Вы находитесь на странице: 1из 252

LETRAS Y SABORES

Antología de nuevos escritores

Editor Diego Paszkowski


Letras y sabores: antología de nuevos escritores /
Alexis Winer... [et.al.]; edición a cargo de Diego Paszkowski.
1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Clásica y Moderna, 2014.
--- p; 20x13 cm. - (Narrativa Juvenil)

ISBN 978-987-20325-9-3

1. Narrativa. 2. Cuentos. I. Winer, Alexis II. Paszkowski, Diego, ed.


CDD 863

Diseño de tapa e interior: Gabriela Di Giuseppe


Ilustración de tapa: Salud! 2, óleo sobre papel de Susana Glöggle.
Fotografía de solapa: Daniel Mordzinski.

© 2014, Clásica y Moderna


www.paszkowski.com.ar

Ediciones Clásica y Moderna – Callao 892


Ciudad de Buenos Aires – Argentina
Directora: Natu Poblet
Editor: Diego Paszkowski

Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte,


ni registrada en, o transmitida por un sistema de recuperación de información
en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímica, electrónico,
magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo
por escrito de los editores.

Cada uno de los autores conserva los derechos sobre su propio texto.

Esta edición de 1000 ejemplares se terminó de imprimir en --------------,


Buenos Aires, en el mes de ----- del año 2014.
Palabras iniciales
“Letras y sabores” surge como consecuencia natural a
partir del último libro temático editado por Clásica y Mo-
derna, “Letras y músicas”, gracias al trabajo realizado, en mis
habituales talleres literarios, por nuevos escritores, algunos
ya reconocidos por sus libros publicados, junto a otros que
recién se inician en el camino de las letras.
Como en los libros anteriores, en este también se presenta
una selección de relatos y ejercicios de estilo que abarca un
gran abanico de posibilidades de escritura, y que permite
encontrar la voz personal de cada uno de los participantes.
La Colección Narrativa Joven se inició en el marco de
la Universidad de Buenos Aires, con la edición de “Más y
Mejores cuentos” (Libros del Rojas, 2000) y continuó en
Clásica y Moderna con “Nuevas Narrativas” y la serie “Nue-
vas Narrativas – Historias Breves I, II y III”, auspiciada por
Editorial Sudamericana, a la que siguió “Nuevos Narradores”
y “Letras y músicas”.
Comencé a dictar los Talleres de Escritura para Jóvenes en
el Centro Cultural San Martín en 1989, y fueron desarrollados
allí durante diez años a lo largo de sus diferentes adminis-
traciones; entre 1997 y 1999 el mismo Centro Cultural, a
través de su directora de entonces, Lucía Gálvez, me confió
la coordinación del Área de Letras.
Desde 1999 hasta hoy, el Taller de Escritura para Jóvenes
integra la programación habitual del Centro Cultural Ricardo
Rojas (Universidad de Buenos Aires), gracias a la generosidad
del Coordinador del Área de Letras, Daniel Molina. En los
últimos años, algunos de los autores que aquí se presentan
participaron en los ciclos de lecturas “Nuevas Narrativas” y

Antología de nuevos escritores 5


“Letras y Músicas”, que tuve la fortuna de programar para
la Dirección de Bibliotecas del Gobierno de la Ciudad de
Buenos Aires.
Por otra parte Editorial Sudamericana, que auspicia este
libro, publicó la primera novela de uno de los autores que aquí
se presentan, Alexis Winer (“Los fragmentos del pasado”);
mientras que otros participantes, como Tomás Wortley, Gui-
llermo Tangelson y Jerónimo Moretti, también publicaron en
diversas casas editoriales o, como Yanina Rosenberg, ganaron
importantes premios literarios.
Así, en las páginas de “Letras y Sabores” conviven algu-
nos autores que recién comienzan, con otros, ya talentosos
escritores, quienes luego de años de trabajo han logrado
realizar excelentes novelas y libros de cuentos, algunos de
los cuales están llamados a destacar en el fértil campo de las
letras argentinas.

Diego Paszkowski

6 Letras y sabores
Festín de revancha
Alexis Winer

Abre el Devorador –a inciertas horas en lo profundo de


la noche– la heladera.
Algo –un mal sueño, una pesadilla fugaz, el solitario la-
mento de la alarma de un auto a lo lejos– lo despertó hasta
desvelarlo y hacerle notar un cúmulo de insatisfacciones. Aten-
dió la primera de ellas en el baño, una cascada interminable y
el sonido del impacto líquido contra el líquido transformado
–en el silencio de estas horas que no pertenecen a los hom-
bres– en estruendo. Pensó el Devorador en volver a la cama,
pero entonces lo asaltó una inquietud –prima hermana de
la ansiedad– que no tenía nombre y que él conocía bien. La
estela de pasos –pies descalzos– ahora lo conduce del baño a
la cocina, con más exactitud a la heladera. No ha necesitado
luz alguna pues conoce el camino exacto –centímetros y
milímetros– para que sus hombros siquiera lleguen a rozar la
sombra de una pared, de un marco o de una puerta.
Al abrir la heladera, la oscuridad se demora un instante
y luego quince watts se derraman sobre la horizontal prisión
alimenticia. La inquietud no tiene nombre, y la ansiedad tam-
poco encuentra el apellido de aquello que –breves mordiscos
irregulares– pueda invocar la calma necesaria para volver a
dormir. Los estantes se encuentran repletos de las compras
del mes en alguno de los grandes supermercados; quienes
acuden a ellos con el estómago vacío terminan por llevar cosas
que no necesitan, ya que ese órgano y no el cerebro o la lista
de compras toman la decisión. Y sucede que el Devorador
siempre tiene, por así decirlo, el estómago vacío, aunque la
piel que lo recubre y contiene muestre lo contrario.

Antología de nuevos escritores 7


Maldice el Devorador por –hace años– no haber elegido
aquel modelo poco convencional de heladera que tenía el free-
zer abajo y el refrigerador propiamente dicho arriba: el ratio de
apertura de puertas es de veintisiete a uno en favor de la puerta
de abajo, es decir, de la heladera. Sabe ahora el Devorador que
aquel era el modelo correcto, y que los equivocados son todos
los demás, sabiduría que remarca su espalda cuando, para revi-
sar el contenido de los estantes más bajos, debe agacharse –casi
arrodillarse– en una posición que el amplio vientre dificulta.
Pero la fuerza de la gula es, a veces, menospreciada.
Repasa el Devorador los níveos estantes de tuppers, porcio-
nes de porciones, quesos envueltos en nylon, platos a medio
comenzar o a medio terminar, aderezos, frutas, verduras.
Dentro de los opacos cajones hay más verduras, fetas de
mortadela y jamones sobre bandejitas de telgopor, más frascos
a los que les queda apenas un fondo –siente el Devorador,
no sabe bien por qué, quizá porque un frasco vacío es una
despedida, cierta aversión a dar la estocada, o cucharada, final
a aquellas deliciosas confituras de frutos del bosque, dulces
de higo y dulces de leche estilo colonial. La inquietud al fin
encuentra nombre –sándwich–, y el cajón comienza a abrirse
pero se detiene a medio camino porque el Devorador entonces
recuerda que no hay pan. Hizo las compras del mes y pan no
hay. No hay pan. Idiota. Cierra el cajón.
Sobrevuela ahora la ansiosa mirada del Devorador los
estantes superiores: botellas dormidas a la espera de la co-
munión con el vaso, la copa o –por qué no– los labios: jugos
artificiales, aperitivos que resulta mejor beber fríos, botellones
con agua, pequeñas botellas –útiles en estas ocasiones– con
agua también. Pero la ansiedad no se apaga con agua ni con
jugo, ni siquiera con un aperitivo. Viaja la mente del Devo-
rador hacia los distantes anaqueles de las bebidas espirituosas
y sí, en otra ocasión quizá alguna de ellas hubiese sido la
respuesta, el apellido que la inquietud anhela, pero hoy no.

8 Letras y sabores
Ahora que sabe que no tiene pan, la palabra y la imagen del
sándwich invaden su deseo: dos fetas de jamón, dos de queso,
mayonesa –en la esquina superior, todo un frasco con apenas
una cucharada de contenido en su interior– quizá uno de
esos pepinillos agridulcemente fileteado, un Sr. Sándwich, o
quizá un tostado: dos panes aprisionados entre las planchas
de metal caliente que derriten un corazón de queso.
Idiota.
Revisa el Devorador los platos a medio comenzar: quizá
pueda dar fin a uno de ellos. Matambre, pizza, arroz con atún
–el arroz ya medio reseco a causa de los días de encierro, y el
atún ya resignado a un final de tacho de basura y no en el volu-
minoso Devorador–, una bandeja de plástico con restos de una
indescifrable comida oriental, pero nada de todo esto aplaca la
inquietud y más bien la asquea. Sabe de pronto el Devorador
que la respuesta es dulce, y entonces gira la cabeza para recorrer
los estantes en busca de aquellas barras de chocolate que suele
almacenar para estas ocasiones. Y, en efecto, encuentra chocola-
tes, pues cuando uno va al supermercado con el estómago vacío
no puede evitar elegir una, dos o tres de esas grandes tabletas
multicolores con su promesa de pasas de uva, almendras o
simple cacao al setenta por ciento en su interior. Pero, al verlas,
la ansiedad las rechaza: chocolate no es la respuesta.
Resignado, el Devorador está a punto de cerrar la puerta
para devolver a los alimentos su habitual oscuridad cuando
ve, primero en su deseo y luego en su memoria, aquello que
ansía la inquietud. Sonríe y vuelve a arrodillarse, pero eso no
basta porque ahora recuerda que lo que busca fue ubicado
expresamente en aquel sitio para evitar tentaciones. Debe el
Devorador ponerse, por así decirlo, en cuatro patas cual –si
se permite la comparación– cerdo en abrevadero, para al fin
ver allí, en el estante inferior, defendido por una muralla
de frutas y paquetes de manteca y sachets de leche y yogurt
dispuestos en sus envases, el objeto de su deseo. Aparta los

Antología de nuevos escritores 9


inútiles guardias y extiende sus zarpas y su sonrisa hacia aque-
lla barroca y excesiva torta que alguien llevó al trabajo y a la
que, por excesiva y opulenta, nadie pudo terminar y sólo él
tuvo el coraje –o el descaro– de llevarse. La torta, su boca de
pac–man en dirección al Devorador, pareciera sonreír también
a la golosa y regordeta mano que se le aproxima.
Pero la mano se detiene. Quizá el Devorador hasta hace
un momento pensaba que sí, que era ese el objeto de su deseo,
pero ahora… Allí, detenido en su porcina posición, recuerda
el Devorador otras noches de ansiedad devenida en panta-
gruélicos festines de restos que transformaban la heladera en
una zona de guerra: comer y comer, sin llegar jamás a saciarse,
para al fin caer rendido a causa del dolor en los maxilares
hartos de triturar. Y luego sí, merced al cansancio, llegaba el
sueño. Uno o dos días después la empleada se ocuparía de
la limpieza y el orden en el frío. Pero sucede que hoy abre el
Devorador la babeante boca sin saber con qué satisfacerla…

Y entonces, quizá a causa de un traidor –o quizá no– gol-


pe de viento, la boca se cierra y el Devorador es arrojado al
vientre de la heladera, lo que desparrama alimentos y botellas.

Apenas se apaga la lamparilla de 15 watts, los alimentos se


abalanzan sobre del Devorador en un verdadero festín de revan-
cha. La boca de pac–man de la torta machaca festiva la mano
extendida antes detenida a apenas centímetros–milímetros. El
voluminoso cuerpo del Devorador se convulsiona en el espacio
imposible que los alimentos debieron hacerle para lograr que
la puerta cerrase y así pudiera apagarse la luz que los mantenía
prisioneros. La acidez de la salsa teriyaki de la bandejita de co-
mida china por venta al peso disuelve piel, pelo, carne, grasa.
El fraccionado cadáver del atún cobra venganza por el olvido o
por el destino de basura y ratas que aguardaba por él; los que-
mados y resecos granos de arroz son ahora hormigas africanas

10 Letras y sabores
que muerden y desmenuzan a escala microscópica. La antes
gomosa pizza es un firme cuchillo que secciona –carne, tendón
y hueso– un antebrazo que, tras unas sacudidas, queda inmóvil,
para instantes después recuperar –en un destino similar al de
los alimentos– la vida y atacar el cuerpo de su antiguo dueño.
Las botellas vibran asqueadas al recordar los repulsivos besos
del Devorador, mientras las barras de chocolate, recién llegadas,
inocentes, ignorantes de los anteriores horrores nocturnos,
contemplan desde el estante de la puerta la carnicería con una
mezcla de estupor, cacao y malsano voyeurismo.
El festín, desenfrenado y violento, termina de súbito, como
terminaban los inesperados atracones del Devorador; los ali-
mentos vuelven entonces a sus anaqueles, los saciados fiambres
a sus camas de telgopor y a sus frazadas de nylon. Los restos
de comida parecen ahora menos insignificantes, los platos se
ven más llenos. Los frascos, antes casi vacíos y ahora repletos,
reposan con satisfacción. La torta –su boca pac–man ahora
cerrada, completado el círculo– regresa a su rincón con casi el
doble de alto, voluptuosa y excesiva. La guardia pretoriana de
leche, yogur y frutas se cierra en torno a ella, que ahora debe
contener la respiración para que sus cabellos de dulce de leche
y granas no se despeinen con el estante de arriba.

Y es así como la inquietud pudo encontrar al fin un nombre.


Nombre y apellido.
Cuando, en dos días o dentro de un mes y medio, alguien
–quizá la empleada dispuesta a ordenar el alimenticio campo
de batalla de los fines de semana, quizá la policía en busca
de un desaparecido Devorador– abra la heladera, encontrará
todo prolijo y en su lugar, a excepción de un dedo pulgar,
porque la última cucharada,
el último bocado,
es –siempre–
una despedida.

Antología de nuevos escritores 11


El frágil equilibrio de la indecisión
Yanina Rosenberg

El tren todavía se mueve, pero la chica sentada junto a


la puerta se pone rápido de pie. Una chaqueta de poliéster,
con elástico en la cintura, la hace ver redonda, y dos trenzas
le bailan por debajo de los hombros. Vamos, vamos, palmea
en la cabeza a un chico que, nariz pecosa, botas de goma por
debajo de las rodillas, se resiste a abandonar el arrullo del tren.
Las pocas personas que siguen en el vagón no levantan la
vista, no se mueven, abiertamente ignoran; tienen la mirada
zombi por esa mezcla de tedio y cansancio que suele infectar
a las personas después de tantas horas de viaje. Vamos, vamos,
repite la chica de las trenzas y entonces el chico de las botas se
levanta del asiento, pesado bolso de cuero colgado como una
mochila sobre la espalda.
Cuando el tren al fin se detiene y las puertas se deslizan con
su bufido neumático, la chica de las trenzas baja espoleada por
los latigazos de su propia excitación, mientras el chico de las
botas arrastra los pies en silencio. Vamos, vamos, la chica de las
trenzas intercala chispeantes saltos infantiles y mantiene una
sonrisa que por momentos disuelve en la articulación del asom-
bro. Avanza y achina los ojos para calibrar el enfoque, estudiar
las hexagonales sombrillas del bar o un backlight transiluminado
con una publicidad de gaseosas; avanza y redondea los ojos, se
despunta el flequillo, se tantea las trenzas por entre el enjambre
de personas que cortan el pasillo desde y hacia las pasarelas.
Ya en la calle, lejos del hormiguero de la estación, la chica de
las trenzas y el chico de las botas se detienen en el umbral de la

Antología de nuevos escritores 13


vereda. ¿Y ahora? Del otro lado de la acera, el hombrecito del
semáforo parpadea hacia el verde, pero ellos no se mueven, el
peso condensado en los talones que, al empujar sobre la piedra
del cordón, hacen temblar las puntas de los pies; es un balanceo
apenas perceptible, una crujiente mecedora de vacilación. La
chica de las trenzas da un paso hacia atrás para afirmarse y sacar
un sobre del bolsillo de su chaqueta. Lee la dirección anotada
en el anverso y alza la vista hacia la vereda de enfrente, aunque
en seguida la baja para volver a leer. El chico de las botas, por
su parte, sigue concentrado en el suave vaivén de sus pies, en el
chirrido de la goma sobre la piedra, o tal vez en los plateados que
la luna imprime sobre una mancha de aceite junto al cordón.
Vamos, vamos, la chica de las trenzas reacciona al escuchar los
ecos de su estómago hambriento.
A no más de cinco cuadras de distancia, se adentran en un
chisporroteo de luces que aviva una línea recta de marquesi-
nas. El aire gana, de a poco, textura y calor, una ácida mezcla
de sudor y humedad. La chica de las trenzas camina, el ceño
fruncido, la mente en algún pensamiento lejano, mientras pasa
sus manos por el relieve de sus trenzas. Camina delante del
chico de las botas y en aquella penumbra fluorescente alcanza
a distinguir vidrieras que exhiben algunos hombres fajados
en cintas de cuero, otros desnudos sujetos a unos grilletes
finamente galvanizados, y también mujeres cuya ropa interior
resplandece bajo la luz ultravioleta. Vamos, vamos, la chica
de las trenzas apura los pasos al recibir silbidos, chistidos, y
algún que otro ¿ronroneo?
En una esquina encuentran a un hombre, pantalón de
corderoy y camisa a cuadros, que fuma un habano de piel
café. El hombre mantiene el cuello cóncavo hacia atrás, los
ojos fijos en las tildes impresionistas del cielo, que aparta con
desgano para mirar a la chica de las trenzas ahora frente a
él. Disculpe, ¿podría decirnos cómo llegar acá?, ella estira el
brazo para acercarle el sobre. El hombre del habano resbala

14 Letras y sabores
sus ojos primero por las trenzas de la joven, sigue torso abajo
hasta detenerse en las redondeces que destaca el elástico de
la chaqueta, y recién después se fija en el papel. En seguida
vuelve a curvar el cuello hacia el cielo y se lleva el habano a
la boca. Aspira, contiene el humo, cierra los ojos, satura sus
receptores de nicotina y al fin exhala. Apenas contrae los
músculos de su cara por lo que, en la oscuridad, no se dis-
tinguen los enlaces de su sonrisa. ¿Conoce?, insiste la chica
de las trenzas y el hombre alza el habano: dos cuadras más y
una para adentro, gesticula él y en seguida les da la espalda
en busca de más humo. Gracias, la chica de las trenzas inclina
la cabeza en un gesto cercano a la pleitesía, toma del brazo al
chico de las botas y vamos, vamos, lo apura.
Un par de cuadras adelante, cuando las luces se distancian,
el aire se enfría, y la oscuridad borronea las formas, las calles,
las veredas, las casas; los perfiles de los árboles comienzan a
parecer calcados de un mismo patrón. ¿Y ahora? La chica de
las trenzas vuelve al juego de los enfoques, de la boca abierta,
de las manos que tantean las trenzas al ver que alguien los
observa desde la ventana de una casa, detrás de una cortina
descorrida que pronto es estirada para impedir la visión. La
chica de las trenzas vuelve a leer la dirección en el sobre y,
aunque en la penumbra apenas descifra las letras, frunce el
ceño y está a punto de decirle algo al chico de las botas, algo
como qué raro, no puede ser, ¿y ahora qué?, cuando en el
umbral de la puerta surge una mujer, cutis perlado, mejillas
rosadas, castaña cola de caballo, que les sonríe entre señas
para que ingresen a la casa.

II

En el mismo momento en que explotó la estación nuclear


de Chernobyl la mujer de las mejillas rosadas, con apenas diez

Antología de nuevos escritores 15


años, despertó con el corazón en la garganta, y se asomó a la
ventana de su cuarto. Con la boca abierta vio el pasto virar a
un rojo luminiscente, y en seguida corrió a esconderse dentro
del canasto de la ropa sucia. Arropada por la esponjosidad de
pantalones, faldas, vestidos, se quedó dormida. Al despertar,
corrió a buscar a su madre para contarle lo que había visto,
pero no la encontró ni en su cuarto, ni en la cocina, ni en el
desván. Ni a ella, ni a su padre, ni a su hermanita bebé, ni a
nadie. ¿A dónde se habrían ido todos? ¿Por qué se habrían
ido sin ella? Mamá, papá, intentó gritar, pero los gritos no
le salían, o al menos no se escuchaban, se perdían en alguna
especie de vacío que los ahogaba, un vacío que de alguna
inédita forma les impedía alcanzar la superficie. ¡Mamá!
¿Estarían afuera? ¿Habrían ido al parque?
Salió de su casa, a la calle desierta, bajo las nubes ceni-
cientas ¿de una tormenta a punto de reventar?, que le daban
al aire una atmósfera de pesadilla. Corrió hacia la plaza, a dos
cuadras de distancia, donde todos y cada uno de los arbustos
de rosas se veían raquíticos, calcinados, muertos, pero allí
tampoco encontró a nadie. ¿Se habría incendiado la ciudad?
¿Habrían muerto todos? ¿Por qué ella seguiría viva? Corrió
hasta el colegio: quizás el portero, alguna maestra, la señora
de la biblioteca, alguien, podía decirle qué pasaba, a dónde
se habían ido todos, por qué, pero ahí tampoco encontró a
nadie. Desesperada, corrió hacia el bar donde a veces meren-
daba con su padre, y como ahí tampoco vio a nadie se sentó
en el cordón de la vereda y empezó a llorar.
No sabía si amanecía o atardecía cuando un hombre de
mameluco blanco, ¿por qué llevaría ese ridículo disfraz?, se
le acercó. Le preguntó quién era, qué hacía ahí, por qué no
se había ido con los demás, pero la chica, que no alcanzaba
a escuchar lo que el marciano decía, no respondió. Sin más
demoras, la subieron primero a un jeep y luego a un avión.
La llevaron primero a Lima y después a Buenos Aires. La

16 Letras y sabores
ubicaron en un barrio, más adelante aprendería que se lla-
maba Isla Maciel, en una casilla de madera y cinc junto a
otras cinco mujeres. Ella no tardaría en olvidar los rosales
en la plaza de Prípiat, las meriendas en el bar, los acordes de
algún violín o de algún teorban, el aroma del guiso de pollo
de los domingos, el Rassolnik de su madre. No tardaría en
conocer el hambre, el frío, el miedo de saberse sola, el Café
du Paradis o, como era famoso entre los marineros europeos,
El farol colorado. Sin embargo, tardaría casi nueve años en
escapar de aquel infierno junto a una compañera de cabello
canoso, pero con cutis perlado y facciones eslavas similares a
las de ella, a la que todos llamaban la Buba.

III

La chica de las trenzas y el chico de las botas siguen, con


pasos lentos, vacilantes, a la mujer de las mejillas rosadas
que, sonriente y sin decir palabra, los guía por el hall de en-
trada hasta un salón comedor. Las dicroicas calefaccionan el
ambiente y un olor a carne asada, a pimientos rehogados, a
cebolla frita los hace salivar. Hay varias mesas dispuestas en
forma de u; sentadas a ellas, hay personas que conversan en voz
baja, amablemente. La chica de las trenzas, no puede evitarlo,
corrige el enfoque de sus ojos para variar el estímulo de sus
sentidos; intenta oler, tocar, escuchar lo que dicen aquellas
personas, pero el llamado de su estómago hambriento hace que
sólo pueda concentrarse en la idea de comer. Como si pudiera
escuchar sus pensamientos, la mujer de las mejillas rosadas les
señala, sin más trámite, una mesa apartada del resto, junto
a un tablero de fotos engarzadas entre los hilos de un tapiz.
El chico de las botas deja caer, con un aliviado suspiro, el
pesado bolso de cuero y se apura a ocupar una silla. La chica
de las trenzas, sin embargo, duda, se resiste, permanece de

Antología de nuevos escritores 17


pie; estira un brazo para mostrar el sobre a la mujer. Noso-
tros… ¿es acá? La mujer de las mejillas rosadas no responde,
manotea el sobre, lo abre, lee y esboza una sonrisa que destila
algo entre recuerdo agradable y eterna gratitud. En seguida
corta el vacío de sus pensamientos, se guarda el sobre en el
bolsillo delantero del vestido y vuelve la vista hacia el fondo
de un pasillo contiguo, ¿hacia otro salón?, ¿habitaciones?, ¿la
cocina?, a donde dirige una leve seña con la cabeza.
Casi al instante, un ayudante de rasgos entre indonesios
y mongoles emerge de aquel pasillo con una bandeja car-
gada de platos humeantes. Mientras el hombre comienza a
descargarlos sobre la mesa, la chica de las trenzas mira a la
mujer de las mejillas rosadas para recibir un escalofrío a lo
largo de toda su espina dorsal. Mira al chico de las botas y ve
que ya tiene las manos, los labios, los dientes brillantes por
la grasa de un costillar. Con la boca abierta lo ve tironear de
los tendones, despegar hilo a hilo las fibras musculares, lo ve
tragar casi sin masticar, como también lo ve, momentos más
tarde, llevar el hueso limpio al fondo de su boca para ubicarlo
entre sus muelas, quebrarlo y sorber la médula con fruición.
El ayudante, por su parte, suma a la mesa platos hirvientes,
coloridos, aromáticos, y también algunos fríos. La chica de
las trenzas vuelve a mirar a la mujer de las mejillas rosadas
que, con un gesto de cejas, párpados y labios levantados, le
señala la comida. Está a punto de fruncir el ceño, de decirle
algo al chico de las botas, algo como deberíamos irnos, ya
entregamos el sobre, o vamos, mejor vámonos de acá, cuando
su estómago hambriento produce un nuevo gemido.

IV

Una noche, cuando la chica de las trenzas tenía trenzas


pero aún no le llegaban por los hombros, su madre la llevó

18 Letras y sabores
a la estancia de la Buba. Hacele caso en todo, agitó el índice
con los ojos aguados por una emulsión de culpa y vacilación,
y después de un único beso, una rápida caricia en la cabeza,
dio media vuelta, tomó el sobre que le entregó la Buba y se
fue. La chica de las trenzas nunca más volvió a verla.
La estancia estaba repleta de chicos, pero la chica de las
trenzas nunca hablaba ni jugaba con nadie hasta que, meses
después, trajeron al chico de las botas. Era alto y macizo pero
siempre andaba encorvado, con la cabeza gacha, y su expresión
de paz hacía imposible resistir las ganas de molestarlo. La
chica de las trenzas no tardó en convertirlo en su pasatiempo
favorito, y hacerlo enojar pasó a ser su único objetivo y diver-
sión. O dejaba abierta la tranquera para que se le escaparan las
vacas, o le llenaba los bolsillos de los pantalones con terrones
de azúcar para que, al peinar las crines de los caballos, los ani-
males lo mordiesen, o dejaba las luces del gallinero prendidas
durante la noche para que al día siguiente, al ir a reponerles
el agua, las gallinas descargaran sus violentos picos sobre él. Y
cuanto menos él se enojaba, más y más crueles acechanzas ella
se ocupaba de planear. Todos en la estancia hablaban de las
bromas, se reían, festejaban, a veces criticaban, pero la Buba
nunca intervenía ni decía nada, siempre ocupada tomando
pedidos y controlando la cantidad de ganado que los peones
subían en cada camión.
Una vez, mientras el chico de las botas intentaba cerrar el
corral, cuya tranquera una vez más había quedado abierta, las
vacas se lanzaron en su dirección y, en medio de la estampida,
uno de los animales cayó encima de él, aplastándolo. La chica
de las trenzas, al ver esto desde su escondite en los establos,
detuvo sus carcajadas y corrió hacia allí. Intentó empujar a la
vaca, tiró de sus patas, le pegó patadas y hasta le tiró baldazos
de agua, pero de ninguna forma lograba moverla. Incluso
intentó seducirla con maíz, heno, soja y cebada, pero no: la
vaca, de costado, algo atontada, seguía firme sobre el chico

Antología de nuevos escritores 19


de las botas. La chica de las trenzas no tuvo más opción que
correr en busca de la Buba, contarle lo que pasaba, confesar.
Con el rostro impávido, sin evidente enojo o preocupación,
la Buba se dirigió al corral. Al ver al animal, levantó su cola
y le apretó el vientre: el animal comenzó entonces a patearse
el abdomen, y con eso, guiada por los gritos de la Buba, la
chica de las trenzas aprovechó para empujar al animal. Con
deslizarlo apenas unos centímetros logró liberar al chico de las
botas que, aturdido y algo hipóxico, corrió unos metros hacia
el lado de la estancia y después, sobre la hierba, se desmayó.
La Buba y la chica de las trenzas, en lugar de ir a socorrerlo,
se quedaron junto a la vaca, que había comenzado a manchar
el pasto con un espeso líquido amarillento. En poco menos
de una hora, junto a la vaca había un ternero recién nacido,
palpitante, envuelto en líquido fetal. Con el ternero ya de pie
la Buba le pidió, en realidad le ordenó, a la chica de las trenzas
que lo llevara rápido a uno de los establos vacíos. La chica de
las trenzas vio, más tarde, cómo la Buba le enseñaba al ternero
a beber el sustituto lácteo de una cubeta, y quedó fascinada
por la inusitada dulzura con que la mujer le bajaba el morro,
al tiempo que se dejaba lamer los dedos para abrirle la boca
y hacerlo beber. La chica de las trenzas se encariñó tanto con
el animal que muchas noches escapaba de su habitación para
ir a dormir junto a él en el establo.
Cuando, una mañana, la Buba fue al establo a descornar al
ternero, encontró a la chica de las trenzas sobre el heno abraza-
da al animal. La Buba golpeó la sierra contra la tranquera para
despertarlos con las estridencias de las chapas. En seguida, la
chica de las trenzas se incorporó algo atontada, los rojos de la
vergüenza encendidos en sus mejillas; el animal, por su parte,
se puso de pie y, bufido mediante, comenzó a sacudirse las pa-
jas incrustadas en el lomo. Sin gestos ni palabras, la Buba sacó
una maza de un bolsillo de su delantal. La chica de las trenzas
frunció el ceño, ¿siempre llevaba una maza en su delantal?,

20 Letras y sabores
se preguntó, pero no alcanzó a figurarse una respuesta que
la Buba, sin preámbulos ni pausas, hundió de un mazazo el
hueso frontal del animal. Tras esa letal y sorpresiva estocada la
Buba se arrodilló, las manos firmes, las facciones congeladas
en la indiferencia, y tomó un facón del bolsillo de su delantal.
¿También cargaba un facón? La chica de las trenzas cerró los
ojos apenas vio cómo la Buba lo hundía en la carne: un par
de movimientos ágiles, vigorosos y certeros le bastaron para
degollar al animal. Tras descartar la cabeza, tomó al ternero
de las patas traseras y lo alzó con insólita fuerza para colgarlo
de un gancho en la pared. Debajo del animal puso un balde
con restos de sustituto lácteo que en seguida viró al rosado, y
cuando las venas gelatinosas, colgantes, al fin terminaron de
drenar las últimas gotas de sangre, alcanzó un tono carmín.
La chica de las trenzas no salía del estupor cuando la Buba
se volvió hacia ella, las pupilas serenas, más dilatadas que de
costumbre, pero una voz jadeante, de consonantes pegando
latigazos, y le dijo: un hombre nunca es amigo de su guiso. Y,
tras acariciarle las trenzas con inusitada dulzura, tiró el facón
sobre el heno y le ordenó a la chica de las trenzas, tambaleante,
llorosa, que separara el cuero de la carne y las vísceras.

La mujer de las mejillas rosadas avanza por entre las me-


sas, con la luz que resbala por sus pómulos con un efecto de
porcelana. Sonríe sin decir ni una palabra, sonríe y todos la
ven desfilar envuelta en su misterioso silencio; algunos de-
vuelven las sonrisas, otros se mantienen serios, los dedos que
tamborilean sobre los octogonales platos de sitio. Desde una
de las esquinas del salón, la mujer de las mejillas rosadas dirige
la vista hacia la mesa del chico de las botas y la chica de las
trenzas. Al verlos comer sin pausa ni respiro, apurados y tor-

Antología de nuevos escritores 21


pes, sin un mínimo respeto por el código de buena conducta,
acelera ¿impaciente? su paseo por entre las mesas. El ayudante
de rasgos indonesios o mongoles, en tanto, les reemplaza los
platos sucios, vacíos, por nuevos platos rebosantes de comida.
La chica de las trenzas hunde la cuchara en un plato de
sopa ¿de remolacha? y ya descarga el líquido junto a sus labios
cuando ve que el chico de las botas deja caer sobre el plato
un hueso todavía con carne. ¿Estás bien? La chica termina
de volcar el líquido de la cuchara dentro su boca. El chico
de las botas no la mira, no responde, apenas alcanza a curvar
el cuello cóncavo hacia atrás. ¿Qué te pasa? ¿No das más?
El chico parece a punto de reventar, ¿estás que reventás? La
chica de las trenzas deja escapar un carcajada, pero cuando el
chico de las botas se abraza con fuerza el estómago, como si
le doliera, como si de verdad estuviera a punto de reventar, la
chica de las trenzas deja la cuchara sobre el borde del plato. ¿Te
sentís bien? El chico de las botas sigue sin responder, la boca
abierta en busca de aire, las pecas de su nariz que tiemblan,
se deforman. Al verlo cerrar los ojos y dejar caer la cabeza
hacia un lado, la chica de las trenzas se pone de pie y grita.
Todos en el salón la miran a ella, que grita, y a la mujer
de las mejillas rosadas que, aunque no escucha los gritos,
en seguida se apura, entre saltos, hacia la mesa. La mujer se
acerca al chico de las botas, apoya el índice sobre su cuello, le
mide el pulso, sonríe, ¿por qué sonríe? ¿acaso tiene la sonrisa
congelada?, ¿no ve que necesita un médico? ¡Un médico!, grita
la chica de las trenzas, pero se tranquiliza al ver la inusitada
dulzura con que la mujer acaricia el cabello del chico. Un
casi imperceptible gesto de la mujer hace que el ayudante de
rasgos indonesios o mongoles se acerque al chico de las botas
y lo tome por las axilas. Al bajarlo de la silla, una de las botas
se desincrusta de su pierna y cae acostada al piso. La chica de
las trenzas se agacha y la levanta; intenta volver a ponérsela,
pero la mujer de las mejillas rosadas la detiene con un gesto.

22 Letras y sabores
El ayudante, por su parte, ya arrastra al chico de las botas
fuera del salón y no tardan en eclipsarse al fondo del pasillo
contiguo. La mujer de las mejillas rosadas sonríe a la chica de
las trenzas. ¿A dónde lo llevan? ¿Van a llamar a un médico?
Yo voy con él, dice, y entonces la mujer se acerca a ella para
deslizar, con inusitada dulzura, la yema de los dedos por los
sinuosos caminos de sus trenzas.
¿Qué le pasa? ¿Reventó? ¿Va a estar bien? La mujer de las
mejillas rosadas sonríe, y la chica de las trenzas, como hip-
notizada, se relaja, vuelve a sentarse, y sus ojos ahora quedan
a la altura del sobre, que despunta del bolsillo del vestido
de la mujer. No alcanza a comprender aquellas negras letras
de imprenta, tal vez porque no entiende el idioma o tal vez
porque la mujer de las mejillas rosadas insiste en señalarle el
plato aún lleno. La chica de las trenzas fija entonces la vista
en el fondo morado de la sopa, pero no se mueve. Tiene la
vista concentrada en la cuchara que, al resistir sobre el borde
del plato, hace temblar el mango; es un movimiento apenas
perceptible, la convulsión que siempre se presenta antes de
abandonar la duda, de emprender un camino en el frágil
equilibrio de la indecisión.

Antología de nuevos escritores 23


Güerito
Guillermo Tangelson

Mi güerito, cuánto te quiero. Eres difícil como tu padre, y


como tu tierra estás lleno de secretos... mi nietito lindo... sólo
tú sabes las horas que hay que dedicarle a los verdaderos actos
de amor, la importancia de ser paciente y de estar sereno.
Hoy tenemos fiesta en el pueblo y hasta tu hermano, tan
atareado que estaba, dejó todo y vino desde Puebla para cenar
con nosotros; el abuelo fue a buscarlo al aeropuerto, qué ho-
nor, ¿verdad? Por eso tanta agitación: todos quieren reunirse
en familia. Pero ya te dije: hay que ser paciente, güerito.
Huele rico, ¿verdad? Es el cacao. Te prepararé Pollo con
Mole, tu favorito.

¿Recuerdas el primer día en que entraste a esta cocina? ¡Cómo


te asustaste, güerito! Pensé que no entrarías más: “la abuela es
una bruja”, decías, y le hablabas a tu madre de ollas humeantes
y misteriosos menjunjes. Por suerte, ella te tomó de la mano y
te hizo volver. La Gringa te traía a las rastras y tú pataleabas,
pero ella, con una sonrisa que acariciaba tu rostro, te convenció.
Ocupó una silla junto a ti, ¿lo recuerdas? y me preguntó sobre
cada frasco de la alacena. Nunca conocí a una mujer más her-
mosa que tu madre. Sus ojos de niña exploraban y aprendían:
—Quiero que conozcas bien esta cocina, hijo, porque aquí
están tus raíces y tú eres esta tierra.
Cuando ella hablaba así, yo entendía por qué mi hijo se
había enamorado de ella.

Ahora, fíjate en este secreto: si cortas la cebolla de esta ma-
nera no te hará llorar, y le dará a las cosas un sabor suavecito.

Antología de nuevos escritores 25


Pones un poco de ajo, unos cacahuates, le agregas canela, un
poco de anís como te gusta y algo más de chocolate, que nunca
sobra. Y, desde luego, unos chilitos, ¿para qué hemos nacido
aquí, si no...? lo que me hace recordar la discusión que tuvo
tu abuelo con tu madre el otro día. Él le decía:
—Nuerita, yo a usted no la entiendo: ¿cómo es eso del
fast food?, ¿se prepara algo rápido para que también se coma
rápido?, ¿y qué valores son esos? ¿Allí en el norte a nadie le
interesa reunirse en familia?
Ella rió con ganas, y entonces tomé su mano y le dije:
—La familia no tiene tiempo, m’ hija, la familia es el
tiempo...

¿Cuántas tortas de cumpleaños hemos hecho juntos, güe-
rito?, ¿cuántos amigos han pasado por aquí? No conozco una
sola persona que no se sienta atraída por el aroma de un horno
encendido, ni siquiera el cascarrabias ese del alcalde, a quien
descubrí dando vueltas por la casa cierto Día de Reyes, antes
del amanecer: se hacía el distraído, pero él sabía que yo aquel
día prepararía mis Roscas de Reyes, ¿y te crees que alguna vez
me pidió una? Nunca. Tan sólo se detiene, cada año, frente
a la ventana para sentir el aroma del pan recién horneado;
cierra los ojos, aspira hondo, sonríe y sin decir palabra, se va.
Todos tienen bondad, güerito, pero muchos no saben dón-
de encontrarla. Eso le dije a tu padre el día en que te peleaste
con el hijo de Don Rogelio, el Pancho, malcriado como un
torbellino... pero tu padre nunca lo perdonó, ni al chico ni al
padre, porque algunas cosas se quiebran y en vano intentamos
arreglarlas. Si le pasó a mi mortero de piedra, que creía irrom-
pible, puede pasarle a cualquier cosa, incluso a la amistad.

Mira esas luces... preciosas, ¿verdad? ayer le explicaba a tu
madre el origen de estas fiestas. Hubieras visto su expresión,
no me lo podía creer. Años de vivir aquí y nadie se lo había

26 Letras y sabores
contado, un escándalo. Así que le conté toditita la historia,
desde los días en que los aztecas poblaban nuestra tierra... y
cuando terminé, ella, risueña, dijo:
—Es como el Halloween.
Y tu abuelo, siempre respondón, le dijo:
—No m’hija. Esa cosa es para vender caramelos, candis —y
señalaba su boca— La nuestra es otra ceremonia, sin brujas ni
calabazas; aquí bailamos junto a la pelona, a la parca, porque
la aceptamos con naturalidad, y no creemos en los gimnasios
o las cirugías. Por eso no usamos disfraces.
Entonces le ofrecí a tu madre una calavera de azúcar. Ella
dijo:
—Tiene mi nombre escrito en la frente.
—Sí. No debemos olvidar que la muerte tiene escritos
todos nuestros nombres, m’hija... –le dije yo —, pero mientras
llegue, verás qué dulce es la vida...
Y entonces un bocado le devolvió a tu madre una sonrisa
que hacía rato no tenía.

Verás, güerito, a ella se le hace difícil aceptar que te has
ido, y por eso es tan importante que hoy mi pollito salga
más rico que nunca. De modo que te pido un poco más
de paciencia, mi niño, que los grandes amores se cocinan
a fuego lento. Iremos a tu lugar de descanso, como dice la
tradición, y pondremos el mantel más colorido que tenga la
casa; brindaremos por ti y en ese mismo lugar cenaremos tu
plato favorito, pues en este día de todos los santos, tu alma
estará con nosotros.

Ya casi está listo, ¿sientes el aroma? Es una mezcla de
café con almendras que pronto probarás, mi hijito querido.
Ya llegará tu padre, que fue al barbero para hacerse afeitar:
quería estar elegante para este encuentro y hasta hizo planchar
su traje azul, el de las grandes ocasiones. Tu mamá trata de

Antología de nuevos escritores 27


comprender todo esto, en el pueblo le dicen que todo estará
bien, y ya lo creo que estará bien. Pero cuando llegó el muy
escéptico de tu hermano, le dijo que no estaba obligada a
participar de nuestras ceremonias...
¿Quieres que te cuente otro secreto? En la vida aprendí
casi tanto como en la cocina; siempre quise saber, y a pesar
de que no soy ninguna maravilla, desarrollé una capacidad
de observación tan sutil como la diferencia entre el medio
punto y el punto chantilly. Y te diré algo sólo para tus oídos:
la mejor receta del mundo es no saber. Estás sorprendido ¿ver-
dad?, déjame que te explique; una vez que manejas todos los
elementos de la cocina y conoces cada receta a la perfección,
hay sólo una cosa capaz de hacer único un plato: cerrar los ojos
y olvidar... olvidar las recetas, las reglas, todo lo conocido, y
guiarse por la intuición; exagerar, reír, soñar... y así se prepara
la felicidad, sin nadie que pueda decirte cómo lo ha hecho.
Eso es lo que ocurrirá esta noche, ya verás: tu madre ha
comprado las flores y ya hizo un sendero de pétalos para
que puedas hallar siempre el camino a casa. Y ahora, si no
te molesta, nos pondremos en marcha porque este plato se
ve delicioso.

Mira a la familia de los Gutiérrez, ¡cómo ha crecido la
niña! Y eso sólo puede decir una cosa: no más espejos para
esta vieja coqueta. Han hecho unos tacos al pastor, que al viejo
Fermín le encantaban. Y allá está tu madre, ¿puedes verla? Ve,
siéntate junto a tu padre, que yo me quedaré con tu hermano
que parece necesitar un poco de paz.
—¿Has venido en avión, Ramoncito?
—Sí, abuela, en avión.
—¿Y te asustó?
—¿Cómo me va a asustar, si los aviones son seguros?
—La muerte también es segura, chiquito, por eso tampoco
hay que tenerle miedo. Algunos estamos arriba y otros abajo;

28 Letras y sabores
hoy has viajado sin miedo, tal vez un día vuelvas a hacerlo y
espero que entonces tampoco temas: yo te cuidaré.
—Gracias, abuelita.
—Bien, ahora, ¡a comer!

Como verás, he servido una generosa porción en cada plato


y, modestamente, creo que estos pollitos tienen un aspecto
fabuloso, ¿no lo crees? ahora soy yo quien debe tener paciencia:
antes de probar bocado, prestaré atención al rostro de tu padre,
al de tu madre, al de tu hermano y al del abuelo... ¿Esperabas
la sonrisa del alcalde al sentir el aroma de las Roscas de Reyes?
No, güerito, esta fiesta no es para los paladares... Te noto tan
desconcertado como ellos... Y a ellos tan sorprendidos como
decepcionados, que es justo lo que necesito...
Como si se lo hubiese pedido, tu hermano me dice:
—Abuela, este pollo no sabe a nada.
Y tu mamá que lo sigue:
—Es cierto, tiene un aspecto formidable, pero no tiene
gusto...
Entonces te miro y les digo:
—No hablen así frente al güerito: el pollo está delicioso
y eso no se pone en duda; lo que pasa es que su alma disfruta
de todos los sabores por nosotros, ¿no es así güerito? Así que
ahora, si quieren hacerme el honor, disfruten de esta comida
que preparé para alimentar el alma, estoy segura de que les
va a encantar.

Antología de nuevos escritores 29


Como la vida misma
Hernán Pueyrredon

De los italianos heredamos lo peor, y también algunas cosas


buenas, que nos ayudan a que nuestros días acá adentro sean un
poco más llevaderos, para qué te lo voy a negar. No te dejes llevar
por las apariencias. Vos dirás, qué carajo tiene el Gallego Araujo
para decirme a mí, el Tano Faccardi, cómo son los italianos, pero
sabés lo que pasa, los españoles no nos casamos todo el tiempo
con otros españoles (a veces sí) y por eso entre castellanos y vascos
te encontrás con que yo también tengo una abuela de apellido
Naldini y una madre bien tana, que habla a los gritos, te cuida,
te casca, te llora y te quiere como cualquier madre italiana, y
bueno, si todavía me estás prestando atención, escuchame un poco
más, qué te cuesta, si acá el tiempo no vale nada, o vale todo,
pero en tu caso no vale nada, y dejame que te cuente algo que
no sabés sobre la pizza, que fue algo bueno que los argentinos
heredamos de Italia, o al menos que te cuente algo de la pizzería
más famosa de Buenos Aires…
…se pronuncia pisa; picsa dicen los caretas que se hacen los de
barrio y tienen chaletes por Devoto, ¿me entendés? Cuestión que
todos se llenan la boca con que la fugazzeta del Cuartito, o la de
morrones de Las Cuartetas, o la de Banchero, que es media masa
y te la sacan en sartén, o Angelín, salvo los días que juega Boca
porque se llena de barras que después arrancan para Cocodrilo, o
la de jamón que te sacan en la esquina de la estación Chacarita,
o la de Güerrin que en mi opinión no tiene nada de impresio-
nante, salvo por ese salón familiar siempre lleno de gente, amigos
y jarras de cerveza. Todas son buenas, para qué negarlo, pero por
muchos años la mejor de todas fue La Estación, sí, esa que en los
noventa estaba en la estación de trenes de Retiro. Vos de seguro

Antología de nuevos escritores 31


ahora mirás tus cartas, el aceite de las mejores pizzerías brilla
en tus manos, y pensás a ver con qué me sale el cheto este que se
hace el pibe de barrio, el tanito, si con esa carita de lava tupper
se nota a la legua que nunca saliste de tu depa de Barrio Norte,
gato, y yo te canto retruco: pizza al corte, open twenty four hours,
barra para entrarle de parado, mesas siempre ocupadas por unos
pocos y otras tantas ocupadas pero sólo por pocos minutos, sabores
de todo tipo, especiales como la de palmitos, anchoas, nueces,
muzzarella y provolone, que la sacábamos siempre caliente, no
sé si me entendés…
…la especial de la casa es un invento, puro cuento, y si alguien
la pide nunca tienen los ingredientes o la tienen congelada y nunca
se termina de calentar bien en el horno porque si no se quema
y microondas jamás, los únicos que alguna vez se animaron a
sacar pizza así fueron los kioskeros…”
…¿pizza cono? ¿Como si fuese un helado? Cono te van a dar
acá si seguís diciendo pelotudeces, no te hagás el vivo, o el wise
man, como dicen en la pelis de mafiosos…
…el hombre sabio, el vivo, el capo, que es cabeza en
italiano, capisce, al final tanto Tano y no cazás una, espero
que al menos sepas hacer pizza porque si no sí que estás en
el horno…
…es un chiste, gil, podés reírte cada tanto…
…lo lindo de La Estación era también las historias que
entraban y se perdían al ritmo de las bocinas de los trenes, un
lugar único, donde vos podías apoyarte en la barra, debajo de
las luces amarillas, con un buen café con leche y no cansarte
nunca de esa magia que es Buenos Aires y se hace presente
en lugares como estos, y las minas, hermano, qué mujeres,
te quedabas como bobo mirándole las piernas a una rubia
de pollera y zapatos de taco que hacía tiempo para ir a una
reunión por la zona, porque ahí nomás arranca el Centro y las
torres de oficinas con las mejores empresas del mundo, y de
repente pam, de repente tenés frente tuyo a una morocha de

32 Letras y sabores
tetas duras y culo firme para pedirte cambio para el colectivo
y ahí te derretís, sos un queso frente a esa aparición divina,
porque las mujeres son sagradas, de eso no te olvides nunca
piscuí y si no las adorás, si no las querés, las cuidás, las hacés
reír, fuiste, sos muzzarella…
…es una forma de decir, ¿pero a vos de dónde te trajeron?...
…yo de Palermo, Capital Federal, por entonces todas casas
de familias italianas, ahora vi en el diario que es otra cosa,
todos restaurantes de comida gourmet y bares y la mayoría
todos vacíos salvo cuando se sale y sabés por qué ¿no? Te lo
digo yo: merca. Merca en la barra, merca en la cocina, merca
con la cuenta, merca debajo de la silla, merca en el piso de
arriba, merca en el baño, merca en el vip, merca con tu tra-
go, merca en un rincón, merca en la mesa, merca con pala,
merca, merca, merca, pizza y merca, ahí está la cosa ahora,
pero en su momento yo no tenía esa carta para jugar en mi
pizzería, no tenía delivery, porque eso de las motitos recién
estaba arrancando y porque tampoco lo necesitaba, la gente
viene a la estación, no es que la estación va a la gente, ¿me
entendés? pero si hubiese tenido esa carta, pagaba todas las
deudas, zafaba del tequilazo, gambeteaba la crisis que el hijo
de puta de Cavallo, Menem y todos los garcas ya me hacían
sentir, pizza y champagne decían, pero no merca, porque
con merca yo de La Estación te sacaba un tren de merca, así
como los yorugas que te la venden por metro a la pizza, yo
dejaba de lado los platos voladores, cambiaba las sartenes
redondas y abandonaba la media masa para sacarte metros,
kilómetros de vagones cargados con merca, merca y palmi-
tos, merca y jamón, merca lo que quieras, merca napolitana
y que nos salía riquísima, todo en su cocción justa, la masa,
la salsa, la muzzarella, el ajo y el tomate bien sabroso y un
poco caliente arriba, qué delicia, y así hubiera podido zafar
pero no, lo mío fue la muzzarella, sacarle el mejor provecho,
porque es lo más caro de la pizza, vos podés ganar muy bien

Antología de nuevos escritores 33


con las bebidas, con los condimentos que te dejan cobrar
mucho más caro, con el servicio de mesa, pero siempre vas
a tener que invertir en queso, queso y más queso, y en una
pizzería, como en la vida misma, pasa que a veces hay que
tomar decisiones con las que no estás muy de acuerdo pero de
las que no podés escapar, una de cal y una de arena, te tapás
arriba y te destapás los pies, la vida es una manta cortita, no
una caja de bombones como dice el gil de la peli, porque en
la caja del yanqui ese siempre hay chocolate, amargo, dulce,
con licor, lo que quierás, pero cuando tenés que cubrir toda
la pizza y la muzzarella no alcanza, ahí te quiero ver yanqui
vende patria, porque esos son de lo peor, los hijos bobos de
los ingleses, menos americanos que Rasputín…
…te hace reír lo de Putín, y bueno, te puede quedar bien el
apodo, mejor Putín a que te digan Tano cuando no sabés hacer
pizza... Una vez hubo uno como vos, que no funcionó, y al
horno, al horno por un extra se lo dejamos a los guardas, a los
Apóstoles, una vez hasta un juez pidió un buchón a la piedra…
…ah, ahora querés aprender, al final no sos tan gil, sabés
que te conviene, ¿no? Vení, Tanito, vení que te muestro el
lugar, este es el horno, acá para amasar y preparar, y esta de
acá es la magia, la muzza inspiradora, la materia prima…
…sí, tremenda baranda pero hay que aguantar, la historia
no cambia, al peso también tenemos que hacerlo rendir, y
si acá adentro se nos mueren tres o cuatro por muzzarella
adulterada y contaminada a nadie le importa…
…sí, adulterada y contaminada, como la vida misma,
Tanito.

