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Azcuy Ameghino, Eduardo “Artigas y la revolución rioplatense: indagaciones,

argumentos y polémicas al calor de los fuegos del siglo XXI”

Introducción a propósito de Artigas y los fuegos del siglo XXI

Cuando un historiador ha dedicado muchos años de su vida al estudio de un


período del pasado y ha podido expresar los resultados y conclusiones
fundamentales mediante la publicación de una obra que las sintetiza y cristaliza,
retomar luego de una década aquellos temas y problemas constituye sin duda un
complejo desafío.

Si bien eventualmente aludiremos a algunos de los trabajos más recientes, la


agenda para estas notas se focaliza en revisitar algunos problemas,
estrechamente asociados a la imagen y la interpretación del significado del
artiguismo en la historia rioplatense, que no han sido objeto de mayores debates ni
replanteos durante los últimos veinte años, salvo algunas pocas excepciones.
Insisto, me refiero a algunos, no a todos los problemas. Especialmente a aquellos
que por diversas razones han sido en diferentes medidas excluidos, sino del
interés de los jóvenes estudiantes, al menos de los programas, bibliografías e
investigaciones, a lo que sin duda no resulta ajeno cierto rechazo, no
necesariamente razonado, de los formadores de carreras académicas,
jerarquizadores de temas y líneas de investigación, que han ocupado el centro de
los espacios historiográficos rioplatenses desde comienzos de los años 1980.

En este caso nos referiremos puntualmente al contenido y los sentidos


contradictorios de las políticas de tierras y arreglo de la campaña formuladas en
1815, a las relaciones de Artigas con la élite montevideana, y al que he
denominado el ciclo social de Artigas, expresión del itinerario político-ideológico
que probablemente lo condujo desde su cuna terrateniente al campo de batalla
final, campesino y popular. Colateralmente, haremos también mención a la
definición práctico doctrinaria de Artigas frente a la organización política de los
pueblos y provincias emergentes del dislocamiento del orden colonial, enfatizando
el sentido de “historia argentina” que también revisten; aludiendo, por último, al
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punto que, siempre mediante escasas y escuetas alusiones, ha seguido siendo
uno de los más controvertidos del accionar de Artigas: su intransigencia ideológica
expresada en una supuesta falta de “flexibilidad” política en los momentos más
apurados de la invasión portuguesa a la Banda Oriental y en sus relaciones con
Francisco Ramírez luego de la firma del Tratado del Pilar.

En general, los hombres comprometido con una solución de cambio y


transformación frente a los problemas históricos que afligen a las grandes
mayorías sociales de la humanidad sintetizando seguramente un amplio y
heterogéneo repertorio de sucesos unificados por la común condición de
referencias positivas respecto de las rebeldías y preocupaciones del presente.

El reglamento de erras y las relaciones de Artigas con la élite oriental

Si Artigas sólo hubiera sido el jefe del proyecto político más avanzado con el que
se encararon las tareas anticoloniales en la región, y el principal mentor del
federalismo democrático rioplatense, su papel histórico sería sobradamente digno
del recuerdo, aun cuando permanecería incompleta la caracterización de su
actuación pública.

La “doctrina” artiguista se construyó a través del repertorio de respuestas que a


partir de aquellos, Artigas produjo frente a los problemas y vicisitudes inherentes a
la lucha por su consecución, acumulados durante una década de controvertido
liderazgo político-militar. Durante este proceso, estructurándose, entre otras, sobre
antiguas influencias provenientes de su experiencia compartida con Azara, el jefe
oriental “se fue forjando una ideología en la que cree muy firmemente, y que es
más consecuentemente democrática de lo que es entonces usual en la América
española. No sólo una fe muy firme en el principio de soberanía popular, también
un igualitarismo que no se reduce por entero al campo político son sus notas
dominantes”. Dentro de esta línea interpretativa, el “Reglamento provisorio de la
Provincia Oriental para el fomento de su campaña y seguridad de sus
hacendados” reviste sin duda una especial significación.

