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1. Creación, procreación
***
***
1
[Dom David Amand y M.-Ch. Moons, «Une curieuse homélie grecque inédite sur la
Virginité», Revue bénédictine, 63, 1953, pp. 18-69].
2
Atenágoras, Legatio, cap. XXXIII.
3
Tertuliano, De resurrectione carnis, LXI.
4
San [Ambrosio], carta 18 (ad Valentianum).
5
San Cipriano, De habitu virginum, 3.
6
[Galiano, Liber de sententiis politiae platonicae], citado par Adolf Von Harnack,
Die Mission und Ausbreitung des Christentums in den ersten drei Jahrhunderten,
Leipzig, 1906, [libro II, cap. V].
7
Así en la Didakhê: «No matarás, no cometerás adulterio, no corromperás menores,
no cometerás fornicación, no robarás» (II, 2). Epístola del Pseudo-Barnabé: «No
cometas mi fornicación ni adulterio; no corromperás a los menores» (XIX, 4).
8
[Eusebio de Cesarea, Historia eclesiástica, IV, 23, 7].
[I]
[VIRGINIDAD Y CONTINENCIA]
Conocemos relativamente pocas cosas sobre la forma y el
contenido de esta práctica antes del siglo IV. Conocemos su
extensión. Conocemos también que no asumía una forma
institucional por votos ni en una existencia de tipo monástico. En
cambio, existían, sobre todo entre las mujeres, círculos que se
dedicaban a una vida religiosa particularmente intensa y
rechazaban el matrimonio, o, en los casos de las viudas, una
segunda boda. Pero ocurría también que, más o menos
impulsadas por sus familias,1 algunas jovencitas llevan una vida
de virginidad en medio de sus padres. Ésta es sin duda la razón
por la cual los documentos de los que se dispone para el siglo III
conciernen sobre todo a la virginidad de las mujeres y presentan
dos situaciones: la jovencita en su casa y el círculo de las vírgenes.
Es a propósito de dos textos de este género donde yo me
detendré. Uno es latino, concierne a la vida de una virgen en
medio de su familia, es breve y proporciona en lo esencial
recomendaciones prácticas. Otro es griego, pone en escena a un
grupo imaginario de mujeres que cantan entre ellas las virtudes
de su virginidad. Se trata del primer testimonio desarrollado de
una mística cristiana de la virginidad. Mientras que el primer
texto, escrito por san Cipriano, data de la primera mitad del siglo
III, se estima que El Banquete de Metodio de Olimpia fue escrito
hacia el año 271. Veremos que, por su contenido, hace bisagra con
los grandes textos del siglo IV.
El De habitu virginum de san Cipriano constituye, para la
cristiandad de la primera mitad del siglo III, el tratado más
amplio consagrado a la práctica de la virginidad. Ciertamente,
Tertuliano había abordado en bastantes ocasiones el tema de la
virginidad, pero sus diferentes textos tratan siempre de un
aspecto particular: ropa tradicional de los jóvenes y las mujeres
casadas en el De virginibus velandis; problema del segundo
matrimonio de las viudas en el tratado Ad uxorem y de los viudos
en la Exhortatio ad castitatem; penitencia y reintegración de los
adulterios en el De pudicitia escrito en la época emergente.
Podremos constatarlo, muchas de las ideas desarrolladas por
Tertuliano las encontraremos más tarde: así, el tema de los
esponsales con Cristo, o de la virginidad como condición de
acercamiento a las realidades espirituales.2 Pero hace falta
recordar su reticencia a conceder a la virginidad, stricto sensu, un
estatuto particular. El pequeño tratado sobre El velo de las
vírgenes es, desde este punto de vista, significativo. La tesis es que
las vírgenes, al igual que las mujeres casadas, deben portar el
velo. Para esto hay tres series de argumentos. Unos se apoyan en
la Escritura: es como mujer que Eva fue creada; es del seno de
una mujer que el Salvador debía nacer; es como mujeres que las
«hijas de los hombres» han seducido a los ángeles. Otros
argumentos, más singulares y que no se encontrarán en los
tratados ulteriores de virginidad, son extraídos de la naturaleza:
después de haber mostrado según la Escritura que la mujer es
mujer antes de ser virgen, Tertuliano, en efecto, explica que toda
virgen se vuelve mujer espontáneamente y antes incluso del
matrimonio. Se vuelve tal por la consciencia que toma de sí
misma como mujer, por el hecho de que se vuelve un objeto para
«la concupiscencia de los hombres», y que puede «someterse al
matrimonio»: deja de ser virgen «desde el momento en que ya no
puede serlo»; por el hecho de que la corrupción entra en los ojos
y el corazón; «la pretendida virgen ya está casada: su espíritu lo
está por la espera, su carne por la transformación»; por último,
por el movimiento mismo de la naturaleza: desarrollo del cuerpo,
cambio de voz, y tributo mensual: «Nieguen pues que sea mujer
quien sufre los accidentes de la mujer».3 Finalmente, la última
serie de argumentos es tomada por Tertuliano de las exigencias
de la disciplina: las mujeres casadas deben estar protegidas
contra los peligros que las rodean. El velo asegura y simboliza
esta proyección. Pero ¿la virginidad no debe también ser
protegida contra los ataques de la tentación, contra las lanzas de
los escándalos, contra las sospechas, los murmullos, la envidia?4
La Exhortación a la castidad, texto dirigido por Tertuliano a un
hermano después de su viudez, parece, por el contrario,
reabsorber en la virginidad un conjunto de conductas o de
estatutos diferentes. Pero de hecho, aquí también, la virginidad
en sentido estricto no queda aislada como un modo de vida o una
experiencia particular. La virginidad en general se define como
«santificación», esta santificación como voluntad de Dios, y lo
que quiere esta voluntad es que, creados a su imagen, nosotros
nos parezcamos a ella. Así pues, existen tres grados de virginidad:
aquel del que estamos dotados en el nacimiento y que, si la
conservamos, nos permite ignorar aquello de lo que más tarde
desearemos liberarnos; aquel que se recibe del segundo
nacimiento en el bautismo y que se practica ya sea en el
matrimonio, ya sea en la viudez; por último aquel que Tertuliano
llama «monogamia» y que, después de la interrupción del
matrimonio, renuncia por esta razón al sexo. A cada uno de estos
tres grados Tertuliano atribuye una cualidad
específica. Felicitas para el primero; virtus para el segundo; y para
el tercero hay que agregar a esta misma virtus la modestia.5 Ahora
bien, el sentido que hay que dar a estas calificaciones y a su
jerarquía se esclarece con un pasaje de El velo de las
vírgenes.6Tertuliano se pregunta aquí si «la continencia no
predomina sobre la virginidad»; continencia practicada en la
viudez o ejercida de común acuerdo en el matrimonio. Del lado
de la virginidad, la gracia que uno recibe; del lado de la
continencia, la virtud. Aquí, dificultad del combate contra la
concupiscencia; allá, facilidad de no desear lo que uno ignora.
