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Introducción
"El Estado ha muerto; viva el Estado." Bien podían haber sido éstas las palabras del vencedor de
Pavón, luego de que su triunfo produjera el derrumbe de la Confederación Argentina y despejara
el camino para la definitiva organización nacional sobre las bases impuestas por Buenos Aires. La
promesa cierta de un futuro de abundancia y progreso hacía auspicioso el comienzo de este nuevo
experimento de construcción del Estado nacional. Mantener y extender el movimiento iniciado
desde Buenos Aires —la "revolución liberal"— requería la centralización e institucionalización del
poder estatal en el nuevo gobierno nacional surgido después de Pavón. Era preciso ordenarse para
ordenar; regularizar el funcionamiento de los instrumentos de dominación que harían posible el
sometimiento de los diversos planos de interacción social a las exigencias de un sistema de
producción que se insinuaba con fuerza avasalladora. El triunfo de Pavón creaba una situación sin
precedentes en la historia institucional del país. A partir de entonces, la lucha política se entabló
desde posiciones diferentes. De un conflicto "horizontal", entre pares (v.g. lucha entre caudillos —
como en la larga etapa de la anarquía— o entre bloques formados por efímeras alianzas —como
ocurriera durante los enfrentamientos entre la Confederación Argentina y el Estado de Buenos
Aires—), se pasó a una confrontación "vertical", entre desiguales. Toda movilización de fuerzas
contrarias al orden establecido por los vencedores sería calificada, de ahí en más, como
"levantamiento" o "rebelión interior. un Estado que se erigía como forma dominante de
integración social y política, como instancia que abarcaba y coronaba esa organización
segmentaria de la sociedad civil, una alianza de sectores sociales con aspiraciones hegemónicas
pretendía resolver definitivamente un pleito de medio siglo asumiendo por la fuerza el control
político del país.
Convengamos que el centro de la escena política fue ocupado por una coalición de fracciones de
una burguesía en formación, implantada fundamentalmente en las actividades mercantiles y
agroexportadoras que conformaban la todavía rústica aunque pujante economía bonaerense.
Al integrar en sus filas sectores sociales tan variados, distaba mucho de ser una coalición fuerte o
estable. Sus latentes diferencias internas, que pronto comenzarían a manifestarse, no eran menos
profundas que las que la enfrentaban al pacto confederal. De aquí que el liderazgo inicial de
Buenos Aires pronto se diluiría en un complejo proceso de recomposición de la coalición
dominante, cuyos rasgos esenciales serían el descrédito y posterior crisis de su núcleo liberal
nacionalista 3 y el ensanchamiento de sus bases sociales a través de la gradual incorporación de
las burguesías regionales. Transcurrirían todavía dieciocho años hasta que se consolidara un
"pacto de dominación" relativamente estable. A lo largo de ese período, también se irían
consolidando los atributos materiales del Estado, es decir, un sistema institucional con alcances
nacionales.
2- Penetración Cooptativa: refiere a la captación de apoyos entre los sectores dominantes locales
y gobiernos provinciales, a través de alianzas y coaliciones basadas en compromisos y prestaciones
recíprocas tendientes a preservar y consolidar el sistema de dominación impuesto en el orden
nacional. La esencia de este mecanismo remite a las reglas más elementales del juego político:
debilitar al adversario y reforzar las propias bases sociales de apoyo. Sin embargo, su aparente
simplicidad no debe ocultar dos importantes consideraciones: 1) la estrecha relación entre
cooptación y otras formas de penetración estatal, que en experiencias históricas concretas se
reforzaban o cancelaban mutuamente; y 2) la variedad de tácticas y recursos puestos en juego,
cuyo examen puede iluminar algunos aspectos todavía no suficientemente aclarados del proceso
de constitución de la dominación estatal. Ciertas formas de cooptación ya habían sido ensayadas
por Buenos Aires durante los años de virtual secesión de la Confederación Argentina. Luego de los
sucesos del 11 de setiembre de 1852, origen del separatismo porteño, el gobierno de Buenos Aires
dictó una ley autorizando al Poder Ejecutivo a efectuar los gastos necesarios para el envío y
desempeño de una misión a las provincias del interior —confiada al general José María Paz— "con
el objeto de promover los intereses comunes de todo género y de fortificar las relaciones
recíprocas". Aunque el objetivo inmediato de la misión —desbaratar las tratativas de Urquiza de
reunir un Congreso Constituyente— resultó un fracaso, la iniciativa marcó el comienzo de una
serie de acciones destinadas a convertir a Buenos Aires en el núcleo de la organización nacional.