34 Letras y sabores
La casona Molyneux
Cintia Lepere

Una vez al año, aunque nunca en una fecha específica,


Preta Babin y Marcel Roux almuerzan juntos en la Casona
Molyneux, un distinguido y, por lo costoso del menú, exclu-
sivo restaurante de la Ciudad. Roux, el primero en llegar a
la cita, toca el timbre y, ya dentro del local, se deja guiar del
vestíbulo al salón por una recepcionista alta, delgada, rubia,
pero demasiado lánguida como para ser considerada una
mujer sensual; no es mi tipo, piensa Roux al ubicarse en la
mesa reservada a su nombre.
Un camarero corpulento, de aspecto escocés, se acerca
a preguntar a Roux si desea ordenar algo o aguardará a su
acompañante. Roux dice que beberá un whisky con hielo; el
camarero asiente y se retira para volver pocos minutos des-
pués con una bandeja en la que carga un vaso de vidrio, una
cubeta y una botella. Con la mano libre, el camarero pone
una y luego, a pedido de Roux, una más, una segunda piedra
de hielo en el vaso. Con una habilidad que Roux calificaría
como digna de admiración, engancha a un costado de la cubeta
la pinza con la que tomara el hielo y, ya con la mano libre,
sostiene la botella, llena el vaso; luego deja la botella, toma el
vaso y lo deposita en la mesa, justo delante de Roux; sonríe
satisfecho, casi con menosprecio, como quien ha hecho algo
maravilloso ante un completo inútil, y luego se retira.
Roux observa al escocés, así lo ha apodado y así se referirá
a él durante el almuerzo: pelirrojo, espaldas anchas, hombros
redondeados y una impostada amabilidad hacia a quienes,
en el fondo, sólo desprecia. Nos odia, piensa Roux, y una
expresión que lo hace parte de la legión de habitués de la

Antología de nuevos escritores 35


Casona Molyneux. El escocés ahora se pierde al otro lado
del mostrador, frontera que demarca el límite entre el salón
y la cocina, y para Roux resulta inevitable seguirlo con la
mirada: algo en él lo atrae. Luego lo ve depositar ante otros
comensales platos humeantes, aromáticos y bien presentados,
y comprueba que, a pesar de guardar las formas, sus modos
no son ni delicados ni amables, como si sus movimientos
quisieran dejar en evidencia que atiende a los clientes por
pura obligación, que sólo es una cuestión de tiempo, de suer-
te, para, algún día, cuando la suerte esté de su lado, seamos
nosotros, y con aquel nosotros Roux suspira aliviado, quienes
estaremos a sus pies.
Roux no ha advertido que Petra Babin ya está sentada
frente a él, y sólo nota su presencia cuando ella lo saluda, qué
es lo que te ocurre; entonces él voltea, sonríe, nada, nada, y al
mirar a la señorita Babin con atención descubre que, a pesar
de la edad, no ha dejado de ser una mujer atractiva; luego,
con una seña, llama al escocés, que sacude la cabeza como si
dijese iré en cuanto pueda, y usted, señor, deberá esperar. Roux
le sonríe y luego agacha la cabeza; siente haberle pedido al
camarero un favor, permiso, perdón, piedad, clemencia.
Cuando el escocés por fin se acerca, la señorita Babin se
vuelve dócil, casi ingenua; su voz se torna aguda, aniñada,
monocorde, y su cuerpo adopta la actitud de una quinceañera
vergonzosa, algo excitada tal vez; y es con aquella vocecilla
tenue que la señorita Babin consulta al escocés los ingredientes
de algunos platos, a lo que él responde con roncos graznidos,
en un francés torpe y con una media sonrisa: parece que le
divirtiera la situación.
El escocés se acerca aún más a la señorita Babin, se inclina
un poco y entonces Roux alcanza a ver que el camarero frota
su entrepierna contra el brazo flexionado de la mujer; ella se
sonroja, sonríe e intenta disimular su excitación al sostener,
aún con mayor firmeza, la carte con el menú.

36 Letras y sabores
Algo avergonzado, aunque no menos confundido, Roux
voltea y se concentra en una mesa cercana ocupada por una
pareja de ancianos. Le causa cierta gracia la parsimonia con
la que se llevan los cubiertos a la boca: mastican muy des-
pacio y con excesiva preocupación por mostrarse educados,
correctos, inimputables. Sin embargo, aunque en verdad lo
intenta, Roux no logra dejar de escuchar las risitas ahogadas
de la señorita Babin. Cuando al fin ella se decide por el hachis
parmentier, el escocés se dirige al señor Roux, aunque no se
le acerca sino que mantiene una distancia prudencial. Roux
no le sostiene la mirada al escocés, y con el rostro oculto tras
el menú ordena una salade landaise; en cuanto al vino, me
tomaré algún tiempo para elegirlo. El camarero toma nota del
pedido en una pequeña libreta y se retira, entonces la señorita
Babin le pregunta a Roux ¿cómo has estado?
Roux bebe lo poco que queda de su whisky mientras
la señorita Babin sigue con la mirada los movimientos del
escocés: de la cocina al mostrador, del mostrador al salón. Al
fin Roux retoma la conversación que ha quedado pendiente,
fuera de la ciudad, estuve todo este tiempo fuera de la ciudad;
sin embargo la señorita Babin no lo escucha: ahora ella man-
tiene la cabeza gacha, los párpados entornados, y muestra, o
más bien oculta, cierto rubor en las mejillas. Roux propone
ordenar una botella de vino, Pinot Noir o Sangiovese, pero la
señorita Babin, el que elijas estará bien, pide disculpas y se
dirige al tocador.
Con algo de temor, Roux llama por señas al escocés que, al
otro lado del salón, distribuye tazas de café y refrescos en una
mesa ocupada por lo que, a simple vista, parece una familia,
un matrimonio de mediana edad con tres hijos: dos niñas casi
adolescentes y un pequeño de no más de ocho años. Cuando
el escocés al fin se acerca, Roux ordena una botella de vino, se
ha decidido por el Pinot Noir ya que, según recuerda, a Petra
solía gustarle. Con total indiferencia, el escocés toma nota

Antología de nuevos escritores 37


del pedido y se aleja farfullando una frase en inglés, con un
marcado acento germánico, que Roux no alcanza a interpretar.
La señorita Babin vuelve a la mesa justo en el momento
en que el escocés trae el vino y lo descorcha; sirve un poco a
Roux quien, luego de probarlo, asiente en señal de aprobación;
el escocés se acerca entonces a la señorita Babin y, mientras
llena su copa, le susurra algo al oído; con eso ella sonríe y su
cuerpo se estremece: tan cercano, el aliento del camarero le
provoca un tenue escalofrío. Roux bebe vino para, otra vez,
concentrarse en la pareja de ancianos que ahora, con la mis-
ma parsimonia con la que acabaron sus platos, disfrutan del
postre: ella una Pêche Melba, él un Crêpe Suzette.
El escocés humedece con la punta de su lengua el oído de
la señorita Babin, quien deja escapar una risita que intenta
apagar con el mero acto de llevarse a la boca la copa de vino;
al beber, siente los labios entreabiertos del camarero sobre su
cuello, el húmedo, cálido, rastro del hombre sobre su piel la
obliga a entornar los párpados, morderse los labios, apretar los
puños, entreabrir las piernas. Roux, en tanto, se concentra en
las manos de los ancianos de la mesa vecina, en la precisión
del uso de los cubiertos, en sus movimientos acompasados:
del plato a la boca, de la boca al plato.
Con los ojos entrecerrados, los párpados temblorosos, la
respiración apenas agitada, la señorita Babin toma un paneci-
llo de la cesta y lo estruja en su puño cerrado como si con eso
pudiera contener los gemidos que le provoca la recia caricia del
camarero, que ya le desliza una torpe mano sobre los pechos
y luego la deja caer más allá del vientre para avanzar entre sus
piernas que se abren y cierran, se cierran y abren, como si, a
pesar del placer y de la excitación, la señorita Babin recobrara,
por momentos, cierto sentido del pudor.
Cuando ella respira profundo, cuando deja caer los brazos
a un lado y al otro del torso, cuando al fin abre los ojos y son-
ríe, el escocés la besa en los labios y se retira. Roux entonces

38 Letras y sabores
retoma la conversación, en la estancia se está mucho mejor, dice
y la señorita Babin responde que es cierto, por supuesto, que
aún recuerda aquel lugar y que le gustaría, en algún momento,
quizás en el verano, volver a visitarlo; Roux asiente, aunque
sabe, lo sé, que aquello no es más que una promesa de cortesía.
El escocés se acerca una vez más a la mesa con los platos
que le ordenaran. Mientras deposita con cuidado el hachis
parmentier delante de la señorita Babin, rumia una de sus frases
en inglés que Roux no alcanza a escuchar pero que a la mujer
le provoca un fuerte escalofrío que le eriza los suaves, rubios,
delgados vellos de los brazos y evidencia los pezones bajo la fina
tela de su blusa blanca. Al dejar la salade landaise frente a Roux,
al escocés se le escapa un respingo cargado de menosprecio.
La señorita Babin come con deleite, está delicioso, pero
Roux apenas si prueba su plato, me siento algo inapetente. La
mujer mastica cada bocado varios minutos cada bocado, y
al hacerlo aprieta bien los labios por educación, claro, pero
también para evitar que se le escape algo del sabor, del placer.
Cuando ella acaba su plato, Roux le pregunta si desea postre,
o prefieres café. La señorita Babin mira su reloj pulsera, ya es
tarde, y se disculpa porque se le ha hecho tarde; entonces se
incorpora y se despide de Roux con un suave, delicado, casi
imperceptible beso en la mejilla, tan suave, tan delicado, que el
hombre no termina de saber si los labios de la señorita Babin
en verdad le han rozado la mejilla.
Roux llama con una seña al escocés que, acodado en el
mostrador, conversa con uno de sus compañeros; el camarero
acude a la mesa con desgano, qué se le ofrece ahora; Roux le
pide la cuenta, y esta vez el escocés demora en regresar mucho
menos de lo esperado. Y si bien Roux le entrega el importe
del almuerzo y una generosa propina, por su gentileza, pero
el escocés se aleja sin siquiera agradecer.
Aún sentado a la mesa, Roux observa al escocés, quien
ahora acude al llamado de un caballero que, en una mesa

Antología de nuevos escritores 39


cercana, almuerza en compañía de una atractiva joven. El
escocés se acerca a la mujer y ella sonríe, entorna los párpados,
se sonroja. Roux entonces se incorpora y abandona el salón; ya
en el vestíbulo, ayudado por la recepcionista, demasiado lán-
guida para ser sensual, se coloca el abrigo y traspone la puerta.

40 Letras y sabores
La camioneta roja
Jerónimo Moretti

Mientras avanza o más bien se balancea como un borracho


al borde de lo que alguna vez fue una ruta, William, que ya
no es William, recuerda un viaje a Pine Barrens, al sur de
Nueva Jersey, cuando su padre, recién divorciado de una se-
gunda mujer que no era la madre de William, muerta mucho
antes de que murieran todos los demás, lo llevó en una ca-
mioneta roja a hacer un picnic de papas fritas, gaseosas y
radio portátil, sin preocupaciones al igual que el resto del
mundo o al menos ese pedazo de mundo, Pine Barrens, al
sur de Nueva Jersey, con sus árboles dispuestos en lo que
parecía ser un orden universal, de cara al limitado cielo, in-
tensos colores que a William, en ese momento, al bajar de la
camioneta con la canasta y las reposeras, le resultaron más
cercanos al verde que al tradicional celeste o azul, aunque en
verdad el cielo que todos veían no era verde ni celeste, ni era
cielo, sino un espejismo para ocultar la noche, tampoco ver-
dadera pero sí infinita, lo cual llevó a William, de trece años,
a preguntar a su padre, un hombre rústico y amable, criado
en el campo profundo de lo que alguna vez fuera, por los
caprichos de la Historia, Estados Unidos de América, si aquel
bosque y el mundo entero, es decir cuanto podían ver, en
realidad tenía un fin, una fecha de caducidad, o si algún día
simplemente moriría, a lo que el padre, tras haberle ordena-
do a William que sacara las papas fritas, dijo que nada termi-
na, que la vida consiste en aguardar la llegada de Dios y que
ellos, al ser Sus hijos, eran infinitos tanto como él, lo que
produjo en William más preguntas que, sin embargo, prefirió
callar al ver que su padre cambiaba de tema, primero con el

Antología de nuevos escritores 41


partido de los Nets que retrasmitían por la radio y luego con
el clima o con lo que fuese, entonces William se limitó a
asentir o negar con la cabeza, comer unos snacks y beber
gaseosa, hasta que una hora después emprendieron el regreso
en la camioneta que William heredaría y que más tarde ter-
minaría por ceder a su esposa Alison, y con la que ella logra-
ría escapar y tal vez mantenerse con vida todo este tiempo a
pesar de que los sobrevivientes son escasos, o al menos debe-
rían serlo porque William, que ya no es William, hace meses
no encuentra ningún humano y ahora el hambre, lo único
vivo dentro de su cuerpo, le sacude la cabeza con un chispa-
zo que enciende las débiles piernas y luego las impulsa a
moverse con pasos lentos y tortuosos mientras el resto del
cuerpo, es decir brazos, hombros y cabeza, se balancean para
hacer, con suerte, diez kilómetros en un día, y eso porque
William, que ya no es William, jamás se detiene, empujado
por el hambre y en especial por la promesa de carne humana,
que llena el estómago y además provoca placer, y es así que
los muertos no se conforman con calmar el apetito, necesitan
destrozar a mordiscones el cuerpo de las víctimas, rasgar la
piel para ingerir las vísceras y los órganos hasta dejar los
huesos sin carne ni sangre y así empezar otra búsqueda, que
al principio, cuando el fin del mundo comenzó, ni siquiera
eran búsquedas porque los humanos eran mayoría, pero con
el tiempo las ciudades, al igual que los pueblos, quedaron
deshabitados y los muertos debieron buscar su comida en
extensiones de tierra donde no hay más que cosechas a pun-
to de morir por la debilidad de los rayos del sol, cubiertos por
un cielo distinto al que William, que ya no es William, re-
cuerda de los buenos viejos tiempos de campos y bosques,
aunque no por nostalgia sino porque hace unas horas, o más
bien unos kilómetros atrás, le pareció ver en la ruta a la ca-
mioneta roja que fuera de su padre y luego de Alison, la que
ella utilizaba para trasladar a Eva, de ocho años, al colegio, o

42 Letras y sabores
para dar algún paseo con él como cada sábado en que ella
cargaba al perro Ringo para luego colocarse los lentes oscuros,
sentarse al volante y encender el motor con la potencia de un
tanque lleno que ahora, sin dudas, estará casi vacío por la
escasez de gasolina, o abandonado como Alison, sin tener
dónde refugiarse de los muertos, que nunca descansan y están
hambrientos, sus mandíbulas flojas que babean ante la posi-
bilidad de encontrar comida, de saborear una pierna, de
exaltarse con los gritos de las víctimas, es decir los sobrevi-
vientes, prontos a ser devorados o a convertirse en muertos
como William, que ya no es William y sin embargo recuerda
a su padre, a su perro, a su mujer y a su hija mientras arrastra
una pierna, luego la otra como los cientos que ahora lo acom-
pañan por indefinidos días y noches que se estiran hasta que
a lo lejos logran olfatear el inconfundible aroma a carne hu-
mana que proviene de un lejano rancho en el que, sin em-
bargo, William no ve rastros de la camioneta roja, y quizás
sea para mejor, él prefiere no encontrarla y en cambio recor-
dar cómo era el mundo en los días anteriores al fin, su casa
en Nueva Jersey, cuando Alison preparaba la cena, pollo frito
con ensalada de zanahoria y tomate, abundante pan casero,
la heladera llena de gaseosas, el calefactor encendido, la mesa
dispuesta, las conversaciones sin importancia, la cama con
sábanas limpias, la luz encendida o apagada a voluntad, la
certeza de que al día siguiente habría otro almuerzo y luego
otra cena, de que los supermercados estarían abiertos con las
ofertas de siempre, dos por uno en quesos blandos o tostadas
a un precio ridículo, hasta que llegó el día en que, sin aviso,
la gente saqueó los supermercados, tapió las puertas y venta-
nas de sus casas, cargó las armas que tenían escondidas y
aguardó en vano que el ejército se deshiciera de los muertos
que plagaban las calles, tal como esperaron William y Alison,
primero con la ilusión de que Eva regresara de la escuela, y
luego sin poder terminar de aceptar que no lo haría, con la

Antología de nuevos escritores 43


obligación de ir a buscarla, rescatarla de algún modo, por lo
que William le dijo a Alison que lo aguardase y salió con su
escopeta para, a las pocas cuadras, ser alcanzado por una bala
perdida que aún se aloja en el hueso occipital de su cráneo y
que cada tanto, al igual que los recuerdos, lo molesta, le
provoca un ardor aunque él no siente nada, y tampoco aho-
ra cuando choca contra un alambrado y las púas se le clavan
en el estómago, y vuelve a ir contra el alambrado una y otra
vez igual que un puñado de muertos que terminan por em-
pujar a William, que ya no es William, y apartarlo, lo que no
le deja más opción que intentar por otro camino, rata en un
experimento que tantea el alambrado y así llega hasta el fin,
la tranquera que permite el ingreso al terreno que contiene,
campo adentro, un rancho, dos hamacas y un abedul que
cubre una camioneta que William aún no puede distinguir
si es roja o anaranjada, tampoco le importa demasiado porque
el aroma a comida, cada vez más intenso, borra los viejos
recuerdos con la excitación de la actualidad, la carne de los
niños, que es la más jugosa, o la de los ancianos, que es seca
y amarga, o la de los adultos, perfecta como la de Alison, tal
vez escondida en ese rancho a sólo unos pasos de William,
que ya no es William y mientras se acerca, lento pero inevi-
table, logra ver una sombra asomar por una ventana y al
mismo tiempo confirmar que la camioneta es roja, por lo que
la sombra debe de ser Alison, casualidad que lo deja parali-
zado por unos segundos que bastan para que otros muertos
tomen la delantera y lleguen al rancho, mientras que algunos
examinan la camioneta, la olfatean, golpean los vidrios y
luego se unen a los demás tal como, ya recuperado, lo hace
William, aunque él se decide por romper una de las ventanas
y entrar por allí a uno de los dormitorios, donde no hay más
que una cama con un colchón ensangrentado y un placard
algo abierto, o al menos eso es lo que alcanza a ver a William
entre el polvo que enturbia la poca luz que deja entrar la

44 Letras y sabores
ventana por la que ahora intentan pasar otros muertos que
no pueden, que no deben comerse a Alison porque ella es de
William y de nadie más, él debe encontrarla pronto y empie-
za a buscar tan rápido como puede hasta que, tras haber
tropezado con la cama y chocado contra las paredes, al fin
escucha desde el placard algo que parece un gemido, un
llanto atragantado, la entrecortada respiración de una perso-
na viva, el triste mugido de una vaca antes de entrar al mata-
dero, lo que lo lleva a abrir del todo la puerta del placard para
encontrarse, acurrucada, no a una desconocida, tampoco a
Alison, sino a la pequeña Eva, vestida igual que cuando par-
tió al colegio, los cabellos rubios desaliñados y sucios, el pecho
agitado y los ojos bien abiertos que no reconocen a su padre
pero sí ven agrandarse las cavidades de la nariz del muerto
que la acecha, el mismo que, quizás con ella todavía cons-
ciente, pronto empezará a comerla pero que ahora, con un
gemido cercano al grito, la toma del hombro, le arranca un
mechón de cabello y, antes de que ella alcance a cerrar los
ojos, gira al sentir un intenso y reconocible aroma a carne y
descubre a Alison, de pie junto a la puerta del dormitorio,
con una temblorosa escopeta que de inmediato dispara y así
queda despedazada la cabeza de William, que ya no es William
ni tampoco un muerto que camina.

Antología de nuevos escritores 45


Cena en Florencia
Evelina Vishnevskaya

Basado en hechos reales.

El celador volvió a mirar el dormitorio silencioso y apagó


las últimas velas. La pesada puerta de madera se cerró con
un ruido seco, y durante un tiempo no se oyó más que la
acompasada respiración de los jóvenes que dormían en la
gran sala rectangular. Luego, como cada noche, el Aprendiz
bajó al suelo los pies desnudos y se incorporó. Miró a ambos
lados antes de levantar el colchón de paja y sacar la ropa y
las sandalias; se cambió, dejó su camisón de dormir junto
a una sábana, debajo de la frazada, para simular un cuerpo
dormido, cruzó la sala en puntas de pie y salió a la cálida
noche primaveral en la ciudad de Florencia.
Una vez sorteado el último muro se detuvo para recuperar
el aliento, pero pronto debió apurar el paso: llegaba tarde.
Caminó hacia el río, cruzó el Puente Viejo, y sin detenerse
abrió la maciza puerta de la taberna. Lo envolvió la habitual
nube de voces, gritos, risas, insultos y olores rancios. Detenido
para acostumbrarse a la luz de las velas, no pudo evitar que se
le inflaran las alas de la nariz. Los platos de las mesas estaban
llenos de polenta y grandes trozos de carne con hueso que
los hombres tomaban con las manos y mordían con la avidez
propia de un animal. Los restos de la comida, mezclados con
cerveza, se deslizaban por las barbas, chorreaban por los dedos,
se desparramaban por el suelo para que enseguida los recogie-
ran los perros que gruñían para obtener el trozo más grande.
El Aprendiz reprimió el deseo de escupir y se dirigió a la
cocina, de donde pronto salió con un delantal y una bandeja

Antología de nuevos escritores 47


de madera llena con nuevos platos de polenta y tarros de
cerveza que los comensales le sacaron de las manos sin darle
tiempo a apoyarlos sobre la mesa. Juntó los platos y vasos su-
cios y los llevó a la cocina para luego regresar con más comida
y más tarros llenos de cerveza. Los hombres terminaban de
comer, pagaban y liberaban el asiento que de inmediato era
ocupado por otro.
En la barra, el dueño de la taberna, un hombre bajo, bi-
gotudo y gordo, resoplaba como un morsa al recibir el dinero
que el Aprendiz y los otros tres mozos le entregaban.
—Cambia esa cara de asco, siempre lo mismo contigo y tus
pretensiones de señorito —decía cada vez que se le acercaba
el Aprendiz—. Aquí come el pueblo, y el pueblo come así.
—Un tenedor y una servilleta no le harían daño a nadie
—replicaba el Aprendiz, y el dueño de la taberna dejaba es-
capar una risa sonora y entrecortada, escupía al suelo y con
un gesto lo invitaba a retirarse.
En la cocina, un hombre de anchas espaldas revolvía con
un cucharón las grandes ollas de polenta y carne; dos jóvenes
con cara de niños servían los platos y los disponían en una
mesa ya gastada; la esposa del dueño, una mujer morruda de
pelo grasiento, vigilaba al encargado de servir las bebidas, un
hombre alto y delgado, de importantes bigotes negros, que
cada vez que ella se distraía apuraba, de los vasos de los clientes,
breves tragos de la cerveza recién servida. El Aprendiz recorrió
la cocina con la mirada, volvió a llenar su bandeja y salió.
Casi una hora más tarde, mientras retiraba los platos vacíos
de una de las mesas del fondo, el Aprendiz vio de pronto a la
mujer del dueño correr hacia la barra con tal cara de espanto
que los comensales volteaban a mirarla y, entre carcajadas,
le soltaban comentarios indecentes. El Aprendiz se detuvo y
prestó atención a la conversación que la mujer mantenía con
el dueño, en cuyo rostro se reflejaba el horror por lo que se le
decía; luego, el dueño abandonó su puesto, algo que nunca

48 Letras y sabores
hacía por miedo a que le robaran, y se acercó a grandes zan-
cadas al Aprendiz. Debió hacer apenas unos pocos metros
para alcanzarlo, pero aún así habló con la agitación de quien
hubiera recorrido varias leguas.
—Muchacho —dijo— ha sucedido algo terrible. Tú te has
jactado muchas veces de saber cocinar, me has pedido una
y otra vez que te dejara a cargo de la cocina. Pues ve y hazlo
ahora mismo, rápido, que la gente tiene hambre. Y no digas
nada, no hables, ve a la cocina y haz lo que haya que hacer.
El Aprendiz dejó la bandeja y caminó a paso lento entre
las mesas; miró de reojo los platos repletos sin poder evitar
una sonrisa. Encontró la cocina vacía. Las ollas seguían en
su lugar, la cerveza burbujeaba en los vasos recién servidos…
pero allí no había nadie. Enseguida entró la mujer del dueño,
que al ver al Aprendiz se le acercó y comenzó a hablar como
una gallina resfriada.
—Qué desgracia, cómo pudo pasar esto, tú sabes coci-
nar, ¿verdad? Ve, no te quedes ahí parado, haz algo, la gente
aguarda… Han muerto, todos, todos muertos, cómo es po-
sible, hace un minuto estaban aquí como si nada, hablaban,
discutían, y mira ahora, qué desgracia, qué desgracia…
Hablaba sin parar, mientras le daba al Aprendiz fuertes
empujones hacia las ollas y se atragantaba con sus propias
palabras. Al fin el Aprendiz la hizo callar con un gesto y pidió
que trajera unas zanahorias y unos nabos.
—Ahora conocerán el verdadero placer de la comida
—decía por lo bajo el Aprendiz mientras ubicaba los platos
playos sobre una mesa—. Que venga uno de los muchachos.
—Qué muchachos —gritó la dueña desde el depósito—.
Muertos, todos muertos, no queda nadie.
El Aprendiz giró para decirle que se refería a los mozos
pero su mirada chocó con unos pies que asomaban por la
puerta del depósito. Al reconocer las gastadas sandalias del
cocinero, desvió la vista.

Antología de nuevos escritores 49


—Que venga uno de los muchachos del salón —dijo, y en
aquel preciso instante, como si lo hubiese escuchado, entró
Felipe, un joven esbelto que, también aprendiz, se ganaba a es-
condidas unas monedas extra al trabajar de noche en la taberna.
—Los hombres piden comida —dijo.
—Felipe —dijo el Aprendiz—, ven que te enseñaré una
cosa. ¿Ves esta zanahoria?, quiero que la talles de esta manera,
¿lo ves? Que parezca una rana acostada. Y los nabos los tallas
así, mira, como una flor, no tomes el cuchillo por el mango,
tómalo del filo, que es mucho más fácil. Muy bien, haz unos
veinte de cada uno.
Mientras Felipe obedecía, el mismo Aprendiz talló unos
nabos con forma de delicadas flores, animales, mariposas y
figuras geométricas de distintos tamaños. Luego tomó las
zanahorias y los nabos tallados, los puso en una sartén, agregó
algo de agua, un poco de sal y bastante azúcar, y los cocinó
hasta dejarlos tiernos y con una capa brillante en la superficie.
La mujer del dueño y Felipe lo miraban sin moverse, casi sin
respirar, mientras él armaba complejos dibujos de polenta en
los platos y disponía encima o debajo las flores o las ranas o
las figuras de zanahoria y de nabo, hasta lograr un equilibrio
perfecto, casi un cuadro, una obra de arte.
A medida que terminaba, mandaba a sacar los platos al
salón, y tan absorto estaba en su tarea que tardó en reparar
en el completo silencio que se había apoderado de la taberna
ni bien recibidos los nuevos platos.
Entonces, desde alguna parte del salón, una voz gruesa
y ronca dijo:
—¿Qué carajo es esto?
Y se escuchó un golpe de puño sobre la mesa, seguido
de un murmullo cada vez más denso del que cada tanto una
que otra frase comprensible se filtraba por las rendijas de la
puerta de la cocina para clavarse en los oídos del Aprendiz:
—¿Qué diablos le pasa al cocinero?

50 Letras y sabores
—¿Dónde está la comida?
—Esto no alcanzaría ni para el canario de mi esposa.
—¡Que traigan la cena!
—¡Nos toman por idiotas!
—Quién es el imbécil que se burla…
—¡Que dé la cara!
—¡Esto no va a quedar así!
—¡A la cocina!
—¡A la cocina!
La mujer del dueño se retorció las manos, se mordió el
labio inferior y soltó un corto suspiro antes de acercarse a
la puerta del salón. Cuando la abrió, un estallido de voces
furiosas irrumpió en la cocina. La multitud gritaba, escupía,
arrojaba platos al suelo y clamaba justicia.
El Aprendiz, inmóvil, cada tanto decía en voz baja:
—No la han probado... ni siquiera han probado mi co-
mida…
La puerta del salón volvió a cerrarse, con lo que los gritos
quedaron amortiguados. Ahora también se escuchaba a los
dueños de la taberna que intentaban calmar a los comensa-
les, que parecían enfurecerse cada vez más, y el ruido de los
objetos lanzados se volvía más contundente, más pesado, más
voluminoso, más cercano y certero. Entonces Felipe tomó al
Aprendiz por los hombros y le dijo:
—Es preciso que te vayas por la salida de servicio, ahora
mismo, pronto…
Pero el Aprendiz permanecía inmóvil, con la mirada fija
en la puerta y la frente llena de pequeñas gotas de sudor. De
pronto la puerta se abrió con tal violencia que al chocar contra
la pared dejó un hueco en la arcilla, y del otro lado apareció
una variedad de rostros contorsionados, venas infladas, dedos
acusadores que señalaban al Aprendiz. Hubo un segundo
de silencio, cargado de bocanadas de aire contenidas, y sólo
entonces las piernas del Aprendiz, como con vida propia,

Antología de nuevos escritores 51


giraron hacia la salida de servicio y comenzaron a correr. La
multitud se lanzó detrás de él entre codazos, pisadas, gritos y
empujones, y lo siguió hasta perderse en la oscuridad.
En la cocina, llena de tarros rotos, charcos de cerveza y
mesas volcadas, quedaron el dueño de la taberna, su mujer,
Felipe y un comensal huesudo de barba rala y ropa holgada
que masticaba algo y escudriñaba con ojos sonrientes la os-
curidad exterior. De pronto el hombre habló con la voz tan
llena de energía que hizo sobresaltar a los presentes.
—Esto que ha cocinado el muchacho no está nada mal
—dijo— ¿Cómo se llama?
—La ruina de Los Tres Caracoles —dijo la mujer y Felipe
resopló.
El hombre le dedicó a la mujer una mirada seria, se des-
enredó un mechón de la barba, tomó del suelo una zanahoria
tallada en forma de rana, le mordió la cabeza y volvió a decir:
—Nada mal. Una verdadera delicia. ¿Cómo se llama el
muchacho?
Entonces el dueño de la taberna volteó su rostro de grandes
y coloradas mejillas y dijo:
—Recuerda el nombre que te diré, es el del inútil que
jamás volverá a pisar el suelo de la taberna Los Tres Caracoles,
un nombre que quedará borrado de la historia aunque al joven
no lo atrapen esta noche, un nombre que ya nadie se atreverá
a pronunciar en mi presencia. Escucha y recuérdalo bien, el
nombre de ese muchacho es Leonardo Da Vinci.

52 Letras y sabores
Querida Cony
Pablo Luparello

Querida Cony:
Es posible que te sorprendas al recibir esta carta, pero
después de darle muchas vueltas al asunto, de no saber si
llamarte o quién te dice hasta hacerme una escapada, decidí
ir por un camino clásico y conocido para mí, y por eso estas
líneas. Hace días que estoy con ganas de escribirte y falto a la
verdad si te digo que son sólo ganas, porque también hay algo
de obligación, pero entre una cosa y otra se me hizo difícil
tomarme el tiempo para sentarme como me gusta, con la
tranquilidad necesaria para escribir lo que tengo que escribir.
Parece mentira, pero aunque somos familia, y cercana, no
sé nada de vos, de tus cosas, con quién vivís (si es que vivís
con alguien), qué cosas te gustan, quiénes son tus amigos,
si seguís alguna novela de la televisión; en fin, así las cosas,
espero que todo esté bien por allá, que el frío no haya sido
tan duro como aquel invierno en que te visité, aunque según
vi en los noticieros les espera una temporada de nieve de esas
que hacen historia, y eso debe ponerte contenta.
Me imagino que, aunque lejos y ocupada, te habrás en-
terado de lo que pasó en el cumpleaños de tu tía Leonor; no
sé qué te habrá dicho tu padre (si es que te dijo algo), cuál
habrá sido su versión de los hechos, pero de todas maneras el
motivo de esta carta es aclarar algunos puntos en los que, estoy
seguro, mi hermano falta a la verdad. Mientras te escribo,
se cumple un mes de aquel festejo, y no puedo decir que la
bronca se me pasó; no señora, no se me pasó, y espero sepas
disculpar si encontrás algún exceso en el tono de esta carta,
pero me propuse escribirla toda de golpe, sin correcciones ni

Antología de nuevos escritores 53


relecturas, para que hagas de cuenta que estás frente a tu tío,
como tantas veces hemos hablado, con esa hermosa relación
tan de nosotros, más allá del bestia de tu padre. Todavía hoy
recuerdo cuando fuimos a pescar allá por Río Luján, en el
Tigre; ese día lo guardo en la memoria como una foto, y
también cuando aprendiste a patinar sobre hielo, que fue,
para mí, un momento inolvidable, nada más lindo que tu
mano de nena tomada de mi brazo en busca de seguridad.
Creo que ese día fue la primera vez que pensé que eras mi
sobrina favorita, y desde entonces eso no cambió; lo escribo
y me viene una emoción de esas que vos sabés, me pongo
colorado, me cuesta hablar. Después te hiciste grande, ahora
vivís tu vida y yo no soy quién para decirte cómo. Y la verdad
es que hacés bien, lástima que todo eso sea lejos. Por acá se te
extraña. Y no solo yo, tus primos siempre te tienen presente
y tu tía Norma, que en paz descanse, siempre te quiso, a su
manera y con sus locuras, pero te quiso.
Ahora que pienso en el cumpleaños de Leonor, hago
memoria y ordeno lo que pasó en forma cronológica, me
doy cuenta de que eras la única que faltaba de la familia. Y
andá a saber si a tu papá no fue eso lo que lo puso así, porque
desde que llegó andaba con esa cara tan de él, como si nos
hiciera a todos el favor de sentarse a la mesa. A mí que no me
la cuente, yo lo conozco desde que nació, a César le pasaba
algo. Mirá, Cony, nadie conoce a tanto tu papá como yo, que
por ser el hermano lo conozco por todos lados: su mecanis-
mo de defensa, lo que dice y lo que calla, los pensamientos
asociados a sus gestos, las miserias de su personalidad. Soy
el único que tiene una mirada real sobre sus actos, sobre su
historia; esa es la ventaja de la hermandad, y te explico por
qué: los padres nos quieren porque somos sus hijos y entonces
no son objetivos; lo mismo pasa con los hijos, vos podés ser
muy crítica con tu papá, pero no deja de ser tu padre, una
figura; los amigos tampoco cuentan porque la amistad es

54 Letras y sabores
algo que se elige, y entonces es poco lo que pueden opinar,
y los de afuera son de palo. En cambio los hermanos ni te
eligen ni te paren; a los hermanos les toca en gracia nacer y
compartir sin haber tomado ninguna decisión al respecto.
En nuestro caso, nacimos con un año de diferencia, en la
misma vivienda, con los mismos padres, la misma situación
económica; fuimos a los mismos colegios (vale decir que él
abandonó), compartimos habitación, juguetes, ropa, cama,
baño, secretos, mentiras, y hasta novias. Quién puede conocer
más a tu papá que yo, nadie; por eso es que lo veo y ya me
doy cuenta de todo; por eso ese día, apenas llegó, ya supe que
la cosa iba a terminar mal.
Leonor había acomodado las mesas como siempre: la de
los grandes con la cabecera vacía en homenaje a la abuela; la
de ustedes, y una chiquita para los nietos de Leonor, igual que
cuando ustedes eran chicos, si hasta usó la misma mesita de
plástico, los mismos platos y vasos, todo igual. Ahí tu papá ya
empezó con los problemas: que le molestaba la silla vacía de
la abuela, que está cansado del vitel toné, que el vino tinto no
se sirve frío, y así con todo. Yo no sé si será la plata lo que lo
cambió, porque no se entiende cómo ahora es tan sensible a
esas cosas, si nosotros nos criamos en patas, Cony, vos lo sabés:
si teníamos sed tomábamos agua de la zanja, vivíamos apila-
dos en un departamento mínimo, anduvimos siempre con lo
puesto; aunque él siempre fue un poco más frágil que yo, y de
ahí la debilidad de tu abuela con su hijo menor, porque pensá
que Leonor era la más grande, siempre prolija y ordenada; tu
papá César, el más chico, siempre enfermo o con mocos, y a
mí que me parta un rayo, ¿se entiende? La cosa es que, más
allá de que él se quejaba de todo, el almuerzo estuvo bien,
y como suele suceder cuando la que cocina es Leonor hubo
comida suficiente para un regimiento: rabas, sándwiches de
miga, vitel toné, milanesas con puré para los chicos, carne al
horno con papas, ensaladas varias, el famoso mondongo con

Antología de nuevos escritores 55


la receta de la abuela, y de postre una variedad de tortas, flan
y café. Quedamos pipones, charlamos, contamos anécdotas,
nos reímos; la tarde, nena, estaba espectacular.
A veces pensar mucho te juega malas pasadas, y me parece
que a César le ocurrió algo por el estilo, porque no había clima
de pelea; la familia disfrutaba de la sobremesa bajo la parra,
con el sol del atardecer que se colaba a través de las hojas (de
chicos decíamos que eso era el espíritu santo), nos refrescaba
una brisa primaveral, tus primos se ponían al día, (creo que
preparan un encuentro para antes de fin de año, seguro que
te van a avisar); los nietos de Leonor se habían puesto a jugar
a la pelota. Todo, como quien dice, estaba en armonía; pero
tu papá, ahora mudo, estaba quietito en la mesa con esos
anteojos que él usa que con la resolana se ponen oscuros y
no sabés si te mira, si está dormido o si piensa en otra cosa, y
entonces me dije: César está caliente porque se perdió algún
torneo de golf, porque Leonor debe haberlo apretado para
que viniese, sino al tipo, un domingo así, de sol y calorcito,
ni loco lo metés en una casa a festejar un cumpleaños (salvo
que fuera el tuyo, Cony). Pero estaba ahí, y yo supongo que,
de aburrido, habrá hecho la cuenta de presentes y ausentes y
debe haberse puesto mal. De algo estoy seguro: mientras todos
lo ven tranquilo y amigable, casi dormido o con modorra,
yo detrás de sus lentes oscuros puedo ver al león enjaulado,
ese que aunque seas el que le da de comer, siempre te puede
atacar. Una cosa es cierta: él te extraña. Y no lo voy a defender,
pero pensá que si se trata de un hijo que vive lejos es algo
comprensible.
De pronto, a tu prima Luciana se le dio por preguntar
cosas de la familia, según dijo porque necesitaba armar un
personaje para una obra de teatro o algo así; lo que preguntaba,
más precisamente, eran cosas de la abuela. Leonor le contó
un poco cómo hablaba, su particular forma de enojarse y las
veces en que se ofendía y nos trataba de usted; vos de algo

56 Letras y sabores
te debés acordar, sos la que más la disfrutó. Yo conté cómo
la hacíamos renegar cuando corríamos a las gallinas de Don
José, o cuando le tirábamos naranjazos al colectivo que pasaba
por la puerta de casa (más de una vez algún chofer le pidió
explicaciones a tu abuela mientras nosotros nos escondíamos
dentro del aparador); también le contamos de las meriendas en
el patio, con tostadas y mate cocido, del ruido de la máquina
de coser, y también cuando regábamos el jardín en las tardes
de calor; los triangulitos rellenos de dulce de membrillo, la
radio apoyada en una banqueta en medio del patio, los cara-
melos escondidos en el aparador; en fin, Cony, cosas que son
ciertas, que no molestan a nadie y que respetan la memoria de
tu abuela, mi mamá, y también la mamá de tu papá.
La verdad está sobre estimada, Cony, porque pasa que a
veces, y más en asuntos familiares, manejarse con la absoluta
verdad es innecesario, o torpe, o hasta cruel. César siempre se
sintió muy digno con eso de manejarse con la verdad, como
si eso lo elevara por sobre el resto de la gente. Una vez, vos
no habías nacido, con tu tía Norma fuimos a cenar a tu casa
(éramos muy de comer juntos con tus papás, qué linda época),
habíamos quedado en que nosotros llevábamos el postre, y
tu tía había preparado flan; no te digo que era el mejor del
mundo, ni comparar con el de tu abuela, pero se dejaba comer.
Me acuerdo que cenamos en el patio de atrás, te hablo de los
tiempos en que tu mamá era fanática de los helechos, cuando
los cuidaba y les ponía hormonas y los regaba todo el tiempo;
los tenía hermosos, pero parecía que comíamos en medio de
un bosque tropical. Esa vez venía todo bárbaro, la charla y la
comida de lo más bien; después de que levantaron los platos
de la cena tu tía sirvió el flan, y entonces tu papá dio la nota:
primero lo probó con desconfianza, después puso cara y apuró
un buche con agua, y al fin dejó el plato a un costado. Vos
sabés cómo era tu tía Norma, lo que le afectaban ese tipo de
cosas; por si no te acordás te cuento que era muy sensible, frágil

Antología de nuevos escritores 57


de autoestima, una hojita que se vuela al primer vientito de
nada. Y él, de pronto sin aceptar su responsabilidad en cuanto
al clima de la cena, sin ponerse los pantalones de anfitrión,
como un completo desconocido, le dijo que no iba a comer
el postre, que no le había gustado, que no tenía buen sabor y
que, lo peor, esa no era la consistencia de un verdadero flan.
No te ofendas, le dijo después, no es personal, soy sincero,
nada más que eso. Te imaginás el silencio incómodo que se
hizo; yo me quedé mudo y él como si nada, como si decir la
verdad, su verdad, lo inmunizara de todo. Ahora yo pregun-
to, si tu tía no pensaba dedicarse a la fabricación o venta de
flanes ni a nada por el estilo, si la cena venía de lo más bien,
si disfrutábamos de una lograda armonía familiar, a quién le
importa la sincera opinión de César Alberto Nardone sobre
el flan Norma García de Nardone. Te darás cuenta de que la
verdad sin discernimiento no sirve para nada, Constanza, y
eso no se aprende en la escuela ni en la facultad, es puro sen-
tido común. Yo te pregunto, nena, a quién le importa el rigor
histórico sobre cosas que son parte de un momento y nada
más, que no quieren ser perfectas ni pretenden ser mejores
de lo que son, o, en un caso distinto, de cosas que pasaron
hace más de cuarenta años, y que descansan como pueden
en la memoria familiar. Así como te digo esto, te digo que la
mentira, a veces y con criterio, no es tan mala como la pren-
sa que tiene; una buena mentira a tiempo puede salvar una
amistad o un matrimonio, permitir que un ser querido muera
en paz, ahorrarte un reproche de tus hijos, convertir en mito
una simple anécdota, lograr que una comida entre hermanos
tenga un final feliz. Pero tu papá no, a él no le entran las
balas, él siempre en el camino de la rectitud, juega al golf sin
saltearse un hoyo, ocupa siempre el mismo banco en la misa
de cada domingo, lleva flores al cementerio en cada festividad.
Vas a pensar que estoy loco, que tu tío está viejo y mezcla
todo, pero te digo esto porque no fue por nada que reaccioné

58 Letras y sabores
de esa forma, lo que me sacó de las casillas fue esa estupidez
que tiene César con ese tema de la verdad y la mentira. Yo casi
nunca soy así, pero uno tiene un monstruo adentro, primitivo
y feroz (vos también debés tener el tuyo) que en general está
quieto, tranquilo, pero atento a que alguno venga a joder y lo
despierte; bueno, tu papá lo hizo despertar, y bien enojado lo
puso cuando interrumpió una anécdota lindísima, Cony, uno
de esos relatos emotivos y llenos de imágenes del pasado, una
historia contada en blanco y negro; yo hablaba de la abuela
y el abuelo, cuando ellos tendrían la edad que tienen ustedes
ahora, y nosotros tres bien pichoncitos; cuando estaba por
llegar al final, al momento en que el abuelo nos perdonaba
y nos dejaba bajar del altillo, un momento único porque tu
abuelo no era de perdón fácil, tu papá se metió a interrumpir
con un recuerdo que no tenía nada que ver, mal contado, sin
chispa ni calidez; y además no te voy a decir que lo que él
decía no era cierto, pero estoy seguro de que, en el mejor de los
casos, él lo recordaba mal o por la mitad. Resulta que nosotros,
cuando teníamos alrededor de veinte años, compartíamos un
pantalón de vestir, que usaba una noche cada uno; ese viernes
me tocaba a mí (te hablo de la época en que recién me ponía
de novio con tu tía Norma) y lo había combinado con una
camisa que me encantaba. Cuando estaba a punto de salir, de
apurado y torpe, uno de los bolsillos de atrás se me enganchó
con no sé qué resorte del colchón de mi cama y no va que se
me abre el pantalón a la mitad; podría decirse que me quedé
en calzones. Cony, yo mismo ahora lo recuerdo y me hace
gracia, pero en ese momento me quería morir. Fin de la histo-
ria; es verdad que me hice mucha mala sangre, pero enseguida
cambié el pantalón por uno más viejo, llegué apenas tarde a
ver a tu tía y si mal no recuerdo esa noche fue la de nuestro
primer beso. Eso es todo, Cony. Lo que no entiendo es por
qué tu papá, que parecía haber tomado el rol de payaso que
a veces tanto le gusta, contó que yo me había puesto a llorar,

Antología de nuevos escritores 59


que pataleaba y no sé cuántas cosas más, y cuando todos en
la mesa se reían (sabés que cuando él quiere sí es gracioso),
enseguida me acusó de llorón, de maricón. Al principio me
hice el que no me importaba, es más, hasta acompañé al resto
con una media sonrisa como si fuera de una anécdota más,
pero César me miraba fijo, esperaba mi reacción; como yo no
decía nada y ponele que hasta disfrutaba de la diversión de
varios en la mesa, enseguida volvió al ataque: por qué no les
contás a todos de la vez que lloraste por el cine ese berreta que
armaste en casa, hermanito, me dijo. Ahí ya no pude disimular
lo que eso me provocaba, el ardor en el estómago de un dolor
viejo pero no olvidado, un profundo rencor. Y él, consciente
de que tocaba un lugar sensible, otra vez se rió. A esta altura,
Cony, los demás se reían pero sólo por contagio, porque esa
no era una anécdota conocida ni graciosa. Leonor, única
testigo de esa historia, enseguida se puso a levantar la mesa,
pero antes de llevar las cosas a la cocina dijo: basta de trapos
sucios, no empiecen algo que no saben dónde va a terminar.
Vos sabés que de chicos éramos pobres, y a veces la miseria
te agudiza la imaginación. Resulta que todos los chicos de la
cuadra éramos de leer historietas, y a mí se me ocurrió (andá
a saber si no lo saqué de alguna de las revistas de tu abuelo,
no me acuerdo) armar un cine en casa. La idea era sencilla:
cortar todos los recuadros de la revista de historietas y pegarlos
en una sola línea de papel, enrollarlo en una madera de palo
de escoba (le recorté el palo del secador a tu abuela), calar
en una caja de zapatos un rectángulo del tamaño de uno de
los recuadros y ponerle una vela detrás para que, una vez a
oscuras, se viera mejor. César me ayudó bastante (porque
éramos unidos y compinches), y mientras uno leía los diálogos
para los amiguitos más lerdos, el otro desenrollaba cuadro
por cuadro desde el principio hasta el final. Fue un éxito en
el barrio, y una vez por semana nos juntábamos a pasar así
alguna historieta. Pero claro, pasó que César, el más chico de

60 Letras y sabores
la barra, carismático y entrador, de pronto se encontró con
que su hermano le robaba parte del protagonismo. Una tarde
de enero se había llenado el comedor de casa, pasábamos
Patoruzú (mi favorita y la de muchos), a mí me tocaba leer y
a César pasar los cuadros. Veníamos bien, con un silencio de
concentración de esos que dan gusto, y entonces ahí, en lo
mejor de la historia, el desastre. Podrá decirse que fue un acci-
dente, una fatalidad, un imponderable, cosa del destino para
vaya uno a saber qué tipo de aprendizaje de una persona en la
vida, o quién te dice la simple voluntad de Dios; la cuestión
es que el muy infeliz tiró demasiado del rollo y el papel tocó
la vela. Ahí se terminó el sueño del cine para todos, y esto que
te cuento marca un antes y un después en mi infancia, en mi
vida, lo que podría llamarse el fin de la inocencia.
Mirá que pasaron los años, Cony, pero es recordarlo y
volver a sufrir. No me molestó tanto que se prendiera fuego
todo el aparato (que podía rearmar), ni que se quemara mi
historieta más querida, ni tampoco el enojo de mamá y la
penitencia; fue descubrirle el gesto, nena, esa mezcla de risa y
desprecio; esa frialdad, la mirada ajena, vidriosa, como la de un
extraño mientras los demás se burlaban y algunos escapaban
asustados del comedor. César me miraba sin emoción, Cony,
como si lo que dejaba de existir no fuera algo de los dos, o
peor: como si lo que se quemaba fuera sólo una caja de cartón
y unos rollos de papel. Te puedo asegurar que lo que se arruinó
aquella tarde no fue sólo eso, y ahí sí te reconozco que lloré,
sí señor, fue llanto y pataleo con todas las letras, impotencia,
decepción, promesas de venganza; después fui al cuarto y no
te miento si te digo que pasé más de una semana sin salir, y
más de un mes sin dirigirle la palabra a César.
Ahora te digo que en el cumpleaños de Leonor tu papá
me mostraba esa misma actitud desafiante, indiferente: por
más años que pasen hay cosas que no cambian. Ese cine lo
habíamos armado juntos, Cony, un poco construido y otro

Antología de nuevos escritores 61


poco inventado, funcionaba bien y más de una vez con César
nos habíamos abrazado, locos de contentos, al ver cómo les
gustaba a los demás; era motivo de orgullo pero ya ves, Cony,
que con tu papá las cosas son así: el juguete era de los dos,
pero el sufrimiento fue sólo mío.
Ahora, dicho lo anterior y con la historia sobre la mesa,
puedo reconocer que fui yo el que le tiró el vaso de vino en la
camisa (con lo que él cuida la ropa), y después mucho no me
acuerdo, o mejor dicho no me quiero acordar; además somos
grandes y me da un poco de vergüenza. Pero en resumen fue la
pelea de dos viejos perros conocidos, que si tiran el tarascón en
las cicatrices anteriores es porque saben dónde hacerse doler.
Se rompieron algunos vasos y platos, tus primos se pusieron
a separar y más de uno se ligó un manotazo; las mujeres gri-
taron, y en la confusión llegué a entender que me trataban
de loco; los más chiquitos se pusieron a llorar y Leonor fue a
su habitación a recostarse; fuera de eso, nada más que decir.
Me ofrecí a llevarlo a la óptica porque sé que él sin los lentes
no puede manejar, lo que demuestra que me arrepentí de
inmediato, pero el orgullo de tu papá me dijo que no.
Estoy muy solo, Cony, de la familia que alguna vez tuve
sólo me quedan algunas horas de mis hijos los domingos, y
cada vez menos; al fondo de casa hay un terreno vacío donde
con tu tía habíamos planeado tener un jardín; una parrilla
sucia, fría y abandonada, un cuartito con recuerdos, herra-
mientas, juguetes de los chicos, cosas que ya nadie va a usar.
Y encima vos del otro lado del país, Leonor con sus hijos y
nietos (qué envidia que siempre la vayan a visitar), y tu papá
que es como es… qué se puede decir. Las mujeres unen a las
familias, nena, o al menos así fue en la nuestra, y una vez que
se fueron tu tía y en especial tu abuela, se nos desató un nudo
que ya nadie supo cómo volver a armar, como esos secretos de
cocina que se van con los más viejos, aunque a veces Leonor
ponga su mejor esfuerzo en el intento.

