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Capítulo 4. Evolucionando bajo el peso de la cruz


“Nos reímos de los pobres egipcios que hacían nacer a sus dioses de los huertos o jardines, pero tratamos con
seriedad y respeto a los que sacan a su Dios de la panadería. ¿Cabe mucha diferencia entre divinizar una lechuga y
adorar un disco de migajón?”
Manuel Gonzáles Prada, escritor peruano (1844-1918)

Las nociones sobre lo que está bien y lo que está mal son diferentes en cada grupo humano. Por ejemplo, a
muchas personas el homosexualismo les parece repulsivo; pero era normal en la antigua Grecia. Costumbres aún
más extrañas abundan en otras culturas: los esquimales no ven nada de malo en compartir el lecho de su mujer1
con el huésped de la casa, pero para la mayoría de nosotros eso es impensable. En muchas tribus los restos huma-
nos se tratan de una forma que a nuestros ojos resulta una grave falta de respeto para con el muerto, como la mo-
mificación o el canibalismo, pero que en esa cultura son todo lo contrario2. La diversidad cultural de nuestra espe-
cie se debe a que los grupos humanos se separaron geográficamente y sus sociedades evolucionaron por caminos
distintos, provocando “especies”, es decir, culturas diferentes. Es algo análogo a la aparición de nuevas especies a
partir de una sola debido al aislamiento geográfico, aunque aquí lo que evoluciona no es un sistema biológico sino
el sistema que permite mantener unida a una sociedad.

Los cambios que han llegado con la era científica han hecho mella en nuestro sistema social: la ciencia me-
joró formidablemente la tecnología, la tecnología trajo la abundancia, la abundancia el consumismo y el consu-
mismo trajo unos publicistas que han descubierto que la mejor manera de hacer que las personas consuman sus
productos es estimulando su naturaleza humana. El concepto de pecado es uno de los mecanismos que ha surgido
para cohesionar nuestra sociedad y su finalidad es opuesta: reprimir la naturaleza humana. En una sociedad cohe-
sionada por el concepto de pecado, exhortar al pecado es exhortar a problemas sociales; y eso es justo lo que ha-
cen los anuncios publicitarios. El consumismo se aprovecha de nuestras “debilidades” y no es extraño que los
publicistas nos exhorten a la lujuria, la gula, la ostentación y la avaricia en sus anuncios comerciales. Todo esto es
muy confuso para la psicología del individuo: por un lado se le alienta a pecar y por otro se le obliga a preservar
las costumbres tradicionales. Agreguemos factores como el exceso de información que hay a nuestro alrededor,
los celulares y otras tecnologías que nos impiden la privacidad, la enajenación provocada por la TV y las compu-
tadoras y tantas otras cosas a las que nos hemos tenido que adaptar en las últimas décadas. El resultado es una
sociedad en completo desequilibrio con los mecanismos que la cohesionan.

En éste capítulo se exponen algunos de los puntos de conflicto debidos al choque entre nuestra sociedad
tecnológica y el intento por preservar las tradiciones.

1
Hay algo de práctico en eso: ahí hay mucho frío. ¿Quizá fueron el clima y la selección natural factores importantes en
el origen de esa costumbre?
2
En algunos lugares el canibalismo se practica de manera ritual. No necesariamente el canibalismo consiste en darse
“un festín” con carne humana. Por ejemplo, puede consistir en beber algún líquido extraído durante un proceso de momifica-
ción o la sangre de una persona viva. Tales actos se consideran como una comunión, como una forma de hacer que parte de la
esencia de otra persona viva en uno. En la simbología del ritual cristiano de la comunión hay algo de esto cuando la hostia se
convierte en “el cuerpo y la sangre de Cristo” y luego es comida por los asistentes al ritual.

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¿Por qué somos creyentes?
“La mente humana trata a una idea nueva del mismo modo que el cuerpo a una proteína extraña: la rechaza”.
Sir Peter Brian Medawar, científico británico de origen brasileño ganador del Nobel de Medicina (1915-1987).

La vida no es fácil y tenemos que tener razones para seguir haciendo lo que hacemos. No sólo tenemos que
hallar razones para contener impulsos primitivos como tomar lo que deseamos por la fuerza, pelearnos por tener
derechos sobre una pareja y, en general, respetar los derechos de los demás; también tenemos que hacer cosas
contrarias a nuestra naturaleza, como trabajar de una manera ardua, a veces monótona y siempre bajo presión. La
mayor parte de las cosas que hacemos todos los días implican un gran esfuerzo y la motivación que nos impulsa a
diario son nuestras creencias. Además, nuestro comportamiento hacia otras personas e incluso las decisiones que
tomamos sobre nosotros mismos también se basan en ellas, nos dan fuerzas para seguir cumpliendo nuestro rol
social y nos dan un medio para distinguir entre lo que es bueno y lo que es malo. Es casi imposible para cualquier
ser humano ser parte de una sociedad basada en creencias sin tener creencias. Esta imposibilidad de vivir sin
creencias se agrava en momentos de crisis: si somos más o menos afortunados, necesitamos un poco de las creen-
cias; pero si somos desgraciados la dependencia hacia ellas toma un tinte mucho más radical pues las hemos esta-
do usando durante mucho tiempo para hacer nuestra existencia soportable. Es natural que cuando nos enfrentamos
a la posibilidad de que alguna de ellas esté errada reaccionemos de manera adversa. Es demasiado lo que sentimos
que perderíamos: nuestra vida esta basada en ellas.

Además de ayudarnos a sentirnos bien y ser felices, nuestras creencias nos ofrecen un universo donde las
cosas no están determinadas por el azar. Es agradable creer que fuerzas de la naturaleza y la sociedad tienden a
ayudar al justo y a perjudicar al injusto. Nuestras creencias nos dan un medio para hacer entendible todo aquello
que no podemos entender y nos dan la cómoda posibilidad de echarle la culpa a “el mal” de todas las desgracias e
injusticias que ocurren. Nos proporcionan un universo mucho más agradable que aquel en donde las fuerzas de la
naturaleza ignoran nuestra existencia y lo único que determina nuestro destino son los pequeños cambios que
como individuos podemos producir en nuestro entorno. Pero sobre todo, la gente sigue sus creencias porque busca
la felicidad y le han hecho creer que sin creencias bien definidas tal cosa es imposible. Nada más falso. Es cierto
que las personas que tienen un sistema de creencias son felices, pero ¿los son porque sus creencias son las correc-
tas? Es cierto que en las familias donde la religión se lleva con rectitud suele haber más armonía que en las fami-
lias donde cada quien vive por su lado y que las personas que se dedican a la religión suelen estar en paz consigo
mismas y proyectar tranquilidad hacia quienes les rodean. Pero la felicidad del creyente no se debe a ninguna de
las cosas que cree. Los grupos religiosos son muy unidos y la seguridad que proporcionan es en gran medida la
responsable de la felicidad de quienes los conforman. En esos grupos las creencias se refuerzan a si mismas ya
que pertenecer a un grupo en donde todos creen los mismo refuerza la convicción de que lo que se cree es verdad.
Además, seguir un sistema de creencias, cualquiera que éste sea, proporciona un fin a la vida y fuerza para afron-
tar las adversidades. Cosas más filosóficas como la congruencia de la postura ante lo que es bueno y lo que es
malo o la vida después de la muerte son factores con poca o nula importancia en la felicidad de un creyente. Y si
el personaje del que hablamos es una persona dedicada a la vida religiosa resulta que además tiene asegurado el
sustento de por vida con el simple trabajo de dedicarse a hacer las cosas que cree que están bien. No está inmerso
en la estresante maquinaria capitalista por competir, ganar mucho dinero y derrocharlo. Tampoco siente envida
por sus semejantes porque su filosofía le dice que no tiene nada que envidiarles. Recibe afecto, muestras de admi-
ración y agradecimiento de otras personas. No es extraordinario que estos individuos sean felices, estén tan tran-
quilos y proyecten tanta paz. Pero esta felicidad la pudieron haber encontrado en cualquier lado donde se satisfa-
gan esas necesidades. No se debe a la veracidad de las cosas en que creen.

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Ser consiente de que las creencias son un sistema que evolucionó a la par de la sociedad para hacerla auto-
sustentable no implica que las tiremos a la basura. Es necesario que las personas sigan principios que permitan la
cohesión de la sociedad pues del buen funcionamiento de ella depende la supervivencia y la felicidad de los seres
humanos. Sin embargo, mantener aquellos principios que eran adecuados para la sociedad de siglo XIX es muy
difícil en la actualidad; no contentos con eso, muchos insisten que en la sociedad del siglo XXI deben prevalecer
las normas de un pueblo de más de tres mil años de antigüedad.

