonsirven, M. J. Lagrange, y otros.
100

libros con estilo plenamente apocalíptico se encuentran en la Biblia, uno en cada Testamento: los
libros de Daniel y Apocalipsis. Pero todos los que tienen algún conocimiento de la literatura no
canónica del período intertestamentario y el del Nuevo Testamento, están enterados de que otros se
escribieron que no fueron aceptados dentro de la Escritura. Que esta clase de literatura fuera tan
popular durante ese tiempo, sin duda, es indicio de la fe viva, pero también, la frustración repetida y
el profundo pesimismo tocante al escenario actual, que caracterizaban el período.
Pero aunque la Apocalíptica conoció su primer gran florecimiento durante el segundo siglo
A. de J. C., sería incorrecto considerarla como cosa nueva completamente. Aun menos se le debe
considerar como un fenómeno, esencialmente hostil a la profecía que la precedía. Al contrario, la
Apocalíptica es en un sentido real producto de la profecía. La profecía antiguotestamentaria, como la
misma fe antiguotestamentaria, siempre había tenido una orientación escatológica. Es decir, ya que
creía en un Dios que realizaba un propósito en la historia, creía que los eventos progresaban hacia
delante para su fin designado—el triunfo del designio divino. No importa lo poco que esa fe
pareciera a la escatología como la definiríamos, era siempre escatológica: anhelaba “las últimas
cosas”, el final efectivo hacia el cual la historia se movía. Desde luego, la Apocalíptica se ocupa
mayormente de la terminación de estas cosas.
Pero, los profetas, por mucho que tuvieran una fe escatológica, se centraban en el
presente—para atacar pecados presentes, para rogar un arrepentimiento presente, para anunciar el
juicio de Dios en eventos presentes. No obstante, en los profetas tardíos se puede percatar cierto
cambio de énfasis del presente hacia el futuro, del evento histórico al evento cósmico, cada vez más
con una concentración sobre el drama escatológico. Era cuando esta esperanza viva vestía nuevos
patrones, muchos de ellos prestados de fuentes ajenas, que nació la Apocalíptica. Así que la
Apocalíptica es a la vez una intensificación y una reformación de la fe histórica de Israel en el triunfo
de la regencia de Dios. Se caracterizaba por un lenguaje críptico, visiones extrañas pobladas por
bestias impresionantes, números místicos que solo los iniciados pudieran entender. Era como si
proveyera un libreto para el gran drama final con notas de programa exóticas. Y declara que los
eventos presentes presagian y reflejan la gran lucha cósmica entre Dios y el mal que está para llegar a
su punto máximo. ¡Pero pronto llega el Reino de Dios!
Aunque el libro de Daniel es el único libro verdaderamente apocalíptico en el Antiguo
Testamento, hay muchos otros escritos allí que exhiben tendencias similares y merecen ser llamados
apocalípticos de carácter. De hecho, esa preocupación por el fin venidero que es el corazón de la
Apocalíptica es característica del período pos-exílico entero, y es evidente en mucha de su literatura.
Tenemos un ejemplo temprano en Ezequiel 38-39,184 una profecía que algunos piensan (¡muy
equivocadamente!) será cumplida por la actual Unión Soviética. Aquí vemos a Gog de la tierra de
Magog, encabezando a las miríadas paganas del misterioso norte contra el pueblo establecido de
Dios. Pero Dios interviene para destruir a Gog con una espantosa matanza. Al Reino de Dios luego
se le reivindica y es establecido ante todo el mundo. Es la victoria final de Dios sobre todas las
malignas potencias paganas de esta tierra. Como ya dijimos, el anhelo porque Dios intervenga en el
mundo para castigar sus enemigos y establecer su Reino es el mismo corazón de la esperanza
apocalíptica. Pero más aun, se encuentra a lo largo de la escatología judía entera desde el Exilio en
adelante, por diversas que fueran las formas asumidas por esa escatología.
Claramente, ésta en sí no es una cosa nueva, sino que su origen está en la antigua esperanza
del Día del Yahvé. Como ya señalamos, esta era una cosa muy primitiva en la teología de Israel,

184Respecto a la interpretación de estos capítulos, véase los comentarios; entre los más recientes está el de G.
A. Cooke, The Book of Ezequiel (International Critical Commentary [New York: Charles Scribner’s Sons, 1937] II,
406-424. Para una discusión breve, véase Rowley, Relevance of Apocalyptic, pp. 31-32.
101

arraigada como dogma en la mentalidad popular desde los tiempos más primitivos en adelante.185
Engendraba esa confianza fatua en el futuro seguro de Israel que, como blindaje alrededor de la
conciencia nacional, amortiguaba la predicación profética de la perdición. ¡Qué cosa más loca este
hablar de perdición! ¡Dios es nuestro Dios y nosotros su pueblo, y en su gran día intervendrá para
vindicarnos! Recordamos que Amós ( Amós 5:18-20) rechazó de plano ese engreimiento—y así
también todos los demás profetas—declarando que el pueblo de Dios también está bajo juicio. No
obstante, el engreimiento no amenguaba sino que persistía tenazmente hasta que por fin cayó bajo
los escombros de la Jerusalén arruinada. Uno pensaría que eso acabaría con él. Pero era una
arrogancia extraordinariamente resistente, así de resistente, porque era producto—aunque producto
abortivo—de la corriente principal de la fe de Israel en el Señor de la historia. Ésta sobrevivió el
choque. También recordamos cómo Segundo Isaías la retomó y le impartió un nuevo sentido de
inminencia, y sin embargo, la amplió a la vez y la moralizó más allá de líneas nacionales.
Se teme que después del Exilio mucho de la antigua teología popular se colara de nuevo, a tal
grado que la escatología llegó a ser en este sentido demasiado semejante a lo que había sido al
principio. La expectación animada de ese gran día se retenía e intensificada por la desesperación,
pero sin muy poco del amplio espíritu moral del profeta. Prevalecía el sentimiento que Israel se había
purgado, habiendo pagado por su pecado con demasía, por la horrible calamidad. Al mismo tiempo,
era difícil no sentir que las potencias paganas eran, después de todo, los verdaderos enemigos del
pueblo de Dios y del Reino de Dios. Desde luego, esto no quiere decir que la misión de extender ese
Reino para incluir a los gentiles se perdiera. Pero en general, imperaba una inquietud porque el juicio
de Dios viniera sobre sus enemigos (es decir, los gentiles) y porque Dios estableciera su Reino sobre
su pueblo (es decir, los judíos).
2. La esperanza del inminente Reino venidero ardía tempranamente en la comunidad de la
Restauración, sólo para dar con una cruel desilusión. Si parece increíble que pudiera haber ardido
siquiera, uno sólo tiene que tener presente la mentalidad del día. La esperanza escatológica siempre
tiende a achicar su perspectiva para poder creer que “el tiempo está cerca”. Y el colapso de
Babilonia, la política generosa de Ciro, y la esperanza de la “cosa nueva” que le acompañaba, habían
fomentado la expectación de que sería pronto. Agréguese a eso la tenacidad de la nota dominante
en la escatología profética del Antiguo Testamento: el Remanente. De una forma u otra, todos los
profetas señalaban al Remanente puro: el verdadero pueblo de Dios, purgado por fuego, sobre el
cual establecería su Reino. Desde Isaías, y siempre amado por la mentalidad judía, se ligaba a esta
esperanza la figura del venidero Príncipe Mesiánico del linaje de David que regiría sobre ese Reino,
como el virrey de Dios.
Pero ahora, aquí en la pequeña comunidad de la Restauración, tiene que haberle parecido
que las condiciones del Remanente ya se dieron. Una purga de proporciones monstruosas había
ocurrido, dejándose únicamente un tronco de la casa de David con poquísima gente reprimida. Ya
se acabó la purga; ¡nosotros somos el Remanente!186 ¡Y como nuestro líder no tenemos a otro sino a
Zorobabel, el nieto de Joaquín, príncipe del linaje de David! De modo que a Zorobabel se le dirige
en lenguaje mesiánico. Él es el “retoño del tronco de Isaí y vástago de sus raíces”, anunciado por
Isaías (11:1): “He aquí, el hombre cuyo nombre es el Retoño”187 y él brotará de su lugar, y construirá

185 Véase el capítulo II, p. 36.


186 K. Galling (“The ‘Gola List’ According to Ezra 2=Nehemiah 7” Journal of Biblical Literature, LXX [1951],
149/158) ha argumentado con base en la forma de las listas en Esdras 2 y Nehemías 7 que la comunidad de la
Restauración incorporó en su organización una reminiscencia de la antigua anfictonía tribal. Esto sería
evidencia clara de que ellos se creían ser el “verdadero Israel”, es decir, el Remanente.
187 La palabra que se usa para “retoño” (es decir, brote) en Zacarías 3:8; 6:12 es semah. Por cierto, esta no es la

misma palabra que se usa en Isaías 11:1 (hoter, neser), pero apenas puede dudarse que la idea es la misma. La
102

el templo de Yahvé. Sí, es él que edificará el templo de Yahvé, y es él que llevará la gloria (es decir,
asumirá la majestad real), y se sentará sobre el trono para regir. (Zacarías 6:12b-13; véase 3:8)189
¡En otras palabras se creía que el Reino de Dios estaba para establecerse entre el Remanente!
Claro está, visto esto sobriamente, pudiera parecer una esperanza fantástica; porque el poder de
Persia seguía en pie, y ciertamente la pequeña comunidad en Jerusalén no tenía ningún poder para
romperlo. Pero ese no es el punto. Dios ha enviado sus “jinetes apocalípticos” por toda la tierra, y él
sabe lo que ellos informan: que el poder pagano mundial goza de una paz sin interrupción. (Zacarías
1:7-11) Está disgustado y tiene miras de trastornar esa paz y así cumplir su propósito. (Zacarías
1:12-17) Dios está a punto de estremecer las naciones (Hageo 2:6-7); es tiempo del nuevo éxodo
(Hageo 2:4-5), el gran drama final está para principiar:

“Habla a Zorobabel, gobernador de Judá, diciendo: ‘Yo estremeceré los cielos y la tierra.
Trastornaré el trono de los reinos y destruiré la fuerza del reino de las naciones. Trastornaré el carro
y a los que suben en él. Caerán los caballos y los que montan en ellos, cada cual por la espada de su
hermano. En aquel día, dice Jehová de los Ejércitos, te tomaré a ti, oh Zorobabel hijo de Salatiel,
siervo mío, y te pondré como anillo de sellar, porque te he escogido,’” dice Jehová de los Ejércitos.
(Hageo 2:21-23)190
Desde luego, esta esperanza fue cruelmente derrotada. Zorobabel no había de ser el Rey
Mesiánico. Que él mismo creyera la esperanza popular que le rodeaba, no lo sabemos. No tenemos
ninguna evidencia que la creyera, menos todavía que él participara activamente en la sedición contra
Persia. Es un misterio el paradero de Zorobabel. No sabemos más de él después de este tiempo; es
como si se desapareciera de la historia por una puerta falsa. Parece como que aun su nombre se
removió del texto de Zacarías 6:9-15.191 Esto ha llevado a algunos a especular que Zorobabel o entró
en un complot de rebelión o que los rumores de ello preocupaban tanto a las autoridades persas que
lo quitaron. En cualquier caso, no amaneció la era mesiánica, y el Reino de Dios no llegó. Y el
poder de Persia permaneció inquebrantable por doscientos años.
3. Uno pensaría que ante tales frustraciones la esperanza muriera. Pero no fue así. De hecho,
la confianza en la victoria divina final era tan integral a la fe de Israel que no podía desaparecer sin
que se perdiera la fe misma. Por su misma naturaleza, la fe continuamente pedía el cumplimiento. La
frustración y la desilusión sólo intensificaban el anhelo. Así era que aunque el escenario presente,
como la misma tierra, seguía negando toda esperanza, ésta se proyectaba más allá de la tierra y llegó a
ser un anhelo desesperado porque hubiera una intervención catastrófica de Dios.
Este esperado evento final llegó a ser virtualmente el exclusivo centro de interés—de hecho
era casi una obsesión. El clímax llegó en la Apocalíptica en donde toda la atención se fijaba en el
drama final y en un esfuerzo por discernir señales en el escenario actual de su comienzo. En la
apocalíptica no canónica esto resultaría en nada menos que una exótica especulación fantástica. No

palabra semah es usada por Zacarías como un término técnico para el Mesías. La misma palabra se usa en
Jeremías 23:5. También aparece en Isaías 4:2, pero aparentemente no en el sentido técnico.
189 Es verdad que no se le llama explícitamente a Zorobabel “el retoño”, pero no puede haber mucha duda de

que se refiere a él. Zorobabel fue el que edificó el templo (Zacarías 4:9; Hageo 1:12-2:9), y era el príncipe de la
casa real. Es probable que, como dicen los comentaristas, el nombre de Zorobabel estaba originalmente en el
texto de Zacarías 6:9-15, pero fue removido después. Las últimas palabras del v. 13 “entre ambos” indican que
otro líder estaba al lado de Josué el sumo sacerdote, pero no se le nombra.
190 La esperanza expresada por Hageo tanto como por Zacarías, que las potencias del mundo pronto fuesen

trastornadas, ha de leerse a la luz de la reacción en cadena de rebelión que Darío I encontraba al ascender al
trono en 522. Cuando los profetas comenzaron su predicación en el año 520, parecía como si la rebelión en
Babilonia pudiera ser exitosa. Véase Albright, “The Biblical Period”, p. 50.
191 Véase la nota 189.
103

es posible dar una descripción sencilla de este drama final, porque el Judaísmo nunca desarrolló un
sistemático y consecuente dogma escatológico, sino que nos presenta los cuadros más variados
imaginables. Con todo, parece que el sentimiento crecía en intensidad de que la intervención de Dios
sería precedida por los ayes más indescriptibles: la acometida de todas las fuerzas del paganismo
(Ezequiel 38-39; Zacarías 14:1-3; Joel 3:9-11), portentos en el cielo y la agonía sobre la tierra (Joel
2:30-31; 3:15). Pero Dios intervendría victoriosamente para establecer su Reino sobre todos
aquellos que eran fieles. (Joel 2:32; 3:14-16; Zacarías 14)192 Las tinieblas presentes, pues, no podían
extinguir la esperanza—porque se podía discernir en ellas precisamente las señales del Reino
venidero. ¡Tal vez ésta sea la oscuridad que precede la aurora!
Apenas hace falta decirlo, esto llegó a ser la patología del Judaísmo. Se movía en un mundo
soñador en que se esperaba la llegada del Reino momentáneamente en las nubes y gloria; siempre
escudriñaban los tiempos para señales del fin que vendría, haciendo diagramas de cómo llegaría el
fin. En su defecto, esperaban al Mesías Davídico (aunque la Apocalíptica genuina no hablaba mucho
del Príncipe Mesiánico, la esperanza persistía con viveza en el Judaísmo), pondría sus esperanzas en
un pretendiente falso tras otro. Su pregunta frenética era: “¿Señor, restituirás el reino a Israel en este
tiempo?” (Hechos 1:6) En ningún caso habría campo para un Siervo cuyo Reino “no era de este
mundo” y que no venía con un “Mirad, aquí está! o “¡Allí está!” (Lucas 17:21) Dígase lo que se diga,
pareciera que cuando los hombres se ponen a pensar en las cosas del fin, cuando fijan su interés sólo
en esas cosas, excluyendo todo lo demás, resulta una enfermedad dentro de la fe.
4. Pero nuestra evaluación de esto no debe ser desigual.193 El señalar la patología es
demasiado fácil. Es fácil reírse de las especulaciones huecas que, tanto entonces como ahora,
encuentran señales del fin en los periódicos de cada día y encuentran la personificación del Gran
Enemigo primero en este y luego en aquel personaje histórico. Es más fácil aun sentir irritación por
lo que sólo puede llamarse la impudencia de los que hacen diagramas, y hasta fijan fechas, porque
Cristo mismo ni los ángeles en el cielo no sabían“los tiempos y las sazones” —sino solo Dios.
(Mateo 24:36; Marcos 13:32; Hechos 1:7) También podía señalarse que en esto hay un pesimismo
fundamental tocante a esta tierra que pudiera cortar el nervio de todo esfuerzo por su redención, y
de hecho, así ha resultado en ocasiones. Hasta uno podría decir que aquí hay algo que ni siquiera es
moral; exhibe muy poca compasión, y, más bien, parece anhelar la destrucción de millones de impíos
con tal de que unos pocos justos se salven.
Empero, por extraña que esta “mentalidad apocalíptica” nos parezca, no debemos olvidar
que vivía en ella una gran fe que aun aquellos que se burlan de ella harían bien en emular. Por grande
que fuera su pesimismo fundamental respecto al mundo, era optimista en el sentido más profundo.
En una época cuando el escenario actual promovía únicamente la desesperación, cuando el poder del
mal estaba en su apogeo sin que la fuerza humana pudiera quebrantarlo, vivía una fe que la victoria
de Dios era segura: Dios estaba en control de la historia; es el Dios del que viene el Reino. Que
nosotros, a quienes la oración “Vénganos tu reino” haya llegado a ser una letanía para repetirse sin
sentido, quienes hayamos encontrado que la Apocalíptica sea risible, y sin embargo que temblamos
cada vez que un comunista hace un discurso—que notemos bien esa fe. Además, la Apocalíptica
insiste en que la lucha mundial no sea ni política ni económica, sino un combate perenne entre el
bien y el mal, entre la luz y las tinieblas, entre el Dios Creador y el poder destructivo del caos; este

192 Estos temas se desarrollan al máximo en literatura más tardía, notablemente la Pseudo-epígrafa. (por
ejemplo, I Enoc 37-71) Los “ayes del Mesías” llegaron a ser una creencia fija (“ ...aprende esto y atesóralo,
cuántos ayes vendrán al punto decisivo de los años”—Los oráculos sibilinos 3:562-563).
193 Para una apreciación más completa de los valores de la Apocalíptica que nos es posible aquí, véase Rowley,

The Relevance of Apocalyptic; también el pequeño libro de R. H. Charles, Religious Developments between the Old and
New Testaments (Oxford University Press, 1914; la reimpresión número 11, 1948).
104

combate llama a que uno se decida de parte de quién sea. No puede haber neutralidad. Quien decida
por el bien, sin importar cuán humilde sea, ha dado un golpe en pro del Reino de Dios en una
batalla de significado decisivo. En cualquier caso, había dentro de la Apocalíptica una fe que
fortalecía a millares de hombres pequeños para que obedecieran hasta la muerte, confiados en que su
recompensa estaba en Dios. (Daniel 12:1-4) Que se pregunten todos los que se mofan si su religión
más culta redunda en tanto.
Además, en la Apocalíptica hay un instinto muy sano el cual ignoramos a precio de nuestro
propio peligro: es decir, el Reino de Dios no es creación de los hombres sino de Dios. Es posible
que el desdén de estos escatológicos, respecto a lo que los hombres pueden hacer, fuese demasiado
grande, y aun inocente—porque Dios sí usa a los hombres.194 Pero nos traen un necesario
recordatorio que desesperadamente necesitamos oír: no podemos hacer que el Reino venga; solo
Dios puede hacerlo. Por tanto, la Apocalíptica es un regaño a la hybris del hombre, el cual hace que
siempre busque un perfecto orden mundial por sus maniobras políticas, su planificación social, y su
preparación militar—sin pensar en Dios. Es un regaño al blasfemo hybris de la iglesia de Dios que
“ganará el mundo para Cristo” y traer así el Reino por su predicación, sus congresos, y sus bien-
administrados programas. Al pueblo de Dios se le llama a que se ponga de lado del Reino de Dios en
la lucha cósmica; pero no puede producir el Reino por su propia actividad. Es verdad que la
expectación apocalíptica de que pocos se salvarían bien puede parecer dura. Sin embargo, la
tolerancia y la buena voluntad no deben tentarnos a negar la conclusión inexorable: el Reino de
Dios viene únicamente para aquellos que son su pueblo y que lo obedecen. No puede tener otros
ciudadanos. Verdaderamente, “angosto es el camino.” (Mateo 7:14)
Por extraño que nos parezca, la Apocalíptica era un producto legítimo de la fe de Israel en el
Dios, Señor de la historia. En tiempos de la desesperación más oscura, cuando los reinos de esta
tierra ejercían su inquebrantable regencia tiránica, la Apocalíptica afirmaba y mantenía viva la
confianza histórica de Israel en el Reino de Dios triunfante. Pedía un remedio para el dilema del
hombre en términos de la intervención divina. Como toda la esperanza de Israel, apuntaba hacia una
solución más allá de sí misma.

III

Pero la fe de Israel trajo otro desarrollo de igual importancia: la Comunidad Santa, basada en
el guardar la ley. A ésta ahora debemos observar, porque ella también era expresión de Israel de su
sentimiento en torno al gobierno de Dios sobre su pueblo.
Durante y después del Exilio una serie de hombres piadosos y prácticos tomaron la fe de
Israel y la convirtieron en el Judaísmo. Su ideal era una comunidad cuya función principal sería la de
llegar a ser el pueblo santo de Dios por medio de la observancia escrupulosa de la ley. Si la
Apocalíptica esperaba un Reino que solo Dios pudiera producir, puede decirse que la Comunidad
Santa anhelaba un Reino que pudiera ser provocado por la justicia del hombre, aunque no lo pudiera
producir.
1.No es ningún accidente que el Judaísmo pos-exílico llegara a ser una comunidad de ley;
No era un movimiento abortivo sino un desarrollo muy lógico. Desde Moisés la obediencia a la ley
había sido un asunto de gran importancia en Israel. Ya hemos visto que las dos obligaciones
principales que el pacto exigía eran que el pueblo adorara a Dios y solo a él y que obedeciera

194Un ejemplo de esta actitud se puede ver en Daniel 11:34 donde, como concuerdan los comentaristas, las
palabras “poca ayuda” se aplican a la insurgencia de los Macabeos. Por mucho que los apocalípticos hubieran
querido simpatizar con Judas y sus hermanos, nunca podían ver en los hombres su salvación. Lo que los
hombres pueden hacer, cuando mucho, es “poca ayuda”.
105

fielmente la ley del pacto dentro de la comunidad del pacto. También, hemos visto que el ataque
ético de los profetas apuntaba precisamente al fracaso del pueblo en no darse cuenta que el pacto
demandaba tal obediencia. Los profetas insistían en que la hermandad del pacto se demostrase en la
conducta justa, y pronunciaban la perdición cuando esto no se daba.
Inevitablemente el Exilio produjo un realce en la preocupación por este aspecto de la
religión. Es totalmente compresible porque así fuera. Ya que los profetas, particularmente Jeremías y
Ezequiel, tanto como la ley y las historias Deuteronómicas habían explicado la calamidad nacional
como resultado de no tomar seriamente las demandas del pacto—un fracaso, en breve, de no
obedecer la ley de Dios—era natural, una vez que el golpe se había dado y la Palabra profética había
sido vindicada, que los sinceros hombres pensantes se apropiaran de la lección. ¿No debemos por lo
menos aprender la lección y así recibir provecho de ella? ¿No debemos, de aquí en adelante, guardar
la ley? Además de esto, estaba el hecho de que sola la ley permanecía para distinguir al judío, ya que
la nación y el templo habían sido destruidos. El miembro de Israel no es el ciudadano de la nación
israelita, porque ésta no existe ya; tampoco lo es uno que adora a Yahvé sobre el Monte Sion—
porque el templo está en ruinas. Un israelita es el que se ha demostrado ser miembro del pacto por
someterse al rito de la circuncisión, por guardar la ley—especialmente la del Sábado. (Isaías 56:2, 4,
6) En cualquier caso, durante los días del Exilio, los escribas se ocupaban en coleccionar, codificar,
estudiar la ley, fijando así el modo en que Israel realmente podía mostrarse ser el Santo Pueblo de
Dios.
Así que, dentro de la comunidad de la Restauración, junto con un hambre y sed por la
intervención catastrófica de Dios para establecer su Reino, había un énfasis creciente en guardar la
ley. Ahora bien, debemos darnos cuenta de que estas dos corrientes de desarrollo—una que
desembocó en la Apocalíptica, la otra en la comunidad de ley—no eran hostiles la una a la otra. No
representaban grupos contrarios o divisiones dentro del Judaísmo.195 De hecho, habría sido posible
que un individuo compartiera ambos puntos de vista. Ambos eran expresiones de la misma
esperanza. Si bien la Apocalíptica anhelaba el establecimiento del Reino por la actividad directa de
Dios, la ley expresaba el fuerte sentimiento que Dios no bendeciría ni establecería su Reino sobre un
pueblo que no guardaba la ley. Palpamos esto fuertemente en los profetas pos-exílicos—
particularmente Hageo y Malaquías—por su preocupación con el templo, el sacrificio y el diezmo.
Parece que Hageo hace que la reconstrucción del tempo virtualmente sea la precondición de la
intervención divina. (compárese con Zacarías 8:9-11) Los últimos capítulos de Ezequiel (40-48), los
que pintan la Civitas Dei como una comunidad religiosa, centrada en el templo purificado y su culto,
ya habían presagiado este ideal del pueblo santo de Dios.
2. Por encima de todos los demás que tenían parte en la formación de la Comunidad Santa
era Esdras, el escriba. Es imposible que aquí empecemos el intento por reconstruir los pormenores
de su carrera. Se involucra uno de los problemas cronológicos más difíciles del Antiguo Testamento.
Hay poca concordancia entre los eruditos respecto a la relación de su trabajo con el de su
contemporáneo, Nehemías; tampoco, siquiera, hay acuerdo si el Rey Artajerjes, en cuyo reinando
trabajaba (Esdras 7:1-5), era el primero o el segundo en llevar ese nombre.196 Baste decir que Esdras

195 Esto no niega que muchas sectas surgieran en el Judaísmo, por lo menos algunas de ellas con fuertes
tendencias escatológicas. (por ejemplo, el grupo del cual procedieron los Rollos del Mar Muerto) Tampoco se
niega que los fariseos se hicieran, cada vez más, más precavidos de los caprichos de la expectación mesiánica.
Pero sería artificial dividir el Judaísmo en legalistas y apocalípticos. Los fariseos, como todos los judíos, tenían
sus expectaciones escatológicas, mientras las sectas escatológicas (como la que se mencionó arriba) se
preocupaban grandemente por la ley.
196 La postura tradicional, que Esdras llegó a Jerusalén en el séptimo año de Artajerjes I (458 A. de J. C.; Esdras

7:7-8), y Nehemías en su vigésimo año (445 A. de J. C.; Nehemías 2:1), goza de una lista impresionante de sus
defensores. Para una clara declaración reciente de ella, véase J. Stafford Wright, The Date of Ezra’s Coming to
106

era “un escriba versado en la ley” (Esdras 7:6) que partió de Babilonia para Jerusalén con permiso
del rey aproximadamente un siglo después del establecimiento de la comunidad de la restauración.
Llevaba bajo su brazo “el libro de la ley de Moisés” y la reforma en su corazón. (Esdras 7:10;
Nehemías 8:1)
Desde una óptica positiva, su labor era la de establecer la Ley del Pentateuco 197 sobre la
comunidad como la misma carta de su existencia. La historia dramática de la reforma de Esdras se
nos da en Nehemías 8-10. Desde un púlpito de madera, construido en la entrada de la ciudad para
ese propósito (8:4), Esdras leyó el libro de la ley al pueblo. La lectura comenzó al salir el sol y
continuó hasta mediodía. (8:3) Mientras Esdras leía—aparentemente sección por sección—los
levitas (8:7-8) se la explicaban a la gente para que entendieran. La lectura se continuó el día siguiente
(8:13) ante un auditorio selecto de los ciudadanos principales; después tuvo lugar la celebración de la
Fiesta de los Tabernáculos (8:16-{18) junto con la lectura adicional de la ley cada día. Luego había
una gran confesión pública de pecado (capítulo 9) y una solemne promesa para guardar la ley.
(capítulo 10) Que la obra de Esdras fuera acompañada por una emoción de “avivamiento” es
evidenciado por otro incidente (Esdras 10) en que el pueblo, aquejado del problema de matrimonios
con extranjeros, se paraba en los atrios del templo bajo un aguacero para escuchar a Esdras (vs. 9,
13) hasta que éste se apiadó de ellos y los despidió. ¡Que se fijen en esto aquellos que censuran el
Judaísmo de Esdras por ser demasiado cerrado, pero que sólo asisten a sus templos cuando hace
buen tiempo!
También, como tenía que ser, un movimiento separatista; se caracterizaba por la repudiación
de extranjeros. Ahora bien, no puede repetirse demasiado que esta xenofobia era realmente un
temor a la asimilación. Era un temor justificable, y haríamos bien en pensar que si la asimilación
hubiera sido sin frenarse, la probabilidad es que la comunidad hubiera desaparecido y con ella su
heredad preciosa. Como hemos dicho, Nehemías (Nehemías 13:23-24) se asustó al enterarse que se
perdía el idioma hebreo. En un pasaje de gran candidez (Nehemías 13:25-28) nos informa que
formó un berrinche y maldijo, atacó y jaló las barbas de ciertas personas que estaban presentes. Al
calmarse, prohibió que hubiera más matrimonios mixtos. Esdras era aun más drástico—aunque
luciera más calmado. No tan sólo prohibía otros matrimonios mixtos, sino que pedía la disolución
de los ya existentes. El sentimiento dentro de la comunidad era “Jerusalén para los judíos”.
Zorobabel ya había rechazado la ayuda ofrecida por los samaritanos cercanos (Esdras 4:2-3), y la

Jerusalem (London: Tyndale Press, 1947). Sin embargo, provoca unos cuantos problemas. Una postura opuesta
ha recibido un respaldo igualmente impresionante, avanzada ésta primero por van Hoonacker, en el sentido de
que Esdras arribó en el séptimo año de Artajerjes II (397 A. de J. C.—van Hoonacker pensaba que esta era la
segunda visita), habiendo llegado Nehemías en el vigésimo año de Artajerjes I. Para una reciente presentación
muy hábil, véase H. H. Rowley, “The Chronological Order of Ezra and Nehemiah” (Ignace GoldziherMemorial
Volume [Budapest: 1948], pp. 117-149; reimpresa en The Servant of the Lord and Other Essays [London:
Lutterworth Press, 1952] pp. 129-159). Debe decirse que aunque esta postura resuelve muchos de los
problemas, hace surgir otros. Una tercera postura, similar a la presentada antes por A. Bertholet y otros, ha
encontrado un respaldo reciente en W. F. Albright (“The Biblical Period”, p. 53 y la nota bibliográfica 133). En
esta postura Esdras llegó a Jerusalén tardíamente en el reinado de Artajerjes I (cerca de 428 A. de J. C. si “el
séptimo año” [Esdras 7:7] es un error, debiéndose leer “el año treinta y siete”. Debo confesar que no he
podido definirme respecto al problema.
197 Es cuestionable si el libro de la ley introducido por Esdras era el Pentateuco entero (véase Albright, “The

Biblical Period”, p 54) o sólo esa porción conocida como El Código Sacerdotal (véase H. H. Rowley, The
Growth of the Old Testament [London: Hutchinson’s University Library, 1950], pp. 34-35. La evidencia no nos
permite una respuesta tajante. En cualquier caso, el Pentateuco tempranamente llegó a ser normativo para la
comunidad judía.
107

política enérgica de Nehemías sólo aumentaba la enemistad.198 Es correcto encontrar los comienzos
de ese cisma infranqueable entre los judíos y los samaritanos aquí.
Esdras era una figura imponente. Aunque las leyendas que llegaron a circularse en su torno
exageran grandemente su trabajo199 no es incorrecto reconocerlo como el padre del Judaísmo. Por
supuesto, no inventó la ley, pero el impacto pleno de la ley sobre la vida del pueblo judío se remonta
al movimiento en el cual él jugó un papel estelar. El Judaísmo, desde aquí en adelante, ha de ser una
comunidad de la ley. El miembro del Israel verdadero es aquel que guarda la ley. La gran demanda
profética de que la ley se obedeciera resultó en una Comunidad Santa cuya responsabilidad primaria
era hacer justamente eso en todo detalle.
3. Es muy difícil para nosotros ver este aspecto del Judaísmo objetivamente. Es una actitud
mental muy extraña para nosotros; no nos provoca simpatía. Tampoco se puede negar que no era un
desarrollo sano del todo. Por un lado, claramente señalaba el fin de esa flor más hermosa del espíritu
hebreo—el movimiento profético. De hecho, la ley usurpó la función de la profecía: la de declarar la
Palabra de Dios. Cuando la Palabra de Dios está claramente escrita para que todos la lean, queda
poco lugar o necesidad de que una voz profética la diga. También, la ley—aunque esto distaba
mucho de la intención original de la ley y de la de sus mejores maestros—abría el camino para una
atención excesiva a las cosas externas de la religión con la que el espíritu del profeta difícilmente se
identificara. Porque si la voluntad completa de Dios está declarada en la forma de mandamientos
sencillos, la religión va a tender a concretarse en guardar esos mandamientos—y ¿quién discernirá
entre los trivial y lo importante, entre el cumplimiento mecánico y el espíritu dedicado? Aún
quedaban algunas voces dentro de la comunidad de la Restauración que hablaban con acentos claros
de la antigua profecía (por ejemplo, Isaías 58:1-12; 66:1-4; Zacarías 7:1-14; 8:14-23); siempre había
rabíes que percibían el peligro de centrar la adoración en las cosas externas y luchaban en su contra;
pero la comunidad de la ley no admitía que la profecía prosperara. Pronto llegó el tiempo cuando ya
no surgían profetas.
Con el pasar de los años, la exaltación de la ley seguía. Se creía que había sido ordenada por
Dios desde la eternidad; ésta expresaba su voluntad completamente respecto a todas las cosas; cada
letra era eterna y no debía ser cambiada.200 Ir más allá de la ley sólo podía verse como una herejía con
pena de muerte. Así que, el Judaísmo se movía hacia una extraña posición paradójica: honraba a sus
profetas muertos—de hecho, era el Judaísmo que preservaba los escritos proféticos para la
posteridad—pero no le daba oído a ningún profeta vivo (Mateo 23:29-36), porque la era de la
profecía había pasado.
También, la ley llegó a ser la patología del Judaísmo. Toda la religión se reducía a lo que
había en la ley; ser religioso era estudiar la ley, discutirla, enseñarla, guardarla. Y ya que cada ley

198 No debe olvidarse que los adversarios de Nehemías—Sanbalat y Tobías—eran también adoradores de
Yahvé, aunque podemos presumir que su Yahvismo era de una clase altamente sincrética. Que Tobías fuera un
Yahvista es claro por su nombre y él de su hijo, Johanán, y otros de su familia, tanto como del hecho de que se
sabe que sus descendientes eran judíos siglos después. Véase Albright, “The Biblical Period”, p. 52 y la nota
129. Desde luego, los samaritanos siguen siendo un pueblo de la ley hasta hoy.
199 Por ejemplo, la leyenda, originándose aparentemente en el libro apócrifo de II Esdras (IV Esdras en la

Vulgata Latina) y repetida por un número de los padres de la iglesia, en la que se dice que Esdras pudo recrear
la ley, habiendo sido ésta quemada cuando la destrucción de Jerusalén. En cambio, la tradición judía de que
Esdras era el Cronista, rechazada por la mayoría de los eruditos, ha encontrado un defensor en W. F. Albright
(“The Date and Personality of the Chronicler,” Journal of Biblical Literature, XL [1921], 104-124; en ese tiempo
Albright fechaba Esdras cerca de 397); véase idem. “The Biblical Period,” p. 54 y nota 138.
200 Ciertamente esta era la postura del Judaísmo para los tiempos del Nuevo Testamento. Véase los comentarios

sobre Mateo 5:18 en Strack-Billerbeck, Comentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch (Munich: C. H.
Beck; Vol. I: Das Evangelium nach Matthaeus, 1922). Véase también el artículo “Torah” en The Jewish Enciclopedia
(1916), XII, 196-197 para su discusión y referencias.
108

necesitaba aclararse para que el hombre pudiera saber cómo portarse en cualquier situación dada, y
ya que siempre había el peligro de que, si ésta no se daba, la ley se quebrantara accidentalmente,
siempre había la necesidad de fallos adicionales para proveer esa aclaración. Los rabíes suplían éstos,
construyendo una “cerca” alrededor de la ley. Por este proceso, se multiplicaban las leyes a tal
extremo que la vida se dificultaba por verse “sitiada” por cientos de ellas; la ley llevaba una carga de
la casuística que hacía muy difícil que se tuviera una perspectiva adecuada. El espíritu de la ley tendía
cada vez más a hundirse bajo la letra. Por supuesto, una ley hecha tan masiva no podía ser dominada
por todo el mundo—el hombre común y corriente no tenía ni el tiempo ni la destreza para
hacerlo—por ende, su cumplimiento se limitaba a una clase de escribas y maestros. Éstos sufrían la
tentación del orgullo, ya que poseían un conocimiento y por ende una rectitud no asequible a la
mayoría. La ley era suprema. Surgiría la noción que aun Dios dedicaba cierto tiempo al estudio de la
ley201, y se creía que si Israel pudiera guardarla perfectamente durante un Sábado, el Mesías
vendría.202 Dentro de este ambiente enfermizo no podría haber campo para Uno que declarara:
“Moisés dice en la ley ... mas yo os digo ...”
No hace falta ninguna pericia para criticar esta patología. De hecho, el cristiano sólo tiene
que mirar en su Nuevo Testamento (por ejemplo, Mateo 23) para ver una crítica mucho más severa
de la que él pudiera hacer. Es cuestión de hacer de la fe religiosa meramente actos externos; es
depender de las obras de la ley las cuales no se justifica ninguna carne (Gálatas 2:16¸3:11). Por
desdicha, no es una patología muerta aun en la iglesia cristiana. Porque aun hay aquellos para quienes
la fe religiosa es principalmente un asunto de reglas, para quienes la esencia de la religión parece ser
el abstenerse de ciertos hábitos y diversiones frívolas que se ven como pecaminosos o la cultivación
de ciertas prácticas piadosas y la asistencia constante a la iglesia. Y se enorgullecen por estas cosas,
porque por medio de estas cosas los justos se distinguen de los pecadores.
4. Empero, nuevamente nuestra evaluación no debe ser desigual.203 Es demasiado fácil y de
mal gusto hacer de los escribas y los fariseos objetos de una censura demasiado dura e indebida,
como suele hacerse desde muchos púlpitos. Nunca debe olvidarse que la ley albergaba y expresaba
un gran ideal, y se esforzaba para que se realizara. La ley buscaba crear el verdadero pueblo de Dios
sobre el cual Dios pudiera establecer su regencia. El fin de la ley nunca era guardar reglas por sí
mismas; más bien, su fin era una obediencia total a Dios. Su énfasis sobre las trivial ofensas técnicas,
a la par de las moralmente serias, no tenía la mira de hacer la una igual a la otra, sino para aclarar que
cualquier ofensa contra Dios, por pequeña que fuera, era seria. (por ejemplo, IV Macabeos 5:20) Su
apartarse del mundo no era una expresión de esnobismo—aunque éste se daba—sino del
reconocimiento de que la obediencia estricta no podía llevarse con una tolerancia de toda clase de
prácticas. (por ejemplo, los Salmos de Salomón 17:17-28; Jubileo 22:16; Aristeas 128ss.) No debe
olvidarse que el Judaísmo daba la bienvenida a personas de afuera que estuvieran dispuestas a
obedecer la ley, y les ofrecía la igualdad. (Levítico 24:22; Ezequiel 47:22) En la ley vivía el ideal
original de Israel, es decir, ser “un reino de sacerdotes y una nación santa” (Éxodo 19:6), súbditos
dignos de la regencia divina. También, en ella esa búsqueda por un Remanente—un verdadero Israel
al cual todos los profetas habían mirado para la realización de la esperanza de Israel—se desarrollaba
y se individualizaba.