Vemos las dos tendencias que se desprenden de estos textos:
por un lado, dar a la abstención de relaciones sexuales un valor
general, como medio para acercase a una existencia santificada,
preludio en tal momento donde la carne resucitada no conocerá
ya la diferencia de los sexos;7 y, en el marco general de esta
abstención, no acordar un estatuto privilegiado o una posición
preeminente a la virginidad en sentido estricto, incluso si se
indica su lugar y su especificidad. Lo que atraviesa tales textos de
Tertuliano es, de hecho, una moral rigurosa de la continencia,
mucho más que una valorización espiritual de la virginidad. Se
puede incluso reconocer aquí la resistencia a toda práctica que
daría sentido y estatuto particular a la virginidad de las mujeres.8
Escrito a mitades del siglo III, el De habitu virginum se dirige
en cambio a mujeres que tienen y deben tener el estatuto y la
conducta de las vírgenes, sin que se trate por ello de cualquier
cosa [que se asemeje a] una institución monástica. Se trata de
una categoría de fieles suficientemente especificadas para que
uno se dirija a ellas en cuanto tales9 y suficientemente avanzadas
en la santidad para que Cipriano les pida acordarse de los demás
(entre los cuales, él mismo está incluido), en el momento en que
el honor vuelva a ellos.10 Ni elogio de la virginidad en general, ni
censura de lo que ocurre, el texto se presenta, en forma de una
exhortación, como un tratado práctico: ¿cuál debe ser la
celebración de las vírgenes? De un modo tentativo, se abre con
un elogio de la disciplina en general, más precisamente con una
fórmula que retoma aquella, tantas veces repetida, de Tito
Livio.11 Con una variante, sin embargo. «Disciplina, guardiana de
debilidad», decía el historiador romano; «disciplina, guardiana
de la esperanza», responde Cipriano, quien marca claramente la
función positiva de la disciplina en el ascenso hasta las
recompensas divinas: «Guardiana de la esperanza, amarra de la
fe, guía del camino salvador, alimento de las buenas
disposiciones, ama de coraje, es ella la que hace conservarse en
Cristo y vivir atado a Dios».12
Cipriano define la virginidad en su relación con la
purificación del bautismo. Ésta hace de nosotros, de nuestro
cuerpo y de sus miembros, el templo de Dios. Por tanto, estamos
obligados a velar para que nada impuro ni siquiera profano
pueda penetrar en este lugar santificado. Nos corresponde ser, de
algún modo, sus sacerdotes: tarea que se impone a todos,
«hombres y mujeres, niños y niñas, sin diferencia de edad ni de
sexo».13 Ahora bien, con respecto a esta obligación general, la
virginidad ocupa un lugar privilegiado. Mucho más claramente
que Tertuliano, Cipriano aísla el estado de virginidad, lo rodea de
alabanzas singulares y hace que desempeñe un papel que le es
propio. «Flor del germen de la Iglesia, honor y ornamento de la
gracia espiritual, afortunada disposición, obra intacta e
incorrupta…».14 Si la virginidad ocupa para Cipriano un lugar tan
eminente, esto es así por dos razones. Conserva intacta la
purificación efectuada por el agua del bautismo. Prolonga y
completa lo que ocurrió en dicho momento, cuando el neófito
despojó al hombre viejo. La renuncia de la virgen fue más total
que las demás, ya que hizo morir en sí «todos los deseos de la
carne».15 Conservando a lo largo de su vida esta pureza intacta, la
virgen comienza desde aquí, en este mundo, la existencia que
será reservada, después de su muerte, a aquellos que serán
salvados: la vida incorruptible. «Ustedes han comenzado ya a ser
lo que nosotros seremos un día. Ustedes poseen desde este
mundo la gloria de la resurrección y pasan por el siglo sin
mancharse con la corrupción del siglo. Cuando ustedes se
conservan castas y vírgenes, son iguales a los ángeles de
Dios».16 Así, desde el bautismo hasta la resurrección, la
virginidad pasa a través de la vida sin ser tocada por sus
manchas. Es a la vez lo más cercano al estado de nacimiento —a
aquel en que se encuentra el alma cuando nace en la existencia
cristiana— y lo más cercano a lo que será la otra vida en la gloria
de la resurrección. Su privilegio de pureza es también un
privilegio con respecto al mundo y con respecto al tiempo: ella
está ya, de una cierta manera, más allá. En la existencia de las
vírgenes, la pureza inicial y la incorruptibilidad final se unen.17
Esta vida preciosa es representada por Cipriano a la vez como
frágil —está expuesta a los ataques del demonio—18 y como difícil
—difícil ascenso, sudor y pena—: «A quien persevera, la
inmortalidad le es dada, la vida perpetua le es ofrecida, y el Señor
le promete su reino».19 Así pues, requiere ayuda, aliento,
advertencias, exhortaciones.20 Cipriano no evoca nada similar a
una dirección sistemática. Lo que él propone no es
manifiestamente una regla de vida. Indica solamente que él habla
como un padre.21 Pero subraya también que la virginidad no
podría consistir únicamente en una integridad del
cuerpo.22 Ahora bien, el contenido del texto puede sorprender.
Las recomendaciones dadas se presentan en varios conjuntos
sucesivos: el primero concierne a la riqueza (a la única riqueza
real que es en Dios, no preferir la riqueza de los adornos, los
ornamentos, los vestidos suntuosos); el segundo concierne a los
cuidados del cuerpo y a la vanidad; el tercero concierne a los
baños, y a los lugares que no hay que frecuentar. Por lo tanto, a
lo que estos preceptos se refieren es en suma, y el texto lo dice
expresamente, a «celebración», «cuidados», «ornamentos».23
Pero la insistencia más o menos exclusiva sobre estos temas
se explica fácilmente a través de la concepción general que
Cipriano tiene del estado de virginidad. Si consiste, en efecto, en
el mantenimiento de la pureza bautismal hasta la
incorruptibilidad del otro mundo, el principio que hay que seguir
es el de conservar este estado, fuera de todo contacto, tal como
era en el origen, tal como tendrá que ser en el fin de los tiempos.
Una serie de expresiones diseminadas en el texto debe
concentrar la atención: «No temas —dice Cipriano a la virgen—
ser tal como eres, por miedo a que el día de la resurrección tu
creador [artifex tutus] no te reconozca»;24 o incluso: «sean tal
como Dios su creador los ha creado; sean tal como la mano del
Padre les ha instituido; que permanezca en ustedes el rostro
incorruptible»;25 o por último: «Sigan siendo lo que ustedes han
comenzado siendo, sigan siendo lo que ustedes serán».26 Por lo
tanto, para la virgen se trata esencialmente de conservar esta
semejanza que es el sello de la Creación, al que el pecado había
borrado y que el bautismo ha restablecido. El estado de
virginidad debe ser despojado de todos estos «ornamentos»,
«adornos» y cuidados por los cuales la creatura, falsificando la
obra de Dios, trata de ocultarla. Tal como salió de la mano que la
modeló, tal como será «reconocida» en el día final, así es como
debe vivir la virgen. Ella debe ser, en este mundo, la
manifestación y la afirmación de tal estado. De aquí la
recomendación de san Cipriano, que de ninguna manera es
divergente con el conjunto del texto, es más bien su punto
central: «Una virgen no debe ser únicamente tal, hay que
comprender y creer que lo es. Nadie, al ver a una virgen, debe
dudar de lo que ella es».27 Al renunciar a todos los destellos falsos
que pueden dar riqueza, ornamentos y cuidados, la vida de una
virgen debe hacer estallar a los ojos de todos aquello que ella es:
la figura incorrupta que no sale de la mano del Creador más que
para volver a ella, tal como es, es decir, tal como Él la hizo.