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Nos referiremos a tres líneas de abordaje de la política agraria artiguista que
proporcionan un arco amplio de posibilidades analíticas. Al realizar su valoración
de la ley agraria de 1815, Barrán y Nahum señalaron: “El reglamento tenía un
primer objetivo político-social: crear una clase media de propietarios rurales
comprometida con el resultado de la revolución. A él se vinculaba la necesidad de
destruir en sus intereses al enemigo político. Poseía un segundo objetivo
económico-social: proporcionar seguridad al hacendado y sedentarizar al gaucho,
elementos ambos que coadyuvaban a restaurar la producción”. Estos autores
plantean asimismo que la relación del reglamento con los grandes hacendados
patriotas era ambivalente, ya que si bien los protegía, también los intranquilizaba
pues el ataque al derecho de propiedad, aunque fuera el de los “enemigos”, habría
interrogantes de difícil respuesta.

Artigas, al fin de cuentas, era el mejor defensor de la propiedad privada burguesa,


y el peor enemigo de la propiedad señorial, simple hábitat de un mundo de
subordinaciones personales. Más allá del debate que suscita la caracterización de
“revolución radical”, burgués, adjudicada a la modulación de la revolución
anticolonial dirigida por Artigas, es indudable que el abigarrado universo
conceptual que se despliega en las líneas citadas contiene muchas de las claves
que permiten comprender la economía y la sociedad que se había ido formando
durante el período colonial en las campañas rioplatenses. Sin perjuicio de ello, la
valoración del Reglamento, en este caso, probablemente cargue un excesivo
contenido apologético, dado especialmente por la asociación con el “camino
americano” del desarrollo del capitalismo en el agro, toda vez que existen
profundas diferencias entre ambas experiencias históricas.

Un juicio más reciente, sumamente crítico respecto de la valoración histórica del


papel de Artigas, es el aportado por Vázquez Franco, que ha señalado que el
Reglamento de tierras “puede tener otra lectura y verse como una maniobra,
aunque algo tardía, para tratar de recomponer su ascendiente sobre el defraudado
grupo latifundista, atendiendo a sus reclamos más perentorios; no porque sí está
detrás de esa medida legislativa nada menos que la Junta de Hacendados, que

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concuerda en todos sus términos con el caudillo”. Y, afinando su tendencia
interpretativa, agrega: “como lo anticipa el título mismo de la ley, un implacable
artículo 27 instituye la leva y promete embretar al gauchaje en el corral de las
conveniencias de aquéllos, a despecho de las irrealizables concesiones populistas
que el propio texto contiene. El reglamento, pues, sería como un cebo para
recuperar una buena proporción de ese activo intangible que era la confianza que
los grandes y medianos hacendados habían depositado en él cuando los convocó
en Mercedes”.

Como puede observarse, según la óptica de Vázquez la política agraria de Artigas


no se alejaría del horizonte ideológico ni de los intereses rurales de la élite
hacendada, con la cual sus relaciones se habían efectivamente deteriorado desde
fines de 1813, problema que analizamos en otra parte de estas notas. Sin
embargo, aun cuando existen evidencias para asociar a los terratenientes
patriotas con la ley agraria, éstas tendrían una eficacia más discursiva que efectiva
toda vez que el proceso real de la política oriental se hallaba fuera del control de la
élite y, en cierta medida, también de Artigas.

Para definir las propuestas que se llevarían a Purificación, se convocó a “una


Junta de los Hacendados residentes en esta Capital y sus inmediaciones para que
proponiendo cada uno cuanto fuese más conducente al objeto deseado se llevase
a dicho Sr. General todo aquello que mereciese más atención”. Pocos días
después, el 8 de agosto, dirigiéndose nuevamente a los cabildantes Artigas
describe la aguda crisis de la ganadería oriental y las medidas que considera
necesarias para enfrentarla. A mediados de agosto volvía a insistir: “tenga VS. la
bondad de proclamar en los pueblos la necesidad de poblar y fomentar la
campaña, según mis últimas insinuaciones, mientras llega el Sr. Alcalde Provincial
y podemos poner en ejecución aquellas medidas que se crean más eficaces para
la realización de tan importante objeto”. El contenido de la propuesta artiguista,
que como puede observarse se hallaba claramente delineada antes de la
promulgación formal del reglamento provisorio, al fijar estrictas obligaciones a los
hacendados, enfatizando que en caso de no cumplirlas “sus terrenos serán

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depositados en brazos útiles”, resultaba en buena medida ajeno al espíritu
predominante en la élite latifundista oriental, que había hecho de las estancias de
alzados y de las vaquerías en los realengos la forma principal de obtención de
cueros para la exportación.

