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Leer el Quijote

Leer un libro no debería, en principio, requerir comentarios ni conferencias


inaugurales; la bella iniciativa que han tenido aquí de leer completo el Quijote
tiene el mérito de hacer oír la palabra de Cervantes, y no meramente los
comentarios y conferencias que nosotros podemos hacer acerca de ella. 1 Es
cierto que la lectura de un libro que tiene cuatro siglos requiere alguna
destreza del lector, y que esta destreza no se adquiere sin ayuda; y es cierto
también que la lectura de un libro clásico tiene sus peculiaridades; no es muy
fácil que podamos hacer una lectura desprejuiciada del Quijote, una lectura a
ojo desnudo, tanto es lo que creemos saber de la obra antes de adentrarnos en
ella. Sin embargo, para lograr esa lectura despojada bastará con que nos
dejemos llevar por el libro, entregándonos a él con la inocencia de sus primeros
lectores, que no sabían que estaban leyendo una obra inmortal, ni se sentían
obligados de antemano a que les gustara, ni pensaban que al hacerlo
cancelaban algún tipo de deuda escolar o cultural, sino que lo leían por el puro
y elemental placer de escuchar una buena historia, de andar sin apuro por esas
páginas, donde a cada paso les aguardaba una sorpresa, un atinado
pensamiento, una situación cómica o una sutil emoción. Alguien dirá que me
contradigo, pues precisamente lo que estoy exponiendo no hace sino aumentar
el palabrerío que sobre el Quijote se ha escrito en los últimos cuatro siglos:
discutible tesoro, que no cabe en ninguna biblioteca que esté al alcance de una
vida humana.
Sería tolerable, sin embargo, un nuevo ensayo sobre el Quijote, con tal
que no pretendiera instruir a los lectores sobre la mejor forma de leerlo, ni
alertarlos sobre lo que presuntamente deben encontrar en el libro, sino
despertar su curiosidad. O en todo caso, sería tolerable este ensayo si se
dirigiera a quienes ya han frecuentado la obra, ya se han formado de ella un
juicio y están dispuestos a compartir con otros las impresiones de su aventura,
como viajeros que se encuentran al regresar de una excursión y que se miran
unos a otros, como admirados de estar de vuelta y ser todavía los mismos, o
casi los mismos, que eran antes de partir.
Quizá el rasgo de estilo que primero salta a la vista, si leemos sin
prevenciones el Quijote, es su aire de improvisación. Pese a que el narrador
propone cada tanto algunos avances de capítulos futuros, la impresión general
es que va inventando sobre la marcha. Así, en el capítulo IX de la Primera Parte
la acción se interrumpe por completo, para plantear una cuestión de autoría.
Sin otro anuncio que aquella declaración (en el Prólogo) de que el autor “no es
padre, sino padrastro” de don Quijote, de pronto el lector se encuentra con la
novedad de que la historia que está leyendo es obra de un autor arábigo
llamado Cide Hamete Benengeli, y que el Cervantes que figura como autor en
la portada no sería, según esto, otra cosa que un editor. Este motivo de la doble
autoría de la historia narrada, que reaparecerá muchas veces, suspendiendo
aquí y allá la sucesión de los episodios, echa una luz nueva sobre lo leído en los
capítulos anteriores, pues crea una especie de juego de espejos que aumenta la

1
Entre la noche del 29 de septiembre (día de San Miguel y probable fecha natal de
Miguel de Cervantes) y la del 1 de octubre de 2005, se hizo en Concordia una lectura
pública, continua y completa de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. De esta
lectura, organizada por docentes y alumnos de uno de los dos profesorados de Letras
que existen en la ciudad, participaron 169 lectores de entre diez y setenta y cinco años
de edad, incluidos muchos alumnos de escuelas primarias y secundarias, actores,
docentes, escritores, empleados, jubilados, el señor Obispo y el señor Presidente
Municipal. Aunque empezó bajo techo a causa de la lluvia, luego prosiguió, según
estaba previsto, en la plaza central. El presente ensayo fue leído como conferencia
inaugural. Le siguieron las siguientes palabras: “En un lugar de la Mancha, de cuyo
nombre no quiero acordarme...”