201 Véase en el Talmud, Rab Judah en ‘Abodah Zarah, 3b. Para discusión adicional y referencias, véase el artículo

en The Jewish Enciclopedia mencionado en la nota 200.


202 Es cierto que tenemos una ilustración clara de tal creencia únicamente en un período relativamente tardío:

en el Talmud, véase a Rabí Johanan en Shabbath, 118b, que declara que el guardar perfectamente dos Sábados
ocasionaría que viniera una redención inmediata. Para entender la importancia que el Judaísmo le daba al
Sábado, véase el artículo “Sabbath” en la Jewish Enciclopedia (1916), X, 587ss.
203 Una evaluación cabal, desde luego, no es posible hacerla aquí. El lector encontrará una breve evaluación

excelente en Rowley, The Rediscovery of the Old Testament, capítulo vii.


109

Nadie forma parte del pueblo de Dios sólo porque sea judío de raza; uno es el verdadero miembro
del pueblo de Dios si asume la carga total de obediencia a la ley.
Y debe decirse que, hablando humanamente, la ley no hacía otra cosa sino mantener viva la
fe de Israel. Era la armadura que protegía esa fe para que no se extinguiera.204 Protegida por ella,
toda la heredad de los profetas sobrevivió. No nos olvidemos que era el Judaísmo que preservaba los
escritos de los profetas; sin el Judaísmo no los hubiéramos tenido. Preservaba los frutos de la
predicación profética de igual forma. La ley era fuertemente monoteísta; no daba concesión alguna al
paganismo. Era altamente ética—por lo menos en su expresión más noble—aun al nivel de la Regla
de Oro. (Levítico 19:18) La ley era la tierra gélida, cubierta de nieve, que protegía la simiente hasta la
plenitud del tiempo. Era una armadura, de hecho, muy rígida; pero podemos preguntarnos si una
armadura más débil hubiera impedido que Israel fuese asimilado en el mundo gentil, y hubiera
salvado su heredad de la disipación, como el agua que se vierte sobre la arena.
También, vale la pena sugerir que la comunidad de ley tenía una lección que enseñarnos la
cual no hemos querido aprender. Ahora bien, como cristianos nunca podemos regresar a la ley.
Tampoco hemos de medir la justicia por cosas hechas o no hechas, como si la justicia pudiera
lograrse aritméticamente por el sumar o el restar. Sin embargo, en un sentido estos maestros de la ley
son un ejemplo para nosotros; si lo ignoramos es para nuestro daño. Por haber sentido repugnancia
del legalismo, hemos llegado al punto de pedir disculpas por cualquier deber que la religión pida; es
más, hemos ofrecido una religión sin que haya demanda alguna. ¿Será posible que, habiendo
rechazado todo deber religioso, hayamos acabado sin ningún deber salvo a nosotros mismos? Es
hora de que acatemos la lección de la Comunidad Santa: que la religión, independientemente de todo
lo que haga a favor del hombre, le da al hombre un deber y demanda que lo haga. La fe cristiana sí
involucra un deber. Y ese deber es que obedezcamos a Dios, no de forma general, no sólo cuando
sea conveniente, sino en todo detalle y sin excepciones. Se teme que, en este sentido, el escriba y el
fariseo entren al Reino de Dios antes que nosotros.
La Comunidad Santa del Judaísmo era una expresión de esa nota dominante en la teología
del Antiguo Testamento: la regencia de Dios sobre su pueblo. De hecho, la Apocalíptica y la Ley
apuntaban a una paradoja ineludible dentro de la noción del Reino de Dios. Aquélla afirma que el
reino queda más allá de la hechura humana. Ésta replica, no obstante, que es un Reino que demanda
todo del hombre; expresa la profunda convicción que Dios regirá únicamente sobre un obediente
pueblo justo. Era la mira de la Comunidad Santa lograr que ese verdadero Israel, ese Remanente, se
realizara. La misma justicia, que tan varonilmente luchaba Israel para producir, era así el dedo que
apuntaba hacia el Reino venidero. Pero ese Reino y esa justicia quedaban más allá de las
posibilidades de la comunidad de ley. La ley, por lo tanto, tenía que apuntar hacia una solución más
allá de sí misma—una nueva justicia.

IV

De todos modos, por restrictiva y fanática que parezca la comunidad de ley al observador
antipático, cuando sufría sus pruebas más duras, la ley demostraba que tenía la pasta para sobrevivir.
Podemos preguntarnos si nuestra religión infinitamente más agradable, más cortés puede hacer
tanto. Porque en distintos lugares las pruebas ya comenzaron, y la pregunta, por lo menos, es
pertinente.

204 A esto le fue dada expresión clásica hace mucho por J. Wellhausen en los últimos párrafos de su Geschichte

Israels I (Prolegomena zur Geschichte Israels [Berlin: G. Reimer, 1878] ). Por mucho que uno no esté de acuerdo con
la postura global de Wellhausen, en este discernimiento—como en muchos otros—tenía mucha razón.
110

1. Necesitamos brincar rápidamente hacia delante unos trescientos años. Desde su principio
hasta su caída (539-332) los judíos permanecían súbditos de Persia. No haremos la lucha por trazar
sus fortunas durante ese período: de todos modos, mucho queda muy oscuro.205
El Imperio Persa era una estructura gigantesca que se extendía, durante el apogeo de su poder, desde
la cuenca del Egeo hasta el valle de los Indus, desde Egipto hasta muy dentro de las estepas trans-
Caspianas de lo que hoy es la Rusia Soviética.206 Tempranamente, los persas habían echado ojo
codicioso a la tierra de Grecia, y, en más de una ocasión, había buscado conquistar ese país. Pero en
tales lugares como Maratón, Thermopylae y Salamis, los valientes griegos habían podido repulsarlos,
y se vieron frustrados los persas. Tardíamente en el siglo cuatro, de repente las cosas cambiaron, y
Persia tuvo que encarar el surgimiento meteórico de Alejandro de Macedonia. Todos saben cómo
Alejandro saltó el Hellespont en 334 A. de J. C., y cómo en una serie de victorias brillantes—sobre el
Granicus, en Issus, y en Arbela—sus falanges destruyeron los ejércitos poco manejables de Darío
III. Dentro de tres o cuatro años vemos al joven conquistador llorando sobre la ribera del Indus,
porque, según la tradición, no quedaban más mundos qué conquistar.
Pero el imperio de Alejando el Magno era el más efímero de toda la historia. En 323, diez
años después de su gran victoria en Issus, Alejandro estaba muerto. Su imperio finalmente se dividió
entre cuatro de sus generales. De éstos, sólo dos nos interesan: Seléuco, que asumió el mando sobre
Mesopotamia y Siria; y Ptolomeo que se hizo regidor sobre Egipto. La capital del reino Seléucido
finalmente llegó a ser la recién fundada ciudad de Antioquia, mientras la de Egipto era Alejandría—
construida por los Ptolomeos y nombrada, desde luego, por Alejandro mismo. En cuanto a la
Palestina—porque la historia tiene una manera de cambiar todo, sin realmente cambiar nada—
permanecía, como siempre, como un motivo de discordia entre el poder del Éufrates y el poder del
Nilo.
Podemos obviar los pormenores de la lucha.207 Después de algunas vicisitudes, la Palestina
pasó a las manos de los Ptolomeos tardíamente en el siglo cuatro, y permaneció allí por más de cien
años, aunque los seleucidas nunca desistieron de reclamarla ni de intentar retomarla. Por general, los
mismos judíos parecían permanecer como espectadores pasivos. Aunque sin duda las lealtades
estaban divididas entre los dos poderes, y, sin duda, éstas fluctuaban considerablemente, a la mayoría
de los judíos le era indiferente quién ganara. Parece que mayormente los ptolomeos les daban a los
judíos bastante libertad para arreglar sus propios asuntos, de hecho, los dejaba sin molestar, siempre
y cuando siguieran como súbditos obedientes. Sin embargo, el poder de los ptolomeos terminó en
la Palestina cuando Antíoco III (el Grande: 223-187) subió al trono seleucida. Este rey reanudó la
reclamación de sus derechos sobre la Palestina y—después de una larga guerra entre las dos
potencias, aventajándose primero ésta y luego aquella—en 198 A. de J. C. en Panium (Banias), sobre
la fuente del Jordán, aplastó los ejércitos de Ptolomeo V y los botó de la tierra. Los judíos llegaron a
estar bajo el control de Antioquia.

205 Hasta recién, se sabía menos de los judíos durante el período persa que en cualquier otra época de su
historia. Aunque ahora el siglo cinco A. de J. C. está siendo iluminado por nuevos descubrimientos, el siglo
cuatro permanece en cero. Véase A.T. Olmstead, History of the Persian Empire (Chicago: University of Chicago
Press, 1948).
206 Cuando su tiempo de más expansión, se incluían lo que hoy es Irán, Iraq, Siria, el Líbano, Israel, el Reino de

Jordán, Egipto, Turquía tanto como partes de Grecia y los países bálticos, la Rusia Soviética, Afganistán y
Pakistán.
207 La historia normativa por largo tiempo ha sido la de E. Schürer, Geschichte des jüdischen Volkes im Zeitaler Jesu

Christi, 4 Volúmenes (3ª y 4ª ediciones; Leipzig: J. C. Hinrichs, 1901-1911); traducción inglesa por Macpherson,
Taylor y Christie, 5 Volúmenes (Edinburgh: T. & T. Clark, 1890: New York: Charles Scribner’s Sons, 1891)
Esto puede ser reemplazado ahora por F. M. Abel, Historie de la Palestine: depuis la conquete d’Alexandre jusqu’a
l’invasion arabe (Paris: J. Gabalda, 1952, Vol. I). Para una breve reseña actualizada en inglés, R. H. Pfeiffer,
History of New Testament Times with an Introduction to the Apochrypha (New York: Harper & Brothers, 1949)
111

2. Ahora bien, no nos interesaríamos en esa lucha si los aspectos culturales no fueran mucho
más importantes que los políticos: la diseminación de la cultura helénica sobre todo el Oriente que
ya empezó a realizarse. Como nunca antes, el mundo era un mundo. Las antiguas civilizaciones
orientales se habían ocupado por siglos en la destrucción de sí mismas por una guerra tras otra.
Persia, un recién llegado, había tenido éxito en la creación de la unidad política jamás conocida; la
creó, basándose en los escombros de las potencias anteriores. Ahora bien, Alejandro no tan sólo
sabía usar buenas tácticas y era un joven muy ambicioso; se veía a sí mismo como un misionero de la
cultura griega. Se proponía formar un matrimonio entre la civilización griega y las demás culturas,
logrando así una unidad harmoniosa. Por causa de su política y porque la unidad política que creó
había destruido las fronteras culturales más antiguas para así lograr el libre intercambio como nunca
antes, la cultura helénica—que ya se había hecho sentir en el Este—empezó a esparcirse
velozmente.208 Además, Alejandro inauguró la política de instalar sus veteranos y otros griegos en
colonias esparcidas por todos sus vastos territorios, resultando así en pequeñas islas del Helenismo
por todas partes.209 Aunque los estados sucesivos perdieron la unidad política creada por Alejandro,
permanecían en control los griegos, y todos éstos creían tener la misión de extender la cultura de
Grecia.
El Judaísmo no podía impedir el impacto de esa cultura. Desde luego, esto era doblemente
cierto respecto a los judíos que vivían en las tierras cuyas playas daban al Mar Mediterráneo; a estas
alturas representaban la mayoría numérica. Estos judíos desde hacía mucho habían perdido su
hebreo, y ahora hablaban griego como su lengua natal. No tenían acceso a sus Escrituras que todavía
existían únicamente en el hebreo. Era para satisfacer esta necesidad que, empezando a mediados del
siglo tres A. de J. C. en Alejandría, se hacía una traducción al griego (el así llamado Septuaginta”.210
Por cierto, existía gran peligro de que muchos de estos judíos de habla griega se perdiesen para el
Judaísmo, y es un tributo poderoso a la tenacidad de la fe que no fuera así. También, en la Palestina
había una tensión muy severa. Por un lado, había aquellos que no querían ninguna relación con el
Helenismo, y aumentaban sus celo por la ley para así demostrar su calidad judía. Por otro lado, había
aquellos que, sin desear abandonar el Judaísmo, aceptaban plenamente la cultura griega. Aun los
líderes religiosos eran persuadidos por ella. Oímos de sumo sacerdotes con nombres griegos (por
ejemplo, Jasón, Menelaus). Por lo general era de moda copiar todo lo griego. En las calles de
Jerusalén se podía ver a personas vestidas como los griegos, y en su gimnasio los jóvenes judíos
participaban en toda clase de deporte griego. (1 Macabeos 1:15; II Macabeos 4:10-15) Todo llegó a
un punto crítico cuando Antíoco IV (Epífanes: 175-164) ascendió al trono en Antioquia. Este rey
era de carácter capaz, malévolo y complejo. Jamás hubo un hombre más fanáticamente helenizante.
Es probable que así fuera, en parte por su propio celo al respecto, y también en parte por la
necesidad de consolidar a su pueblo heterogéneo contra la amenaza grande del poder creciente de
Roma; a estas alturas, Roma tenía suficiente poder para intervenir con mano dura en los asuntos
internos del Oriente Cercano. Por supuesto, muchos judíos no habrían objetado la helenización para
nada. Pero aun había más. Al igual que Alejando y otros anteriormente, Antíoco se presentaba a sí
mismo como teso epifanes—la encarnación visible del Zeus Olímpico—y exigía que le adorasen. Éste,
pues, era un hombre del tipo más peligroso, un tipo del cual la historia nos ha enseñado tomar con

208 Respecto al impacto de la cultura griega sobre el Oriente, se debe consultar a Albright, From the Stone Age to

Christianity, capítulo vi. Véase también las obras mencionadas en la nota bibliográfica anterior.
209 El lector del Nuevo Testamento reconocerá que Decápolis (Mateo 4:25; Marcos 5:20; 7:31) es esta clase de

ciudad.
210 La historia de su traducción, mayormente ficción, se da en la carta no canónica de Aristeas. Para una

discusión conveniente de la versión griega, véase H. M. Orlinsky, “The Septuagint—Its Use in Textual
Criticism” (The Biblical Archaeologist, IX-2 [1946], 22-42; también Bleddyn J. Roberts, The Old Testament Text and
Versions (Cardiff: University of Wales Press, 1951), pp. 101-187.
112

toda seriedad; era un dios, y era el misionero del Kultur. Tal vez un pagano no hubiera objetado ni
siquiera eso, porque Antíoco, al demandar la adoración de Zeus, no suprimía otros cultos sino que
era tolerante de ellos—al fin y al cabo ¿qué más da que haya un dios más para el pagano? Pero para
el judío monoteísta, a quien se le había prohibido adorar a ídolos por mil años de historia, era
impensable que se le pidiera hincarse ante Zeus.
La política de Antíoco hacia los judíos llegó a ser muy severa.211 Aunque ésta al principio era
bastante pacífica, con el aumento de la resistencia se tornó en una verdadera represión. Es triste
decirlo, pero los mismos judíos no carecían de culpa parcial por lo que les acontecía. La verdad es
que la política judía que caracterizaba el período es una página fea en la historia judía. Rivalidades
personales, jugadas sucias de parte del sumo-sacerdote hacían que Jerusalén estuviera en conflicto
constante, y, sin duda, contribuía a que se provocara la ira de Antíoco. Llegó el clímax cuando (168
A. de. J. C.) éste hizo que sus tropas entraran en Jerusalén, profanó el templo al sacrificar un puerco
sobre el altar, y virtualmente suspendió la práctica del Judaísmo. (I Macabeos 1:41-43) Se mandaron
a destruir copias de la ley; se prohibió la observancia del Sábado; la práctica de la circuncisión o aun
el poseer una copia de las escrituras llegó a ser una ofensa capital. Para el colmo, se estableció un
altar al Zeus Olímpico dentro del templo, y ordenaron que la gente lo adorara. Esta es la
“abominación desoladora” que se menciona en Daniel (9:27; 11:31; 12:11) y en I Macabeos. (1:54)212
Era una plena persecución, la primera entre muchas a las que la historia ha hecho sufrir a los
judíos. Había que hacer concesiones como consentir a la profanación del templo, de la ley y la
idolatría abierta—o morir. Algunos, por supuesto, siendo sólo seres humanos, se rendían y negaban
su calidad judía. (I Macabeos 1:43) Pero muchos no lo hacían. Se negaban a sacrificar a Zeus,
seguían circuncidando a sus hijos, y morían por ello. Se negaban a quebrantar aun la ley dietética más
pequeña. (I Macabeos 1:62-63) Algunos guardaban la ley del Sábado tan estrictamente que cuando
estalló la guerra, preferían ser matados por el enemigo que quebrantar el Sábado defendiéndose. (I
Macabeos 2:29-38) ¡Se hizo necesario suspender esa parte de la ley hasta que terminara la guerra.!(I
Macabeos 2:39-41) Entre aquellos que resistían las demandas de Antíoco, al principio pasivamente
pero después con terquedad heroica, estaba ese grupo que se conoce por el Hasidim (es decir, los
piadosos, los leales). Es probable que éstos sean los ancestros de los fariseos--¡una noble tradición!
3. La fe que daba a los judíos el valor para resistir puede verse más claramente en el libro de
Daniel. Este libro evoca una serie de problemas, tocante a su composición tanto como su
interpretación, que no podemos empezar a discutir aquí. Las historias de Daniel, por cierto, narran
acerca de una figura que vivía durante el Exilio babilónico, y es probable que las historias escritas en
arameo (Daniel 2:4b-7:28 están en arameo, el resto en hebreo) sean más antiguas que el resto del
libro.213 Pero de forma general, los eruditos están de acuerdo en que el libro de Daniel en su forma
actual pertenece a los días de la persecución de Antíoco Epífanes. Sea el origen de las historias de

211 Véase la nota bibliográfica 207 para los pormenores.


212 Respecto a la naturaleza del culto de Antíoco, véase E. Bickermann, Der Gott der Makkabäer (Berlín:
Schocken-Verlag, 1937). Aparentemente, era un esfuerzo por amalgamar el Judaísmo con formas siro-
helénicas. Algunos liberales líderes judíos estuvieron involucrados en ello. Las palabras que se usan en Daniel
(hashshiqqus meshomemparecen, es decir “la abominación que hace desolación) ser un juego de palabras con ba’al
hashshamayim, (Baal [es decir, Señor] del cielo). Véase J. A. Montgomery, Daniel (International Critical
Commentary [Edinburgh: T. & T. Clark, 1927], p. 388.
213 De una forma u otra, esta es la opinión de la mayoría de los eruditos, pero eruditos importantes—por

ejemplo, R. H. Charles (A Critical and Exegetical Commentary on the Book of Daniel (International Critical Commentary
[Oxford University Press, 1929] y H. H. Rowley, (@The Bi-lengual Problem of Daniel,@ Zeitschrist für die
alttestamentliche Wissenschaft Neue Folge 9 [1932], 256-268); recientemente, “The Unity of the Book of Daniel”
(Hebrew Union College Annual, XXIII, [Cincinnati: 1950-1951], pt. I, pp. 233-273; reimpreso en The Servant of the
Lord, pp. 237-268)—pueden encontrarse que argumentan que el libro entero sea producto de un autor durante
el período macabeo.
113

Daniel el que fuere, sea la historia de su composición la que fuere, pareciera que un autor de dicho
período amoldó todo en un mensaje de aliento para los judíos perseguidos. Daniel es uno de los
primeros libros, y uno de los más grandes, que tiene el pleno estilo apocalíptico. Pero es un libro
tristemente malentendido. Aunque muchos lo conciben así, no es un diagrama críptico de los
eventos que van a venir, y siempre y cuando uno pueda dar con la clave, en él se podrá ver los
planos arquitectónicos del futuro. El que intente hacer esto con Daniel comete un error garrafal en
la interpretación bíblica: ignora por completo lo que el autor de Daniel quería decir. Al contrario, el
libro de Daniel se dirige al tiempo propio del mismo autor, y es un poderoso llamado al valor y la fe
en el lenguaje de la Apocalíptica. Dice: ¡Agárrense de la ley, de su calidad de judío, y de su Dios!
¡Porque Dios está allí! ¡El Reino de Dios está muy por encima de los reinos endebles de los
hombres! ¡Aun ahora mismo, Dios se está preparando para intervenir, para destruir los poderes
malignos de la tierra, y para establecer su Reino entre su pueblo fiel!
A lo largo de las historias de Daniel respira la lealtad a la ley—una ilustración de cuán poca
diferencia había entre los ideales de la Apocalíptica y los de la Comunidad Santa. La vemos en la
historia (capítulo 1) de cómo unos jóvenes bien favorecidos tenían el valor de no profanarse con los
manjares del rey (v. 8); y Dios les galardonó por su lealtad. (vs. 15, 17-20) También la vemos en la
historia del intachable Daniel (capítulo 6) que, aunque le mandaban que orase únicamente al rey (v.
5-9), se negaba a hacerlo, sino oraba a su Dios aun si significaba para él la fosa del león—y Dios lo
salvó. (vs.20-22) La vemos en la historia de Sadrac, Mesac, y Abed-nego (capítulo 3) que fueron al
horno de fuego antes que hincarse ante el ídolo de Nabucodonosor. Su respuesta al rey (vs. 16-18)
redunda en un reto para todos los hombres temerosos de Dios: “Oh Nabucodonosor, no
necesitamos nosotros responderte sobre esto. Si es así, nuestro Dios, a quien rendimos culto, puede
librarnos del horno de fuego ardiendo; y de tu mano, oh rey, nos librará. Y si no, que sea de tu
conocimiento, oh rey, que no hemos de rendir culto a tu dios ni tampoco hemos de dar homenaje a
la estatua que has levantado.” ¡Ese es puro desafío! Ese es el “no” categórico con el cual todo
hombre hecho a la imagen y semejanza de Dios debe dar respuesta al dios falso del estado, ¡y aun a
Epífanes!
También hay aquí una plena confianza que el poder de Dios está por encima de todo poder
terrenal. Allí hay esa imagen extravagante de la visión de Nabucodonosor (capítulo 2) con cabeza de
oro, pecho de plata, vientre de bronce, piernas de hierro y pies de hierro mezclado con barro (vs. 31-
33), tipificando así la sucesión de poderes que dominan sobre el mundo. (vs. 36-45) Y allí está esa
piedra sacada de la montaña sin la intervención de manos (vs. 34-35) que golpeó la estatua y la
rompió. La piedra es el Reino de Dios: “Y en los días de esos reyes, el Dios de los cielos levantará
un reino que jamás será destruido, ni será dejado a otro pueblo. Este desmenuzará y acabará con
todos estos reinos, pero él permanecerá para siempre.” (v. 44)Luego, también está el orgulloso
Nabucodonosor, gobernante de toda la tierra, comiendo la hierba como un buey (capítulo 4) hasta
que aprenda (v. 25) quién realmente es rey sobre las vidas de los hombres. Y allí está el Príncipe
Belsasar (capítulo 5) que ve la escritura sobre la pared, anunciando ésta su perdición, porque no
reconocía el señorío de aquél que era más grande que él. (v. 23)
La Apocalíptica grita a sus contemporáneos con voz fuerte: ¡Valor! ¡En los ayes actuales Uds.
pueden indicios de que el gran drama final está para comenzar! ¡El Reino de Dios viene con poder y
gloria sobre los reinos de los hombres! Los poderes del mundo, en forma de bestias misteriosas,
aparecen desfilándose con aspecto fantasmagórico. Hay (capítulo 8) un carnero con dos cuernos
(Medo-Persia; vs. 3-4, 20) matado por un macho cabrío de un cuerno grande (Alejandro; vs. 5-7, 21;
véase 11:2-4) Luego el cuerno grande se quebró en cuatro (los cuatro estados sucesivos, vs. 8, 22), y
de ellos sale un cuerno pequeño (vs. 9-12) que se hizo más grande que Dios (es decir, Antíoco). Otra
114

vez, (capítulo 7) hay cuatro bestias extraños y terribles (los cuatro estados del imperio de
Alejandro),214 Que este sea Antíoco puede haber poca duda. Es él, el peor enemigo, el mismo
prototipo del Anticristo. Blasfemará al Altísimo, perseguirá a los santos, profanará el templo,
suspenderá los sacrificios y procurará abolir la ley (por ejemplo: 7:25; 8:9-13; 11:36). ¡Pero no
teman! ¡Dios está en control! Este hombrecillo ha contrariado al Príncipe de los Príncipes, y ¡ ya no
puede más! ¡Será quebrantado! (8:23-25) ¿No pueden ver los ojos de fe un trono más grande que el
de Antioquia? Es el trono ocupado por el Anciano de Días con una majestad incomparable. (7:9-12)
El Anciano de Días matará esta Bestia. Luego vendrá “con las nubes del cielo --- como un Hijo del
Hombre” (7:13)215, y el Anciano de Días le dará un Reino sobre todos los hombres que nunca será
destruido. ¡El triunfo del pueblo de Dios viene pronto! ¡Tengan valor! ¡No teman morir por ese
Reino—porque Dios los resucitará a una vida eterna! (12:1-4)
4. Pero necesitamos agregar un epílogo. Es una historia del valor más grande, raras veces
igualado en la historia. Antíoco intentó imponer su política, y los hombres ya no esperaban por
Dios; actuaron. El oficial del rey llegó a la villa de Modin y trató de persuadir al sacerdote allí, un tal
Matatías, a que pusiera el ejemplo, sacrificando al ídolo. (1 Macabeos 2:15-19) Matatías rehusó de
plano. Cuando un judío se adelantó para hacerlo, Matatías le cayó encima, y lo acuchilló justo donde
estaba, junto con el oficial del rey. Luego, gritando (1 Macabeos 2:27): “Que todo aquél que tenga
celo por la ley y quisiera mantener el pacto, sígame”—y partió para la sierra. Ahora bien, Matatías
tenía muchos hijos rústicos: Judas, Jonatán, Simón y los demás. Tomando para sí el nombre de
Macabeo (¿“el martillo”?), emprendieron una guerrilla contra los ejércitos seléucidos, con ataques
relámpagos, atacando y luego huyendo. Los judíos, en números cada vez más grandes, se unían a su
bandera. Aun aquellos piadosos que esperaban que Dios actuara para salvar a los suyos y que
dudaban de lo que los hombres pudieran hacer (véase Daniel 11:34), se veían animados a unirse a
ellos. Cuando se veían derrotados, se levantaban de nuevo. Cuando contaban con mucho menos
gente que el enemigo, cuando no tenían esperanza alguna, con un patriotismo heroico seguían
luchando. ¡Y ganaron! Por la primera vez en más de cuatrocientos años Judá podía verse libre.
Pero el Reino de Dios---¿lo produjeron?216 ¡Pues, no! Ellos produjeron el Reino de los
Hasmoneanos. Y ése no era el Reino de Dios; ése era un estado singularmente feo, caracterizado
por la intriga, el asesinato, y la politiquería egoísta. Su fin vendría a manos de las legiones de Cnaeus
Pompey, y “ese zorro”, Herodes. Aun menos se abrieron los cielos para que el Hijo del Hombre
viniera en gloria. Esa esperanza tendría que postergarse para otra fruición.
De hecho, pareciera que el Reino de Dios no viene así. Cuan a menudo piensan los hombres
que después de cada guerra viene un nuevo mundo de paz, justicia y hermandad—¡sólo para sufrir la

214 Esta interpretación de las bestias (capítulo 7) es contraria a la de los comentaristas que ven una sucesión de
poderes mundiales como los del capítulo 2. Pero esta interpretación ha sido apoyada magistralmente por H.
Gressmann (Der Messias [Göttingen: Vandenhoeck & Rupprecht, 1929], pp. 344-345, 367).
215 Sería un error en un libro como éste avocarnos a entrar en una discusión larga de los orígenes y la naturaleza

de esta figura. Hay un debate si el Hijo del Hombre aquí es una figura individual, o, como la mayoría piensa,
una figura colectiva que simboliza los santos victoriosos de Dios. Pero en el libro no canónico de I Enoc un
poco más tarde, aparece como el preexistente libertador celestial que regirá sobre el victorioso Reino de Dios.
(para una opinión contraria, véase T. W. Manson, “The Son of Man in Daniel, Enoch and the Gospels”
[Bulletin of the John Rylands Library, 32/2, March 1950]. Sea que al Hijo del Hombre se le identificase
específicamente con el Mesías Davídico antes del tiempo de Cristo (tal como Albright argumenta en From the
Stone Age to Christianity, pp. 290-292) es una cuestión debatible. Pero el Hijo del Hombre era visto como el
salvador escatológico dentro de la teología del Judaísmo—por lo menos en el sentido más amplio del término.
216 Que la esperanza mesiánica sí se relacionaba con los Macabeos (los Hasmoneanos) puede deducirse de la

apariencia (en Los Testamentos de los Doce Patriarcas) de la esperanza de un Mesías de la casa de Leví. Había
poca mención de un Mesías Davídico en la literatura de este período. La casa Hasmoneana era de la tribu de
Leví.
115

más terrible desilusión! La historia y nuestros sentimientos más profundos conspiran para
enseñarnos que debemos estar dispuestos a luchar y morir por la libertad, por la conciencia, y por
todo lo que consideremos de valor. Sólo así pueden conservarse esas cosas. Pero también se nos
advierte que el Reino de Dios en totalmente diferente. No se puede guerrear por él; no se logra por
las firmas en una mesa redonda. El Reino de Dios viene de una forma totalmente diferente. Y a eso
nos toca ver ahora.

CAPÍTULO SIETE

EL REINO ESTÁ PRESENTE: JESÚS EL MESÍAS

HASTA AQUÍ HEMOS SEGUIDO UN MISMO TEMA ATRAVÉS DEL ANTIGUO


TESTAMENTO, EL DEL PUEBLO DE DIOS. LO HEMOS TRAZADO DESDE SUS
Raíces en la fe Mosaica; hemos visto cómo le fue dado forma por los golpes de la historia y por la
palabra profética; lo hemos seguido hasta verlo solidificarse en la creencias y las prácticas del
Judaísmo. Hemos visto que siempre le acompañaba la esperanza concomitante de la consumación
del propósito de Dios y el establecimiento de su Reino. Aunque esta esperanza tomó muchas formas
variadas, siempre era una. Aunque muchas veces era cruelmente frustrada, nunca se perdió. Nunca
se perdió, porque estaba en la misma textura de la fe de Israel—de hecho, era el mismo meollo de
esa fe; el cederla hubiera sido perderla. Mientras Israel mantuviera algún sentido de llamado como el
pueblo de Dios, o alguna fe en la integridad y el poder de Dios como Señor de la historia, así seguiría
viviendo la expectación viva de su Reino venidero.
Pasamos ahora del Antiguo Testamento al Nuevo. Nos encontramos en “la plenitud del
tiempo” ante Jesús de Nazaret, llamado el Cristo. Al hacerlo, es claro que nuestra discusión en torno
al concepto bíblico del Reino de Dios ha llegado a su fase climática. Porque es la afirmación
unánime del Nuevo Testamento que este Jesús no es menos que el Mesías largamente esperado, y
que en él toda la esperanza de Israel ha encontrado su cumplimiento y se ha hecho presente. Por lo
tanto, nos incumbe inquirir ¿en qué sentido es así?

Esto hace que encaremos frente a frente un tema tan amplio como el mismo Nuevo
Testamento, y, antes que nada, debemos delimitar el campo un poco. Aunque nos hemos
preocupado por ver el mensaje bíblico dentro del contexto de los eventos, no podemos intentar dar
una reseña de la historia política de los tiempos del Nuevo Testamento. Es suficiente decir que un
poco más de medio siglo antes de nacer Jesús (63 A. de J. C.) Pompey había anexado la Palestina
116

para Roma, terminando así la independencia judía. Después, la tierra era regida en parte por reyes
herodianos, sujetos éstos al César, y en parte, directamente por procuradores romanos. Al mismo
tiempo, virtualmente todas las otras tierras con las que el Nuevo Testamento tiene que ver también
habían sido hechas sujetas a Roma, de modo que su historia se realiza completamente dentro de los
marcos del imperio. Pero tenemos que obviar los pormenores. Aunque la sombra de César cae sobre
sus páginas bastante, debe decirse que el Nuevo Testamento en general se preocupa menos por las
vicisitudes políticas que los profetas del Antiguo Testamento. Para la mentalidad neotestamentaria, el
evento escatológico era mucho más real que el evento político.
Además, es claro que no podemos dedicarnos a reconstruir detalladamente la vida y el
ministerio de Jesús. Esto involucraría un análisis pormenorizado de las historias evangélicas, y la
discusión de una plétora de problemas críticos, cosa que nos llevaría mucho más allá de nuestras
fronteras. No obstante, mientras procedamos, necesitamos mantener continuamente ante nuestros
ojos la figura del Jesús histórico; sin él nada de lo discutido tendría existencia o importancia. Y
debemos estar conscientes, aunque este no es el lugar indicado para discutirlos en detalle, de las
cuestiones profundas involucradas; la que más nos interesa es la cuestión de cuán fielmente el Jesús
que vemos en el Nuevo Testamento corresponde al Jesús que vivió en realidad. Aunque esta es una
pregunta que es bien extraña para la mente del lector común y corriente de la Biblia, y aun una
pregunta que los cristianos conservadores encuentran ofensiva, nos incumbe estar conscientes de su
existencia y así estar preparados para tener una postura ante ella. Toda nuestra comprensión del
Señor dependerá de la respuesta que demos.217
Nuestra preocupación es primordialmente con una pregunta fundamental: ¿Quién es este
Cristo, y a qué vino para hacer? Ahora bien, si uno hiciera esa pregunta a muchos cristianos de hoy,
probablemente se le diera tantas respuestas como personas involucradas. Aunque la mayoría de
alguna forma o otra diría que Cristo es Salvador y Señor, cada uno expresaría su fe en él según su
propia experiencia. El significado de Cristo no puede reducirse a una sola fórmula; es positivamente
inexhaustible. Por tanto, cuando leemos el Nuevo Testamento, no nos sorprende encontrar una
variedad de expresiones. Cada uno de los escritores del Nuevo Testamento hablaba a una situación
particular, tenía características y experiencias exclusivas, y expresaba su fe en Cristo de una manera
particular. El lector del Nuevo Testamento se percata de esto rápidamente. Al pasar por la aparente
simplicidad de los Evangelios Sinópticos para luego leer el estilo elaborado y los razonamientos de
Pablo, y tal vez luego al mundo de pensamiento de la literatura Juanina, no necesita que se le diga
que hay diferencias. El Nuevo Testamento se centra en Cristo, pero expresa su fe en Cristo de
muchas maneras diferentes.
Pero ¿cómo, pues, contesta el Nuevo Testamento la pregunta: “¿Quién es Cristo, y qué vino
para hacer?”? ¿No nos da una sola respuesta para que tengamos que contentarnos con una
multiplicidad de repuestas? ¡De ninguna manera! Aunque ha diferencias manifiestas dentro del

217La postura que se toma aquí, como se hará aparente por lo que sigue, es que el Cristo del evangelio de la
iglesia corresponde esencialmente al Jesús de la historia. Si esta parece ser una postura conservadora y segura,
sólo puede decirse que no se toma por capricho sino porque corresponde a lo que parece ser las mejores
tendencias en la erudición neotestamentaria actual. (para una excelente introducción, véase A. M. Hunter,
Interpreting the New Testament: 1900-1950 [London: S. C. M. Press, 1951] ). Es cierto que la crítica de las formas
nos ha enseñado que Jesús, desde el principio, era objeto de la fe; y que la tradición evangélica, amoldada por la
fe de la iglesia, nos da un Jesús en quien creía la iglesia. Pero es mucho más fácil creer que el Jesús real creó la fe
en su derredor, por diversas las formas en las que se expresara, que esa fe creó a un Jesús a su propia imagen.
Las fuentes evangélicas son demasiado unánimes respecto a los puntos esenciales y el lapso de tiempo
demasiado breve entre los eventos y la escritura de los Evangelios más tempranos, para permitir que
distorsiones tan grandes sean creíbles.
117

Nuevo Testamento que haríamos mal en quitar, podemos decir con confianza que hay una unidad
fundamental en él. Y esta unidad estriba precisamente en su evangelio.
Este evangelio, esta proclamación (kerigma) de la iglesia más primitiva forma el elemento más
básico del Nuevo Testamento.218 Lo podemos ver particularmente en ciertos pasajes de Pablo
(Romanos 1:1-3; 10:9; 1 Corintios 11:23-25; 15:3-7; Filipenses 2:6-11) en los cuales el apóstol da eco
a confesiones de la primitiva fe cristiana, y también en ciertos sermones en Hechos (10:36-43; 3:12-
16). Era un evangelio muy sencillo y muy claro. Anunciaba que la Nueva Era proclamada por los
profetas ya había comenzado; que el largamente esperado Mesías había venido, que no es nadie más
que este Jesús que hizo actos portentosos, que murió, que resucitó según las Escrituras; que este
Jesús ahora ha sido exaltado al cielo más alto para sentar a la diestra de Dios, del cual pronto vendrá
otra vez “para juzgar a los vivos y a los muertos” (Versión del Rey Jaime) ¡Que los hombres se
decidan por esta Nueva Era por el arrepentimiento y el bautismo para la remisión de los pecados!
Esta proclamación primitiva es en un sentido real el elemento unitivo en la teología
neotestamentaria.219 No tan sólo se hallan huellas de ella a lo largo del Nuevo Testamento, sino que
nuestro más primitivo Evangelio de Marcos, puede decirse, es un desarrollo consciente del mismo
tema. Es un tema que se resume en las palabras con las que Marcos introduce el ministerio de Jesús
(1:14-15): “El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado. ¡Arrepentíos y creed en el
evangelio!” Estas, pues, son las buenas nuevas que el Nuevo Testamento proclama con voz
unánime: que Jesús es, de hecho, el prometido Mesías, cumplimiento de toda la esperanza de Israel,
que vino para efectuar el Reino de Dios entre los hombres.220 Por variado que llegara a ser el
mensaje del Nuevo Testamento, especialmente al adaptarse éste al gentil que no sabía nada de la
esperanza de Israel, permanecía esa afirmación como el mismo corazón del mensaje de la iglesia.
1. Esa afirmación es de interés especial para nosotros, porque la unidad de toda la Escritura
está claramente expresada; en ella el Nuevo Testamento está ligado inquebrantablemente al Antiguo
Testamento, y así toda la teología bíblica se unifica. Porque al afirmar que Jesús es el Mesías, el
Nuevo Testamento afirma que todo lo que la fe antiguotestamentaria había anhelado y hacia lo que
había apuntado se ha dado en él: él es el cumplimiento de todo lo que la comunidad de la ley había
procurado hacer, y todo lo que los profetas habían previsto.221
Ahora bien, tal como lo hemos estudiado, en un sentido muy real el Antiguo Testamento es
un libro incompleto. En todas sus partes, respira la conciencia de que Dios rige su pueblo; se
sostiene por la esperanza y el anhelo, expresados de muchas maneras divergentes, porque se
establezca el Reino de Dios. Para el tiempo de Cristo esta esperanza, que digamos, se había
cristalizado en ciertos patrones principales. Hay que recalcarse que estos patrones de ninguna
manera eran contradictorios o mutuamente exclusivos, sino que eran expresiones del mismo anhelo
y fe. Había la esperanza de la restauración política, de la independencia de Roma por la acción militar