A pesar de que Urquiza impuso un estilo presidencial fuerte, su poder efectivo radicaba en los
recursos de la provincia federalizada (su natal Entre Ríos) y en relaciones personales con caudillos
locales, resabio de la tradición rosista, cuyo apoyo lejos de ser incondicional debía ser objeto de
negociación permanente. Como fundamental factor de cohesión política, Urquiza representó la
continuidad de una práctica de dominación personalista que al no contar con el sustento de una
alianza política estable ni haber impuesto la estructura formal de la constitución, fue incapaz de
oponer una resistencia eficaz a la acción disolvente de Buenos Aires. Su gobierno, así como el de
su sucesor, Derqui, demostraron la incapacidad de la Confederación para subsistir sin la provincia
porteña. Para ser viable, el Estado nacional debía contar con una clase social capaz de articular la
economía a nivel nacional y desequilibrar la correlación de fuerzas políticas a nivel regional. Las
provincias no podían ser ignoradas en su fundamental papel constitutivo de uno de los poderes
del Estado. La constitución de 1853, que creó el mecanismo del Senado, convirtió a este órgano en
"la verdadera llave maestra del sistema político”.
Desde el punto de vista de la modalidad que aquí nos preocupa, se trataba de incorporar a los
sectores dominantes del interior, no tanto como representantes de intereses regionales o locales
sino más bien como componentes de un nuevo pacto de dominación a nivel nacional. En medio de
gobiernos locales recelosos y a menudo alzados, por un lado, y la poderosa provincia porteña no
resignada a perder sus privilegios, por otro, el Estado nacional jugó sus cartas a dos puntas: a
veces, usando la fuerza y los recursos de Buenos Aires para someter a las provincias interiores;
otras, valiéndose de pactos y coaliciones con las burguesías provinciales, para contrarrestar la
influencia ejercida sobre el gobierno nacional por la burguesía porteña. Además de la represión
abierta, utilizada extensamente sobre todo durante las presidencias de Mitre y Sarmiento, el
Estado fue afirmando sus bases sociales de apoyo a través del empleo relativamente discrecional
de ciertos mecanismos de cooptación. Uno de ellos fue el otorgamiento de subvenciones a las
provincias. Mientras en tiempos de la Confederación éstas debían contribuir, magramente por
cierto, al sostenimiento del gobierno nacional, la situación se invirtió a partir del gobierno de
Mitre. En principio, se estableció una distinción entre "auxilios" y "subsidios", es decir, entre
contribuciones extraordinarias motivadas por acontecimientos que amenazaban la viabilidad
financiera de una provincia y aportes ordinarios destinados a contribuir a su sostenimiento. En
1862 se adoptó, como norma de alcance general, acordar a cada provincia la suma de 1000 pesos
fuertes mensuales, sin perjuicio de "auxiliar" adicionalmente a algunas de ellas. Se señalaba
explícitamente que las provincias que tenían mayor población, también obtenían generalmente
mayores recursos, por lo que resultaba equitativo fijar un subsidio uniforme.
Durante el período 1862-76, especialmente a través de la creación de nutridos contingentes de
funcionarios nacionales y provinciales, de profesores y maestros —en colegios llamados
precisamente "nacionales" por ser pagados por el Estado— de miembros de las fuerzas armadas,
del poder judicial, etc. Señala este autor que los ocupantes de estos nuevos cargos se convirtieron
en pilares de la estabilidad política de un interior donde los "dostores" desplazaban
definitivamente a los militares y caudillos. Hasta 1862, la presencia del Estado nacional en las
provincias se limitaba prácticamente a las aduanas y receptorías existentes en diversos puntos
fronterizos y a las oficinas de rentas que funcionaban vinculadas al tráfico aduanero. Sólo 15 años
después, una elevadísima proporción del personal civil y militar del gobierno nacional se hallaba
radicado o se desempeñaba en forma itinerante en el interior del país.