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sensación de ficción perpetua; pero el autor no parece haber calculado
demasiado este efecto, como podemos comprobar si releemos esos capítulos
previos buscando alguna pista de la doble autoría. No la hay; incluso en el II,
notoriamente, dice el narrador: “Autores hay que dicen que la primera aventura
que le avino fue la del Puerto Lápice; otros dicen que la de los molinos de
viento; pero lo que yo he podido averiguar en este caso, y lo que he hallado
escrito en los anales de la Mancha, es que él anduvo todo aquel día…” etcétera.
De lo que se podría concluir que a Cervantes no se le había ocurrido, al
principio, lo de Cide Hamete, y que esa patraña le vino a la mente (y podemos
imaginar la sonrisa con que la habrá recibido) cuando ya iba bien avanzada la
novela. Me parece que lo mismo podríamos suponer de otros episodios de la
primera parte, en particular la historia del cautivo y la novela del Curioso
Impertinente, intercalados allí por su autor, para nuestro deleite, como
digresiones de la historia principal.
De manera explícita, en el citado capítulo II, en el IV, después del episodio
de Andresillo y Juan Haldudo, o en el XXI, después de la aventura del yelmo de
Mambrino, don Quijote deja a Rocinante la decisión sobre el rumbo que ha de
tomar. Pero podemos ver que esta es la actitud general del caballero andante, y
que la invención del autor la imita o finge imitarla. Ambos, al parecer, se dejan
llevar; uno, por la fuerza de sus aventuras; el otro, por los sucesos de su
fantasía. No es objeción a esto el hecho, fácilmente comprobable, de que esta
fantasía es orgánica, de que hay aventuras cuya solución ha quedado pendiente
y que se completan mucho más tarde, como la del propio Andresillo, que
reaparece cuando ya el lector se había olvidado de él, en el capítulo XXXI, y
muchísimas otras, en especial las de la segunda parte. La sensación —insisto—
es que Cervantes, cuando empieza a escribir, no sabe adónde lo lleva su obra,
ni cómo va a acabar su personaje; la escritura es entonces un acto de fe. Mejor
dicho: la fe en su héroe, o en sus dos héroes, es suficiente garantía. Por eso, su
plan de composición consiste en armar caballero a don Quijote y luego dejarlo
andar. Yo creo que es ésta una decisión genial: no me importa saber que el
esquema es también el de las novelas de caballería, el de la picaresca y el de
todas las formas de narrativa extensa de la época. La gran diferencia es que en
todas aquellas el personaje es un maniquí al que se le cuelgan anécdotas (y el
Lazarillo, con toda su fresca originalidad, no es excepción, como no lo es
tampoco El Licenciado Vidriera, especie de boceto del futuro Quijote); don
Quijote y Sancho son seres vivos a quienes las aventuras van modelando,
reformando, convirtiendo. Las aventuras, y más aún la desventuras, los
convierten —como dice Píndaro— en lo que son. Las aventuras los trabajan y
los definen ontológicamente; no, quizá, porque la existencia preceda a la
esencia, sino porque la esencia sólo se manifiesta existiendo.
A lo largo de la obra, también la relación del autor con sus personajes va
cambiando, como van cambiando los rostros a lo largo de una amistad
duradera, de modo tal que los rasgos del amigo pasan a formar parte de
nuestro repertorio mental y nos modifican, y por tanto se modifican también,
sin que lo advirtamos. Así es que también el autor cambia a lo largo de la obra;
se va perfeccionando, va hallando honduras insospechadas, a medida que
comprende más y más el carácter y la condición de sus héroes. Y de este modo
cambia también su relación con el lector. Y hace cambiar al lector, desde luego.
Pero importa saber que esas posibilidades ya estaban en el origen; la
improvisación (si es que podemos darle ese nombre) es orgánica porque la obra
nace del corazón del creador y ha sido compuesta con su vida entera. Su
destino está escrito en su modo de andar. Crece desde su semilla como un
árbol, se desarrolla libre pero armoniosamente, como todo ser vivo, y sus
dimensiones están ya determinadas en el germen. La impresión de espacio
ilimitado que nos dejan sus páginas no depende de la extensión, sino que ésta
es una consecuencia de aquélla. Muchas cosas fue descubriendo Cervantes en