En este sentido tanto las coincidencias como las profundas discrepancias de


perspectivas existentes pudieron observarse en la reunión que, el 11 de agosto de
1815, congregó en el cabildo de Montevideo a los miembros del cuerpo de
hacendados con el fin de analizar el estado de la campaña y sugerir las medidas
que el alcalde provincial debería proponer en la comisión que se le encomendaba
ante Artigas “para hacerle presente el desarreglo en la campaña”, según indican
las actas de la sesión.

Si bien reordenar y revitalizar las fuentes de la producción ganadera de la


provincia era un objetivo que se asociaba estrechamente a la necesidad de
obtener los recursos que sostuvieran económicamente el proceso político en
curso, no deja de llamar la atención que, al cargar la responsabilidad por los
destrozos “obre la estructura militar instalada en la campaña, Rivera cuestionaba
de hecho el accionar de los principales resortes del poder de Artigas. Afirmación
que, al no ser acompañada por una crítica y/o autocrítica severa sobre la actitud
de los grandes hacendados y sus modalidades tradicionales de explotación
económica de la riqueza ganadera, no podía ocultar el sesgo sectorial que la
condicionaba.

Enfrentando un problema que, para cada sector a su modo, les resultaba común,
la primera opción de Artigas hace recaer el peso de la solución sobre un cambio
de actitud de los hacendados, mientras que el ocasional mentor de éstos elegía
enfatizar “que ningún vecino podía contarse seguro, por hallarse indefenso contra
tanto malévolo, pues si alguno intentase oponérsele, sería al momento víctima; y
últimamente, que ninguna medida sería adoptiva ínterin no se cortasen estos
abusos”. En esta línea, la junta de hacendados resolvió “el pronto acudimiento de
tan escandaloso desarreglo, como base fundamental de todos los demás males

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[...] disponiendo se reuniesen al cuartel general, o a otro punto que se
determinase, todos los destacamentos, quedando los pueblos guarnecidos de la
milicia que en cada uno debería formarse, y que aquellos a quienes se les
encomendaba, fuesen bien prevenidos del cumplimiento de su deber, bajo las más
severas penas”. Lo que no se consideró en el curso de las deliberaciones, o al
menos no se incluyó en las actas escritas, fue el hecho de que por lo menos dos
meses antes de “acordar” el texto del Reglamento con los representantes del
cabildo, Artigas ya había comenzado a poner en práctica en la región de
Maldonado el que sería su componente más radical.

El 12 de agosto, mientras todavía resonaban los ecos de la junta de hacendados


del día anterior, el cabildo se dirigió a Artigas alarmado porque la reestructuración
agraria comenzaba a ponerse en movimiento con independencia de las
deliberaciones de la élite terrateniente montevideana.

La respuesta de Artigas del 18 de agosto refleja con claridad dos de sus


convicciones básicas de entonces: la necesidad de mantener la unidad con los
terratenientes y mercaderes orientales que formalmente se acomodaban a su
dirección, y la urgencia de avanzar con independencia de criterios y decisiones en
la solución del marasmo agrario.

Nótese cómo en la relación Artigas-elite era el general quien tenía la prelación,


basada en una correlación de fuerzas militares que lo favorecía a partir de su
relación directa con las masas armadas que dirigía, lo cual explica la fórmula
“recibir instrucciones de VE.”; al mismo tiempo, y al igual que en Buenos Aires, la
prioridad terrateniente apuntaba hacia una solución policial del desorden rural
dirigida centralmente contra el pobrerío de la campaña. Los capitulares informan a
Artigas que “para el efecto, y dar principio a las medidas que deben obrar esta
interesante organización, se ha acordado la publicación de un Bando en que se
invitará a los hacendados a poblar sus respectivas estancias halagándolos con la
protección que dispensará el gobierno al logro de sus afanes”. Invitar, halagar,
conceptos distintos y distantes del imperioso obligar que se ordenara desde

