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El Sol empezaba a
elevarse por encima de los robles y los pinos, los hombres limpiaban sus armas, y la
sangre se pagaba con sangre.
Los lobos les habían sorprendido en mitad de la noche. No hubo tiempo de dispararles,
y tuvieron que ahuyentarlos a golpes de maza, espada y lanza. Ninguno de sus
hombres cayó, pero alguno sufrió heridas leves. El mismo Harlaw recibió un mordisco
que le había dejado la mano izquierda magullada.
Una rabia descomunal lo había poseído. Si se dejaban tomar por sorpresa en medio del
Gran Bosque, ¿qué sucedería una vez acamparan cerca de Mordheim? A juicio de
Harlaw, si el centinela no había creído oportuno alertarlos, tampoco precisaba de
lengua para el resto del viaje. Cobb, el Bastardo de Aguaceniza, cumplió la orden sin
rechistar. Cuando le echaron la cabeza hacia atrás, mostrando arrojo, el joven guardia
ni protestó. Sabía de dónde veía, y lo que se esperaba de su linaje. En cuanto la lengua
yació entre las hojas, su boca desencajada empezó a emitir unos ruidos chasqueantes.
No era el primer hombre bajo sus órdenes que la perdía, ni sería el último. Por algo lo
llamaban Harlaw el Negro.
Llevaban dos semanas camino de la ciudad. Se contaba que la piedra bruja podía
transformar cualquier vil metal en oro puro. En Sylvania, un mercader les había
contado que la piedra también era capaz de sanar a un hombre ciego. Harlaw no daba
crédito a todas estas habladurías, pero conocía el poder de las piedras, y sabía el
porqué de su viaje.
Uno de los lobos aun se arrastraba cerca del arroyo, malherido. En el momento en que
los arqueros se disponían a rematarlo, Sygfrid el Viejo los detuvo. Caminó hasta la
fiera, tranquilizándola con unas palabras quedas, y examinó su pierna magullada.
Harlaw sonrió. De rostro terco, el Viejo siempre había disfrutado de una extraña
destreza al tratar con las bestias.
Mientras se preparaban para partir, Waldon encontró a una pareja tras unos árboles.
En cuanto Harlaw se aproximó, vio que se trataba de un hombre alto, con incontables
cicatrices en la cara, y una mujer achatada, que trataba de cubrirse a toda prisa unos
pechos prominentes con su andrajoso vestido. Por sus formas y su tez morena no
podían ser sino gitanos.
Con una velocidad que aun trataba de comprender, la gitana le agarró la muñeca, situó
los dedos en la palma su mano y empezó a hablar.
- Cállate, zorra.
Intentando quitarse tal repugnancia de encima, vio como el gitano sacaba una navaja
de su cinto y trataba de clavarla en el vientre del Bastardo de Aguaceniza. No lo logró,
pues Ygon, que se había situado tras él, le hundió su hacha en el cráneo.
El chaval desvalijó ambos cadáveres, encontrando apenas unas monedas y una pieza
hueca de cobre que adornaba el grueso dedo de la muerta.
No debía ser más que una baratija, pero las formas demoníacas que lo cruzaban fueron
del agrado de Harlaw. Al ceñírselo, su mente no pudo evitar regresar a las palabras
musitadas por la gitana. ¿Tendrían algún tipo de significado? ¿Fueron ellos quienes
mandaron a los lobos? Era un tipo poco supersticioso, pero el suceso le estaba
inquietando más de lo que deseaba. Con una expresión colmada de furia, se volvió
hacia al resto del grupo.
El Viejo se encargó de cercenar la cabeza del cuello. No había rastro de los parásitos
que habían emergido del cadáver. Porque, lo habían hecho, ¿no? ¿Lo habría visto
alguno de sus hombres?
Enfundando su espada, dio un último vistazo al menguante fuego, mientras uno de los
arqueros se disponía a extinguirlo. La sangre se había pagado con sangre.
- Ya hemos perdido tiempo suficiente. Al camino, de una puta vez. Nada ni nadie me
detendrá.