218 Este discernimiento se debe particularmente a C. H. Dodd, The Apostolic Preaching and Its Developments
(London: Hodder & Stoughton, 1936, 1944). Hay un resumen conveniente en Hunter, op. cit., pp. 34-36)
219 Así dice Dodd, op. cit. Que haya una unidad esencial en el mensaje neotestamentario se reconoce cada vez

más. Entre libros recientes que ilustran este hecho se pueden nombrar V. Taylor, The Atonement in New
Testament Teaching (2ª edición; London: Epworth Press, 1945); F. V. Filson, One Lord, One Faith (Philadelphia:
Westminster Press, 1943); A. M. Hunter, The Unity of the New Testament (London: S. C. M. Press, 1944).
220 Para discusión adicional de la idea neotestamentaria del Reino de Dios, véase el artículo “Baileus, etc.” en

Theologisches Worterbuch zum Neuen Testament, G. Kittel, editor *Stuttgart> W. Kohlhammer, 1933(, I, 562/595. Otras obras
de ayuda incluyen: R. N. Flew, Jesús and His Church (2ª edición; London: Epworth Press, 1943); R. Otto, The Kingdom of God
and the Son of Man (traducido de la edición alamana revisada por F. V. Filson y Bertram Lee-Woolf (London: Lutterworth
Press, 1943); E. F. Scott, The Kingdom of God in the New Testament (New York: The Macmillan Company, 1931).
221 Nótese cómo el sermón de Pablo en Hechos 13:16-41 enlaza el mensaje evangélico a las promesas,
especialmente las hechas a david. Véase el excelente estudio de G. E. Wright, God Who Acts: Biblical Theology as
Recital (London: S. C. M. Press, 1952), p. 70.
118

dirigida por el Mesías. Esta esperanza la asociamos especialmente con ese grupo conocido por el
nombre de Celotes, el partido nacionalista dentro del Judaísmo. También, había el ideal de la
Comunidad Santa, el que prevalecía particularmente entre los fariseos. De igual manera éstos
buscaban la exaltación del pueblo de Dios bajo la regencia del Mesías. Pero ellos esperaban esto por
medio de la acción de Dios, no la de los hombres, y por consiguiente, eran especialmente precavidos
en no seguir a aspirantes mesiánicos en la lucha contra Roma. Concebían como su deber el
actualizar el ideal del Pueblo Santo de Dios por la observancia estricta de la ley, y si esto se hiciera,
Dios enviaría y exaltaría a su Mesías. Finalmente, había la esperanza escatológica (como la que mejor
se expresa en Daniel y I Enoc) de la intervención catastrófica de Dios, y de la venida del Hijo del
Hombre en las nubes y gloria para recibir un Reino eterno. (Daniel 7:13-14)
Desde luego, ninguna de estas expectaciones se había cumplido, ni podía hacerse por sus
propios conceptos. La esperanza de una restauración política era, y tiene que permanecer así, el
sueño ilusorio más grande. Israel estaba en las garras del poder más grande de todos, la Roma
Imperial. Ese reino no vendría—¡César no lo permitiría! Sin embargo, esta esperanza era una
patología crónica incurable. Producía falsos Mesías como que resultaba en un salpullido en la piel del
cuerpo político. El celote y el sicarius pelearían vez tras vez por ese Reino, pero lograrían únicamente
ocasionar las represalias de Roma con cada vez más severidad; finalmente ocasionaron la primera
destrucción de Jerusalén y el templo a manos de Tito (70 A. D.) y el suicidio nacional ante las
legiones de Hadrián. (132-135 A. D.) No habría ningún Príncipe Mesiánico que derrotara a Roma.
Por supuesto, lo que esperaba el apocalíptico simplemente no se dio. Los cielos no se
abrieron para revelar al Hijo del Hombre viniendo en las nubes para recibir el Reino del Anciano de
Días. Además, nunca sucedería. Empero, uno siente detrás de las páginas de los Evangelios la
morbididad frenética de ello: un pueblo que buscaba ansiosamente señales del fin venidero,
escudriñando la escena actual para algún agüero o presagio que indicase que el gran drama final
estaba para comenzar. (Mateo 12:38-42; 16:1-4; 24:3; Marcos 8:11-12; 13:4) Con gran avidez se
lanzaban sobre cualquier indicio, gritando: “¡‘Mirad’ puede que lo vean! ‘¡Allí está’!, la prueba que no
tardará en llegar!” (Lucas 17:21) Pero siempre se equivocaban—porque erraban en lo esperado.
En cuanto al ideal de la Comunidad Santa, por mucha altivez y práctica diligente que tuviera,
no precipitó la venida del Reino de Dios, ni siquiera produjo un pueblo muy santo. Desde la óptica
cristiana, simplemente no lo podía hacer. Empero no dejó el esfuerzo, sino que lo intensificaron. Y,
hay que admitirlo, fueron estos rabíes de la ley que lograron crear el Judaísmo normativo del residuo
de la nación judía. La suya era una estructura de valor duradero que no se debe subestimar, porque el
haberla construido no era cosa insignificante; pero el Reino de Dios que buscaban era totalmente
otra cosa.
La fe del Antiguo Testamento había engendrado una poderosa expectación de increíble
vitalidad. Pero su esperanza no había encontrado fruición. Siempre tiene que apuntar hacia delante,
más allá de sí misma, al gobierno del Dios triunfante. Pero esa fruición no sucedió, ni sabía Israel
cómo lograr que sucediera. El Antiguo Testamento, pues, es un libro incompleto. Es una historia
cuyo Autor aun no escribe el fin; es una señal que indica un camino que tiene una destinación—y
seguramente su destinación es una ciudad, la Ciudad de Dios (Hebreos 11:10, 16)—la cual queda
aun fuera de visión por muchas curvas. Es un edificio noble de verdad--¡pero le falta el techo!
2. Por su propia afirmación, el Nuevo Testamento pone ese techo al anunciar en Cristo el
cumplimiento de la esperanza de Israel; es la terminación del Antiguo Testamento. Sin embargo, no
debe olvidarse que el Nuevo Testamento no puede entenderse aparte del Antiguo Testamento. Si el
Antiguo Testamento es un edificio sin techo, el Nuevo Testamento solo puede ser un techo sin
edificio—y esa es una estructura muy difícil de entender, y ¡difícilmente se le sostiene! Es una
estructura que puede servir para muchos usos, y puede incluir muchas cosas, pero es una estructura
muy fácil de tumbar. Al decir esto, ciertamente no queremos decir que el Nuevo Testamento sea
119

únicamente un apéndice del Antiguo, o negar que Cristo mismo sea la piedra angular de un edificio
poderoso (1 Corintios 3:11; 1 Pedro 2:4-7), pero sí queremos insistir en que no es posible aislar el
Nuevo Testamento para así construir una religión puramente neotestamentaria sin tomar en cuenta
la fe de Israel.222 El Nuevo Testamento descansa sobre el Antiguo Testamento, y está arraigado en él.
Hacer caso omiso de esto es cometer un serio error en metodología, y es uno que tiene que conducir
a un fundamental mal-entendido del mensaje bíblico. El que lo comete ya ha ignorado la afirmación
central del mismo evangelio neotestamentario, es decir, que Cristo vino para realizar lo que había
esperado el Antiguo Testamento, no para destruirlo y reemplazarlo con una nueva fe mejor.
Por cierto, expresarlo así puede parecer al principio un tanto sorprendente, porque hay
mucho que destaca el Nuevo Testamento del Antiguo; el lector se percata de ello rápidamente. Hay
un lapso de tiempo considerable entre los dos; hay el hecho (¡cuántos seminaristas lo saben bien!) de
que están escritos en idiomas totalmente diferentes. También, hay el hecho de que, aunque el
Antiguo Testamento se ocupa casi únicamente de las fortunas del pueblo de Israel, el Nuevo
Testamento pronto se sale de este limitado horizonte para abarcar otro más amplio. Es más, el
Nuevo Testamento tiene a Cristo—y eso lo destaca del Antiguo Testamento tan agudamente que
fácilmente pudiéramos creer ya no necesitar el Antiguo. Vemos a Jesús en conflicto con el Judaísmo,
rompiendo el armazón del Judaísmo como vino nuevo en odres viejos. (Marcos 2:22) Vemos a
Jesús rechazado por el Judaísmo, de cuyo rechazo se produce una nueva iglesia.
Claramente, hay una “cosa nueva” en el Nuevo Testamento. Somos tentados a buscarla en
una ética nueva, en alguna teología nueva o alguna religión que tiene que estar allí. De hecho, esto
fue lo que hizo el así llamado Cristianismo liberal. Los que compartían esta óptica estaban muy
acostumbrados a ver la Escritura como el registro del progreso ético-espiritual del hombre (o, como
se dijera en el teísmo, el progreso de la revelación), la culminación de la cual se hallaba en Cristo y
sus enseñanzas. El mensaje distintivo del Nuevo Testamento había que buscarlo en algún más
elevado sistema de ética, o alguna idea más elevada de Dios que jamás se tenía antes. Cristo llegó a
ser el gran maestro de la ética. En cuanto al Antiguo Testamento, aunque ciertamente tenía cierto
valor histórico y contenía ciertos valores morales, sólo representaba los peldaños más bajos de la
dolorosa subida del hombre y un nivel de religión ya superado. Para la mente de muchos cristianos,
esto significaba que se podía prescindir de él. Pero uno no tiene que descontar el elemento del
progreso en la fe bíblica para poder así afirmar que el precio de esta escisión entre los dos
Testamentos era grande. Aparte de todo lo demás, aumentó el peligro de que lo “nuevo” en el
Nuevo Testamento se buscara en lugares equivocados, y así perder su significado esencial.
Porque si hay algo bien claro, es que Cristo no vino para contribuir una nueva ética. Nunca
hubo una ética más alta que la suya, sin embargo, esencialmente era la ética del Judaísmo.223 Es
verdad que entre los rabíes no encontramos en ninguna parte la concentración de altas instrucciones
éticas como la que encontramos en las enseñanzas de Jesús. Sus demandas morales carecen de esa
gran cantidad de reglas ceremoniales enfatizada tanto por el Judaísmo. De hecho, Jesús desdeñaba
tales ceremonias triviales. Más importante aun, exponía sus requerimientos con un llamamiento a la
obediencia radical, cosa que raras veces encontramos entre los maestros judíos. No obstante, si se

222 Véase los comentarios espléndidos de Wright, op. cit., pp. 111-112 con los cuales estoy totalmente de

acuerdo.
223 Hay que enfatizar que no queremos decir por esta declaración que no hay nada que escoger entre las

enseñanzas éticas de Jesús y las de los rabíes. Sobre esto, véase J. W. Bowman, The Intention of Jesús
(Philadelphia: The Westminster Press, 1943), p. 100ss. Sin embargo, la ética de Jesús no era esencialmente
nueva, sino una reorientación de otra ya existente. Sus enseñanzas pueden ser paraleladas, detalle por detalle,
entre las de los rabíes, tal como la obra de Strack-Billerbeck (Comentar zum Neuen Testament aus Talmud und
Midrasch, 4 volúmenos. [Munich: C. H. Beck, 1922-1928] ), G. F. Moore (Judaism in the First Centuries of the
Christian Era, 3 volúmenos [Cambridge: Harvard University Press, 1927-1930], y otros.
120

comparan punto por punto las enseñanzas éticas de Jesús, se hallan sus paralelos en el Judaísmo y en
la fe del Israel antiguo. Si Jesús mandaba que amáramos a nuestro prójimo como a nosotros mismos
(Marcos 12:31), también lo hacía la ley levítica (Levítico 19:18). Si Jesús mandaba que la bondad
amorosa se diera aun a los enemigos de uno (Mateo 5:44; Lucas 6:27; véase Romanos 12:20),
también lo hacía la antigua sabiduría judía. (Proverbios 25:21) 224 El mismo ataque que hizo contra la
justicia externa de los “escribas y fariseos, hipócritas” (Mateo 23) era el ataque antiguo de los
profetas—Amós y Miqueas vivos de nuevo—en el cual la justicia actual era juzgada por una justicia
más alta del Reino de Dios. Por cierto, Cristo dio una reorientación radical a la moralidad existente.
Pero debe repetirse que no vino Jesús simplemente para enseñar al Judaísmo una ética más elevada;
entender el Nuevo Testamento así es malentenderlo fundamentalmente.
Tampoco era la misión de Jesús enseñar a su pueblo alguna nueva idea más alta de Dios. Por
lo menos, ni Cristo ni su iglesia entendía que así fuera. No es nuestra intención negar en lo más
mínimo que en Jesús se revelara, como en ninguna parte del Antiguo Testamento, el carácter y el
propósito de Dios. Como cristianos tenemos que decir que no conoceríamos a Dios si no lo
hubiéramos visto en la cara de Jesucristo. Pero Jesús no anunciaba a los judíos que ya estaba
disponible una noción más elevada de Dios—sino que ¡su Dios ya había actuado! Sin minimizar la
supremacía de la revelación neotestamentaria, no podemos crear un divorcio teológico entre los dos
Testamentos como suele hacerse desde algunos púlpitos. No podemos decir que el Antiguo
Testamento revela a un Dios de justicia e ira, mientras el Nuevo Testamento nos muestra en Cristo
un Dios Padre de amor. Contrastarlos así es malentender al Dios del Antiguo Testamento. Además,
estos dos aspectos de Dios se mantienen en equilibrio en el Nuevo Testamento tanto como en el
Antiguo Testamento (¡aun en las enseñanzas de Jesús! Por ejemplo, Mateo 8:12; 13:36-43; 22:13;
24:51)
Claro está, el Nuevo Testamento repetidamente contrasta el Antiguo Pacto con el Nuevo
(Gálatas 3-4; Hebreos 7-9), y declara que el Nuevo es “mejor”. (Hebreos 7:22; 8:6) Pero no
podemos deshacernos de la relación entre los Testamentos, diciendo que Cristo vino para
reemplazar un pacto de obras con un pacto de gracia, como si se tratase de dos dispensaciones en las
cuales Dios trataba s su pueblo de dos maneras esencialmente diferentes. A pesar de la poderosa
fuerza argumentativa de este contraste entre los dos pactos, la lectura, por ejemplo, de
Deuteronomio sería suficiente para convencernos de que el antiguo pacto mismo era visto
precisamente como una respuesta agradecida ante la gracia inmerecida de Dios.225 Es más, todo el
ataque profético se basaba en una impaciencia con las externas “obras” ceremoniales tanto como
Pablo. Que hubiera un desarrollo en la fe bíblica, nadie puede negar; que Cristo sea la corona de la
revelación, ningún cristiano puede negar. Pero no podemos describir la relación entre los dos
Testamentos en términos de contrastes teológicos, o que el Nuevo sea meramente el último peldaño
en la comprensión de Dios. Por cierto, Cristo vino para anunciar un acto redentor de Dios y para
realizarlo. Pero no vino para informar al Judaísmo acerca de un nuevo Dios desconocido.
El Nuevo Testamento, pues, no nos presenta una nueva religión que pueda estudiarse
aisladamente. Tenemos que expresarnos aquí con cuidado, porque la Iglesia Cristiana no permaneció
por mucho tiempo como una secta judía; de hecho no la era. Al contrario, emergió como una
entidad separada que se alejaba cada vez más del Judaísmo, y, con el pasar del tiempo, desarrollaba
sus propias doctrinas particulares, sus sacramentos, sus tradiciones y ceremonias. El Judaísmo y el
Cristianismo tempranamente llegaron a ser dos religiones distintas, aunque sí, estrechamente
relacionadas entre sí. No obstante, no debemos olvidar que Jesús y sus primeros discípulos todos

224 Aun hay un paralelo asirio que data del siglo siete A. de J. C. Véase Albright, From the Stone Age to Christianity,

p. 303 y la nota bibliográfica 77.


225 Véase Capítulo I., p. 14.
121

eran judíos. Y es claro que Jesús no tenía la intención de fundar una nueva religión. Su misión era
precisamente a “las ovejas perdidas de la casa de Israel”. (Mateo 10:6; 15:24) No vino para destruir la
fe de Israel y así reemplazarla con otra, sino, más bien, llevarla a su cumplimiento. (Mateo 5:17) 226
Tampoco sus discípulos querían fundar una nueva religión. Al contrario, sólo rompieron con el
Judaísmo cuando se les obligó a que lo hicieran, y luego de mala gana. De hecho, es el testimonio de
los escritores del Nuevo Testamento que son ellos los que sí tienen el verdadero Judaísmo y el
verdadero cumplimiento de la esperanza de Israel. Pese al hecho de que, mientras la iglesia tenía que
adaptar su mensaje al mundo gentil, nueva terminología y nuevas formas de expresión se
desarrollaban, el Nuevo Testamento permanece fundamentalmente un libro judío de carácter227 ,
relacionado orgánicamente a la fe del Antiguo Testamento. Tanto es así que la teología del Nuevo
Testamento no puede entenderse aisladamente, sino sólo a la luz de toda la esperanza de Israel.
3. Los dos Testamentos están ligados orgánicamente. La relación entre ellos no es ni de un
desarrollo ascendente ni de contraste; es una relación de comienzo y culminación, de esperanza y
cumplimiento.228 Y el lazo que los une es el concepto dinámico de la regencia de Dios. Ciertamente,
hay una “nueva cosa” en el Nuevo Testamento, pero estriba justamente aquí. El Antiguo
Testamento está iluminado por la esperanza del Reino venidero, y ese mismo Reino está en el
mismo corazón del Nuevo Testamento también. Pero el Nuevo Testamento ha introducido lo que
podemos llamar un cambio de tiempo tremendamente significante. Para el Antiguo Testamento, la
fruición y la victoria del Reino de Dios siempre eran cosas futuras, más aun, escatológicas, y siempre
tenían que describirse con el tiempo futuro: “He aquí, vienen los días”; “Pasará en aquellos días”.
Pero en el Nuevo Testamento encontramos un cambio: el tiempo siempre es un resonante presente
del indicativo—¡el Reino está aquí! Y ésa es verdaderamente una “nueva cosa”: es evangelio—¡las
buenas nuevas que Dios ha actuado! ¡Cuán real, cuán absolutamente céntrico, era el hecho actual del
Reino de Dios para todos los escritores del Nuevo Testamento se hará evidente mientras
procedemos. En ningún lugar se expresa mejor que en las palabras de Jesús con las que Marcos
comienza la historia de su ministerio, y las que resumen, tal vez mejor que cualquier otra cosa, la
misma esencia de su enseñanza: “El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado.
¡Arrepentíos y creed en el evangelio!” (Marcos 1:15)229 Lo que todas las eras deseaban ver ya está
aquí—en este Jesús. (Lucas 10:23-24) En él el orden antiguo ya terminó y el nuevo orden ya
comenzó.230

226 Véase F. V. Filson, The New Testament Against Its Environmnet (Chicago: Henry Regnery Co., 1950), pp. 15-16.
227 Esta aseveración está de acuerdo con la tendencia actual de la erudición neotestamentaria. Respecto al
trasfondo judío del pensamiento de Pablo, véase W. D. Davies, Paul and Rabbinic Judaism (London: S. P. C. K.,
1948); C. A. A. Scott, ChristianityAccording to St. Paul (Cambridge University Press, 1927). En cuanto al Cuarto
Evangelio, aunque la teoría de un original arameo (C. F. Burney, C. C. Torrey) no ha logrado mucha
aceptación, su origen judío—y su fecha del primer siglo—sí se acepta bastante. “No hay ningún libro
fundamentalmente helénico en el Nuevo Testamento.”: Filson, op. cit. p. 31. No debe olvidarse, sin embargo,
que el Judaísmo mismo había sido influido grandemente por el Helenismo.
228 Véase el artículo excelente de W. Zimmerli, “Verheissung und Erfüllung” (Evangelische Theologie, 1952, Heft

½, pp. 34-59).1
229 ¿Significa el verbo engidzo (“se ha acercado”) que el Reino está cerca y vendrá pronto, o que ya llegó? Yo

preferiría lo último con C. H. Dodd y otros (The Parables of the Kingdom [London: Nisbet & Co., 1935], pp. 44-
45; véase recientemente W. R. Hutton (Expository Times, LXIV [1952], 89-91). Sin embargo, esto no debe
obligarnos a aceptar una “escatología realizada” completa.
230 Sobre la interpretación de este versículo (véase Mateo 11:12-13) véase los comentarios, convenientemente

en T. W. Manson en Major, Manson and Wright, The Misión and Message of Jesús (New York: E. P. Dutton & Co.,
1938), pp. 425-427. Incidentalmente, este libro debe recomendarse al estudiante que desea una cabal ayuda no
técnica en el estudio de los cuatro Evangelios.
122

El Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento están unidos como dos actos de un solo
drama. El Acto I apunta hacia su conclusión en el Acto II, y sin él el drama queda como cosa
incompleta, insatisfactoria. Pero el Acto II tiene que leerse a la luz del Acto I, de otro modo se
pierde su significado. Porque el drama es orgánicamente uno. La Biblia es un libro. Si tuviéramos que
darle a ese libro un título, tal vez con justicia lo llamaríamos “El Libro del Reino Venidero de Dios”.
De hecho, ese es el tema central en todas sus partes. En el Nuevo Testamento, sin embargo, hay esta
diferencia: el Reino de Dios ya se hizo también el Reino de Cristo, y ese Reino en realidad está a la
mano. Al estar en la sinagoga de Nazaret, Jesús leía del libro de Isaías uno de los pasajes del Siervo
(Isaías 61:1-2)231 , y luego dijo (v. 21), “Hoy se ha cumplido esta Escritura en vuestros oídos.” No
anunciaba que el acto final del drama comenzaría algún día o que estaba para comenzar; declaró que
ya, de verdad, había comenzado: el Siervo está aquí y ha comenzado su obra. El Nuevo Testamento
veía a Jesús—como, creemos, se veía a sí mismo—como el Cristo, el prometido Mesías, que había
venido para inaugurar su Reino. Lo vitoreaba como el cumplimiento de la ley y la profecía. Afirmaba
con una sola voz que toda la esperanza de Israel, con todos sus patrones variados, se había realizado
en Cristo y su Reino.

II

Pero si el Nuevo Testamento aclamaba a Jesús como el Mesías, es evidente que los judíos no
lo aceptaban como tal. De hecho, lo rechazaban de plano y lo mataron. Tampoco es difícil ver
porqué no lo podían aceptar. De ninguna manera reunía las características que ellos esperaban en el
Mesías. Aunque él afirmaba para sí ese papel y hacía uso de los varios títulos mesiánicos, concebía
ese papel y usaba esos títulos de tal manera que se aseguraba su rechazo de parte de los judíos.
Evidentemente era un Mesías de una clase diferente.
1. Ciertamente él no podía satisfacer a aquellos que esperaban a un Mesías que dirigiera la
lucha por la independencia contra Roma, o que de alguna manera se hiciera gobernante sobre un
reino terrenal de los judíos.
La naturaleza de la conciencia mesiánica de Jesús es un tema muy debatido en el cual no
podemos meternos. Es verdad que muchos eruditos han dudado que Jesús jamás afirmara para sí el
papel del Mesías.232 Yo encuentro muy difícil estar de acuerdo con ellos. Al contrario, una
convicción de mesiazgo era el hecho central de su ministerio. Aunque era de descendencia Davídica
según las Escrituras, es verdad que nunca hacía alarde de ese hecho (aunque en algunas ocasiones
permitía que otros lo hicieran: por ejemplo, Marcos 10:47-48). También es verdad que parecía ser
muy reticente en cuanto al anuncio abierto de su mesiazgo—de hecho, pedía a sus discípulos que no
lo hicieran (Marcos 8:29-30; Lucas 9:20; Mateo 16:15-20)—tanto así que en su juicio era difícil
probar contundentemente que jamás afirmara tal cosa. Empero, parece seguro que se concebía a sí
mismo como el Mesías. Ciertamente, sin duda la iglesia así lo concebían. Desde sus comienzos en
adelante lo aclamaban a una sola voz como Jesús el Cristo (y “Cristo” es el equivalente griego de
“Mesías” en hebreo, es decir, “el Ungido”). Esta convicción de la iglesia, creemos, no puede ser su

231 Yo considero que Isaías 61:1-3 es un pasaje del Siervo, junto con C. C. Torrey (The Second Isaiah [New York:

Charles Scribner’s Sons, 1928], pp. 452-453) y otros. De todos modos, así claramente Jesús lo entendía.
232 Últimamente, por ejemplo, R. Bultmann, Theologie des Neuen Testaments (Tübingen: J. C. B. Mohr, 1948) I, 25-

33. La presentación de Bultmann del mensaje de Jesús siempre es brillante y a veces conmovedora, pero
estamos en desacuerdo sobre muchas cosas. Véase también F. C. Grant, The Gospel of the Kingdom (New York:
The Macmillan Co., 1940), que sostiene que Jesús no hizo ninguna afirmación al respecto. Yo tengo que
aliarme, por razones que no pueden darse aquí, con los muchos eruditos recientes que han argumentado a favor
de la conciencia mesiánica de Jesús: por ejemplo, Bowman, op. cit.; Wm Manson, Jesús the Messiah (Philadelphia:
The Westminster Press, 1946); Filson, op. cit., capítulo 1; Albright, op. cit., pp. 304ss.
123

propia creación, sino que tiene que estribarse en la auto-conciencia y los reclamos de Jesús mismo.
Es significante que sea el testimonio unánime de los Evangelios de que cuando Pilato le preguntó
directamente, “¿Eres tú el rey de los judíos?”, su única respuesta franca fue “Tú lo dices”. (Marcos
15:2; Mateo 27:11; Lucas 23:3; Juan 18:33-37)—que, aunque críptica, no era una negación. Ante el
sanedrín su respuesta a la misma pregunta fue un tajante “Yo soy” (Marcos 14:62)
Esto significaba que la antigua esperanza de un Príncipe del linaje de David, que debiera
reinar en paz sobre el Remanente de Israel, Jesús la veía cumplida en sí mismo. Se recordará que esta
esperanza fue expresada clásicamente por Isaías (Isaías 9:2-7; 11:1-9), y desde hacía mucho había
calado profundamente en los corazones de los israelitas leales. Pero el que Jesús admitiera de manera
alguna que era el esperado Hijo de David, el Rey de los judíos, conllevaba cierto peligro. La
esperanza Mesiánica se había convertido en un anhelo por la independencia política. Ésta había sido
frustrada por muchos impostores mesiánicos, afirmándose ser el Mesías, prometían justamente eso.
Si Jesús se hubiera identificado con esa esperanza, pudiera haber ganado para sí una hueste de
seguidores que esperarían de él algo que no podía ni deseaba lograr. De hecho, algunos lo seguían
por este motivo. Se nos dice que intentaron hacerle rey (Juan 6:15). Aun sus discípulos eran capaces
de preguntar, y eso después de la lección de la Pasión y la Resurrección, “Señor, ¿restituirás el reino a
Israel en este tiempo?” (Hechos 1:6).
Para aquellos que albergaban tales esperanzas, Jesús simplemente no podía ser aceptable.
Nunca dijo una sola palabra respecto al reestablecimiento del reinado Davídico o de la restauración
de las doce tribus de Israel por medio de la acción militar; es claro que tal cosa era la más remota de
sus intenciones. Todo esfuerzo por aclamarlo como un caudillo político lo rechazaba. Cuando Juan
reporta las palabras de nuestro Señor a Pilato: “Mi reino no es de este mundo” (Juan 18:36), expresa
la profunda verdad de que la noción del Reino mesiánico de Jesús no se parecía en nada a la popular.
Sin duda, precisamente porque Jesús sabía cuán diferente era su entendimiento en torno al oficio
mesiánico de la expectación popular que era reticente en anunciarse como el Mesías; no quería que
lo malentendieran. Ciertamente no era ningún Mesías popular. De hecho, su “Dad a César lo que es
del César” (Marcos 12:17; Mateo 22:21; Lucas 20:25), por listo que fuera en eludir que lo atraparan,
tiene que haber parecido a muchos patriotas judíos una salida barata. De todos modos, es claro que
Jesús no tenía intención alguna de establecer un reino terrenal. Al contrario, repetidas veces advertía
que los logros materiales de este mundo eran una trampa, y recomendaba los tesoros espirituales del
cielo. (Mateo 6:19-34; Marcos 10:23-25; Lucas 12:16-21)
Y, supremamente, Jesús sabía que el ser el Rey de los judíos conllevaba la necesidad de que él
sufriera. Como veremos luego, esta era una extraña combinación totalmente nueva. Un Rey
Mesiánico que sufriera y muriera era la última cosa en el mundo que esperaba o deseaba el
nacionalismo judío. Empero, es claro que Jesús concebía su reinado, no como un oficio guerrero,
sino de humildad y paz. La historia de la Entrada Triunfal (Mateo 21:1-11) claramente identifica el
cuadro mesiánico de Jesús con la figura de un rey humilde, montado sobre un asno. (Zacarías 9:9); es
difícil creer que Jesús no pretendiera que su acción fuese entendida así.233 En cualquier caso, selló su
reclamo mesiánico al permitir que se le crucificara, y en su cruz se escribieron las palabras burlonas:
“Jesús, el rey de los judíos”. Para un patriota judío no podría haber una prueba más contundente de
que aquí no había ningún Mesías, sino sólo otro de aquellos Mesías falsos de los cuales ya había más
de la cuenta.
2. En cuanto a aquellos judíos que habían sido imbuidos de la esperanza apocalíptica, sólo
podemos decir que Jesús no se asemejaba en nada a lo que esperaban. Éstos esperaban una intrusión
repentina del Reino de Dios en las nubes del cielo. Muy ligada a esta esperanza era la figura del Hijo

233Véase H. D. A. Major, en Major, Manson y Wright, op. cit., pp. 138-140; también A. H. McNeile, The Gospel
According to St. Matthew (London: The Macmillan Co., 1915), p. 297.
124

del Hombre. Encontramos al Hijo del Hombre por primera vez, recordaremos, en Daniel (7:9-14),
donde lo vemos viniendo en los cielos para recibir el Reino del Anciano de Días (Dios). Se ha
debatido mucho si el Hijo del Hombre tal y como aparece en Daniel debe verse como un individuo,
el representante o caudillo del Reino victorioso, o como un símbolo colectivo o personificación de
ese Reino. Pero en el libro no-canónico de I Enoc claramente parece vérsele como un Ser
preexistente, residiendo desde toda la eternidad con Dios en los cielos, que aparecería en los últimos
tiempos como el libertador divinamente enviado. Obviando la pregunta discutible de cuán definida
fuera la identificación de esta figura y la del Mesías
Davídica en la teología judía antes del tiempo de Cristo, podemos decir que el Hijo del Hombre
era—por lo menos en el sentido más amplio del término—una figura mesiánica.234
Pero, aquí había uno que afirmaba ser ese Hijo del Hombre. De hecho, este era el título que
se aplicaba a sí mismo más que ningún otro.235 Aunque las palabras “hijo del hombre” en los
Evangelios algunas veces significan simplemente “un ser humano” o “un hombre” (como en
Ezequiel a menudo), se usan mayormente como el título que Jesús se aplicaba a sí mismo.236 Y
ciertamente lo entendía como un título mesiánico. Cuando el sumo-sacerdote le preguntó si era el
Cristo (es decir, el Mesías), replicó: “Yo soy. Y además, veréis al Hijo del Hombre sentado a la
diestra del Poder y viniendo con las nubes del cielo.” (Marcos 14:61-62)237 Jesús, pues, afirmaba ser
el esperado y eternamente existente representativo (si no la misma incorporación) del Israel
verdadero, el pueblo de Dios. Afirmaba ser el Hombre celestial.
Pero Jesús claramente no era el Hijo del Hombre que se esperaba. No clamaba que los cielos
se abriesen y enviasen legiones de ángeles para destruir a los adversarios del Reino. Por cierto,
declaró que tenía el poder para hacer justamente eso (Mateo 26:53-54), pero que si lo hiciera, no
cumpliría la Escritura. Al contrario, fluye a lo largo de su enseñanza, como un tema siempre
repetido, la aseveración de que el Hijo del Hombre tendría que sufrir (Marcos 8:31; 9:12, 31; 10:33,
45).238 El Hijo del Hombre ha de ser victorioso, por cierto, pero sólo después de la más vil

234 Véase el Capítulo VI, nota 215. Entre escritores recientes que argumentan que tal identificación sí se había
hecho están: Albright, op. cit. pp. 290ss.; W. D. Davies, Paul and Rabbinic Judaism (London: S. P. C. K., 1948), pp.
279-280; Wm Manson, op. cit., pp. 144-145; Bowman, op. cit., p. 125. H. H. Rowley ha estado entre los más
enfáticos en argumentar lo contrario; recientemente, The Biblical Doctrine of Election (London: Lutterworth Press,
1950), pp. 156-157; idem, “The Suffering Servant and the Davidic Messiah” (Oudtestamentische Studiën VIII
[Leiden> E. J. Brill, 1950], p. 127 y nota 107 allí.
235 Abrumadoramente así, como muestra la tabla en Bowman, op. cit., p. 131. Lo que igualmente nos llama la

atención es que los escritores evangélicos nunca colocan estas palabras en labios de nadie, aun cuando se le
dirigía la palabra a Jesús. Claro está, hay quien niega que Jesús jamás usara el término: B. H. Branscomb, The
Gospel of Mark (The Moffatt New Testaqment Commentary [New York y London: Harper & Brothers, s. f.], pp. 146-
159.
236 Para una discusión breve de los diferentes accidentes del término “hijo del hombre” en los Evangelios,

véase, por ejemplo, a Bowman, op. cit., pp. 121ss., 142ss.; Wm Manson, op. cit., pp. 158-167; T. W. Manson,
“The Son of Man in Daniel, Enoch and the Gospels” (Bulletin of the John Rylands Library, 32-2 [1950], 171-193.
El último encuentra que el Hijo del Hombres siempre significa la entidad colectiva del
Reino, pero en los Evangelios, está incorporado por excelencia en Jesús.
237 En este versículo y varios otros (Mateo 16:28; Marcos 9:1) Jesús parece hablar del Hijo del Hombre

objetivamente como si fuera otro que aún habría de venir. Bultmann (op. cit. pp. 4, 26ss., 34ss.) y otros han
argumentado que Jesús no se consideraba a sí mismo el Hijo del Hombre sino que él mismo esperaba su
venida. Pero si el argumento de T. W. Manson (op. cit.) tiene validez—y yo creo que sí la tiene—entonces el
Hijo del Hombre (como el Siervo Sufriente) podría fluctuar entre el individuo y el grupo. Así que el Hijo del
Hombre debe sufrir (como el Siervo) para que el Hijo del Hombre (el victorioso Reino y su Líder) puedan
venir en gloria. Véase Rowley, The Relevance of Apocalyptic, pp. 114-115.
238 Algunos argumentarían que las palabras de estos versículos revelan un conocimiento de la Pasión, y por lo

tanto son vaticinia ex eventu (Bultmann, op. cit., pp. 30-31; Branscomb, op. cit., p. 153, etc.). Sin debatir el punto,
no vemos ninguna razón para dudar que Cristo se diera cuenta de que sufriría, y así lo decía, fuesen las palabras
125

humillación auto-sacrificante. Así el Hijo del Hombre va a la cruz. Para aquél imbuido del sueño
apocalíptico, eso enfáticamente no cumplía la Escritura.239 El mismo hecho de que sufriera y muriera
era suficiente prueba para tal persona que Jesús no era el Hijo del Hombre de manera alguna.
3. No se necesita decir que Jesús no podía ser aceptable para el escriba y el fariseo. Como ya
dijimos, éstos, por muchas faltas que tuvieran, eran motivados por un ideal noble: la realización del
verdadero pueblo de Dios, “un reino de sacerdotes y una nación santa” (Éxodo 19:6) por medio de
guardar la ley meticulosamente. Creían que si esto pudiera hacerse, Dios enviaría su Mesías para
establecer su Reino.
Ahora bien, por supuesto el Mesías era concebido bajo una variedad de patrones que no se
puede sistematizar. Pero parece que había una fuerte tendencia, por lo menos en algunas partes, de
concebir al inaugurador de la nueva era, o por lo menos, al heraldo de ella, como un profeta al estilo
de Moisés—un nuevo Moisés, si no el Moisés revivido en realidad. Sin duda, esto resultó en parte
por la tremenda importancia de Moisés en la mente del pueblo judío. Fue una gran figura; y el
pensamiento judío lo había magnificado como el más grande de los más grandes, el que había
compartido los secretos de Dios como ningún otro.240 ¿Con qué términos más elevados se podría
concebir al Libertador venidero? También, es posible que el profeta, anhelando un “nuevo éxodo”
(especialmente en Segundo Isaías) y un “nuevo pacto” (especialmente en Jeremías), haya jugado un
papel. Si la redención ha de ser un nuevo éxodo, ¿no precisa un nuevo Moisés que lo dirija? Sin
embargo, en parte la esperanza parece haber sido nutrida por la profecía en Deuteronomio 18:15-19
donde se promete un profeta “como” Moisés.241 De todos modos, había durante el tiempo de Jesús
una esperanza muy difundida en cuanto al “profeta” (Juan 1:21, 25), cuya venida significaría la
redención de su pueblo.242
Se nos dice que muchos estaban anuentes a clamar a Jesús como ese profeta. (Juan 6:14;
7:40) Ciertamente sus seguidores desde los tiempos más tempranos lo creían tal. Pedro, en un
discurso temprano registrado en Hechos (3:22-26), lo identificaba expresamente con el profeta
esperado de Deuteronomio 18:15. En particular, Mateo parece deseoso de aclarar que Jesús es un
nuevo Moisés. ¿No presentó sus enseñanzas sobre un monte como en el Sinaí? (Mateo 5-7) Y en esa
ocasión, ¿no reinterpretó las leyes de Moisés como que daba una nueva ley? (Mateo 5:17, 21-23, 27-

que fuesen que empleaba. Véase A. E. J. Rawlinson, St. Mark (Westminster Commentaries [7a edición, London:
Methuen & Company, 1949] ), p. 113.
239 Aunque algunos han argumentado al contrario, parece que había poco o nada en la Escritura o en la creencia

judía que preparase a los judíos para la noción de un Hijo del Hombre sufriente. Para un argumento
convincente con una completa bibliografía, véase el artículo de Rowley citado en la nota 234 (ahora reimpreso
en The Suffering Servant and Other Essays [London: Lutterworth Press, 1952], pp. 61-88. Por cierto, como Wm
Manson señala (op. cit., pp. 235-236, el Siervo, el Hijo del Hombre, y el Mesías Davídico tienen predicados en
común, y se puede estar de acuerdo en que todos eran aspectos de la idea mesiánica (en el sentido amplio), pero
esto dista mucho de una identificación de los tres.
240 Alusiones en la literatura judía han sido coleccionadas convenientemente por P. Volz, Die Eschatologie der

jüdischen Gemeinde im neutestamentliche Zeitalter [Tübingen: J. C. B. Mohr, 1934), pp. 193-195. Aparecen las figuras
de Moisés, de Elías (véase Malaquías 4:5), de los dos juntos, o de algún otro.
241 Véase los comentarios sobre Juan 1:21, 25; 6:14; 7:40: por ejemplo, E. C. Hoskyns, The Fourth Gospel, F. N.