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Purificación. El 28 de agosto Artigas manifestaba que el alcalde provincial “aún no
ha llegado a este destino según VS. me anuncia. Luego que llegue le daré las
instrucciones convenientes. Entretanto coopere VS. a que los hacendados pongan
en planta sus estancias, de lo contrario poco habremos adelantado en el entable
de nuestra felicidad”. El 4 de septiembre volvía a reiterar que “no había llegado el
Alcalde Provincial para ajustar las medidas precisas para el arreglo y fomento de
la campaña. Entretanto celebro de que V.S. penetrado de la importancia de este
objeto proclame a los hacendados y propenda a su fomento”. Teniendo en cuenta
la fecha anterior, las deliberaciones de Artigas con los representantes del cabildo y
la junta de hacendados no fueron demasiado prolongadas, ya que el 10 de
septiembre el caudillo informaba al cuerpo capitular que el alcalde provincial y su
asociado marchaban de regreso a Montevideo: “El resultado de su misión son las
instrucciones que presentará a V.S. para el fomento de la campaña y tranquilidad
de sus vecinos, de su ejecución depende la felicidad ulterior. Espero que VS.
propenderá a que tengan exacto cumplimiento”. El reglamento provisorio era una
realidad. Sus artículos recogían buena parte de las preocupaciones de los
terratenientes orientales, y en ese sentido evidentemente no apuntaba, ni tiene
sentido pensar que ésa haya sido la intención primaria de Artigas, a agudizar las
fisuras que se venían observando entre éste y la elite montevideana. Y sin
embargo, las disputas entre ellos no quedaron al margen del Reglamento, que al
decir de un testigo “el cabildo miró siempre con fría y afectada aprobación”, sino
que éste, de hecho, las estimuló, articulándose con otros problemas conflictivos
que venían procesándose con anterioridad. Y el problema se agravaba porque,
como señaló Larrañaga, más allá de que se reconocía formalmente la
responsabilidad del alcalde provincial en confiscaciones y mercedes, “lo adverso
de este proyecto consiste en que casi se deja a discreción de los comandantes o
alcaldes principales de cantón el repartimiento de las tierras, privando de sus
antiguas posesiones a los propietarios sin ser oídos y por la sola cualidad de
españoles o españolados”. Estas circunstancias deben ser especialmente tenidas
en cuenta pues remiten a una problemática única y más general, consistente en
explicar qué significaba para los distintos actores políticos la revolución oriental,

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cuáles eran sus enemigos, cuáles las medidas adecuadas para eliminarlos o
neutralizarlos; y cuáles los límites o condicionamientos que la naturaleza
socioeconómica de las diferentes clases, fracciones y grupos sociales imponían al
accionar de los dirigentes que en última instancia las iban expresando. Junto a la
puesta en práctica del Reglamento, con la que se imbricaba estrechamente, otro
hecho que se tornaría clave para el futuro de las relaciones de Artigas con la élite
mercantil-terrateniente oriental fue su determinación de que los enemigos del
sistema radicados en Montevideo fueran enviados al campamento de Purificación,
para que allí, exentos de peligrosidad, se reeducaran a través del trabajo.

En este contexto, el conflicto, aun cuando se procuraba por ambas partes


mantenerlo en un segundo plano, resultaba inevitable, ya que las conexiones entre
los contrarrevolucionarios que resultaban expropiados por el Reglamento de
tierras y los españoles enemigos del sistema cuya internación en Purificación se
reclamaba, eran en numerosos casos sumamente estrechas; tanto como sus
vínculos con muchos de los hombres que controlaban el gobierno montevideano.
Al respecto hay que recordar que entre 1811 y 1814 la capital oriental se mantuvo
bajo dominio español, y luego hasta febrero de 1815 fue ocupada por fuerzas
directoriales de Buenos Aires, habiéndose elegido recién en marzo el primer
cabildo autonómico, emergente directo de “la parte principal y más sana del
vecindario” aun cuando, es verdad que los electos formaban parte de la fracción
que, en general, se hallaba más dispuesta a asociar sus intereses con el éxito de
un proyecto político independiente, propuesto desde la Banda Oriental al conjunto
de pueblos y provincias del viejo virreinato.

Quizá podría señalarse como hipótesis organizadora de lo ocurrido, y como


prospecto de futuras revisiones del tema, que se desplegaron al menos tres
escenarios concurrentes y contradictorios en proporciones inciertas:

a) Aquel en el que la acción de los cabildos facilitó la solicitud de distintas


personas vinculadas con las élites dominantes, al darles conocimiento
rápido de la ley y el favor de sus influencias con las autoridades de