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esa extensión; la de que lo sublime pueda convivir con lo cómico, no es sin
duda la menor.
Desde luego, y como cualquier otro esquema de ficción, éste ofrece
problemas narrativos que deben ser resueltos. Cada palabra, cada giro
sintáctico, cada figura y cada suceso deben estar encaminados a no perder el
asentimiento del lector. ¿Cómo mantiene Cervantes su estupenda libertad de
creación, justificándola al mismo tiempo ante un lector celoso de sus fueros, un
lector que exige cierto grado constante de verosimilitud para aceptar lo que le
cuentan? La clave de tal armonía es la parodia. La parodia es el ancho hábito
debajo del cual se puede ser libre y estar también al abrigo de esa intemperie
que acecha al narrador, y que es la incredulidad de sus lectores. Debajo de esa
ropa holgada caben los disparates del estilo arcaico, las equivocaciones y los
equívocos, el esbozo de centón y los versos de cabo roto del prólogo, la crítica
literaria bajo la especie de un auto de fe… y aun la inclusión del nombre de
Cervantes entre los autores que lee Alonso Quijano. Esto último es decisivo: el
personaje lee a su autor, y con ello el autor juega a desbaratar su propio juego,
por la intromisión del peligroso mundo real en el mundo ficticio. Tan ancha es
la tela de la parodia, que le es posible dar cuchilladas dentro de ella sin temor a
que se le rasgue. Pero esos filos hieren las sensibles entrañas del lector,
advirtiéndole como al soslayo que bajo el juego gracioso hay significado, o
como decía nuestro Hernández, intención.
La parodia, desde luego, es mucho más que un artificio; incluso es más
que la declarada razón de ser de la obra; pues ésta no es simplemente la
parodia de un género literario, sino un jaque sutil pero mayúsculo a nuestro
principio de realidad. A diferencia de la pura evasión que propone la novela de
caballerías y la mayor parte de las novelas que se han escrito antes y después
del Quijote, éste tiene, al fin y al cabo, la forma general de una parábola. Nadie
se escandalice por esto. No hay gran obra literaria que no encierre, en algún
sentido, su didascalia. Sólo que en el gran arte la enseñanza debe ser
descubierta por el lector, y por eso es profunda, mientras que en el mediocre
está a la vista y por eso es trivial. El Quijote desmonta el entero aparato
cultural de su época. No es casual que su autor fuese un escritor marginal y
olvidado; al momento de publicar la Primera Parte, casi un proscrito en la
república de las letras. Parece que sólo este tipo de escritor puede ver el revés
de la trama del tapiz de su tiempo.
Permítaseme recordar las palabras del cura y del barbero:
–… Pero ¿qué libro es ése que está junto a él?
–La Galatea de Miguel de Cervantes –dijo el barbero.
–Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más
versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención;
propone algo, y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que
promete; quizá con la enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se
le niega; y entre tanto que este se ve, tenedle recluso en vuestra posada.

¿Una queja? ¿Una recóndita insatisfacción? ¿Un desahogo lírico? Todo


eso, sin duda, y más: un modo soberano de poner al propio libro que se está
leyendo, a la propia novela El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, por
encima de toda la producción novelesca de la época, haciendo de uno de sus
personajes, el cura de la aldea, juez de todos los demás libros, inclusive los del
propio autor de éste. Esto, por cierto, tampoco es mero artificio. Para quien
conozca la literatura del Siglo de Oro, es evidente que el Quijote representa un
salto cualitativo sobre cualquier otra obra en prosa de ese tiempo, aun las del
propio Cervantes. Lo que a mi juicio confirma lo que venimos diciendo sobre la
sabia “improvisación orgánica”: quiero decir que la vida propia de don Quijote
y Sancho se impuso de manera mágica a la conciencia del escritor. Cervantes
gastará sus postreras energías creadoras en una novela difícilmente
comprensible para nosotros, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, que sin