Davey, editor (London: Faber & Faber, 1947), pp. 169, 281, 324; R. H. Strachan, The Fourth Gospel (3ª edición;
Dondon: S. C. M. Press, 1941), pp. 112-113, 180-181.
242 El profeta anhelado no es siempre una figura escatológica. (1 Macabeos 4:44-46; 14:4 [?]; véase 9:27; Salmo

74:9). Pero tenemos un número de ejemplos en Josefo de falsos profetas que, pareciera, prometían recrear los
días del éxodo. Un tal Theudas (Antiquities, XX, V, 1) se declaraba un profeta y prometía llevar al pueblo sobre
el Jordán en seco. Un tal egipcio (Antiquities, XX, VIII 6; véase Hechos 21:38) prometía hacer que los muros de
Jerusalén se cayeran (¿cómo los de Jericó?). Otro (Antiquities XX, VIII, 10) prometía la liberación a todos
aquellos que lo siguieran al desierto (¿a un nuevo éxodo?). Hechos 21:38 hace que el egipcio dé una invitación
semejante.
126

28, 33-37, 38-39, 43-44) Aun se ha sugerido que Mateo agrupara las enseñanzas de Jesús en cinco
segmentos grandes (Mateo 5-7; 9:36-11:1; 13:1-53; 18:1-19:1; 24-25) para paralelar adrede los cinco
libros de la antigua Torá.243 La comparación de la obra de Cristo con la de Moisés está muy presente
en el pensamiento de Pablo. De hecho, podríamos decir que para Pablo, el cristiano, al morir y
resucitarse de nuevo con Cristo, participa en el Nuevo Éxodo y, al confrontarse con las enseñanzas
de Jesús, está en la falda de un nuevo Sinaí.244 Pero el mismo pensamiento se encuentra en otros
escritores neotestamentarios también. En efecto, Cristo es un nuevo y mejor Moisés. (Hebreos 3:1-
6) Le da a su pueblo una nueva y mejor maná, porque él es el pan de vida (Juan 6:48-51); le conduce
a un nuevo y más glorioso éxodo, y le provee un nuevo y mejor pacto. (Hebreos 12:18-24)
Pero si hubiera dentro de la comunidad judía algunos que buscaban un nuevo Moisés, ¿cómo
podría satisfacer sus expectaciones jamás? Es cierto que se sabía la ley como pocos, de tal forma que
era imposible que le confundieran al respecto. Ciertamente, merecía que se le llamara “rabí”. Pero
era liberal con respecto a la ley. No guardaba el Sábado muy estrictamente (Marcos 2:23-28; Mateo
12:1-14); no se preocupaba por la limpieza ceremonial (Marcos 7:1-15; Lucas 11:37-41); se llevaba
con la peor clase de gente—¡cobradores de impuestos, prostitutas y otros pecadores! Y desde que
Jeremías habló en el templo, nadie había dado a la religión oficial una pelada verbal como éste.
(Mateo 23) De hecho, decía que toda la esperanza de la Comunidad Santa era delusoria. No tan sólo
no podía, por medio de guardar la ley, precipitar el Reino de Dios, ni siquiera podía producir una
justicia suficientemente grande para que el hombre pudiera entrar: “a menos que vuestra justicia sea
mayor que la de los escribas y de los fariseos, jamás entraréis en el reino de los cielos.” (Mateo 5:20)
En breve, ciertamente hablaba como un nuevo Moisés, ¡pero un nuevo Moisés venido para
“abolir la ley”! (Mateo 5:17) ¡Qué osadía la de este hombre con sus repeticiones de “Moisés dijo en
la ley, ... mas yo os digo”! De hecho, reducía la ley a tal grado que pareciera que toda la ley podía
cumplirse amando a Dios y al prójimo. (Marcos 12:28-31) Ahora bien, los fariseos no objetaban
únicamente porque Jesús hiciera esto, porque muchos de sus propios maestros habían hecho igual.
Tampoco protestaban—como muchos han hecho después—que su enseñanza acerca de volver la
otra mejilla, de ir la segunda milla, y de dejar el manto con aquél que quisiera quitarle la túnica.
(Mateo 5:38-42) que fuera una cosa impráctica. Objetaban que en esta reorientación de la ley,
hubiese hecho de los pormenores de ella no esenciales, y que los hubiera abolido virtualmente. Y
esto lo concebían sólo como la destrucción de la ley.
Por cierto, Cristo declaraba que no se proponía destruir la ley, sino cumplirla. (Mateo 5:17)245
Lejos de abolir sus demandas de justicia, las recalcaba. La justicia no es cuestión de guardar reglas,
sino de una consagración total a la voluntad del Padre. Y la voluntad positiva del Padre puede
resumirse en esa palabra difícil, “amor”. (Marcos 12:28-31; Romanos 13:8-10); Gálatas 5:14; Santiago
2:8) Por lo tanto, ya la justicia no es una obediencia externa sino una internamente motivada
obediencia que “cumple” la ley. No, Cristo no destruyó lo que la ley simbolizaba. Pero en un
sentido, los fariseos tenían mucha razón: las enseñanzas de Jesús representaban un rompimiento
radical con la ley ceremonial del Judaísmo; el “yugo” de Cristo reemplazaba el “yugo” de la ley.

243 Sobre estos cinco discursos, véase B. W. Bacon, Studies in Matthew (New York: Henry Holt & Co., 1930), pp.

xv-xvii; F. W. Green, The Gospel According to Matthew (The Clarendon Bible [Oxford> Clarendon Press, 1936], p. 5.
La sugerencia de un “Pentateuco Cristiano” es tan antigua como la de Papías (segundo siglo A. D.)
244 Davies, op. cit., p. 146. Véase ibid., pp. 111-176 para una discusión cabal de este rasgo del pensamiento de

Pablo. Véase ahora también idem, Torah in the Messianic Age and/or the Age to Come (Philadelphia: Society of
Biblical Literature, 1952).
245 Algunos (por ejemplo, Bultmann, op. cit., p. 15) no creen que Mateo 5:17-19 sea auténtico. Sin embargo, en

mi opinión, cualesquiera problemas surjan de los versículos 18-19 (puede ser que pertenezcan a otro contexto),
no se presenta ninguno en el v. 17. Véase McNeile, op. cit., p. 58; W. C. Allen, The Gospel According to St. Matthew
(International Critical Commentary [New York: Charles Scribner’s Sons, 1907], pp. 45-46.
127

(Mateo 11:29-30)246 Como Pablo correctamente vería, aquí no hay ley sino la abrogación de la ley y
su reemplazo por la regencia de Cristo en el corazón del creyente. Dijo: “Haya en vosotros esta
manera de pensar que hubo también en Cristo Jesús.” (Filipenses 2:5) Según Pablo, Cristo tomó el
lugar de Moisés, y eso es la destrucción de la ley ritual. Y para el fariseo, el que destruye la ley no es
“el profeta”, un nuevo Moisés, sino un falso maestro y un falso profeta merecedor de la muerte.
4. Mucho más serio todavía, Jesús iba más allá los límites de la blasfemia y afirmaba ser
divino. Ahora bien, es cierto que Jesús en ningún lugar dijo que era Dios, ni formuló su afirmación
de ser divino como un teólogo sistemático hubiera hecho. No obstante, nuestras fuentes evangélicas
todas afirman que él se sentía en una relación de hijo con el Padre como ningún otro. Ciertamente,
se dirigía a Dios como su Padre en una manera mucho más íntima que nosotros nos atreveríamos a
hacer al usar el término. (Marcos 8:38; Mateo 10:32; 11:27; Lucas 10:22; 22:29) Él era el Hijo de Dios
en un sentido que nadie más podría afirmar, y Dios era su Padre de una manera inasequible a los
hombres. Era tan característico de él dirigirse a Dios como Su Padre que la palabra aramea Abba
(Padre) empleada por él persistía en la liturgia de la iglesia de habla-griega. (Marcos 14:36; Romanos
8:15; Gálatas 4:6-7)247 De una nueva forma sutil su modo característico de dirigirse avala su
afirmación de hablar con autoridad divina. Mientras los antiguos profetas habitualmente habían
introducido sus oráculos con “Así dice el Señor,” esa forma de hablar se transforma en los labios de
Jesús en “De cierto, de cierto yo os digo.” Aquí es como si Dios afirmara hablar directamente, en su
propia persona.248
En cualquier caso, la iglesia neotestamentaria con voz unánime clamaba a Jesús como Cristo
el Señor e Hijo de Dios. Aunque estos títulos puedan encontrar su origen en los del rey
antiguotestamentario, es claro que la iglesia concebía a Jesús como más que un hombre. Él es el Hijo
de Dios en quien el Poder de Dios se revela de forma única (muy a menudo en los Evangelios
sinópticos). Fue comprobado ser el Hijo de Dios por el milagro de su resurrección (Romanos 1:3-4);
más aun, es el Hijo preexistente que “se despojó a sí mismo” para asumir forma humana. (Filipenses
2:6-8) Él es la misma imagen de la sustancia de Dios, muy por encima de los ángeles, que se sienta a
la diestra de la Majestad Divina. (Hebreos 1:1-4) Él es el Logos Cósmico que existe desde la
eternidad con Dios. (Juan 1:1-3) Mas, él es Dios. (Juan 1:1; 20:28; Tito 2:13; 2 Pedro 1:1) Tal era la
fe de la iglesia. Y aunque esto daba a la deidad de Jesús una expresión mucho más precisa que Jesús
mismo jamás diera, y así ponía la base para la teología subsecuente de la Cristiandad ortodoxa, no
podemos creer que fuera una invención de la iglesia. Al contrario, al creer la iglesia así sólo
desarrollaba la afirmación de Jesús mismo de ser el rey Mesiánico.249
Pero para el Judaísmo esta era una afirmación intolerable. El Judaísmo correctamente había
rechazado a esos hombres-divinos, reyes divinos, “Mesías vivientes” con los cuales el mundo
antiguo se inundaba. ¡De hecho, un siglo y medio atrás los judíos habían luchado hasta la muerte
para no hincarse ante uno de ellos (Antíoco Epífanes)! Es cierto que el Mesías que esperaban los

246 El llamado de Jesús a tomar su “yugo” ha de ser comparado con el de ben Sirach y el “yugo” de la Sabiduría
(Ecclus. 51:26); también “el yugo del Reino de los Cielos,” “el yugo de los mandamientos”, “el yugo de la ley,”
en la Mishnah (por ejemplo, Berakoth 2, Pirke Aboth 3).
247 Véase E. D. Burton, The Epistle to the Galatians (International Critical Commentary [Edinburgh: T. & T. Clark,

1921], p. 224.
248 La expresión parece ser sin paralelo entre los rabíes; Véase Strack-Billerbeck, op. cit., I, 242-244. Respecto a

los indicios de la afirmación de Jesús de la deidad, véase J. Bonsirven, Theologie du Nouveau Testament (Paris:
Aubier, 1951), pp. 39-41.
249 Que Jesús fuera aclamado, aun antes de Pablo, Señor e Hijo de Dios está ampliamente reconocido. (por

ejemplo, Bultmann, op. cit., pp. 120-132). Pero no puedo concordar con aquellos (Bultmann, Dibelius, etc) que
encuentran el origen de estos títulos en el medio helénico. Ambos se desprenden de la terminología real
(mesiánica) del Antiguo Testamento, y si Jesús afirmaba ser el Mesías, se le aplicarían naturalmente de parte de
sus discípulos judíos. Véase Wm. Manson, op. cit., pp. 146-154.
128

judíos no se concebía como un mero humano. Ciertamente, el Hijo del Hombre tal como aparece en
I Enoc, por ejemplo, se le concebía como un Ser celestial, preexistente con Dios desde antes de la
creación del mundo, y por lo tanto, divino o semi-divino. También, en el Antiguo Testamento hay
pasajes (por ejemplo, Salmos 2:7; 89:27) donde al rey israelita se le dirige como al “hijo” (adoptivo)
de Dios, y estos pasajes tenían matices mesiánicos. El Mesías, tal como Isaías lo pinta (Isaías 9:6),
claramente está dotado de cualidades divinas, y es más que un mortal ordinario. No obstante,
pareciera que el Judaísmo, tal y como la fe del antiguo Israel, en un sentido mantenía un equilibrio
entre el Dios que redimía y el Mesías redentor; nunca unió sistemáticamente a los dos en un Dios-
Mesías. Tenemos poca o casi nada de evidencia de que el Judaísmo estuviera acostumbrado a hablar
del Mesías como el Hijo de Dios.250 En cualquier caso, los judíos veían a Jesús únicamente como un
hombre, no como alguna preexistente figura celestial, y que un mero hombre afirmara que era a la
vez divino y el Mesías, sólo podía ser considerado por ellos una blasfemia. Para tal, sólo podían tener
una respuesta: “Nosotros tenemos una ley, y según nuestra ley él debe morir, porque se hizo a sí
mismo Hijo de Dios.” (Juan 19:7)
¿Y qué más necesitaban para probar que tenían razón que, afirmando ser Mesías e Hijo de
Dios, en realidad sufrió y murió? ¡Eso lo demuestra ser el blasfemo que es! Porque si fuera Mesías y
divino, como afirma ser, no habría permitido que esto sucediera; ¡se bajaría de la cruz! (Mateo 27:41-
43) De hecho, para un judío nada podía ser más absurdo que uno que afirmara ser el Hijo del Dios
Viviente sufriera y muriera.
En conclusión, pues, vemos que Cristo asumió y tomaba para sí los conceptos del mesiazgo.
Pero los imbuía del concepto del sufrimiento. Y esto, si no otra cosa, aseguraba su rechazo.
Verdaderamente, la cruz era “para los judíos tropezadero”. (1 Corintios 1:23)

III

Sin embargo, pese al hecho de que los judíos no lo aceptaran así, es claro que Jesús se
afianzó sólidamente en lo que correctamente era una tradición mesiánica—específicamente la del
Siervo Sufriente. De hecho, pareciera que él concienzudamente adoptaba el patrón del Siervo, e
imbuía todos los demás patrones mesiánicos de él.
l. He aquí, una de las cosas sorprendentemente nuevas que Jesús hizo. También, tal vez sea
una de las razones más profundas por su rechazo. Porque el Judaísmo nunca había concebido al
Siervo como una figura mesiánica. Como ya vimos, es cierto que la figura del Siervo, tal y como
aparece en Isaías 40-66, no puede entenderse meramente como una figura mesiánica. Al contrario,
era un concepto compuesto que significaba a veces el pueblo de Israel, a veces los elegidos de Israel,
el verdadero Israel. Pero, también como ya vimos, era difícil eludir la conclusión de que el profeta
en otras ocasiones veía al Siervo como un individuo: el redentor de su pueblo, el caudillo del
verdadero Israel—por ende, una figura mesiánica, por lo menos en el sentido más amplio del
término. Pero el Judaísmo no había entendido el término así. Aunque los judíos tenían un
conocimiento pleno del hecho de que a menudo los justos tienen que sufrir y que el sufrimiento era
eficaz, siempre interpretaban al Siervo como un tipo de los sufrimientos de la nación o de ciertos
individuos justos dentro de ella. Hay poca evidencia convincente de que los judíos antes del tiempo

250Aunque el Judaísmo interpretaba tales pasajes como los Salmos 2:7; 89:27 mesiánicamente, usaba la palabra
“hijo” figuradamente (como “es como un hijo mío”); véase Wm. Manson, op. cit., p. 149) y las ilustraciones de
los Targúmenes allí. También, la literatura rabínica evita la apelación “Hijo de Dios” al hablar del Mesías (véase
Strack-Billerbeck, op. cit., III, 15-21), pero tal vez en parte como una reacción contra el uso cristiano del
término. Hay pasajes en los Apócrifos y la Pseudoepígrafa (por ejemplo, II [IV] Esdras 7:28; 13:32; I Enoc 105-
2) donde aparece la apelación, pero muchos piensan que estas sean glosas cristianas. En cualquier caso, no son
muchas.
129

de Cristo tuvieran expectación alguna de un Mesías sufriente.251 Por rechazar al Siervo como un
patrón mesiánico, también rechazaban a Aquél que lo cumplía.
Desde luego, apenas es necesario señalar que hay paralelos llamativos entre la figura del
Siervo y el Cristo a quien conocemos en los Evangelios. De hecho, tales paralelos se destacan en
números tan grandes que sería imposible mencionarlos todos. Si el Siervo era “una raíz de tierra
seca” (Isaías 53:2), “¿No es éste el hijo del carpintero?” (Mateo 13:55), y “¿De Nazaret puede haber
algo bueno?” (Juan 1: 46). Si el Siervo (Isaías 42:6-7; 49:6) iba a traer luz a aquellos que estaban en
tinieblas, aquí había uno que era llamado “la luz del mundo” (Juan 8:12), y que declaraba que sus
seguidores habían de ser lo mismo. (Mateo 5:14) Si el Siervo desempeñaba su misión quietamente
sin ostentación (Isaías 42:2), aquí había uno que repetidamente procuraba ocultar sus obras
poderosas, uno que nunca hacía alarde de sí mismo, y que de mil maneras, por ejemplo y precepto,
inculcaba la lección de la humildad. Si el Siervo (Isaías 42:3) era tierno para con “la caña cascada” y
“la mecha que se está extinguiendo” de la fe, aquí había uno que era capaz de ver la chispa del bien
en las personas más improbables, que siempre buscaba las ovejas perdidas, y que era increíblemente
paciente con sus discípulos muy humanos que parecían no entenderlo nunca. Y, finalmente, aquí
había uno que aprendía en la escuela de Dios y “no era rebelde” (Isaías 50:4-5), sino que dijo: “Padre
... no se haga mi voluntad ... sino la tuya” (Lucas 22:42); era uno que “entregó [su] espalda a los que
[le] golpeaban ... que no escondió [su] cara de las afrentas ni de los esputos.” (Isaías 50:6); uno que
permitió que le crucificasen “como un cordero, fue llevado al matadero” (Isaías 53:7) ¡Pero basta! La
iglesia claramente concebía a su Señor como el gran Siervo Sufriente. Ella sólo podía agregar a la
historia de su pasión el epílogo de la fe: “Por lo cual también Dios lo exaltó hasta lo sumo”.
(Filipenses 2:9-11; véase Isaías 53:12)
¡Pero seguramente el entendimiento de la iglesia de su Señor no era ninguna coincidencia! ¡Al
contrario! En mi opinión, es el hecho más seguro la crítica del Nuevo Testamento que Jesús
entendía el paralelo entre su ministerio y el del Siervo y que se proponía que así fuera.252 La iglesia
concebía a Jesús como el Siervo, porque así Jesús se concebía a sí mismo. No tan sólo leyó de Isaías
61 en la sinagoga de Nazaret (Lucas 4:17-21) y luego anunció que la profecía estaba siendo cumplida
en él, sino que cuando Juan el Bautista envió sus discípulos para indagar si Jesús era efectivamente el
Cristo (Mateo 11:2-6), contestó con palabras que eran virtualmente una paráfrasis de Isaías 61:1. Sus
enseñanzas, particularmente el Sermón del Monte, exhiben paralelos a los pasajes del Siervo
(especialmente Isaías 61) que son extraordinarios.253 La premonición de la muerte que embargaba su
ministerio, la certeza de que tendría que sufrir (Marcos 10:45), que tenía “un bautismo con que ser
bautizado” (Lucas 12:50)254 son indicios de ello. Sabía que su ministerio acabaría en muerte, porque
sabía que era el Siervo. Pero, a la vez, tenía que haber tenido la confianza de que su muerte no sería
el fin, porque para él, al igual que con el Siervo, más allá del sacrificio estaba la gloria. Las palabras

251 Claro está que hay quien argumente al contrario, pero, en mi opinión, la declaración es cierta. Para la
declaración más clara del caso, con plena bibliografía y un argumento contra una noción pre-cristiana de un
Mesías sufriente, véase el artículo de H. H. Rowley mencionado en las notas 234 y 239.
252 Este es un concepto principal de Bowman (op. cit.) con el cual estoy básicamente de acuerdo. Una postura

similar ha sido sotenida por una larga lista de eruditos capaces, aunque no falta quién sostenga lo contrario.
(véase Bultmann, op. cit., pp. 30-31; F. C. Grant, op. cit., pp. 63-64, 157, etc.) Para bibliografía adicional, véase
Rowley, The Servant of the Lord, p. 55. Me parece seguro que la identificación de Jesús con el Siervo se había
hecho en los días más tempranos de la iglesia. Es mucho más fácil atribuir tal discernimiento a Jesús mismo—
que, cuando menos, tenía una de las mentes más creativas de la historia—que a sus primeros discípulos; éstos,
en su mayoría, eran hombres humildes y muy ordinarios.
253 Para más detalles, véase Wm Manson, op. cit., p. 115ss.
254 De nuevo, este versículo no es una ex post facto creación de la iglesia. Véase la nota 238.
130

de la última oración que registra Juan debe reflejar esta confianza perfectamente: “Yo he acabado la
obra que me has dado que hiciera. Ahora pues, Padre, glorifícame” (Juan 17:4-5)
2. De todos modos, es claro que Cristo llamaba los hombres al Reino del Siervo. Es un
Reino de los mansos y los humildes en el cual el líder es él que esté dispuesto a ser “el último de
todos y el siervo de todos” (Marcos 9:35), o, como Juan lo registra (Juan 13:14-17), él de tan poco
orgullo que consienta a lavar los pies de sus colegas. ¿Quiénes son los llamados a ese Reino? Pues,
todos las almas fatigadas y cargadas que estén dispuestas a llevar el yugo fácil del Siervo. (Mateo
11:28-30) El Reino da la bienvenida a todos los hombres humildes y bondadosos que “tienen
hambre y sed” de él y que estén dispuestos a servirlo hasta lo último. (Mateo 5:3-12; Lucas 6:20-23)
La riqueza no comprará la entrada al Reino; de hecho, la riqueza ha impedido la entrada a muchos.
(Marcos 10:17-25) La rectitud externa no sirve como boleto de entrada; los escribas y los fariseos la
poseían sobremanera, y es cierto que los criminales y las prostitutas entrarán al Reino antes que ellos.
(Mateo 21:31) En último análisis, el Reino pertenece a aquellos que se han despojado de todo
orgullo—sea de puesto, de sabiduría o de rectitud—y que han llegado a ser como niños (Marcos
10:14)—dispuestos a recibir. Cuando Pablo dijo “No muchos sabios según la carne, ni muchos
poderosos, ni muchos nobles” son llamados a ese Reino (1 Corintios 1:26), ¡tenía mucha razón!
Tampoco es el llamado a ese Reino un llamado al honor o a la victoria, según el mundo
comprende esos términos, sino a la absoluta auto-negación. Una y otra vez oímos del tremendo
precio de él. Al ser llamado, se tiene que dejar al padre y a la madre, al hogar y a la familia (Marcos
10:29; Mateo 19:29; Lucas 18:29), y al hacerlo, se puede estar seguro que será como su Señor, un
peregrino sin tener dónde acostarse. (Mateo 8:20; Lucas 9:58) Uno será despreciado (Marcos 13:13;
Mateo 10:22), más todavía, será perseguido. (Lucas 6:22; Mateo 5:10-11) Pero no habrá ninguna
venganza—sólo el volver de la mejilla. (Mateo 5:39; véase Isaías 50:6) El que atiende el llamado del
Reino no tiene otro destino salvo tomar su cruz para seguir al Siervo. (Mateo 10:38; Lucas 14:27;
Marcos 8:34)
Pero a los llamados, no se les da otra cosa sino la misión del Siervo: proclamar el evangelio
del Reino a todas las naciones de la tierra. Por cierto, esta misión tiene que comenzar, así como la del
Siervo (Isaías 49:6), con “las ovejas perdidas de la casa de Israel”. (Mateo 10:6; 15:24) Sin duda, esto
explica porqué Jesús limitó su ministerio casi completamente a su propio pueblo, y porqué, cuando
primero envió a sus discípulos a que predicasen, los envió con la misma misión. También, es
interesante que fuera la costumbre de Pablo, al llegar a una nueva ciudad durante sus viajes, de
comenzar su predicación en la sinagoga, a los judíos. (Hechos 13:13-50) Pero la misión no era
únicamente a los judíos. Jesús ya había declarado que “muchos vendrán del oriente y del occidente y
se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos, pero los hijos del reino serán
echados a las tinieblas de afuera”. (Mateo 8:11-12) Jesús había previsto el tiempo cuando los
invitados al banquete (es decir, los judíos justos), habiendo desdeñado la invitación y no habiendo
suficientes pobres (es decir, otros judíos) en la ciudad para sentarse a la mesa, sus siervos “salieron
por los caminos” (es decir, al mundo) para buscar otros huéspedes. (Mateo 22:1-10; Lucas 14:15-
24)255 De hecho, sus siervos son como el Siervo (Isaías 42:6; 49:6), una luz para el mundo. (Mateo
5:14) Si la iglesia recordaba las palabras finales de su Señor terrenal como un mandamiento a que
predicasen el evangelio en todo el mundo (Mateo 28:19-20; Marcos 16:15; Lucas 24:47; Hechos 1:8),
era que entendían perfectamente su intención: la de darles la tarea del Siervo.256

255 Como T.W. Manson (Major, Manson and Wright, op. cit., p. 422) señala, puede ser que a la parábola se le

considere un midrash sobre Isaías 49:6


256 Desde luego, por las varias formas en las que la poseemos, es imposible determinar con exactitud cuáles

fueran las palabras de la Gran Comisión. No ha faltado quién dudara de su autenticidad de plano. Pero, en mi
opinión, el que Jesús haya dado a sus discípulos tal comisión es totalmente cierto, de no ser así difícilmente
131

3. Por lo tanto, Cristo cumplió la profecía del Siervo de Yahvé. Pablo da a esta verdad
profunda su expresión clásica en Filipenses 2:5-11. A este gran pasaje se le puede llamar un
comentario cristiano sobre Isaías 53. (véase Isaías 45:23)257 Pablo, al hacer este comentario, no tan
sólo estaba de acuerdo con la mentalidad entera del Nuevo Testamento sino también con la
intención de Jesús mismo. Cuando dijo que Jesús tomó para sí la forma de un Siervo, no tan sólo
tenía razón, sino que se debe leerle muy literalmente. Porque ese era el patrón que Cristo adoptó
concientemente.
De hecho, Cristo cumplió la esperanza profética de Israel. Él anunció que en su persona
todo lo que el Antiguo Testamento había presagiado y predicho se había realizado. Pero esta
predicción y cumplimiento no son cosas mecánicas y externas como mucha gente suele pensar. No
es como si Cristo se escondiese a diestra y siniestra en el Antiguo Testamento, de modo que se
pueda encontrar “tipos” de él, según nuestro gusto, en los personajes e instituciones del Antiguo
Testamento. Tampoco podemos leer en las palabras proféticas cumplimientos literales hechos por
Jesús, detalle por detalle, en su vida y muerte, probando así positivamente que la Biblia es inspirada
divinamente, y que él era lo que afirmaba ser. Hacer esto es ver toda la cuestión de profecía
antiguotestamentaria y cumplimiento neotestamentario de una manera totalmente artificial. Es como
si convirtiéramos el Antiguo Testamento en un libro que se escribió únicamente para predecir a
Cristo, y a los profetas en poco menos que estenógrafos que escribiesen palabras cuyos significados
no podían entender, pero sin embargo, que contaban incidentes en la vida de aquél que había de
venir. Además viola todos los principios de la exégesis sana. Porque no se nos permite imponer
significados sobre la Escritura, y no podemos ver a Jesús en todo el Antiguo Testamento
arbitrariamente. La lealtad al sentido exacto de la Escritura prohíbe tal cosa. Ningún celo por exaltar
a Cristo ni para defender la inspiración de la Biblia puede justificarlo.
No obstante, el Antiguo Testamento, de la forma más auténtica, prevé a Cristo y apunta
hacia él. Pero ese presagio es mucho más que una cuestión de aisladas predicciones detalladas; más
bien, es algo orgánico para la misma fe de Israel. El Antiguo Testamento en sus partes está sostenido
por un profundo sentido de la regencia de Dios sobre el pueblo del pacto. Ya que Israel creía que su
Dios era el Señor de la historia que realizaba su propósito en la historia y llamaba a Israel a ser el
siervo de ese propósito, ella no podía concebir ningún otro fin para la historia que el establecimiento
victorioso del pueblo de Dios bajo esa regencia. La fe del Antiguo Testamento, por su misma
naturaleza, apuntaba hacia delante y anunciaba el Reino de Dios venidero. Luego, aguardaba su
cumplimiento.
Ahora bien, ya observamos—aunque de ninguna manera es siempre el caso—una fuerte
tendencia en el Antiguo Testamento de cristalizar la esperanza en torno al Reino venidero en la
figura del Redentor enviado por Dios. Los profetas concebían a ese Redentor, y predecían su venida
bajo una variedad de patrones—Mesías Davídico, Hijo del Hombre, Siervo Sufriente—pero todos
eran facetas de la misma esperanza. Seguramente, el Dios cuyo Reino viene no dejará ese Reino sin
líder, sino que ¡logrará su propósito por medio de su representante designado! Los patrones
mesiánicos no son predicciones aisladas, sino expresiones de fe en el Dios Redentor, amoldadas por

hubieran llegado a ser tan enérgicamente misioneros. Además, si Jesús se concebía a sí mismo como el Siervo,
sigue la comisión misionera necesariamente—porque era parte de la tarea del Siervo. Véase a Rowley, The
Biblical Doctrine of Election, pp. 143-144 para una evaluación espléndida y referencias bibliográficas.
257 Filipenses 2:6-11 tal vez es una adaptación de un primitivo himno cristiano. Bultmann (op. cit., pp. 27-28)

argumenta que al pasaje no se le da ningún significado mesiánico y que esto es otra prueba de que Jesús nunca
tenía conciencia mesiánica. Es verdad que el cuadro aquí no es del Rey Mesiánico usual. Pero si Jesús concebía
su misión como el cumplimiento de la esperanza mesiánica según el patrón del Siervo, entonces el pasaje
aclama a Jesús como el Mesías, porque lo aclama como el Siervo.
132

los modos de pensamiento y las experiencias del antiguo Israel. De todos estos patrones el más
profundo, aunque los judíos no lo veían como tal, es el del Siervo. Y éste es mucho más que una
mera predicción; es una comprensión del carácter del Dios de Israel y la naturaleza de su propósito
redentor. Cuando se le concedía al profeta ver quien era su Dios, se le hacía entender que tal Dios
establecería su Reino, no por medio de batallas, gloria y victoria nacional, sino por la devoción, la
abnegación, el sacrificio vicario de su Siervo. Y esa esperanza, también, aguardaba su
cumplimiento—la aparición del Redentor de forma visible. Aunque ningún judío habría soñado en
expresarlo así, Israel aguardaba su encarnación.
Entonces, la esperanza antiguotestamentaria de la redención era un producto de su
comprensión del carácter del Dios de Israel. Se dio su cumplimiento, porque su comprensión era
correcta, y porque Cristo era Cristo. Por un lado, Cristo (creemos que él mismo era la imagen exacta
de Dios) comprendía bien la naturaleza de Dios el Padre y, porque así era, entendía que el Siervo era
el final patrón más verdadero. Por otro lado, ya que Jesús era movido por una profunda vocación
mesiánica, sabía que debía asumir para sí la forma del Siervo. A Israel se le había llamado a que
realizara ese patrón, pero no lo pudo hacer como tampoco nosotros lo podemos hacer; ningún
individuo en Israel lo pudo hacer tampoco. Sin embargo, Cristo tomó para sí el patrón del Siervo, lo
amalgamó con otros patrones mesiánicos, y lo llevó a cabo hasta la muerte. Él cumplió la esperanza
mesiánica de Israel al encarnarla en la forma del Siervo.
Este cumplimiento era real, y de parte de Cristo, era muy intencional. Cristo tomó para sí el
patrón del Siervo, cumplió la profecía en torno al Siervo, porque entendía que era su llamamiento
mesiánico el hacerlo. El anhelado Príncipe Mesiánico debía venir como el Siervo Sufriente. La
justicia que buscaba crear la ley tenía que ser cumplida por la obediencia sacrificial del Siervo. La
gloria inefable del Hijo del Hombre y la de los victoriosos santos de Dios han de ser alcanzados por
medio de la cruz del Siervo. Aquel verdadero y purificado Israel con el cual se hará un Nuevo
Pacto—es justamente el pueblo del Siervo. Toda la esperanza de Israel, y todos los patrones que
asumía, son uno, y están cumplidos en el Siervo.
Que Jesús fuera o no el primero en combinar todos estos conceptos mesiánicos bajo la
figura del Siervo es una cuestión debatida, aunque parece muy probable que lo era. Lo importante,
sin embargo, es que lo hizo, y más aun, declaró que el Siervo había venido: “Hoy se ha cumplido
esta Escritura en vuestros oídos.” (Lucas 4:21) He aquí, el Siervo Sufriente de Dios, el Mesías del
Remanente. Como tal la iglesia lo aclamaba en palabras griegas que son virtualmente equivalentes:
Salvador Crucificado, Señor de la Iglesia.258 Todas estas palabras están empreñadas de significado, y
necesitamos investigarlas más todavía. Particularmente, debemos preguntar ¿qué clase de Reino es el
que este Mesías vino para establecer?, y ¿quién es el Remanente a quien se le da?

258 Véase Bowman, op. cit., pp. viii, 81.


133

CAPÍTULO OCHO

ENTRE DOS MUNDOS: EL REINO Y LA IGLESIA

EL NUEVO TESTAMENTO ANUNCIA CON UNA SOLA VOZ Y CON SEGURIDAD


ABSOLUTA QUE TODA LA ESPERANZA DE ISRAEL ES UN HECHO ACTUALIZADO en
Jesucristo. Hace esta aserción, porque creía que el Mesías prometido había llegado en él. En el
capítulo anterior se tomó la postura de que el Nuevo Testamento así testifica, porque Jesús mismo
creía así y así afirmaba; también se ha sostenido que si Jesús no era aceptado como Mesías por los
judíos—y es obvio que así era—fue porque vino como un Mesías extraño y no como el tipo que
esperaban. Rechazando los patrones mesiánicos populares, aceptó para sí un patrón que, aunque en
la intención del antiguo profeta efectivamente era de carácter mesiánico, no había sido aceptado por
lo judíos como tal: el del Siervo Sufriente de Yahvé. De forma consciente e intencional adoptó el
patrón como el suyo, e, imbuyendo los otros patrones con él, anunciaba el cumplimiento de la
esperanza profética de Israel en la forma de un Redentor que tenía que sufrir.
Pero si Jesús de verdad sea el Mesías, eso nos presenta otra pregunta: ¿cuál es la naturaleza
de su Reino? Es una pregunta que sigue inevitablemente. Aclamar a alguien como Mesías es anunciar
en él la venida del Reino de Dios, porque era precisamente la tarea del Mesías el establecimiento del
Reino. El Mesías no puede ser separado del Reino. Ciertamente, la fe del Antiguo Testamento tanto
como la del Judaísmo hablaba frecuentemente del Reino triunfante sin mención del Mesías, pero
nunca se pensaba en el Mesías aparte del Reino: cuando venga el Mesías, el Reino viene. Un Mesías
que viniera sin establecer ningún Reino sería una verdadera anomalía. Por lo tanto, si Jesús es Mesías
en sentido alguno, entonces ha venido para realizar la regencia victoriosa de Dios sobre su pueblo,
cosa largamente esperada por la fe de Israel. Y el Nuevo Testamento declara que Jesús ha hecho
justamente esto. Pero, ¿en qué sentido lo hizo? O para expresarlo de otra manera, ¿qué cosa es su
Reino? ¿Quién lo hereda? ¿Cómo llega su victoria? Ahora nos toca abordar estas preguntas. No es
cuestión fácil, y la respuesta no es obvia.

