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Universidad Pontificia Bolivariana.

Escuela de Teología, Filosofía y humanidades. Programa de Teología.


Teólogos del siglo XX
Juan Sebastián Ocampo Murillo.
Segunda entrega de Rosino Gibelini, La teología del siglo XX
Ya se ha visto en la primera entrega que hubo varios movimientos intelectuales al interior de la
teología que fueron contestatarios con algunos de los postulados del paradigma liberal de mediados
del siglo XIX. Por una parte, personajes como Karl Barth, de una forma neoconservadora,
propugnaron por volver a lo esencial, es decir, a la palabra revelada y acogida por los hombres que,
en sus limitaciones racionales, se asieron frente a ella; por otro lado, la escuela de la historia de las
religiones pretendía darle una revisión histórica y sociológica a la Sagrada Escritura, que había sido
dada por Dios a hombres de carne y hueso en un contexto material determinado.
En este contexto, el psiquiatra Dietrich Bonhoeffer desarrolló su reflexión teológica, por un lado,
negaba las interpretaciones historicistas de personas como Troeltsh, pero, a su vez, tampoco
congeniaba con postulados que objetualizaban la Palabra como los de Barth. Para Bonhoeffer:
La iglesia es a un tiempo esencial y visible: la iglesia esencial no existe si no es
empíricamente; la iglesia es querida por Dios y, consiguientemente, es un fenómeno
espiritual; pero, a la vez, está contaminada de carnalidad histórica y, por consiguiente, es
un fenómeno sociológico; la iglesia esfreiwillige Kirche, iglesia de voluntades libres que
confiesan la fe; pero a la vez es Volkskirche, iglesia del pueblo y de la masa; la iglesia no es
sólo «Sanctorum Communio en forma pura»3 , sino también «iglesia "visible", comunión de
hombres en carne y cuerpo» . Retomando libremente la fórmula hegeliana de las Lecciones
sobre filosofía de la religión, Bonhoeffer define en varias ocasiones a la iglesia como «Cristo
existiendo como comunidad». Para Bonhoeffer, la realidad empírica y sociológica de la
iglesia no es descriptible con las categorías de sociedad e institución (como sucede en la
eclesiología católica), sino sólo con las de comunidad y comunión: «la iglesia es estructura
comunitaria sui generis, comunión del Espíritu, comunión de amor» (p.118)
Para este teólogo, la revelación es algo que acaece, es un acto de Dios que se inserta en la historia,
pero no de una manera actualista como lo pensaban la ortodoxia protestante y católica (un acto que
pasaba de una vez y por todas), sino, más bien, como algo que supera al individuo y que lo liga a la
Iglesia como comunidad. La revelación -según esto-, es algo acaecido que sigue sobreviniendo. No
es acto o ser, es acto y ser. Una de las preguntas que el germano atañó a la del sentido histórico de la
Iglesia, fue la de la naturaleza de Cristo. Ya no de la misma forma que lso antiguos sobre la conjunción
de lo divino y lo carnal, o la de los modernos sobre el Jesús histórico, más bien, fue una pregunta del
papel de Cristo en la historia de la Iglesia: «La comprensión de su presencia abre la comprensión de
su persona (…) Aquel que está presente en la Palabra, en el sacramento y en la comunidad de los
fieles está en el centro de la existencia humana, de la historia y de la naturaleza. El estar-en-el-centro
pertenece a la estructura de su persona» (p.119). El ser de Cristo, ontológicamente hablando, no solo
de forma óntica, es el ser por mí por nosotros, que está presente como palabra, como sacramento y
como comunidad. Cristo se sitúa en el centro de la existencia humana, pues se ubica entre el hombre
viejo y el hombre nuevo; éste ofrece al hombre la justificación: Cristo se yergue en el centro de la
historia, pues su lugar está entre la promesa y el cumplimiento; en Él la historia realiza su sentido y
alcanza la plenitud; Cristo se levanta en el centro de la creación, entre la naturaleza esclavizada y la
liberación.
En los albores del estallido de la guerra, Bonhoeffer propone en su obra Ética (1939) una postura
militante en contra de poderes aversivos a la humanidad e ideologías de odio:
actus directus y actus reflexus: el actus directus es la fe y la vida; el actus reflexus es el
pensamiento y la reflexión. La teología como actus reflexus presupone y remite al actus
directus de la fe y de la vida. Según una formulación de Resistencia y sumisión, el
pensamiento deberá ponerse cada vez más al servicio de la acción. La teología de Bonhoeffer
es más una teología ética que una teología dogmática (p.120).