62 Letras y sabores
No te robo más minutos, ya bastante te habré aburrido;
te repito que sos mi preferida y que en cualquier momento
(cuando el clima mejore) me voy a dar una vuelta por allá.
Te quiere:
Tu tío Luis.

P.D.: te habrás encontrado con un sobre medio arrugado,


algo manoseado. No es culpa del correo, fue tu tío que se
arrepintió antes de mandar la carta y agregó esta post data
desesperada y necesaria. Es verdad antes de la pelea (cuando
discutíamos a los gritos) le dije a César que había fracasado
como padre, que no era querido; también es verdad que le
eché en cara que vos, su única hija, te habías ido tan lejos no
para comenzar una nueva vida, sino para escaparte de él; en
fin, Cony, dije cosas que no siento ni pienso, pero las dije y
ya está. Hablá con él, acercate. Pienso que algo de todo lo
que dije, aunque no sea cierto, tiene que haberle llegado, y de
eso pude darme cuenta más allá del barullo y la calentura; si
hablás, decile que cuando le grité con rabia eso de que se iba
a morir solo y abandonado, eso de que con su hija lejos nunca
nadie lo iba a atender ni lo iba a visitar, exageraba, o directa-
mente mentía; sí, mejor decile que mentía. Y también decile
que pase lo que pase, para mí él siempre va a ser el César, mi
hermanito menor. Decile, Cony, si es que todavía me querés,
que no era el odio el que hablaba por mí, que en todo caso era
la envidia, el rencor; o quién te dice el miedo, ese que siento
desde hace tiempo; el miedo de que todo lo que le dije, esos
pronósticos de abandono, vejez y soledad, sean cosas que no
se cumplan en el futuro de César, sino que, de un momento
a otro, cualquier día de estos, se cumplan en el mío.

Antología de nuevos escritores 63


Alguien tiene que pagar
Vanesa Iribarren

Alguien tiene que pagar, eso le habían dicho a Liliana, que


lo sabía desde mucho antes de que se lo dijeran: a sus cuatro
años ya había pagado por el desamor de su padre hacia su
madre, Stella Maris, no una estrella de mar brillante y hermosa
como su nombre sino una mujer alta y corpulenta, de mirada
oscura, que siempre se desquitaba con ella: si a su marido no
le gustaba la cena, Liliana tenía la culpa por haberla inte-
rrumpido cuando mezclaba los condimentos; si el párroco del
pueblo no la convocaba para preparar la comida de Navidad
era porque Liliana no había ido a misa, no importaba que
su hija hubiera faltado por tener cuarenta grados de fiebre,
siempre alguien tenía que pagar, y Liliana pagaba siempre.
Ahora Liliana, ya adulta, sale de la cocina y cierra los ojos
para no ver el ridículo bonsái que decora la mesa del living—
comedor: nunca le gustaron los árboles, quizá porque su casa
de la infancia estaba rodeada de árboles y cada noche los
golpes de las ramas contra el techo anticipaban los golpes que
su madre le daría cuando su padre se hubiese ido a dormir, o
tal vez porque su vecina Cati, una rubia pecosa con mirada
traviesa, se hamacaba cada tarde en una rueda colgada entre dos
árboles y llegaba bien alto, pájaro divino al que todos adoraban,
incluso la madre de Liliana, mientras ella, aún sin volar, vivía
condenada a caerse. Al abrir los ojos piensa que lo que más le
molesta del bonsái no es que sea un árbol, tampoco que sea
de su marido o que haya sido un regalo de Carolina, la joven
secretaria de su marido; lo que más le molesta es que ni siquiera
es un árbol de verdad, con su destino truncado apenas nació,
una caricatura de árbol que de ninguna forma podría ser su

Antología de nuevos escritores 65


centro de mesa, y ella no va a permitirlo: si algo aprendió de
su madre es a ser la mejor, y para eso cada objeto, cada pieza
de su hogar, debe cumplir ciertas condiciones.
Vuelve a la cocina para preparar la cena. Su marido está
por llegar y ella todavía no tiene nada listo; no importa, si en
un lugar de la casa ella se siente segura, ese lugar es, sin duda,
la cocina, parte de una historia que comenzó incluso antes
de que Liliana naciera, ya que Stella Maris, cuando estaba
embarazada, trabajaba como cocinera en la mayor estancia
de la zona. Liliana creció entre los épicos relatos de su madre,
que con veinte cebollas y unos chorizos había sido capaz de
hacer el guiso ganador del concurso del pueblo, aunque Stella
Maris nunca hubiese revelado ciertos detalles, por ejemplo,
que el jurado de aquel concurso estaba compuesto por tres
peones borrachos que sólo querían comida gratis, o que a ella
la habían despedido de la estancia por haber intoxicado a la
hija del patrón. En un pueblo en el que todo se sabía, Liliana
nunca supo nada, preocupada por el único deseo de llegar a
ser mejor cocinera que su madre, y lograr así que su madre,
al fin, lo reconociera.
Con cuidado deja la sartén sobre la hornalla encendida al
mínimo: un poco de buen aceite y unas cebollas son la base
de toda comida. A su marido le gustan los platos agridulces
y por eso Liliana se convirtió en experta: al principio sólo se
animaba a preparar las típicas salsas de mostaza y miel, o a
poner pasas de uva en las empanadas, pero con el tiempo, en
tan sólo media hora, llegó a preparar salsas más elaboradas:
de malbec y frutos rojos para acompañar tiernas y sabrosas
costillas de cordero, o una entrada de tostas con pimientos
caramelizados y queso brie. Ahora se decide por una salsa de
crema de castañas: en el tiempo que le queda antes de que
llegue su marido podrá sellar la pechuga de pavo y cocinarla
en la salsa, por lo que sólo falta decidir la guarnición. Abre la
heladera y se da cuenta de que debería haber ido a hacer las

66 Letras y sabores
compras, pero no importa, no porque esté acostumbrada a
improvisar, ya que su vida siempre dependió de la anticipa-
ción, sino porque frente a esa sartén, en la cocina de su propia
casa, Liliana no tiene miedo.
El inconfundible sonido del llamador de ángeles colgado
en la puerta de entrada indica que su marido ha llegado. Si
bien hoy mismo Liliana instaló el llamador, ya no cree en los
ángeles. De pequeña asistió a un convento del pueblo para
aprender a hacer dulces; allí, la hermana Clarisa intentó con-
vencerla de que los ángeles la acompañarían siempre y Liliana,
cuando la madre superiora calificó de dulce celestial la jalea de
higos de temporada que ella misma había recolectado para su
receta, creyó que era verdad, que un ángel rubio y delicado,
así lo imaginaba, le dictaría recetas para todos sus problemas.
Con la ayuda de su ángel enfrentó a su madre dos veces: como
resultado de la primera permaneció encerrada tres semanas, y
la segunda le costó una “caída” por las escaleras y abandonar
para siempre el convento de la hermana Clarisa.
Liliana sirve un trozo de pechuga con bastante salsa, y con
una servilleta húmeda limpia el borde del plato; gracias a los
concursos de cocina que cada tarde ve por televisión, sabe que
la decoración de los platos es tan importante como la propia
comida. Vio a muchos concursantes descalificados sólo por
no saber “emplatar”, según decían en los programas. Pero eso
a ella no puede pasarle, a su marido le gustan las comidas que
prepara y hace años que no ve a su madre; la última vez que
hablaron por teléfono Stella Maris fue muy clara, no vuelvas
a llamarme hasta que no seas capaz de hacer algo original, tus
recetas son de manual básico y cocinar es otra cosa. Al ver a
su marido disfrutar con cada bocado, Liliana sólo piensa en
preguntarle desde cuándo la engaña con su secretaria, pero lo
que dice es ¿sirvo un poco más o ya querés el postre?
Esa mañana, antes de saberlo todo, Liliana no pensaba
preparar pavo con salsa de crema de castañas, sino que iba

Antología de nuevos escritores 67


a ir al mercado, como siempre, a comprar productos fres-
cos: los miércoles la pescadería ofrece treinta por ciento de
descuento, y por eso una vez a la semana cenan corvina a la
manteca negra, o lubina en salsa verde, o lomos de merluza
al champagne. Y hoy, miércoles, ella tenía antojo de salmón
rosado pero no encontraba los cupones de descuento. Buscó
en los cajones de la cocina, en el aparador del living, y después
pensó que quizá los había guardado en la habitación; nunca
revisaba la mesa de noche de su marido, pero al fin tenía
una buena excusa para ceder a la tentación de hacerlo. Los
cupones, aunque ella no recordara haber abierto ese cajón,
estaban ahí, junto al llamador de ángeles que después colgó en
la puerta de entrada y a un celular viejo que puso a cargar. En
el momento de conectarlo al cargador de su propio teléfono
supo que ese día no sería como los demás.
Y no lo fue por varios motivos: el primero, porque la pan-
talla del celular reveló joviales mensajes de “Caro”, así figuraba
como contacto la secretaria, y otros tantos de su marido que
intentaban ser igual de joviales pero al no conseguirlo resul-
taban desagradables; el segundo, porque no había necesidad
de guardar ese teléfono, si su marido lo había dejado ahí era
para que ella lo encontrase, pero no, Liliana ya le había dado
todas sus lágrimas a Stella Maris y no podía, aunque a veces
lo deseara, sufrir por nadie más. El tercer motivo, el más im-
portante de todos, era entender. Ella siempre había intentado
entender por qué su padre seguía con su madre, por qué su
madre sólo era mala con ella y encantadora con los demás, y
por qué ella misma no lograba hacer una receta original, por
más que se lo propusiese. Buscó su teléfono, llamó a Carolina
y le dijo que ya sabía todo, que había encontrado el celular
y que sólo quería entender por qué una chica joven y linda
como ella perdía el tiempo con un hombre como su marido.
Como ya intuía, la respuesta de Carolina respondía a todas sus
preguntas: lo lamento mucho, le dijo la secretaria, le juro que

68 Letras y sabores
hace tiempo que terminé con su marido, tengo un hijo, sabe,
algunas deudas, usted me entiende… alguien tiene que pagar.
Al cortar, Liliana decidió no ir al mercado. Tomó el lla-
mador de ángeles, y mientras lo colgaba en la puerta pensó
en la hermana Clarisa, en la vez en que ella había seguido su
consejo de contarle al sacerdote lo que pasaba con Stella Maris,
pero él no había podido ayudarla: a veces, querida, le dijo,
pagan justos por pecadores, ella es tu madre y hay que saber
aceptar lo que Dios nos da. Liliana aquel día comprendió dos
cosas: que la hermana Clarisa era aún peor que su madre, y
que los justos pagaban por los pecadores, y no a veces, según
le había dicho el sacerdote, sino siempre, entones, ¿qué debía
hacer?, ¿convertirse en pecadora? Lo había intentado, pero no
estaba en su naturaleza, y sin embargo ahora, mientras retira
los platos de la mesa para servir el postre a su marido, piensa
que ya es tiempo de dejar de pagar.
El jueves, Liliana se despierta más temprano de lo habitual;
su marido todavía duerme. En silencio sale de la habitación
para ver en el living pequeños cuadros de luz anaranjada que,
desde la persiana metálica, se reflejan sobre el tronco grisáceo
del bonsái. Podría ser una mañana como cualquiera, pero al
subir la persiana el sol brilla en los cascabeles del llamador de
ángeles, cegadores destellos de furia que animan a Liliana a
comenzar el día con otros sabores: limón en vez de naranja,
hojas de menta en el queso crema y té de jengibre, porque
aunque lleve décadas de café, en realidad el café no le gusta.
Hace tiempo que no va al río. Cuando llegó a la ciudad iba
todos los domingos, pero al casarse cambió los paseos en el
puerto por interminables almuerzos en casa de sus suegros:
canelones, lasagna, ravioles; Liliana odia las pastas rellenas,
pero sin embargo nunca dice nada y a pesar de que el asado
es uno de sus platos favoritos no se atreve a preguntar por qué
su suegro no usa la gran parilla que le regalaron y que junta
telarañas en el jardín. Busca un jogging de colores alegres:

Antología de nuevos escritores 69


es una suerte que su marido haya ocupado todo el armario
de la habitación principal y que ella tenga su ropa en la de
invitados, así puede salir sin tener que verlo.
Liliana camina por el asfalto ancho, al borde del agua;
la danza tribal de veleros inquietos contrasta con la eterna
humedad cenicienta de los edificios abandonados. Carolina,
de espaldas a ella, descansa sobre la barandilla de metal que
la separa del agua. Liliana la toma del hombro; la chica se
da vuelta y sonríe. Ni siquiera se parece a Carolina, pero es
tan joven que bien podría serlo. ¿Nos conocemos?, pregunta
la chica y Liliana dice no, aunque parece que nos gustan los
mismos lugares. La chica sonríe, dice no sé, yo vengo seguido
y nunca te vi por acá. Liliana le cuenta de los interminables
almuerzos con sus suegros y la chica vuelve a sonreír, parece
que sí tenemos algo en común, dice, y mientras le extiende
su mano agrega que se llama Rocío y que tampoco soporta
las reuniones familiares. Rocío le propone hacer algo de ejer-
cicio; Liliana acepta sin dudar, y aunque intenta contener su
emoción, la alegría de su voz y el brillo de sus ojos la delatan.
Ese brillo no es nuevo, se instaló la noche anterior, luego
de que su marido se fuera a dormir: Liliana entró en la coci-
na decidida a hacer una receta original; no había comprado
nada, pero de seguro tendría algún ingrediente interesante;
ya en otras oportunidades había encontrado alguna conserva
especial olvidada en la alacena, pero esta vez su despensa ofre-
cía las mismas latas de siempre y ella necesitaba algo único.
Salió de la cocina para lavarse la cara. El bonsái de Carolina
aún coronaba la mesa del living—comedor, y Liliana se
acercó dispuesta a tirarlo: ya encontraría alguna excusa para
su marido, lo siento, quise regarlo y se cayó, o la vecina me
lo pidió para el proyecto de ciencias de su hijo, pero al tocar
su tronco sintió que esa miniatura al fin le daría suerte. Algo
blanco asomaba desde la tierra de la maceta, y con una cuchara
Liliana lo levantó para descubrir, en un pequeño cartel de

70 Letras y sabores
plástico, el nombre de lo que se convertiría en su ingrediente
original: Ficus nítida. Enseguida buscó las características por
internet: corteza grisácea y lisa, flores color amarillo pálido,
pequeños frutos color ocre y hojas venenosas por ingestión.
De pronto el bonsái, más bonito que nunca, ofrecía unas
carnosas hojas de color verde brillante, ¿podría hacer otro dulce
celestial? Llevó el árbol a la cocina, con un cuchillo pequeño
cortó los frutos en cuartos y trituró las hojas en la picadora,
mezcló todo en una cacerola con miel, limón y azúcar morena,
para luego dejarlo cocer a fuego lento; cuando comenzó a
espesar apagó la hornalla, y con ayuda de un electrodoméstico
de última generación, su minipimer ultrasilenciosa, consiguió
una mermelada suave y sin grumos. Pensó en llamar a su madre
para invitarla a desayunar, pero de seguro no la atendería y
además Stella Maris merecía un final peor.
Rocío, pie derecho extendido sobre la barandilla de metal
al borde del agua, dice que ya terminó de elongar, ¿por qué no
vamos a comer algo? Sólo desayuné un jugo, dice, y Liliana
la invita a su casa. La joven, tras dudar un instante, acepta,
vamos, dice, tenés pinta de hacer cosas ricas. El sonido del
llamador de ángeles les da la bienvenida, y Liliana sabe que su
marido no las molestará. Rocío se sienta en el salón mientras
Liliana prepara un té y sirve las tostadas con dulce. Rocío
prueba una, respira hondo, cierra los ojos, y con la boca llena
dice buenísimo, ¿de qué es este dulce? Liliana imagina que
Rocío, respiración entrecortada, manos primero en la garganta
y luego en el estómago, intenta ponerse de pie pero cae al
suelo boca abajo. También piensa en la cara de placer de su
nueva amiga al probar el dulce y se siente mejor que nunca. Ya
sé, dice ahora Roció mientras toma otra tostada, es de higos,
hace mucho que no probaba un dulce tan rico, ¿en qué estás
pensando, Liliana, por qué no hablás? Liliana sonríe, dice lo
preparé con una conserva que hace años traje de mi pueblo,
después te doy un frasco. Le gustaría ir a la habitación de su

Antología de nuevos escritores 71


marido para verlo muerto en su cama, pero sabe que sólo
encontrará la cama vacía: los jueves, él desayuna en el trabajo,
y además ayer por la noche Liliana se encargó de tirar hasta
el último resto de mermelada de bonsái, algo que hizo por
dos razones, o más bien por dos miedos, aunque el miedo
de morir envenenada o de envenenar a su marido no había
sido tan grande como el de volver a decepcionar a su madre.

72 Letras y sabores
Milhojas
Andrea Franco

Y qué si no puedo volver a escribir nunca más. Qué va a


pasar. Qué voy a hacer con todo lo que se acumula rápidas
burbujas de soda que ascienden al encuentro del aire libre al
girar de la tapita. Aire libre, Juan. Ya no tengo tiempo para
escribir lo que no se escribió antes, lo que dejé sin escribir.
Juan dice que la tarde de escritura parece haber sido otra vez
productiva, porque cociné más que nunca, y ahora las tortas
de queso de chocolate de manzana ocupan todo el espacio y
se amontonan en los estantes para, de a poco, robar silencio-
sas— frágiles—impunes el territorio de los libros, lámparas,
portarretratos y recuerdos de Brasil. Sigo el ritmo, y cada
lectura de cada ingrediente deja una cadencia, una parte de
mí que se acompasa, un canto coral que no me deja ser solista.
Tengo miedo, Juan, de no ser mi propia voz. Juan dice que
mi tiempo se lo gastó la Humanidad, y que la Humanidad lo
pierde en comer comida en lugar de alimento balanceado, y
si ya ni los gatos se ocupan de cazar moscas—pájaros—ratas
por qué nosotros deberíamos batir claras a punto de nieve,
enmantecar y enharinar. Yo digo que no gastamos sino que
invertimos energía para después comerla, como si en esa
preparación también dejáramos algo. Juan dice que lo único
que parezco haber dejado es la escritura y encima grito, le
grito. Cómo voy a dejarla, Juan, pensá que para dejar hay
que, primero, tener. Y qué pasa si todo lo que hay son listas
para ser tachadas, casilleros a ser rellenados, ingredientes a
ser mezclados y nada más. Las tortas multicolores pretenden
cumplir su destino de tortas, y sé que por eso Juan las mira
impaciente sin querer preguntar qué vamos a hacer esta vez

Antología de nuevos escritores 73


con nuestra casa de pronto repostería. No voy a comerlas, ni
siquiera las voy a probar. Me gustaría explicarle a Juan que
para mí cocinar es escribir sin leer, no quiero volver a la frase
anterior, no voy a releer: lo que importa está por resolverse en
la siguiente línea—palabra—torta. Lo que sobra quedará ahí.
Juan dice sentir lástima por toda esa comida sobrante, despa-
rramada por años a lo largo de mi vida. Yo me pregunto por
qué no tiene más lástima de mis palabras, más lástima de mí.

Cuando atiendo el teléfono insistente la mamá de Juan


dice que hubiese querido acercarse hasta la puerta de mi casa
para hablar conmigo, pero vive tan lejos y tiene que hacer
tantas cosas y le faltan las fuerzas para decirme que Juan tuvo
un accidente y murió camino al hospital. La gente siempre
muere camino al hospital, pienso, sin cámaras lentas ni soni-
dos ahogados ni algún épico movimiento de música clásica
de orquesta sinfónica. Nada de eso. Se murió, dice una voz
diminuta adentro mío. Y ahora sólo quedo yo, Juan, propieta-
ria de la casa de la viejabruja de Hansel y Gretel, arrinconada
entre tortas semiderretidas y el gato que saca la lengua para
probar la crema de un Lemon Pie. Es un golpe bajo de tu
parte haber muerto así nomás, después de las tortas y del amor.
Las tortas no me van a servir de nada, no me alcanzarían las
manos para llevarlas a tu funeral. Alimento balanceado te voy
a llevar. La mamá de Juan, todavía del otro lado del teléfono,
me escucha preguntar por qué la llamaron a ella y no a mí,
si yo estoy más que segura de ser su contacto de emergencia,
y pienso que no habrá habido tiempo para buscar la obra
social con los respectivos contactos de emergencia, que ni
siquiera estoy tan segura de ser su contacto de emergencia, y
que probablemente debería cambiar el mío en mi obra social.
La mamá de Juan prefiere no responder, situar mis palabras
en algún listado de cosas que la gente puede llegar a decir en
estado de límite—shock—muerte. Ahora dice que, si no es

74 Letras y sabores
mucho pedir para un momento así, le gustaría que yo me
encargara de escribir el obituario y algunas palabras para el
entierro, porque quién mejor que yo para escribir, quién sino
la escritora. Niego con la cabeza pero digo que sí. Y qué si no
puedo volver a escribir nunca más, Mirta—Marta—mamá-
deJuan. Si no puedo volver a escribir, qué.

El limbo, el peor de los espacios, es, sin embargo, el es-


pacio de la escritura, como si todo pudiera suspenderse en
los entretelones. Juan me despierta con un sacudón y le digo
que no quiero volver a los lugares donde fui feliz. Él dice
que el paraíso es, por definición, un lugar perdido. Lo dice
para poder abrir las cortinas y destaparme, todo en un solo
movimiento, con la impunidad—maldad—delicadeza que
lo caracteriza. Le digo que al final, después de haber visto la
cara de la muerte no pasó nada, nada me cambió, no iluminó
partes oscuras que no sabía que guardaba en mí, ni siquiera
ayudó a mi falta de inspiración. La gata me mira esfinge a
través de un único rayo de sol que se proyecta sobre el prolijo
acolchado de flores. Cuánto más se puede cocinar, Juan. Me
levanto, y rumbo a la cocina ignoro el polvo que ya se acu-
mula sobre los glaseados de chocolate y el merengue suizo.
Con uniforme de dormir hago una recorrida por las alacenas
para ver qué falta y salgo a comprar. Sin alterar la rutina de las
últimas semanas, sólo me muevo por las cuatro cuadras que
conforman la manzana de mi casa, de nuestra casa. Budín de
naranja—limón—maracuyá; mousse de vainilla con frambue-
sas y cobertura de chocolate amargo, una cereza en el centro y
algunas más alrededor, y por qué no cerezas para los budines
y para la cheese cake. Me pregunto en qué momento perdí el
criterio, Juan, si habrá sido cuando te conocí. Eso quedaría
lindo en tu obituario: Juan, el sin criterio, el destruyerroba
criterio, el que nunca probó una sola de mis tortas que ahora
se pudren bajo el calor que oprime todo el departamento

Antología de nuevos escritores 75


cápsula de invernadero. En la revista no hay recetas para obi-
tuarios, sólo tartas, pastas, pastel de papas y nada me sirve. Se
lo prometí a tu mamá, Juan. Voy a la computadora y busco
obituarios modelo. Una cruz, y a continuación la familia
escribe el pésame y todo aquello que quiere que aparezca, los
nombres de la familia por orden de importancia, la edad del
difunto, localidad, fecha, motivo de defunción; o, en cambio,
primero la información sobre dónde se realizará el velatorio
y las exequias u oficios religiosos y a continuación la familia
escribe el pésame; o Soledad Hernández Rodríguez, quien en
sus últimos momentos de vida dejó encargada la publicación
de esta esquela para manifestar su perdón a los familiares que
la abandonaron cuando ella más los necesitó, sus hermanos
Martín y Manuel y su hija María por su absoluta falta de
cariño y apoyo durante su larga y penosa enfermedad; Nadia
Ivanov se despide agradecida de todos aquellos que la acom-
pañaron en vida; Oswaldo Medero Morales es ahora que la
fe en Dios nos hace más fuertes, nuestra tarea es mantener
vivo tu recuerdo en nuestras oraciones de cada día por haber
sido un hombre ejemplar. Nada me sirve de nada.

El gusto no dulce sino muy dulce del café cortado en


máquina expendedora del velorio es el de todos los velorios,
en loop, repetidos para siempre, y de fondo un familiara-
migo entra y llora, otro espera en el marco de la puerta,
y otro abraza con tal de no dejarse abrazar. Del diario me
preguntaron si obituario modelo y yo a todo dije que sí.
Modelo está bien, modelo es correcto y poco memorable por
definición. Juan me mira con ojos de reproche y le digo bajito
que estoy llena de palabras pero muda, ideas de palabras que
no existen, que se vaciaron, que se fueron mucho antes de
que se fuera él. No me vas a perdonar nunca, Juan. Entro al
baño y acá encerrada todo es más fácil, y puedo olvidarme
de Mirtamarta que golpea la puerta al ritmo de un solo dedo

76 Letras y sabores
mientras pregunta si estoy bien y si necesito algo. Pienso en
escribir. Pienso que escribir podría meterme en un trance de
salvación. Que podría, incluso, traerte de la muerte, explicar
las razones, justificarnos. El golpeteo se vuelve insistente y
escucho a la mamá de Juan decir que, en todo caso, ella se
ofrece voluntaria para leer cualquier cosa que yo haya escrito,
que yo haya decidido escribir. Toco entonces los bordes de un
papel doblado en dos—cuatro—cuatromil en las profundi-
dades de mi bolsillo. Cualquier cosa, Juan. Tu mamá quiere
ahora salvarme dispuesta a reponer, en una sola lectura, todas
mis historias que nunca leíste y todas mis tortas que nunca
probaste y todo el alimento balanceado que nunca comimos
y todo el aire que ocupaba el poco aire que me quedaba. Y
qué si no hay nada más para escribir. Y qué pasa si ese todo
sobra por siempre. Saco el papel y repaso uno por uno los
ingredientes para sólo después, silenciosa—suave—única,
deslizar la receta por debajo de la puerta.

Antología de nuevos escritores 77


La parte oscura
Marcelo Utje

El menú de la noche del Día de la Revolución debe con-


tener alguna sorpresa para los comensales. Tras evaluar alter-
nativas, decido que lo más apropiado será llamar a Florian y
pedirle que tome unas fotos para entregar cuando cada quien
termine su cena; distribuyo banderitas francesas por las mesas,
y frente a la computadora diseño unos carteles con la leyenda
“Jour de la Independence”.
Preparo los pagos a proveedores, en cada factura abrocho el
respectivo sobre con dinero, anoto las novedades en el cuader-
no azul, reviso luego el resumen bancario, las acreditaciones de
consumos con tarjetas de crédito y, entre otras tediosas tareas
administrativas, apunto los saldos en el cuaderno.
Satisfecha, voy a la cocina y veo que los trastos flotan en la
bacha; Sergio entra apurado, comienza a gritar y sólo entonces
el bachero empieza la faena. Sergio y yo nos retiramos, y a
pesar del cansancio y de los deseos de reponerme para estar
a pleno en una noche con muchas reservas y doble turno,
accedo a hacer el amor y desde luego lo disfruto muy poco.
Cerca de las siete, y tras un baño, me recojo el pelo, me
calzo una boina negra y, ya maquillada y con los chupines
negros y la camisa blanca, aguardo que Sergio saque la ca-
mioneta del garage y cargue cajas de champagne y de vino
tinto, más un viejo y pesado arcón que conseguimos en un
mercado de pulgas
Una vez acomodadas las cosas, partimos en silencio rumbo
al restaurant. Ya en la cocina, y mientras los mozos fajinan
vasos y copas, advierto la ausencia del bachero; el chef, vocero
elegido por el personal, me informa que el bachero no regresará

Antología de nuevos escritores 79


y que sólo por respeto a mí el resto trabajará esta y tan sólo esta
noche, que no le diga nada a Sergio para no ponerlo de mal
humor, y que es una decisión tomada. Reasignadas las tareas, y
con el servicio a punto para recibir a los comensales, acomodo
la hoja de las reservas sobre el atril de la puerta de entrada.
Mientras los primeros clientes toman sus lugares recibo a
un sonriente Florian, que poco después de haber cruzado la
puerta es obligado a cambiar su chalina de seda por algo más
masculino, según las palabras de Sergio, quien remarca con
un gesto de desagrado lo que describe como un sobreactuado
orgullo gay. El fotógrafo me toma entre sus brazos, pregunta
la receta para soportar todo esto y, orgullosa, muestro las
mesas arregladas, las banderitas y los aperitivos ya dispuestos.
La noche transcurre con normalidad, ya se vacían las mesas
del primer turno y comienzan a llegar los comensales del se-
gundo; algunos se ubican en sus mesas, otros deben aguardar
en la barra mientras beben tragos coloridos y Florian sonríe al
tomarme una foto junto a tres amigos franceses que pretenden
dejar bien en claro lo mucho que han disfrutado la velada.
Sergio, al ver la escena descarga su furia contra el reemplazante
del bachero, que insiste en acumular cosas sin lavar.
En el momento en que uno de los atrevidos y felices
franceses introduce una tarjeta personal debajo de mi boina
advierto que el chef, ya vestido con ropa de calle, pasa frente
a nosotros para perderse en la noche; me dirijo entonces a la
cocina y me encuentro con que Sergio, que lava platos, vasos
y cubiertos, me dice que si todos piensan hacer siempre lo que
quieren, a partir de mañana deberán buscar trabajo.
Terminado el día y a solas en el local, cierro las ventanas,
busco lo necesario para secar el piso, y al entrar a la cocina
advierto una heladera abierta y el horno encendido; escucho
ruidos: tal vez regresaron las ratas que hace tiempo hurgaban
entre los restos de comida. Con miedo, salgo a la parte trasera:
todo es oscuro, una fina lluvia humedece apenas el piso de

80 Letras y sabores
baldosas, y tras resbalar un par de veces decido que lo mejor
será volver a la cocina y buscar una linterna.
Tras revisar alacenas, baños y vestuarios sin encontrar una
linterna ni nada parecido, cierro la heladera, apago el horno,
aguzo el oído y advierto que el ruido de las ratas ha termina-
do. Salgo a la calle, y reviso los cestos de basura, donde veo
sólo restos de comida, creo escuchar ruidos dentro del local
y regreso al salón donde, cuchillo en mano, aguarda Sergio,
que dice que no son horas para que una mujer ande sola.
Retrocedo, golpeo la espalda contra una estantería y caen unas
latas; Sergio dice que lo que pase en la cocina no tiene por
qué afectar a la pareja, que la comida del día no tuvo amor,
y que ya es tiempo de arreglarlo.
Mientras él pica cebollas, vierto la leche y una chaucha
de vainilla en una pequeña olla; dejo hervir a fuego medio, y
tras cinco minutos apago la cocina, tapo el recipiente y dejo
reposar la preparación; enciendo el horno y asisto a Sergio, que
ahora pica vegetales y busca una botella de vino, la descorcha
y sirve dos generosas copas. Brindamos por lo agradable del
momento, según sus palabras, y tras encender una hornalla
coloco en la sartén un poco de aceite, sal y vino blanco; rehogo
las cebollas y sello un trozo de carne; disponemos todo en una
fuente y la llevamos al horno a temperatura media.
Tras verter las yemas de huevo y azúcar en un bol, bato a
potencia máxima hasta que la preparación se espesa y consigue
un color amarillo claro; agrego leche colada sobre la mezcla
y luego crema, sin dejar nunca de batir.
Mientras Sergio apaga la hornalla donde se cocina la carne,
distribuyo la preparación de la crème brûleé en moldecitos
que pongo a baño María; luego debemos aguardar que se
cocine durante cuarenta minutos y dejar enfriar a temperatura
ambiente otros quince, tiempo que aprovechamos para comer
la carne con vegetales asados, acompañada por unos verdes,
más tomatitos cherry y semillas.

Antología de nuevos escritores 81


Al acabar la botella de vino respiro profundo, me dispongo
a levantar la mesa y digo que las cosas entre nosotros no están
bien; Sergio me mira de reojo y no responde; lo miro con
desdén y muevo la cabeza hacia los lados: entonces él toma
las copas y la botella con una mano, se incorpora, y con la
mano libre ensaya un puñetazo al aire que por muy poco no
me alcanza la cara; aterrorizada, corro hacia el salón, mientras
escucho que, desde la cocina, Sergio dice que él me buscó
para que le pusiera amor al restaurante y que al principio yo
lo había hecho bien, pero que después, cuando él quiso amor
también para él, porque deseaba ser una persona amorosa,
un hombre mejor, descubrió que a mí no me alcanza nada
ni nadie; dice que soy la parte luminosa del lugar, pero que
sin la parte oscura el lugar no sería nada…
La puerta principal está cerrada con llave. Grito, picaporte
en mano me retuerzo, y cuando sé que no hay salida descubro
que no tengo el teléfono celular; vuelvo a la cocina donde
Sergio pica chocolate, y recibo el pedido de contar la historia
de nuestro encuentro, la historia de amor que nos unió; con
el rímel corrido y voz temblorosa digo que el día en que lo
vi por primera vez, con el pantalón azul y la remera blanca
impecable, y lo escuché decir que el restaurante necesitaba
amor mientras me miraba con ojitos tristes, imaginé que me
enamoraría de él; que después vinieron los atardeceres frente
al mar, los miles de planes siempre juntos, los días de sol en
bici, los lunes enteros tirados en la cama, felices…
Cuando ya no puedo seguir, Sergio pide que prepare
otro postre: echo dentro de un bol 250 gramos de chocolate
blanco, 250 mililitros de leche, un sobre de cuajada y un
par de puñados de azúcar; él dice que debo ponerme linda
porque en cualquier momento mis pretendientes franceses
vendrán por el postre; me regresa el teléfono celular con
el que mantuvo una conversación escrita haciéndose pasar
con mí, más la tarjeta personal del galán y mi boina; lleva la

82 Letras y sabores
preparación al freezer y dice que deberé hacer lo posible para
terminar tanto la crème brûleé como la crema de chocolate
esta misma noche; dice y repite que no olvide espolvorear
todo con abundante chocolate del que se tomó el trabajo
de picar, y que luego de eso podré hacer lo que quiera, hasta
acostarme con los tres franceses a la vez; también dice que va
a observar desde la oficina, y que si damos un solo paso en
falso estaremos muertos.
Golpean la puerta, y al abrir veo que regresa sólo uno de
los alegres franceses, que asoma la cabeza y, tras agradecer la
invitación con una reverencia, dice Arnaud; digo Sandrine y
me sorprende con un beso, no, con dos besos, uno en cada
mejilla; lo invito a tomar asiento y me apuro a servir la crème
brûleé. Entonces recibo un mensaje de Sergio, que dice que
debo acompañar al francés y repite que debemos terminar
también la crema de chocolate. Acabamos la porción y,
mientras sirvo el segundo postre, el francés me toma por la
cintura y me besa en el cuello; estremecida, cierro los ojos
y lo aparto; luego degustamos la crema de chocolate, que el
francés juzga exquisita.
Recibo un segundo mensaje de Sergio con un sentido
agradecimiento por todo lo aprendido, por el camino es-
piritual, por lo bello, por tanto amor, y un último pedido:
que abandonemos cuanto antes el local. Tomo la mano de
Arnaud y salimos a la noche de Palermo; el francés intenta
abrazarme y le pido que por favor me deje sola; insiste, grito,
pateo, lo araño, y el infortunado galán corre hasta evaporarse
en la noche; ahora camino por Guatemala hasta Ravignani,
doblo con sentido a Paraguay, y cerca de la esquina recibo otro
mensaje que me acusa de haber olvidado poner la canela en la
crème brûleé, y el chocolate rallado en la crema de chocolate.
Sergio dice también que los postres están riquísimos, que ni
siquiera con veneno pudo ocultar el sabor, mejor dicho el
amor que le pongo a la comida.

Antología de nuevos escritores 83


Algo de la selva vibra a nuestro paso
Tamara Mathov

No sé qué esperaba del tren de la selva, pero es un tren


como todos los demás. Tengo gusto a garganta seca y cinco
reales; compro un café, quedan cuatro. El paisaje se estira por
la ventana y creo que duermo, creo que caigo y entonces
despierto. Ahora, por la ventana, niños y mujeres trepan con
platos de comida que no podemos comprar y botellas de
coca-cola rellenas de agua helada; le entrego en bollo la mitad
de mi dinero a una mujer grandota de manos mojadas por
condensación y sudor tropical. Lo que resta, dos únicas mo-
nedas, plateadas con borde dorado, cae en uno de mis bolsi-
llos con el ruido metálico de la ansiedad. El agua tiene gusto
a muerto. Desde el asiento de al lado, o casi lado porque nos
separa el pasillo, un nordestino nos regala un picolé, agua de
coco congelada en bolsa de plástico. M no quiere y yo tam-
poco, pero el hombre me mira y lo como igual, aunque el
coco me dé náuseas, aunque horas más tarde termine vomi-
tando por segunda vez en mi vida en un asqueroso inodoro
de tren. Un sacudón hacia los costados y la madera que
cruje bajo mis pies me lleva a otro tren. M, junto a mí, se
achicó y dejó de ser quien era, ahora es alguien más, yo tam-
bién soy otra, la de antes, de pelo más largo y caderas más
anchas, en aquel tren que no es este y no nos lleva a la puer-
ta de la selva, demasiado grande, muy mentirosa mancha
verde del mapa, pronto las nubes de polvo y la carretera pe-
lada de pueblo enterrado bajo partículas de tierra desnuda
me darán ganas de llorar. No recuerdo su voz, apenas su cara,
sus huesos pequeños y algo de su olor, lo extraño en el vacío,
lo invento entero, tan otro, tan tronco torcido que ya no

Antología de nuevos escritores 85


alcanzo a ver, se hizo pequeño y se escapó, lo abrazarán otros
ojos. Aquel tren no olía a selva muerta, olía a frío y a un
tiempo pasado que quizás fue peor. Atardeció, en nuestra
ventana ya es casi de noche, del otro lado todavía quedan
algunas vacas a contraluz. Compro otro café y la moneda ya
no hace ruido porque no tiene contra qué chocar. M saca de
la mochila un sándwich aplastado traído de esa casa que al-
quilamos por unos meses en el centro de esa ciudad perdida
que nos encontró por casualidad, me ofrece y le digo que no,
que empecé a disfrutar el gusto a estómago vacío, insiste pero
creo que se alegra de que sea sólo para él. Creo que duermo,
creo que caigo y quizás despierto; ahora en este tren el paisa-
je no se estira sino que se escapa por mi espalda, debo doblar-
me en dos, la frente en las rodillas y la panza ardida y burbu-
jeante, quizás dentro de unos minutos me encuentren ensi-
mismada del lado izquierdo del asiento. Así empieza el relato,
que repetiré infinitas veces, en patios terrazas cafés, de cómo
casi muero intoxicada por una empanada de queso, de cómo
casi morimos, los dos, de cómo esos cuerpos extraños que
revoloteaban por nuestros conductos interiores revolotearon
luego hasta nuestros cerebros y saltaron como piojos para
contaminar las ondas invisibles de energías magnéticas, y
nosotros, tan concentrados en nuestros deficientes sistemas
digestivos, por simple principio de incertidumbre ni siquiera
nos dimos cuenta de que, en nuestra romántica fuga a la puna,
también se nos intoxicó la historia que ya nunca fue la misma.
Sacudida. Ahora la ventana está llena de noche, el paisaje
vuelve a estirarse y, a pocos metros, algo de la selva vibra a
nuestro paso. Ya corté la circulación de todas mis extremida-
des, revoleé las piernas por todo el espacio y me duele el
cuerpo, esas misteriosas partes entre los órganos que uno no
sabe bien dónde están ni para qué sirven pero al respirar
duelen. Levito del vagón hacia otro vagón que abandono
enseguida, atravieso el barvagón que huele a fritura y café

86 Letras y sabores
brasilero y ya estoy en el último; frente al viento húmedo me
apoyo contra la mínima baranda que me separa de las vías y
la noche. Otro cuerpo descarga su peso y la baranda se mue-
ve hacia abajo, un poco, muy poco, pero igual me da vértigo,
imagino mi cara aplastada contra el piso en movimiento, mis
piernas disputadas por hambrientas onzas y anacondas, pero
no me muevo, las manos colgando a los lados, la base de las
costillas encastrada sobre el borde. Una voz dice: ¿Tanto
hambre tenés? Te vas a quedar sin dedo, y yo me doy cuenta
de que me estoy mordiendo el costado del dedo gordo lleno
de cicatrices. Dejo de hacerlo pero no te digo nada, si las
casualidades siempre marcaron nuestro ritmo por qué iba a
extrañarme que de pronto estuvieras aquí, tan lejos de todo.
Olés raro, como el canario muerto que encontramos entre la
basura del vecino también muerto el día en que sus parientes
vinieron a llevarse las cosas inorgánicas del departamento
junto al nuestro, nuestro por sólo dos meses pero nuestro al
fin. Me pregunto si M se habrá comido el sándwich entero o
si me habrá guardado la mitad; también me pregunto cuán-
to tiempo podría alimentarme de pellejos, como el axolotl
que hace no mucho le regalaron a la hermana de mi amiga C
por el día de la secretaria, C decía que le perturbaba su pre-
sencia de minúsculo anfibio caníbal, su cuerpecito viscoso y
transparente, su apariencia de feto celestial; el axolotl vivía
en el cuarto de su hermana, dentro de una pecera con guarda
de Boca Juniors y plásticos flotantes con formas de algas y
grutas y barcos pirata azules y amarillos; cuando su hermana
se iba a trabajar dejaba la puerta entreabierta y a C, cada vez
que atravesaba el pasillo, le estremecía el reflejo del agua en
la pared, la sombra alargada casi líquida del nuevo habitante;
el axolotl comía carne, en lo posible cruda, en lo posible
marina, y si no se le daba comía lo que se le pareciera y tu-
viera cerca, es decir sus propias manitos con dedos humanos,
sus piernitas pegajosas, quizás, incluso, sus ojitos semillas de

Antología de nuevos escritores 87


kiwi tan separadas entre sí que parecían más dibujo infantil
que parte de este mundo, se comía todo hasta hacer desapa-
recer el hambre y así desaparecer todo él; C siempre quiso
que lo viera pero yo elegí la historia, y ahora vos y yo hablamos
de esto, de monstruos, de todas esas mentiras hermosas, del
relato reservado para los amigos entre vino y cigarros, de esos
largos años, de la distancia, de lo dicho y lo escrito, de los
mails cartas servilletas, de vidas y muchas muertes, de los
abusos a la tecnología en su primer auge, de las fotografías de
caras al derecho, de caras al revés, con efecto ardilla, con
efecto chueco, de todos los clichés mundiales que llegamos a
ser en el bote, en el aire, en el medio de un río congelado, de
cómo escribimos en la nieve y en la arena, de cómo llegó el
momento en el que ya no pudimos escribir y nos dolieron los
dedos y también la boca porque tampoco pudimos decir
aquello que no escribíamos, de cómo nunca supimos por qué,
pero sí sabíamos que no habíamos podido terminar siquiera
una frase desde aquella noche en que, sentados uno frente al
otro, nos aferramos a nuestras respectivas tazas de manzanilla,
afuera nevaba y adentro también, y horas después, atragan-
tado de arroz blanco para enfermos crónicos como nosotros
y osadas milanesas al horno, me dijiste que te habías aburri-
do como nunca, después me dijiste que de no haberte ido las
cosas hubieran sido distintas, y cómo responder al más crudo
minimalismo de lo que, como pocas cosas en la vida, son
verdades obvias y absolutas; entonces te sonreí como se son-
ríe cuando el cuerpo no da más y los músculos se resignan a
la contracción involuntaria, cuando la tristeza aún es tristeza
pero uno se reconcilia y de pronto está muy pero muy calmo,
y para qué mentirte si estábamos tan honestamente tiesos en
el sillón sin forma; también hablamos de la forma en que
dormimos sin tocarnos y vos lloraste pero yo no porque es-
cuchaba en mi estómago el acompasado burbujear de las
milanesas, las más tiernas de todas, aplastadas por mí a fuerza

88 Letras y sabores
de indignación, y hablamos también, quizás, de cómo mane-
jé mil quinientos kilómetros implacablemente calma, bajé en
la 9 de julio y a pocas cuadras de mi casa estacioné en doble
fila para llorar un poco y luego discutí con un trapito que
quiso cobrarme los casi quince minutos de lágrimas, y al final,
al final del último vagón, tambaleamos hacia los lados y
nuestras versiones coinciden como sólo podrían hacerlo en
plena noche sobre un tren en movimiento. Enciendo un ci-
garrillo y me digo lo que hace meses le dije a C en la terraza
de aquel bar en Buenos Aires, en la esquina de su casa, justo
antes de que se largara la tormenta del año que nos arruinó
el peinado: todos necesitamos una historia de amor. Creo que
duermo, creo que caigo y entonces despierto. Desde mi
asiento invertido veo una vaca desnutrida hacerse más y más
pequeña. Acumular paisajes me gusta más que mirar hacia
adelante sólo para perder de vista todo y tan rápido. Intento
encontrar algún sentido en el sonido de las voces de los demás
pasajeros, el balbuceo de úes y oes del portugués, el tambaleo,
el polvo, el pelo que crece, el tren un poco más al Sur, el
viejo de atrás que ahora sí habla un idioma que entiendo y
narra, con mi acento, la muerte de una mujer, la suya, a la
que encontraron muerta en la cama compartida durante
cincuenta años la única noche en que él no estuvo ahí, porque
viajó a Córdoba para llevar unos vidrios blindados, le cayó la
noche y la mujer se acostó sola, ella nunca tuvo sueño pro-
fundo y por eso supieron que estaba muerta, mi señora no
tiene sueño profundo, y habla de ella así, en presente, repite
que fue la única noche, lo aclara, lo acentúa, lo cree y yo
también le creo, es su absoluto poético, su historia esencial,
mi señora, dice, y por eso, cuando la vieron así, ensimismada
al lado izquierdo de la cama, como siempre pero distinta,
entendieron que algo estaba mal, habíamos hablado unos
minutos antes, me dijo viejo no salgas a la ruta tan tarde que
después no puedo dormir, vení mañana, para qué vas a venir

Antología de nuevos escritores 89


ahora, pero yo fui igual, salí enseguida, la encontró mi hija
cuando fue a buscar el plato sucio de las empanadas, al horno
las empanadas, porque mi yerno come como un animal y a
veces las hace fritas y mi señora frito no puede, pero bueno,
estas eran al horno, me avisaron en un peaje de Pacheco, mi
hija me dijo papi frená a un costado, mi señora era glotona
y se ahogaba siempre, no masticaba bien la comida y yo le
decía de todo, y repite esto último, le decía de todo, brazos
amputados de más niños y mujeres cruzan las ventanas con
más platos y más botellas, quizás, por qué no, un poco de
arroz frito, de carne misteriosa de la selva, no estaría mal, y
aunque sé que la única moneda sigue en mi bolsillo busco
dinero en la mochila llena de telas de buzo de medias de
pareos de pañuelos y encuentro medio sándwich, el tren sigue
su camino, las siluetas de niños y mujeres se hacen más y más
pequeñas, M duerme con la cara aplastada contra el vidrio
empañado, tomo su mano, de todo le decía, masticá bien,
vieja, le decía…

90 Letras y sabores
Sortilegio
Martín Seri

Soy Hombre, nada de la


condición humana me es ajeno
Terencio

El hipermercado en el que trabajo es uno de los más gran-


des de la cadena a la que pertenece. No lo digo con orgullo,
mi empleo es una mierda. Soy cajera, estudié Administración
de Empresas pero después de cinco años abandoné, cansada
de seguir aún en el primer año de la carrera. Sin embargo,
en ese momento no me parecía tan mal hacer cinco veces el
mismo año: nadie me apuraba, manejaba mis tiempos; ya
desde entonces sabía bien que entendería mejor las cosas si
me las repetían varias veces (de hecho, necesité que me dijeran
durante cinco años que la Administración de Empresas no era
lo mío antes de decidirme a abandonar). En la época en que
estudiaba trabajé en varios lugares, y así, con más oficio que
formación, terminé por forjarme una carrera comercial que
me llevó a lo que soy: una cajera más en uno de los locales
más grandes de la cadena que me contrata.
Desde mi lugar de trabajo veo la calle, y no está mal: a
la mañana me da el sol y hablo con las vecinas. Ya cerca del
mediodía la cosa cambia, el ritmo se acelera y no hay tiempo
para hablar. Mi caja es una de esas en las que se permite un
máximo de quince productos por compra, y que por alguna
razón que nadie conoce se dan en llamar “cajas rápidas”. Lo
cierto es que aquí nada es rápido, la gente siente que pierde
el tiempo y yo también. En este lugar las horas están hechas
de un material más denso que en ninguna otra parte; quizás

Antología de nuevos escritores 91


sólo en las cárceles el tiempo sea igual de lento. Los carteles
de este lugar deberían decir “El tiempo aquí no fluye” (como
una advertencia en la puerta del infierno), en vez de “máximo
quince productos”. Y sin embargo, aunque las horas no pasan
más, los días vuelan, la vida se me va. Es curioso, el tiempo
que pasa y el tiempo pasado no son el mismo tiempo. Pienso
en esas cosas, yo soy así.
La caja deja mucho tiempo para pensar. Otros trabajos
dejan tiempo para otras cosas, para leer el diario o escuchar
la radio, para dar un vistazo a la Internet, para chatear con
amigos, usar el celular, hacer llamados, para estudiar si no te
cansaste de cursar por quinta vez una materia introductoria
del primer año. Mi trabajo no sirve para eso, pero sí para
pensar. Y yo pienso como ahora, como si monologara, como
si contara mi vida y alguien más escuchara mis pensamientos.
Alguien, no sé, alguien cualquiera: la señora del queso port
salut, el paquete de fideos y la oferta de tres por dos en rollos
de cocina; la muchacha de las sopas en lata, la gaseosa dietética
y sí, siempre hay descuento con tarjeta de socios; o el tipo
de la cerveza, las cebollitas, los pepinitos, y no, no se puede,
son quince productos máximo, señor. Alguien cualquiera. Si
alguien me oyera pensar...
Lo que la gente compra dice algo acerca de lo que la gente
es. Eso lo aprendí cuando estudiaba Administración, y lo
aprendí mucho mejor al ver las compras de la gente que pasa
por la caja. Por supuesto, hay varias formas de leer lo que las
compras dicen. Desde las ciencias económicas, la única inter-
pretación posible se enfoca en el consumo: la elección de cier-
tos productos habla del sexo y edad del cliente; la elección de
determinadas marcas de su condición económica; la forma de
pago de su solvencia financiera. Pero hay otras formas de leer.
En la caja, entonces, aprendí más que en mis días de es-
tudiante: una buena cajera puede leer en las compras mucho
más de lo que las ciencias económicas suelen ver. Supongamos,