El mismo corazón del mensaje evangélico es la afirmación que el Reino de Dios de un


sentido muy real se ha hecho presente, aquí y ahora. Ya hemos comentado sobre el cambio
dramático del tiempo usado por el Nuevo Testamento al hablar del Reino. El tiempo futuro del
Antiguo Testamento (“he aquí, vendrán días”, y por el estilo) ya se ha hecho un presente enfático:
“El reino de Dios se ha acercado”. (Marcos 1:15) El acta final del drama ya ha comenzado, la era
mesiánica ya amaneció; uno más grande que Salomón, más grande que Jonás (Lucas 11:31-32), más
aun, más grande que el templo y la ley está aquí. (Mateo 12:6-8) El Siervo ya se hizo presente (Lucas
4:17-21), y sus obras pueden ser vistas por todos. (Mateo 11:2-6) Este es el día que todo el pasado
anhelaba ver, pero no pudo. (Lucas 10:23-24) No se necesita estar buscando frenéticamente por las
134

señales de la venida inminente del Reino: ya está “entre vosotros”. (Lucas 17:21)259 En la persona y la
obra de Jesús el Reino de Dios ha invadido al mundo.
1.La convicción de la veracidad de esto es ilustrada espléndidamente por la actitud de los
escritores evangélicos—y, podemos creer, de Jesús mismo—hacia los milagros realizados por Jesús.
Ahora bien, los milagros son un tema difícil para muchas personas. A menudo han llegado a ser un
tropezadero para la fe y una fuente de escepticismo. Por cierto, muchos de ellos, a la luz de todo lo
que se sabe acerca de las relaciones psicosomáticas, son muy creíbles, y aun el agnóstico más grande
tiene poca dificultad en creerlos. Pero otros de los milagros rehuyen todo esfuerzo por
racionalizarlos. No se pueden explicar en términos de la causalidad natural, tal y como nuestras
mentes finitas la entienden, y tienen que aceptarse o rechazarse por lo que son. Muchos libros—la
mayoría de ellos fútiles—se han escrito sobre el tema de los milagros, procurando probar o que se
dieron exactamente así, o que no es posible que hayan tenido lugar jamás. De hecho, meternos en
ese tema nos despistaría mucho. Es un tema que debe ser abordado con honestidad (porque no se
nos ha dicho que hayamos de dejar atrás nuestro intelecto al entrar al Reino de Dios) y con
humildad. Después de todo, ¿quién puede determinar lo que sea posible para Dios?
Pero hay que aclarar aquí que, sea la que fuere la postura tomada en torno a los milagros, no
se puede eludir el hecho de que eran una parte integral de la fe neotestamentaria en su Señor. El que
los considere como algo superfluo dentro de las historias evangélicas, la expresión de las creencias de
una era supersticiosa que necesitan ser depuradas para poder así llegar a Jesús tal y como realmente
era, de hecho podrá recobrar a un Jesús aceptable para el intelecto racional—pero puede estar
seguro que no será el Jesús de la fe del Nuevo Testamento. Tampoco se puede considerar los
milagros, como muchos que los aceptan sin más tienden a hacer, como si fueran más o menos
manifestaciones periféricas del poder de nuestro Señor, realizados para probar la autenticidad de lo
que afirmaba ser. Por cierto, la iglesia primitiva encontraba tales pruebas en ellos (Hechos 2:22),
pero Cristo mismo consistentemente se negaba a usar sus poderes para tal propósito. De hecho,
dijo que cualquier persona cuyos oídos eran sordos a la Palabra evangélica de plano no creería tal
prueba, ni siquiera la resucitación de los muertos delante de su propia vista. (Lucas 16:29-31)
Para la fe neotestamentaria, los milagros hechos por Jesús no eran incidentales ni periféricos,
sino integrales a su persona. Y eran entendidos escatológicamente.260 Es decir, eran ilustraciones del
hecho de que en Cristo la nueva era aun en ese tiempo estaba invadiendo el presente: el poder del
Reino de Dios estaba presente en ellos y forcejeaba con el poder maligno de esta era. Por lo menos,
en el lenguaje de los Evangelios Sinópticos nunca se habla de los milagros como “señales y
maravillas” (simeia kai terata), es decir, manifestaciones con auto-autenticidad del poder divino
diseñadas para avalar las afirmaciones de Jesús ante el pueblo. De hecho, tales “señales” (es decir,
maravillas) eran precisamente la clase de cosa que Jesús se negaba a hacer. (Marcos 8:11-121; Mateo
12:38-40) Los Mesías falsos eran los que hacían alarde de sus “señales y maravillas” (Marcos 13:22;

259 La fuerza exacta de Lucas 17:21 se debate tanto que tal vez fuera más cauteloso no citarlo en este contexto.
La lectura “entre vosotros” parece ser preferible sobre “en vosotros”, aunque argumentos casi igualmente
fuertes pueden darse para cualquiera de las dos lecturas. (véase Major, Manson, and Wright, The Mission and
Message of Jesus [New York: E. P. Dutton & Co., 1938], pp. 36-37, donde el Profesor Major prefiere “dentro,” y
pp. 595ss. Donde el Profesor Manson argumenta fuertemente por “entre”) Pero ¿significa Jesús que el Reino ya
está en medio de ellos (de tal modo que no hace falta anticipar su venida), o ¿significaba que vendría
repentinamente? (sin señales) Se puede hacer un caso fuerte para cualquiera de las dos ideas, y la opinión de los
eruditos está dividida. Aunque no puedo dar aquí mis razones, tentativamente he preferido la lectura de “en
medio de”.
260 Para mayor discusión sobre el tema, véase a F. C. Grant, An Introduction to New Testament Thought (New York

y Nashville: Abingdon-Cokesbury Press, 1950), pp.148-159, 200; J. W. Bowman, The Intention of Jesus
(Philadelphia: The Westminster Press, 1946), capítulo 3.
135

Mateo 24:24), y si Jesús hubiera hecho igual, por lo menos desde ese punto de vista, habría
desmentido su afirmación de ser el verdadero Mesías. Al contrario, sus milagros son “obras
portentosas” (“poderes”, dunameis) del Reino de Dios, el cual advierte su presencia en ellos; son un
sorbo de “los poderes de la era venidera”. (Hebreos 6:5) En ellos las garras del Adversario—que
esclavizaban los hombres en la enfermedad, la locura, la muerte y el pecado—empiezan a abrirse.
Cuando los fariseos acusaban a Jesús de sacar fuera a los demonios por el poder de Satanás, replicó
que si eso fuera verdad, entonces la casa de Satanás estaba dividida y no permanecería; “Pero si por
el dedo de Dios yo echo fuera los demonios, ciertamente ha llegado a vosotros el reino de Dios.”
(Lucas 11:20; Mateo 12:28) En las obras portentosas de Jesús el poder de ese Reino ha invadido al
mundo; Satanás ya encontró su igual (Lucas 10:18; Marcos 3:27); la final lucha cósmica ya ha
comenzado.
El Reino de Dios, pues, es un poder ya presente en el mundo. Es verdad que sus comienzos
son pequeños, y puede parecer increíble que el ministerio humilde de este galileo oscuro pudiera ser
el alba de la nueva era de Dios. ¡Sin embargo, así es! Lo que ha sido comenzado aquí seguramente se
concluirá; nada lo puede detener. Y la conclusión es victoria. Una y otra vez este motivo aparece en
las enseñanzas de Jesús. Puede que una pizca de levadura sea pequeña, pero una vez que se le ponga
a trabajar, leudará una gran cantidad de masa. (Mateo 13:33) Una semilla de mostaza de hecho es una
simiente pequeñísima, pero se siembra, llegará a ser uno de los árboles más grandes. (Mateo 13:31-
32) Si se siembra un campo, se ponen en moción fuerzas que inevitablemente producirán la cosecha
un día. (Marcos 4:26-29) Y el Reino de Dios es justamente así. Es pequeño ahora, pero en estos
pequeños comienzos se esconde su victoria.261 Y esa victoria alcanzará a toda la tierra, porque “toda
potestad ... me ha sido dada” (Mateo 28:18).
2. Pero si el Reino de Dios en un sentido real ya entró al mundo, entonces los hombres son
llamados al servicio de ese Reino. Porque el Reino no es un dominio vacío, equis cantidad de millas
de territorio con fronteras geográficas—es, más bien, gente. O, para decirlo de otra manera, el
Mesías nunca aparece como una figura solitaria, gobernando en una majestad solitaria sino siempre
con cualidades colectivas. Él rige sobre su pueblo; él llama a personas a su regencia. Entonces, ya
que Jesús es el Mesías, ¿dónde está el Remanente? Ya que Jesús es el Hijo del Hombre, ¿dónde están
los santos de su reino glorioso? Ya que él es el nuevo Moisés que da una nueva ley, ¿dónde está el
nuevo Israel que la reciba? Ya que él es el Siervo, “¿Quién entre vosotros teme a Jehová y escucha la
voz de su siervo?” (Isaías 50:10)
Cristo, pues, ha venido para llamar los hombres a su Reino. Su misión no era instruir a los
hombres en una mejor y más espiritual ética, impartir a los hombres una comprensión más clara del
carácter de Dios, atacar aquellos abusos que habían hecho de la ley judía la sofocación del espíritu
religioso y sugerir así ciertas enmiendas para esa ley—en breve, señalar a los hombres el camino para
ser hombres mejores. Todo esto, sí lo hacía y ¡con ganas! Pero lo hacía a la luz refulgente del Reino
venidero. El suyo era un llamado de tremenda urgencia, un llamado a una decisión radical en pro de
ese Reino. El Reino está justo allí, “a la mano”. Está en la puerta y llama (Lucas 12:36, Apocalipsis
3:20) ¿Quién abrirá y dejarlo entrar? ¿Quién dirá Sí a su venida? Una y otra vez en los Evangelios
viene la urgencia radical de su llamado. Es una perla de gran precio; tú vendes todo lo que tienes

261El énfasis de estas parábolas no parece estar en la cantidad de tiempo involucrada, como si enseñaran que el
Reino viene por un proceso de crecimiento, no sobre el contraste entre los comienzos pequeños y los grandes
resultados. (véase A. H. McNeile, The Gospel According to St. Matthew [London: The Macmillan Co., 1915], pp.
198-199), aunque este rasgo bien puede estar presente, sino sobre el hecho de que se han puesto en moción
fuerzas que inevitablemente se mueven hacia su fruición. Véans los comentarios: T. W. Manson en Major,
Manson and Wright (op. cit., pp. 415, 596-597). C. H. Dodd, sin embargo, (The Parables of the Kingdom [London:
Nisbet y Co.,1935], pp. 175-194), siguiendo su “escatología realizada,” argumenta que las parábolas hablan de
una fruición presente, no futura.
136

con tal de conseguirla. (Mateo 13:45-46) Tú dejas al padre, a la madre, a la esposa y a la familia,
como si los odiases, cuando se hace el llamado. (Lucas 14:26) El Reino trasciende todos los intereses
de esta vida. (Mateo 6:33) Si fuera cuestión de escoger entre el sacar un ojo y entrar ciego al Reino o
quedarse con dos ojos y ser excluido de él, sin vacilación tú te mutilarías con tal de poder entrar.
(Marcos 9:47) No es un llamado con el cual se puede jugar—¡como el hombre que pone su mano en
el arado y sigue mirando atrás! (Lucas 9:62) ¡No es un llamado al cual se le responde con un poco de
mejora moral, una ráfaga de celo, unas cuantas resoluciones de Nuevo Año de vivir una mejor vida!
Es un llamado a una total y radical obediencia, a una justicia totalmente imposible, a ser perfecto
como lo es Dios (Mateo 5:48): en breve, es un llamado a la justicia del Reino de Dios el cual ningún
hombre puede lograr, pero sí puede dar la respuesta de fe. Porque decir Sí al Reino y someterse a su
regencia es la fe. (Marcos 1:15; véase Romanos 3:22) Y es la naturaleza de la fe clamar, “Señor, creo;
ayuda mi incredulidad.” (Marcos 9:24)
Este llamado a una decisión radical en pro del Reino Cristo lo extendió a los hombres. Y
aquellos que lo atienden, ya entraron al Reino, es más, son el Reino. Más que ninguno de los profetas
que lo precedieron, Cristo se dirigía a los corazones de hombres individuales. Porque el verdadero
Israel—el verdadero pueblo del Reino—no son los israelitas de raza, ni aquellos que pertenecen a
ese grupo elite en Israel que conocen y guardan una ley externa, sino aquellos hombres individuales,
por humildes y débiles que sean, que han profesado de corazón y obra obediencia al llamado de
Dios. ¡No es que esa obediencia, en el sentido de la realización de ciertos deberes, se haga la
condición de entrada al Reino! Ningún escritor neotestamentario pudiera haber soñado con decir
semejante cosa. Al contrario, que el que juzgue la autenticidad de la fe cristiana en términos de la
hechura de deberes, de reglas guardadas o rotas, lea de nuevo a Pablo al declarar éste la bancarrota
de todas las “obras” religiosas.” Las obras de la ley están muertas: no pueden producir la justicia,
sino que sólo, cuando mucho, despertar nuestra conciencia al pecado. (Romanos 3:20) Volver a la
ley es encadenarnos (Gálatas 5:1) y caer de la gracias de Cristo (Gálatas 5:4); porque la redención es
puramente cuestión de la gracia de Dios en Cristo Jesús, recibida por la fe sola. (Romanos 3:22-26;
5:1-2) Tampoco, al decir estas cosas, se equivocaba Pablo respecto a las enseñanzas de Cristo.
Porque Cristo mismo libremente daba la bienvenida al Reino a personas desagradables que no tenían
ninguna justicia aparente, mientras declaraba que los doctores de la ley que tenían justicia en
abundancia jamás podrían entrar. (Mateo 5:20; 21:31)
La obediencia, pues, no es la condición de entrada al Reino de Dios. No obstante, en otro
sentido, sí es la condición de entrada en que por ella se revela la disposición y el deseo de entrar. Es
más, es el sello de aquél que ya entró. De hecho, podemos decir que atraviesan el Nuevo Testamento
dos temas paralelos que superficialmente pudieran verse como contradictorios. Por un lado, oímos,
particularmente en Pablo: ¡sólo por la gracia de Dios, recibida ésta por fe, sin relación a las obras de
la ley! Por otro lado: ¡no sin las obras, porque el que no hace las obras de Cristo es un cristiano farsa
y no es miembro de la Iglesia de Cristo! Esto último, desde luego, encuentra su mayor expresión en
la Epístola de Santiago: el hombre es justificado precisamente por sus obras (2:24); la fe sin obras es
muerta (2:14-18), porque las obras son los indicios de la fe. De hecho, como leemos en otra parte (1
Juan 4:20), el hombre que profesa su devoción a Dios y no hace tales buenas obras, es claramente
mentiroso sin un ápice de verdad en él. No obstante, haríamos mal en exagerar este aparente
contraste. Por mucho que Santiago pudiera haber diferido de Pablo en su teología, en este punto él
y Pablo están de acuerdo: Pablo demandaba el buen comportamiento del cristiano no menos que
Santiago.262 Ambos están acordes con los énfasis fundamentales del evangelio.

262Sobre la relación de Santiago a Pablo, véase los comentarios: J. H. Ropes, The Episle of St. James (International
Critical Commentary [Edinburgh: T. & T. Clark, 1916], pp. 28-39. Cualesquiera que hayan sido las limitaciones de
137

En todo caso, se insiste repetidamente en los Evangelios que los miembros del Reino de
Cristo son aquellos que lo obedecen. Los de Cristo son aquellos que han alimentado a los
hambrientos, han vestido a los desnudos, han mostrado misericordia al preso y al marginado—los
que, en breve, han hecho las obras de Cristo. (Mateo 25:31-46) Los que no, tengan la profesión y
credo que tuvieren, sencillamente no son de él. No importa que le digan: “Señor, Señor”, para así
honrar su nombre en doctrina, himno y oración, si no lo obedecen. (Mateo 7:21-23) Pero, el que lo
obedezca, sea quien fuere, es su hermano y pariente. (Marcos 3:35)
3. Es a la luz del llamado del Reino de Dios que la ética neotestamentaria ha de ser
entendida. Es sumamente importante que nos demos cuenta de esto, y es conveniente que pausemos
un momento para subrayarlo. Jesús no presentaba sus enseñanzas éticas como un programa en que
él esperara que el orden secular de su día o el nuestro lo llevara a cabo. Al principio, puede que esto
suene un poco sorprendente. Porque Cristo ciertamente quería que sus enseñanzas fuesen tomadas
seriamente, y él ciertamente creía que las sociedades injustas de este mundo estaban bajo el juicio de
Dios. Empero, queda el hecho de que no se proponía reformar la sociedad, sino hacer mucho más:
él llamaba los hombres al Reino de Dios y a su justicia. Y sus enseñanzas éticas son la justicia de ese
Reino. Como tales, desde luego, nos incumben a todos los siervos del Reino. Pero, del mismo modo,
quedan más allá de aquellos que no reconocen su señorío.
Por lo tanto, es un error garrafal pensar en el evangelio cristiano como un programa de
reforma para que la sociedad, tal como es actualmente, lo cumpla. Este ha sido el error del
cristianismo “liberal”.263 Claro está, debemos agradecer a los “liberales” por recordarnos—de lo que
necesitábamos ser recordados—que las demandas de Cristo son precisamente éticos. También, es
verdad que la predicación de la ética cristiana a lo largo de los años ha impactado la sociedad secular,
y ha hecho que sea un mejor lugar donde vivir. De hecho, no nos gustaría pensar en lo que la
sociedad sería sin la influencia de la moralidad cristiana. Pero presentar el evangelio cristiano
meramente como un programa de justicia social es malentender fundamentalmente al Cristo de los
Evangelio y traza un sendero de frustración y desilusión. Porque un mundo no-cristiano no pondrá
por obra la ética de Cristo ni puede hacerlo por mucho que insistamos. En un mundo no-cristiano
las enseñanzas de Jesús simplemente no son “prácticas”, como suele decirse a menudo. Para poder
realizar la ética del Reino, primero es necesario que los hombres se sometan a la regencia de ese
Reino.
Pero el hecho de que la ética de Jesús sea la ética del Reino de Dios y por lo tanto no puede
convertirse en un programa para los reinos de esta tierra, no puede usarse como pretexto para
absolvernos de la carga de ella. Tal pretexto se da a menudo. Habrá el milenarista (y a menudo uno
topa con tal) que, cuando confrontado con el hecho de que ciertas acciones o ciertos patrones
sociales no están acordes con la enseñanza de Jesús, lo admite libremente, pero luego declara que
puesto que la ética de Jesús es la ética del Reino, no se espera que se practiquen hasta que llegue el
Reino milenario. Si esto tiene tinte de caricatura, sólo puede decirse que no es peor que el cristiano
que tiene mucho celo por la propagación de la fe y que se consuela que, si esto se hiciera, la cuestión
de la ética cristiana social se resolvería naturalmente; por su comportamiento demuestra que no
considera la ética cristiana muy práctica. En cambio, no podemos escaparnos del dilema por tildar la
ética de Jesús una “ética interina” como Schweitzer y otros han hecho.264 Éstos creen que las

la teología de Santiago (¡no menciona la cruz!), no deben exagerarse las diferencias. Sobre todo, no podemos
tildar la epístola de Santiago, juntamente con Lutero, “una epístola de paja”.
263 La evaluación de Bowman (op. cit., pp. 192-196) sobre este aspecto del cristianismo “liberal” es altamente

recomendable. Sobre las enseñanzas de Jesús y su relación al Reino, véase T. W. Manson, The Teaching of Jesús (2ª
edición; Cambridge University Press, 1935), especialmente, pp. 285ss.
264 Albert Schweitzer, cuyo nombre es conocido por todos, en su Geschichte del Leben-Jesu Forschung (2ª edición;

Tübingen: J. C. B. Mohr, 1913; Traducción inglesa por W. Montgomery, The Quest of the Historical Jesús [London:
138

enseñanzas de Jesús seguramente eran demasiado exigentes para la vida humana normal, y por lo
tanto, tienen que haber tenido la mira de proveer un patrón de conducta para los cristianos durante
el interino breve que era esperado por la iglesia primitiva (¡y Jesús) antes del fin. Pero si eso fuera
verdad, ¿qué autoridad tendrían sus enseñanzas para nosotros hoy, los que vivimos a gran distancia
de ese interino esperado?
La ética de Jesús es la ética del Reino; y Jesús esperaba que sus seguidores las tomasen en
serio, no tan sólo en su generación sino en todas las generaciones. Porque en la teología del Nuevo
Testamento el Reino de Dios no es tan sólo la meta de toda la historia y la recompensa de todos los
creyentes, no tan sólo la norma por la cual se juzga toda conducta humana, sino que es un nuevo
orden que irrumpe en el actual, y llama a los hombres a que sean su pueblo. Su llamado demanda
una respuesta, y esa respuesta es la obediencia y la justicia aquí y ahora. Cristo tenía la intención de
que sus seguidores vivieran cada día a la luz del Reino que está irrumpiendo en el mundo, que
vivieran cada día como si mañana fuera el fin. Es un llamado al “vivir escatológico”, si se nos
permite usar el término. En este sentido la ética del Nuevo Testamento es como las demandas éticas
del Antiguo Pacto que se daban en los labios de los profetas: la ética es el medio por el cual los
hombres demuestran que son el verdadero pueblo del Reino de Dios. En el Nuevo Pacto, tanto
como en el Antiguo, si no hay obediencia, entonces ¡“vosotros no sois mi pueblo”! (Oseas 1:9)
Justamente aquí es donde encontramos la relación del evangelio social al evangelio de la
salvación individual, y es importante que lo veamos. No se debe separar las dos cosas, como suele
hacerse tan a menudo, porque son dos aspectos de la misma cosa. De hecho, su relación es tan
íntima como las dos caras de la misma moneda. Ya no podemos predicar, como suelen hacer “los
liberales”, la ética de Jesús e ignorar su persona y su obra como si fuera una abultada carga teológica
superflua. Por lo menos, si así hacemos, no predicamos al Jesús de la fe neotestamentaria. Tampoco
podemos hacer, como nosotros los “conservadores” solemos hacer, mofarnos del “liberal” por no
predicar un evangelio completo y luego, ya que predicamos la salvación por la fe, no ver la necesidad
de confrontarnos a nosotros mismos y a nuestro pueblo con las demandas de la justicia del Reino.
Esto, también, es no predicar al Cristo del Nuevo Testamento, sino a un Cristo incompleto. No
tenemos dos evangelios, la social y la personal, que luchen entre sí para estar en el candelero.
Poseemos un evangelio, el evangelio del Reino de Dios, y es ambas cosas. Simplemente, no tenemos
más qué predicar. Podemos estar seguros que somos llamados a obedecerlo en todas nuestras
relaciones dentro de la Iglesia de Cristo, y también más allá de la Iglesia dondequiera que
encontremos a nuestro hermano. ¡No es ninguna consolación que Cristo nos haya dicho que tal
como tratamos a nuestro hermano, así le hemos tratado a él! (Mateo 25:31-46)

II

Cristo, entonces, anunciaba que el Reino de Dios había irrumpido en el mundo, y llamaba
hombres a ese Reino. El Nuevo Testamento afirma con una sola voz que los que han obedecido el
llamado de Cristo son su verdadera Iglesia, y son herederos de todas las promesas dadas a Israel
(Romanos 4:13-15; Gálatas 3:29; Tito 3:7; Santiago 2:5)

A. & C. Black, 1910 (2ª edición 1922); reimpreso New York: The Macmillan Co., 1948] presenta una crítica
devastadora del Jesús “liberal” que llegó a ser un punto de referencia para los estudios neotestamentarios.
Pero, en su celo por recalcar el carácter escatológico del ministerio de Jesús, fue demasiado lejos—aun hasta el
grado de argumentar que Jesús esperaba que el Reino viniera antes de que sus discípulos hubieran terminado su
primera gira de predicación (Mateo 10:23); y que al desilusionarse en esto, subió a Jerusalén con la intención
deliberada de precipitar el Reino por su propia muerte. Según esta teoría, ya que Jesús esperaba el Reino en
cualquier momento, sus enseñanzas se dieron para gobernar la conducta de sus discípulos sólo durante el breve
interino que quedaba. Hoy Schweitzer encontraría pocos seguidores de su postura radical
139

1. Ahora bien, no podemos apartarnos para discutir ampliamente la cuestión del sentido en
que Jesús se proponía fundar una iglesia. No falta quien dude que jamás tuviera tal intención.265 Es
verdad que la palabra “iglesia” se pone en los labios de Jesús raras veces (Mateo 16:18; 18:17), y aun
así en pasajes sumamente difíciles.266 Pero creemos que más allá de toda duda, Jesús debe verse
como el fundador de la Iglesia. Es cierto que no se proponía fundar una nueva religión, y
ciertamente no estableció la organización de ninguna iglesia en particular—¡ni la de su propia
denominación! Es correcto y justo juzgar nuestras instituciones eclesiásticas por las enseñanzas de
Jesús y los apóstoles, y nada más. Pero un intento por probar que éstas, y éstas solamente, tuvieran
sus orígenes y autenticaciones en ellas produce muy a menudo resultados sorprendentes tanto como
cómicos—un bastante trágicos. Es muy dudoso que el Señor de la Iglesia aprobara tal
procedimiento. En ese sentido de la palabra, Jesús no fundó iglesia alguna. Pero la Iglesia es mucho
más que eso. Jesús no fundó ninguna organización eclesiástica, ni la más sencilla, pero como el
Mesías vino para llamar fuera al Remanente. En ese verdadero Israel, obediente a su llamado, están
las simientes de su Iglesia, su ekklesía (es decir, los llamados fuera). Por tanto, no hay necesidad de
preguntar por los orígenes de la Iglesia como si se fundase en un día dado, digamos, cuando la
confesión de Pedro (Mateo 16:16-17) o cuando el Pentecostés. (Hechos 2, véase 1:8) La Iglesia no
fue fundada en una fecha determinada, y por lo tanto, no puede observar un aniversario formal. Ella
comenzó en aquellos pocos en el derredor de Jesús que eran obedientes al llamado del Reino. Es
más, comenzó en el Antiguo Pacto mismo y en el anhelo del Antiguo Testamento por el verdadero
Israel del propósito de Dios.267
El Nuevo Testamento declara que en la Iglesia se cumple todo el anhelo por un Israel digno
de heredar el Reino prometido—un anhelo resumido mejor en el concepto del Remanente. Ahora
bien, Israel era sostenido por la confianza de que era el pueblo elegido de Dios. Ella creía que Dios
había entrado en pacto con ella, y que se había propuesto establecerla bajo su regencia de paz en el
punto decisivo de la historia. Pero tempranamente Israel había dado evidencia por su conducta que
no era ningún verdadero pueblo obediente de Dios. Ella, por lo tanto, no podía heredar las
promesas, sino que estaba bajo juicio—tal y como anunciaban repetidamente los profetas. De modo
que recordamos que, por lo menos desde el siglo ocho A. de J. C. había una tendencia creciente de
divorciar la idea del pueblo de Dios del pueblo físico de Israel. Empero, al mismo tiempo se
mantenía la confianza de que emergería de la tragedia de la historia un núcleo justo de Israel que
fuera el verdadero pueblo de Dios el cual heredaría el Reino prometido. Isaías dio a esta esperanza
su expresión clásica cuando preveía un Remanente puro, depurado por fuego, sobre el cual regiría el

265 Por ejemplo, A. von Harnack, The Misión and Expansion of Christianity (New York: G. P. Putnam’s Sons; 2a
edición; London: Williams & Norgate, 1908), I, 407; última y aparentemente, R. Bultman: Teologie des Neuen
Testaments (Tübingen: J. C. B. Mohr, 1948), I, 8 en donde se puede encontrar bibliografía adicional sobre la
cuestión. M. Goguel (L’Eglise Primitive [Paris: Payot, 1947], p. 16) cita a A. Loisy (L-Evangile et L-Eglise, p. 152)
en el sentido de que Jesús anunciaba el Reino de Dios, pero era la Iglesia que vino. Pareciera que se trata de un
asunto de definición: ¿qué quiere decir “iglesia”? Podemos estar de acuerdo en que Jesús no se proponía
fundar una religión nueva, ni tampoco deseaba la organización de ninguna de las iglesias que llegaron a existir,
pero si, como Mesías, venía para llamar fuera al verdadero Israel, la idea de la Iglesia está inevitablemente
presente. Véase la discusión excelente de R. N. Flew, Jesus and His Church (2ª edición; London: Epworth Press,
1943), pp. 17-88.
266 Estos dos versículos contienen las únicas veces en que la palabra “iglesia” se ve en los labios de Jesús, y

ambos textos no son considerados como palabras propias de Jesús por muchos. No se puede discutir la
cuestión crítica aquí. Parece razonable que Jesús empleara una palabra aramea (¿kenishta?), el evangelista
seleccionó la palabra griega ekklesia (iglesia) por ser la traducción más inteligible para sus lectores. Véase
McNeile, op. cit., pp. 241-242; M J. Lagrange, Evangile selon Saint Matthieu (3a edición; Paris: Librairie Lecoffrre,
1927), pp. 324-325; Flew, op. cit., pp. 89-98.
267 Véase Grant, op. cit., pp. 268-270 sobre esta cuestión.
140

Príncipe Mesiánico. Pero este anhelo por un Remanente se encuentra en todos los profetas aunque
no se use la palabra. La visión de Jeremías del nuevo Israel con el cual Dios haría un Nuevo Pacto
(Jeremías 31:31-34), la visión de Ezequiel de la nación resucitada (Ezequiel 37), y la descripción por
Segundo Isaías del pueblo que obedecen al Siervo—todos son variaciones de la misma esperanza.
De hecho, Israel heredará el Reino de Dios, pero tiene que ser un nuevo Israel espiritual.
Pero, he aquí Uno, hemos argumentado, que adoptó concientemente el patrón del Siervo y
lo cumplió, que llamó hombres a la compañía humilde del Siervo, y les dio la misión del Siervo de la
proclamación del evangelio en el mundo. Aun éste llamó a doce apóstoles, como si fuera símbolo
de las doce tribus de Israel. (Mateo 19:28)268 Es como si Jesús quisiera explicar por una parábola viva
que en su persona, su obra, y su llamado a los hombres estaba poniendo los cimientos de un nuevo
Israel, dándole su verdadero destino. Esa esperanza por el verdadero Israel del Remanente, que tan a
menudo por puro orgullo humano se había identificado con este o aquel grupo fragmentario en
Israel—fuese Joaquín y los deportados de 598 A. de J. C., fuese Zorobabel y la comunidad de
restauración, o lo que fuera—por la cual la Comunidad Santa había luchado por realizar, ya estaba
aquí. Aquí en Jesús y la comunidad de sus seguidores está el verdadero Israel. Y, vale la pena notarlo,
según Jesús es una comunidad ya divorciada de los lineamientos nacionales. (Mateo 8:11; 21:43;
Lucas 14:15-24). Está formada exactamente como Segundo Isaías la veía. En la obra de Pablo y
otros esa intención llegó a realizarse de verdad.269
En todo caso, el Nuevo Testamento triunfalmente describe a la Iglesia como el Israel según
el espíritu, el verdadero heredero de la esperanza de Israel. No podemos discutir de forma adecuada
siquiera el uso que Pablo hace de esta noción.270 Israel no es tal simplemente porque puede ufanarse
que es del linaje de Abraham (Romanos 9:6-8), ni es el hombre judío sólo porque haya sido
circuncidado; el verdadero judío es aquél que se ha rendido a Dios en su corazón. (Romanos 2:28-
29) Israel es un árbol, algunas de sus ramas se han cortado por la incredulidad; y ahora nuevas
ramas están injertadas. (Romanos 11:17-19) La Iglesia es el verdadero “Israel de Dios” (Gálatas
6:16), “un remanente, escogido por la gracia”. (Romanos 11:5) Todos los que son de Cristo son del
linaje de Abraham y herederos de la promesa. (Gálatas 3:29)271
Pero si Pablo es enfático, sólo hace eco de los sentimientos de toda la iglesia
neotestamentaria. La Iglesia es las verdaderas tribus de Israel. (Santiago 1:1) Es “un linaje escogido,
real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido” (es decir, el verdadero Israel) cuya misión es exhibir
ante el mundo la gloria del Dios que lo llamó a ser su pueblo. (1 Pedro 2:9-10); compárese a Isaías

268 J. Weiss (Das Urchristentum [Göttingen: Vandenhoeck & Rupprecht, 1917], pp. 33-34) y otros han
argumentado que el número 12 representa el esfuerzo por la iglesia de esquematizar el número de los discípulos
de Jesús para vaya acorde con las tribus de Israel. ( Lucas 22:30; Mateo 19:28) Yo creo que Jesús mismo
escogió doce discípulos por la misma razón simbólica. (véase Bowman, op. cit., pp. 209ss.). K. Lake y H. J.
Cadbury (The Acts of the Apostles [The Beginnings of Christianity, Pt. I, F. J. Foakes Jackson y K. Lake, editors (New
York y London: The Macmillan Co., 1933, IV, 12) sugieren que los 120 discípulos de Hechos 1:15 representan
12 multiplicado por 10, siendo 10, según la Mishnah, el número necesario para formar una congregación.
269 Sobre la intención misionera de Jesús, véase p. 139.
270 Para una discusión completa, véase W. D. Davies, Paul and Rabbinic Judaism (London: S. P. C. K., 1948),

capítulo 4; para una excelente pero breve resumen de la evidencia en general , véase Rowley, The Biblical Doctrine
of Election, pp. 144ss.; Flew, op. cit., 100-104, 158, etc.; T. W. Manson, op. cit.,pp. 171-191.
271 Debe decirse que algunos (por ejemplo, W. D. Davies, The Epistle to the Galations [International Critical

Commentary (Edinburgh: T. & T. Clark, 1921) ], pp. 155-159, 358, etc.) argumentan que estos términos (por
ejemplo, “Israel de Dios” Gálatas 6:16) no aluden a la iglesia sino a los fieles, aunque todavía sin luz, en Israel.
No podemos debatir la cuestión aquí, pero tengo que estar de acuerdo con la mayoría de los eruditos cuyas
obras he consultado que Pablo creía que la iglesia era el Remanente. Además de las obras mencionadas
anteriormente, especialmente James Moffett, Grace in the New Testament (London: Hodder & Stoughton, 1931),
p. 117 para una discusión de la postura de Burton.
141

49:6) Es “un reino de sacerdotes” (Apocalipsis 1:6; 5:10): es decir, es “el reino de sacerdotes” y la
“nación santa” (Éxodo 19:6) que fue llamado a ser. Es más, como el Israel en lenguaje de los
profetas (por ejemplo, Oseas 1-3; Jeremías 3:1-5; Isaías 54:4-7), era la esposa de Dios, así la Iglesia es
la novia de Cristo. (Efesios 5:22-23; Apocalipsis 21:2, 9-11) Y lo más grande aun, al igual que la
figura antiguotestamentario del Siervo se amalgama con sus seguidores, tanto así que a veces nos
cuesta determinar si se trata de un individuo o un grupo, así Cristo y su Iglesia llegan a ser un solo
cuerpo colectivo: “Vosotros sois el cuerpo de Cristo.” dice Pablo. (1 Corintios 12:27) O, como lo
expresara Juan, la Iglesia es las ramas de la vid que viene siendo Cristo. (Juan 15:5) O, de nuevo,
como repetidamente Pablo lo expresa (Romanos 12:5; 1 Corintios 1:30; Colosenses 1:28), el cristiano
está “en Cristo”: es decir, está relacionado orgánicamente a Cristo y a su hermano creyente en la
comunidad del nuevo pueblo de Dios, el cuerpo cuya cabeza es Cristo.272
Pero ese lazo por el pacto no se había mantenido. De hecho, era el meollo del ataque
profético contra Israel: Israel, por su conducta idolátrica y carencia de hermandad, claramente había
quebrantado el pacto repetidas veces, y había demostrado que no era el verdadero pueblo del pacto.
Simple y sencillamente no había nada en Israel que lo permitiera guardar el pacto. No obstante, los
profetas no podían creer que Israel, por grande que fuera su fracaso, pudiera frustrar el propósito de
Dios para su pueblo y su Reino. ¡Seguramente, de los escombros de Israel, Dios levantaría un Israel
puro, un Remanente, para hacer con ellos un Nuevo Pacto! Esa confianza se expresa en el Antiguo
Testamento de muchas maneras distintas. Está en la esperanza repetida del nuevo éxodo del desierto
de la catástrofe; está en la figura del Siervo que ha de ser el representante del pacto (Isaías 42:6-7;
49:8-10; 55:3) y a cuyo pueblo se le promete un eterno pacto de paz. (Isaías 54:9-10) Pero encuentra
su expresión máxima en aquellas grandes palabras de Jeremías (31:31-34): “He aquí, vienen días, dice
Jehová, en que haré un nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá ... Pondré mi ley en su
interior y la escribiré en su corazón. Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo ... Porque yo perdonaré
su iniquidad y no me acordaré más de su pecado.”
Es en un pequeño aposento alto que el Nuevo Testamento nos permite oír de nuevo las
palabras de Jeremías. Pero ellas también han sufrido el cambio característico de tiempo del Nuevo
Testamento. Ya no hay un futuro predictivo; en su lugar está el presente del indicativo: “Esta copa
es el nuevo pacto en mi sangre.” (1 Corintios 11:25; Lucas 22:20) Ahora bien, las palabras exactas
originales del sacramento presentan un problema textual que no nos interesa aquí.273 Es verdad que
en Marcos (14:24) y Mateo (26:28) la palabra “nueva” no figura en los mejores manuscritos. Pero, es
innegable que la iglesia, aun desde los tiempos más tempranos274, veía aquí la inauguración del
Nuevo Pacto. (Hebreos 8:6-13; 2 Corintios 3:4-6) Nos es imposible no creer que Jesús quería que

272 Véase, por ejemplo, a C. A. A. Scott, Christianity According to St. Paul (Cambridge University Press, 1927), pp.

151-158; J. Knox, Chapters in a Life of Paul (New York and Nashville: Abingdon-Cokesbury Press, 1950), pp.
111-159.
273 Tenemos las palabras de la institución de la Cena del Señor en la forma Paulina (1 Corintios 11:23-26) en la

forma Marcana (Marcos 14:22-25) y la Lucana (Lucas 22:15-20). El relato en Mateo 26:26-29 concuerda con el
de Marcos con pequeñas diferencias. Para ver los detalles, véase los comentarios; hay una discusión
conveniente en Wm Manson, op. cit., pp. 185-201. Hay quienes declaran que las palabras “mi sangre del pacto”
(Marcos 14:24) no son auténticas. (B. H. Branscomb, The Gospel of Mark [The Moffett New Testament Commentary
(New York and London: Harper & Brothers, s. f. ) ], pp. 258-264) Nosotros sólo podemos estar de acuerdo
con James Moffatt (The First Epistle of Paul to the Corinthians [idem, s. f.], p. 164, que cita a A. D. Nock cuando
asevera que si estas palabras no son auténticas, pocas palabras registradas en la historia pueden afirmarse ser
auténticas.
274 La palabra “nueva” está en la versión Paulina que tal vez sea la más primitiva de todas. Y el lenguaje de 1

Corintios 11:23 claramente indica que Pablo heredaba la tradición de fuentes aun más primitivas las cuales, dice
Pablo, se remontan a Jesús mismo. Sobre la relación que guarda este relato con los demás, véase V. Taylor,
Jesus and His Sacrifice (New York: The Macmillan Company, 1937), pp. 201-217.
142

sus acciones se entendieran así. Aquí en el Aposento Alto encontramos el Nuevo Pacto predicho
por Jeremías, anunciado y actualizado por los demás profetas. Aquí entre los seguidores del Señor
está el Nuevo Israel al cual se le ha dado una nueva ley de corazón. (Mateo 5:17-20)275 Aun más, aquí
hay el nuevo Moisés que da la nueva ley y que hace el Nuevo Pacto; aquí está el Siervo que lo
mediará en su sufrimiento. De modo que toda la mejor esperanza de Israel está recogida y realizada
en esas palabras sacramentales.
Ahora bien, creemos que la Última Cena era una comida del pacto. No nos podemos meter
en los problemas difíciles que giran en torno a la hora y la naturaleza exactas de esa comida. 276 Pero
sea su naturaleza la que fuere, parece claro que simbolizaba un compañerismo—de hecho el
compañerismo del Reino—en el cual los doce discípulos se unían los unos a los otros y a su Señor.
Al igual que el pacto en el Sinaí unía las doce tribus en torno al servicio del Dios en común, así esta
comida del pacto. En ella Cristo hizo que sus discípulos se identificasen con él: el pueblo del Señor
Dios de Israel se ha convertido en el Nuevo Pacto el pueblo del Siervo. También, aquí el número
doce es significante; cuán importante era se hizo claro por la rapidez con la que se eligió a otro para
tomar el lugar de Judas (Hechos 1:15-26), porque había que conservar el simbolismo del Nuevo
Israel. Y si un pacto tiene que se sellado por un sacrificio, aquí el sacrificio es el mismo Siervo: “Esta
copa es el Nuevo Pacto en mi sangre.” Era correcto y natural que la iglesia identificase a Jesús con el
sacrificio pascual (1 Corintios 5:7) y aclamarlo como “el Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo”. (Juan 1:29; Hebreos 12:24; 1 Pedro 1:19; 2:24; véase también Isaías 53:7, 10) La totalidad
del sistema sacrificial del Antiguo Pacto ha sido cumplida y suplantada por su sacrificio.
Pero, como Jeremías hablaba del Nuevo Pacto escrito en los corazones de los hombres, este
pacto es exactamente eso. Como ya dijimos, su ley es del corazón. (Mateo 5:17-19) Al Nuevo Pacto
se entra al ser crucificado con Cristo y al vivir Cristo en uno (Gálatas 2:20); se entra al bautizarse en
su muerte y al resucitarse a novedad de vida (Romanos 6:1-11); se entra al llegar a ser una nueva
creación en Cristo (2 Corintios 5:17); es necesario despojarse del viejo hombre, y ponerse el hombre
nuevo (Colosenses 3:9-10); tambien, es necesario vivir como si naciesen de nuevo. (Juan 3:3) Sus
miembros son aquellos que están “en Cristo” (2 Corintios 5:17; Romanos 16:3), que no dependen de
ninguna ley externa sino que tienen la mente de Cristo (Filipenses 2:5): este es el pueblo del Nuevo
Pacto.