El empleo de la fuerza armada, la suspensión de subvenciones de la provincia insurrecta, la
retirada estratégica del interventor para no legitimar con su presencia elecciones indeseables para
el gobierno nacional, el pedido de auxilio o de no intervención a gobiernos de provincias vecinas,
la amenaza de sanciones a provincias aliadas a movimientos insurrectos operantes en otras que
demandaban la intervención, fueron algunos de los medios de que se valió el gobierno nacional
para hacer más efectiva la gestión de los comisionados federales. El Estado nacional pudo
desarrollar y poner a punto un instrumento invalorable, que allanaría el camino al régimen
oligárquico instaurado en el 80, arrasando con los residuos federalistas que aún se oponían a su
pretensión de concentrar y centralizar el poder político. La intervención federal no fue un
mecanismo destinado únicamente a restablecer el orden o "asegurar la forma republicana de
gobierno", como lo quería la Constitución. Su utilización selectiva apuntó más bien a la
conformación de un sistema político en el que los "partidos" provinciales dominantes se
someterían a las orientaciones fijadas desde el gobierno nacional. Por eso, un análisis de la
penetración cooptativa no puede dejar de considerar el carácter y el papel jugado por los partidos
en esta singular etapa. Para ser estrictos, sería erróneo calificar como partidos a inmensa variedad
de tendencias, facciones y agrupamientos escasamente orgánicos a través de los que se expresó la
actividad política desde la independencia hasta las últimas décadas del siglo pasado. Durante este
extenso periodo, el término “partido” se utilizó en el sentido de “parcialidad”, de corriente
aglutinadora de intereses relativamente inmediatos y coyunturales de un segmento de la
sociedad, antes que en su moderno sentido corporativo. La historiografía liberal nos propone sin
embargo tajantes antagonismos, reduciendo el complejo y cambiante escenario de la política a
partidos opuestos: unitarios y federales, "chupandinos" y "pandilleros", nacionalistas y
autonomistas. Por cierto, más allá de las efímeras facciones que permanentemente alteraban ese
escenario, persistieron ciertas visiones doctrinarias (v.g. federalismo, liberalismo) que sirvieron
como símbolo de identificación antes que como efectiva guía para la acción o base para la
conformación de un mecanismo partidario. No puede decirse, en tal sentido, que haya existido un
partido unitario de Rivadavia. Ni que el federalismo de Rosas haya sido mucho más que una
bandera ideológica, por lo demás frecuentemente desconocida en los hechos por los propios
federales. Refiriéndose a estos primitivos "partidos" (federal y unitario) surgidos durante el
anárquico período posterior a las luchas independentistas, D'Amico señala: "...esas
denominaciones que habían existido como calificativos de partidos, después se convirtieron en
denominaciones caprichosas, porque ni los unos querían Id federación de los Estados Unidos, ni
los otros el sistema unitario de gobierno. Esa división era enteramente personal: amigos y
enemigos de Rosas".