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Las creencias son tan importantes en la vida del ser humano que los neurólogos han identificado una parte
del cerebro específica que se pone en acción cuando pensamos en algún dios o experimentamos alguna clase de
experiencia mística. Los religiosos se han apresurado a concluir que esos estudios son una prueba de la existencia
de Dios, pues parece evidente que ha diseñado nuestro cerebro para que podamos creer en Él. En primer lugar
debemos observar que lo único que demuestran esas pruebas es que la experiencia religiosa es parte de la activi-
dad cerebral, no que las cosas que se creen tengan una existencia externa a nuestras mentes. Y, por supuesto, a lo
largo de éste texto se asume que se entiende por existencia lo que se resumió al final del capítulo 1. Asumiendo
ese punto de vista, éste descubrimiento neurológico no prueba nada con respecto a la existencia de dios, y menos
de Dios. En segundo lugar, que el cerebro tenga esa característica es perfectamente explicable desde el punto de
vista evolutivo: cuando algo es esencial para la supervivencia de una especie su cerebro evoluciona para hacerla
afín con ese algo. Por ejemplo, los castores y las aves aprenden a hacer presas y nidos porque son indispensables
para su supervivencia y son construcciones tan elaboradas que incluso a un humano le cuesta trabajo imitarlas
artesanalmente. Los cerebros de estos animales han evolucionado de forma que se les hace muy sencillo aprender
una labor en particular. Puesto que las creencias son indispensables para el funcionamiento de la sociedad, no es
extraño que la selección natural haya moldeado nuestros cerebros para hacerlos afines a las creencias: aquellos
individuos que no era propensos a seguirlas no podían adaptarse a la sociedad y eran expulsados de ella. Y fuera
de la sociedad, es difícil hallar pareja para dejar los genes en la siguiente generación.

“La teología nunca ha sido de gran ayuda. Es como buscar —a medianoche y en un sótano oscuro— a un gato
negro que no está ahí."
Robert A. Heinlein, escritor estadunidense de ciencia ficción (1907-1988)

La docta ignorancia3
“Ya vendrá el día en que el engendramiento de Jesús por el Supremo Hacedor como su padre, en el vientre de una
virgen, será clasificado junto a la fábula de la generación de Minerva en el cerebro de Júpiter."
Tomas Jefferson, autor principal de la declaración de independencia de los Estados Unidos de Norteamérica y
tercer presidente de ese país. (1743-1826)

El concepto de pecado

“Para que los santos puedan disfrutar más abundantemente de su beatitud y de la gracia de Dios se les permite ver
el castigo de los malditos en el infierno”.
Santo Tomás de Aquino (1225-1274) Fragmento de “Summa Theologica”

3
Título de la obra maestra de Nicolás de Cusa. Se refiere al conocimiento de los límites del propio saber y el recono-
cimiento de no poder comprender lo incomprensible. Por supuesto, aquí no lo uso con ese fin sino para referirme de una
manera satírica a la religión en si.

5
“¡Ah, que magnífica escena! ¡Cómo reiré y me sentiré contento y exultante cuando vea a esos sabios filósofos que
enseñan que los dioses son indiferentes y que los hombres no tienen alma, asándose y quemándose ante sus pro-
pios discípulos en el infierno!”
Tertuliano, padre de la Iglesia (160-220) Fragmento de “De Spectaculis”

En algún momento de la antigüedad surgió el concepto de pecado. Es natural que una idea tan brillante des-
taque y perdure. Inducir en la mente del individuo que hay un ser omnipresente que todo lo ve y que te castigará o
premiará según sigas o no un conjunto de reglas apropiadas socialmente es una solución buenísima a la vieja ne-
cesidad de cohesión en una sociedad donde todos tienen que cooperar a pesar de que cada individuo desea su pro-
pio bienestar sin importarle demasiado el del vecino. Con el tiempo, la idea fue mejorando. El mecanismo del
concepto es avasallador: las personas saben cuando están rompiendo una regla y experimentan una de dos sensa-
ciones; el remordimiento, que desde el punto de vista de la filosofía del pecado no tiene mérito alguno, o el arre-
pentimiento, que tiene la virtud de perdonar el pecado ante los ojos del ser omnipresente que lo observa. Si uno se
arrepiente tiene que hacer penitencia y con ello se refuerza la conducta para no cometer pecados. Además el arre-
pentimiento debe ir acompañado de una confesión a la autoridad y eso se considera una de las cosas más santas y
nobles. Está claro que difícilmente podemos idear un mejor mecanismo de control social y gracias a él fue posible
cohesionar sociedades tan desiguales como las que han existido a lo largo de la historia de los pueblos en los que
ha predominado este concepto.

Pero el concepto de pecado no es indispensable: debería de ser innecesario en una sociedad gobernada por la
razón. La conciencia sobre la existencia de otros seres análogos a nosotros nos da la capacidad de tener considera-
ción hacia otras personas, y esto debería de ser suficiente. No cometer pecados como matar, robar o no respetar a
nuestros padres es más o menos fácil. La consciencia de que hacemos daño a otros es suficiente para no cometer-
los. Pero hay muchos otros actos pecaminosos que nuestra conciencia no encuentra tan razonables. Comer en
exceso o emborracharnos son actos que no nos remuerden la conciencia de manera natural. Tampoco desear a la
mujer del prójimo. Aún si la persona que peca es completamente laica y no está pensando que arderá para siempre
en el infierno por cometer actos tan banales como emborracharse o tener una fantasía, cuando los comente se sien-
te a disgusto consigo mismo porque su entorno social le dice que tales actos son reprobables. Y siente un poco de
envidia hacia quienes sí son virtuosos. El resultado de esta psicología es que en el individuo se fomenta un senti-
miento de culpa que provoca que se pase el rato señalando a los que hacen lo que se considera incorrecto. Estos
señalamientos son otro mecanismo que evita que las personas hagan acciones socialmente indeseadas. Insisto: es
el mecanismo de cohesión social perfecto. No es extraño que dominara sobre cualquier otro mecanismo y acabara
por apoderarse de toda la sociedad, llegando hasta nuestros tiempos.

Aunque el concepto de pecado es bueno para la sociedad, no lo es tanto para el individuo. Sentirse mal con-
sigo mismo ocasiona que se considere indigno de algunas cosas. Cada vez que pensamos “está bien, me lo merez-
co porque no hice lo que debí de haber hecho” y cada vez que juzgamos a alguien porque no hizo lo que a noso-
tros nos parece que debió haber hecho estamos sometiéndonos desde una perspectiva moderna al antiguo concep-
to de pecado. La peor herencia de ese viejo concepto es la idea de que el hombre es malo por naturaleza, de que
nacimos con el pecado a cuestas. Es cierto que los humanos son vengativos y destructores, y que hasta donde se
sabe el homo sapiens es la única especie cuyos individuos obtienen placer viendo sufrir a otros miembros de su
especie. Pero no somos así por naturaleza. Todos sabemos que los niños, a menos que tengan traumas muy fuertes
que los atormenten desde su primera infancia, son buenos y nobles. Si los hombres no son así es porque algo ocu-
rre en el proceso de llegar a adulto. Lo que vuelve al ser humano malvado, como apuntó en 1762 Rousseau, es su
contacto con la sociedad. Como parte de ella observamos con frecuencia un acto increíble: cómo un ser humano

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trata mucho más racionalmente a una máquina que a otro ser humano. Cuando una máquina deja de funcionar no
decimos “Eres una máquina malvada y te castigaré sin darte combustible hasta que funciones otra vez”. Nadie que
tenga un mínimo de cerebro tomará esa actitud y sin embargo esa es la manera que casi todos tienen de educar a
sus hijos. El hecho de que nos castiguemos y nos juzguemos de manera tan irracional los unos a los otros es con-
secuencia directa de vivir en una sociedad basada en el concepto de pecado. Es cierto que esta doctrina ha perdido
fuerza, pero nuestro comportamiento sigue fundamentándose en ese concepto, aún si nunca recibimos instrucción
religiosa en la infancia, porque el sistema social que nos rige ha evolucionado a partir de otro en el que el concep-
to de pecado era central. Y no debemos olvidar que esta idea regía a una de las instituciones más terribles de todos
los tiempos: ante un inquisidor traumado con la idea del pecado, te declaras culpable, confiesas, te arrepientes y
haces penitencia; porque si te declaras inocente, si te declaras no pecador…

En fin, una de las cosas que más me enoja es cuando el concepto de pecado se aplica a la mujer pecaminosa:
“si fulanita se embarazó, que se amuele y que pague su pecado el resto de su vida”. Por supuesto, la retórica usada
es diferente y los moralistas alzan la voz como antiabortistas. Pero “la defesa de la vida” es sólo el estandarte
porque lo que hay detrás es la represión moral. Así como se suele tratar con desdén a “las depravadas que se em-
barazaron fuera del matrimonio”, y a los depravados en general, se suele tratar con igual asco y repudio a quienes
comenten crímenes de otro tipo. Aunque el humanismo ha hecho algo por erradicar ese punto de vista, no se ve a
los criminales con compasión y humanidad porque son pecadores. Por supuesto, está claro que hay que legislar
contra los crímenes y sentenciar a sus autores con un castigo proporcional al daño ocasionado, pero un punto de
vista humanitario se enfoca en ver esto como una necesidad, como algo lamentable. Sin embargo, el punto de
vista usual hacia los criminales es que son unos malditos que merecen pudrirse en la cárcel y la gente disfruta de
verlos humillados. Es difícil o imposible pedir a quienes son directamente afectados por el criminal que se com-
padezcan de él, pero es lamentable que personas completamente ajenas también lo odien sin razón4. La causa de
todas estas actitudes es la misma: si uno se reprime para no pecar y se humilla a si mismo ante Dios por sus pe-
queñas faltas no puede sino aborrecer a quienes no se reprimen y humillan. La idea de pecado hace que los huma-
nos extendamos la miseria a nuestro alrededor y contribuye a destruirnos como individuos. Pero esa es la idea:
que suframos por ser pecadores.