III

El Nuevo Testamento, pues, habla del Reino de Dios como si fuera en realidad una cosa
presente. También, declara que Cristo es el Mesías Prometido que ha venido para establecer su
Reino entre los hombres; en él y en su Iglesia se cumple toda la esperanza de Israel respecto al
verdadero Remanente y el Nuevo Pacto. La fe del Nuevo Testamento, pues, es una fe triunfante.
Empero, era inevitable que con ese cambio de tiempo con el cual el Nuevo Testamento habla del

275 La conexión entre la moralidad interna del Sermón del Monte y la ley interna del Nuevo Pacto anunciado
por Jeremías ha sido señalada últimamente por Wm. Manson, op. cit., p. 124; Rowley, op. cit., p. 142.
276 Los Evangelio Sinópticos ubican la Última Cena en la tarde del primer día del pan sin levadura (Marcos

14:12; Mateo 26:17, 19; Lucas 22:7, 13) cuando el cordero pascual era sacrificado. Sin embargo, Juan la ubica el
día anterior (Juan 13:1, 29; 18:28)—es decir, antes de comerse la Pascua. El problema es real, y poco se gana
por una harmonización artificial. Por el momento, tengo que quedarme sin opinión. Los eruditos están muy
divididos sobre la cuestión, y el lector puede encontrar sus argumentos en los comentarios: C. J. Wright en
Major Manson y Wright, op. cit., pp. 866ss. Que la comida fuera la misma Pascua, la Qiddush o comida
preparatoria, u otra clase de compañerismo religioso también ha ocasionado debate. Pero, sea lo correcto que
sea, la sombra de la temporada pascual imbuía la Semana de la Pasión, y la iglesia tempranamente aclamaba al
Cristo crucificado como el sacrificio pascual.
143

Reino de Dios se diera una tensión severa. Por un lado, ese Reino es una realidad presente y
victoriosa; por otro lado, es una cosa del futuro y lejos de ser victoriosa.
1. De ninguna manera significa esto que se mermaba la confianza gozosa que sostenía a la
iglesia primitiva. Al contrario, había toda seguridad de victoria. Si la Iglesia es el verdadero Israel, el
pueblo del Reino de Dios, entonces es heredera de todas las promesas, y su victoria está bien segura.
De hecho, el Nuevo Testamento hasta declaraba que la victoria ya había sido ganada. Cristo y sus
obras portentosas habían señalado el irrumpimiento en el mundo del poder de la era venidera, del
Reino de Dios. Este poder había forcejeado con el poder de Satanás, y éste había dado con su igual y
había huído en derrota ignominiosa. Es cierto que parecía que la cruz era una derrota, porque allí a
Cristo se le entregó a las garras de los poderes de este mundo, y fue “crucificado, muerto y
sepultado”. ¡Pero no se engañe! La cruz no era una derrota para el poder de Dios, sino precisamente
su victoria. El Nuevo Testamento afirma que en la Cruz y la Resurrección, a los poderes del
Maligno se les ha dado un golpe decisivo. ¡Allí Satanás sufrió una derrota sin esperanza; se le rompió
la espalda, está derrotado, está acabado! Puede ser que la lucha siga por unos años más, pero el
resultado no se duda. La obra del Siervo ya se hizo; ¡la victoria ya se ganó!
De modo que la Cruz para la fe del Nuevo Testamento es el mismo pivote de la historia. Es
el punto de en medio desde el cual todos los eventos han de ser fechados. (Y es un instinto sano,
aunque no es evidencia de la profunda fe cristiana, que dividamos toda la historia entre A. de J. C. y
D. de J. C.277 Porque la Cruz es el principio de la nueva era y el fin de la antigua. Aquí Cristo puso su
vida por el pecado, y rompió el poder del pecado. (Hebreos 2:14) Luego, resucitándose en el tercer
día, demostró que aun ese “último enemigo” (la muerte) había sido conquistado. (1 Corintios 15:20-
22) De hecho, Pablo declaraba que en los eventos de la Semana de Pasión y la Resurrección toda la
historia de la humanidad desde Adán había sido cambiada totalmente. (1 Corintios 15; Romanos
5:12-21) Al igual que Adán en su pecado impartió al mundo la heredad venenosa de rebelión contra
Dios, y , por medio de ello, la sentencia de la muerte, así ahora ha venido el nuevo Adán, un Adán
celestial (1 Corintios 15:45-49)—un Hijo del Hombre278—que trae la vida por ser obediente hasta la
muerte.
¡Por ende encontramos la fe neotestamentaria en la victoria! Esa fe declara que el creyente
puede participar aquí y ahora en esa victoria. De hecho, la nueva era ya amaneció, y la iglesia está
viviendo en esa era. El milagro del Pentecostés es prueba de que ya comenzó los últimos tiempos,
por el derramamiento del espíritu del que habla Joel ya tuvo lugar. (Hechos 2:16-21; Joel 2:28-32; 2
Corintios 1:22; Efesios 1:13-14) El cristiano ha sido liberado de la actual era maligna (Gálatas 1:4),
ha “probado --- los poderes de la era venidera” (Hebreos 6:5), ha transferido su ciudadanía a la
nueva era. (Filipenses 3:20) El creyente ha sido liberado del poder demoníaco del maligno
(Colosenses 1:13) para entrar al Reino del Hijo. Su enemistad natural contra Dios le ha sido
removida, porque ha sido reconciliado en Cristo a su Padre Celestial y Rey. (2 Corintios 5:19;
Romanos 5:10-11) Ha sido adoptado como hijo en la familia de Dios (Gálatas 4:5-7), ha sido
contado como justo por su fe. (Romanos 5:1-5) De hecho, al encontrarse cara a cara con su Cristo
como el que contempla la gloria de Dios en un espejo, él mismo asume esa imagen. (2 Corintios

277 O. Cullmann, Christus und die Seit (Zürich: Evangelische Verlag, 1946), pp. 15ss. Véase la traducción inglesa
por F. V. Filson, Christ and Time (Philadelphia: The Westminster Press, 1950.)
278 Respecto a la relación entre el concepto de Pablo del segundo u Hombre celestial y el del Hijo del Hombre,

véase T. W. Manson, The Teaching of Jesus (2ª edición; Cambridge: The University Press, 1935), pp. 233-234; Wm.
Manson, op. cit., pp. 216ss, 250ss. Tocante al pensamiento de Pablo en torno al primer y segundo Adán, véase
Davies, op. cit., capítulo iii.
144

3:18) El hombre, hecho a imagen de Dios (Génesis 1:27), halla que esta imagen ha sido
restaurada—es decir, al fin llega a ser aquello para lo cual fue creado—estar en el Reino de Cristo.279
En el servicio del victorioso y ya presente Reino de Dios a la iglesia se le da una gozosa tarea
triunfante. La iglesia del Nuevo Testamento se veía a sí misma, como ya dijimos, como el pueblo de
ese Reino, la “comunidad escatológica” que ya vivía en la era venidera. Entonces, había que
ocuparse en aquellos últimos días entre la Resurrección y el esperado fin en la proclamación del
Reino al mundo entero y en el llamar los hombres a su regencia. En las páginas del Nuevo
Testamento hay un gran énfasis en la expansión. A lo largo del Antiguo Testamento el lector se
percata de un énfasis cada vez más centrípeto. Comienza con el gran lienzo de la creación y cuenta
de las relaciones de Dios con toda la raza humana (Génesis 1-11); luego, se reduce al pueblo de
Israel al cual Dios llamó para ser los siervos especiales de su propósito; luego se reduce aun más en
la búsqueda de un Remanente puro dentro de Israel que fuera el vehículo de la intención divina. En
el centro del drama de la Biblia el énfasis se reduce a un solo hombre: el Mesías, el Cristo. Pero a
partir de Cristo el énfasis se amplía más hacia fuera—primero al nuevo Israel el cual es su Iglesia, y
luego, por medio de esa Iglesia, se extiende al mundo entero.280 A la Iglesia se le llama a que asuma el
destino del verdadero Israel, o sea, el Israel como Siervo, y así llegar a ser el pueblo misionero del
Reino de Dios.
Y esa misión no es una esperanza desesperanzada destinada a la derrota, sino que es un
llamado victorioso. De hecho, la victoria ya ha sido ganada en la “lucha final” de la cruz. La lucha
cósmica continúa, por cierto, con una aparente furia sin tregua, pero esta lucha está en sus etapas
finales, como una acción de retaguardia. No hay ninguna duda. El Reino de Dios se mueve hacia su
inevitable triunfo: la rendición incondicional del Enemigo, la restauración de toda la creación bajo el
dominio divino (Hechos 3:21), y la sumisión de todos los poderes del cielo y de la tierra al nombre
de Cristo. (1 Corintios 15:24-28; Filipenses 2:10; Isaías 45:23) La Iglesia marcha en ese ejército
victorioso del Reino. ¡No es que la iglesia primitiva jamás soñara con producir esa victoria, trayendo
así el Reino! Esa es una delusión de grandeza moderna que la iglesia primitiva simplemente no habría
comprendido. Más bien, a la Iglesia se le envió en calidad de testigo misionero de un Reino ya
establecido, un testigo de lo que Cristo ya había hecho. (Hechos 1:8) Como el Siervo, en esa misión
daría con toda clase de persecución, tendría muchos heridos. Pero no hay ni la más mínima
sugestión de derrota—porque ésta es la Iglesia, y las mismas puertas del Infierno no prevalecerán
contra ella. (Mateo 16:18) Tampoco marcha sola esta pequeña compañía, porque el Cristo invisible
les acompaña a cada paso: “He aquí, yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo.” (Mateo 28:20)
Para el llamado de esa fe victoriosa, la Iglesia podía tener una sola respuesta, y ésta triunfante: “Si
Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Romanos 8:31; Isaías 50:7-9)
2. De modo que la confianza de la Iglesia en una victoria segura—de hecho una victoria ya
lograda—del ya presente Reino de Dios. Pero también encontramos las semillas de una tensión
extrema. Porque era igual y amargamente claro que el Reino no había venido, y la victoria no había
sido ganada; desde la óptica humana, tampoco había forma de producir esa victoria. ¡He aquí, la
paradoja! ¿Qué cosa es este Reino que ya vino, pero no, que ya es victorioso pero luce cualquier cosa
menos victorioso?
Desde la óptica humana, el Reino ciertamente no era victorioso. El poder del estado terrenal
seguía con su control sin detenerse. La iglesia del Nuevo Testamento tuvo que vivir toda su vida en

279 Sobre la noción bíblica de la Imagen de Dios y el uso de ella que hace el Nuevo Testamento, véase el
excelente artículo de F. Horst, “Face to Face: the Biblical Doctrine of the Image of God”, Interpretation, IV-3
(1950), 259-270.
280 Cullmann, op. cit., pp 99.103 hace énfasis en este punto. Este libro es un relato muy importante de la postura

bíblica de la historia.
145

las garras de la Roma Imperial. Y Roma no estaba en lo más mínimo sujeta al Reino de Dios, ni tenía
la intención de estar así. Para estas alturas, Roma era un estado totalitario. Aunque al principio el
gobierno romano no se inclinaba a ser intolerante de los cristianos, había en la religión estatal un
factor que a la postre tendría que ocasionar conflicto.281 Éste comenzó cuando Augusto, para poder
fomentar el patriotismo con el respaldo religioso, deificó al muerto Julio César y declaró que el
“genio” aun de los emperadores vivientes debía ser adorado. Es verdad que Augusto mismo no
afirmaba ser Dios, pero la línea entre el “genio” del emperador y el emperador era sólo un pelito.
Sólo faltaba un loco tal como Nerón o Domiciano que tomara la afirmación en serio para que la
orden se diera que se le adorase al emperador; eso sería la prueba del patriotismo de uno. Por ende
se presentaba el dilema de todos los tiempos: lealtad a Cristo o al César. Entonces al creyente se le
pondría ante el fuego; porque no podría adorar a ningún Rey sino Dios, y era claro que Roma no
permitiría dos reyes. Como siempre pareciera ser, tendría que decidirse en sangre cuál de los dos
fuera supremo.
Simplemente, la iglesia no tenía forma de derrotar el poder de Roma y asegurarse así de la
victoria prometida. Ella podía obedecer la Gran Comisión: podía predicar, podía testificar, podía
hacer discípulos para el Reino. Ella aun podía afirmar su fe en ese Reino hasta la muerte. Pero, no lo
podía producir. Aunque no hay indicio alguno de derrotismo o pasividad desesperante tocante a su
misión dentro de la iglesia primitiva, debe subrayarase una y otra vez que en todo el Nuevo
Testamento no hay ninguna palabra valiente en cuanto a ganar el mundo para Cristo o de hacer
entrar su Reino—¡ni siquiera una sílaba!
De hecho, la actitud de la iglesia neotestamentaria para con el estado y la sociedad fácilmente
puede parecer extraordinaria. No hay ni atisbo de un ataque contra la tiranía de Roma, ningún
indicio de un programa para ganar el estado para Cristo. Ciertamente es verdad que el evangelio de la
Iglesia era un fermento en la sociedad romana que a la postre la abriría de par en par, pero nunca se
predicaba el evangelio con esa intención sutil en mente. Tampoco hay ataques contra los abusos con
los que la sociedad romana estaba atestada, abusos totalmente contrarios a la enseñanza de Jesús.
Por ejemplo, Pablo da por sentado (Filemón) la institución de la esclavitud sin discusión, aunque el
evangelio que predicaba no podía llevarse con tales cosas contra el hermano. Pablo aun amonestaba
que se obedeciera al estado. (“los poderes que hay están dados por Dios” (Romanos 13:1-4) lo cual
puede parecer, si se sigue lógicamente (¡y de hecho así ha sido!) un apego a las ideas de Erasto que a
la postre vendería la iglesia al estado. Parecería que la iglesia primitiva no tenía ninguna esperanza de
reformar al estado o que se le hiciera ajustarse al Reino de Dios. Sus consejos para sus seguidores se
ven claramente, por ejemplo, en 1 Pedro, y pueden resumirse así: recuerden que son el pueblo santo
de Dios y que se porten así (2:9-12); estén firmes, pero vivan de tal modo que no ocasionen ofensas
de ser posible (2:13-15); desháganse de toda característica indigna (2:1-3) para que por su manera de
vivir puedan ser refutaciones vivientes de las cargas de los que les acusan (2:12, 15; 3:16); entreguen
el alma a Dios y aguarden su recompensa cuando Cristo venga. (1:7, 13)282
Entonces, el cuadro de la iglesia del Nuevo Testamento es el de una frágil iglesia débil, lejos
de ser victoriosa. En su comienzo es un grupo de iletrados campesinos galileos que huyen como
liebres de las autoridades judías. Al finalizarse la historia neotestamentaria, ha crecido en número y
ha atraído para sí muchas personas de importancia; es más, ha cobrado un coraje férreo. Pero aún es

281 El lector encontrará una reseña útil de las religiones del mundo grecorromano, incluyendo la religión oficial
de Roma en S. V. McCasland, “New Testament Times I: The Greco-Roman World,” The Interpreter´s Bible (New
York and Nashville: Abingdon-Cokesbury Press, 1951), VII, 88-94.
282 Tal vez la mayoría de los eruditos atribuyen 1 Pedro a una mano posterior a la del Apóstol (últimamente, F.

W. Beare, The First Epistle of Peter [Oxford: Basil Blackwell, 1947] ), pero su autenticidad ha sido defendida muy
capazmente por otros. Entre ellos están E. G. Selwyn (The First Epistle of St. Peter [London: The Macmillan Co.,
1946] ). Para mí, no hay ninguna objeción convincente a una fecha durante el reinado de Nerón.
146

una pequeña minoría lastimosa, compuesta mayormente de personas de baja posición (1 Corintios
1:26-28), los marginados y los desechados del imperio. Esta era su paradoja: siendo la Iglesia de
Cristo contra la cual las puertas del Infierno no prevalecerían (Mateo 16:18), pero sin poder
prevalecer contra la Roma de César. Esta era su paradoja aun más profunda: siendo el verdadero
Israel, el pueblo del ya existente Reino de Dios, y sin embargo una iglesia imperfecta con su cuota
completa de hombres pecaminosos que habían sido liberados imperfectamente del poder de esta era.
(1 Corintios) Expresándolo de otro modo, aunque el Nuevo Testamento nos enseña que el pueblo
del Reino de Cristo es sus seguidores obedientes, o sea su Iglesia, nunca hay el más pequeño indicio
de que la existente iglesia visible pueda ser o producir ese Reino.
No hay ninguna tendencia en el Nuevo Testamento que identifique a la iglesia visible con el
Reino de Dios. La iglesia que haga tal identificación pronto invitará a Dios a que acepte sus propias
políticas y prácticas, identificará el pueblo de Dios con aquella gente buena que comparte sus
creencias particulares y participa en sus cultos; además hará que el avance del Reino iguale su
crecimiento numérico. ¡Pero no será la iglesia neotestamentaria! Tal identificación es una tremenda
trampa, tal como los profetas desde Amós nos han dicho. Sólo engendra el engreimiento fatuo de la
justicia con Dios por medio de la obediencia externa; también engendra la igualmente fatua
expectación de la protección divina—¡pretendiendo ser su iglesia! La Iglesia ciertamente es el pueblo
del Reino de Cristo, pero la iglesia visible no es ese Reino. Al contrario, le incumbe tener mucho
cuidado, ¡no vaya a ser que por su conducta se convierta en agua tibia que Dios tendrá que vomitar
de su boca! (Apocalipsis 3:16) Qué viva con el claro conocimiento de que ella, también, está bajo el
juicio de Dios. (Romanos 2:5; 14:10; 1 Corintios 3:13; 4:5; 2 Corintios 5:10) ¡También ella, el nuevo
Israel puro, tiene que ser purgada! La iglesia es como un campo de trigo en el cual han brotado la
cizaña. (Mateo 13:24-30) El trigo y la cizaña crecen juntos en este campo, pero Dios (¡y solo Dios:
vs. 28-29!) sabrá distinguir entre ellos.
En virtud de estas cosas la iglesia neotestamentaria nunca podría ser una orgullosa iglesia
conquistadora, tal como el mundo entiende esos términos. Ha de permanecer la Iglesia del Siervo
Sufriente, una iglesia mártir. No le quedaba otro camino sino el de Cristo: beber de su copa (Marcos
10:38-39), tomar para sí su cruz. (Marcos 8:34) En los libros tardíos del Nuevo Testamento la
vemos “preparando su mente” (1 Pedro 1:13) para su martirio. ¿Victoria? Bien podían esperar que,
habiendo salido de la gran tribulación y habiendo “lavado y emblanquecido sus vestidos en la sangre
del Cordero” (Apocalipsis 7:14), quedaran aprobados algún día ante el Trono Eterno. Empero,
sobre la tierra no tendrían ninguna victoria salvo la del Siervo—más allá de la Cruz.
3. A la luz de lo que se ha dicho está claro que el Reino de Dios tiene que entenderse de
manera doble: ya vino, y aun ahora está en el mundo; también aún ha de venir. La iglesia tiene que
vivir con la tensión entre las dos, y siempre tendrá que vivir así, en calidad de “la comunidad
escatológica”.
Esta manera doble de hablar, empleada por el Nuevo Testamento, no es del todo extraña.
En cierto modo lo podemos observar en el Antiguo Testamento tanto como en las enseñanzas de
los rabíes judíos. Siempre se creía que la regencia de Dios era un hecho presente, ya que nunca se
dudaba que Dios a todo tiempo estaba en control, juzgando la conducta de los hombres dentro del
contexto de la historia, llamando así los hombres a su servicio. Por otro lado, esa regencia siempre se
veía como una cosa futura que sería consumada en el evento escatológico al final de la historia.281 En

281 Véase P. Volz Die Eschatologie der jüdischen Gemeinde im neutestamentliche Zeitalter (Tübingen: J. C. B. Mohr,

1934), pp. 165-167. El mismo hecho de que los contemporáneos de Jesús hablasen del Reino bajo ambos
aspectos es una advertencia fuerte contra la remoción de la historia evangélica del aspecto presente del Reino
(por medio de una interpretación puramente escatológica de Jesús) o de su aspecto futuro (por medio de una
147

el Antiguo Testamento y en el Judaísmo, estos dos aspectos se mantienen en equilibrio; en Cristo los
dos aspectos se unen: el futuro evento se hace presente, el Reino está presente aquí y ahora, uno
puede entrar a él y conocer su victoria. Además, así declara el Nuevo Testamento, Cristo—por
medio de su ministerio, su muerte y resurrección—ha asegurado el triunfo de ese Reino. El Reino
victorioso ya no es una cosa que se espera pasivamente, sino una cosa dinámicamente activa.
Pero es precisamente eso lo que introduce la nota de extrema tensión tan característica del
Nuevo Testamento. Porque, aunque el ministerio de Cristo se entendía escatológicamente como el
principío de una nueva era, esa esperanza escatológica no podía realizarse completamente en la
carrera terrenal de Jesús.282 La victoria prometida, aunque no podía dudarse, claramente no se había
cumplido. De modo que el Nuevo Testamento asume, como tiene que ser, una visión doble del
Reino: ya vino (“el reino de Dios está a mano”); aun queda por venir (“Venga tu reino”). Entonces,
si se pregunta si el Nuevo Testamento contemplaba el Reino como un hecho presente o una
esperanza futura, la única respuesta es ambas cosas. Así que, aunque declaraba que el Reino estaba
presente y victorioso, también miraba hacia delante con un anhelo cada vez mayor por el regreso del
Señor. (Hechos 1:11; 1 Tesalonicenses 4:15-17; Tito 2:13) y por la victoria final. (1 Corintios 15:25;
Filipenses 1:6; Hechos 3:21)
No se dudaba de esa victoria, sino que se le esperaba ardiente e inminentemente. La iglesia
primitiva creía vivir en los últimos días y el tiempo era corto. Como ya dijimos, se veía en calidad de
“la comunidad escatológica”. Ahora bien, esta expectación ardiente de la iglesia infantil por el
regreso del Señor no debe exagerarse, como si los cristianos primitivos pasaran su tiempo mirando
fijamente a las nubes con una especulación morbosa.283 Al contrario, iban haciendo su trabajo con
energía dinámica y gozo rebosante. Pareciera, sin embargo, que su gozo era sostenido por el
pensamiento que la victoria se daría pronto. Pablo claramente tenía tales expectaciones. Cada día lo
acercaba más (Romanos 13:11); vendría como un ladrón en la noche (1 Tesalonicenses 5:1-2); estaba
tan cerca la hora que no valía la pena casarse. (1 Corintios 7:29) De hecho, parece seguro,
basándonos en el lenguaje de Pablo (1 Corintios 15:51; 1 Tesalonicenses 4:17), que éste esperaba
estar vivo para presenciar el día. Es probable que ciertas palabras en los labios de Jesús mismo
(Marcos 9:1; 13:30; 14:62)284 contribuyeran a esta expectación de un fin inminente. En todo caso, la
iglesia estaba convencida de que el tiempo era corto. (1 Pedro 1:5; 4:7; Hebreos 10:25; Apocalipsis
1:3; 22:6-7, 20)

escatología “realizada”). Véase los comentarios oportunos de F. V. Filson, The New Testament Against Its
Environment (Chicago: Henry Regnery Co., 1950), pp. 66-67; también Cullmann, op. cit., p. 8, et passim.
282 Es la postura de la así llamada “escatología realizada” de C. H. Dodd The Parables of the Kingdom [New York:

Chas. Scribner’s Sons, 1935] ) y otros que en la carrera terrenal de Cristo el Reino había venido, y los
propósitos de Dios se habían realizado. Para una breve discusión de argumentos al contrario, véase F. C.
Grant, The Gospel of the Kingdom (New York: The Macmillan Co., 1940), pp. 145-146; también los comentarios
de Filson, op. cit.
283 Véase la cautela de R. H. Strachan, “The Gospel in the New Testament,” The Interpreter’s Bible (New York

and Nashville: Abingdon-Cokesbury Press, 1951), VII, 6-7, que habla en contra de una exageración de este
aspecto. Es verdad que “la idea de una fecha temprana para la venida de Cristo no domina el pensamiento de
los apóstoles,” siempre y cuando esto signifique que no era el corazón de su evangelio. Empero, aunque
probablemente sea verdad que la esperanza de la Parusía aumentaba proporcionalmente a la intensidad de la
persecución, y por lo tanto no debe exagerarse, tampoco se le debe minimizar. Porque parece que la iglesia
primitiva generalmente esperaba la pronta venida del Señor, y eso con gran entusiasmo. (1 y 2 Tesalonicenses)
284 Respecto a los problemas críticos tocantes a estos y otros pasajes de la misma clase, el lector debe consultar

los comentarios. Pareciera, por lo menos, que los escritores del Nuevo Testamento pensaban que el Señor
había enseñado la pronta consumación de todas las cosas, y sería durante la vida de las personas vivientes de
ese día.
148

Dentro de esta expectación tensa del fin inminente la iglesia neotestamentaria vivía. Es cierto
que el fin no llegaba tan pronto como algunos de los cristianos primitivos esperaban. De hecho, aún
se demora. Mientras los años se convertían en décadas y las décadas en siglos, era inevitable que algo
de la tensión se perdiera, si no desechada del todo. Pero la iglesia neotestamentaria nunca podía
escaparse de ella. En sus libros tardíos, cuando ya el tiempo se alargaba más de lo esperado, aún
oímos el grito ansioso de una iglesia que estaba a la merced de las fechorías del César: “¿Hasta
cuándo, oh Señor?” (Apocalipsis 6:10) También oímos la respuesta susurrada: “¡Paciencia!”.
(Santiago 5:7; Hebreos 10:36; 2 Pedro 3:4, 8) Esa esperanza sostenía a la iglesia cuando pasaba por el
fuego. Era una iglesia débil, impotente ante César, sin poder hacer nada. Pero como la “comunidad
escatológica” ella podía saber que lo que hacía no era cosa insignificante, sino que con cada acto de
firmeza en la fe, con cada hecho semejante a los de Cristo, con cada acto de testimonio obediente,
por pequeño que fuera, participaba a favor del Reino de Dios en la gran lucha cósmica. Hasta el fin
subía su oración: “Maranata”—“Ven, Señor”. (1 Corintios 16:22) Por medio de esa oración
anunciaba su fe que su labor no estaría de balde.
4. La iglesia del Nuevo Testamento, pues, tenía que vivir con una tensión entre su confianza
que la victoria del Reino de Dios ya se había realizado en Cristo, y su expectación entusiasta de la
victoria que ningún ojo humano podía ver todavía. Era una tensión severa que no podía ignorarse
fácilmente. La iglesia no podía escaparse de esa tensión salvo por la pérdida total de esperanza para
el futuro. Y eso la iglesia no podía hacer, porque eso hubiera significado la pérdida de su Dios y su
Cristo; el deshacerse del elemento escatológico que había sido indígena a su evangelio—como
también había sido indígena a la fe de Israel desde el principio. Si la iglesia lo hubiera hecho, se
habría traicionado a sí misma y habría probado que no era ningún heredero verdadero de la
esperanza de Israel. Tampoco podía la iglesia resolver la tensión por sus propios esfuerzos, porque
no poseía ningún medio para ganar la victoria sobre el poder de Roma ni tenía medio alguno para
producir el Reino de Dios sobre la tierra. Era una tensión que sólo podía resolverse
escatológicamente, es decir, por la actividad divina. La iglesia tenía que aguardar esa actividad divina.
Por lo tanto, es muy correcto que el canon del Nuevo Testamento se cerrara con un
Apocalipsis, y el más grande de todos: la Revelación. Éste es un libro de proporciones tan magníficas
que casi le deja a uno sin respiración. También es un libro que ha sido convertido en un verdadero
campo recreativo en donde toda clase de disparatadas especulaciones se dan. Es obvio que aquí no
podemos darnos el lujo de entrar en una discusión larga del libro, particularmente las varias
interpretaciones milenarias que se le han dado.285 Aunque fuera posible, sería gratuito hacerlo. Baste
decir que el Apocalipsis no es un libro de rompecabezas el cual, si sólo se pudiera hallar la clave,
proporcionaría al curioso el programa exacto que los eventos futuros tienen que seguir. Que cuente
del drama del fin es cierto; que lo haga en el lenguaje críptico de la Apocalíptica que necesita
bastante descifre también es verdad. Pero intentar hallar en ella un programa exacto y aun una fecha
exacta del fin del mundo es hacerle gran violencia. También, el hacer eso exhibe una curiosidad
enfermisa que raya en la insolencia; porque cuando Cristo mismo estaba en la tierra, declaraba que ni
él estaba enterado de tales cosas (Mateo 24:36), y aun más, no le competía al hombre saberlas.
(Hechos 1:7) Pero, aunque el Apocalipsis no nos da un programa exacto de futuros eventos, es un
llamado poderoso a todos los creyentes de todo tiempo a que permaneza fiel en la fe con una
confianza plena de que el propósito de Dios se va a realizar. También es un recordatorio a los

285Uno tiene que consultar los comentarios. El comentario crítico más exhaustivo es el de R. H. Charles,
Revelation (International Critical Commentary [New York: Chas. Scriber’s Sons; and Edinburgh: T. & T. Clark, 1920,
2 Vols.] ), menos técnico, M. Kiddle, The Revelation of St. John (The Moffatt New Testament Commentary [London:
Hodder & Stoughton, 1940] ). Hay una discusión valiosa en Rowley, The Relevance of Apocalyptic, pp. 117-128.
149

cristianos que no hay ninguna neutralidad en la lucha cósmica, que en todo lo que hace es necesario
hacer opciones—en pro del Reino o en su contra.
El Apocalipsis presenta un cuadro tal que sólo el lenguaje de la Apocalíptica puede sirvir. El
habla sobria no hubiera sido adecuada. Por un lado están desplegados ese antiguo Satanás (20:2), sus
ángeles, y su Anticristo,286 todos los poderes del Mal visibles e invisibles, sobre la tierra y más allá de
ella. Los poderes malignos de la tierra parecen personificarse en la figura del indecible Nerón, el
número 666 (13:18),287, la Bestia. Sin embargo, no se trata meramente de Nerón, Domiciano, Hitler,
o Stalin. Más bien, es cualquiera de ellos, todos ellos, o ninguno de ellos. Es, más bien, todos los
poderes terráqueos, quiénes sean o cómo sean, que obedezcan la voluntad del Adversario, los que se
han hecho antidioses y anticristos. Es como si fuera el eterno Nerón—el Nerón revivido—que
camina por la tierra en muchas encarnaciones. Es la suma total del mal, y lanza un último ataque
demoníaco contra el Reino celestial: contra el Cordero, el Hijo del Hombre, y él que se sienta sobre
el Trono. También, ventila su ira con una furia malévola contra los santos de Dios que viven sobre
la tierra. Para ellos es hora de decisión: junto con la revelación de Cristo ha venido también, como es
menester, la revelación del Anticristo, y se tiene que optar por el uno o el otro.
Es una lucha terrible, una lucha imposible de describir con vocabulario común. Hay
portentos en el cielo, tormento y tribulación sobre la tierra, mientras el mal se lanza contra el Reino
de los santos. Pero el escritor nos hace clara una cosa: jamás hay duda respecto al desenlace. Ya se ganó la
batalla en el calvario por él que, en su sacrificio, había tomado hombres de todas las naciones para
convertirlos en el verdadero pueblo de Dios. (5:9-10); Éxodo 19:5-6) Mientras tanto, venga lo que
venga, que haga el ocupante del trono de César—o del Kremlin—lo que hiciere, una cosa es segura:
“Reina el Señor nuestro Dios Todopoderoso “. (19:6) Los poderes malignos simplemente no pueden
ganar; ¡ya han sido derrotados! Puede ser que la lucha se arrecie, pero, por un lado, es sólo los
últimos esfuerzos agónicos de la Bestia; por otro lado, es los dolores de parto de una Nueva
Creación (Marcos 13:8: “Estos son principio de dolores”).
La visión termina con la Nueva Creación (capítulos 21-22), y con ella, el canon del Nuevo
Testamento. Es como si el veedor hubiese sido proyectado más allá del sufrimiento actual con todos
los ayes y males del mundo, y se le permitiese contemplar ese no consumado evento final, la victoria
del Reino de Dios. El poder del Mal Cósmico de hecho está alejado. El Diablo y su secuaces, la
Bestia y todos los que le obedecían están consignados a las llamas. (20:7-10)288, y los libros de juicio
están abiertos ante él que se sienta sobre el Gran Trono Blanco. Es entonces que esta cansada
creación antigua es restaurada. Hay Nuevos Cielos y una nueva tierra (21:1-4; véase Isaías 65:17-19);
la misma Ciudad de Dios, la nueva Jerusalén, ha bajado del cielo para ocupar su lugar entre los
hombres. En ella hay gozo inefable; toda tristeza, todo dolor, todo mal han desaparecido. Es un
gozo que reta todo vocabulario mortal; ¡ninguna joya o piedra preciosa es lo suficientemente
brillante para describirlo, no hay ningún sol cuya luz no quede pálida ante su gloria! El gozo se

286 El vocablo “Anticristo” no se usa en Apocalipsis para denotar el terrenal Archi-Enemigo de Cristo. De
hecho, no aparece fuera de 1 y 2 Juan, en donde se usa tanto del archi-Enemigo como de los falsos maestros
que lo obedecen (1 Juan 2:18). Pero “Anticristo” es sólo uno de varios nombres que expresan el mismo
concepto: por ejemplo, la Bestia (así en Apocalipsis), “el hombre de iniquidad”. (2 Tesalonicenses 2:3)
287 El número 666 parece lograrse por el uso de las letras hebreas que se ocupan para escribir César Nerón

(nrwn qsr), dándoles sus valores numéricos. (Los hebreos usaban las letras del alfabeto como números también)
El total sería 666. Así, la figura de 666 una especie de Nerón revivido (véase Charles, op. cit., I, 366-367). La
práctica de designar a personas con números en esta forma no era inusual. Una frase escrita sobre una pared en
Pompeya que rezaba: “Yo amo a la muchacha cuyo número es 545.” Véase M. Burrows, What Mean These
Stones? (New Haven: American Schools of Oriental Research, 1941), p. 270.
288 No podemos pausar aquí para tratar la cuestión del milenio. Haría falta todo un capítulo para eso solamente.

Apocalipsis 20 es el único pasaje en la Biblia que habla de él, y sea su interpretación que fuere, provee una base
muy endeble para las teorías complejas y exactas que se han fabricado sobre él.
150

agolpa sobre gozo en un poderoso crescendo de lenguaje hasta que el lenguaje ya no puede más, y
surge un gran “Coro de Aleluya”: “¡y reinarán por los siglos de los siglos!” (22:5) Es el Reino de
Dios, triunfante y eterno al final de la historia. Y la iglesia fijaba sus ojos anhelantes en esa Ciudad
no-vista y el Reino, y su oración subía (Apocalipsis 22:20), “Amén, ¡ven Señor Jesús!” Así, la Biblia
se cierra con un eco del tema que ha sido dominante en ella de principio a fin: el Reino de Dios
venidero.
Es imposible hablar de esto sin el sentimiento de que alguien está hablando de una cosa
extraña, una cosa totalmente ajena a la mente moderna. No quiero decir, ni tampoco es
sorprendente, que el simbolismo de la Apocalíptica nos sea extraño. Es la misma tensión
escatológica de la iglesia del Nuevo Testamento la que es extraña. No la entendemos ni un poquito:
esta iglesia sufriente, viviendo a la luz del Reino venidero, esperando la victoria de Dios. No somos
esa clase de iglesia, ni tampoco deseamos serla. Hace tanto que nos alejamos de esa tensión, y tan
completamente, que ya no nos acordamos de qué cosa sea. La victoria se ha demorado tanto que ya
no creemos que venga, y nos contentamos en nutrirnos a nosotros mismo, a ver si sobrevivimos. O,
en su defecto, nos hemos llenado de tanta confianza insolente de que la victoria estaba dentro de
nuestras posibilidades—siempre y cuando lanzáramos suficientes programas enégicos para así
ganarla—como si por programas esperáramos conquistar al mundo, y lograr la clase de mundo en
que podamos llevar a cabo cómodamente esos programas. Pero de la tensión del Nuevo
Testamento no sabemos nada.
¿Quién nos dirá que en este escapar de la tensión del Reino nos hemos engañado a nosotros
mismos? Empero, ¿es esta sobrevivencia que se ha acomodado al orden secular, sin tensión, y sin un
ápice de ese Otro Orden que siempre irrumpe menos que un auto-engaño? O, ¿es el Reino una cosa
tan pequeña que la podamos crear por nosotros mismos, siempre que nos dediquemos a ello? No,
no podemos despojarnos de la mente esta pavorosa inminencia y el reto radical del Reino, no
podemos reducirlo a una figura del habla, o tal vez un sinónimo pálido de la suma total de la bondad
humana; no podemos hacerlo y permanecer la Iglesia del Nuevo Testamento. Por la Iglesia del
Nuevo Testamento es el pueblo del Reino de Dios. Y ese Reino aún “esta cerca”, invadiendo el
orden terrenal. Podemos entrar a ese Reino, podemos acatar sus órdenes, podemos testificar de su
poder, podemos orar por su victoria, podemos (¡Qué Dios nos ayude!) prepararnos a sufrir por él.
Pero no podemos eludir su tensión. Porque es un Reino que ni podemos crear ni abandonar—y
seguir siendo la Iglesia. Por lo tanto, nos compete encontrar, ahora en este tiempo, la tensión del
Nuevo Testamento. Tal vez, si así hacemos, podamos ser aprobados como buenos y fieles siervos.
151

CAPÍTULO NUEVE

AUN HASTA EL FIN DE LA ERA

HEMOS LLEGADO AL FINAL DE LO QUE NOS PROPUSIMOS HACER. EL CONCEPTO


DEL PUEBLO DE DIOS Y LA EXPECTACIÓN CONCOMITANTE DEL REINO DE DIOS
han sido trazados desde sus raíces en la fe Mosaica hasta la visión concluyente del Nuevo
Testamento de “la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo de parte de Dios.”
(Apocalipsis 21:2) Se ha procurado demostrar que esta idea, tan dinámica y tan creativa, es la nota
unificadora de la Palabra bíblica. Cuan exitoso haya sido lo debe juzgar el lector. No podemos, sin
embargo, permanecer con el tema más. Empero, no podemos dejarlo sin hacer algún esfuerzo para
aclarar que la doctrina bíblica del Reino de Dios, el tema unificador de la Biblia, es aún la fuerza
motivadora de la Iglesia viviente.
La Iglesia neotestamentaria, como ya dijimos, ocupaba una posición peculiar entre la era
actual moribunda y la nueva era que lucha por nacer. Estaba convencida de que la victoria sobre
todos los poderes oscuros de la antigua era ya había sido realizada en Cristo, tanto así que se podía
hablar del Reino como algo presente. Sin embargo, estaba dolorosamente conciente de que el Reino
permanecía como cosa inconsumada del futuro; aun aguardaba su venida en poder. Dentro de esta
tensión entre las dos cosas la iglesia neotestamentaria vivía y esperaba. Era una tensión entre ls
victoria ganada y la victoria lejos de ser ganada, entre el Reino presente y el Reino invisible e
irrealizado, entre el poder de Dios y el poder del César, entre la sufriente iglesia militante y la Iglesia
triunfante. A esa tensión, a ese dilema nos avocamos ahora; porque en ella nosotros, también,
hemos de permanecer—como la iglesia neotestamentaria.

