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Novela

DESPERTARES
Llegando a Tarma

Una sombra cubría en la madrugada profunda de la ciudad de Tarma. Mi rostro era


golpeado por el frio mudo, constante y que no menguaba. La niebla delgada se teñida de
ansiedad, de miedo.
Echado a mi suerte disoluta, con el juego del destino en mi contra, escudriñando
imágenes embrujadas en mí, como la sonrisa lejana de un niño que ya no existe.

El ómnibus había atravesado entre la carretera serpenteante y el destino final que desde
lo alto, ya se avizoraba. La ciudad se dejaba ver como un lejano espejismo encendido en
líneas y burbujas amarillas que flotaban entre las siluetas casi imperceptibles de los cerros
que la rodeaban. Luminarias que acompañaban incansablemente las miles de preguntas
que merodeaban, sin detenerse en mí. Por ahora aquel silbido deforme que corroía y
taladraba mi cabeza, no había regresado.
De madrugada el inmortal monumento a los héroes tarmeños lucia perenne y silencioso,
como una señal de que, como un recordatorio, después de tantos años, finalmente
estaba en el último viaje y aquella promesa de no regresar nunca más a este lugar se había
desvanecido en mi resignación.
Las únicas personas, trasnochadores viajantes del universo, se encubrían en el frio oscuro
de la noche y estaban ensombrecidas por las ropas abrigadoras que los cubrían y que no
hacían más que observarme extrañamente de reojo. Llegando, me dirigí a un hotel por
conducto de un taxi sin nombre, cerca de la plaza principal. Una sensación de libertad se
incrusto para mis adentros momentáneamente.
La fachada sin tiempo de la catedral Santa Ana se levantaba señalando el cielo que
pareciera estas profundamente estrellado, su iluminado aspecto y silueta cubrían de
santidad desde sus cimientos.
Pareciera que aquel despertar a la realidad, aquel efecto que causa la verdad, viene
acompañado con los brazos de un leve adormecimiento que sabe a felicidad. Como un
intervalo, como una súplica silente, ajena, todos mis dolores e inquietudes me habían
abandonado, esa extraña avenencia había llegado mientras tomaba el avión de regreso a
mis orígenes, al mismo lugar donde al parecer, siempre pertenecí y que nunca debí de
irme.
Me eche sobre la cama y sentí que lentamente el sueño cubría mi mente a trozos y que
finalmente no iba a despertar jamás.

Cerca de media mañana desperté confiando en esa paz que ligeramente aun no me había
abandonado. Me observe en el espejo del baño, casi creyendo que todas las cosas que
hacía eran por última vez.
Después de bañarme salí a caminar por las calles de Tarma, queriendo reconocer entre las
siluetas y dibujos, casi sin forma ni orden, los recuerdos que quise que no se me borrasen
para siempre. Quise creer que toda esa parte de mi vida, de mi pasado, ya se había
terminado. Y que empezaba una nueva vida, esa oportunidad que anhelan los
moribundos cuando creen ver una luz en medio de su oscuridad, creyendo en un milagro
que los sane por última vez.
Hacia un sol esplendoroso tiñendo de blanco y amarillo las calles poco concurridas. Las
ventanas de las casas y edificios nuevos para mí, como espejos reflejaban el cielo azulino y
claro que era posible pensar y creer que podría tocarlo si alzaba mis manos. Me
sorprendió observar la calle principal, calle Lima que ahora era más ancha de lo que mi
memoria guardaba. Las tiendas de las calles principales y alrededor de la plaza principal ya
se habían abierto.

Sobre las faldas de los cerros el reflejo luminoso del día chocaba contra los techos y
tejados, ventanas y paredes hasta donde alcazaba observar, dibujando estelas y formas
de colores.

Caminé por los rincones, apenas donde tantas veces lo había hecho de niño desprovisto
de esa malicia que poseen los adultos.
Las miradas de las personas curiosas y disimuladas que pasaban por mi lado delataban
que mucho de mí alma ya no pertenecía a este lugar.
Me sometí el espacio libre y de dulce esperanza ingenua, de que todo iba a estar bien.

Me acerque a un pequeño quiosco de periódicos a un costado de una tienda comercial


entre la calle Lima y Moquegua donde un grupo de personas rodeaban observando las
revistas y periódicos expuestos y entre ellos observe a uno, muy recordado, que titulaba
“La Voz de Tarma”
Me da ese diario, por favor, dije

Por la forma en que me expresaba, las personas notaban y era evidente para ellos que
había venido de otro lugar. Un extranjero. Un Chileno.

Dos hombres me observaron con mayor detenidamente y me sentí atemorizado ya que


en sus miradas percibí rechazo, ese desprecio que se siente cuando vez a tu enemigo
frente de ti. Esa misma figura patética que también era repetido en los otros países.

Me retire, devenido a ese mal sentimiento, con la realidad de este mundo.

Seguí mi rumbo por entre esas callecitas mezcladas de añoranzas y quietud. Baje hasta el
mercado Modelo percibiendo el aroma tibio de tamales y café entre la misma esquina de
la calle Huánuco y Moquegua. Desee que el tiempo se quedase encajado en aquel
momento porque todo me sabía a paz, quizás inexistente pero real.
El cerro en el fondo, dibujada una forma como la de un lomo de un elefante recostado que
dominaba gran parte del paisaje. Todo me parecía mágico y desee anhelosamente
contagiarme entre las personas inmunes a mi presencia de pensar solo en el hoy y no en
el mañana.
Ese primer día en Tarma me acompaño la idea casi incauta que solo al venir a este lugar
había apaciguado y adormecido a los demonios que vivían en mí.
Quería pensar que finalmente hallaría esa paz que tantas veces como un limosnero le
había pedido a la vida unas monedas de esperanza y quietud. Con el tiempo aprendí que
solo las heridas y el conocimiento originario son las únicas cosas que te hacen abrazar la
verdad.
Con los días, ese manto transparente y suave de fragancia a flores y eucaliptos
fecundaban en mí los más dulces sentimientos. Mientras pasaban las horas, pensaba
menos en la realidad y empezaba a creer que era posible tener un poco de amor,
esperanza en cosas imposibles. Quizás quería creer que esa tranquilidad física que
sostenía mi ecuanimidad en esas horas pudiera durar para siempre.
Como el milagro esperado de un creyente ignorante.

Pasaban las horas y así los primeros días, por cualquier lugar donde me dirigía siempre
terminaba llegando a la plaza de armas.
En los jardines de la plaza lo arboles de pino y palmeras daban sombra y parecían haber
nacido para quedarse para siempre, los contemplaba induciendo a mi mente dormida a
los años perdidos, bañándome de la luz del cielo sembrado de algodones blancos
pintados a libertad como nubes.
Me senté sobre el banco de mármol frente a la puerta principal de la catedral para dar un
respiro libre y me tome los bolsillos recordando que desde mi salida de Chile no había
fumado.
Tome todo el oxígeno posible ensanchado mis pulmones, cerrando los ojos, conteniendo
y encapsulando en esos minutos una imagen casi por borrarse de mi mente.
La sonrisa de mi padre.

Ráfagas de luces y figuras deformes envolvían mi mente y sentía discurrir el oxígeno hacia
mis pulmones, el ritmo hondo de los latidos posibilitaban a la sangre, expandirse hacia
todo mi cuerpo.

Y el recuerdo sobrevino como imágenes nocturnas y envolventes de aquel frio momento,


de aquel futuro incierto donde creí que ya nada me ataba a esta ciudad. Todo en cuanto
podía ser un motivo para quedarme, había terminado.
Tome el ultimo ómnibus de la empresa Los Andes que me llevaría Lima y después mi
vuelo rumbo a Chile.
Nada podía perder. Solo quedaba mi propia vida.
Durante los años de destierro voluntario me dedique a estudiar y poder llenar todo
espacio con metas por alcanzar. En ese lugar ajeno y extraño creí sentir que no había más
tragedias que me perseguían, dejé a los fantasmas que dibujaban maldiciones sobre cada
lugar de Tarma y que el único pensamiento recurrente y deseado por mi alma, era la idea
de morir pronto.

En Santiago de Chile logré, como una especie de supervivencia, tocar el éxito que corría
como un rio alcanzable a mis manos, como una capa que protegía muy bien mis
debilidades. Adopte una nueva forma de caminar en la línea de vida, entre otra cultura y
la ciudad gigantesca que devoraba todo lo que no circulaba a su ritmo acelerado y feroz.
Miles de veces había pensado en regresar. Observando que la soledad esgrimía y habría
huecos que yo trataba de mantenerlos cerrados para siempre. Pero me negué una y otra
vez a retornar, porque aún cargaba con cicatrices que no se podían remediar y porque el
orgullo muchas veces se convierte en una máscara, cuando eres infeliz.

Con el tiempo, los años como pergaminos viejos, se consumían en el quehacer y trabajo
donde finalmente obtuve todos los frutos anhelados.
Tuve mucho éxito en las finanzas y los negocios.
Las empresas crecían mientras cientos de personas sumaban la gruesa lista de
trabajadores que dependían de mi capacidad como administrador y dueño. Fueron años
sin horarios, sin tiempo para el cansancio y descanso. No había lugar para los recuerdos.

Entre las comodidades y disciplina ferviente al trabajo, con cierto disimulo inesperado,
una especie de temblor casi imperceptible empezó a hacerse notar sobre mis brazos y
manos. Con las semanas y meses aquella indeseada fortuna no se desprendía de mi
tranquilidad, iba en aumento.

Una de esas mañanas cuando la vida te enseña lo frágil del mundo y tu humanidad,
desperté con sangre sobre mi ropa y la cama que había brotado de mi nariz y por asomo,
el silbido continuo y lejano en los oídos se manifestó por primera vez.
Intente no darle importancia y seguí aquella carrera de inminente final, inmiscuido en los
días, semanas sin detenerme, hasta que llegaron las fiestas de navidad y eso asumía para
mis adentros una incómoda realidad, como tantas.

Mientras observaba la ciudad por las ventanas de un edificio creí darme cuenta que
necesitaba ir a otro sitio, que los días en Santiago habían terminado por ahora.
Hice todos los arreglos en busca de un lugar adecuado, como unas vacaciones hasta
poder encontrar un poco de paz. La vida vertiginosa de las finanzas y la ciudad misma
quizás habían abierto un hueco en mi salud y me habían empujado a ya no querer
despertar en este lugar.

Me traslade hacia la ciudad de Osorno con todas las recomendaciones que me dieron las
personas con quienes trabajaba. A lo largo de los años había conocido a muchas personas,
entre los cuales había gente maravillosa y de gran respeto en quienes había depositado
toda mi confianza y esa lealtad recíproca era a todo lo alto.
También había aprendido que en todos sitios hay imbéciles que necesitan odiar a otras
personas, ciudades y países para demostrar su supuesto amor propio o por su propio
país.

En la Hacienda las Quemas había rentado una casa donde la tranquilidad era adecuada
para esta paz escurridiza que creía poder alcanzar. Con el tiempo comprendí una vez más
el sentido de no pertenecer a ningún lado, que parecía configurar y acentuarse, en este y
en cualquier otro lugar donde me fuese.

El entusiasmo creció al notar cierta mejora en la salud. El parque nacional Puyehue era
uno de esos lugares donde me trasladé. Las cabañas Anticura donde la naturaleza
cubría cada rincón y era un lugar hermoso.
Salía a caminar por el espacio de horas para después retornar agotado queriendo soñar
que era feliz, pensaba que la vida me devolvía de alguna manera algo de lo que me había
robado.

Una noche mientras dormía creí escuchar el lamento de una voz, que crecía susurrándole
al silencio a lo desconocido, quejándose de dolor pidiendo auxilio que se mezclaban con
el viento y el vaivén de los árboles. Se acercaba aquella voz de imploro cuando la
habitación súbitamente se cubrió de fuego hambriento y feroz, abriéndose como pieles
las paredes y techos.
Creí escuche el sonido de las ramas al quebrarse con el fuego como si fueran mis propios
huesos.
No me podía mover, solo observarlo aterrorizado.

Hasta que desperté empapado de miedo, terror y sudor.


Ese sueño repetido de fuego y asfixia me había perseguido desde hace años, envueltos en
ideas e imágenes pero empezó a ser más grande, ostensible y con mucha frecuencia en
aquel lugar. Una manifestación clara de que algo más estaba ocurriendo.

Por más que intente disuadir la idea de tener y sufrir alguna enfermedad grave , la
realidad me mostró una vez más que esa idea con forma de petición, como toda mi vida,
había sido un error.

El Doctor Costas me recibió en su consultorio en la Clínica Alemana en Osorno con los


resultados de todos los exámenes en que me había sometido.

Amablemente me pregunto por mi familia, al verme solo en aquel lugar.


No tengo a nadie doctor, le dije.
Me gustaría darle buenas noticias sobre lo que ha arrojado los resultados señor Julián
pero la situación es delicada.

Es mejor vivir con la verdad doctor, le dije.

Los exámenes demuestran que hay un tumor incrustado en una zona de su cerebro que
es el causante de todas estas molestias que usted ha venido presentando.
Sonreí irónicamente, con esas reacciones que en realidad esconden miedo.

Bueno ¿cuál va a ser el tratamiento? Pregunte, ansioso


¿Qué hay que hacer?
No hay tratamiento, apunto.
Con toda la tecnología y los avances, doctor, mediante una operación, es posible que…

Lo lamento mucho, señor Julián, no es facial decirle esto pero la zona donde ese
encuentra ese tumor, es inaccesible. Cualquier intento de extirparlo causaría su muerte
inminente.

Voy a morir de todas maneras doctor, le dije y para mis adentros pensaba que finalmente
ese deseo de toda la vida se estaba siendo real.
Con su amabilidad genuina y conmiseración, el doctor Costas calculó que quizás un año
sería el tiempo de vida que me quedaba, siendo optimista con los cuidados necesarios,
una vida tranquila sin preocupaciones.

Salí de aquel lugar y llovía, como una seña perenne, mientras mis pensamientos y la
mirada se perdían entre los jardines bien cuidados y la rampa blanca que sostenía la
fachada principal de la clínica. Todo parecía perfecto.

Excepto que yo no pertenecía a este lugar.

Caminé por largas calles, avenidas y horas pensando en que si iba a pasar algo, como el
final de una vida sin sentido, debería ser en el lugar donde mi vida se había iniciado, debía
regresar a mis raíces, al lugar donde había querido escapar, olvidando, que Tarma jamás
me dejaría ir.
ACOBAMBA

Era jueves a medio día y el cielo había sido pintado por una tela de nubes grises que
cubrían la ciudad nostálgica con algunos borrones extraviados de rayos de sol. Por casi
una semana, en todo instante, había estado yendo y caminado por todos los sitios que
me eran más o menos conocidos. Quizás buscando las respuestas, aquellas que me fundan
y vistan de verdad. Contemplando los anocheceres, encapsulado entre los claros oscuros
de esta ciudad de barro y de vieja alma.

Quise creer que entre las calles, esquinas y las personas algo de mi podría encontrar, algo
de lo que me hacía faltaba, esos detalles y anhelos que van más allá de la lógica, quería
creer que todo me diese respuestas. De esas que se arman de rencor en el alma y los
pensamientos disfrazados de plegarias, que no van dirigidas al cielo.

Aquel medio día emprendí el camino a la ciudad de Acombaba. Había tomado un auto que
realizaba servicio de traslado por el mercado Modelo, en la calle Huánuco. Las gotas de
lluvia ya se precipitaban abruptamente sobre la ciudad como una cortina transparente
provocando que se difuminaran mis mordaces pensamientos.
Abandonamos las últimas casas de la ciudad y en el camino ya se dibujaban la
esplendorosa vegetación, de esas siluetas verdes que reflejaban la magia que escondía
cada rincón, cada espacio, entre los cobijos, faldas de los cerros y quebradas. Por alguna
razón me observaba a mí mismo sonriendo, sabiendo que ya nada podía perder, que mi
nombre y mis recuerdos seria borrados para siempre junto con el aguacero que discurría
entre la tierra fértil y sin fin, de esta Tarma eterna.

Entre el crepúsculo de la realidad y mi mente, cerré mis ojos para sentir aquel aroma a
eucalipto y tierra mojada mientras el ondulante movimiento de carro continuaba sin
tregua. Cuando las imágenes de aquel sueño siniestro que me perseguían me alcanzaron
nuevamente.
Las brasas del fuego consumiendo mi cuerpo, con la impotencia de no poder zafarme de
una habitación, como una celda tan pequeña y oscura de madera. El tormento cruel y
doloroso que llega hasta el mismo centro del alma. Una conjugación de impotencia frente
al humo que penetraba todo ese rincón.

Desperté casi sudando con la voz del chofer indicándome que habíamos llegado a nuestro
destino por ahora.

Y nuevamente como solía suceder, las personas me observaban y comentaban entre sí,
curiosidad disimulada y quizás por mi atuendo o mis maneras de hablar.
La iglesia de San Miguel de Acobamba flotaba entre las calles brillosas que habían dejado
la lluvia y en el cielo, aun coludidos, las nubes grises permanecían próximas. Hacia lo alto
se erguía sus torres terminadas en dos cúpulas rojas; entre la puerta principal y las
personas ataviadas con sus vestimentas típicas, una farola solitaria y muda.
Caminé con el aire con sabor a recuerdo y pertenecía hacia una pequeña tienda próxima.
Un señor muy amable al observarme sirvió un vaso de chicha de maní con la
contemplación y consideración que se tiene hacia los seres extraños a este lugar.
Lo bebí a fervor con la ansiedad de un sediento y el señor sonriente asintió complacido a
lo que me ofreció unos dulces traiciónales. Unas bizcotelas reforzadas de manjar que me
robaban esa sensación de aturdimiento para desprender de mi alma una alegría sutil y
dulce.
Esos detalles hacían que valore todo en cuanto había perdido, en cuanto había querido
borrar de mi vida y que ahora en mi tarde admisión, solo podía asentir a lo que venga, sin
decir nada. Esa sonrisa irónica de la vida que se burla de mí nuevamente, arrancándome
del precipicio hacia esa sensación de bienestar temporal que me invadía desde que había
llegado a esta, mi tierra.

Caminé por los espacios silenciosos y tranquilos de Acobamba, enredándome en esa sutil
palabra que se llamaba paz y que en este lugar era posible vivirlo. Las calles casi
silenciosas de paredes blancas y limpias me recibían. Rodeando las esquinas esperando
encontrarme a mí mismo, como un espejismo, en cualquier momento, esperando mis
propios pasos, al avistar otra calle más por caminar.
El cielo nuevamente amenazaba a través de ecos profundos de pronta llovizna y regresé
hacia la plaza principal, contemplando la fachada de la municipalidad donde en toda mi
vida nunca había ingresado. Las flores amarillas y blancas sucumbían entre los pinos y
otros árboles que frondosamente se erguían en la plaza principal.

Y por primera vez desde mi llegada, creí escuchar el silbido suave y lejano dentro de mi
cabeza. Esa negrura que se expande entre mis entrañas que no me había abandonado
como ingenuamente creí y lo quise.
Me senté sobre una de las bancas de la plaza y mis lágrimas sucumbieron al volver a mi
realidad. Asintiendo que pronto, todo esto se acabaría para siempre. Que ya no habría
motivos para pensar en aquella felicidad efímera e inalcanzable que todas las personas
perseguían.
Las personas observaban a un hombre vestido de negro con la barba crecida, cubriendo su
rostro de miedo o vergüenza. La imagen de un extraño sacado de un lugar inhóspito e
infrecuente.
Nadie podía imaginar que tenía tanto dinero y bienes materiales que de nada le podían
servir cuando el alma estaba enferma y que sus ojos estaban inyectados de desesperanza
por lo inevitable de su futuro.

Disimuladamente seque las lágrimas mezcladas con ese vientecito suave y frio que
tanteaba mi rostro.
Las preguntas del porqué de todo lo que me había ocurrido, solían venir, como fantasmas
que me perseguían.
Y aquella vida, de éxito profesional, estaba quedando atrás, cada instante, borrándose y
de que poco valor tenían.
Sabia a arrastras que había regresado a donde había iniciado toda esta vida anómala.
Aquel primer impulso que sentí al despertar a la realidad, de aquella noticia, me hizo
constreñir a comparecer a este, mi lugar, a mis raíces. Quizás como una despedida.
Aunque vagamente sentía que había algo más.