3- Penetración material: Bajo esta denominación incluiré aquellas formas de avance del Estado
nacional sobre el interior, expresadas en obras, servicios, regulaciones y recompensas destinados
fundamentalmente a incorporar las actividades productivas desarrolladas a lo largo del territorio
nacional al circuito dinámico de la economía pampeana. Esta incorporación producía dos tipos de
consecuencias: 1) ampliaba el mercado nacional, multiplicando así las oportunidades y el volumen
de los negocios; y 2) extendía la base social de la alianza que sustentaba al nuevo Estado, al
suscitar el apoyo de los sectores económicos del interior beneficiados por dicha incorporación. La
penetración del Estado se hacía efectiva en la medida en que los recursos movilizados permitían la
articulación de actividades e intereses, conformando nuevas modalidades de relación social. ¿Pero
en qué circunstancias y a través de qué mecanismos se manifestaba su presencia? Plantear el
tema de la presencia material del Estado nacional en la sociedad, en un período histórico como el
considerado, exige incorporar al análisis la dimensión física o geográfica que enmarcaba y
constreñía la vida de esa comunidad. El "país" o territorio heredado de la colonia luego de las
luchas independentistas no coincidía con el espacio de la soberanía, fuera ésta nacional o
provincial. Ni siquiera con el que quedara conformado luego de las secesiones del Paraguay, el
Alto Perú y la Banda Oriental. Entre la Provincia y el Desierto comenzaron a surgir, junto con su
gradual poblamiento, estados intermedios que la Constitución Nacional denominó "territorios", y
que por coincidir con espacios prácticamente inexplorados e inhabitados, no sujetos al dominio de
gobierno local alguno, quedaron subordinados a la jurisdicción nacional. En el interior, las
producciones locales no consumidas dentro del ámbito geográfico inmediato, eran
dificultosamente derivadas hacia los mercados a los que permitían acceder las antiguas y precarias
rutas coloniales. La circulación había adquirido así un característico sentido centrífugo, orientada
hacia mercados que luego de la independencia pasarían a estar localizados fuera del territorio
nacional (especialmente en Chile y Bolivia). A su vez, la producción del Litoral pampeano fue
acentuando su orientación hacia mercados ultramarinos, dada la privilegiada posición de sus
puertos, la fecundidad de sus tierras y la creciente demanda para sus productos desde el exterior.
No es un accidente histórico que el proceso de organización nacional comenzara a transitar
terrenos más firmes recién al promediar el siglo, precisamente cuando la distancia entre el país
posible y la cruda manifestación de su atraso material se hizo más patética. La organización
nacional no podía apelar únicamente a argumentos ideológicos. Si bien la gesta independentista
arraigó sentimientos de nacionalidad, al mismo tiempo exaltó un férreo localismo que se
constituyó en importante escollo para el afianzamiento de un orden nacional. Tampoco era
posible construir la unidad nacional mediante el solo recurso de las armas, como lo demostraban
los largos años de guerras civiles. Los vínculos materiales sobre los que se asienta una comunidad
nacional eran todavía débiles, y esa debilidad era en gran parte resultado de carencias notables.
Hemos visto que la formación de un mercado nacional, o más genéricamente, de una economía de
mercado, exige como condición necesaria la convergencia y ensamble de los clásicos factores de la
producción. Aunque el país era pródigo en tierras, su ocupación efectiva y puesta en producción
exigía trabajo y capitales. No fue casual que el verbo "poblar" se hiciera sinónimo de "gobernar",
en más que un sentido simbólico. De nada servían las tierras ociosas; nada podía hacerse con ellas
si no se contaba con fuerza de trabajo capaz de incorporarlas a la producción. Es preciso además
que el interés sea materializable. Generalmente, obstáculos o carencias dificultan su concreción
por la sola acción de los actores interesados, y crean la necesidad de superarlos. Para que
"alguien" esté dispuesto a satisfacer esa necesidad, debe a su vez tener un interés, basado quizás
en la oportunidad que crea la necesidad de su contraparte, de la que también pueda derivar algún
beneficio. Y así sucesivamente. Los "multiplicadores", "eslabonamientos" o "círculos virtuosos" no
son otra cosa, entonces, que descriptores de estos procesos de encadenamiento —y expansión—
de la actividad social. Ciertamente, estos procesos no se verificaron exclusivamente en la época
histórica que estamos considerando. Más genéricamente, son propios de formaciones sociales
capitalistas basadas en la acumulación, la propiedad privada y el beneficio individual.
¿En qué sentido fue el Estado argentino un factor de articulación social? Aunque la pregunta
remite a la esencia, a la definición misma, del concepto de Estado, lo que aquí interesa es
establecer las modalidades específicas de esa articulación. Es indudable que a partir de 1862, el
Estado nacional tuvo un papel preponderante en la creación de oportunidades, la generación de
intereses y la satisfacción de necesidades que beneficiaron a regiones, sectores y grupos sociales
cada vez más amplios. Pero el hecho saliente es que estas formas de intervención penetraban
efectivamente la sociedad, convirtiendo al Estado en un factor constituyente de la misma y a su
acción en un prerrequisito de su mutua reproducción. Es decir, este aspecto de la actividad estatal
sirvió no solamente para unir las piezas sueltas de una sociedad nacional aún en ciernes, sino
además para establecer una vinculación efectiva entre esa sociedad y el Estado que la articulaba.