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embargo él juzgaba fundamental y suprema. (Dejo aparte el brevísimo prólogo
de esa novela, que es la última página de don Miguel y que debería ser el
padrenuestro de todos los escritores del mundo.) En fin: es asombroso que el
juicio crítico del cura, creación de Cervantes, pueda parecernos superior al
juicio del propio Cervantes… Pero no tan asombroso para quien haya
auscultado alguna vez el enigmático corazón de la fantasía creadora, cuyo
hondo pulso se oculta a la conciencia del artista.
El Quijote puede verse también, por cierto, como una summa del
pensamiento renacentista. Hay en él ecos del humanismo, de la filosofía de
amor, de las discusiones sobre poética y retórica, de cuestiones relativas al
mejor modo de gobernar y de hacer justicia, a la tolerancia religiosa, a la
difusión del saber, a la buena y la mala lectura, a la buena y la mala vida; y
sobre todo, y en todo momento, se subraya la diferencia entre la verdad y su
apariencia, entre virtud e hipocresía, entre el arte y la falsificación del arte.
Recoge todos los géneros literarios de la época, parodiados con maestría,
revisados desde su raíz y a veces superados definitivamente. Sobre el
entramado básico de la novela de caballerías, se bordan los hilos de la poesía
amatoria, de la novela pastoril y de la novella psicológica al estilo italiano, sin
hablar del romancero y del cuento popular, que surgen a cada paso; la novela
llamada “bizantina”, la “sentimental” y la picaresca son recreadas y superadas
por Cervantes, en historias como la del cautivo, la de Cardenio y Luscinda, la
de la desenvuelta Altisidora, la de Ginés de Pasamonte. El noble bandolero
Roque Guinart es una creación memorable y sirve para mostrar, por contraste,
una verdadera vida de aventuras y de peligro, sobre el fondo ilusorio de las
andanzas caballerescas.
En el Quijote hallamos también infinidad de recuerdos de la poesía
antigua y medieval, evocados con sincero amor, un amor no agriado por la
ironía que a veces lo acompaña. Pues la armonía de lo sublime con lo ridículo
es el gran secreto del arte de Cervantes, inimitable conocedor de la vida:
pensemos, por ejemplo, en la extraña emoción que nos deja el viaje de don
Quijote a la cueva de Montesinos, que tiene tanto de descenso infernal, al estilo
de los héroes clásicos, y que está sin embargo puesto en la picota de la burla y
de lo imposible; porque a nuestro novelista le agrada jugar con los límites,
llevar su ficción hasta los bordes de lo verosímil y de este modo parodiar el
mundo, como si la realidad misma fuese ficción.
Profundicemos entonces en el sentido que tiene la parodia dentro del
estilo barroco y en la época de Cervantes. Don Quijote es un hombre que está
loco porque reemplaza el mundo real por su fantasía, o en otras palabras,
porque quiere imponer su fantasía personal a la fantasía colectiva;
vigorosamente, arremete contra todo aquello que se parezca a lo que en sus
libros, en su fantasía libresca, se oponía a los personajes admirados. Don
Quijote está loco por haber leído demasiado, como lo estaba San Pablo a juicio
del gobernador romano en Cesarea, Porcio Festo (Hechos, 26: 24). En todo
caso, su confusión entre ficción y verdad no está sola en su época; la
acompañan, desde una isla enemiga, la locura fingida de Hamlet y la locura
real de Lear; en la propia España, el príncipe Segismundo opinará que la vida
es un sueño, en lo que coincide con Próspero, el mago de La tempestad. Es ésta
una época conturbada; la Inquisición mantuvo por cinco años en un calabozo a
Fray Luis de León, por el delito de traducir poéticamente el Cantar de los
Cantares. Antes había quemado vivo a Giordano Bruno por una teoría
astronómica, y por la misma causa obligó a Galileo a cometer perjurio. La
nueva ciencia física, por su parte, sin que ningún tribunal pudiera impedirlo,
empezaba a socavar los cimientos metafísicos del mundo. No en vano se
compuso, en fecha próxima a la publicación del primer Quijote, el soneto que
hemos comentado en un ensayo anterior, atribuido indistintamente a los
hermanos Argensola, Lupercio y Bartolomé, y que culmina con esto:

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Porque este cielo azul que todos vemos
ni es cielo ni es azul. ¡Lástima grande
que no sea verdad tanta belleza!