Las campanas de la iglesia me sacaron de aquella reflexión y cuando ya estaba por


terminar la tarde y recibir las primeras gotas de lluvia que circundaban en el cielo
coronado de nubes sin color, acierte sutilmente y sin malicia a caminar hacia el paradero
y regresar a Tarma.

El sonido de mis pasos se escuchaban entre el aroma fecundo de las flores y plantas que
por todo rincón florecían. El silencio surtía como para estar en conexión con lo que
pasaba alrededor cuando el eco de otros pasos empecé a percibir, un presagio
inesperado, una luz en la oscuridad.
Durante estos días de corto aprendizaje, no observaba directamente a los ojos al
conversar, por temor al odio y rechazo que directamente algunas personas lanzaban sin
enmascaramiento, que confundidos me tomaban como un enemigo. También por la
inseguridad desnuda de estar en un lugar donde al perecer ya no pertenecía y que para
esconder de alguna forma inconsciente, el dolor que aún había en mí, sin que este me
delate.

Caminaba ensimismado con mi mundo cuando la vi.

El sonido de los pasos apurados que caminaban en sentido opuesto me llamo la atención.
Una sensación de familiaridad cubrió mis memorias sin presagiar nada.
Una mujer. Radiante que irradiaba luz que al parecer, en ese instaste de suave llovizna,
solo yo la podía vislumbrar.
Busque su mirada con los segundos inexplicables que se eternizaban.
Una corriente de energía que fluía me atrapó, incomprensible a todo, dejando mi ser
atado a ese momento.
Me notó, siendo tan intensa y vertiginosa la devolución de su mirada que llegue a relegar
el lugar donde estaba caminado y el universo.
Me detuve.
Ella prosiguió su camino dejando en mí una huella. Ese mar multicolor que acrisolaban en
sus hermosos ojos. Los más hermosos. Ese mundo imposible que podía cobijarse dentro
de su mirada.

¿Quién era?
¿Qué era?
Vestía con una falda negra, un polo azul y un saco celeste. Su cabello era corto. Como una
señal que decía a las personas que lo entendían así, que estaba olvidando para siempre a
alguien.

Se fue perdiendo entre las esquinas de la ciudad pasando arrolladoramente por entre el
espacio de mi vida expuesta y el mundo de colores que dejó rastros en mi mente.

Y continúo la vida.
La casona

En los años ochenta la magia de la música marcaba la vida de cientos de jóvenes,


especialmente adolecentes, que detrás de las melodías que envolvían sin cesar, nos hacía
sentir seres únicos y testigos de una historia insuperable que nos estaba tocando vivir.
Me recordaba envuelto en aquella nube musical, encapsulado, dando la espalda al mundo
real con unos audífonos conectados a un walkman, caminado por las calles, como una
forma sutil de defenderme de lo que estaba fuera de mí.
También recordaba los pocos amigos que hice, casi compulsivamente y que una mañana
de un día cualquiera nos aventuramos, sin pensarlo y dejando a un lado los
razonamientos, a tomar las calles en medio de ese ambiente donde aún se respiraba esa
inocencia de una ciudad construida en base a respeto entre todos y educación hogareña.
Habíamos decidido tomar nuestras bicicletas y lanzarnos a la aventura de explorar un
sitio lejano. Así es que llegamos desde Tarma hasta la gruta de Huagapo por el camino que
aun respiraba tierra y soledad. Ese era un valioso recuerdo que solía venirme a la mente
como una de las mejores cosas que le habían ocurrido a mi vida, tantos años después.

Esa mañana tome un auto de servicio público, un colectivo que me llevase a ese lugar de
mi adolescencia, hacia la gruta de Huagapo, después de haber tomado el doble de las
pastillas que me habían medicado.

Y como siempre, como en cada rincón, el verdor cubría de encandilados matices sin
límites toda la majestuosidad del paisaje y la sensación de paz me envolvía nuevamente,
quizás esa sensación que se tiene cuando ya no tienes nada que perder.
El rio que se desplazaba jugueteando con el ritmo de las piedras que deformaban su
acelerado avance. Árboles, maizales y sin fin de verduras que brotaban relucientes como
si tratasen de tocar el cielo celeste.

Con el vértigo del auto avanzando y detrás de la infinita variedad de verdes colores, como
una sombra, escondida detrás de los árboles asomaba la silueta de una casona que era
rodeaba de unas paredes que la protegían de lo que guardaba en el interior. Por alguna
razón desconocida, me llamo tanto la atención como si una fuerza me llevase a no dejar
de contemplarla.
Le indique al chofer que se detenga y me baje raudamente.

No le puedo esperar dijo.

Con una mano le indique se fuera con los demás pasajeros.

Un aura de misterio y abandono relucía el entorno. Encendía en mí una chispa de


misteriosa inquietud, como si secretamente hubiera esperado encontrar algo que no
había imaginado. Me acerque escuchado debajo de mis pisadas el quebrarse los maderos
secos, quedando parado frente al portón de madera donde una larga pared sitiaba aquel
lugar.

Observé todo aquel espacio donde la maleza seca abrazaba las bases de las paredes
mezclados con las flores de colores que desordenadamente cubrían los pasos o caminos
como queriendo sepultar aquélla sombra de barro, piedra y olvido.
Estacas caídas y roídas que indicaban los límites de los espacios de la propiedad con la
atmosfera precursora de aquellos rincones que parecían revelar que la casa estaba
abandonada.

Sentí que alguien me observaba a lo lejos.

Una silueta irreconocible, oscura y grande caminaba como flotando por el camino
polvoriento cerca del límite con el rio y me daba la impresión que tenía unos ojos negros
y fríos que calaban todo.
En unos segundos estuvo delante de mí y se trataba de un hombre mayor que vestía con
un tarje azul bastante gastado. Me observó detenidamente por unos segundos quizás
buscando señales y gestos que le diesen confianza para que inmediatamente después se
quite el sombrero como señal de saludo.
Con una reverencia se presentó:

Mi nombre es Jacob y soy el propietario de esta casa.

Soy Julián Orihuela, le dije, un tanto turbado. Le pido disculpas por el atrevimiento de
invadir su propiedad. Sentí una extraña atracción por esta casa y me detuve a
contemplarla de cerca, como usted ve.

Los ojos son dos lámparas que observan más allá, sobretodo en la oscuridad, señor mío y
sus ojos no se equivocan. Presiento que usted es no es de este lugar ¿verdad señor?
usted es chileno. Afirmo.

No señor- le dije, soy de Tarma pero que he vivido en el país del Sur bastante tiempo.
Nuevamente hizo el ademan de saludo y respeto, cuando le observe que llevaba un
cadena de oro en la muñeca derecha.

Pase por acá dijo caminando hacia el portón y extrajo un manojo de llaves de todas las
formas inimaginables, haciendo mucho ruido buscando el principal.
La piel gastada de la fachada exterior solo era una forma de alejar a quienes por fuera
solo quisieran ver cenizas y malos augurios en este lugar. En este mar de incertidumbre y
poca esperanza comprendí que aun mis ojos no estaban preparados para brillar en la
oscuridad.
Abrió el portón y ante mí se extendió un pedazo de paraíso mágico, un jardín frontal con
sutiles formas de flores bellamente cuidados y nutridos de colores indescifrables que
conservaba la insinuación de un ambiente de bienvenida hacia la casa principal.
Por el lado derecho se observaba unas gradas que llevaba al segundo piso. Cruzamos los
jardines, el zaguán y una puerta gastada de madera finamente labrada con formas
relucientes y cubiertas de un color marrón oscuro donde había una manija de hierro con
la figura disimulada de una serpiente.

Ingresamos a un espacio vacío, una habitación con el piso de madera que crujía como
quejándose de nuestra presencia. Caminamos cruzando aquel lugar donde mi
acompañante y guía encendió las luces al jalar una cadena que colgaba por el marco de la
entrada que nos abría la visón de la sala principal, era muy espaciosa, ocupada y rodeada
por unos cuerpos voluminosos sobre el piso que se hallaban cubiertos de una tela blanca
y que al sacarlas observe unos muebles de cuero negro pulcramente finos y elegantes.
Cortinas de blanco marfil que tocaban el piso de madera pulidos y de gran brillo.

En una pared un estante repleto de libros ordenados y de todo tamaño.


Una lámpara gigante colgaba en medio de aquel espacioso ambiente que parecía
escapado de las películas y del tiempo que al parecer no había pasado por este lugar.
Sobre la paredes derecha una serie de cuadros de personas, retratos en acuarela que
parecían observarnos con sigilosa curiosidad.

Son mis antepasados dijo y me invito a tomar asiento. Discúlpeme por no poderme
ofrecer algo de beber.

No se preocupe de esos detalles. Le dije, este lugar es hermoso, jamás había sentido la
emoción de estar en un lugar semejante a esta casa.
El hombre asintió con su elegancia incomparable.

Esta casa es como una fortaleza que guarda en sus paredes, como recuerdos, la historia de
mis antepasados. Como pergaminos que tiene vida y que solo en este lugar están
protegidos y tiene libertad. Un espacio donde pareciera que el tiempo es solo una palabra
sin ningún valor, mi querido amigo.
También ha permanecido como un símbolo de mis padres, mis abuelos. Cada detalle y
rincón es una forma simbólica y tangible de expresar que ellos aún viven en este sitio.
Ellos me la heredaron.
Señor Orihuela, yo soy el ultimo hijo, el único de mis antepasados que le puede dar la
bienvenida, por lo que se dará cuenta que también la soledad se apodera un poco del
alma de los que se atreven a vivir en este espacio, se contagian con los que ya no están,
los que fueron dueños y amos de toda este lugar. Por ahora nadie vive acá.
Y a usted, su camino lo ha traído en estas puertas, como si fuese un presagio de buenos
augurios y reconozco a los caballeros cuando los contemplo, aseguro.

Por alguna razón aquel personaje salido de algún cuento mágico o siniestro, pareció notar
el deslumbrante apego que había surgido en mí, sin pensarlo y susurrado a mi interior el
deseo de vivir, de habitar, con una fuerza sibilina, de integrarme como un observador
perene en aquel maravilloso lugar.

Con una paga miserable, aquél personaje acepto alquilarme la casa completa. Bastó un
fuerte apretón de manos para acceder libremente a este lugar provisto de una llama que
irradiaba cierta paz o pertenencia.
Regresé a Tarma para luego trasladarme con las pocas cosas que llevaba conmigo hacia
ese lugar fantástico. Y aun no acaba de entender porque había sucedido así de rápido la
sensación de estar presente como un inquilino empoderado, en un lugar que me parecía
que hubiera estando esperado.

La primera noche que me quede, pude con mayor tranquilidad observar cada detalle,
cada rincón de aquel lugar.

Todos los servicios de la cocina estaban como si de golpe los anteriores huéspedes o
dueños de este lugar hubieran salido intempestivamente dejando todo en medio hacer.
En los rincones hacia el lado derecho de la casa principal se hallaba una habitación amplia
de muebles envejecidos pero que le daba un ambiente elegante y misterioso.
Dos ventanas gigantes y escalonada se sumergían donde se podía observar los jardines
posteriores donde una fila de árboles de eucaliptos guindas y duraznos rodeaban las
paredes.
Al fondo de la misma sala principal se abría una puerta donde se hallaba todo el jardín
principal, donde una glorieta de madera era carcomida por el tiempo y el sol. Las hojas
secas de los árboles que la rodeaban habían ganado espacio sobre el césped.

En el segundo piso había un corredor principal donde distribuía varías habitaciones. La


gran mayoría de ellas estaban cerradas. A excepción de una de ellas que al intentar
forcejear fácilmente surgió como un quejido seco al abrir la puerta donde tenía la
cerradura rota. Parecía ser la habitación de una mujer por los vestidos colgados en un
ropero envejecido y sin color, el olor ha guardado, una cama de metal negro postrada y
carcomida por el tiempo. Una mesa pequeña, muebles cubiertos de polvo y abandono. En
una cómoda de madera, en los cajones encontré unos crucifijos metálicos cincelados
de variados tamaños y un gitanesco Cristo crucificado sin conmiseración, sobre la pared
en la cabecera de la cama.

Era una habitación muy grande y se podía observar gran parte del paisaje que envolvía a
este lugar. El camino, el río y los límites de la casa detrás de la ventana.
En otra esquina y sobre el suelo estaban tirados muchos papeles amarillentos y libros
caídos fuera del estante grande donde decenas de libros de autores sin nombre se
envejecían corroídos por el lector ausente.

Casi sin notarlos observe que había una caja de madera negra cubierta por una fina capa
de polvo. Retire algunos libros que estaban encima y lo puse sobre la pequeña mesa
circular donde una lámpara de querosene descansaba ya sin uso.
Era un poco pesada y grabadas sobre la madera aparecía la palabra VOSS. Desabroche los
broches dorados de aquella caja y la abrí. La caja tenía un forro de fondo rojo y protegía a
una máquina de escribir bellamente conservada y de una finura sin igual.
Sentí que había encontrado un tesoro y me reí con el eco de las paredes que reían
conmigo.
La biblioteca

A los días mi estancia en aquel singular lugar, soñé nuevamente con aquellas imágenes
deformes que parecían no alejarse de mi alma. La sensación de asfixia y dolor por el
fuego que cubría sin misericordia.
En aquel sueño imprevisto alguien reía a carcajadas desde algún lugar oscuro de la casa,
donde ahora vivía, entre los corredores y habitaciones cerradas. La llama ascendía desde
mis pies cubriendo mi cuerpo entero como serpientes que se deslizaban, sujetándome
para no correr. Inmovilizándolo todo, obligándome a la mudes con aguijonazos sin
indulgencia.
Mientras me consumía me parecía observar los ojos de aquella mujer sin inmutarse desde
la oscuridad. Le supliqué, en mi mente, que me dejase vivir, implorándole perdón.

Desperté empapado de sudor con el sonido del viento golpeando la madera de la ventana
y la lluvia que había cubierto el mundo y aquella casa. Nuevamente el zumbido sin fin en
mis oídos empezó hacerse visible.
En la cocina me prepare café y tome las pastillas que me hacían reaccionar y disimular
frente a aquellos dolores.

Me senté sobre los muebles de cuero que rechinaban en la sala observando como la lluvia
golpeaba las paredes y techos.
Sintiendo como el bombeo del corazón golpeaba mi pecho, acaeciendo en el miedo y
resignación con revancha.
Dándome cuenta, mortífera autenticidad, que esos primeros días de mi regreso a Tarma
habían sido solo un espejismo. Que aquella sensación de haber creído en que traicionar a
la mente era posible, dejar todo atrás. Esa incesante, frívola y hasta ingenua idea que
este regreso a mi ciudad significaba sanarme de todo mi pasado.
Pero la verdad era que nuevamente esa realidad maldita de que durante toda mi vida solo
había recibido algunas migajas de felicidad para regresar otra vez y con mayor ahínco a mi
vida, tal cual era. La idea de regresar a morir a Tarma se estaba manifestando y cada día
era más evidente.

Como ese día y de tantos, salí a caminar con el tiempo cada vez menos en busca de
respuestas. Ninguna respuesta tenía la virtud de devolverme mi pasado.

Durante horas y días la resignación me mudó para sostener que más perdía tiempo,
escaso, en pensar en las posibilidades inexistentes.
Como en la figura, realista y cruel, de alguien que sabe que se está ahogando y solo
espera estirar las palmas de sus manos, como una señal, como querer escribir de cómo
fue su nombre o describir su sombra y que por última vez rozara sus dedos, señalando el
cielo, el límite de lo que significa, estar vivo.
Detrás del mutismo se escondido algún síntoma de buena esperanza. Creí en vivir solo
en el minuto a minuto. Ensombrado en mis pensamientos. Ya nada importaba.

Transitaba por los caminos, muchas veces polvorientos por los alrededores de la ciudad.
Contemplando aquella naturaleza mística que en cada rincón de Tarma se esgrimía como
fuentes de inspiración, pedazos del cosmos y amor en minúsculas formas, vidas en formas
de plantas conectadas al universo.
De alguna manera, aunque el dolor incesante ascendía, conjugado con el sonido de miles
de grillos en mi cabeza, con esos paseos jugaba a distraerme del escenario.

A veces agradecía, no sé a quién, taciturno y casi incoherente , pero podía vivir de un día a
otro, despertaba con la sensación de que tenía un día más para grabar en mi mente esta
ciudad que me había embrujado y aunque sea tarde, poder descubrir las razones sobre el
origen de tantas vicisitudes desde mi temprana vida. Me contradecía.

Las ideas discurrían sin parar sobre mi mente y con mucha más frecuencia la curiosa
imagen de los ojos aquella mujer que se había cruzado en mi camino. Me daba ese
impulso de encontrarla en cualquier momento entre las calles de Tarma cubierta de ese
aura luminoso de había precipitado en mi la agitación de volverla a ver, de saber de ella,
como un místico de vulnerabilidad humana frente a una ilusión, pero también el
razonamiento lógico, la mente, me hacía advertir que nada podía florecer a mi lado.
Me negué a desarrollar una relación para concretizar el camino de los mortales. Mis
fantasmas, los miedos lo advertían y sobretodo, me negué el hacer daño a otro ser
humano, como lo había visto en mi propia vida.

A veces creí observarla entre las personas que discurrían a prisa, sola, siempre, cuando
súbitamente se borraban las imágenes de mi visión confundida entre colores, formas y
siluetas, quedándome más complicado.
Como aquella mañana en que la vi mientras yo almorzaba en el restaurante Chavín,
frente a la plaza de armas, a través de la pared de vidrio.
Esa aura de gitana se detuvo y me observaba detenidamente con ese destello de luz que
sobrecargo aquel momento de quietud aparente. Por unos instantes, nos observábamos,
midiendo nuestro espacio, entre figuras invisibles que nos unían, separando el espacio
entre los dos y nuestro miramiento sutil como una forma de reconocernos ¿de dónde?,
una manera de escuchar a lo inexplicable que nada estaba sucediendo por casualidad,
inclusive mi propia muerte.

Me puse de pie y salí raudamente hacia la calle para encontrarla.

Como si entrase en el o saliese a otro mundo, al cruzar el lumbral, todo rastro de su


presencia había desaparecido.
Solo las personas que me miraban con cierto cuidado y recelo.
Pasaron una semana o no sé cuántos días más mientras crecía la sensación de que mi vida
se iba apagando.
La sensación de adormecimiento contribuía a observar sin esperanza, el infinito y cada
vez más lejano futuro, para que algún sueño pueda alcanzar.
A menudo podía calcular que por más que aumentaba la dosis de los medicamentos que
tomaba también sentía que el tumor, la enfermedad crecía como arañas hambrientas en
mi cabeza, aceptaba que los silencios, las oscuridades entre mi cabeza y mi alma ya no me
dejarían ir en paz.

Una tarde acrisolada donde las sombras de las paredes se escondían ya entre las veredas
y esquinas, me senté en uno de los bancos de mármol de la plaza principal que se iba
convirtiendo en un refugio de reflexión y paz temporal. Algunas personas parecían
acostumbrarse a mi presencia pero otros no, inclusive algunos policías me observaban con
sospechosa prudencia por donde se topasen conmigo.

Me sentía agitado y las personas que caminaban por alrededor me miraban


disimuladamente haciendo comentarios. Me pase la mano por mi cabello crecido y por la
barba sin afeitar.
Observé la fachada del concejo provincial, de paredes pintadas en claros colores, los arcos
blancos que servían como un mirador y un hermoso balcón de madera. Debajo de aquel
espacio entre la sombra y la quietud un letrero que decía: Biblioteca Municipal “Adolfo
Vienrich”.

Por alguna razón extraña y precipitada me dirigí hacia ese lugar contemplando el agua que
brotaba en la pileta de la plaza de armas donde unos picaflores de bronce merodeaban.

Ingrese lentamente, cuando el piso de madera con un crujido tenue advirtió mi presencia
a una señora que atendía.
El ambiente reflejaba un espacio pulcro y de ordenada distribución. Sentí calma y el olor a
papel guardado.
Me presente ante la señora encargada y pese a mis apariencias, su amabilidad sobrepasó
mis expectativas. Se llamaba Sonia.
Me senté en un espacio donde desde ese observaba al otro extremo la bellísima Catedral
Santa Ana.
Mi respiración, esos temores y la fragilidad de mi estado parecieron encontrar una leve
mejoría. Como si los elementos se juntasen en el preciso lugar dándome una tregua.
Después de varios minutos de espera, entre la respiración profunda y mi paz inesperada,
le pedí que mostrase algún libro que me hablase de Tarma.

A los minutos un libro estaba sobre la mesa.