De acuerdo con este autor, la concepción ética del cristiano no se debe guiar por un canon de normas
preestablecido que hay que cumplir, tampoco a juicios vacuos que permitan dirimir de forma
mecanicista “esto es malo, esto es bueno”, muy por el contrario, una postura ética implica develar
qué quiere Dios que se cumpla en la historia, cuál es su voluntad: “La ética de los principios es
abstracta y sin relación con la realidad: fija de una vez por todas lo que está bien y lo que está mal; la
ética que guía a los cristianos es concreta y se pregunta por el mandamiento concreto de Dios «hoy»,
«aquí», «entre nosotros», «para nosotros» (son formulaciones recurrentes en la problemática
bonhoefferiana)” (p.121). Evidentemente, no tiene que ver con una ética racionalista kantiana o una
ética metafísica basada en la Ley natural. La aplicación ética en un mundo cada vez más secular se
vio reflejada en estos puntos:
1) Ética como configuración: Cristo no ofreció un tratado ético de normas para obedecer
ciegamente y estructurar el mundo a partir de este, el Señor configura a la Iglesia y a los
cristianos como humanidad nueva, para que a través de ellos advenga la configuración del
mundo con Cristo.
2) Dialéctica de lo último/penúltimo: La ética cristiana no parte de principios, sino de la Palabra
como un hecho insuperable que rompe con el pasado. La palabra es la realidad última. Por
otra parte, la realidad penúltima es la vida concreta material del hombre que ha sido salvada
por Cristo. Esta corresponde a los valores de la humanidad y las cosas existentes en la historia.
La ética debe plantear una relación articulada entre lo último y lo penúltimo. No puede haber
una vida abandonada de Dios y abocada al mundo, ni tampoco el radicalismo de negar la
subjetividad universal de la historia del hombre.
3) Los mandatos: la ética concreta no se pregunta por principios y normas, sino que plantea la
pregunta sobre la voluntad de Dios, obedeciendo el mandato divino en la realidad histórica.
El principio ético prohíbe; el mandamiento de Dios permite vivir como hombres delante de
Dios, por cuanto que «ordena la libertad» (p.123). Por tanto, la ética cristiana no separa ni
contrapone el mundo secular del mundo sagrado, pues identifica a Dios en su operatividad
en ambas realidades: «En Cristo, Dios ha amado al mundo y lo ha reconciliado consigo: he
ahí el mensaje central del Nuevo Testamento» (p.124). Los mandatos se representan en cómo,
durante el accionar contingente del hombre, se cumplen los mandamientos inmutables dados
por Dios.
4) La vida ética como responsabilidad: «En Jesucristo, la realidad de Dios ha entrado en la
realidad del mundo» (p.125). El vínculo con Dios y con el hombre asume la forma de la
representación y de la conformidad con la realidad. Aun el sujeto más aislado, que no tenga
particulares responsabilidades para con otro o para con una comunidad o grupo, vive su vida
como hombre y, por tanto, en representación (Stellvertretung) del ser-hombre, de la
humanidad. Pero la representación alcanza su máxima intensidad en Cristo, que, como hijo
de Dios, se hace hombre para vivir la representación de la humanidad.
Ahora bien, una teología en el mundo secular implica dos asuntos, entender, en primer lugar, una
dinámica jurídica y, en segundo, una cultural. Secularización, en el primer aspecto fue la reducción
del accionar de los eclesiásticos en el mundo civil, lo que conllevó a una ruptura con la unidad original
del mundo medieval (véase guerras de religión, paz de Westfalia de 1648, etc.); en el segundo aspecto,
secularización hace referencia a una emancipación del conocimiento de la influencia de la Iglesia,
pero, a su vez, también se refiere al papel que ha tenido la Iglesia en la construcción del mundo civil,
en palabras de Ernst Troeltsh: «Los cristianos deben aprender a considerarlo [el mundo moderno]
como nacido precisamente del cristianismo y amamantado por él; y sus enemigos deben darse cuenta
de que, aunque sea posible prescindir del cristianismo en momentos puntuales, no es posible dejarlo
al margen de la totalidad (inexistente) del mundo moderno» (p.134).
