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Sobre la forma orgánica

Denise Levertov

Para mí, detrás de la idea de la forma orgánica está el concepto de que en todas las cosas (y
en nuestra experiencia) hay una forma que el poeta puede descubrir y revelar. Existen sin
duda diferencias temperamentales entre los poetas que utilizan las formas prescriptas y
aquellos que buscan las nuevas –gente que necesita un horario estricto para hacer cualquier
cosa, y gente que necesita tener libertad– pero la diferencia en su concepción de
«contenido» o «realidad» es funcionalmente más importante. Por un lado, está la idea de
que el contenido, la realidad o la experiencia, son esencialmente fluidas y deben tener una
forma; por el otro, está la idea de buscar una forma inherente, aunque no se haga evidente
de inmediato. Gerard Manley Hopkins inventó la palabra inscape (paisaje interior) para
denotar la forma intrínseca, el diseño de características esenciales tanto en objetos
singulares como (lo que es más interesante aún) en objetos que se encuentran en relación
entre sí, y la palabra instress (énfasis o tensión interior) para denotar la experiencia de la
percepción del inscape, su nivel de apreciación. Pensando en el proceso de la poesía del
modo en que yo lo conozco, extiendo el uso de estas palabras, que él parece haber utilizado
principalmente en referencia a fenómenos sensoriales, para incluir también la experiencia
intelectual y emocional; yo hablaría del inscape de una experiencia (que podría estar
compuesta de cualquiera de estos elementos o de todos a la vez, incluyendo el sensorial) o
del inscape de una secuencia o constelación de experiencias.

Una definición parcial, entonces, de la poesía orgánica podría ser: es un método para
apercibirse, es decir, reconocer lo que percibimos, y está basado en la intuición de un
orden, de una forma más allá de las formas, en la cual las formas participan, y de la cual las
obras creativas del hombre son analogías, semblanzas y alegorías naturales. Esta poesía es
exploratoria.

¿Cómo se realiza este tipo de poesía? Yo creo que es así: primero debe haber una
experiencia, una secuencia o constelación de percepciones de suficiente interés, sentidas
por el poeta con suficiente intensidad como para exigir de él un equivalente en palabras: él
es llevado al habla. Supongamos que está la vista del cielo a través de una ventana
polvorienta, pájaros y nubes y pedacitos de papel volando por el cielo, el sonido de la
música que viene de su radio, sentimientos de enojo y amor y diversión provocados por una
carta recién recibida, la memoria de un viejo pensamiento o evento asociado con lo que se
ve, se oye o se siente, y una idea, un concepto, sobre el cual él ha estado reflexionando,
cada uno calificando al otro; junto con lo que sabe sobre historia; y está también lo que ha
estado soñando –tanto si se acuerda como si no– trabajando dentro de él. Este es sólo un
borrador de un momento posible en una vida. Pero la condición de ser poeta es que,
periódicamente, un corte transversal o constelación de experiencias de este tipo (en el cual
puede predominar un elemento u otro) exige, o despierta en él la exigencia del poema. El
principio del cumplimiento de esta demanda es contemplar, meditar; palabras que connotan
un estado en el cual el calor del sentimiento templa el intelecto. Contemplar viene de
templum, templo, un lugar, un espacio para observación, señalado por el augur. No significa
simplemente observar, mirar, sino hacer esas cosas en presencia de un dios. Y meditar es
mantener la mente en un estado de contemplación; su sinónimo es cavilar, y cavilar viene
de una palabra que significa «estar parado con la boca abierta» –algo no tan cómico si
pensamos en «inspiración»: respirar hacia adentro.

Así que mientras el poeta se para boquiabierto en el templo de la vida, contemplando su


experiencia, vienen a él las primeras palabras del poema: las palabras que han de ser su
entrada en el poema, si es que ha de haber un poema. La presión de esta exigencia y la
meditación sobre sus elementos culminan en un momento de visión, de cristalización, en el
cual un indicio de la correspondencia entre esos elementos ocurre; y ocurre como palabras.
Si el poeta fuerza un comienzo antes de este punto, no funcionará. Estas palabras a veces
quedan al principio, a veces en el poema ya terminado pueden ir a parar a otro lugar, o
puede suceder que hayan sido sólo precursoras, que hayan cumplido su función llevando a
otras palabras que son el verdadero comienzo del poema. Es la fiel atención a la experiencia
desde el primer momento de la cristalización lo que permite que estas primeras o
precursoras palabras suban a la superficie: y con esa misma fidelidad a la atención, el poeta,
a partir de ese momento en que es adentrado en la posibilidad del poema, debe seguir
dejando que la experiencia lo lleve a través del mundo del poema, mientras que su inscape
único se revela a medida que continúa.