Este soneto, ya lo hemos visto, nos presenta a la madre Naturaleza como


una mujer que se maquilla y engaña; nos dice que lo natural es artificioso, que
la desnudez se enmascara y que la verdad miente; o en todo caso, que verdad y
belleza, contra lo que sostenía y amaba el neoplatonismo renacentista, no
coinciden. Y si verdad y belleza no coinciden, estará bien que don Quijote ame
a una Dulcinea perpetuamente ausente, y que no la reconozca cuando tampoco
la vea, aunque finja reconocerla para no reconocer que el mundo se volvió loco.
Por esos años, la filosofía europea (de la que Pascal, ab uno disce omnes,
bien podría ser el símbolo) trataba de acusar, si no de aliviar, el certero golpe
que las novedades del cielo, vistas a través del telescopio, le habían dado al
universo esférico, concéntrico, aristotélico, panóptico, cerrado y perfecto de la
escolástica. El descubrimiento de América, el viaje alrededor del mundo, la
aparición de la imprenta, la Reforma Protestante, la Contrarreforma, las
guerras de religión y los autos de fe, no eran cuestiones menores. Agreguemos
a este panorama general la incipiente pero ya inexorable decadencia española,
que cabe entera en estas palabras, desnudas y reveladoras, de una de las
últimas cartas de Quevedo: “... que hay muchas cosas que, pareciendo que
existen y tienen ser, ya no son nada sino un vocablo y una figura.” En tal
contexto, ¿cómo extrañarnos de que el pobre don Quijote, loco por definición,
acepte el engaño de su escudero, y se postre ante una fea y mugrienta aldeana
para declararle su amor inmarcesible? ¿Acaso fue real alguna vez Dulcinea?
¿Acaso es real el cielo azul que todos vemos? ¿Acaso es cierta la belleza del
mundo? ¿No es un sueño la vida, no es una locura, de la que sólo podemos
curarnos para morir?
Pero en medio de tanta sofistería, el amor verdadero se levanta. Si
Dulcinea es imposible, no es imposible Aldonza Lorenzo; tan posible es, que no
se puede salvar de las pullas de Sancho Panza. Leamos, si no, aquello que dice
don Quijote en el capítulo XXV de la Primera Parte:
–… a lo que yo me sé acordar, Dulcinea no sabe escribir ni leer, y en toda
su vida ha visto letra mía ni carta mía, porque mis amores y los suyos han sido
siempre platónicos, sin estenderse a más que a un honesto mirar. Y aun esto,
tan de cuando en cuando, que osaré jurar con verdad que en doce años que ha
que la quiero más que a la lumbre destos ojos que ha de comer la tierra, no la
he visto cuatro veces; y aun podrá ser que destas cuatro veces no hubiese ella
echado de ver la una que la miraba: tal es el recato y encerramiento con que su
padre Lorenzo Corchuelo y su madre Aldonza Nogales la han criado.
–¡Ta, ta! –dijo Sancho–. ¿Qué la hija de Lorenzo Corchuelo es la señor
Dulcinea del Toboso, llamada por otro nombres Aldonza Lorenzo?
–Ésa es –dijo don Quijote–, y es la que merece ser señora de todo el
universo.
–Bien la conozco –dijo Sancho–, y sé decir que tira tan bien una barra
como el más forzudo zagal de todo el pueblo. Vive el Dador, que es moza de
chapa, hecha y derecha y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del lodo
a cualquier caballero andante, o por andar, que la tuviere por señora. ¡Oh
hideputa, qué rejo que tiene, y qué voz! […] Ahora digo, señor Caballero de la
Triste Figura, que no solamente puede y debe vuestra merced hacer locuras
por ella, sino que con justo título puede desesperarse y ahorcarse; que nadie
habrá que lo sepa que no diga que hizo demasiado de bien, puesto que le lleve
el diablo…

Miguel de Unamuno, aquel otro quijote vizcaíno, nos ha hecho ver el fondo
de la agonía amorosa del pobre Alonso Quijano, con más los secretos y sutiles
vínculos que unían su amor a su apetito de gloria. Nos ha mostrado que
precisamente el hecho de ser Aldonza real y posible era la tragedia de aquel

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tímido incurable, que, incapaz de confesarle sus sentimientos, se volvió loco
para ver si así se animaba a encontrarse con ella. Y la vistió de princesa, y la
llamó Dulcinea, acaso para volverla imposible y dejarla a salvo de la miseria y
la escoria de la realidad, o para volverse imposible y quedar a salvo de la
verdad del amor. Del amor, que es suprema felicidad y supremo tormento; que
es suprema cordura y suprema locura, porque todos los contrarios le
convienen, y en él coinciden y se identifican. Ya había escrito antes Camões:
Amor é um fogo que arde sem se ver;
é ferida que dói e não se sente;
é um contentamento descontente;
é dor que desatina sem doer…