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aplicación, comenzando por el alcalde provincial. También pueden incluirse
aquí diversas situaciones en las que el reglamento fue utilizado para dirimir
antiguos litigios por tierras como el protagonizado por Juan Uriarte
(cabildante de Maldonado) y algunos vecinos encabezados por Leonardo
Álvarez (rematador de los diezmos de San Carlos) que se arrastraba desde
los tiempos del virrey Avilés.
b) El proceso más apegado al texto y al espíritu del reglamento, bajo la
dirección y control de las autoridades que él establecía, que concentra
presumiblemente la mayor cantidad de donaciones y muestra una relativa
heterogeneidad en cuanto a las características socioeconómicas de los
agraciados. A diferencia del anterior, aquí suele resultar menor el peso del
cabildo gobernador en la gestión del embargo y reparto en muchos casos
por las distancias y en otros por la presencia activa de otros factores de
poder, como los comandantes militares al frente de porciones del “pueblo
reunido y armado”, además de la mayor cercanía del propio Artigas. Esta
modalidad posee fuertes zonas grises en sus solapamientos con las otras
dos que presentamos, relativamente volcadas hacia extremos opuestos.
c) Las confiscaciones y repartos en los cuales jugaron un papel relevante las
partidas armadas compuestas por diversas categorías de campesinos
acaudillados generalmente por hacendados más o menos pequeños o
caudillejos locales, que solían revestir diversos grados de comandancia
militar. Estos hechos, que incluyen poblamientos espontáneos,
generalmente de antiguos arrendatarios y agregados, en algunas estancias
embargadas y en realengos, se produjeron relativamente fuera del
encuadre institucional general, cabiéndoles la imagen de un cierto desborde
social; fueron enfrentados por el cabildo gobernador y en algunos casos
sostenidos por Artigas a quien recurrían, como lo ejemplifica el caso de
Encarnación Benítez, en busca de la legalidad que no obtendrían por las
vías institucionales más formales.

Retomando el planteo con que iniciamos nuestro análisis, unos pocos ejemplos
más, focalizados en el papel específico de Artigas en la gestión de aplicar el
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Reglamento, entregan algunos elementos de juicio complementarios para su
valoración.

Por último, quiero señalar que la valoración del reglamento no debería soslayar
la introducción de una perspectiva comparativa, en especial con lo que ocurría
en la banda occidental del Río de la Plata, la que puede contribuir a que el
análisis dependa menos de la impronta ideológica del investigador,
focalizándose en lo que efectivamente ocurría y podía ocurrir dentro del rango
máximo de posibilidades reales, y no imaginarias, que ofrecía la situación del
momento. Sin perder de vista que se trata de una alusión al problema más que
de un análisis que requeriría otros medios y esfuerzos, vale recordar que el 30
de agosto de 1815 el gobierno de Buenos Aires decretó mediante un bando
que “todo individuo de la campaña que no tenga propiedad legítima de que
subsistir será reputado de la clase de sirviente”; por esas casualidades de la
historia, esto ocurría apenas diez días antes que Artigas dictara su reglamento
para el arreglo de la campaña oriental, cuyo núcleo duro ordenaba la
expropiación de los campos pertenecientes a los terratenientes españolistas,
porteños y orientales asociados a unos y otros, mientras que habilitaba para
instalarse en ellos a “los negros libres, los zambos de esta clase, los indios y
los criollos pobres... con prevención que los más infelices serán los más
privilegiados”. Como puede observarse, sin necesidad de ocultar que el
reglamento mantenía la vigencia de mecanismos compulsivos sobre parte de la
población rural (artículo 27) y sin necesidad de estirar su contenido al extremo
de imaginar que el “camino americano” se habría paso en el país, el aspecto
principal, dominante de las dos normas citadas es diametralmente opuesto;
tanto como lo fueron las perspectivas sociales directoriales y artiguistas. Y no
porque las elites terrateniente-mercantiles de Buenos Aires y Montevideo
difirieran en esencia en su carácter socioeconómico y sus aspiraciones de
acumulación de poder y riqueza, sino porque Artigas va introduciendo una
perspectiva diferenciadora con respecto a ese horizonte mezquino. A esto se
refería seguramente Real de Azúa cuando señalaba que proviniendo
originalmente Artigas de los sectores propietarios y patricios, se caracterizaba
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sin embargo por ser quien “toma una coyuntura histórica y le da un contenido
mucho más vasto, más profundo”.

El ciclo social de Artigas

Conocida la historia de la que Artigas resultara un protagonista relevante,


aquellos que la han escrito de diferentes modos y con variadas
interpretaciones, no han podido evitar realizar dos señalamientos puntuales, y
sin conexión aparente entre sí, que aquí reuniremos para su análisis
conceptualizado como el problema del itinerario social de Artigas. Ellos son su
condición de nieto de fundadores de Montevideo, surgido del seno de los
sectores propietarios y convertido a comienzos de 1811 en la esperanza de los
hacendados y terratenientes rebelados contra el poder español; y su estrecha
relación con los más miserables y desheredados habitantes del medio rural,
graficada durante los últimos combates contra los portugueses, contra Ramírez
y en la marcha hacia el refugio paraguayo.