Entendámoslo claramente: la iglesia, por muchas formas que tenga, no ha cambiado ni un


poquito. Aún somos la iglesia neotestamentaria—¡o no somos ninguna iglesia!
Claro está, para nosotros es cosa difícil, y en un sentido de la palabra, imposible. No
podemos desarraigarnos de esta era para así caminar por los siglos y vivir en esa era; tampoco
pueden nuestras iglesias, tan complejas y tan establecidas, volver a ser la sencilla comunidad de ese
aposento alto o las catacumbas romanas. Eso sería un movimiento arcaizante, un intento futil de
devolver las manos del reloj, separarnos de la realidad. Es más, somos seres modernos y pensamos
como modernos; no podemos pensar como los antiguos. Tal vez sea demasiado que se nos pida que
expresemos nuestra fe con exactamente los mismos términos que eran tan naturales y tan
significantes para la iglesia primitiva.
La iglesia primitiva, como ya dijimos, se veía a sí misma como la sucesora de Israel, el
verdadero Remanente y el pueblo del Nuevo Pacto; entendía su misión como la del Siervo en la
proclamación del Reino y la extensión del pacto al mundo; se veía a sí misma como el pueblo del
Mesías que vivía en los últimos tiempos, una “comunidad escatológica.” Todos estos modos de
expresión son más que extraños para nuestros oídos, tanto así que se nos dificulta entendernos en
tales términos. Especialmente, y sobre todo, la tensión escatológica de la iglesia primitiva nos es
extraña. Nos cuesta adentrarnos en ella. Ya que pasaron los siglos y el fin no es aun, cuando cada
predicción milenaria del día y la hora ha sido desmentida ¿cómo podemos compartir la expectación
tensa de la venida del Señor? ¿Cómo podemos vivir como si el fin fuera mañana?
152

El que descarte estas cosas o las minimice, no tiene comprensión alguna del problema. No
podemos arcaizar a la Iglesia. Sin embargo, somos la iglesia neotestamentaria, y hemos de
permanecer así. Somos la misma iglesia, y tenemos el mismo evangelio—el evangelio del Reino de
Dios. Nuestra tarea no ha cambiado, y no ha perdido nada de su urgencia. Además, al realizarla,
vivimos bajo la misma tensión—por mucho que intentemos olvidarla—porque nosotros, también,
vivimos en ese tiempo final entre una victoria ganada en Cristo y una victoria lejos de ser ganada,
entre un Reino que está presente y al cual podemos entrar y un Reino que no podemos ser ni crear.
1. A la predicación de la iglesia neotestamentaria se le dio una intensa urgencia por la
convicción de que el tiempo era corto y que los últimos días habían llegado. Tal nota de urgencia
nunca debe faltar en mensaje de la Iglesia, menos hoy, porque se desprende de un sentido de juicio
inminente. Y la sensación de que el juicio está cerca oprime a los hombres hoy. Por lo menos
abunda en el mundo, aun entre aquellos que no hablan el idioma de la fe, una premonición
inquietante de perdición, y con ella un hambre y sed por la salvación que no se conoce
completamente, empero clama casi frenéticamete por satisfacción.
Al decir esto, debemos evitar el peligro de arcaizar a cada paso. Pocos hoy encuentran que
sea posible vivir con esta tensa expectación del Señor que vuelve exactamente como lo hacía
la iglesia primitiva. Haya sido la fe de la iglesia primitiva que haya sido, y cuán
profundamente compartamos esa fe y anhelemos su cumplimiento, no tenemos ninguna
seguridad, tal como ellos sentían, de que estemos, de hecho, viviendo en los últimos días. Es
más, encontramos sumamente difícil pensar en los patrones escatológicos de la Biblia.
Pareciera que hay poca preocupación entre nosotros por el juicio en el sentido estrictamente
escatológico apocalípticos, y los libros estarán abiertos ante el Gran Trono Blanco. Tampoco
hay mucho temor del infierno que tanto espantaba a nuestros ancestros y que les hacía huir
de la ira venidera por medio del arrepentimiento angustioso. Pero no hemos podido
escaparnos de la urgencia escatológica. Todavía hay entre nosotros un nuevo sentido de
juicio inminente y un anhelo desesperante por una salvación de intensidad escatológica. Le
da a nuestro mensaje un sabor neotestamentario.
No siempre era así. Había un tiempo cuando el antiguo sentido escatológico nos
parecía tan extraño, por no decir basto, que por poco nos deshacíamos de él totalmente. Es
que involucraba ideas que creíamos indignas del hombre civilizado y del Dios del hombre
civilizado, de modo que las extirpábamos de nuestra mente si no de nuestra teología. Eran
los esqueletos de nuestro closet teológico que no deseábamos que nadie se enterara. El
pecado, el juicio, la salvación—todas estas palabras las usábamos, pidiendo disculpas. Se le
tenía al hombre como esencialmente bueno. Por cierto, tenía sus faltas, y si uno quisiera,
podía llamarlas pecados; pero realmente tenían la naturaleza de una ignorancia disculpable, y
les competía a la educación, la civilización y la instrucción ética la remoción de ellas. No
había posibilidad del juicio, porque el futuro del hombre era de un progreso ilimitado; y el
progreso y el juicio no tienen nada que ver el uno con el otro. El hombre no necesitaba de
una salvación que no pudieran proveer el bienestar físico, la mejora moral, y la paz mental—
y todos éstos eran posibles. Expresarlo así tal vez sea una caricatura, pero no dista mucho de
la verdad. Creamos una religión carente de un sentido escatológico para la cual la tensión del
Nuevo Testamento parecía, cuando más, una aberración lamentable que se debía ignorar en
silencio.
Desde luego, esa delusión nebulosa ya no existe. La piedra angular de la historia cayó
encima de ella, y llegó a ser un herido moribundo. Se nos aclaró que habíamos
sobreestimado al hombre y habíamos subestimado su dilema. Se hizo evidente que el
hombre necesitaba alguna salvación que las comodidades de la civilización no podían
proveer; porque aunque se ponía en sus manos todas las herramientas para crear un nuevo
153

cielo y una nueva tierra, procedió de inmediato para crear un nuevo infierno. Llegó a ser
muy claro que su problema era grave. Mientras aclamábamos su bondad, gruñía como una
fiera; y veíamos con nuestros propios ojos un mal no-erradicado en él, infinitamente
merecedor del juicio que no creíamos que necesitara. El pecado—esa palabra anticuada,
desdeñosa, y acusadora—cobró una nueva importancia. Aprendimos que nuestro problema
no se trata de pecados: una lista de los errores más obvios que no comete el hombre bueno de
todas maneras o de los cuales puede desistir por fuerza de voluntad. Se trata del pecado del
hombre: el fracaso total colectivo en cuanto a la justicia, un fracaso que impide para siempre
un mundo de la justicia y la paz, como si fuera algún Edén perdido custodiado por la espada
ardiente de un querubín. Ciertamente es algo totalmente más allá de la reformación; es el
dilema ineludible del hombre.
Para ese pecado hay juicio; de eso estamos bien seguros ahora. La historia es un
juicio, y en ella la civilización se juzga. El antiguo sentido profético del juicio de Dios en la
historia ya no parece irrelevante en lo más mínimo o una exageración. A no ser que seamos
ciegos, sabemos que la sociedad ha incumplido la ley de Dios y ha colocado la ganancia por
encima de la rectitud; el hombre ha adorado una procesión lamentable de dioses falsos,
vestidos éstos de botas militares, que han violado a la criatura hecha a la imagen divina, que
ha sido vagamente religioso de una manera sentimental, empero no ha buscado sino su
propio confort material—todo esto está bajo juicio. ¡Esa sociedad ahora tiene que dar razón
a la historia si piensa tener el derecho de seguir existiendo! Este juicio guinda sobre nosotros;
no sabemos salvarnos a nosotros mismos de él, por frenéticamente que intentemos. Es
dentro de este contexto de desesperación que la Iglesia habla hoy.
2. Ella habla y proclama su evangelio. No hay duda en cuanto al contenido de ese
evangelio: es el evangelio del Reino de Dios. Ese es el mensaje de la salvación que la iglesia
primitiva predicaba con la urgencia de los últimos tiempos. Los poderes demoníacos de las
tinieblas y sus secuaces terrenales han esclavizado al mundo. Pero, ¡buenas noticias! ¡El
Reino de Dios está cerca! ¡El poder de la nueva era ya irrumpió, ya forcejeó con el poder
maligno, lo derrotó en la Cruz, y ahora se desplaza hacia su triunfo final! ¡Que se les llame a
los hombres a que vivan en esa nueva era! ¡Qué renuncien sus antiguas lealtades y
encuentren la vida como ciudadanos del Reino del Hijo de Dios! Claro, ese es lenguaje del
Nuevo Testamento, no el nuestro, y puede ser que no lo expresemos exactamente así. Pero
no podemos tener otro evangelio. Nosotros, también, hemos de proclamar la regencia de
Dios, hemos de llamar hombres a que se sometan a él por la fe, hemos de anunciar que en el
Reino de Dios es posible la salvación que hace tanto buscamos.
Ahora bien, la predicación del Reino de Dios no caerá sobre los oídos del hombre
moderno como una cosa totalmente extraña. Más bien, hace eco de su anhelo más profundo,
aunque no se dé cuenta de ello. Claro está, no se da cuenta que desea ese Reino, porque la
misma palabra es para él un cántico teológico que le es incomprensible, aunque la haya oído
alguna vez. No obstante, justo es por el Reino que anhela; aun millares que jamás cruzaron el
umbral de una iglesia lo buscan sin saber porqué. Porque la esperanza de él está grabada en
la misma necesidad de la naturaleza del hombre, y no puede escaparse de ella más de lo que
puede escaparse de sí mismo.
De hecho, hay una coincidencia extraordinaria entre la visión del Reino de Dios tal
como los profetas lo veían y esa meta que los hombres más profundamente desean hoy. Si el
profeta hablaba de la conversión de espadas en rejas de arado y un fin absoluto de la
violencia y la guerra (Miqueas 4:3; Isaías 2:4; 11:9), esa misma cosa es aún el objeto de
nuestro anhelo más desesperado. Si el profeta preveía un desierto que “se alegrara o
floreciera como una rosa” (Isaías 35:1), o sea, un tiempo de bonanza jamás soñado (Amós
154

9:13-15), nosotros también podríamos desear un fin para la oprimente pobreza y una libertad
de la necesidad. Si el profeta declaraba que en aquel día los hombres “se sentarían debajo de
su vid y debajo de su higuera --- y no habría quién los amedrentara” (Miqueas 4:4), eso sólo
hace eco de nuestro deseo más frenético porque estemos libres del espectro del temor que
camina en las noches de nuestro espíritu. Cuando el profeta habla de ese reino justo del
Príncipe Mesías (Isaías 9:7; 11:2-5), nosotros, los que nos hemos cansado de los hombres
increíblemente pequeños que gobiernan sin concepto alguno de la rectitud, sólo deseamos
presenciar su venida. En verdad, el deseo de la humanidad es un deseo por Reino de Dios
sin que se dé cuenta. Por mucho que nos afanamos por la abundancia material, es claro que
deseamos más que eso; deseamos un orden mundial moral. Un orden mundial moral debe ser la
finalidad de la historia--¡o bien puede ser el fin de la historia! Aun para esta delicada
generación, en general un tanto quisquillosa acerca de cosas de la fe, encuentra esta meta
sumamente pertinente. De hecho, estamos anhelando el Reino de Dios, estamos mirando
por las ventanillas del Reino de Dios, pero no sabemos entrar.
No sabemos entrar, porque somos idólatras. Pidiendo prestado el lenguaje
neotestamentario, el mundo está en las garras de poderes demoníacos que impiden paso a la
salvación. Es el error principal del hombre moderno que desee un orden mundial moral y
dependa de dioses falsos para que se lo den. Y tales dioses falsos no pueden hacer tal cosa.
Al contrario, este es un tiempo cuando los dioses falsos han anunciado abundantemente su
bancarrota. El mismo vocablo “ídolo”, desde luego, es anticuado, y puede parecerle poco
relevante a una generación que jamás hizo un ídolo ni lo ha visto fuera del museo. La antigua
polémica profética contra el paganismo le parece, por tanto, cuestión de arqueólogos. ¡No es
así! Dioses falsos—como el Baal de antaño—parecen gozar del poder de la resurrección, y
muchos dioses falsos, muertos por siglos, caminan sobre la tierra cubiertos de moho del
sepulcro, encontrando para sí adoradores. Porque todo aquello que el hombre desee para su
bienestar final, su salvación, y del cual deriva sus normas de conducta—ése es su dios. ¡Y no
faltan!
Pero los dioses-ídolos, prometan lo que prometan, simple y sencillamente no pueden
producir un orden mundial moral. Por ejemplo, había el ídolo del progreso material, y su
culto prosperaba. Y tenía matices definitivamente mesiánicos: pensábamos salvarnos por la
buena atención médica, televisores e inodoros interiores. Pero debiera haber sido obvio que
cualquier bendición que este “mesías” nos pudiera dar (y sólo un tonto niega que sean
muchos), no podría crear un orden mundial moral. Porque herramientas materiales, sean
cuchillos de cocina o bombas atómicas, no tienen moralidad. Sólo pueden asumir la
rudimentaria moralidad de sus usuarios que necesitan desesperadamente una ley moral que
les controle. El dios falso del estado y la ideología del partido es peor. Seguramente estos
siniestros dios-hombres, cuyo evangelio es propaganda y cuya salvación es una celda de
esclavo, no pueden producir ningún orden mundial moral—por la sencilla razón de que es su
costumbre escupir sobre la moralidad. Tampoco podemos esperar que alguna
superorganización de naciones, algún gobierno mundial, llámese como se llame, podrá en sí
mismo liberarnos. Por buenas intenciones que tengan tales esquemas, y por mucho que
oremos sinceramente por su éxito, sentimos que son salvadores muy anémicos. Si no se le
apoyan, pronto se caen. No pueden crear un orden mundial moral; cuando más, sólo pueden
esforzarse por hacer que se cumpla la moralidad relativa de sus constituyentes. Hay muchos
dioses, y todos tienen los mismos pies de barro.
A un mundo engañado desde hace mucho por mesías falsos y esclavizado por
lealtades falsas, la iglesia proclama su antiguo mensaje de salvación. Finca su esperanza
sólidamente sobre la esperanza bíblica, porque sabe que no hay otro lugar para colocarla;
155

anuncia el Reino de Dios como la meta de la historia y la única esperanza para la redención
del hombre. Afirma que nunca puede haber un orden mundial moral hasta que los hombres
renuncien su lealtad a poderes menores y dioses falsos y someterse así a una universal ley
justa y moral. Porque a no ser que los hombres encuentren alguna comunidad redentora
capaz de resolver el cisma de la sociedad y unir la cultura Occidental y la Oriental—y todas
las razas y clases en ellas—bajo su regencia justa, un mundo de paz y justicia deberá
permanecer para siempre sólo un sueño. La Iglesia afirma que hay una sola comunidad
redentora, y no es ni los Estados Unidos ni ninguna otra nación, ni gobierno de naciones,
sino la comunidad todo-abarcadora del Reino de Dios. Ese es la esperanza de la historia. La
Iglesia apunta hacia ese Reino y llama a los hombres a que por la fe se sometan a su regencia
benévola como sus ciudadanos. Entonces, y sólo entonces, es posible la justicia.
Pero no tan sólo eso. La Iglesia no anuncia al Reino de Dios como meramente una
posibilidad, o como una cosa deseada; ella lo anuncia como un hecho, actualizado en
Jesucristo, trabajando ya en el mundo, edificándose en los corazones de los hombres. ¡Y es
un Reino victorioso! Toda la historia se desplaza hacia él; todo el futuro le pertenece: ¡es un
Reino que viene! Es en calidad de emisario de ese Reino que la Iglesia se atreve a hablar.
3. Pero mientras más seriamente la Iglesia tome su tarea, más profundamente siente
la tensión completamente neotestamentaria. Se teme que sea una tensión que ella no ha
comprendido completamente y de la que no quiere saber; sin embargo, es inherente a la
misma naturaleza de su evangelio, y ella no puede escaparse de ella. La tensión estriba en
estar entre su enajenación de la era actual y su encarcelamiento por ella, entre una victoria
declarada y una victoria que la iglesia encuentra imposible producir. Por un lado, ella afirma
que en Cristo el poder del pecado y la muerte ha sido roto; ella declara que el Reino es un
hecho presente, dinámicamente activo en el mundo y moviéndose irremisiblemente hacia su
triunfo final. Además, ella labora tal y como se le manda hacer para lograr esa victoria,
predicando su evangelio con una urgencia desesperada ante los fuegos del juicio de la
historia como la única esperanza de salvación, y urgiéndoles a los hombres a que lo acepten y
que se sometan al yugo del Reino de Cristo. Por otro lado, por mucho que proclame el
triunfo de ese Reino, ella encuentra pocas señales de su presencia inminente y su victoria
venidera; y ella, pese a sus esfuerzos estupendos, no puede hacer que esa victoria llegue.
Decir que ella es incapaz de hacerlo no es una palabra alentadora: sabe a la futilidad y
la negación del llamamiento misionero de la iglesia. Porque ciertamente Cristo mandó a sus
discípulos a que predicasen el evangelio a todo el mundo, y él esperaba que tomasen en serio
esa comisión. Tampoco la veía como una ventura fútil. Entonces, pues, ¿no le compete a la
Iglesia laborar energéticamente ganando a los hombres para Cristo para que por medio de
sus esfuerzos la promesa que ante él “toda rodilla se doblará” encuentre cumplimiento y que
venga su Reino? Había un tiempo, tal vez, cuando eso nos parecía muy posible. Claro está,
no minimizábamos la dificultad de la tarea—pero ¿no era la misma dificultad un reto para
que nos preparáramos? ¡Qué lanzara la Iglesia un tremendo esfuerzo, “ganar al mundo para
Cristo” y “hacer venir el Reino”! Esa es su deber, y lo podría hacer, ¡siempre y cuando se
esforzara! Sugerir lo contrario sólo se tomaría como el indicio de una seria falta de fe.
Ahora bien, esa era una confianza presuntuosa, y no tiene caso decir que era
totalmente inocente. Era más: rayaba peligrosamente en ser una auto-deificación eclesiástica.
Si la Iglesia pudiera haber tenido éxito, si pudiera haber ganado a todo hombre para su
feligresía, habría sido una iglesia grande de verdad (y un mejor mundo que ahora), pero no
podría haber sido el Reino de Dios. Porque la Nueva Era no puede ser producida por las
iglesias visibles en términos de acción agresiva; las mismas iglesias son presas de la era
presente.
156

En todo caso, tenemos que encararlo: actualmente no estamos ganando tal victoria.
Al contrario, pese a nuestro gran tamaño y riqueza, somos tan impotentes ante los poderes
de este mundo como la iglesia naciente. Los problemas que nos confrontan son horribles y
no les son suficientes las respuestas de una teología memorizada. La desesperación nos
deprime. Desplegada contra nosotros está una nueva idolatría demoníaca, sostenida por un
poder físico mucho más fuerte que el de la Roma imperial. Una iglesia tan pequeña, tan
débil, tan dividida--¿qué fuerza o programa tiene ella para contrarrestar el poder brutal de un
César tan grande y lograr así una cosa remotamente semejante a un mundo justo? De hecho,
pareciera que se le ha detenido, se le ha puesto en jaque, se le ha derrotado. La tarea sin
hacer es enorme: una iglesia a la cual pertenece apenas la mitad de las personas en esta tierra
favorecida, ella es una minoría lastimosa entre los millones de personas en el mundo. Por
aquí y por allá ella está detrás de cortinas de hierro como una iglesia mártir, habiendo
regresado a las catacumbas en donde nació. Pese a su evangelio triunfal no se puede
vislumbrar ninguna victoria, ni parece saber qué hacer para producirla. Miles, aun de sus
propios hijos, toman esto como un indicio de su futilidad y han llegado a esperar muy poco
de ella respecto a la salvación.
De modo que nos encontramos en tensión. Es una tensión entre dos mundos: entre
el Reino de Dios victorioso sobre todos los poderes y la Iglesia de Dios a merced de los
poderes de este mundo. Se parece bastante a la tensión neotestamentaria, pero a diferencia
de la iglesia neotestamentaria, no estamos resignados a vivir en ella. No nos gusta para nada.
Pensamos que no debe haber tal tensión, que no es una posición correcta para que la Iglesia
se halle en ella. Desesperadamente deseamos eludirla, porque admitir que no podemos
hacerlo viola nuestro sentido de misión como iglesia tanto como nuestro orgullo. Pero eso
precisamente nos arroja dentro del dilema. Porque fundamentalmente hay solo dos
concebibles medios de escape: podemos perder toda esperanza y responsabilidad por este
mundo, retirarnos de él, y dejarlo que vaya por su propio camino suicida a la perdición; o
podemos por la acción agresiva conquistarlo para Cristo. Pero ninguno de los medios es
posible. Aquél sí nos aliviaría la tensión, pero sería una crasa cobardía y un rechazo del
mandato de Cristo. En cuanto a éste, confesamos no saber cómo hacerlo. Sin embargo, nos
sentimos compelidos a continuar el esfuerzo. De modo que seguimos tanteando entre los
métodos de acción probadas y encontradas faltas y los métodos que aun no se prueban que
nos ubiquen en el camino correcto. El grito de la iglesia aun se da. No es el grito de la iglesia
neotestamentaria, “Maranta”—“Ven, Señor” (1 Corintios 16:22); Apocalipsis 22:20), sino una
pregunta un tanto frenética, ¿qué hacer? Pero es una pregunta legítima, y urge una respuesta.

II

¿Qué, pues, debemos hacer? Si hacemos esa pregunta al Nuevo Testamento,


recibiremos una respuesta a primera vista un tanto decepcionante, casi negativa. Nos gustaría
encontrar allí algún curso de acción sugerido, pero no hay ninguno. No se traza ningún
programa de conquista mundial (aunque se predique enérgicamente el evangelio); no se
sugiere siquiera ningún programa de acción socio-política; no se promueve ninguna
organización ecuménica (una palabra modera, por cierto) que fomente la solidaridad cristiana
ante el peligro. Por cierto, se da mucho respecto a lo que el cristiano ha de creer, de cómo ha
de vivir, de cómo ha de testificar del evangelio. Pero no hay ni pizca de consejo sobre cómo
la Iglesia pueda escaparse de la tensión escatológica, ni pizca de evidencia de que deba
escaparse. Al contrario, se asume que esa tensión es el ambiente natural de la iglesia: qué
permanezca firme en esa tensión la iglesia. Entonces, llegamos al Nuevo Testamento
157

preguntando qué hacer, buscando un programa de acción , ya la respuesta del Nuevo


Testamento es: no se dará ningún programa—¡salvo que sean la Iglesia!
Pero eso puede sonar como un juego de palabras. El jugar con palabras es un lujo
que el teólogo se puede dar, pero es un lujo que ya no podemos costear. No podemos decir
simplemente que la Iglesia ha de ser la Iglesia; debemos preguntar ¿qué es lo que la iglesia del
Nuevo Testamento se creía ser?, y ¿qué significa eso para nosotros?
1. Ahora bien, la postura del Nuevo Testamento en torno a la iglesia es bastante
sencilla, por extraño que esto nos suene. La Iglesia es “las doce tribus de la dispersión”
(Santiago 1:1); ella es “el Israel de Dios” (Gálatas 6:16), un remanente elegido por la gracia
(Romanos 11:5), un reino de sacerdotes (Apocalipsis 5:10), “un pueblo escogido, un real
sacerdocio, una nación santa --- el pueblo de Dios” (1 Pedro 2:9-10), y mucho más por el
estilo. En breve, ella es la santa comunidad de Dios, el verdadero Remanente, el pueblo del
Nuevo Pacto, y la sucesora del llamado y el destino de Israel. Ahora bien, Israel era un
pueblo del pacto, un pueblo peculiar. Era su fe la que lo destacaba, nada más. En tamaño era
un estado insignificante, indistinguible de todos los demás estados insignificantes del mundo
antiguo. Tenía poca riqueza. Su cultura material no difería esencialmente de la de sus
vecinos. Pero ella tenía a un Dios y una fe que la separaba totalmente de su contexto; ella era
el pueblo de ese Dios, unida en la hermandad del pacto con el fin de que obedeciera sus
leyes justas. Como el verdadero Israel, la Iglesia ha de llevar a cabo la misión de Israel, y,
como Israel, ha de ser el santo pueblo escogido de Dios.
Resistir esta noción es resistir la supervivencia, porque la fe sobrevive en encontrar
para sí un pueblo y encarnándose en él. ¡No es que el pueblo de fe sea perfecto! Israel no lo
era, tal como hemos mostrado una y otra vez. Pero Israel, pese a todos sus serios fracasos,
hospedaba y mantenía viva una fe que no pudiera haber sobrevivido de otra manera. Al hacerlo, ella
misma era mantenida viva, no pudiendo haberlo hecho de otra manera. De hecho, así mismo
sobrevive toda idea y fe, sea verdadera o falsa. El Comunismo, por ejemplo, seguramente es
más que muchas armas del Ejército Rojo y ciertamente no es una abstracción que existe en
un vacío: es hombres que encarnan una fe—y seguirá viviendo mientras este Anticristo
particular encuentre gente en quién encarnarse. De igual manera, la democracia es más que
el Monumento a Washington o un documento escrito por el Sr. Jefferson. Es hombres que
“tienen estas verdades como auto-evidentes,” y sobrevivirá mientras tales hombres
sobrevivan—ni diez minutos más. Por lo tanto, es cierto que la fe cristiana vivirá en un
pueblo peculiar que se dedica a ella, y es igualmente cierto que ese pueblo vivirá como
pueblo, siempre y cuando sea de verdad un pueblo de fe. Hablar de la Iglesia como el
Nuevo Israel, pues, es correcto: ella, como Israel, ha de preservar y propagar la fe al hacerse
su pueblo y encarnándola.
La Iglesia, pues, no es en ningún sentido una organización, ni menos la suma total de
todas sus organizaciones: es un organismo; es el pueblo de la fe, el pueblo del Reino de Dios.
Hablamos ahora, no de las iglesias, sino de la Iglesia—y de un sentido mucho más elevado
de pueblo que la mayoría de nosotros hayamos conocido. No somos el pueblo de la iglesia
del Rev. Dr.____, mantenidos allí por la potencia de la oratoria del Rev. Dr.___o pese a ella,
por una terca lealtad. No somos el pueblo de las iglesias Presbiterianas, Metodistas o
Bautistas, estimulados por los programas dignos de estas iglesias, encontrando
compañerismo en ellas. No somos los hombres de buena voluntad, preocupados por los
fundamentos de la sociedad, concientes de que éstos son las dádivas de la religión a la
sociedad, y por lo tanto, sostenedores de nuestras iglesias. Somos el pueblo del pueblo de la
Iglesia.
158

Y la Iglesia es mayor que las iglesias. Al igual que el verdadero Israel del propósito de
Dios no era idéntico a la nación israelita, así la Iglesia del Señor Jesucristo no es lo mismo
que las iglesias cristianas. Ella está en cada una de ellas, empero más que todas ellas—tanto
así que ninguna iglesia puede afirmarse ser la Única Verdadera Iglesia sin que se deifique a sí
misma y por ende, la blasfemia. La Iglesia es una cosa invisible. Está en las listas de
membresía de las iglesias sin que estadístico eclesiástico alguno pueda cuantiarla, y se
extiende para incluir a los más improbables publicanos y pecadores. Respira por dentro y por
fuera de las formas y las normas de las iglesias como el viento que sopla “de donde quiere”:
de hecho, uno de verdad puede “oír su sonido,” pero no se puede saber “de dónde viene ni a
dónde va.” (Juan 3:8) La Iglesia es una comunidad supra-mundana que trasciende el tiempo y
el espacio. En ella uno se sienta con el Padre Abraham y los Doce, con los hermanos
cristianos en las bancas y con el hermano cristiano en la China. Es la comunidad de todos
aquéllos que han oído el sonido del Reino de Dios que se acerca, y han respondido que Sí a
su venida. Es el Nuevo Israel, el nuevo pueblo de Dios, Una Santa Iglesia Universal.
No es por esta Iglesia que hemos temido. Al contrario, hemos temido, porque no la
veíamos, y, al no verla, veíamos únicamente las iglesias visibles. Es por éstas que hemos
temido. Nos hemos quedado horrorizados por sus deslices, desmoralizados por sus
flaquezas. No tienen poder para redimir la sociedad y hacer de ella el Reino de Dios, porque
ellas mismas están ligadas a la sociedad, envueltas en la sociedad, y partícipes de sus pecados.
No pueden ganar la victoria de Cristo, porque no tiene sentido imaginarse que el Reino de
Justicia de Cristo pueda lograrse por medio de actividades y metas de hombres sólo
relativamente justos. Ninguna iglesia visible, ni siquiera todas ellas en sesión ecuménica,
pueden producir ese Reino, ni por cinco minutos. Al contrario, las iglesias visibles están
condenadas a estar a la merced de César. Él puede hacer que ellas obedezcan o, en su
defecto, destruirlas. Pero ésta no es la Iglesia. Porque por encima de todas estas endebles
iglesias frágiles se eleva esta otra Iglesia, la Iglesia Invisible. Ella es una nueva raza de
hombres cristianos. Para ella, el Nuevo Testamento no tiene ningún temor, ni tampoco
debemos nosotros. Ella no teme la Roma de César, porque ella sobrevivirá a ambos, César y
Roma, y todos los estados sucesores de la Roma de César. Las iglesias visibles pueden ser
torturadas, doblegadas o destruidas; pero no pueden matar a la Iglesia. Ni el ejército de
Nabucodonosor ni las legiones del César, ni el Gestapo ni la MVD tiene ese poder. La
Iglesia es el nuevo Israel—el pueblo de fe, el pueblo del Reino de Dios. Y un pueblo,
siempre que siga siendo pueblo, es indestructible. Ésa es la iglesia del Nuevo Testamento que
somos llamados a ser.
2. ¡Pero, no somos llamados únicamente a ser sino a actuar! Si la Iglesia es el Nuevo
Israel, entonces a ella se le da el destino y la misión de Israel; ésa no es una cosa pasiva, sino
un llamado misionero. Esto se remonta a la intención de Jesús mismo. Mucho antes de
Jesús, el profeta (Isaías 40-66) había declarado que era el destino propio de Israel de ser el
siervo de Dios y de proclamar la verdadera fe al mundo gentil. Por destino duro que fuera y
lleno de la promesa de sufrimiento, urgía a su pueblo a que lo aceptara. Aunque es cierto
algunos atendían ese llamado, Israel en general no aceptaba ese destino para llegar a ser un
pueblo misionero; tampoco entendía al Siervo como una figura mesiánica. Pero, Jesús no tan
sólo se veía a sí mismo como el Mesías prometido, sino que aceptaba su mesiazgo en calidad
de Siervo. Así fue que cuando llamaba para sí al verdadero Israel, su Iglesia, les daba a ellos
el verdadero y propio destino de Israel. El llamado misionero del Siervo, pues, fue legado a
la Iglesia. En todo caso, así la Iglesia entendía la cosa: la historia del Nuevo Testamento es
una historia de misiones.
159

Por lo tanto, la Iglesia no se equivoca cuando comprende que su tarea es misionera


de carácter. De hecho, su único error es que no lo haya entendido lo suficiente. Ella no ha de
hacer misiones como una de sus muchas actividades; ella tiene en todas sus actividades una
misión; ella es un pueblo misionero—si no lo es, no es la Iglesia. Su evangelio declara, como
ya dijimos, que la salvación del hombre estriba únicamente en el Reino de Dios, y ella
anuncia esa salvación al mundo. Pero, ella no lo declara meramente como un hecho objetivo,
sino que llama los hombres a ella. Ella es una Iglesia que tiene que esperar un Reino que ella
no puede producir; pero le es vedado el esperar pasivamente. Ella es la Iglesia Militante; ella
lucha por los espíritus de los hombres; ella capta a los hombres para el compañerismo
redentor del Reino de Cristo.
El mensaje de la Iglesia es, por lo tanto, esencialmente un llamado a la fe. Y éste
responde a la necesidad más apremiante del hombre: llegar a ser miembro de un pueblo
misionero. De hecho, somos hombres incompletos hasta que encontramos algo más allá de
nosotros mismos que imparta a la vida significado y propósito. Somos impedidos por
nuestra misma naturaleza vivir egocéntricamente; se nos impele a que dediquemos la vida a
algo, a que reposemos la fe en algo. Ser un pueblo de la nada, no someterse a nada—es
condenación. Porque entonces, no teniendo amo ni hermano, nos arrodillamos ante
nosotros mismos o a cualquier otra cosa que prometa diez dólares más. O, perdidos y solos,
atendemos a los dioses falsos que dicen: Vengan conmigo y sean mi pueblo, y yo les salvaré.
Y ésa es una doble condenación. Porque, de hecho, hemos visto cómo estos dioses falsos
convierten a los hombres en un pueblo y después les degradan hasta lo sub-humano y lo
bestial, mutilando así la misma imagen divina en ellos la cual les constituía en hombres. No
hay esperanza para el hombre hasta que pueda encontrar una ciudadanía más alta que la
impartida por la lealtad nacional, los intereses de clase y la ideología política. La salvación del
hombre aguarda precisamente su decisión respecto a quién pertenezca, respecto a qué cosa
merece su lealtad última, respecto a en quién repose su fe.
El hombre tiene que darse con una comunidad salvadora. Y le compete a la Iglesia
declarar que hay tal comunidad, y sólo una: el Reino de Dios y su Cristo. El evangelio de ella
declara que no hay salvación para el hombre hasta que se someta a su regencia; es la tarea de
la iglesia llamar al hombre para que así haga por medio de un acto de fe. Se dice una verdad
cuando se afirma que la salvación es por la fe. Pero—entendámoslo—la fe que redime no es
la mera aceptación de ciertas proposiciones tocantes a Dios, tocantes a Cristo, y tocantes al
futuro de la humanidad; tampoco es cuestión de creer por fuerza de la voluntad para ya no
cuestionar más. Ésa es una travestía de la fe. No requiere ninguna fe creer lo que se sostiene
universalmente. Al contrario, la fe es la entrega de la vida a aquello que no se ve, y más allá
de toda prueba. La fe salvadora es la que se ve en el hombre que se arroja sobre el Dios que
se hizo visible en Cristo; no importa cuán poca seguridad tranquila tenga, qué se someta al
yugo del Reino de Cristo y se entregue a sí mismo, sus herramientas y su voluntad a él. En
ese acto encuentra la justicia, porque en ello reconoce a su Señor y vira la espalda a todos
amos impositores. La Iglesia ha de llamar los hombres a este acto de fe salvadora en Cristo y
su Reino.
La tarea misionera de la Iglesia, pues, es de importancia urgente. Si la redención del
hombre requiere su fe en Cristo y su Reino, entonces el llamar hombres a esa fe no es acto
de metiche; es la actividad pivotante de la historia. De hecho, es posible decir que es la única
esperanza de la humanidad. Porque la humanidad no tiene esperanza salvo en una raza
redimida de hombres. Puede que eso luzca una cosa vaga, pero es el realismo más sobrio.
Debemos saber ya que unos atajos bien planificados que prometen un orden mundial justo
por medio de programas externos son siempre una delusión. Desde luego, esto no quiere
160

decir que ciertos programas socio-políticos no se requieran, o debamos descartar el bien que
pueden hacer. El cristiano no es partidario de un consentimiento pasivo a los males de la
sociedad. Pero quiere decir que todos los esquemas para producir un orden mundial justo
sólo por medio de programas externos tienen que fracasar por la sencilla razón de que es
imposible construir un orden mundial cambiado por hombres que no han sido cambiados
para nada. Esperar que tal pueda ser el caso es la ingenuidad más grande imaginable. La
redención del hombre requiere precisamente el nacimiento de una nueva raza redimida de
hombres. Y el Reino de Dios es esa nueva raza de hombres, la Iglesia viviente de Dios. En
ella está ese Reino que siempre viene.
Por cierto, el crecimiento del Reino no se puede medir en términos del progreso
estadístico de las iglesias visibles. Éstas no son la Iglesia. Cuando más, están repletas de
pecado y orgullo; son sólo la aproximación más pálida del cuerpo de Cristo. Dios sabe—y
también la mayoría de sus hijos—que su voz a menudo es irrelevante, claramente aburrida, e
inspira poca confianza. Algunas veces llama los hombres a no se sabe qué. Sin embargo, la
misión de la Iglesia debe ser realizada por las iglesias visibles, y no conviene deshacernos de
ellas. Al igual que el leal y verdadero Israel servía los propósitos de Dios dentro del contexto
de la nación existente, así el Reino de Dios obra por medio de las iglesias—aunque, a veces,
a pesar de ellas. Por lo tanto, no podemos retirarnos de esas iglesias para ubicarnos en alguna
imaginada Iglesia Invisible, mofándonos de sus actividades desde allí. La propagación del
evangelio del Reino permanece la esperanza de la historia. Y, ya que este fisurado y roto
cuerpo de Cristo—esta iglesia visible—es el único cuerpo que intenta, siquiera, realizar esta
tarea, no pedimos disculpas por ella, sino que nos quedamos con ella, y la la apoyaremos con
todo lo que tengamos. Mientras ella labora para ganar hombres para su evangelio,
colaboraremos con ella para que, al crecer ella, se pueda edificar una estructura más duradera
en y por ella: el Reino de Dios.
¿Qué, pues, es la Iglesia? El Nuevo Testamento la entendía simplemente como el
verdadero Israel, el pueblo-siervo del pacto de Dios, llamado éste a demostrar la justicia de
su Reino ante el mundo, encargado de la proclamación de ese Reino en el mundo y llamando
los hombres a su compañerismo del pacto. A esa Iglesia son dadas todas las promesas. Y esa
es la Iglesia que somos llamados a ser.