Y ¿no es esto una locura, a los ojos secos de la razón, a los ojos de
mercaderes, sobrinas, venteros, barberos, curas y duques? ¿Cómo extrañarnos
de que el enamorado caballero busque compañía entre los pastores, que de
algún modo restañaron el tiempo y continúan en la Edad Dorada, y entre los
jóvenes, que como sabía Aristóteles, aprecian más la amistad que el dinero, y
entre los bandoleros, que como quería Nietzsche, viven peligrosamente? Bien
lo había dicho, un siglo antes del Quijote, uno de los maestros de Cervantes,
Erasmo de Rotterdam: sólo la locura regocija a los hombres, que sin excepción
cultivan su trato y gozan de su beneficio. Y mejor aún lo había dicho San Pablo,
quince siglos antes de Erasmo: “a lo necio del mundo escogió Dios, para
avergonzar a los sabios”, y “lo necio de Dios es más sabio que la sabiduría de
los hombres”.
Sin embargo, Cervantes fue lo bastante sabio para poner al lado de su
loco a un hombre no menos ingenioso, pero afincado en el suelo de la vida,
como que es un hijo del pueblo y se ha ganado siempre el pan con sus manos.
Ese hombre, el escudero Sancho Panza, no sólo logra mantener vivo a su amo,
sino que dialogando con él, acuciándolo con su sentido común, con su velada
sorna y con sus refranes, lo va llevando a descubrirse a sí mismo; es decir, lo
ayuda a llegar al fondo del abismo de su maravillosa locura. Gracias a Sancho,
Cervantes pudo también desarrollar su magnífico arte del diálogo. Y ese
diálogo tiene por tema de fondo la tenaz, la irreductible libertad de la
conciencia humana. La fe ciega, el arrebato y el deseo de gloria son las notas
dominantes del caballero; las de Sancho son la moderada ambición, la ironía
recóndita y la capacidad de comprensión. La última, por supuesto, es la que
finalmente sobresale. Recordemos aquel pasaje de la Segunda Parte en que
dialogan los dos escuderos, en medio de la noche:
–No hay camino tan llano –replicó Sancho–, que no tenga algún tropezón o
barranco; en otras casas cuecen habas, y en la mía, a calderadas; más
acompañados y paniaguados debe de tener la locura que la discreción. Mas si
es verdad lo que comúnmente se dice, que el tener compañeros en los trabajos
suele servir de alivio en ellos, con vuesa merced podré consolarme, pues sirve a
otro amo tan tonto como el mío.
–Tonto, pero valiente –respondió el del Bosque–, y más bellaco que tonto y
que valiente.
–Eso no es el mío –respondió Sancho–; digo que no tiene nada de bellaco,
antes tiene un alma como un cántaro; no sabe hacer mal a nadie, sino bien a
todos, ni tiene malicia alguna; un niño le hará entender que es de noche en la
mitad del día, y por esta sencillez le quiero como a las telas de mi corazón, y no
me amaño a dejarle, por más disparates que haga.

He aquí, pues, la profesión de fe de Sancho Panza. Él tiene fe en la


ingenua bondad de su amo, lo que es otro modo de decir que le tiene
compasión, la compasión del amigo cuerdo por el amigo loco, la compasión de
quien ha sentido en sus lomos la triste realidad del mundo, por aquel que vive
engañado y feliz de su engaño. Sin embargo, el continuo trajinar por los

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caminos, el encantamiento de Dulcinea, la morbosa y desalmada ironía de los
duques, irán llevando al andante caballero más y más cerca de la cordura. Es
fácil ver el momento de crisis, el momento en que él se ve a sí mismo y
comprende su situación con toda claridad; es el pasaje famoso del encuentro
con las imágenes de los santos, cuando don Quijote, después de nombrarlos a
todos y de narrar sus hazañas, dice a quienes las llevan:
–Por buen agüero he tenido, hermanos, haber visto lo que he visto, porque
estos santos y caballeros profesaron lo que yo profeso, que es el ejercicio de las
armas; sino que la diferencia que hay entre mí y ellos es que ellos fueron santos
y pelearon a lo divino, y yo soy pecador y peleo a lo humano. Ellos conquistaron
el cielo a fuerza de brazos, porque el cielo padece fuerza, y yo hasta agora no
sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos; pero si mi Dulcinea del Toboso
saliese de los que padece, mejorándose mi ventura y adobándoseme el juicio,
podría ser que encaminase mis pasos por mejor camino del que llevo.