Frente a este mundo secular, Friedrich Gogarten, heredero de la escuela dialéctica, presenta una
postura de reacción frente al liberalismo occidental:
«[...] toda forma de vida asociada de los hombres, desde el estado hasta la iglesia, desde la
escuela hasta la familia, que antes tenía un valor absolutamente indudable, hoy se ve
sacudida desde sus mismos cimientos»; e introducía la distinción entre «comunidad de tipo
individualista» (Gemeinschaft) y «comunidad de tipo comunitario» (Gemeinde). En la
primera, el yo no conoce el límite insuperable del tú, sino que, abriéndose al otro, quiere
remontarse al Yo puro, y con ello disuelve todo tú en el Yo: es el planteamiento del
individualismo típico del mundo moderno, que ha encontrado expresión política y cultural
en el liberalismo, y fundamentación filosófica en el idealismo alemán; la «comunidad de tipo
comunitario» (Gemeinde), en cambio, reconoce que el yo no es la única realidad, sino que
el mundo está escindido entre el yo y el tú; de ahí la necesidad de un tercer elemento capaz
de obrar una mediación: «Y este tercer elemento sólo puede ser algo tan libre de la
subjetividad y de la individualidad, como lo es precisamente la autoridad» (p. 137)
En la segunda etapa de Gogarten, este apela a señalar que la secularización no es algo en esencia
malo, pues este acompaña al espíritu del cristianismo. El hombre ha sido justificado por Cristo, Dios
le entrega al mundo para que disponga y lo administre de manera responsable. Dios justifica al
hombre solo por la fe que implica acoger la salvación, las obras, es decir, la ley, no es necesaria,
aunque hay una filiación entre las obras y la fe. En otras palabras, la secularización implica un obrar
responsable del hombre. Otro de los puntos fuertes de la teología de la secularización de este autor es
que se opone a dos corrientes previas de la historia de las religiones; para los antiguos filósofos como
Platón, el mundo es Dios y Dios es el mundo, el logos estructura al mundo que, en igual medida,
aprisiona al hombre, por otro lado, la postura gnóstica representa una aversión hacia el mundo y una
negación de la materia, según Gogarten, Dios es Dios y el mundo es el mundo, es mundano, terrenal:
«Esto significa que el mundo, en cualesquiera circunstancias y en todos sus aspectos, es y sigue siendo
lo que es: mundo» (p.142). El hombre no depende del mundo, según esto, sino que puede disponer
de él libremente.
Otra postura que intenta narrar la experiencia del mundo moderno fue la del católico Romano
Guardini que publicó en 1950 El fin de la época moderna. Allá este ítalo-alemán mostró cómo, desde
el fin de la Edad Media, la naturaleza ya no era percibida como creación de Dios, sino como
subjetividad que podía ser utilizada en favor del hombre y para el beneplácito de sus fines. Sin
embargo, y va esto muy en consonancia con Adorno y Horkheimer, que habían publicado La
dialéctica de la Ilustración en 1948, en donde se sugería que, después de los desastrosos eventos de
la Segunda Guerra Mundial, la naturaleza ya no era percibida como algo sublime y armónico, sino
como algo que se puede tornar antagónico para el hombre, y el individuo, que era el gran triunfo de
la modernidad, podía sucumbir ante el anonimato de la masa.
Ya enfrentados a una realidad secularizada, algunos teólogos protestantes como William Hamilton
llegaron a revisitar la obra de personajes como Nietzsche, que en 1884, en su obra La gaya ciencia
criticó al cristianismo por lo que él llamaba tener “moral de esclavo”: Sobre el aforismo de la muerte
de Dios, aduce Hamilton:
«Que Dios no existe y que no ha existido jamás. Esta es la postura del ateísmo tradicional»;
b) la segunda: «Que antaño existía un Dios, y que adorarlo, glorificarlo y creer en él no sólo
era posible, sino incluso necesario; pero que hoy ese Dios ya no existe. Ésta es la postura de
la muerte de Dios o de la teología radical» (p. 156).
Por otro lado, desde finales del siglo XIX el catolicismo había perdido todo lo que le quedaba de
poder temporal, ya ni Estados Pontificios existía, y la infalibilidad papal parecía más una pataleta de
un grupo de reaccionarios que se estaba ahogando ante el inminente avance de la industria y el mundo
urbano. Frente a esto, los teólogos de mediados del siglo XX se ocuparon de buscar en las raíces qué
se le podía comunicar al mundo moderno, por ejemplo Karl Rahner em 1954 publicó Significado
teológico de la posición del cristiano en el mundo moderno. Allí sugería que el cristianismo no debía
buscar hacerse con una mímesis teocrática de la Edad Media, más bien, debía cumplir una labor de
diáspora: «La cristiandad ya está esparcida por todo el mundo (si bien con diversa intensidad, según
las zonas), y en todas partes se encuentra en el mismo estadio de "diáspora"» (p.158). A la par, ad-
portas del Concilio, en 1962, Marie Dominique-Chenu adujo: «Fundar una iglesia no es, ante todo,
dotarse de cuadros y de medios temporales influyentes, cuando no poderosos; es dar testimonio de la
palabra de Dios en el amor fraterno» (p.159).