Como en definitiva constituirse en instancia de articulación de relaciones sociales es la razón de
ser del Estado, esta forma de intervención tendía a afirmar su legitimación y viabilidad
institucional. O sea, el reconocimiento social de su indispensabilidad, y el suministro de los apoyos
y recursos necesarios, para reproducir el patrón de relaciones que su propia intervención
conformaba. La penetración material comparte con la cooptativa y la ideológica un común
fundamento consensual, aun cuando este consenso tiene en cada caso referentes distintos: el
interés material, el afán de poder o la convicción ideológica. En cambio, la penetración represiva
implica la aplicación de violencia física o amenaza de coerción, tendientes a lograr el acatamiento
a la voluntad de quien la ejerce y a suprimir toda eventual resistencia a su autoridad. El
mantenimiento del orden social se sustenta aquí en el control de la violencia, a diferencia de lo
que ocurre con las otras formas de penetración, en que el orden se conforma y reproduce a partir
de "contraprestaciones" o beneficios que crean vínculos de solidaridad entre las partes que
concurren a la relación, consolidando intereses comunes y bases de posibles alianzas. La
penetración cooptativa intenta ganar adeptos a través de la promesa o efectiva concesión de
alguna suerte de beneficio conducente a incorporar nuevos grupos o sectores a la coalición
dominante. La penetración ideológica reviste la represión desnuda o los intereses individuales de
un barniz legitimante, tendiente a convertir la dominación en hegemonía, el beneficio particular
en interés general. Claro está que estos beneficios y contraprestaciones, en tanto están dirigidos a
ciertos sectores de la sociedad, implican a menudo privilegios que, por oposición, condenan a
otros sectores indirectamente perjudicados a una existencia económica, cultural o políticamente
marginal. Por eso la represión y las formas más consensuales de penetración son procesos
simultáneos: ganar aliados da lugar muchas veces a ganar también enemigos, y el "progreso" en el
que se enrolan los unos exige el "orden" que debe imponerse sobre los otros. El revisionismo
histórico argentino se ha preocupado a menudo de reivindicar sectores, actividades o regiones
que fueron desplazados por el incesante desarrollo de las fuerzas productivas que acompañó el
avance del capitalismo, y que el concurso del Estado contribuyó a materializar. La nostálgica
evocación del boyero, del rústico tejedor, del indio de la toldería, del gaucho errante, en fin, de
esa extensa galería humana que tipificó en la conciencia de las "clases acomodadas" la barbarie y
el atraso, no pasa sin embargo de ser un ejercicio sensiblero y en buena medida estéril. resulta útil
para comprender la dinámica del proceso que transformó a esa sociedad, creando redes de
relación, homogeneizando intereses, originando nuevos sectores de actividad, relegando a otros,
constituyendo, en fin, las bases materiales de una nación, un sistema de dominación y un nuevo
modo de producción. Este es, en esencia, el sentido que tuvieron las formas de penetración estatal
que denomino materiales, y que junto a la represión, la cooptación y la manipulación ideológica
contribuyeron a crear un nuevo orden. No obstante, soy consciente de que esta abstracta
observación deja pendiente un análisis más minucioso del funcionamiento de este mecanismo de
penetración. El desorden era también visto como producto de la miseria y, si el progreso requería
orden, también el orden requería progreso. Es decir, el progreso era un factor legitimante del
orden, por lo que la acción del Estado debía anticiparse a resolver un amplio espectro de
necesidades insatisfechas que "agitaban los espíritus" y amenazaban destruir una unidad tan
duramente conseguida. las condiciones creadas por el nuevo proceso institucionalizador
produjeron una intensa movilización de empresarios, profesionales, intermediarios políticos (o
"influyentes") y unidades estatales, dispuestos a explorar y explotar las oportunidades creadas por