No hay que equivocarse en esto: en este breve conjunto de
consejos dirigidos a vírgenes —consejos a primera vista bastante
superficiales—, en estos simples preceptos de «celebración», hay
que ver el testimonio de la importancia particular que se
reconoce a la virginidad femenina; el sentido espiritual que es
acordado a la virginidad entendida como integridad total de la
existencia, y no ya simplemente como continencia rigurosa; por
último, el valor que se le da como forma absolutamente
privilegiada de relación con Dios. Significados muy implícitos sin
duda, pero que dan cuenta precisamente de lo que puede haber
de sucinto y de aparentemente inesencial en las
recomendaciones prácticas de san Cipriano.
El Banquete de Metodio de Olimpia no introdujo en el
pensamiento cristiano el tema de la virginidad; tampoco fue él
quien señaló las primeras diferencias entre esta virginidad y la
continencia pagana. Pero este diálogo constituye, a finales del
siglo III, la primera gran elaboración de una concepción
sistemática y desarrollada de la virginidad. Atestigua, bastante
antes del desarrollo de las instituciones monásticas, la existencia
de una práctica colectiva, al menos en los círculos de mujeres, y
da testimonio del altísimo valor espiritual que se le atribuía.
Ciertamente, no se encuentra en este texto la descripción de estos
métodos y procedimientos sobre los cuales los autores del siglo
IV —de Basilio de Ancira a Juan Crisóstomo, y de Ambrosio a
Casiano— insistirán para mostrar cómo puede guardarse una
rigurosa pureza del cuerpo y del alma, del pensamiento y del
corazón, y que constituirán lo que puede llamarse una tecnología
de la virginidad. Pero en la inflexión de la espiritualidad
alejandrina y neoplatónica del siglo III y de las formas del
ascetismo institucional del IV, él formula algunos de los temas
fundamentales de la práctica positiva de la virginidad. La forma
literaria de El Banquete permite la yuxtaposición de varios
discursos, pero también su sucesión en un movimiento continuo
y ascendente, y la indicación del momento decisivo para la
designación de un «vencedor», de tal modo que se puede reparar
a través de la unidad flexible de este diálogo la diversidad de los
puntos de vista y la existencia de una línea de fuerza. Ya que, a
pesar de muchas repeticiones, se trata de algo distinto a la simple
sucesión de homilías que exhortan a unos y otros a la castidad.
En el primer discurso, sostenido por Marcela, la virginidad se
vincula a un triple movimiento de ascenso. Un ascenso personal
primero, que es descrito con un estilo rigurosamente platónico:
la virginidad hace subir «hacia las alturas» al carro de las almas,
«hasta que, escapando de su peso, saltan más allá del mundo» y
se elevan «sobre la bóveda celeste»;28 al término de este acenso,
la contemplación de lo Incorruptible es dada al alma. Un ascenso
histórico que, desde el origen de los tiempos, hace acceder a la
humanidad más cerca de los cielos: ésta es la serie de los usos y
las leyes; cuando el mundo estaba vacío y hacía falta llenarlo, los
hombres «esposaban a su propia hermana» hasta que Abraham
«recibió la circuncisión», la cual muestra que hay que suprimir
la carne propia; después los hombres tuvieron múltiples mujeres,
hasta que se les dijo que eran «sementales en celo» y que «la
fuente de su agua» no debía pertenecer más que a cada uno de
ellos; después aprendieron la continencia, y finalmente, ahora, la
virginidad, «enseñanza suprema y culminante» que les hace
despreciar la carne y descansar en «el refugio sereno de la
incorruptibilidad».29 Por último, el discurso de Marcela evoca, en
la economía histórico-teológica de la salvación, la ruptura que
separa los dos últimos momentos de la serie anteriormente
descrita. Antes de Cristo, Dios, casi como un padre que confía a
sus hijos a pedagogos cada vez más severos, los había conducido
hasta la continencia. Pero para pasar a la virginidad, que nos
permite, a nosotros que hemos sido creados a imagen de Dios,
asemejarnos a él y llevar esta semejanza a su culminación, hizo
falta la Encarnación, hizo falta que el Verbo adquiriera la carne
humana y que nos fuera así propuesto «un modelo de vida que
sea divino».30El primer discurso de El Banquete teje por tanto, en
una figura única de ascenso, los tres movimientos (gracia de la
salvación, transformación progresiva de la ley, esfuerzo
individual de ascenso) que sitúan la virginidad —y la virginidad
cristiana, bastante distinta de la continencia— en esta cumbre de
la perfección donde el hombre se acerca lo más cerca posible a la
semejanza con Dios.
Los discursos segundo y tercero, aquellos de Teófila y de
Talía, se hacen uno respecto al otro y constituyen una discusión
a propósito del valor del matrimonio. Pero se está muy lejos, en
la forma y en el contenido, del debate antiguo ei gameton [hay que
casarse]. Teófila habla del valor del matrimonio, al mismo
tiempo que acepta la idea de que el hombre se eleva por grados
hacia la virginidad. Pero ocurre que, para ella, no ha llegado aún
la hora «en que la luz habrá sido definitivamente separada de las
tinieblas»; el número de hombres no se alcanza aún. Incluso si es
menos precioso que la virginidad, el matrimonio es útil y debe ser
practicado aún. Pero al ser observado de cerca, este derecho del
matrimonio no es únicamente una concesión a falta de algo mejor
y como solución a la espera. Los argumentos que Metodio pone
en boca de Talía dan un significado completamente positivo al
matrimonio: estamos aún, dice, bajo el signo del «Crezcan y
multiplíquense». Ahora bien, en esta multiplicación, que hace
nacer la carne de la carne, hay que ver un acto de creación, de
demiurgia.31 El texto de Metodio subraya sucesivamente tres
aspectos de esta demiurgia. Procreación del cuerpo por el cuerpo:
es de cada uno de los miembros del hombre de donde se forma el
semen «espumoso y grumoso» que va a hacer fecundar el campo
femenino.32 Pero también colaboración del hombre con Dios,
según el modelo de Adán que «ofrece su costilla al divino creador
para que la utilice». Por último, actividad de Dios en el cuerpo
mismo, como lo explica Teófila en la larga comparación del
cuerpo humano con el taller en cuyo centro trabaja el divino
modelador, formando los embriones, como si se tratara de cera,
«a partir de algunas gotas ínfimas de semen», y elaborando así
«la imagen, completamente razonable y dotada de alma, de que
nosotros somos de Él». En la formación del embrión, en su
gestación, en el desarrollo también del niño después de su
nacimiento, Dios desempeña el papel del obrero supremo. «Ho
aristotekhnas».33
Se reconocen aquí fácilmente temas cercanos a aquellos que
estaban desarrollados en El Pedagogo de Clemente de
Alejandría.34En la procreación era descrita la conjunción de la
potencia del Creador con la acción de la creatura. ¿Podemos
asignar una influencia directa de Clemente sobre el autor de El
Banquete? En estos momentos ésa no es la cuestión. Sea como sea,
estos temas que hacen entrar en escena una teología de la
Creación, a través de consideraciones médicas inspiradas más o
menos directamente de los estoicos, eran sin duda corrientes en
el siglo III. Es interesante verlas aparecer en ese inicio de El
Banquete: en el discurso de Teófila que ciertamente no será más
descalificado que alguno de aquellos que serán sostenidos por esa
tropa de santas mujeres;35pero que está destinado a ser
«superado» por un movimiento ascendente que el discurso
siguiente de Talía entabla al proponer no continuar en el sentido
inmediato del relato del Génesis.