Resulta bastante interesante la manera en la que la teología cristiana se inmiscuyó dentro del mundo
secular, del cual intentó decir algunas palabras para propugnar por una convivencia sana y
humanizante. El teólogo evangélico Jürgen Miltmann acuñó el término “teología política”:
«[La teología política] afronta el mundo secular con dos ideas-guía: a) el reconocimiento
de la radical mundanidad del mundo no es otra cosa que la toma de conciencia de su
historicidad [...]; b) al reconocimiento de la historicidad del mundo va asociado el moderno
primado de la praxis con respecto al conocimiento. La praxis moral y política verifica las
teorías y solicita otras nuevas. [...] Por esta razón, la teología, en las condiciones del mundo
moderno, no puede ser mera teoría, sino que debe hacerse teoría práctica. Ésta es
necesariamente "teología política"» (p.163).
En el mundo católico se venían presentando algunas particularidades desde mediados del siglo XIX.
Se intentó retornar a la escolástica y a apreciaciones autoritarias sobre los dogmas y las Escrituras
Sagradas. Adalides de este movimiento de reacción como León XIII, socavaron un conjunto de
lecturas como prohibidas y propensas de alejar al hombre de Dios. En este contexto, el francés Alfred
Loisy, que había sido castigado arrancándole algunos cursos de Sagrada Escritura en la universidad,
dio una respuesta muy lúcida al historiador de la religión A. Harnack, del que se habló en la primera
entrega. Hay que recordar que, para este alemán, el dogma era solo una helenización del contenido
de los Evangelios, por lo tanto, había que retornar hacia la esencia, el ser mismo del cristianismo. Sin
embargo, Loisy respondió a Harnack arguyendo que el mensaje transmitido por la Palabra se presenta
en una realidad histórica que hay que desentrañar, no es una concepción abstracta. Para el francés,
“La iglesia es vista en continuidad con el evangelio, del que es su desarrollo histórico; sin la iglesia,
el evangelio no sería predicado ni seguiría estando presente en la historia; la iglesia es el evangelio
en la historia; ella lo ha interpretado y adaptado a los diversos pueblos en las cambiantes condiciones
de la historia” (p.168).
Me resultó inquietante las preguntas que realizó Maurice Blondel, que desarrolló su obra entre 1898
y 1899. En un mundo cada vez más anónimo, donde los procesos industriales habían socavado a la
vida misma, las explicaciones materialistas se habían erigido como únicas posibilidades para realizar
aserciones sobre el papel social e histórico del hombre. Este determinismo científico resulta un tanto
problemático, pues, a pesar de presentarse a sí mismo con asepsia, está plagado de ideología y ha
servido para legitimar cosas crueles como sistemas económicos y políticos impíoss y aberrantes a la
razón universal y a la dignidad humana. Blondel se preguntó sobre el papel que cumple la revelación
sobrenatural en un mundo que se siente victoriosamente secular; señaló algunos puntos:
A. La insuficiencia del orden natural, entendido como el orden que se despliega de la acción del
hombre.
B. La necesidad de un orden sobrenatural, entendido como el orden de lo Absoluto , de lo divino,
de lo trascendente, que es lo único que puede consumar la acción humana
C. La impracticabilidad de una vía de acceso a lo sobrenatural, declarado necesario, y la
invitación a intentar la vía de la experiencia de la fe cristiana, que conoce un orden
sobrenatural teológicamente definido e históricamente ofrecido como don.
Según lo anterior, la experiencia del ser humano no se agota en lo individual y en una acción que no
repercute a su medio, más bien, su ámbito experiencial sobrenatural se ubica en el otro como su otro
yo que es manifestación de Dios. La voluntad de la acción no se agota en la acción misma, sino que
solo es realizada en la trascendencia: «Es legítimo considerar estos dogmas [los dogmas cristianos],
no ya como indudablemente revelados en el primer momento, sino como reveladores; es decir,
confrontarlos con las profundas exigencias de la voluntad y descubrir en ellos, si se encuentra, la
imagen de nuestras necesidades reales y la respuesta esperada» (p.173). En concordancia con lo
anterior, la historia sagrada, la de la salvación, se debe guardar de ser solo metafísica y de legitimar
únicamente su existencia a partir de rasgos extrínsecos como los milagros, así como también debe
guardarse de relegar el análisis a factores netamente historicistas. En otras palabras, una historia de
Iglesia debe develar al ser del hombre en consonancia con el ser de Dios, que es lo universal de lo
particular, en el trasegar mutable de la historia no-sagrada.

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