el propio proceso, poniendo en juego todos sus recursos. Desde el punto de vista de la acción
estatal, esto supuso echar mano a diversos mecanismos: 1) la provisión de medios financieros y
técnicos para la ejecución de obras o el suministro de servicios; 2) el dictado de reglamentos que
introdujeran regularidad y previsibilidad en las relaciones de producción e intercambio; 3) la
concesión de beneficios y privilegios para el desarrollo de actividades lucrativas por parte de
empresarios privados; y 4) el acuerdo de garantías —tanto a empresarios como a usuarios— sobre
la rentabilidad de los negocios emprendidos con el patrocinio estatal, la ejecución de las obras y la
efectiva prestación de los servicios. En general, y sobre todo antes de que comenzaran a afluir los
empréstitos directos al gobierno nacional, los recursos financieros movilizados por el Estado se
orientaron hacia la ejecución de pequeñas obras de infraestructura y el establecimiento de ciertos
servicios regulares. Durante la presidencia de Mitre se suscribieron numerosos contratos con
empresarios privados para la construcción de caminos, la erección de puentes, el transporte de
correspondencia, la mensura de tierras, etc. Cuando los recursos financieros y técnicos de que
podía disponer el Estado resultaban insuficientes para encarar ciertos proyectos; o cuando la
iniciativa privada descubría nuevas áreas de actividad económica potencialmente lucrativas, se
apelaba habitualmente al mecanismo de la concesión estatal para la disposición de bienes o la
explotación de servicios. Por ejemplo, el impacto del ferrocarril fue desigual, jugando en el Litoral
un rol articulador que contrasta con el disímil papel cumplido en el interior. Los ferrocarriles
crearon, sin duda, un mercado interno nacional, pero sobre todo posibilitaron la explotación de la
Pampa húmeda, generaron un alza inédita en el precio de la tierra y contribuyeron, de este modo,
a la consolidación de los terratenientes pampeanos como clase hegemónica. 79 Desde esta
perspectiva más matizada, es evidente que los juicios contemporáneos sobre el "entreguismo" y
los "vendepatrias" —que, sin duda, también existieron— pasan por alto tanto los factores
contextuales y circunstanciales que restringían la capacidad de acción de los agentes estatales,
como la complejidad de los intereses mediatos e inmediatos que intervenían en sus decisiones.
Sobre todo, la urgencia de acelerar la formación de un mercado nacional y hacer sentir, en ese
mismo proceso, la presencia articuladora del Estado. Quisiera destacar, finalmente, que una
importante consecuencia de estas modalidades de penetración del Estado fue el papel —directo o
indirecto— que comenzó a cumplir como empleador de fuerza de trabajo y formador de un
extenso sector de contratistas e intermediarios. En el primer aspecto, no me refiero solamente al
personal directamente empleado por el Estado, sino además al constituido por asalariados y
trabajadores no permanentes indirectamente retribuidos mediante fondos públicos. Es decir, me
refiero a la capacidad del Estado para generar socialmente nuevas oportunidades de trabajo
asalariado, extendiendo así las relaciones de producción capitalistas. Aunque trasponga un par de
años el período examinado en este trabajo, quisiera hilvanar algunas circunstancias y datos sueltos
observables a comienzos de la década del 80, que permiten inferir la extraordinaria importancia
que parece haber tenido este desconocido aspecto de la acción del Estado. En el mensaje de
apertura de sesiones del Congreso de 1883, el presidente Roca indicaba que en la construcción de
diez ferrocarriles nacionales, provinciales y particulares (en última instancia garantizados por el
Estado) se empleaban 14.500 obreros. Este número proporciona una pauta importante para
evaluar el considerable peso que tenía, dentro de la fuerza de trabajo total, el personal empleado
por contratistas del Estado en las innumerables obras financiadas por los gobiernos nacional y
provinciales.