El discurso de Talía se confronta con aquel de Teófila, del
mismo modo que la interpretación espiritual con aquella que es
sólo literal. No es que ésta sea considerada como falsa,36 pero no
podría ser suficiente ya que el texto de la Biblia presenta algo más
que el simple «arquetipo del comercio entre los dos sexos»;37 y
sobre todo porque, si se tiene razón de ver en el relato del Génesis
los «decretos inmutables de Dios [que] aseguran
armoniosamente el gobierno perfecto del mundo» —y lo
aseguran todavía hoy—, no hay que olvidar que hemos entrado
ahora en otra edad del mundo donde las leyes antiguas de la
naturaleza han sido reemplazadas por otra disposición.38
Es el texto de esta nueva disposición lo que hay que seguir.
Metodio lo encuentra en la primera Epístola a los corintios. A
partir de él hay que interpretar el Génesis. Pero Metodio rechaza
ver en la relación entre Adán y Eva el anuncio simple o incluso el
modelo de lo que es ahora la unión de Cristo con la
Iglesia.39 Quiere ver en la Encarnación una verdadera re-
Creación, una remodelación de Adán. Éste no estaba aún «seco»
ni «duro» cuando, saliendo de las manos de aquel que lo había
modelado, encontró el pecado que escurrió en él y y le hizo perder
su forma. Dios lo modeló entonces de nuevo, lo depositó en el
seno de una virgen y lo unió al Verbo. Cristo retomó así y asumió
a Adán. Pero por esto mismo, el orden de la corrupción se abolió,
la forma de las uniones y de los partos se renovó: «El Señor, que
es la Incorruptibilidad victoriosa de la muerte, hizo sonar para la
carne el cántico de alegría de la resurrección, sin permitir que se
presentara de nuevo al poder de la corrupción».40
Metodio retoma entonces el texto del Génesis del que había
propuesto en el discurso precedente una interpretación literal, y
en calidad de naturalista. Y lo invocó en el campo de los
significados espirituales, en primer lugar en el plano colectivo de
la Iglesia con Cristo, y después en el plano individual de un justo
entre los justos; san Pablo, que se encuentra, por tanto, de este
modo retomado en la interpretación de la que él fue fundador.
Hace pues «rebotar» en Cristo lo que había sido dicho a
propósito de Adán. Los términos del análisis son importantes:
marcan, no el borramiento de lo que había mostrado el orden de
la naturaleza, sino su transposición. El sueño en el cual fue
arrojado el primer hombre —ese éxtasis que prefiguraría, lo
hemos visto, el goce del placer físico— se ha vuelto ahora la
muerte voluntaria de Cristo, su Pasión (Pathos). La Iglesia fue
hecha de su carne y de sus huesos y, esposa purificada por el bien,
ella recibe en su seno «la semilla bienaventurada y
espiritual».41 El éxtasis de Cristo se renueva sin cesar: cada vez
que desciende de los cielos para abrazar a su esposa, se vacía y
ofrece su costado para que nazcan todos aquellos que se
bautizan.42 Pero lo que ocurre para la Iglesia en su conjunto
ocurre para el alma de los más perfectos que es fecundada por
Cristo, de quien ella es su esposa virgen. San Pablo recibe así «en
su seno la semilla de la vida», tuvo «los dolores del parto» y
«engendró» a nuevos cristianos.43
Con respecto a estas uniones y a esta fecundidad que son la
forma espiritual de la virginidad, el matrimonio no es ya, por
tanto, esa necesidad de la naturaleza de la cual había hablado el
discurso precedente refiriéndose a la necesidad de poblar el
mundo. El «Crezcan y multiplíquense» tiene ahora otro
significado.44 Y si el matrimonio tiene un lugar es como una
concesión hecha a aquellos que son demasiado débiles:
pensemos por ejemplo en enfermos a los que habría que dar
alimento, incluso cuando ha llegado el día del ayuno. Dejémoslo
pues a los débiles. Lo cual quiere decir, concluye Metodio,
siempre de acuerdo con la Epístola a los corintios, que la
virginidad no podría ser obligatoria: «aquel que es capaz de
“conservar su” carne “virgen” y pone en ella su honor “hace
mejor”; mientras que aquel que no lo puede, y que “consagra al
matrimonio” legítimo libre de fraudes ignominiosos, “hace”
solamente “bien”».45
Así, los tres primeros discursos de El Banquete fundan desde
una perspectiva histórico-teológica el tiempo de la virginidad: se
trata ni más ni menos que de una edad del mundo inaugurada
por la reanudación del acto creador inicial en la Encarnación. La
virginidad así comprendida es pues algo bastante distinto a una
prohibición que concierne a tal aspecto del comportamiento
humano. Figura fundamental en la relación entre Dios y creatura,
ella está constituida por la restauración salvadora de una relación
primera que se encuentra ahora transpuesta en el orden de los
actos, las procreaciones, los parentescos y los vínculos
espirituales. Puede considerarse que los cuatro discursos
siguientes forman esta vez algo así como un conjunto: cantan esta
edad nueva, lo que atañe a la existencia humana (son los
discursos de Teopatra y de Talusa), y después lo que atañe a las
recompensas divinas (discursos sexto y séptimo de Águeda y de
Procila); siguen el camino de la virginidad, desde el alma que la
practica hasta la salvación que la corona. A lo cual Metodio lo
llama el retorno hacia el paraíso.46
La intervención de Teopatra, la cuarta oradora, introduce la
importante noción de pureza, hagneia. Importante en la medida
en que se distingue de la de virginidad. En efecto, con respecto al
sentido histórico-teológico que anteriormente fue fijado de la
virginidad, la pureza es su forma humana: el modo de existencia
de las creaturas que han elegido el camino de la salvación cuando
el tiempo de la virginidad ha venido con el Salvador. Pero con
respecto al sentido tradicional de la integridad física, la pureza
tiene un significado evidentemente más amplio. Hay que
concebirla en primer lugar no como el simple resultado de una
abstinencia voluntaria: ella proviene de arriba. Es un don de
Dios, que ofrece así al hombre la posibilidad de protegerse contra
la corrupción: «Dios se apiadó de nuestra situación; viéndonos
incapaces de soportarla y de recuperarnos de ella, nos envió
desde arriba en el cielo el mejor y el más glorioso de los
salvamentos, la pureza».47Tesoro de pureza que el hombre debe a
cambio cultivar y «ejercer de un modo completamente
particular».48 Es necesario practicar esta pureza no en una edad
particular de la vida, sino a lo largo de toda la existencia; desde
la primera a la tercera edad: «Es bueno agachar la
cabeza realmente desde la infancia bajo las direcciones divinas».49 Es
necesario practicarla también en todo el ser propio, tanto en el cuerpo
como en el alma, tanto en el orden de las relaciones sexuales como en
aquel de todas las demás aberraciones.50 Es necesario, por último,
practicarla no como una simple abstención del mal, sino como un
vínculo positivo con Dios: una manera de consagrarse a él.51 Así Talusa
describe la virginidad como un sello colocado en el cuerpo y el alma:
en la boca, que se abstiene de toda palabra vana para cantar ya
únicamente himnos a Dios; en las miradas que se desvían de «los
encantos corporales» y «los espectáculos indecentes» para girarse hacia
las cosas de arriba; en las manos que dejan caer los intercambios bajos;
en los pies que no deambulan ya, sino que corren recto bajo el mando.