Un libro es una puerta donde el tiempo no tiene cabida y las memorias están presentes,
el autor vive a través de sus páginas. “Historia de la ciudad de Tarma” escrito por
Alejandro Palomino Vega.

La encargada me sonrió, como una cómplice temeraria y dejó que en el lugar donde había
elegido sentarme la magia de las letras hicieran su trabajo.

Empecé a leer descubriendo los acontecimientos que se deslizaban a través de la historia


de los forjadores de esta ciudad. Me identificaba con ese tiempo antiguo y que ahora solo
estaba siendo evocado en memorias.

Mientras lo leía podía imaginar a Tarma en aquellos años en sus inicios. Me envolvía la
sensación de observar todos aquellos tarmeños que forjaban las bases y los cimientos
para construir y forjar un pueblo grande, unido y próspero. Aquellos sueños que los
idealistas imaginaban pintar de todos los colores que da el alcanzar la independencia y ser
los dueños de un futuro.

Me sentía pertenecer y sentir familiaridad con los apellidos y lugares que describía aquel
libro. Veía que había perdido tiempo intentando escapar de una realidad que tarde o
temprano me perseguiría.
Mis padres, mis abuelos y mis antepasados venían de este lugar, así lo sentía. Percibía que
la historia de mi vida de alguna manera estaba muy conectada con lo que era Tarma.

Estaba con esos pensamientos cuando empecé a escuchar voces. Conversaciones abruptas
y lejanas que provenían desde algún rincón y que lentamente distraían mi atención.
Retome la lectura entusiasmado por conocer más cuando el murmullo de un lamento
lejano y triste llego a mis oídos.
Alce la vista y todos los que habían estado usando el ambiente ya se habían retirado.
Observe a la persona encargada y estaba escribiendo o haciendo anotaciones,
concentrada.
Seguí con la lectura unos minutos más y de pronto unos gritos de dolor y angustia me
sorprendieron.
Me puse de pie y nuevamente observaba que fuera de mí, de aquellos murmullos y
gritos, todo estaba con la mayor tranquilidad y normalidad.

Sonia, la encargada noto mi turbación. Se acercó y me pregunto si podía ayudarme en


algo.

Salí de aquel lugar ambientado y envuelto en una calma tenue pero que yo ya no podía
percibir.
El dueño de la casa

Aquel día regrese a la casona con la respiración arrastrada, ensimismado en ideas sueltas
y sin respuestas. Las fuerzas en mi cuerpo lentamente me abandonaban cada día. Aquel
silbido en mis oídos, hacia presa cada vez y con más frecuencia.
Quise permanecer con ese aire de paz robada por unos instantes que me había dejado la
visita a la biblioteca al inicio , por lo que acaricie, al andar, la oscuridad sin encender
ninguna luz.
Me encamine hacia el gran mueble que se encontraba en la sala. Me eche sobre ella.
Entre la luz opaca que entraba por las ventanas producto del reflejo de la luna me parecía
observar mundos y espacios sin fondo.
Formas inalcanzables de materia densa que coexistían con mi presente.
Cerré los ojos he imagine que una luz blanca se desprendía de la oscuridad profunda de
mi imaginación. A veces esa luz blanca parpadeaba como insinuando que una vida estaba
por extinguirse en algún lugar del universo.
Forcé mis pensamientos para hacerla avivar. Como un metal liquido unas gotas de esa luz
cayeron sobre mi cabeza dándome cierto alivio a mi tensa espera. Quise saber que era
esa imagen, cuando en mi inconsciente sentí que alguien más estaba en ese lugar.

Inmediatamente me puse de pie, cuando lo vi.

Con la mirada oscura que hacía temer o sospechar como un mal presagio, me observaba
de pie desde ese gran espejo, que en un rincón del lugar adornaba y quitaba mucho
espacio.

Se acercó rápidamente notando mi turbación. Vestía como siempre con un elegante traje
y sombrero.

Le ofrezco mis disculpas por interrumpirle y haber ingresado sin su permiso señor Julián,
dijo. Solo vine aprender las luces y ver que todo estaba bien.
Creí que usted estaba ausente o podría estar quizás un poco mal de salud.

Me volví a sentar en el sillón, sin ganas de hablar o sin fuerzas para hacerlo.

Mi querido amigo, observo con detenimiento un deterioro en su fisonomía. Aquella luz


que irradiaba en su semblante, el día en usted llegó a las puertas de esta casa, se ha ido
apagando.

Me toco el hombro.

Me estoy muriendo, dije


Me estoy muriendo sin haber encontrado respuestas. Me agarré la cabeza tratando de
contener el dolor que aguijoneaba, turbando mi respiro.
El señor Jacob me observaba y empezó a caminar en círculos, rodeándome sigilosamente,
como un animal carnívoro midiendo a su presa a punto de caer.

Déjeme solo, alcance decirle.

Con una voz clara que guardaba un eco hondo en cada palabra que pronunciaba, el señor
Jacob dijo.
Lo estuve esperando, señor Julián, sabía que usted iba a venir a esta casa. Todos tenemos
una misión, un propósito en este mundo.

Llevo años sabiendo que esa mañana a usted lo iba encontrar parado frente al portón de
esta casa. Usted vino a morir a esta ciudad porque siempre ha creído que era un títere del
destino. Que nada de lo que usted ha hecho pudiera remediar todo el dolor que ha
experimentado.
Usted señor Julián tiene la inequívoca convicción que todas las desgracias que le han
pasado es un producto de la mala suerte y que no tienen respuestas.
Como es mi caso y el suyo, la muerte ha sido un acompañante muy cercano que
aparentemente nos ha robado lo que nos pertenecía.
Hay un aroma y luz que se desprende de aquellas personas que conviven con la muerte o
se ven prontas a enfrentarla. Solo algunos podemos percibirlo.
Y usted está resignado a que nada de lo que haga, hará que las cosas puedan cambiar. Su
supuesto éxito en lo material confirma su resignado y empobrecido entendimiento de su
creación.

Usted, señor mío, no tiene idea del valor que esconde su aparente futilidad.

Creí sonreír mientras el dolor corroía todo mi entendimiento y nula reacción. Como si
cada palabra de ese señor fueran verdades que dolían.
Usted tiene un propósito señor Julián y yo tengo el mío. Ese fue el acuerdo.

Lo voy a ayudar, ese es mi propósito.

¿Ayudarme? Pensé, le contesté con amargura y abandono.

¡Ya no hay tiempo¡

Me recosté sobre el sillón con el sudor frio que producía el dolor y que me envolvía con
mayor fuerza. Y recordé como una súplica que acompañaba ya a las lágrimas, la última
sonrisa que guardaba en mi mente de mi padre.

En ese instante lúgubre sentí que ya nada valía la pena. Que mi vida había sido solo un
accidente. Me sonreí irónicamente por los años de ausencia, de aquel fantasma que había
creado, elaborando cadenas, atándome al trabajo sin tregua para haber logrado algo o lo
único que creía que valía la pena, mi éxito y sin embargo estar en el mismo lugar donde
había empezado. Vacío.

Sentí la mano sobre mi frente de aquel personaje extraño y frio, diciéndome,


susurrándome que aún no era el tiempo.

Y me abandoné sobre la noche esperando la muerte.


Muerte

Desperté dos días después con la luz del sol que apenas surtía de brillos opacos y de poco
color en mi entorno. La sensación de náuseas y el cuerpo acartonado que despertaba
dolores ante cualquier movimiento brusco. La casa permanecía con esa aura que parecía
haberse burlado del tiempo.

La sensación de una lenta agonía ganaba a cada pensamiento que brotaba sin una brújula
premeditada. Me imaginaba que bien podría estar ausente con la muerte en ese mismo
instante mientras allá afuera todo marchaba igual.
Y pensé en ella sin saber de dónde había salpicado el color de aquellos ojos que
inusitadamente iba adueñándose de ese momento, pese a mi estado, de mis reflexiones
o quizás era un juego de la mente para no ver del todo la oscuridad, quizás.

La muerte asechaba y por alguna razón pensé en los días y los lugares que había recorrido
buscando sin saber que podría encontrar. Quizás el destino de mi suerte, desde un inicio
estaba en aquellos lugares que guardaban pequeños asomos de mi presencia, mientras
preso de la incomprensión, solo atinaba a resignarme y aceptar como había sido mi vida
hasta ese momento.
Algo había en esas calles de esta ciudad que me decía algo que finalmente no podía
entender.
Tras mucho pensar me aferre a la idea de que antes que sea tarde tenía que buscar
respuestas en los espacios o símbolos más allá de lo que aparentemente sucedía o me
presentaba la vida. Buscar nada más.
El tiempo corría sin esperar y los momentos podían estar a mi alcance, si es lo creía así.
Después de todo y finalmente, buscaba una singular forma de terminar mis días y aquella
misteriosa mujer era parte de las respuestas que anhelaba encontrar.

Me aliste para salir esa mañana con esas arañas que vivían en mi cabeza y aguijoneaban
sin piedad.
Tome varias pastillas y adormecer todas las instancias presentes de mis males. Nada podía
fallar porque era uno de esos días que la vida no te da segundas oportunidades.

Un viento suave y gélido de la mañana me recibió al salir a tomar el carro que me llevaría
al corazón de Tarma. El cielo había sido pincelado con nubes plomizas y que amenazaban
con venirse abajo.
De alguna manera el silencio sepulcral se había apoderado de todo el espacio que me
rodeaba. Parecía extraño que los árboles y la naturaleza entera solo emitiese un color
apático y taciturno. Las aves que sin medida solían cantar por las ramas entrecruzadas y
bastas se hallan ausentes.
Tome el carro y así me adentre hacia la ciudad.
Tarma estaba cubierta con un velo de niebla que respiraba a sorbos duelo y lejanía. Baje
en la Av. Paula de Otero donde cientos de personas acudían a la feria y me pareció
extraño porque creí que ese dia era martes y tenía entendido que solo había feria el
domingo y jueves.
Caminé observando las fachadas de la casa y los tejados que se hallaban alrededor del rio
Tarma.

El parque de las Flores se nutría de majestuosidad con las variadas flores multicolores
alienadas una tras otra como un pequeño cosmos sobre esta tierra. Desprendía hasta sus
asientos de madera ese aroma incauto de peregrinaje y solemnidad que tenían los
tarmeños hacia su bendita tierra.
Las flores eran como un recuerdo de que aun en situaciones adversas, sin calma aparente,
desde cualquier rincón inusitado, emergía esa esperanza de quietud y paz, de amor y
perdón, en forma de unos pétalos sonrojados que buscan alcanzar el cielo celeste sin
medida.
Entre arcos y farolas se levantaba una rosa roja metálica donde un picaflor o colibrí con
las alas extendidas sorbía el néctar simbolizando la perfecta armonía de la naturaleza.

En ese mágico lugar me senté a esperar.

Desde este lugar podía observar sobre los cerros, las casas alzadas de barro y madera, de
piedra y esperanza. Los tejados lejanos sombreados por los árboles, expuestos al viento y
la lluvia próxima. Las quebradas como grietas o heridas en la piel, ataviadas de luces y
sombras, de azules y verdes.
En el cielo el quejido del trueno profundo, largo con una tristeza que se reflejaba en
inhóspito presagio.
Montañas testigos de tanta historia transcurrida en este pequeña ciudad. Historias felices
y trágicas como la mía o como de tantos.
Las personas caminaban como un teatro de ficción cada uno representando el papel
elegido. Tomándoselo en serio cada instante, cada momento, contemplando estos
paisajes como propios, tan suyos, como si perteneciésemos a este lugar y que nos vamos
a quedar para siempre.
El cielo fecundo e infinito me invitaba a pensar y querer encapsular como algo
permanente el color que dibujaba este momento en que esperaba la llegada de alguien
especial. Eso lo creía.

Y así, fueron los minutos alterándose entre las personas que pasaban por la avenida.
Algunas gotas moderadas ya se insinuaban y es que sin darme cuenta del espejismo, ya
habían pasado más de dos horas de estar sentado con aquella calma que las pastillas me
daban como una tregua prestada.
Me aproxime al borde del rio. El agua que reflejaba la misma figura del cielo donde
también dibujaba mi propia liviandad y exposición hacia lo inevitable.
Una tras otra las líneas del agua se formaban y deformaban sin detenerse envueltos en
aquel torrente, aunque pequeña, corrían a toda prisa circundando las rocas o cualquier
obstáculo.
El temblor de mis manos empezó a manifestar lo risible que había sido, a esta altura de mi
vida, creer en algo podía cambiar. Un tonto milagro.

Caminé sin rumbo inicial hacia donde las puertas del cementerio se habrían de par en par.
Nuevamente las flores hacían contraste opuesto con mi alma de ese momento, con el
cielo que lentamente empezaba a derramar su propio espectro.
Aquel ruido constante en mi cabeza despertó acompañando mi turbación cubierto de
rabia. Las gotas de lluvia cegaban alguna claridad razonada y sin darme cuanta estaba en
dirección al lugar donde había pasado gran parte de mi niñez.

La Avenida Vienrich era salpicada por la tempestuosa lluvia que a esta altura había
desenmascarado al cielo que yacía oculto.
Pasé por el monumento a los Héroes tarmeños y me encaminé hacia el lugar donde había
visto a mi padre por última vez, hace tantos años atrás.

Las paredes de adobe revestidas de una piel blanca de yeso y vejez se unían atreves de un
portón grande de metal plomizo y ya cambiadas a esta época. Se hallaba abierta.
Las personas por la calle y alrededor se refugiaban en cualquier lugar para no ser
alcanzadas por la tempestad y observaban a un hombre vestido de ropa negra y azul,
parado entre la inmovilidad y la fatalidad, abandonado a todo.
Me asome hacia el interior donde creí observar a un niño que caminaba por el interior de
aquel patio grande donde se apilaban ladrillos y materiales de construcción, que yo muy
bien conocía.
La lluvia desató su más ferviente ira mientras que mis lágrimas empezaron a confundirse
con las gotas, desnudando mi fragilidad.

El zumbido continúo, doloroso corroía mi cabeza, mi alma. A pesar de la distancia y los


años, nada había cambiado. El recuerdo aun hería.

Parecía escuchar el llanto lejano de alguien de un niño, por cada rincón de este maldito
lugar, entre las esquinas y piedras que formaban castillos deformes. Gritos de
desesperanza donde no había respuestas.

El niño de cabello corto y tieso, de ropas remedadas y botas de goma, se acercó hasta
pararse delante de mí, observándome escrupulosamente. Sus ojos negros y profundos
extractaban brillos de soledad. Sus mejillas rojizas, gastadas por el frio.
Sentí dolor de verle, pena y lastima. Desplegué mi mano para acariciarle con esa
temblorosa piedad que buscan los que han nacido malditos. Aquel niño era solo un espejo
que me estaba reflejando.
Caí de rodillas en medio del charco, la penumbra y el eco del llanto de aquel niño que
resonaban por todas las esquinas y para mis adentros. En ese instante en que crecía el
trasfondo del vacío y los gritos de un ¿porque? repetido, que no se apagaban.

Entre lágrimas, con lo frágil en que nos convertimos cuando los recuerdos y heridas son
más grandes que las esperanzas. En ese momento en que ya nada importaba, es que noté
que unas formas surgieron a mí alrededor, siluetas sin claridad de seres humanos que
empezaban a rodearme. Quise levantarme, forcejeando con mi impotencia y extendiendo
la mano temblorosa para sostenerme. Ya no había más, dejé de luchar creyendo que todo
había terminado, por fin.

No sé cuánto tiempo pase en aquel estado. Pero la lluvia seguía golpeado mi cuerpo
inconmensurablemente y sin piedad.
Toda sensación de vida o de esperanza se fue extinguiendo lentamente, solo había
ráfagas de sensaciones y de frágil conciencia en mi mente, hasta quizás un poco de frio.
Un abanico, un efecto, como un soplo manso, una ligera sensación invisible envolvía sobre
mi cuerpo inerte, moviéndose de un lado a otro, la impresión de que algo me empujaba
suavemente hacia afuera.

Algo estaba pasando

Empecé a escuchar desde algún punto lejano el tintineo suave de unas campanadas que
se proyectaban a lo real, cobrando vida como si un suave viento me lo expandiese.

Creía que tenía los ojos cerrados pues, en un instante, percibí que todo alrededor se
había apagado. La ciudad de Tarma había desaparecido y en contraste, una oscuridad con
bordes azulados lo cubrían todo. La sensación de estar cayendo o flotando en el vacío
apareció. Esforzaba mis ojos para observar más pero no era capaz y sentí que la muerte
estaba allí, llenándolo todo y llevándome.

Y aquella oscuridad sin fondo se desvaneció.

Y me encontraba allí, parado, en el mismo lugar donde en instantes había caído


entregado a la muerte.

La lluvia no cesaba pero note, extrañado, sintiendo en mis manos que esa sensación de
tristeza, de incomprensión y de enfermedad, aquel miedo enfermizo que lo carcomía todo
y que me había acompañado, sin respuestas, durante casi toda mi vida, absolutamente
todo, se había desvanecido por completo.

Una paz indescriptible y quietud lo llenaba todo. Una serenidad desconocida para mi
experiencia retocada acompañaba al bienestar y la quietud inenarrable que calaba todas
las partes de mi ser, sin distinción, sin que se escape nada. Un prodigioso y agradable
estremecimiento que lo invadía e iba llenando en mí, creciendo y borrando todas las
conmociones, estados de carencia y mortalidad. Sentía que pertenecía a algún lugar, que
no estaba solo y la insondable sensación de sentirme amado.

¿Qué era esto?

El peso y densidad de mi cuerpo y las sensaciones naturales se habían desvanecido, como


aquellas cometas libres y fulgurantes en medio del cielo que de niño me gustaba hacerlas
volar. Ese dulce recuerdo me hizo sonreír a plenitud.

Y observe que me hallaba a unos centímetros de lo que había sido hasta ese momento mi
cuerpo físico.

Mi mente era mucho más clara, lo dominaba todo sin tener que esforzarme para pensar.
Sentía libertad absoluta y convicción. Como si me expandiera en todas las formas
inimaginables y no me extrañado el observar mi propio cuerpo tendido sobre el cemento
recibiendo el golpe de la furiosa lluvia que no se contenía. No tenía miedo.

No podía describir lo que ahora era, me sentía como una energía, una luz transparente
quizás, como si estuviera en un envoltorio. Una densidad pero no física.

Observe a algunas personas venían corriendo de todos lados con el rostro de


preocupación y dispuestos en una pura y genuina voluntad para ayudarme. Me tocaban el
rostro o mi cuello buscando signos de vida.
Pero yo estaba vivo y muy bien, observado desde lo alto que la lluvia persistía y que los
mojaba.

¡Basta! les dije

¡Yo estoy bien!

Y ellos insistían en despertarme

¡Déjenlo así! les supliqué, pero no me escuchaban y obviamente tampoco me observaban.

Continúe así, flotando y voltee la mirada queriendo dejar atrás aquella vida, sabiendo que
ya nada podía hacer, observando el horizonte y el camino por seguir.

Sabía que tenía que continuar y aunque no veía a otros seres como yo, sabía que estaban
por allí y que sospechosamente sentía que nunca había estado solo.

Observé que el cielo se abría despejando todas las nubes como si fuese una cortina y
ese sol esplendoroso empezó a cubrir los cerros, las plantas y flores, cada minúsculo
pedazo de este lugar. La textura que percibía de los color de los cerros parecían cambiar
de tonalidades fuertes, vivos y brillantes, el aire que percibía solo ensanchaba esa paz
absoluta y vibrante.

Por primera vez en mi vida me sentí muy feliz y no había una medida o palabras para
referir aquellas sensaciones.
Hospital

Desperté muy de temprano cuando el sol jugaba con los bordes de los cerros encantados,
con aquel horizonte abierto que se encuadraba a través de las ventanas en este lugar
extraño y desconocido.
El techo de color blanco marfil y un foco colgado de luz blanca suavemente iluminaban la
habitación donde me encontraba.
Al parecer había regresado a este mundo.

Una cierta mueca de desencanto y decepción surgió de mí. Por instante dudé de que todo
lo había acontecido quizás no había sido tan real.
El dolor acompañaba las pinceladas de fuego que quemaban en mi pecho, un silbido
delgado se envolvía con la dificultad que sentía para poder respirar. La neumonía me
había atrapado. Me habían encontrado en la calle sin signos de vida, eso me comento una
joven enfermera.