CRISTALIZACIONES INSTITUCIONALES
Como contrapartida de estos avances sobre la sociedad civil, en el ámbito del propio Estado
nacional también comenzaban a producirse cambios notables. Su aparato burocrático y
normativo, correlato manifiesto de la dominación estatal, experimentaba permanentes
transformaciones que no hacían sino marcar el ritmo y el carácter que adquiría su intervención
social. La descentralización del control, condición inseparable de la centralización del poder,
implicaba diferenciar organismos, especializar funciones, desagregar y operacionalizar definiciones
normativas abstractas, sin perder de vista la necesidad de coordinar e integrar la actividad
desplegada por un sistema institucional crecientemente complejo. Estas cristalizaciones de la
penetración estatal no eran más que momentos en el proceso de adquisición de uno de los
atributos esenciales de la estatidad: la emergencia de un conjunto funcionalmente diferenciado de
instituciones públicas relativamente autónomas respecto de la sociedad civil, con cierto grado de
profesionalización de sus funcionarios y de control centralizado sobre sus actividades. La
precariedad de este aparato al comenzar el gobierno de Mitre contrasta con la relativa
consolidación alcanzada sólo dos décadas más tarde, cuando cuerpos de ejército se hallaban
distribuidos a todo lo largo del país y efectivos de la armada y prefectura patrullaban costas y ríos
interiores; colegios nacionales, escuelas normales y numerosas escuelas primarias estatales
funcionaban en capitales de provincia, territorios y colonias; más de 400 oficinas postales y más de
100 de telégrafo se habían instalado en todo el país, además de sucursales del Banco Nacional,
tribunales de la justicia federal, delegaciones de la policía federal y médicos nacionales de sanidad;
vastos territorios eran atravesados por ferrocarriles del Estado, que previsiblemente alcanzaban
los puntos más extremos del país. El Estado nacional se había convertido en el núcleo irradiador de
medios de comunicación, regulación y articulación social, cuya difusión tentacular facilitaba las
transacciones económicas, la movilidad e instalación de la fuerza de trabajo, el desplazamiento de
las fuerzas represivas y la internalización de una conciencia nacional. El aparato institucional que
surgía en esos primeros años era, esencialmente, un aparato militar. La burocracia estatal estaba
constituida principalmente por los organismos castrenses, que empleaban alrededor de del total
de personal a cargo del Estado nacional. Fuera de un reducido conjunto de organismos
centralizados en Buenos Aires, el gobierno sólo contaba con un ramillete de pequeñas unidades
administrativas esparcidas a lo largo de las fronteras y en las principales poblaciones del interior,
heredadas en su mayoría de la Confederación. La vastedad de los territorios a controlar con
personal y recursos nunca suficientes, así como las enormes distancias y dificultades de
comunicación con la administración central, determinaron que la inserción de esas unidades en el
medio local estuviera signada por lealtades contradictorias. Una integración poco conflictiva exigía
por lo general una alta dosis de "flexibilidad" en la aplicación de las disposiciones legales y
reglamentarias establecidas por las autoridades centrales, lo cual podía significar desde la
aceptación de alteraciones de hecho en la observancia de los procedimientos administrativos,
hasta la venalidad, el cohecho y otras formas de corrupción frecuentemente denunciadas por la
prensa y los propios informes oficiales. Estas observaciones ilustran una singular etapa de
transición entre la burocracia colonial y e] modelo institucional que comenzaría a delinearse a
partir de la década del 80. En verdad, la herencia institucional de la Colonia influyó en muy escasa
medida sobre las características que desde un comienzo fue adquiriendo el aparato burocrático
del Estado argentino, a diferencia de lo ocurrido en países como Brasil, Perú o México. Fue más
bien a nivel provincial donde esa herencia definió con mayor fuerza el perfil institucional de sus
gobiernos. En un país nuevo, sin tradición cultural propia, que rechazaba la arcaica cultura colonial
legada por una España decadente, 99 la clase dirigente argentina miró hacia Europa y los Estados
Unidos, adoptando sus modelos de organización social y funcionamiento institucional.