La pregunta a responder, la historia a reescribir, el problema en fin, es en qué


medida Artigas fue protagonista de un proceso de desclasamiento respecto de
la élite oriental, en qué sentido se podría afirmar que la traicionó, y,
simultáneamente, determinar hasta donde se puede afirmar su identificación
con los campesinos y las castas oprimidas en el marco de las formas de
economía y sociedad heredadas de la colonia.

Identificar los momentos esenciales, los quiebres y repliegues de esta historia


exige explorar simultáneamente los cambios que se van produciendo en la
unidad original de la clase terrateniente oriental articulados con los capítulos
más relevantes de la evolución política del frente único patriota que se plasmó
a partir del Grito de Asencio. Durante los primeros cuatro años de revolución y
guerras, desde el comienzo de la insurrección agraria de 1811 contra el poder
español hasta la entrada de las tropas de Artigas en Montevideo en 1815, la
élite de mercaderes, saladeristas, terratenientes y grandes hacendados,
orientales, fue objeto de fuertes estremecimientos y cambios tanto en el plano
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más estructural de lo socioeconómico como en el altamente volátil de las
definiciones y adscripciones políticas, originados en los vaivenes de la, lucha
anticolonial, las intervenciones militares portuguesa y porteña, y los conflictos
internos de la dirigencia oriental autonomista. El pronunciamiento antiespañol
en el Uruguay, motorizado por una rebelión agraria y bajo la forma de marcha
del campo a la ciudad, que luego de la victoria patriota en la batalla de Las
Piedras derivó en el asedio de Montevideo, generó un fuerte clivaje, una
primera gran división que afectó especialmente a la cúpula terrateniente, ya
que una parte considerable de los más grandes propietarios “ausentistas”, al
igual que el grueso del gran comercio, se plegaron a las fuerzas de la reacción
realista, siendo muchos de ellos españoles de nacimiento. Esta fracción, varios
de cuyos componentes eran también saladeristas, barraqueros y mercaderes
intermediarios, perdió el control de sus vastas posesiones rurales, al tiempo
que no formó parte del frente patriota, que de esta forma pudo evitar la
influencia directa del grupo más retrógrado de los terratenientes latifundistas.
Posteriormente, los hacendados que se plegaron inicialmente al movimiento
revolucionario, hegemonizándolo, sufrieron una nueva fractura político-
ideológica, de gran magnitud, al bifurcarse las posturas pro porteñas de las que
optaron por la reafirmación de la soberanía particular de los pueblos orientales.
Este proceso comenzó en forma larvada apenas el grupo encabezado por
Artigas comenzó a manifestar que su conducta política no se conformaría con
el rol que se le había reservado al ser nombrado teniente coronel a las órdenes
del gobierno de Buenos Aires. Posteriormente, luego de la firma del Tratado de
Pacificación mediante el cual el Triunvirato negoció la retirada de las tropas,
portuguesas del Uruguay a cambio de reconocer al gobierno español de
Montevideo, en una significativa carta a la Junta del Paraguay del 7 de
diciembre de 1811, Artigas manifestó que ello ocurrió a pesar de que los jefes
orientales habían solicitado que “no se procediese a la conclusión de los
tratados sin anuencia de los orientales, cuya suerte era la que se iba a decidir”.
Me quiero detener; un momento en este documento, para señalar que allí, al
dar cuenta de sus ideas y sentimientos frente a las consecuencias del

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levantamiento del sitio de, Montevideo, quedó retratado el momento inicial del
quiebre político de Artigas, de su desengaño respecto de lo que podía esperar
de las autoridades de Buenos Aires.