Mire alrededor y no había más que mi cama en aquel lugar. Estaba cubierto, abrigado
por un chullo en la cabeza y por unos pijamas nuevas, suaves.
Las sabanas también muy blancas, limpias y la barba afeitada.

Estaba en el hospital principal de la ciudad contemplando como discurría al mundo y mi


vida con el peso de alguien que anhela la muerte pero ahora que le es negada.
Dentro de mí aún permanecía aquella mancha negra que cubría y se espaciaba en mi
cuerpo, nada había podido cambiar, excepto que se hacía demasiado largo el final.

Los siguientes días la película se contemplaba sinuosa entre médicos y enfermeras que
venían, observaban, inyectaban, tomaban apuntes, la noche venia, el sol cubría su espacio
y mi única defensa era dormir.
A veces soñaba con mi padre o eso creía yo, que le observaba en el lugar donde siempre
estuvo, su trabajo.
A veces entre la arena, la maquina moledora y los materiales giraban su rostro, su mirada
y me observaba, cansado y envejecido.
Y me sonreía.
A veces la fiebre sacudía mi cuerpo y era allí cuando también observaba a un grupo de
persona extrañas que se confundían con los médicos o enfermeras que me atendían.
Una noche esas mismas personas, de voces dulces, me observaban con aires de
sospechosa familiaridad. Me sentí tan cómodo y me apreso una sensación tan relajante,
como si fuera la sensación de paz, cuando uno de ellos me toco la frente y así
nuevamente, me quede dormido.
Durante todos los días que estuve en el hospital recibí toda la atención posible con la
amabilidad que perduraba en cada gesto y sonrisa de las personas que me rodeaban.
Pude hacer más llevadera la estadía.

Una noche silente y ya de sueños desenvueltos, donde la tarde se escondía detrás de los
cerros y la oscuridad cubría como un manto negro a la ciudad, escuche unos pasos, poco
comunes, acercándose.
Ya no era el horario de visitas y por esa sensación fina de adelantarme a lo
inevitablemente mal venir, sabía que aquellos pasos se dirigían hacia mi habitación.
Apareció vestido de un terno azul, con el sombrero un tanto gastado pero la personalidad
de esos caballeros antiguos que a lo lejos se notaba su educación, aplomo y vitalidad.

Era el señor Jacob el dueño de la casona donde vivía. Se acercó sobre mi cama y se quitó
el sombrero haciendo una reverencia.
Ya está Ud. de vuelta dijo.
Gracias por su vista y por todo el apoyo que me ha dado, señor, de molestarse en venir
hasta el hospital, apunte.
No tiene porque amigo Julián. Es un placer verlo nuevamente en este valle de lágrimas,
sostuvo, suelto y con cierto sarcasmo.

Lo del pijama y las sabanas, es un gesto noble de su parte, agregue, de veras que se lo
agradezco, le solté.

Mi querido amigo, he de confesar que yo no he tenido el privilegio de proporcionarle esas


indumentarias que usted refiere. Lo mío es una visita de preocupación para un alma noble
y bien ponderada como usted. La preocupación de que su nombre no sea olvidado, ni la
de sus ancestros. Ese es mi propósito.

Aquella respuesta se quedó en el aire, resonado.

Durante los siguientes minutos se infló la conversación sobre la casona donde vivía, el
valor sentimental y lo bien que se había preocupado de ser bien cuidada a pesar de los
años. Su tertulia era estimulante por su elaborada elocuencia. Pero la sensación de un
alma vacía me hacía dudar en confiar plenamente en aquel personaje.
Después de hablar por largos minutos, se puso de pie acomodándose el sombrero.

Ya pronto lo espero en la casa amigo Julián, dijo y haciendo una reverencia salió de la
habitación dejando el aire cargado de sincretismo no desvelado, como si hubiera
atravesado por las paredes al salir, dejando en mi mente una ráfaga de imágenes que
dibujaban personas, siluetas, hechos sombras que habían vivido durante siglos en este
pequeño mundo llamado Tarma.
Personajes que irremediablemente han sido olvidados, sus memorias, sus recuerdos y lo
que pudieron ser. Busqué en el cajón de la pequeña mesa, al costado de la cama donde
encontré mi billetera con mis documentos.

Al día siguiente nuevamente el tiempo había sido atrapado en cúmulos de nubes grises y
fue cuando salí de alta del hospital Félix Mayorca Soto. Era de mañana donde las lluvias
solo habían amenazado con extender su manto, insinuándose sin forma.

De camino entre las calles de Tarma, encaramado en un auto, desde mi llegada a la ciudad
los pensamientos me ganaban y finalmente me di por vencido. Note que se habían
acallado las preguntas de mi pasado, aquellas palabras rebuscadas de sin hallar
respuestas me dejaban en paz, por ese momento.
Observaba el cielo y seguía sus formas infinitas. Desee regresar a la casona y no salir
nunca más, imaginé tomar las pocas memorias que vagaban por mi mente y dibujarlas
con letras y tinta de color a fuerza que perduren.
Si algo tenía razón aquel Don Julián era que somos nuestro pasado, nuestros orígenes,
innegablemente. Y mientras queda uno, con memoria suelta, es posible dar vida a
aquellos que ya no están físicamente.
Yo había pasado el lumbral de la muerte o eso creía.
Trascender, esa era la palabra rebuscada.

Regresé a la casona abrigado con el convencimiento de que había que hacer lo último. De
hacer algo bien.
La operación

Detrás de aquel enjambre de eucaliptos y maguey coludidos entre sí, las retamas de flores
amarillas inacabables, allí se escondía la casona vieja sembrada de años y vidas tomadas.
Libre y expuesta a las almas beligerantes como una tumba abierta.
Solo el sonido inacabable de los golpes de teclas de una máquina de escribir parecía darle
al entorno que alguien aún estaba vivo.
Era consiente que sus días se acababan y que solo había una manera de que la memoria
de su padre no se termine con él.
Durante los siguientes días de neblina y apuro se sentó a escribir, queriendo robarle a su
mente frágil ya, el relato de su historia con los detalles posibles.
El dolor detrás de los ojos le consumía con más voracidad que antes que ya los
medicamentos habían sido sustituidos.
Durante las noches escribía a mano apelando a los cigarros y el café que le mantenían
despierto. Comparando, subrayando, releyendo una y otra vez, pasando a limpio cuando
parecía que una sonrisa se le formaba sobre su escondido rostro. Las pocas horas de
descanso significaban una pérdida de tiempo valioso, irrecuperable.
La luz de las lámparas ya no era suficiente porque cada día más borrosa se tornaba su
entorno, su visión.
A veces se quedaba dormido entre la mesa y la silla de madera y es cuando se repetía una
y otra vez aquel sueño vicioso y tenebroso, donde lentamente sus manos se prendían con
el fuego, mientras más escribía y que no conseguía apagarlo.
Mientras que lentamente consumía su cuerpo, sus huesos quedaban como pedazos de
madera retorcidos por los recuerdos y las plegarias no contestadas.
Apenas probaba algo de agua o pan que a veces encontraba y que le atribuía a la
generosidad o malicia del señor Julián, que quizás le dejaba en la puerta principal, sin
notar que esa sensación de carencia de el mismo, la proyectaba como un espejo.

Muchos días, hojas, uno a uno, caían sobre la mesa, las ventanas y tejados. Cubrían y
avanzaban sobre los años y la ciudad antigua. La historia que se había desempeñado en
dejar, abría heridas.

En esa lucha, unas gotas de sangre empezó a caer impetuosamente, sobre las hojas
donde se formaba una historia inacabada.
Se cubrió la nariz con lo primero que había, sospechando que la muerte había llegado
infructuosamente. Se imaginó a sí mismo como un pequeño maniquí roto que finalmente
estaba desarmándose.
Tomo el lápiz con fuerza y empezó a desnudar su humanidad y median las lágrimas que le
brotaban con amargura, mientras que el sudor frio le cubría el lamento por las cosas sin
remedio, porque una vez más, como casi todo en su vida, no iba a poder terminar aquel
sueño apurado.
Lloró con ese tormento que sienten los que no lograron nunca encontrar respuestas,
aquellos condenados a una vida sin razones, como un títere del destino.

Detrás de las paredes de aquel misterioso lugar, la noche ya había ganado su espacio y la
lluvia suavemente acariciaba todas formas de vida, mientras el mundo seguía en su
habitual camino oscilatorio.
Nadie lo vio caerse al piso consumiéndose en el padecimiento físico y del alma.
Aquella soledad que siempre le había acompañado le lleno de rabia y odio golpeando
intensamente el piso de madera con la poca fuerza que le quedaba.

Mientras aquel ser humano delgado y sin signos de esperanza esperaba la muerte, nadie
observó cuando una sombra intempestivamente apareció a su lado , ayudándole a
trasladarse a su habitación y echándole sobre su cama.

Calma amigo…, repitiéndole


Toda ira mejor.

Se reflejó en aquella mirada fría y sin parpadear.

Terminará esa historia que ha empezado para todos seamos recordados y no se olviden
de quienes fuimos, le escucho decir.
A través de usted, muchas personas encontraran paz y el camino que deben de seguir en
otros mundos.
Descanse por ahora y pronto se pondrá mejor.

Las fuerzas se habían ido de cuerpo físico. No pudo decirle que el dolor, odio y
resentimiento se habían convertido en un tumor alojado en su cabeza, que había perdido
la batalla frente a ella y que ya no despertaría más.

Porque se quedó allí, solo, esperando que las sombras cubriesen su memoria. Y se quedó
inerte observando las figuras en el techo, las sombras que se proyectaban a través de la
luz de luna.

La desesperanza que carcomía su alma le llevó a sus pensamientos, a circunstancias


inesperadas. Detrás de aquellos ventanales, de aquel mundo plástico quedaba el asomo de
un cuerpo a punto de morir. Lejos de todos, de quien ni siquiera en recuerdos forzados
pudiera tenerle presente.
Llegó a aquel espacioso campo lleno de soledad que era el límite de la vida y la muerte. Se
hizo silencio mientras la respiración atenuaba y cada vez era mucho más imperceptible.

Lentamente empezó a percibir un tic tac uniforme, lejano y verosímil mientras se iba la
luz en sus ojos. Fielmente dedujo que se trataba de unas finas gotas de agua que se
filtraban por algún sitio, repetidas, mientras que la oscuridad casi palpable le atenazaba
y presionaba por su cabeza.
Rápidamente la habitación se llenó de una fina neblina casi liquida que llenaba sus
pulmones y eso le daba un poco de fortaleza y conciencia, quizás por el miedo. El frio
arreciaba cada palmo, cada espacio y mientras esperaba que explote su cuerpo para
siempre. Abrió los ojos donde el silencio denso cubría y notó que las gotas aceleradamente
estaban cubriendo casi completamente toda la habitación de agua cristalina
transparente junto con el tic tac imperturbable.
Desde algún lugar aparecieron siluetas humanas que con lentitud se acercaron a donde
se hallaba prostrados. Todo era agua.

Vestidos de uniforme blanco, con mascarillas y guantes quirúrgicos. Eso creyó ver. Eran
tres personas que se movían con lentitud, sumergidos completamente en el agua con una
luminosidad tan potente, con una luz azulada que despedían de su tórax.
Se acercó uno de ellos, sin poder distinguirle claramente el rostro, le tocó la frente
percibiendo instantáneamente una delicada sensación de amor, calma y alivio.
Sin poder moverse o inquietarse sintió que su cuerpo perdía peso y densidad.
Era un sueño, pensó. Un fantástico sueño y creyó sentir que sonreía para sus adentros
nuevamente.
Los otros personajes extendían las palmas de sus manos lentamente haciendo formas
sutiles con los dedos sobre cada parte de su cuerpo, sin tocar. Como si entre sus dedos
dibujasen figuras inteligibles entre ellos, sanando y cubriendo cada parte dañada.
Súbitamente uno de ellos de ellos introdujo su mano completamente sobre el pecho sin
percibir ningún tipo de dolor.

Unas hilos finos y oscuros de sangre empezaron a brotar de aquel lugar de su cuerpo,
flotando como serpientes inducidos el vacío, esparciéndose entre el agua y el tiempo que
fluía. El pensamiento le indico su error, el creer que su enfermedad se hallaba dentro de su
cabeza y no en el corazón.
Los que curaban asintieron finalmente, retirando sus manos, convirtiéndose en tres
personajes que observaban a alguien que estaba siendo rescatado de la muerte.
Sabiendo que ya todo había terminado, como si de algún lugar inescrutable alguna fuerza
los absorbiera y sin dejar de observar, fueron alejándose, consumiéndose lentamente. Las
figuras desaparecían como si existiera una puerta, un pasaje invisible a otro lugar, sin
hacer ningún movimiento.

La oscuridad ganó cada espacio y aquella luminosidad inexplicable desapareció por


completo hasta quedarse completamente solo en medio de la oscuridad.
(Segunda parte)

Finales de los 70

Y de pronto la idea de morir se hizo tan evidente, cercana y real. Supe que a mis diez años
el irse, esa idea lejana y hasta desconocida, no iba a ser más una fantasía, un cuento
prohibido, ni un personaje inexistente. El respiro acortado, el continuo y zigzagueante
destino incierto, de lo que me esperaba, cubrió mis amaneceres desde ese día.
Esa idea casi primitiva de un acontecimiento tan difícil de asimilar o comprenderlo en su
magnitud había surgido, tornando en penumbra, vacía de respuestas y tan cercana, el
inicio de mi existencia.
El pensamiento de desvanecerse en un mísero segundo y no haber nada más después. El
dejar de constar, el no encontrar nada más, llegó envuelto entre quebradizos silencios y
oscuras escenas.
El aroma de las yerbas amargas, de las que flotaban estrepitosamente en el ambiente
rancio de lo oculto, aquel, de las que llenaban las frágiles paredes de mi mundo pequeño,
de aquella noche de incierta frialdad, insustancial, donde la maldita muerte vino sin
piedad y se llevó a mi padre.

De la oscuridad racional estuvo teñida las noches siguientes entre una realidad perversa y
al mismo tiempo una incesante necesidad secreta que iba creciendo en mí, el deseo
ensoñado de que en algún momento, pronto, mi vida se extinguiera para siempre, ya que
nada me estaba atado a este mundo.
La sensación que deja la muerte repentina, lo que siente un niño que abre los ojos frente a
tan inminente maldición es enigmática y demasiado grande, pues aquel mundo como lo
conocía, había desaparecido.
Recuerdos y ráfagas de viento jugaban como plegarias, como pedidos, todo lo que estaba
vivido siendo infante, me iba marcar para siempre.

Mi padre había llegado a trabajar en la Fábrica Casa Grande de la Avenida Adolfo Vienrich
donde producían bloquetas de cemento, losetas, mayólicas, tejas y brindaban todo tipo de
agregados y materiales de construcción a casi toda la provincia de Tarma.
Don Simeon Gomez era el propietario de aquel lugar, hombre de voz y carácter fuerte, y
que también poseía la virtud de una bondad y generosidad grande que le había dado la
oportunidad a mi padre de empezar primero de guardián y aprendiz en su fábrica,
cuando una de esas noches trágicas, de tantas que había visto discurrir en el juego de
esta vida, encontró a un hombre sentado en las gradas de la puerta principal de la Iglesia
Señor de los Milagros a pocas metros de la fábrica, con un niño pequeño en sus brazos
tiritando de frio y hambre.
Desperté mi niñez en una esquina rodeado de grandes paredes de adobe, cemento y
vestidas de yeso gastado. Dentro de la fábrica en un rincón del patio principal bajo las
sombras, Don Simeón había hecho armar una habitación de madera y techo de calamina,
donde mientras mi padre aprendía su nuevo oficio, yo me quedaba en ese lugar con
juguetes y comida para pasar el día.
Mi padre era un hombre trabajador incansable, dispuesto a ganarse la vida con esfuerzo y
despeño desmesurado, siempre al límite. Su carácter obstinado de no dejar nada de que
deberle a ninguna persona le empujaba hasta al sacrificio. Pero también le acompañaba
sus propios tormentos que lo ensombrecían y que guardaba, lo escondía detrás de esa
mudes, con la mirada de revancha con las experiencias de su pasado. A duras penas se las
arreglaba para cuidarme, con sus carencias y tosquedades.
De niño gran parte de su vida había crecido ayudando en los mercados y galerías en la
ciudad capital, entibiando sus manos en todo tipo de trabajo para sobrevivir, arañado su
propia existencia. Nunca me hablaba de sus padres o familiares. Solo sabía que como yo,
él también era de Tarma.
Él no había estudiado nada, por lo que no sabía leer o escribir. Esa carencia le hacía
defenderse de las miradas o insinuaciones de las personas. Sostenía su aire hostil y de
rechazo a cualquier forma de conversación que desvelase esas condiciones. Era un
hombre de corta estatura, delgado y de piel gastada por el tiempo y el sufrimiento. Desde
temprano esforzadamente, cumplía con el horario de trabajo sin tregua y por
agradecimiento. Era un hombre honrado, orgulloso y terco.
Detrás de ese carácter duro y obstinado, se escondía esas sombras que le amortiguaban y
transparentaba su alma débil.
Aprovechaba los viajes que su jefe hacia la capital cuando daba paso al vicio lamentable
que había adquirido y desarrollado sin poderse detener, el de beber hasta no recordar su
nombre, ni que yo existía. El alcohol lo transformaba y sacaba su frágil ser, un
atormentado dispuesto a la revancha.
Las personas del trabajo o que lo conocían lo encontraban en cualquier rincón totalmente
ebrio y balbuceando palabras inteligibles.
La señora Margarita que se encargaba de dar pensión a todos los trabajadores del
establecimiento, por pena, lastima y religiosidad, se ocupaba también de mí, mientras mi
padre se perdía en los más oscuros renglones de su mente.
Al día siguiente, no se atrevía a mirarme a los ojos y quizás hasta se asombraba que aún
me encontrase con vida.
El no dejaba que nadie se acerque, aun cuando iba creciendo, de alguna manera se las
arreglaba para que no me faltase nada.

Fue así que fui desarrollándome en talla e inquietud, los años pasaban como páginas de
un libro viejo. La señora Margarita le insinuaba a mi padre que ya debería estar en el
colegio como todos los niños de mi edad.
Mi padre no estaba de acuerdo. Se resistía a que fuera al colegio.
Es una pérdida de tiempo, decía.
Cuando crezca tendrá la misma vida que tú, le contestaba.
Una mañana desperté observando su ausencia pensando en que quizás se había perdido
entre botellas oscuras y sus mil razones.
Hasta que apareció con una bolsa grande con cuadernos, lápices, de colores y todo lo que
necesitaba para ir al colegio.
Lo veía emocionado, quizás también arrepentido y presionado por sus propios límites
queriéndose sacar la culpa, que lo poseería llenándolo de ausencia de paz, si no me dejaba
ir al colegio.

En el tiempo, no recuerdo los detalles exactos de aquel primer día de clases, de mi vida
inicial, en el colegio José Gálvez Barrenechea pero si, acertadamente tengo bien presente
al profesor Víctor Nochi.
Su amabilidad y carisma brotaba con su fervorosa fe y esperanza de vislumbrar algún buen
futuro para mis compañeros y principalmente para mí.
Desde el primer instante el profesor desarrolló una especial atención sobre mí. Aquel
genuino conocimiento sobre mi situación, mis carencias y limitaciones. De alguna manera
sabia la situación y el ambiente en el cual yo iba creciendo.
Así fue como empecé mi vida como estudiante, de la mano de un gran maestro y ser
humano.

Hoy recuerdo aquellos momentos trascendentales en mi niñez cuando, de a paso y


paciencia, me sucedió lo mejor que podría pasar.
Aprendí a leer.
Era como abrir una puerta ilimitada para darme cuenta que detrás de este mundo
pequeño, de cerros alfombrados de eucaliptos , de cielo azul y lluvia romántica, detrás de
todo lo que conocía hasta ese momento, había un mundo, inmenso, sin imites escondido
dentro de los libros y yo había aprendido a descifrarlo.
Fue así que empecé a devorar todo libro, revista y papel que llegase a mis manos. Al inicio
y muchas veces no entendía muchas palabras que se presentaban a mis ojos.
Pero no me dejé desanimar.
Me maravillaba con aquellas historias que cada libro me contaba, soñaba con los lugares
indescifrables y me convertía siempre en el personaje principal de cada historia.
Pero, como a menudo sucede, aquella felicidad no era del todo lo que yo esperaba.

Mi padre se convirtió en enemigo de verme leyendo.