“El mismísimo concepto de pecado viene de la Biblia. ¡El cristianismo ofrece solucionar un problema que él
mismo creó! ¿Estarías agradecido a una persona que te cortara con un cuchillo para poder venderte una venda?”
Dan Barker, ex evangelista cristiano estadounidense que renunció a su religión y se declaró abiertamente ateo
(1949-…)

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Otro ejemplo de los problemas sociales ocasionados por el concepto de pecado lo tenemos en la proliferación de en-
fermedades de transmisión sexual (ETS). Cuando un epidemiólogo trata de controlar una enfermedad se enfrenta a un agente
que se difunde en el medio ambiente y que potencialmente puede contagiar a cualquiera que halla estado cerca de un enfermo
o que halla tocado o usado los mismos objetos que él. Con las ETS no hay ese problema y si pudiéramos hablar sin vergüenza
ni temor sobre nuestros actos sexuales los epidemiólogos podrían rastrear a todas las personas enfermas y erradicar las en-
fermedades sexuales curables. Las incurables tardarían un poco más en erradicarse, pero eventualmente se conseguiría porque
si los enfermos fueran consientes de su enfermedad, la mayoría de nosotros no contagiaría a un ser querido de manera inten-
cional. Y los contagios accidentales o intencionales serían pocos porque en una sociedad en la que el sexo no sea mal visto
sería posible rastrear al culpable de un contagio y juzgarlo o exonerarlo en función de si había sido o no notificado de su
enfermedad. Además, en una sociedad donde el sexo sea algo tolerado y accesible las personas serían más sensatas a la hora
de establecer encuentros sexuales furtivos. Con el concepto que prevalece en la actualidad, si le sugieres a una posible pareja
sexual que sería bueno para ambos hacerse unos análisis previos es altamente probable que te quedes sin pareja. El opuesto
de esta situación es el que ocurre la mayoría de las ocasiones y los encuentros sexuales furtivos se dan cuando uno o ambos
están borrachos o afectados de alguna manera.

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La mujer
“Las mujeres no deben recibir ninguna instrucción ni educación. Por el contrario, deben ser segregadas pues son
la causa de que los hombres santos tengan erecciones en forma horrenda e involuntaria”
San Agustín, Padre de la Iglesia (354-430)

El concilio de Nicea se lleva a cabo en el año 325 en Roma. 325 años antes había nacido en uno de los terri-
torios del imperio un profeta llamado Jesús y sus seguidores se habían multiplicado a partir de su muerte. Los
romanos eran tolerantes con las creencias de sus conquistados: los galos adoraban a Tutatis, los egipcios a Sera-
pis, ellos a Júpiter y todos felices. Sin embargo, los cristianos no eran como los galos, los egipcios o los propios
romanos sino que se les había ocurrido la brillante idea de evangelizar y hacían lo posible por que las viejas reli-
giones perdieran adeptos. Los romanos vieron una amenaza en esa nueva forma de ver las cosas y trataron de
suprimirla, originando una persecución brutal contra los cristianos que, con todo, palidece ante las persecuciones
que esos cristianos harían en el futuro contra otros pueblos, incluso cristianos. Pero la fe de los seguidores de esa
nueva religión era tan firme que simplemente no pudieron frenar su crecimiento. A ellos no les intimidaba ni si-
quiera el tormento porque consideraban que era el camino a algo que ellos llamaban “la salvación”. Con el tiem-
po, esa religión fue creciendo y dividió a la sociedad romana, propiciando una de las muchas crisis que afrontaba
el imperio en esos tiempo. Como se mencionó en el capítulo 2, el emperador en el momento crucial era Constan-
tino, quién decido declarar a la nueva religión como oficial con tal de frenar los enfrentamientos. Pero había un
problema: los mismos cristianos no estaban de acuerdo entre ellos con respecto a sus creencias. Por lo tanto, se
convocó a un concilio con el fin de tomar decisiones que unifiquen las diferentes posturas.

Por aquel entonces se discutía entre los cristianos si era posible que Cristo y Dios tuvieran la misma esencia
o si era posible que realmente Jesús haya nacido de una virgen. El emperador convocó a los representantes de las
diversas corrientes para que debatieran, votaran y establecieran un mutuo acuerdo sobre éstos y otros puntos para
poder unir a todos los grupos cristianos y poder así establecer los lineamientos de la nueva religión oficial. Por
practicidad, muchas decisiones se tomaron incluyendo al aún amplio sector de la sociedad romana que conservaba
su vieja religión y se mezclaron los rituales paganos y cristianos. Esta tendencia influenció algunas de las decisio-
nes que se tomaron sobre la vida de Jesús: como nadie sabía exactamente en que fecha había nacido, se hizo coin-
cidir la fecha de su nacimiento con la fiesta dedicada al renacimiento del Sol, es decir, la fecha en que el Sol com-
pletaba un ciclo y los días comienzan de nuevo a ser más largos. Es por eso que la fiesta de año nuevo, el solsticio
y la navidad vienen juntos: así no se obligaba a los paganos a eliminar una fiesta tan importante para ellos y sim-
plemente se cambiaba el motivo de festejo: se hizo coincidir la fiesta del nacimiento del Sol del nuevo año con la
fiesta por el nacimiento de Jesús5. Lamentablemente, con respecto a otros aspectos de su vida no fue tan sencillo
llegar a un acuerdo. Por aquel entonces había un grupo importante que consideraba a Jesús como un profeta hu-
mano. Actualmente se conservan más de cincuenta evangelios apócrifos y teniendo en cuenta la rapacidad con
que la institución eclesiástica ha tratado los libros que no le gustan no sería extraño que por entonces los evange-
lios se contaran por cientos. Algunos de ellos apuntaban a que Jesús era un humano mucho más ordinario de lo
que correspondería a Dios con cuerpo humano. Ante la falta de acuerdo se decidió recurrir al milagro. Se cuenta
que los evangelios se colocaron en el centro del salón del concilio y junto ellos una mesa vacía. El salón fue ce-

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Poco más de mil años después, la iglesia usó la misma técnica en México. Los indígenas no aceptaban las ideas de los
misioneros y por mucho que se les obligara a rezar el rosario seguían acudiendo al santuario de su principal deidad femenina.
La única forma de hacer que se acercaran voluntariamente a sus altares fue estableciendo el santuario de la propia deidad
femenina de los cristianos en el mismo lugar que la deidad femenina de los aztecas, el cerro del Tepeyac. Aún hoy, el pueblo
mexicano adora a la deidad cuyo santuario se encuentra ahí con más frecuencia que al Dios que vino del otro lado del mar.

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rrado con llave y los obispos rezaron toda la noche para que las versiones más correctas y que describieran mejor
la vida de Jesús aparecieran sobre la mesa. A la mañana siguiente estaban sobre ella los evangelios de Juan, Lu-
cas, Marcos y Mateo.

También se tomaron acuerdos sobre otros puntos menos importantes: la ordenación, las reglas que debían
seguir los sacerdotes, la definiciones de los actos que se consideraban pecado o herejía, etc. Los obispos de aquel
entonces resumieron sus acuerdos en la primera versión de un texto que seguro nos resulta conocido y que no ha
cambiado mucho desde aquella primera vez: “Creemos en un Dios Padre Todopoderoso, hacedor de todas las
cosas visibles e invisibles y en un solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios; nacido Unigénito del Padre, es decir,
de la substancia del Padre, Dios de Dios; luz de luz; Dios verdadero de Dios verdadero; engendrado, no hecho;
consubstancial al Padre…”.

Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con respecto a la situación de la mujer? Resulta que entre tantas decisio-
nes hubo algunas concernientes a la definición de alma. La palabra “alma” proviene del latín ánima que significa
aliento. Aristóteles la consideraba como la esencia que diferenciaba un ser vivo de uno muerto. Para él, la diferen-
cia consistía en que un ser vivo tenía alma y un cadáver no. Según Aristóteles el alma es aquello que anima a la
materia inanimada y los animales tenían también esa esencia de vida. Pero en la teología cristiana el alma tiene un
papel central y no era admisible que los animales tuvieran una6. Si los animales tuvieran alma en el sentido cris-
tiano serían entes con existencia eterna y estarían sujetos a la salvación o a la perdición, lo cual es absurdo. Con-
trariamente a la creencia pagana, lo cristianos sostenían que sólo los hombres tienen alma: Dios se la había dado
al ser que hizo a su imagen y semejanza. Pero el ser que hizo a su imagen y semejanza era precisamente el hom-
bre ¿Qué pasaba con la mujer? Una de esas afirmaciones sobre el pasado que estamos condenados a no poder
comprobar, una anécdota, dice que en aquel concilio se sometió a votación la existencia del alma7 en las mujeres.
Se dice que tuvieron suerte: obtuvieron mayoría. Por supuesto, dudo mucho que actualmente se admita que tal
votación tuvo lugar y no hay forma de comprobar, o al menos yo no tengo forma de comprobar, que se halla lle-
vado a cabo. Pero, dada la ideología y la lógica de la época, no me parece incongruente que en realidad así haya
sido. Desgraciadamente esa consideración eclesiástica sobre el alma de los seres diferentes a los hombres del pue-
blo de Dios no siempre se extendió hacia otros miembros de nuestra especie con razas y credos diferentes. Así los
cristianos mataron a indígenas y musulmanes sin que su fe lo censurara como pecado y usaron por siglos negros
capturados en áfrica como animales de carga sin mayor remordimiento. Y si es cierto que el esclavismo y la falta
de consideración hacia las personas de otras culturas no ha sido exclusiva de las sociedades cristianas, también lo
es que la predicación de la igualdad entre todos los seres humanos es una de las adaptaciones eclesiásticas a la
modernidad: hasta no hace mucho no tenía tales consideraciones. Una de las críticas a la declaración universal de
los derechos humanos provino de la Iglesia, lamentándose de que se pongan los derechos del hombre por encima
de los derechos de Dios. Por supuesto, su postura actual es de aceptación de esos derechos: la Iglesia, como todo
lo demás, tiene que cambiar según el entorno si quiere sobrevivir

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Mil años después Santo Tomás de Aquino nos pondría más en claro esta situación diferenciando diversos tipos de al-
ma: para él, los vegetales tienen un alma vegetativa, los animales un alma sensitiva y los hombres un alma racional. Esta
última es la única sujeta a la salvación, pues es la única que permite conocer a Dios. Explica la animación que mueve a los
animales como la presencia de un alma en ellos, igual que Aristóteles (la palabra animación tiene la misma raíz que la palabra
“animal”, que viene del latín animalis y ésta de anima, alma en latín). Pero desde este punto de vista el alma de un animal es
autómata, que siente y reacciona a su entorno pero que no siente de manera análoga a como lo hacen los humanos porque no
tienen almas racionales.
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Esto sólo tiene sentido si se ha leído la nota anterior: es obvio que las mujeres tiene un alma, pues son seres vivos. La
duda era si tenían un alma racional sujeta a la salvación o si sólo eran seres vivos.