92 Letras y sabores
sólo para hacer fácil la explicación, que hablamos de una ca-
jera que alcanzó los treinta años y aún es soltera, una no muy
obsesionada con su trabajo aunque tan observadora como para
no dejar pasar detalle; esa cajera, si se lo propone y examina
un número suficiente de compras, puede saber si su cliente es
casado o soltero, si tiene hijos o no, si se deja influenciar por
su mujer y es pollerudo o si es más astuto de lo que aparenta y
la engaña, si maltrata a su familia, si hace mucho que no está
en pareja, si es sociable o solitario, si es limpio y ordenado,
si el trabajo invade su vida y le quita horas de sueño, si tiene
muchos amigos, si es obsesivo y lleva trabajo a casa, si no le
alcanza el tiempo, si está conforme con la vida que lleva, si no
le alcanza el dinero, si sufre la imposición de lo que lo rodea,
si le revienta la circunstancia, si está llamado a ser exitoso y
no le alcanza el destino que le tocó en suerte para la vida que
podría llevar... Una buena cajera, soltera, de treinta años, con
sólo ver una compra (una compra de quince productos como
máximo) puede saber todo eso de sus clientes. O al menos yo
puedo decir que lo sé.
En realidad, creo que cualquier persona puede saber lo
que sea acerca de otra con sólo ponerse, por así decirlo, en
sus zapatos. También creo que cualquier cosa, no sólo una
compra en el supermercado, es suficiente para reconstruir por
completo la experiencia del otro: la ropa que lleva, sus fotos
de viajes, la decoración de su casa, los libros en el estante
más alto, algún objeto extraviado en la calle... Hay una idea
filosófica, religiosa, mística si se quiere, que sostiene que la
semilla está programada para ser árbol, que todo el Universo
está hecho sólo de átomos, que en las más pequeñas cosas se
encuentra el germen de la totalidad. También detrás de una
simple compra hay una persona, y el que sepa ver los detalles
será capaz de entenderla.
Ahora, la cuestión es qué tan lejos se puede llegar en esa
lectura, esa es la cuestión. Insisto con llamarla “lectura”, sí,

Antología de nuevos escritores 93


me gusta la palabra... Hace poco aprendí del programa de
concursos “¿Quieres embolsarte un millón?” que la palabra
“sortilegio” (el arte de adivinar el futuro en el vuelo de las
aves o en las entrañas de los animales) quiere decir “leer la
suerte”. Sorti—legio. Y si se puede leer a las personas tal como
son ¿por qué no ir aun más lejos, por qué no adelantarse y
decir cómo serán? Un buen lector (una cajera de treinta años,
por ejemplo) podría no sólo saber que el señor que compró
toallitas femeninas y una caja de bombones es un pollerudo,
sino adivinar que en el fondo es un cobarde, que jamás se
comprometerá en serio y que en menos de dos meses termi-
nará por revolcarse con la recepcionista de su oficina. Yo lo
sé, y no necesito probarlo: hablo para mí, nadie me escucha.
Quizás los adivinos no se equivoquen en su hipótesis prin-
cipal: los eventos del futuro sí dejan señales en el presente; no
hace falta detenerse a justificar esta idea, en el fondo es algo
que todos saben: desde el psicólogo que dice que el suicida da
aviso previo, hasta la feminista que asegura que el golpeador se
manifiesta en pequeños gestos anteriores a la violencia física;
desde el criminólogo que reconstruye la carrera que va del
instituto de menores al penal federal, hasta el médico que dice
que la marihuana es la puerta de entrada a las drogas duras.
Todos, no sólo los adivinos, creemos en los sortilegios. Pero
los adivinos equivocan el medio. ¿Qué relación puede haber
entre las entrañas de un cordero y los eventos futuros, si uno
no conoce el campo más que de verlo de paso hacia la Costa
Atlántica? ¿Qué tengo que ver yo con la borra del café, si no
soy colombiana? ¿De dónde sacaron que las cartas tienen
algo para decir sobre mi vida? Las manos son otra cosa, con
eso no me meto… Las manos, una porción de mi cuerpo,
participan de mis mismos condicionamientos genéticos; las
manos pasaron por los mismos trabajos que yo y comparten
conmigo la clase social; las manos sirven para expresarse y
hablar, para ocultarse y callar; las manos también son parte

94 Letras y sabores
del espíritu… Por eso creo que en las manos sí puede leerse
el pasado, el presente y el futuro.
Pero yo, aunque veo muchas manos, no las leo; yo leo
productos, como este escáner de mierda que necesita que las
cosas pasen veinte veces para dar un solo precio. Y así como
sucede con el escáner, hay productos que puedo leer con ma-
yor facilidad que otros. Por ejemplo, la viejita que pasó recién
llevaba sólo productos de limpieza, ¿qué carajo puedo saber
de su vida con una lavandina y un jabón neutro? Pero con la
comida es distinto. Al final la comida te define, es como dicen
en el reality show que se llama “Eres lo que comes, cerdo”.
Esta mujer tan apurada sí lleva comida: una leche en polvo
para lactantes de uno a tres meses, fácil adivinar que tiene un
bebé; un frasco de miel de las más caras, presumo que para
endulzar un chupete; y un bombón de licor, de esos que sólo
compran las viejas… Es clarísimo por su ropa de oficina que
trabaja todo el día y deja su hijo al cuidado de la madre (no
puedo decir por qué, pero estoy segura de que el hijo es varón).
No tiene tiempo para atender a los hijos pero se resiste a
dejarlos en una guardería… Aunque pensar eso no está bien,
quizás soy injusta. Quizás debería ponerme en su lugar. Sor-
ti—legio. Con esta mujer sí puedo hacer la prueba. Quince
productos, todos comestibles, qué mejor oportunidad para
ir más allá de lo que las compras dicen del ahora y leer el fu-
turo. Veo que no tiene bolsa y le ofrezco una, pero no la lleva
¿adónde pensará poner todas esas cosas? Hay gente miserable
que prefiere que se le caigan las cosas de las manos antes de
pagar unos centavos por una bolsa plástica. Está apurada y
quiere que yo también me apure, tiene poco tiempo. Lo siento
mucho, yo tengo todo el día para estar acá. ¿Cómo? ¿Que
el cartel dice “caja rápida”? Se equivocaron, señora, está mal
señalizado, en esta caja el tiempo no corre, abandonad toda
esperanza… El tipo de las cervezas y los pepinitos para la
picada me mira desde atrás con una sonrisa. ¿Habré hablado

Antología de nuevos escritores 95


en voz alta? No, imposible. ¿Y qué hace el tipo otra vez en
la fila si acaba de pasar? Y por sobre todas las cosas, ¿por qué
me mirá así? ¿Por qué me sonríe?
Volvamos a lo nuestro: sorti—legio. La mujer hace dieta:
lleva siete cajas de desabridas galletas de arroz, pero ¿por qué
tantas? No parece el tipo de persona que acumule productos
en la despensa, y por otra parte no hace las compras del
mes, no lleva azúcar ni leche; sí lleva pan, es decir que hace
las compras del día; y en su casa cocina la madre. ¿Por qué
entonces las siete cajas? Ni su hijo ni su madre se las van a
comer. Tiene un problema para controlar la ansiedad, es eso,
y ahora que lo pienso se detuvo a mirar los chicles un buen
rato. ¿Fumará? No parece, por las manos... Tampoco parece
muy dispuesta a gastar: compra todo de segundas marcas,
salvo la miel y los productos para el bebé. Paga en efectivo,
porque así hace más rápido, y se va.
Finjo contar el cambio para no cobrarle todavía al próximo
cliente. Sigo a la mujer con la vista. ¿Qué hace? Camina hacia
uno de los lockers en la entrada y guarda lo que acaba de com-
prar. Parece que huyera de algo, pero no… Está apurada, eso
es, no tiene tiempo. Y con ese gesto accedo a la comprensión
de la totalidad, veo, por así decir, el árbol programado en la
semilla: no puede llevar todo en las manos, y aunque necesita la
bolsa no la quiso comprar; va a dejar las cosas bajo llave, en el
locker, para ir a su casa en busca de una bolsa que no tenga que
pagar y volverá por sus cosas. Ya he visto a otra gente hacer lo
mismo. Es sorprendente que, incluso al estar apurada, prefiera
perder todavía más tiempo antes que gastar unos centavos…
Podría ofrecerle una bolsa, quiero decir que podría dársela sin
costo, porque en este hipermercado el control no es tan estricto,
las cajeras podemos dar dos o tres bolsas sin cobrarlas. Pobre
mujer que no puede cuidar de su hijo y está apurada, pobre
mujer… En fin, ya está, que se embrome por miserable... Si
tenía tan poco tiempo, hubiera gastado unas monedas más.

96 Letras y sabores
El tipo de la cerveza y los pepinitos no lleva nada en las
manos, ¿por qué pasa por acá si no tiene nada que pagar? Pero
no, al final pide que le alcance el único producto que tuvo que
dejar cuando pasó la primera vez: una bolsa de verdulería con
una raíz de mandioca. Recién lo vi cuchichear algo con un
pibe en la fila, seguro se quejaba. Mire, señor, no es mi culpa,
yo hago mi trabajo, son quince productos máximo. El tipo
sonríe, me sonrió todo el tiempo, y para pagar la mandioca,
me da un billete de cien, ¿buscará pelea? Por las dudas no dis-
cuto por el cambio. Antes de irse saca del bolsillo otro billete
de cien y se lo da al chico. ¿Le dio cien pesos o me pareció a
mí? ¿Qué hizo? ¿Qué pretende este degenerado con ese pibe?
Vuelvo a la mujer de la bolsa. Sorti—legio. Y entonces,
como en las revelaciones de los santos, como un rayo en medio
de la nada, comprendo el sentido final de lo que acabo de ver:
no ya que la mujer fuera ansiosa y un poco miserable, que es
un hecho de “primera lectura”; tampoco que quisiera a su hijo
y a su madre pero no pudiera dedicarles tiempo; no, nada de
eso, entiendo lo que yo misma quise decir con que ella “huía
de algo” y “no tenía tiempo”: entiendo que esta mujer se va
a morir pronto. Sale a la calle, con la llave del locker donde
guardó sus cosas, pero no alcanza a cruzar del otro lado. No
la veo, pero tampoco soy tonta: oigo una frenada y entiendo
lo que pasó. Desde mi caja se puede ver hacia afuera, no sé
dónde está ella pero veo que la gente se detiene, se agolpa,
corre, grita. El hombre de seguridad sale a dar una mano. Me
pregunto si el que lee el futuro será capaz de cambiarlo, me
pregunto si las cosas habrían sido distintas si yo le hubiese
regalado una bolsa a la mujer.
Cuántas pavadas… Todo esto no tiene sentido. Yo estoy
aquí, hago mi trabajo, cumplo con mi deber laboral. Como
si nada, le cobro a un nuevo cliente. Veo que se aleja el tipo
de la mandioca y los pepinitos, y me doy cuenta de que no
lo entendí, de que a él sí que no pude leerlo. Es lógico, lo de

Antología de nuevos escritores 97


la mujer en la calle me tiene preocupada. Y sin embargo, con
sólo un vistazo leo al chico que estaba en la fila junto a él:
menor de edad, varias botellas de cerveza, no puede comprar
alcohol ni trajo envases, pero hizo el intento y le salió bien;
se nota que es pobre y que estaría dispuesto a cualquier cosa
por un billete como el que acaban de darle. Pero al tipo de
la mandioca, en cambio, no alcancé a entenderlo. ¿Por qué
sonreía? ¿Por qué regaló tanta plata? ¿Qué significaba la man-
dioca? ¿Por qué volvió por ella?

Cuando era chico estaba seguro de que los superhéroes


existían, que eran personas con un nombre normal, con un
trabajo normal y una vida cualquiera pero con una habilidad,
un “superpoder” que los hacía únicos: telequinesis, velocidad,
fuerza, el don de hacerse invisible, del vuelo o de la plastici-
dad; y también había superpoderes de los que las historietas
no hablaban, como la capacidad de predecir el futuro y de
saber lo que piensan las personas. Yo creía, por ejemplo, que
mi abuela era capaz de leer la mente, porque cuando yo hacía
alguna travesura, ella lo descubría siempre sin necesidad de
pistas, con sólo verme. Este superpoder me asustaba, pero al
mismo tiempo me resultaba gracioso.
Si mi abuela decía: “¿Qué hiciste?”. Yo respondía: “A ver,
¿qué hice?”. Y ella siempre acertaba. Con el tiempo pude
notar que sus artes adivinatorias sólo funcionaban cuando
había alguna falta ética de mi parte (si yo preguntaba: “A
ver, ¿en qué color pienso?” ella no lograba adivinar); así que
supuse que no era mi abuela la que me descubría, sino que
era yo quien se delataba; de a poco me convencí de que ella
era como cualquier otra abuela (después de todo, tenía un
nombre normal, un trabajo normal y una vida cualquiera). Y
pasaría mucho tiempo antes de que, al descubrir mis propios
“superpoderes”, volviera a creer que mi abuela era distinta.
Para entonces, ella había muerto.

98 Letras y sabores
Soy un tipo normal, como cualquier otro, pero tengo un
don, una habilidad, un superpoder si se quiere: un finísimo
sentido del olfato. Con él puedo hacer lo que los demás no
pueden, como reconocer a otros superhéroes, porque ellos
no huelen como el resto de la gente. Si alguien puede leer el
pensamiento o adivinar el futuro, por ejemplo, huele como
olía mi abuela debajo de esa mezcla de aromas artificiales a
lavanda y naftalina. También puedo oler el miedo, los nervios,
la duda, el enamoramiento...
La gente cree que tener un superpoder es bueno, pero
casi nunca lo es: uno debe mantenerlo en secreto para que
no lo tomen por loco, y la mayor parte de las veces no se
le puede sacar provecho. Por el contrario, los superpoderes
ocasionan perjuicios. Por ejemplo, mi abuela llegó a predecir
cuándo moriría mi abuelo, y como ella estaba segura de que
no soportaría su muerte, se dejó morir un día antes sólo para
evitarse el dolor de sobrevivirlo. El superpoder casi siempre
es una espantosa destreza: en mi caso, puedo oler cuando la
muerte se aproxima a alguien. La muerte tiene un olor rancio,
y eso me previene.
He intentado alejar la muerte cuando supe que ronda, pero
ella nunca se va con las manos vacías. Quiero decir: a veces
uno evita una muerte, pero de inmediato ocurre otra; por eso
trato de no intervenir. Pero esta vez es distinto, la cajera huele a
muerte y es hermosa, tiene bonitos ojos… Además, tiene un su-
perpoder, ella sí podría entenderme. Quiero decir: entenderme
sin necesidad de leer mi mente (que evidentemente es lo que
hace) de superhéroe a superhéroe, como una mujer cualquiera
a un hombre cualquiera. Y como esta vez es distinto, pienso
distraer a la muerte. No importa que yo sepa que la muerte
no se distrae, que nunca se va con las manos vacías. Que se
lleve a quien quiera, pero no a ella. A ella la quiero para mí.
Para distraer a la muerte, primero tengo que distraer a
Ojos Bonitos. No es fácil, pero yo sé cómo. La habilidad

Antología de nuevos escritores 99


para leer la mente, el superpoder menos natural de todos,
se desarrolla a lo largo de la vida y cambia en cada ocasión,
porque en el fondo se trata de un superpoder deductivo. Por
eso los “lectores de mentes” necesitan de algo que yo llamo
“punta de ovillo”, el primer elemento o la primera serie de
elementos que llevan a una cadena de deducciones. La punta
de ovillo de mi abuela era la ética: si sabía que yo había sido
malo, lograba descubrirme, y en cuanto se enteraba de que
un vecino debía dinero, por ejemplo, era capaz de saber todo
acerca de la deuda sin que nadie tuviera que contárselo. La
punta del ovillo de Ojos Bonitos es la comida. Lo sé porque
cuando alguien lleva otro tipo de producto ella huele a duda,
se confunde. El olor de la duda es dulzón, como de azúcar
quemada. Para confundirla, robé un carrito lleno de cosas
que no eran mías y tomé sólo una, que elegí y me representa:
una raíz de mandioca. Si llevo productos que no elegí, ella
no podrá leer mi mente.
En la fila para pagar supe con exactitud por dónde venía
la muerte: el chico de las cervezas huele a miedo y no saca su
mano derecha del bolsillo de la campera. Decido confundirlo
a él también (ya son tres los confundidos: la cajera, el pibe y
la muerte). Tomo, de la heladera junto a la caja, varias cer-
vezas, hasta pasar el límite de los quince productos; cuando
llega mi turno la cajera dice que llegué al límite admitido y
debo dejar algo: la mandioca. Vuelvo entrar al supermercado
y quedo último en la fila, voy hasta donde está el chico y le
digo que otra vez sobrepasé los quince productos, aunque ni
siquiera tengo un nuevo carrito; él, como no alcanza a ver el
final de la fila, no sabe si miento; le digo que si me compra
seis cervezas le pagaré cien pesos; el chico, confundido, huele
a flan bañado en caramelo; accede cuando le doy el dinero
para las cervezas como muestra de buena fe. Cuando llega a
la caja, donde pensaba robar y donde iba a disparar la bala
que mataría a Ojos Bonitos, me acerco y le doy los cien pesos

100 Letras y sabores


prometidos. El olor a muerte se pierde de inmediato, y sólo
queda el olor a azúcar quemada de la duda. Supongo que la
muerte se va rumbo a la calle, a buscar otra víctima.
Cuando llega mi turno pido a Ojos Bonitos mi bolsa de
mandioca, su punta de ovillo, y pienso en algo para que lea
mi mente, pienso fuerte: “¿Viste cómo te salvé la vida? Me
gustás, creo que estoy enamorado”. Pero Ojos Bonitos no me
“oye”, no lee mi mente, no me registra, y parece distraída por
algo que sucede en la calle.

Antología de nuevos escritores 101


Un aire de familia
Flavia Cervigni

Primero, el agua tibia de la bañera después de un día agita-


do, las sales, los aceites, recuperación. Después la bata suave,
el libro, la cama y el sueño que tanto esperé. Por último un
olor algo dulzón, como a quemado: el olor de la frustración.
Me levanto, no hay más remedio. En la cocina llena de
humo, terminan de carbonizarse los últimos tallos de apio,
trozos negros de lo que alguna vez fue una calabaza, o quizás
la cebolla, no lo sé.
Hay que apagar la hornalla. Después, dejar lo que quedó
de la sopa de verduras en la pileta, bajo agua fresca, y volver a
dormir para soñar con ollas destrozadas que se recuperan de
manera milagrosa.
A la mañana siguiente el panorama no es muy alentador. El
olor a sopa está impregnado en las cortinas y algunos trozos in-
definibles flotan en la cacerola, la única que tenía, irrecuperable.
Por décima vez me prometo ser más cuidadosa con el gas,
el fuego, la cocina y las comidas que preparo, que intento
preparar. Una vez más sé que me miento, que, como siempre,
terminaré por comprar comida hecha.
Quizá sea mala cocinera, pero nadie podrá decir que no
pongo empeño.

Mi abuela murió hace poco más de un mes, y con ella se


fueron los secretos que perfumaban su cocina. Ir a su casa
era una fiesta: la mesa larga, el mantel blanco, impecable; la
promesa de un estofado de pollo y de unos ravioles que ella
amasaba para los demás y de los fideos que hacía sólo para
mí, porque no me gustan las pastas rellenas.

Antología de nuevos escritores 103


La tradición de la cocina terminó con ella: mis padres no
saben cocinar, y les parece una pérdida de tiempo. Cuando
la abuela Ethel murió quise probar si me tocaron algunos de
sus genes culinarios, y hasta ahora no tuve suerte.
Así que ahora voy a su casa con la idea de llevarme alguna
de sus ollas. Sé que ni mi tío ni mis primos volvieron aquí. Mi
mamá no quiere, y yo, que prometí ayudar con la limpieza y
separar las cosas de la abuela para donar, hasta hoy pospuse
la visita.
Abro la puerta y, para evitar la tristeza que se me acumulaba
en la sien, voy directo a las cacerolas. Ya habrá tiempo para
ordenar la ropa, vaciar los muebles y limpiar. Pero limpiar
qué, si todo se ve tan limpio...
Me siento en el piso de la cocina, y abro la alacena de
abajo sin saber con qué me encontraré. Para mi sorpresa no
hay cucarachas, ni vivas ni muertas; no hay arañas, ni telas,
ni líquidos viscosos. Todo está impecable, las ollas, cacerolas,
las sartenes, asaderas, todo un emporio gastronómico brilla
en la alacena de la abuela.
Hasta ahora nunca me había metido aquí abajo, y me
basta con tocar uno de los enseres, una budinera o algo así
para que todo se desmorone, como si tanto orden, tanta
calma, hubiera sido solo una ilusión. Me congelo hasta que
la última tapa deja de vibrar sobre el piso. Respiro aliviada al
notar que, pese a todo, nada se rompió, y empiezo a volver
cada cosa a su lugar.
Suena el timbre, y me quedo quieta a la espera de que la
persona que tocó, sin dudas por error, se retire. El segundo
timbre me sobresalta: si el espíritu de mi abuela decidió volver
no tiene sentido que toque el timbre. Asustada, escucho que
alguien mete la llave, la gira, y abre la puerta. No puedo mo-
verme, y ni siquiera tengo el valor de gritar para pedir ayuda.
Una mujer mayor se asoma a la puerta de la cocina y me
mira también asustada.

104 Letras y sabores


—Hace mucho que esperaba que viniera alguien, pero no
pensé que iba a ser hoy. ¿Sabés quién soy?
La miro y recuerdo a la muñeca gigante que la vecina de
la abuela tenía en la habitación, sobre una mecedora, y que
a veces me la prestaba para jugar.
—¿Betty? ¿Qué hacés acá?
Beatriz sonríe y se acerca a abrazarme.
—Qué grande estás, Micaela. Pasa que tengo la llave. Yo
tengo la llave de acá y tu abuela tenía la mía. Hace mucho que
no te veía, tu mamá no me dejaba, ¿sabías eso vos? Yo te cuidaba
cuando eras chica y bueno, tu mamá después no quiso que te
cuidara más. Bueno, eso ya pasó hace mucho. ¡Mirate! Estás
hecha una mujer… Pero con tu abuela era distinto. Además, dos
viejas solas tienen que cuidarse una a la otra, ¿no? ¿Querés un té?
Trato de asimilar la catarata de información
—¿Y por qué mamá no quería que me cuidaras?
—Porque… veíamos las novelas, y tu mamá decía que ibas
a volverte tonta y no sé qué más. ¿Te preparo el té?
—Sí, bueno —le digo— No sabía eso, Betty. Pero es
verdad, mi mamá no me dejaba ver novelas…
—Conmigo mirabas “La extraña dama”, ¿te acordás?
—No, no, pero me acuerdo que tenías una muñeca grande,
con una vincha blanca.
—Uy, esa… Hace tiempo la regalé. Quería dártela a vos,
pero tu mamá no quiso. Qué se le va a hacer. A tu mamá la
perdoné hace tiempo, pero lamento tanto no haberte visto en
todos estos años… ¿Venías a ordenar la casa de Ethel? Mirá lo
limpia que está, yo la repaso una o dos veces por semana…
—No —digo— Ayer se me rompió una olla, y hasta que
me compre otra pensé en llevarme una de acá.
Con eso Beatriz se pone nerviosa.
—¿Se te rompió una olla? Es la primera vez que escucho
algo así. ¿Cómo se te rompe una olla? Mirá que abollada
sirve igual…

Antología de nuevos escritores 105


Evito dar detalles pero digo la verdad, es decir que se
quemó y quedó inservible.
—¿Vos querés una olla, entonces?
—Sí, una olla, una cacerola, cualquier cosa, da igual…
—Es que no es lo mismo. Decime, ¿vos sabés cocinar?
—Ay, Betty, ¿qué pregunta es esa? Cualquiera puede hacer
una hamburguesa, un huevo frito...
Beatriz se acerca muy seria y me agarra del brazo, sin
violencia pero firme.
—No, nena. Te estoy hablando de cocinar de verdad, no
comida instantánea y porquerías para salir del paso.
Lo de Betty no fue una acusación, y no es nada tremen-
do, pero lo cierto es que no sé cocinar y no estoy dispuesta
a admitirlo. Quizá sean mis intentos fallidos, o el recuerdo
tan fresco, la evidencia tan sensible de salsas, pollos, laurel
y pastas de la abuela; tal vez sea que me siento como una
nena chiquita, como si me retaran por haber roto tal o cual
jarrón, o por haber visto la novela, pero el mentón se me
tensa, las comisuras se atascan unos milímetros debajo de
lo normal y los ojos me lagrimean sin parar, y sin que yo
pueda hacer nada.
—¿Vas a llorar por eso? No seas boba, Micaela. Tomate
otro tecito así te calmás. Yo también la extraño, ¿sabés? Es raro
que no sepas cocinar, con la herencia que tenés…— Beatriz
se interrumpió.
— Nadie cocina como la abuela. Para empezar, mamá no
sabe. Y yo… bueno, yo no soy distinta a mi mamá.
—Igual no lo decía por tu abuela.
Beatriz me mira como si esperara una reacción.
—A mi otra abuela no la conocí —digo, como para
conformarla.
—No te preocupes, querida, yo te enseño lo que sepa. ¿Te
vas a quedar un rato más? Pensaba hacer un pastel de papas,
¿me acompañás?

106 Letras y sabores


Lo dudo un momento, pero acepto. Antes de que Betty
levante las tazas, la tomo de las manos.
—Gracias, Betty.
Bajo al departamento de Betty, que ya se despliega en la
cocina. Es como la abuela, pero más erguida, más vital. Tanto
tiempo cerca las hizo parecerse, les dio un aire de familia.
—Mirá, acá te aparté dos cebollas y una tabla. Ya están lim-
pias. Picalas y ponelas acá— Betty me muestra un bol verde.
Me acerco con miedo, tomo el cuchillo y doy el primer
corte bajo la mirada de mi maestra.
— No, así —me corrige— Primero tenés que cortarla a
la mitad. No hagas mucha fuerza que está bien afilado, no
te vayas a cortar.
Mientras Betty descongela la carne y dispone condimen-
tos sobre la mesada, hago mi mejor esfuerzo con la cebolla.
Cuando termino, le aviso. Entonces ella enciende la hornalla
donde está la olla, pone un poco de aceite y recién ahí echa
la cebolla.
—¿Se pone todo a la vez? Pensé que se calentaba primero
el aceite.
—Sí, también se puede poner así, pero tu abuelo lo hacía
de esta forma y a mí me gusta más.
Betty revuelve las cebollas de espaldas a mí, mientras yo
repaso sus palabras.
—Mi abuela, querrás decir…
—No, Micaela, tu abuelo. ¿No te dijeron quién era tu
abuelo?
Cuando era chica pregunté varias veces sobre el abuelo.
Primero a la abuela, que aprovechaba para inventar historias,
cada vez una distinta, todas mentiras; cuando le preguntaba a
mamá, me cambiaba de tema, hablaba de otra cosa para des-
viar mi atención. Así que en algún momento, no sé cuándo,
dejé de preguntar.
—¿Y vos qué sabés de mi abuelo?

Antología de nuevos escritores 107


Por fin Betty se da vuelta y me mira a los ojos.
—En realidad a tu mamá no le molestaba que vieras no-
velas conmigo. Tu mamá no quiso que te cuidara desde que
supo que yo fui la mujer de tu abuelo.
Una vez más, me tomo un momento para entender lo
que dice.
— ¿Tengo abuelo? ¿Y la abuela sabía…?
—¡Claro que sabía! Tu abuela y yo nos conocimos cuando
murió Carlo. En realidad, las dos sospechamos de la existen-
cia de la otra desde mucho antes: Carlo estaba casado con tu
abuela y empezó a engañarla conmigo. Después de que él se
enfermó, ellos volvieron a verse y yo sospeché que había alguien
más. Yo nunca pude enfrentarlo, pero Ethel me buscó, y entre
las dos nos confortamos y compartimos tantos recuerdos que
terminamos por hacernos amigas. Cuando tu madre supo, en
primer lugar, que Ethel había vuelto a ver a su padre y luego que
yo había sido la esposa, puso el grito en el cielo. Por eso nunca
más nos vimos con tu madre, y tu abuela y yo quedamos como
una pequeña familia. Y ahora llegás vos, que decís que no sabés
cocinar, y… y a tu abuelo le habría encantado enseñarte…
Betty no puede seguir, así que se da vuelta y revuelve las
cebollas, un poco para que no se le pasen, otro poco para ocul-
tar las lágrimas. Yo, en cambio, abrumada por la revelación,
intento poner en orden la información recibida.
—¿El abuelo sabía cocinar?
Sin darse vuelta, Betty deja de revolver.
—Tu abuelo era Carlo Marini.
—¿Carlo Marini, el chef que salía en la tele?
Betty me dice que sí y yo tengo que sentarme; apaga el
fuego y se sienta junto a mí.
—Cuando lo conocí ya era famoso, todavía no había
cocinado para presidentes, reyes, embajadores, pero tenía
prestigio y empecé a tomar clases con él. En cambio tu abuela
se enamoró antes de lo de la cocina.

108 Letras y sabores


—¿Y él qué hacía antes?
Betty sonríe al decir que mi abuelo, antes de ser el re-
conocido chef que fue, vendía ollas y cacerolas irrompibles
a domicilio. Me río, tal vez porque yo también necesito
descomprimir el momento. Le pido fotos, quiero ver si soy
parecida a él, si tenemos algo en común. Marini, el que salía
en la tele, mirá vos… La cocina está claro que no, pero quizás
un gesto, el color del pelo, algo...
—No, ahora no, que tenemos que terminar el pastel de
papas. Mañana sí. Volvé mañana y te muestro todo lo que
teníamos con tu abuela.
Entonces pienso que Betty también es, de algún modo,
mi abuela. Y aunque no puedo evitar pensar en lo mucho
que extraño a la abuela Esther, me pone contenta haber
encontrado a esta.
—Está bien, vuelvo mañana, pero me vas a tener que
enseñar a preparar alguna otra cosa.
—Mañana veremos. Que la pases bien.

Antología de nuevos escritores 109


Costumbres campestres
Juan Trujillo
 
Papá llamó hoy a mi oficina para anunciarme que el campo
se pone a la venta. Corté con él hace unos minutos y, pese a
que era algo que se veía venir, la noticia me dejó paralizado;
ahora me reclino en mi silla, estiro los pies sobre el escritorio
y pienso en cuánto hace que no vamos al campo. De chicos
íbamos seguido, un viaje que duraba cinco o seis horas; al
principio me distraía el cambio de paisaje, la ciudad que que-
daba atrás, el pasto cada vez más verde, las vacas, los caballos,
pero con la llanura interminable perdía la paciencia, jugaba o
peleaba con mi hermano, y preguntaba todo el tiempo cuánto
faltaba para llegar. En el Falcon siempre nos ubicábamos de
la misma forma: adelante papá y mamá, que se turnaban al
volante, y mi hermana mayor; en el asiento de atrás mi her-
mana menor, que casi ni hablaba, y mi hermano menor y yo,
que jugábamos entre nosotros. Era un viaje cansador, pero lo
soportaba porque después disfrutaba a pleno de la frescura
del aire, del olor del monte de eucaliptos, de la sensación de
inmensidad; las vacas y los caballos dispersos por el campo, las
ovejas sueltas alrededor de la casa del encargado, el corral de
los chanchos en el camino del fondo; me divertía ir a recoger
huevos al gallinero, corretear a las gallinas, dar de comer a los
conejos y salir a andar a caballo.
Llegábamos y Ángel, el encargado, venía a nuestro en-
cuentro para decirnos qué animal había sacrificado esa ma-
drugada: a veces un cordero, un lechón o un cabrito que, bajo
su supervisión, se doraba desde temprano en la cruz, y que
luego, con la salsa criolla que lo condimentaba, era nuestro
banquete de bienvenida. Griselda, la mujer de Ángel, nos

Antología de nuevos escritores 111


servía como entradas queso y salame casero, sopa de arroz
con caldo de gallina, salpicón de ave, gallina fría con ajo y
perejil; para el postre preparaba budín de pan, flan casero
con crema, pastelitos fritos rellenos de batata o membrillo,
y postre vigilante. Ángel era el típico hombre de campo:
alpargatas, bombacha de gaucho sujeta por una rastra de
cadenas y botones plateados, facón de alpaca a la cintura,
panza prominente, camisa a cuadros arremangada a la altura
del codo, pañuelo al cuello, bigote y boina; Griselda, por su
parte, como buena ama de casa, se entregaba a la cocina con
su inagotable variedad de entradas y postres deliciosos. Y así,
entre rondas de platos, los almuerzos se extendían, y tam-
bién porque Ángel, desinteresado del banquete, se dedicaba
a informar a mis viejos, con un respeto casi solemne, sobre
las cuestiones del campo: la lluvia, la sequía, la siembra, la
cosecha, el ganado, la maquinaria, el personal, la Cooperativa
Agropecuaria; mi hermano y yo nos levantábamos enseguida
y nos íbamos con los peones que, con sus facones, cortaban
lo que había quedado del animal, todavía atado a la cruz,
que servían sobre galleta de campo sacada de una gran bolsa
de papel madera y comían sentados en troncos de eucalipto
alrededor del fuego, mientras circulaba la damajuana de vino
que bebían del pico. Cuando mis viejos y Ángel por fin se
levantaban de la mesa, el programa era meternos todos en el
auto y salir a recorrer los potreros de siembra, de ganado y de
pastura, de modo que Ángel, respetuoso al extremo, pudiera
mostrar a mis viejos el estado del campo; más de una vez nos
pusimos a cazar liebres y perdices con un rifle de doble caño
asomados desde la ventana del Falcon.
El campo no tenía casa para nosotros, y con mis hermanos
cuestionábamos a nuestros viejos porque no la había; ellos nos
decían que era una larga historia, que nuestro campo formaba
parte de la gran estancia de mis bisabuelos que, con el tiempo,
terminó por dividirse entre demasiados familiares, por lo que a

112 Letras y sabores


nosotros nos había quedado esa fracción, sólo con la casa de los
encargados y las taperas de los peones; ante nuestra insistencia,
decían que construir una casa era muy costoso, que había que
mantenerla, que el campo quedaba lejos y no se justificaba
el gasto porque íbamos poco. El consuelo era que, cuando
empezaba a anochecer, íbamos al pueblo, nos alojábamos en
el hotel de tres estrellas, descansábamos un rato y ya de noche
salíamos a cenar a un restaurante; después caminábamos por
el Centro, íbamos a los videojuegos, mi hermanita dormida
en brazos de mamá, y ya de regreso al hotel con mi hermano
encargábamos gaseosas a la habitación y veíamos la tele hasta
bien tarde; al otro día bajábamos al buffet, donde servían un
generoso desayuno con café, medialunas y jugo de naranja, y
a media mañana volvíamos al campo para almorzar.
En uno de esos viajes nos sorprendieron con la noticia de
que mi hermano y yo nos quedaríamos a dormir en la casa del
encargado: dijeron que ya estábamos grandes, y que era una
buena manera de conocer mejor las costumbres campestres.
Protestamos todo el viaje: queríamos ir al hotel, salir a cenar
afuera, ver la tele en la habitación, encargar gaseosas y todo
eso, porque a fin de cuentas somos bichos de ciudad, pero la
decisión estaba tomada. El mediodía fue como siempre: Ángel
y Griselda nos recibieron con un gran banquete, había lechón
al asador supervisado por él, más la variedad de entradas y los
generosos postres que había preparado ella; al sentarnos a la
mesa, Ángel, con su corrección habitual, brindó su reporte
sobre la marcha de la siembra, la cosecha y el engorde  del
ganado, y cuando nos aburrimos mi hermano y yo fuimos al
fogón con los peones; después hicimos la recorrida por los po-
treros, anduvimos a caballo y ya al atardecer vimos a mis viejos
y hermanas alejarse en el Falcon camino al hotel del pueblo.  
Cayó la noche y el sosiego invadía el campo; con mi her-
mano jugábamos a la pelota en el parque cuando Griselda nos
llamó a la casa, nos ubicó en una habitación, nos dio una toalla

Antología de nuevos escritores 113


a cada uno y nos mandó a bañar, ya que la cena estaba próxima
a ser servida. Poco después, bañados, peinados y en pijama, nos
sentamos a la mesa y noté que Ángel, con una extraña expre-
sión, aguardaba en la cabecera en silencio; hasta entonces nunca
me había preguntado por qué él tenía semejante panza si comía
tan poco en los almuerzos, pero cuando Griselda comenzó a
servir la ronda de platos asistimos a su transformación: Ángel
levantó la sopa a la altura de su boca y, desde el borde del plato,
la tomó de un único y ruidoso sorbo; de un empujón apartó
el plato vacío, que Griselda casi tuvo que atrapar en el aire al
tiempo que le depositaba una ración de presas de gallina que él
devoró con la mano en cuestión de segundos para luego soltar
los huesos pelados sobre el plato, que empujó al centro de la
mesa mientras se limpiaba la boca con la manga de la camisa;
enseguida la mujer le sirvió una porción doble del lechón del
mediodía que él tragó con violentos mordiscos, de modo que
su bigote, nariz y pómulos quedaron salpicados de restos de
carne que se limpió con la otra manga; al instante la mujer le
sirvió una bandeja con el cuero y grasa de lechón, que Ángel
atacó sin piedad; cuando por un instante pude dejar de mirar
el espectáculo giré la vista hacia mi hermano, que con la boca
abierta no disimulaba su asombro; cuando volví la mirada
hacia Ángel, él ya iba por el postre, primero el flan con crema,
después los pastelitos, el budín y por último el postre vigilante;
una vez que pareció sentirse satisfecho, se sirvió un vaso de
vino, lo rebajó con un chorro de soda de sifón y se lo tomó
de un trago; de inmediato se bajó otros dos vasos de vino con
soda, hizo un eructo ensordecedor y después, sin decir una
palabra, se levantó para echarse en el sillón frente al televisor;
con mi hermano nos miramos sorprendidos, Griselda se sentó
a la mesa, se hizo un silencio y recién entonces, con un nudo
en el estómago, nos dispusimos a tomar la sopa de entrada.
El desayuno era algo parecido: por las fauces de Ángel
circulaban huevos fritos con panceta, salchichas, asado frío

114 Letras y sabores


del día anterior, pastelitos, facturas, tortas fritas; después de
unos mates bajativos y un provecho, se perdía por el campo
hasta la llegada de mis viejos, que eran recibidos por un Ángel
sereno y medido. La escena se repitió las veces en que, en los
viajes siguientes, nos quedábamos a dormir en casa de Ángel y
Griselda; era evidente que él no registraba o no le importaba su
doble comportamiento, ni que mi hermano y yo estuviéramos
ahí; en cambio a ella se la veía incómoda, con una sonrisa
nerviosa nos guiñaba el ojo en busca de complicidad; se ve
que mi hermano y yo interpretamos sus gestos y sellamos
con ella un pacto tácito, porque no sólo nunca dijimos nada
a nuestros viejos sino que hasta el día de hoy ni siquiera lo
hablamos entre nosotros. Ya de más grandes logramos volver
a dormir en el hotel, y con el tiempo dejamos de ir al campo,
de modo que el recuerdo quedó en el olvido. Hasta hoy, tantos
años después y ya con el campo a la venta.

Antología de nuevos escritores 115


Triangulación
Gerardo Winocur

La voz en el teléfono dice: vine a visitarte. Todavía dor-


mido, Matsuda tarda en reconocer a Kazumi que en japonés
le dice estoy en el aeropuerto, por favor pásame tu dirección
que iré a tu casa para hospedarme unos días. Matsuda frunce
el ceño unos segundos, le dice que está bien y le indica cómo
llegar a su departamento en el elegante barrio de Polanco,
en la Ciudad de México. Cuando más tarde, como todos los
sábados a la mañana, al departamento llega Maricarmen, la
novia de Matsuda, con los panes y frutas que a él le gustan para
el desayuno, se encuentra con Kazumi y le dice a su novio con
tono brusco ¿quién es esta? Matsuda le dice que Kazumi es
una antigua amiga de cuando él vivía en Japón; Maricarmen
dice ¿y qué hace aquí? Él le dice ha venido a visitarme y pasará
unos días en el cuarto de huéspedes. Después de pensarlo unos
minutos, Maricarmen dice esta noche yo también me quedaré
a dormir aquí. Matsuda frunce el ceño unos segundos y dice
está bien, tú puedes dormir en el escritorio.

Hace tres años que Matsuda vive en la Ciudad de México,


desde que la multinacional en la que trabaja lo trasladó desde
Japón, donde vivió cinco años tras haber aceptado una opor-
tunidad como gerente que no podía desaprovechar y que no
hubiese conseguido de permanecer en Brasil, país en el que
nació, se crió, estudió y consiguió el trabajo en esa compañía.
Pero en Japón no se sentía en casa, y por eso cuando su jefe lo
postuló para ir a México no lo dudó. Matsuda le propuso a
su novia de entonces, Kazumi, con quien estaba desde hacía
un año, que se casaran y fueran juntos a México, pero ella

Antología de nuevos escritores 117


no aceptó: no quería dejar Japón, sus costumbres, su familia,
su cultura. Tú eres un occidental, decía Kazumi en japonés,
la única lengua que conoce. Matsuda frunció el ceño unos
segundos y, después de visitar a su abuelo en el norte de Japón
y a sus padres en Brasil, al fin llegó solo a México.

Luego Kazumi sale a recorrer la ciudad, Maricarmen vuelve


a su casa a buscar ropa para quedarse a dormir, y Matsuda va al
barrio chino a comprar los ingredientes necesarios para prepa-
rar la cena de los tres. Preparará sushi, su plato preferido, con
frutos de mar (camarones, cangrejo, langosta, salmón, atún y
anguila ahumada); frutas y vegetales (mango, papaya, palta,
pepino, espárrago y distintas variedades de chile); aderezos
(sushizu1, wasabi2, tobiko3, kanpyo4, yuzu5); y, por supuesto,
el arroz koshihikari y el alga nori6. Además compra miso7 para
preparar una sopa como entrada, y un pote de helado de té
verde para el postre. Vuelve a pie a su casa cargado de bolsas,
mientras disfruta de un tibio sol de primavera al bordear el
parque de Chapultepec. Al final de su paseo, compra sake8

1. Sushizu: aderezo para el arroz del sushi que se hace con una mezcla de
azúcar, sal, vinagre de arroz, sake y mirin.
2. Wasabi: especie de rábano típico de Japón.
3. Tobiko: término japonés para designar la hueva de pez volador usada
en la elaboración de ciertos tipos de sushi.
4. Kanpyo: virutas secas de un tipo de calabaza. Es un ingrediente de un
estilo tradicional de la gastronomía de Japón.
5. Yuzu: especie de limón con una corteza más ancha similar a la man-
darina pero de color amarillo.
6. Nori: envolturas vegetales empleadas para hacer los rollitos, que se
obtienen de un tipo de alga comestible típica de Japón.
7. Miso: pasta aromatizante fermentada, hecha con semillas de soja y/o
cereales y sal marina.
8. Sake: es una palabra japonesa que significa “bebida alcohólica”, sin
embargo en los países occidentales se refiere a un tipo de bebida alcohólica
japonesa preparada de una infusión hecha a partir del arroz, y conocida
en Japón como nihonshu.

118 Letras y sabores


para Kazumi y un buen vino chileno para Maricarmen, que
ayudarán, según piensa, a disolver las tensiones entre las dos.

Matsuda conoció a Kazumi en una fiesta familiar. Aunque


él fue una escuela brasilera, su padre le dio una educación
japonesa, y conoce de memoria alrededor de tres mil ideogra-
mas, lo que lo ubica en un lugar intermedio de conocimiento
del lenguaje japonés y le permite al menos leer el diario. Una
persona culta conoce algunas decenas de miles de ideogramas,
necesarios para leer literatura. Además, Matsuda aprendió
elementos esenciales de la cultura japonesa: al llegar a Japón,
ya sabía que los matrimonios se arreglaban entre las familias,
y por ello no se sorprendió cuando su tío le dijo que fuera
al cumpleaños de su prima para conocer a la que podría ser
su futura esposa. Cuando el tío le señaló a Kazumi, Matsuda
frunció el ceño unos segundos y dijo: está bien. Fue así como,
a los treinta y seis años, se puso de novio por primera vez.

Cuando él llega a su casa, las mujeres aún no han regresado.


Almuerza algo liviano y pone manos a la obra para preparar
el sushi de cena. Dedica un largo rato a preparar gohan9 ade-
rezado con sushizu; cocina camarones, langosta y cangrejo y
luego se permite un breve descanso que aprovecha para leer
los portales de noticias en su tableta. Ya está listo para preparar
las distintas variedades de rolls que empieza a ordenar en la
mesada de la cocina: langosta, pepino, palta, queso crema y
tobiko; anguila ahumada, tempura10 de camarón, pepino,
palta y crocante; pimienta, espárrago, cangrejo, salsa de yuzu

9. Gohan: arroz cocido, ingrediente principal del Sushi, que lo diferencia


de otros platos similares de la gastronomía japonesa. El arroz que se emplea
en Japón es una variedad de grano blanco, corto y dulce, denominado
arroz japonés.
10. Tempura: se refiere a la fritura rápida japonesa, en especial de mariscos
y verduras.

Antología de nuevos escritores 119


y kanpyo; pepino, palta, mango, lechuga y queso crema;
langosta, pepino, palta, tobiko, chile jalapeño y mango;
salmón, atún, palta, queso crema y papaya. Mira satisfecho
los rolls y los guarda en la heladera. Prepara la sopa de miso,
que sólo deberá calentar al momento de servir. Cuando llega
Maricarmen, le cuenta lo que preparó para la noche y ella
prepara un guacamole, bien picante como le gusta a ella, para
el que quiera agregar a los rolls.

Al llegar a México, Matsuda entabló buenas relaciones


con sus compañeros de trabajo. Al enterarse de que el nuevo
gerente de la filial había dado cursos de estrategia de negocios
en una universidad privada de Sao Paulo, un compañero,
profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México, lo
invitó a dictar un ciclo de seminarios empresariales. Y fue en
estos seminarios donde Matsuda conoció a Maricarmen, una
joven estudiante del norte de México, trasladada al atrayente
Distrito Federal para capacitarse y probar suerte. Maricarmen
nació y se educó en Monterrey, capital del estado de Nuevo
León, en el seno de una familia numerosa y tradicional de la
aristocracia regiomontana11. Ya en DF, tuvo la suerte de elegir
el seminario que dictaba Matsuda, la astucia para acercarse al
profesor a pedirle consejos, libros empresariales y recetas de
cocina, y la paciencia para escuchar sus interminables historias
familiares y profesionales. Fue así como, a sus treinta y nueve
años, Matsuda se puso de novio por segunda vez.

Durante la cena, él se muestra tan conversador como de


costumbre. Habla en japonés con Kazumi y en español con Ma-
ricarmen. Las mujeres, con sus mejores atuendos, maquillajes y
perfumes, no hablan entre sí, apenas se miran, y él traduce los
comentarios a una y a otra en una triangulación perfecta. Sirve

11. Regiomontano: gentilicio de los habitantes de Monterrey.

120 Letras y sabores


la sopa de miso, seguida de un verdadero festival de sushi que
deja a Kazumi sin palabras; Maricarmen adereza los rolls con
un guacamole que Kazumi ignora; en las copas de todos, el vino
sube y baja sin pausa. En un ambiente ya más distendido, Mat-
suda relata el heroico exilio de sus padres desde Japón a Brasil
en plena guerra mundial, a instancias de su abuelo materno, de
buenas conexiones con poderosos en Japón y en el exterior, y la
vida sacrificada y el gradual progreso en el nuevo país, situado
en las antípodas, tanto geográficas como culturales, de su lugar
de origen. Tras haber saboreado el fino helado de té verde y una
suave infusión de hierbas, cada uno se retira a dormir.

A punto de conciliar el sueño, Matsuda escucha ruidos en


el corredor que da a su cuarto: los pasos firmes de Maricar-
men, superpuestos a suaves golpes en el parqué de los pies de
Kazumi; a continuación hay unos breves minutos de silencio,
durante los cuales él imagina las señas de las mujeres en una
muda discusión; escucha pasos frágiles que se alejan, y cuando
la puerta de su cuarto se abre, permanece inmóvil en la cama,
con el recuerdo fugaz de los movimientos leves de Kazumi y de
su aroma a jazmín, que por un instante ensombrece su ánimo.
A continuación, siente el perfume cítrico de Maricarmen y el
calor de su cuerpo. Horas después, al despertar de un sueño
profundo y reparador, Matsuda se encuentra solo en la cama,
pero la sábana junto a él aún está tibia. Se levanta para ir al
baño y escucha cantar a Maricarmen que en la cocina prepara
el desayuno. Se asoma al cuarto de huéspedes, donde ya no
quedan rastros de Kazumi. Ya sentados cada uno a un lado de
la mesa del desayuno, Matsuda cuenta a Maricarmen que su
jefe le ofreció una promoción para regresar como director a
Brasil y que él aceptó el ofrecimiento. Maricarmen sirve una
nueva vuelta de café espresso, como le gusta a su novio, y dice
mi amor, iré contigo. Matsuda frunce el ceño unos segundos
y dice está bien, mañana pediré los pasajes para los dos.