“No sé lo que conquisto a fuerza de mis trabajos” dice don Quijote. Triste
confesión, que lo deja a un paso de la cordura y de la muerte. Mucho más triste
para nosotros, porque esa incertidumbre es la nuestra. Nosotros, a diferencia
de los santos, no nos conquistamos el cielo. Nosotros, como el Caballero de la
Triste Figura, no sabemos qué cosa ganamos con nuestra brega. Debemos
andar y bregar a tientas. Y nuestros guías son ciegos, ciegos que guían a otros
ciegos. ¿Cómo podremos encaminar nuestros pasos por mejor camino? El fatal
Caballero de la Blanca Luna nos acecha. Vencidos, tendremos que regresar a
nuestro lugar, con las armas sobre el rucio, fantasmas del fantasma que
éramos, sombras de nuestro sueño inconcluso. El camino que seguimos sólo
lleva a la fosa. A esto se reduce, tal vez, nuestra pobre cordura. Pero ¿es
cordura la muerte? Oigamos estas conmovidas y conmovedoras voces finales:
–¡Ay! –respondió Sancho llorando–. No se muera v. m., señor mío, sino
tome mi consejo, y viva muchos años; porque la mayor locura que puede hacer
un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate,
ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire no sea perezoso, sino
levántese desa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos
concertado; quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea
desencantada, que no haya más que ver. Si es que se muere de pesar de verse
vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a
Rocinante le derribaron; cuanto más que v. m. habrá visto en sus libros de
caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros, y el que es
vencido hoy ser vencedor mañana.
–Así es –dijo Sansón–, y el buen Sancho Panza está muy en la verdad
destos casos.
–Señores –dijo don Quijote–, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de
antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco, y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la
Mancha, y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el bueno. Pueda con vs.
ms. mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se
tenía…

Voces finales, con las que Cervantes nos deja, como al pasar, algunas más
de sus sencillas y profundas lecciones: por ejemplo, la de que las verdades
últimas de la condición humana pueden caber en las comunes palabras del
hablar cotidiano; que no hay que perder el humor ni aun en las más graves y
tristes circunstancias, como no lo pierde el autor, que pone en boca del lloroso
Sancho esa sutil ironía sobre los libros de su amo; que hay ciertas cosas que no
tienen remedio, y la vida y la muerte están entre ellas.
No nos asuste llorar con un libro cómico, o supuestamente cómico. No nos
asuste si entre las lágrimas se nos desliza una sonrisa. La gracia de este libro
es que se parece tanto a la vida, que también la muerte de su héroe nos
acongoja; y es porque él está vivo, y porque ha sabido ganarse nuestro corazón.
Por eso entendemos tan bien el agregado, inútil en apariencia, que Cervantes

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hace a la noticia de la muerte de don Quijote. Y no me equivoco cuando digo
“Cervantes” y no “el narrador”; porque es el viejo y solitario Cervantes el que
escribió –no con ironía, no con burla, sino con íntimo y sincero dolor :
En fin, llegó el último de don Quijote, después de recebidos todos los
sacramentos y después de haber abominado con muchas y eficaces razones de
los libros de caballerías. Hallóse el escribano presente, y dijo que nunca había
leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese
muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote; el
cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu:
quiero decir que se murió.

La historia del buen Alonso Quijano es la de muchos de nosotros; es la


historia de los que, como él, persistimos en el error de creer que en el mundo
hay caballeros andantes, princesas encantadas, castillos y cuevas mágicas,
endriagos y gigantes, justicia e injusticia, verdad y mentira, honor y dignidad. Y
que por creerlo vamos a los golpes, mientras los sensatos, sean venteros o
duques, bachilleres o curas, doctores o intendentes, senadores o diputados,
saben muy bien que todo se mueve por una cosa que nada tiene que ver con la
poesía, ni con la caballería andante, ni con la ética; ellos saben que nosotros,
arremetiendo contra los molinos de viento, no lograremos cambiar la realidad
de los molinos, sino rompernos la lanza y quizá la crisma. Pero lo que los
sensatos no podrán hacer nunca es vivir poéticamente, como vivió don Quijote.
Ellos no van por las aventuras, sino por dinero; no quieren deshacer entuertos
ni liberar doncellas ni rescatar huérfanos; no quieren servir a su república, sino
que quieren dinero. Y el dinero puede comprar obsecuencia, pero no amor;
adulación, pero no amistad; poder, pero no grandeza. Miguel de Cervantes vivió
y murió pobre; conoció las miserias de la guerra, del destierro y de la cárcel;
tuvo que ejercer, para sobrevivir, oficios ingratos; pero el riente tesoro de su
espíritu nos enriqueció para siempre. Mientras tanto, la usura destruyó su
España, como destruyó nuestra Argentina y como está destruyendo la tierra
entera.
Sabato ha escrito que es misión del gran arte despertar a quien duerme.
En todo caso, el Quijote nos despierta de una ilusión demasiado ingenua y
finalmente suicida. Nos enseña a ser precavidos, a educar nuestra locura, a
convivir con los bachilleres y con los duques y con toda la nutrida calaña de los
hombres sensatos, que sólo tienen fe en el papel moneda. Al montar el tablado
de la locura, Cervantes desmontó la cordura y mostró de qué miserable
sustancia está hecha: la cordura, que no es más que la cara visible, la cara
presentable o hipócrita de la insondable locura humana. También se creó a sí
mismo. Sin don Quijote, Cervantes no sería Cervantes. Cada uno fue a la vez
padre e hijo del otro. Pero si la muerte del ingenioso hidalgo Alonso Quijano el
Bueno nos conmueve como la muerte de un amigo, es porque adivinamos que
don Quijote es el propio Cervantes. Nada de extraño hay en esto. No habría
podido crear un Quijote quien no lo hubiera sido, quien no lo hubiera padecido
y admirado en sí mismo.
De todas las palabras de Cristo –solía decir Antonio Machado– hay una
que las resume todas, y es ésta: “Velad”. Por eso también don Quijote no
duerme, como no va a dormir hoy en Concordia, ni dormirá mañana.
Sus arreos son las armas,
su descanso el pelear;
su cama son duras peñas,
su dormir, siempre velar.