En el pensamiento, por último: «No abrigo ninguna idea vil, ningún
cálculo que sea de este mundo […]. Medito día y noche la ley del
Señor».52
Llega entonces el momento de la recompensa. Es, desde esta
vía, la transformación de las almas que revisten «la Belleza
inengendrada e incorporal […], que está exenta de vicisitudes,
envejecimientos, faltas».[53] Pueden volverse en este mundo el
templo del Señor; pero están dispuestas también para el
momento en que Cristo volverá: «nuestras almas, con nuestros
cuerpos que éstas recubrieron, irán por encima de las nubes al
encuentro de Cristo, sosteniendo sus lámparas […], como
estrellas que resplandecen el destello de su esplendor».54 Y en el
cielo, explica Procila al comentar el Cantar de los Cantares, Cristo
recibirá a sus prometidas: «¿La prometida no debe ser
inseparable de aquel que la ha buscado, y llevar su nombre? Pero
¿no debe encontrarse aún intacta e inmaculada, sellada como un
jardín de Dios donde crecen todas las plantas embalsamadas de
las delicias aromáticas del cielo, para que sólo Cristo penetre en
él a fin de cosechar esas flores provenientes de semillas
incorporales?».55
Los tres últimos discursos constituyen la cumbre del ascenso.
El más importante es el octavo, aquel de Tecla; se llevará, por lo
demás, lo mejor, a pesar de la excelencia de todos los demás. No
hay que olvidar que Tecla era celebrada como la compañera de
san Pablo, ni que las Acta Pauli et Theclae eran un texto al que se
referían regularmente los encratistas y todos aquellos de los
discípulos de Taciano que predicaban la abstención rigurosa de
toda relación sexual. El recurso al personaje de Tecla marca, en
Metodio, la voluntad de subrayar el carácter paulino de su
propósito, y de retomar esta figura de la primera virgen-mártir
en su elogio de la virginidad que no sea un precepto de una
continencia absoluta e incondicionada. Se trata en suma de dejar
a Tecla misma, modelo de las vírgenes cristianas invocada por el
encratismo, la preocupación de descubrir otro sentido a la
virginidad. En lo que respecta al hecho de que este discurso
«capital» en el sentido estricto sea el octavo, la razón es fácil de
determinar. La escatología de Metodio, en efecto, daba un
significado bastante particular a la cifra ocho. Apoyándose en los
siete días del Génesis, y en el calendario del Levítico, con los siete
días de fiesta del séptimo mes, cuya observación es una ley
permanente para todos los descendientes de Israel,59 Metodio
estimaba que el mundo debía durar siete milenios: los cinco
primeros eran aquellos de la sombra y de la Ley; el sexto, que
corresponde a la creación del hombre, era aquel de la venida de
Cristo; el séptimo aquel del Descanso, de la Resurrección y de la
eternidad.57 En octava posición el discurso de Tecla corona todos
los demás. Se encuentra como al final de los tiempos: descubre la
Eternidad. Es la culminación y el fundamento de todo lo que fue
dicho.
Él retoma, en términos más platónicos que nunca, la
descripción ya hecha del movimiento de las almas que, si saben
cuidarse de las inmundicias del mundo, ascienden hasta las
esferas de lo Incorruptible. Tecla evoca las alas de las almas que,
alimentadas de la savia de la pureza, «se vuelven más potentes»
y cuyo impulso es tanto más ligero «que han tomado el hábito día
tras día de volar lejos de las preocupaciones humanas».[58] Ella
evoca también a «aquellos que han perdido sus alas y tropezado
en los placeres» en que «se revuelcan»,59 incapaces de ningún
parto honorable. A las almas que ascienden, Tecla, como aquellas
que han hablado antes de ella, promete el acceso a la
incorruptibilidad: ellas alcanzan «en el más allá del otro mundo
de esta vida, ven de lejos lo que ninguna otra ha contemplado, las
praderas mismas de la inmortalidad; ¡deslumbrantes, las
bellezas de las que son ricas, las flores de las que están
repletas!».[60] Y en este movimiento efectúan esta semejanza a
Dios que la filosofía de inspiración platónica no dejaba de
prometer a las almas que se liberaban del mundo de las
apariencias. Metodio, dando a la virginidad este significado
amplísimo de una existencia purificada y «completamente en lo
alto»,61 ve aquí una equiparación a Dios. Parthenia = partheia.
Nada nuevo, pues, hasta aquí en el discurso de Tecla con
respecto a las oradoras precedentes, incluso si la insistencia
reiterada en los temas platónicos toma, en esta intervención más
decisiva que las demás, un valor completamente particular.62 Sin
embargo, una expresión debe ser retenida desde las primeras
líneas. Se trata de la comparación, que era corriente pero cuyo
uso filosófico era más estoico que platónico, de la vida con un
teatro. Pero mientras que esta metáfora banal servía para
designar en primer lugar las ilusiones fugitivas de la existencia o
el carácter de comedia de una vida en la que somos simples
actores cuyo papel está decidido de antemano,63 mientras que
Plotino evoca como un puro espectáculo de teatro, con cambios
de escenas y de vestuarios, gritos y lamentaciones, los asesinatos
y las guerras, mientras que él habla del mundo como de una
escena múltiple donde «el hombre exterior gime, se queja y
cumple su papel»,64 Metodio, por su parte, habla del drama de la
verdad:65 éste se libra en el ascenso hacia la realidad
incorruptible. De aquí son expulsados aquellos que permanecen
apegados al placer: toman parte hasta su término aquellos que
buscan por el contrario «los bienes de los cielos». La virginidad
es una condición, o más bien es, como forma general de
existencia, la condición para que este drama de la verdad sea
llevado hasta la Verdad misma. Antes que una comedia, es una
liturgia donde las almas que han «vivido como vírgenes
realmente fieles para Cristo» celebran su marcha hacia el cielo,
cantan «las palabras de acogida», y las «conducen» hasta las
praderas de la inmortalidad y les dan «el premio de su
victoria».66 Entonces, todo aquello que entreveían, como en
sueños, en forma de sombras, ahora lo ven, «bellezas
maravillosas, resplandecientes, bienaventuradas»:67 la Justicia
misma, la Continencia misma, el Amor mismo, y la Verdad y la
Sabiduría. En suma, el octavo discurso —discurso corifeo—
reitera el movimiento evocado por los discursos precedentes.
Pero mientras que éstos prometían la incorruptibilidad, la
inmortalidad, la felicidad eterna, lo que aquí se anuncia es la
verdad: las vírgenes penetran hasta los tesoros y Dios, a cambio,
las ilumina.