Antología de nuevos escritores 121


Preparativos
Flavia Propper

Juli, qué lindo que viniste a visitarme, ¿querés un tecito


con torta?, vamos, querida, la hice esta mañana, todavía se
siente el olorcito a chocolate, ¿y unas tostadas?, bueno, vení a
la cocina y te fijás, no me acuerdo si tengo de las dietéticas, yo
como de todo y no tengo ni diabetes, ni colesterol, ni nada,
mientras que vos, tan jovencita, te cuidás y te cuidás, pero
claro, el vestido… qué emoción, así que ya empezás con las
pruebas, ¿sabías que yo cosí el de tu mamá cuando se casó?,
se lo hice con unos moldes de una revista, porque antes se
hacía así, primero fuimos juntas a elegir las telas, me acuerdo
que le puse varias capas de tul debajo para que quedara como
inflado, parecía una reina tu mamá, hasta brillos le cosí, no me
acuerdo si canutillos o qué, seguro que lo viste en las fotos, pero
contame, ¿cómo van los preparativos?, ya falta poquito, Juli,
no lo puedo creer, si ayer eras una bebita con unos mofletes
que daban ganas de pellizcarlos, mirá, tengo pan de salvado,
te lo voy a tostar así queda más rico, y elegí el té que quieras
porque tengo una variedad… antes sólo había del común que
no sé de qué será, porque los demás tienen nombre, de boldo,
de tilo, de qué sé yo qué, pero el común sólo dice té, ¿querés
de ese?, esperá que pongo el agua, ¿sabías que cuando vos eras
chica yo tenía que ayudar mucho a tu mamá?, porque no había
pañales descartables como ahora, ¿viste?, bueno, teníamos que
arreglarnos con los de tela, y después lavarlos a mano y hervirlos
en una olla para desinfectar, no pongas esa cara, nena, porque
claro, ahora apretás un botón y la ropa queda limpia, apretás
otro y ves la película que quieras, apretás un botón y tenés la
comida lista… ¿no querés mejor este de canela?, bueno, y sacá

Antología de nuevos escritores 123


de la heladera el frasco de mermelada que quieras, o queso, es
que hay de todo, justo ayer hice las compras, te decía que ahora
todo es más fácil, porque antes no te traían las empandas a tu
casa, había que amasar, cortar las tapas, preparar el relleno, ¿me
entendés?, daba más trabajo pero el tiempo rendía más, Juli,
no sé cómo explicarte, por ejemplo tu abuelo siempre venía a
almorzar a casa, y en invierno yo le hacía unos guisos de lentejas
con verduras, con carne, chorizo colorado, de todo le ponía, y
tu abuelo a la tarde se volvía al negocio hecho un toro, y antes
del anochecer volvía con un ramito de jazmines, o de fresias,
las de temporada, ¿viste?, siempre me traía un ramito de algo,
y yo lo esperaba con una picada y el mate en el patio, ahí él me
contaba cómo le había ido, mientras tu mamá y tu tío Roberto
jugaban alrededor nuestro con el triciclo, con la pelota, o con
piedritas, con cualquier cosa se divertían, ¿está rico, Juli? ¿te
preparo otra?, y ojo que a mí me gusta que ahora las cosas sean
más fáciles, pero lo que no entiendo es por qué igual parece
que el tiempo nunca alcanza, porque fijate que tus padres, o
vos misma, están todo el día afuera, no sé si es el tránsito o
que antes cerraba todo al mediodía, pero ya nadie almuerza
en su casa, y cuando llegan encienden la computadora o el
televisor y así se les acaba el día, pero bueno, Juli, y contame,
¿ya encargaron las tarjetas?, ¿cómo por mail?, qué lástima, es
tan lindo recibir un sobre, abrirlo, guardar como recuerdo la
invitación, pero bueno, si a ustedes les gusta así… y te decía
del tiempo, que ahora nunca alcanza y cuando yo voy de visita
a lo de tu tío, o mismo a tu casa, es igual, sacan del freezer un
tupper, lo calientan unos minutos en el microondas y directo
a la mesa, para vos eso es normal, porque te criaste así, pero
a mí me falta ese olorcito de la preparación, ese chichichi de
las cebollas y los ajos cuando los dorás en aceite, o la cara de
alegría al ver que prueban algo que una cocinó, ¿y el menú para
la fiesta? ¿ya eligieron?, ah, te cuento, cuando se casaron tus
padres, y con tu tío fue igual, porque yo nunca hice diferencia

124 Letras y sabores


entre mis hijos, para cada casamiento cociné todo yo solita,
hicimos la fiesta en el patio de casa, del patio vos no te acordás
porque cuando nos mudamos eras muy chica, era un patio
grande, lleno de plantas en los canteros, y pusimos las mesas
afuera, las decoramos con manteles blancos y yo armé unos
arreglos florales preciosos y la comida ni te cuento, cantidades
industriales de ensalada rusa, vitel thoné, matambre relleno y
qué sé yo cuántas cosas más, después servimos cazuelas, y no me
acuerdo si para el de tu mamá eran los ñoquis con estofado o
el arroz con pollo, ¿sabés el trabajo que es preparar ñoquis para
ochenta personas?, y no había freezer para guardar, ¿sabés?, así
que mis vecinas hicieron lugar y tuve que guardar comida en
sus heladeras, qué cosa, a mí eso me parecía un milagro, porque
cuando yo era chica ni heladera había, pero eso seguro alguna
vez ya te lo conté, igual mejor contame vos de tus preparativos,
¿ya pensaste la decoración?, si necesitás ayuda, avisame que
me encanta, ah… wedding planner, sí, claro que sé, si en las
revistas muestran a las famosas que los contratan, y contame,
Juli, ¿Lucas está nervioso?, qué amoroso es Lucas, ya te lo dije
mil veces, es que hacen una pareja tan linda, y vos tenés que
cuidarlo, ¿eh?, yo sé que trabajás y que tenés tus cosas pero el
matrimonio es sagrado, es lo más importante de la vida, claro,
de la vida de los que se casan, porque ahora las parejas viven
juntas sin casarse, o tienen hijos sin pareja o qué se yo, tantas
cosas pasan, porque antes o te casabas o eras una solterona, no
había otra, y pensar que pronto vas a ser una mujer casada, si
ayer mismo eras una nenita, con esos cachetes que… a mí lo
que me preocupa es que tu mamá no te enseñó ni a hacer un
dobladillo, Juli, y no quiero ser metida, pero no sé qué clase
de educación te dio tu madre, mucha universidad, mucho
doctorado pero nunca hiciste un huevo frito, y no digo que
esté mal, si ahora parece que la heladera sólo sirve para poner
imanes… ¿ya tenés que irte? ¿tan pronto, nena?, y claro, no
tenés tiempo, con tantos preparativos…

Antología de nuevos escritores 125


Decimoctava Edición de la Ensaladera Papa
y Huevo
Santiago Andriuolo

—Cómo está la gente, eh…


—Papá, ¿ya vamos para la cancha?
—Mario, que ansioso es tu pibe, che.... Roque, Roque…
¿para cuándo la cervecita…?
—Muchachos, las botellas en el suelo y al costado de las
mesas, que no se vean por las ventanas… Ya saben que los días
de partido no puedo vender… Háganme el favor…
—Pero madre de Dios, no seas tacaño, Roque… Ponele
cortinas al boliche y dejate de joder… Qué te hacés el vigilante
si estás arreglado…
—No importa, viejo, hay que guardar las formas…
—Dale, Amadeo, no seas pesado, hacele caso a Roque…
Además, estoy con Joaco; si la madre se entera de que antes
de los partidos venimos al bar, no me va a dejar traerlo…
—Tranquilo, Mario, tranquilo… que el pibe no va decir
nada, ¿no, Joaquincito? Acá lo único que importa es que hoy
matamos a los bosnios, los ma— ta— mos, con el Flaco Fursio
al mando del equipo, no tienen la más mínima chance…
—Papá, ¿quién es el Flaco Fursio?
—Madre de Dios, no puede ser… Ay Mario, Mario…
enseñale algo a tu pibe… Joaquincito, el Flaco Fursio es el
alma del equipo, el capitán, el mágico, el guante, el pulso,
nervios de acero, el inventor de la serpentina…
—Papá, ¿qué es la serpentina?
—A este pibe hay que explicarle todo… ¿Qué clase de
padre sos? Ponete los pantalones de una vez, Mario, que yo
no voy a estar siempre para…

Antología de nuevos escritores 127


—Más respeto, Amadeo, que estoy delante del chico…
—Y ahora te venís a hacer el monaguillo; si supieras,
Joaquincito, si supieras lo que era tu viejo… A tu edad ya
tomaba cerveza… Roque, la cerveza, pero puede ser… la
cerveza, Roque….
—Amadeo…
—Se la rebajábamos con jugo de naranja y era bravo de
pibe, bravísimo… En un regional en Rosario, cancha áspera
como pocas, la policía liberó la zona en la salida… Si lo hu-
bieras visto a tu papá… meta puño y patada…
—Amadeo…
—Pero respetaba los códigos, Joaquincito, no como ahora
que te pegan aunque estés en el suelo…
—Papá, ¿vos le pegabas a la gente?
—No, Joaco… me defendía… y era más grande que vos…
—Era bravo, eh, bravo bravo…
—Hijo, la serpentina es cuando al huevo le das un golpecito
en la punta, levantás apenas la cáscara, tirás de la membrana
y zas, más pelado que colimba.
—Y eso lo inventó el Flaco Fursio, viejo y peludo, y es
argentino, carajo, orgullo nacional…
—¿Y el Flaco Fursio es el pelador?
—Sí, pibe. Pelador, líder y guía, la luz en las tinieblas… El
flaco es todo… Tiene el record mundial: en el noventa y ocho
peló un huevo en un segundo clavado… Fue hace tanto ya…
—Papá, ¿quién más está en el equipo?
—Angelito Rodríguez es el cocedor…
—Calculá, pibe, que según la FIDEPHC… Y ahora,
madre de Dios, me van a decir que el pibe no sabe qué es la
FIDEPHC… La FIDEPHC es la Federación Internacional
de Pelar Huevos Cocidos, porque en España, donde nació el
deporte, se le dice huevo cocido y no huevo duro como acá…
Lo importante es que según la…
—Amadeo, ¿dejás que a mi hijo le explique yo?

128 Letras y sabores


—Y es menester aclarar que los huevos que utiliza la
FIDEPCH son de gallina; de gallina, señores, ni de pato ni
de oca; mucho menos de codorniz o alguna otra alimaña…
—Amadeo…
—Amadeo nada; ya que me tomé la molestia, ahora a tu
pibe le explico yo. Y ya que ahora sos tan delicado, procurá
aceitar la garganta de este viejo zorro y pedile a Roque que
traiga la bendita cerveza de una vez… Roque, Roque…
—Con esa panza de birra y maní, más que viejo zorro sos
un viejo lobo marino bien obeso, como los de Mar del Plata….
—Uh, ¿te acordás de ese torneo en Mar del Plata…? Se
nos vino al humo la hinchada de… ¿Alvarado era? Acordate,
Mario, dale, che… que nos cascotearon todo el micro… En
fin… como te decía, pibe, según la FIDEPHC el huevo tiene
que ser hervido por lo menos ocho minutos, de ahí en más
depende del criterio de cada cocedor y del tamaño de los hue-
vos que, aclaremos, es igual para cada equipo. Y te digo que
Angelito es buen cocedor, pero en mis épocas había mejores.
Estaba el Gordo Aníbal, oriundo de Monserrat, el canalla ese
te hervía un huevo con la mirada. Y nunca pasado por agua,
que eso es de putos, viejo, tenés que ser muy pero muy puto
para que un huevo te quede pasado por agua…
—Amadeo…
—Y los que hacen huevos mollet… Huevos mollet, madre
de Dios, ¿pero qué mierda es eso…? Decime Mario, ¿hay
derecho…? Te lo digo yo, este mundo se va a los caños…
—Amadeo…
—Al final al Gordo Aníbal se lo tragó la noche, bah… en
realidad el Gordo se tragó su propio vómito después de una
extensa velada de copas entre secuaces, y así se nos fue, pibe,
ahogado en un billar de mala muerte por Avenida de Mayo.
No puedo creer que nadie viera nada… ¿Y dónde estaban los
supuestos amigos…? Eso es la fama, Joaquincito, llegás tan
pero tan arriba que al final estás solo… tirado…

Antología de nuevos escritores 129


—Amadeo, no me impresiones al chico…
—Pero che, el pibe tiene que saber cómo es la vida. La
vida es dura, como un huevo con más de doce minutos de
cocción… Ah, y a eso iba, te decía que hervir el huevo por
más de ocho minutos depende de cada cocedor, pero considerá
que el equipo tiene un total de quince minutos para pelar
la mayor cantidad de huevos posibles. Y el que más pele, y
no olvidemos que tienen que quedar limpitos limpitos, sin
fisuras ni grietas y/o imperfecciones, se lleva la gloria, el oro,
los laureles, los palmarés, las vedettes y todas las luces de
Avenida Corrientes…
—A ver, viejo… Ya que sabés todo, explicale también
quién es el coolman…
—Pero que coolman ni coolman, se le dice enfriador,
carajo, qué te hacés el yanqui vos… Que encima hoy a los
yanquis también se la mandamos a guardar; los únicos que
pueden hacernos frente, repito, son los bosnios, que son muy
meticulosos…
—Pero dale, che, ¿le decís vos o le digo yo?
—Que no, carajo, le digo yo, al pibe hay que explicarle las
cosas bien. Como te decía, el enfriador es, justamente, el que
enfría los huevos una vez cocidos; puede sumergirlos en agua
helada, usar cubitos, lo que sea mientras no recurra a métodos
artificiales, todo tiene que ser cien por ciento natural: vale
usar agua, hielo y sal gruesa, también vale soplar ¿Se acuerdan
del ruso ese? Tenía los pulmones del lobo feroz… Pero no
vale usar nada químico, eh, porque después las sustancias y
los contenedores quedan para el debido contralor de la FI-
DEPHC. Una vez a los marroquíes los descalificaron por usar
suero fisiológico y se armó una polémica de aquellas. Porque
yo les digo que la solución fisiológica es agua con sal, a mí no
me macanean; pero claro, segundo venía España, que en ese
momento tenía un equipazo, y al final quedaron primeros y
los marroquíes tuvieron que ir a cantarle a Gardel, o mejor

130 Letras y sabores


dicho al Flaco Fursio, que es más grande que Gardel, Lepera
y los cuatro guitarristas…
—¿Y quién es nuestro enfriador, papá?
—Nuestro coolman es…
—Y dale con coolman, pero puede ser… Al fin, Roque...
Hacé marchar otra botellita que este Mario me hace gastar
demasiado las cuerdas vocales…
—Diego Siam Di Tella Gaynor. Un profesional. Congela
los cubitos en su propia heladera, pero pasa que a veces, a la
hora de la competición, ya se le derritieron…
—En mis épocas también los había mejores. Estaba el tano
ese que se radicó en Barracas, un muchacho de lo más pintón,
¿cómo se llamaba…? No importa; sí importa que estaba en
pleno auge y vino a buscarlo la mafia italiana, sí señores, la
mafia… Porque resulta que se había casado con una sicilianita
buenamoza y se vinieron para estos pagos a espaldas del padre
de ella, el capo di tuti capi. Se imaginarán… a él le cortaron el
dedo con anillo y todo, y a la piba se la llevaron de vuelta…
Entre la depresión y la falta de agarre por ausencia de anular,
el tano no pudo poner los huevos en remojo nunca más…
—¿Y no los podía agarrar con la otra mano?
—Mario, te dije que el tano estaba deprimido, carajo…
Igual es historia pasada. Y Gaynor es bueno, pero el Fla-
quito no necesita ningún enfriador, claro que no, agarra los
huevos calientes así nomás, ya tiene la mano acostumbrada,
de amianto la tiene… Y después, la magia: meta serpentina
y dama de hierro, que es cuando encerrás al huevo entre las
palmas y triturás la cáscara con movimientos leves y circulares;
si vieras con la elegancia que lo hace el Flaco, pibe, los deja
pelados en un santiamén…
—¿Y se puede usar cuchara?
—No, pibe, ¿cómo vas a decir eso?
—Amadeo… bajale el tono al nene…
—Está bien, disculpá, che… Pasa que el otro día vi este

Antología de nuevos escritores 131


documental de cómo hacían los huevos duros en uno de
esos locales de comidas rápidas… Si vos vieras qué crueldad,
usaban unos aparatos rarísimos y en segundos los pelaban
de a diez… Pero no, pibe, este deporte es arte, es seducción,
elegancia, prestancia y misterio. Pelar un huevo es igual a
despojar con sutileza a una diva de sus prendas…
—Amadeo… que Joaco todavía es un nene…
—Pero por favor, más pelos que un huevo debe tener…
Roque, ¿te acordaste de la otra cerveza…? Ah, sí… ¿y por qué
entonces no la tráes?
—Papá, ¿después qué hacen con los huevos?
—Pero qué van a hacer, pibe…: comida. En cada torneo,
en cada copa y en cada amistoso, los chefs de la FIDEPHC
preparan un plato tras la competición. Por ejemplo, uno de
los torneos más importantes es el del País Vasco, la Gran Copa
Bilbaína, y con los huevos preparan, obviamente, huevos a la
vasca. En el Gran Torneo de Moscú… bueno, ensalada rusa.
Una vez casi se muere un hijo de Gorbachov por salmonella,
se armó un revuelo bárbaro y hasta dicen que los yanquis,
esos que vos tanto defendés, adulteraron la preparación y por
eso continuó la Guerra Fría… Otros dicen que Gorbachov se
comió el huevo intoxicado y que esa es la causa de la mancha
en su cabeza…
—Amadeo, pará con las boludeces…
—Puede que me vaya un poco por las ramas, pero lo
importante, pibe, es que hoy se juega la Decimoctava Edi-
ción de la Ensaladera Papa y Huevo: quince países, quince
cocedores, quince enfriadores, quince peladores y un solo
destino: la gloria para el elegante, para el único, la corona para
el Flaco Fursio.
—La Papa y Huevo, papá, la Papa y Huevo…
—Tranquilo, Joaco…
—Pero dejá, che, dejá que el pibe se entusiasme…
—Acá tienen la cerveza, muchachos…

132 Letras y sabores


—Ya era hora, Roque. Y decime, ¿qué número salió en
la quiniela?
—Doble cero a la cabeza.
—Pero te das cuenta, Marito, es un augurio, la divina
providencia, hoy salimos con todo. Roque, haceme el favor de
pasarme esta rubia bien fría a un envase de plástico así la llevo
para el camino, nos vamos en caravana con la gente. Mirá,
Joaquincito, mirá qué loca está la multitud. Dale, Mario, subí
en andas al pibe que nos vamos. Canten, canten fuerte, che,
no sean amargos, canten todos que no se escucha… A ver,
¿se saben esta…? Vení, vení, canta conmigo, que un amigo vas
a encontrar, que de la mano, del Flaco Fursio, todos la vuelta
vamos a dar...

Antología de nuevos escritores 133


Lo que le pesa
Esteban Rauch

El pibe no come porque quiere salir a jugar.


Su vieja se ahoga en el calor de una olla que apenas pudo
encender, pero a él no le importa y agarra sus zapatillas, lo
que queda de ellas, para salir a la calle.
El pibe corre cuando su vieja lo persigue para que coma
el almuerzo, pasa que es chico y la comida no sobra, y si no
come ahora no comerá hasta la noche, hasta mañana quizás.
Pero el pibe corre porque no necesita comer, ni bañarse, ni
estudiar, sólo necesita jugar a la pelota, y para hacerlo nece-
sita una pelota, o algo redondo, de trapo, de mugre, de lo
que sea, algo de forma circular que pique, ruede, transpire y
pueda terminar en el fondo de un arco. Al llegar a la canchita
del barrio el pibe saluda, uno por uno, a conocidos, amigos,
otros muchos, rivales, que lo miran, escupen al piso y putean.
—Volvé a tu casa, pibe, que acá estamos los grandes
Pero él no retrocede, no escupe, no habla, no llora ni llama
a su mamá. Roba la pelota y regatea, que es lo único que sabe
hacer, regatear y defenderse, de los escupitajos, de las patadas,
del cariño de su vieja, de los almuerzos y cenas que él quiere
pero sus hermanos necesitan.
El resto sigue con puteadas y escupidas, lo único que pue-
den hacer, y lo hacen cada vez con mayor frecuencia, con más
bronca y más fuerza, porque el pibe ya está ahí y no pueden
frenarlo, se mueve como un hijo de puta.
—Como un hijo de puta se mueve.
Eso dicen los rivales, entre escupitajo y escupitajo.
Si bien el pibe no come mucho, no le faltan fuerzas. Los
demás pibes del barrio tampoco comen tanto, porque en la

Antología de nuevos escritores 135


villa donde juegan, como en todas las villas, se juega mucho,
se come nada y se duerme menos; pero sucede que a ellos
sí les faltan fuerzas, o algo así como fuerzas, quizás ganas,
deseos, intención, algo importante, algo que el pibe tiene y
quiere mostrar.
Picardía, tal vez sea eso lo que tiene. Nadie sabe por qué,
de dónde la saca, nadie sabe bien a dónde va, pero lo cierto
es que el pibe, que no come y no putea, ya se robó la pelota
y no hay forma de sacársela.
Será que nació para jugar al fútbol en una villa miseria
que la gente conoce pero a la que no da importancia. Será
que nació en este potrero para después poder irse. Que llegó
para hacer dos toques cortos y luego, con la pelota de nuevo
a sus pies, arremeter contra dos, tres, cuatro, cuantos defen-
sores haya, contra pibes que se dicen defensores y que ahora
patean al aire y escupen, y putean cada vez más, será que
el pibe nació para arremeter y esquivarlos a todos ellos y a
cientos de otros defensores, brasileros, británicos, uruguayos,
mexicanos y belgas, todos defensores profesionales, obstáculos
en la carrera de un pibe que quiere, y es lo único que quiere,
llegar al arco rival.
Lo cierto es que el pibe es distinto. No lo llaman por su
nombre, aunque las multitudes llegarán a corear su apellido.
Lo llaman por su apodo, como suelen hacer con todos los
pibes del barrio. Las únicas personas que no lo llaman así son
sus mejores amigos y su familia, en especial su vieja, que con
las manos todavía sucias sale a la calle para anticiparse a las
multitudes y llamarlo…
—Dieegooo, Dieegooo…
Pero él no le presta atención, porque lo único que sabe
hacer con las comidas es esquivarlas, simples defensores rivales.
Para él las naranjas son pelotas y lo que sabe hacer con ellas
es jueguitos, uno, dos, tres, cien, doscientos, mil jueguitos y
gambetas, si le dan una naranja cualquiera te hace quinientos

136 Letras y sabores


mil jueguitos y gambetas, ensayos de lo que algún día hará
en un estadio que lo verá hacerse profesional, un joven pro-
fesional de gambetas cortas que luego verá su nombre como
nombre ese mismo estadio. Si su vieja lo viese, el pibe no sabe
si se enorgullecería o le metería flor de chirlo, merecido y todo,
uno que le recordaría que las naranjas son para alimentarse
y no para jugar, no para revolear por el aire ni levantar con
los pies. Y él, por no saber entender, por ser pibe y testarudo,
haría entonces quinientos mil jueguitos más, mantendría la
naranja con la frente, se movería, la haría bajar hasta los pies
sin nunca tocar su boca, y bailaría sin perder el control, ni la
picardía, ni las ganas, ni la habilidad.
Ya no hay naranjas, manzanas o madres celosas que lo
retengan. No hay guisos que lo hagan perder la calma ni pe-
dazos de pan que lo hagan abandonar. El pibe apoya la pelota
sobre la tierra seca del potrero y espera que los otros se alisten
para empezar el partido. Poco sabe que el resto nunca logrará
triunfar, ni ese día, ni el siguiente, ni en veinte años, ni nunca.
El estómago le duele, pero las piernas le duelen todavía
más.
Desde que ponga en juego la pelota, al pibe empezará por
dolerle todo el cuerpo, y no dejará de dolerle hasta el día en
que abandone el mundo.
El estómago nunca dejará de dolerle. Jugará con algunos
de los chicos que ahora corren en este potrero y se volverán
los pibes más chicos en lograr una racha de invictos que
nadie olvidará. Jugarán en un equipo nacido para gustar y
ganar, un equipo que desde su inicio correrá a la par de sus
jugadores más desequilibrantes, que llegará al arco rival sólo
para volver al centro de la cancha a poner en juego la pelota
una vez más. Después de esas victorias, el pibe se abrazará con
sus compañeros, amigos, para celebrar, y nunca le temblarán
las piernas ni el corazón, pero escuchará entonces el nombre
del equipo, y el estómago vacío se hará sentir una vez más.

Antología de nuevos escritores 137


A sus diez años de edad, un diario popular hablará de él
y deletreará mal su apellido pero puede que el pibe nunca se
entere, por estar dentro de una cancha, o espiando dentro
de una olla.
Llorará bajo un árbol a sus diecisiete años y, ya lejos del
potrero, lo creerá todo perdido.
Emigrará a Nápoles y se convertirá en ídolo. Llevará con-
sigo los vicios españoles y la picardía porteña. Se levantará
entre los clubes más prestigiosos de un continente que no se
olvidará de él ni de sus gambetas. Levantará con las manos una
copa, dos, tres, quinientas mil copas de champagne y sidra,
todas ellas para brindar y celebrar una copa más grande, una
copa extranjera, una copa ajena, levantada con los pies, ahora
suya y de todo el pueblo napolitano que brindará con él una,
dos, quinientas mil veces.
Comerá por todos los años que pasó hambre, y comerá
aún más.
Le dolerá el cuerpo entero, pero cuando una enfermera
rubia lo escolte fuera del estadio no podrá sentir las piernas.
El pibe no sabe, pero vivirá por él y por muchos otros.
Vivirá por un pueblo que celebrará cada vez que lo vea pisar
una cancha, dominar una pelota. Vivirá entre celebraciones
y morirá honrado. Su firma adornará paragolpes y ventanas
de adolescentes que, incansables, practicarán y practicarán
con el sueño de, algún día, ser como él, tal vez sin nunca
poder lograrlo.
El pibe necesita correr para sacarse lo que le pesa y lo que
le pesará. Necesita correr porque sabe que la única forma
que tiene de salir de ese potrero es arremeter con las piernas
y la cabeza bien en alto. Que si empieza a correr entonces
no tendrá que volverse a mirar atrás, donde quedarán todos
los defensores, todos los equipos, todas las canchas y los po-
treros que, con una línea sin marcar, dividen barrios y pibes,
realidades y realidades más reales y más áridas, y que si corre

138 Letras y sabores


entonces dejará esa línea detrás y frente a él ya no habrán
madres que recriminen, sino que cuiden, que no griten, que
abracen, que no demanden sino festejen con él.
Y delante de todas estará su madre, en primera fila, las
manos limpias y la cara maquillada, en un estadio en el que
no se escuchará una sola palabra hasta que el pibe termine la
jugada que empezó. Entonces su madre no podrá contener la
emoción y la invadirá la tristeza de no poder saltar al campo
de juego para acompañar a su hijo. El pibe entonces tendrá la
pelota y el estadio a sus pies, y ya no habrá forma de sacárselos,
ni de los pies, ni del pecho, ni del corazón.
Sólo falta que el pibe ponga en juego la pelota para enton-
ces empezar a correr y no detenerse; para comprarle a su vieja
una olla nueva y regalarle a sus amigos jugadas eternas; para
levantarse en medio de un estadio que, todavía en silencio,
lo verá esquivar y arremeter contra un último defensor rival,
defensor y arquero derrotados; un estadio que lo verá deslizar
la pelota dentro del arco, caerse y levantarse en un silencio que
ahora se levanta con él y grita un gol, uno de los quinientos
mil goles que hará, pero uno interminable, y en ese murmu-
llo, ahora grito, desaforado, de victoria, el pibe escuchará no
sólo a su madre sino a sus amigos, sus compañeros, al pueblo
que le pertenece y al cual nunca dejará de pertenecer, cantar
a coro su nombre:
—Dieegooo, Dieegooo…
Sólo falta que el pibe ponga en juego la pelota para enten-
der que el estómago nunca le dejará de doler, que su pecho
nunca dejará de inflarse. Sólo falta que la pelota deje sus pies
con un toque y vuelva con una devolución que finalizará en
picardía, belleza y desgracia ajena, para que el pibe sepa que
pasará hambre y que sufrirá desgracias, sí, pero que nunca
dejará de sentir el sabor de la gloria.

Antología de nuevos escritores 139


Por una papa frita
Matías Deleglise

Ya finalizada una semana de pruebas, parciales, finales o


entrega de trabajos, cada conjunto de amigos tiene su forma
particular de pasar el sábado por la tarde. Grupos de chicos,
de chicas y mixtos, hablan y se envían mensajes para acordar
dónde y con quiénes se reunirán. Entre ellos hay cuatro
amigos, Leandro, Julián, Santiago y Luciano, que acaban de
terminar en sus respectivas carreras una semana de finales:
Luciano impuestos, Julián y Santiago psicología social, y
Leandro derechos humanos. Arreglaron encontrarse a la una
de la tarde en el restaurant de comida rápida “Pida, coma y
fuera”. En caso de entretenerse con la vecina y ex compañera
de colegio, que le hablará justo antes de salir del edificio,
Luciano perderá el colectivo y llegará veinte minutos tarde a
la reunión; si en menos de diez minutos Julián no encuentra
su celular debajo de un par de hojas, perderá uno de los
colectivos que debe tomar y llegará quince minutos tarde;
por otra parte, no importa si Santiago encuentra a tiempo su
billetera o su celular, si se viste mientras se lava los dientes, si
no se entretiene con los comentarios de su madre sobre el frío
y la necesidad de llevar un abrigo adecuado o si corre hasta la
parada ya que su despertador, sus pilas agotadas alrededor de
las tres de la mañana, no suena, por lo que se queda dormido
y llega media hora tarde; Leandro, el más responsable del
grupo, sale con tiempo y llega temprano.
Una vez en el restaurant encuentran mesa, y ya ubicados
se ponen de acuerdo para pedir. Leandro dice: “Santi y yo
queremos hamburguesas y papas fritas, papas fritas sí o sí”;
Julián dice: “No, esperá, yo comí hamburguesa ayer”, Luciano

Antología de nuevos escritores 141


dice: “¿Y si pedimos pizza y un bol grande de papas para com-
partir?”. Todos aceptan esa propuesta. Llegada la comida, cada
uno toma un trozo de pizza y cada tanto comen papas fritas:
Julián, una papa frita cada dos bocados de pizza; Leandro, dos
papas fritas por cada bocado; Santiago come tres papas por
cada dos bocados, pero a veces come dos papas fritas luego
de un bocado de pizza; Luciano come una papa frita cada tres
bocados. Si nada lo impidiera, las papas fritas disminuirían en
forma regular, y al final dos de los amigos sacarían las últimas
dos, por lo que todos entenderían que no hay más y no habría
conflicto. Pero en caso de que uno de los chicos decidiera
dejar la mesa por un momento, la disminución de papas
fritas se volvería irregular y por lo tanto al final quedaría una
sola papa frita, que es lo que por desgracia sucede: Luciano
se levanta para ir al baño, se demora un tiempo en bajar las
escaleras, espera que se desocupe alguno de los mingitorios y
luego uno de los lavamanos y sólo entonces vuelve a la mesa.
Con la disminución de papas fritas ya irregular, los dos
últimos toman sus papas y dejan en el bol sólo una, que todos
miran. Entonces el mundo entero se detiene y las miradas de
los amigos pasan del bol con aquella única papa frita a los
ojos de sus amigos, y de allí a las manos sobre los tenedores
que en cualquier momento podrían moverse y clavarse a
máxima velocidad en la última papa frita, todos al mismo
tiempo dispuestos para neutralizar un eventual bloqueo de
los otros tenedores y ellos mismos bloquear. En ese momen-
to Luciano termina de subir las escaleras y, al ver la escena
a la distancia, comprende la situación: corre hacia la mesa,
esquivando mozos y sillas y a la carrera toma un tenedor de
una mesa desocupada para llegar en el momento exacto en
que sus amigos hacen avanzar sus tenedores hacia el centro
de la mesa, cuatro tenedores que chocan a un mismo tiempo
sobre esa única papa frita sin llegar a tocarla. Otra vez, los
cuatro amigos se miran entre sí. Cuando los tenedores se

142 Letras y sabores


apartan Julián es el más rápido en volver a atacar, pero Luciano
inclina el bol de tal forma que le bloquea el paso. Santiago
aprovecha el ángulo del bol para abrirse camino hacia la papa,
pero Leandro lo bloquea; Julián hace fuerza para devolver el
bol a su lugar, pero eso hace que el bol salte por el aire y gire.
Los cuatro miran hacia arriba mientras la papa frita y el bol
toman distintas direcciones y tres de ellos, Luciano, Santiago
y Leandro, saltan por el aire.
En cualquier otro caso las personas alrededor se sorprende-
rían ante semejante escándalo; algunos aprovecharían a sacar
fotos con sus celulares y cámaras y, ya que el restaurant tiene
acceso gratuito a internet, publicarían la foto en alguna red
social para comentar: “Lo que pueden hacer cuatro chicos
por una papa frita, miren qué ridículos”; “Genios totales,
me muero de risa”; “Verdaderos luchadores, maestros de
artes marciales, despliegue de habilidades”; “¿Y estos son el
futuro?”; “Chicos sexys peleando por papa frita, no sé cuál
quiero que gane”; “No sabía que en el restaurant había show”;
“Acá con mi novia comiendo, con pelea de chicos incluida” y
demás. Los mozos, por su parte, no tardarían ni un segundo
en sacarlos del local. Pero, de momento, ninguna de estas
cosas ocurre: las personas siguen con su comida sin advertir
lo que sucede, y los mozos toman sus pedidos habituales. Los
amigos vuelven a cruzar tenedores en el aire, ruidos metálicos
y chispas con cada nuevo choque; Luciano desarma a Santiago
y Leandro hace lo propio con Luciano para después dirigir
su tenedor hacia la papa frita; Julián lanza su tenedor de tal
forma que llega a clavar la papa antes que Luciano; el tenedor
hace una curva, desciende y se clava en la pared, con la papa
frita a un centímetro de la pared, sin tocarla.
Julián se apresura a correr; sus amigos descienden al suelo
y corren detrás. La gente sigue sin mirar, pero un hombre de
otra mesa, Andrés, de pronto gira hacia el tenedor clavado
en la pared, y al ver la papa frita una voz interior le dice que

Antología de nuevos escritores 143


comerla es lo que más desea en el mundo. Frente a él, su novia
advierte el gesto y ve la papa frita; ella vuelve hacia su novio
y lo mira con firmeza para decirle: “si me dejás por esa papa
frita podrías dejarme por cualquier cosa”. El hombre, atrapado
entre su voluntad y su deseo, tiene que decidir, y lo que decide
es: “Perdón, mi amor”. Se levanta, deja a su novia en la mesa
y corre hacia la papa frita. Ella también se levanta, pero para
abandonar el local. Un mozo, al ver la separación, considera
prudente no exigir a la mujer el pago de la cuenta.
Un similar deseo por aquella única papa frita despierta
de pronto en una mujer, Laura, sentada cerca del tenedor;
ella, concentrada en el menú, de pronto siente el aroma de
la fritura, baja el menú y ve la papa frita a solo dos pasos de
distancia. Piensa en comerla, pero tiene que mantener su
dieta estricta de cero fritos o dulces. El aroma la invade por
completo y ella se relame; decide comerla sólo para probar
que puede comer cosas fritas sin tentarse a seguir, por lo
que abandona su lugar dispuesta a recorrer esos dos pasos.
Sucede entonces que los cuatro amigos, más Andrés y Laura,
llegan casi al mismo tiempo. Laura es la primera en tomar
el tenedor, seguida por Santiago. Hacen fuerza para lados
opuestos y el tenedor resbala para salir despedido hacia una
mesa libre. El grupo entero se mueve en bloque hacia la mesa,
todos se empujan entre sí, se toman de los brazos para evitar
que los otros avancen; no hay golpes, pero sí tirones de ropa
y tropiezos intencionados. Andrés consigue adelantarse y,
seguido muy de cerca por Julián, toma el tenedor y al darse
vuelta se encuentran frente a frente. Los demás se detienen a
unos pasos, listos a presenciar el enfrentamiento. Andrés, con
sonrisa triunfal, dice: “a ver qué haces para ganarme”. Julián,
preparado, dice: “no tengo miedo, puedo sacarte sin problema
ese tenedor”. Extiende el brazo y Andrés lo bloquea; extiende
el otro brazo y Andrés debe soltar el tenedor para bloquearlo,
momento que Julián aprovecha para dirigir su mano hacia el

144 Letras y sabores


tenedor. Andrés toma el brazo de Julián, y al ver el tenedor a
punto de tocar el suelo, usa su pie para impulsarlo hacia arriba
y atraparlo con la mano. Federico lo bloquea, se miran fijo, el
tenedor se encuentra entre los dos y comienza una veloz serie
de golpes, arrebatos e intentos de tomar el tenedor. Federico
decide aplicar una llave que consiste en torcer el brazo de su
oponente hacia afuera e infligir el mayor dolor posible para
inmovilizarlo: resulta efectiva, Federico obtiene el tenedor y
escapa. Andrés toma de inmediato unos platos de una mesa y
los arroja contra Julián, que esquiva el primero, el segundo y
el tercero, pero el cuarto impacta en su pierna y el quinto en
la mano que sostiene el tenedor, que una vez más vuela por
el aire, sólo que ahora la papa frita se desprende de él para
caer en picada hacia el suelo. Todos corren desesperados para
intentar atraparla: Julián tiene ventaja por estar más cerca,
pero la herida en la pierna lo retrasa; Andrés, si bien es más
veloz, se encuentra a una mayor distancia que el resto. Una
simple ecuación de distancia por velocidad da como resultado
que, de mantener una velocidad constante, todos llegarían casi
al mismo tiempo, con apenas milésimas de segundo de dife-
rencia. Si sólo se cuenta a los cuatro amigos, la probabilidad
de que al menos uno de ellos consiga la papa frita sería de
dieciséis coma sesenta y siete por ciento; si se agrega a Laura
y Andrés, movidos por el deseo, entonces las posibilidades se
reducirían a doce coma cinco por ciento. Pero debe incluir-
se el factor de que ninguno llegue a conseguirla a causa de
cualquier eventualidad, y entonces las probabilidades serían
de once coma doce por ciento.
Con la papa frita a sólo unos centímetros de tocar el suelo,
todos se lanzan a un mismo tiempo y extienden sus manos.
Julián toma un impulso inusual pese a su pierna lastimada y
consigue sentir en sus dedos la áspera contextura de la papa
frita antes de que resbale por entre sus dedos medio y anular,
y ahora está obligado a ver de cerca el lento descenso de la

Antología de nuevos escritores 145


papa, que parece no tener fin, hasta que por fin toca el suelo.
Todos contemplan en silencio y se contienen para no llorar
la pérdida. La papa frita, corrompida por los millones de
gérmenes del suelo, ahora deja de ser una fuente de deseo por
parte los chicos, de Andrés y de Laura, para transformarse en
un deseo frustrado, algo que nadie pudo ni nunca podrá tener.
Se levantan de a poco, y sólo entonces los mozos se acercan a
reclamar el pago por la comida que cada uno consumió, salvo
la mujer que no ha pedido nada, más un cargo extra para el
hombre por haber roto cinco platos. Al fin, se exige a todos
la inmediata salida del local.
Afuera, Andrés y Laura se miran y sonríen; él se lleva las
manos a los bolsillos y dice: “Mi novia se fue”. Laura sonríe:
“Me dejé llevar y casi rompo mi dieta”. Andrés dice: “¿Un
café como premio consuelo?” Laura lo piensa un momento:
“Sí, vamos”. Los amigos, en tanto, se recuestan contra una
pared, se miran entre sí y prometen nunca más volver a pelear,
promesa que romperán dos semanas más tarde, cuando en el
cine comiencen a pelear por el último pochoclo.

146 Letras y sabores


Cruda y directa
Laura Saks

Se lo dije clarito, Mabel, sin vueltas, así como te lo digo:


no me gusta tu sopa de berenjena, tomá, ahí tenés, y sí, claro
que se enojó, qué te pensás, imaginate, el pobrecito la tiene
con esa sopa desde… qué se yo, desde siempre, y dale que
dale con las berenjenas… igual me pongo en su lugar y te
digo que un poco lo entiendo, ¿sabés?, al fin y al cabo fueron
tantos años… no, bueno, eso seguro, una cosa no tiene nada
que ver con la otra, pero viste cómo es, cuando uno se enoja
se enoja por todo y da lo mismo una sopa que un… claro, es
eso, él siente que… lo traicioné, ¿entendés?, así, traicionado
se siente… pero qué decís, ¿estás loca?, si le digo que exagera
ni quiero imaginar el flor de lío que se me arma… ya veo que
no me deja dormir nunca más en nuestra cama, es más, me
echa de casa, mirá lo que te digo, así sin más ni más… pero
no, eso tampoco me convence, o sea, la verdad es que ya no
sé qué es lo mejor, o lo menos peor, que piense que soy una
mala mina o una mentirosa… claro, por eso, ¿vos qué harías?,
no, eso lo decís porque a vos no te importa si me deja o si…
no, qué decís, mirá si voy a estar enojada con vos, pasa que
estoy nerviosa, ¿viste?, justo una vez que me animo a… y te
digo más: las sopas de zapallo, de calabaza, de tomate y has-
ta de quinua sí que me gustan, pero… sí, claro que eso tam-
bién se lo dije, pero amor, si vos sabés que a mí esas me encan-
tan, para qué, no sabés cómo se puso: empezó con que lo digo
para quedar bien, que la cagada ya está hecha y que ahora no
trate de arreglarla, y no sé qué cosas más. ¿Ahora me entendés?,
nada de lo que le digo le viene bien: si le digo algo feo soy
una mala mina, si le digo algo lindo soy una manipuladora,

Antología de nuevos escritores 147


¿y qué querés que le diga? A ver, con sinceridad, ¿qué más
puedo decirle? Tampoco nos pongamos… porque con Raúl
ya no somos unos nenes, ¿entendés?, no podemos darnos el
lujo de… y sabés que ahora que lo pienso no es la primera
vez que pasa algo así: fue lo mismo con el guiso de lentejas,
con los ravioles al verdeo, con la tarta de zanahoria y brócoli,
con los fideos al pesto y con el arroz yamaní: apenas le dije
que no son de las comidas que mejor le salen… sí, bueno, en
realidad así tan mal no se puso, lo de ahora fue peor porque
Raúl ya venía con el ego herido, ¿entendés?, y cómo yo iba a
saber que era tan susceptible, con lo fuerte que parece… sí,
ya sé que lo conozco desde hace años, pero de las veces en
que se enojó nunca me había hecho una escena así, te juro,
nunca en la vida… ¿una coraza?, ¿a qué te referís?, ay, no sé,
podría ser… pero, ¿vos decís que uno puede hacerse el macho
tanto tiempo?, porque, así entre nosotras, si soy sincera, te
digo que… ¿y qué quiere decir “inconscientemente”?, no me
digas que te convertiste en una de esas… ahí está, otra vez
ese Freud, ¿podés creer que es la tercera vez en la semana que
escucho hablar de él?, ¿qué tanto hizo el señorito, a ver?, los
intelectuales se creen que… pero escuchame, si empezás con
esa no terminás más… y cuando te querés dar cuenta ya
justificás todo con lo mismo: no fui a tu cumpleaños porque
“inconscientemente” tal cosa, no aseguré el auto porque “incons-
cientemente” tal otra, no te demostré que en el fondo no soy tan
macho como parezco porque “inconscientemente”… y qué que-
rés que te diga, Mabel, así no se puede… es como hacer
trampa pero en todos los órdenes de la vida, sin discriminar…
es poner todo en una misma bolsa, como que terminás más
o menos bien pero al costo de… mirá, no sé, yo soy cons-
ciente y a mucha honra… pero, ¿vos estás loca?, ¿sabés cómo
se va a poner si le digo algo así?, oíme una cosa, Mabel, yo
seré sincera pero tampoco suicida... y no, ni siquiera hacién-
dome la idiota podría zafar, imaginate: Raulcito, mi vida,

148 Letras y sabores


algodón de azúcar cubierto de caramelo y castañas de cajú, ¿te
parece que te arme una lista con las comidas que te salen feítas
así la cortamos con las peleas de una vez por todas? Como con
las curitas, mi amor, cuando las sacás de un tirón… no, gracias,
prefiero seguir viva… ¿vos decís?, pero con lo maricón que
está seguro se piensa que lo hago para disfrazar algo peor, para
hacerlo quedar mal y no sé qué otra mariconeada… mirá, ya
me lo imagino entrando a la cocina y diciendo vos me querés
hacer creer que esto que cocinaste es un regalo de reconciliación,
pero en realidad querés demostrarme que vos sos mejor que…
no, gracias, paso… ¿y si le digo que no me rompa más y listo?
Bueno, qué se yo, tampoco exageres, ¿qué cambiaría?, si igual
a Raúl nada le viene bien… al fin y al cabo, eso de las curitas…
no, ya sé, tenés razón, pero me pone tan nerviosa que… vos
me conocés más que nadie, Mabel, más que yo misma, mirá
lo que te digo, y sabés que lo que menos quiero es... pero esto
no da para más, ¿entendés?, yo te juro que trato y trato pero
no se me ocurre nada, y sabés lo feo que es llegar a tu casa y
que te miren como si fueras… como a una… qué sé yo, como
si hubieras matado a alguien, no sé… ¿cuán exagerado se
puede ser, Mabel?, ¿no hay límites para eso?, ¿tu amiguito
Freud no dijo nada sobre la exageración?, porque eso sí que
me vendría bien, eh, y no sólo a mí, te digo que más de una
se lo agradecería… y bueno, que querés que le haga, si su-
puestamente era tan inteligente, tan intelectual, por qué no
dio ni un solo consejo para… no, Mabel, no quiero que me
prestes nada, no voy a leer un libro escrito por una persona
que da la casualidad de que explica todo con el inconsciente
pero no dice nada sobre… no, te agradezco pero no… además,
aunque quisiera tampoco tengo tiempo, ¿sabés?, y sí, claro
que sabés, si ya te dije que desde que Raúl se enojó ya no se
encarga de ninguno de los quehaceres de la casa… bueno,
tampoco es que antes hiciera mucho, pero al menos algo, una
ayuda, poner la mesa, hacer la cama, ni te digo lavar los platos,

Antología de nuevos escritores 149


mirá… pero ahora está hecho una… es injusto, Mabel, por-
que imaginate si yo me pusiera como él y armara semejante
escándalo, ¿qué pasaría, eh?, ¿a ver, qué pasaría? Mirá, Rau-
lito, mi inconsciente está de mal humor así que desde hoy no
limpio más, no ordeno nada, no cocino, no hago nada de nada,
claro, porque los hombres a una siempre la dan por sentada,
¿viste?, pero en el momento en que una deja de colaborar…
esa es buena, ¿no?, listo, dejo de planchar, de lavar, de ordenar
la ropa que el amoroso de Raúl inconscientemente deja tirad…
no, bueno, yo no lo llamaría “venganza” es más bien algo así
como “demostración”, “probar un punto”, o mejor, “una
cucharada de su propia…” bueno, querés llamarlo venganza,
llamalo como quieras, igual si se enoja me justifico con el
inconsciente y listo, al fin y al cabo, si es una excusa aceptada
por la comunidad científica entonces se puede usar, ¿no?... sí,
la verdad es que en eso tenés razón, yo tampoco aguantaría
tanto tiempo sin… pero sin duda es culpa de mi vieja, que
en paz descanse la pobre... si no fuera por esa obsesión con
la limpieza y con el orden y con la comida sana y con bañate
que estás hecha un asco… y bueno, qué querés, con tanta
locura alrededor… Además, viste como son los chicos, podrán
ser distintos en muchas cosas pero en eso son iguales, son
como unas… ay, tengo la palabra en la punta de la lengua,
Mabel, esas cosas que son medio así y absorben todo… eso,
esponjas, los chicos, pobrecitos, son esponjas, que terminan
repitiendo lo que hacen sus papás… ¿me hablás en serio,
Mabel? Este Freud se pasa de vivo… a ver, decime, ¿hay algo
sobre lo que no haya escrito? Sí, bueno, qué graciosa que sos,
obvio que sobre física cuántica… ¿y sobre comida? Él, tan
genio, tan revolucionario, tan brillante, que escribió sobre
“los temas de la vida” y sobre “la sexualidad de los nenes” y
sobre no sé qué otra cosa más, a ver, decime, así tan capo
como era, ¿en algún momento escribió sobre comida?... ¿cómo
qué tiene que ver? Todo tiene que ver: si el chabón escribía

150 Letras y sabores


sobre los temas de la vida y sobre la vida cotidiana, qué hay
más cotidiano que la comida, Mabel… bueno, esperá, tam-
poco me vengas con ese golpe bajo… además, en la vida de
la gente que no tiene para comer, la comida también es im-
portante, brilla por su ausencia, como se dice, y de hecho te
apuesto lo que quieras que termina por ser algo mucho más
cotidiano que en una vida como la nuestra en la que comemos
a cada rato lo que se nos canta justamente porque damos por
sentado que… bueno, pero esperá, nos fuimos de tema, ¿Freud
en algún momento escribió algo sobre comida, sí o no? No,
bueno, pero la teta de la madre es comida de bebé, no de
persona adulta… bueno, sí, técnicamente sería comida pero
yo me refiero a… ay, ¿sabés qué, Mabel?, dejá, ni te gastes, si
igual con todo lo que escribió ese hombre al fin y al cabo qué
me… sí, estoy de acuerdo, volvamos a lo importante: ¿qué
mierda hago con Raúl? Te juro que lo pienso y lo pienso pero
cada vez estoy más perdida... eso, Mabel, diste en el clavo,
impotencia, esa es la palabra, siento impotencia por no ani-
marme a la verdad, por tener que suavizarlo todo como si
Raúl en vez de semejante grandulón fuera una especie de
mantequita que se derrite cada vez que… ¿y si la corto con
la boludez y le digo la posta? Bueno, sí, ya sé que lo de la
comida se lo dije, pero me refiero a ir más allá, directo al
fondo de la cuestión… bueno, sí, a simple vista puede pare-
cer que sólo me conviene a mí, pero si lo pensás también le
estaría haciendo un favor a Raúl porque... claro, el pobre
tiene que aprender a enfrentarse con la vida real, ¿viste?, o
sea, en la vida real la gente no es buena y te dice todo con
amor y con cariño como si fueras un hielito a medio derre-
tirse a pleno sol… no, Mabel, la gente es envidiosa, bruta,
grosera, desconfiada, mala onda… y la verdad es que con
razón, porque tiene que convivir con otra gente igual de mala
y de grosera y… es un círculo vicioso, ¿te das cuenta?, cuan-
do a uno lo maltratan se arma una especie de caparazón

Antología de nuevos escritores 151


desde donde maltrata a los demás por temor a que vuelvan a
maltratarlo a uno, entonces los demás hacen lo mismo, y ya
para ese momento… ay, bueno, no me importa el nombre
técnico, Mabel, que Freud lo llame “mecanismo de defensa”
o como quiera, para mí es un caparazón y listo… la verdad es
que los intelectuales con ese vocabulario solemne terminan
por apartarse del foco del asunto, el punto de la cuestión… y
sí, yo te dije, al fin y al cabo ese “mecanismo” no es otra cosa
que una coraza, una cueva, una burbuja que te armás para que
la falta de confianza que los demás tienen en sí mismos no
termine por hacerte… pero ¿y eso qué tiene que ver, Mabel?
Yo lo que digo es que aunque ser cruda y directa con Raúl a
simple vista pueda parecer malo para él, en realidad es… ¿no
escuchaste todo lo que dije antes? Bueno, entonces no me
vengas con eso porque sabés muy bien que… ese es un buen
punto, en eso tenés razón, la verdad es que si abro esa puerta
después no la cierro más, porque qué derecho tengo a maltra-
tar a Raúl, o a decirle las cosas sin azúcar, que con lo mal
acostumbrado que está vendría a ser lo mismo, para que
después, si él me hace algo así, yo me queje y le diga que no
me falte el respeto y que… no, tenés razón, no quiero entrar
en esa, la verdad es que aunque yo sea más fuerte que él, tam-
poco estoy en el mejor momento para recibir críticas así tan…
directas, tan duras, ¿sabés?, la verdad que no… pero entonces
me quedo sin opciones, ¿te das cuenta?, porque si no le… no,
Mabel, no soy fatalista, es que digo la verdad, mirá todas las
propuestas que dijimos y que por hache o por be terminaron
descartadas y… pero ya sé, cómo no se me ocurrió antes, una
idea tan fácil, tan clara, tan… bueno, está bien, tranquilzate,
nena, ya te cuento, tampoco me hables así… mirá, es muy
sencillo: la mejor forma de decírselo y que no se ponga mal es
que se lo diga otra persona, una a la que él quiera y que lo
quiera a él pero con la que no tenga una relación tan cercana
como conmigo, ¿entendés?, claro, una persona que nos conozca

152 Letras y sabores


a los dos, tanto a él como a mí, y que pueda encontrar la
mejor manera de decirle al Raulito que su comida es un asco
pero como si fuera idea suya, sin meterme a mí en el medio
en ningún momento, ¿no es brillante?… y ya que estamos,
Mabel, ¿no te gustaría, justo a vos, nuestra amiga de alma,
nuestra compañera de la vida, nuestro sostén de siempre,
justo a vos, lisa y llanamente la más grosa de todas las personas
grosas que existen y existirán sobre la faz de este nuestro ben-
dito planeta Tierra, no te gustaría gozar, por primera y por
ahora única vez en la vida, de tan grande y solemne honor?