A fines de 1813, un nuevo suceso contribuyó a la formación del clivaje que


analizamos: el Congreso de Capilla Maciel, reunido inicialmente con acuerdo
de Artigas, se transformó, a instancias de la política directorial operada por
Rondeau en una maniobra destinada a revisar la orientación y las resoluciones
del Congreso de Abril, formalizadas en las instrucciones que se les dieran a los
diputados a la Asamblea del año XIII. Durante el curso de las deliberaciones
una parte significativa de la dirigencia provincial, estimulada, además de por la
lesión militar de las fuerzas porteñas, por la promesa de algunas dádivas
económicas, desconoció la conducción de Artigas y revisó la orientación
política que éste continuaba sosteniendo. De acuerdo con la crónica de los
sucesos realizada por uno de los participantes que resistió sus conclusiones,
“el objeto que principalmente se proponían el presidente como algunos de los
vocales que tenían séquito en el Congreso, no era el bien de esta provincia
sino el que ciegamente obedeciese y quedase sujeta al supremo gobierno”. La
crónica de Castellanos enfatiza que los representantes presentes carecían “de
la libertad necesaria para tales cosas, y que sólo enmudecían de terror y
espanto”. Sin embargo, a pesar de las fuertes presiones que efectivamente
existieron, es innegable que en Capilla Maciel se manifestó una perspectiva
política que expresaba las profundas diferencias que tempranamente
comenzaban a dividir las opiniones de la élite oriental.

Sin duda, estos sucesos y la retirada posterior de Artigas del sitio a


Montevideo, abrieron un abismo entre los sectores de la élite mercantil-
terrateniente que decidían asociar su suerte y fortunas al éxito de la política
directorial y los que prefirieron apostar a las posibilidades que podría abrir la
conquista de la autonomía por la que se acababa de jugar Artigas. Después de
los sucesos ocurridos durante la emigración y en Capilla Maciel, el tercer hito
de la ruptura del frente patriota oriental se produjo luego de la rendición de las

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fuerzas españolas sitiadas en Montevideo, cuando las tropas de Buenos Aires
al mando de Alvear instalaron allí el primer gobierno criollo. En estas
circunstancias, y pese a su composición porteña, el nuevo poder fue apoyado
por la fracción principal del gran comercio, buena parte del sector latifundista y
otros dirigentes políticos referenciados en los anteriores, que compartiendo con
Buenos Aires la orientación antiespañola de la hora, la hallaron más funcional a
la defensa de sus intereses económicos y comerciales que la línea de
confrontación y soberanía particular que proponía Artigas. Estas variaciones en
el panorama político explican la apariencia de mayor radicalización que van
adoptando las posturas artiguistas así como la tendencia a apoyarse cada vez
más en el campesinado de paisanos pobres, incluidos gauchos, indios y
negros libertos, que comenzaban a sentirse representados, y aunque fuera en
pequeña medida el hecho no dejaba de ser extraordinario, por un Artigas que
continuaba expresando centralmente los intereses de los hacendados que se
mantenían enemigos de España y Portugal, mientras simultáneamente
resistían la dominación bonaerense-directorial. Luego de la derrota de las
tropas invasoras bonaerenses en la batalla de Guayabos (enero de 1815), y de
la posterior evacuación directorial de la Banda Oriental, la instalación de un
gobierno capitular autónomo en Montevideo mostró el fenómeno político de la
reunificación, a nivel de la élite socioeconómica, de los sectores más
autonomistas con una parte de los aporteñados, rápidamente reconvertidos al
“artiguismo” luego de la retirada de Alvear.

Entre marzo de 1815 y julio de 1816 se produjo la coexistencia de una suerte


de doble poder político (Montevideo-Purificación), solapado con la dirección
militar y la influencia de masas que daba prelación al grupo de Artigas, durante
el cual la unidad y la lucha entre ambos tiñeron sus relaciones políticas,
crispando socialmente el frente de clases, fracciones y grupos que sostenían el
autonomismo oriental. Esta situación sería violentamente alterada por la
invasión portuguesa de agosto de 1816, que impuso la tercera y definitiva gran
división de los hacendados y comerciantes que permanecían dentro del cauce

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artiguista, concretada cuando la élite montevideana adoptó una posición
conciliadora y colaboracionista con el invasor extranjero.

A partir de estos sucesos, la ruptura del frente social y político que lideraba,
Artigas se profundizaría, debilitándolo cada vez más, con las defecciones de
muchos de los jefes que habían contribuido a sostener el “sistema de los
pueblos libres”. Algunos, comandantes militares como Rufino Bauza, Bonifacio
Ramos, Manuel Oribe, etc., abandonaron la lucha a fines de 1817 y se
refugiaron en Buenos Aires; mientras que otros dirigentes artiguistas, de la
primera línea, traicionaron abiertamente su patria y se sumaron a los
invasores, contándose entre ellos Juan José Durán, García de Zuñiga y
Fructuoso Rivera.