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Entre los tantos cuadros incongruentes que se dibujan ante mis ojos al entrar a cualquier templo cristiano
destaca el de las mujeres refugiándose en la misma ideología que las ha declarado inferiores por tantos siglos. Es
cierto que ya les da su lugar, pero aún estamos lejos de que la voz de mujer tenga igual peso que la voz del hom-
bre en las decisiones importantes dentro de las instituciones cristianas. No me extenderé escribiendo sobre cómo
influyó la idea que la Iglesia originalmente tuvo sobre la mujer en las innombrables injusticias que ha sufrido
durante la etapa cristiana de la historia, pues creo que es bastante evidente. El lastre de esta penosa etapa aún lo
arrastra al tener que luchar para ser tratada con imparcialidad con respecto al hombre (no hablo de igualdad por-
que los hombres y las mujeres no somos iguales; pero que seamos diferentes no implica que unos seamos superio-
res a otros).

El cristianismo no fue la primera ideología que condenó a la mujer a una posición inferior. Cuando los hu-
manos éramos aún cazadores recolectores el papel del hombre en la sociedad no era tan indispensable. Él traía el
alimento más preciado, la carne, pero en todas las demás labores de la sociedad, que por entonces no eran muchas,
la mujer era tanto más necesaria que el hombre. Y había algo que inclinaba la balanza a su favor: el misterio de la
vida se daba a través de ella. Por aquel entonces aún no se había perfeccionado el sistema para codificar el cono-
cimiento y no se entendía el papel del hombre en la concepción. No había un archivo histórico al que hacer refe-
rencia y los únicos datos disponibles eran los que una persona observaba durante su vida; y lo que se observaba en
el transcurso de una vida humana era que las mujeres se embarazaban y la vida surgía de ellas. En los albores de
la humanidad, dios tenía forma femenina y la mayor parte de sus representaciones hechas durante el paleolítico se
referían a la fertilidad femenina asociada a la diosa madre, la tierra de la cual también surgía la vida de manera
aparentemente espontánea. Esas sociedades eran matriarcales, aunque la participación de los hombres en la toma
de decisiones era importante pues tenían la tendencia biológica de dominar y dirigir al grupo. La situación de la
sociedad agraria era diferente y el cambio se vio reflejado en la sexualidad de los dioses. Ahora el hombre era
mucho más importante pues él cultivaba el campo, cuidaba el ganado y su habilidad para matar ya no sólo era
necesaria para traer carne de animales sino que era indispensable para defender las tierras de cultivo de otros gru-
pos humanos interesados en su fertilidad. Pero el factor más importante fue que se dejo de asociar la magia de la
vida con la mujer. Cuando nuestra especie comenzó a entender el mundo una de las primeras cosas que descubrió
fue que la tierra no es la fuente de la vida sino que la vida está en las semillas que se plantan en ella. La tierra es
estéril sin la semilla. Análogamente, la mujer no es la fuente de vida sino que es el campo en el que crece la semi-
lla del hombre (las palabras semen y semilla están relacionadas etimológicamente). La diosa madre es destronada
y el dios padre es ahora el dador de vida. Del mismo modo, la mujer se ve rebajada y la sociedad se convierte en
patriarcal.

El patriarcado fue el comienzo de una injusticia contra la mujer que apenas en tiempos recientes se está co-
menzando a revertir. En las primitivas sociedades matriarcales las reglas sociales seguramente eran tales que los
hombres disfrutaban de libertad. La mujer tenía poder y la naturaleza pasiva de la sexualidad femenina la llevaba
a desentenderse de los machos. En cambio, cuando la sociedad se convirtió en patriarcal, la naturaleza activa y
violenta de la sexualidad masculina llevo a la aparición de reglas sociales para dominar a la hembra.

“¿Y no sabes tú que eres una Eva? La sentencia de Dios sobre éste sexo tuyo vive en esta era: la culpa debe nece-
sariamente vivir también. Tú eres la puerta del demonio; eres la que quebró el sello de aquel árbol prohibido; eres
la primera desertora de la ley divina, eres la que convenció a aquél a quien el diablo no fue lo suficientemente
valiente como para atacar. Así de fácil: destruiste la imagen de Dios, el hombre. A causa de tu deserción, incluso
el Hijo de Dios tuvo que morir”.
Tertuliano (160-220), “De cultu feminarum”

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El amor romántico y la homofobia.
“El SIDA no sólo es el castigo de Dios a los homosexuales; es el castigo de Dios a una sociedad que tolera a los
homosexuales”
Reverendo Jerry Falwell (1993-2007)

Es más fácil cambiar de religión que de costumbres y el pueblo romano no fue la excepción. Los romanos
hacían muchas cosas que los cristianos no podían aceptar sin quebrantar las bases esenciales de su fe. Al Nuevo
Dios del imperio no le interesaba la sangre de animales o de prisioneros de guerra ni ninguno de los antiguos ri-
tuales romanos; lo que complace al Dios cristiano es la sumisión, la obediencia y la abstinencia, y lo que le moles-
ta es el placer y el libertinaje, dos bienes abundantes en la sociedad romana. En ella el matrimonio cumplía la
función que en cualquier otra sociedad cumple: la asignación de responsabilidades y herencias. Al no existir anti-
conceptivos seguros era regla la fidelidad, pues es la única forma de asegurar que los hijos de la mujer correspon-
dan a su marido. Pero por lo demás, el sexo no era algo malo sino por el contrario era considerado una fuente
ilimitada de placer tan importante que incluso tenía una representante en el Olimpo. Éste punto de vista sobre el
placer era inadmisible ante el nuevo Dios.

Una de las características que ha llevado a la proliferación de las religiones basadas en la idea Abrahámica
de Dios es que basta con que sus iglesias declaren algo como satánico para que los creyentes se alejen de ello
debido al temor que les inspira la idea del Dios en el que creen. Sin embargo, la satanización del sexo fue dema-
siado incluso para un sistema tan duro y un método de represión tan efectivo como el pecado. Es imposible borrar
de un plumazo lo que naturaleza ha escrito en nuestros genes por millones de años y la Iglesia, en su batalla contra
la promiscuidad, la homosexualidad, el travestismo y otras “desviaciones” sexuales, está condenada a perder. Ni
siquiera el temor a Dios es suficiente como para eliminar la sexualidad de sus filas; mucho menos lo es para eli-
minarla entre las filas de sus creyentes. Pero en su fanática lucha contra el placer la Iglesia ha amargado la vida
sexual de hombres y mujeres por los siglos de los siglos.

El amor es un sentimiento universal, aunque cada cultura lo experimenta de una manera diferente y en la
nuestra existe un tipo de amor que es consecuencia directa de las decisiones tomadas en aquellas fechas lejanas.
Un individuo bien adoctrinado bajo la idea de pecado siente una gran culpa cuando experimenta atracción sexual
hacia otra persona, especialmente si no es el cónyuge. La única forma de aliviar esa culpa es divinizando aquel
sentimiento. No es coincidencia que las características del amor romántico como la exclusividad (no podré amar a
nadie más que a ti), la incondicionalidad (te querré por encima de todas las cosas) y el alto grado de renuncia (sa-
crificaría lo que sea por ti) sean semejantes a las que exige la divinidad. Sin duda a los románticos no les gustará
mucho, pero resulta que, al igual que el concepto de Dios, la idea de amor tiene un origen explicable basándose en
el principio de selección: los hombres, en su impulso por desperdigar sus genes, siempre han buscado amates y
sus posibilidades de copular eran escasas al estar las mujeres asexuadas debido al sentimiento de asquerosidad y
repudio que les infunde el concepto pecaminoso que les enseñaron sobre el sexo. La idea predominante era que
sólo el amor hacia Dios es puro y bueno, así que aquellos hombres que minimizaban las características sexuales
de su sentimiento y lo enaltecían con cualidades de amor divino tenían más posibilidades de tener éxito en sus
intentos de convencer a la mujer para “dejarse querer”. Un milenio de evolución y el ideal caballeresco de virtu-
des varoniles y culto hacia la mujer estaba establecido. La selección cultural opera en forma muy similar a la se-
lección natural. El origen de la idea romántica de amor es un ejemplo de la evolución cultural. Cuando algún indi-
viduo tiene una habilidad que lo beneficia, ya sea una herramienta, una tecnología particular, una forma efectiva
de conquistar a una mujer e incluso una receta de cocina destacable, sus ideas se extienden en la sociedad.