Antología de nuevos escritores 153


A fuego lento
Javier Schurman

En esa primera noche, carne al vino tinto con papas al


horno, y las palabras de Sofía al entrar a casa:
—Qué rico huele. Espero que no tenga morrón, es lo
único que no como.
Se quedó a un costado de la puerta mientras observaba al
nene escondido entre piernas adultas en el gran cuadro de la
pared del living; tomé su abrigo, le pedí que pasara a la cocina
y se pusiera cómoda, aunque prefirió seguir de pie.
Terminé de servir la comida, una buena porción de la
tapa de cuadril horneada cuatro horas a fuego lento junto
con media botella de buen Malbec, caldo de carne, tomillo,
estragón, una cucharada de miel, otra de manteca, cebollas
y ajos; las papas doradas, condimentadas con romero y sal
entrefina, completaban la primera obra. Para el cierre había
preparado mousse de chocolate.
Cenamos sin dejar de hablar, de reírnos, de disfrutar,
hasta que nos venció el cansancio; luego del postre la llevé a
su casa, mientras yo notaba su esfuerzo para no dormirse y
ella el mío para no besarla.
Decidí invitarla al merendar al día siguiente, feriado
nacional, y aceptó sin pensarlo. La llevé a un café en Zona
Norte y elegí por los dos: degustación de tortas, té en hebras,
limonada sin azúcar para, con ácido y frío, cortar el dulzor.
Al anochecer, propuse que siguiéramos la velada en mi casa;
con una mueca triste, Sofía pidió disculpas y dijo que tenía
que volver a su casa, que debía despertarse temprano.
En nuestra tercera cita —canelones de verdura y ricota con
salsa de calabaza, vino blanco y torta húmeda de chocolate—,
la besé. Ella dijo:

Antología de nuevos escritores 155


—Tierno y cálido, como tu carne al horno con papas.
Con esa frase conquistó lo que faltaba, y a las pocas sema-
nas le propuse formalizar la relación. A partir de entonces,
disfrutamos de un amor gastronómico —desayunos clásicos
y gourmet, almuerzos, meriendas, cenas y trasnochados atra-
cones; despertares, arrumacos, abrazos, besos y madrugadas
lujuriosas— que, como la alacena de casa, se vaciaba de a poco.
A los dos meses comenzaron los reclamos por mi horario
laboral y mis indigestas —dijo— amistades. La pasión por la
comida, por acabar reclinado en el sofá con la panza hinchada
de tanto engullir, era también motivo de reproche.
—Estás gordo —dijo—. Y no me gusta.
Intenté no prestarle mayor atención, y a la vez cuidarme
un poco con la comida. Empezamos a vernos menos, dejamos
de hablar del futuro, pero cada vez que surgía la posibilidad
de separarnos Sofía se oponía con un único argumento.
—Te amo, ¿vos me amás?
—Sí.
—Entonces no hay nada que hablar.
Nuestros encuentros eran ahora un monólogo de sus in-
satisfacciones, sus quejas laborales, sus incansables esfuerzos
por sostener la calma familiar y su necesidad de que yo la
entendiera, la acompañara y no cuestionara sus impulsos,
ni siquiera los dañinos. Volvió, de a poco, a disfrutar de la
comida, a saborear los platos, a elogiarlos, aunque a mí ya no
me elogiaba, y ni siquiera sé si volvió a disfrutarme.
Hace unos días desperté con ella al lado, sin saber por qué
estaba ahí, a mi lado, y con la certeza de que ya no podría
responder a la pregunta “¿vos me amás?” con una afirmación
instantánea. Decidí ser lo más sincero posible, ser franco,
directo, terminar la relación, y anoche le dije que viniera hoy
a cenar a casa, que iba a esperarla con la comida lista.
—¿Sabés qué me gustaría? —dijo—. Carne al horno con
papas.

156 Letras y sabores


Le dije que sí, y corté rápido antes de ponerme a llorar. Esta
mañana hice las compras: tapa de cuadril, un buen Malbec,
papas, hierbas y verduras, un vino blanco, y el chocolate semi
amargo para la mousse.
Ya imaginé la conversación varias veces —la parábola de
la alacena vacía, la comida vencida y la necesidad de probar
otros platos; luego sus ojos enrojecidos de furia, las preguntas,
el llanto por venir—; mientras pelo papas y pico cebollas y
ajos, degusto el vino blanco antes de cortar, en trozos bien
grandes, bien visibles, una buena cantidad de morrones.

Antología de nuevos escritores 157


¿Comiste hoy?
Susana Roitman

Sr. periodista, yo quise darle esta nota. No entiendo por qué


me critican. Me gustaría que, en vez de escuchar por la tele y por
los diarios cosas horribles y mentiras sobre mí, me expliquen por
qué se ensañan de esa manera conmigo. Yo no soy ningún salva-
je, no violé bebés ni torturé a nadie, no hice nada que no tuvie-
ra el total consentimiento de la otra persona. En todo caso, ellos
son los verdaderos animales que no merecen pertenecer a la raza
humana, y sin embargo andan sueltos por la vida. Yo no obligué
a nadie a hacer nada que no quisiera; lo que hicimos lo hicimos
por propia voluntad y libre albedrío. No entiendo por qué uste-
des piensan que cumplir la fantasía de otra persona y la propia
es una atrocidad. A los psicólogos, que me hacen los tests, yo les
pregunto por qué lo que hice está tan mal y por qué me tienen
encerrado en la cárcel. ¿Acaso no dicen que hay que cumplir los
deseos, las fantasías y las ilusiones para ser feliz? Ahora me dicen
que hay cosas que deben quedar en el terreno de la fantasía, que
no es verdad que hay cumplir con todo lo que uno quiere. Aho-
ra dicen esto cuando durante toda la vida, desde que sos chico,
te bombardean con publicidad, “Tú puedes hacerlo, es cuestión
de proponértelo; todos tus sueños pueden hacerse realidad”. Pero
después es mentira; esta es una sociedad hipócrita y con muchas
contradicciones; también me dicen que no saben qué hacer con-
migo, porque no hay legislación ni antecedentes de lo que pasó.
Pero usted quiere que empiece por el principio, así que le cuento
la historia. Antes que nada me imagino que usted es una perso-
na culta, sabe la relación que hay entre la comida y el sexo.
Ambos son placeres y, como tales, están relacionados. Una vez
aclarado esto, voy a comenzar. La idea de concretar mi fantasía

Antología de nuevos escritores 159


comenzó hace un año. Yo estaba con un amigo en un bar (usted
sabe que soy gay), tomábamos algo cuando él me contó que tenía
un linfoma, sin muchas esperanzas de que la cosa mejorara. Él
había cometido muchos excesos, muchas extravagancias, se arre-
pentía de no haber cumplido con sus deseos y fantasías más
profundas y, dadas las circunstancias, no las cumpliría porque
solo cuando hay vida hay esperanzas. Por supuesto que no se
refería únicamente a lo sexual; por ejemplo, me dijo que siempre
había soñado con entrar en un lugar desconocido y que a él lo
pusieran en una mesa como para comérselo y que entre varios le
hicieran el amor: dos por atrás y dos por delante, que uno lo
tocara y el otro le ocupara la boca. Quería una orgía, con él como
banquete. También tenía ilusiones más comunes: me dijo que
hubiera querido llevar a su madre a Italia, porque ella no cono-
cía y él trabajaba sin parar. Aunque usted puede imaginárselo
como toda una loca, era gerente de una importante compañía
de software y vivía para el trabajo. Por supuesto que lo consolé;
le dije que iba a salir de esta, que todo iba a mejorar, pero igual
eso me tocó algo íntimo porque, al salir de hablar con él, com-
partir su angustia y tristeza, puse ese famoso aviso en Internet.
Primero lo publiqué así, de caliente que estaba, para ver qué
pasaba. Lo hice por probar, para ver si mis fantasías eran tan
absurdas o si alguien más pensaba como yo. Era algo que no
había podido compartir con nadie; imagínese que de solo pen-
sarlo me daba vergüenza. Ahora que ya sé que no solo soy yo, sino
que varios piensan lo mismo, y no me parece tan terrible o dis-
paratado. Puse ese aviso y me fui a dormir bastante angustiado;
tuve pesadillas: venía un tren todo herrumbrado que me gene-
raba desconfianza y lo dejaba pasar. Tuve que esperar mucho
hasta que pasó otro, pero ese otro no iba adonde yo quería. A la
mañana siguiente tenía cuarenta y cinco mails, ¿se da cuenta?
En Buenos Aires había cuarenta y cinco personas que no me
dejaban solo con mi idea. Pensé en cuántos quieren suicidarse y
andan por la vida, sobreviven con existencias insignificantes,

160 Letras y sabores


vacías; pensé en lo difícil que debe ser vivir así. Le digo la verdad:
pensé que iba a hacer un bien, porque imagínese que no solo los
acompaño cuando mueren, sino que no dejo que su cuerpo se
descomponga, que es el principal miedo de todos. Nadie soporta
la idea de que los gusanos se lo coman: que empiecen por la piel,
la cara, entren por los ojos; y sin embargo es lo más normal,
porque así es la naturaleza: una permanente transformación. Me
puse en campaña y tanteé a los candidatos. Mandé un mail a
todos en los que les agradecía la pronta respuesta y les hacía al-
gunas preguntas básicas como, por ejemplo, por qué querían
morir, desde cuándo había surgido el deseo, por qué querían que
fuera de esa forma. Mientras, para no pensar tanto en todo eso,
me puse a hacer un curso de cocina. Vio que antes la cocina era
cosa de mujeres, y ahora los más famosos chefs son hombres. Me
pareció una buena idea para distraerme y, de paso, encontrar
algún chongo. Le digo la verdad, no tengo por qué mentir. Usted
no sabe la cantidad de hombres que quieren aprender a cocinar,
no tiene idea. Para la mujer, la cocina es un ambiente natural,
pero los hombres tenemos que aprender. Mientras, me encontra-
ba con los candidatos; a algunos los descarté enseguida: una
chica de veinticinco años que se había peleado con el novio; un
señor de setenta; otro, enfermo; y uno, de alrededor de unos
cincuenta y ocho, que se había quedado sin trabajo. Gente des-
esperada que en cualquier momento podía cambiar de opinión.
Me llevó varios meses, pero al final encontré al candidato. Esta-
ba tan decidido como yo, y siempre había soñado con algo así.
Teníamos gustos parecidos. Nadie lo iba a extrañar y había de-
jado sus cosas ordenadas. Porque después no quiero que anden
diciendo por ahí que yo quería quedarme con algo de él, nada
que ver. No me mire así, que no puedo hablar. ¿Usted sabe que
Hitler era vegetariano? Ah, bueno, si no lo sabía le cuento. Por-
que dicen que somos lo que comemos, pero le digo que es menti-
ra. No somos lechuguita o más pacíficos y equilibrados por comer
pasto. Somos buenas o malas personas por otros motivos; y, si

Antología de nuevos escritores 161


comemos bien y comemos lo que tenemos ganas, somos felices;
porque ya le dije que también la comida es uno de los grandes
placeres de las personas. Dicen por ahí que lo mío es antinatural,
porque ninguna especie se come a sí misma. Eso es mentira. Ya
sé que cualquiera podría hacerlo cuando hay escasez, y por eso
no les dijeron nada a los que se cayeron del avión en Chile; pero
es sabido que la mantis hembra, después del apareamiento, se
devora enterito al macho para alimentarse; y no es la única es-
pecie; si quiere, le doy más ejemplos. Pero no me la voy a dar de
zoólogo, ni entomólogo; yo le digo que no tiene que ver con el
hambre, porque los chinos comen cualquier cosa y no les dicen
nada. ¿Sabe usted que comen arañas, caballitos de mar, gusanos,
ratas y hasta crían una raza de perros para comer? Una china
me dijo que no los juzgara por lo que comen, porque los padres
de ella, que son personas del campo, de verdad se morían de
hambre, y todo lo que fuera nutritivo les servía para llevárselo a
la boca. ¿Sabe cómo se saludan hoy en día por la calle en el
pueblo de ella? “¿Comiste hoy?” Así se saludan; imagínese que el
que comía una vez pasaba un día más de vida; pero claro, usted
sigue la corriente, y ahora están de moda los veganos y la comida
naturista y todo eso. Le cuento que, mientras tanto, en el curso,
aprendí de todo: cómo cortar carne, por dónde cortarla, con qué
elementos, cómo hacer para que una carne dura se ablande, cómo
condimentarla bien, el maridaje del vino y las carnes según sean
blancas u oscuras, y así. Estaba hecho un experto. Me compré
todo tipo de cuchillos, y también fui a un lugar y conseguí algo
de instrumental quirúrgico. El día que planeamos era soñado,
uno como hoy, esos hermosos días de otoño, con el cielo celeste y
con esas ganas de disfrutar. Me encontré con el candidato e hi-
cimos el amor como otras veces, pero ese día lo filmamos, ¿y sabe
por qué lo filmamos?, porque no queríamos que me pasara esto.
Porque yo sabía que tarde o temprano la cosa iba a saltar. Yo no
soy un tránsfuga, no sé cómo escaparme ni me interesa. Sé que
solo agarran a los giles, que los otros nunca van a la cárcel, no

162 Letras y sabores


importa el crimen, y por las dudas no quería que las cosas no se
entendieran, porque no le voy a negar que todo esto es un poco
confuso. Pero al ver esa película en la que actuaba Kevin Spacey
me iluminé, ¿se acuerda? No fue hace mucho. La vida de David
Gale, en donde él le practica eutanasia a una amiga y, como no
quiere que lo culpen, se filma. Bueno, él se salva, y nosotros
pensamos que conmigo iba a pasar lo mismo. Pero bueno, ya ve
que no. No sé, creo que me descubrieron por Internet, y si lo
hicieron seguro fue porque alguien no se habrá conformado con
mi negativa. Todavía no entiendo por qué me tienen acá ence-
rrado, si yo no hice nada malo. Nadie tiene en claro de qué me
van a acusar. Pero bueno, señor periodista, las cosas son así como
le digo, y usted después sabrá lo que tiene que escribir.

Antología de nuevos escritores 163


Todos contentos
Rodrigo Genni

Desde que con Andrea nos mudamos juntos, los días y


las comidas se respetan unos a otros: lunes pastapan, martes
carnensalada, miércoles purépescado, jueves tartaensalada y
viernes caldopuchero. Mientras discutimos, entre el tenés que
venir a la cena con la gente del trabajo y el no me dan ni un
poco de ganas, cuando bajo la guardia para sacar de su huesito
el caracú, porque hoy es viernes, ella me dice dale, sabés que
todos van a ir con sus parejas, nunca venís. Si una chica linda
pone cara de nena triste, con trompita y ojos vidriosos, puede
dominar el mundo.
Después, lo de siempre, dejá que yo levanto, no hay pro-
blema, bueno, yo lavo, en fin, como dos extraños; apilamos
así nomás los platos en la bacha y les tiro agua en son de paz,
para que después sea más fácil lo imposible; ella, que está muy
cansada o dice que está muy cansada, se va directo a la cama; y
yo, que nunca estoy cansado, enciendo la computadora y apenas
abro mi casilla de correo veo a Jimena conectada en el chat,
está sola y llueve y no sabés el día horrible que tuve, fui al banco,
deposité plata y después pasé por el súper a comprar Procenex, en el
Coto di unas vueltas medio perdida y cuando encontré el Procenex
y vi el precio se me rompió el cerebro, o el corazón, o las dos cosas,
no sé, creo que fue un ataque de pánico; le pregunto si sintió que
se iba a morir. Sí, porque no sé qué hacer con mi vida, desde que
me separé me siento sola y además no tengo trabajo estable, el tema
de la plata me angustia, y eso sumado a las diálisis del gato y a que
tengo que hacerlo inyectar todos los días, y a que la comida está cara,
y el alquiler, todo me abruma y no puedo dejar de pensar que nada
sirve para nada; me quiero ir a Islandia, a Islandia me quiero ir.

Antología de nuevos escritores 165


El sábado, en casa, menú libre, libre albedrio y cada uno
se arregla como puede. Andrea se fue de compras y yo pienso
que no estaría mal guardar un poco de hambre para la noche,
café con galletitasqueso y de nuevo la computadora, Jimena
que escribe gracias por la charla de ayer, me desahogué un poco.
Le pregunto si ya está mejor y sí, un poco mejor, aunque no
almorcé, me comí un chocolate y mientras me hacía un café me
acordé de vos, sabés qué creo, que aunque no te conozca te conozco
bastante, porque hablamos de cosas que no le decimos a nadie, y
por eso, porque no nos conocemos, puedo decirte que tengo bue-
na intuición, yo sé leer a la gente, y hasta puedo reconocer a las
personas sin haber visto fotos enteras, reconozco piernas, hombros,
dedos, en la calle me pasa mucho. Eso es porque sos fotógrafa,
escribo, pero ella sigue, si te concentraras vos también podrías
leer la mente. Por el momento prefiero leer libros, le escribo;
además, lo de leer la mente es peligroso porque uno tiende a
manipular, algo que le sale muy bien al jefe de los X—men,
y después, como si nada, le escribo que me gustaría conocerla
en persona. No responde.
Cinco minutos.

Una hora.

Tres horas y media.

No responde.

Tal vez se tomó mal el comentario y se enojó, no sé, ya son


las siete de la tarde y los platos siguen sin lavarse, peligra la paz
mundial y tengo que prepararme para la cena con los amigos

166 Letras y sabores


de mi novia; mientras caliento el café pienso en Jimena, en
por qué charlamos tanto, en por qué pensamos tanto en el
otro, por qué nos preocupamos por el otro si nunca nos vi-
mos, por qué nunca fuimos a tomar un café. Suena la alarma
del celular: Mi amor, acordate: hoy es la cena con la gente del
laburo, ponete una camisita.
Ok.
Cuando vuelvo a la computadora Jimena me escribió
perdón, me quedé dormida, los gatos se me tiraron encima, ronro-
nearon y me dormí, yo también creo que deberíamos conocernos,
qué hacés hoy. Le digo que tengo que ir a una cena con los
compañeros del trabajo de mi novia y no quiero, me angustia
esa gente que seguro se va a quejar porque el delivery adentro
del country aumentó no sé cuánto por ciento, y entonces ya
no podrán mandar al nene a tenis dos veces por semana, hay
que apretarse un poco, y encima no saben cómo decírselo,
pobre nene, en una de esas habrá que mandarlo a la psico-
pedagoga, porque este país es un chiste, y en la oficina todos
dicen que ahora, a fines de agosto, se cae todo y no se levanta
más. Jimena escribe me da hambre leerte, tengo ganas de comer
un Kung Pao de pollo, amo la comida picante y la comida china,
¿no te parece que el nombre Kung Pao es digno de algún héroe
oriental o algo así? Si querés te llamo Kung Pao, le escribo ¿de
verdad te llamás Jimena? Ella: vamos al barrio chino, yo sería
Kung Pao, vos Chow Mien, y todos contentos.
Un sábado arrolladitoprimavera me encantaría, pero suena
la alarma del celular y el mensaje de Andrea llega resumido:
cena, laburo, camisita, acordate. Listo, a lavar los platos, paz
mundial y luego camisita que va bien tanto para un plan como
para el otro. Ya no respondo ni el chat, ni el mensaje de Andrea.
Cinco minutos

Media hora

Antología de nuevos escritores 167


Una hora y media

Y no respondo.

Paredes blancas salpicadas con manchas de grasa, y la luz


de tubo hace resaltar las cosas verdes: las ojeras, las venas y el
aceite de la pizzafainá; mocasines, pantalones pinzados azules
y negros, camisas rayadas de fin de semana; todo me lleva a
cerrar los ojos, todo me produce un cansancio general. Mien-
tras uno de los compañeros de laburo de Andrea dice que la
obra que vamos a ver es genial, que actúa no sé que mina de
la tele que es jurado en uno de esos programas de concursos,
una muzzarella elástica salta y me mancha la camisa, Andrea
grita y me mira con desaprobación, respondo a su mirada y en
voz alta digo: Muzzarellísima, si sabía lo de la obra no venía,
y nadie nota el tono de broma; durante el incómodo silencio
posterior me tiro sal en la mancha y me refugio en la cerveza,
con un sorbo me siento mejor, pero al bajar el vaso la espuma
forma para mí la maléfica sonrisa de Jimena.
El domingo, no en casa sino en lo de asadosuegros, estoy
en piloto automático: para cuándo los nenes, todavía no,
qué tal el trabajo, sí, ya no se puede vivir en este país, es un
desastre, la inseguridad, los precios. Después, lo de siempre,
dejá que yo levanto, no hay problema, bueno, yo lavo, en fin,
cambalache y otra vez con Andrea. Los platos del sábado están
secos y limpios, garantizada la paz mundial. A escondidas
borro los mensajes de Jimena y los míos, y mientras veo la
telempanada pienso que por suerte mañana es lunes pastapan.

168 Letras y sabores


Dos postres distintos
Carla Baretto

Bueno, a ver si tengo todo: dos huevos, una yema, tres-


cientos gramos de harina, ciento cincuenta de manteca, qué
más... quién me manda a hacer esto, si yo no sé cocinar. ¿Y
si la torta sale fea? ¿Si no le gusta a nadie? No, me muero,
para eso me ahorro la vergüenza y no llevo nada, o mejor
compro una y listo... pero no, eso no, así voy a quedar peor,
van a pensar que soy una inútil y no sé qué más... ya sé, me
hago la enferma y listo... buenísimo, ya está, le digo a Gon-
zalo que le avise a la familia que no puedo ir porque me en-
fermé, tos, gripe, escorbuto, varicela, qué me van a decir, si
estoy enferma no puedo ir a la reunión, y si no puedo ir no
puedo llevar el postre... con eso no van a poder decirme nada,
aunque seguro se lo van a acordar, yo sé cómo son, me van a
anotar en una de esas listas imaginarias y voy a pasar a ser la
oveja negra de las novias, la que no llevó postre, la que se
enfermó, la inútil que no sabe hacer nada... así que eso no,
pero igual algo tengo que hacer... agregar los huevos y la yema,
eso voy a hacer, cocinar la torta así les cierro la boca a todos...
pero igual no hay manera de competir con la familia de
Gonzalo, con las mujeres de la casa todas tan perfectas, que
cocinan bien, hacen todo bien, y yo en cambio hago todo
mal, soy torpe, no cocino, no hago nada en la casa... basta,
ya van a ver cuando llegue con mi torta... lástima no poder
llevar otra cosa, porque helado ya llevé cinco veces, tengo que
cambiar, darles algo nuevo, impresionarlos... y si no lo hago
con esta torta, no lo hago con nada. Igual, cómo no se van a
sorprender cuando me vean llegar y les diga acá estoy, perdón
por la demora, pasa que estuve hasta recién encerrada en la cocina,

Antología de nuevos escritores 169


no lo van a poder creer, me imagino las caras, seguro piensan
que ni siquiera tengo las... los utensilios de cocina... bueno,
la verdad es que tuve que ir hasta lo de mamá a pedirle algu-
nas cosas que yo no tengo, pero para qué las voy a comprar
si no cocino nunca... en casa de Gonzalo hay un montón de
utensilios, en los cajones, colgados de las paredes, para qué
quieren tantos, ni que alguno fuera chef, aunque ahora que
lo pienso seguro más de uno en esa casa se cree un cocinero
de verdad... y sí, yo también podría ponerme a hacer milane-
sas, fideos, pollo a la mostaza y no sé qué cosa, pero no
quiero ni tengo tiempo para eso, entre que llego a casa tarde
y cansada... lo que sí puedo hacer es puré, pero eso no cuen-
ta, ni siquiera es puré de verdad, viene en un paquetito, y qué
voy a hacer, ir a lo de Gonzalo y decir hola a todos, hoy no
traje un postre pero tengo un poco de puré para que disfrutemos
en familia, así no me invitan más... a ver, ¿por dónde voy? Ya
agregué la harina, la ralladura de limón, la esencia de vainilla...
no sé, cocinar y todo eso son cosas importantísimas para la
familia de Gonzalo, seguro que todos piensan que porque no
sé cocinar no soy digna de salir con el príncipe Gonzalito,
como si a él le importara... además, no es que él sea mejor
que yo, si ni cocina... pero claro, con él está todo bien, el nene
no sabe cocinar y su familia no le dice nada, pero después me
ven a mí y cuando les digo que ni loca cocino se arma, em-
piezan con cómo no vas a cocinar, así no podés vivir... ¿no será
mucho? Pido al delivery y ya está, problema solucionado. La
verdad es que no sé si sólo la familia de Gonzalo es así, porque
mi mamá también decía esas cosas cuando yo era chica,
¿cuándo vas a aprender a cocinarte algo? Fideos con manteca,
huevo duro, lo que sea. ¿Qué vas a hacer cuando yo me muera y
no tengas quién te cocine?, mamá es otra exagerada, si agarro
el teléfono y listo, o si no voy a la casa de ella y le pido que
me haga unas milanesas y ya está, las meto en el freezer y
tengo comida para toda la semana... para mí está perfecto,

170 Letras y sabores


no entiendo por qué los demás se creen que... bueno, hay que
pensar que mamá y la mamá de Gonzalo son de otra época,
para ellas las mujeres tenemos que encargarnos de las tareas
de la casa: cocinar, planchar, lavar... no sé, yo no estoy de
acuerdo, pero mamá siempre anda con alguna de esas frases
hechas porque para ella la mejor forma de llegar al corazón de
un hombre es por la comida, y no es así, esta vez no tenés razón,
mamá... mirá si voy a llegar al corazón de alguien por el es-
tómago, antes de eso se me ocurre un millón de otras cosas.
Porque si no pasa que conozco a una persona cualquiera, en
donde sea, y después, la siguiente vez que lo veo, me aparez-
co con un plato de comida y listo, seguro ya se enamoró... es
como un soborno, ¿y qué me querés decir, mamá? ¿que so-
borne a las personas con comida casera así todos me quieren?...
no sé, tal vez tenga razón, ¿y si llevo la torta a lo de Gonzalo
y de repente todos empiezan a quererme? No es que los vaya
sobornar, pero... ya es hora de que me vean como parte de la
familia, y tal vez con la torta... aunque no sé, las hermanas
no me quieren mucho, pero seguro es por otra razón, no
puede ser que sea sólo por lo de la cocina, algo más tiene
que... ya está casi todo, batí, amasé, qué más tengo que hacer
ahora... llevarla al horno. Qué graciosa debo verme con el
delantal, seguro nadie pensó que algún día iba a verme con
delantal de cocina, debería haberle dicho a mamá que venga
así se reía un buen rato, o mejor, debería haber invitado a la
familia de Gonzalo que si no no me van a creer... ahora toca
la crema pastelera... no sé para qué elegí esta receta, por qué
no busqué algo más fácil, no sé, una torta de chocolinas...
pero no, con eso quedo peor, me imagino la cara de la mamá
de Gonzalo al verme llegar, va a pensar que soy una estúpida...
la torta de chocolinas mejor la dejo para otro momento, para
comer con las chicas o algo así, no para llevar a la casa de
Gonzalo porque así no me voy a ganar a la familia, y además
la torta esa es para cuando uno está en la primaria, en la

Antología de nuevos escritores 171


secundaria como mucho... eso dice la gente, pero igual para
mí es una de las mejores tortas de la historia de la humanidad,
es fácil, es rica, tiene dulce de leche, qué más se puede pedir,
le gusta a todo el mundo, y si no le gusta a alguien no sé,
seguro tiene un problema y debería hacerse ver de la cabeza...
me parece que ya tengo que sacar la masa del horno... ¿qué
dice acá? Esperar que se enfríe para poner la crema pastelera,
pero yo no tengo paciencia, quiero hacerlo ahora... se ve que
la pastelería no es lo mío, todo esto de esperar... ya me cansé,
pongo la crema así empiezo a cortar las frutillas y termino de
una vez... necesito una espátula para que quede prolijo, por-
que si la torta es rica pero desprolija, van a pensar que la hice
mal... tengo que estar atenta a los más mínimos detalles, no
quiero ningún error, que nadie me recrimine nada, que esta
sea la torta más rica que hayan probado en la vida. Por las
dudas, voy a repasar todo: puse los trescientos gramos de
harina, los ciento cincuenta de manteca, los huevos, la vaini-
lla, el azúcar... ¿puse el azúcar? Cómo puede ser que no me
acuerde... el azúcar, la parte más importante de cualquier
torta, y no me puedo acordar. Debería haberlo puesto al
principio, junto con la harina... ¿y si no lo agregué? Qué hago,
soy una estúpida, ahora no sé qué hacer... creo que no lo
agregué, pero cómo puede ser que sea tan... ya está, arruiné
la torta, ahora no voy a impresionar a nadie, voy a quedar
mal con la familia de Gonzalo, si él ya avisó que yo iba a
preparar una torta... igual, a la mamá de Gonzalo no la voy
a impresionar nunca, ni siquiera si hago una torta con todos
los ingredientes porque ella es una mujer tan... sofisticada,
seguro le gustan esas tortas de nombres raros que no son de
acá, son alemanas, francesas... sí, seguro le gusta la pastelería
francesa, las masitas, los scones, que a mí no me gustan para
nada... así nunca le voy a caer bien, yo soy más de las tortas
de chocolate, de esas empalagosas con dos capas de dulce de
leche y nada de frutas, porque si una torta tiene frutas entonces

172 Letras y sabores


no es una torta... a mí las que me gustan son esas que te
manchan los dedos cuando las comés y que son tan pesadas
que cuando las terminás ya no podés comer nada por sesen-
ta mil horas... bueno, mejor cuando vaya a lo de Gonzalo no
digo nada de esto porque así... ahora que lo pienso, yo vendría
a ser como un flan y la madre de Gonzalo una crème brûlée,
nada que ver una con la otra, o yo una magdalena marmola-
da de esas de supermercado y ella un cupcake con merengue
italiano arriba... nunca nos vamos a llevar bien, si somos dos
postres distintos... y con Gonzalo también somos distintos,
si no tenemos casi nada en común y tampoco es que nos
llevemos... no sé ni cómo empezamos a salir, si es un boludo,
pobre, y además a veces actúa como si tuviera quince años,
parece que no crece más... bueno, ahora necesito un nuevo
plan: podría volver a hacer la torta esta vez sin olvidarme de
nada, pero la verdad es que no quiero, no voy a ponerme a
cocinar dos veces lo mismo, no tengo tiempo, y antes que eso
prefiero no ir a lo de Gonzalo y listo, pero no, así voy a que-
dar peor, voy a quedar como una cobarde, ya sé lo que tengo
que hacer, es lo mejor... ¿dónde dejé el teléfono?... hola Gon-
za, escuchame, ¿viste que yo iba a hacer una torta para llevar a
tu casa? Bueno, olvidate... y sabes qué, tampoco pienso ir a tu
casa, ni hoy ni la semana que viene ni en cien años. ¿Cómo por
qué? Porque no te quiero ver más, Gonzalo, vos y yo somos dos
postres distintos, date cuenta...

Antología de nuevos escritores 173


Parece una locura
Ezequiel Naya

Mirá, te voy a ser sincero, no te traje acá para lo que su-


pongo te traerán todos los hombres. Si vengo a este lugar es
por otra razón. Yo sé que no va a ser fácil que lo entiendas, y
hasta es probable que te enojes; te lo digo porque ya me pasó
con otras chicas. La verdad es que soy fanático del tostado
que hacen en este lugar. Yo sé que es difícil de creer, pero es-
perá y vas a ver que en cualquier momento golpean la puerta
y Miriam, que atiende en la recepción, la mujer a la que le
pagué cuando llegamos, va a estar ahí parada con el plato. Vos
no viste cómo me saludó, y no es porque yo sea un enfermo
sexual que viene acá todos los días, es porque la gente de este
hotel me tiene cariño, porque lo mío les llama la atención.
El problema es que cada tanto tengo que llamar chicas
como vos, perdón, eso no sonó bien, te pido disculpas; quiero
decir que a los telos hay que entrar de a dos, la reglamentación
prohíbe que una persona entre sola a un cuarto, creo que de
a tres tampoco se puede, pero no importa. Si me dejaran
entrar solo no tendría que llamar a nadie, ¿me entendés?,
sería feliz sin tener que armar todo este quilombo de buscar
a quién llamar, pagarle, y encima explicar lo que te estoy
contando ahora.
La primera vez vine con una chica a la que había conocido
en un bar, y como yo todavía vivía con mis viejos no tenía
adónde llevarla. En aquel momento, mientras caminaba por
el pasillo y escuchaba los ruidos de las habitaciones, pensé
qué hago acá, por qué no vivo solo. Esa fue la primera vez
que tuve ganas de mudarme, de esto hará unos dos o tres
años. Pero me fui de tema. Lo que te quiero contar es que un

Antología de nuevos escritores 175


rato después esta chica dijo que tenía hambre, y entonces se
me ocurrió llamar por teléfono a la recepción y preguntar si
tenían algo de comer. Me dijeron que podían preparar unos
tostados de jamón y queso y les dije que sí.
Al rato la señora de la recepción, que en ese entonces era
otra, no era Miriam, llegó con el tostado. Yo me fui a bañar;
cuando salí, entró a bañarse la chica, y ahí, sobre la cama, en
un platito, quedaba la mitad del tostado. Aunque la idea de
comer acá me daba un poco de asco, pensé que después de
todo lo que había tomado esa noche no me iba a venir mal.
Y a los pocos días me acordé del tostado que, te lo juro,
es riquísimo, y la idea de volver a probarlo no se me iba de la
cabeza, hasta que una noche en la que no me podía dormir
por pensar en eso decidí subir al auto y pasar por acá. Esa
noche me enteré de que no está permitido entrar solo a un
hotel alojamiento, eso que te decía antes; dicen que en algunos
te dejan pero en la mayoría no, en este no al menos. Cuando
le pregunté a la señora si podían prepararme un tostado para
llevar, me dijo que no se podía. Yo le dije que era cliente del
hotel, que unas semanas antes había pasado la noche en una
de las habitaciones, pero no hubo caso. Con el tiempo entendí
que esto no es un bar, y que aunque la gente que trabaja en
este lugar debe estar acostumbrada a ver cosas insólitas, yo
debo ser el único que viene por la comida.
Ya sé que parece una boludez, y sin embargo en estos
últimos años este asunto me trajo varios problemas, aunque
ninguno tan grave como el que tengo ahora con mi novia.
Además, a mí esto de estar con chicas como vos no me gusta;
no te ofendas, sos muy linda, pero no sé, me parece triste.
Lo cierto es que las necesito para entrar acá, para llegar a la
habitación, encender la tele y pedir el tostado. Pero créeme,
no es fácil que entiendan que sólo quiero un tostado, ya me
pasó varias veces: aunque les haya pagado sienten que no es-
toy conforme, que las veo feas, ahí se enojan y me dicen que

176 Letras y sabores


estoy loco, o que no me gustan las mujeres o lo que sea. Pero
no importa: entre las quejas y la música de mierda de fondo,
Miriam golpea la puerta y yo me siento feliz.
Ya sé que parece una locura pero es así, y por qué no pue-
de ser así; pensá en la comida que más te gusta, ¿el pastel de
papa?, y decime si no te hace feliz saber que vas a comerlo.
Bueno, a mí me pasa con el tostado de este lugar. Ya sé que
un tostado es un tostado y un pastel de papa es un pastel de
papa, pero algunos son mejores que otros. En fin, un día me
dije que al menos tenía que intentar traer a una mujer con
la que en una de esas pudiera empezar a salir y ponerme de
novio. Y me pasó, vine un par de veces con chicas a las que
conocí, y créeme que mientras manejaba hacía el esfuerzo de
tratar de ir hacia mi casa, pero al final les decía que vivía con
mis viejos, y después les decía: ¿vamos a un hotel?
Al llegar a la habitación no hacía más que pensar en el
tostado, y cuando nos acostábamos yo me hacía el distraído
para estar atento a la puerta. Claro que estas chicas también
se enojaban, y entonces yo tenía que inventar que estaba
nervioso, que recién había salido de una relación de muchos
años, qué iba a decir…
Durante un tiempo pensé que lo había superado, y cada
vez que pensaba en esto me iba a alguna confitería y pedía
un tostado cualquiera. Pero ¿sabés qué? Con el tiempo no
encontré ninguno mejor. Por eso empecé a venir de nuevo.
Ya sé lo que me vas a decir, pero lo intenté y no hay forma,
no me quieren decir adónde compran los sanguchitos, ni
tampoco me dejan pasar a la cocina.
A veces me paso el día acá adentro, he llegado a quedar-
me dos o tres días seguidos sin salir. Llegué a pensar que el
problema era otro, que no podía ser que yo hiciera todo esto
por un simple tostado, y sin embargo no encuentro otra
explicación. Porque no es que me gusten otros telos, o que
me guste en particular una habitación de este, y en especial,

Antología de nuevos escritores 177


y esto es algo que me deja un poco más tranquilo, una vez
me dijeron que no tenían jamón y de inmediato me fui, no
quise quedarme ni un segundo más. No, te juro que es sólo
el tostado, no hay otra razón.
Y ahora pasa que una amiga de mi novia me vio salir de
acá, y quién me va a creer, si con Sofía nunca hablé del tema,
no sé si por vergüenza o porque nunca quise arriesgarme a
venir con ella y una vez en el cuarto no prestarle atención.
Además a ella no le gustan estos lugares, y la verdad es que
a mí tampoco.
Cuando hablo de esto mis amigos se ríen, creen que lo
hago para dejar a Sofía, pero no es cierto, yo la quiero mucho.
¿Qué hago?, ¿se lo cuento? Mirá si piensa que estoy loco.
Me gustaría que lo pruebes para que me entiendas, perdón
¿cómo era tu nombre? Maribel, me gustaría que lo pruebes
para que lo entiendas, Maribel.

178 Letras y sabores


Ni vivos ni muertos
Mariana Garfinkel
 
 
Está de pie, y frente a ella, en la mesada, hay tres pescados
dispuestos sobre una fuente. Los cuenta: uno, dos, tres. No
sabe si son pejerreyes, abadejos o merluzas, pero son pareci-
dos: brillan y tienen escamas grises, la boca entreabierta, los
ojos amarillos. Les vendaría los ojos, vivaces aunque muertos.
Ella nunca cocinó pescado. Su amiga le dijo que les cortara
la cola y eso quiere hacer pero el cuchillo está desafilado, o es
muy difícil, o su amiga no sabe nada.
Todo lo que pasó hasta llegar a esta situación es muy ex-
traño… O Matías es extraño: escucha Folk, se asombra por la
forma aerodinámica de los autos (lo dice así: aerodinámica) y
se peina como un rockabilly. Dice frases de libreto como me
gustás mucho, que a ella siempre le pareció tibia: me gustás
mucho, como para evitar los te amo, los te quiero. Pero a ella
también le gusta mucho Matías, y por eso aceptó irse tres días a
la costa, que al final se hicieron siete u ocho, para probar. Para
probar qué, no lo sabemos. Para probar cómo estamos juntos,
sin distancias, sin teléfono, sin… Dormir juntos, despertar
juntos, volver a dormir y despertar. Juntos, sí, claro. Todos los
días pasa algo nuevo y eso la asusta, piensa si no serán señales.
El martes fueron a la playa y caminaron de la mano des-
pacio, hasta pisar la arena con los pies descalzos, lo que hacen
los enamorados y que ella también quiere hacer. Al llegar a
la arena, cuando quisieron sentarse, un millón de escarabajos
caminaban desorientados. Un millón no, pero veinte ya es mu-
cho. Matías los pateaba, eran mini hummers en busca de algo
para escalar: la ropa, los libros, su espalda, la pierna de Matías.

Antología de nuevos escritores 179


Elige el pescado del medio, el que no la mira a los ojos; los
otros no la miran pero es como si... Al tacto, la piel suave pero
áspera, engaña. Ella mide y después apunta con el cuchillo,
pero el pescado se resbala.
El miércoles buscaron otra playa, lejana, romántica, con
acantilados… Pero también estaba llena de manchas negras,
escarabajos en las piedras, en la orilla y hasta flotaban en la
espuma del mar. Igual se quedaron. Se bañaron, hablaron y
leyeron hasta que empezó a bajar el sol, con ese frío húmedo
y marítimo que a ella le congela la punta de los dedos para
siempre o hasta la ducha. Se vistieron y se metieron en el
auto. Matías manejaba y ella sintió que algo se le clavaba en
la pierna. Pensó que se había quemado con el sol, hasta que
eso comenzó a moverse adentro de su ajustado short de jean.
Algo como un aguijón, dos tenazas, un… Empezó a gritar
hasta que le salió la palabra, dos sílabas: frená.
Nunca le gustó el pescado ni los mariscos, nunca, ni
cuando era chica y con su papá juntaban en un baldecito
las almejas, en la orilla del mar. O su hermano pedía corna-
litos fritos y ella veía la masa de bichos ahogados en aceite:
ninguna comida interesante puede ser gris. Y así se lo dijo
a Matías, pero él aceptó de buen grado la pesca del día que
le ofreció un vecino. Algo andaba mal, porque después de
eso el vecino venía todos los días y los pescados se multipli-
caban en el congelador. Algo de esos días era bíblico: todo
se multiplicaba.
Matías le preguntó si no se animaba a prepararlos; un poco
de sal, al horno y listo. Ella dudó y le dijo no sé, bueno, msí,
que él tomó como si fuera un sí, seguro, encantada.
Vuelve a elegir el pescado del medio y con el cuchillo
le serrucha la cola con firmeza, siente que alguna parte se
desprende, y el roce de las plumas en sus manos; (es la aleta
trasera, pero parecen plumas) siente asco pero sigue, ya no
puede detenerse, sigue hasta quedarse con el lomo del pescado.

180 Letras y sabores


Encender el horno no es fácil: no es su horno y todas las
cosas de una cocina, de una casa, tienen sus mañas… Tienen
vida propia. Un pedacito de papel enrollado, un encendedor,
fuego; el vital combustible de la humanidad, magia en sus
manos, gas y fuego, combustión y listo. Toma la bandeja y la
coloca dentro del horno. Cierra la puerta.
Le dice a Matías que es sospechoso que ya pasó media hora
y que los pescados sigan ahí, tan vivos como antes. Matías
le dice que están muertos, pero a ella no le importa, los tres
pares de ojos amarillos espían detrás del vidrio de la puerta del
horno. Le dice a Matías que es sospechoso que no haya olor
a nada, que el aceite no crepite, ahí adentro no hay acción le
dice. Matías se ríe y la abraza. Bailan. Me encanta cómo decís
las cosas dice él. Cómo las digo, pregunta ella.
Ya pasó una hora, y en el horno todavía hay signos de vida
después de la muerte. Entonces le dice a Matías que deberán ir
al supermercado a comprar carbón. Matías no entiende, claro,
si en su mundo de rockabilly el carbón debe ser una metáfora
o algo así. Carbón, para hacerlos a la parrilla. Matías pone
una cara peor; seguro que nunca hizo un asado, lo que en el
mundo familiar de ella es una metáfora para un hombre in-
completo, pero no importa, su familia no tiene por qué saber.
Le cuentan a un vecino, que no es el que pesca pero es
como el cuñado del que pesca, y parece muy interesado en la
cocción, y también opina que deberán usar la parrilla. Matías
ya no tiene dudas y entran al auto. Maneja despacio y vuelve a
dudar… Ella sabe que hay un supermercado cerca, ya fueron
antes, se llama The Palmers, seguro que ahí tienen carbón, le
dice a Matías; él dice que pueden comer otras cosas; ella dice
que esos pescados malditos no le van a ganar.
En The Palmers hay carbón. Matías baja del auto y ella
le dice que lo espera en el estacionamiento. Se le ocurre que
quizás a la vuelta podría manejar ella. Toma el volante, se mira
en el espejo retrovisor. Matías tarda diez minutos y quizás

Antología de nuevos escritores 181


no había carbón aunque por el espejo ella lo ve caminar con
dificultad. Abre la puerta, pone el carbón a sus pies, tiene las
manos manchadas y ella sabe que eso le molesta, pero él no
se queja y le pregunta si va a manejar. Ella hace ese gesto con
las cejas que él le dice que le gusta tanto y que ahora parece
no apreciar.
No es necesario reafirmar el amor todo el tiempo, piensa
ella mientras hace una maniobra bastante difícil porque el
estacionamiento es pequeño y hay demasiados autos. El amor
es, fluye o no, depende de las circunstancias, lógico. Si va para
la izquierda hay un pozo gigante y la tranquera de uno de los
negocios; a la derecha, una camioneta Ford gigante lo ocupa
todo. Le preocupa no haber apagado el horno con los peces.
Le preocupa no acordarse cómo prender el fuego. Le preocupa
el amor en estas circunstancias. A la derecha será mejor.
Gira el volante un poco a la derecha, retrocede unos cen-
tímetros, avanza y ahora todo para la izquierda, con fuerza.
Matías mira, no respira, cree. No importa, ella sabe hacer
asados y en el mundo Neandertal eso es uno a uno. Retrocede
un poco, tiene que hacer una ese para esquivar la camioneta
y lograr salir de culata. A Matías se le ocurre decir algo, un
chiste. Ella se ríe y el auto, que no dejó de retroceder, hace
un ruido insoportable, como el choque de dos planetas… Es
la Ford contra el planeta Fiat. Uno a cero.
Matías se baja con cara de preocupación. Endereza el
espejo. A veces el ruido es mayor al daño, piensa. Levanta
algo del piso, lo muestra, ella lee en sus labios: guardabarros.
Vuelve a dejarlo en el piso, sube, cierra la puerta y le dice que
acelere, que salga por el otro lado; ella esquiva el pozo con la
adrenalina que le pica en la piel. Ahora sabe.
Al llegar a la casa y bajar del auto Matías examina la puerta
derecha; ella lo ve revolverse el pelo, y que una gota de sudor
le cae por el entrecejo; quiere calmarlo, abrazarlo o algo pero
le preocupa más cerciorarse. Lo deja, entra a la casa y camina

182 Letras y sabores


hasta el horno que no está encendido; abre la puerta, saca la
fuente y mira. Son tres, y el del medio, herido, la mira con
los ojos amarillos más tristes y vengativos que ella haya visto
jamás. Quiere ignorarlo pero no puede. Entonces sale, esquiva
a Matías que sigue consternado frente al bollo de la puerta,
saca la bolsa de carbón, tira todo en la parrilla y grita “el fuego
mata todo”. No sabe, o no miró bien, pero le parece que ahí
cerca, a unos pasos, Matías solloza en voz muy baja.
 

Antología de nuevos escritores 183


El efecto de la cebolla
Lorena Bermejo

El otro día Gerardo se levantó tarde, y por esperarlo me


castigaron a mí también. Yo sabía que no tenía que hacerme
amigos, mi viejo me lo había dicho clarísimo “no te encariñes
con nadie y concentrate en sobrevivir”. Pero no pude evitarlo
después de la ginebra de la noche no se puede competir con
Gerardo y sus historias… me contó de su hijo Julián y de su
mujer, a quien ya debe haberle llegado la noticia. Vos pensarás
que si te escribo es para comunicarte las palabras de Gerardo
hacia ella, sus últimas palabras de amor y tal vez, como en
los libros, algo sobre un anillo o un collar para la viuda, pero
Gerardo no era romántico, y para serte sincero, me habló más
de su prima Débora, a quien te pido saludes de su parte si
llegás a verla. A él no le habían avisado que tenía que sobrevivir
más allá de todo lo que nos dicen día a día sobre lo importante
que es estar acá y nuestro deber patriótico. De todas formas él
no se comprometía, se lo tomaba como un juego, tal vez por
la cantidad diaria de ginebra, y al salir a combatir no tenía
miedo, tampoco sentía el frío y el hambre, cosas a las que ya
estaba acostumbrado desde siempre.
Sólo te pido que no le digas a mi viejo lo de Gerardo; te lo
cuento a vos porque a nadie más le interesa, y acá están todos
muy nerviosos como para ponerse a conversar. Los últimos
días de Gerardo fue todo planificar y beber, y meter algo en
la panza cuando se podía. Las cosas estaban difíciles, amigo,
no hubieses querido estar en una situación así. Los Jefes ya no
sabían qué hacer, nos pedían que pensáramos estrategias, que
planificásemos durante las noches previas a los ataques. Y no-
sotros, imaginate, tan borrachos que ni sabíamos contra quien

Antología de nuevos escritores 185


luchar. Cada vez estábamos más apretados porque quedaban
menos refugios, porque con las lluvias se inundan las entradas
y no se puede pasar, y ni hablar de las armas: a veces salíamos
a pelear con palos y piedras. Ahora hay un poco más de lugar.
Para mi suerte, porque hace tres días estoy guardado por una
lesión en la pierna que me trae un dolor que… a veces pienso
que es mejor estar allá afuera. Gerardo, en cambio, no pasó
ni medio día encerrado, siempre preparado para combatir, y
por las noches armaba estrategias; no era muy lúcido, pero
era el único que tenía interés en hablar de ese tema después
de beber. Un día lo hicieron cocinar; habían llegado algunos
alimentos, por supuesto que más que nada cebollas, cosecha
principal de nuestro pueblo. Y entonces se le ocurrió el último
plan, que ni siquiera consultó a los Mayores, para que te des
una idea de cómo estábamos. Al pobre le parecía una idea
perfecta y no podíamos decirle que no porque nadie tenía
un plan alternativo.
Cinco días después supe que nada iba a salir bien. Los
tanques llenos de cebollas llegaron de madrugada, y entre
veinte o treinta soldados llevamos grandes cantidades hacia
el lugar que había dispuesto Gerardo. Las desparramamos del
otro lado de la colina, hacia el oeste, por donde se suponía
el enemigo atacaría de un momento a otro. Temimos que
aparecieran entonces, cuando estábamos desarmados porque
ya era suficiente con el peso de las gloriosas verduras. Tras
haber colocado kilos y kilos de cebollas, uno de los Jefes hizo
el trabajo más importante: con un tractor conseguido en un
pueblo cercano las aplastó para luego cubrirlas con tierra y
hojas, aunque no mucho para no disminuir el efecto. Espe-
ramos toda la mañana, toda la tarde y toda la noche, y como
no llegaba nadie por el oeste nos pusimos alertas en todas
las direcciones. Después de unos días, escuchamos caballos a
lo lejos y los Jefes mandaron a la mitad de la tropa a vigilar
la colina. Dicen que la reacción fue increíble: tanto caballos

186 Letras y sabores


como humanos cayeron al piso en un llanto desconsolado. Los
animales se rozaban contra el piso y los hombres se refregaban
los ojos mientras intentaban entender qué sucedía, qué era lo
que los apenaba tanto. Según me contaron, mientras nuestros
soldados aprovechaban para tirar las piedras y los pocos ele-
mentos que quedaban para luchar, Gerardo se lanzó contra
ellos con la emoción de que su plan hubiese funcionado sin
pensar que el efecto de la cebolla no hace excepciones. Los
soldados enemigos, angustiados y entre lamentos, explotaron
sus bombas a ciegas y una de ellas encontró su destino en
el cuerpo del pobre Gerardo. Lo más triste es que no haya
llegado a ver los resultados de su estrategia, pero siempre lo
recordaremos por su valentía.
Espero noticias tuyas, aunque si la pierna sigue así es
probable que pronto me vean otra vez por el pueblo, ya que
en este estado sólo soy un bulto más en el refugio. De todas
formas, después de aquel gran triunfo no quedan muchas
batallas por afrontar y no creo que a los Jefes y a los Mayores
les cambie el panorama por tener un soldado menos. Saludos
a la gente del pueblo, y decile a mi madre que no se queje por
el guiso sin cebollas porque es la razón por la cual estoy vivo.

