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YEHÛḎĀH

Faltaba aproximadamente una hora para que saliera el sol del primer día de la semana,
Yehûḏāh se encontraba amarrando su cinto a una rama gruesa del sicomoro, con tal
fuerza que no se fuera a desatar con el peso de su cuerpo, cuando este pendiera de el en
forma oscilatoria; en ese momento recordó que hacía cuatro años muchas personas
hubieran apostado que el sería nombrado por el praefectus Pilatus en un cargo
importante, tal vez como recaudador de impuestos o como encargado de llevar las
cuentas del tesoro.

Cuando cumplió los 18 años Yehûḏāh viajo a Grecia con el fin de aprender en el Liceo, ahí
fue formado de la mano del mismo Andronico de Rodas, quien era sucesor de Teofrasto
quien a su vez era sucesor de Aristoteles. En el Liceo Yehûḏāh entendió claramente que el
mundo que él veía con sus ojos y que llamaba realidad no era tal, que no existe un mundo
lleno de dioses que gobierna al mundo de los humanos, pero lo que realmente cambio su
joven mente de judío fue el concepto de buscar la verdad en su propia experiencia y no en
la que estaba escrita en la Torah o lo que le decían los rabinos y sanedrines.

Yehûḏāh antes de salir de Judea ya colocaba en dudas varias de las enseñanzas de los
rabinos, hacía mucho tiempo no respetaba el día de reposo y consideraba la Torah como
un libro de cuentos divertidos. La idea de ir a estudiar a Grecia le llego cuando tenía 15
años en un momento en el cual veía que sus compañeros se daban a los placeres del vino
y de las mujeres y que él era poseso de una fuerza extraña que los apartaran de aquellos
encantos, a pesar que él los deseara en su corazón. Caminaba una y otra vez por los
prostíbulos y se aferraba a la imagen de aquellas mujeres para luego autocomplacerse en
las noches con ese efímero recuerdo.

En alguna ocasión una de esas mujeres, que ofrecían su cuerpo licenciosamente, le dijo:
oye tú, ¿Cuánto tienes en tu talega?, lo que tengas dámelo y yo te doy a cambio el sabor
de lo que deseas. Yehûḏāh no tenía ni una sola dracma, pero se juró que de grande iba a
ser poseedor de grandes cantidades; de camino a casa comenzó a soñar con su fortuna y
entre sueño y sueño comenzó a pensar en la forma en que podría saber cuánto tenia, para
estar al tanto de quién era más rico y servirle y quien más pobre que él y despreciarle, y
tuvo un “eureka” en ese momento: para conseguir dinero hay que saber contar dinero,
esa es la clave para ser muy rico, en ese momento tomo la decisión que algún día se iría a
Grecia a aprender matemáticas con los grandes.

Cuando llego a Atenas Yehûḏāh se sintió solo, sin el amparo de su madre y de su abuela
que durante 18 años lo habían mantenido, era raro ver gente con otra forma de vestir y de
hablar, le parecía que el mundo se le abría a su pies y al mismo tiempo se sentía tan
pequeño que en cualquier momento podía sucumbir a un pisotazo cual cucaracha.

Entro por la puerta de Dypilon, camino en línea recta hasta el Agora, prefirió no entrar y
la circundo se embebió mirando el Erecteíon y de allí diviso la grandeza de Acropolis.
Pregunto por aquí y por allá en donde quedaba el templo de Apolos Licio en donde bien
sabía que podía encontrar al gran Andronico de Rodas, los atenienses tenían mucho recelo
con los judíos, por lo tanto cuando él se acercaba ellos le miraban con desprecio,
ignoraban su pregunta y seguían caminando como si nada, un fenicio le hizo una broma y
lo envió por medios de señas hasta la colina de las Ninfas; cuando llego se sintió timado,
con un dolor profundo y con unas inmensas ganas de soltarse en llanto: extrañaba a su
madre, extrañaba a Jerusalem, extrañaba la comida, extrañaba el cielo; sentía que dentro
de él se había desgarrado algo ese algo que todos los viajeros, los errantes, los vagabundo,
los exiliados pierden y que se puede notar en la mirada del que llega sin saber dónde
llego; un algo en lo más profundo del ser que una vez que se sale de casa se pierde y
queda irremediablemente perdido, el gran castigo que se le había dado al hombre por su
pecado en el huerto del edén era haber perdido su hogar, era perder para siempre esa
parte de sí.

Camino un tiempo más con desesperanza, abandonado de todo y de si, intento


preguntarle a dos o tres personas más y no le dieron respuesta, solo un mendigo le dio
indicaciones precisas del lugar en el cual se encontraba Liceo, la primera lección que
aprendió Yehudah en Atenas es que el que no tiene nada que perder es el que más te
puede dar.

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