Así pues, es en este sentido como el discurso de Tecla culmina
todos los demás. Pero también los funda en el sentido de que el
tesoro de la verdad que va ahora a descubrir concierne a la
virginidad misma. Es así sin duda como hay que comprender los
dos desarrollos que constituyen el cuerpo del discurso de Tecla,
y cuya presencia, en este punto, puede asombrar: una exégesis
del Apocalipsis y de las consideraciones sobre el determinismo
astral. En un caso, se trata de volver a aferrar la virginidad desde
el punto de vista del fin de los tiempos y como forma de su
cumplimiento; en el otro, de volverla a aferrar desde la cima del
mundo y vista de algún modo a partir de las más altas esferas
celestes.
El pasaje del Apocalipsis, comentado por Tecla, es aquel que
describe «la gran señal aparecida en el Cielo»: la mujer encinta y
con dolores de parto, rodeada de soles, y el dragón que precipita
sobre la tierra una tercera parte de las estrellas. Una
interpretación sin duda tradicional debía ver en esto la
representación de la virgen, el nacimiento de Cristo, el combate
de la serpiente contra la mujer y la promesa de su derrota ante
Cristo.68 Metodio se opone duramente a esta exégesis.69 Hace
valer, contra ella, una imposibilidad textual: el Apocalipsis habla
del ascenso hacia el cielo, y por tanto lejos de los ataques de la
serpiente, del niño que nace de la mujer. Ahora bien, Cristo bajó
del cielo para combatir al Enemigo. También hace valer una regla
de método: el Apocalipsis es un texto profético, no hay que
relacionarlo con la Encarnación, la cual se produjo antes de que
fuera escrito. Por tanto, sólo puede concernir «al presente y al
futuro». En suma, Metodio sustituye la interpretación mediante
el descenso pasado del Espíritu por una interpretación mediante
el ascenso actual y futuro hacia Dios. De hecho, lo que propone
en boca de Tecla no es una exégesis original. Propone en efecto
ver en la mujer, ataviada como la novia a la que van a conducir
hasta la cama del rey, una imagen de la Iglesia: lo cual era un
tema corriente en el siglo III.70 El niño que nace de ella es
entonces el alma del cristiano, que viene a la vida espiritual
mediante el bautismo. Pero ¿por qué ese niño es representado
como un varón? Porque los cristianos forman «un pueblo de
hombres», porque han renunciado a las «pasiones afeminadas»,
porque se «virilizan mediante el fervor». Portan «la forma y la
semejanza del Verbo», el cristiano verdadero nace en calidad de
Cristo. Así pues, hay que descifrar este personaje de la mujer a
punto de dar a luz como una imagen de la fecundidad virginal de
la Iglesia pariendo almas cuyas virginidad es sellada por la señal
de Cristo.71
En cuanto al dragón, es, de manera muy evidente, a Satán a
quien hay que ver en él, Satán no el enemigo de Cristo, sino el
enemigo de las almas, que busca sorprenderlas. Las siete cabezas
que describe el Apocalipsis se oponen a las siete virtudes y los
diez cuernos atacan los diez mandamientos: cuernos afilados del
adulterio, de la mentira, de la avaricia, del robo, indica Metodio,
quien, por lo demás, no continúa la enumeración. Por tanto, no
hay que buscar, en este pasaje del Apocalipsis, la rememoración
de la victoria de Cristo, sino, según un desciframiento parenético,
una exhortación a la lucha: «No se asusten, pues, frente a los
obstáculos y las calumnias de la Bestia; equípense valientemente
para el combate, ejércitos del “casco de salvación”, con la
armadura y las polainas: ustedes le causarán un pavor
incalculable si se le enfrentan con mucha resolución y valentía, y
soltará patadas, cuando vea a sus enemigos puestos en fila de
batalla por aquel que es más Poderoso que ella».72
Vista desde el milenio, la edad de la virginidad es por tanto
aquella del ascenso de las almas hacia el cielo incorruptible. La
virginidad misma asume aquí dos aspectos: aquel de un
parentesco espiritual en el cual la Iglesia tiene un papel central,
virgen fecundada por el Señor, educa a almas vírgenes, que su
virginidad eleva al cielo; aquel de un combate espiritual en el que
el alma debe luchar contra los ataques incesantes del Enemigo.
Esta misma edad del mundo, el último desarrollo del discurso de
Tecla, permite verla desde una perspectiva de algún modo
espacial: desde lo alto del mundo y de su orden. De hecho,
Metodio plantea aquí una discusión cuyas estructuras y
elementos son claramente filosóficos. Se trata de rechazar la
opinión según la cual los astros fijarían el destino de los hombres.
Dejemos de lado el problema de saber lo que se comprometía en
este largo debate. Si éste tiene su lugar en
este Banquete consagrado a la virginidad es porque permite a
Metodio sostener que Dios no es responsable del mal, que él y
todos los seres celestes que permanecen bajo la ley de su gobierno
son «inalcanzables, y de lejos, por la perversidad y los
comportamientos terrestres», que la existencia de las leyes que
obligan y prohíben no es contradictoria (lo que sería el caso si el
destino estuviera sellado una vez por todas), que existe una
diferencia entre los justos y los injustos, «una brecha entre los
estropeados y los temperados», que «el bien es enemigo del mal,
y el mal diferente al bien»; que «la maldad es censurable» y que
«Dios atesora y glorifica la virtud». Todos estos principios son
recordados para que sea abierto un lugar, en el mundo en el que
estamos, a la libertad, cuya ausencia anularía todo valor a la
castidad: «Depende de nosotros cumplir el bien o el mal, y no de
los astros; ya que hay en nosotros dos movimientos: el deseo
natural de nuestra carne, y aquel de nuestra alma. Son diferentes;
de ahí los nombres que los designan: virtud por un lado,
perversidad por el otro».73 El parentesco espiritual y el combate
del que Tecla hablaba en un desarrollo anterior pueden marcar
sin duda ese tiempo de la virginidad, anunciado por la Escritura
y definido para el resto de los milenios, no deja menos lugar a la
libertad de los hombres y a la distinción, en términos de mérito,
entre aquellos que Dios salvará y aquellos que se perderán.
Las dos últimas oradoras de El Banquete constituyen el
acompañamiento de Tecla y de su gran discurso. La novena habla
el lenguaje de la parénesis: exhortación del alma a prepararse
para la fiesta que el séptimo milenio le promete. ¿Cómo
«adornarse con los frutos de la virtud?» ¿Cómo «proteger su
frente de los ramos de la pureza»? ¿Cómo «adornar su
tabernáculo»? Para responder a estas preguntas, Metodio se
refiere a un texto del Levítico.74 Tomar, en primer lugar, «bellos
frutos maduros»: se trata de aquellos que crecían ya en el paraíso
en el árbol de la vida y de los cuales se desvió el hombre, se trata
hoy de aquel «que es cultivado en el vergel del Evangelio».
Después, «los plumeros de la palma»: se trata, en efecto, de
purificar el espíritu, de quitar al alma el polvo de la pasión.