Pierdes el tiempo mientras te llenan la cabeza esos libros de pájaros y cosas inexistentes.
Decía. Quizás la impotencia guardada de su incapacidad de leer le hacía decir esas cosas.

Fue así que una noche cuando demoraba su llegada al cuarto donde vivíamos y que yo
suponía que nuevamente se había perdido.
Intempestivamente abrió la puerta de la habitación y me encontró leyendo un libro que el
profesor Víctor me había facilitado.
Una bofetada me hizo escuchar un chillido constante dentro de mi oído y el golpe seco me
lanzo sobre el piso.
Con groserías, rabia contenida tomo el libro y salió hacia la calle con la intención de
desparecerlo,
Me quedé llorando con la más profunda sensación de soledad y dolor.

Aquella noche derrame tantas lágrimas que no recuerdo en que momento es que me
quede dormido ya que mis fuerzas se habían ido en tanto llanto.

Casi en cuanto la claridad del día se abalanzaba sobre mi diminuta existencia, mi padre
me despertó al día siguiente. Tenía el rostro decaído y ensombrecido por el
remordimiento. Se sentó sobre la cama y se puso a llorar sin poder contenerse.
Me pidió perdón y es una de esas cosas que guardo en mi memoria de él.

En el colegio aquella bofetada había dejado huella en mi rostro porque en el salón de


clases, el profesor Víctor se acercó observándome detenidamente con preocupación.
Luego me sonrió y me tomo el cabello haciendo cariños.
No dijo nada.
Más adelante me entere que aquella mañana el profesor había salido intempestivamente
del colegio durante los minutos de descanso y fue a buscarle. Aquella charla o
conversación que tuvieron cambio la actitud de mi padre.

Una mañana de sábado mi padre había pedido permiso en el trabajo con el pretexto de
que quería llevarme al médico.
Iremos a un lugar mágico, especial y que te va a gustar muchísimo, dijo casi como si fuera
un secreto desvelando un poco en sus gestos ese espíritu travieso de un niño en el cuerpo
de un viejo.
Salimos entre la Avenida Vienrich, cruzando la Avenida Arequipa, llegando rumbo a la
Calle Castilla. El monumento a los héroes Tarmeños en la entrada de la ciudad recibía al
sol radiante y luminoso de aquel día.
Las personas desprovistas de la imagen de mi presencia caminaban paralelamente en el
mar de sus vidas, algunas se sentaban alrededor de aquel lugar mientras avanzábamos
hacia la calle Lima hasta cruzar el pequeño puente.
Ya en la calle Huaraz observé una casa de paredes verdes, gastada por el tiempo donde
una puerta de madera oscura se abría para dar paso a una especie de tienda.
No era un lugar ordinario, ni usual para mis pretensiones de incredulidad.
En los estantes acomodados en la pared no había nada trivial, el mundo entero resumido
en formas nada difíciles de descifrar. Era una puerta al mundo al que creía pertenecer mi
alma y mi felicidad.
Y no podía ser otra persona la que me transborde a este mundo mágico.
Solo quien en verdad me amaba.

Unas filas de libros, una sobre otras, divididas en secciones, ordenadas en columnas,
desde las más gastadas y otras con relucientes páginas y tapas nuevas mostrando los
títulos en colores.
No alcanzaba a poder capturar los símbolos que creía ver, que brotaba en cada lomo de
cada libro y luego mezclarlo con la sensación extrema de un júbilo aflorado y expuesto
que pocos podrían comprenderlo. Si hoy pudiera pedir un deseo anhelaría acariciar ese
tipo de felicidad que ese día sentí y guardármelo para siempre.

Mi padre le pidió al señor que atendía, que me mostrase algunos libros. El encanto de las
páginas gastadas envolvió mi atención sin importar que fueran los libros más envejecidos
de la tienda.

Mi padre me dijo escogiera dos.

Fue así como por primera vez mis manos acariciaron las tapas de los libros que flotaban
en mis anhelos. No habría podido suponer, al pensar en esa manera tan precisa de ser un
viajero flotante a través de las páginas. Títulos, temas, colores y la profundidad de entrar
en un estado de paz sublime mediante la descripción de aventuras y tramas de historias.

Algunos fines de semana las personas alquilaban revistas y libros de corta extensión,
encerrados en historietas para ser leídas en el mismo lugar donde unas bancas eran
colocadas sobre la veredera cerca de la puerta del establecimiento.
También descubrí que existían otros establecimientos parecidos al que empecé a
frecuentar. La tienda del señor Casano que estaba colmada de revistas de comics y otra
que se hallaba por la Calle Jauja la de un señor de apellido Hidalgo.

Aleluya, era el sobrenombre del señor y dueño de aquel negocio. Por la frecuencia, ya se
había familiarizado con mi presencia en su tienda. Era un hombre peculiar, envuelto en un
espíritu entusiasta, de ánimo sin fin, con su conversación estimulaba a cualquier lector y
aprendiz a encontrar en las páginas de los libros respuestas. Parecía haberse escapado de
las historias escritas con esa fuerza incólume y personalidad donde parecía saber sobre el
futuro. No había autores, títulos y recomendaciones sobre libros fuera de su
conocimiento.
Sonreía cada vez que me veía aparecer en el lugar.
¡Sigue así¡ decía
Tú sí que vas a cambiar al mundo muchacho, para ti siempre habría libros esperándote.

Durante un tiempo los espacios en mi mente eran llenados con las historias que
guardaban los libros y revistas que podía encontrar en aquel lugar mágico. Podría definirse
como un tiempo acertado. Un tiempo de aprendizaje.
Y como todo tiene consecuencias, cada palabra, cada historia que se desplegaba en mi
mente joven también alimentaron aquella pregunta que me había estado haciendo pero
que no tenía el valor de decirlo. Aquella que no sabía cómo hacerlo pero que cada día era
más evidente.
Una de esas noches cuando insistentemente el sonido de un el grillo escondido en
cualquier rincón me empujo a la nostalgia y a la reflexión, me atreví a preguntar.

Papa, le dije mientras estaba sentado al borde de su cama, pensativo guardando en su


interior el cansancio expuesto.
¿Quién es mi mama?
¿Dónde está?
Se quedó inmóvil y por unos segundos agachó la cabeza para buscar respuestas en un
laberinto invisible sobre el piso de nuestra habitación. Atenazo los músculos de su rostro y
apareció en sus facciones la mirada funesta de odio, frustración y desconsuelo.

Si no me quieres contar, mejor lo dejamos allí papa, le dije. Temeroso.

Tu madre no era nadie, murmuro. Solo estoy yo para cuidarte.

Era extraño como poder sentir amor, pena o quizás nostalgia por alguien a quien nunca
había conocido. No podía definir qué es lo había dentro de mí.
A menudo quería creer que mi madre me buscaba, atesorando aquel encuentro,
consistiendo para mis ideas que solo vivíamos en lugares diferentes. Que nada podía
significar la distancia. Quería imaginar su mirada comparándolo con el mío y solo veía un
rostro ajado de diferentes formas que no contrastaban con lo que me había convertido,
uno que nunca supo decir Mama.

Aquel fin de semana la señora margarita había decidido llevarme de paseo a la tierra de
sus abuelos sin presagiar nada. Con el permiso de mi padre viajamos hacia la selva. Entre
la vegetación exuberante de la Merced los pequeños pueblos aparecían y se mimetizaban
entre los árboles y hojas mientras nos confundíamos con la serpenteante rivera del rio.
Aquellas horas donde apenas tengo recortes en mi mente como fotografías borrosas,
imágenes de las ironías de la vida.
Esa noche en que el miedo pretende no tener memoria, mi padre había intentado prender
una vela, en la habitación oscura donde vivíamos, completamente ebrio. No había fluido
eléctrico en toda la ciudad.
Al no poder hacerlo se quedó dormido sobre la cama mientras una llama fugas se
escapaba por los rincones de aquel espacio que nos había cobijado. En pocos minutos las
lenguas de fuego abrazaron y arrasaron una parte de la pared de madera. Aquel humo
vaporoso y funesto apagó la respiración y la vida de mi padre.
Apenas quero imaginarme a mí mismo en esas horas, esos momentos cuando iniciaba los
despertares pensando en un futuro que difuso se apagaba al querer encontrar las formas
y siluetas a la vida tal cual la había conocido hasta ese entonces. Durante una semana no
asistí al colegio por órdenes de doña Margarita que me llenaba de todas las atenciones
posibles y su protección.

Fue la tarde del primer lunes cuando el profesor Víctor apareció en la casa trayéndome
libros con algunas dedicatorias supuestamente firmadas por sus autores. El verle fue un
momento de máxima ebullición dolorosa y fue cuando por primera vez llore por mi padre
y su ausencia. En ese momento recién comprendí en escasos limites la magnitud de todo
lo me estaba ocurriendo. Y mi profesor lloro conmigo.

La señora Margarita había llevado con ella a vivir.

No supe en que momento enterraron a mi padre ni aquellos detalles que normalmente


ocurren con la muerte.
Junto con las tardes soleadas y uno o dos días de lluvia ligera entendí que solo querían
mantenme alejado de todo lo que me hiciese daño y esa actitud de protección la retuve
como una forma de vida.

El tiempo irreductible cuando los días tienen formas de líneas indistinguibles y poco
repetidas el profesor Víctor nuevamente se presentó en la casa. Presto y brillante como
era él y como siempre lo recuerdo.
Pero no estaba solo.
No faltaba nadie de mis compañeros de salón que llenaron el espacio de mi pequeño
mundo contemplando a un niño habitando que no entendía más que como castigo divino
las cosas que no se podían entender o cambiar.
Me abrazaron tanto y me rodearon de miradas contagiadas de amor que me faltaron
palabras para describir esos detalles guardados en mi alma.

Y así se contaron los días envueltos a fuerza de regresar a aquel mundo inexplicable. El
colegio, mi nuevo hogar y la vida.
Con el tiempo a veces soñaba con la vida robada, esa que tenía tantos huecos que no se
podrían ocultar pero que la habitaba mi padre y yo.
Quizás era feliz pero yo no lo sabía.

En mi interior crecía un espacio sin tiempo, un limbo forrado de pensamientos donde no


tenía respuestas.
La señora Margarita me preparó una habitación con estantes que llenaban libros que
jamás pensé poseer.
Contemplaba aquellos títulos ensombrecidos con un estela invisible donde aquella magia
de su luz se había marchado con mi padre. Ese sabor a tierra o madera amarga cubrían las
hojas. No desee nunca más leer un libro y esa creencia en un dios riéndose de mi me
lleno de ira que sin misericordia se llevó a mi padre sin pensar en la falta que me haría.
El deseo frecuente, el saborear la idea de irme con mi padre, de la forma en que fuera
se hizo tan evidente cuando perdí el propósito y el gusto de hacer algo por la vida.
Esa misma sombra que había acompañado a mi padre durante tantos años ahora se había
apoderado de mí.

Una tarde de esas en que el sol lo abraza todo y sin piedad, desde la ventana de mi
habitación observaba aquel cerro en forma de elefante dormido con sus relieves, figuras
ondulantes e imponentes, los eucaliptos y plantas de maguey trepados por los linderos de
caminos lejanos y que las copas de los arboles jugueteaban con el viento.
La naturaleza encajaba cada extremo perfectamente sincronizado en sus variantes formas.
La libertad de los pájaros que volaban por entre el tumultuoso mundo y un propósito de
su existencia.
Empecé a creer que en algún rincón de este espacioso mundo, en algún lugar debe haber
respuestas. En ese invisible cielo que cada día se nos muestra cosas y que no estamos en
libertad para descubrirlo.

La señora Margarita asomó su rostro detrás de la puerta, dibujando pena en su mirada


muda, disimulado con una sonrisa tierna de amor y con planes para mitigar lo
desorientado que me había dejado las circunstancias que nadie espera.
Me pregunto si estaba contento con vivir con ella.
Yo no sabía qué era vivir y le conteste que sí.

Fines de semana, más adelante cuando la tarde deshojaba sus pletóricas luces, como si se
contase las hojas en el viento, como para no pensar en lo crudo de la realidad, salimos al
campo. Los momentos más importantes, como regalos escasos de luces en medio de
torrentes grises, fue acompañar a la señora Margarita a un nuevo espacio.

Cerca de la casa montada de tierra y olas de amor donde ahora vivía, había un espacio
mágico, un campo verde solitario de encuentro con los árboles y la inocencia del futuro
incierto, donde los rayos del sol en lineados se filtraban mientras se preparaban para
ocultarse detrás de los cerros. A un costado del gran Hotel de turistas “La Pampa” tal cual
conocido así por todas las personas que alrededor caminaban y establecían un pedazo de
morada temporal desprovisto de todo, para bien.

La señora Dominga era la hermana mayor de la señora Margarita quien supe que casi
todos las tardes sacaba a pastear en ese lugar unos cuantos carneros o pachos. Había
perdido a su única hija en un accidente, lejos de ella, lejos de estas tierras y aquel episodio
le marco la vida para siempre.
Desde ese momento pasaba las tardes en el campo, pasteando, hilando y tejiendo como si
esperase que aquel ser amado iba a aparecer en cualquier momento.

Era una actividad tan sencilla y común en la ciudad pero que a mí me brindó, tan solo él
observar, una tranquilidad inesperada.
Yo la miraba detenidamente a aquella dulce anciana que casi no hablaba, preso de su
mirada al descifrar el horizonte mientras que en sus manos tomaba como una artista, las
maderas donde hilaba la lana que servía para hacer las chompas más abrigadoras que más
adelante iba a utilizar.
Sentía que desprendía de su silueta una sabiduría expuesta a las líneas deformes que
volaban por donde la vida nos llevada.
Sus cabellos, aun negros, se perdían entre otros grises, que parecían hilos de fino y
brillante matiz.
La observaba queriendo adivinar sus pensamientos y sopesara con los míos,
preguntándome si era más difícil para ella haber perdido a su única hija, indagando en mi
mente sí el dolor era tan tolerable o inquietamente que finalmente se había adormecido
con el tiempo y las preguntas sin respuestas que fluían sin parar, ella había llegado a la
aceptación de que no importaba que podamos decir o hacer, el dolor era algo real.
Me preguntaba si era igual de doloroso el corazón que se había quebrado también a mí.
Me preguntaba que si con esos dolores se podía seguir viviendo.

Cuando eres un niño, enfocas la vida desde tu lugar, donde pareciera que todas las cosas
fueran grandes y a veces inmortales.
Vivir con la señora Margarita y su familia, que no nos unía ningún vínculo familiar, pero
que me había hecho sentir que de alguna manera mi vida pertenecía a algún lugar, a
alguna circunstancia.
Esa sensación de pertenecía me daba un poco de alivio, de esas sensaciones que son
inexplicables.
Cada día, cada hora contemplaba aquel anochecer tarmeño, entre brumas, soledades y
aparente normalidad, en los tiempos de lluvia o en los cielos despejados con las miles de
estrellas combinadas tratando de encontrar, descifrando alguna señal de mi padre, algo
que me de esperanza desde el cielo. Alguna respuesta. Una razón pequeña de dónde
agarrarme para seguir viviendo.
El espejo del cielo siempre fue un espacio favorito para dejar fluir mis pensamientos,
aunque no recibía nada.

Pasaban los días, meses y años. El profesor Víctor a menudo aparecía en cualquier
momento y era como un ancla que me mantenía conectado con este mundo. Con la
realidad.

Mis respuestas vagas y sin fondo sobre mi futuro le afectaban. Me observaba


detenidamente pero aquella fe inquebrantable le hacía avizorar que pronto, en algún
momento, las circunstancias pudieran cambiar. Quizás tenía la capacidad de vislumbrar
luces en donde la neblina había ganado espacio.

Una de esas tantas tardes vino al colegio donde ya cursaba el segundo año de segundaria.
El colegio José G. Otero desarrollaba sus labores escolares en el horario de la tarde. No me
sorprendió su presencia pero aquel momento, con esa pausada y profunda sabiduría, sus
palabras fueron el fuego que encendió ese motivo profundo de luz en el letargo
ensombrecido como percibía la vida hasta ese momento.
Mientras caminábamos con el ruido suave, burbujeante y envolvente de las aguas del rio
Collana que discurrían en medio del malecón Gálvez, dijo:
Hay cosas que no te puedo responder sobre la muerte, pero sí puedo entender
claramente que cuando alguno de nuestros parientes y seres amados se han ido de esta
tierra aparentemente dejando atrás o a medias su propósito o los sueños que ellos
abrigaban, en esas circunstancias incomprensibles para nuestro entendimiento mortal, en
el lenguaje que utiliza Dios para comunicarse con nosotros, que somos nosotros los que
vamos a concluir aquellos anhelos. Mejorar la versión que ellos dejaron para que sus
recuerdos, su memoria y su nombre no sean a olvidados. Fabricar en nosotros al ser
humano que ellos hubieran querido ser.

En ese momento vino a mi mente la sonrisa de mi padre.


El viaje

Una mañana de enero cuando la ciudad y sus calles observaban cómo el cielo derramaba
lágrimas y circunstancias que parecían adivinar el estado melancólico de sus habitantes.
El ómnibus que salía hacia la ciudad de Lima parecía contagiarse de esa bruma que
inundaba todo.
La señora Margarita, que tenía los ojos hinchados de tanto llorar, contaba como los
minutos corroían aquel preciso momento de nuestra despedida. El profesor Víctor
escondía detrás de su sonrisa de buena venturanza, aquella pérdida necesaria y cruel.
Quise que toda esa tristeza peregrina, ese momento pudiera pasar rápidamente, con los
abrazos interminables de amor y de buena suerte.
Ese dolor inconforme me doblego cuando ya no pude más callarlo, cuando el ómnibus ya
rodeaba el monumento a los héroes tarmeños y enfilaba en dirección hacia la calle
castilla.
Las lágrimas escondidas brotaban dando espacio a todo lo que había significado nacer y
vivir en la ciudad de Tarma. A través del parabrisas que solo reflejaba pedazos de todo
aquel espacio y sus circunstancias, aquella vida que se quedaba para empezar otra.

Durante todos estos años, entre la niñez y adolescencia, acariciaba la idea de dejar todo lo
que había significado mi vida en estas calles antiguas y guardadas.
Mi padre había vivido siempre en este lugar y sus escenarios causaban desasosiegos y más
preguntas sobre mi pobre entendimiento. Creía, como un incipiente sobreviviente, que la
única forma de dejar atrás era irme lejos. Empezar una nueva vida contemplando que ya
nada podía ser como antes. Abandonar los recuerdos de dolor y tristeza sobre las
calaminas y tejados.
Durante la época escolar y vacaciones me dedique a trabajar en todo lo que pudiera
servirme, como un sediento perpetuo, para ahorrar todo el dinero posible y emprender
este viaje sin retorno.

Quise olvidar todo como con la muerte que ya nada lo puede remediar. Esa mañana salí
de mis raíces y mi nombre se perdió entre el murmullo de una nuevo país.
Tercera parte

Sanación

Desperté cuando unas gotas de agua, que transpiraban incansables y clandestinas desde
el techo cayeron sobre mi rostro. Con los ojos aun ofuscados, noté que todo el espacio se
hallaba iluminada por el potente sol que filtraba sus luces por todos los rincones
imposibles.
La casona que me albergaba, seguía allí.
Puse mis pies sobre el piso, donde reparé indudablemente que se hallaba llena de hojas
secas expandidas como una alfombra, sin tener idea que como habían llegado hasta allí.
El crujir de mis pasos rompía el silencio.
Me aproximé hacia las ventanas y al abrirlas vislumbre la claridad con que se reflejaba la
imagen de la naturaleza que ondulaba distinguiendo sus brillantes colores de los jardines y
el campo abierto. Me limpie los ojos, incrédulos, cuando pude diferenciar y observar
detenidamente cada rama, cada hoja y sus formas, el detalle de las cortezas de los
árboles. La apreciación de los pequeños insectos y sus zumbidos que se escondían y
volaban por todo el espacioso lugar y armonía perfecta.

El canto de los pájaros que descendían de todos los lugares, sucumbían y lo desbordaban
todo lo que hasta ese momento había escuchado. El eco profundo de una melodía sublime
que jamás había percibido que sobre abastecía mi comprensión.

Me sorprendí al sentir que aquellos zumbidos extraños de mi cabeza, la presión y dolor


sobre cualquier parte de mi cuerpo habían desaparecido por completo.