Y en cambio dormirá Sancho. “Duerme tú, Sancho, que naciste para


dormir.” Si el bueno del escudero no durmiera esa noche, ¿quién se ocuparía
mañana de los prosaicos menesteres cotidianos, sin los cuales no hay caballería

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andante, porque no hay vida? Sobre su sueño vela el absorto don Quijote,
pensando siempre en su Dulcinea ausente, manteniéndola viva en su
pensamiento. Porque es digno el descanso de quien con su trabajo lo merece, y
no es de este descanso que necesitamos despertar, ni es el motivo del velar
quijotesco. Lo que pide vigilia es la duermevela de quienes le tienen miedo al
desengaño, de quienes carecen de coraje para mirar la verdad y prefieren
seguir comprando la bazofia que otros les venden. Lo que paraliza las fuerzas
del espíritu es ese sueño medio despierto de los que están encadenados,
mirando atentamente las sombras que otros proyectan sobre el fondo de una
caverna (un fondo de pantalla, con destellos azules); ese soñar estéril que
prefiere dejarse llevar por imágenes ajenas antes que crear las propias. De ese
sueño es del que quisiéramos que don Quijote nos despertara, aunque como él
mismo ha dicho, “no hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la
voluntad”. Él es el que vela cuando todos duermen, el que se mantiene
despierto en la noche, vigilando el sueño aborregado de un pueblo que no da
muchas muestras de querer despertarse.

Concordia, 29 de septiembre de 2005

Envíos
De Miguel de Cervantes a Don Quijote

¡Oh caballero, caballero mío,


testigo del valor, luz de la Mancha!
De los siglos enfrenta la avalancha,
salva a tu huérfano del reino frío.

Yo, Naufragio, a la tabla me confío


de tu fe que del mar trajo revancha.
En tu hondo nombre mi pasión se ensancha
y en ti puedo llorar por lo que río.

Hijo infinito, en tu tristeza estriba


mi soledad para alcanzar el cielo.
He pasado mi pena a tu aventura

y a tu palabra religión que viva


más allá de este sol, y deje al suelo
la piedra celestial de tu locura.

De Don Quijote a Miguel de Cervantes

Porque te he conocido, no te acuso


de burlar mis hazañas: vas inmerso
en hierro y sangre, solo en el diverso
panorama de rostros, vago intruso.

Sé que tu mano la justicia puso


en el teatro fugaz de mi Universo:
pueda el loco de fe morir converso
y el riente bribón quede confuso.

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El que sueña reír de mi comedia
es comedia de Aquel que no se alcanza.
Entre ambas risas, tu silencio asedia.

Ni eres tan sólo el fiel de la balanza,


que en lo más turbador de mi tragedia
te vi en mi brazo y empuñar la lanza.

De Don Quijote a Dulcinea

Mi dolor de tus ojos se alimenta


como cunde la noche en la mirada
que en ver sombra en la sombra está ocupada,
y en tus ecos mi oído se sustenta

y en lo esperado la esperanza asienta


sus bases, como todo sobre nada,
y en profesión de fe desesperada
hasta el bien en el mal se fundamenta.

Tienen tus ojos noche y tienen frío


y ante su ídolo azul me desvarío
y me tuerzo de lástima y me postro.

Pero ya que la vida así me paga,


aun bendigo la pena, si tu rostro
lleva grabado en su moneda aciaga.

1981

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