Constitución norteamericana, prácticas presupuestarias francesas, organización administrativa y
comercial inglesas, fueron sólo algunas de las múltiples manifestaciones de esta mímesis. En cierto
modo, el aparato burocrático que se concibe e intenta desarrollar en la primera etapa de la
organización nacional definitiva, constituye un armazón formal que sólo muy gradualmente irá
adquiriendo contenido.
Los gobiernos provinciales pronto perderían a manos del Estado nacional el poder de reunir
ejércitos, emitir moneda, decretar el estado de sitio, administrar justicia en ciertos fueros o
instancias o recaudar determinados gravámenes. Su intervención se concentraría en asegurar el
normal desenvolvimiento de las relaciones sociales en el ámbito local de la producción y el
intercambio, fundamentalmente mediante el disciplinamiento de la fuerza de trabajo (educación,
justicia, cárceles) y la provisión de algunos servicios. Cabe reiterar que esta nueva división social
del trabajo no sólo tuvo características cambiantes durante los dieciocho años que estamos
analizando, sino también manifestaciones diferentes a nivel de las diversas instancias (nación,
provincias, instituciones civiles) en que se distribuía la actividad social.
RELACIÓN NACIÓN-PROVINCIAS
Hemos visto que las diferentes formas de penetración estatal produjeron sustanciales cambios en
el carácter de las relaciones Estado-sociedad. Por una parte, la creciente apropiación por el Estado
de nuevos ámbitos operativos y su activo involucramiento en la resolución de las dos cuestiones
centrales que dominaban la agenda de una sociedad que se constituía paralelamente, dieron lugar
a una nueva división social del trabajo. Por otra parte, el Estado se fue haciendo visible a través de
un aparato burocrático y normativo crecientemente especializado, en el que se condensaban y
cristalizaban los atributos de la "estatidad". En mi cierto sentido, el proceso de formación del
Estado implicó la gradual sustitución del marco institucional provincial como principal eje
articulador de relaciones sociales. Parte de este mismo proceso fue la transformación de diversos
sectores dominantes del interior en integrantes de una coalición dominante a nivel nacional. Sin
embargo, a pesar de que esto dio lugar a que las bases del poder político tendieran a perder su
estrecha asociación con la dominación local, la provincia continuó siendo —al menos hasta 1880—
el otro término de la contradicción que planteaba la existencia de un Estado nacional. Esta
circunstancia justifica el empleo de categorías "institucionales" —como "la provincia"— en lugar
de categorías que aluden a "fuerzas sociales". Más que los partidos, que en el limitado juego
político de la época cumplían muy parcialmente el papel de mecanismos de representación de las
distintas fracciones burguesas, fueron los gobiernos provinciales los que continuaron siendo los
interlocutores políticos del Estado nacional y el ámbito en el que se gestaron las alianzas,
oposiciones y conflictos en torno a la organización nacional. Por lo tanto, el carácter que asumió la
relación entre el Estado y los diversos sectores de la incipiente burguesía no puede desconocer el
papel intermediador de la instancia provincial. El proceso de legitimación del Estado implicó
centralmente la cooptación y continuado apoyo de estas fracciones, a través de una acción
diversificada que tendió a promover sus intereses. La alianza inicial se vio así crecientemente
engrosada por sectores dominantes del interior que descubrían que a través de su participación en
las decisiones y la gestión estatal, podían incorporarse ventajosamente al circuito dinámico de la
economía pampeana. La relación nación-provincias sufrió así diversas vicisitudes en función de las
resistencias y apoyos que el proyecto liberal, encarnado en el Estado, halló tanto en las provincias
que habían pertenecido a la Confederación como en la propia Buenos Aires. Pero resistió todo
intento del gobierno nacional de coartar su autonomía y atribuciones, en tanto su pérdida suponía
reducir o poner en peligro los recursos que sus sectores dominantes podían manejar en su
exclusivo beneficio desde el gobierno provincial. Por más decisiva que fuera la influencia que
ejercieran en el gobierno nacional, el suyo era un poder que en esta instancia compartían con las
burguesías del interior. Por eso es importante sustraerse a la visión maniquea que considera al
sistema de dominación surgido de Pavón como simple prolongación de la burguesía porteña en el
Estado.