Me concentre un poco más, cerrando mis ojos y empecé a percibir el murmullo del agua
cristalina y fría que discurría, golpeando cada piedra, fluyendo sin que nada lo detenga.
Dulce y llena de vida palpitante. Ese borboteo genuino de un idioma incomprensible para
los seres mortales.
Lo escuche todo y sonreí.

Jamás me había sentido tan lleno de vida distinguiendo en cada musculo y parte física
razonablemente notoria, una fortaleza indudablemente mejorada. Como si el cuerpo
que ahora poseía no era el mío.

Me dirigí hacia el baño con esa duda mortífera de haber vivido en sombras casi gran parte
de mi vida, preguntándome si esto no era parte de un juego macabro de mi mente, como
un preso enmarañado dentro de sus propios sueños.

Me refleje en el espejo, sorprendiéndome sonriendo.


Me extrañe de que aún tenía puesto el mismo pijama que usé en el hospital que nunca
supe de su procedencia. Caminé nuevamente hacia la habitación y comprobé que el
maletín con que había llegado a Tarma aún se hallaba cerrado, con todas mis cosas
dentro.
Me deslicé por la casona, por los rincones, esquinas y lados, evidenciando que todo lo
demás estaba en su lugar, pero lleno de polvo y en abandono. Lo rayos de sol
sobrepasaban y flotaban en las habitaciones donde ya no estaban las cortinas para
protegerlas.
Creí escuchar algún ruido sobre el piso de madera, en el silencio profundo.

¿Señor Jacob? llamé

Nada

Saque las toallas y ropa con la intención de bañarme pero no había agua. Solo un balde
metálico al costado del lavatorio conteniendo un poco de líquido que me sirvió para
lavarme y afeitarme.
Nuevamente comprobé nuevamente que mi cuerpo se había llenado de un ímpetu y
entusiasmo inmejorable. Todo me sorprendía y confundía pero en el fondo me sentía
feliz porque estaba vivo.

Caminé lentamente para salir de aquel lugar observando y memorizando cada detalle,
cada rincón de ese extraño lugar. Era cerca de la una de la tarde.
Al bajar las escaleras me topé nuevamente los cuadros de rostros pintados en acuarela
que se hallaban colgados como recuerdos sobre la pared.
Al observar detenidamente me extraño el no haber notado, en el último cuadro de
madera a un rostro peculiar y conocido de un joven que sonreía. Ataviado élegamente
con el sombrero de siempre.

Era el señor Jacob

Caminé dejando atrás la puerta principal, observando la casona que parecía palidecer en
el olvido mientras que todo alrededor brillaba intensamente.
El aroma de las naturaleza me infundía ánimos y me contagiaba de la seguridad de que
aquellas experiencias solo podían ser ciertas en este lugar.
El cielo azul cobraba un brillo inesperado y al respirar profundamente, con los ojos
cerrados creí que nunca me había sentido tan colmado.
En ese momento percibí la clara sensación y la convicción certera que todas las preguntas
funestas y aquellas respuestas que me habían perseguido toda la vida iban ser
contestadas. Por alguna extraña razón, estaba convencido que ahora era dueño de mi
vida. Y sonreía.
Ella

En la ciudad de Tarma el sol aun iluminaba las calles en el atardecer de un nuevo


nacimiento. Sorteé una ráfaga de viento que acariciaba mi rostro y el perfume en el
ambiente sin rastro ni origen que me hacía sonreír.
Aquel pequeño mundo se regulaba detrás de las calles donde las personas llenaban de
colores y vida cada espacio. Sentía que había una fe inesperada en el ambiente, una
esencia de perdón y que nada del pasado podría ya importar.

Salude a las personas que me observaban y se reían.

Caminé como de antesala esperando la hora inesperada, con ese nerviosismo fino de un
adolecente que se enamora por primera vez. Por entre las calles fluctuaba mi entusiasmo
y las ganas de empezar de nuevo. Otra oportunidad.

El aroma de café me abrazó.


En las cuadras de la calle principal, un pequeño lugar de ilustración y ambiente selvático
me transporto con una invitación de ansiedad a sentarme en una de sus mesas de
madera labrada de acabados artesanales. Todo parecía perfecto.

Pedí café y seguí esperando.

Usualmente la magia es más efectiva, fluctuante cuando el sol esta por esconderse y yo
creía ver a las estrellas que empezaban a dominan el espacioso cielo crepuscular. Eso lo
discernía.
Detrás de todas esas sensaciones estaba la voluntad y expectativa de que todo iba a
estar bien. Que aunque no podía entender a cabalidad todas las circunstancias extrañas
sobre mi tiempo en la casona y el hecho de que me sienta sanado de todas mis
enfermedades. Con la convicción de que estaba ocurriendo algo grande en mi interior, me
aferre a vivir ese momento que el cielo me estaba brindando, sin contemplaciones ni con
el razonamiento lógico.
Creía.

Cerca de las seis o siete de la tarde caminé dominado por la intuición, rumbo a aquel
lugar donde pareciera que en ese espacio existe la combinación, la estrategia mágica de
unir, de sembrar y reconocernos lo que verdaderamente somos. Ese pequeño espacio
donde la venas están abiertas para mostrarnos, sin parangón, aquella desnudes de
nuestras almas, aquella pertenencia donde, como en ríos fluyentes, corren las miradas
de miles y miles de tarmeños que hemos nacido creyendo que en ese lugar podemos
volver a ser felices, si lo recorremos una y otra vez.
Y fue allí donde la encontré, parada cerca de la pileta de la plaza principal. Contemplando
la luz y el vacío del espacio en el ambiente.

Caminé con esa lentitud de quien quiere atesorar aquellos momentos en que la felicidad
se vuelve real. Como aquellos que hemos pasado la vida contemplando al mundo de
deslucidos colores y que nos había deshojado, a tientas, con lentitud, lo poco de valor que
creíamos tener y que después de tanto suplicarlo finalmente estaba tan cerca de cambiar
todo.

Y allí estaba, ella y su extraña luminosidad azul que creí percibir.

Me acerqué revistiéndome de valor y seguridad sobre su cabello ceñido a ese mundo que
yo quería pertenecer.

Notó mi presencia, me observó detenidamente y sonrió.

En el aroma dulce de las coincidencias, esa fina vibración de nuestras almas que estando
sueltas sobre el universo, se reconocieron aquella tarde de hechizo y flores, ese suceso
cósmico fue real. Me acerqué para reflejarme en esos ojos de color mar, de atardecer y
nos abrazamos sin decir más.

Fue aquel abrazo en la luz, que sugiere y denota mucho más allá que un simple saludo. Y
no era un abrazo material, una sensación diferente entre energías individuales
conectándose, provocando una Iluminación que se encamina y sobrepasa más allá de
todos los límites y expectativas que podamos imaginar.

Porque es algo que lo llevamos tatuado en nuestro ser y rotula nuestra unidad,
familiaridad y legado en ésta y en la otra vida. Aunque nuestros ojos naturales no lo
distinguían o nuestro razonamiento no nos permitía darnos cuenta, pero cuando nos
abrazamos aquel día, ambos irradiamos.
Elida

Una familiaridad que yacía en los rincones de nuestras almas y que convencía a mi ser de
estar en un estado de permanente serenidad e hizo que el tiempo nos trasportará a
momentos para reflexionar, conocernos e intentar comprender las razones de nuestro
encuentro. Con los días y cuando me hallaba frente a Elida un aura misterioso, bello la
cubría, como una luz invisible que alimentaba ese deseo en mí, de pasar el resto de mi
vida a su lado y contemplarla.
A menudo cuando la llenaba de preguntas se ofuscaba, porque no quería responder cosas
sobre ella, sobre su pasado. Sobre quien era ella.

Conversaba poco pero cada palabra llenaba mi alma.

Elida vivía en una casa de piel de madera, alejada del bullicio, detrás de un huerto de
maizales y paz, a unos metros de la calle principal, Milagro sur.
Por alguna razón nos citábamos en la plaza de armas, en el parque Odria o en algún rincón
donde salíamos después a caminar. Por mi parte había alquilado una habitación cerca del
boulevard cómodo y pequeño.
A veces no venía a algún encuentro que lo habíamos planeado. A veces la encontraba
sumida en la mudez, con la desesperación que bañaba su mirada de figuras que solo ella
podía comprender.

Pensaba a menudo en todo lo que había pasado y aun plenamente no lo comprendía.


Parecía una locura por el hecho de que aun estuviera en las calles de Tarma, esperando
que quizás suceda algo más, cuando el razonamiento lógico me empujaba a negar lo
evidente.

Observaba mis manos y las probabilidades que me indicaban que en estos momentos ya
debería estar sin vida y enterrado bajo las sombras terrenales. Pero estaba vivo,
sintiendo y vibrando que este era el lugar donde tenía que estar, después de todo, bien
había valido la pena.

Elida se reía con una carcajada fuerte y me rellenaba de preguntas. Mis creencias y la
influencia que tenía la luna y sus misterios sobre su vida. Me explicaba sobre el camino de
las estrellas y la luz del cosmos.
Una de esas noches de magia la sorprendí observando el cielo, en plena lluvia, dibujando
en el aire imágenes que solo ella podía ver, cuando sorpresivamente me pregunto sobre
mi padre.
Desde que mi padre había muerto nunca más había visitado su tumba, quizás, por miedo
en poder reflejar en mí aquella cara de niño, de huérfano, que aun creí ver. Esa cobardía
de descubrir mis fragilidades con la respuesta preparada de que en ese lugar no
encontraría ninguna contestación.

Hijo malagradecido, murmuro Elida.

Una mañana de martes cuando las lluvias de la noche habían cesado para dar tregua y
espacio para que el sol en su plenitud adquiera ese señorío acostumbrado y el cielo se
vistiera con un sereno celeste, condescendiente.
Ese día nos adentramos en el cementerio.
Un ambiente de solemnidad y olor a flores marchitas pululaban el ambiente. Cientos de
nichos entre callejones de paredes y esquinas inciertas se enfilaban uno tras otro. Creí
observar y leer mi nombre entre los muchos que se hallaban grabadas en las lapidas casi
olvidadas por la memoria frágil y los recuerdos borrados.
Tomados de la mano nos encaminándonos hacia los espacios donde se hallaban la tumbas
más antiguas.
Arcos de follajes verdosos como túneles sin fin en una de las zonas enclaustradas por las
paredes blancas de envejecido color donde todos los nichos se hallaban ya ocupados, en
la tercera fila, a media altura, una placa de mármol donde figuraba el rostro de un ángel
de mirada triste yacía escrita el nombre de mi padre.
Las flores que había escogido Elida le habían dado cierto resplandor, quizás también por
ella era así y a esa hora el sol nos castigaba con su más fuerte peso.
Elida se apartó unos metros y a su estilo me alumbro con aquella mirada de luz, sin
pestañar invitándome a decirle algo a mi padre.

Dude tanto.

Hola Papa, dije.

Y aquella tranquilidad que había estado llevándome por esos días se quebró.
Unas lágrimas recorrieron mi rostro al intentar recordarle y dirigirle algunas palabras.
Quise robarle a la muerte el recuerdo de su voz queriendo escucharle, aunque sea un
segundo. Quise sentir la fuerza y seguridad de su mano cuando en las calles de Tarma me
llevaba a leer libros.

Padre perdóname por no haber venido a visitar. Dije, temblando.

He caminado por estos años que penuria y que al parecer finalmente voy a ser feliz.
Después de tanta lucha acá me tienes.
Te hubiera gustado mucho conocer a Elida y verme sonreír.

Cerré los ojos intentando calmarme. Desde algún lugar percibí el sonido del viento
murmurándome suavemente con un gorjeo continuo de quietud y paz. Abrí los ojos y
observé las quebradas del cerro San Cristóbal como si fueran unas heridas, unos pasajes a
otro mundo.
Ese sentimiento de rabia frente a la vida, esa revancha con Dios o con quien sea que haya
decidido el hecho de haberme dejado vivir sin mis padres, esa impresión de deuda
impagable, ya no existía en mí. Aquel espejismo borroso, ese extraño ser en que me había
convertido el resentimiento, se iba perdiendo, mientras las lágrimas se me escapaban y
ya no tenía más palabras que decirle a mi padre.

Ella se acercó y me abrazo fuertemente.

Salimos del cementerio tomado s de la mano y notaba que Elida llamaba la atención de
muchas personas que la observaba con curiosidad, parecía brillar, sin embargo quería
creer que las personas ya se habían acostumbrado a vernos juntos, quería creer que
finalmente éramos parte de la naturaleza de esta ciudad.

¿Aparte de mí, has visto a alguien más en el cementerio? pregunto


No, el cementerio se hallaba vacío.
¿Estás seguro que no viste a nadie más a tu alrededor? volvió a preguntar.
En el hospital

Una noche Aurybell y yo salimos a recorrer las calles de Tarma, cobijados en unos gorros
de lana que habíamos comprado en una pequeña feria en calle Lima de artesanías.
Caminamos por la plaza recorriendo cada esquina, vislumbrando las luces de la plaza
principal, los acrisolados ambientes de las casas alrededor. Los balcones de la catedral
yacían silenciosos como testigos de las tardes de soledad y espera hacia nadie.
Regresamos por la calle principal donde en conjunción con la calle Huaraz nos
adentramos a un pequeño local donde servían unos deliciosos panqueques y tasas de
chocolate caliente.
Nos reíamos, observándonos, conversando de toda y de nada importante. Cuando
súbitamente, Elida me miro deformando su rostro en asombro y temeridad.

Cerró sus ojos y se desplomo.

Ingresamos al hospital por emergencia donde finalmente el personal de salud dio toda la
atención que se requería.

Los siguientes minutos indeterminables espere en los pasillos nublados de mis esperanzas
y miedos.
Todo irá bien. No te preocupes. Repetí incesantemente a las paredes, respirando
profundamente.

Pasaba el tiempo y después de una hora un enfermero delgado, con lentes, de rostro
cansado y cubierto con una chalina negra, se acercó.

Señor, buenas noches ¿usted es familiar de la señora?


Si, respondí.
Vera, la señora ya está estabilizada, respira normalmente. Ha tenido un shock, un colapso.
Aún no sabemos el origen pero estamos haciendo los exámenes necesarios.
Ella es muy fuerte y para mañana estará mejor y despierta, por ahora la hemos inducido
al sueño para su mejor recuperación, por lo que el doctor me ha pedido que vaya a usted
a descansar. Para mañana es necesario que le traiga algunos artículos personales, indico,
dándome un papel con la lista escrita a mano.
Comprendí sus palabras y las sentí sinceras.
Mañana temprano estaré por acá, le dije.

Salí del hospital siendo muy avanzada la noche rumbo a su casa. Conocía la ubicación
exacta. Ella jamás me había permitido entrar, hasta esa noche.
La casa se sumergía en la vegetación, entre maderas plegadas y plantas de enredaderas
que lo cubrían casi todo. Las buganvillas rojas y violetas caían como rizos en el aire.
Ingrese con el chillido suave de la puerta, sin llave, cuando percibí el olor a madera
quemada e incienso. La oscuridad era cortada por la luz de la luna donde alcanzaba ver
una lámpara que se hallaba sobre una mesa pequeña de madera que estaba labrada y
trabajada como su fuese una escultura. La encendí.
La sala principal estaba cubierta por una alfombra verde donde estantes de madera y
muebles sostenían velas apagadas de diferentes colores. Sobre la alfombra, piedras de
colores que dibujaban figuras indescifrables para mi entendimiento.
Pequeñas ollas de arcilla con incienso que al parecer permanecían tibias.
Cintas de colores cubrían las ventanas que jugaban silenciosamente. Libros de se
acumulaban en un estante de madera.
Sobre una esquina, almohadas blancas rodaban haciendo un círculo, lo que parecía ser el
lugar central, como un altar. No había imágenes.
Una abertura hacia otra habitación donde cientos de pequeñas soguillas de colores
servían como división y puerta. Permanecí sorprendido por todo lo que observaba
cuando decidí ingresar.
El olor fresco de rosas y de suaves perfumes indescifrables me atrapó cuando la luz de la
lámpara lo ilumino todo. Una suave alfombra ploma sostenía una cama con cubrecamas
de corlo rosa.
Una ventana grande que daba a la sala estaba protegida por una cortina blanca.

Un guardarropa de piel negra de madera. Un espejo grande en una esquina reflejaba mi


rostro de sorpresa e incredulidad.
Me eche sobre la cama, cansado, mientras una ventana diminuta en la pared me
mostraba las estrellas que Elida perseguía. Y le rogué a esa estrella que por piedad, la
pueda recuperar. Que ahora que había llegado a mi vida, no me la quitase. El deseo era
tan grande que a poco recordé que eran esas mismas plegarias que tantas veces había
repetido, siendo niño para que mi padre regrese de cualquier sitio donde se halla ido.

Mientras pensaba, observando al cielo nocturno, no reconocí el momento en que me


quede dormido.

Ya muy de amanecida desperté con el sonido lejano y tempranero de cientos de aves,


cuando apenas el sol se insinuaba. Salí a toda prisa de la casa llevando todo lo que me
habían pedido en el hospital.
Caminé con la ansiedad de verla nuevamente acariciando el deseo de que todo ya haya
terminado.
Ingresé a la habitación del hospital donde la encontré, sentada observando los
ventanales totalmente extraña con el rostro castigado por su malestar físico. Ahogada en
la tristeza que había podido apagar esas luces en sus ojos.
Le sonreí y sonrió al notar mi presencia. Me senté a su lado.
Su alma había abrazado a una ausencia. Un desvió a la realidad.
Aurybell

El cielo de Tarma se había teñido de plomo y ceniza, las personas caminaban envueltas en
abrigos y calma.

Elida y yo estábamos sentados sobre la alfombra verde de su casa de madera, con la luz
ceñida a ese momento, que producían algunas velas que encendidas, filtraban y envolvían
aquel halo de profunda mudez y extraño silencio.
Intenté preguntar algo pero puso sus dedos sobre mis labios y continúo consumiendo
minutos indeterminados.

El tiempo y el silencio parecían dar una extraña quietud a mis pensamientos. El ambiente
era nutrido por el suave aroma de violetas cobijadas en los inciensos que parecían dibujar
estelas que yo no podía interpretar.
Cerré los ojos buscando encontrar el ritmo de mi respiración. Quedando el tiempo
olvidado mientras crecía la paz vertida sobre mí semblante.

Me tomo de las manos sorpresivamente y como si hubiera despertado de una ausencia,


dijo:

Este es mi momento. Es importante decírtelo. Eso lo percibo desde mi sentir. Jamás he


hablado de esto con nadie pero el corazón me dicta y describe tu confianza.
Voy a contarte de quien soy. Mi origen. No me hagas preguntas por favor, solo
escúchame.

Vine a esta ciudad, que no me pertenece, porque tenía una promesa que cumplir. Pero hay
algo más, un propósito y sus razones que aún estoy por descubrirlas.

Nací en el pueblo de Uningamabal, la zona norte del país. En la hacienda Santa Helena
donde mis padres eran dueños de gran parte de extensas tierras que abarcaban zonas
como San Felipe, la Unión, San Antonio y la Vega. Desde mi niñez jamás había conocido
ninguna carencia económica y todo en cuanto era posible querer, lo tenía.
Mis padres habían nacido en esa zona pero mi abuela de parte de mi madre, era de Tarma,
por ello es que creo que estoy conectada esta ciudad.
Mi vida ha estado rodeada de diferentes características que al inicio sembraban de
preguntas, dudas y hasta miedo a mi padres.
Es evidente que hay un halo de anormalidad que las personas creen notar tan solo al
verme. Eso lo sé y lo asumo. Desde que tengo uso de razón y recuerdos, siempre ha sido
así y yo ya estoy acostumbrada.

El color blanco de mis cabellos en mi nacimiento asombró a todas las personas que
esperaban a un varón en mi familia.
Ese acontecimiento extraño para todos marcos el inicio de un nuevo tiempo en mi entorno
y en todas las personas que por miedo o ignorancia, me observaba como una niña rara
que iba creciendo y que muchas veces la veían hablando sola, señalando figuras en el aire
que nadie podía ver. Las personas murmuraban.
Con el tiempo mi padre se acostumbró o se resignó a la idea que su única hija era una
mujer de cabello blanco, después de todo, con los años y para su tranquilad se fue
oscureciéndose a medida que tomaba conciencia y crecía.
Cuando te hablo de mí solo estoy describiendo mis características, con humildad, tratando
de expresarme desde mi honestidad. He aprendido a reconocerme, saber quién soy y que
soy. Ese es el primer paso de cualquier ser humano, para entender el propósito de su vida.
Reconocerse como un ente eterno, una luz irrepetible y única.