Antología de nuevos escritores 187


El gran viaje
Federico Chedrese

Tagnú estaba ansioso: habían pasado quince temporadas


del bisonte desde que su espíritu arribara a este mundo.
El Gran Chamán había convocado a todos los iniciados
en la roca que llora. La jornada sería larga. Aguardaban a
los cazadores. A lo lejos, Tagnú divisó la caravana que se
acercaba con una veintena de bisontes amarrados a troncos
y conducidos por una docena de hombres cada uno.
La tarea de los jóvenes consistía en desollar los animales,
extender las pieles al sol y bañarlas con una mezcla pastosa
de hierbas y arcilla.
Todo el día les llevó la tarea. Tagnú estaba exhausto pero
aún ansioso, porque se acercaba el momento de convertirse
en un Uoh, y sólo se puede ser un Uoh cuando hay una
verdadera unión con las estrellas, con el Universo que nos
contiene y del que a la vez somos parte.
Mientras los futuros miembros de la tribu lavaban sus
brazos y cuchillos ensangrentados, el Gran Chamán predi-
caba:
—Un Uoh no admira las estrellas, es parte de ellas. Es
un hombre en mil hombres. Es el miedo que se expulsa en el
resuello del bisonte, el color de la época de las flores y el calor
cuando agrieta nuestras tierras. Sólo un Uoh puede volar más
alto que un raken y poseer garras tan afiladas como el león
de las tierras bajas. ¡Hermanos de todo lo que existe!, hoy es
vuestro día, sean ustedes la alegría de su pueblo…

El sol, al terminar de caer, daba la señal para iniciar la


marcha hacia la cumbre del volcán Rus; en fila de a uno, a

Antología de nuevos escritores 189


través de un estrecho sendero, los jóvenes se envalentonaban
con cánticos que recordaban el heroísmo de sus antepasados.

Llevo en la sangre
el coraje de un pueblo.
Mi piel huele a tierra
porque la tierra
es la piel de los Uoh.
Esta noche seremos sacrificio,
el alimento del Universo.

Al llegar a la planicie encendieron una gran fogata, en


torno a la cual los veinte iniciados se sentaron a observar al
Chamán en la preparación del ritual sagrado. El Chamán
extrajo de su morral dos conejos, y a la vez que les retorcía
el cuello rezaba:
—Te devuelvo, inmenso Universo, los espíritus que hoy
nos alimentarán.
Colocó los animales descabezados dentro de una olla y
luego comenzaron a sentir el olor a carne y pelaje. Vertió en
la olla un líquido preparado a base de frutos silvestres, cuyo
perfume hizo relajar las facciones nauseabundas de los jóvenes.
—Que los vientos que atraviesan estas tierras traigan de
regreso las almas de aquellos que hoy emprenderán el gran
viaje.
De su morral, extrajo unas hierbas de las que sólo un
Gran Chamán tiene permitido el uso, y cuando las agregó la
olla comenzó a despedir un humo amarillo y pesado. Al fin
los convocó:
—¡Futuros Uoh!, acercaos a este humo sagrado.

Los jóvenes, como fieras, saltaron hasta quedar junto a la


olla y aspiraron con fruición el abundante vapor que se les
ofrecía. A medida que empezaban a toser, volvían a sentarse

190 Letras y sabores


en sus lugares. El Chamán, al ver a todos los iniciados con la
nariz y el bozo húmedos, lanzó un grito gutural y luego dijo:
—¡Aydiu lamin yi uohn!, el viaje astral ha comenzado.

Gritos de algarabía en la meseta del Rus. Los tambores y


las voces se ajustaron hasta lograr una vibración uniforme.
Tagnú percibía que la plenitud se acercaba.
Tres veces más los jóvenes aspiraron el humo sagrado, y
otras tres veces bailaron y cantaron juntos.
En la noche oscura, los viajeros astrales caían uno a uno
ante el influjo del narcótico, y sólo el movimiento de los ojos
tras los párpados cerrados indicaba al Chamán que aquellos
hombres estaban vivos. Él los vigilaba como en cada tempo-
rada del bisonte lo hacía con los nuevos ciudadanos Uoh, de
la misma forma en que, antes que él, lo había hecho su padre,
y el padre de su padre, y así hasta donde llegaba la memoria
de la tierra.

Tagnú yacía entre unos ralos pastizales; los ojos en blanco y


el parpadeo continuo indicaban que su viaje había comenzado.

La pradera, de un verde tan intenso como los ojos de Yolín,


era atravesado por un río que Tagnú creyó el cabello trenzado
de quien dominaba su corazón.
Una felicidad indescriptible lo invadió al sentir la calidez
del sol en su rostro. Corría entre los bisontes por el Valle
del Sur; y él mismo se hundía como una lanza en sus lomos
para mojarse las manos con la sangre que corría por las venas
animales.
Recostado sobre las nubes cargadas de lluvia, revivió en
brazos de su madre, cuando él era todavía muy pequeño, y
hasta llegó a sentir la libertad de su alma aún no nacida; visitó
las estrellas, en especial a aquella en la que se había transfor-
mado su padre. Se halló solo ante el infinito.

Antología de nuevos escritores 191


Abrazó las montañas, que le confesaron los años en que el
viento las había acosado. Fue pez, y navegó todos los mares
del mundo. Escuchó los suspiros de cada hombre. Vivió los
sueños de otros y derramó lágrimas por los desdichados.

Cuando el alba ya desalojaba la noche, Tagnú comenzó a


mover su cuerpo. El viaje emprendía su retorno.
Todos los iniciados mostraban señales de que sus espíritus
regresaban a las celdas de sus cuerpos.
Tagnú se arrastró hasta un claro desde donde se podía ver
casi todo el infinito valle a orillas del Rus. Ayudado por unas
rocas, pudo incorporarse en cuclillas. Estaba por completo
desnudo. Apenas el sol empezó a entibiar su cara bañada en
sudor, se puso de pie y vomitó un líquido blanco y espeso.
La palidez reinaba en su rostro, y debió tomarse el vientre
para aliviar un dolor punzante que doblaba su cuerpo. Lanzó,
tan fuerte como pudo, desde el fondo de sus entrañas, un
alarido liberador. Cayó de rodillas, y al fin lloró de felicidad.
Con toda la creación como testigo, Tagnú nacía, ahora,
como un verdadero Uoh.

192 Letras y sabores


Revelado
Mariela La Rocca

En la foto, mi madre está distraída al momento del brindis.


Después de chocar las copas, con el cielo cubierto de luces
de colores y el ambiente lleno de humo de la pirotecnia de
los vecinos, mis primos, tías, hermanos, cuñadas y la abuela,
cruzan una hilera de saludos alrededor de la mesa. En ese
desfile falta mi padre por primera vez.
Entre los cuatro bordes blancos, mi abuela materna tiene
en brazos a uno de sus bisnietos. Al lado, alegres, dos de mis
primas se dan un beso. Alrededor de ellas se ven sólo algunos
brazos, los de quienes ya habían pasado y los que todavía
no, frente a la lente Mamiya que mi padre había comprado
por dos con cincuenta en el mundial setenta y ocho y que
me regaló cuando empecé con las salidas del foto club. Se la
había vendido mi tío, que era chofer de larga distancia y la
había encontrado en un asiento después de que un montón
de periodistas extranjeros bajaran en la puerta del estadio de
Mar del Plata.
En la foto, mi madre llora, pero lo hace de espaldas a
la familia. Tiene la mirada acongojada, perdida en el piso;
las comisuras de los labios van con los ojos, hacia abajo; los
agujeros de la nariz, redondos, abiertos... Lleva en la mano
un paquete chico, seguro para la persona que le habrá tocado
en el amigo invisible.
Cuando se les ocurrió eso estábamos en la casa de la
abuela. Fue idea de mi prima armar dos bolsas con nuestros
nombres y sacar al mismo tiempo un papel de cada una, a
cada turno un cruce de regalos. A mi madre la idea le pareció
tan apropiada que enseguida buscó una lapicera en su cartera

Antología de nuevos escritores 193


y usó el revés del volante de una pizzería para hacer la lista.
Cortó los papelitos, que con el ventilador de techo al máximo
se volaban, los pisó con un plato que tenía restos y migas de
pastafrola y siguió con el duplicado de la lista.
En la foto, junto a mi madre que sostiene el paquete, se ve
una parte del mantel verde y colorado, fondo blanco y ruloté
al tono. Los platos, por la mitad. Hubo que interrumpir la
cena para el brindis. Todos se demoraron por alguna razón
y no logramos cenar temprano. La comida la organizó mi
madre. A ella toda la vida le gustó cocinar. Sacó la cuenta de
lo que necesitábamos y pidió un poco de plata a cada uno.
Se pasó el veinticuatro en la cocina.
Zanahoria, ajíes, perejil. Desplegó sobre la mesada de már-
mol el corte de matambre bien temprano, para después tener
tiempo de prensarlo. Retiró la grasa, lo aderezó, y desparramó
con prolijidad el puñado multicolor de verduras en juliana.
Terminó con gruyere rallado, y huevos en rebanadas redondas
que dispuso en equilibrio sobre la preparación. Después de
cerrarlo, hizo una primera costura con escarbadientes y se
dedicó a enhebrar el hilo en la aguja gigante y medio curva.
Zurció para un lado. Anudó. Zurció para el otro y volvió a
anudar. Después de enrollarle una buena cantidad de hilo,
puso la hornalla al mínimo, y con el matambre ya sumergido
en la olla gigante de aluminio, se fue al jardín y encendió la
cortadora de pasto.
Con la máquina le gustaba ir de una punta a la otra del
jardín, calzada con unas sandalias de goma amarillas por si el
cable se enganchaba, porque uno nunca sabe, mirá si te quedás
pegada. La visera blanca, para no encandilarse con el sol del
mediodía. Sólo interrumpió el ida y vuelta cuando el olor
del matambre le recordaba la cocción. Cerró la hornalla con
la misma mano con la que sostenía un cuchillo embarrado.
En la otra mano llevaba un puñado de yuyos. Con una pinza
de parrillero sacó de la olla la pieza de carne y la llevó hasta

194 Letras y sabores


el garaje. El banco de carpintero de mi padre sigue ahí. Usó
dos pizzeras como base para insertarlo en la morsa y giró la
manivela con fuerza un rato largo, hasta que ya no vio caer
ni una sola gota del jugo de la preparación adentro del balde
que puso debajo para no engrasar el piso.
Las chicharras aturdían desde el fondo. Mi madre se sirvió
un jugo fresco mientras decoraba con una hilera de aceitunas
verdes la fuente ovalada de la ensalada rusa. Le costó levantarla
de la mesa, y en el mismo momento en que soltó el nombre
de mi padre para pedirle ayuda, se acordó de que estaba sola.
Con un repasador húmedo emprolijó los restos de mayonesa
antes de cerrar la heladera y ahí sí se relajó. Se sentó para
armar una mesa especial, con pasas, higos, avellanas y nueces
sin pelar, que dispuso, como cada año, en los platos de alpaca
de la nona. Las velas al tono y el muérdago natural se ven
justo al otro lado de la foto. Lo terminó apurada. Ya oscurecía
y todavía faltaba distribuir la comida en la mesa y cortar el
matambre. Dejó la casa reluciente y se duchó a última hora.
No olvidó ningún detalle, salvo el de pasar por detrás de mi
cámara en el brindis.
Fuera de foco, en el fondo, se ve el arbolito natural que
adornó con guirnaldas. No se escuchan las chicharras por-
que después de las doce se van a dormir. Algunas luces están
encendidas. Otras no.

Antología de nuevos escritores 195


La visita
Rocío Gort

El secreto está en la manteca. Todos me dicen qué rica la


tarta, cómo la hacés, y yo les digo igual que todas las tartas de
frutillas del mundo, pero a la mía le pongo mucha manteca.
Cuando lo digo, el secreto deja de ser secreto, pero bueno, yo
a la masa le pongo dos tazas de harina leudante cuatro ceros,
de las buenas, porque ahorrar en harina es un pecado, es como
no tener sal; en la casa puede faltar todo menos la sal, porque
es miseria, y si hay miseria que no se note, no tener sal es un
pecado y creo que también por ese tema del salario que me
contó mi nieto, que por suerte quiere ser ingeniero como el
padre, se dice salario porque antes se pagaba con sal, porque
parece que era muy cara, como el oro ahora. Bueno, dos tazas
de harina leudante, huevos, pero sólo las claras apenas batidas
con un poco de azúcar, una taza de agua y el resto manteca,
mucha manteca para unir. Cuando digo mucha manteca digo
medio pan como mínimo. Ahí alcanza para hacer dos tartas,
a no ser que prefieras hacer cheescake de frutilla como mi
nuera, que me copia la tarta de frutilla pero le pone tapa y
queso crema en vez de crema y quiere hacernos creer que es
otra receta. Yo no me enojo, yo la quiero, si Martín me trajo
cada loca que el día en que llegó con Miriam le dije al nene:
por fin una que parece más o menos normalita, con esas blu-
sas que usa que le tapan el cuello por lo menos, ojalá te cases
con ella, nene, así le dije, y por suerte me hizo caso aunque
Miriam no es de mucho hablar, la verdad es que siempre fue
callada y a mí me hubiera gustado una de esas con las que
da gusto conversar, de esas que cuando una se sienta en la
cocina y se prepara unos mates charla largo sobre las cosas de

Antología de nuevos escritores 197


los chicos o de Martín o de Romina, la sobrina de ella que
la echaron de la casa porque está embarazada y ahora, como
vive con ellos, también me la traen a cenar, encima hoy, como
si nosotros fuéramos pocos, pero bueno, aunque Miriam no
hable mucho yo la quiero, ya me encariñé, son muchos años,
y es buena madre, eso se nota enseguida, apenas los ves a Facu,
que terminó tan bien el colegio y ahora quiere ser ingeniero,
y a Pauli que no es tan buena en el colegio y repitió un grado,
no me acuerdo cuál porque ahora cambiaron todo y cada uno
le dice distinto, desde que sacaron lo de primero inferior y
primero superior ya me perdí. Pero para qué quiero saber yo
los nombres de las clases y cómo le dicen si lo importante es
que terminen el colegio y después quieran estudiar algo en la
facultad y puedan tener un título y una familia y vivir bien
aunque sea en este país.
Miriam no estudió, y eso que las chicas de su época ya es-
tudiaban. Las dos hijas de Bety, mi prima hermana, tienen casi
la edad de Miriam y ya se recibieron. La mayor es arquitecta,
creo, y la otra abogada, o al revés. La casada es arquitecta, eso
seguro, pero no me acuerdo si la casada era la más grande o
esa se había quedado medio solterona, no sé. La cosa es que
Miriam podría haber estudiado aunque sea para maestra así
también le daba un ejemplo a Pauli, que salió medio vaga
pero es tan buena, si me dijo Martín que ella sola le ofreció a
Romina su cuarto para que se quedara en la camita de abajo.
Pauli, en eso, la verdad es que tiene el corazón de su abuelo
Enrique, que era todo amor, vago también, pero puro corazón
con todos, con los vecinos, con sus amigos, pero sobre todo
con la familia. Qué no daba el santo de Enrique por la familia.
Y Paulita salió bastante parecida, aunque no se conocieron
así que la bondad debe ser una cosa que se pasa por la sangre,
porque con el ejemplo no pudo haber sido.
Esa manera de tocar el timbre es típica de Martincito.
Tienen que ser ellos. Pero puede ser Olga también, que nunca

198 Letras y sabores


se olvida, cada cinco de noviembre la pobre santa me trae de
regalo esos pañuelitos de algodón con las puntas bordadas tan
feas, pero como las hace ella yo los guardo en el primer cajón
de mi cómoda; no los uso, pero los guardo porque es todo un
gesto de Olga, tan amorosa, y cuando abro el cajón los veo y
me acuerdo de lo buena que ella siempre es conmigo. Ya debo
tener como quince pañuelitos, porque si ella se mudó en el
noventa y cinco más o menos, a ver... Martincito ya estaba
casado, eso seguro, cuando Olga se mudó él ya no vivía acá,
pero mi mamá vivía con nosotros me parece, y mamá se murió
en el noventa y dos, entonces Olga tuvo que haberse mudado
antes... en el noventa y uno, o en el noventa calculo, cuánto
tiempo ya... quince años, por Dios, cómo pasa el tiempo. Y
nunca, ni un sólo año desde que la conozco se olvidó de mi
cumpleaños. ¡Olga, amorosa, querida! Sabía que eras vos,
siempre tan amable, pasá, querida. Sabés que recién estaba
pensando ¿cuántos años hace que nos conocemos nosotras?
¿En qué año se mudaron ustedes acá, te acordás? Yo sacaba
la cuenta, tiene que haber sido en el noventa o en el noventa
y uno más o menos ¿no? ¿Noventa y tres? ¿Estás segura?
Pero mi mamá todavía vivía ¿no? ¿Vos la conociste? Sí, me
parecía. Entonces mi mamá se murió después ¿al año decís?
¿Vos estás segura de que en el noventa y tres? Ah, sí, tenés
razón, porque Martincito este año cumple cuarenta y cinco.
Mirá vos, ya ni me acuerdo en qué año se murió mamá, que
en paz descanse. Pero qué lindo, Olguita, muchas gracias...
¡qué hermoso este bordado, cada año te sale mejor! ¡Qué
mano, querida! Yo te envidio, sabés que con esta vista no
puedo enhebrar una aguja, y mirá el pulso... Sos un encanto,
querida. Sí, en un rato vine Martincito con los chicos, si te
dan ganas date una vueltita después de comer, tomamos un
cafecito con la tarta que estoy haciendo, y sí... si no la hago
son capaces de no venir, mirá. Mandale un saludo a Alberto
de mi parte, y gracias, Olguita, cierro rápido porque se me

Antología de nuevos escritores 199


congela la casa. Qué fresco está afuera, y ya podría venirse
el calorcito que anda atrasado este año... Noviembre... mirá
vos, cómo pasa el tiempo.
Olga nunca se olvida, es una santa la pobre, y Martinci-
to tampoco se olvidó. Cuando hablamos no me dijo nada
porque sabía que nos vamos a ver a la noche y listo. Y los
chicos también me saludarán cuando vengan, pasa que a mí
me gusta que me llamen y charlar, pero los nietos crecen, eso
decía mi prima Bety, y pasa que los viejos ya les aburrimos.
Está bien, lo importante es que ellos sean felices, si total los
viejos ya vivimos: una novela entretenida, o una serie de esas
que me hacen reír, las amigas, y comer con la familia algún
domingo; un paquete de harina en la alacena y sal, siempre
sal. Qué más necesitamos los viejos.
Lo mejor de la tarta de frutillas es que necesita diez mi-
nutos de horno nada más, es un ratito, no podés distraerte.
Yo ni salgo de la cocina; total, me pongo a lavar lo que usé
y listo, en un periquete ya la tengo que sacar. Que el horno
esté precalentado también es importante porque así se cocina
parejo, y más con estos hornos que son una maravilla, con la
lucecita que se ve adentro, ya no saben qué inventar. Ocho y
media y ya podrían estar al caer, si saben que me gusta comer
temprano, yo a esta hora ya tengo hambre, si a las once estoy
en la cama, no me duermo pero me meto en la cama. Desde
que falleció Enrique, que en paz descanse, pasé la tele al cuarto
y a veces hasta me llevo el té y lo tomo acostada. Si me viera
Enrique le daría otro ataque. Y Martincito tan impuntual.
En eso salió a mí, que siempre tardé mucho en arreglarme.
El pelo, sobre todo. ¿Hola? ¿Quién habla? No se escucha, no
se escucha nada... Este teléfono de porquería, un día lo voy
a tirar. Tiene razón Pauli, tengo que comprarme uno de esos
que me los puedo llevar al cuarto o a la cocina y si lo pongo
fuerte se escucha. Pero los números son muy chiquitos y acá
con este los veo bien y no tengo que cambiar los anteojos

200 Letras y sabores


para marcar ni nada. Tardé mucho en contestar., ¿Habrá sido
Martincito? Hola, Martincito, perdóname, nene, pero ¿vos
me llamaste? Porque sabés que estaba en la cocina y cuando
escuché el teléfono, apagué el horno primero, porque la tarta
se hace en un ratito y si se quema no se puede ni probar. Bue-
no, y ahí cuando llegué al living ya había dejado de sonar, ¿vos
me llamaste, nene? Ah... Entonces pudo haber sido alguien
de La Plata, o Carmen, o Rosa, que me llaman a esta hora.
¿Les falta mucho, tesoro? Sí, ya sé que los martes Pauli tiene
ese taller, pero pensé que en una de esas hoy faltaba. No, ya
sé, entiendo. Sí, es difícil en la semana, pero como los invité
hace tanto... el domingo pasado le avisé a Mirian. Es raro en
la semana, sí, ya sé que es más difícil, pero bueno, Martincito,
yo los espero, dale, no te preocupes.
Esta tarta es una maravilla, cada año me sale, mejor. No
tenés abuelita diría mi mamá, y no, ya no tengo, por eso me
halago yo sola. Martín también, cada tanto me dice qué rico,
mamá, nadie cocina como vos. Pobre Miriam, yo la quiero
pero en la cocina no es muy buena, eso Martincito lo sabe y
se lo hace sentir, pero ella hace como si no lo escuchara. Son
matrimonios modernos. Yo a Enrique le hacía cada día un
plato distinto y él tampoco me lo halagaba, pero se comía
todo y con eso para mí estaba bien. Fueron muchos años. Uno
se conoce en seguida, no hacía falta ni mirarnos. Y Pauli me
halaga el pelo porque todavía tengo mucho y no se me cae y
ella quiere llegar a vieja, a vieja dice, como vos, abuela, con
ese pelo. Cuando cocino, me lo envuelvo en este pañuelo de
colores que es tan viejo como yo, porque nada más horrible
que encontrar un pelo en la comida, como esa vez en que
con Enrique fuimos al restaurant de su amigo Luis y en la
ensalada rusa dos pelos encontré, no uno... dos. Y eso que
su mujer, Nora... no, no se llamaba Nora, Irma... se llamaba
Irma Etchevez, ¿o Norma Etchevez? No sé, no me acuerdo,
pero se hacía la paqueta con su restaurant y decía que al chef

Antología de nuevos escritores 201


lo habían mandado traer de Francia y que había ido a comer
no sé quién de no sé qué cargo del Gobierno y tanto mantel
de puntillas, tanto cubierto de plata ¿para qué? Si al final te
dan la ensalada rusa con dos pelos. Yo siempre le digo a los
chicos que hay que ser humilde en la vida; siempre le digo a
Martincito y a los chicos que si uno hace las cosas bien y con
amor, los demás se enteran solos, que no hace falta mandarse
la parte, que además queda feo.
Enrique se acordaría si era Irma o Norma, cómo lo extraño
cuando me pasa esto. Enrique tenía una memoria fenómena,
de todo se acordaba. Es como si lo estuviera oyendo: Norma
Etchevez, Clara, se llama Norma Etchevez, diría y revolearía
los ojos como si fuera un tema de Estado. Él se acordaría de
eso y de mi cumpleaños también, como Olga, tan amorosa. A
Enrique no le gustaban las sorpresas, él me regalaba lo que yo
le pidiese; dale, Clarita, decía, vamos a la avenida y te elegís
un vestido de esos que te gustan a vos, y yo ahí aprovechaba
a probarme tres, cuatro, cinco vestidos, todos me quedaban
bastante bien y me costaba decidirme, por eso a veces el po-
bre de Enrique hasta me regalaba dos. El que me puse hoy
también me lo regaló él, y debe ser de seda natural porque
está impecable, es de mis preferidos; lo uso poco, sólo para
estas ocasiones especiales, como hoy, que viene mi hijo y los
chicos y va a ser mejor que meta la tarta en la heladera así
se mantiene, en un ratito le pongo una vela rosada, una sola
vela que no delate mis setenta y nueve, que nadie se dé cuenta
que queda feo. ¡Ay ese teléfono, nunca llego! Espere, espere
quien quiera que sea no me corte que ya llego. ¿Hola?, ¿hola?
Bueno, otra vez quedé como una maleducada. ¿Habrá sido
Martincito? No puedo volver a llamarlo, si lo llamo de nuevo
me va a hablar enojado como siempre que lo llamo mucho y
me dice mamá que estoy haciendo esto o lo otro, no te puedo
atender todo el tiempo, por favor, mamá, llamame después o
cosas así, con ese carácter que no sé de quién lo sacó.

202 Letras y sabores


Mejor empiezo a poner la mesa así me entretengo. Con
la novela de fondo, hasta parece que hay gente. De a poquito
voy y vengo: mantel, cubiertos, vasos, servilletas, los platos
mejor los sirvo en la cocina, el apoyafuente de metal y una
copita para el vino, dos copitas porque seguro mi nuera va
a querer tomar. Listo. Qué tarde se hizo, qué cosa de locos,
cómo se pasó el día, con tanto preparativo se me fueron las
horas, ni un ratito de siesta pude hacer, con lo que me gusta.
Mejor me siento. Este sillón de Enrique es un placer, y eso que
cuando lo compró yo me enojé tanto... Un disparate salía, y
para qué lo necesitábamos, pero él lo adoraba y tenía razón, es
tan cómodo, con este respaldo tan ancho y la almohadita en la
punta, y los apoyabrazos que parece que la abrazaran a una. Y
acá sentada veo un ratito la novela y descanso el cuerpo y los
ojos, los cierro un poquito hasta que lleguen los invitados...
Esa manera de tocar el timbre es tan típica de Martín.
Tienen que ser ellos. Ay, Olguita, querida, qué lindo que
viniste. Sí, ya estoy sola pero pasá. Qué pena que no te los
cruzaste. Sí, recién se fueron. ¿Querés probar la tarta? Creo
que quedó un pedacito.

Antología de nuevos escritores 203


Más batidos y muffins
Nicolás Schvartzman

Emilio pide siempre café con leche, salvo si está irritable


o melancólico, cuando lo prefiere en jarrito porque se toma
más rápido y para sentir el sabor amargo en el paladar. Pero
en general se instala y lo saborea de a poco, y para eso las tazas
de café con leche son lo mejor, siempre y cuando sean las tazas
adecuadas, algo que nunca debe darse por sentado y que a la
hora de calificar la calidad de un establecimiento a Emilio le
parece fundamental: es preferible que se pasen, sostiene, que
lo traigan en una taza sopera, de esas que para dar los últimos
sorbos hay que meter la cara y mancharse las cejas con espuma.
Por razones como esa, y a pesar de que en la semana deba
soportar a las viejas, que acuden en patota y hablan a los gritos,
Emilio camina todos los días las diez cuadras que lo separan de
un bar ubicado en el núcleo de Villa Crespo, porque sabe lo
difícil que es encontrar un lugar con tazas decentes y buenos
baños, una sala luminosa pero a la que no le dé directo la luz
del sol, además de música ambiental apropiada, sillas cómodas
y mesas con buena altura, ni tan próximas unas a otras como
para tentarse con conversaciones ajenas, pero tampoco tan
alejadas que haga imposible escuchar.
Después de vaciar en el café los tres sobrecitos de azúcar
reglamentarios, Emilio da comienzo a la lectura:
“En el mundo feudal, los límites cristianos al conflicto
armado nunca habían llegado a trazarse más que de manera
precaria”, afirma un tal Michael Walzer y Emilio se pregunta
qué clase de vida llevará ese hombre que, de acuerdo con la
información editorial, investiga en la Universidad de Harvard,
lo que a Emilio le hace deducir que vive en Massachusetts,

Antología de nuevos escritores 205


asiste a congresos, da clases en la Universidad, posee un
estudio confortable y repleto de libros ubicado en lo alto de
una enorme y solitaria casa suburbana en la que cada tanto
recibe a colegas para discutir asuntos académicos y criticar a
otros especialistas, un hombre que combate el aburrimiento
nocturno con copas de buen vino y música barroca a todo
volumen en la sala de estar.
Luego desvía su atención hacia el cuadernillo, no preci-
samente a los textos sino a los espirales negros y a la perfecta
superposición de las copias que conforman un bloque macizo,
y que le recuerdan a la joven que solía atender en la fotocopia-
dora de la Facultad, una mujer de una belleza incomparable,
que de sólo verla le provocaba a Emilio un dolor extraño
que él se figuraba como el negativo fotográfico del placer.
La joven no parecía ser de la ciudad, sino de algún lugar del
conurbano bonaerense en donde habrá aprendido a jugar al
fútbol, arreglar autos, tocar el bajo y andar en moto, y por
eso, por haberse criado en una casa con patio y en un barrio
sin edificios, debía ser una chica sin los rollos, sin la histeria
y el stress de una chica porteña.
Hace unos seis meses ella fue reemplazada por un mu-
chacho gordo que usa el pelo atado en una cola de caballo
y remeras de bandas de heavy metal, de seguro aficionado a
los juegos de rol, que debe asistir con frecuencia a un local
de cómics para hablar de animé e intercambiar cartas Magic.
Al principio la novedad a Emilio lo entristeció, pero después
pensó que tal vez así era mejor, ya que la presencia de esa
chica en la fotocopiadora daba a la fila para retirar los apuntes
una intensidad desproporcionada, que llevaba sus nervios al
límite y terminaba por dejarlo exhausto. Emilio tampoco se
lamentó por no haber intentado acercarse a ella, ya que esa
mujer era de las que sólo sienten atracción por los forajidos,
los que tocan en bandas de rock, toman cerveza en las plazas
y tienen tatuajes por todo el cuerpo, y de ninguna manera por

206 Letras y sabores


los estudiantes con sinusitis, alérgicos al humo del cigarrillo,
a los cambios de estación, al polvo, al polen, a las pelusas
amarillas que caen de esos árboles que vaya a saber por qué
alguien hizo traer de Estados Unidos hace ya mucho tiempo.
Cuando está a punto de reanudar la lectura, lo distrae una
pareja que lleva un cochecito de bebé y se ubica justo frente a
él, a dos mesas de distancia. Son jóvenes, según observa Emilio
se visten como jóvenes, de seguro piensan como jóvenes, se
sienten jóvenes, se juntan con otras parejas jóvenes en lugares
para jóvenes y desean con todas sus fuerzas no envejecer. El
hombre coloca el cochecito junto a la mesa, y su mujer apoya
una bandeja repleta de cosas que Emilio no puede permitirse:
un batido de yogur y frutos rojos, otro de mango y maracuyá,
tostadas de pan casero, queso blanco, dulce de leche y dos
muffins de arándanos y chocolate. El muffin es una especie
de magdalena sofisticada que suele tener un precio despro-
porcionado en relación a su tamaño, y que a Emilio le parece
el símbolo máximo del derroche. A pesar de eso, lo ve en la
mesa de enfrente y lo desea.
Mira la bandeja y piensa que es demasiado para ellos, que
no comerán ni la mitad. Piensa que cuando se hayan ido
él podría acercarse a la mesa y manotear algunos restos de
muffin, un sorbo de batido de mango y un pedazo de tostada
con dulce de leche ante la mirada atónita de los demás. Es
sábado, en las mesas no hay viejas sino jóvenes que se reúnen
a planear proyectos culturales y se creen importantes a pesar
de no aportar nada a la sociedad: el mundo no necesita más
varietés, piensa Emilio, necesita más batidos y muffins.
Emilio bosteza, bebe un sorbo de café y retoma la lectura:
“La masacre y la riña al estilo antiguo tampoco eran
compatibles con las nuevas formas de caballerosidad, ni con
el sentido de romance y aventura”, dice Walzer; Emilio mira
hacia la ventana y se pregunta si alguna vez él mismo vivirá
una aventura. Le han dicho que la vida en sí es una aventura,

Antología de nuevos escritores 207


que tener hijos y construir un buen matrimonio son aventuras
notables, pero él no cree que eso sea cierto y espera vivir algún
día algo al estilo de lo que escriben Kerouac o Bolaño: andar
en un auto destartalado por una ruta en el desierto bajo las
estrellas, tener sexo en el baño de un bar de mala muerte en
Madrid, Budapest o Barranquilla, perderse con desconocidos
en una ciudad extranjera.
A través de la ventana puede ver a tres hermosas muchachas
que se detienen frente a la vidriera de un local de ropa, y mien-
tras observa sus piernas recortadas por los vestidos ondulantes
y las cabelleras que se vuelcan sobre sus espaldas descubiertas,
Emilio bebe otro sorbo de café y piensa que es probable que
esas mujeres hayan venido en bicicleta desde lugares como
Villa Urquiza o Colegiales, porque Villa Crespo es un barrio
de mujeres sencillas, de belleza discreta, no como aquellas
mujeres con grandes anteojos, vestidos floreados, cursos de
fotografía, noches de percusión en el Konex y la búsqueda
compulsiva de cierto nicho cultural marginal.
El café con leche ya está frío porque a Emilio le gusta
beberlo despacio, extenderlo cuanto dure su permanencia en
el bar y dejar un sorbito helado para el momento de apoyar
la propina sobre la mesa. “Los jóvenes han estado leyendo
demasiados romances de aventuras imprudentes”, escribió un
guerrero alemán a fines del siglo XVI, y justo después de leer
esto un acento duro y pedregoso, muy parecido al alemán,
se desprende de una mesa cercana. Allí hay una chica rubia
absorta en el joven también rubio que tiene frente a sí y que
habla todo el tiempo, juega con un sobrecito de azúcar y,
como distraído, le toca cada tanto el antebrazo; él mira la
puerta, la mesa, la ventana, la cuchara y el sobrecito de azúcar,
casi nunca la mira a ella, y cuando lo hace es como si tuviera
enfrente un cliente o un proveedor.
El alemán tiene en su plato un sándwich de pastrón,
mostaza amarilla y pepinos agridulces; ella una ensalada de

208 Letras y sabores


salmón ahumado, queso de cabra, rúcula, pepino y almendras
caramelizadas. Emilio conoce los ingredientes porque, a pesar
de que siempre pide lo mismo, le gusta repasar el menú e ima-
ginar los platos más variados sobre su mesa. Antes de empezar
a comer, la alemana aparta las almendras al borde del plato
y se las ofrece a su supuesto novio, quien las rechaza con un
gesto de asco. Emilio piensa que él las aceptaría con gusto, que
si no las comiera en el momento las pediría para llevar y las
comería esa misma tarde después de haber hecho el amor con
la chica, con quien podría complementarse de esa y de muchas
otras formas. Concentrada, con el ceño fruncido y la lengua
que apenas asoma entre los labios apretados, la ve buscar una
por una las almendras y le parece aún más hermosa. Emilio
piensa que esos alemanes están locos al venir a Buenos Aires
con el calor que hace en esta época del año, y también piensa
que aquel tipo ya debe estar cansado de acostarse con la rubia,
que debe desear a otras mujeres tanto como él la desea a ella.
Para dejar de pensar en eso, Emilio prosigue la lectura:
“Castiglione sugiere que la guerra y el combate eran oca-
siones significativas para el honorable lucimiento personal
y la realización pública de acciones galantes”, dice Walzer
sentado en su estudio de Massachusetts y Emilio se pregun-
ta qué podría haber hecho para conquistar a la chica de la
fotocopiadora. “Acciones galantes”, piensa, y se ve al entrar
a caballo en la fotocopiadora de la Facultad, al abrirse paso
entre la gente hasta llegar al mostrador, tenderle la mano a la
chica para hacerla subir a la montura y emprender el galope
por la bicisenda de Puan. Incluso puede ver lo bien que lucen
las piernas de la chica de la fotocopiadora al bajar del caballo,
la manera en que se tensan sus músculos bajo el vestido, el
arito en la nariz y los hombros que brillan al sol mientras ella
se queda en la esquina, apostada junto al semáforo.
Pero no todo es ilusión, porque en verdad es ella, la chica
de la fotocopiadora, la que se detiene junto al semáforo en

Antología de nuevos escritores 209


la vereda de enfrente y ahora viene hacia él, cruza la calle en
dirección a la ventana desde donde Emilio le descubre un
tatuaje en la pantorrilla derecha y piensa que hasta ahora sólo
pudo verla detrás del mostrador, que por eso no le conocía las
piernas y que no se equivocó al imaginarlas hermosas.
La chica pasa frente a la ventana sin reparar en Emilio y se
aleja calle arriba en el preciso momento en que un hombre de
mediana edad traslada una bandeja rebosante de muffins de
distintos colores y tamaños. Eso es lo interesante de los muff-
ins, piensa Emilio al prestar atención a la bandeja: no hay uno
igual al otro; según la ubicación en el horno y los caprichos
de la mano que los prepara tendrán una forma distinta, una
rugosidad aquí o allá, o bien la parte superior chata, inclinada,
ondulante, matices en la textura y en el sabor imposibles de
anticipar. A aquel hombre lo aguardan su mujer y sus hijos,
dos niños que no superan los diez años de edad y a quienes,
según Emilio, comer tanta azúcar no les vendría bien.
Intenta concentrarse por última vez pero le resulta imposi-
ble: piensa en la chica de la fotocopiadora rodeada de muffins
flotantes que la orbitan como pequeños planetas o cruzan
frente a ella como asteroides. Ahora levanta el brazo para pedir
la cuenta pero de inmediato se arrepiente y lo baja antes de que
lleguen a verlo. No está seguro de lo que hará a continuación,
sólo sabe que por una vez no será lo acostumbrado.
Guarda sus cosas, se calza el morral en el hombro y per-
manece inmóvil en la silla. El mozo habla con el encargado
de espaldas al salón, los codos apoyados sobre la barra; el
encargado dice algo, se ríe con la boca muy abierta y el mozo
también parece reír, ya que sacude la espalda y se inclina hasta
casi rozar la copa que tiene enfrente. En torno a Emilio las
personas siguen con sus conversaciones y el murmullo parece
elevarse por sobre la media de la jornada. Todavía no sabe qué
hacer, pero que la sangre se agolpe en los brazos parece un buen
indicio, el vago impulso que necesita para entrar en acción.

210 Letras y sabores


Con la ciega determinación que demandan las acciones
decisivas, tales como arrojarse en paracaídas, apretar el gatillo
o patear un penal, Emilio se levanta, toma cinco muffins de
la mesa de al lado y corre hasta la salida. Se le caen dos en el
trayecto; una vez afuera, guarda los tres restantes en el morral
y echa a correr en dirección a Malabia. Al llegar a la esquina
dobla por instinto, hace dos cuadras, vuelve a doblar, a lo lejos
cree ver a la chica de la fotocopiadora y acelera hasta distinguir
la terminación del tatuaje en el revés de la pantorrilla.
Para no despertar sospechas, en todo momento la sigue
a una distancia prudencial. Por unas tres cuadras sólo llega a
verle la espalda; casi la pierde de vista a la salida del subte y
una vez más en la estación Retiro, en la rampa que conduce al
ancho pasillo en el que se amontonan los puestos de venta de
pasajes. Una vez allí, es abiertamente grosero al adelantarse en
la fila y colocarse detrás de ella. Un pasaje para las dieciocho
treinta a Mar del Plata, le escucha decir, y un momento más
tarde Emilio repite esas mismas palabras.
El micro está casi vacío, lo que le permite sentarse junto
a ella sin fijarse en el número de asiento que le tocó. La chica
no aparta la vista de la ventana pese a que Emilio tarda en
acomodarse y exagera un tanto los movimientos para llamar
su atención. El micro es de los que hacen varias paradas antes
de llegar a destino; más adelante alguien podría reclamar el
asiento, pero ahora Emilio decide no preocuparse por eso y
aprovecha para preguntar:
—¿Hasta dónde vas?
—A Mar del Plata —dice ella sin mirarlo.
—Ah yo también —dice Emilio— Qué casualidad.
No sabe qué más decir, pero no puede dejarlo así, después
de todo lo que hizo no puede permitirse semejante fracaso.
Entonces recuerda los muffins: saca uno del morral y se lo
ofrece a la chica, que lo acepta con una media sonrisa, agrade-
ce, lo inserta en el portavasos y vuelve a mirar por la ventana.

Antología de nuevos escritores 211


—No sé si te fijaste —dice Emilio después de un largo
silencio— que nunca hay dos muffins iguales. Cada uno es
único e irrepetible —pronuncia las últimas palabras con fingida
solemnidad; ella lo mira de reojo y sonríe.
Vamos todavía, piensa Emilio. A los pocos minutos de que
el micro se pone en marcha la chica se queda dormida y él
empieza a planear su estrategia: cuando ella despierte, él servirá
dos cafés del dispenser que está al fondo del pasillo y sacará del
morral los dos muffins que le quedan. Satisfecho ante la idea, se
recuesta en el asiento y trata de dormir, pero no lo consigue. Por
la ventana, el sol cae mientras el micro deja atrás los suburbios
y se adentra en el campo; cada tanto, grandes arcos junto a
la ruta anuncian la entrada de pueblos pequeños, apartados;
Emilio se pregunta cómo será la vida en esos pueblos, y, de
inmediato, cómo será su futuro en Mar del Plata.
A Buenos Aires no puede volver: el encargado del café
conoce a su hermano y a algunos de sus amigos, por lo que
no le resultará difícil averiguar dónde queda su casa; allí le
contará a su madre lo ocurrido y ella dirá que no es posible,
que su hijo es incapaz de algo así; el alboroto en la puerta de
la casa y el tono de su madre llamarán la atención del padre,
quien se acercará en pantuflas y dirá al encargado que se quede
tranquilo, que su hijo le pagará una por una las facturas; el
encargado dirá que eran muffins, no facturas, pero que tam-
poco es cuestión de muffins sino del prestigio del lugar; de un
momento a otro, su madre se echará a llorar y dirá a los gritos
que su hijo es un ratero, un punguista; el encargado intentará
consolarla y dirá que no es su culpa, y su padre dirá que baje
la voz, que se va a enterar todo el barrio; luego dirá algo entre
dientes no dirigido al encargado ni a su mujer sino a Emilio,
en donde quiera que esté, para que sepa que no se va a salir
con la suya, que ya lo va a encontrar.
Mejor vivir un tiempo en Mar del Plata, piensa Emilio,
buscar trabajo en un local de la Güemes, en una librería, en

212 Letras y sabores


un negocio de ropa o en un bar, donde podrá comer cuantos
muffins quiera. Entre sueños, la chica lanza un quejido y tiene
un ligero sobresalto. Una vida tranquila con ella en Mar del
Plata, piensa Emilio, no estaría nada mal.
A medida que se suceden las paradas, se ocupan los lugares
alrededor de Emilio pero nadie le reclama el asiento. Cuando
falta poco más de una hora para llegar a Mar del Plata, la chica
se despereza y parece a punto de despertar. Sin levantarse del
asiento, él se da vuelta y comprueba con alivio que hay vasos
en el dispenser y que el café gotea de la canilla plateada.
Piensa en los encuentros fortuitos que suelen verse en las
películas románticas, y que no suceden en la vida a menos que
uno fuerce un poco la situación. Se pregunta qué dirá cuando
alguien quiera saber cómo se conocieron, y piensa que si dice
la verdad lo tomarán por loco. Para redondear la historia de su
primer café juntos bastará con un par de retoques y algunos
inventados giros de la casualidad.

Antología de nuevos escritores 213


Las visitas
Agustina Sojit

En un caserón de Villa Devoto, un hombre en minishort


toma sol en el piso de baldosas que rodea a una piscina; Su-
sana, con gafas un poco grandes para su cara, traje de baño
enterizo negro y marrón, le pide a Mirta, la muchacha que
limpia, otra limonada, pero esta vez con mucho hielo, y que
levante a Laura que estas ya no son horas de dormir, que
pronto llegan las visitas. Cuando Mirta le trae el jugo, Susana
se incorpora de la reposera, se pasa el vaso helado por la frente
y lo baja hasta la boca para beber; entonces suena el timbre y
Susana pide su capelina, alcanza el pareo que está en una silla
contigua y le dice a Sergio, el hombre en mini short, que no
es el padre de Laura pero actúa como tal, que se ponga algo
decente y se seque porque llegaron las visitas, que cómo los
va a recibir así transpirado y semidesnudo. Sergio se tira de
cabeza a la pileta, hace un largo hasta el otro extremo, sale
por las escaleras, toma una toalla de una de las reposeras y se
dirige a la casa.

En la vereda hay un auto estacionado; dentro, en el asiento


trasero derecho, una mujer con abanico, gafas de sol, flequillo
y el pelo recogido en un rodete le indica a Alberto, su marido,
que se comporte, que este almuerzo es importante para ella,
que no haga ninguna payasada y que ni se le ocurra aceptar
algo con alcohol. Alberto frunce los labios, mira por la ventana
izquierda del auto y le hace una seña al chofer, firme junto
a la puerta del caserón, para saber si respondieron al timbre;
sí señor, le dice el chofer y a continuación regresa al auto; se
abren las rejas automáticas, y luego el chofer maneja hasta la

Antología de nuevos escritores 215


entrada de la casa. Allí Graciela baja con su bolso y Alberto
con una caja en donde está la torta que traen de postre.
En el inodoro del baño de Laura, una caja de cigarrillos
vacía flota y no quiere irse, cómo puede ser que en el barrio
más alto de Buenos Aires haya esta porquería de presión de
agua, dice Laura para sí y vuelve a tirar la cadena. Esta vez
ve cómo el paquete se va por las cañerías, y con la esperanza
de disimular su resaca la joven se lava la cara siete veces, se
moja las muñecas y la nuca, se cepilla los dientes, se tira
colonia, se peina hacia atrás y se ata el pelo en una alta cola
de caballo. Laura, dice tu mamá que te diga que llegaron las
visitas, que hay que bajar a comer, le dice Mirta. Laura imita
a la empleada frente al espejo, se muerde el labio inferior y
hace con las manos el conocido gesto de qué hinchapelotas.
Sergio, en otro baño de la casa, se emprolija el bigote, se pone
gomina y busca un traje de baño decente, una camisa fresca
y las sandalias de cuero.

Laura baja al comedor y para su sorpresa el ambiente está


vacío; hace un calor bárbaro, y aún así armaron la mesa en la
galería, donde el aroma a jazmín de diciembre se mezcla con
el olor a Fluido Manchester con el que Mirta más temprano
baldeó el lugar. Laura, vení querida que te presento, le dice la
madre parada junto al ventilador que, con un ruido infernal,
hace que todos deban levantar la voz. Graciela, Alberto, ella
es mi hija Laura, dice Susana y les pregunta qué van a beber;
les dice que se sientan cómodos, y que si desean ponerse el
traje de baño Mirta les indicará la habitación más cercana
para que dejen sus cosas y se cambien.

Las visitas siguen a Mirta hasta el cuarto de huéspedes


donde hay, sobre una mesa de arrime de estilo provenzal,
una estatuilla de bronce que a Alberto le llama la atención.
Es la figura de un boxeador, pero de los de antes, piensa, cuya

216 Letras y sabores


posición de descanso es con las manos a la misma altura y los
brazos un tanto abiertos y flexionados. Parece Rocky Marcia-
no, le dice Alberto a Graciela, que no entiende de qué habla
su marido por lo que sin darle importancia acomoda sus cosas
sobre la cama del cuarto y le pregunta si está listo. Alberto le
dice que no, que se adelante, que él enseguida va, y apenas
Graciela cierra la puerta él toma la estatuilla con sus manos,
la mira de cerca, busca alguna referencia, una placa, una
firma, y al no encontrar nada la deja en la mesa, se cambia el
pantalón por un short de baño y sale en dirección al parque.

Afuera de la casa, Mirta lleva limonada a las dos mujeres


que, sentadas en los sillones de caña, conversan sobre una
causa judicial de un tal García Pereyra. Graciela dice que el
tipo es un estafador de primera, un vividor, que engañaba a
señoras mayores para sacarles dinero y heredar sus bienes,
que no sabe cómo se consiguió un buen abogado pero que
no le importa porque tiene todas las de perder y ella está
segura de que Susana, como jueza, le va a hacer caer sobre la
espalda todo el rigor de la ley. Aunque Graciela habla entre
risas, Susana no toma a bien el comentario y una mueca le
desfigura la cara en un intento por sonreír. Graciela, que no
mira de frente a Susana, aprovecha para preguntarle por la
vacante que se abrió en el juzgado; la jueza le dice que mejor
no hablar de trabajo, que es sábado; toma del revistero la
última Para Ti y comenta la tapa.

Sergio, en la mano un vaso de vermú, le hace señas al


marido de Graciela para que vaya hasta donde él está, cerca
de la piscina, y le ofrece el aperitivo. Alberto, que ve lejos
a su mujer, acepta y enseguida saca tema de conversación.
Hablan de muchas cosas pero Sergio no quiere profundizar,
así que asiente a lo que dice el otro y apenas interviene con
monosílabos o para cambiar de tema; cuando se dispone a

Antología de nuevos escritores 217


servirse otro vaso de vermú, nota la jarra vacía. Te tomaste
todo, querido, le dice a Alberto que sonríe y dice que estaba
muy rico pero que ahora le agarró un hambre tremendo, al
tiempo que se palmea la panza con las dos manos. A Sergio
no le cae bien ni el comentario, ni el gesto, ni el tipo, por lo
que no le devuelve la sonrisa y se baja las gafas de sol, que
antes tenía en la cabeza, hasta los ojos.

Con la comida ya servida, la muchacha llama a los señores


y a Laura, y todos se sientan a la mesa según indican unos
cartelitos con los nombres: Sergio en la cabecera, Laura y
Susana en uno de los laterales, Graciela y Alberto en el otro.
Mirta por favor serví, dice la anfitriona. Alberto come rápido,
sin masticar, y dice que está todo muy rico- Susana agradece
y sonríe- que tienen un caserón enorme –Susana vuelve a
agradecer, pero con una mueca de desagrado porque cuando
Alberto abrió la boca para decir enorme, llegó a ver la comida
que él aún no había terminado de tragar-, y que deben tener
mucha plata, dice por último Alberto; Graciela, que nota la
situación incómoda, le dice por lo bajo que cierre la boca.

Para pasar el momento Susana dice que Sergio es un gran


músico, y que si no es una estrella es porque no quiere; Alberto
dice conocer muchas estrellas, que, como representante de
boxeo, tiene acciones en el estadio Luna Park y eso le permitió
conocer a los grandes. Susana se muestra sorprendida, qué
bárbaro, nunca me dijiste, le dice a Graciela, que sonríe y dice
a los dueños de casa que cuando quieran tienen entradas para
ir. Hablan de los espectáculos que se presentan, de los famosos
que conoce Alberto y él comenta la pelea reciente de Nicolino
Locche en la que le ganó al colombiano Cervantes y defendió
su título mundial súper ligero; luego habla de su pasión por
el boxeo, de su pasado en el Almagro Boxing Club, y se ríe
al ver que Sergio asiente como si no escuchara.