11
Desafortunadamente, en la mayoría de los casos la buena fortuna que a las mujeres les trae el amor románti-
co sólo les dura mientras son cortejadas. Como se ha mencionado, en la naturaleza los genes del macho le dictan
que vaya tras una hembra y haga lo que sea necesario, incluso exponer su vida, para conseguir su objetivo. Pero
una vez que lo consigue, toda esta pasión se acaba. En los hombres esto se traduce en que se les muere el romanti-
cismo. Y al morir el amor romántico, la peor parte siempre se la lleva la mujer, pues “la sentencia sobre su sexo
ya estaba establecida” y cuando finalizaba un romance ella es la que quedaba como la sucia, la pervertidora, la
“puta”. Además, en ella el amor romántico no muere tan fácilmente porque esos ideales sobre el amor son los
únicos compatibles con la moral que le enseñaron8. Sin embargo, no debemos tachar de desgraciados a los hom-
bres que usan esa idea de amor para cortejar. En la naturaleza los machos usan plumas vistosas, como el pavo real
o las aves del paraíso, cantos como las aves cantoras e infinidad de otros medios para atraer hembras9; en nuestra
especie las circunstancias sociales y biológicas hicieron que surja el amor romántico para formar parejas. La ma-
yoría de los hombres lo usa de manera inconsciente y sólo aquellos que saben que están engañando con el fin de
obtener sexo sin importar el dolor emocional que causen en otra persona merecen alguna reprobación moral. Es
cierto: están siguiendo lo que les dicta su naturaleza, pero se supone que somos seres inteligentes y civilizados.

Con todo, no han sido exclusivamente las mujeres las únicas que han sufrido debido a la satanización del
sexo. En la época anterior a Constantino el homosexualismo era una cosa bien vista. Entre los griegos no solo no
era censurado: en el ejército se consideraba apropiado pues, según ellos, luchar al lado de un ser amado estimula-
ba la valentía. Los soldados no extrañaban demasiado a sus esposas durante las largas campañas y tampoco les
preocupaba demasiado lo que ellas hicieran en su ausencia siempre y cuando no hicieran cosas con otros hombres.
Lo único que les importaba es que no tuvieran la mala sorpresa de que al llegar a casa tuvieran nuevos hijos que
quien sabe de donde hallan salido y que tengan que mantenerlos y repartirles herencia. La palabra lesbiana pro-
viene del nombre de la isla griega donde vivió una poetisa griega famosa por poemas que hablan de su amor hacia
otras mujeres. La postura tan severa de la Iglesia con respecto a la sexualidad fue ocasionada por este libertinaje,
pues fue muy difícil introducir una moral que condenaba la sexualidad en una sociedad que aceptaba el homose-
xualismo y no sólo considera a la prostitución como una profesión legal sino que en ella las prostitutas eran muje-
res independientes, cultas e influyentes, que pagaban impuestos como cualquier ciudadano y que ni se escondían
ni se avergonzaban de sus “pecados”.

8
La consecuencia de éste tipo de amor son los celos femeninos. Los celos masculinos son un fenómeno con bases bio-
lógicas reforzado con bases sociales; los celos femeninos en cambio sólo tienen bases sociales. Es por eso que un sexo llega a
ser más extremista y es más frecuente que los crímenes pasionales sean cometidos por hombres. Pareciera que los celos fe-
meninos debieran de ser menos intensos que los masculinos, pero la idea de amor romántico y las bases de la moral cristiana
que rigen nuestra sociedad hacen que puedan llegar a ser tan intensos como los del hombre, con similares consecuencias
violentas aunque rara vez lleguen al extremo de cometer un crimen. El problema es la valoración que en cierta época tenía la
virginidad femenina al momento de casarse la cual, aunada a la confinación de la esposa a la casa donde fue esposada, garan-
tizaba al hombre la paternidad de los hijos que iban a resultar de su matrimonio. Esta situación de la mujer era viable en esa
sociedad porque prácticamente ninguna mujer llegaba a los quince años sin casarse y la inequidad de género era algo tan
normal que pasaba desapercibida. En la sociedad actual el arrastre de la costumbre lleva a una sobrevaloración de la virgini-
dad que priva a la mujer de una vida sexual por tanto tiempo que a veces termina sin haber tenido la ocasión de experimentar-
la. En el mucho más común caso de haber “caído en la tentación” antes de casarse, la mujer experimenta un sentimiento de
culpa cuyo tamaño es proporcional a la ortodoxia inculcada en ella y se suele incrementar cuando descubre que aquél a quien
le entregó “su tesorito” no es quien ella creía que era, es decir, el hombre con el que se iba a casar. Afortunadamente, esta
ideología está disminuyendo en las nuevas generaciones.
9
En nuestra sofisticada especie estos métodos para atraer pareja pueden convertirse en música, poesía, pintura y otras
formas de arte. Gracias al concepto de amor romántico han surgido obras magníficas: sin embargo, esto no implica que el arte
dependa de ese sentimiento. Las obras de arte más grandiosas no necesariamente están inspiradas en él; en cambio, las más
triviales casi siempre están inspiradas en él.

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El impulso sexual es una sensación que está escrita con fuego en nuestros genes ya que, al igual que el ham-
bre o el miedo, nos impulsa a seguir una conducta indispensable para la preservación de la especie. El deseo se-
xual es un “hambre” que se satisface con estímulos físicos y al igual que el hambre por comida, es una sensación
que se satisface internamente en cada individuo. Los estímulos físicos que requiere para satisfacerse un cuerpo
femenino son provistos por un cuerpo masculino y viceversa. Lo mismo ocurre con los estímulos químicos y vi-
suales que incitan el deseo sexual. Por lo tanto, lo natural es que hombres y mujeres satisfagan ese deseo con
compañeros del sexo opuesto. Sin embargo, los mecanismos de atracción no funcionan con la misma intensidad
entre los diferentes individuos y al ser la satisfacción sexual un proceso bioquímico interno el individuo puede
sentirse satisfecho sexualmente obteniendo los estímulos adecuados, independientemente del sexo de su pareja o
si se estimula el mismo. Éste hecho biológico, pues el homosexualismo y la masturbación se observa en muchas
otras especies (lo cual quiere decir que no son tan antinaturales como proclaman los moralistas), se vuelve más
frecuente si por alguna razón los machos y las hembras no se pueden juntar y se tienen que buscar otros medios
para satisfacer el apetito sexual. Entre los humanos, la moral que reprime el sexo, lejos de erradicar el homose-
xualismo y la masturbación, los estimula. Contradictoriamente, al mismo tiempo los aborrece. Hay muchísima
gente con tremendos conflictos ocasionados por la doctrina religiosa con respecto al sexo y esto incrementa el
número de homosexuales con respecto al número que habría de manera natural. Uno de los métodos con que la
moral convencional reprime el instinto es ocasionando asco hacia todo lo relacionado con el sexo; y si al moralis-
ta le da asco el sexo heterosexual, mucho más el homosexual. En los países con religiones que siguen la doctrina
del pecado y a los que no llegó la separación de la iglesia y el estado con la misma intensidad que en los países
europeos se sigue condenado el homosexualismo, e incluso la infidelidad, con la muerte.

Razón y Fe
“Muchos de los que quisieron traer luz al mundo fueron colgados de un farol”.
Stanislav Lec (1906-1966) Poeta y humorista Polaco

Sin duda alguna el discípulo más célebre de Aristóteles fue Alejandro Magno. Durante el forjamiento de su
vasto y efímero imperio fundó varias ciudades, entre ellas el puerto Alejandría, en Egipto. Alejandro fue uno de
esos poquísimos personajes políticos exitosos que tienen conocimientos científicos. Promovió el conocimiento a
lo largo y ancho de su imperio y su legado más importante fue una gran biblioteca en Alejandría, que más que una
biblioteca sería el equivalente de lo que hoy es una universidad. Conforme pasaron los siglos el acervo de libros
con que contaba fue aumentando y los aportes de los investigadores que en ella trabajaron hicieron de aquel lugar
el más grande centro de conocimiento de la antigüedad. Se sabe que ahí Eratóstenes calculó con notable precisión
las dimensiones de la Tierra y que Hiparco construyó el primer catálogo estelar. Se sabe que ahí se guardaban los
libros de Euclides, cuya geometría debería dominar cualquier egresado de secundaria, de Herófilo, quien estable-
ció que es el cerebro y no el corazón la sede de la inteligencia, de Arquímedes, cuyos inventos y descubrimientos
teóricos son válidos aún hoy en día, de Aristarco cuyo modelo del sistema solar era heliocéntrico dieciocho siglos
antes de Copérnico, de Herón quien experimentó con máquinas de vapor. Aquel lugar estaba lleno de miles de
libros, algunos escritos por célebres autores de la antigüedad y otros por autores de quienes actualmente no sabe-
mos ni sus nombres porque aquella biblioteca fue totalmente destruida.