De una manera espontánea y sin saber desde cuando he desarrollado la capacidad de


observar y comunicarme con seres que están al otro lado de nuestra capacidad fisca de
verlas. Toda mi vida me han rodeado orbes y figuras de luz que me han señalado que mi
vida tenía un propósito y una misión. Desde el inicio todo me pareció tan normal y creí que
todos también lo podían observar.

En las grandes haciendas, en los campos y propiedades de mi padre gran parte de las que
trabajaban eran mujeres. Algunas de ellas lo hacían con su bebes en su espalda y eso me
conmovía. Esa sensación de impotencia frente a aquella realidad me dolía, pero no como
para solo ponerme a llorar sino para buscar la manera de cambiar eso. Otras mujeres
también trabajaban en sus casas, con sus hijos y mayormente eran injustamente tratadas
por sus esposos. La vida era y aún lo es, dura en el campo y yo creo que eso no es parte del
papel que supuestamente las mujeres deben desempeñar. Frente a eso, mi voz es un
grito sin fin.

Con el tiempo desarrolle planteándome buscar un gran acercamiento con todas las
mujeres, me sentía pertenecerlas y ellas a mí. Me confundía entre ellas, ayudando con los
bebes, en sus actividades rutinarias y buscando todos los momentos posibles de sentarme
con ellas, en sus almuerzos o descansos durante su trabajo, después de retornar del
colegio que también se convirtió para mí en una tortura.

Esos fueron los momentos más felices que recuerdo, siendo niña, los días a lado de
mujeres maravillosas y esforzadas.

Mi padre al principio solo observaba como si fuera un capricho, imaginando que tarde o
temprano se me pasaría.
Pero no fue así.

Un domingo mientras almorzábamos, ingenuamente le pedí a mi padre que construya una


casa o un espacio donde las señoras podían dejar a sus hijos pequeños mientras
trabajasen.
Se rio
Ya veremos, dijo.

Al día siguiente les conté la idea a las señoras mientras compartíamos frutas y limonada
que les había llevado.
Es allí donde empezaron los conflictos.
Con los días esa noticia se hizo grande y llego a los oídos de mi padre.

Esa tarde mi padre me espero en la casa con una correa de cuero en la mano.
¿Por qué le andas metiendo ideas a esa gente? Gritó enfurecido.
Tuve tanto miedo. El horror de recordar su rostro lleno de rabia aún me duele. Empezó a
golpearme dominado por el cólera, convertido en un monstruo, como ya lo había hecho y
lo había escuchado, con mi madre.

¡Esas indias no son como nosotros!


¡No gastaré un solo sol en esas indias, muertas de hambre!, gritaba y creí ver a mi madre
escondida detrás de la puerta llorando en silencio.

Aquel día estaba destinado a que finalmente descubra un poco más aquella realidad
mezquina y cruel de la violencia muda. Ese día y el siguiente no salí de mi habitación por el
dolor de mi alma y mi cuerpo físico. Tenía 10 años de edad.

Durante unos días me aislé de todo contacto posible de otros seres humanos y no iba a
donde estaban normalmente las señoras trabajando, por miedo, porque yo era mujer, y
no quería que me vieran, como a una de ellas, golpeada.
En ese momento de infinito dolor e impotencia me sentí una de ellas. Con esa sensación
de espera que el tiempo cosa y selle, como surcos tenues esas heridas visibles para
guardarlo en el alma en silencio. Ahora era mis hermanas y yo parte de ellas.

Días y semanas después, en un rincón, lejos de los ojos de todos, entre las sombras de los
árboles, rodeada por los orbes y luces de la naturaleza que flotaban y algunos se posaban
sobre mis cabellos, me senté a observar a aquellos parajes interminables, de multicolores
formas donde los cerros transmutaban sus siluetas al mundo, por entre el cielo que ya se
teñía de sombras mientras moría el día.
Aun me dolía el cuerpo pero de alguna manera disimulada, intentaba robarle un poco de
paz al silencio. Sin saber por qué sensatamente pero en ese momento, empecé a respirar
con fuerza. Tomaba profundamente todo el aire hasta apretar mis pulmones, pensando en
todo esa injusticia muda, en los dolores, en las imágenes de heridas sangrantes y
permanentes de las mujeres como yo. Luego lo expulsaba con rabia y fuerza hacia el cielo
invadido de estrellas, todo el aire, hasta quedarme sin nada.
Una y otra vez, repetía la actividad y empecé a sentirme muchísimo mejor, lentamente
esa iracunda impotencia se empezó a quebrar derrumbándose las ideas de derrota y
sumisión. Sentía que algo dentro de mí se fortalecía. Una luz recorría mi interior y mis
pensamientos eran más claros, dejando de sentir pena por mí misma.

No sé cuánto tiempo estuve concentrada en lo que hacía cuando sentí que no estaba sola y
la claridad del ambiente empezaba a ausentarse casi totalmente

La silueta de una mujer, una anciana, caminaba por el lindero del campo donde se dividía
los márgenes de las chacras, un camino pedregoso que conducía también al rio.
Tenía el cabello blanco, tejidas en trenzas gruesas de gran extensión que se confundían
entre un bolso que le cruzaba todo su pecho.
Una especie de poncho largo con botones grandes oscuros la abrigaba, que arrastraba el
camino al avanzar. Parecía sonreír en su andar elegante y pausado. Nunca la había visto y
pero la sentí cercana.

Se acerco

Niña Aurybell dijo delicadamente.

Fue la primera vez que escuché ese nombre.


Le sonreí, sin decirle nada, porqué se había equivocado con mi nombre y le ayudé a que se
sentara a mi lado.
No había en mí ningún vestigio de miedo o confusión en mí, por alguna razón la paz era
absoluta y estaba bañada de una fina familiaridad con aquella anciana.

Después de unos minutos cuando el silencio creado era tan certero, la anciana me toco la
frente deslizando sus dedos suavemente sobre mi piel y entre mi frente.

Tu mente y tu alma están listas para brillar, dijo.


No temas. Solo se tu misma.
Cerré los ojos y sentí que cada parte de mis heridas y músculos adoloridos sanaban.

No es necesaria una vida larga. Cuando salgas de este lugar, habrás terminado con tu
deber y volverás al lugar donde perteneces, a la fuente,
Más allá de toda vida encarnada, mas allá de lo hoy eres. Tu origen y la forma en te
conocen en las diferentes mundos, esferas y dimensiones tiene relevancia. El nombre de tu
alma inmortal es Aurybell y conocerlo, usarlo te dará legitimidad, fuerza y poder.

Hoy estas interpretando el papel de una niña llamada Elida, pero esa no eres en realidad.
Eres una chispa divina, un alma evolucionada, una maestra con un propósito, dijo
finalmente y sonrió.

Y lentamente como vino, se fue, entre los arbustos y sombras, entre la noche y el silbido de
los grillos nocturnos prometiéndome la muerte.
Yo sé que la mayoría de personas no creen en nada de esto, hasta quizás tú también, pero
esa fue la primera vez que contemple a una maestra espiritual en mi vida, así es como
ahora la puedo identificar. Y yo estoy ya acostumbrada a ese tipo de acontecimientos,
situaciones y experiencias. Ese ambiente es mágico y yo creo firmemente en la magia.

Esa fue una de las formas en que aprendí y que ahora lo entiendo perfectamente. El
mundo esta construido de ceguedad y miedo, por eso pocos son capaces de observar todos
los milagros que ocurren alrededor de cada ser humano todos los días.
Mientras crecía aprendí a usar a la naturaleza y mis manos para aliviar, sanar y bendecir a
las personas. El conocimiento ha fluido porque lo he buscado, no afuera sino dentro de mí.
Desde esa edad he aprendido a dejarme llevar por la intuición y mi esencia para tomar
decisiones sobre mi vida.
Requeriría más tiempo para explicarte muchas más cosas que quizás hoy no las
entenderías a plenitud. El tiempo sopla lo necesario para despertar en ti lo que toda tu
vida has estado buscado. La mente es limitada pero la conciencia es infinita y esta dentro
de ti, no afuera.
Elida se mantuvo callada por unos minutos, observando a la nada y continuo su relato.

Con el tiempo seguí compartiendo todo lo que aprendía a favor de las mujeres, mis
hermanas del campo. Técnicas espirituales para obtener fortaleza y encontrar paz en
medio de la tormenta. De cómo alimentarse y reconocerse como seres valiosos y únicos. El
conocimiento fluía , dentro de mí , como si antes de todo ya tenía ese comprensión y
entendimiento guardado en algún lugar de mi alma, pero también recibía la visita,
aunque muy alejada y de tiempo en tiempo, de la anciana sabia que me llamó por mi
verdadero nombre, Aurybell.
Me sentía feliz de ser un instrumento de ayuda para las demás mujeres pero no había
cambios radicales como yo esperaba.

Mi madre había sido siempre esa fiel esposa y madre sometida a las órdenes de mi padre.
Nunca le contestaba. Pero también sabía perfectamente que yo estaba en lo correcto y
que mi lucha era justa.
Muchas veces mi padre descargaba toda su rabio contra ella ya que inusitadamente se
daba cuanta que no iba a poder conmigo.
Entendí también que todos estábamos sufriendo. Mi padre por no saber qué hacer con las
cosas que estaban sucediendo y cambiando, por los trabajadores varones que se quejaban
principalmente porque sus mujeres que les hablaban de igualdad y derechos. Mi madre
por tener el corazón partido si hacerme caso a mí o a mi padre.
Me sentí dolida por ella pero la verdad, la luz no se podía detener por la ignorancia.

Uno de esos domingos mi padre había organizado una reunión religiosa con todas las
familias, coincidiendo con el inicio de la siembra anual. Pusieron bancas y sillas en una
parte del patio principal de la hacienda. Todos estaban allí.
En plena misa el señor cura, que era amigo y compañero de colegio de mi padre, disertaba
con entusiasmo sobre la importancia de mantener el orden, armonía en los hogares y
trabajos, citando partes de la biblia en donde el Señor sostenía y ordenaba que el marido
tuviera potestad sobre la mujer.
En ese instante, alguien lanzo un grito y el murmullo creciente rompió aquel momento de
solemnidad y algunas mujeres se pusieron de pie y caminaron hacia diferentes lados,
dejando sin palabras concluyentes al orador. Yo no sonreí, me puse seria disimulando mi
honda felicidad quedándome al lado de mi madre.
De aquel incidente mi padre no dijo nada. Sabía que hiciese lo que hiciese las cosas no
iban a cambiar y en esos instantes es que pensó en que la única, manera de liberarse de
mi era enviándome a lima a estudiar alguna carrera superior. Yo estaba terminado el
colegio.
Pero eso no iba acontecer.

Un evento siniestro vino a acontecer una mañana de domingo que sorpresivamente las
gotas de lluvia nos empujaron a vernos, como espejos, a confrontarnos con nuestra
naturaleza de sombras y pesimismo.

Ese día amanecí con un dolor que sobrepasaba el origen físico de mi cuerpo. Había algo,
una sensación de pérdida y de triste presentimiento en el ambiente.

Una joven, casi adolecente, que ayudaba en la cocina de mi casa fue encontrada muerta
en las chacras, cerca de una quebrada.
Era la hija del capataz principal que había sido arrebata de ese soplo de aliento vital.
Intentaron enterarla para que nadie descubra su cuerpo. Las personas más cercanas se
alborotaron con aquel hecho de tanta violencia.
Buscaron a mi padre y por ser domingo, el aun descansaba. Casi le obligaron a hacerse
presente con la confrontación e indignación de algunos los pobladores.
Un hecho así no había ocurrido desde que yo recuerde, pero ahora que lo pienso, siempre
que había rumores de ese tipo, de bisbiseos de abuso o violencia a los días desparecían
por alguien había pagado o supuestamente arreglado el problema. Y la vida seguía tal
cual, un episodio más, un tropiezo, un desliz de la honorabilidad humana y nadie quería
voltear el rostro y observar las huellas dolorosas, disimuladas por vergüenza o miedo y
quizás también por complicidad.
Se reunieron para que mi padre pudiera llevar hacia la ciudad de Trujillo el cuerpo de la
señorita dando aviso a la policía por ese hecho.
Mi padre se comprometió atraer a la policía hacia la hacienda para hacer las
investigaciones. Por la noche llegaron dos personas quienes fueron al lugar donde fue
encontrada aquella joven. Tomaron muestras, medidas y le dieron a mi padre la
autorización para que sea enterrada, no hicieron preguntas, ni hablaron con nadie. Mi
padre le había ordenado a mi madre de nadie de la familia se acerque a ese lugar.
Prometió a los padres de la niña que el pagaría todos los gastos de aquella tragedia y
haría castigar a quienes la habían asesinado.
La mayoría estaba en descuerdo y mostraban su molestia pero nadie pudo hacer algo más.
Todos vivan de lo que mi padre les daba y contradecirlo significaba poder perder su trabajo
y hasta el lugar donde sus familias vivan.
Dos días después esa joven fue enterrada en el cementerio del pueblo.

No sabía que hacer.


Observaba a mi madre pálida, con esa mirada pérdida llena de sombras que la hincaban,
a punto de perder la cordura por toda esta situación.
Decidí esperar unos días.
Me mantuve alejada físicamente de todas esas circunstancias, pero inicie una especie de
purificación mediante la abstinencia de alimentos.
Había pasado ya una semana y muy de madrugada, aquel día de luces y sombras
escondidas decidí salir a donde habían encontrado el cuerpo de la joven. Me dolía el
cuerpo por el ayuno prolongado.
Lleve unas rosas blancas y rojas que las deposité sobre el borde del rio y el sonido de la
quebrada cercana sucumbía con el frio que lo querían mostrar todo.
Observaba los rosas y los pétalos que eran llevados por la corriente cuando la visión de lo
que había sucedido me fue mostrada por el universo.
La imagen eran como figuras que se dibujaban en el aire lo suficientemente claras para
observar a tres hombres ebrios que llevaban a la joven que aterrada, forcejeaba con ellos
quienes le tapaban la boca y cargaban entre dos, mientras que el tercero les ordenaba,
riéndose que no hagan tanto ruido. Aparentemente le habían sacado de su casa.

Cerca de la orilla, entre sombras y la ausencia de luz de la humanidad, donde los árboles y
plantas formaban una especie de escondite, la tiraron al suelo intentando desarraigar sus
ropas.
La joven lanzo un grito por lo que uno de ellos la golpeó con impulso, una y otra vez, con
ese dolor oculto convertido ahora en odio y furia diluyendo a través de la violencia ciega,
sin inmutarse. Observé que el aliento, esa parte esencial de nuestro ser, salía del cuerpo
de la joven quedando vacío el cuerpo físico.
Me dolió tanto esa visión como si fuera mi propio ser. Caí de rodillas, me ganó la
impotencia, observé el cielo y apenas las sombras de la noche perecían caerse, sin piedad,
para dar paso a la claridad teñida de celeste.
Nuevamente la visón apareció con los hombres que discutían porque se dieron cuanta
recién, que la habían matado con los golpes. Uno de ellos intentó abrir, a mano limpia,
una zanja en la orilla del rio mientras los otros dos arrastraban el cuerpo.
Ya empezaba a amanecer cada segundo.
Le echaron tierra o arena por todos lados pero no lo terminaron de cubrir.
Se marcharon de aquel lugar, murmurando maldiciones, entre los ramajes y árboles, entre
las piedras y sombras ayudándole a avanzar a uno de ellos, antes que alguien los vieran.

Mi padre era uno de ellos.


Maldije en mi flaqueza humana a ese don con que había nacido. Por ser portadora del
dolor y verdad que ahora me había sido mostraba.
Me encerré en mi habitación, negando aquella sensación clara de que yo sabía que tenía
que hacer.

Esa misma noche mientras me hallaba en mi silencio, en meditación, escuche los pasos de
mi padre retumbando sobre los maderos lisos del piso en la casa grande.

Fui a su habitación y lo confronté.


Mi madre estaba también allí.
Escruté detenidamente dentro de su mirada, con el cabello que ya le cubría en su mayoría
de canas y heridas en el alma que jamás pudo o supo cómo sanarlos.
Él lo sabía y tenía miedo.

Yo sé que es lo que hiciste. Estamos en la presencia de mi madre y la verdad no se puede


ocultar.
¡Tú mataste a la joven!
Le solté.

Se enfureció nuevamente dando paso a sus emociones bajas, a esas que le habían
dominado todos estos años, esas sensaciones que viene de la mente empobrecida,
ignorante y poco dominada.
Intentó acercarse con violencia, queriendo infundir temor o autoridad pero se detuvo a
unos centímetros. Sus ojos se le llenaron de miedo ante mi mirada y retrocedió. Mi madre
me conto que sintió una fuerza que salía de mí en ese instante, quizás una luz en mi pecho.
Yo creo que solo era la fuerza de la verdad que yo lo contenía.

Caminó rodeándome, sudoroso y cansado, sin levantar la mirada, guardándose,


avergonzado por la presencia de mi madre. Salió raudo de la habitación, de la casa.

Esa noche fue la última vez que vi a mi padre.

Fue a donde las cocheras y sacó su camioneta, rumbo a la ciudad de Trujillo. Lugar donde
nunca llego físicamente. Encontraron el vehículo destrozado con el adentro y uno de los
hombres que habían participado en el asesinato, entre el desvío de Otuzco, en el rio
Moche, el otro asesino desapareció de la hacienda y nunca más se supo de él.

Esa fue la señal implícita y clara que yo deduje para irme del lugar donde había nacido.

Ya no estuve ya, cuando enterraron a mi padre casi en secreto por vergüenza y respeto a
su víctima. No estuve presente cuando mi madre convocó a una reunión con todos los
trabajadores de la hacienda. Ni le escuche manifestarse y brillar desde un lugar
desconocido o poco esperado de su alma cuando tomó valor, fuerza y aquella mujer
sumisa, perdedora y aguantadora a los golpes de su marido y la vida, cuando pidió perdón
a todas las personas que habían sido ofendidas con el comportamiento de mi padre y la
de ella, por su cobardía y complicidad pasiva.
Invito a quien quisiera marcharse y pedir todos los beneficios laborales para su traslado.
Les pidió, a los padres de la víctima que si deseaban podían comunicar a la policía y
denunciar por los acontecimientos, si era necesario, a ella misma, si eso hacía que
encontrasen alguna justicia o aunque sea un poco de paz o consuelo por los indeseables
acontecimientos. Ella se sometería a todo.
Les prometió a todas las mujeres que si deseaban, se quedasen con sus hijos y esposos en
la hacienda para ser tratadas como parte de una familia y ya no como simples
trabajadoras.

Salí de ese lugar, mientras acontecían todos estos cambios, sabiendo que nunca más iba a
regresar.
Viaje hacia la capital y durante semanas pensé, reflexionando en cada detalle de los
acontecimientos buscando más razones de las que ya había. Definitivamente la muerte de
mi padre me había marcado, movido y los cambios en mí también eran inevitables.

Decidí olvidar todos esos acontecimientos y borrar también todo el conocimiento que
había fluido en mí desde mi verdadero Ser ya que en una pesadilla se había convertido la
historia de mi familia.
Dormí al espíritu de la muerte para que no me atrape y me dediqué a estudiar en la
Universidad de Ingeniera, convirtiéndome en un topo, una sombra que solo se tenía así
misma.
La gran mayoría de personas me observaban catalogándome como una mujer extraña,
antisocial o simplemente una retrasada mental.
Es facial para el mudo juzgar quien no es igual o su comportamiento difiere lo que es la
corriente o el sistema preestablecido por la sociedad. Yo me permito ser y no estoy
dispuesta a satisfacer las expectativas de la sociedad..

Termine la carrera. Conseguí un buen trabajo. El recuerdo de m i familia me dolía y los


extrañaba pero no quería hacer daño a nadie. La verdad duele cuando no estas
acostumbrada a vivirla en su plenitud.

También me enteré de que no podía tener hijos. Pero eso es otra historia.

Pasaron los días y años, sola, en el mundo gigantesco de luces y sombras. A menudo veía
los orbes que me habían acompañado desde que era niña intempestivamente aparecer y
los ignoraba.
Hasta que una noche creí ver a mi madre en un sueño.

Se había venido a despedir.