Después, ramas de sauce, que significan la justicia. Y por último,
ramas de agnus-castus, que simbolizan por supuesto la
castidad:75 coronamiento de todas las virtudes. Pero, indicación
importante, esta castidad no debe ser identificada con el celibato,
ya que puede ser practicada «por aquellos que viven castamente
con sus mujeres», si bien, no obstante, no alcanzan la punta ni
menos aún las ramas centrales del árbol como aquellos que están
obligados a una virginidad integral. No debe ser identificada,
tampoco, con el rechazo a la fornicación, ni con la abstención
pura y simple de las relaciones sexuales: la virginidad exige que
sean arrancados hasta los deseos y las codicias. La virginidad,
como virtud y cumbre de todas las virtudes, como preparación
para la terminación de los tiempos, debe ser no un rechazo del
cuerpo, sino un trabajo del alma sobre sí misma.
Por último, Domnina, la última que interviene, tiene a cargo
distinguir esta labor de la virginidad de las obligaciones
antecedentes que Dios había impuesto alternativamente a los
hombres. Ley del paraíso, simbolizada por la higuera, de la que
Adán se desvió. Ley de Noé, simbolizada por el viñedo, que
prometía al hombre el fin de sus desgracias y el regreso de la
alegría. Ley de Moisés, simbolizada por el olivo, cuyo aceite
enciende las lámparas. Ahora bien, de estas tres leyes sucesivas,
si el hombre se ha desviado, es porque Satán ha podido
circunvenirlo falsificando esos árboles y sus frutos. La virginidad
no podría por sí misma ser imitada, y Satán, por consiguiente, no
puede servirse de ella para triunfar sobre el hombre. Pero en este
discurso último se da un elemento importante: ocurre que la
virginidad no se distingue de las leyes de Adán, de Noé y de
Moisés, como una ley entre otras. No se trata de una ley. Y es a la
Ley en general, en la que la higuera, el viñedo y el olivo
representan tres de sus formas, que ella se opone. Por un lado la
Ley, por el otro la virginidad que le sucede.76Ahora bien, la idea
de que la virginidad tome el relevo de la ley es doblemente
importante. En primer lugar porque parece que, en la mística de
Metodio, la virginidad no es el objeto de una prescripción. Se
trata de un modo de relación entre Dios y el hombre, marca ese
momento en la historia del mundo y en el movimiento de la
salvación en el que Dios y su creatura ya no se comunican
mediante la Ley y la obediencia a la Ley, Por otra parte, porque
la virginidad no es simplemente una manera de someterse a lo
que fue ordenado: es un ejercicio del alma sobre sí misma,77 que
la transporta hasta la inmortalización del cuerpo.78 Relación del
alma consigo misma donde está en juego la vida sin fin del
cuerpo.
1
Volveremos más tarde a esta idea de que la virginidad de los menores tiene un valor
sacrificial para la adquisición de pecados por los padres.
2
Sobre el primer tema cf. Tertuliano, De virginibus velandis, XVI. Sobre el
segundo, Exhortatio ad castitatem, X.
3
Tertuliano, De virginibus velandis, XI.
4
Ibid., XIV-XV.
5
Tertuliano, Exhortatio ad castitatem, X.
6
Tertuliano, De virginibus velandis, X. Misma idea en Ad uxorem, I, 8 : «No codiciar
lo que se ignora, […] nada más fácil. La continencia es más gloriosa, ya que […] desdeña
lo que conoce por experiencia».
7
Tertuliano, De cultu feminarum [Del baño de las mujeres], I, 2.
8
Esto es particularmente sensible en el pasaje del De virginibus velandis, X, donde
Tertuliano critica todo lo que podría marcar en el exterior el estatuto de las mujeres
vírgenes, mientras que hay «tantos hombres vírgenes», tantos «eunucos voluntarios», y
que Dios no les ha concedido nada para honrarlos.
9
San Cipriano, De habitu virginum, 3.
10
Ibid., 24.
11
«Disciplina custos infirmitatis», Tito Livio, Historia de Roma, XXXIV, 9.
12
San Cipriano, De habitu virginum, 1.
13
Ibid., 3.
14
Ibid.
15
Ibid., 23.
16
Ibid., 22.
17
Ibid.
18
Ibid., 3.
19
Ibid., 21.
20
Ibid.
21
Ibid.
22
Ibid., 5.
23
«Continentia vero et pudicitia non in sola carnis integritate consistit, sed etiam
in cultus et ornatus honore pariter ac pudore» [«Pero el pudor no consiste únicamente
en la integridad de la carne; exige también la modestia del adorno y de las ropas», trad.
abad Thibaut], ibid.
24
Ibid., 17.
25
Ibid., 21.
26
Ibid., 22.
27
Ibid., 5.
28
Metodio de Olimpia, El Banquete, Primer discurso, I.
29
Ibid., II y III.
30
«Theion ektupôma biou», [ibid., IV].
31
«To ek tôn osteôn ostoun kai hê ek tês sarkos sarx […] hupo tou autou tekhnitou
dêmiourgêthôsi», ibid., Segundo discurso, I.
32
[Ibid., II]. Es interesante notar que el placer propio de la relación sexual se asocia,
como a su tipo, al sueño en el que Dios sumió a Adán, cuando, de una de sus costillas,
extrajo a Eva. Justificación escritural del goce.
33
Ibid., VI.
34
Cf. supra.
35
Por lo demás, es recibido por «un alboroto halagador», «todas las vírgenes aprobaban
su discurso» (Tercer discurso, VII) ; y Talía reconoce que «no podría reprocharse nada a
su exposición» (ibid., Tercer discurso, I).
36
«Admito el plano en el cual situaste tu exposición, Teófila […], sería imprudente
despreciar totalmente el texto tal como se presenta», ibid., II.
37
Ibid, I.
38
«Heterô diatagmati tous prôtous tês phuseôs analusê thesmous», ibid., Tercer
discurso, II.
39
Era la interpretación original.
40
Ibid., VII.
41
«To noêton kai makarion sperma», Tercer discurso, VIII.
42
Nótense las expresiones como: «Ho Khristos kenôsas heauton», o: «proskollêtheis
tê heautou gunaiki».
43
Esta última expresión se encuentra en San Pablo, Epístola a los corintios, 4, 15.
44
Metodio de Olimpia, El Banquete, Tercer discurso, VIII.
45
Ibid., XIV.
46
«Hê eis ton paradeison apokatastasis», Cuarto discurso, II.
47
Ibid.
48
«Diapherontôs askein», ibid., VI.
49
Ibid., Quinto discurso, III.
50
Ibid., IV.
51
Metodio emplea el término eukhê (ibid.), pero no es cierto que se refiera a un voto
institucional y ritualizado.
52
Ibid., IV.
53
[Ibid., Sexto discurso, I].
54
Ibid., IV.
55
Ibid., Séptimo discurso, I.
56
Este pasaje del Levítico, 23, 39-43, es citado en el Noveno discurso de El Banquete.
57
Encontramos en El Banquete bastantes otros elementos que recuerdan el valor del
número ocho. Por ejemplo en el Himno final, los siete ejemplos de pureza que uno
encuentra en la Escritura, a los cuales se agrega el martirio de Tecla misma.
58
[Ibid., Octavo discurso, I].
59
[Ibid., II].
60
[Ibid.].
61
«Koruphaiotaton […] epitêdeuma», I.
62
De un modo general, Metodio, en sus demás obras, reivindica un platonismo
auténtico en contra de las tendencias inspiradas de Platón (cf. J. Pargès, Les Idées
morales et religieuses de Méthode d’Olympe, París, 1929).