Durante la escritura de un poema los diversos elementos del ser del poeta están en
comunión entre sí y se acrecientan mutuamente. El oído y el ojo, el intelecto y la pasión, se
interrelacionan más sutilmente que en otros momentos; y el «control de la exactitud», de la
precisión del lenguaje, que debe ocurrir a lo largo de la escritura no implica que un
elemento ha de supervisar a los demás, sino que se ha de mantener una interacción intuitiva
entre todos los elementos involucrados.

Del mismo modo, el contenido y la forma se encuentran en un estado de interacción


dinámica; por ejemplo, la constatación de que una experiencia es una secuencia lineal o una
constelación saliendo como rayos desde y hacia un foco central o eje, sólo puede
descubrirse en el trabajo, y no antes de él.

La rima, el timbre, el eco, la reiteración, no sólo sirven para tejer los elementos de una
experiencia, sino que frecuentemente son los medios, los únicos medios, mediante los
cuales la densidad de la textura y el retorno o el trayecto circular de la percepción pueden
ser transmutados al lenguaje, de modo tan que el poeta se aperciba de ellos. A puede llevar
a E directamente a través de B, C, y D: pero si luego hay un agudo recuerdo o revisión de
A, este retorno debe encontrar su contrapartida métrica. Podría hacerlo mediante la
repetición efectiva de las palabras que hablaron de A la primera vez (y si este retorno
ocurre más de una vez, uno se encuentra con un estribillo, que no está puesto allí porque
uno decidió escribir algo con un estribillo al final de cada estrofa, sino directamente por
exigencia del contenido). O puede ser que debido a que el retorno a A ahora está
condicionado por el pasaje a través de B, C, y D, sus palabras no sean una simple
repetición, sino una variación. Nuevamente, si B y D son de naturaleza complementaria,
entonces su pensamiento o sentimiento-rima pueden encontrar sus palabras-rima
correspondiente. Las imágenes correspondientes son una especie de rima sin aura. En
general sucede que dentro del todo, es decir entre el punto de cristalización que marca el
comienzo o desencadenamiento de un poema y el punto en el cual la intensidad de la
contemplación ha concluido, hay unidades precisas de conciencia; y son éstas –al menos
para mí– las que indican la duración de las estrofas. A veces estas unidades son de una
duración tan igual que uno termina, por ejemplo, con un poema entero de estrofas de tres
líneas, una regularidad en el diseño que parece, pero no es, predeterminada.

Cuando mi hijo tenía ocho o nueve años lo observé hacer el dibujo de un torneo con
crayones. Él no estaba interesado en las formas como tales, pero estaba luchando con la
necesidad de hablar en términos gráficos, de decir «Y una gran muchedumbre observaba a
los caballeros en combate». Había una necesidad de mostrar las hileras de asientos, toda esa
gente sentada en ellos. Y de esa necesidad surgió un diseño formal que era bellísimo,
compuesto por filas de hombros y cabezas. Es de una manera muy similar que puede surgir,
a partir de la fidelidad al instress, un diseño que es la forma de un poema –tanto en su
forma total, su extensión y ritmo y tono, como en la forma de sus partes (por ejemplo, las
relaciones rítmicas de las sílabas dentro del verso, y de un verso con el otro; la relación
sonora entre las vocales y las consonantes; la recurrencia de las imágenes, el juego de
asociaciones, etc.). «La forma sigue a la función» (Louis Sullivan).
En su autobiografía, Frank Lloyd Wright escribió que la idea de la arquitectura orgánica
consiste en que «la realidad de un edificio yace en el espacio interior a ser habitado». Y cita
a Coleridge: «Así como es la vida, es la forma». (Emerson dice en su ensayo «Poesía e
imaginación«: «Pídele la forma al hecho».) El diccionario de inglés de Oxford menciona a
Huxley (Thomas, es de suponer) diciendo que utilizaba la palabra orgánico «casi como
equivalente de la palabra viviente».

En la poesía orgánica el movimiento métrico, la medida, es expresión directa del


movimiento de la percepción. Y los sonidos, actuando conjuntamente con la medida, son
una especie de onomatopeya extendida, es decir, no imitan los sonidos de una experiencia
(que bien puede ser sin sonido, o a la cual los sonidos contribuyen sólo incidentalmente),
sino el sentimiento de una experiencia, su tono emocional, su textura. La velocidad y el
paso variables de las diferentes hebras de la percepción dentro de una experiencia (pienso
en hebras de algas moviéndose dentro de una ola) generan medidas contrapunteadas.