III

Pero nuestras preguntas prácticas no se han contestado. Llegamos al Nuevo


Testamento con nuestra impotencia y desesperación, preguntando ¿qué debíamos hacer, y
qué curso de acción debíamos seguir? No encontramos ninguna respuesta para esa pregunta,
sino sólo una muy definida noción de la Iglesia y su llamado. ¿Podemos, pues, sacar algunas
sugerencias de eso que puedan guiar a la Iglesia contemporánea mientras ella lucha con los
múltiples problemas tangibles que confronta? Tenemos derecho a hacer esa pregunta. La
iglesia necesita dirección si ella ha de formar bien sus programas. ¿Dónde mejor tiene
derecho a buscarla que en las páginas de sus Escrituras? Pero el Nuevo Testamento aún
tercamente rehúsa contestar. Si respuesta es aquella misma, y nos suena demasiado simple,
casi infantil: ¿Qué ha de hacer la iglesia? ¡Ha de ser la Iglesia! Ya que no hay un curso de
acción trazado para nosotros, se nos deja en la oscuridad como antes. Pero, está bien que así
sea. Si todas nuestras preguntas se contestasen, nos satisfaríamos con eso, y nunca
confrontaríamos la pregunta más profuna a la que el Nuevo Testamento nos impulsa. Y esa
pregunta es: ¿Somos, de verdad, la Iglesia, el pueblo del Nuevo Pacto que somos llamados a
ser, o somos siervos inútiles, indignos de heredar ese Reino prometido?
161

Por lo tanto, nuestro programa inmediato es dejar de hablar de programas y


ocuparnos en un auto-examen y confesión de pecado. Hemos de colocarnos ante la iglesia
del Nuevo Testamento y recibir así corrección. Todo ha cambiado, y la Iglesia ha cambiado;
sin embargo, ella no ha cambiado ni un poquito. Aún somos la iglesia neotestamentaria—o
no somos ninguna iglesia. Si somos esa Iglesia, entonces no tenemos ningún programa salvo
su programa: ser y producir en el mundo el verdadero Israel del propósito de Dios, el pueblo
del pacto de su Reino. Pero si no somos esa Iglesia, entonces nada de lo que dice el Nuevo
Testamento acerca de su destino y victoria tiene que ver con nosotros—somos una
organización eclesiástica bajo el juicio de la historia, tal como el culto del templo en el Monte
Sión.
1. Por cierto, eso no nos da ningún programa. Empero nos provee un programa
amplio, porque demanda de nosotros todos nuestros programas y más: es un programa en el
cual todos los programas consisten y que da a todo programa dirección. Ahora bien, debe ser
claro por lo que se ha dicho que nuestra intención no ha sido denigrar los programas dignos
de la iglesia. Se ha hecho de moda en ciertos medios hacer esto y burlarse de las iglesias
activistas que los promueven, como si actividad en el nombre de Cristo fuera fútil o vulgar.
Las actividades de la iglesia sólo representan sus esfuerzos por laborar para Cristo, y, por
huecas, builliciosas e ineptas que sean, burlarnos de ellos sería la cosa más baja e injusta
imaginable. No tan sólo son necesarios programas de acción sino que logran mucho bien. Es
inútil que una iglesia ore por la victoria de Cristo y esperar que se le otorgue como si fuera
un título honorífico. De hecho, la iglesia que no quiera involucrarse en actividad dinámica
para el Reino ha confundido la fe con la futilidad: Simplemente ha envuelto su talento en
una servilleta y nunca oirá al Señor decir: “Bien hecho, buen siervo fiel.”
Dios nos ha mandado que laboremos en su nombre, y es cierto que no construirá
ningún edificio en o por nosotros si no lo hacemos. Hacerlo implica programas. Pero no
necesitamos que el Nuevo Testamento nos los dé. Después de todo, un programa adecuado
para ese día difícilmente nos sirviera hoy; en todo caso, se tiene gran confianza en la
habilidad de los creyentes americanos para idear y llevar a cabo programas que crean
pertinentes. Es mucho más importante y precisamente lo que necesitamos, que se nos
recuerde para qué son nuestros programas: son los medios tangibles por los cuales la iglesia
desempeña la función para la cual fue comisionada, demostrando así ser la Iglesia. Ambas
cosa, la Iglesia y los programas existen para que la fe cristiana se predique a los hombres,
propagándose si quiera, y de que por este medio la regencia de Cristo se extienda en el
mundo. Es muy necesario que esto se mantenga presente, a no ser que nuestros programas
lleguen a ser fines en sí mismos y un gran gasto de energía.
Para este fin un continuo autoanálisis a la luz de nuestro llamado es necesario. Si esto
no se hace, existe el peligro de que no nos percatemos del gran abismo que existe entre la
Iglesia visible y la invisible; y se nos hará demasiado fácil identificar nuestras iglesias con el
Reino de Cristo, entender el progreso de ese Reino en términos de su crecimiento numérico,
y asumir que cualquier programa que fortifique nuestra organización automáticamente
extiende el Reino. Una vez hecho eso, la mira principal de nuestras actividades llegará a ser--
¡edificarnos a nosotros mismos! Entonces lanzamos programas vigorosos de visitación y
evangelismo para que la matrícula muestre un aumento, la asistencia a los cultos dominicales
mejore, y el presupuesto sea alcanzado. Ciertamente, esta nunca es nuestra meta profesada,
pero a veces (¡la voz es la de Jacob!) cuesta no ser así. Luego, habiendo establecido
organizaciones para nutrir una raza de pueblo cristiano, nos encontramos haciendo carreras
locas para encontrar gente que nutra las organizaciones. Luego, nos es posible, al
convertirnos en un verdadero hormiguero de actividad, producir una generación de juventud
162

y adultos ignorantes de los primeros principios de la fe cristiana. ¡Y eso es dejar de ser la


Iglesia!
Nuestro primer programa es pararnos ante la noción bíblica del pueblo de Dios y
recibir así corrección. Qué se repita: esta no esta una negación de la validez de programas,
sino un programa para dar dirección a los programas. Requerirá de nosotros todos los
programas que podamos confeccionar y más. Porque la tarea que queda delante no es
pequeña: ser y nutrir un pueblo separado para que viva bajo la regencia de Dios como
receptores de su gracia y exhibir ante el mundo una semejanza del universal compañerismo
redentor de su Reino, mientras activamente llamamos los hombres a ese Reino en fe. Esa es
la tarea de la Iglesia, y no tenemos otra.
2. La Iglesia, pues, es llamada a ser el pueblo sobre el cual Dios rige, que exhíbe la
justicia de su Reino ante el mundo. En otras palabras, ella ha de testificar por medio de su
conducta distintivamente cristiana del hecho de que es un pueblo separado por Dios. Esta es
una aseveración que puede parecer obvia, pero no es superflua. Porque justamente en esto
hemos sido mucho menos que la Iglesia; es un área de nuestro más profundo fracaso—un
fracaso tal que ninguna cantidad de programas puede ocultar.
El miembro del nuevo Israel ha de distinguirse radicalmente de su mundo tanto
como el antiguo Israel se distinguía de su medio pagano. Es así, porque el cristiano se ha
sometido a Cristo, habiendo recibido su gracia, y se ha colocado bajo la ley del Reino de
Cristo. Al igual que el miembro del antiguo Israel, ha entrado en pacto, y debe responder al
pacto en obediencia. La fe se comprueba en la conducta: este es el motivo principal de la
exhortación neotestamentaria a la moralidad y las buenas obras. Por esto Santiago declaraba
que la fe sin las obras es muerta. Por esto Pablo exhortaba a los corintios recién paganos a
que dejaran su lujuria pagana, sus pleitos y que vivieran recordando que ya no pertenecían a
sí mismos sino a Cristo. Por esto Pedro rogaba a los creyentes que vivían en la sombra de
persecución que se purgaran de sus vicios paganos, que por su conducta impecable pudieran
refutar las acusaciones de sus enemigos. El Nuevo Testamento estaba convencido que la
Iglesia había de exhibir su fe por una conducta distintivamente cristiana; de no ser así,
fracasaría en ser la Iglesia.
Ahora bien, parecería, ciertamente, que la Iglesia no necesitaba que se le recordase de
esto. Ella siempre ha demandado la pureza de carácter. Ella siempre ha hablado contra el
vicio y la ebriedad, las malas palabras, y la deshonestidad. Lo ha hecho tan consistente y
exitosamente que puede decirse con verdad que los asistentes a la iglesia son, en general, un
corte por encima de la sociedad en cuanto al comportamiento personal—cosa que debe ser.
Pero es muy probable que nuestro éxito en este campo hay ocultado nuestro fracaso. Hemos
recalcado tanto cuestiones de rectitud personal que la demanda cristiana se reduce a eso. El
resultado ha sido una pequeña justicia lograda negativamente por el restar y uno que otro
logro, cosas que nos han cegado a nuestra injusticia abismal. Dejamos nuestros hábitos
inmorales, y llegamos al templo—y llegamos a ser buenos demasiado fácilmente. Pero la
dinámica justicia del Reino de Dios, que haría que toda la sociedad obediente a la voluntad
de Dios, la rechazamos. Aun nos atrevemos a decir que a la Palabra de Dios no le compete
inmiscuirse en tales asuntos.
Ciertamente, por su justicia limitada esta iglesia será juzgada. Orar, “Venga tu reino,”
es orar precisamente que la regencia de Dios triunfe en todas partes. Es una oración que
simplemente no se puede hacer si declaramos que hay áreas de la vida donde la voluntad de
Cristo no puede reinar, sino sólo nuestro antiguo prejuicio. La Iglesia ha de exhibir la justicia
de Cristo no meramente en la moralidad privada sino en todas las cuestiones de relaciones
humanas. La iglesia que “se limita al evangelio” y no tiene ninguna palabra de juicio o
163

exhortación contra el pecado de la sociedad, no es ninguna iglesia profética, y, peor todavía,


predica un evangelio incompleto. El Reino de Dios es supremo sobre el orden terrenal y por
su justicia pronuncia juicio y llama al arrepentimiento. La Iglesia es el pueblo de ese Reino y
debe ser su voz terrenal. Ella testificará de su fe en el Dios cuyo Reino viene por salir al
encuentro con ese Dios en obediencia.
En todo caso, ¡ay de la iglesia que se amalgama tanto con la sociedad que ya no hay
diferencia! Tal iglesia no producirá ninguna calidad de comportamiento más allá de lo que la
sociedad produce en general. Asumirá los prejuicios de la sociedad, y aun demandar que su
evangelio apoye esos prejuicios. Se convertirá en una herramienta de la sociedad cuya tarea
principal es proteger y dignificar los intereses creados de sus constituyentes. ¡Y esa es la
tragedia cruda! Su fin es ser una pobrísima iglesia que no pronuncia ninguna Palabra, que no
declara ninguna demanda, que no llama a ningún destino—sino que tiene una miríada de
actividades que disfrutar. Y tal iglesia no es el pueblo peculiar del Reino de Dios: ha
fracasado en ser la Iglesia y ocupa espacio de balde.
3. Pero si la Iglesia es un pueblo señalado y separado como el pueblo del Reino de
Dios, por eso mismo es llamada a exhibir ante los hombres la hermandad de ese Reino. ¡Ella
es un solo cuerpo en Cristo! Por cierto, hacemos esa aseveración a menudo y con cierta
unción, pero nos quedamos bajo juicio por nuestras propias palabras. Porque se teme que a
menudo nos hayamos mostrado ser el peor ejemplo posible del compañerismo redentor del
Reino de Cristo. Antes de poder hablar del programa de la Iglesia, hemos de convertirnos
aquí, como en otras partes, más en una aproximación de la Iglesia de la intención de Cristo.
Somos un cuerpo en Cristo. Al igual que el antiguo Israel se unía en una hermandad
bajo la ley del Dios del pacto, así la Iglesia está unida en Cristo por el compañerismo del
Nuevo Pacto. Y el lazo de ese compañerismo es el amor, el ágape cristiano. La Iglesia, pues,
es un pueblo que encarna su fe cristiana en una hermandad cristiana. La iglesia del Nuevo
Testamento, apenas hace falta recalcarlo, era una Iglesia. No sabía nada de iglesias. Las
pequeñas iglesias esparcidas por el imperio desde Jerusalén hasta Roma y de vuelta no eran
unidas por ninguna organización eclesiástica formal, pero sabían que eran un cuerpo en
Cristo. Por cierto, existían luchas partidarias, y había semillas de cisma—porque estos
hombres eran tan humanos como tú y yo. Pero ni una vez reconoció Pablo ni ningún otro
apóstol, que fueran correctos tales procederes, porque para ellos era un principio cardinal
que Cristo era indivisible. (1 Corintios 1:10-17) Para ellos, una iglesia que no fuera una
Iglesia habría sido una contradicción de términos.
Desde luego, eso no puede interpretarse como una demanda de que todas las
barreras denominacionales y credos se quiten—y eso para mañana o pasado mañana cuando
más. Eso ni es posible, ni, si se me admite un opinión personal, es sabio. Qué se quiten las
diferencias triviales lo más rápidamente posible, pero no sigue que una gran super-iglesia sea
una Iglesia, mucho menos una iglesia santa. Tampoco hemos de encontrar en el Nuevo
Testamento una fácil solución para todos los problemas complejos de raza y clase. Estos son
hechos reales, y aunque es nuestro deber encararlo como cristianos, no tiene caso fingir que
no los hay. De una forma creciente, uno llega a desconfiar en soluciones fáciles; no las hay.
Pero por lo menos queremos decir esto, y claramente: existan las divisiones que
existan en la sociedad, y sea la solución de ellos la que sea, tales divisiones no tienen relevancia
de ninguna clase. En la Iglesia de Cristo no hay ni judío ni griego, ni esclavo ni libre (1
Corintios 12:13): todos son uno, sin excepción. Es más, no es así porque bondadosamente
hayamos llegado a un acuerdo sobre ello, sino porque todo el pueblo de Cristo es siervo del
mismo Señor, conciudadanos del mismo Reino, herederos de la misma esperanza. Si estamos
en Cristo, no hace falta que seamos hechos uno; ya somos uno. Si rehusamos ser uno, no
164

somos miembros de su Iglesia a la medida en que rehusemos serlo. ¡Ay de la iglesia que
fragmente el cuerpo de Cristo! Ese es un crimen para el cual no hay perdón. Repito, no
quiero decir que ya no debemos adorar a Dios en compañía de personas que piensan igual
que nosotros. Pero, ¡ay de la iglesia que ponga a otros cristianos—sean de otras razas, otras
clases u otras comuniones—más allá de su compañerismo, ¡más allá su compañerismo pleno!
¡Ay de aquella iglesia que se llame a sí misma la Única Verdadera Iglesia, ¡como si el Señor
Dios Omnipotente fuera un reflejo de sus prejuicios! Dios tiene sino un solo pueblo—el
Nuevo Israel, su Iglesia.
Por lo tanto, no debe haber una rotura del cuerpo de Cristo, ningún cisma en su
Reino. Puede que vivamos en distintos rincones de él, pero todos tenemos la misma
ciudadanía los que somos miembros de la Iglesia viviente. La Iglesia ha de exhibir ante el
mundo una clase de comunidad que trascienda todas las barreras eregidas por la sociedad
humana para que los hombres vean en ella un reflejo de la comunidad redentora de Dios.
Además, ella ha de extender sus buenas obras y su compasión fraternal más allá de sí misma
en el mundo; porque la Iglesia no puede retener para sí su ágape (amor) más que puede
retener para sí su evangelio. También, ella tiene que salir a la sociedad para estificar del Reino
venidero.
4. ¡Salir para testificar! Hemos señalado largo y tendidamente que la iglesia del Nuevo
Testamento era llamada a que asumiera el destino del Nuevo Israel, y que éste era el destino
del Siervo: la Iglesia ha de ser el pueblo misionero de Dios. Al fin, aquí hablamos de
programas tangibles, y no hace falta argüir acerca de ellos. Que a la iglesia se le diera un
llamado misionero es reconocido por virturalmente toda denominación, afirmado—por lo
menos en teoría—por la mayoría de los creyentes; grandes sumas de dinero se gastan
anualmente en el esfuerzo para llevarlo a cabo. Tanto así que el hablar de ello no provoca
ningún reto nuevo. Empero aquí, también, al igual que en la necesidad de corrección ante la
iglesia del Nuevo Testamento, es claro que mucho más se nos requiere al respecto. Debemos
dejar de jugar con nuestra tarea histórica—si no lo hacemos, corremos el riesgo de perder
nuestra razón de ser.
¡Por supuesto, hemos de ser una Iglesia más misionera! Hoy estamos envueltos en
una lucha ideológica; ideas dinámicas guerrean por la mente de los hombres. No podemos
divorciarnos de esta lucha—y participar en ella es hacer misiones. El evangelio cristiano es
más redentor que nunca, pero no redimirá a nadie a no ser que atiendan su llamado. Y
millones no lo han atendido. Es difícil que no nos encontremos a diario con tales personas
en el trabajo cotidiano. No es suficiente que sostengamos económicamente las misiones con
el dinero; si fuéramos a sostenerlas diez veces más que ahora, no bastaría. Cada uno tiene
que responder a su llamado; hemos de llegar a ser un pueblo misionero. La Iglesia que no
contienda por el espíritu de los hombres no es un verdadero Siervo; no sobrevivirá ni lo
merece.
Estamos de acuerdo en que debemos ser testigos de esa fe cuyo pueblo somos. ¡Pero
cuán enclenques somos al hacerlo! Vamos al culto los domingos siempre y cuando no haya
nada más que hacer—vamos a un programa para escuchar a un orador los martes, para
tomar té después—damos un dólar para las misiones, pero francamente me aburren--¡y
misioneros son la gente más rara! Sabemos bien que la iglesia tiene que extenderse a la
comunidad y atraer gente nueva para su compañerismo. Para eso está, y la criticamos si no es
así. En cuanto a nosotros, siempre estamos dispuestos a comunicar algún nombre al pastor.
Nos alarmamos y estamos desconcertados por la manera en que el Comunismo infiltra y se
apodera de la mente de los hombres, y sentimos que simplemente algo tiene que hacerse
para detenerlo. Pero nunca podemos vencer nuestra opinión como gente bien-educada que
165

el discutir nuestra religión con otros es un tanto vulgar. Creemos que es noble que los
misioneros den sus vidas en la predicación del evangelio en tierras distantes—pero si uno de
nuestros seres queridos fuera a pensarlo, le imploraíamos que no fuera tan quijotesco. Somos
una iglesia misionera que desea que la propagación del evangelio sea llevada a cabo por otro.
Simple y sencillamente tenemos que ser una Iglesia más grande; ese es nuestro
programa primordial. Que no se equivoque: la historia nos está probando para ver qué clase
de gente seamos. Qué no diga nadie que el Cristianismo está siendo probado. ¡No es así!
Nosotros somos los probados. El cristianismo sobrevivirá, no tema. Ha sobrevivido algo
peor antes, y sobrevivirá algo peor otra vez. Somos nosotros los probados, y falta por verse
si somos un pueblo digno de ser los vehículos de una fe tan grande—tenerla en los labios,
llamarnos sus siervos. La historia, en la forma del Comunismo Marxista, nos enseña ahora
que hemos de tomar en serio nuestro llamado a ser Siervo. Como una Iglesia y como
individuos, debemos aprender, y de inmediato, que la propagación vigorosa del evangelio es
la sangre de la Iglesia. No podemos atender la antigua misión de la Iglesia con con un
resonante “demasiado poco, demasiado tarde” y sobrevivir así el juicio de la historia.
Simplemente, no tenemos dónde ubicarnos salvo como los siervos de la fe cristiana.
Mientras esa fe se prepara para luchar en la historia, nos incumbe estar con su pueblo,
testificar con voz y vida de su victoria venidera y su poder presente. Al hacerlo, participamos
en la lucha escatológica, y cada cosa que hacemos, por pequeña que sea, llega a ser un acto
de significancia decisiva para el Reino de Dios.
Vinimos, pues, al Nuevo Testamento pidiendo un programa de acción por el cual
pudiéramos adelantar la victoria de Cristo, y ya recibimos nuestra respuesta: Yo no les doy
ningún programa, sino un llamado—¡a que sean La Iglesia! Y ese es un llamado a ser una
Iglesia infinitamente más grande de la que somos ahora. Es un llamado a nada menos que
seamos la Iglesia del Señor Jesucristo y que entremos a la historia como el pueblo de su
Reino. Ser y hacer eso es la suma de todo programa; y si no lo podemos hacer, no tiene caso
que hablemos de victoria o programas. Porque no se nos promete ninguna victoria salvo la
del Reino—y ésa pertenece a su pueblo, ¡La Iglesia! La Iglesia que no sea ese pueblo no sabrá
nada de ello, mas tendrá que sufrir para siempre el juicio de la historia del cual ninguno de
sus programas la puede salvar.

IV

Qué no se piense que hablamos de la iglesia en desperación. Al contrario, nos


atrevemos a echar mano a esa fe bíblica que por los siglos apuntaba por las tinieblas hacia su
consumación; y no hablamos de la desesperación sino de la victoria. Porque cualquiera que
haya sido el fracaso de las iglesias, tenemos la confianza de que al igual que en la nación de
Israel siempre había un Remanente justo, así en las iglesias siempre habrá un nuevo Israel—
una verdadera Iglesia. Y a ella se le da la victoria; a ella se le da el Reino.
Sin embargo, no nos imaginemos que hablamos de una victoria común y corriente.
El camino de la Iglesia hacia la victoria no es ningún camino triunfante que vaya de
conquista en conquista hasta que todos los hombres hayan sido ganados para Cristo.
Tampoco se nos promete al andar por él ninguna inmunidad de los golpes de la adversidad o
aun de la derrota física. Al contrario, es un camino por el cual hay que andar en esa tensión
continua de la que hemos hablado y la que encontramos tan extraña: una tensión entre lo
que se nos ha prometido y mandado que hiciéramos y lo que no somos y no podemos hacer.
La iglesia neotestamentaria vivía precisamente en esa tensión, y no encontraba otro curso
qué seguir salvo el abnegarse y el tomar su cruz. De hecho, ese era el camino correcto a
166

seguir. Porque si la Iglesia es el Nuevo Israel al cual se le ha dado la misión del Siervo en la
proclamación de la verdadera fe al mundo, entonces también ella ha de asumir la cruz del
Siervo. Y es en esa Cruz que esta tensión, de la que ella no puede escaparse, se resuelve y se
gana la victoria. ¡Porque la cruz del Siervo y la victoria del Siervo son inseparables!
1. La victoria de la Iglesia, pues, es la victoria de la Cruz. Esto, también, está en la
intención de Jesús mismo. Hemo argumentado que Jesús interpretaba su misión mesiánica
en términos del Siervo Sufriente de Yahvé. Vimos que la figura del Siervo, recordaremos, en
los últimos capítulos de Isaías, era una figura paradójica. Por un lado, a él se le dio una tarea
conquistadora y se le prometió una victoria.: había de proclamar la ley de Dios hasta los fines
de la tierra, y no cesaría hasta las tierras lejanas sirvieran a esa ley y se hincaran ante ese Dios.
Por otro lado, era cualquier cosa menos victorioso: era despreciado, rechazado, escupido,
golpeado, muerto como un criminal común. Claramente, su victoria era la victoria de la
Cruz. Si se preguntara cómo era ésta una victoria para el Siervo, sólo podría decirse que no
era su victoria; era la victoria del Reino de Dios en él y por él que a la postre se hizo su
victoria. Por su sacrificio, una progenie innumerable se engendró en el Reino, y él se satisfizo
por eso. (Isaías 53:10-11) Fue este patrón que el profeta puso ante Israel como el destino
correcto del pueblo de Dios. Era este mismo patrón que Jesús no tan sólo tomó para sí, sino
que también se lo dio al nuevo Israel—su Iglesia—a la cual, como Mesías, le competía
llamar.
En “la forma de un siervo” Jesús complió su destino. Su misma auto-entendimiento
de sí mismo condujo a su crucifixión, y no buscó otra salida. Como el Siervo, hacía su labor
sin ostentación; de manera consistente rehusaba la aclamación y el honor. Afirmándose ser el
Mesías y el Hijo del Hombre, fijó su mirada hacia Jerusalén, convencido de que era necesario
para él sufrir—porque sin la rendición total del Siervo no podría haber ninguna victoria del
Reino. “De cierto, de cierto os digo que a menos que el grano de trigo caiga en la tierra y
muera, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto.” (Juan 12:24) De modo que lo vemos
a la merced de los poderes de esta tierra—crucificado, muerto y sepultado. Pero si el Nuevo
Testamento afirma que esa Cruz no era derrota sino victoria total, la misma historia, en su
propia manera, asiente a esta afirmación. Porque sin esa Cruz la victoria que Cristo ganó
sobre el espíritu humano hubiera sido inconcebible. Es verdad que los poderes de esta tierra
tenían el poder para matar el cuerpo. Pero el poder de Dios no estaba ni muerto ni
derrotado--¡se le soltó! Y nosotros lo vemos vivo, moviéndose sobre los huesos pudridos de
los poderes de esta tierra, edificando un Reino no hecho de manos. Lo vemos, por su
sacrificio supremo, soltando en los corazones de los hombres arroyo redentor, del cual todos
hemos gustado.
Tampoco dio Cristo a su Iglesia ningún otro destino. Él que comisionó a su nuevo
Israel a la misión del Siervo en la predicación del evangelio al mundo también dijo: “Si
alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.” (Marcos
8:34) La Cruz, pues, ha sido y tiene que ser el camino de la Iglesia para la victoria. Y
sabemos que la Iglesia ha sido grande cuando ella se arriesgaba todo, obedeciendo a su
Maestro. Cuando ella se pone gorda y procura evitar la Cruz, no es ni grande ni puede
producir grandeza. El llamado a la Iglesia, pues, no es un llamado fácil. La Iglesia cuyo
llamado sea fácil no es iglesia ni ningún agente del evangelio de la redención. Porque la
redención del hombre involucra una cruz. No es cuestión de conquista o ganancia, ni menos
de aparatos y comodidades; es, más bien, el Dios Todopoderoso, sacrificándose para
producir una nueva criatura a su imagen. Por lo tanto, el Reino de Dios es victorioso por
medio de la Cruz y se le entra por la Cruz. Y el Reino es mediado al mundo sólo por una
Iglesia que se niega a sí misma para asumir esa Cruz. La redención del hombre es una nueva
167

creación en el espíritu. Al igual que toda creación tiene sus dolores de parto, la nueva
creación de Dios tiene su Cruz. Por lo tanto, ¡el que nos ofrezca la victoria de Cristo a una
mínima de inconveniencia para nosotros nos induce a la adoración de un dios falso!
2. Pero esto requiere un reajuste grande en nuestra manera de pensar. Aún la Cruz
nos es una ofensa e insensatez; no es para nada la victoria que teníamos en mente. Claro está,
no tenemos ninguna intención de abandonar la Cruz. Es el pilar de toda fe ortodoxa. La
salvaguardamos en las ventanas de vidrio en colores, en nuestra doctrina; nos arrodillamos
ante ella en oración. Pero no queremos nada que ver con ella. Somos presos de la idea de
que la Cruz es para Cristo, una cosa sucedida-una-vez-por-todas en el pasado con poca
relación al destino de la victoriosa Iglesia militante. De hecho, creemos que es el negocio de
la iglesia y la religión mantener alejadas las cruces. De modo que nuestra fe en el Cristo
crucificado llega a ser para nosotros una especie de talismán que nos protege de las
adversidades de la vida. Concebimos la victoria del Reino de Dios en términos de
engrandecimiento eclesiástico, para que, por medio de la acción enégica, ganemos hombres
para una cruz que ya no simboliza sacrificio sino un progreso establecido. Deseamos que
Dios y la religión sean lo que el antiguo Israel deseaba: protección para nosotros mismos y
nuestra nación. Qué Dios con su gran poder nos proteja, ¡porque somos su pueblo! ¡Qué la
Cruz marche adelante contra el martillo y la hoz! Qué la Iglelsia hacer cruzadas para Cristo,
predicando su palabra profética, organizando sus programas de avance, para que Cristo sea
victorioso--¡y que no haya cruces para sus siervos!
Es esencial que entendamos que ninguna victoria tal se nos dará, ni la promete la fe
cristiana. Quiero que se me entienda: pido diariamente por la paz de esta nación; yo amo sus
instituciones libres y no desearía vivir bajo otra; si llegara a ser nuestra necesidad trágica,
debemos batallar por aquellas cosas que tenemos por sagradas. Además, como ciudadano
tanto como cristiano, detesto el ídolo marxista más allá del poder de mi vocabulario para
expresarlo, y pido a Dios que tal ídolo sea removido. No obstante, los propósitos de Dios
no son iguales que la paz y prosperidad de ninguna nación, ni el bienestar físico de ninguna
iglesia o individuo. Tampoco está aquí nuestra fe cristiana para protegernos de la historia,
sino para guiarnos en su valle oscuro y a través de él. En todo caso, la historia con su
tragedia amarga nos aguarda, y no hay modo de escaparla; no hay ninguna magia en la
religión que la disipe. La cuestión no es si encaremos la historia, sino cómo: lo haremos como
topos temblando en nuestro refugio a prueba de bombas, aguardando la detonación final, o
como hombres hechos a la image de Dios que conocen el significado de la fe. No se nos
dará ninguna victoria de Cristo que proteja nuestra comodidad, y no debemos ser tan fatuos
como el antiguo Israel, esperándola.
Todo esto dice que hay un sentido en que no podemos evitar de manera alguna la
Cruz. No se necesita ninguna gran catástrofe: el sendero de la vida está, por placentero que
sea, plagado de cruces que los hombres necesitan cargar. La cuestión no es si las llevaremos,
porque de hecho las llevaremos; más bien, la cuestión es qué clase de cruces será para
nosotros: ¿será una cruz cristiana o la de un malhechor? ¿Encontraremos en ellas una agonía
bruta o las cosas de la redención? Se nos está aclarando ahora en tiempos trágicos una
lección que no quisiéramos oír: que el propósito de Dios para nosotros no es darnos cuerpos
gordos en esta sociedad terrenal, sino disciplinar nuestro espíritu—aunque sea a costa de
nuestro cuerpo—para hacernos siervos obedientes de su Reino. Nos compete servir el
propósito de Dios en este contexto histórico como su pueblo, y entregarnos a él con
obediencia total. Puede ser que la cruz que la historia nos impone, a primera luz como
castigo de nuestros pecados, llegue a ser también en cierta medida el compartir de la cruz del
Siervo.
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3. Somos llamados a ser una Iglesia más grande, si hemos de conocer el significado
de la victoria cristiana. Pero, qué se repita, no nos engañemos con la noción de que podemos
llegar a ser esto por una mera intensificación de nuestros esfuerzos, o quizá por una
reorganización de nuestros programas. Hemos de estar ante esa Cruz que es, y ha de
permanecer así, nuestra redención. En esa cruz encontraremos nuestro verdadero destino
como el pueblo-siervo de Dios, y también nuestra victoria—porque la Cruz es la victoria del
Reino de Dios en nosotros, y únicamente por una Iglesia que la conoce es posible en el
mundo la proclamación victoriosa del Reino
Pero tengamos cuidado en deshacernos de clisés. La Cruz no es ninguna abstracción
doctrinal a la cual el hombre puede creer pasivamente, como si hubiera alguna magia en eso.
Tampoco demanda de nuestra parte un deseo malsano de sufrir—eso sería una parodia de
llevar la cruz. Tampoco involucra una pasividad ante el mal—creo que eso confundiría la
Cruz con la futilidad. Aun menos hemos de imaginar que nuestro sufrir valiente sea
sinónimo de la cruz cristiana. Al contrario, hemos de echar mano a algo muy esencial y
esencialmente compartible—la cruz de Cristo. Porque esa Cruz no era sólo cierta cantidad
de madera y clavos—la cruz del malhechor tenía éstos. Tampoco era el mero hecho de una
muerte dolorosa—miles han muerto de forma igualmente brutal, cosa que no nos redime.
Antes de que la cruz del Calvario fuera eregido, había otra crucifixión interna por la que esa
Cruz era aceptada. Tuvo lugar cuando la misma justicia de Dios se entregó sin reserva para
servir el propósito de Dios en la historia. En Getsemaní, habiendo orado porque pudiera
eludir la Cruz, dijo: “Pero no sea como yo quiero, sino como tú.” (Mateo 26:39) En esa hora
la Cruz fue creada; sin ella, nunca hubiera sido creada.
Ésa sería nuestra Cruz también. Porque la Cruz es esencialmente un hecho que debe
conocerse, que demanda la participación, en la que—hablando metafóricamente—el yo es
crucificado, y, en esa crucifixión, es redimido. Por cierto, sólo podemos seguir la justicia de
Cristo a distancia. El Pero (Mateo 26:39) de la fe puede repetir sus palabras después de él. Ella
puede decir con Pablo “Con Cristo he sido juntamente crucificado; y ya no vivo yo, sino que
Cristo vive en mí.” (Gálatas 2:20) Ésta, pues es nuestra cruz: que dejemos nuestra injusticia y
nuestra justicia fácil que viene siendo nuestro peor pecado, para que la justicia del Reino de
Dios pueda regir en nosotros; que dejemos todo orgullo y prejuicio para que la hermandad
del Reino nos envuelva; que dejemos nuestro temor, que es básicamente egoísta, para que el
poder redentor del Reino pueda verse en nosotros; en breve, que en la purga ardiente de la
historia nos muriéramos a nosotros mismos y resucitáramos como un pueblo de fe más
grande que nosotros. Esta es nuestra cruz: nuestra entrega total por la fe al Reino de Dios.
También, es nuestra victoria, porque la Cruz y la victoria son una.
Esta no es ninguna victoria pequeña, ni es una figura del habla. No es menos que la
victoria de la fe que “vence al mundo” (1 Juan 5:4); es la victoria del Reino de Dios en
nosotros. Por la fuerza de esa victoria, nos aparejamos para asumir la misión del Siervo. Ya no
clamaremos: ¡sálvame, salva mi iglesia, salva mi patria! Sino: úsame, usa mi iglesia, usa mi
patria—hasta el sumo para tus propósitos que son correctos y buenos. En esa cruz y en esa
victoria se resolverá nuestro ineludible dilema. Laboraremos, y aguardaremos los frutos de
nuestra labor en fe. Y ya no temeremos. Es más, llegaremos a ser--¡la Iglesia!
4. Hemos hablado hasta ahora de una victoria presente. Hemos dicho que como
Cristo por su cruz triunfó sobre todos los poderes de esta tierra, también nosotros, por
compartir esa cruz, podemos compartir su triunfo y podemos saber que el Reino de Dios de
hecho “está cerca”, puede entrarse aquí y ahora. Pero de esa victoria final que anuncia la fe,
el Reino que viene en poder, hemos dicho poco. De hecho, en un sentido, hay poco que
puede decirse; porque es una victoria que no puede verse aun; tampoco sabemos cuándo
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vendrá, o cómo. Y es difícil para nosotros evitar que una pregunta se haga: ¿hay prueba o
seguridad que Cristo jamás será victorioso? ¿Cómo sabemos que no laboramos en una causa
perdida—aunque noble, por cierto?
Si se hace tal pregunta, sólo puede decirse que es muy natural, y es una que no se
puede ignorar con un gesto o, peor todavía, con una respuesta dogmática. Porque, de hecho,
no tenemos prueba. Todo hombre honesto tiene que sentir cierta timidez en ese punto en la
religión donde la razon y los datos probados no pueden ir más lejos, y uno, o tiene que
deternerse—o continuar solo. Es posible que en ese punto luchemos toda una noche oscura,
como lo hiciera Jacob, sin lograr la más mínima bendición. Aunque es cierto que la fe
cristiana no nos llama a creer aquello que contradice la razón, es igualmente cierto que las
cosas más céntricas a las que nos llama permanecen más allá de la vista y más allá de la
prueba científica. Tienen que ser recibidas por la fe. No hay nada que asegure esa victoria
venidera del Reino de Dios salvo la fe de los escritores bíblicos y la nuestra.
Pero, entendamos de lo que hablamos. La fe no es, y nunca ha sido, algo que se
establece sobre datos científicos y matemáticos. Si fuera así, ¿dónde estaría el reto? No es,
contrario a la opinión popular, una creencia que empieza sólo después de contestarse todas
las preguntas; tampoco es una credulidad ingenua que no tiene preguntas, porque nunca las
ha hecho. La fe es esencialmente la entrega de la vida a cosas que a menudo son no-vistas y
más allá de la prueba matemática, pero a las cuales el mismo ser de uno lo llama. La fe en
Dios es de esta clase. Aunque es verdad que es más fácil creer que Dios exista que dudarlo, a
Dios no se le puede demostrar en una proposición, sino que tiene que permanecer más allá
de la prueba. Pero cuando un hombre dice, yo he oido la voz de Un Altísimo, hablando en
mi conciencia, y yo la obedeceré; ya no obedeceré más a mí mismo ni a una ninguna voz
menor—eso es fe en Dios. De igual manera, sería muy difícil probar que nosotros somos
esencialmente diferentes a los animales—aunque con una inteligencia superior. Empero, hay
aquello en nuestra naturaleza que nos veda vivir como un animal-hombre, nacido para
propagar y morir; todo lo que nos constituye en hombres nos llama a estar cara a cara con
Aquél Más Alto, y así vivir como hombre hecho a su imagen. El aceptar ese llamado es la fe,
y en esa fe nosotros llegamos a ser hombres. Rehusarlo es negar lo más alto de nuestra
naturaleza, y retroceder al nivel de la bestia, llegando así a ser menos que hombre.
Así mismo es el llamado del Reino de Dios. No se puede probar su victoria, y en
tiempos de descorazonamiento es muy fácil para nosotros, mortales frágiles, preguntarnos,
¿cómo podrá convertirse en realidad? Pero la fe, surgiendo de esa misma imagen divina en el
hombre, cosa esencial para ser hombre, cargada ésta de todas sus necesidades más
desesperadas y sus anhelos más apasionantes—le dice sí a esa victoria, y nunca cesa de
trabajar y orar porque venga. Dígase lo que se diga de la venida del Reino de Dios, esto es
cierto: el que rehusa su llamado ha dicho No a su mismo ser propio. Pero esto, también,
podemos afirmar: el que toma este paso en falso, saliendo para no sabe dónde, pero
buscando una Ciudad “cuyo aquitecto y constructor es Dios” (Hebreos 11:8-10), ciertamente
será tenido por simiente de Abraham, esa raza escogida, ese Israel espiritual en que toda la tierra es
bendecida.
Tampoco el que anda por el sendero de la fe caminará en tinieblas. Es verdad que no
puede ver la gloria inefable de la regencia de Dios triunfante sobre la tierra; tampoco pueden
todos sus esfuerzos hacerlo venir. Pero, ya que tiene fe, ha dicho sí al llamado de Cristo,
entenderá el misterio del Nuevo Testamento cuando dice “el Reino de Dios está cerca”: la
victoria futura ha llegado a ser para él un hecho actual. A la luz de esa seguridad laborará,
haciendo esas tareas que se le dan en la confianza de que no labora en vano; porque suena en
sus oídos, como si fueran las palabras del Señor de la victoria: “He aquí, yo estoy con
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vosotros todos los días hasta el fin del mundo.” Y de nuevo: “No os dejaré huérfanos:
volveré a vosotros.” ¿Qué importa que por su labor sólo puede construir una iglesia visible
de madera y piedra y hombres motales? Sus ojos podrán divisar, muy por encima de ella, las
paredes de otra estructura invisible la cual por sus labores han sido construidas las mismas
murallas de la Ciudad de Dios. Sabrá que no podría haber gastado su vida en un trabajo
mejor. El futuro lo dejará con el Dios que es el Señor también de los problemas de la
historia.
El sendero del futuro es bien oscuro, y puede que no se vea el final. Pero, ya que
nos ha sido concedido el oír el llamado del Reino de Dios que nos llega aquí y ahora, lo
encararemos sin temor y con la oración de toda la Cristiandad en nuestros labios:

Venga tu Reino; sea hecha tu voluntad.

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Porque tuyo es el Reino, el poder y la gloria para siempre. Amén

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