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Lina González

Autores, Obras y Formas I

La mujer que nunca cumplió años

Rosa la carroza

Además de las ojeras, de mi abuela heredé la única foto que existe de su niñez. De no
ser porque en esa foto veo mis mismos ojos, afirmaría que es el retrato de una momia
o la presencia de un fantasma… Seguramente, en el momento en que se disparó la
cámara, la niña aprovechó para dejar escapar el alma. Como la foto no tiene fecha y
desde que a mi abuela se le puso el pelo blanco se declaró en guerra con la memoria
lejana, por consenso familiar, basados en el vestido y las trenzas, decidimos que ese
retrato es de cuando ella tenía diez años, no nueve ni once, pues el diez era el número
que nos facilitaba las cuentas. El primer recuerdo que tengo de ella es su sonrisa
amplia y sincera, con un diente amarillo que sobresalía en la mitad inferior y que con
el tiempo se mandó a sacar y no quiso reemplazarlo con nada. Solo en las fotos de las
fechas especiales usaba un chicle o se metía la lengua en el espacio que le había
quedado “para que nadie me critique mi vacío” “¿cuál vacío, abuela?”, “¿no dicen que
en la foto de niña quedé como vacía?, pues ahora sonrío con la caja completa”.

Todas las vacaciones mi abuela venía a cuidarme y yo me entretenía haciéndole


preguntas para llenar mi diario y luego hacer historietas.
–Abuela, ¿cómo te llamas?
–Rosa.
–Rosa qué.
–Rosa la carroza, Rosa la más hermosa, Rosa Enciso de la tierra que piso.
Y al final la risotada con el diente amarillo. Entonces mi escritura era libre y ¿feliz? Mi
único propósito era llenar el diario para que mi mamá me comprara otro, no pensaba
en una historia conmovedora ni en personajes interesantes, ni siquiera sabía que
“personajes” era una palabra, pero entre risas y clases de cocina, mi abuela se
convirtió en mi primer personaje y en mi excusa favorita para contar historias.
–Abuela, tengo frío.
–Envuélvase en la cobija de su tío y bótese al río.
–Abuela, eso no tiene sentido.
–Aquí cerca tampoco hay ríos y deje de estar escribiendo bobadas, que lo único que
aprende es a perder el tiempo.
Mi abuela no sabía leer ni escribir y también perdía el tiempo. Se sentaba horas afuera
de su casa a ver quién pasaba, solo para burlarse o para decirles algo, como a los
ciclistas de la vuelta a Colombia, a los que les gritaba: “Háganle que son los últimos y
ya los dejó el tren”. Y con tanta insistencia en eso del tiempo, cerré los cuadernos, boté
los lápices y dejé la escritura, vino mi edad media, aprendí a picar habichuelas, a hacer
velas y a quedarme callada.
Dios y los médicos

“A mí no me importa saber cuándo nací ni quiénes eran mis papás. Me basta saber que
cada año soy más vieja y que ya casi me voy a morir y nadie se va a encartar conmigo”.
Esa era la frase favorita de mi abuela, por lo menos los últimos seis años antes de
morirse. La decía en navidad y en año nuevo, en el día de la madre, en mis cumpleaños
cuando me decía “feliz año” y siempre que volvía del velorio de algún conocido. Con
mi abuela entendí el concepto de la desnudez, a ella solo la cubría un nombre, de resto
no tenía nada. El papá, muerto antes de que ella naciera; la mamá, muerta el día que la
parió; el lugar de nacimiento no se lo contaron y el que dijo ser su hermano la dejó
donde una tal “madrina” que le enseñó los oficios básicos para defenderse en la vida,
le metió la idea de que preguntar por el pasado era pecado y la convenció de llamarse
Rosa, cosa que se creyó para sentirse persona, y lo demás se lo tuvo que inventar. A mí
me parecía que esa historia triste no podía ser la de mi abuela, prefería pensar que
ella había brotado de la tierra, que había aparecido entre una sandía o que el mohán la
había sacado del río. ¿Cómo alguien puede pasarse la vida en una constante carcajada,
sin hacerse preguntas, aceptando todo lo que venga con tal desparpajo y naturalidad?
Tal vez de eso se trate la inteligencia, o tal vez mi abuela llenó sus vacíos con risa y el
dolor de las respuestas que no tuvo se convirtió en el tumor que la mató.
–Abuela, ¿no te da miedo morir?
–No, para eso ya estoy vieja.
–Es una operación complicada…
–Dios y los médicos, si me muero es porque así tiene que ser.
Murió un viernes a la madrugada, para que todos pudiéramos ir al entierro, sin una
gota de sangre, pero con la sonrisa bien templada.
“Ay, abuela, si vivieras, si tus ojos verdes desvaídos volvieran a alumbrarme el alma…”
dice Fernando Vallejo en “El desbarrancadero”. Ay, abuela, si vivieras, ¿te
decepcionarías al enterarte de que decidí perder todo el tiempo que me queda
escribiendo mentiras y bobadas como decías? Ahora que quiero que seas mi personaje
principal me toca conformarme con la imagen de tu cuerpo disminuido y con los
apuntes de las preguntas que te hacía sin mucha intención. Ay, abuela, quiero
presentarte y no sé cómo hacerlo, las fichas para construir personajes no son
suficientes para contenerte, de pronto no tenga que decir nada, solo dejar que tu risa
hable.

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