Hoy en día, si se pierden uno o dos libros no pasa nada porque hay muchas otras copias, pero en aquellos
tiempos los libros eran algo raro. Al no existir la imprenta, todos tenían que ser copiados a mano. Durante siglos
los encargados de la Biblioteca aumentaron su acervo enviado compradores a lugares lejanos e inspeccionando los
barcos que atracaban en el puerto en busca de libros: si hallaban alguno lo confiscaban, lo copiaban y luego lo
devolvían. Si nos hubiera llegado algo del acervo que acumularon aquellos antiguos bibliotecarios su valor actual

13
sería inestimable. Los libros que contenían conocimientos científicos de alguna manera los hemos redescubierto,
pero en la biblioteca también había libros de arte e historia. En ellos se detallaba con la precisión de sus propios
historiadores la historia de las civilizaciones antiguas, historia que sólo hemos podido reconstruir parcialmente.
Lo mismo con las obras literarias del mundo antiguo. De las 123 obras teatrales de Sófocles que se conservaban
en la biblioteca sólo sobreviven siete. Citando a Carl Sagan “Es un poco como si las únicas obras supervivientes
de un hombre llamado Shakespeare fueran Coriolano y Un Cuento de Invierno pero supiéramos que había escrito
otras que al parecer eran apreciadas en su época y cuyos títulos son Hamlet, Macbeth, Julio César, El Rey Lear y
Romeo y Julieta.”

Hipatia nació en el año 370 y fue la última directora de aquella legendaria Biblioteca. Su padre fue Teón de
Alejandría, un matemático y astrónomo que probablemente debió trabajar y dar clases en la Biblioteca. Hipatia se
educó en un ambiente académico y culto dominado por la escuela neoplatónica alejandrina, y aprendió matemáti-
cas y astronomía de su padre. Al darse cuenta de la capacidad de su hija, Teón la mandó a estudiar en Atenas. Al
graduarse obtuvo la corona de laureles, distinción que la escuela de Atenas tenía reservada para sus más destaca-
dos alumnos. A su vuelta a Alejandría el intelecto de Hipatia brilló por encima del de sus congéneres masculinos
por lo que fue electa como directora de la gran biblioteca y líder de los filósofos neoplatónicos alejandrinos. Su
erudición no se conformó con las matemáticas y la astronomía; también aprendió sobre la historia de las diferen-
tes religiones, oratoria, filosofía y sobre los principios de la didáctica. En éste último campo se destacó en su afán
por enseñar. Esperaríamos que la historia de Hipatia terminara diciendo que sus últimos días los vivió de manera
digna y rodeada de gente que la respetara, pero no fue así. Tenía dos problemas: era pagana y era mujer. Y por lo
tanto, tenía enemigos cristianos, pues ellos no respetaban ni a los paganos ni a la mujer.

Como todo lo concerniente a la antigüedad, los hechos exactos son difíciles de determinar. La historia no es
una ciencia exacta, ni siquiera con la mejor documentación posible; y si las únicas fuentes que se disponen para
reconstruirla son unos pocos documentos y hay gran interés por parte de la Iglesia y de sus enemigos en modificar
esa parte de la historia a conveniencia, la inexactitud de esa ciencia llega al máximo. Sin embargo hay algunos
hechos sobre los cuales los historiadores están de acuerdo. En 380 el emperador romano Teodosio emitió un edic-
to en donde se declaraba al catolicismo como religión de estado y se imponía los dogmas de fe decididos durante
el concilio de Nicea, convirtiendo cualquier visión diferente del cristianismo y cualquier culto pagano en herejías
a perseguir y erradicar. Once años después, en 391, el Arzobispo de Alejandría era un personaje llamado Teófilo y
tenía el deber de ejecutar las órdenes imperiales. En ese mismo año recibió una carta del emperador que le otorga-
ba permiso para destruir el principal centro pagano de la ciudad, el Serapeum, un monumental templo dedicado al
dios Serapis construido en 300 A.C. por orden de Ptolomeo I, quien también fue el introductor de esa divinidad
entre el pueblo egipcio. Las historias cuentan que aquel templo era magnífico. Fusionaba la arquitectura griega y
egipcia y su propósito era en gran parte acercar a esos pueblos. Pero de su magnificencia sólo nos quedan relatos.
En su lugar fue edificado un templo cristiano consagrado a San Juan Bautista y del cual también sólo nos quedan
relatos ya que fue destruido por el islam en el siglo X. Guerras religiosas sobre guerras religiosas.

El sucesor de Teófilo fue su sobrino Cirilo, quien en su lucha contra el paganismo fue tanto más acérrimo
que su tío. El creciente fanatismo religioso y la autorización para erradicar las sectas fueron factores para que tres
años después de que Cirilo ocupara su cargo una turba de cristianos enfurecidos linchara y quemara tanto a Hipa-
tia como a su biblioteca. Según el historiador Sócrates de Constantinopla, el grupo, dirigido por un tal Pedro, pre-
paró una conspiración contra ella. Un día en el que la filósofa paseaba fue sorprendida por ese grupo y arrastrada
hasta las puertas de la catedral de Alejandría, un lugar llamado “Cesareum”. Allí, tras desnudarla, la golpearon
con tejas hasta partir su cuerpo en pedazos. Después de eso pasearon sus restos triunfalmente por la ciudad hasta

14
que fueron quemados en un lugar denominado el Cinareo. Después de quemar a su directora fueron a hacer lo
propio con la Biblioteca. Prácticamente la totalidad de las fuentes que hablan acerca del linchamiento de Hipatia
atribuyen a Cirilo la inducción de ese asesinato. ¿Cuáles pudieron ser los motivos? No es difícil imaginarlos: el
buen nombre y talento de Hipatia le daba al Paganismo un peligroso prestigio; y ella era la guardiana de una bi-
blioteca igual de peligrosa para la fe, pues todo el conocimiento almacenado en sus libros provenía de filósofos no
cristianos. Además los eruditos de la biblioteca eran paganos y admitían la sabiduría e incluso la dirección de una
mujer, y el lugar de la mujer en el cristianismo ya estaba establecido. Por si no fuera suficiente con los motivos
religiosos, también había motivos políticos pues ella era amiga de los adversarios de Cirilo. Pero la historia la
escriben los vencedores y actualmente muy pocos se acuerdan de Hipatia. En cambio, Cirilo fue declarado santo y
en 1882 recibió el título de “Doctor de la Iglesia”, pues una de las bases de la doctrina católica, que María es ma-
dre de Dios, fue defendida y establecida por él10.

La muerte de Hipatia simboliza la erradicación de la filosofía griega en el mundo antiguo. En 529 la Aca-
demia de Atenas donde estudió, fundada por Platón y que funcionaba desde 361 a. C. pasó a estar bajo control
estatal por orden de Justiniano, consiguiendo así la extinción de la escuela de pensamiento helénico. Habrían de
pasar mil años para que conocimiento de la antigüedad comenzara a redescubrirse en territorio cristiano y aún
entonces la Iglesia seguía ahí, siempre lista para aniquilar todo conocimiento que no cuadrara con sus dogmas.
Pero esa vez hubo algo que inclinó la balanza en su contra: un alemán llamado Gutenberg inventaría una manera
de imprimir libros y eso abrió la posibilidad de editar miles de copias, algo impensable en los tiempos en que los
libros se tenían que copiar a mano. Al contarse los libros por miles ya no era posible destruirlos todos y esta inca-
pacidad se traducía en la imposibilidad de erradicar las ideas contenidas en ellos. Y las ideas obtenidas a partir de
deducciones y razonamientos propios de las matemáticas, suelen seducir a quienes son capaces de entenderlos.
Como dice Aristóteles, “la única verdad es la realidad”, y la realidad que nuestra especie ha descubierto es que
éste universo se rige por leyes matemáticas precisas susceptibles de ser develadas por la observación propia del
método científico.

~
La modificación al sistema racional que hace posible su coexistencia con otro irracional es la indiferencia
con respecto al uso de falacias. Esta indiferencia tiene un grave impacto en nuestra sociedad actual. En su esplen-
dor, la antigua Grecia trató de aplicar la razón a todo, incluyendo su forma de gobierno. En vez de atenerse a los
caprichos de un rey era mejor tomar decisiones en grupo, discutiendo, debatiendo y llegando a un común acuerdo.
Sin embargo, en el mundo humano no es posible usar la lógica estableciendo firmes pasos que lleven a una con-
clusión de la que no cabe dudar de manera racional, como se hace en matemáticas y, con menos exactitud, en

10
A pesar de los acuerdos del concilio de Nicea seguían habiendo diferentes corrientes cristianas. Ya se había estable-
cido que Jesús era Dios, pero la lógica más elemental decía que si María era madre de Jesús y Jesús era Dios, entonces María
era la madre de Dios. Esto contradecía la idea que muchos tenían sobre Dios. Dios no pudo haber tenido madre porque eso
implicaría que fue creado y entonces lo correcto sería llamar Dios a la madre de Cristo, lo cual era absurdo. Para arreglar éste
y otros conflictos se convocó de nuevo a un concilio, el concilio de Éfeso. En él participó el patriarca de Constantinopla, un
personaje de nombre Nestorio que consideraba a Cristo separado en dos personas, una humana y otra divina, dos entes inde-
pendientes pero que unidos forman a Cristo, que es Dios y hombre al mismo tiempo. María sólo podía ser madre de Jesús, el
hombre, no de Dios y por lo tanto no de Cristo. Pero Cirilo mantenía la tesis ortodoxa de que Jesús era Dios con forma hu-
mana y convenció a los obispos del concilio para que proclamaran a María como madre de Dios sin preocuparle mucho si
había alguna contradicción entre la idea de Dios y la posibilidad de que tuviera madre. Con el tiempo éste dogma se convirtió
en una de las bases más importantes de la fe católica, como bien sabe todo aquel que se sepa el Ave María. Por haberla esta-
blecido, San Cirilo fue agregado a la lista de los Doctores de la Iglesia; Nestorio en cambio fue declarado hereje y todas sus
obras fueron borradas del mapa, aunque sus seguidores sobrevivieron y aún persisten.