Pensando en cómo la poesía orgánica se diferencia del verso libre, escribí que «la mayor
parte del verso libre es poesía orgánica fracasada, es decir, poesía orgánica en la cual la
atención del escritor se ha apagado demasiado rápido, antes de que la forma intrínseca de la
experiencia haya sido revelada». Pero Robert Duncan me hizo notar que existe un «verso
libre» en el que esto no es cierto, porque no está escrito con el deseo de buscar una forma,
sino más bien con el deseo de evitar la forma (si esto fuera posible) y de expresar la
emoción incipiente tan puramente como sea posible1. Hay una contradicción aquí, sin
embargo, porque si, como yo supongo, existe un inscape de emoción, de sentimiento, es
imposible no presentar algo de ello al darle una voz en el poema al ritmo o tono del
sentimiento. Pero quizá la diferencia sea esta: que el verso libre aísla lo «correcto» de cada
línea o cadencia –si parece expresivo, entonces no importa la relación que tiene con la
próxima–, mientras que en la poesía orgánica los ritmos peculiares de las partes son, en la
medida en que sea necesario, modificados para descubrir el ritmo del todo.

¿Pero el carácter del todo no depende, o surge, del carácter de las partes? Sí; pero es como
pintar del natural: supongamos que imitas fielmente, en la paleta, los colores separados de
los varios objetos que vas a pintar; sin embargo, cuando están yuxtapuestos en el cuadro,
puede que tengas que aclarar, oscurecer, obnubilar o intensificar cada color para poder
producir un efecto equivalente al que ves en la naturaleza. El aire, la luz, el polvo, la
sombra y la distancia deben ser tomados en cuenta.

Uno podría ponerlo así: en la poesía orgánica el sentido de la forma o «sentido del tráfico»,
como dice Stefan Wolpe, se encuentra siempre presente junto con (sí, paradójicamente) la
fidelidad a las revelaciones de la meditación. El sentido de la forma es una especie de
Stanislavsky de la imaginación: poniendo una silla dos pies más abajo en el escenario,
engrosando un nudo de espectadores arriba hacia la izquierda en el escenario, logrando que
el actor levante su voz un poco y que la actriz entre un poco más lento; todo en favor de una
forma que él intuye. También podría decirse que es una especie de helicóptero de
reconocimiento volando por encima del campo del poema, tomando fotos aéreas y
reportando acerca del estado del bosque y sus criaturas –o sobre el mar para observar los
cardúmenes de arenques y dirigir a las flotas pesqueras hacia ellos–.
Una manifestación del sentido de la forma es el sentido que tiene el oído del poeta de una
norma rítmica peculiar a un poema en particular, de la cual parten los versos individuales, y
a la cual retornan. Oí a Henry Cowell decir que el sonido monótono en la música india se
conoce como la nota del horizonte. Al Kresch, el pintor, me envió una cita de Emerson:
«La salud del ojo exige un horizonte». Este sentido del latido o pulso que subyace al todo
es lo que yo pienso como la nota del horizonte del poema. Interactúa con los matices o
fuerzas de sentimiento que determinan el énfasis en una palabra u otra, y deciden hasta
cierto punto qué pertenece a un verso determinado. Se relaciona con la necesidad de ese
sentimiento-fuerza que condiciona la cadencia a las necesidades de las partes a su alrededor
y así al todo.

Duncan también apuntó hacia lo que es quizá una variación de la poesía orgánica: la poesía
del impulso lingüístico. Me parece que la absorción en el lenguaje mismo, la conciencia del
mundo de significados múltiples revelados en el sonido, la palabra, la sintaxis, y la entrada
en este mundo dentro del poema, es tanto una experiencia o constelación de percepciones
como el instress de los eventos sensuales y psíquicos no verbales. Lo que puede hacer que
el poeta de ímpetu lingüístico parezca estar en otra cosa enteramente es que las demandas
de su realización pueden parecer en oposición a la verdad tal como la pensamos; es decir,
en términos de lógica sensorial. Pero la aparente distorsión de la experiencia a favor de los
efectos verbales en este tipo de poema es en realidad una adherencia precisa a la verdad, ya
que la experiencia en sí fue verbal.

La forma nunca es más que la revelación del contenido.

«La ley: una percepción debe llevar inmediatamente y directamente a otra percepción»
(Edward Dahlberg, citado por Charles Olson en «El verso proyectivo», Selected Writings).
Yo siempre interpreté esto como «nada de llenar las grietas con mena», porque no ha de
haber grietas. Sin embargo, al lado de esta verdad existe otra verdad (que he aprendido de
Duncan más que de cualquier otro): que también debe haber un lugar en el poema para
grietas que no deben ser llenadas con mena importada, grandes brechas entre percepción y
percepción por encima de las cuales hay que saltar si uno ha de cruzarlas.
El factor X, la magia, aparece cuando llegamos a esas grietas y hacemos esos saltos. Una
devoción religiosa hacia la verdad, hacia el esplendor de lo auténtico, involucra al escritor
en un proceso que es gratificante en sí mismo; pero cuando esa devoción nos lleva a
abismos no soñados y nos encontramos navegando lentamente sobre ellos y llegando al otro
lado –eso es éxtasis.

Fuente:
http://loslogocratas.blogspot.com/2018/03/sobre-la-forma-organica-1-ensayo-de.html

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