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Queridísima amiga,

Será mejor, quizá, para entender qué me pasó contigo, escribirte una carta que nunca leas. Así
me aseguro de que he confesado todo. Quizá no te lo he confesado a ti, pero se lo dedico a tu
recuerdo. Después de todo, tu recuerdo es lo único de ti que queda.

No me siento, por lo menos no en este momento, capaz de escribirte nada valioso. Sutil ironía
del tiempo, que se encarga de moldear los sentimientos a su gusto, y si alguna vez me inspiró
un temblor ardiente que quise grabar en el papel, ahora se burla de mí como si fuera yo un niño
engañado.

Dios da sus lecciones de amor con la pedagogía más cruel que existe. Deja que la belleza de sus
creaciones traspase el tejido de nuestro corazón con una sutileza insospechada y, luego de que
nos acostumbramos a que habite en nosotros aquel divino tesoro, lo arranca a nuestra vida sin
piedad ni aviso, dejando un rastro de sangre, una masa informe que, de alguna manera que
todavía no descubro, debo empezar a remendar.

Verás, en el momento en que más absorto me tenían tus ojos, y en que cualquier fonema que
produjera tu boca se grababa a fuego en mi memoria, Dios dotaba mi imaginación de metáforas,
símiles, paralelos, frases hermosas, pequeñas hojas secas que avivaban el fuego de un amor
cuyo combustible era el enigma que tú representas.

Ese fuego vivo clamaba por derramarse a sus anchas y llegar hasta ti, quizá posarse en tu boca,
y recorrer tu pelo con la forma de mis manos trémulas. Ese ardor de mi pecho tenía que
acostumbrarse a no tenerte, y el efecto de tus ojos, de tu voz, de tu compañía, que alguna vez
fue tan gustosa, pronto se volvía lacerante, pues descubría que esa voz, esos ojos, esa compañía,
no se dirigía a mí, ni me convenía. Sentir que me querías, que en mí pensabas, incluso creer que
te ibas enamorando, situaba mi corazón en un pedestal desde el que cualquiera otra cosa se
veía tan minúscula, tan vacía. Luego, el mismo Dios que permitió que se avivara el fuego,
haciendo eco de tus ambiguas acciones, me demostraba que no me querías, que no te
importaba, y que, si te estabas enamorando, no era de mí. Acto seguido caía de bruces contra
el duro asfalta de este corazón traidor, desencantado y herido, que no aprende ni a las malas ni
a las buenas.

Pero tranquila, mi orgullo luso las dos manos antes de caer, y se ha sacudido el polvo poco a
poco. No hace muchos días, y hace muy pocas noches, escuché un golpeteo de ruedas dentro
de mí: eran los sentimientos que llevaban tu nombre, que habían desempolvado sus maletas,
habían vertido dentro tu recuerdo, y se había marchado sin decir nada.

La poesía es una mentira. Embellece realidades pobres, esconde los puntos débiles, demora la
realidad, siempre menos agradable. No me enamoré, cada ve me doy más cuenta, de ti. Me
enamoré de la proyección de ti que hacía mi mente, del molde perfecto que me figuraba, de
manera que cupiera a la perfección en mi corazón terco. Luego, cuando tu figura real e ineludible
mostraba esas aristas que no quiero (o no puedo) amar, me di cuenta (y cada vez me doy más
cuenta) de que dejarte ir es quizá la mejor de las soluciones.

Pero ¿A quién mierdas puede importarle lo mejor ahora?

No es que ya no te quiera, lo que pasa es que no lo sé, y Neruda no me ayuda.

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