La otra cara de esta probable historia del tránsito social de Artigas, la opuesta
al abismo que se fue construyendo entre los contenidos de su línea política y
las necesidades más inmediatas de mercaderes y terratenientes, fue el puente
que se fue tendiendo con las masas armadas que acaudilló desde el comienzo
de la insurrección, respecto de las cuales había afirmado que “ninguno de mis
soldados es forzado, todos son voluntarios y decididos por sostener su libertad
y derechos”.

Epílogo prolongado para una experiencia histórica revulsiva

Una de las principales conclusiones que se extraen luego de estudiar


críticamente lo que suele denominarse “el artiguismo”, es que en una época en
la cual los actuales países de Sudamérica distaban todavía de existir como
tales, y los pueblos y las provincias que habían permanecido subyugados por
el colonialismo español comenzaban tortuosamente su organización política e
institucional, Artigas fue el dirigente que mejor expresó la que podríamos
denominar corriente más democrática que emergiera en el Río de la Plata
producto del pronunciamiento revolucionario de mayo de 1810.

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Esta relación es uno de los problemas más interesantes, y más ocultos, de la
interpretación del papel del artiguismo en la historia rioplatense, probablemente
debido a las dificultades que existen para reconocer el carácter común y
compartido de este tramo de la historia de argentinos y uruguayos. Al respecto,
se comprende que para las clases dirigentes de ambas bandas y sus
respectivas historias oficiales resulte inconveniente otorgar centralidad a un
proceso que, entre otros efectos, en un caso señala críticamente los aspectos
más oscuros de los gobiernos instalados en Buenos Aires, y en el otro obstruye
la construcción de la mitología nacional que sustenta el discurso dominante.
Menos claras, sin embargo, están las razones por las que las corrientes
políticas e intelectuales opositoras y críticas de los rumbos tradicionales no han
profundizado en la imbricación de los significados revolucionarios de dirigentes
como Moreno, Castelli y Artigas, especialmente pensando en aquellos
“fondeaderos” que mencionamos al comienzo de estas notas.

Es sabido que la doctrina artiguista en materia de organización política e


institucional de los pueblos emergentes de la revolución anticolonial se asentó
en unos pocos conceptos medulares: soberanía particular de los pueblos, vida
política, gobierno inmediato, y liga ofensivo-defensiva, en la perspectiva de
organizar el “sistema de la confederación para el pacto recíproco con las
provincias que formen nuestro Estado”, como lo señala el artículo 2 de las
Instrucciones del año XIII. Dichos principios organizativos se plasmaron en
diferentes momentos y medidas, con matices y asimetrías, en las experiencias
de los pueblos y provincias de Santa Fe, Corrientes, Entre Ríos, Misiones,
Córdoba y la Banda Oriental, generalmente en conflicto con las orientaciones
centralistas emanadas de los gobiernos de Buenos Aires. El “sistema” de
organización institucional, o mejor dicho, las vías concretas de aproximación
hacia ese objetivo que estableció el artiguismo, fueron, a diferencia de las dos
modulaciones más habituales en la época, un instrumento que mantuvo hasta
el final habilitados dos filos conceptuales y políticos, los dos núcleos de la
propuesta organizativa: unidad y autonomía. Esto explica que Artigas y los
directorios que se sucedieron no sólo confrontaran cuando se reclamaba el
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ejercicio autonómico de la soberanía particular de los pueblos, sino también
cada vez que, confundiéndose en cuanto a sus aspiraciones, la aristocracia
porteña, flaqueando en su ilusión de someterlo, le ofrecía la independencia
absoluta de la Banda Oriental.

Para el artiguismo los pueblos forman la provincia y ella se constituye en un


estado a partir de cuya existencia se plantea la unidad confederal; estos
estados provincias son los sujetos, tal como se planteó en las resoluciones del
Congreso de Abril de 1813, que debían conformar las provincias unidas.

La inviabilidad histórica del artiguismo postulada por algunas voces dentro y


fuera del ámbito académico, no resulta demasiado diferente de la atribuida a la
posibilidad de transformar el mundo, eliminar el imperialismo, o construir una
sociedad socialista. Un puro recurso en las luchas políticas e ideológicas
contemporáneas, una expresión de deseos, y una simple contingencia
momentánea, producto de una correlación de fuerzas adversa.
Afortunadamente, las derrotas no significan más que el resultado de batallas
puntuales dentro de una guerra que, con nuevos y renovados protagonistas, a
todas luces continúa y continuará.

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