63
Cf. Epicteto, Manual, 17 : «Recuerda que eres actor de un drama que el autor quiere
así»; Marco Aurelio, Meditaciones, XII, 36. Cf. también Cicerón, De finibus, III, 20.
64
Plotino, Eneadas, III, 2, 15.
65
«To drama tês alêtheias», Metodio de Olimpia, El Banquete, Octavo discurso, I.
La expresión vuelve en los capítulos siguientes del mismo discurso.
66
Nótense los términos: parapempein, ta nikêtêria, tois anthesi stephtheisai(ibid.,
II).
67
Ibid., III.
68
Sobre la importancia de no interpretar mediante el pasado las figuras que anuncian
(como lo hacen los judíos), véanse el primero y el segundo capítulos del Noveno discurso.
69
El término de «buscapleitos», «pendenciero», que él emplea para designar a los
defensores de la interpretación que él rechaza, indica la existencia de una discusión sobre
el sentido de este texto del Apocalipsis.
70
La exégesis cristiana había transpuesto el tema hebraico de la Alianza de Dios con
su pueblo en una relación entre Cristo y la Iglesia. San Hipólito y Orígenes habían hecho
así de la Iglesia la esposa de Cristo.
71
Orígenes veía a la esposa de Cristo una vez en la Iglesia, otras veces en el alma del
cristiano. Parece que Metodio quisiera subrayar por el contrario que la Iglesia, novia y
templo de Dios, es una «potencia en sí, distinta de sus hijos» y que el alma no puede nacer
cristiana más que por el poder de su mediación y de su maternidad. Sobre estos debates
eclesiológicos, cf. F.-X. Arnold.
72
Metodio de Olimpia, El Banquete, Octavo discurso, XII.
73
Ibid., XVII.
74
Levítico, 23, 39-43.
75
En griego el juego de palabras es agninos — hagneia.
76
«Hê parthenia diadexamenê ton nomon», Metodio de Olimpia, El Banquete,
Décimo discurso, I.
77
«Hê ergazomenê tên psukhên askêsis», ibid., VI.
78
«Hê athanatopoios tôn sômatôn hêmôn hagneia», ibid.
1
Justino, Primera apología, 29, 1.
2
«Hêmin metron epithumias hê paidopoiia».
3
«Ho gar deuteros [gamos] euprepês esti moikheia».
4
«[…] mekhri kai tôn tês psukhês hêdeôn». Todos estos textos se encuentran en
la Supplicatio pro Christianis, cap. 33. En su artículo «Ehezweck und zweite Ehe bei
Athenagoras» (Theologische Quartalschrift, 1929, pp. 85-110), K. Von Preysing insiste
en la similitud entre las fórmulas de Atenágoras y las posiciones teóricas o las actitudes
de Marco Aurelio.
5
K. Von Preysing concluye así su artículo: «Wir hoffen dargetan zu haben, dass die
zwei Anschauungen des Athenagoras in Bezug auf die Ehe nicht aus der christlichen
Umwelt, jedenfalls nicht aus ihr in erster Linie stammen. Stoïsche Beeinflüssung in
Bezug auf beide Ansichten dürfte wohl anzunehmen sein» [«Esperamos haber mostrado
que las dos concepciones del matrionio desarrolladas por Atenágoras no provienen del
mundo cristiano, en todo caso no en primer lugar. Tanto para una como para otra, hay que
suponer sin duda una influencia estoica»], ibid., p. 110.
6
Cf. igualmente Justino, Primera apología, XV, sobre la condena de aquellos que
codician una mujer o tienen la intención de cometer adulterio.
*1
[Tapuscrito: el nacimiento como razón de ser del deseo.]
7
El Pedagogo corresponde a esta tekhnê peri bion [técnica de existencia] de la que
se dice que es la sabiduría en cuanto vigilia del rebaño humano (II, II, 25, 3).
8
«Idias leitourgias kai diakonias», Clemente de Alejandría, Los Estromata, III, XII.
9
[Nota vacía.]
10
Clemente de Alejandría, El Pedagogo, I, II, 4, 1.
11
Es la hipótesis que presenta H.-I. Marrou, como nota de este pasaje de El
Pedagogo (I, XIII, 102, 4-103, 2) en la edición de las Sources chrétiennes (París, 1960),
pp. 294-295.
12
«La puesta en práctica sin deficiencias de las enseñanzas del Logos, aquello que
precisamente hemos llamado la fe», El Pedagogo, I, XIII, 102, 4.
13
Esta cohesión entre los kathekonta, los katorthomata y el valor salvador de los actos
aparece claramente en formulaciones como: «to mentoi tês theosebeias katorthôma
di’ergôn to kathêkon ektelei» (ibid., I, XIII, 102, 3 [«El acto virtuoso, inspirado por la
religión, realiza por tanto el deber a través de los actos», trad. M. Harl]); o también:
«kathêkon de akolouthon en biô theô kai Khristô boulêma hen, katorthoumenon aidiô
zôê» ([«El deber, por consiguiente, es tener una voluntad unida a Dios y a Cristo, lo que
es un acto recto para la vida eterna», trad. M. Harl], ibid., I, XIII, 102, 4).
14
Ibid., II, X, 90, 3, y Musonio Rufo, Reliquiae, XIV, [10-11], p. 71 (ed. Hense).
15
Ibid., II, X, 92, 2, y Musonio Rufo, ibid., XII, [3-4], p. 64.
16
Ibid., II, X, 97, 2, y Musonio Rufo, ibid., XII, [15-16], p. 63.
17
Ibid., II, X, 100, 1, y Musonio Rufo, ibid., XII, [1-2], p. 65.
18
Demócrito y Heráclito son citados una vez; Crisipo bajo el nombre de los «estoicos»
en general. Platón lo es más, sin contar numerosas citas implícitas.
19
Sobre la distinción de las dos enseñanzas: Clemente de Alejandría, El Pedagogo, I, VII,
60, 2. Sobre su continuidad, ibid., I, X, 95, 1, y sobre todo I, XI, 96, 3 («Era por el intermediario de Moises
como el Logos era el Pedgagoo») y 97, 1.
20
Diocles, Del régimen, en Oribasio, Collection médicale. Livres incertains, ed.
Daremberg, t. III, p. 144.
21
Esta lista se encuentra en Hipócrates, Epidemias, VI, VI, 2. Existen también otros
tipos de cuadro.
22
F. Quatember, Die christliche Lebenshaltung des Klemens von Alexandrien nach
dem Pädagogus, Viena, 1946.
23
Clemente de Alejandría, El Pedagogo, II, X, 83, 3, a 88, 3.
24
Ibid., II, X, 89, 1, à 97, 3.
25
Sobre el tema de que el Logos preside al orden del mundo y a aquel de los cuerpos
y del alma, cf. ibid., I, II, 6, 5-6.
26
«Zêtoumen de ei gamêteon», Clemente de Alejandría, Los Estromata, II, XXIII,
137, 3.
27
«[…] sunodos andros kai gunaikos hê prôtê kata nomon epi gnêsiôn teknôn
spora», ibid., II, XXIII, 137, 1.
28
Ibid., II, XXIII, 143, 1.
29
Ibid.
30
Ibid., II, XXIII, 143, 2.
[Pasaje tachado por Foucault en el tapuscrito: «Y según un enfoque de tipo
*2