15
ciencias. La razón aplicada a problemas humanos se convierte en democracia: después de debatir durante el tiem-
po suficiente las posibles soluciones a determinado problema, la mejor suele ser la que convenció a la mayoría de
los debatientes. Basados en ese principio, los griegos establecieron esa forma de gobierno. Sin embargo, la demo-
cracia sólo funciona bien cuando los votantes son personas capaces de usar el método racional y tienen los cono-
cimientos necesarios para entender los problemas sobre los cuales están tomando decisiones. En la Grecia clásica
el pueblo al que hacía referencia la democracia, es decir, los que tenían derecho a votar, eran aquellos que se con-
sideraba capaces de razonar correctamente. Ni los niños, ni los esclavos ni las mujeres podían votar. Y cualquier
ciudadano podía perder ese derecho si se convertía en criminal o si perdía sus facultades para razonar. Aquellos
que tenían derecho a voto eran los ciudadanos comunes y tanto la Asamblea, el Consejo y los Tribunales eran
conformados por cualquier ciudadano que lo desee. Y por supuesto, las instituciones en sí no podían estar forma-
das por quien lo desee sino por funcionarios elegidos, pero los votos y por lo tanto las decisiones gubernamentales
eran tomadas directamente por el pueblo, no por unos cuantos votantes elegidos por el pueblo. Estas ideas no se
aplican en las democracias actuales; pero tampoco serían aplicables porque la definición actual de votante haría
imposible formar una cámara con “cualquier votante que lo desee”. Y no por el problema del gran número de
votantes, que con la tecnología moderna sería fácilmente solucionable, sino porque el derecho a voto ya no está en
función de que se tengan los conocimientos y la disciplina racional necesarias para emitirlo. Tampoco hay mucho
interés en cambiar de sistema porque si las cosas fueran diferentes no sería posible la perpetuación de la mafia
política.

La consecuencia de eliminar la disciplina racional en nuestra democracia es que la capacidad de usar la ra-
zón para llegar a acuerdos se está convirtiendo en un nostálgico recuerdo. Actualmente en todos lados se discute
pero difícilmente se llega a un acuerdo; y un punto esencial en el método racional es que un debate sin conclusión
es tan inútil como un libro con las letras colocadas al azar. No existe la disciplina de abandonar las posturas per-
sonales y concordar con mi oponente si su argumento es mejor que el mío. La única forma de que un político
cambie de postura es que no afecte a sus intereses personales. O que sea sobornado. No es sorprendente que los
gobiernos sean lentos, ineficientes y que sigan caminos erráticos. En una democracia ideal las decisiones se toman
después de discutir las diversas opciones. Cuando se considere agotada la discusión y ya no hallan argumentos
nuevos, se someten a votación las distintas posibilidades hasta que se obtiene una mayoría que puede ser absoluta
o relativa según previo acuerdo. Si a uno le toca pertenecer a la minoría tiene la difícil tarea de aceptar el argu-
mento del contrario como mejor que el suyo y convertirse a favor de la resolución. En caso de no ser posible se
debe guardar respeto por el sistema y acatar la resolución. La democracia de éste país está a años luz de ser así: se
toman las tribunas, se hacen berrinches escribiendo pancartas en el estrado, se impide que otros hablen, se toman
las calles bloqueando el libre tránsito con el fin de presionar a que se haga lo que los protestantes quieran y los
argumentos falaces se usan tan indistintamente que causa terror escuchar un discurso político. Ni siquiera hay
mucho problema entre los diputados con eso de insultar al compañero. Todas estas majaderías definitivamente no
son parte de la democracia sino una tergiversación de ella. Las decisiones tomadas bajo la influencia de esa clase
de acciones resultan en un gobierno dirigido por fuerzas azarosas.

En vez de seguir principios racionales, la democracia actual está basada en dogmas, el más sagrado de los
cuales afirma que lo mejor es lo que dice la mayoría simplemente porque es mayoría. ¡Pero eso no es democracia!
Una tontería no deja de serlo porque la mayoría la considere correcta. Si los votantes que conforman esa mayoría
no saben o no quieren utilizar el método racional ni tienen los conocimientos necesarios para emitir juicios con-
fiables sobre el tema sometido a votación, el argumento de que su decisión es la mejor por ser la opinión de la
mayoría es inválido. Con esto no quiero decir que el pueblo sea incapaz de gobernarse a si mismo. Es simplemen-
te que no todos tienen la capacidad de votar, e incluso aquellos que tienen la capacidad de votar para algunas co-

16
sas no tienen la capacidad de votar para otras. Por ejemplo, cuando se tome una resolución con respecto a la edu-
cación los votantes deberían de ser pedagogos, psicólogos, maestros, etc., y si es con respecto a una asignatura en
particular, por ejemplo historia, deberían de sumarse a la asamblea historiadores, antropólogos, etc. Si se estuviera
tomando una resolución con respecto a la vialidad entre los votantes se deberían de contar ingenieros viales, ma-
temáticos y trabajadores del volante. El voto de, por ejemplo, un economista o un intendente no debiera de tomar-
se en cuenta porque tales personajes, con respecto a ciertos temas, están incapacitados para tomar la decisión que
es mejor incluso para ellos. Y, por supuesto, cuando se trate de elegir a los funcionarios que presiden y ponen
orden en los debates todos, excepto los niños y las personas que no tengan la capacidad de razonar adecuadamen-
te, tienen el derecho de votar. Sólo en las votaciones para elegir funcionarios entra la política en juego. En este
caso ideal las personas que toman decisiones en el gobierno estarían preocupadas por el bienestar de la sociedad y
se tendría confianza en que optarán por la decisión que su razonamiento diga que es mejor, pues no están en juego
otros intereses: quienes participan en la votación serían “las personas que lo deseen” y la gente participaría no
para obtener beneficios sino porque la propia razón les dice que deben de hacerlo para que sea sostenible un buen
gobierno. No es buena idea tener asalariados a los votantes ni tampoco hay persona humana en este siglo con la
capacidad de tomar decisiones adecuadas sobre cualquier tema, pues el conocimiento contemporáneo es demasia-
do vasto como para saber de todo. Ni los votantes deberían de estar asalariados por el simple hecho de votar ni ser
siempre los mismos. El hecho de lo sean provoca que nuestra democracia sea ineficiente y teatral.

~
Si los individuos de nuestra sociedad tuvieran la cultura de seguir la razón en vez de lo que diga la mayoría
haría tiempo que en esta parte del mundo hubiera muerto todo vestigio de superstición y tendríamos una sociedad
más equitativa. En vez de esto, la costumbre es disfrazar de racionales cosas que son completamente irracionales.
Con respecto a la ciencia como disciplina escéptica, no como apéndice de la tecnología, hay una completa igno-
rancia y a nadie le preocupa porque la mayoría de las personas piensa que el conocimiento científico en si mismo
no sirve para nada. Este analfabetismo científico está presente incluso en las personas más cultas. Curiosamente,
la etiqueta de “resultado científico” ha adquirido tal prestigio que se usa para darle validez a cualquier disparate,
como los afirmados durante un anuncio comercial. Ambas cosas, la ignorancia sobre la ciencia y la cultura de la
irracionalidad, culpable del mal gobierno y el consumismo desenfrenado, son consecuencia de la coexistencia de
dos sistemas antagónicos: ciencia y religión.

La guerra contra la razón no es cosa del pasado. Afortunadamente, la inteligencia es parte de la naturaleza
humana y, al igual que otros aspectos de ella, por mucho que se le dispare nunca va morir. Pero la guerra contra
ella hace tiempo que no es una guerra abierta. Tampoco se trata de una conspiración planeada por la Iglesia contra
los científicos o que los políticos secretamente emprenden contra la razón. Si las creencias tienden a dominar so-
bre la razón es en parte porque la sobresaturación de información y de cosas inexplicables que hay en la actuali-
dad11 ha aparecido tan de pronto que nuestros cerebros no han tenido tiempo de adaptarse de forma que les sea
entendible su nuevo entorno. Esto hace que tendamos a las explicaciones fáciles más que nunca y es una clara
ventaja de las creencias sobre las razones: el religioso sigue teniendo respuestas más o menos sencillas para todo
lo que le preguntan sus seguidores; en cambio, ni el mejor científico es capaz de explicar más allá de una pequeña
parte del todo y, lo que es peor, sus explicaciones son muchísimo más difíciles de entender. Además, las normas
sociales evolucionaron de forma que el individuo acepta su papel en la sociedad después de aceptar el sistema de

11
Para la mayoría de los usuarios, el funcionamiento de los aparatos tecnológicos es tan incomprensible como lo fue el
rayo para el ciudadano romano, con la única diferencia de que están convencidos de que no funcionan con magia sino gracias
a un mecanismo.

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creencias que la rige: lo natural para los seres humanos es creer. Parece que al afirmar que seguimos más nuestras
creencias que las razones contradigo mi tesis de que una de las ventajas evolutivas de nuestra especie ha sido su
inteligencia pero, como he mencionado, hay una gran diferencia entre ser inteligente y ser racional: somos inteli-
gentes en el sentido de que hemos evolucionado para ser capaces de entender un mundo que sigue siempre los
mismos patrones, abstraer las leyes que siguen esos patrones y en base a nuestras conclusiones actuar de la forma
que más nos convenga; la razón es una disciplina sometida a un método analítico, algo totalmente diferente.