La vi feliz con esa aura de quienes finalmente han encontrado su paz.
No dijo nada, estaba acompañada de mi amada abuela que me sonreía sin parar. Mi
abuela tarmeña.
Las vi mucho más jóvenes que yo e irradiaban una luz dulce y sin comparación. Eso es lo
que me dio fuerza. El amor lo cubre todo y borra todo. Así lo entiendo yo ahora, como un
espacio mucho más amplio del propósito de nuestras vidas. Ya no hay de que llorar. Esa
experiencia hizo que aquel rechazo, miedo y ocultamiento a la verdad, en donde me había
envuelto, se quiebre. Verlas felices me libero de las culpas.

Mi madre fue enterrada en la propia hacienda. A lado de mi padre.

Nuevamente esa fuerza interior me empujo cubriéndome de nuevas ideas y de


interrogantes. Había algo más que necesitaba hacer y no sabía por dónde empezar o a
donde ir.
¿Quién era yo?
¿Quién era yo, cuando no soy yo?
Cuando no soy Elida sino Aurybell.

Me puse planes, la luz empezó a brillar para buscar espacios, grupos, charlas, conferencias
sobre el conocimiento, pero que no me expongan a ningún tipo de dogmas religioso y
fanatismos. Descubrí libros sobre de ciencia y tecnología, sobre física cuántica y nuestro
origen.
Sentía que no aprendía nada nuevo, sino solo recordaba lo que tenía en mi interior.
Accedí mediante la tecnología a todos los espacios de aprendizaje y conocimiento.
Rebosaba mi alma por cada luz que se prendía, cada instante de reflexión y crecimiento.
Fue así que lentamente empecé a soltar todas aquellas ataduras, miedos y el
racionamiento mental, la dualidad de este mundo, se fue desapareciendo para dar paso a
mi Yo verdadero nuevamente.

Vivir con coherencia.

Todas esas sensaciones de magia indescriptibles regresaron con una comprensión más
plena de mi propósito y con ella la finalización de mi vida.
Por eso vine acá, a esta ciudad. Este es mi origen terrenal, esta es la casa de mi abuela que
me la dejó.

Llegué a Tarma con el camino ya señalado. Elegí dejar mi estado encarnado como Elida
en este lugar.
Todos los días salía a caminar imaginándome con una vida normal entre sus calles
sacadas de una cuanto mágico, cada rincón, cada espacio me inspiraba tanta ternura y
paz. Las personas, los niños. Las mujeres que anhelan la felicidad a través de la crianza de
sus hijos.
Todos los días observaba aquel esfuerzo casi sobrehumano de las mujeres que se
convierten en pilares fundamentales de sus hogares, que son fuerza y al mismo tiempo
dulzura. A menudo las creencias o costumbres primitivas nos vuelven ciegos.
Creí que en cualquier momento, en cualquier esquina la muerte se haría presente como un
remedio y una forma de alivio.
Pero sucedió algo que no previsto, ni hubo ninguna señal de que me avisara lo contrario.
Apareciste tú.
RESPUESTAS

Yo no lo deseaba , no vine a buscar nada pero apareciste como encontrar una lámpara en
medio de este, mi mar profundo. Ese día en que te vi allá en la Acobamba algo sucedió
conmigo.
Esa sensación de familiaridad se apoderó de mí. La impresión me gano y luego no podía
de dejar de pensar en ti.
Y tenía miedo.
Empecé a hacer sesiones de aprendizaje para sacarte de mi mente y de mi vida, pero sabía
que estaba perdida, porque no se trata de un sentimiento físico. Sino que hay algo más
que me movía. Nunca me había pasado y creía ganarle a esa sensación nueva. A lo que te
niegas y luchas, finalmente eso te somete.

Había preguntas y respuestas que estaban flotando entre tu alma y la mía.

Ese día cuando nos abrazamos por primera vez, supe que ese acontecimiento había
ocurrido ya muchas veces antes. En otro lugar, en otro momento, es decir en otras vidas.
Hoy solo nos estamos reconociéndonos y recordando.

Tu tiene diferentes talentos, capacidades y luces, también te lo estás negando, el


sufrimiento y la pena impuesta han sido un compañero constante en tu vida. Has visto a la
muerte caminar sobre ti y tu entorno como una amenaza. Esa es tu percepción mental.
Muchas vidas se han encendido y apagado. Aquellas muertes han dolido, dibujando
imágenes, insinuándose como si fuera un castigo, que no comprendemos, nos destroza la
vida para siempre.
En esos momentos en que no había luz en ti, es que esa sombra ha venido y te ha
arrebatado a quienes más amabas y sobretodo necesitabas. Sentiste, sin presagios, que te
quitó lo único que tenías y de cómo veías al mundo cambio desde ese momento targico.
Nada es casual todo tiene una razón. En realidad la muerte no existe.

Y hoy te reconozco como un antiguo espíritu, un alma vieja. Has probado la muerte y la
sanación en tu propio ser, aunque dudas y te sientas confundido sí que en verdad esos
acontecimientos han pasado, El vivir desconectado del universo te hace olvidar de tus
propios orígenes. Eso lo sé hoy.

Aurybell seguía hablando con una voz susurrante que se asemejaba con la iluminación de
las velas que también se extinguían.
Combinaba su ser de brillosa fuente de conocimiento. La seguí escuchando, en lágrimas,
sin interrumpirla, con las fuerzas apagadas y la figura humana con apenas un poco de vida.
Cerró los ojos y tomándome las manos y creí verla sonreír.

Aurybell continúo hablando.

VILLA TARMA

La atmosfera contemplaba aquel pedazo de sierra peruana, en cada rincón se respiraba


ese cambio que nos dejaría la historia que estaba siendo escrita por personajes que en
muchos casos sus nombres nunca fueron recordados en ningún rincón de los recuerdos.
Eran los finales de la década de 1770 en Villa Tarma.
De apellido Poma, un hombre originario de estas tierras, los tarumás, caminaba por la
oscuridad de la madrugada, entre los linderos de la casa del Intendente Juan María de
Gálvez, para quien había trabajado una parte de su vida.
Años después por su buen trabajo, por la confianza que inspiraba, por encargo y
conocimiento estaba a cargo de otra labor importante.
Después de semanas de espera, esa mañana el señor Poma, despertó a su hijo ya
adolecente. Había llegado el momento.
El arribo de cientos de acémilas, en todo caso una gran cantidad de mulas que eran
enviados desde el Virreinato del Rio de la Plata para el uso de transporte y carga, para
reemplazar a las llamas que hasta ese momento habían sido útiles.
Desde ese día padre e hijo se encargaron de la venta de mulas que según los
compradores y pedidos, eran enviados a diferentes lugares cercanos a la Villa como
también hacia pueblos alrededor.
Días, meses pasaban y se observaba una gran prosperidad y la llegada de más españoles
hacia la ciudad inicial, siendo poblada gran parte de la villa Tarma con viviendas y la
construcción de estas al estilo colonial.
En esos años la economía local había crecido debido al buen manejo en la agricultura,
por la fertilidad de sus tierras y la ganadera que sobreabundaba.
La Plaza Progreso era abarrotada por compradores que intercambian precios por las
bestias de carga, como eran llamados.
Padre e hijo con un ayudante más de apellido Quillapuca salieron hacia las afueras del
pueblo llevando veinte mulas que ya habían sido compradas por un español de apellido
Mena.
Tras horas de camino y arreo se abrían grandes extensiones de bosques y los huertos
cubrían el valle que tras el frondoso paisaje las casonas de los hacendados ya podían
vislumbrase.
Por la tarde de ese día ya contemplaron una casona que estaba en la finalización de su
construcción, casi al borde del rio. El camino que conducía era un sendero estrecho que
finalmente llegaba hacia el portón principal.
Bordearon aquellas paredes hacia el lado posterior de la casona donde se hallaba los
cercos construidos de madrera que esperaba la carga de animales.
Fue allí que mientras acomodaban y revisaban que cada mula haya llegado sin problemas
es cuando el muchacho la vio.
Ella estaba acompañada de su padre, que era el dueño de la hacienda.
La mujer más hermosa que jamás había visto.
Quedo inmóvil al observar aquellos rizos rebeldes que desbordaban aquel rostro blanco y
delicado. Los ojos negros y profundos absorbían toda la belleza que rodeaba el fecundo
lugar.
Se acercaron hacia el lugar donde estaban los Apires.
Buenos días patrón, saludaron
El muchacho se sintió avergonzado por todo lo que ella representaba en ese pequeño
mundo y lo que él y su padre eran para todas la personas de su clase.
Y se quitaron el sombrero con sumisión, de color a inferioridad.
Y las flores de los huertos del pueblo, no se asemejaban a aquella belleza que había
robado los sueños y la sumisa calma que Villa Tarma irradiaba a través de sus campos y
siluetas. A veces, ese aguijón de veracidad, le hacía ver, como un espejo y observaba, que
era solo un indio de facciones y similitudes a estos dominios, vestido con ropas de tierra
y campo, con el destino marcado. Era consiente de aquella realidad y que solo podía jugar
en su mente juvenil e inocente, con la idea de despertar en ella, algún interés por él.
Desde ese día, en cada instante, en cada momento no hacía más que pensar en ella.
Una semana después de aquel acontecimiento su padre le había ordenado que acompañe
a un grupo de hombres, gauchos que se dedicaban al arriaje hacia ese mismo lugar
donde había visto a aquella muchacha.
Fue así que con la ingenuidad por bandera, observaba todo aquel lugar esperando verla,
mientras ayudaba a aquellos hombres blancos y de ojos claros que realizaban su trabajo.
Pasaron las horas y no aparecía.
Antes que entrara la noche cuando el regreso era inminente. El muchacho inocente salto
una cerca que limitaba la zona principal con las caballerizas.
Observo por una ventana donde unos faroles alumbraran el interior. Se acerqué más,
temblando.
Estaba allí, como una silueta que la magia del momento le permitía ver. Su figura
acariciaba sus anhelos con el lenguaje de los suspiros. Era muy hermosa.
Cuando repentinamente sintió un golpe que le hizo caer. El dolor agudo en la oscuridad no
le hizo notar la presencia de otras personas. Entre gritos, insultos y golpes que
lentamente fueron apagando su lado consiente se fue apagando sumiéndose en el vacío.
Despertó con el dolor que corroía todo mi cuerpo. Estaba en un lugar techado entre
algunos caballos que le observaban en un rincón.
Con sogas que le sujetaban, inmovilizado, con cada parte de su cuerpo quebrado por los
golpes y con el sabor de sangre que había en sus labios. A lo lejos creía ver el contorno, a
lo lejos, de la plaza principal de la ciudad.
¿Qué había hecho? pensaba en su padre, su familia, pensaba en la situación de
inferioridad que se vivía en las todas las características reales de cómo se vivía en los
grupos que dominaban y eran dominados. El sentido de sentirse ajeno en tu propia tierra.

Esa misma noche dos personas con una antorcha lo arrastraron a un rincón donde junto
con la comida de los caballos le prendieron fuego.
Al día siguiente comunicaron que habían atrapado a un indio, un ladrón y que había
intentado quemar el lugar al verse sorprendido.
La noticia quedó justificada y la vida en Villa Tarma continuó.
LOS SUEÑOS

Aurybell se quedó en silencio, como la atmosfera y el tiempo que parecía que no


existiese. Mencionar con cada detalle y explicar de la forma que lo había hecho, de aquel
sueño repetido que me había perseguido durante muchos años.
Sentir aquella sensación tan terrible de morir quemado. La desesperación que sobrevenía
en cada visón al despertar lleno de sudor, temblando y de un miedo sin límite.

Después de varios minutos de reflexión y silencio. Aurybell me pidió que la mirase


directamente a los ojos.
Y no he podido describir la forma, fuerza y color de describir aquella mirada, que
escrutaba cada detalle de la mía.

Es importante que debas saber algo.

Somos almas viajeras que no pertenecemos a este lugar. Estamos caminados por la vida
como la conocemos tomando lecciones, aprendiendo.
Durante miles de años hemos adoptado diferentes papeles, disfraces con el que venimos
a aprender.
Hoy somos Julián y Elida.
Pero también hemos sido hijos, padres, hermanos, hermanas. Hemos sido ricos, pobres.
Diferentes personas, en diferentes épocas y características. Venimos una y otra vez a la
tierra a aprender y evolucionar.

Aquel acontecimiento que te sobrevendría repetidamente, esa sensación de haber


muerto quemado hace muchos atrás solo son tus memorias, recuerdos de una vida
anterior que se repiten en tu mente porque deben tener algún significado.

Nada es causal.

Me quede pensativo, recordando cada detalle, cada momento de dolor que me cubría
mientras el fuego abrazaba. Ese suceso había sido real.
Estire las manos observando mis dedos para poder imaginar de como el fuego había
acabado mi cuerpo físico. El que tuve alguna vez. En otro tiempo

Ella me tomo de las manos observándome con profundidad.


El lugar donde ese muchacho fue quemado es actualmente hoy el lugar donde está la
Biblioteca Municipal.
Y tú no eras aquel muchacho de que fue quemado en las caballerías de ese lugar.
Sin dejar de observarme dijo:
Tú fuiste el que mando quemar a aquel muchacho.
La despedida

Lentamente Aurybell se apagando, su rostro cansado se hundió sobre una profunda paz
quedándose dormida deseando con toda mi alma que no se vaya. Que no me deje.
Afuera ya amanecía
Sabía que ya nada poder hacer.
Que Aurybell se estaba yendo y como todo en mi vida nada podía hacer con el incesante
sónico del techo que goteaba

Aquella mañana de frio, de lluvia y quebranto salí de su casa con esa misma sensación
que me había acompañado casi toda la vida.
Nuevamente esa mascara invisible se estaba riéndose de mi quitándome a quien en poco
tiempo había llegado a amar.
Caminé por la Avenida Pacheco sin rumbo, las personas corrían arrimándose hacia las
paredes donde pudieran protegerse de la lluvia.
Avancé guardando mis manos descontroladas en el bolsillo de la casaca. Ya no me
temblaba el cuerpo físico sino mi alma.
Con los pasos dejaba atrás la ciudad misma y el mundo natural me abría las puertas.
Huanuquillo era castigada con el viento cortante que sentía que dibujaba siluetas
dolientes que descendía de los cerros y sobre los tejados destilaban esas goteras que
parecían llorar.
Mientras seguía internándome hacia la profundidad de los bosques y caminos de tierra
venía a mi mente aquellas tardes donde quería encontrar algún recuerdo escondido o
desvanecido de felicidad.
Los caminos de tierra circundaban a las chacras queriendo postergar que las casas ganen
espacio. Empalme mi caminar entre las plantas que lo inundaban todo entre el vivero
municipal y el rio suave y clarividente.
Cruce un puente angosto de madera que me conectaban con el lugar donde, de niño las
tardes interminables me vistieron de ruegos y pedidos al cielo, con el deseo de que me
lleve con mi padre. Donde tantas lagrimas se había secado en mi cara y mi alma al no
tener ninguna respuesta.
¿Ahora sería diferente?
Parecía mentira que nuevamente estuviese parado en este lugar donde cientos de flores
amarillas crecían como mantas, como caminos y puertas hacia otro lugar, hacia otro
mundo. Hacia donde quizás quería irme y no regresar jamás.
Me senté en medio del bosque y la soledad, entre árboles y sobre el césped de barro y
soledad.
A menudo los seres humanos estamos obligados a creer en todo por tratar de buscar
alguna respuesta o salvación. Hacer posible que el dolor no sea nuestra continúe
acompañante.
Mire al cielo bañado de sombras invisibles y agua. Durante mucho tiempo empecé a rogar
por el alma de Aurybell, pedir por su sanación, como había sucedido conmigo.
Plegarias que por tantos años los había repetido y que jamás había tenido la respuesta
que yo esperaba.
Me miraba a mí mismo allí, preso de mis propios fantasmas mientras que el agua de la
lluvia seguí discurriendo sobre mi cuerpo y la sensación de frio empezó a calar.
Mis ojos permanecían cerrados imaginado una luz blanca que jugaba con mis miedos, mi
pequeñez humana. El mundo fuera de mi se convirtió en una cortina que lentamente lo
deje de sentir.

Hasta que en instante se apareció Aurybell en mi mente y detrás de aquella luz blanca.
Mis dudas, la incredulidad que aun gobernaba mi mente quisieron tentarme con abrir los
ojos o despertar de aquel supuesto sueño. Pero desee que ella no se vaya, que no me
deje, ni de mi mente ni de mi mundo.
Brillaba con un vestido blanco. En su torso, proyectaba hacia fuera una luz azulada. La
veía mucho más juvenil, sin las marcas de sufrimiento o enfermedad en su rostro. Estaba
llena de paz y lo irradiaba.
Me sonrió. Le sonreí.

Aun no podía entenderlo.

Sentí que me cubría con su amor inconmensurable y sin mover sus labios dijo

¿Porque no me dejas ir? Me estas reteniendo con tus suplicas y plegarias.


He cumplido con el propósito de mi vida y estoy lista para seguir mi camino.
Me tienes que dejar ir.

Me dolía, como dolía aquellas separaciones cuando no había respuestas.


Te necesito, pensé, y ella lo percibió.

Demore unos minutos abrir mi corazón y nutrirme de aquella luz, de aquel aprendizaje
que implicaba dejar ir. Porque sentí que esa era también parte de que había venido a
aprender como Julián.

El dejar ir y no retener nada.


Vino a mi mente mi padre, que de niño era esa única ancla que me mantenía conectado a
la vida.

El dolor por la perdida era una de las sensaciones más difíciles de sobrellevar y aceptar. Y
yo no quería quedarme solo. No imaginaba un plan para mi alma.
Las figuras en mi mente cambiaron rápidamente y vi la imagen de Aurybell con una
especie de pieles toscamente amarradas a su cuerpo, sucia y llena de tierra con el cabello
crecido y desordenado.
Me miraba sentada alrededor de una fogata, donde yo también estaba vestido de la
misma manera. Yo comía carne casi cruda. Había una niña a su lado. Era nuestra hija en un
tiempo incalculable.
Las imágenes se diluyeron como lenguas de fuego para verla después sentada sobre un
banco de madera y fierro oxidado en un muelle desconocido , donde con maletas en
mano esperaba el arribo de un barco.
Su mirada se perdía en el horizonte, ya era una mujer madura. Parecía desprenderse de
ella mucha tristeza pero muy orgullosa. Yo estaba su lado, apenas podía decir palabra
alguna, yo tenía dos tres años y ella era mi madre.

Esa mirada, esos ojos se repitan, no se si físicamente pero el resplandor no cambiaba.

Comprendí que se trataba de la historia de nuestros encuentros, de las vidas que


habíamos vivido juntos, los lazos que nos unían se repetían entre en cientos y miles de
años anteriores a esta.
Comprendí que lo que ahora sentía y esa necesidad de que Aurybell no se vaya, era
porque había desarrollado el apego y el amor puro, perfecto no tiene el carácter, ni la
manifestación de posesión.
Y que finalmente la muerte no existía.
Comprendí que había que seguir con su camino y yo el mío. Que las contextos eran solo
pasajeros y que volveremos a estar juntos vestidos de diferentes circunstancias y
mundos.

Me sonrió por última vez.

Aurybell entendía todos mis pensamientos y yo había terminado de entender y


perdonarme.
Tarma hoy

Aurybell fue enterrada casi en el mismo lugar donde mi padre actualmente también tiene
su tumba.
No hubo ceremonia no nada que estuviese en contradicico9n con lo que ella era y quería.
Había dejado un cuaderno forrado en cuero dando instrucciones estrictas de lo que ella
quería.

Es cierto que hoy la extraño, a veces la veo caminar en estas calles, le veo sonreír detrás
de algún estante de vidrio.
Ya no la persigo porque se nos volveremos a encontrar, cada parte de la historia que
cuento es verdadera y al final pocos serían las personas que me crean, pero al mismo
tiempo no trato de convencer a nadie de lo que somos en realidad.

Es mucho más facial decirle a la gente que la vida es una sola, que con la muerte termina
todo, para que la resignación sea solo un fantasma que persiga, que doblegue y sirva para
vernos como seres limitados y sin grandeza. Es más fácil vivir engañados que explicar todo
esto, porque la gente no lo entiende.

Estamos vida tras vida aprendiendo de diferentes ángulos y situaciones. En diferentes


lugares. Cada vida es un peldaño más en nuestro avance.
El cuerpo cambia, el idioma, las ciudades, el espíritu es eterno.

Y todas las preguntas que desde ese momento me las hacía, tenía hoy las respuestas y por
primera vez era feliz.

Fin

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