218 Letras y sabores


Mientras Mirta trae el carré de cerdo y sirve una porción
en cada plato, Alberto le dice a Susana que vio la estatuilla
del boxeador en el cuarto de huéspedes y que se alegra de
que les guste el boxeo; ella deja sus cubiertos, se limpia los
labios con la servilleta y dice que el boxeador es de Raúl, el
papá de Laura, y de pronto, al escuchar ese nombre, Sergio
se incorpora serio, pero Alberto, que no lo nota, le pregunta
a Susana si su exmarido tiene algo que ver con el boxeo.
Graciela vuelve a darse cuenta de que su marido incomoda a
la dueña de casa y lo codea para que se ubique, pero Alberto
insiste en saber de Raúl y de la estatuilla: cómo llegó a la casa
y a quién representa. A Rocky Marciano, dice Sergio con voz
grave, y agrega que lamenta su alegría porque en esta casa a
nadie le gusta el boxeo; de inmediato pide a Mirta que levante
los platos y traiga el postre. Alberto no le da importancia a
Sergio y dice que tiene un autógrafo de ese boxeador, del día
en que lo vio pelear en el Madison Square Garden de Nueva
York, que fue una gran pelea y que pudo acercarse a Marciano
en una fiesta que armaron luego de su triunfo; cuando Mirta
quiere levantarle el plato dice que no, que él va a repetir, que
por favor le traiga más, que muchas gracias.
Se produce un largo silencio en el que Laura pide permiso
a su madre para levantarse y Sergio le dice que no, que no sea
mal educada y se quede hasta que todos terminen de comer.
Le pregunté a mi mamá, dice Laura, y Susana interviene para
darle permiso a la hija. Alberto sonríe por lo bajo. Sergio
entonces se saca la servilleta de la falda, la tira en la mesa y
dice que lo disculpen, que se retira unos minutos. Va hasta el
baño, se lava la cara, se mira al espejo, y luego, ya calmado,
vuelve a la mesa.

Graciela, en un intento por remontar la situación, comenta


lo espléndido que está el día; Susana asiente y ve que Alberto

Antología de nuevos escritores 219


ya termina de comer, por lo que le indica a Mirta que ahora
sí levante los platos y vuelva con el postre que trajeron las
visitas. Es de Balcarce, dice Graciela y se ofrece para cortar la
torta y servir; vení, Alberto, ayudame, le pide a su marido,
que se incorpora y le da primero una porción a Susana, pero al
llegar a la cabecera le pifia, con tanta mala suerte que la torta
cae sobre el short de Sergio. Alberto pide disculpas y extiende
la mano para ayudarlo, pero en ese movimiento choca con
su brazo la copa de vino que rueda por la mesa hasta caer al
piso y romperse.

Pero qué hacés, dice Sergio y le indica a Mirta que traiga un


trapo; este tipo está borracho, le dice a Susana y mira a Alberto
para decirle que el boxeo es un deporte de animales y que
en esta casa a nadie le gustan los animales como él. Graciela
quiere agarrar a Alberto del brazo pero ya es tarde porque
éste da la vuelta hasta el asiento de la cabecera, donde está
Sergio, y lo tira al suelo de una trompada para decirle animal
a mí, maricón, no te mato porque voy en cana. Susana de un
salto se levanta de la mesa y le dice a Graciela que por favor
se retire de su casa, que es una pena que esté casada con un
papelonero y que ni se gaste en ir el lunes, que el puesto de
Prosecretaria se lo va a dar a Analía y que se busque un trabajo
nuevo porque a su juzgado no entra más. Así que Graciela,
entre lágrimas, le pide a Alberto que agarre sus cosas de la
habitación, y sin esperarlo sale a la calle, se sube al auto y le
dice al chofer que arranque de una vez.

En la habitación de huéspedes, Alberto guarda en el


bolso sus cosas y las de Graciela, y cuando se dispone a salir
escucha que afuera se enciende el motor de su coche, que
de inmediato arranca. Solo, abandonado en la casa de esos
dos paquetones, no tiene que pensarlo mucho para tomar la
estatuilla, guardarla también en el bolso y salir derecho hacia

220 Letras y sabores


la puerta de entrada. Mientras, en la galería, Susana le pone
hielo en el golpe a Sergio y le sirve en una copa limpia un
poco de agua fría; él, ya incorporado en un sillón, toma de la
mano a Susana, le dice gracias muñeca y ella le besa la frente
en un gesto de amor. Alberto, al salir de la casa, Camina por
Salvador María del Carril hasta la plaza donde encuentra un
taxi, y al subir no da la dirección de su casa sino la del Luna
Park, Bouchard 480, dice, no quiero llegar tarde a la pelea
de esta noche.

Antología de nuevos escritores 221


Compañeros de almuerzo
Alejandra Gómez

Soy mala para controlar la ansiedad, me muerdo las uñas,


tengo tics insoportables. Como ahora, que aprieto y aprieto la
lapicera sobre el escritorio. Lucía, mi compañera de trabajo,
siempre ocupada con la computadora, levanta la vista sólo para
hacerme notar cuánto le molesta el constante click click de mi
lapicera, que dejo a un costado. Veo a Lucía hacer un gesto de
negación mientras vuelve a sus quehaceres, pero no puedo con
mis ansias y ya estoy otra vez a punto de empezar a comerme
las uñas cuando aparece Martín y mis manos quedan quietas.
Martín me entrega unos papeles, y sonríe al decirme si puedo
copiarlos para hoy. Acepto la tarea. No puedo negarme a
ayudar, no sólo porque soy cándida, sino porque me lo pide
Martín y nunca me niego a lo que él me pide.
La fotocopiadora es un aparato enorme con el que me
llevo mal, así que tomo aire y me armo de paciencia mien-
tras se hacen las veinticinco copias pedidas. En la oficina
parece que nadie nota que estoy parada aquí, así que saco
el celular y leo los mensajes recibidos durante la mañana.
Mientras leo lo que me mandaron mis amigas, suspiro y
hago una mueca porque sé que ellas están en contra de lo
que yo suelo hacer, y aunque son razonables, o al menos
más razonables que yo, nunca les hago caso. En general, eso
me hace sentir culpable.
Mientras tomo las fotocopias y las ordeno, algo me roza
y no hace falta que me dé la vuelta para saber que es Martín,
con su perfume caro que me hace erizar. Tomo aire y con el
codo le doy un leve golpe en el estómago para que se aleje.

Antología de nuevos escritores 223


—Estamos en la oficina, controlate un poco... —cuando
él vuelve a tocarme sólo con el dedo índice se me pone la piel
de gallina— cortala, Martín...
—¿Te acordás que te dije que hoy nos veíamos a la salida?
—dice, y trato de no mirarlo para que no se note la tensión,
porque si hay algo típico de esta oficina, y supongo que de
cualquier oficina del mundo, es que siempre alguien, harto
de vivir su vida mediocre, vive la de los demás, y para mal.
—Sí, me acuerdo, recibí tu mensaje. Voy a ir, no te pre-
ocupes... —digo— no voy a ofender tu ego masculino con
un rechazo, no soy tan cruel... —me río porque, al mirarlo,
encuentro en él una mueca de disgusto.
—Sólo hay una forma de que lastimes mi ego, y no es
justamente rechazar una cena...
—Ya sé —digo, y él trata de volver a acariciarme pero me
aparto un poco, ordeno las fotocopias y se las doy contra el
pecho— acá están tus copias, que te diviertas...
Me mira con una ceja levantada —no me das miedo,
así que cambiá la cara... —y me doy vuelta para volver a mi
cubículo y seguir con mi aburrido trabajo pero él me agarra
del brazo y me pone en la mano una llave.
—¿Qué es esto?
—Es la llave del departamento a donde vamos hoy...
—¿Por qué no lo decís más alto? Así se entera Lucía y va
corriendo a contarle al jefe.
Martín se ríe y se encoge de hombros.
—Nos vemos, Cami... —y, con las fotocopias en las ma-
nos, se va a quién sabe dónde.
Me quedo con los ojos fijos en la llave y por un minuto
es como si tuviera un yunque en el estómago, pero olvido los
nervios cuando entre dos compañeros empieza una pelea a la
que todos se unen, porque para hacer quilombo, en mi laburo,
todos son expertos. No puedo entender por qué dos personas
adultas pueden pelear por algo tan tonto como el tiempo que

224 Letras y sabores


se tarda en el baño. Cada uno tiene distintos metabolismos, y
si uno tarda más que el otro... ¿qué se puede hacer? Empieza
a dolerme la cabeza por los gritos, cada vez más subidos de
tono. Es ridículo pelear por eso, y estoy a punto de meterme
para cortar el tema pero aparece Martín y a los gritos dice:
—Dejen de discutir por quién tarda más en el trono, par
de energúmenos—. Y con eso da por finalizada la discusión.
Martín tiene modos poco ortodoxos para hacer las cosas.
En el reloj de pared que tengo enfrente las agujas se mue-
ven muy despacio pero de todos modos ya es hora de almorzar,
así que me levanto, voy al comedor y ahí está Martín, sentado
a la mesa como si me esperara. Todavía me acuerdo del día
en que empezamos a hablar. Yo era nueva en el trabajo, y
como él era el encargado no me molesté cuando se metió
conmigo, por más que mis compañeras de trabajo me dijeran
que era un ‘tiro al aire’ y que no le importaba nada. Supe en
ese momento, y también lo sé ahora, que están equivocadas
y que son unas envidiosas.
—¿Qué vas a comer? —dice Martín y su expresión me da
una clara idea de lo que pasa por su cabeza... es tan fácil de leer.
—Panchos —digo, y puedo ver que levanta las cejas— me
traje unas salchichas riquísimas...
—¿No preferís un choripán?
—No me lo comería con pan, cariño... —digo entre risas,
y él también se ríe.
¿Hace cuánto ya que estamos con esta ‘relación’? No somos
novios, no podemos ser amigos, ¿Qué somos? ¿Amantes?
¿Compañeros de trabajo que se sacan el hambre el uno al
otro? ¿La típica relación entre la secretaria y su jefe? Bueno,
no es mi jefe, pero todos le dicen así.
—¿Por qué un departamento? —le digo mientras pongo
en el microondas el táper con agua para cocinar las salchichas;
él me mira, y se demora en responder. Si la lechuga es algo
que le cuesta tragar, no entiendo por qué todavía la come...

Antología de nuevos escritores 225


—¿Preferís en otro lugar? ¿Acá y ahora?... —dice y se levan-
ta; le hago un gesto con la mano para que detenga la bobada.
—No, Martín, no seas...
—Por eso mismo, además vamos a poder estar tranquilos...
y hablar...
—Ya hablamos, Martín, hablamos bastante...
—Bueno, entonces no hablamos y hacemos lo de siempre,
Camila... no sé, no seas tan complicada...
Hacer lo de siempre parece buena idea y es lo más diver-
tido, pero hablar también estaría bien... aunque no tengo
mucho que decirle.
Somos compañeros de almuerzo, y quiero besarlo aunque
él tenga una lechuga pegada en el diente. Me río cuando lo
noto y no le digo nada, ocupada en dar forma a mis míseros
panchos.
—¿De qué te reís? —dice, y lanzo una carcajada cuando
vuelvo a ver lo que tiene pegado a su diente— dejá de reírte
o te hago echar...—me quedo en silencio— ah, mirá qué
fácil es asustarte...
—Contate otro... —digo, y doy un primer mordisco a
mi pancho— tenés una lechuga pegada...Te verías sexy si no
fuera, bueno, lechuga...
—Por eso no me gusta tanto, pero ya sabés, la belleza
cuesta, así que yo tengo que comer ensaladita mientras vos
comés salchichas...
—La genética me dotó de un excelente metabolismo...
—Yo diría otras cosas de tu genética...
La hora del almuerzo se extendió de una hora a una hora
y cuarenta, y cuando vuelvo a mi cubículo todos me miran
como si esperasen encontrar la corbata de Martín alrededor
de mi cuello. No soy así. Al principio podía ser, pero ya no.
—Cami, recibiste un mail del banco —dice Carolina, otra
de mis compañeras, la única a la que le confiaría mis cosas
más íntimas, como mi relación con Martín, o que estoy en

226 Letras y sabores


búsqueda de otro laburo porque no aguanto más la situación
de este romance o porque no soporto el ambiente... Aunque,
por alguna razón, no le dije nada de todo eso. Un secreto deja
de ser secreto cuando lo sabe más de una persona.
—¿Lo leíste? ¿O sólo me lo enviaron a mí?
—Sabés que no te leo los mails, no me llamo Lucía... —su
respuesta me causa gracia.
—Bueno, Caro, ahora me fijo...
Abro el buzón de entrada y borro el mail del banco. El
título hablaba de intereses, seguro una publicidad sin impor-
tancia. Carolina debería darse cuenta de cuáles mails no son
interesantes y cuáles sí, como este que acaba de entrar, con
remitente de un tal martinmarcheto@gmail.com. Suspiro y
me escondo detrás del monitor. Me voy a hacer desear y no
lo voy a leer, aunque me tienta saber qué dice. Tal vez alguna
obscenidad, o quizás Martín se haya cansado y me haya man-
dado a... con él todo es impredecible. Me muerdo las uñas
una vez más, y al abrir el mail doy mi dignidad por perdida.
Leo lo que me escribió y levanto las cejas. ‘Quiero que sea de
noche’. Okey, corto y claro. Lo cierro, no sea que a alguien se
le ocurra mirar y encontrarse con que el encargado anda con
una empleada. Levanto la mirada del monitor y ahí, enfrente,
Martín me sonríe, lo que me sobresalta y tengo que agarrarme
del escritorio para no caer de espaldas. Él se ríe, y yo también
lo haría si no me sintiera tan avergonzada.
—Nene, sos un tarado, andá a molestar a otro... a Luciano,
que anda peleando por quién tarda más que él en el baño...
—No es tan divertido molestarlo a él, en serio... —dice
Martín— además, él no tiene silla con rueditas...
—¿A qué viniste? –le digo y me acomodo el pelo hacia
atrás sin mirarlo, como para no sentir que me desnuda con
los ojos. Vuelvo a abrir los mails, es la manera más rápida y
fácil de ignorarlo.
—Nada, pasaba...

Antología de nuevos escritores 227


—Bueno, ya te podés ir... Después nos vemos —le hago
un gesto con la mano para que se vaya. Por favor que se vaya,
pienso, y con sorpresa veo que hace una mueca y se va. Quizás
ya tengamos poderes telepáticos, como esas parejas que llevan
muchos años juntos y ya saben qué piensa o qué va a hacer
el otro. Qué horror, le saca toda la aventura al romance...
No sé a dónde se me fue el tiempo pero ya son las ocho,
y bueno, me tengo que ir. Ordeno el escritorio, devuelvo a la
fotocopiadora los papeles sin usar y voy hasta la puerta. Me
siento en libertad cuando salgo de la oficina hacia el ascen-
sor, ya detenido y con las puertas abiertas. Entro, y cuando
las puertas empiezan a cerrarse una mano las detiene. No
sé qué cara tendré ahora que Martín sube al ascensor con
su típica pose de ‘Soy sexy y lo sabés’. La espalda pegada
contra la esquina del ascensor, me concentro en el panel de
los números.
—Sos insoportable —digo de pronto y no es raro que
sea yo la que rompe el silencio, porque en general él es más
orgulloso. No puedo verle la cara, sólo su nuca —dejame en
paz un rato, ya sé que tengo que ir al departamento... —él
se da media vuelta y me mira:
—Es lo que hay —dice— y tendrías que estar agradecida
de no estar sola acá, si los ascensores te dan claustrofobia...—.
Hago una mueca. No me dan claustrofobia, fue una actuación
para que él me abrazara. Soy muy buena actriz.
Bajamos juntos del ascensor, y Marín no puede esperar
que estemos afuera del edificio para tocarme la espalda baja.
—Martín —le digo y le doy un codazo.
—Uy nena, qué complicada... —mientras él dice esto,
apuro el paso y me alejo. No quiero que nadie tenga razones
para hablar de nosotros, inventar rumores y sospechar es
distinto a tener la certeza. Mejor así.
Salgo del edificio y voy hasta la esquina, en donde lo
espero, y cuando llega lo agarro de la mano.

228 Letras y sabores


—Todavía estamos cerca del laburo... —dice él con voz
preocupada.
—Sí, pero...da igual, ¿no? —digo, y lo miro con una
sonrisa. Entrecierra los ojos.
—A veces me pregunto si sos bipolar —dice— y después
me doy cuenta de que no me importa...
—Menos mal...
Caminamos en silencio hasta su departamento, donde no
sé qué me esperará; cuando él mete la llave en la cerradura y
abre la puerta me pongo nerviosa; una vez más me muerdo
las uñas...Tengo que parar con esta manía o me voy a quedar
sin dedos, qué asco.
—Primero las damas —dice Martín, y me da un golpecito
en la cola cuando entro. No puedo evitar mirarlo enojada—
¿Qué?...Dale, si te gusta...
—Qué estúpido...
El departamento está poco amueblado, así que tiro la
cartera arriba de una silla y me siento en el suelo.
—Romántico el lugar...—digo mientras miro a mi alrede-
dor; en la pared blanca, ni un solo cuadrito colgado.
—No me iba a matar con la decoración... no voy a usarlo
mucho... —dice Martín desde la cocina, donde escucho que
abre y cierra cajones... ¿estará por preparar la cena?
—No, pero veo que por la cama sí te preocupaste...
—Ah sí, claro... me extraña araña...
Él sigue en la suya y yo le digo:
—Martu, tengo hambre... ¿pensás cocinar algo o abrís y
cerrás cajones sólo por deporte?
—Vení a cocinar los patys que compré...
—Patys...
—Mirá, no me vengas a decir que sos vegetariana o que
no da comer patys, porque hoy comiste panchos y... no te
me hagas la fina... —sale de la cocina y me señala con un
tenedor. Yo me río y voy a la cocina con él, lo veo sacar las

Antología de nuevos escritores 229


hamburguesas de la heladera, ponerlas sobre la plancha y
encender la hornalla.
—Quedate tranquilo, no voy a arruinar nuestra última
cena —la sonrisa con la que me miraba de pronto se le borra.
—¿Seguro?
—Sí...
—Cami...
—Martín, vos te vas a casar... y yo voy a renunciar al laburo
mañana mismo... —deja el tenedor sobre la mesada y me mira.
No sé qué pensará él, pero yo creo que es lo mejor. —esto no
puede seguir...Ya lo hablamos—bajo la mirada.
—Es que no puede ser que renuncies por mí...
—Martín... —digo— ya es muy difícil no besarte frente
a todo el mundo, imaginate con una bonita alianza dorada
en el dedo... Pensá, voy a tener que controlarme el doble,
eso me va a causar desmayos... —nos quedamos en silencio
y nos miramos. El olor de las hamburguesas me hace doler el
estómago de hambre; la cocina empieza a llenarse de humo
y digo:
—Se van a quemar…
—No tengo hambre... —dice Martín y estira el brazo
para tomarme la mano— mejor hagamos otra cosa en nuestra
despedida... —y me sonríe. Voy a extrañar su sonrisa. Me
aclaro la garganta y me sube el calor a la cara.
—Nunca me voy a cansar de decirlo, Martu, sos un
idiota...
—Qué bueno que te gusten los idiotas... —dice él mientras
apaga la hornalla. De la mano, me arrastra hasta el dormitorio,
me suelta y se va; de pie junto a la cama, pienso que esta des-
pedida es casi porno... como cada vez que nos encontramos.
Me saco los zapatos y las medias, pero empieza a sonar una
música y cuando me doy vuelta Martín se ríe de mi cara de
sorpresa. Digo:
—¿Qué pasa?

230 Letras y sabores


—Dijiste que querías algo diferente... —me muestra su
celular, del que sale una espantosa balada; hago una mueca
de desagrado y niego.
—Sí, pero... ¿una balada?
—¿Preferís reggeaton?
—No... —se encoge de hombros, deja el celular en la mesi-
ta de luz y me abraza. Suspiro y pongo mis manos alrededor de
su cintura, pero Martín me las saca y las lleva a sus hombros.
—Ah, okey, claro... yo soy la chica —digo y me río, en mi
cintura sus manos que él no tiene problema en bajar cada vez
más, hasta que le digo— algo diferente, Martín...
—Perdón, tenés razón...
Durante un rato, abrazados, nos reímos de las canciones
que salen de su celular. Voy a extrañar tanto todo esto...
Por un tiempo creí que íbamos a terminar juntos, pero las
circunstancias...
—¿Estás segura sobre eso de renunciar? —dice y su voz
suena algo rara, como si le molestara sacar el tema— no
quiero dejar de verte...
—Martín, sufrí mucho por vos, ya lloré lo suficiente y...
no, basta, esto no puede seguir. Me dijiste mil veces que
te ibas a separar, y nunca lo hacés. Yo no puedo esperarte;
casate y sé feliz... o no, no me importa — digo y me aparto
de él con un leve empujón. Una vez más, estoy a punto de
comerme las uñas. Me aclaro la garganta cuando la música
se detiene y empieza a sonar lo que, creo, es su ringtone—
Suena tu celular...
—Ya sé, pero no voy a atender ahora...
—¿Y si es tu mujer? —la aguafiestas, como la llamo en mis
pensamientos. Martín me mira y después mira a su celular.
Sería fantástico que por una vez no atendiera, pero no, atien-
de, lo que no me sorprende ni un poco. No puedo escuchar
bien, porque Martín habla en susurros; me da acidez pensar
en ellos, en que van a ser felices mientras yo voy a tener que

Antología de nuevos escritores 231


lidiar sola con mi dolor. Después de unos minutos corta. Me
mira. Le sonrío.
—Quiere verme —dice. Vuelve la música del celular pero
él lo apaga.
—Okey, me voy —digo y voy hacia la puerta; encuentro
mi cartera y me la cuelgo al hombro, doy media vuelta y
lo miro. Debería decirle algo, como que lo amo aunque lo
nuestro no vaya a funcionar...
Él no dice nada cuando pongo mi mano sobre el picaporte
y abro la puerta.
—Muy rica la cena —digo al salir, con evidente tono
sarcástico. No hay besos de despedida, ningún te amo ni
nada. Debería decirle algo, como que lo voy a extrañar en
mis almuerzos, o que lo esperaría cuanto fuese necesario,
pero para qué.
Ya en la calle, aburrida y sola, pienso que debería ir a algún
lugar a comer. El estómago acaba de hacerme ruido, y después
de todo, los patys no eran tan mala idea.

232 Letras y sabores


La vajilla buena
Josefina Gutiérrez

Del novio de mi tía Laura sólo sé tres cosas: que tiene el


pelo canoso, que su auto es gris oscuro y que la primera vez
que salió con ella no se conocían, y todo esto lo sé porque
el día en que él la pasó a buscar yo justo estaba en casa de
Laura, que no me había dicho que tenía una cita pero yo ya
me lo imaginaba, así que la espié desde la ventana del piso de
arriba y vi el auto y el pelo canoso y escuché que él le decía:
—Mucho gusto.
A lo que ella respondió:
—Mucho gusto, Laura, encantada.
Y por eso supe que hasta ese momento no se conocían.
Mi mamá ya me había explicado que la gente grande a veces
sale sin haberse visto antes, pero sólo la gente grande, porque
yo, nunca, pero nunca, tenía que ir a ningún lado con nadie
que no conociera o que conociera más o menos.
Ahora estamos en lo de los abuelos, Laura está por llegar y
va a traer al novio por primera vez. Mi abuela puso las copas
buenas y los platos de flores y los cubiertos todos plateados
y me dijo que tuviera mucho cuidado de no romper nada;
mi mamá hizo flan casero y lo trajo en el molde de goma que
se dobla y se mete en el horno sin derretirse, y la abuela le
dijo que podría haberse molestado en buscarle un bowl más
lindo, pero mamá le explicó que el flan todavía estaba tibio
y para desmoldarlo hay que esperar que se enfríe.
Hoy le toca hacer el asado a mi tío Luis, que no es mi
tío de verdad porque no es hermano ni de mi mamá ni de
Laura ni de nadie de la familia: cuando yo tenía cinco años
mi mamá me contó que Luis antes estaba casado con Soledad,

Antología de nuevos escritores 233


una tía mía que se murió, y me dijo que yo tenía que tratarlo
como a un tío tío, pero después se puso a llorar y no paraba
y no pudo terminar de contarme. Al día siguiente traté de
preguntarle pero no quiso decirme nada y nunca más se
habló del tema.
Me gusta que Laura tenga novio, porque si se casan van
a tener un bebé y yo quiero un primo para que los asados
de los domingos no sean tan aburridos. Lo que no me gusta
es que el novio tenga el pelo canoso, porque un canoso no
puede ser papá de un recién nacido.
Antes de servir el asado, el tío Luis siempre me deja probar.
Me paro con él al lado de la parrilla y me pregunta sobre el
colegio, me da un pedacito de chinchulín y me habla de fút-
bol, que sabe muchísimo. Me gusta verlo exprimir el limón
sobre la carne con su mano gigante, lo exprime hasta que no
queda ni una sola gota; después lo deja en la mesada y el limón
queda ahí, todo engrasado. Mi papá siempre se acerca, le sirve
una copa de vino y se queda con nosotros, quiere meterse en
la conversación, pero ahí Luis y yo nos quedamos callados, así
que mi papá se hace el que tiene que decirle algo a mi mamá
o a mi abuelo y se va para otra parte del quincho. Eso me
gusta, porque no es que con Luis hablemos de nada secreto,
pero ese momento es sólo de nosotros dos. Espero que si se
vuelve a casar no deje de venir a nuestros asados.
Laura tarda en llegar y mi mamá dice lo que dice siempre:
—Siempre lo mismo.
Es su frase preferida. Cualquier cosa que hacés mal, como
olvidarte el buzo en el colegio, o llegar tarde a los asados, o
no venir a tiempo a la cena los miércoles, como le pasa a papá
casi todas las semanas, la remarca con su Siempre Lo Mismo.
Mi abuela vuelve a acomodar los platos en la mesa grande
del quincho, se ocupa de que el espacio entre un plato y otro
sea igual, de que haya dos jarras de vidrio llenas de agua y dos
botellas de vino y que cualquiera que esté en la mesa pueda

234 Letras y sabores


alcanzar alguna, cualquiera menos yo, que tengo los brazos
más cortos y que además todavía soy chico para tomar vino.
—A vos te sirven los grandes, no sea cosa que te vuelques
—dice mi abuela—, y vos Mariana andá a desmoldar el flan,
que ya debe estar frío.
Mi mamá la mira como yo la miro a ella cuando me pide
que vaya a ordenar mi cuarto sin saber si estaba ordenado o
no, y entra en la cocina, para salir unos minutos más tarde
con una tabla de madera repleta de fiambres de todo tipo:
salamín, distintos quesos, hasta ese que tiene todos agujeros,
jamón en cubos, que me gusta mucho más que en fetas,
arrollados de matambre… Detrás viene mi abuelo con otra
tabla dividida en varios cuadraditos, y en cada cuadradito hay
grisines, aceitunas, galletitas, tostadas y otras cosas que no sé
muy bien qué son. Mi abuelo deja la tabla sobre la mesa, me
guiña el ojo y prepara una galletita con un pedazo de queso,
una rodaja de salamín y una aceituna que no alcanza a darme
porque mi mamá se acerca, le arranca la tostada de la mano,
le saca la aceituna y, mientras me da la tostada, le dice:
—No, a Juliancito no le gustan las aceitunas...
Sí que me gustan, pero en casa nunca comemos: mi mamá
no compra porque dice que no me gustan.
—¡A mí sí me…!
No llego a terminar de decirlo, que mi mamá ya habla
con mi abuela en la otra punta del quincho.
—Chicos, voy sacando el asado porque si no se va a pasar
—dice Luis, y empieza a poner los chinchulines, los chorizos,
el morrón, el queso parrillero y los cortes de carne sobre una
tabla enorme. Mi mamá lanza su: Siempre Lo Mismo.
Y entonces llega Laura. Mi mamá y mi abuela cruzan todo
el quincho para espiar al novio; mi papá se levanta de su silla y
Luis deja el queso parrillero a medio acomodar sobre la tabla.
Mi mamá dice entonces su segunda frase preferida:
—Era hora.

Antología de nuevos escritores 235


Nunca sé si ordenar mi cuarto o no, porque si no lo ordeno
mamá va a empezar con su Siempre Lo Mismo, y si lo ordeno
me toca un: Era Hora. Mamá quiere que yo haga las cosas
antes de que ella me las tenga que pedir, incluso antes de que
se le ocurran, y es muy difícil, porque a mi mamá se le ocurre
todo todo el tiempo pero siempre es algo que le importa a
ella: no se le ocurre, por ejemplo, que el patio de mis abuelos
es perfecto para cruzarlo en tirolesa; no se le ocurre cuál es la
mejor manera de hacer refugios para que no se escapen los
sapos. Pero sí se le ocurre qué cosa hay que limpiar y cómo,
cuál es el mejor horario para irse a dormir, qué programas de
la tele son buenos para ver y cuáles no, y todo, todo, antes
siquiera de que yo piense en el tema, y mucho menos de que
me porte como ella quiere.
Llega Laura, sí, pero no llegan ni las canas ni el auto gris
oscuro ni nada más. Una lágrima negra le deja una marca
que le llega hasta los labios pintados de rojo; después cae otra
lágrima, y otra, y otra más.
—Me dejó en la puerta y se fue —dice, y se desploma
en una silla—, me dijo que era muy pronto, que necesitaba
tiempo, que yo lo ahogaba…
Laura habla medio entrecortado por el llanto, como esa vez
en que me caí en el patio del colegio y me lastimé la rodilla
y me dolía tanto que no podía contarle a la maestra qué me
había pasado. Dice:
—...que no podía, que era mucho, que prefería que fué-
ramos despacio… ¡Para otras cosas no parecía querer ir tan
despacio!
Mamá dice:
—Laura, que está el nene...
Mi abuela aplaude para llamar la atención de todos:
—Bueno, vamos a comer, lástima la vajilla buena...
Mi mamá golpea la mesa, y no sé si Laura habrá vuelto
a decir algo que yo no debería escuchar, aunque igual la

236 Letras y sabores


mitad de las cosas que dicen que no puedo escuchar no las
entiendo. Dice:
—La vajilla buena... ¿Cuándo usaste para mí la vajilla
buena, mamá?
—¿Qué querés decir?
—Nunca, ni la primera vez que traje a Horacio a esta
casa pusiste ni los platos ni las copas ni nada.... ¿No somos
lo bastante buenos para tu vajilla especial?
Mi abuela golpea la mesa, y esto parece una guerra por
ver quién golpea más, quién grita más fuerte.
—¿Ahora me vas a decir que Horacio se lo merece? No
pienso dedicar ni un minuto de mi tiempo a poner la mesa
buena por este...
Adivino qué va a decir ahora mi mamá y es justo lo que
dice:
—Mamá, que está el nene...
Yo no entiendo mucho, pero lo que dicen no me gusta
nada y a mi papá parece que tampoco, porque de golpe se
levanta y le grita a mi mamá:
—Mariana, cualquier problema que tengas lo charlamos
aparte, preferiría no tener a toda tu familia de jurado…
—Horacio, que está el…
—El nene... ¡Ya sé que está el nene!
La cara de Laura ya parece uno de esos trabajos que te
piden hacer en clase de plástica, que tirás una gotita de tinta
china sobre la hoja, la soplás y queda toda marcada con gotas
negras para todos lados como una araña. Llora igual que mi
mamá. No sabía que los grandes también podían llorar así.
Aprovecho el lío para acercarme a una de las tablas de la
picada y robarme una aceituna. Mi mamá enseguida me agarra
y empieza con su “claro, en otras casas comés de todo, pero
después en casa no te gusta nada”; yo le digo que mentira,
que siempre me gustaron las aceitunas, y ella dice que siempre
digo lo mismo y que después en casa me pongo maniático.

Antología de nuevos escritores 237


Laura no para de llorar; cada vez se le entiende menos,
pero dice algo como:
—¿Saben qué? Mejor que Francisco no haya venido. Mí-
rense: todos a los gritos, preocupados por no sé qué cosa de
las copas, ustedes espantan a cualquiera…
—Al menos a vos te dejan traer a alguien…—dice Luis,
que hace rato no decía nada.
De repente el quincho queda en silencio y a mi abuela se le
transforma la cara: esto ya venía de antes, con el tema de los pla-
tos y el novio que no llegaba, pero ahora es distinto, parece que
le salieron más arrugas, o que sus ojos están más caídos. Dice:
—No tenés derecho...
Todos se quedan mudos y miran fijo a Luis. Mi abuela
dice algo como que es muy difícil para todos y Luis dice que
ya sabe, pero que para él también es difícil y que necesita que
todos acepten, o aceptemos, no sé si también habla de mí,
que la vida sigue. Y termina:
—La vida sigue para todos.
Mi abuela, con la voz quebrada pero sin lágrimas, le dice:
—No tenés idea de lo que significa todo esto para noso-
tros.
Luis enseguida se va para adentro y yo lo sigo; se encierra
en el baño y puedo escucharlo llorar. Me hace acordar a esa
vez en que mi mamá me dijo que mi carpeta de plástica era
un desastre: yo sabía que había hecho los dibujos así nomás,
y también sabía que podía dibujar mucho mejor, pero que me
lo dijera mi mamá me puso tan triste que me encerré a llorar
en mi cuarto y tuve que hacerme el dormido para saltearme
la cena y que nadie me viera. Seguro que Luis tampoco quiere
que lo veamos llorar, y por eso se encerró en el baño. Escucho
que alguien viene por el pasillo y es mi mamá, que me agarra
del brazo y me lleva otra vez al quincho.
¿Y quién está sentado a la mesa en el quincho? El canoso.
Sí, el canoso que no entiendo por qué volvió y tiene una cara

238 Letras y sabores


como la que pone Gastón, mi compañero del colegio, cuando
la maestra lo saca de la clase para retarlo y después tiene que
volver a su banco y hacer como que se porta bien. Ahora todos
comen y charlan y sonríen, hasta la tía Laura, yo no entiendo
cómo los grandes pueden cambiar de humor así de rápido. Mi
mamá, mientras se sienta a la mesa, le dice al canoso:
—¿A qué te dedicás, Francisco?
Francisco le dice que es dueño de una inmobiliaria y con
eso a mi abuela se le escapa una sonrisita. Después siguen
hablando de otras cosas aburridas así que me pongo a pensar
en distintas formas de armar una pista de carreras que ocupe
todo el jardín de mis abuelos. Cuando vuelvo a escuchar a
los grandes, Francisco dice:
—Muy bueno todo, un aplauso para el asador…
Silencio. Tengo ganas de decir que el aplauso es para mi tío
Luis, que siempre hace unos asados buenísimos y que ahora
está llorando en el baño, pero me da miedo de que todos se
pongan a discutir otra vez, así que mejor me voy a la cocina
a buscar el flan. Lo saco de la heladera, con mucho cuidado
de que no se dé vuelta porque el molde de goma es blandito,
y cuando llego a la mesa todos se ríen de algo muy gracioso,
o que ellos quieren que sea gracioso, se ríen fuerte y la cara
de mi abuela está inflada como un globo. De repente ella
me mira toda roja y se queda helada. Pienso qué bueno, la
sorprendí, porque ella no sabía que yo ya soy grande y pue-
do servir el postre. Primero le voy a servir al novio de Laura
porque mi mamá me enseñó que los invitados van primero,
pero ahora que la miro bien parece que mi abuela no está tan
contenta. Dice:
—Lo único que faltaba, lo único... —el globo rojo que es
la cara de mi abuela se va a pinchar en cualquier momento—
¿Quién te dio permiso a vos para traer el flan, decime, quién?
Claro, el malcriado hace lo que quiere y trae el flan cuando
se le canta y en el molde que se le canta.

Antología de nuevos escritores 239


Antes de que yo pueda terminar de entender lo mi abuela
quiere decir, mi mamá sale a defenderme:
—¿Qué te pasa, mamá? Al nene no le hablás así, qué sabía
él que el flan no se sirve en el molde de silicona…
Mi abuela dice:
—Es un malcriado, Mariana, eso es lo que es. Lo dejás
hacer lo que quiere, no tiene límites y mirá cómo termina:
arruinó todo el almuerzo.
Mi mamá se levanta de la silla y va hasta el lugar de mi
abuela, le acerca la cara bien hasta la de ella y le dice:
—Vos sabés muy bien que si el asado se arruinó no es por
culpa de Juliancito ni del flan. Así que vos y tu vajilla buena se
pueden ir bien a la… —acá va una mala palabra que prefiero
no decir porque mi mamá me dijo que no hay que decir malas
palabras. Yo no sé si alguna vez me voy a animar a responderle
a mi mamá como ella recién le habló a mi abuela. Ojalá que sí.
Enseguida mi mamá agarra su plato y su copa y los tira
con toda la fuerza contra el piso de ladrillo que queda lleno
de pedacitos de vidrio, flores rotas como un rompecabezas,
hilitos de chorizo y carozos de aceituna. Mamá dice:
—Horacio, Julián, nos vamos.
Desengancha su cartera del respaldo de la silla, me agarra
del brazo y me lleva a la puerta; papá viene detrás, y justo sale
Luis con los ojos hinchados, que dice:
—¿Saben qué? Yo también me voy.
Me acaricia la cabeza y se va sin saludar a nadie.
Le pregunto a mamá si Luis va a volver el domingo que
viene y ella dice que no sabe. Después le pregunto si nosotros
vamos a volver y me dice que sí, porque es nuestra familia.
Si vamos a seguir viniendo los domingos, espero que Laura
se case con Francisco y tenga un hijo rápido. No es que me
guste mucho el tipo canoso ese, pero así al menos voy a tener
un primo para jugar.

240 Letras y sabores


Falamine
Saúl Kohan Boc

—¿Hace mucho que no ves a tu abuela?


La pregunta de mi vieja venía cargada de una falsa inocen-
cia: nadie había visto a Falamine desde el mes de noviembre
y ya preparábamos la cena de fin de año. Los que intentamos
llamarla encontramos siempre el mismo mensaje en el contes-
tador: “Hola, soy Falamine y no te puedo atender ahora. Te
voy a llamar apenas pueda. No te preocupes que si me muero
se van a enterar todos.” Como en la familia suele respetarse la
autonomía de sus miembros, no nos preocupamos mucho por
esta situación: si mi abuela decía que no nos preocupáramos,
entonces no había que preocuparse.
Falamine, mi abuela materna, llegó desde el Líbano ya
grande y hace muchos años. Vivió un tiempo en Buenos Aires
y después en Rafaela, donde conoció a Stepan, mi abuelo. Se
casaron y vinieron para Ciudad Insaurralde con ella emba-
razada del Turco, el hermano mayor de la Polaca, mi vieja.
Abrieron la primera panadería del Barrio de los Alemanes.
Tuvieron otros cuatro hijos y fueron felices.
Stepan murió una tarde de septiembre de un año impar.
Falamine había sido la dueña de la vida familiar hasta aque-
lla tarde en la que todo cambiaría. La casa del Barrio de los
Alemanes, espaciosa y hospitalaria, siempre abierta, se había
cerrado. Mi abuela a partir de entonces vestiría un luto sin
retorno. No volvió a cocinar sus comidas orientales, por lo
que la familia languideció entre rutinarios asados e insulsos
platos de fideos a los cuales Falamine asistió taciturna, impe-
netrable y puntual.
Nunca más volvió a cantar.

Antología de nuevos escritores 241


Hasta ahora. Mi vieja llamó para contarme que había pasa-
do por la vereda de la casa de su mamá y había visto una sombra
que parecía masculina en la ventana del comedor, abierta como
todas las demás. Que había escuchado música y risas.
—¿Y no la llamaste?
—¿A tu abuela? Sí, por supuesto, la saludé.
—¿Y?
—Rarísimo, parecía contenta. Tu hermana la visitó el
otro día y dice que tiene un tipo viviendo adentro, un linyera
o algo así.
—¿Falamine?
—Sí, nene, por qué no te acercás hasta la casa de tu abuela,
vos que sos el nieto preferido…
Así que acá estoy, a punto de llamar a la puerta de la casa
de Falamine, que me atendió el teléfono al segundo timbrazo
y apenas reconoció la voz me invitó a almorzar. Mi abuela
aparece radiante, vestida con una túnica blanca larga hasta los
pies descalzos y con el cabello gris suelto como lo usaba antes
de la muerte de Stepan. El aroma de las sfijas, atado a la mú-
sica de un laúd melancólico, llega desde un tiempo anterior.
—¿Arreglaste el equipo de música? — le pregunto después
de darle un beso y entregarle la botella de anís.
—No —dice Falamine y se ríe — Es música de verdad.
Nos presenta:
—Santiago, este es Mahmoud. Mahmoud, Santiago es
mi nieto preferido.
El otro me saluda con respeto. No debe tener más de vein-
ticinco años, y en la piel y en el acento se le nota el Magreb.
Habla unas pocas palabras en un castellano áspero y vuelve
a concentrarse en el laúd. Nos sentamos a la mesa. El keppe
crudo aún es el mejor de todos; el hummus es para llorar a los
gritos; los niños envueltos podrían ser la última cena de un
condenado a muerte. Cuando Falamine llega con el baklava
me animo a preguntarle por Mahmoud.

242 Letras y sabores


—Lo compré — dice Falamine mientras prepara el anís.
—¿Cómo?
—Cuando murió Stepan me deprimí mucho, no quería
vivir y por eso me encerré a esperar la muerte; supongo que
ustedes, incluso tu madre, se habrán dado cuenta. Una tarde
me llamó Graciela, mi amiga, también viuda hacía poco, y me
invitó a viajar a Marruecos. Como no tenía plata y no podía
pedirle prestado al miserable de tu hermano vendí la panadería
y nos fuimos. En un Bar para señoras, en Casablanca, conocí
a Mahmoud, me gustó y me lo traje. Cocina un cous cous
increíble, toca el laúd y me hace compañía; hasta tomamos
mate a la tardecita en la galería de los papagayos.
—¿Y el turquito es todo servicio? — pregunto.
Falamine sonríe:
—Eso, que venga tu vieja y me lo pregunte en persona.
Si se anima.

Antología de nuevos escritores 243


Catarsis
Tomás Wortley

Lara entra a su departamento y cierra la puerta; está a


punto de saludar pero recuerda que ya no hay nadie más allí.
Todavía no se acostumbra a volver de la oficina a una casa
vacía, donde las luces están apagadas y de la cocina sólo viene
el aire frío que entra por la ventana que ella olvidó cerrar,
en lugar del olor de la comida recién preparada y lista para
servirse. Javier siempre cocinaba, y esa había sido una de las
primeras cosas que ella amó de él; no sólo cocinaba, sino que
cocinaba bien, sin pretensiones pero con un instinto natural
para las combinaciones y los condimentos, y eso, a Lara, capaz
hasta de quemar el agua si no prestaba atención, le resultaba
terriblemente atractivo. Pero Javier no está: hace más de dos
semanas dividió sus cosas entre una gastada valija de plástico
negro y una aún más gastada mochila de viaje y se fue; se
fue sin discutir, sin gritos ni peleas, sin notas ni mensajes.
Se fue con su mochila y la valija que, durante el período de
odio que precedió al vacío que ahora siente, Lara se repetía
era de ella, “era mía esa valija”, decía y recordaba a varios
integrantes de la familia de Javier entre los que siempre, por
una convención lingüística de los insultos, terminaban por
primar ciertas partes anatómicas de la hermana y la supuesta
profesión de la madre que es, al menos desde que alguien se
propuso llevar la cuenta, la más vieja del mundo. Para ese
entonces, Lara ya había transitado por el odio, por la negación
y la esperanza de que en cualquier momento Javier volvería
para pedirle disculpas y regalarle una rosa, como aquella
primera vez en que salieron juntos, que no era en verdad la

Antología de nuevos escritores 245


primera vez pero sí fue cuando, después de haberse engañado
durante un tiempo en que se decían que eran sólo amigos,
decidieron al fin expresar lo que sentían. Desde que Javier se
fue, lo único que come Lara son barritas de cereal; cuando
todavía estaban juntos ella consiguió, gracias a un cupón que
le llegó por mail, un mayorista que le vendió varias cajas de
barritas por un excelente precio y, a pesar de que eran muchas
y, además, de que ellos no solían comerlas, Lara no podía dejar
pasar una oferta así y había terminado por aceptar, pagar y
buscarlas porque pensaba que, junto con Javier, eventualmente
podrían dar cuenta de todas y que, además, la gente necesita
cereales en su dieta porque ni ella ni Javier podían darse el
lujo de comer tanto chocolate cuando el verano estaba tan
cerca. Ahora, sola, se dirige a la cocina y, tras comprobar que
la primera caja de barritas está vacía, corta la cinta que man-
tiene unidos los pliegues de cartón que forman la tapa, o la
base, depende de dónde se la mire, de una segunda caja. Saca
una barrita, se sirve un vaso con agua de la canilla y rompe el
envoltorio, pero cuando está a punto de llevársela a la boca,
una violenta arcada obliga a Lara a doblar la espalda y apoyarse
contra la mesada de mármol de la cocina. Se apura hacia el
baño, con convulsiones cada vez más fuertes hasta que por
fin, arrodillada frente al inodoro, una gran arcada le llena la
boca de un sabor agridulce que le recuerda el pollo con curry
que preparaba Javier y luego de un sabor metálico mientras
algo más consistente le sube por la garganta, y cuando por
fin ese algo llega a su boca lo que Lara siente con la lengua
no es ningún producto alimenticio a medio digerir, que es lo
que se espera en estos casos, sino una fina cadenita que parece
de metal; como las arcadas continúan, Lara se mete la mano
en la boca y empieza a tirar de la cadenita hasta que, al fin,
sale un pequeño dije plateado en forma de corazón. “Pero,
no puede ser”, piensa, “este es el collar que me regaló Javier
para nuestro último aniversario”. Lara mira la pequeña cadena

246 Letras y sabores


que aún reluce bajo las dicroicas que iluminan el baño incluso
después de tan extenuantes circunstancias, y se pregunta si en
verdad está tan loca como para haberse tragado esa cadenita
en algún momento; desde ya no recuerda haberlo hecho, pero
también es cierto que hubo noches en que, sin poder dejar de
llorar, eligió para acompañar su cena de cereal en barra algunas
bebidas bastante más fuertes que el agua de la canilla. Corre
hasta el viejo mueble del living que pertenecía a su abuela
y abre el cajón de abajo donde guarda los objetos de valor;
revuelve hasta encontrar una pequeña cajita, y al abrirla se
encuentra con otra cadena y otro dije, exactamente igual a la
que tiene en las manos. Lara se sienta en el piso sin entender,
cuando otra violenta arcada la sacude; trata de incorporarse
para correr al baño, pero esta vez no llega: sobre la delicada
alfombra persa vomita kilómetros de celuloide, una casi in-
terminable cascada de cine sólo interrumpida por los breves
momentos entre rollo y rollo de fílmico que se corta con las
toses de Lara, y en cada tos una opinión sobre una película de
las que ella compartió con Javier. Con todas las películas ya
en el suelo de su casa, y todas las opiniones ya perdidas en el
aire, Lara se queda sentada para recuperar el aliento. Quiere
tomar un poco de agua, calmar su ritmo cardíaco; recuerda
el vaso que se sirvió y se dirige a la cocina para beber, pero
antes de que pueda llegar, una nueva arcada trae un nuevo
espasmo y esta vez, por suerte, se encuentra cerca de la pileta
de la cocina porque lo que expulsa es todo el café y todas las
medialunas y todas las tostadas y toda la mermelada de todos
los desayunos que compartió con Javier. Cuando termina,
hace correr el agua y se moja la cara, humedece una servilleta y
se la apoya en la nuca. Vuelve a dirigirse al baño porque siente
que no ha terminado; una vez allí, vuelven las arcadas que, ya
casi viejas amigas o, al menos, viejas conocidas, esta vez no la
toman por sorpresa. Vomita algo que le llena la garganta y la
boca, y para no ahogarse tiene que agarrarlo con las manos y

Antología de nuevos escritores 247


tirar con todas sus fuerzas. Al fin termina por sacar aquel oso
de peluche que Javier le regaló después de la primera pelea
que tuvieron y que ella, por accidente, tiró a la basura, lo que
generó una nueva pelea y un nuevo oso de peluche que ella vo-
mita a continuación. Las arcadas no cesan: hay cartas de amor,
notas con listas para el supermercado, regalos de aniversario,
palabras que se dijeron mientras tenían sexo, secretos que no
le contaron a nadie, secretos que se guardaron incluso entre
sí. Vomita miradas, ropa, vomita los libros que él le regaló y
que se llevó en su valija; vomita fotos y recuerdos y arena de
aquellas vacaciones en el mar. Por último, después de un rato
y cuando cree que ya no le queda nada, Lara siente algo que
le pincha la garganta y una última arcada más intensa la hace
caer de rodillas. De la boca empieza a salir un tallo verde con
espinas y sin podar. Tratando de no cortarse, Lara extrae la
rosa que Javier le dio en aquella ocasión. Con cuidado de no
pisar nada de todo eso, se pone de pie y, por primera vez en
semanas, se siente ligera. Respira profundo una, dos, tres veces.
Parece que ya no queda nada por salir; se lleva una mano al
estómago y sonríe. Se pregunta qué habrá en la heladera y, en
caso de que no haya nada, si no será demasiado tarde para ir
al supermercado, tiene hambre y, no sabe por qué, también
tiene muchísimas ganas de ponerse a cocinar.

248 Letras y sabores


Índice
7 Festín de revancha, Alexis Winer
13 El frágil equilibrio de la indecisión, Yanina Rosenberg
25 Güerito, Guillermo Tangelson
31 Como la vida misma, Hernán Pueyrredon
35 La casona Molyneux, Cintia Lepere
41 La camioneta roja, Jerónimo Moretti
47 Cena en Florencia, Evelina Vishnevskaya
53 Querida Cony, Pablo Luparello
65 Alguien tiene que pagar, Vanesa Iribarren
73 Milhojas, Andrea Franco
79 La parte oscura, Marcelo Utje
85 Algo de la selva vibra a nuestro paso, Tamara Mathov
91 Sortilegio, Martín Seri
103 Un aire de familia, Flavia Cervigni
111 Costumbres campestres, Juan Trujillo
117 Triangulación, Gerardo Winocur
123 Preparativos, Flavia Propper
127 Decimoctava Edición de la
Ensaladera Papa y Huevo, Santiago Andriuolo
135 Lo que le pesa, Esteban Rauch
141 Por una papa frita, Matías Deleglise
147 Cruda y directa, Laura Saks
155 A fuego lento, Javier Schurman
159 ¿Comiste hoy?, Susana Roitman
165 Todos contentos, Rodrigo Genni
169 Dos postres distintos, Carla Baretto
175 Parece una locura, Ezequiel Naya
179 Ni vivos ni muertos, Mariana Garfinkel
185 El efecto de la cebolla, Lorena Bermejo
189 El gran viaje, Federico Chedrese
193 Revelado, Mariela La Rocca
197 La visita, Rocío Gort
205 Más batidos y muffins, Nicolás Schvartzman
215 Las visitas, Agustina Sojit
223 Compañeros de almuerzo, Alejandra Gómez
233 La vajilla buena, Josefina Gutiérrez
241 Falamine, Saúl Kohan Boc
245 Catarsis, Tomás Wortley

Вам также может понравиться