En el pasado unos cuantos hicieron el intento de incorporar la razón a un sistema social basado en creencias.
Pero fue tan inútil como colorear una piscina con una sola gota de tinte: la entrada fue fuerte, pero se ha desvane-
cido. Sin embargo, los beneficios que trajo para nuestra especie la aplicación de las modernas tecnologías ha he-
cho que la cultura escéptica que dio origen al método científico permanezca latente. Por otro lado, nuestro deseo
por creer ha hecho que la postura actual apunte a que ciencia y religión pueden coexistir es paz y armonía. Pero
estos dos sistemas no pueden coexistir en un ambiente racional porque son mutuamente excluyentes: la ciencia no
acepta verdades que sean incomprobables empíricamente y la religión acepta cosas incomprobables empíricamen-
te e inverficables desde el punto de vista racional. La paz entre ellas se ha declarado porque es una guerra sin fin y
ambos bandos están cansados. Desgraciadamente, los “soldados” del bando de la ciencia tienden a tirar la toalla
demasiado pronto: como ellos tienen ocupada la mente en otras cosas, pronto se aburren de pelear por algo apa-
rentemente irrelevante. Lo que estoy tratando de mostrarles es que sí es un problema relevante. ¿De qué sirve
construir un automóvil que rinda 30 kilómetros por litro o hallar la última partícula del universo si somos incapa-
ces de solucionar los problemas de nuestra sociedad? Los científicos pretenden enajenarse de cierto tipo de pro-
blemas sociales porque su solución no es parte su tarea y no les pagan por ello. Pero no deberían de tomar esa
actitud. Voltear a ver a otro lado nunca ha solucionado un problema; por el contrario, eso hace que el problema
crezca hasta que se vuelva tan grande que ya no quede más remedio que verlo porque se encuentra por todos la-
dos. Y en el caso de los científicos y tecnólogos, ese momento llegará cuando una sociedad completamente irra-
cional decida que son prescindibles, como cuando cerraron la Academia de Platón o se decidió que “la república
no necesita científicos” (ver apéndice 2).

La religión aprovecha bien la indiferencia de la comunidad científica y les pide a sus integrantes que mues-
tren respeto y que se abstengan de hablar en su contra porque la religión es un sistema milenario y porque, según
dicen, es esencial para el funcionamiento de la sociedad. O, usando las palabras aduladoras con que se dirigen a
sus seguidores, le piden a la ciencia que “reconozca humildemente sus límites”. Sin embargo, quienes hacen esta
petición contradictoriamente tienen la soberbia de creer que son parte de la institución más importante del univer-
so. La fe pide respeto pero ni corresponde actualmente ni muchos menos ha correspondido a lo largo de la historia
con el mismo respeto hacia quienes no se adaptan a sus dogmas. Si aún tuvieran el poder en sus manos, los hom-
bres de fe seguramente censurarían, encarcelarían y tal vez matarían a sus detractores como hicieron cuando lo
tuvieron. Debería de ser alarmarte para cualquiera que ame la libertad el poder que cada vez más les estamos de-
volviendo a aquellos hombres. Cada vez es más frecuente escucharlos lamentarse de que las leyes que demarcan
la laicidad del estado les privan de su derecho de libertad de expresión y de ocupar cargos como cualquier ciuda-
dano; y que los detractores de la Iglesia vivimos en el pasado, amargados, juzgándola por cosas que pasaron hace
mucho. Si aceptamos este argumento como válido deberían de echar campanas al vuelo todos los condenados a
cadena perpetua que llevan mucho tiempo en la cárcel porque el mismo argumento es aplicable para liberarlos de
manera inmediata. No debemos olvidar el genocidio de pueblos enteros y la erradicación de conocimientos que se

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han hecho a lo largo de los siglos en nombre de la fe, llámese católica, musulmana o nazi12. Porque olvidarlos es
una condena segura a repetirlos. Es cierto que, siguiendo esta analogía, la iglesia tiene derecho a reformarse: pero
cuando un criminal de alta peligrosidad sale de prisión lo hace de manera condicional. O por lo menos se le vigila.
Lo mismo debería de hacerse con la Iglesia.

Las instituciones religiosas se entrometen cada vez más en la educación y “accidentalmente” se olvidan de
enseñar ciertas cosas. Si no les queda más que hablar sobre ellas es porque son verdades demasiado grandes para
ser ocultadas, pero que sean tan grandes no implica que sean inmaquillables y cuando hablan sobre ellas lo hacen
de una manera “piadosa”, refiriéndose a hechos históricos lamentables como “encuentro entre dos culturas”, el
“fanatismo de aquellos que no siguen el camino de Cristo” –los terroristas-, o “la locura de un líder que se desvió
del camino y se volvió loco”, como Hitler. Todas estas barbaridades históricas son casos de fanatismo, y toda
religión es fanática; si se hace con el poder, el gobierno se convierte en absolutista.

Lo más alarmante del progreso del irracionalismo es su injerencia en el campo de la educación. Las escuelas
religiosas evitan en la medida de lo posible la enseñanza de la ciencia y cuando no les queda de otra la enseñan de
una manera puntualmente técnica. En las escuelas a cargo del estado la situación no es mucho mejor y se cultiva
cualquier cosa menos el pensamiento escéptico. En éste país nadie acaba el bachillerato teniendo una ligera idea
de lo que son las matemáticas de verdad, que son las necesarias para entender la ciencia moderna. Por si esto fuera
poco, en vez de subrayar la metodología científica, que fue indispensable para que los grandes personajes de la
ciencia obtuvieran sus logros, giran en torno a ellos gran cantidad de leyendas y suelen ser idolatrados por estu-
diantes y profesores como si las leyes de la naturaleza que descubrieron hubieran sido develadas gracias a alguna
clase de iluminación. Es un claro ejemplo de la tendencia, que tenemos desde la época de las cavernas, por deifi-
car a nuestros líderes. En realidad la mayoría de los científicos son gente intelectualmente bastante normal y si
tienen un CI por encima del promedio es porque han dedicado años a cultivar su mente. El aumento en la capaci-
dad intelectual es tan esperable como lo es el aumento en la masa muscular en un individuo que ha ido al gimna-
sio por años. Algunos, como Newton o Gauss, ciertamente fueron genios pero, sin demeritar su legado, no hay por
que idolatrarlos. No existen los súper humanos. Lo que ocurre es que los humanos solemos aficionarnos por algo
o tomarlo de profesión y en consecuencia cultivamos ciertos conocimientos y habilidades que nos hacen particu-
larmente diestros en algo; cuando alguien destaca en lo hace es porque tiene la fortuna de que las circunstancias, y
quizá sus genes, le dan una ventaja sobre aquellos que se dedican a lo mismo que él. Esto puede parecer catastró-
fico: si el éxito o el fracaso fuera algo que depende de cosas externas no valdría la pena esforzarse y todos nos
abandonaríamos a la suerte. Pero el empeño puesto para cultivar nuestro conocimiento o habilidad se traduce en
un peso probabilístico a la hora de que la fortuna dicte quién sobresale: si no ponemos empeño, es seguro que no
llegamos a nada; si ponemos empeño, es casi seguro que destaquemos en lo que hacemos. Los seres humanos
extraordinarios son aquellos que, además de poner el esfuerzo necesario para perfeccionarse en lo que hacen, tie-
nen la suerte de que las circunstancias, y quizá sus genes, los favorezcan. Por ejemplo, en los “fuera de serie
olímpicos” suele haber alguna característica anatómica o genética que les de la ventaja definitiva, y aunque sus
rivales se hallan esforzado en su entrenamiento lo mismo o incluso más están condenados a perder. Pero su es-
fuerzo no fue en vano: ya los ha hecho destacar lo suficiente como para llegar a una final olímpica.

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El hecho de que el nazismo se halla ido sobre un grupo religioso evidencia su naturaleza. Pero la verdad se distorsio-
na a conveniencia y en cambio se habla de la influencia que pudieron haber tenido las nuevas ideas evolutivas para que a
Hitler se le ocurriera la limpieza étnica con el fin de eliminar los genes .

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Otra gran desventaja que tiene la razón en esta batalla es que independientemente de quien salga victorioso
ante la comunidad de intelectuales, ante el gran público la religión siempre es la buena y cualquier cosa que vaya
en su contra es malvada. Esto provoca que el sentimiento hacia la ciencia y la razón por parte de la población sea
más bien de repudio, hastío e indiferencia, la cual es convertida en aborrecimiento al ser alimentada por la carica-
tura del científico loco que construye de tecnologías peligrosas, como John Hammond en “Jurassic Park, o con
total indiferencia hacia los sentimientos humanos, como el Dr. House. Esta clase de propaganda provoca que a la
ciencia se le recrimine que tiene un montón de huecos que tienen que ser rellenados por la religión. El paso si-
guiente es que las iglesias ajustan su doctrina artificiosamente para hacerla compatible con los descubrimientos de
la ciencia sin contradecir sus dogmas fundamentales. Debemos entender que somos parte de la naturaleza, y en la
naturaleza las cosas se equilibran. Las creencias son parte de nuestra naturaleza y las fuerzas de la sociedad hacen
que las creencias se modifiquen para que coexistan con la ciencia. Sin embargo, tenemos que ser capaces de usar
inteligentemente esas fuerzas si queremos una sociedad racional, que es la base fundamental para poder construir
algo que podamos llamar civilización inteligente. Por ahora, sólo tenemos una civilización tecnológica.

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